Jean Jacques ROUSSEAU

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Filosofía Moderna
Jean Jacques ROUSSEAU
Jean Jacques ROUSSEAU
1. Contextualización del texto propuesto.
Del contrato social, publicado en 1762, desarrolla contenidos tratados previamente por
Rousseau. En esta obra, se plantea la cuestión de averiguar cuál es el mejor gobierno posible.
En el fragmento propuesto…
2. Síntesis sistemática de su pensamiento.
Jean-Jacques Rousseau nació en Ginebra en 1712 y murió en 1778. Es una de las figuras
más grandiosas de la Ilustración, tal vez el de mayor influjo en la conciencia
intelectual posterior. Se distanció de la corriente enciclopedista y su posición
resulta “revolucionaria” en el ajuste de la problemática ilustrada: la cultura,
las ciencias y las artes han sido, de hecho, el medio fundamental de
degeneración y oscurecimiento del hombre. Tal denuncia es, al mismo
tiempo, una reivindicación del hombre natural. Su influencia ha sido
importante, especialmente en la filosofía política.
Entre sus obras cabe señalar: La nueva Eloísa (1761), Del contrato
social (1762), Emilio o de la educación (1762), que fue tachada de impía y le
obligó a huir de Francia, Ensoñaciones de un paseante solitario (1782) y
Confesiones (1782-1789).
El análisis de la sociedad de su tiempo, plantea a Rousseau una cuestión apremiante:
hasta qué punto el desarrollo de la civilización y de la cultura, de las ciencias, las técnicas y las
artes, comporta para el hombre un desarrollo acorde con su naturaleza más original y propia. Su
respuesta será negativa: ni el progreso de la civilización conlleva, por sí solo, un progreso en la
felicidad y la moralidad del hombre, ni la organización social y política permiten que el hombre
llegue a ser y de hecho sea, conforme a su naturaleza, un ser unitario y libre. ¿Cómo es posible tal
situación si “el hombre es naturalmente bueno”? El problema no es sólo explicar este estado de
cosas, sino también, y más urgentemente, cómo salir de él.
Rousseau señala, pues, en la sociedad y el hombre modernos una diferencia muy grande
entre la naturaleza y el ser original del hombre, y aquello en lo que ha venido a transformarse: lo
que parece ser. Tal diferencia entre ser y parecer, atraviesa la configuración y la organización
social moderna, expresándose de diversos modos. Así, por ejemplo, la diferencia entre naturaleza
y civilización, entre realidad y apariencia, entre estado natural y estado social,… Rousseau habla
de que el hombre y el alma humana se han desfigurado en el seno de la sociedad, hasta el punto
de ser casi irreconocibles. En nuestra sociedad se ha producido, en efecto, una distorsión de la
naturaleza humana, con el consiguiente encubrimiento de su originario ser, de manera que el
hombre actual está y vive bajo máscaras.
En estas distinciones básicas (ser/parecer, originario/artificial, estado de naturaleza/estado
social), Rousseau no sólo expresa la situación actual y su consiguiente crítica; sino que permiten,
también, comprender adecuadamente el propósito y el sentido de su pensamiento. Se trata, pues,
de analizar, conocer y juzgar bien nuestro presente; para lo cual, se requiere, como condición
previa, establecer un criterio de medida, unas nociones precisas que permitan separar lo originario
de lo artificial. Lo originario se refiere, así, a las facultades naturales del hombre, a las cuales
denomina Rousseau con los términos “naturaleza humana” y “estado natural”; y con la descripción
idílica de la vida del hombre en el “estado de naturaleza” a diferencia del estado social. Rousseau
no quiere decir que haya habido históricamente tal estado, ni que haya, en consecuencia, que
volver a él como alternativa; sino que se trata de nociones e hipótesis que desempeñan una
función crítica de la sociedad moderna. El estado de naturaleza es, pues, una categoría
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sociopolítica con y desde la cual se puede comprender la génesis y la condición de posibilidad de
la sociedad; analizar y comprender, desde ese fundamento, su estructura, y en relación con ese
ideal de naturaleza y libertad humanas, enjuiciar o valorar el estado presente y habilitar
teóricamente la reestructuración de un nuevo orden social que permita y realice lo que el hombre
tiene que llegar a ser por exigencia de su naturaleza. Por consiguiente, su crítica no significa un
retorno a un estado natural, sino la transformación del orden social injusto en otro establecido en
igualdad y libertad, y vivido en autonomía.
