MEMORIAS DE LAS VII JORNADAS INTERNACIONALES DE ARTE, HISTORIA Y CULTURA COLONIAL “VIDA Y CULTURA CONVENTUAL” I. S. S. N.: 2322-7141 Ministerio de Cultura – República de Colombia Museo Colonial y Museo Santa Clara 13 al 15 de agosto de 2013 Gimnasio Moderno Bogotá D. C., Colombia TABLA DE CONTENIDO Presentación ......................................................................................................................................... 3 2 Autores .................................................................................................................................................. 4 La lectura conventual y el camino de la salvación: un acercamiento desde las meditaciones espirituales – Rosalva Loreto López .................................................................................................. 6 Nombres para mirar, imágenes para leer: Devociones en el claustro Gabriela Braccio ................................................................................................................................ 23 Los Dominicos, la Tercera Orden y un orden social: Santafé de Bogotá, siglos XVI-XIX William Elvis Plata Quezada .............................................................................................................37 La imagen del jardín en la vida conventual femenina de la Nueva Granada María Piedad Quevedo Alvarado..................................................................................................... 76 Ángela Inés Robledo y Asunción Lavrin ......................................................................................... 94 MUSEO COLONIAL Y MUSEO SANTA CLARA ............................................................................. 95 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias Presentación TABLA DE CONTENIDO La mujer durante el periodo colonial fue siempre vista como un ser inferior, lo que justificó la idea de mantenerla bajo permanente supervisión masculina, aunque algunas vidas de mujeres coloniales evidencien actualmente todo lo contrario. Esa vigilancia usualmente se dio a través de la figura del matrimonio o de la vida conventual. Uno de los propósitos fundamentales de la vida en clausura era evitar que las mujeres se desviaran de los caminos considerados virtuosos involucrándose con hombres de linajes diferentes al español. Desentrañar el mundo conventual del periodo colonial implica conocer la mentalidad de quienes habitaron la clausura. Son varias las fuentes que nos permiten aproximarnos a esa vida de encierro. Entre ellas están los escritos conventuales (documentos de confesiones de monjas, autobiografías, notas autobiográficas, cartas), las imágenes conventuales y los libros de cuentas que nos permiten dilucidar cómo se administraba la “economía espiritual”. Para adentrarnos en ese mundo conventual, que a simple vista da cuenta de la muerte en vida, pero que mirado con detenimiento revela la activa participación de las monjas en la vida cultural y económica de la sociedad colonial, hemos dividido las VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial en tres ejes temáticos orientativos: - Religiosidad, cultura y poder en los conventos femeninos de clausura - Representaciones: imágenes y discursos religiosos de monjas - Estéticas de lo sagrado (literatura, música, imágenes y escenarios de lo religioso) A través de estos ejes orientativos, los conferencistas nacionales e internacionales darán cuenta de la mentalidad barroca que impregnó la vida conventual. Analizando las autobiografías y demás textos del periodo, los invitados presentarán las principales características de la vida en clausura, develando los conflictos sociales y culturales que traspasaban el encierro y muestran el pensamiento religioso y moral que caracterizó al periodo colonial. Vida y cultura conventual 3 Autores TABLA DE CONTENIDO ASUNCIÓN LAVRIN (ESTADOS UNIDOS) Es Ph. D. titulada de la Universidad de Harvard y actualmente Profesora emérita del Departamento de Historia de la Universidad Estatal de Arizona. Autora de estudios sobre la sociedad colonial, especialmente en México, y sobre el feminismo a principios del siglo XX en los países del Cono Sur (Argentina, Chile, Uruguay). Temas de género, religión y sexualidad en los periodos coloniales y republicanos han ocupado el centro de su investigación. ROSALVA LORETO (MÉXICO) Profesora Investigadora, Titular “B” del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México. Acreedora a la presea Mariano Fernández de Echeverría y Veytia que otorga el H. Ayuntamiento de Puebla en el campo del conocimiento científico. Su escrito “Leer, contar, cantar y escribir. Un acercamiento a las prácticas de la lectura conventual” recibió en el año 2000 el premio al Mejor artículo otorgado por el Comité Mexicano de Ciencias Históricas. GABRIELA BRACCIO (ARGENTINA) Doctoranda en Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Especialista en Historia de América Colonial y dedicada al estudio de la religiosidad femenina. Actualmente es Investigadora en el Museo de Arte Hispanoamericano “Isaac Fernández Blanco” de Argentina. WILLIAM ELVIS PLATA (COLOMBIA) Doctor en Historia por la Universidad Católica de Lovaina, Bélgica. Actualmente, es el Director de la Escuela de Historia y del Grupo de Investigación “Sagrado y Profano” de la Universidad Industrial de Santander, UIS. Es Presidente del Instituto Colombiano para el Estudio de las Religiones –ICER– y Editor de la revista Anuario de Historia Regional y de las Fronteras. Entre sus principales publicaciones se encuentran: Vida y muerte de un convento: dominicos y sociedad en Colombia. Siglos XVI-XIX (2012) y Conventos dominicanos que construyeron un país: religión, arquitectura y sociedad a doscientos años de la Independencia (2010). ÁNGELA INÉS ROBLEDO (COLOMBIA) Ph. D. y Máster en Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Massachusetts, Estados Unidos. Actualmente es Directora de la Escuela de Estudios de Género de la Universidad Nacional de Colombia y Coordinadora académica de la Maestría en Estudios Literarios de la misma universidad. Su especialidad principal es la Literatura colonial hispanoamericana. Entre sus más destacadas publicaciones se encuentran Su vida– Madre Francisca Josefa de la Concepción de Castillo (2007) y Jerónima Nava y Saavedra (1669-1727): autobiografía de una monja venerable (1994). MARÍA PIEDAD QUEVEDO (COLOMBIA) Doctoranda en Historia de la Universidad de Harvard. Magíster en Historia y Literata de la Pontificia Universidad Javeriana. Actualmente se desempeña como Docente del Departamento de Literatura de esa universidad. Su área de trabajo abarca la Literatura e Historia colonial, Crítica latinoamericana, Teoría crítica e Historia cultural. Es autora del libro: Un cuerpo para el espíritu. Mística en la Nueva Granada: el cuerpo, el gusto y el asco. 1680-1750 (2007) y autora de un capítulo del libro Historia de la vida privada en Colombia, Tomo I (2011). Vida y cultura conventual 5 La lectura conventual y el camino de la salvación: un acercamiento desde las meditaciones espirituales Rosalva Loreto López Profesora Investigadora del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla [email protected] TABLA DE CONTENIDO Introducción Como respuesta a la reforma religiosa iniciada por el protestantismo en Europa, a lo largo de los siglos XVI y XVII fue perceptible la emergencia de una renovada oleada devocional, misma que forma parte de toda una corriente intelectual. En el tema que ahora abordamos este proceso se asocia con la producción textual del libro religioso y las transformaciones que experimenta en sus contenidos. Una de estas transformaciones tiene que ver con el desarrollo de sus métodos de aprendizaje, difusión y transmisión a partir de una actualización teológica y escolástica.1 En el estudio de la retórica de lo sagrado se ha privilegiado a la predicación, prestando menor atención al conjunto de transformaciones operadas en el campo de la En la segunda mitad del siglo XVI tanto la escolástica como la teología ofrecen una notable contribución al estudio de la Biblia y de la tradición introduciendo nuevos criterios. Conciliar la fe y la razón en un discurso teológico más simple, claro y cercano a la vida; estudiar el método de la prueba teológica y confrontar el problema levantado por la crisis protestante; prestar atención al problema ético del derecho que resulta del descubrimiento del Nuevo Mundo; y estudiar el modo e instrucción religiosa del pueblo y el modo de predicación son algunas de las problemáticas que permiten la actualización de ambas disciplinas. Antonio Gentili y Mauro Regazzoni, La Spiritualità della Riforma Cattolica: la Spiritualità italiana dal 1500 al 1650 (Bologna: Dehoniane, 1999), 47-49. 1 oración y la meditación y su importancia en la historia de la espiritualidad y de la religiosidad.2 Un estudio más detallado de la generación de textos devocionales permitirá avanzar en el conocimiento de estas prácticas religiosas privadas y su lugar en la historia de la lectura en las sociedades del Antiguo Régimen. El objetivo de este artículo es mostrar la importancia de las meditaciones como parte del andamiaje intelectual de la espiritualidad contrarreformista hispanoamericana. Su esquema de desarrollo surgió bajo el influjo de una nueva lógica racionalista que, cargada de simbolismos y significados, definió rutas a seguir en el camino de la salvación individual. De manera más particular, su configuración coincidió con una nueva forma de acercarse a Dios y se expresó en un discurso en el que Dios usó un nuevo lenguaje y los fieles se dirigieron a Él de distinta manera. Para inicios del siglo XVII las reglas del coloquio divino habían cambiado en la cristiandad.3 Para abordar esta problemática nos basamos en el estudio específico de la bibliografía impresa en los siglos XVII y XVIII que, en la medida en que llegó a América, fue común en la formación religiosa femenina. Aun cuando fue preponderante el envío de libros sobre prácticas devocionales y de formación monástica más específica de cada orden, también llegaron textos de teología ascética y es sobre este tema que centraremos nuestra atención. Los más frecuentes en las bibliotecas conventuales hispanoamericanas fueron Contemptus mundis o menos precio del mundo de Tomás de Kempis, O.S.A., (1380-1471) y las obras de fray Luis de Granada, las cuales encaminaban a sus lectoras hacia el perfecto estado espiritual a través de la oración y los ejercicios espirituales. Es sobre este tema que se centrará parte de nuestro análisis a partir del estudio de un texto En la década de los ochentas el estudio del tema de la espiritualidad se enfocó desde la perspectiva de la transmisión de la doctrina y su inducción y una de sus fuentes más importantes fueron las bibliotecas eclesiásticas. Un ejemplo es el propuesto por Carlos Álvarez Santaló: “Adoctrinamiento y devoción en las bibliotecas sevillanas del siglo XVIII” en La religiosidad popular, Vol. II, coords. Carlos Álvarez Santaló, María Jesús Buxó y Salvador Rodríguez Becerra (Barcelona: Anthropos, 1989), 21-45. Como continuidad historiográfica, pero atendiendo a los contenidos discursivos devocionales de los libros, la problemática ha cobrado importancia en el ámbito de la historia cultural como lo muestra Guy Lemeurnier, “El nuevo coloquio divino: Investigaciones sobre la oración mental metódica en la literatura del siglo de Oro,” Revista Murciana de Antropología, núm. 2 (1997): 41-63. 3 Guy Lemeurnier, “El nuevo coloquio divino,” 41. 2 Vida y cultura conventual 7 en el cual se muestra de manera concreta el “éxito” de las meditaciones en el camino de la salvación individual.4 Se pretende mostrar cómo, a través de la práctica individual y colectiva de los ejercicios espirituales y las meditaciones, se concretó una de las rutas más importantes a seguir para alcanzar la comunicación con el Creador. En un primer apartado se tratará de establecer la génesis y los componentes metodológicos de las Meditaciones. En una segunda parte se describirá su esquema de funcionamiento a partir de la lógica del orden, la medida del tiempo y la importancia de la narración estructurada en torno a la cristología. En esta sección trataremos de mostrar la importancia de la articulación entre el método intelectual, el ejemplo a partir de la figura de Cristo y la praxis del ejercicio espiritual con el objeto de subrayar que el éxito de este esquema se tradujo en una constelación cultural de largo aliento en la historia del catolicismo postridentino.5 1. Génesis y componentes: oración mental, meditaciones y praxis 8 Las meditaciones constituyen una práctica religiosa voluntaria y silente. Se componen de una serie de procedimientos intelectuales que inician con la selección de una lectura piadosa, asociada a la oración mental, y continúan con una reflexión específica y una petición. En términos generales, las meditaciones son una parte medular de los ejercicios espirituales, aunque por sí mismas constituyen un género devocional. Su praxis requirió el seguimiento organizado de una secuencia ordenada de actos cuya función era conmover emocionalmente al orante “con el fin de modificar la El autor de este cuaderno es el jesuita Miguel Godínez. El cuaderno se localiza en la Biblioteca Nacional de México, Fondo reservado, ms.573. Al parecer este es un borrador que en principio estaba destinado a formar parte de su obra más conocida: Práctica de la theología mística. En el desglose del índice de las Meditaciones se observa que solamente dos apartados del cuaderno quedaron incluidos en el libro. 5 Una constelación filosófica se define como un ensamble denso de personas, ideas, teorías y problemas en interacciones múltiples. Su estudio hace posible la comprensión de los efectos filosóficos y del devenir intelectual de una época. Así puede comprenderse el análisis de los sistemas de pensamiento como la interacción de múltiples pensadores que participan en común de la génesis de teorías e interpretaciones e impulsos creativos. Este concepto propuesto por Dieter Henrich se plantea como un modelo de pensamiento construido desde la historia de la filosofía que entra en diálogo con los avances de la historia cultural. Martín Mulso, “Qu´est-ce qu´une constellation philosophique? Propositions pour une analyse des réseaux intellectuels,” Annales HSS, núm.1 (2009): 81-109. 4 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias voluntad para alcanzar la virtud”.6 Su concepto sintetiza el modelo de devoción universal más exitoso promocionado por la Iglesia Católica contrarreformista y uno de sus principales aportes consistió en proporcionar a los creyentes el diseño de un esquema asequible de salvación. Veamos sus componentes. El método de la oración mental La oración mental es heredera de prácticas contemplativas tardo-medievales.7 Consiste en una lectura silenciosa de textos relacionados con algún misterio de la fe, “es conversar y tratar con Dios”.8 Se caracteriza en primer lugar por ser voluntaria, solitaria y directa. Es metódica porque parte siempre de la lectura de textos o tratados y articula consecuentemente una reflexión. Existen diferentes propuestas de oración mental, pero todas parten de diferenciarla conceptualmente de la vocal. La problemática histórica de su emergencia en el siglo XVI resulta de la transición del rezo en voz alta hacia el silencioso. En la medida en que partía de un acto de libre albedrío podía prescindir, en principio, de la intermediación forzosa de un confesor o de un director espiritual. Este fue uno de los problemas teológicos a los que se enfrentaron sus adeptos, pues se estructuró como parte de un esquema que posibilitaba a cualquier lector acceder a niveles de espiritualidad reservados hasta entonces a eclesiásticos y personajes de la nobleza. Se plantea como un atento y cuidadoso proceder, como un paso que conduce a “mover en la voluntad espirituales afectos para aborrecer las culpas y amar a Dios Nuestro Señor”: Alonso Rodríguez, Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, 3 tomos (Madrid: Francisco del Hierro, impresor, 1727), 232. 7 El método de una retórica de la oración interior fue previamente esbozado por los padres y doctores de la iglesia. Fue en Francia donde a partir del siglo XII se concreta con el cisterciense san Bernardo (10901153) y su método de preparación para la vida conventual y sus devociones a la Virgen María, con el teólogo franciscano san Buenaventura (1217-1274) y sus textos El Corazón de Jesús, Fuente viva y La sabiduría misteriosa, y con el cartujo Hugo de Balma, Sol de contemplación. España hereda esta tendencia religiosa gracias a la obra de san Vicente de Ferrer (1350-1419) y es afinada por teólogos del siglo XVI y XVII como Francisco Suárez, Alonso Rodríguez y Luis de la Puente. A lo largo de la obras de estos personajes se localizan ya los elementos esenciales de la oración discursiva, técnicas de lectura, de meditación y de oración silente propiamente dicha que serán retomados en la literatura espiritual contrarreformista. 8 “Es una vista espiritual de los misterios y obras divinas”. Se asocia directamente con la mortificación de las pasiones y el recogimiento de los sentidos: Alonso Rodríguez, Ejercicio de perfección, 5, 6 y 597. La obra de este ilustre jesuita (1532-1627) es considerada una enciclopedia de ascetismo. Escrita en tres volúmenes, tuvo una primera edición en 1609. Fue tal el éxito de la colección que para 1615 el religioso revisaba la tercera edición. La dirigió a cristianos comprometidos y en ella plantea las escalas en el progreso espiritual y la importancia de la oración asociada a la mortificación. El tercer volumen lo dedicó a la observancia de los votos religiosos. Para este capítulo hemos trabajado con la edición de 1727. Al respecto puede verse John Patrick Donnelly, “Alonso Rodríguez. Ejercicio,” Sixteenth Century Journal, XI, núm. 2 (1980): 16-24. 6 Vida y cultura conventual 9 Hacia la primera mitad del siglo XVII, las interpretaciones de la oración mental se consolidaron definitivamente como un ejercicio selectivo, pues su punto de partida presuponía que solo las personas con cierta instrucción podían acceder a ella. Aún dentro del grupo de lectores se establecieron jerarquías definidas por la posibilidad de adecuarse a los diversos tipos de oración mental. Se reconocía que la había “común y llana y otra especialísima, extraordinaria y aventajada”9 o simplemente podía llamarse “[o] común o particular”.10 Para la segunda mitad del siglo XVII autores como el franciscano Antonio Arbiol (1651-1726) proponían que además fuese meditativa y contemplativa.11 Y por supuesto fue recomendada para las monjas con una formación más avanzada como las maestras de novicias y miembros del capítulo. La oración mental común fue la que contó con el mayor número de seguidores, dado que se generaron un sinnúmero de textos que proporcionaban a los devotos diversos grados de acercamiento a las prácticas ascéticas sin que necesariamente aspirasen hacia la mística. Con mayores precisiones, el caso de la oración extraordinaria 10 se convirtió en un requisito necesario para encaminar al orante gradual y voluntariamente a los diversos niveles de acceso a la vida espiritual. Para los religiosos, y dentro de este grupo de manera especial a los proficientes, se les recomendó la ayuda de un director espiritual. Leer, reflexionar, meditar... La lectura y la oración mental precedían a un ejercicio de reflexión íntima, privada y reservada llamada meditación o contemplación.12 Esta asociación ocupó la atención de los tratadistas del Siglo de Oro y constituyó uno de los elementos centrales de la espiritualidad contrarreformista. Su práctica era voluntaria y silente y su función Alonso Rodríguez, Ejercicio de perfección, 220, 221 y 225. Antonio de Molina, Exercicios espirituales. De la excelencia y provechosa necesidad de la oración mental, reducidos dotrina y meditaciones: sacados de los santos padres de la Iglesia (Burgos: Juan Bautista Varsio, 1627). 11 La oración mental meditativa a su vez se dividía en imaginaria, intelectual y afectiva; y la contemplativa en activa y pasiva. Antonio Arbiol, Desengaños místicos a las almas detenidas o engañadas en el camino de la perfección (Madrid: en la Imprenta de Miguel Escribano, 1772), 554-555. 12 Se pueden considerar como antecedentes de las meditaciones los Libros de Horas que nos remiten a la historia de piedad cuando la oración silenciosa y personal comenzó a acompañar, sobre todo a partir del siglo XIV, a la oración colectiva y vocal. Estos textos presuponían la práctica de la lectura y fueron además adoptados a fines de la Edad Media por laicos instruidos y principalmente por mujeres de la alta sociedad que sabían leer. Su edad de oro se sitúa en el siglo XV y a principios del XVI. Jean Delumeau, El catolicismo de Lutero a Voltaire (Barcelona: Labor, 1973), 269. 9 10 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias era conmover emocionalmente al orante con el fin de modificar la voluntad para alcanzar la virtud. Las meditaciones articularon una metodología del espíritu, pues además de ser sistemáticas y reiterativas estuvieron orientadas hacia un fin determinado de manera personal por cada creyente. Su lógica partió de la articulación de referentes narrativos (cuatro novísimos, cristocentrismo y mariología), cronológicos, temporales (días, semanas y horas en combinación con el calendario litúrgico) y experimentales (actitudes emocionales y corporales). Se reconocieron tres maneras en que el orante podía ejercitar el alma a través de la meditación: la imaginaria, la intelectual y la afectiva. La primera consistía en imaginar al Señor “como si en tu presencia y delante de tus ojos le estuvieran azotando o coronando de espinas”.13 Se complementaba con la intelectual, en la cual se discurría con el entendimiento los motivos de la compasión —objetivaba el dolor— y se cuestionaba el orante sobre el personaje que padecía, en este caso Cristo. La afectiva era la que se ejecutaba con sentimientos voluntarios: por vía simple se iniciaba un compasivo razonamiento con el Señor, 14 es decir, se sentía el dolor. A partir de este punto las recomendaciones después de la lectura de cada pasaje de la Pasión tenían por objeto “sacar de aquí y de los puntos antecedentes compasión, lástima, dolor, amor y lágrimas”.15 En esta etapa el esquema de la meditación pasaba a ser funcional gracias a que involucraba componentes emocionales e intelectivos de manera voluntaria. Esta asociación fue utilizada y rediseñada de manera particular por la didáctica jesuítica. Las meditaciones, al igual que la oración mental, constituyen un género devocional per se, pero su exitosa difusión se debe a que fueron incluidas como metodología en la mayor parte de los libros de espiritualidad impresos en el siglo XVII. La praxis Una de las aplicaciones más importantes de las meditaciones fue la introducción de la experiencia individual como parte del método de aprendizaje. Ésta involucraba de 13Antonio Arbiol, Desengaños, 556. Ibíd., 557. 15 Miguel Godínez, Práctica de la Theolología Mystica, por el MRPM Miguel Godínez, de la Compañía de Jesús, catedrático de teología en el Colegio de San Pedro y San Pablo de la ciudad de México (Sevilla: por Juan Vejarano, 1682), f. 7v. 14 Vida y cultura conventual 11 manera directa la voluntad de individuo como requisito del conocimiento afectivo de la Divinidad y fue en el ámbito de los ejercicios espirituales donde esta práctica cobró sentido. Estos textos ofrecen un conjunto de normas y recomendaciones dirigidas a incidir en el comportamiento de cada fiel. El deseo de acercarse a Dios partió del llamado fundamento, que fue un concepto que provocaba la reformulación del papel del orante en el mundo y su pertenencia a un universo regido por Dios.16 Este sentido de identificación como cristiano le permitía, de entrada, la posibilidad de abrir un diálogo en el que a su vez se establecía el compromiso de doblegar la voluntad, purgar las faltas cometidas y, mediante el ejercicio de las meditaciones, hacerse partícipes del dolor de Cristo. Una vez que se establecían estos principios el orante podía ser escuchado por el Creador. El ejercicio propiamente se desarrollaba en dos partes que aunque similares en su esquema eran cualitativamente diferentes. La fase inicial se programaba la noche anterior al ejercicio propiamente dicho con la selección de una narrativa a meditar. En el 12 transcurso del año se sugirieron dos ciclos temáticos alternados: Cristo y la Virgen, aparte de los obligados en Cuaresma. También se recomendó incluir alguno de los puntos de los novísimos.17 Se leían detenidamente los puntos sobre los que se centraría la reflexión y la petición personal con el fin de tener organizados los pensamientos para el día siguiente. La segunda fase daba inicio por la mañana, después de repasar los puntos de la noche anterior, en un lugar escogido ex professo haciendo actos de contrición y humildad. Se oraba mentalmente pidiendo gracia a Dios para orientar las intenciones del orante.18 Posteriormente, se procedía a la llamada composición del lugar, que era Se activaba a partir de la reflexión general sobre la naturaleza humana y sobre el fin de su creación. Michel de Certeau, La fábula mística (México: Universidad Iberoamericana, 1993), 40. 