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EL PAÍS, miércoles 3 de junio de 2009
OPINIÓN
Unas palabras que la Iglesia no quiere recordar
U
na buena parte de la Iglesia católica, concretamente del clero, deja espantados y verdaderamente escandalizados a los fieles que aún
creen en dicha confesión religiosa, debido al número cada día
mayor de abusos a niños y adolescentes por parte del clero.
Nunca la palabra escándalo
ha sido mejor usada. Y lo curioso es que esa palabra fue la usada hace más de 2.000 años por
quien, según la Iglesia, fue su
fundador y maestro, Jesús, el
profeta de Nazareth. Y lo hizo
para referirse a los abusos con
los niños.
Los exégetas saben muy bien
que es muy difícil decidir cuáles
de las sentencias importantes
que se ponen en boca de Jesús
juan
arias
En los ‘Evangelios’,
Jesús es tajante: pide
la muerte para quien
escandalice a un niño
son de su autoría o fueron creadas o manipuladas por los evangelistas.
Suelen existir dos criterios para reconocer cuándo unas palabras pueden ser o no literales,
pronunciadas tal cual por Jesús.
El primero es que aparezca en
más de uno de los Evangelios
considerados inspirados por la
Iglesia. Si aparece en más de
dos, la credibilidad aumenta. Un
segundo criterio es que se trate
de una frase tan plástica y original, a veces tan compleja o grave, que difícilmente haya podido
ser obra de la invención de un
evangelista.
Pues bien, existe un texto
enormemente fuerte y eficaz de
los Evangelios que habla precisamente del escándalo de abusar
de los niños. Jesús es tajante. Pide la pena de muerte para quien
escandalice a un niño. ¿Y qué
mayor escándalo para un niño
que abusar de él sexualmente?
El texto aparece nada menos
que en los tres Evangelios llamados sinópticos: Mateo 18,5; Marcos, 9,42 y Lucas, 9,46. La Biblia de Jerusalén, traducida directamente del original, le pone
como título al episodio en los
tres Evangelios la palabra “escándalo”.
En el Evangelio de Mateo,
tras una discusión de los apóstoles sobre problemas de jerarquía, en la que le preguntan al
maestro quién será el “mayor”
en el Reino de los Cielos, Jesús
desarma sus ambiciones, llama
a un niño y les dice que si no
cambian de mentalidad y no se
hacen como los niños, “no entrarán en el nuevo Reino”. Enseguida, Jesús se identifica él mismo
con los niños: “Quién recibe a
un niño como ése en mi nombre, a mí me recibe”. Y enseguida pronuncia la gran sentencia:
“Pero al que escandalice a uno
de estos pequeños, más le vale
que le cuelguen al cuello una de
esas piedras de molino que mueven los asnos y le hundan en lo
profundo del mar” (Mt, 18,6 ss).
Jesús continúa diciendo que en
el mundo siempre habrá escándalos, pero ¡ay de aquel hombre
por quien el escándalo viene!
La imagen gráfica de la rueda de molino alrededor del cuello de quien escandalice a un
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Aborto: entre la fe del Gobierno y la realidad
L
a nueva ley del aborto es
un avance evidente en el
asentamiento normativo
de un derecho que hasta hoy no
estaba reconocido y que sólo furtivamente se había abierto paso
en la regulación que en 1984 lo
despenalizó en tres supuestos.
Aquella ley fue la mejor posible,
pero en los mismos pliegues y
huecos en que germinó el derecho al aborto pudieron convivir
también los intentos de la derecha de perseguir a las mujeres
que se ven en la necesidad de
abortar. En este sentido, la iniciativa consolida a este Gobierno como el gran valedor de los
derechos de las mujeres, el primero de la democracia que intenta acabar con la discriminación que aún arrastra la mujer
en términos de representación
pública, en consideración en las
empresas, en la realidad de los
salarios o en el trato machista
que la tradición social —de izquierda o derecha— y la Iglesia
hicieron natural.
Los Gobiernos no pueden
cambiar realidades por decreto,
pero sí crear un espejo en el que
la sociedad se mire para mejorar. Reconozcámoslo: Zapatero
lo ha conseguido, y es un mérito
que la historia, si no el presente,
le aplaudirá.