Antes de abordar y responder a la cuestión expuesta al principio, conviene considerar otra:
¿qué es el hombre?, según su disposición natural. Según indica nuestro autor, hay que tomar en
consideración la naturaleza humana, aquello que le caracteriza esencialmente y le define
propiamente, expresando, así, el constitutivo ontológico del hombre, su ser originario. Es desde
ese ideal constitutivo ontológico de la naturaleza humana, que es la libertad, la justicia y la armonía
con el orden universal, como puede la noción de naturaleza humana ejercer la citada función crítica
de la sociedad. En este sentido, Rousseau indica dos dimensiones en el hombre: el hombre físico y
el metafísico y moral; siendo ambas necesarias y requeridas mutuamente. En cuanto ser vivo, el
hombre siente dolor y placer, tiene necesidades que tiende a satisfacer y busca su conservación.
Junto a ese ser pasivo y sensitivo, el hombre es un ser activo e inteligente, habiendo en él una
modalidad de actividad de especial relevancia: el querer y su cualidad de agente libre. En efecto,
es en la conciencia de libertad donde se muestra la condición metafísica y moral de la naturaleza
humana. Además de ésta, otra facultad define la naturaleza humana: la capacidad de
perfeccionarse. Ambas pueden llevar al hombre a su plenitud, pero también a su degradación; para
ello, es necesario que el hombre abandone su soledad y se relacione con otros hombres. Esta
relación es de gran importancia y trascendencia, puesto que en ella surge el lenguaje y se
constituye el estado social y, con él, el orden moral. Por último, cabe destacar como nota distintiva
del hombre la capacidad de propiedad, con la que se entra en la sociedad civil y es el origen de la
desigualdad entre los hombres.
Atendiendo a la dimensión sensible y corporal, conviene considerar tres pasiones
naturales: el amor de sí, que es una pasión primitiva, innata, anterior a cualquier otra y origen de
todas las demás, que se refiere sólo a nosotros mismos y vela por nuestra conservación y
bienestar; es siempre bueno y conforme al orden natural. La piedad, fuerza natural que,
sirviéndose de la imaginación, se traslada a otro hombre, se identifica con él y se compadece de él,
concurriendo a la conservación de la especie; esta compasión procede de una impresión sensible,
por lo que no es un sentimiento ético o moral. Por último, el amor propio, pasión intermedia entre lo
natural y lo social, puesto
que, por un lado es una
modificación del amor de sí:
surge cuando, al compararse
con otro hombre, se desea
ser el primero en todo; pero, de
otro, comporta la aparición del
orgullo, que propicia un perjuicio
para los otros y se torna
peligroso. Surgen, de ese
modo, pasiones artificiales
como el orgullo y la envidia,
que, unidas a la desigualdad,
el enfrentamiento, la pobreza y
la esclavitud ocasionadas por
la propiedad, generan el estado
social y su estado de guerra.
En el estado de
naturaleza, el hombre, guiado
por el sano amor de sí, sería
bueno y feliz, independiente y
libre, con la libertad natural. El hombre no tiene, en él, ningún instinto de sociabilidad, y al no tener
tampoco ninguna relación moral, no puede ser ni bueno ni malo. La desigualdad es apenas
sensible y, en todo caso, es una mera desigualdad física.
El estado social, por el contrario, designa la situación en la que, al entrar en la vida en
sociedad, el hombre, movido por el amor propio y el egoísmo, se hace malo, rige la opresión, la
desigualdad civil, la injusticia y la falta de una auténtica libertad. Se impone la violencia de los
poderosos, sirviendo la fuerza para imponer, como derecho, la propiedad. La situación del hombre
no sólo es de desigualdad en la propiedad y de alienación económica, sino también de
despersonalización. La descripción rousseauniana reserva la última escena para la sumisión moral
y política extrema: el despotismo y la tiranía. Se habrá pasado, así, del “natural estado de la
naturaleza” a un “social estado de naturaleza.”