17 En teología dogmática, la escatología constituye el último tratado, que se ocupa del estadio final de la historia de la salvación. Este tratado se designa con el término latino de “novísimos” que incluyen a partir del siglo XVI con mayor precisión las definiciones sobre la muerte, el juicio, cielo e infierno. George Barbaglio, Nuevo Diccionario de Teología (Madrid: Cristiandad, 1982), 390. 18 Respecto a la disposición para orar, se recomienda tener intención de hacer actos de contrición, prepararse con actos de fe, esperanza y caridad. Sobre las posturas para orar, se recomienda que “ha de hacerse estando de rodillas. O en pie postrados, o puestos en cruz, que para todo hay ejemplares en la sagrada escritura”. Antonio Arbiol, Desengaños místicos, 554. 16 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias imaginarse “como que viera con los ojos corporales el lugar y personas que intervienen en el paso o misterio que medita”.19 Godínez con la narrativa cristológica la ejemplifica: Se tiene la meditación del passo de la cruz a cuestas, hecha la oración preparatoria, que siempre ha de ser la misma, haga la Composición del lugar, como que viera a Christo señor nuestro coronado de espinas, pálido, llagado, y agobiado con el peso de la Cruz caminar por la calle de la amargura llena de innumerable gente, como suele ocurrir cuando sacan a ajusticiar a alguno; Luego pida al Señor gracia para saber sacar su cruz por muy áspera que sea.20 A partir del simbolismo que representa la Cruz que era “trabajos”, “sequedades” o duras pruebas”, se articulaban los tres elementos de las potencias del alma en una dinámica enlazada: se partía de la memoria al rememorar un pasaje de la historia, con el entendimiento se interpretaba el significado del pasaje y con la voluntad se modificaba una actitud al comprometerse a reconocer el dolor de Cristo pasado por “nuestras” culpas ofreciéndole a Dios los esfuerzos para llevar “cualquier cruz”. La secuencia intelectual entre la reflexión del pasaje, la meditación y la conclusión del significado moral del mismo abría paso al coloquio divino, mediante el cual “se habla inmediatamente con Dios”21 considerándolo como “amigo que trata como amigo”. 22 Cerraba este ejercicio la petición del orante. La práctica de cada ejercicio se diseñó diversificada secuencialmente día a día hasta llegar a determinado punto de fuga, creando una tensión emocional que motivaba afectos y conductas determinadas. Estas “crestas” emocionales se encadenaban a otra serie secuencial de ejercicios al día siguiente. No se substituía un ejercicio por otro sino que en conjunto se dibujaba un esquema de desarrollo a partir de experiencias y prácticas, estableciéndose una dinámica personal en función de trayectorias individuales.23 Si bien es cierto que los ejercicios se diseñaron bajo un esquema rígido y disciplinado de procedimientos, cabe aclarar que se redactaron con un sinnúmero de Miguel Godínez, Práctica de la Theolología, f. 30 Ibíd., f. 30v. y 31f. 21 Ibíd., f. 31. 22 Ibíd., f. 31. 23 Michel de Certeau, “El espacio del deseo” Arte y espiritualidad jesuitas, Revista-libro, 70 (México: Artes de México, 2004): 46. 19 20 Vida y cultura conventual 13 variantes que los adaptaban en función del tiempo asignado y de su ejecutante (por ejemplo, para monjas, novicios o seglares). El modelo más conocido lo diseñó Ignacio de Loyola (1491-1556) a lo largo de cuatro semanas o hebdómadas. Se acompañó de anotaciones y modos de orar para lograr la contemplación, se presentaba con una selección de pasajes evangélicos complementarios y finalmente daba una serie de reglas.24 De este esquema surgieron versiones factibles y adaptadas por semanas sencillas25 o de diez días con retiro o con meditaciones específicas como sugieren Arbiol y Vilches.26 Otros autores proponían meditar determinado número de días escogidos simbólicamente como los dividió María de Jesús de Agreda en Treinta y tres avisos para observarlos cada día por los treinta y tres años que vivió Cristo nuestro Señor.27 O también como los distribuye María de la Antigua en la Cadena de Oro: “repartidas por los días de una semana y para más comodidad divididas en tres semanas”. 28 De esta manera, los ejercicios se podían adecuar a las posibilidades individuales del orante y según el criterio del director espiritual que hacía su aparición como el artífice de estas prácticas emocionales. 14 Fueron perceptibles diferencias entre cada autor en torno a los conceptos que van indicando las secuencias entre un ejercicio y otro, por ejemplo en las palabras “consideración” y “ponderación”. Para san Ignacio, la ponderación o meditación se refiere a representaciones “visibles” como el caso de la vida de Cristo, mientras “consideración” se emplea para representaciones “invisibles”, las de los misterios de la fe. Este esquema a su vez forma parte de una estructura mayor en la que se consideran Ignacio de Loyola, Exercitia Spiritvalia (Roma: Colegio de Roma, 1606). Varias versiones o interpretaciones explicativas de los ejercicios ignacianos los reducen a una semana con el fin de hacer más práctico su seguimiento, por ejemplo Gregorio Rosignioli, Noticias memorables de los Exercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola (Barcelona: Imprenta de Juan Pablo Martí, 1694) y Jesús Bujanda, Ejercicios Ignacianos para ocho días (Barcelona: Librería Religiosa, 1952). 26 Antonio Arbiol, Desengaños místicos, 184, y Gerónimo Vilches, Exercicios espirituales para religiosas distribuidos en diez días con diez meditaciones. Dirigida al cumplimiento y perfección de su estado (Reimpreso en México por Mariano Zúñiga y Ontiveros, 1796). 27 María de Jesús Agreda, Exercicios espirituales de retiro que la Venerable Madre María de Jesús de Agreda practicó y Dexo escritos a sus hijas para que los practicaran, Decima impresión (Zaragoza: por Pedro Carrera, 1712). 28 María de la Antigua, Cadena de oro. Evangélica red arrojada a la diestra de los electos y escogidos que muestra el más cierto y el más seguro y más breve camino para la salvación eterna: Las estaciones de la dolorosa Pasión y muerte de nuestro amantísimo redentor Jesús. Repartidas por los días de una semana y para más comodidad dividida en tres semanas (Puebla: Reimpreso por Pedro de la Rosa, 1785). 24 25 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias otros procedimientos según cada autor, como sugerirle al ejercitante retiro espiritual, ayuno o silencio. 2. La estructura de las meditaciones: orden, tiempo y narración La cultura moderna deja de lado el orden basado en la semejanza como categoría fundamental del saber para dar cabida, bajo el influjo del racionalismo, a un orden cimentado en la comparación de identidades, reglas y medidas. 29 Uno de los resultados del este nuevo modo de pensar fue la homogeneidad de un lenguaje religioso que, partiendo de la escolástica y la mística medieval, jerarquizó, clasificó, ordenó y propuso una serie de esquemas organizados en un discurso que permitía de manera más directa y certera la comunicación con Dios. Uno de los primeros conceptos del sistema teológico del siglo XVI partió de las propuestas de san Agustín en La Ciudad de Dios sobre la definición de un orden cosmogónico a partir del cual se realizaba la distribución diferenciada de los elegidos en grupos distintivos. La modernidad retomó la aritmética moral definida por estas diferenciaciones, medidas y reglas. De este modo, se consolidó su presencia doctrinal a partir de los diez mandamientos, las siete virtudes morales y teologales, los pecados o los cuatro novísimos,30 además de la integración de las clasificaciones y subdivisiones de los diversos niveles de los cielos y las nueve jerarquías de ángeles. Todo esto le otorgó al hombre común la oportunidad de ubicarse tanto en el mundo terrenal como en el celestial al proporcionarle grados de gloria y por tanto de beatitud. Trento articuló la actualización del orden y la jerarquización de los principios teológicos con esquemas o modelos que facilitaban a los creyentes escoger individualmente el grado de su compromiso con la Iglesia y con Dios. Con el sistema de las meditaciones surgió un método religioso, homogeneizado, codificado y funcional basado en signos que servían como referentes de diversas operaciones mentales. Se El racionalismo en el siglo XVII señala la desaparición de las viejas creencias supersticiosas y mágicas y da entrada a la naturaleza del orden científico. En el siglo XVI se admitía de antemano el sistema global de correspondencia (la tierra y el cielo, los planetas, el microcosmos y el macrocosmos) y cada similitud singular venía a quedar alojada en el interior de esta relación de conjunto. Michel Foucault, Las palabras y las cosas (México: Siglo XXI, 1988), 59, 61 y 63. 30 Este esquema puede proceder de la tradición bíblica en la cual, dejando de lado las profecías escatológicas, se proponen como un principio de ordenamiento a partir de los seis días de la creación y el séptimo correspondiente al reposo de Dios. Esta numeración se ajusta tanto a los pecados como a las virtudes, los dolores de la Virgen y a la Semana Santa. 29 Vida y cultura conventual 15 emplearon enlaces entre una idea y un sentimiento, como con la pasión de Cristo, por ejemplo, que se asoció al dolor. También se establecieron convenciones: el amor a Dios se reconoció como condición para la salvación espiritual, mientras que el pecado se vinculó directamente con la perdición del alma. Una variante de esta última articulación se remitió a actualizar antiguas categorías bíblicas usándolas como referente o como metáforas para otorgar una mejor comprensión del texto con el objetivo de reforzar una idea. Es el caso del concepto de la Redención. La composición de la trama se legitimó y enriqueció con textos que aparecían al margen y formaban parte del discurso, generalmente en latín. Esta información era interpretada por sacerdotes, confesores y directores espirituales, quienes ayudaban a su interpretación insertando la narración religiosa dentro del gran sistema cultural del catolicismo. De manera por demás sobresaliente, la vida de Cristo, su pasión y muerte constituyeron los temas más importantes del discurso religioso y espiritual postridentino. La vida de Cristo, su pasión y muerte 16 La pasión de Cristo y su remembranza fue un elemento central en el sistema teológico del cristianismo. Se utilizó como referente didáctico a partir del cual se humanizaba la divinidad de Jesús, haciendo partícipe al pueblo de su dolor. De manera particular se convertía en un objetivo a imitar por los más avanzados espiritualmente. En este caso, el cuerpo del creyente se transformó en texto, territorio o escenario de la anatomía espiritual en la cual la corporeidad sacralizada se volvía fuente de conocimiento e inspiración a partir de las prácticas ascéticas.31 En otros casos, el esquema martirológico fue una herramienta intelectual mediante la cual se adoró a El cuerpo humano fue objeto, herramienta de acercamiento amoroso. Fue un medio de contemplación interna y de preparación en la vía de perfección. Los casos más conocidos son los de las monjas visionarias que de alguna manera reproducen el recorrido teresiano del misticismo. Al respecto puede verse Michel de Certeau, La fábula mística; Carolyne Bynum, “Why all the Fuss about the Body? A Medievalist´s Perspective,” Critical Inquiry, núm. 22 (1995): 1-30; Rosalva Loreto López, “La sensibilidad y el cuerpo en el imaginario de las monjas poblanas del siglo XVII,” en El monacato femenino en el Imperio Español: Monasterios, beaterios, recogimientos y colegios, coord. Manuel Ramos Medina (México: CONDUMEX, 1995), 541-55 y Nancy van Deusen, “El cuerpo femenino como texto de la teología mística (Lima, 16001650),” en Historias compartidas: religiosidad y reclusión femenina en España, Portugal y América, siglos XV-XIX, coords. María Isabel Viforcos Marinas y Rosalva Loreto López (León – Puebla: Universidad de León – Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego” y Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2007), 163-176. 31 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias Cristo crucificado a través de la oración.32 En ambas circunstancias, el rememorar la Pasión formó parte de experiencias individuales. Fueron acciones de un proceso ligado con la salvación del alma, pero también de acercamiento personal, de búsqueda de comunicación directa con Dios. Para el siglo XVII la literatura ascética y devota se había consolidado como narrativa en un sentido teórico y práctico. Poseía una estructura temporal centrándose en los acontecimientos del ciclo vital de Cristo y su Madre. Cada temática por separado contaba con un protagonista principal y los actores secundarios en cada historia funcionaban como agentes responsables de la acción principal. Por ejemplo, la decisión de Herodes desencadenó el pasaje de la huida a Egipto. De manera independiente cada relato tenía un objetivo determinado en el esquema de la salvación.33 Godínez, al igual que los teólogos de la época, empleó la narración de la vida y muerte de Cristo, describió y fraccionó cada episodio e introdujo la metodología de las meditaciones. Veamos la aplicación práctica del ejercicio a partir de este argumento: 17 Tercer punto después de los azotes, estando abiertas las carnes le sentaron en una piedra, i allí escupiéndole i tirándole de las barbas y el cabello, le vendaron los ojos, le coronaron de espinas i dándole bofetadas le decían que profetisasse quien lo había herido…De aquí sacare [el orante] compasión, confusión y dolor de mis pecados que fueron causa de todo esto.34 Después de recorrer cada componente del recorrido de la Pasión, la narrativa se cierra con la Soledad de la Virgen y con La Resurrección.35 Temas que anuncian la apertura de los siguientes apartados dedicados por entero a la Madre de Dios. Por ejemplo Ana de San Ignacio, importante religiosa novohispana cuyas obras se imprimieron bajo los auspicios del obispo Álvarez de Abreu en Puebla. Redactó Meditaciones de la Sagrada Pasión y Modo fácil y provechoso de saludar y adorar los Sacratísimos miembros de Jesuchristo en su Santísima Pasión. Asunción Lavrin, “Devocionario y espiritualidad en los conventos femeninos novohispanos: Siglos XVII y XVII,” en Historias compartidas, 156 y 157. 33 Sobre la definición de las características de una narrativa ver Paul Ricoeur, Tiempo y narración: Configuraciones del tiempo en el relato histórico, serie Libros Europa (Madrid: Cristiandad, 1987), 83117. 34 Miguel Godínez, Práctica de la Theolología, f. 7. 35 En esta serie quedaron incluidos desde la oración del huerto hasta la Resurrección, Miguel Godínez, Práctica de la Theolología, f.f. 3v-9. 32 Vida y cultura conventual En las narrativas articuladas en torno al cristocentrismo el discurso espiritual postridentino combinando dos dimensiones, una cronológica y una no cronológica. La primera constituye la dimensión episódica de la temática para cerrar con la Asunción a los cielos de la Virgen María. Se trata de un tiempo prefigurado. La otra variante transforma la trama de esos acontecimientos en una historia cargada de significaciones que es rememorada mediante la imaginación en el tiempo presente del creyente: “dícese imaginaria porque imaginas que sucede delante de ti mismo, para mover más tu corazón, lo que en realidad sucedió en Jerusalén”.36 En este ejercicio, lo imaginado formaba parte de un discurso requerido para la salvación futura del creyente, se trataba de un tiempo configurado.37 La historia de Cristo se estableció como la principal trama de la escritura ascética, quedó inscrita en el tiempo cíclico y repetitivo del calendario litúrgico y el mito trágico se difundió e hizo comprensible para todo público, caracterizando sin lugar a dudas el tema más recurrente de la cultura barroca. Se recomendó el ejercicio de las Meditaciones 18 sobre todo durante el periodo de recogimiento y abstención de la Cuaresma, pero a lo largo del año también era posible ejercitarse de manera cotidiana o programada. Para el ejercitante, la temporalidad ascética definida por la narrativa cristológica se desplegaba en un triple presente: uno de las cosas pasadas —he pecado—, uno de las cosas presentes —rezo, medito, reflexiono y me arrepiento— y un presente el de las cosas futuras — puedo obtener el perdón—.38 De esta manera el tiempo sagrado se hace tiempo humano, en la medida en que se articula de modo narrativo y alcanza su plena significación cuando se convierte en una condición de existencia y referente individual. 36Arbiol, Desengaños místicos, 556. Ricoeur, Tiempo y narración, 128-131. 38 El estudio del tiempo del triple presente se inserta en la fenomenología del tiempo. Agustín, en sus Confesiones, describe el tiempo humano como elevado desde el interior por la atracción de su polo de eternidad. Ha dado solvencia a la pluralidad de planos temporales. Desde el estudio consagrado al tiempo en san Agustín, Ricoeur ha señalado la principal incidencia epistemológica de la noción de jerarquía temporal, expresada en relaciones sistémicas acrónicas desde el triple presente, donde la narración y el tiempo presente se alternan sucesivamente y se jerarquizan mutuamente. Paul Ricoeur, Tiempo y narración, 129, 131,133 y 163. 37Paul VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias A manera de reflexión La distinción entre realidad divina, celeste, y la humana, y la aspiración a conocer la primera, se planteó a partir del siglo XVI a través de un nuevo camino espiritual: las meditaciones y los ejercicios espirituales. En la mayoría de los casos la historia de Cristo aparece en el lugar central articulando una moderna constelación filosófica que funcionó gracias a sus lectoras y lectores que, mediante su praxis, actualizaban la perspectiva de sí mismos en relación con Dios, haciendo del coloquio divino el sistema de comunicación privilegiado del barroco hispanoamericano. 19 Vida y cultura conventual Bibliografía Fuentes primarias Agreda, María de Jesús. Exercicios espirituales de retiro que la Venerable Madre María de Jesús de Agreda practicó y Dexo escritos a sus hijas para que los practicaran. Decima impresión. Zaragoza: por Pedro Carrera, 1712. Antigua, María de la. Cadena de oro. Evangélica red arrojada a la diestra de los electos y escogidos que muestra el más cierto y el más seguro y más breve camino para la salvación eterna: Las estaciones de la dolorosa Pasión y muerte de nuestro amantísimo redentor Jesús. Repartidas por los días de una semana y para más comodidad dividida en tres semanas. 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VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias Nombres para mirar, imágenes para leer: Devociones en el claustro Gabriela Braccio Profesora de Historia y Licenciada en Historia, U. B. A. Museo de Arte Hispanoamericano “Isaac Fernández Blanco” [email protected] TABLA DE CONTENIDO En la América española hubo ocasiones en que fueron las mujeres mismas quienes peticionaron y promovieron la fundación de conventos femeninos, incluso quienes las llevaron a cabo. Este es el caso de Leonor de Tejeda en Córdoba del Tucumán. Si bien para 1609 la ciudad no alcanzaba a tener cien casas de españoles, una vez viuda y sin descendencia, ella decidió convertir su propia casa en un monasterio, el cual abrió sus puertas en 1613 bajo la advocación de santa Catalina de Siena, a quien profesaba devoción desde su más tierna infancia. Su hermano también convirtió la casa familiar en un convento, debido a que una de sus hijas había sido salvada de la muerte por intercesión de santa Teresa. El mismo, inaugurado en 1628, fue colocado bajo la advocación de san José y pronto pasó a ser conocido como “de las teresas”, siendo doña Leonor quien también organizó a la comunidad.39 Gabriela Braccio, “Para mejor servir a Dios. El oficio de ser monja,” en Fernando Devoto y Marta Madero, eds., Historia de la vida privada en la Argentina, Tomo I (Buenos Aires: Taurus, 1999), 225-249. 39 Durante más de un siglo, estos fueron los únicos conventos femeninos en toda la extensión que conforma el actual territorio argentino, razón por la cual estuvieron habitados por mujeres provenientes de diferentes lugares. La mayoría profesó en el de “catalinas”, pues en éste el cupo ascendía a 70 monjas, a más de permitir el ingreso de educandas y recogidas, mientras que el otro tenía un cupo de 21 monjas. Los argumentos para realizar ambas fundaciones aludían fundamentalmente a la necesidad de dar amparo a doncellas nobles. No hay mención alguna que remita, más que por inferencia, a la devoción particular, algo que resultó determinante en ambos casos. La devoción particular es una cuestión compleja que pocas veces ha sido abordada en profundidad, más allá de lo que hace a sus orígenes y producciones materiales. Nos referimos a ella en tanto práctica, a cómo opera. Es este el nodo de la cuestión que nos interesa abordar aquí: la práctica de la devoción particular y la exhibición de la identidad a través de ella. 1. 24 El hábito no hace a la monja Cuando Leonor de Tejeda decidió llevar a cabo la fundación, se lo comunicó a un pariente suyo, por entonces procurador general de la Orden de Predicadores de la Provincia de Paraguay, Tucumán y el Río de la Plata, quien viajó a España y llevó ante el Consejo de Indias la propuesta. Debido a la demora, fue el jesuita Diego de Torres quien propuso que vistiesen el hábito de santa Catalina, pero se acogieran a las Constituciones de santa Teresa de Jesús, aunque alterando cuatro o cinco de ellas y sustituyendo en su lugar algunas de la Compañía. Que el monasterio estuviese bajo la advocación de santa Catalina de Siena no era para doña Leonor un detalle menor. Su devoción había comenzado en la infancia y era quien la había liberado de sus tormentos, situación que debe haber reforzado su afecto por ella, al punto que fue luego de ese trance cuando tuvo la determinación de fundar y, en la toma de hábito, adoptó el nombre de sor Catalina de Siena. Así como doña Leonor tenía una devoción particular, el padre Diego de Torres tenía la suya. No tenemos pruebas de que este haya intentado mudar la voluntad de doña Leonor, pero es evidente que logró incidir en ella y así favorecer a Teresa de Ávila y con ello favorecerse, porque fundamentalmente de eso se tratan las devociones. Pronto VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias comenzaron las inquietudes, resolviéndose la controversia con una Bula de 1625, que establecía hacer nuevamente la profesión pero según la Regla de santa Catalina. La Bula llegó a Córdoba en 1628, siendo priora por tercera vez doña Leonor, quien profesó nuevamente junto con el resto de la comunidad, consolidándose así la identidad del monasterio. Aunque bien podríamos decir que aquella celebración implicó más que una definición de carisma. Prueba de ello es lo expresado en un manuscrito anónimo que se conserva en el Monasterio y que narra la historia del mismo, el cual es muy probable que haya sido producido por un jesuita y hacia 1766. Su autor, en el capítulo que destina a los motivos por los cuales las religiosas cambian de nombre al ingresar al noviciado, dice que: […] el nombre que toman y reciben con el hábito, inspiradas de particular devoción, es el más adecuado para expresar la naturaleza y propiedades de su espíritu. Y assí las que toman nombre de algún santo o santa se esfuerzan a trasladar a su ánima por la imitación sus virtudes; y assí consta que lo hizo la fundadora que por devoción a su santa madre tomó el nombre de Catalina de Sena y era tanto lo que se le parecía que sus hijas la veneraban como si fuera la misma Santa.40 Este argumento nos permite afirmar que con la celebración de 1628 también se consagró la devoción particular de la fundadora y que ella legitimó su condición como sor Catalina de Siena, con todo lo que su nombre implica. 2. La imposición de nombre En tanto que la profesión representa el matrimonio, la toma de hábito simboliza el compromiso espiritual del alma con Dios. Es comparable con el bautismo, pues significa el ingreso a una nueva vida y, como al nacer, conlleva la imposición de un nombre. Las catalinas conservan el propio, al que anexan el de algún misterio de Cristo o la Virgen, o bien el de algún santo o santa. El autor del manuscrito aludido dice que abandonan los apellidos y toman nombres que “excitan en los corazones afectos de veneración, gratitud, amor y deseos de imitación y correspondencia”. 