La prevención de la tortura. Una exigencia ineludible en la actualidad

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La prevención de la tortura. Una exigencia ineludible en la actualidad.
Emilia Bea
Universidad de Valencia
El día 26 de noviembre de 1987 – hace ahora veintitrés años- el Consejo de Europa
adoptó el Convenio Europeo para la Prevención de la Tortura y de las Penas o Tratos
Inhumanos o Degradantes, con el que se pretendía asegurar y completar la efectividad
práctica del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las
Libertades Fundamentales (Roma, 4-11-1950), dentro de las coordenadas marcadas por
Naciones Unidas desde el final de la segunda guerra mundial y cuyo primer hito
significativo era el artículo 5 de la DUDH: “Nadie será sometido a tortura ni a penas o
tratos crueles, inhumanos o degradantes”.
Así, en el ámbito de Naciones Unidas, el derecho a no ser torturado aparece en el
catálogo general de derechos humanos, como puede verse en el Pacto Internacional de
Derechos Civiles y Políticos (16-12-1966), que añade, en el artículo 7, alguna precisión
interesante al redactado de la DUDH al especificar que “en particular, nadie será
sometido sin su libre consentimiento a experimentos médicos y científicos”. El
Protocolo facultativo del Pacto, que establece el sistema de garantías de los derechos,
aunque supuso un paso importante, resultaba insuficiente a la hora de su
implementación y eficacia, lo que trató de paliarse a través del llamado “proceso de
especificación de los derechos humanos”, es decir, mediante la creación de documentos
e instrumentos que trataban de reforzar la protección de determinados derechos.
Dentro de este proceso, por lo que concierne a la abolición de la tortura, un momento
decisivo es la aprobación por la Asamblea General de Naciones Unidas, el 9 de
diciembre de 1975, de la Declaración sobre la Protección de todas las Personas contra
la Tortura y otros Tratos y Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes que, en el artículo
2, considera todo acto de este tipo como “una ofensa a la dignidad humana”. La
dignidad es el límite infranqueable y la tortura atenta contra ella en cualquier situación o
modalidad en que se produzca.
La Declaración de 1975 será profundizada y dotada de efectividad unos años después
gracias a la aprobación, el 10 de diciembre de 1984, de la Convención contra la Tortura
y otros Tratos o Penas crueles, inhumanos y degradantes que, en su Parte I, define los
actos de tortura, establece las obligaciones del Estado para prevenir, impedir y castigar
la tortura y, en su artículo 2, señala con claridad que “en ningún caso podrán invocarse
circunstancias excepcionales tales como estado de guerra o amenaza de guerra,
inestabilidad política interna o cualquier otra emergencia pública como justificación de
la tortura”. La tortura no es admisible y no está justificada en ningún caso, ni siquiera en
guerras o situaciones de emergencia. El derecho a no ser torturado aparece como un
derecho incondicional y la tortura como una práctica prohibida de forma absoluta y
radical.
En el intento de avanzar de forma significativa hacia la abolición definitiva de la tortura,
la Parte II del Convenio opta por la creación del Comité contra la Tortura, organismo
compuesto por diez expertos independientes que realiza investigaciones y
recomendaciones en base a los informes que recibe de Estados y de ONGs, así como de
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quejas y demandas individuales. Función semejante a la encomendada al Relator
especial sobre la tortura, figura creada por la Comisión de Derechos Humanos en 1985,
y que exige para su funcionamiento la cooperación de los Estados, que deben permitir el
libre acceso a centros de detención, el contacto con presos, los medios de comunicación
o cualquier otro interlocutor que pueda facilitar su tarea de conocimiento de las
situaciones de privación de libertad.
Volviendo al ámbito europeo, el texto que conmemoramos en estas fechas, el arriba
mencionado Convenio Europeo para la Prevención de la Tortura y de las Penas o Tratos
Inhumanos o Degradantes, surge de este mismo interés por prevenir la tortura a través
de un mecanismo no judicial para proteger a las personas privadas de libertad. Este
mecanismo se basa en un sistema de visitas efectuadas por el Comité Europeo para la
Prevención de la Tortura y de las Penas o Tratos Inhumanos o Degradantes (CPT). De
acuerdo con el artículo 1 del Convenio, por este medio, el Comité “examinara el trato
dado a las personas privadas de libertad para reforzar, llegado el caso, su protección
contra la tortura y las penas o tratos inhumanos o degradantes”. A tal efecto, como
establece el artículo 2, cada Parte debe autorizar la visita a todo lugar bajo su
jurisdicción donde haya personas privadas de la libertad por una autoridad pública. El
Consejo de Europa quiere saber lo que pasa detrás de las puertas de los lugares de
detención, las comisarías de policía, los establecimientos penitenciarios o psiquiátricos,
los centros de inmigrantes, de menores, y todos aquellos lugares en que se corre el
riesgo de ser víctimas de prácticas de tortura.