En consecuencia, Rousseau defiende, en su Emilio, una educación que permita el libre
desarrollo de las tendencias naturales y retrase, todo lo posible, el aprendizaje de las convenciones
sociales.
Como hemos indicado anteriormente al considerar la naturaleza humana, el hombre no es
sólo cuerpo (“las pasiones son su voz”), sino que es, también, un ser activo. Rousseau denomina
“alma” a esa condición activa y espiritual del hombre, siendo sus manifestaciones la razón y la
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voluntad. Pues bien, “la conciencia es la voz del alma” y con ella se abre la dimensión moral del
hombre: el orden de la libertad moral, la virtud y la justicia. La moral, por tanto, arraiga y crece en la
propia naturaleza humana: además del amor de sí, encontramos en nosotros el sentimiento natural
de amar lo bueno y odiar lo malo en la relación con nuestros semejantes y para con nosotros
mismos. Rousseau constata el hecho de que este sentimiento es un factum más allá del cual no se
puede ir. Además, el sentimiento conveniente en nuestra relación con los demás es el sentimiento
del bien o sentimiento moral, el cual es inseparable de la voluntad y de la razón. La nota que define
al ser activo es “poder dar sentido a…”: en lo que se refiere a su dimensión intelectiva a la palabra
es; y en lo referente a la volitiva al querer como querer práctico y racional, a lo que debe ser en
consonancia con la libertad como elemento constitutivo del hombre: una libertad no ya natural, sino
moral y política. La moral habita en el corazón del hombre, de ahí el entusiasmo de la virtud, el
amor y la solidaridad para con los demás. Por ello, lo moral y la moral son inseparablemente ética y
política: tienen lugar en la relación interpersonal y en el espacio social y político. En efecto, para
Rousseau el problema de la ética es inseparable del problema de la comunidad política y su
adecuada constitución.
El que la moral sea inseparable del sentimiento no significa que la ética rousseauniana sea
una ética del sentimiento (emotivismo moral), ni que, por lo tanto, el fundamento y principio de la
moral sea el sentimiento. Dicho principio no es sensible, empírico o subjetivo; antes bien, se
encuentra en una voluntad instruida o iluminada por la razón, que tiene en la dignidad del hombre
como ser libre, en la igualdad moral y jurídica de los demás, y en la autonomía su ser originario. A
tal principio Rousseau le llama conciencia.
Rousseau mantuvo una interpretación sobre la
realidad como un todo, siendo las referencias al orden de
las cosas (orden físico, orden moral, orden del universo)
abundantes en sus escritos. Sostiene tres tesis
fundamentales, que denomina “dogmas”, y que bien
pueden considerarse ontológicas: el universo visible es
materia y las primeras causas de su movimiento no están
en ella, por lo que hemos de remontarnos a una voluntad
como causa primera; la legalidad del movimiento de la
materia le lleva a pensar en una inteligencia; y, el hombre es libre en sus acciones y, como tal, está
animado de una substancia inmaterial. Hay, pues, una armonía de los seres, un admirable
concurso entre ellos. Además, estas tesis ontológicas sobre el mundo suponen a Dios y proponen
una interpretación de su naturaleza.
Sin embargo, la sobriedad intelectual y la limitación del conocimiento de Dios, así como el
principio de autonomía defendido por Rousseau, junto al rechazo de toda presunta verdad que sólo
tenga su fundamento en la revelación o la autoridad, hacen que rechace tanto las verdades
reveladas como los milagros. Para nuestro autor, la religión tiene, al menos, dos sentidos
importantes: es religión natural, en tanto que se sostiene en la propia naturaleza humana, el
testimonio de sus facultades naturales y la experiencia de la armonía del orden del mundo como
manifestación de Dios. Sobre esta base, habla de religión civil y religión del hombre.