41 Podemos decir entonces que ese nombre, que opera como el apellido en el siglo y por ello remite al Carlos Ponza, Historia del Monasterio Senense de la Ciudad de Córdoba en la Provincia del Tucumán: Manuscritos de la Córdoba Colonial (Córdoba: Nueva Andalucía, 2008), 100-101. 41 Carlos Ponza, Historia del Monasterio Senense, 99. 40 Vida y cultura conventual 25 origen, es imagen de la devoción particular, que por ser nombre identifica y que por ser elegido define identidad. El caso de doña Leonor es una excepción, puesto que ella mudó su nombre completo y adoptó el de santa Catalina de Siena. Dio cuerpo al nombre, materializó la imagen. También hubo quienes ya ingresaron llamándose Catalina, probablemente por lo que la comunidad irradiaba, y algunas adoptaron entonces sólo el topónimo de la santa. Lo llamativo resulta del caso de una monja que, llamándose Micaela, anexó a su nombre sólo el topónimo, pasando a llamarse Micaela de Siena. No es el único caso, por lo que estamos frente a una singular construcción de la devoción, dado que sacraliza el lugar de pertenencia de la santa cuando originariamente el mismo sólo cumple la función de diferenciarla, especialmente de santa Catalina de Alejandría. El nombre cifra un relato, que puede ser evangélico o hagiográfico, pero la lectura del mismo es sólo posible para quien lo conoce. De ahí que, si bien es producto de una devoción particular, el sentido del nombre es inherente también a la comunidad en que 26 se inscribe. Esto no quita que sea a partir de un nombre que se desarrolle y arraigue la devoción en una comunidad. Quizá el indicio más evidente de ello está dado por la producción iconográfica, puesto que el nombre es imagen y, como un lienzo, tiene la capacidad de decir lo que la palabra no puede enunciar. El nombre es una forma de representación y, como sostiene Bourdieu, “la representación que los individuos y los grupos transmiten inevitablemente a través de sus prácticas y sus características es una parte integrante de su realidad social”.42 De allí que si consideramos que una de las prácticas por excelencia de la vida conventual femenina, a más de la lectura, es la contemplación de imágenes, estas nos permiten acercarnos a la realidad social de quienes las contemplan, pero también a las formas de exhibición y las apropiaciones que de ellas se hacen. Roger Chartier, Escribir las prácticas: Foucault, de Certeau, Marin (Buenos Aires: Manantial, 1996), 95. 42 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias 3. Nombres para mirar La contemplación de imágenes habilita vías para la meditación, al igual que lo hace la lectura. De allí que una serie de imágenes, como los pasos de la Virgen, establece peldaños, orienta y asegura el destino buscado, que es ascender a otra realidad. Si esas imágenes, que aquí son mayoritariamente lienzos, representan a quien es objeto de una devoción particular, no sólo se refuerza la representación del nombre adoptado, sino que la imagen opera como espejo. Si tomamos por ejemplo el caso de doña Leonor, representada en un lienzo como sor Catalina de Siena, y consideramos que este tipo de producción habitualmente no respondía efectivamente a lo que consideramos retrato, puesto que el rostro no revela características propias y singulares, la imagen bien puede ser percibida como una representación de la santa. Más todavía porque en el monasterio existían series de su vida, en las cuales el rostro también es producto de una convención, por lo cual no dista demasiado del adjudicado a doña Leonor. Incluso puede llegar a ser el mismo, situación debida a que mayoritariamente estas obras se encargaban a talleres de Cuzco, donde la producción era en serie y había pintores que hacían manos mientras que otros hacían cuerpos o rostros.43 Podríamos decir entonces que la identificación opera de manera inmediata y no consciente, pero para que esto suceda deben haberse activado ciertos referentes. Así como al leer un texto de manera inmediata vemos imágenes, al contemplar una imagen leemos palabras. Una imagen está construida por palabras. De este modo, los referentes están ligados a otra práctica de la vida contemplativa, que es la lectura. De allí que la relación entre iconografía y hagiografía opera como una cinta de Moebius. Así como santa Catalina, siendo beata, habitualmente es representada como una monja, doña Leonor, siendo monja, parece ser la santa. Para quienes contemplan el cuadro de sor Catalina de Siena, doña Leonor se vuelve ejemplar, la distancia entre ella y la santa de su devoción se torna imperceptible, el cuadro es la representación del Andrea Jáuregui y José Emilio Burucúa, “Análisis histórico e iconográfico de la serie dedicada a Santa Catalina de Siena que se encuentra en el monasterio de la santa en Córdoba (Argentina),” en Andrea Jáuregui et al. eds., Una serie de pinturas cuzqueñas de santa Catalina: Historia, restauración y química, (Buenos Aires, Fundación Tarea, 1998), 7-15. 43 Vida y cultura conventual 27 nombre. Quizá el mejor ejemplo de ello, aunque exactamente inverso, es un cuadro de la Virgen niña hilando, representación frecuente en la pintura andina, que tiene al pie una banda blanca con texto en rojo y puede leerse: “Da. Leonor de Texeda Fundadora”.44 4. Imágenes para leer Lo que denominamos devoción particular no siempre es singular y excluyente. Las combinaciones pueden ser múltiples y su lógica no siempre es evidente. Es el caso de quien profesó, en 1697, como sor Gabriela de la Encarnación. El nombre que adoptó remite a uno de los misterios de la fe y, como tal, es dogma, mientras que la fecha de su profesión, 30 de agosto, es el día en que la Iglesia celebra a santa Rosa de Lima. Bien podríamos pensar que la fecha no fue elegida por ella. Sin embargo, sabemos que sor Gabriela tenía una celda “alaxada y colgada, de la Advocación de santa Rosa de Santa María”.45 Si consideramos la forma en que la santa es llamada, se advierte que aún conservaba el nombre que había adoptado al vestir hábito de beata y si consideramos la fecha de la profesión, advertimos la celeridad con que el culto se había expandido, dado 28 que su canonización se concretó en 1671. La pregunta que se impone es por qué no adoptó el nombre de la santa, siendo que ya había dos monjas que lo habían hecho antes que ella. Quizá porque sor Gabriela tenía más de una devoción particular, de las que al menos podemos inferir dos, las cuales creemos que operaban de diferente manera. La devoción por la Encarnación estaba fuertemente instalada en la comunidad. Tanto es así que fueron dieciséis quienes adoptaron la advocación antes que sor Gabriela, y es evidente que remite tanto a Cristo como a María, pero fundamentalmente al milagro que hace posible la redención. Si bien es más que significativo lo que puede implicar acogerse al mayor milagro, es evidente también la imposibilidad de emulación. Pensándolo de este modo, cobra mayor sentido la presencia de una serie de la vida de santa Rosa en la celda, puesto que las imágenes de contemplación representan lo que es y son modelos a imitar, conmueven. Si bien la Imitatio Christi es buscada, resulta imposible de alcanzar, aunque fueron las mujeres quienes más se aproximaron a ella debido a la necesidad de 44 45 Óleo sobre tela, 94,5 x 62 cm, siglo XVIII, Cuzco. Así surge del testamento de su padre de fecha 12-11-1711, A. H. P. C., Reg. I, T. 108, f.f. 2 a 16vto. VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias deshacerse del cuerpo, de purificar su sangre impura, de apartarse de lo que Jean Pierre Albert designa como el hilo rojo del destino femenino.46 Ya desde el siglo XIII, la santidad se desplazó de los fenómenos sobrenaturales a las formas de vida. Tanto es así que a comienzos del siglo XIV el dominico Giordano da Rivalto expresaba que es en la vida llevada por el santo donde se reconoce su verdadera grandeza. 47 En este sentido, es la vita, la narración de las virtudes heroicas, el ejemplo a seguir. Si consideramos que la condición marginal y popular se tornó habitual, especialmente en las hagiografías coloniales, y que la obediencia y la observancia constituyen los nodos primordiales, siendo imprescindibles para la vida conventual, las hagiografías tuvieron entonces como destinatarios privilegiados a los frailes y las monjas.48 La serie de la vida de santa Rosa, al igual que la serie de santa Catalina, representa a la beata como si fuera una monja y se corresponde con lo que narra uno de sus biógrafos de mayor divulgación, fray Leonardo Hansen.49 Santa Rosa es quizá el modelo femenino de santidad por excelencia en aquel momento, directamente enraizado con el de santa Catalina de Siena, pero es también prueba fehaciente del poder de la devoción particular, puesto que Rosa no fue monja porque en Lima no había un monasterio de dominicas, que era lo que anhelaba, y se negó a profesar en otro. Sin embargo, el empecinamiento dio sus frutos y, poco después de su muerte, se fundó el primer convento de dominicas en su ciudad, bajo la advocación de santa Catalina de Siena. 50 Esos lienzos permiten entonces leer el discurso hagiográfico, materializan la escritura y también operan como espejo. En ellos puede verse el rechazo del pretendiente, el corte de cabellos, la toma de hábito o la disciplina del cuerpo. También puede verse la exaltación de la negación, que se torna positiva, y el empecinamiento, que ya no es capricho sino devoción, entrega. Rosa es quien protagoniza cada uno de los Jean Pierre Albert, Le sang et le ciel: Les saintes mystiques dans le monde chrétien (París: Aubier, 1997). 47 André Vauchez, Saints, prophètes et visionnaires: Le pouvoir surnaturel au Moyen Age (París: Albin Michel, 1999). 46 Fernando Iwasaki Cauti, "Vidas de santos y santas vidas: hagiografías reales e imaginarias en Lima colonial," Anuario de Estudios Americanos, LI-I (1994): 47-64. 49 La Vita admirabilis, publicada en 1664, con sucesivas ediciones y traducciones, es previa no sólo a la canonización (1671), sino a la beatificación (1668). 50 Rosa murió en 1617 y el monasterio se inauguró en 1624. Beatificada en 1668 y canonizada en 1671, en 1708 se abrió el segundo monasterio de dominicas, que llevó el nombre de la santa. 48 Vida y cultura conventual 29 peldaños que conducen a la santidad, pero quien contempla esos lienzos puede también encontrarse en ellos, mirarse, así como mirar a quien los contempla, a quien posee esa serie en su propia celda, a sor Gabriela de la Encarnación, que bien podría ser vista casi como la propia Rosa. 5. Imágenes y espectadoras Si consideramos lo manifestado por el autor del manuscrito aludido cuando dice que el nombre que toman con el hábito, inspiradas de particular devoción, expresa la naturaleza de su espíritu, se infiere que esa devoción es amparo y exhibición. Si pensamos esto en imágenes, creemos que la inferencia se torna evidencia. Tomemos el caso de un lienzo que representa a san Vicente Ferrer, en figura monumental y con horizonte bajo, recurso que hace verlo de gran magnitud, especialmente respecto de quien se encuentra a su lado, una monja de rodillas y con las manos en actitud orante.51 Si bien el rostro de la misma es convencional, en el borde inferior puede leerse, aunque en letra pequeña, el nombre de la monja: sor Juana Inés de San Vicente Ferrer. Entre quienes profesaron desde 30 la apertura del monasterio hasta 1810 inclusive, ella es la única que tomó ese nombre, devoción claramente dominica y que recobraría fuerza hacia fines del siglo XVIII. Existe otro lienzo que también incluye a una monja y figura su nombre. Se trata de sor María Teresa del Carmen, quien sabemos que profesó el 12 de enero de 1749. El mismo representa a la Virgen del Carmen con los brazos abiertos y el manto extendido, cobijando así a la monja de un lado y a don Juan de Molina Navarrete y Cabrera, del otro. En la cartela se hace constar el rango de Navarrete, así como también figura uno de los apellidos de la monja. Inferimos que Navarrete es su tío materno, quien seguramente encargó la obra, puesto que es quien mira al espectador, convención que identifica al donante, mientras que la monja mira a la Virgen.52 Si bien son pocas las obras que aún se conservan en el monasterio, las mencionadas evidencian que la devoción implica amparo, protección e intercesión. Basta con mirar la composición de las mismas. Al mismo tiempo, si consideramos que el valor de la lámina de devoción reside en aquello que representa, la inclusión de figuras ajenas a la escena representada redunda en el carácter de estas figuras, en tanto que la lámina 51 52 Óleo sobre tela, 103 x 72,5 cm, segunda mitad del s. XVIII, Cuzco. Óleo sobre tela, 165 x 123 cm, segunda mitad del s. XVIII, Cuzco. VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias adquiere un valor más allá del que posee per se, un valor testimonial. Por otra parte, habitualmente las láminas eran colocadas en los claustros abiertos, sectores que solo podían frecuentar las monjas. Las que se hallaban en las celdas también eran objeto de contemplación, dado que se trataba de espacios frecuentados en lo cotidiano por otras monjas, a pesar de las restricciones vigentes. Las espectadoras eran muchas y la apropiación que cada una de ellas hacía de las imágenes era absolutamente singular, puesto que la contemplación de imágenes opera como la lectura, recrea el significado en función de las propias competencias y expectativas. Es una práctica de múltiples diferenciaciones, en función de las épocas y los ambientes. El significado de una imagen depende de la manera en que es “leída”. Podemos decir que como práctica, al igual que la lectura, la contemplación está encarnada en gestos, espacios y hábitos.53 6. En busca de distinción Si bien el manuscrito señala que al dejar el apellido de sus ancestros “es como si hicieran expressa renuncia de ellos y de todos los honores y riquezas a que tenían legítimo derecho por hijas y herederas de los mayores más nobles y ricos pobladores de estas ciudades”,54 las imágenes revelan que la distinción no desaparece. Por el contrario, se redefine. Quizá el ejemplo más evidente es un lienzo de tamaño considerable que muestra, en lugar destacado, a santa Catalina de Siena recibiendo a tres monjas que se encuentran a la izquierda de la santa en forma escalonada, representando así la sucesión temporal de sus profesiones. A la derecha están los padres de las monjas, en actitud de entrega, y debajo de ellos, a los pies de la santa, sus otros hijos: un niño representado como colegial jesuita y una niña. La escena también incluye lingotes de oro, monedas de plata, sedas y alhajas, simbolizando las dotes.55 Roger Chartier, El mundo como representación. Historia cultural: entre práctica y representación (Barcelona: Gedisa, 1992). 54 Carlos Ponza, Historia del Monasterio Senense, 40. 55 Óleo sobre tela, 216 x 250 cm. 53 Vida y cultura conventual 31 Sabemos que la niña contrajo matrimonio y que sus hijas ingresaron al monasterio cuando era priora una de sus tías. Así, toda la descendencia de Ceballos abrazó la vida religiosa, puesto que el niño llegó a ser clérigo. La cartela que acompaña a los padres permite corroborar que el hecho era considerado un honor y un privilegio, por lo cual su representación es testimonio y exhibición de identidad. Si además consideramos que fue donado al monasterio y destinado al interior del mismo, así como que todo convento femenino reproducía el orden social, el cuadro posee la capacidad de mostrar a la familia Ceballos, de actualizar el hecho consumado, de impedir que caiga en el olvido. Indudablemente se trata de un cuadro de devoción, puesto que el lugar central lo ocupa santa Catalina, pero es evidente que la imagen da a leer lo que el cambio de nombres supuestamente buscaba borrar. Aquello a lo que se renunció, honores y riquezas, es exhibido. El cuadro, tras los muros, establece la diferencia entre unas y otras, define identidad.56 El manuscrito también señala que el olvido de los nombres causa cierta igualdad, que no haya preferencias. Sin embargo, en las imágenes quedó la impronta y ellas nos 32 permiten inferir quiénes pueden haber sido sus singulares espectadoras. Uno de esos lienzos representa la lactación de san Pedro Nolasco y su cartela expresa que fue pintado en 1752.57 Considerando que sólo una monja tomó el nombre de este santo, quien profesó en julio de 1751, sabemos quién fue su destinataria. Otro lienzo, de comienzos del siglo XVIII, representa a san Judas Tadeo, por lo cual si consideramos que fue sólo una quien tomó el nombre del santo y profesó en 1729, también conocemos de quién era la devoción particular.58 A través de la devoción, la comunidad también exhibe su propia identidad y, en tanto que la devoción es compartida, la exhibición es comunitaria. Es el caso del lienzo de la Virgen del Rosario con santo Domingo y santa Catalina, devociones propias de la Orden. Dado que la factura del mismo es de comienzos del siglo XVII, pone en evidencia el poder que ya tenía la comunidad, pues, encargado por ella o beneficiada por un encargo, es en sí mismo una autorrepresentación.59 Pierre Bourdieu, La distinción: Criterios y bases sociales del gusto (Madrid: Taurus, 1991). Mauricio García, Técnica mixta sobre tela, 80 x 65,5 cm, 1752, Cuzco. 58 Óleo sobre tela, 183 x 108 cm. 59 Juan Bautista Daniel, activo en Córdoba hacia 1630, óleo sobre tela, 255 x 215 cm. 56 57 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias La devoción es protección, cuya evidencia en las representaciones es el recurso de los brazos abiertos y el manto desplegado, gesto que es amparo. Del mismo modo, los ángeles, cuyo atributo son las alas, pueden volar entre el cielo y la tierra, poseen rol intercesor, son compañía y amparo, como el ángel de la guarda. Las series de ángeles tuvieron gran difusión aquí, llegando a la originalidad de las representaciones que conocemos como ángeles arcabuceros. La devoción por los ángeles también la encontramos en el convento, incluso la de los apócrifos. Es el caso de Catalina de San Laurel, revelando así la amplia circulación de la obra de Tirso de Molina que recrea la vida de una famosa beata española conocida como la santa Juana y cuyo ángel de la guarda se llamaba Laurel, uno de los integrantes de la serie de Sopó y cuya imagen encontramos en el Convento de San Bernardino de Siena en Xochimilco.60 De este modo, sor Catalina dio cuerpo a un nombre, materializó una imagen, solo que la misma no dejó de estar hecha de palabras y, por su singularidad, exhibió de modo determinante su identidad. Así, más allá del supuesto olvido al que aludía el manuscrito anónimo, nombres e imágenes nos permiten intentar reconstruir lo que no muestran, reducir la brecha entre el sentido vivido y el hecho encontrado. 60 Manuel Carcanio, óleo sobre tela, 105 x 177 cm, 1742, México. Vida y cultura conventual 33 Bibliografía Fuentes primarias Archivo Histórico de la Provincia de Córdoba (A. H. P. C.) Archivo del Arzobispado de la Provincia de Córdoba (A. A. P. C.) Documentos para la Historia Argentina. Iglesia. Cartas Anuas de la Provincia del Paraguay. Chile y Tucumán de la Compañía de Jesús (1609-1614). Buenos Aires: Facultad de Filosofía y Letras – Instituto de Investigaciones Históricas, 1927. Navarro, Pedro. Favores del Rey del cielo, hechos a su esposa la santa Juana de la Cruz, religiosa de la orden tercera de Penitencia de N.P.S. Francisco. Madrid: impresa por Thomas Iunti, 1622. Fuentes secundarias Albert, Jean Pierre. Le sang et le ciel: Les saintes mystiques dans le monde chrétien. 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Presentes desde 1529, fueron protagonistas no solo del proceso de evangelización de los indígenas, sino también del asentamiento español y del establecimiento de la sociedad colonial. Desde sus orígenes, al igual que las demás ordenes mendicantes, los dominicos impulsaron la llamada “Tercera Orden”, que agrupaba a una serie de organizaciones laicales que iban desde cofradías y hermandades hasta beaterios. En este sentido, la ponencia plantea algunas hipótesis: La primera, que la orden dominicana y las demás comunidades religiosas fueron nodos fundamentales para el establecimiento y funcionamiento de la sociedad colonial, a Buena parte de este artículo se ha basado en una publicación anterior. Ver William Elvis Plata Quezada, “De evangelizador de indios a bastión de criollos: El convento dominicano de Nuestra Señora del Rosario y la sociedad colonial, Santafé de Bogotá, siglos xvi-xviii,” en Mirada pluridisciplinar al hecho religioso en Colombia: Avances de investigación, Serie Religión, Sociedad y Política, 5 (Bogotá: Editorial Bonaventuriana, 2008). 61 Vida y cultura conventual 37 través de un vínculo simbiótico con las élites coloniales y que se mantuvo hasta el amanecer de la era republicana. Este vínculo, aunque basado en formas religiosas, se expresó en distintos planos: desde lo político hasta lo económico, pasando por lo cultural, lo social y lo específicamente religioso. Fue posible gracias a la inexistencia de frontera entre el Estado y la religión, entre el mundo “sagrado” y el mundo “secular”, pues todo era uno solo. La segunda, que el elemento de enlace que garantizó este intercambio entre los criollos y el convento fueron corporaciones religiosas ligadas a la Segunda y Tercera Orden. El convento alentó y sostuvo la religiosidad de las élites criollas por medio de las cofradías (como la del Rosario), hermandades, beaterios (Beatas dominicanas) y el monasterio femenino de Santa Inés de Montepulciano (Segunda Orden). A través de estas corporaciones se propagó —ya no sólo entre las élites sino en toda la población— una serie de prácticas religiosas barrocas donde, por una parte, tuvo un lugar destacado lo sensible y lo emotivo y, por otra, se generó una lógica de intercambio de bienes 38 materiales por espirituales. Estas corporaciones tenían además otros fines: reunían a personas de un mismo nivel social e intereses, creaban lazos de fraternidad entre ellos y los concentraban en proyectos comunes, todo lo cual facilitaba la cohesión de los hispano-criollos como grupo (evitando por ejemplo que fueran influenciados por el paganismo indígena) y los separaba de los demás grupos sociales, sobre quienes se había establecido un prolongado pacto de dominación. Dichas corporaciones permitían el acercamiento de los dominicos con las familias pertenecientes a los grupos dominantes, quienes suministraban buena parte de los miembros a la comunidad, convirtiéndose así en su principal “cantera vocacional”. Así, la articulación del convento dominicano a los grupos dominantes, ayudando a configurar una organización social apropiada para ellos y en función de ellos, vino a jugar un papel importante en el rostro que iba a tomar la sociedad entera: jerarquización, segregación, elitismo y clientelismo, elementos en los cuales unos y otros van a inscribirse a lo largo de la historia y que, superando el tiempo, continúan aún en el presente. VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias La tercera hipótesis es que este modelo se resquebraja con el advenimiento de la Ilustración, hasta caer estrepitosamente poco después de la Independencia. En la ponencia se plantean las razones y se expone cómo se da este proceso hasta los primeros años del siglo XIX. Los dominicos y la evangelización del Nuevo Reino Una de las más famosas comunidades mendicantes, nacida en el siglo XIII, la Orden de los Frailes Predicadores, estuvo entre las primeras comunidades de religiosos que llegaron a América, poco después de las expediciones de Cristóbal Colón. Los dominicos venían de experimentar una reforma interna que suscitó el interés en varios de ellos de embarcarse para evangelizar nuevas tierras. Es así como en 1509 un grupo de frailes desembarca en la hoy isla de Santo Domingo. Allí se hicieron conocer por el sermón pronunciado por uno de ellos, fray Antonio de Montesinos, en el cual criticaba fuertemente la explotación de los indígenas por los colonos españoles. 62 Poco después sobreviene la figura de fray Bartolomé de las Casas, incansable en su lucha por una 39 predicación pacífica del Evangelio.63 Los dominicos llegan a lo que se conocerá como Nueva Granada hacia 1528. Un grupo de frailes funda un convento en Santa Marta (1529) y luego otro en Cartagena (1533).64 Teniendo como misión acompañar a los conquistadores en sus expediciones, algunos religiosos marchan al sur, en pos del reino mítico de “El Dorado”. Una de esas expediciones arriba al Altiplano Cundiboyacense, donde no encontrará El Dorado, pero sí una tierra rica y productiva, con algunas minas de esmeraldas, al igual que una numerosa comunidad indígena socialmente compleja: los Muiscas. Encargados de la evangelización de los indígenas de la región, los frailes dominicos establecen pequeñas casas, llamadas “conventillos” u “hospicios” en distintos lugares,65 con el propósito de hacer de algunos de ellos conventos “mayores” o canónicos, Daniel Ulloa, Los predicadores divididos: Los Dominicos en la Nueva España, siglo XVI (México: El Colegio de México, 1977), 48-49. 