“Los miembros del Comité serán elegidos entre personalidades de elevada moralidad,
conocidas por su competencia en materia de derechos humanos o que cuenten con
experiencia profesional en los campos que abarca el presente Convenio”. Por tanto, el
Comité estará formado por expertos independientes procedentes de diversos campos,
como la psiquiatría, la medicina legal, la criminología, el derecho, además de los
pertenecientes al ámbito de la traducción e interpretación, elegidos por el Comité de
Ministros, como órgano decisorio del Consejo de Europa, de una lista votada,
anteriormente, por la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa. Las visitas son
efectuadas por delegaciones integradas, normalmente, por dos o más miembros del
CPT, nunca del país que se visita, y pueden efectuarse de forma periódica o de manera
urgente si las circunstancias así lo exigen.
Según el artículo 8.2, toda Parte deberá dar al Comité las facilidades siguientes para el
cumplimiento de sus funciones: acceso a su territorio y derecho a desplazarse por él sin
restricciones; cualesquiera datos sobre los lugares en que se encuentren personas
privadas de libertad; la posibilidad de desplazarse a su voluntad a todo lugar donde haya
personas privadas de libertad, incluido el derecho a moverse sin trabas en el interior de
esos lugares, y cualquier otra información de que disponga la Parte y que necesite el
Comité para el cumplimiento de su labor. Al recabar esta información, el Comité tendrá
en cuenta las reglas jurídicas y deontológicas aplicables a nivel nacional. En los
apartados 3, 4 y 5 se dice que el Comité podrá entrevistarse, sin testigos, con las
personas privadas de libertad; podrá ponerse en contacto libremente con cualquier
persona que, a su juicio, pueda proporcionarle datos útiles y, si procede, el Comité
comunicará de inmediato sus observaciones a las autoridades competentes de la Parte
interesada.
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Estas observaciones inmediatas obtenidas sobre el terreno tratan de resolver o poner fin
a una situación grave sufrida por los afectados. El Gobierno debe de responder de
inmediato y, una vez recibido el informe oficial de la visita, habrá de enviar un informe
preliminar y, posteriormente, un informe de seguimiento con las soluciones adoptadas.
Todos estos informes podrán ser publicados siguiendo siempre los dos principios en que
se inspira el Comité, que son los de cooperación y confidencialidad, partiendo de un
objetivo fundamental, de carácter preventivo, es decir, destinado a proteger a las
personas privadas de libertad y no a juzgar actos de tortura o a sancionar. Pero para ello
se requiere el compromiso firme de las Partes a colaborar activamente, lo que implica
hacer públicos los informes, como de hecho ocurre normalmente, aunque con algunas
reticencias y retrasos.
Además de los informes individuales sobre cada visita, el CPT publica informes
generales, entre los que cabe destacar el segundo informe general anual, de 1991, en que
se reconocen los tres derechos básicos del detenido para que la prevención de la tortura
pueda resultar efectiva: el derecho a informar, inmediatamente, a un tercero (familiar,
amigo, cónsul, etc.) de su detención; el derecho, desde el primer momento, de contar
con la asistencia de un abogado; y el derecho a pedir un reconocimiento médico, sin la
presencia policial, por un profesional de su confianza, aparte del examen realizado por
el médico llamado por la policía.
Una de las claves es garantizar que la detención dure un tiempo mínimo y que los
interrogatorios se desarrollen según reglas de respeto estricto a la dignidad del detenido,
consignándose las personas presentes y las diversas actuaciones llevadas a cabo. A tal
efecto, el CPT recomienda la grabación electrónica de los interrogatorios. También
recomienda la creación de un Mecanismo Nacional Independiente de investigación de
las quejas efectuadas durante el periodo de detención y de la situación y régimen
penitenciario. Recomendaciones que han logrado un escaso eco.
La realidad es que los informes del CPT reflejan que, en gran parte de los Estados
pertenecientes al Consejo de Europa, se detecta una elevada presencia de casos de
tortura y malos tratos físicos y psicológicos, infligidos en su mayoría por la policía.