Conceder la potestad a menores para abortar sin consentimiento puede ayudar a una minoría que se ve imposibilitada
por unos progenitores muy autoritarios o por una comunidad autónoma que ostente la tutela desde la manipulación ideológica,
negando a la menor la posibilidad de tomar la decisión adecuada.
Hace un año, EL PAÍS denunció las presiones que la Comunidad de Madrid ejerció sobre una
joven marroquí de 17 años para
evitar que abortara, por ejemplo. A través del Instituto Madrileño del Menor y la Familia, y
por presión de los mal llamados
grupos provida (todos somos
provida), el Gobierno de Esperanza Aguirre dilataba los proce-
BERNA
GONZÁLEZ
HARBOUR
La decisión de abortar
debe ser un derecho
de las hijas; la
información, derecho
y deber de los padres
FORGES
sos de autorización hasta generar situaciones dramáticas.
Mientras sus embarazos sumaban semanas y semanas rumbo
a un aborto cada vez más complejo, las menores bajo su tutela
acababan optando por la traumática experiencia de acudir a
juzgados, Fiscalía de Menores o
el Defensor del Menor.
Y la Comunidad Valenciana,
que parece competir con la madrileña en su infame boicoteo
del Gobierno nacional, prepara
una legislación antiabortista para disuadir a las mujeres que vayan a abortar. ¿Quién protegerá
a las menores de las propias autoridades que las tutelan? En este sentido, la nueva ley resuelve
el problema.
Pero, dicho esto, hay algo en
esta ley que amenaza con sepultar el progreso que supone y en
lo que el Gobierno se equivoca
desde su planteamiento inicial.
Y es que por la misma vía que
traza para proteger a esa minoría, abre de par en par la puerta
que otras muchas adolescentes
con padres razonables franquearán para abortar sin el apoyo del
adulto que las quiere. La ley estará privando de facto a las jóvenes de la posibilidad de contar
con una fuerte protección emocional, y a los padres de la posibilidad de ofrecerla. ¿Todo eso en
aras de defender a una minoría?
No es esto lo que se espera de un
legislador, sino que, precisamente, busque la fórmula que haga
compatibles las soluciones a ambas necesidades.
Argumentan Bibiana Aído,
Trinidad Jiménez y el propio Zapatero que esas adolescentes en
cualquier caso contarán con la
ayuda de sus padres, y se basan
para ello en una fe ciega en que
una buena relación desde la infancia conllevará una confianza
madura en la adolescencia. Demasiados dogmas de fe. Se equi-
vocan en el diagnóstico: el adolescente por naturaleza se aísla,
lucha por forjar su identidad al
margen de sus padres o en oposición a ellos, se cree capaz, se
cree mayor, se cree fuerte y no
quiere compartir sus experiencias con ellos. Por más que nos
duela, esto no sólo no es malo,
sino que es síntoma de un desarrollo normal. Sólo la madurez
resituará a los padres en un
buen puesto en la escala de valores y devolverá al hijo, en el mejor de los casos, al abrigo de una
confianza compartida.
La menor cree, por tanto, que
mejor será afrontar sola el aborto, como el Gobierno cree que
ella se lo dirá a sus padres sin
que esté obligada a ello. Muchos
mayores creemos que lo callarán, pero sabemos (y también lo
sabe el Gobierno) que afrontarán mejor la amarga experiencia con ayuda. Y es ese camino,
el que va de la creencia al saber,
del dogma de fe a la realidad, el
que también exigimos que recorra el legislador.
El aborto no es una fiesta ni
una operación de tetas; es una
herida que la agresividad de la
Iglesia en su batalla ha convertido en un tabú innombrable, pero una herida al fin y al cabo. Y
la compañía de los padres puede
contribuir a cerrarla mejor, a digerir sin traumas el aparente
abismo entre un embarazo interrumpido y una posible maternidad deseada en el futuro.
La decisión debe ser un derecho de las menores de 16 y 17
años, pero la información que
permita ayudarlas debe ser un
derecho y también un deber de
los padres. El Estado no puede
usurpar por ley ese deber de tutela y cuidado de los hijos.
Obligación del legislador, por
tanto, es encontrar la fórmula
que, mientras le otorgue a ella el
poder de decisión, la obligue a
mantenerles informados. Y habilidad del Gobierno será atender
al consenso social y rectificar
sin quemarse, a ser posible, en
el intento.
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