63 Álvaro Huerga, Bartolomé de las Casas: Vie et œuvres (Paris: Éditions du Cerf, 2005). 64 Alberto Ariza, O.P., Los Dominicos en Colombia, vol. 1 (Bogotá: Provincia de San Luis Bertrán de Colombia, 1993), 94. 65 Pese a la naturaleza urbana de los conventos de las órdenes mendicantes, en América esas órdenes establecieron dos tipos de conventos: en el ámbito rural y en las ciudades. Los primeros estaban situados en los pueblos y doctrinas de indios. En ellos habitaban pequeños grupos de frailes itinerantes (tres o 62 Vida y cultura conventual donde pudieran vivir en comunidad, estudiar y formarse para la vida religiosa según las reglas de su instituto. En 1550, al tiempo que se constituía la Real Audiencia del Nuevo Reino de Granada, se funda oficialmente el Convento de Nuestra Señora del Rosario, en Santafé de Bogotá, el cual será considerado como el principal convento dominicano del reino y uno de los más influyentes entre todas las órdenes religiosas. El convento se encargó de evangelizar un radio que en el siglo XVI abarcó el sur del Altiplano Cundiboyacense. Al disminuir, por secularización, las doctrinas de la región, los frailes desde finales del siglo XVII se encargaron de evangelizar los actuales estados venezolanos de Barinas y Apure y tras la expulsión de los jesuitas, en 1767, asumieron buena parte de sus misiones en los actuales departamentos de Arauca y Casanare. No obstante, la actividad fuertemente evangelizadora, que concentró las energías de la mayor parte de los frailes, se agrupa en el siglo XVI y comienzos del XVII. A partir de entonces, quienes se dedicaron a la doctrina constituyeron un grupo minoritario dentro de los frailes asignados al convento. 66 40 Aunque el trabajo evangelizador realizado no fue del todo exitoso y conllevó muchas dificultades y problemáticas,67 la labor desarrollada por los dominicos los convirtió en una corporación de gran poder e influencia no sólo entre los indígenas sino, además, entre la población hispano-criolla, a la cual se articuló muy bien, convirtiendo a la Orden en un baluarte del orden y sociedad coloniales. Estudiaremos a continuación cómo se dio dicho proceso de articulación, deteniéndonos en lo que constituyó el vínculo de “unidad”: las corporaciones laicales, en especial la Tercera Orden y las cofradías, instituciones tan importantes en su momento como insuficientemente estudiadas por la historiografía colombiana. cuatro), encargados de la evangelización de indígenas. En las ciudades con significativa presencia hispánica y criolla, los conventos eran más grandes y tenían funciones diversas: Manuel Esparza, Santo Domingo Grande: Hechura y reflejo de nuestra sociedad (Oaxaca: Manuel Esparza, 1996), 221. Panayota Volti, Les couvents des ordres mendiants et leur environnement à la fin du Moyen Âge (Paris: C. N. R. S. Editions, 2003), 46. 66 William Elvis Plata Quezada, Vida y muerte de un convento: Dominicos y sociedad en Santafé de Bogotá, Colombia, siglos XVI-XIX (Salamanca: Editorial San Esteban, 2012). 67 Conviene tomar distancia de aquellas visiones que exponen la evangelización de manera victoriosa, como un trabajo exitoso y acabado. Para empezar, es evidente que los frailes sufrieron en el proceso, pues aunque algunas doctrinas eran ricas en recursos, la mayoría eran pobres y se encontraban aisladas. La soledad atormentaba a estos doctrineros, quienes debían caminar varios días para poder encontrar a otro sacerdote y poder, por ejemplo, confesarse o al menos conversar. A eso hay que añadir la inclemencia del clima, las enfermedades tropicales que no daban tregua y la presencia de fieras, mosquitos, etc. VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias 1. Criollización del convento del Rosario Debido a las leyes de jerarquización social a partir de la “limpieza de sangre”, es decir, del origen familiar y étnico, en poco tiempo se dieron normas para evitar que nadie distinto a los miembros de los grupos hispano-criollos pudiera ingresar a las órdenes religiosas. La idea era evitar que los “cristianos nuevos”, propicios a adoptar formas religiosas de tendencia sincrética, ingresaran a las órdenes y las “contaminaran” con sus prácticas, además de mantener un rígido principio jerárquico de orden social. No hay información que pruebe que los religiosos se hayan opuesto a este sistema de exclusión y de jerarquías. Por el contrario, es claro que lo asumieron en sus provincias y conventos. Aunque hubo un debate entre autoridades civiles y cabezas de las órdenes religiosas por la conveniencia o no del ingreso de indígenas a la vida religiosa y sacerdotal,68 en la práctica se sentenció su imposibilidad.69 Descartados los indígenas y los miembros de las “castas”, los vínculos humanos se estrecharon con la población hispánica y criolla. Dado el prestigio con que contaba el convento de los dominicos, tanto por su trabajo en las doctrinas como por su labor educativa, desde el comienzo los hijos de los distinguidos linajes de la capital y la región comenzaron a formar parte de la comunidad dominicana, contribuyendo así a su rápida criollización. La vida religiosa se fue convirtiendo en una excelente oportunidad para que los “segundones” y los “tercerones” pudieran colocarse y sustentarse, evitando así disgregar el patrimonio familiar, que heredaba el hijo mayor.70 Finalmente, se encontraban los conflictos con los propios encomenderos y las autoridades eclesiásticas, que veían a los frailes con celos y los consideraban una “competencia” desleal. Llega incluso a ser sorprendente el hecho de que el cristianismo se haya expandido en regiones donde muchas veces el trabajo de doctrina se limitó a ciertas prédicas, un par de veces al año: Memorial enviado al Rey. Santafé, 1750. Enrique Báez, La Orden Dominicana en Colombia, t. VIII (inédito) [s.l.] [¿1950?], 220-221; Archivo de la Provincia Dominicana de San Luis Bertrán de Colombia (A. P. C. O. P.), Personajes, Baeza, VIII: Alberto Ariza, Los Dominicos en Colombia. Vol. 1 (Bogotá: Provincia de San Luis Bertrán de Colombia, 1993), 1102; Constanza Reyes Escobar, “Cristianismo y poder en la primera evangelización,” en Historia del Cristianismo en Colombia, ed. Ana María Bidegain (Bogotá, Taurus, 2004), 52. 68 Rafael Moya, “Las autoridades supremas de la Orden y la Evangelización de América,” en Actas del I Congreso Internacional sobre Los Dominicos y el Nuevo Mundo: Sevilla, 21-25 de abril de 1987 (Madrid: DEIMOS, 1988), 868. 69 En 1647, el Capítulo General de los Dominicos, celebrado en Valencia, España, ordenó, no sólo que no se debía recibir al hábito a los indígenas, sino además a los mestizos y a los mulatos, grupos sociales cada vez más numerosos en América. La exclusión debía observarse hasta la cuarta generación inclusive: Alberto Ariza, Los Dominicos, t. 2, 1165. 70 María Milagros Ciudad Suárez, Los Dominicos: un grupo de poder en Chiapas y Guatemala. Siglos XVI y XVII (Sevilla: Escuela de Estudios Hispanoamericanos – DEIMOS, 1996), 117. Vida y cultura conventual 41 Estas personas llegaban generalmente a edad muy temprana, iniciando la adolescencia. De acuerdo con una muestra estadística correspondiente a la segunda mitad del siglo XVIII,71 el 48% de los religiosos ingresaron antes de cumplir los 16 años, un 24% entre los 16 y 19 años y sólo un 28% después de cumplir los 20 años. En ello no existía particular variación respecto al siglo precedente, haciendo ver que el ingreso a la vida religiosa, más que una opción vocacional, era una determinación hecha por los padres, bien a pesar de que en las solicitudes de admisión se repitieran constantemente frases clichés como el sentir “natural inclinación” o “natural devoción” a la vida religiosa o haber tenido un “llamado de Dios” desde “edad muy temprana”.72 La mayoría de estos frailes, que habían ingresado desde el inicio de su formación básica, no conocían otra cosa que el convento y su ritmo de vida. Es así como el número de criollos superó en poco tiempo al de los españoles peninsulares y era ya visible en la primera mitad del siglo XVII. Esto apoya la hipótesis de que en la Nueva Granada, y al menos en la Orden de Predicadores, la criollización 42 avanzó más rápido que en otros contextos americanos. Las escasas noticias sobre conflictos entre peninsulares y criollos, tan recurrentes en otras órdenes establecidas en América, es otro elemento que sostiene la idea. A mediados del siglo XVIII la tendencia era ya abrumadora: de los casi 250 frailes con que contaba la provincia dominicana de la Nueva Granada en 1763, sólo nueve eran oriundos de España y la mayoría estaban destinados a las misiones de los Llanos Orientales, ubicadas a más de 500 kilómetros del convento de Santafé de Bogotá.73 Muestra de 43 casos de expedientes de ingreso al convento, existentes en el Archivo General de la Nación de Bogotá, Colombia (en adelante: A. G. N.), Colonia, Conventos. Varios tomos. 72 Informaciones de candidatos a ingresar al Convento del Rosario de Santafé. 1751-1810 en A. P. C. O. P., San Antonino, Externo – A. G. N., caja 2, carpeta 2, f.f. 19-86. 73 Luis Carlos Mantilla, O. F. M., Fuentes para la historia demográfica de la vida religiosa masculina en el Nuevo Reino de Granada (Bogotá: Archivo General de la Nación, 1997), 57-58. A propósito de la progresiva disminución de españoles entre las filas dominicanas, algunos autores afirman que, paralelamente a lo que sucedía en América, el ideal “misionero” surgido en la primera mitad del siglo XVI pronto entró en declive. Cada vez había menos vocaciones misioneras en España y no era por falta de personal, pues otros estudios se refieren a la superpoblación de religiosos en la Península Ibérica: Maximiliano Barrio Gonzalo, “El clero regular en la España de mediados del siglo XVIII a través de la ‘Encuesta de 1764’,” Hispania Sacra, Vol. XLVII, no. 95 (1995), 124. Así, “Los frailes que llegaban a América carecían del entusiasmo de los primeros momentos, llegando incluso en la última década del siglo XVI y primera del XVII, a enviarse personal sin que apenas tuviera idoneidad misionera; muchos de esos frailes tenían incluso problemas de disciplina en sus conventos respectivos”: Manuel Esparza, Santo Domingo grande, 273. 71 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias La “criollización” sería definitiva no sólo en la orientación pastoral que se tomó a partir de fines del siglo XVI, sino en el mismo estilo de vida del convento. No hace falta ahondar mucho en las hojas de vida de los frailes para detectar que en el siglo XVII el convento del Rosario tenía entre sus miembros a varios hijos de encomenderos, terratenientes y autoridades locales, creando así vínculos estrechos con los poderosos de la ciudad y la región. Estas personas solían tener parientes en los conventos de otras órdenes, en el clero secular, en los monasterios de monjas o entre los burócratas y funcionarios locales.74 Dichos lazos de parentesco proporcionaban seguridad y estabilidad a los conventos y, en cierta forma, estos fueron una prolongación de la familia, pues es sabido que muchas monjas y también algunos frailes ayudaban a la crianza de sus sobrinos o primos, los cuales representaban potencialmente nuevas profesiones a mediano plazo.75 La vinculación de las élites con el convento daba a las primeras un elemento de identidad y cohesión, pues las agrupaba, las reunía en torno a proyectos concretos que les proporcionaban visiones homogéneas sobre sí mismas. También les otorgaba prestigio y nada mejor que plasmar este vínculo privilegiado en el sistema conventual, en su iglesia, en su fachada, en las cuales podían ubicar placas conmemorativas o escudos de armas de los benefactores, de manera que quedara patente para toda la sociedad. Este era un capital simbólico muy preciado e importante por entonces. Además, a través de la vinculación de estas familias al convento, se buscaba intervenir en las decisiones que este tomaba. Y es que, según he visto en los documentos, eran los frailes procedentes de encumbradas familias quienes generalmente lograban adquirir los mejores puestos de la estructura conventual, llegando a ser catedráticos, priores, vicarios, procuradores, visitadores, provinciales, etc.76 Juan Flórez de Ocáriz, Genealogías del Nuevo Reino de Granada (Bogotá: Prensas de la Biblioteca Nacional, 1944), 223-229. 75 Juan Flórez de Ocáriz, Genealogías, 307. 76 Luis Carlos Mantilla, Fuentes, 48-53. Tal como lo han mostrado los trabajos de Asunción Lavrin, Constanza Toquica y Rosalva Loreto, la dependencia y vínculos familiares fueron mucho más estrechos todavía en el caso de los conventos-monasterios femeninos, los cuales por su género, por existir la dote, por su desarticulación entre ellos y por la ausencia de autoridades suprarregionales, eran ciertamente más vulnerables que los masculinos a los manejos y presiones externas: Rosalva Loreto López, Los conventos femeninos y el mundo urbano de la Puebla de los Ángeles del siglo XVIII (México: El Colegio de México – Centro de Estudios Históricos, 2000), 21; Constanza Toquica, “El barroco neogranadino: de las redes de poder a la colonización del alma,” en Historia del Cristianismo, ed. Ana María Bidegain (Bogotá: Taurus, 74 Vida y cultura conventual 43 Dicha influencia hacía que la población estuviera muy pendiente de todo lo que se discutiera o se produjera al interior del claustro: 77 una elección, un conflicto, cualquier acontecimiento. Los capítulos de frailes celebrados en el convento del Rosario de Santafé contaban con la atención y vigilancia de parte de las autoridades civiles y eclesiásticas y vecinos notables, quienes llegaban a intervenir cuando tales capítulos amenazaban con crear escándalos.78 Una de las consecuencias de este éxito fue que el convento se jerarquizó internamente, no sólo de acuerdo a los tradicionales parámetros acostumbrados en toda la Iglesia occidental (titulados, profesos clérigos, profesos legos, donados), sino que se añadieron elementos como el origen étnico, familia y geográfico. En un comienzo, a los puestos de mando sólo llegaban los españoles peninsulares, quienes contaban con mayor formación académica y títulos correspondientes. Entre los dominicos, quienes aspiraban a ser superiores debían tener además unos grados obtenidos al interior de la orden (presentaturas y magisterios). Pronto, los criollos buscaron llegar a los altos puestos a 44 través de la formalización de sus estudios generales y la demanda de dichos títulos a las autoridades de la Orden, únicas habilitadas para concederlos.79 Y lo consiguieron ya desde inicios del siglo XVII. Otra consecuencia fue que el convento comenzó a orientar su atención (aunque no exclusivamente) a dar apoyo y protección a los grupos dominantes de la escala social colonial, a través de instituciones, como las corporaciones laicales, que se convirtieron en expresiones muy peculiares de la amalgama de intereses espirituales y temporales que caracterizó a la sociedad colonial. 2. La Cofradía del Rosario Las cofradías surgieron en la Edad Media y se fortalecieron durante la Época Moderna, amparadas en lo espiritual por las corrientes surgidas del Concilio de Trento y especialmente por la idea del Purgatorio, que se popularizó por estos años. Esto aumentó 2004), 108; Asunción Lavrin, Introducción a Las mujeres latinoamericanas: Perspectivas históricas, comp. Asunción Lavrin (México: Fondo de Cultura Económica, 1985), i. 77 Eduardo Cárdenas, S.J., "Colombia: la Iglesia diocesana (1)," en Vol. II: Aspectos Regionales de Historia de la Iglesia en Hispanoamérica y Filipinas., dir. Pedro Borges (Madrid: B. A. C., 1992), 295. 78 Alberto Ariza, Los Dominicos, vol. 2, 1138. 79 Andrés Mesanza, Apuntes y documentos sobre la Orden Dominicana en Colombia (de 1680 a 1930) (Caracas: Editorial Sur América, 1936), 8. VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias la preocupación por la suerte de las almas de las personas luego de la muerte. Se creía que entre las diferentes vías que existían para encaminar el alma hacia su salvación estaban los rezos, las penitencias, las donaciones piadosas, la celebración de misas, la adquisición de bulas de difuntos y las limosnas.80 La espiritualidad de las cofradías se centraba en el culto a un santo patrón, pero especialmente en lo que Asunción Lavrin y otras investigadoras denominan “economía de la salvación eterna”: […] que fue un motivo de fundamental importancia en su misión y en la percepción que el creyente colonial tuvo de la misma. Buscaba el último la seguridad de la inversión espiritual que se presumía asegurar tan humanamente como fuera posible con la asociación y participación en la misión y actividades de la congregación.81 Los cofrades contraían un riguroso “contrato espiritual” que regulaba su tiempo y que exigía la búsqueda de una reforma de costumbres y de vida, según la ética y doctrina impartida por la Iglesia Católica. Implicaba además tener presente a la muerte como el acontecimiento trascendental, frente a la cual cada uno debía prepararse toda la vida. La congregación [dice Lavrin] también instaba a ordenar la vida con respecto a la muerte en sus aspectos más prácticos. Se recomendaba al congregante tener listo su testamento y tener sus cuentas arregladas para evitar sorpresas en caso de una muerte súbita. La economía espiritual no perdía de vista la material y al ordenar la vida económica de la membresía proponía una regla de orden social y personal que beneficiaba a la familia y posiblemente a la Iglesia, ya que se esperaba que algunos congregantes pudientes dotaran misas por su alma, para proveer una congrua para los párrocos encargados de decirlas.82 En este sentido, se dio un enlace directo entre cofradías, capellanías y censos, instituciones últimas que se convirtieron en la fuente principal de recursos de los conventos y comunidades religiosas. Las cofradías no sólo involucraron a los “vecinos” María del Pilar Martínez López-Cano et al., Cofradías, capellanías y obras pías en la América Colonial (México: U. N. A. M., 1998), 13. 81 Asunción Lavrin, “Cofradías novohispanas: economías material y espiritual” en Las mujeres latinoamericanas, 49. 82 Asunción Lavrin, “Cofradías novohispanas”, 49. 80 Vida y cultura conventual 45 de las villas y ciudades. También generaron gran atracción entre los indígenas y aún entre la población negra y mulata. Y si las cofradías permitieron a los grupos dominantes conservar su identidad y apoyarse mutuamente, también les ofrecieron a los indígenas un campo preciso para “mantener sus redes de poder social tradicionales, sus acostumbradas expresiones de devoción y adoración y sus sistemas hereditarios”. 83 Fueron entonces, según afirma Constanza Reyes, un instrumento o medio incluso para la resistencia pasiva a la dominación. La principal cofradía que promocionaban los dominicos por doquiera que iban era precisamente la de Nuestra Señora del Rosario. Y mantuvo, durante buena parte de la época colonial, gran popularidad y atracción. Era una de las más importantes de las existentes en la ciudad de Santafé.84 Dicha cofradía nació temprano,85 en 1558, una vez se entronizó la imagen de la Virgen del Rosario traída al convento dominicano. Dice Zamora que “lo más noble de la ciudad entró en ella” y que su “inauguración” contó con la presencia del arzobispo y todas las autoridades de la ciudad y de la Audiencia. 46 Una de las primeras actividades de la cofradía fue la construcción de la capilla del Rosario, en la iglesia de Santo Domingo. Los máximos donantes eran los encomenderos y conquistadores Juan de Penagos y Arias Maldonado.86 La cofradía, articulada en torno a la imagen de la Virgen del Rosario del convento, se encargó de propagar su culto y, con el tiempo, incidió en la proclamación del patronazgo que se dio a la imagen y advocación. Se sabe que también se fundaron cofradías similares en todos los demás conventos dominicanos establecidos en el país.87 Ibíd., 74. En la segunda mitad del siglo XVII existían en Santafé nueve hermandades y cofradías: La Vera Cruz, Nuestra Señora del Rosario, El Santísimo Sacramento, Jesús Nazareno, Dulce Nombre de Jesús, Nuestra Señora de la Salud, la Milicia Angélica, la Escuela de Cristo y San José: Luis F. Téllez, O.P., “La Cofradía del Rosario en Nueva Granada,” en Los Dominicos y el Nuevo Mundo: Siglos XVIII y XIX. Actas del IV Congreso Internacional (Santafé de Bogotá, 6 – 10 de septiembre, 1993), 212. 85 Una disposición de la Curia Generalicia de la orden dominicana, fechada en 1561, prescribía la fundación de cofradías del Rosario por parte de los dominicos en el Nuevo Reino de Granada. Documento citado en Luis F. Téllez, O.P., “La Cofradía del Rosario”, 213. 86 Alonso de Zamora, Historia de la Provincia de San Antonino del Nuevo Reino de Granada, libro II (Caracas: Parra León Hermanos – Editorial Sur América, 1930), 177; Luis F. Téllez, O.P. “La Cofradía del Rosario”, 217. 87 Luis F. Téllez, O.P., “La Cofradía del Rosario”, 216-221. 83 84 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias Aún no se ha hecho una investigación sistemática sobre el funcionamiento interno de esta cofradía. Los documentos tampoco abundan, los más antiguos datan de la década de 1630 y varios de ellos han sido transcritos —no siempre de forma cuidadosa— por fray Enrique Báez en su inédita obra sobre los dominicos en Colombia. 88 A partir de ellos podemos decir algunas cosas sobre la vida interna y actividades de la misma. La cofradía tenía dos tipos de miembros: los miembros fundadores y los miembros “hermanos”. Los fundadores tenían más privilegios. La cofradía tenía además tres ramas: la masculina y la femenina, ambas integradas por personajes “nobles y distinguidos” de la ciudad, y una tercera rama que existió a mediados del siglo XVII que integraba indígenas, también en un “doble coro” de hombres y mujeres.89 Las dos primeras ramas estaban vigentes todavía a comienzos del siglo XVIII.90 Cada una se reunía de forma separada, aunque coincidían para las actividades principales, la más representativa de las cuales era mantener y adornar la capilla de la Virgen del Rosario y, sobre todo, preparar solemnemente su fiesta, para lo cual no se escatimaban gastos. También la cofradía debía cargar las andas de la Virgen en la procesión del Martes Santo y portar el pendón respectivo en la procesión del Santísimo Sacramento. Otra actividad que realizó la cofradía, al menos entre los siglos XVII y comienzos del XVIII, fue el rezo del Rosario todos los días y de manera pública en la iglesia de Santo Domingo. Cada una de estas actividades era financiada por los mismos cofrades, a través de censos, capellanías y donaciones pías.91 La cofradía no era solamente una asociación piadosa. Era también una mutual para la buena muerte y para la buena vida. Así, si alguno de los cofrades moría, los demás compañeros debían acompañarle en el entierro, alumbrarlo con doce cirios y aportar para el entierro (si la que moría era mujer, los cirios eran diez). Por otro lado, la cofradía ayudaba económicamente a los hermanos y fundadores presos; acompañaba además a los funerales y al entierro de los frailes del convento, velándolos con 12 cirios. Enrique Báez, La Orden, t. III, 197 y ss. Alberto Ariza, Los Dominicos, vol 1, 424; Enrique Báez, La Orden, t. III, 198. 90 Testamento de Francisco Cortés Vasconcelos. Santafé, octubre de 1702; Enrique Báez, La Orden, t. III, 218. 91 Enrique Báez, La Orden, t. III, 217-218. 88 89 Vida y cultura conventual 47 El convento por su parte concedía espacio en su iglesia para las tumbas de los fundadores(as) y otro sitio para los demás hermanos.92 Las reglas de la cofradía insistían en la observancia de la obediencia y de un comportamiento “ejemplar”. Por ello se permitía expulsar a aquellas personas "soberbias” que precisamente dieran “mal ejemplo” y fueran rebeldes o díscolas.93 No se sabe mucho más de lo dicho arriba, pero, ateniéndonos a investigaciones hechas en casos gemelos —como la Cofradía del Rosario de Quito— se puede afirmar, con poco grado de equivocación, que la intervención de la comunidad dominicana debió ser limitada y estaba reducida a compartir resoluciones —elección de directivas por ejemplo— con los cofrades, a conceder aprobaciones a la contabilidad que la cofradía manejaba y a cumplir servicios religiosos que la asociación debía costear. 