Según fuentes del propio Comité, “está probada la utilización de ciertas técnicas de
especial gravedad como la suspensión de la víctima –la barra- los golpes con porras
sobre las plantas de los pies –la falaka- el chorro de agua fría a presión, la bañera, el
cubrir la cabeza con la bolsa de plástico, los electrodos –la picana- y un largo y
escabroso mundo de barbaridades inimaginables en las que la maldad humana cada vez
se supera y que no deja de sorprendernos en cada visita a determinados países”.
La sociedad en su conjunto debería ser sensible a esta realidad, pues la indiferencia y la
invisibilidad son los grandes enemigos de las democracias actuales, las cuales, aunque
aparentemente consolidadas, corren el riesgo de degenerar si los poderes públicos y los
ciudadanos dejamos de ser exigentes respecto al cumplimiento estricto del sistema de
garantías y del régimen de libertades. Cualquier excepción en este terreno puede
hacernos caer en una peligrosísima pendiente resbaladiza.
Como todos sabemos, a partir del 11 de septiembre de 2001, la guerra contra el
terrorismo internacional, capitaneada por el gobierno norteamericano, nos ha puesto a
todos ante el abismo de esta pendiente. La retórica que se utiliza en la lucha contra el
terrorismo es la de una emergencia global que justifica un número creciente de
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suspensiones de derechos y garantías. Las prisiones secretas –pero también los centros
de retención e internamiento de inmigrantes ilegales- son espacios actuales en que se
ejecutan las “biopolíticas” contemporáneas, es decir, lugares siniestros que están más
allá de la ley y en los que, por ello, la vida humana, privada de todo derecho, puede ser
objeto de todos los experimentos imaginables. Los avances científicos y técnicos
permiten aumentar al máximo el dolor reduciendo al mínimo las señales externas, a
través del empleo de la electricidad, el lavado de cerebro, las radiaciones y métodos
cada vez más sofisticados y dañinos, aunque, aparentemente, más inocuos. En nuestro
propio continente, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha condenado graves
vulneraciones y prácticas de tortura tan insidiosas como la privación sensorial,
conseguida a través de la combinación de diversos métodos como impedir el sueño, el
método del “hooding” o la “bolsa” (mantenimiento de la cabeza en una bolsa de plástico
cerrada durante un tiempo prolongado), el método del “submarino” o “water boarding”
(ahogamiento por chorros de agua) o la variante conocida como la “bañera”, la
exposición al ruido y a temperaturas extremas.
La voz de alerta en este sentido surgió tras visualizar las imágenes de las torturas de
los soldados ingleses y norteamericanos en Iraq, en concreto, en la tristemente famosa
prisión de Abu Ghraib, donde las amenazas con perros y la humillación religiosa o
sexual nos situaron ante un macabro ejercicio de violencia de carácter pornográfico en
el que las víctimas aparecían reducidas a objetos de exhibición. La cárcel de Abu
Ghraig o de Guantánamo – definida por nuestro Tribunal Supremo como “limbo” en la
comunidad jurídica o como un “agujero negro” en el Derecho- son escenarios que
permiten atisbar un nuevo discurso sobre la tortura, que tiene elementos de los distintos
discursos o las distintas políticas justificatorias que se han dado a lo largo de la historia:
de la tortura catártica (“en beneficio de la víctima”, para que reconozca su culpa y
acepte la mentalidad dominante reintegrándose en la comunidad), de la instrumental
(como un medio para obtener información y alcanzar fines políticos), de la aniquiladora
(para eliminar a la persona como tal logrando su sumisión total o su eliminación) e,
incluso, de la hedonista o lúdica (para producir placer en el torturador o en observadores
pasivos que disfrutan con la violencia)
Este nuevo discurso -la “neolengua” anticipada magistralmente por Orwell en su
1984- se caracteriza por operar una especie de inversión del lenguaje a base de
eufemismos y expresiones equívocas: no se habla de “exportación de la tortura”, sino de
“traslados de prisioneros”; se usa el término “combatiente ilegal” en vez de “prisionero
de guerra”; y se recurre a frases como “interrogatorios justificados por imperativos de
seguridad nacional” para encubrir técnicas coercitivas ilegales que violan, gravemente,
la prohibición internacional de la tortura. En esta dinámica se intenta cambiar la propia
definición de la tortura, ya que, como puede leerse en los memorandos presentados por
la Oficina de Asesoría Legal de la Casa Blanca, cada vez se cifra el umbral de la tortura
en límites más elevados de dolor y de secuelas físicas. Se llega a decir que “debe ser
equivalente en intensidad al dolor que acompaña a lesiones físicas graves, como fallo
orgánico, deterioro de las funciones corporales o, incluso, muerte”.