94 Es decir, existía una autonomía en el funcionamiento de la cofradía. Este era uno de los pocos casos donde el laico pudo actuar dentro y para la Iglesia con cierta libertad frente al poder eclesiástico. La Cofradía del Rosario en su rama hispano-criolla estaba íntimamente ligada a 48 las autoridades locales. Varios mayordomos o priostes eran miembros de la Real Audiencia o del Cabildo, siempre en rigurosa observancia jerárquica. En este sentido, la cofradía no rompía sino que reproducía el cuadro del poder político local. Exaltaron las jerarquías políticas quienes tuvieron un espacio de sociabilidad que difícilmente se podía obtener de otra manera ante la ausencia de ambientes cortesanos. Había lo que Rosemarie Terán llama “una apropiación del espacio sagrado como recurso decisivo para la reproducción simbólica de las élites”.95 Si se tiene en cuenta esta simbiosis, se intuye la decisiva importancia que debían tener las ceremonias religiosas donde la cofradía participaba o era protagonista. Sin embargo, pese a su importancia y papel desempeñado, la Cofradía del Rosario del convento del mismo nombre experimentó fluctuaciones que dependían mucho, al parecer, del estado de la economía de la región. Por ello, hacia 1639, cuando el visitador de los dominicos fray Francisco de la Cruz arribó a la ciudad, encontró que la cofradía se Cristiana sepultura a cofrades. Santafé, 11 de octubre de 1639 en Biblioteca Nacional de Colombia (B. N. C.), Fondo Antiguo, Raros y manuscritos, 335, pieza única, f. 14r. 93 Cristiana sepultura a cofrades, 198-99. 94 Rosemarie Terán Najas, Arte, espacio y religiosidad en el Convento de Santo Domingo (Quito: Ediciones Libri-Mundi, 1994), 48. 95 Rosemarie Terán Najas, Arte, espacio y religiosidad. 92 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias encontraba alicaída, especialmente en sus “caudales” pues, decía, “apenas se puede mantener el gasto cotidiano necesario”. Esta época coincide con la crisis económica que se desata en el siglo XVII, producida, en el caso de la Nueva Granada, por el fin de un ciclo minero. Precisamente, De la Cruz tuvo que realizar en 1640 una “refundación” de la cofradía, con nuevos estatutos y con nuevos fundadores: 15 hombres y 24 mujeres.96 Tal vez el período que se inicia con esta reorganización fue el más importante de la cofradía a juzgar por sus efectos, como la consecución del patronazgo para la Virgen del Rosario y su continuidad durante unos 150 años, además del relativo fortalecimiento económico que la asociación mantuvo desde fines del siglo XVII, época donde adquirió varios bienes inmuebles, entre los cuales se destacan casas y tiendas en los barrios de La Catedral, Santa Bárbara y Belén, en Santafé, y la hacienda “La Huerta”, en inmediaciones a los actuales municipios de Nocaima y la Vega. 97 También fue objeto de la fundación de capellanías, donaciones y obras pías.98 Pero aunque la Cofradía del Rosario fue de lejos la más importante de los dominicos en el Nuevo Reino, el convento intentó promover otras cofradías que nacieron y murieron en distintas épocas del período estudiado. Se tiene el conocimiento de tres de ellas, fundadas en distintas épocas. Una fue la del Santísimo, creada poco después del nacimiento del convento;99 otra fue la Cofradía de los Nazarenos, fundada en 1598. 100 3. La Tercera Orden Dominicana Las terceras órdenes fueron creadas por las órdenes mendicantes en la Baja Edad Media y constituyeron una de sus grandes realizaciones. A través de esa institución, los laicos podían prestar sus servicios sin renunciar a su profesión ni a sus vínculos Enrique Báez, La Orden, t. III, 198 y 202. Enrique Báez, La Orden, t. III, 213-223. Esta hacienda la adquirió en 1673, al ejecutar una deuda de 1400 pesos contraída por el padre Martín de Urquijo. La vendió en 1756, pero la recuperó diez años más tarde, al no recibir los réditos dispuestos en la escritura de venta. La cofradía fue beneficiaria de censos sobre diversas fincas y estancias en Nocaima, Nemocón, La Vega y Santafé. 98 Por ejemplo, la concedida en 1645 por el capitán Francisco Félix Beltrán, Depositario General de la ciudad Santafé, quien en agradecimiento “por las muchas mercedes” recibidas por la Virgen del Rosario, decidió dar, bajo obra pía mientras el donante viviera, el 2 por ciento de la producción de sus fincas y demás rentas. En 1664 Diego Hernández donó a la cofradía “dos huertas junto al camino que va hacia Fontibón”: Enrique Báez, La Orden, t. III, 211. 99 Años después, a fines del siglo XVI, los jesuitas fundarían la cofradía homónima, la cual fue decisiva en la promoción del culto al Santísimo Sacramento, una de las prácticas religiosas fundamentales implantadas por la Contrarreforma y el movimiento barroco. 100 Enrique Báez, La Orden, t. III, 211. 96 97 Vida y cultura conventual 49 afectivos, es decir, a ningún privilegio de la vida secular. Estas son el antecedente directo de la participación laical activa en la vida de la Iglesia.101 Eran organizaciones diferentes a las cofradías, aunque guardaban similitudes con ellas, algo que ha hecho que muchos autores, por error, no realicen la distinción entre unas y otras. 102 Una gran diferencia era que las terceras órdenes seguían constituciones universales, mientras que las cofradías eran particulares. Otra era sus alcances: las cofradías estaban ligadas a un culto religioso particular, local, mientras que las terceras órdenes se orientaban en torno al carisma de la orden, con una perspectiva más general o universal. La regla mediante la cual se rigió la Tercera Orden de los dominicos hasta comienzos del siglo XX se dividía en 22 capítulos, que comenzaban con la admisión y la profesión, después versaban sobre el modo de vida y obligación de los penitentes y se terminaba por la manera como estas asociaciones debían gobernarse. El vocabulario utilizado era clerical: se hablaba de prior, novicios, noviciado y de “maestro” para referirse al director espiritual, entre otros. Los laicos debían tomar un nombre “de religión”, portar 50 un hábito (algunos lo llevaban externamente, otros bajo la ropa), y tener ritos de admisión y de profesión, que era perpetua. Las obligaciones de los laicos de la Tercera Orden se centraban sobre todo en la celebración de las horas canónicas y en la ascesis. Quienes no podían leer recitaban una serie de padrenuestros en lugar de los maitines, las vísperas y demás horas. También se definía el ritmo de frecuencia a los sacramentos, los tiempos de ayuno y abstinencia, ligados Durante mucho tiempo se consideró que las terceras órdenes habían nacido por iniciativa de san Francisco de Asís y del mismo santo Domingo de Guzmán. Las investigaciones actuales ponen un manto de duda a esa afirmación, por basarse sobre todo en leyendas. Sin importar quién haya tomado la iniciativa, lo cierto es que ya en la primera mitad del siglo XIII se registran las primeras “milicias” laicales y movimientos penitentes que giraban en torno a la Orden de Predicadores. Una de ellas fue la llamada “Los Soldados de Jesucristo”, creada hacia 1227. Movidos por el espíritu de competencia frente a los franciscanos, quienes trabajaban activamente en la organización de grupos penitenciales, Munio de Zamora, maestro general de la O.P., redactó en 1285 la primera regla para las asociaciones penitenciales laicales dominicanas, conocidas como “Los Penitentes negros” por el color del hábito. Sin embargo, debido a las disputas con los franciscanos, esta regla sólo fue aprobada por el papa hasta 1405. Tal regla permaneció inalterable hasta 1923, cuando se realizó la primera de las cuatro reformas realizadas durante el siglo XX, la última de las cuales data de 1987, que han buscado adecuar las organizaciones laicales dominicanas al espíritu de los tiempos modernos. Como impulsores de la Tercera Orden Dominicana, se destacan, en Europa, Santa Catalina de Siena (s. XV) y, en América, Santa Rosa de Lima (s. XVII): François Xavier Cuche, “Le Droit des Laïcs Dominicains. 1285-1985” en Mémoire Dominicaine No. 13: Les Dominicains et leur droit. Les frères - les moniales, les soeurs apostoliques - les laïcs (París: Cerf, 1999), 211. 102 Thomas Calvo, “¿La religión de los ‘ricos’ era una religión popular?. La Tercera Orden de Santo Domingo (México), 1682-1693,” en Cofradías, capellanías, 75. 101 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias a los tiempos mandados por la Iglesia, como la Cuaresma o fiestas especiales. Se pedía, además, orar mucho por los “hermanos” y “hermanas” fallecidos. La regla buscaba someter a los laicos a una obligación de estabilidad, prohibiéndoles dejar su pueblo o ciudad, sin el permiso del “maestro” de la asociación. Cada fraternidad era independiente y no se preveían estructuras provinciales. En lo organizacional, la Tercera Orden mostraba otra gran diferencia respecto de las cofradías, que consistía en la ausencia casi total de la distinción entre el estatus de los hombres y el de las mujeres. Los artículos de las constituciones se aplicaban sin distinción a hombres y mujeres y las obligaciones fijadas para unos y otras eran recíprocas. Por ejemplo, si una mujer casada no podía ser admitida en una fraternidad sin la aprobación de su esposo, la regla preveía lo mismo para el hombre casado. 103 En el mundo colonial hispanoamericano, La Tercera Orden estaba reservada a personas “de honesta vida y buena fama, de ningún modo sospechoso de herejía”104 y en el ambiente de la colonización española, la nota racial no podía faltar. Es decir, estaba dirigida a la comunidad hispano-criolla, “cristiana vieja” y con pretensiones de limpieza de sangre. Sin embargo, en la práctica no se excluyeron las relaciones con otros grupos, como los indígenas o los mestizos, aunque de manera ocasional.105 En la Tercera Orden los lazos familiares eran muy importantes. Generalmente los parientes de los frailes ingresaban a sus filas. También lo hacían clérigos seculares. Así, al igual que a la cofradía, la Tercera Orden fomentaba una red de compromisos sociales y profesionales entre los miembros. Esto conllevó a que se elitizara y, a su vez, se restringiera a un tipo de población que, al no ser abundante en términos numéricos, impedía su expansión numérica. Pero eso último no era lo que se buscaba. Según Calvo, la Tercera Orden adquiría mayor importancia ante los ojos de los frailes cuando se encontraba integrada por personajes de la élite local y regional. De otra forma, el apoyo brindado era menor.106 Así, “la religiosidad de los ‘ricos’ también pasa por su religión de poder […] Y, por lo tanto, su ejercicio”.107 François Xavier Cuche, “Le droit des laïcs”, 214-216. Thomas. Calvo, “¿La religión de los ricos”, 76. 105 Ibíd., 77. 106 Ibíd., 79. 107 Ibíd. 103 104 Vida y cultura conventual 51 Pero hay algo más. La Tercera Orden, a diferencia de la cofradía, tenía pretensiones intelectuales. Había un espacio para la “formación” espiritual e intelectual que las cofradías no tenían. Ejercicios espirituales semanales, sermones y conferencias complementaban a los rosarios, letanías, látigos, luces, velas, sombras, misas y procesiones que constituían la rutina de las cofradías. En México, sigue diciendo Thomas Calvo, llegaron a ser una élite intelectual y cultural dentro del laicado antes que una élite económica. Los integrantes “ya no participan de la cultura del común”.108 Para este autor, durante la época colonial las terceras órdenes, y entre ellas la dominicana, fueron escuelas para la discusión y formación político-social de élites laicas y clericales. 109 En el caso particular del convento de Nuestra Señora del Rosario de Santafé hay indicios suficientes para decir que organizó hermandades adscritas a la Tercera Orden, pero sabemos poco de ellas, especialmente debido a la falta de fuentes. Un 28 de enero, de algún año entre 1665 y 1669, bajo el auspicio de fray Esteban Santos fue creada en el convento la “Milicia Angélica”. Según lo poco que refieren los historiadores dominicos Báez y Ariza, 52 dicha fraternidad estaba ligada a la Universidad de Santo Tomás y tenía como fin promocionar el culto al santo patrón y propagar su pensamiento, es decir, el tomismo. Contaba con bienes muebles e inmuebles, patrocinaba la fiesta anual al santo, las novenas y tenía rentas, como las demás asociaciones piadosas. Sin embargo, no era considerada como una cofradía y se encontraba adscrita a la Tercera Orden Dominicana. La organización correspondía a la de una asociación penitencial antes que a la de una cofradía.110 A comienzos del siglo XVIII los documentos refieren la existencia de otra hermandad de la Tercera Orden, llamada “Escuela de Cristo” y dirigida en la fecha por fray Francisco Romero. Esta asociación también había sido instituida en los conventos dominicanos de Cartagena, Tunja y Ecce-Homo.111 Su fin era educativo y se dedicaba a la instrucción primaria de niños, en articulación con el Colegio-Universidad de Santo Tomás. Estas corporaciones fueron oscilantes y su organización nunca estuvo totalmente clara, Ibíd., 90. Ibíd., 81. 110 Enrique Báez, La Orden, t. III, 213. 111 Ibíd., t. III, 221. 108 109 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias especialmente en el siglo XVIII, donde personas que pertenecían a la Tercera Orden dominicana llegaron a integrar también la Tercera Orden franciscana.112 4. Las beatas dominicanas Los beaterios son otro interrogante en la Nueva Granada. El beaterio era una institución que ofreció, junto con los conventos, una alternativa de existencia recogida a las mujeres. Según Magdalena Chocano: Las beatas eran mujeres que prometían llevar una vida de recogimiento, penitencia, castidad y oración por su cuenta. Aunque nunca profesaron, sí usaban los hábitos de la orden religiosa con la que mantenían un vínculo formal. Podían vivir solas o en grupo en el beaterio.113 Los beaterios estaban supervisados por el clero. Podían, y muchos lo hicieron, convertirse en conventos formales: La beata era un personaje ambiguo, pues podía representar muy bien un ideal de mujer casta, capaz de controlarse y llevar una vida religiosa autónoma. A algunas beatas esta circunstancia les permitió crearse un aura de autoridad y publicidad que llegó a ser inquietante en el medio en que se desenvolvían.114 Por ello, en varios lugares algunas pasaron a ser sospechosas por la Inquisición. Pero también entre ellas se dieron varias santas. Tal vez las más famosas beatas son santa Catalina de Siena en Europa y santa Rosa de Lima en América. Curiosamente, ambas pertenecían a la orden dominicana y ambas fueron consejeras de reyes, príncipes, virreyes y obispos. Los beaterios dominicanos eran en realidad una rama de la Tercera Orden y se regían por sus reglas. En Santafé, las beatas dominicanas eran mujeres piadosas que podían convertirse —y lo hicieron— en poderosos apoyos del convento de los frailes. Alberto Ariza, Los Dominicos, t. 2, 1563. Magdalena Chocano Mena, La América Colonial (1492-1763): Cultura y vida cotidiana (Madrid, Editorial Síntesis, 2000), 79. 114 Ibíd. 112 113 Vida y cultura conventual 53 Ellas pertenecían a las clases pudientes y dominantes de la región. Eran hijas de encomenderos y terratenientes y, por tanto, de “cristianos viejos, limpios de mala raza y sin nota”, como escribe Flórez de Ocáriz en su crónica.115 Los beaterios surgían por consejo de los frailes, confesores de estas personas, y ellos dirigían espiritualmente (más no materialmente) la obra. Una de las primeras beatas de la Tercera Orden registradas en los anales de la historia neogranadina fue María Ramos, vidente del milagro de Chiquinquirá (1586), quien recibió en 1623, ya anciana, el hábito de la Orden. 116 Por la misma fecha aparece una hija de Juan de Mayorga, encomendero del valle del Ecce-Homo, cerca de Villa de Leiva. Ella asumió el nombre de Catalina de Jesús Nazareno y en la época era venerada como una santa viva, según narra Flórez de Ocáriz: “traía una corona de espinas en la cabeza taladrada de sus púas y de penitencias y enflaqueció y enfermó de tal modo que se rindió en una cama sin quien la socorriese”.117 No era extraño, dadas estas manifestaciones externas, que se tejieran leyendas piadosas en torno a ella. Pero lo que 54 más se recuerda es el activo papel que jugó en la fundación del convento del Ecce-Homo, en tierras de su familia, para que en él se venerara una imagen de Jesús doliente que poseía y que había sido obtenida originalmente durante el saqueo de Roma en 1527. Ocáriz menciona otros casos de “beatas de Santo Domingo y de Santa Catalina de Siena” lo que indica que llegaron a crearse por lo menos dos beaterios dominicanos, uno en Santafé y otro en Cartagena. El de Santafé estaba dedicado a santa Catalina de Siena. A él perteneció Isabel de San José, natural de Santafé, hija de una familia encomendera de la región. De ella se dice que “recibió el hábito de beata dominica y profesó mejorándose cada día en la virtud y frecuencia de sacramentos, de tal modo que recibía la comunión todos los días sin perder ninguna misa”.118 Todo indica que las beatas no vivían en comunidad, aunque se regían según la regla de la Tercera Orden y hacían profesión solemne en el convento de Santo Domingo de la ciudad. Las beatas eran reconocidas dentro de la familia dominicana. Fray Alonso de Zamora, en su crónica escrita a fines del siglo XVII, afirma que “ha sido muy feliz este Juan Flórez de Ocáriz, Genealogías, 233. Alonso de Zamora, Historia de la Provincia, libro III, cap. 7. 117 Juan Flórez de Ocáriz, Genealogías, 203. 118 Ibíd. 115 116 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias convento del Rosario con las religiosas profesas de nuestra Tercera Orden porque resplandecían todas en su honestidad, recogimiento y frecuencia de sacramentos, sobresalían con estimaciones de virtud, como mujeres fuertes de precio incomparable”.119 Incluso varias de ellas fueron enterradas en el convento de los frailes, en sepulturas hechas por los mismos familiares. Por ejemplo, sor Bárbara Suárez —destacada por Zamora entre la lista de terciarias notables— murió en 1659 y fue enterrada en el convento del Rosario de Santafé “en la capilla de San Andrés, propia de sus padres”.120 Las mujeres se hacían beatas por varias razones y en momentos claves de su vida. En la mayoría de los casos el factor “conversión” era muy importante, a diferencia de lo que ocurría con las monjas de los conventos, cuyo destino era generalmente decidido por los padres de las religiosas desde muy temprana edad. Una razón que animaba a alguien a hacerse beata era haber enviudado a edad relativamente avanzada, sin esperanza de conseguir otro partido y haber experimentado un proceso de conversión interior que les invitaba a cambiar radicalmente su vida. Por ejemplo, Isabel de San José se hizo beata dominica porque enviudó sin tener hijos “y con desengaño de la vanidad del mundo, por habérsele pasado los dos primeros tercios de su edad”. 121 Este caso fue común. Bárbara Suárez, viuda, con hijos, “pasados algunos años de viuda, en los últimos de su edad, con repugnancia de su yerno el Gobernador Fernando Lozano Infante Paniagua, se vistió el religioso hábito”.122 Agustina de San Pablo al enviudar, sin tener hijos, de su esposo Ciprián de Avalaos, encomendero, “se hizo beata de Santa Catalina de Sena”.123 Otra razón era la conversión a edad temprana, caso similar al ocurrido, por ejemplo, con santa Rosa de Lima en el Perú. En Santafé, durante las primeras décadas del siglo XVII, el cronista resalta a Margarita de Penagos, quien permaneció “en estado de doncella y en su mocedad usó de afeites y galas hasta que advertida que semejantes cosas podían perderla, les dio de mano y se acogió al hábito de beata del glorioso patriarca Santo Domingo”.124 Alonso de Zamora, Historia de la Provincia, libro IV, cap. 19. Juan Flórez de Ocáriz, Genealogías, 237. 121 Ibíd., 235. 122 Ibíd., 237. 123 Ibíd., 238. 124 Ibíd., 236. 119 120 Vida y cultura conventual 55 En este sentido, había una relación entre las beatas y los frailes legos. A diferencia de las monjas y los frailes de coro (que ingresaban muy niños, enviados por sus padres, quienes escogían su destino por ellos), en el primer grupo se observa con mayor frecuencia como aliciente para ingresar el arrepentimiento de pecados cometidos, el propósito de expiarlos y el cambio de vida, y una conciencia clara de búsqueda de salvación. No faltó, sin embargo, la influencia de terceras personas, quienes escogían por la beata. Juana de Jesús, natural de Pamplona, huérfana a temprana edad, fue criada en Santafé por Catalina Romero de Saavedra, quien “la instruyó en buenas costumbres; tomó el hábito y profesó de beata dominica”.125 Las beatas, además de cumplir con sus oraciones diarias (rosarios, Oficio Parvo y demás) y de ir a la misa cada día, apoyaban al convento dominicano en actividades concretas. Una de ellas era ayudar a preparar la comida en la fiesta de santo Domingo. Margarita de Penagos, quien vivió a mediados del siglo XVII, era reconocida por ser única en “curiosidades de conservas y guisos”.126 También ayudaban en la caridad del convento 56 dentro de las actividades que este realizaba con enfermos y pobres. La misma Margarita de Penagos ayudaba a visitar enfermos “de todos estados” y a cuidarlos. También amortajaba a los muertos, “velándolos y acudiendo a sus entierros y honras”. Recogían limosna y ellas mismas daban de sus fondos.127 Resumiendo, las beatas eran mujeres que pertenecían a las élites locales y que gracias a su convicción religiosa, a su gran personalidad y a la influencia que podían tener en sus poderosas familias, se convertían en personas sumamente activas y con gran incidencia local, apoyaban —y no siempre de forma pasiva— a la orden dominicana en sus actividades, y llegaron incluso a promover la fundación de conventos, como fue el caso del Ecce-Homo. Está en mora la realización de estudios profundos sobre esta forma de vida, cuyo papel en la sociedad de la América colonial, me parece, fue diferente al de los conventos de monjas, en los cuales se han centrado preferentemente los estudios históricos sobre la vida religiosa femenina. Ibíd., 235. Ibíd., 236. 127 Ibíd. 125 126 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias 5. El Monasterio de Santa Inés de Montepulciano Otra forma de corporación que el convento de Nuestra Señora del Rosario contribuyó a fundar, aunque no de forma directa, fue el convento de monjas de Santa Inés. Y es que, a diferencia de los beaterios, que surgían por inducción directa de frailes confesores del convento frente a algunas de sus feligresas, el monasterio de monjas, debido a su estructuración, necesitaba mucho más apoyo y recursos. En la América hispana, el origen de la mayoría de estas entidades fue, generalmente, producto de la iniciativa laical-episcopal. No obstante, en el caso del Convento-Monasterio de Santa Inés, su nacimiento tuvo que ver también con la influencia del convento dominicano de Nuestra Señora del Rosario en las élites locales. Sucedió que dicho convento era un lugar preferido por los varones de familias prestantes para hacer retiros espirituales y otros ejercicios piadosos.128 Uno de ellos, el acaudalado Hernando Caicedo, con la ayuda de Alonso López de Mayorga y de Tomás Velásquez, parientes suyos, intentó fundar en la ciudad un convento de religiosas dominicas a comienzos del siglo XVII. Al principio la iniciativa no tuvo éxito. Para ello se requería un procedimiento legal jurídico que concluía con la aceptación del Rey. Había que dejar, además, cuantiosos bienes para el sostenimiento del convento. Más adelante, el proyecto fue recogido por Juan Clemente de Chávez, Alférez Mayor de Santafé, quien se propuso fundar dicho monasterio dominicano bajo la advocación de santa Inés de Montepulciano, luego de haber sido gratamente impactado por una hagiografía de la santa, suministrada por un fraile del convento del Rosario, durante una confesión general realizada por Chávez. Este sujeto expresó su voluntad en el testamento: dejó una obra pía de más de 50.000 pesos representados en estancias de ganado, trapiches, rentas de encomienda y dinero en efectivo.129 Tal proyecto sí prosperó, pues su mujer, Antonia de Chávez, al morir su marido, se dedicó a hacer realidad este deseo. Logró incluso que una de sus hermanas, que ya era religiosa de la Concepción, hiciera parte del grupo fundador del nuevo convento. El hecho de que gran parte del grupo fundador fuera integrado por religiosas de otros monasterios de la ciudad era común, pues la limitada movilidad de las mujeres de la Beatriz Álvarez, O.P., "El monasterio de Santa Inés de Montepuliciano de Santa Fe de Bogotá," en Actas del I Congreso Internacional sobre Los Dominicos y el Nuevo Mundo, 364. 129 Juan Flórez de Ocáriz, Genealogías, 150-153. 128 Vida y cultura conventual 57 época impedía que vinieran de España monjas de la misma orden y regla. Lo que importaba era que las monjas fundadoras tuvieran la “experiencia necesaria para el gobierno” del convento.130 También fue decisivo el apoyo prestado por el arzobispo de Santafé, el dominico fray Cristóbal de Torres. El proyecto se cristalizó en 1645. Las reglas de ingreso de las nuevas monjas no diferían mucho de las de los frailes, salvo en la dote: si se quería ser religiosa de coro, la familia de la candidata debía desembolsar dos mil pesos de dote, más ajuar y 100 pesos o patacones extra para la alimentación durante el año de noviciado. Además de dinero, la familia debía demostrar su limpieza de sangre y la candidata provenir de “legítimo matrimonio, nobles de sangre, virtuosas y por lo menos limpias de toda mala raza, sin excluir la hija natural”.131 Por lo demás, el nuevo convento pasó a cumplir la misión que por entonces se le encomendaba como lugar de salvaguarda de fortunas familiares, de “protección” de doncellas y viudas y aún de refugio y penitencia para las mujeres arrepentidas de su vida 58 pasada. También cumplió con otros papeles que la sociedad colonial le otorgó, como el de ser una entidad financiera, además de servir de guarda de valores y tradiciones religiosas y culturales de las élites hispano-criollas gracias a las relaciones de parentesco que allí se generaban, con mayor intensidad incluso que en los conventos masculinos. Por ello, los monasterios de monjas eran protegidos pero, a la vez, intervenidos constantemente por los vecinos de la ciudad. Ahora: se conoce poco sobre el rol que jugaban las comunidades religiosas masculinas en la vida de los monasterios de monjas de la misma orden y viceversa. En el caso del de Santa Inés, existía una larga tradición de colaboración entre las ramas masculina y femenina de la familia dominicana.132 Por otra parte, entre los fines del Ibíd., 157. Ibíd., 161. 132 Se sabe que años antes de crear la Orden de Predicadores, santo Domingo fundó un monasterio de monjas en Prouille (diócesis de Toulousse, Francia), alrededor del año 1207. Dicho monasterio debía acoger “mujeres convertidas” a la ortodoxia católica después de haber militado en la causa cátara. En realidad se trataba de un convento “doble”, pues instaló una comunidad masculina junto a las monjas, aunque viviendo en lugares separados. Desde entonces la relación entre las llamadas —hasta hace poco— ramas “primera” y “segunda” de la orden dominicana ha sido constante. En un comienzo los frailes, incluso, ejercían el ministerio de “cura monialium” con las monjas, intervenían hasta en su organización, pero desde el siglo XIII los monasterios dominicanos femeninos ganaron autonomía y la ingerencia de los frailes se limitó al plano espiritual. Los principios de sus constituciones y reglas no variaron mucho a lo largo de los siglos. 130 131 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias monasterio se encontraba el “apoyo a la predicación” que llevaban a cabo los frailes, lo que implicaba que las monjas dedicaban sus oraciones, misas y sacrificios por el éxito de la tarea de sus hermanos de orden.133 Los frailes, por su parte, predicaban en las fiestas del monasterio y en las propias de la Orden y eran además directores espirituales de varias monjas. El primer director espiritual del Monasterio de Santa Inés fue fray Francisco de Achurri,134 quien era uno de los religiosos más influyentes de la provincia de San Antonino. Los frailes, además, enseñaban a las monjas canto y liturgia dominicana. No faltaban, por otra parte, las relaciones de parentesco entre los religiosos y las religiosas. Por ejemplo, el día del estreno de la iglesia del convento de Santa Inés, el sermón estuvo a cargo de fray Antonio de la Bandera, “tío de la madre priora”. 135 Fray Francisco Núñez, prior del convento del Rosario, a mediados del siglo XVII era hermano de la madre Beatriz de San Vicente, a su vez, priora del monasterio de Santa Inés. 136 Así, con el apoyo de los provinciales y priores del convento del Rosario, las monjas lograron conseguir su afiliación oficial a la Orden de Predicadores en 1675. Algunos dominicos llegaron a ayudar en la administración económica del convento de las “inesitas”, como se les conoce, sabedores de que las monjas necesitaban colaboración externa debido a su condición de clausura. Por ejemplo, fray Francisco Núñez, el hermano de la madre Beatriz de San Vicente, “se dedicó de todo en todo a las disposiciones y agencias con penoso afán y perseverancia y el buen gobierno de las haciendas, tomando cuentas a mayordomos y a los distribuidores del dinero de la obra”137. Fray Francisco Núñez había sido nombrado por el arzobispo, el también dominico fray Juan de Arguinao, como su “compañero” en “el cuidado y asistencia de la obra y demás cosas tocantes a aquel santo Pequeñas modificaciones de hicieron en 1690 y en 1870. Sólo hasta 1930 se publicó un texto de constituciones que intentó ligar más dichos monasterios a la autoridad del maestro general de la orden, algo que siempre estuvo difuso. También se inició un proceso de creación de federaciones de monasterios y de revitalizar el papel de la monja de clausura dentro del Ordo Praedicatorum: tendría esta un ministerio diferente pero complementario a aquél de los frailes: Pierre Raffin, O.P., “Brève histoire des constitutions des moniales de l’Ordre des Prêcheurs”, en Mémoire Dominicane No. 13: Les Dominicains et leur droit. Les frères, les moniales, les soeurs apostoliques, les laïcs (París: C. E. R. F., 1999): 113-120; Ficarra F., Les Dominicains : Origines – Organisation – Grandes figures (París: Editions de Vecchi, 2005), 28. 133 Beatriz Álvarez, O.P., “El monasterio de Santa Inés”, 374. 134 Ibíd., 369. 135 Juan Flórez de Ocáriz, Genealogías, 181. 136 Ibíd., 178 137 Ibíd. Vida y cultura conventual 59 Monasterio, como sustento de las religiosas, régimen de sus rentas y haciendas por estar dicha obra a nuestro cargo y cuidado y el amparo de dicho monasterio”.138 La articulación del monasterio se dio además estrechamente con el arzobispado, especialmente en sus primeros 30 años de vida, época clave para que la fundación de un monasterio femenino se consolidara. Según Beatriz Álvarez, fue clave el apoyo brindado por dos arzobispos que, coincidencialmente, fueron dominicos: el primero, fray Cristóbal de Torres, bajo cuyo mandato se llevó a cabo la fundación del convento, y el segundo, fray Juan de Arguinao, limeño, arzobispo de Santafé desde 1661. Él ayudó a que un pleito entablado en contra del monasterio que exigía la devolución de los bienes entregados para la fundación del mismo —lo cual significaba la extinción del monasterio— no las afectara, pues dicho arzobispo: […] compró las haciendas de campo en tierra fría con las casas, semillas y ganados y las que tenían en tierras cálidas con trapiches, cuadrillas de negros, fondos y otros instrumentos para labrar miel y azúcar. Todo le costó muchos miles de pesos, asegurando con otros socorros continuos los 60 réditos.139 Gestionó además la construcción de una nueva iglesia y un nuevo edificio conventual. En consecuencia, al morir este arzobispo en 1678 su cuerpo fue enterrado en el altar mayor de la nueva iglesia del convento. El arzobispo de Santafé era el principal encargado de “proteger”, supervisar y ayudar al convento-monasterio. Asimismo, por su carácter dominicano, dicha labor le correspondía a la Provincia de San Antonino y a su convento máximo, previa autorización del arzobispo y del maestro general de la orden, quien remitía originalmente las patentes necesarias.140 Por todo esto, podría hablarse de una actividad de apoyo recíproco entre los dos conventos, el arzobispado y los laicos. Estos últimos ofrecían bienes y apoyo jurídico, los frailes apoyo espiritual y organizativo y las monjas retribuían con sus oraciones por el éxito de las actividades que estas personas y corporaciones desempeñaban. Así, el convento del Rosario en sus relaciones con el de Santa Inés se inscribía en la lógica de Informaciones de Francisco Núñez. Santa Fe, 8 de marzo de 1670 en Archivo General de Indias, Sevilla, Santa Fe, 140, No. 31, doc. 1, f. 2r-v. 139 Alonso de Zamora, Historia, citado en Beatriz Álvarez, O.P., “El monasterio de Santa Inés”, 371. 140 Informaciones de Francisco Núñez, f. 2v. 138 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias intercambio de bienes espirituales y materiales, tan acorde con la mentalidad de la época. 6. Crisis y declive de la “alianza” con las élites: la época borbónica Este exitoso modelo de articulación entre los frailes dominicos y los grupos de poder locales a través de las corporaciones laicales comenzó a resquebrajarse en la segunda mitad del siglo XVIII con la implementación de las llamadas “reformas borbónicas”. Estas buscaron, en lo que respecta a las órdenes religiosas, reducir la presencia pública de los frailes, suprimiendo sus doctrinas y confinando a los frailes a los conventos, además de limitar su influencia ideológica y pedagógica procurando alejarlos de las instituciones educativas, que hasta entonces ellos controlaban sin discusión. Aunque en el plazo inmediato no lograron eso (los dominicos, por ejemplo, se resistieron con cierto éxito a la supresión de doctrinas, continuaron participando en la esfera pública y lograron evitar la supresión de su colegio y universidad tomística),141 sí se inició un proceso de alejamiento de las élites locales, expresado no solamente en la reducción de ingresos vocacionales provenientes de este grupo sino, además, en los cambios producidos en las corporaciones ligadas a la Tercera Orden. A mediados de la década de 1770, en plena época de reformas borbónicas, aparentemente la influencia del convento dominicano en la sociedad y en los grupos de poder seguía incólume. Así lo hacen ver varios informes, tanto de los frailes, 142 como del mismo virrey. Ciertamente el convento experimentaba por entonces una época muy activa en el ámbito pastoral en la ciudad de Santafé y sus alrededores, lo cual era reconocido por unos y otros. Asimismo, las fiestas oficiales promovidas en honor a la Virgen del Rosario (desde el siglo XVII) y a Santo Domingo (desde mediados del siglo XVIII) continuaban siendo oficiadas y realizadas con la gala de antaño. Las principales cofradías organizadas en torno al convento también seguían con buena salud en el último tercio del siglo XVIII. En 1790, la Cofradía del Rosario continuaba integrada por gente de alcurnia, como el teniente del rey Antonio Narváez, el coronel José de Pedregal, el mariscal Antonio Arévalo, el conde de Pestagua Andrés 141 142 William Elvis Plata Quezada, Vida y muerte, cap. III. Enrique Báez, La Orden, t. III, 51. Vida y cultura conventual 61 Madariaga, el gobernador José Carrión y Andrade, el oidor José Antonio Berrío y el capitán de artillería Francisco de Devos. Entre las mujeres se encontraban las esposas de varios de los mencionados: Josefa Manzo, casada con el gobernador; María Teresa de Vera, esposa del mariscal; María Isidora de Castro, mujer del teniente del rey; la condesa de Pestagua, Luisa Olano, y otras más.143 La presencia de estos personajes se traducía en relativamente buenas rentas para la cofradía: 712 pesos anuales producto de rentas producidas por capellanías y arriendos urbanos y rurales.144 De hecho, estas habían crecido con respecto al siglo XVII. En los informes no se habla más de “limitaciones económicas” o de “pobreza” de la cofradía, como sucedía antaño. Además, en varios documentos expuestos por Báez se observa que la gente donaba casas y solicitaba censos a la cofradía, incluso las mismas autoridades reales. En 1807, por ejemplo, se prestaron más de 3.600 pesos y 1.000 patacones a censo para el virrey.145 La hermandad “Escuela de Cristo” también vivió un momento de reactivación en 62 el último tercio del siglo XVIII gracias a personajes como fray Juan Antonio de Buenaventura. Menos “próspera” y dinámica que la Cofradía del Rosario —y más dependiente del convento— también tenía entre sus miembros a sujetos de las clases adineradas de la ciudad.146 El convento no sólo mantuvo estas dos antiguas organizaciones socio-religiosas. En 1777, a iniciativa de vecinos prestantes de la ciudad, se creó una nueva cofradía, la de san José, santo venerado en el convento el 19 de cada mes con la celebración de una liturgia especial, del rezo del Rosario, de una predicación, de la exposición del Santísimo Sacramento y de la celebración de la Misa. Hay que resaltar que entre los más de 20 firmantes del acta de fundación se encontraba el marqués de San Jorge, el legendario noble de la ciudad de Santafé, después vinculado a la Cédula del pueblo, que en 1781 circuló apoyando la insurrección de los comuneros. Enrique Báez, La Orden, t. III, 226. Aunque aparentemente 712 pesos de renta no era mucho, hay que tener en cuenta que los gastos de “funcionamiento” no eran muy significativos, por lo que para una cofradía en el medio en que se encontraba, tal cantidad de dinero no estaba mal. 145 Enrique Báez, La Orden, t. III, 232. 146 Informe de méritos de fr. Juan Antonio de Buenaventura y Castillo. Santafé, febrero de 1800, en A. G. N., Colonia, Conventos, t. 48, f, 181r. 143 144 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias Un detalle en los documentos respectivos merece ser resaltado, dado que constituye ya un aviso de los tiempos que se avecinaban. Cuando la propuesta de creación de la Cofradía de San José fue presentada al consejo o “consulta” del convento, fray Juan José de Rojas, regente de estudios del convento, y otros frailes de la consulta, pidieron que los cofrades no eligieran ellos mismos al capellán, sino que la elección debería quedar bajo disposición del convento. Ello, debido al temor que ocasionaba en ellos “a que con el tiempo la dicha cofraternidad quedara secularizada”.147 Es decir, bajo ningún motivo los frailes querían perder el control de la religiosidad y de los grupos que orbitaban alrededor del convento en torno a las prácticas religiosas. El creciente poder del laico en el mundo religioso era vislumbrado como una amenaza que deseaban evitar. Es claro, entonces, que se mantenía la influencia del convento entre las élites a través de instituciones como las cofradías y de la promoción y control de prácticas y expresiones religiosas. Sin embargo, algunos detalles muestran que se estaban generando ciertos cambios. Uno de ellos es que en 1790 la Cofradía del Rosario se componía de 24 hombres y 55 mujeres. Esto quiere decir que la devoción se estaba “feminizando”, contrario a lo ocurrido en la época precedente y que marcaba la tendencia a seguir en los años siguientes, en los que se produce un progresivo alejamiento de los varones de las instituciones con fines piadosos. Las cofradías comenzaban a ser menos interesantes para las élites masculinas, que eran asimismo las que estaban adentrándose en las ideas ilustradas que de Europa llegaban. Otro hecho indicativo de la presencia de cambios fueron las frecuentes trabas y demoras impuestas —bajo toda clase de excusas— al desembolso de los dineros que ayudaban a financiar la fiesta de la Virgen del Rosario por parte de las autoridades. La cuota anual correspondiente para financiar la fiesta era 100 ducados, equivalente a algo más de 137 pesos. El dinero salía de los tributos de los indígenas de las encomiendas de Tabio y Subachoque.148 Enrique Báez, La Orden, t. III, 225. Autos sobre financiación de la fiesta del Rosario. Santafé 1771 – 1773, en A. P. C. O. P., San Antonino, Conventos – Bogotá, caja 5, carpeta 3, folios 11-12. 147 148 Vida y cultura conventual 63 Un voluminoso expediente al respecto hace ver que era cada vez más difícil obtener que las autoridades dieran el dinero convenido. La maquinaria burocrática se volvía lenta al máximo cuando se llegaba la hora de pagar. Las autoridades se “olvidaban” cada cierto tiempo de su responsabilidad y los dominicos tenían que “recordarles” su obligación a través de la gestión de autos y la promoción de desgastantes procesos jurídicos. Al parecer, las autoridades comenzaban a darse cuenta de que los principales beneficiados por la fiesta eran los propios frailes y que este tipo de actividades ya no otorgaban el “capital simbólico”149 suficiente a las autoridades civiles y élites criollas. En muchas ocasiones era la propia Cofradía del Rosario la que tenía que poner los dineros, que luego eran cobrados tras mucho papeleo al cabo de varios años y no siempre de forma completa.150 Otro elemento para tener en cuenta fue la reducción del número y capitales de capellanías y obras pías creadas a favor del convento del Rosario. Entre 1761 y 1806 se reduce a 11, el guarismo más bajo de toda la historia, que representaba 25 fundaciones 64 menos que las del período 1721-1761. El monto de las mismas también bajó sensiblemente: de 36.860 pesos pasó a 11.900 pesos. Este es un importante signo que puede evidenciar una relación directa con el arribo de la Ilustración entre las élites masculinas locales. Varios de sus miembros comenzaron a comulgar menos con la idea de que se podía “comprar” la salvación desde este mundo, prefiriendo otras maneras de buscar la felicidad eterna a través de formas más directas, sencillas y racionales. También es un signo de que la política económica conservadora, que guiaba a las élites con el objetivo preciso de obtener solo una renta, comenzaba a sufrir mella al darse el advenimiento de nuevos parangones en el sistema económico.151 Utilizando el término acuñado por Pierre Bourdieu: Razones Prácticas: Sobre la teoría de la acción (Barcelona. Anagrama, 1997), cap. 4. 150 Autos sobre financiación... folios 11-34. 151 Marcela Rocío García Hernández, “Las capellanías fundadas en los conventos de religiosos de la Orden del Carmen descalzo: Siglos XVII y XVIII,” en Martínez y et al., Cofradías, 228. i 149 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias 7. Crisis y declive de la “alianza” con las élites II: La post-Independencia Si las reformas borbónicas no pudieron derrumbar —pero sí resquebrajar— el exitoso modelo que vinculaba a los dominicos con las élites locales y regionales, la Guerra de Independencia y los cambios políticos y económicos generados a partir de ella sí que lo hicieron. Tanto la guerra como las medidas gubernamentales tomadas en los años subsiguientes en contra de las órdenes religiosas (expropiación de conventos menores, activa propaganda anticonventual a través de la prensa, limitaciones a la edad de profesión de nuevos frailes, cooptación de miembros, utilización del patronato para intervenir en nombramientos, designaciones, etc.), provocaron el dramático derrumbe, en poco más de 20 años, de una serie de elementos que se habían añadido a la cultura y al modus vivendi del convento de Nuestra Señora del Rosario durante tres siglos y que sostenían toda su estructura interna y su engranaje social. De repente, el significado tradicional que se le había otorgado a la vida religiosa y al convento como opción de vida dejaba de tener sentido. Las nuevas vocaciones se reducen a cero en algunos años, se experimenta una profunda sangría de frailes, la disciplina interna se trastoca, los líderes del convento se convierten en marionetas del gobierno civil y todo el aparato económico-religioso sobre el cual basaba el convento su sustento material muestra su oxidación. La provincia dominicana amenaza ruina, quedando sólo con dos conventos a los que se les da poca esperanza de vida. En este ambiente de doble crítica a la “herencia” española como era la piedad popular de cariz barroco, y a los frailes como sus promotores principales, sucedió algo que ilustra muy bien el declive que vivían los dominicos. El Patronato de Santo Domingo sobre la Nueva Granada, que se había instaurado en 1752, fue abolido hacia 1829, debido a la asociación negativa que se comenzó a hacer entre el santo español y la Inquisición. No valieron los reclamos del nuevo obispo de Antioquia, el dominico fray Mariano Garnica.152 Por otra parte, todo indica que santo Domingo nunca había sido objeto de gran culto popular, pues no era un santo “milagrero” al estilo de su contemporáneo san 152 Enrique Báez, La Orden, t. II, 263. Vida y cultura conventual 65 Francisco de Asís, patrono del convento del mismo nombre, situado a sólo unos pasos al norte del claustro dominicano. Sin embargo, las críticas no se tradujeron en la desaparición de las prácticas religiosas tradicionales —estaban demasiado arraigadas en la población— ni en una merma significativa de la influencia de los religiosos —en este caso de los dominicos— como promotores de expresiones religiosas. Por ejemplo, el culto a la Virgen de Chiquinquirá no disminuye, sino que de hecho se acrecentó durante los años posteriores a la Independencia y todavía la gente visitaba con devoción la capilla de la Virgen del Rosario, situada en el convento de Bogotá, que continuaba engalanada con joyas y alhajas. Las ceremonias religiosas seguían causando impacto y aún las élites políticas, que en sus despachos firmaban decretos contra las órdenes religiosas, no dudaban mucho a la hora de participar como portaestandartes en dichas procesiones. Sin embargo, las cofradías y hermandades coloniales, aunque persistieron, ya no tenían el peso de otras épocas. La gran diferencia con la época anterior era que ahora 66 ellas ya no estaban integradas por lo más “selecto” de la ciudad. La Milicia Angélica aún mantenía censos a su favor en los años de 1830,153 pero estos eran muy pocos. Sus bienes en 1834 se reducían a una casa que arrendaba y a unos “cortísimos capitales”.154 La famosa Cofradía del Rosario también poseía bienes y rentas producto de censos. Uno de ellos, curiosamente, estaba a cargo del gobierno nacional, quien reconocía 2.400 pesos de principal y 120 de rédito anual.155 Con tan poco respaldo en el mundo laical, el convento dominicano quedaba bastante indefenso, a merced de la voluntad de unos gobernantes y políticos muy críticos de las bondades y, sobre todo, “utilidad” de unas instituciones que consideraban nada menos que núcleos del odiado sistema colonial que buscaban eliminar. Tras los intentos de reforma llevados a cabo en la década del 1840 por el arzobispo de Bogotá con el apoyo de la Curia Romana, y sobre todo y luego de la separación entre la Iglesia y el Estado en 1853, se procuró el fortalecimiento de las antiguas hermandades y la creación de otras nuevas, con un propósito ligeramente diferente al de la época colonial. Conviene recordar que la milicia tenía como fin apoyar el culto a santo Tomás, a la difusión de sus ideas y al apoyo del colegio del mismo nombre. 154 Enrique Báez, La Orden, t. III, 235. 155 Ibíd., 101-103. 153 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias Se buscaba el apoyo entre sectores influyentes de la sociedad, para resistir a los embates del gobierno liberal, ganando peso social. La lógica colonial de “corporar” para buscar protección y seguridad seguía manteniéndose, solo que ahora el enemigo ya no era el paganismo indígena, el protestantismo, la herejía o el judaísmo, sino el liberalismo y los gobiernos que seguían esta doctrina. Así, la Milicia Angélica se fortaleció con el auge del Colegio y Universidad de Santo Tomás en los años 1850. Sus miembros crecieron y también sus capitales: antes de su disolución en 1861, recogía unos 30-40 pesos mensuales por réditos, lo que bastaba para sus propósitos.156 Por este tiempo nació además un nuevo grupo de laicos asociado a la Tercera Orden dominicana: los Mantelatos, versiones masculina y femenina. La lógica que animaba este grupo era muy parecida a la de los siglos anteriores, pero se diferenciaba en que ahora los intercambios se quedaban en el plano espiritual solamente. Los frailes sacerdotes se comprometían a ofrecer tres misas por el alma de cada mantelato(a) fallecido(a). Los frailes coristas debían ofrecer un salterio y los hermanos conversos 150 padrenuestros. Por su parte, los miembros de la hermandad se comprometían a “aplicar” una misa por el alma de cada uno de los religiosos difuntos, ayunar ciertos días (Adviento, Cuaresma), confesarse, comulgar y rezar el Oficio Parvo. Los documentos, escasos al respecto, han rescatado el nombre de los “mantelatos” Manuela Moya Chacón y Mariano Gutiérrez.157 Los frailes, que otrora habían adquirido un cariz sacro por el solo hecho de serlo, ahora eran considerados sujetos necesitados también de gracias espirituales a través de la oración de los laicos. Los graves desórdenes ocurridos en las décadas anteriores así lo hacían ver. El religioso ya no recurría al laico sólo para que lo ayudara económicamente: necesitaba ahora de su apoyo espiritual, social y político. El fortalecimiento de las antiguas prácticas religiosas colectivas —adoraciones al Santísimo, fiesta del Corpus, peregrinaciones y otras—, así como el repunte de asociaciones laicales ligadas a conventos y parroquias, a las cuales se integraban incluso varios miembros del partido liberal a pesar a las críticas de muchos de sus 156 157 Ibíd., 235. Ibíd., 236. Vida y cultura conventual 67 copartidarios,158 hizo expresar a un diputado de este partido durante la Asamblea Constituyente de 1863: ¿Y qué otra cosa es Bogotá, Ciudadano Presidente, sino un apuntalado convento, un hospital de jubilados rezanderos, un lazareto de frailes y beatas sin oficio? [...] en la tullida y gotosa Bogotá todos son frailes, aun cuando usen bigote y otra cosa parezcan [...]. 