Pero este discurso, y toda su política de detenciones secretas y de entregas
extraordinarias de detenidos o sospechosos de actividades terroristas, aunque ha sido
instigada por el gobierno norteamericano, no hubiera sido posible sin contar con la
lamentable complicidad o colaboración de diferentes gobiernos europeos. El célebre
informe del senador Dick Marty, relator del Consejo de Europa, denuncia vuelos
secretos de la CIA en territorio europeo, con el fin de poder interrogar a sospechosos
fuera de Estados Unidos, y la existencia de centros secretos de detención en varios
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países. Lo que ha ocurrido en la última década resulta vergonzoso para toda la
comunidad internacional y, muy en especial, para un continente como el nuestro en el
que el compromiso en contra de la tortura y en pro de la dignidad humana es el cimiento
de nuestro propio patrimonio cultural y de nuestro sistema jurídico-político a partir de la
Ilustración y sobre las bases de la tradición humanista. Como es sabido, la prohibición
de la tortura como medio legal de prueba llega a los distintos países en el siglo XVIII,
gracias sobre todo a la obra de Cesare Beccaria, De los delitos y de las penas, que marca
el tránsito hacia la modernidad –hacia la humanización- del sistema penal y procesal:
principio de estricta legalidad del derecho penal, proporcionalidad entre delitos y penas,
sensibilidad hacia el sufrimiento también del delincuente y rechazo de la tortura y de la
pena de muerte, que considera injustas e ineficaces. Como afirmaba gráficamente:
“Exigir que un hombre sea a la vez acusador y acusado es confundir todas las reglas”;
“Hacer del dolor una regla de verdad es una manera infalible de absolver al facineroso
robusto y de condenar al inocente débil”.
Dos siglos y medio no han sido suficientes para que estas exigencias hayan calado a
fondo y de forma definitiva en la conciencia humana. De hecho, en las últimas décadas
estamos asistiendo a un fenómeno expansivo del derecho penal e, incluso, a
manifestaciones del llamado derecho penal del enemigo, que aparece ya como un nuevo
paradigma en el que cualquier principio, incluido el del respeto a la dignidad humana,
puede ceder ante las exigencias del sistema. La confusión entre derecho penal y guerra,
denunciada por diferentes autores, lleva a considerar a algunos sujetos –los delincuentes
profesionales, los reincidentes, los terroristas...- como simples enemigos, lo que
significa no poder tratarlos como personas e impedir que disfruten de las garantías y
beneficios de un orden constitucional del que ellos mismos “se han apartado sin
intención de regresar”. Dentro de este nuevo paradigma, en el que, en definitiva, se
admite la cesión de garantías a cambio de aumentar la seguridad, se va abriendo paso la
aceptación y justificación de la tortura como una práctica inevitable para ganar la batalla
contra el terror. El cambio sustancial que hoy constatamos no procede sólo de la
extensión de esta práctica, ya que, a pesar de su prohibición en la mayoría de Estados,
no ha dejado nunca de llevarse a cabo incluso de forma sistemática y en países adalides
del Estado de derecho, lo cual ha merecido constantes denuncias y protestas. Lo más
grave es que esta práctica pretenda ser justificada o legalizada y que quienes lo
propugnan sean, en ocasiones, insignes intelectuales y acreditados profesores de
derecho o de ciencia política y hasta afamados abogados defensores de los derechos
civiles por muy increíble que parezca, como es el caso de Alan Dershowitz y sus
desvelos por propiciar un “uso benigno de la tortura no letal para salvar vidas”.
Si resulta muy inquietante de por si la banalización del tema que se está
produciendo en la actualidad, con actitudes tan irresponsables como hablar de la tortura
con cierta naturalidad, hacer encuestas sobre su aceptación social o plantear casos
trágicos para poner al interlocutor en un callejón sin salida, todavía lo es más el
constatar que detrás de todo ello hay un soporte doctrinal cada vez más fuerte que, o
bien pretende que la prohibición de la tortura deje de ser una norma irrenunciable, o
bien que, al menos, deje de ser un tema tabú fuera de discusión.
Por ello, lejos de pretender abrir una discusión o debate público sobre el tema,
queremos aprovechar la celebración del aniversario de la aprobación del Convenio
Europeo para la Prevención de la Tortura y de las Penas o Tratos Inhumanos o
Degradantes, el 26 de noviembre de 1987, para reiterar y afianzar nuestro compromiso a
favor de la abolición definitiva de la tortura y nuestra apuesta por el respeto
5
incondicional de la dignidad y de los derechos humanos frente a todo intento de
deshumanización.
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