159 Para los liberales más radicales era evidente que la caída de la legislación en contra de los conventos y comunidades religiosas (producto de la separación de potestades en 1853) había sido bien aprovechada por ellos, de manera que estaban tomando un segundo aire. Sin embargo, los esfuerzos llevados a cabo por los pocos frailes que aún quedaban para mantener estas antiguas corporaciones laicales que les podían ayudar, ya no a tener poder e influencia sino a protegerlos de los embates de los gobiernos liberales, se fueron a 68 pique con la victoria del general Tomás Cipriano de Mosquera en la guerra civil de 18591862. No más asumir el poder, y todavía con la ciudad oliendo a pólvora, expidió una serie de decretos que atacaron de frente al poder eclesiástico. Uno de ellos, de noviembre de 1861, suprimió las comunidades religiosas de ambos sexos y prohibió la asociación pública de más de tres personas. Sus bienes fueron expropiados y luego rematados. Las cofradías y hermandades dominicanas desaparecieron, o mejor, durmieron, pues volverían a despertar, lentamente, a comienzos del siglo XX para desempeñar, en una época diferente, un rol distinto al jugado en los primeros siglos. Conclusión La historia que narramos buscó dar cuenta de unas corporaciones laicales articuladas a una orden religiosa y a un convento que en su momento fue una organización clave dentro del orden de cosas de la sociedad colonial. Las cofradías, hermandades y terceras órdenes fueron mucho más que asociaciones piadosas. Fueron Manuel Ancízar, Peregrinación de Alpha (Bogotá: Biblioteca de la Presidencia de Colombia, 1956 [Original 1852]), 90-91 y 400. 159 Germán Mejía Pavony, Los años del cambio: Historia urbana de Bogotá, 1820-1910 (Santafé de Bogotá: Universidad Javeriana – Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, 1999), 95. 158 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias el vínculo que las órdenes religiosas establecieron con distintos sectores de la población, que crearon una relación simbiótica con ellos, especialmente con las élites locales, descendientes de los encomenderos, con quienes antes habían confrontado en relación con los indígenas. Este vínculo se transformó en una alianza, un pacto basado en un modelo corporativista que permitió que dichas élites dominaran sobre el resto de la sociedad a cambio de beneficios materiales e inmateriales. En síntesis, el convento les sirvió a los propósitos de dichas élites (otorgar prestigio, formación académica, facilitar la cohesión como grupo y justificar ideológicamente el régimen) y, a su vez, en intercambio, dichas élites sostuvieron al convento, integraron sus filas, aportaron sus bienes, le dieron seguridad jurídica y lo apoyaron en sus conflictos internos o externos. Puede decirse, entonces, que el convento del Rosario se articuló muy bien a un sistema de “clientelismo” con la población criolla y las autoridades, que garantizó su supervivencia y poder. Esto es definido por algunos autores como: 69 [una] forma de reciprocidad asimétrica e interpersonal entre agentes que por el hecho de poseer un estatus social similar intercambian recursos (fuerzas productivas, rentas, poder político, contenidos ideológicos) con objeto de conservar o mejorar sus posiciones económicas y políticas. Estos vínculos se explicarían en último extremo por una estructura económica que determina la posición objetiva de quienes la protagonizan. 160 Las corporaciones tenían, además, otros fines: reunían a personas de un mismo nivel social e intereses, creaban lazos de fraternidad entre ellos y los concentraban en proyectos comunes, todo lo cual facilitaba la cohesión de los hispano-criollos como grupo (evitaba, por ejemplo, que fueran influenciados por el paganismo indígena) y los separaba de los demás grupos sociales, sobre quienes se había establecido un prolongado pacto de dominación. Jesús Izquierdo Martín y José Miguel López García, “Así en la corte como en el Cielo: Patronato y clientelismo en las comunidades conventuales madrileñas (siglos XVI-XVIII)”, Hispania Sacra, 59, 201 (1999): 151. 160 Vida y cultura conventual Dichas corporaciones permitían el acercamiento del convento con las familias pertenecientes a los grupos dominantes, quienes suministraban buena parte de los miembros a la comunidad conventual, convertida así en su principal “cantera vocacional”. Esto se facilitaba además debido a las leyes de segregación por origen familiar, que impedía el acceso a la profesión religiosa —salvo excepciones— a indígenas, negros y mestizos. Eran los padres quienes decidían que sus hijos menores formaran parte de las filas de la comunidad religiosa, llevándolos allí a edad muy temprana, de modo que toda su formación, incluida la básica, se realizaba al interior del convento. Esta vinculación a las familias de las élites locales y las barreras puestas a otros grupos sociales para que se integraran al convento, hicieron que la población del mismo estuviera fundamentalmente compuesta de criollos y —en menor medida— de peninsulares. Los mestizos y algunos indios fueron admitidos únicamente y, en algunas épocas, como religiosos donados, especie de servidores que no hacían profesión religiosa, pero vivían en el mismo régimen disciplinar que los demás. 70 Este modelo que engranaba el convento del Rosario a las élites locales comienza a resquebrajarse con el advenimiento de la Ilustración y las reformas borbónicas (segunda mitad del siglo XVIII) pero sólo en algunos elementos. Aunque dichas reformas se proponían reducir la influencia pública de las órdenes religiosas en varios aspectos, sólo lograron hacer alguna mella en lo educativo y sembraron la semilla de la deslegitimización ideológica de las órdenes religiosas entre la población criolla. Por otra parte, las corporaciones religiosas, en las cuales se basaba la relación del convento con la sociedad civil y sostenían el sistema colonial, muestran signos de fatiga y debilidad, en especial cuando una parte de las élites masculinas optan por alejarse de ellas, pues ya no respondían a sus necesidades, en especial ideológicas, que comenzaban a orientarse hacia principios ilustrados. Estas personas tenían además preocupaciones económicas luego de la pequeña bonanza que las reformas borbónicas representaron para muchas de ellas. Las nuevas vías de promoción social abiertas por las transformaciones económicas generadas por las reformas borbónicas produjeron que gran parte de las élites y sectores en ascenso abandonasen el modelo corporativo que ofrecían los regulares como método para posicionarse en la sociedad y en la política. VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial - Memorias Esta progresiva deslegitimación ideológica desencadenó una importante pérdida de recursos sociales y políticos que, a su vez, determinó la modificación de la organización patrimonial. Cada vez ingresaban menos individuos en el claustro y el número de fundaciones (capellanías y obras pías) a favor de la comunidad también se redujo dramáticamente. La vieja estructura rentística de los conventos comenzaba a desmoronarse. El desplome del vínculo se completó tras la Independencia, cuando buena parte de las élites criollas se habían alejado de la órbita de las órdenes religiosas y ahora, dueñas del control del Estado, buscaron conformar nuevas estructuras político-sociales, en las cuales el antiguo modelo corporativista colonial era desechado. Estas nuevas estructuras se basaban, en parte, en principios liberales y modernos que pretendían reducir la influencia social del clero —si fuera posible limitándola a los recintos de las iglesias y conventos— y, obviamente, su poder económico y político. Había entonces una continuidad con las políticas borbónicas, manteniéndose incluso el Patronato. Se estableció, además, una campaña difamatoria contra los conventos, aprovechándose de su decadencia interna, su ruina económica y su dependencia de la sociedad externa. Ante esta campaña, el convento no pudo responder y, aunque pretendió, a toda costa, mantener vivas, y aún reforzar, las antiguas corporaciones laicales, como una estrategia de supervivencia, la alianza con las élites locales nunca logró recomponerse y todo se desplomó: las vocaciones se redujeron casi a cero, la disminución de la población se agudizó y la ruina económica arremetió, al punto que muchos pensaron en el fin, no sólo del convento, sino de la misma orden dominicana en la Nueva Granada. Vida y cultura conventual 71 Bibliografía Fuentes primarias Archivos y bibliotecas Archivo de la Provincia Dominicana de San Luis Bertrán de Colombia (A. P. C. O. P.) San Antonino, Conventos – Bogotá, cajas 2 y 5; Personajes, Baeza VIII; ExternoAGN, caja 2. Archivo General de Indias, Sevilla, Santa Fe, 140, No. 31 Archivo General de la Nación, Bogotá, Colonia, Conventos, t. 48. Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá, Fondo Antiguo, Raros y manuscritos, 335. 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Editions, 2003. 75 Vida y cultura conventual La imagen del jardín en la vida conventual femenina de la Nueva Granada María Piedad Quevedo Alvarado PhD. (c) Lenguas y Literaturas Románicas, Harvard University Universidad Javeriana [email protected] TABLA DE CONTENIDO 76 Jardín cerrado, inundación de olores, fuente sellada, cristalina y pura, inexpugnable torre, do segura de asaltos goza el alma sus amores. Bernarda Ferreira de la Cerda, Soledades de Buçaco Como espacio simbólico, el jardín ostenta varios sentidos: uno profano, donde la sensualidad, la voluptuosidad, la desnudez, la abundancia natural son expresión de gozo, amor erótico y placer mundano (piénsese aquí en las representaciones renacentistas de la Edad de Oro, o del cielo como lugar de encuentro de los amantes). 161 Otro, también profano, como escenario para el poder, en el que estarían los jardines palaciegos, que El jardín como lugar del encuentro de los amantes es evidenciado por McDannell y Lang a través de esta estrofa de Pierre de Ronsard (1524-1585): “Unidos, besándonos, nos iremos / y cruzaremos el cenagoso lago inferior, / atravesando el lugar donde furioso Plutón reina, / llegaremos a las perfumadas llanuras, / a los campos que dioses otrora decretaron / fueran el reposo de los amantes afortunados”. Ver Colleen McDannell y Bernhard Lang, Historia del cielo: De los autores bíblicos hasta nuestros días (Madrid: Taurus, 2001 [1998]), 260. 161 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial – Memorias están allí también para el deleite de los sentidos pero expresando los ideales de belleza y disfrute sensorial de las clases privilegiadas, los que además permiten sancionar el rango y el estatus social de sus poseedores, comenzando por el rey. 162 Uno más hablaría de la relación entre jardín y conocimiento, donde se ubicarían los jardines humanistas, de las casas de los hombres de letras y sus mecenas, espacios ordenados para la consideración de materias serias.163 Finalmente, un sentido religioso que vuelve “a lo divino” algunos elementos de los jardines anteriores, favoreciendo el silencio y la soledad como condiciones para el ejercicio de la espiritualidad, la perfección cristiana y la comunicación con lo divino.164 En el imaginario simbólico del cristianismo romano católico, la imagen del jardín ha sido central y ha gozado de una larga tradición. Su reproducción en topografías celestiales, arquitecturas monacales, emblemas y recursos simbólicos de la mística reconfigura contextualmente su sentido como lugar ameno, ideal religioso y espacio de proyección política. Elementos sagrados y profanos, orientales y occidentales hacen parte del “sentimiento de la naturaleza” con que el mundo natural fue integrado a la experiencia religiosa y que atraviesa géneros como la poesía y la pintura, tópicos como el Locus amoenus y el Deus pictor y reelaboraciones cristianas de materias mitológicas y eróticas, todo lo cual está presente en la imagen del jardín. El topos del Edén cristiano como jardín ideal, de proveniencia musulmana, de riquezas naturales sin fin y habitación primera de la humanidad, recoge las aspiraciones de armonía, belleza, tranquilidad, abundancia, felicidad y unión con Dios que no solo lo identificarán como el lugar ameno por excelencia, sino que en los siglos coloniales serán retextualizadas en numerosos discursos sobre América. Así mismo, desde los primeros siglos del cristianismo, la idealización del espacio rural, lejos de las ciudades, fundamentó el modelo de vida retirada que dio origen al Fernando R. de la Flor, “El jardín de Yahvé. Ideología del espacio eremítico,” en Fernando R. de la Flor, La península metafísica: arte, literatura y pensamiento en la España de la Contrarreforma (Madrid: Biblioteca Nueva, 1999), 126. 163 Ibíd. 164 Hay que decir que algunos jardines monásticos tuvieron propósitos asociados a la buena práctica cristiana pero no necesariamente a la interioridad: los jardines benedictinos y cartujos se destacaron por su cultivo de plantas curativas y por sus farmacias. En algún punto las artes curativas de dichos monasterios interfirieron con la clausura y fueron reglamentadas y, en casos extremos, prohibidas. 162 Vida y cultura conventual 77 monacato cristiano: soledad, contemplación, penitencia serían las cualidades de la vida retirada que favorecerían la unión con Dios. En el terreno literario, el elogio de la vida del campo tiene un muy importante referente en Virgilio y Horacio, será una de las marcas distintivas del género pastoril y desde el siglo XVI contará con una redefinición que responde al contexto de la expansión imperial española gracias al tratado de fray Antonio de Guevara, Menosprecio de corte y alabanza de aldea (Valladolid, 1539). En la poesía peninsular de los siglos XVI y XVII, los ambientes pastoriles sirvieron como escenarios para encuentros amorosos —místicos y profanos—, alabanzas de la poesía, estados de interioridad. Como recursos retóricos, se contraponían a la lujosa vida cortesana, celebrando la vida sencilla, la rusticidad del campo, mostrándolos en muchos casos como un ambiente afortunado para tratar cuestiones profundas y para realizar composiciones poéticas. Incluso, y en no pocas ocasiones, la alabanza del campo enmarcaría también discursos relativos al buen gobierno.165 Dos topografías simbólicas representan los ideales de vida retirada: el desierto, 78 como espacio salvaje e ideal de vida eremítica, y el jardín, como espacio cultivado e ideal de vida en clausura. A partir del siglo XVI, el desierto tendrá una versión particular gracias a la reforma carmelitana adelantada por Teresa de Jesús que buscaba revitalizar el ideal eremítico de su orden a través “de una reconstrucción alegórica de la primitiva organización del Monte Carmelo, donde el santo Elías y sus ermitaños velaron la llegada anunciada de Cristo y la consumación de la promesa veterotestamentaria”. 166 Rodríguez de la Flor sugiere una suerte de “conquista del campo” por parte de la orden carmelita a través de la fundación de conventos en los lugares más apartados de España y lo vincula con la expansión imperial de Carlos V y el proyecto político de la Contrarreforma. En el Nuevo Reino de Granada, si bien se contaba con conventos carmelitas desde principios del siglo XVII, estos no fueron promovidos simbólicamente como desiertos sino, y como el resto de conventos femeninos, como jardines en medio de la piedra de la ciudad. 167 Es el caso del citado tratado de Guevara. Fernando R. de la Flor, “El jardín de Yahvé,” 123. 167 Habría que comentar que sí existe un proyecto poético-religioso que promueve la imagen del desierto como ideal de vida religiosa, aunque se mueve entre el eremitismo y la clausura. Este ideal se caracterizaría también por una intensa práctica poética y podría reconocerse de modo general como exclusivo de hombres, sin participación de mujeres. También aquí se discuten cuestiones relativas al buen gobierno. Ver El desierto prodigioso y prodigio del desierto de Pedro de Solís y Valenzuela. 165 166 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial – Memorias El convento como jardín Los sentidos arriba señalados confluyen a su vez en la arquitectura conventual. Como espacio construido, el convento es simbólicamente el cielo en la tierra, lugar de unión con Dios. La regla benedictina lo reconoce como “paraíso”. Su clausura trae el ideal de penitencia y soledad del desierto y el deleite místico del jardín en su versión de huerto cerrado proveniente del Cantar de los Cantares. Si, por un lado, el jardín representa un espacio simbólico de interioridad, práctica contemplativa y unión con Dios, por el otro es un lugar físico del convento que exige unas cualidades específicas para su cuidado. Las ordenaciones de las religiosas de Santa Clara estipulan que la monja hortelana sea espiritual y sugieren que el cultivo del huerto exige virtudes como la fortaleza y la templanza: “por haver de estar tantos ratos solas, y haver de proveer, el que la huerta este cultivada, y sea de algun provecho, para el sustento del Convento”.168 Resulta paradójico, en todo caso, que si bien el convento es un lugar donde se practica la vida en soledad, la regla califique como peligroso el estar a solas. Sin embargo, considero que en este punto se trata de establecer la exigencia de una vida espiritual dirigida por el maestro, a pesar de la autonomía y de las virtudes que distinguirían a la hortelana y que bien pueden relacionarse con su ocupación: “Las plantas tienen en la vida religiosa el símbolo de una resurrección universal en su forma más elemental. Las virtudes propias de los vegetales son numerosas: búsqueda de la luz, deseo de elevación, fructificación, perseverancia”.169 Regla, constituciones y ordenaciones de las Religiosas de S. Clara De la Ciudad de Santa Feê de Bogotâ: en el nuevo Reyno de Granada: de las Indias de el Peru. En Roma, M.DC.XCIX. Por Lucas Antonio Chracas, Junto a la Gran Curia Innocenciana. Edición facsimilar (Bogotá: Iglesia Museo Santa Clara, 1998), 170. Jorge Cañizares-Esguerra se ha referido a la colonización como una jardinería espiritual y analiza varias imágenes del jardín en un amplio corpus de textos novohispanos y novocastellanos de los siglos XVII y XVIII. Destaca la dimensión política que Cañizares-Esguerra encuentra en las imágenes de jardinería, en las flores de santidad y en los usos metafóricos del jardín, que proyectan a los conventos como jardines murados en medio de tierras salvajes y demoníacas, a la América colonial como un espacio donde florecen las virtudes y la santidad y a los jardines y flores textualizados como expresiones de ansiedades patrióticas. Ver Jorge Cañizares-Esguerra, Puritan conquistadors: Iberianizing the Atlantic, 1550-1700 (Stanford: Stanford University Press, 2006), capítulo 5. 169 Carmen Añón Feliú, “El claustro: jardín místico-litúrgico,” en Carmen Añón Feliú, dir., El lenguaje oculto del jardín: jardín y metáfora. Cursos de verano de El Escorial (Madrid: Complutense, 1996), 24. 168 Vida y cultura conventual 79 En una visión, la clarisa de Santafé Jerónima del Espíritu Santo ve a su alma como una planta de albahaca: En otra ocasión, pidiendo yo por mi confesor, me mostró el Señor un jardín de varias plantas y flores. Y vi entre ellas una matica como de albahaca la qual tenía, según mostraba, necesidad de que la cuidasen y regasen más que las (f. 53v) otras porque aún todavía parese que no avía echado fuertes rayses. Y conosí que tenía esta planta gran delicadesa y que si no la cultibaban con mucho cuidado todo el verdor que tenía se le marchitaría. Después que vi esto me dio el Señor a entender que ésta era mi alma; y me mandó que le dijese a mi confesor que cuidase mucho de mí y que aunque las otras plantas eran de su agrado y gusto, pero que en mí le tenía espesial.170 80 Es común que las monjas expresen tensión en la relación con su confesor, 171 pero es un poco menos usual, al menos en el caso neogranadino, que su confesor aparezca en las visiones,172 aunque no es estrictamente el caso que nos ocupa en esta cita. La comparación de la monja con una planta de albahaca —rastreable en poesía religiosa del XVII— tiene una resonancia del jardín como huerto y del trabajo de la monja hortelana, pero también tiene una enseñanza espiritual al convocar las cualidades aromáticas de esta planta, que entre más se tritura más libera su olor.173 La fragilidad de la planta en la Jerónima Nava y Saavedra, Autobiografía de una monja venerable, edición y estudio preliminar de Ángela Inés Robledo (Cali: Universidad del Valle, 1994), 147. 171 Si bien para algunos estudiosos el convento es un espacio en el que se desarrolla una subcultura femenina, donde las mujeres pueden alcanzar cierta independencia (Arenal & Schlau), para Beatriz Pastor “[e]l convento es un paraíso muy con minúscula, estrecho, y en realidad, muy poco paradisíaco. Es un espacio de autonomía femenina, pero de autonomía relativa. Es un espacio de libertad para la mujer, pero de libertad vigilada. El poder patriarcal, que encarna la Iglesia y encarnan los clérigos, dicta los límites de esa autonomía y fija los términos de esa libertad”: Beatriz Pastor Bodmer, El jardín y el peregrino: ensayos sobre el pensamiento utópico latinoamericano. 1492-1695 (Ámsterdam – Atlanta: Rodopi, 1996), 196. Esta cita bien puede entenderse, en muchos casos, en relación con el confesor. 172 Son escasas, pero hay al menos dos o tres visiones de Jerónima en las que su confesor aparece en su jardín. Se cuenta una en el caso de la también clarisa Josefa de Castillo, cuya visión le adelanta quién será su nuevo confesor. 173 La albahaca se distingue por su humildad: una planta pequeña, sin flores, que entre más triturada y machacada, entiéndase maltratada, más libera su olor de forma desinteresada. Muestra mayor dignidad cuando más regala su aroma en el momento mismo de su muerte: Lucia Hoess, “The Concept of the 170 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial – Memorias visión de Jerónima se dirige por un lado a conseguir un tratamiento más considerado por parte de su confesor, pero también a mostrar que es esa condición la que la hace preferida de Jesús. El cuidado de su cultivo para que no pierda su verdor alude a su vez a la característica del jardín de ser un espacio ordenado, cultivado, trabajado; en ese sentido, no-natural: el alma, al igual que un jardín, al igual que una planta, debe cultivarse para dar lo mejor de sí, su perfección se obtiene por medio del trabajo de la oración, la penitencia, la interioridad por parte de la monja, pero también del cuidado, la paciencia, la consideración por parte del confesor. Numerosos estudios nos han demostrado que los conventos fueron no sólo espacios de vida religiosa, de desarrollo de una subcultura femenina, refugios, núcleos financieros, referentes sociales de apoyo espiritual, sino también importantes centros de producción simbólica. Como se sabe, la escritura dentro de los conventos estaba alentada por la orden del confesor a las monjas que se distinguían por sus dones espirituales de escribir sus experiencias de oración y elevación mística. Todavía hoy, a mi modo de ver, no hemos terminado de reconocer y estudiar la densidad discursiva de estos textos, que cruzan elementos de las sagradas escrituras y de un amplio corpus de literatura religiosa con modelos retóricos, realidades locales, agenciamientos simbólicos, recursos poéticos de literaturas profanas y especificidades históricas de las colonias. Creo también que debemos indagar más sobre el papel de la espiritualidad y del modelo de vida retirada dentro de la empresa colonial. En la imagen del jardín convergen cuestiones en torno a la autonomía espiritual de las mujeres, el cuerpo femenino, la sensualidad, el poder patriarcal. Modelado, en el caso neogranadino, en los cuatro grados de oración que santa Teresa expone en el Libro de su vida,174 el jardín representará al alma que busca la perfección a través de la oración, cuyo jardinero será nada menos que Dios. En un conocido artículo, Luce López Baralt (1981) nos mostró las posibles fuentes islámicas de ciertas imágenes de los textos de los santos carmelitas san Juan de la Cruz y santa Teresa de Jesús; la imagen del jardín Garden in Selected Spanish Works of the Medieval and Golden Age” (PhD diss., Department of Hispanic and Italian Studies University of British Columbia, 1994), 202-203. 174 Habría que anotar que un trabajo que está por hacerse es el estudio de las visiones de las monjas neogranadinas, en particular de la clarisa Jerónima del Espíritu Santo, desde los grados de oración de santa Teresa. Vida y cultura conventual 81 hace parte de ellas.175 En particular, el agua con la que se irriga el huerto en los grados de oración de Teresa se acerca a la tradición islámica de la fuente interior, así como su descripción del alma como un huerto que se debe cuidar de modo especial: 176 Ha de hacer cuenta el que comienza, que comienza a hacer un huerto en tierra muy infructuosa, y que lleva muy malas yerbas, para que se deleite el Señor. Su Majestad arranca las malas yerbas y ha de plantar las buenas. Pues hagamos cuenta, que está ya hecho esto, cuando se determina a tener oración una alma, y lo ha comenzado a usar; y con ayuda de Dios hemos de procurar como buenos hortolanos, que crezcan estas plantas, y tener cuidado de regarlas, para que no se pierdan, sino que vengan a echar flores, que den de sí gran olor, para dar recreación a este Señor nuestro; y ansí se venga a deleitar muchas veces a esta huerta, y a holgarse entre estas virtudes. 82 La imagen de Jesús jardinero, presente en los escritos de monjas neogranadinas, correspondería sobre todo al tercer grado de oración, donde ejerce como “hortolano” y las flores se abren y comienzan a dar olor. 177 Teresa insiste en la enorme dificultad de llegar a este grado de oración, mantener las gracias que hay en él y superarlo por la oración de unión (cuarto grado). De la fortaleza espiritual que implica llegar a este tercer grado dan cuenta varias de las visiones de la clarisa Jerónima del Espíritu Santo. Además de aludir a un trabajo intenso de mortificación y penitencia para sacar lo mejor del alma de la monja, el jardín es también el lugar de un encuentro amoroso, aunque de un carácter algo particular: Una imagen recurrente en las visiones de Jerónima es su corazón como jardín. Excede los límites de este trabajo el análisis de la topología mística del corazón. Bástenos referir que el corazón es un motivo recurrente de la mística occidental, pero también lo es en la tradición musulmana: Dios —alabado sea sobre la faz de la tierra—, [tiene] un jardín. Quien huele su olor no tendrá deseos del paraíso. Y este jardín es el corazón místico (Maqamat, IV, p. 134)”: Luce López Baralt, “Simbología mística musulmana en San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús.” Nueva Revista de Filología Hispánica, 30, 1 (1981): 65. 176 Santa Teresa de Jesús, Las moradas. Libro de su vida (México: Porrúa, 1998), 154. Así mismo, la arquitectura del castillo interior comparte importantes elementos con la topografía del castillo en la espiritualidad islámica. Ver Luce López Baralt, “Simbología.” 177 Santa Teresa de Jesús, Las moradas. Libro de su vida, 176-177. 175 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial – Memorias En otra ocasión me llebó a un jardín ameno y hermoso y, sentándome junto a sí, me desía: “¿me conoses? Mírame vien”. Yo lebanté los ojos y le miré; y conosí que era el mismo Señor a quien, por mis votos voluntarios, me dediqué; y acordándome de lo mal que e cumplido con las obligasiones de mi estado, bolbía a bajarlos confusa porque con solas aquellas palabras que me dijo me reprehendió toda mi mala vida. Y así como me acordó que me avía desposado con Su Magestad me acordé yo de mis ynfidelidades; y no quisiera estar en su (f. 18r) [sic] presensia. Estaba yo mui adornada y Su Magestad me tenía de la mano. Desíame: “tan gustoso es, para mí, el estar contigo como son de deleitosos estos amenos jardines y plantas”. Y haziéndose como desentendido de mis faltas me recojía todo el cabello; y redusiéndolo como a uno o a una sola trensa, me dejó el pelo en esta disposisión y recojimiento. Yo me miraba la gala que tenía puesta y, por ser de color pajiso y triste, me melancolisava. Y el Señor me entendía el motibo de mi melancolía y me dijo: “<en> esta gala as de poner los ojos siempre, y mirar en ella la tosca naturaleza tuya para que no te ensoberbezcas <de> nada”.178 Aquí el jardín no es la metáfora para una lección espiritual, sino que es el lugar para un encuentro amoroso y para una reprensión: Jesús aparenta ser el amante desdeñado (“así como me acordó que me avía desposado con Su Magestad me acordé yo de mis ynfidelidades”), la monja está “muy adornada” y los amantes están tomados de la mano. Al deleite de la declaración le sigue que Jesús reprende a la monja por su soberbia, primero con un gesto que la llama al recogimiento y a la humildad —le recoge el cabello— y luego con palabras. En la lírica amorosa del renacimiento, el tópico del cabello alude a la belleza de la dama y al amor apasionado de un poeta que no la puede alcanzar. En estas descripciones —que hacen parte del canon de belleza femenina petrarquista— el cabello es siempre 178 Jerónima Nava y Saavedra, Autobiografía, 74-75. Vida y cultura conventual 83 largo, rubio, la mujer lo lleva suelto, muchas veces ondeado por el viento. La visión de Jerónima pareciera traer este tópico del cabello mostrando a un Jesús que se deleita peinando el cabello de su amada, pero trenzándolo, recogiéndolo. El cabello aquí no tiene el sentido de la belleza física de una mujer deseada e inaccesible, sino el signo de un pacto amoroso —el desposorio místico— que permite acceder a la amada —hay un encuentro, se toman de la mano, él recoge su cabello— y de una disposición espiritual para las exigencias de la vida retirada.179 Aún más oportuno resulta mencionar el tópico del “cabello como gancho espiritual” que López Baralt refiere como propio de la tradición mística musulmana y que tendría algunos puntos de contacto con la visión que Jerónima nos presenta. 180 En el Cantar de los Cantares, el cabello de la Esposa vuela en su cuello y sirve como un lazo para atrapar al Amado que, como documenta la autora, bien podría relacionarse con la lírica amorosa renacentista. Pero “ya los sufíes —y con siglos de anterioridad— habían vertido “a lo divino” el motivo poético del rizo o cabello que enamora y aprisiona y que 84 europeos como Petrarca o Garcilaso sólo elaboran en un nivel profano”. 181 Desde esta perspectiva importa menos que Jesús advierta a la monja sobre la soberbia y resalta el hecho de mostrarse, si no atrapado, sí encantado por el cabello de la monja —teniendo en cuenta además que las monjas suelen usar el cabello muy corto y oculto bajo la toca— a pesar de las “infidelidades” de Jerónima: “Y haziéndose como desentendido de mis faltas me recojía todo el cabello”, una imagen preferida por nuestra clarisa, que gusta de mostrar a un Jesús rendido de amor a sus pies. Dentro del contexto de las colonias, una vinculación importante con el campo y específicamente con el jardín tiene que ver con la realización de labores manuales, tan despreciadas en la península y por los peninsulares como significativas y sustentadoras dentro del orden colonial: la imagen de Jesús jardinero aparece en varias visiones de nuestra clarisa, dando nuevamente muestra de seguir los planteamientos de santa Como parte de esas exigencias se cuenta de modo especial la penitencia, lo que trae a la memoria la costumbre de Rosa de Santa María de recogerse el cabello y penderlo de un clavo para mantenerse despierta. 180 Luce López Baralt, “Simbología,” 66-74. 181 Ibíd., 73. 179 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial – Memorias Teresa.182 En una visión, el alma de Jerónima es un árbol que necesita sustento y cuidado. En otras, Jesús arranca las malas yerbas o le aconseja a la monja que lo haga. En alguna más se ofrecen las imágenes de dos árboles, uno frondoso y con frutos y el otro seco y marchito. Jesús mismo le aclara a la monja que él es el jardinero que cuida del primero de los árboles y que el jardinero del segundo es el demonio. Además de la fuente que podemos ubicar en el Libro de la vida de santa Teresa, el cristianismo romano católico sólo refiere la imagen del Jesús jardinero en un único aunque importante episodio: María Magdalena está llorando en el sepulcro de Jesús al notar que el cuerpo ha desaparecido. Un jardinero se le acerca, pero ella no lo reconoce hasta que este la llama por su nombre. En ese momento ella entiende que es Jesús y que ha resucitado. Representaciones tempranas de este episodio identifican a María Magdalena183 con la amada del Cantar de los Cantares y al campo donde se encuentra el sepulcro de Jesús con el hortus conclusus.184 En el Nuevo Reino, pinturas como la “Magdalena penitente” de Angelino Medoro representan a María Magdalena encerrada en una habitación, sentada en una mesa con un cilicio entre las manos martirizándose. Bien podría pensarse en la escena de una monja practicando la mortificación corporal, quien al igual que María Magdalena es consciente de su falibilidad y también de su posibilidad de redención. 185 Contrario a la perfección de la Virgen María, el modelo espiritual de María Magdalena resulta mucho más cercano a los propios límites que las monjas manifiestan en sus escritos. Su encuentro con Jesús resucitado contiene también desafíos importantes al rol de las mujeres dentro del cristianismo romano católico pues socava la extendida concepción de las mujeres como seres no confiables e incapaces legal e intelectualmente, al ser Santa Teresa compara al alma con un jardín y caracteriza a Jesús como un jardinero que hará crecer las plantas y las flores si ve trabajar aplicadamente a las religiosas en la perfección de su alma. Ver Añón Feliú, “El claustro,” 17. 183 Incluso, algunos de los atributos de María Magdalena que aluden a la penitencia y a la vanitas podrían relacionarse con la visión de Jerónima y la acción de Jesús de recogerle el cabello. 184 A lo largo de la Edad Media se repitieron estas representaciones, pero sólo a partir del siglo XV fueron reproducidas de manera consistente. Ver Lisa Marie Rafanelli, “The Ambiguity of Touch: Saint Mary Magdalene and the Noli Me Tangere in Early Modem Italy” (PhD diss, Institute of Fine Arts New York University, 2004), 195 y ss. 185 Cabe anotar que en la primera ocasión en que Teresa se refiere al huerto como espacio simbólico de oración y encuentro con Dios ha referido renglones antes su devoción por María Magdalena. Afirma que en el huerto lo representa solo y necesitado: “[p]ensaba en aquel sudor y aflición que allí había tenido: si podía, deseaba limpiarle aquel tan penoso sudor”, un gesto muy similar al de María Magdalena cuando unge el cuerpo de Jesús. 182 Vida y cultura conventual 85 Magdalena la primera y única testigo de la resurrección del Hijo de Dios,186 al ser una mujer frágil y falible, una compañía deleitable para Jesús y la preferida para que sea su esposa. Sin embargo, esta identificación del sepulcro con el hortus conclusus, difundida con mayor amplitud a partir de los siglos XIV y XV, tiene una diferencia fundamental con la imagen del jardín en las visiones de las monjas neogranadinas: el tema del Noli me tangere identifica al primero, en el que Jesús reclama no ser tocado por Magdalena, mientras en el Jesús jardinero de las monjas el tacto, el contacto corporal es parte fundamental de la experiencia mística. Pero también cabe señalar que mientras la historiografía enfatiza el sentido de las representaciones pictóricas de María Magdalena como penitente, se han ignorado las relaciones que pueden establecerse desde la escritura conventual con María Magdalena como la enamorada de Jesús, un papel que sin duda comparte con las monjas coloniales. Ya hemos dicho que el tema del hortus conclusus proviene del Cantar de los 86 Cantares: “jardín cerrado es mi hermana, mi esposa. Jardín cerrado y fuente sellada”, dice el Cantar. La unión mística del alma con Dios que sucede en el jardín tendrá aquí un nivel más de elaboración simbólica al integrar una topología de proveniencia carmelita: el corazón. Dice Jerónima: Estando otro día también en el Choro le vi dentro de mi corazón, a la manera misma de quando suele entrar un señor en un huerto suyo. Andava como mirando lo que avía de reparar. Tenía, a mi pareser, este huerto la serca mui ruin; a trechos estaba como a pique de yrse toda al suelo. Las plantas y flores que avía estavan como confusas; con que Su Magestad lo primero que reparó fueron los muros. Vi que los levantó mucho y después que hizo esto desía: “ortuz conclusus”. Y a la sombra de unos árboles que dentro del huerto avía, se recostó. Sentí en esta ocasión un ayre tan delicado y delisioso que me causava un consuelo ynespicable su regalo. 187 186 187 Lisa Marie Rafanelli, “The Ambiguity of Touch,” vii. Jerónima Nava y Saavedra, Autobiografía, 83. VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial – Memorias Pecho florido, lecho florido le ha llamado san Juan de la Cruz al corazón como jardín.188 Como centro místico es escenario del grado más alto de oración. A diferencia de una visión similar que tiene la clarisa Josefa de Castillo, cuyo huerto tiene “la puerta muy angosta y cerrada”, y en el que las malezas son arrancadas por quien dentro de un tiempo será su nuevo confesor, la visión de Jerónima pareciera enfocarse nuevamente en el cuidado de la clausura, del recogimiento. Jesús repara la cerca del jardín y levanta los muros, algo que alude a la virtud de la castidad y por extensión a la clausura. El huerto cerrado está asociado a la pureza femenina, y en particular a la Virgen María, modelo femenino de vida en Dios. Jerónima introduce esta visión narrando cómo durante el oficio divino Jesús le coge la cabeza y le signa todos los sentidos “para que los governara, de allí en adelante, de otra suerte”. La rectificación de su vida pareciera ser el tema del relato de la monja, pero aquí no encontramos la aspereza de la visión anterior, sino la dulzura de la unión, de su corazón cuidado y habitado por Jesús. Más que la enmienda de su relajación, la reparación de la cerca, el Jesús jardinero vuelve a ponernos frente a la idea del jardín como tierra cultivada: es el trabajo constante el que lleva a la perfección espiritual.189 La costumbre de coronarse de flores para la profesión de las monjas alude también a esta imagen del convento como jardín, así como el recurso a ciertas flores para referir virtudes de Jesús y de sus esposas, como las rosas, los claveles y las azucenas, y la identificación de algunas santas americanas con flores: Rosa de Lima, Azucena de Quito (Mariana de Jesús), en el siglo XVII, y Lirio de Bogotá (sor María Gertrudis Teresa de Santa Inés, de quien se conoce una vida ejemplar y al parecer se reunieron informaciones de santidad), en el siglo XVIII. Y es esa asociación entre las flores, las monjas y la ciudad el tema con el que cerraremos esta presentación. Este motivo del corazón, del pecho florido, es también citado por López Baralt como de clara influencia musulmana en la escritura del santo carmelita. Aquí, como en los otros momentos en que se señala esta circunstancia, se trata de mostrar un camino de investigación y análisis que la crítica y la historiografía parecen eludir en el caso de las escrituras conventuales de la colonia. 189 De nuevo, siguiendo a santa Teresa, cuando es Jesús el que trabaja en el jardín, nos encontramos frente al tercer grado de oración, al que le sigue la anhelada unión mística. 188 Vida y cultura conventual 87 El jardín como espacio político El sábado 3 de junio de 1708, día de la Santísima Trinidad, murió con fama y voz pública de santidad la venerable madre Francisca María del Niño Jesús, religiosa carmelita de Santafé. En sus exequias y en la celebración de su cabo de año, fray Miguel Carlos Melgarejo, de la Orden de Predicadores, pronunció dos sermones de alabanza funeraria que representaban a la monja carmelita como un sujeto de ejemplares virtudes y gracias espirituales que, por tal, engrandecía a la ciudad de Santafé. 190 El elogio de las ciudades era un género asociado a la nobleza de los gobernantes y a sus logros militares. Se trataba de prestigio, poder, soberanía. Melgarejo no estaba interesado en hablar de Santafé ni de su fundación o antigüedad, nada de su población, riquezas o defensas. Pero sí vinculó las virtudes de Francisca María a la gloria de la ciudad, imaginó a la ciudad como un jardín ideal poblado de flores de virtudes a partir de la perfección espiritual de la carmelita. La predicación ocupaba un papel importante dentro de la escenificación del poder 88 que se hacía en los espacios urbanos. Según nos cuenta fray Pedro Pablo de Villamor, biógrafo de la madre Francisca María, la muerte de la monja fue un suceso que conmocionó a la ciudad, su cuerpo fue exhibido durante varios días en el coro bajo de la iglesia del Convento del Carmen y hubo de ser rigurosamente cuidado para evitar que los devotos lo fragmentaran para conseguir reliquias. De allí que el sermón de sus exequias revistiera una importancia singular, pues se trataba no sólo de celebrar la vida virtuosa de Francisca María, sino su muerte en olor de santidad, aunadas a los numerosos devotos que había ganado desde su clausura y que se multiplicaban en su muerte, y a los que ahora el sermón les hablaría de modo particular no sólo para reforzar su piedad y devoción sino para consolar sus ánimos. Melgarejo toma como fuente de su sermón la vida que la monja había escrito por orden de su confesor —y en la que también se basa Villamor— para referir asuntos de su niñez, su llamado a religión, la entrada en el convento del Carmen y su vida en clausura, e inscribe su sermón en la tradición de grandes predicadores que cita a lo largo del Archivo General de la Nación (A. G. N.), Sección Colonia, Fondo Conventos. Informaciones de santidad de la Venerable Madre Francisca María del Niño Jesús, Religiosa del Monasterio del Carmen. Tomo 56, folios 926-946. 190 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial – Memorias mismo: Gregorio Magno, el Grande Alberto, el Eminente Hugo. Son ellos quienes en sus escritos establecen la imagen de la rosa como símbolo de virtudes cristianas, que será reproducida por Melgarejo en el contexto de una ciudad que se afirmará en la imitación de las virtudes de su flor del Carmelo. Melgarejo refiere al convento como un jardín que ha sido despojado de su principal rosa, la madre Francisca. La fama de santidad de la monja se construyó principalmente alrededor de su rigurosa práctica penitencial, de la que derivaban sus prodigios. De allí que la rosa, como flor de la mortificación, la represente de manera tan precisa. Si en el primer sermón, la ejemplaridad de la monja fue simbolizada por la rosa, el segundo contenía una celebración de su virtud religiosa a partir de la rosa y la azucena.191 No debe olvidarse que desde su etimología hebrea la palabra Carmelo está ligada simbólicamente al jardín, de donde la referencia de Melgarejo al convento del Carmen como jardín no es solo un elogio a la virtud que se practicaba en el convento cuanto un reconocimiento histórico a la tradición de la orden a la que pertenecía Francisca María. Aun así, el símil que establece entre la monja y las flores se orienta a representar ese jardín carmelita como un espacio de tesoros y gracias que elevarán a la gloria a la ciudad de Santafé. El dominico inicia el sermón de exequias con una cita del capítulo 24 del Eclesiástico, Quasi plantatio Rosa in Jericho, que repite a lo largo del discurso con algunas variantes dependiendo de la virtud que se propone comentar. Pobreza, obediencia, castidad, mortificación y penitencia, amor de Dios y humildad son las virtudes que celebra de la monja y para las cuales expone una cualidad correspondiente de la rosa. Desde el inicio del sermón deja claro que su intención es elogiar la vida ejemplar de la monja para que el pueblo de Santafé la imite: Pues Catholicos este es el exemplar que os pongo â la vista para la imitacion. Vade ad apem et discet y si esta gran Matrona, sin faltar â las obligaciones de su estado, Persona, y calidad no solo vivio con christiandad, sino con la La azucena representa las virtudes teologales: fe —por medio de su raíz, que permanece oculta bajo la tierra y que atiende a lo que no se ve—; esperanza —en su vara—; caridad —en la flor, por lo que tiene de blanco, la ynocencia, y por lo que tiene en medio, que es color dorado, se significa la caridad—. En el cristianismo, la azucena blanca será la flor por excelencia de la castidad. Ibíd. 191 Vida y cultura conventual 89 austeridad y perfeccion de la mas observante Religiosa. Vean aora los que viven en el siglo, si a vista de este exemplar tienen disculpa para no servir â Dios, y con mucha perfeccion.192 La imagen del jardín aparece aquí de un modo particular: no se trata ya solamente de un espacio simbólico, imaginado, para la práctica de la oración mental, la perfección del alma y la unión mística con Dios, sino de un lugar político de virtudes que pueden ser apropiadas por todos los miembros del cuerpo social, unas virtudes que ya no solo hablarán de la espiritualidad sin mancha de los habitantes de la ciudad de Santafé sino, y por consiguiente, de una forma de buen gobierno. Como señala Carmen Añón, “[e]l jardín implica una sumisión a las leyes de la naturaleza, un ejercicio de modestia. Es el jardín interior del alma. Un paraíso vuelto a encontrar gracias al trabajo”.193 Y es en esta línea que el blasón con el que Melgarejo finaliza el primer sermón puede entenderse como la enunciación de una utopía:194 90 Y tú, Nobilísima ciudad de Santa Fee, a quien mi voluntad agradecida rinde plácemes y tributa enhorabuenas, gloríate en el Señor por aver tenido fruto tan glorioso que pudiera ser honra de todo el mundo. En cuya conformidad dixera yo que si hubieras de hacer escudo de armas para cifra, y compendio de tus glorias, mi veneracion lo dispusiera así: hiciera un escudo de campo de oro sembrado de flores y azucenas, y en medio una Rosa, sirviéndole al escudo de orla esta inscripción: Et fructus terrae sublimis, que es decir: Esta rosa del Carmelo es el fruto sublime y toda la honra de la ciudad de Santa Fee. Este es el escudo que mi respeto te ofrece para que des la gloria a Dios por averte dado un fruto tan sublime.195 Ibíd. Carmen Añón Feliú, “El claustro,” 17. 194 En El jardín y el peregrino (1996), Beatriz Pastor examina variados textos americanos escritos entre 1492 y 1695 para destacar que habría un rasgo común en todo ellos: el interés por la formulación de una armonía imposible. Es esa armonía imposible la que se entiende aquí, siguiendo a Pastor, como utopía. 195 Ibíd. 192 193 VII Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial – Memorias Santafé pareciera figurar aquí como un paraíso recobrado, nueva ciudad de Dios en forma de jardín de virtudes cristianas. El contenido de las virtudes de la madre Francisca María supera aquí el ámbito religioso, pues se proyecta sobre los habitantes de su ciudad como una afirmación de suficiencia y autonomía política que la santidad hizo pensable en las colonias. La virtud, así, no era ya un patrimonio exclusivo de la vida en clausura. Si bien Melgarejo insiste en que es potestad de Roma declarar santo a un sujeto ejemplar, y que no es su intención usurpar dicho poder, promueve en su sermón la figura de Francisca María como la santa de la capital del Nuevo Reino, en un momento en que Lima celebraba la canonización de su Rosa, 196 y Quito la fama de santidad de su Azucena, las dos flores con que Melgarejo comparó a la monja neogranadina. Además, el uso del blasón lo vincula a una extensa tradición que desarrolla en la emblemática una pedagogía de virtudes políticas. Los libros de emblemas circularon en la época barroca dentro del género del espejo de príncipes, y a juzgar por su inclusión en forma de écfrasis en algunos textos del siglo XVII neogranadino, podría decirse que fueron consultados y retextualizados dentro de agendas específicas de afirmación criolla.197 El ideal de ciudad que expone Melgarejo podría ser una de ellas, para la que el origen criollo de la madre Francisca María resultaba fundamental, pese a no referirse explícitamente a él en sus sermones quizá por ser públicamente conocido. Así, como parte del imaginario político de las colonias, el jardín representó también la posibilidad de imaginar un orden distinto, en el que la ejemplaridad cristiana de los naturales de las colonias posibilitara su agenciamiento político, configurase una identidad colectiva, pero también dotara de prestigio a la empresa colonial. Con su blasón, Melgarejo ilustra un anhelo topográfico y santo: la ciudad de Santafé como un jardín de virtudes, un espacio ordenado y cultivado para empresas superiores, para acciones elevadas, jardín indiano de rosas y azucenas, lugar de santidad y, por tanto, de autonomía política. Es muy importante tener presente que la santidad es una cuestión más política que de virtudes. Los santos coloniales no fueron solamente modelos de perfección cristiana o un dispositivo de consuelo colectivo sino también de agencia política, sirviendo como emblemas de proyectos de autonomía política de diferentes —y a veces opuestos— grupos sociales subalternizados. El estudio de Ramón Mujica Pinilla sobre los proyectos que tomaron como estandarte la santidad de Rosa de Lima es un ejemplo fundamental para entender la dimensión política de los santos. 197 Ver Solís de Valenzuela, El desierto. 196 Vida y cultura conventual 91 BIBLIOGRAFÍA Fuentes primarias Archivo A. G. 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