En cuanto al problema del mal, su naturaleza, su origen y su compatibilidad con Dios, el
pensamiento de Rousseau puede sintetizarse como sigue. El hombre es bueno por naturaleza, por
lo que no hay pecado original; el mal físico está inscrito en y viene ocasionado desde el orden total
de la naturaleza, de su limitación y recíproca relación entre las cosas del mundo y de nosotros
mismos con ellas; y, el mal moral, de cuya existencia tenemos sobrados testimonios en el estado
social, es obra del hombre y del ejercicio y uso de su libertad, del mal uso de la libertad. En el
origen del mal no está, pues, Dios, sino en el hombre.
La necesidad, la idea y la constitución de una comunidad política están en el corazón del
pensamiento filosófico de Rousseau, quien encuentra insuficiencias fundamentales en las teorías
contractualistas de Hobbes -cuyo contrato de sumisión niega la libertad natural del hombre y no
establece ni permite las libertades civiles y políticas-, y Locke -frente al que busca un contrato más
radical en el que el hombre reciba la libertad civil con todos sus derechos-. Del estado natural se
puede salir y pasar al estado civil de dos formas: por un contrato de enajenación o por un contrato
social. El primero, defendido por los autores británicos antes mencionados, es rechazado por
Rousseau, puesto que tal enajenación carece de sentido. Sólo cabe, por tanto, racionalmente y en
consonancia con la realidad libre del ser humano, otra naturaleza y clase de contrato: el contrato
social.
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El verdadero vínculo social ha de estar basado en un contrato libre, en el sometimiento a la
ley en libertad. En el contrato social, por el que se pasa de una libertad natural a una libertad civil y
política, se da una enajenación querida y libre, una desposesión de lo que pertenece al hombre
natural, pero a favor de toda la comunidad. Se crea, así, una unidad social perfecta, cuya expresión
y principio rector es lo que Rousseau denomina la “voluntad general.”
Los seres humanos no se someten sino a la ley que ellos mismos se han impuesto, libre y
racionalmente. Con ello, los hombres pasan de un estado natural y de necesidad a un estado
basado en la razón fruto de la libertad. Semejante comunidad política estaría, pues, muy por
encima del estado de naturaleza. El contrato, lejos de exigir y producir una verdadera renuncia de
los particulares, representa una ventaja tanto con respecto a las limitaciones del estado de
naturaleza como con respecto a la situación de enajenación del estado social previo al contrato
civil. En efecto, se cambia una manera de ser incierta y precaria por otra mejor y más segura; la
independencia natural por la libertad; la fuerza por un derecho que la unión social hace invencible.
Junto al concepto de ley, el de soberanía desempeña una función esencial en la
comunidad política. La soberanía, y el poder que la acompaña, no es más que el ejercicio de la
voluntad general. No consiste, ni puede entenderse como relación de un superior (el soberano) con
el inferior: el soberano no es sino el ser común que expresa la voluntad general. Dicha soberanía
es igual para todos los ciudadanos y a todos obliga y favorece por igual. Su poder tiene,
ciertamente, un carácter absoluto, pero es el poder absoluto de la soberanía del pueblo, expresado
y constituido por la voluntad general. Por ello, la soberanía es inalienable.
En el Estado que surge del contrato social: todos los seres humanos están en la misma
situación; se constituye la voluntad general, esa comunidad en la que todos los individuos pasan a
ser ciudadanos, con derechos y deberes (tanto jurídicos como morales).
El Estado no busca la felicidad de los ciudadanos, sino que tiene que propiciar y garantizar
la igualdad jurídica y moral de todos. No es, pues, un Estado providencialista, sino un Estado de
derecho.
La comunidad política tiene, según Rousseau, un fuerte componente moral y ético. Por otra
parte, impone obligaciones y deberes a los ciudadanos que tienden, más allá del interés propio, al
bien común y a la solidaridad. Y, en fin, el amor de sí y, sobre todo, el amor propio pueden dificultar
la estabilidad y el desarrollo de la comunidad política. Desde este estado de cosas, se comprende
la necesidad de la religión civil, anteriormente mencionada. Los dogmas religiosos y cuanto tenga
que ver con “el otro mundo” en nada interesan al Estado, ni tiene éste que entrar en ello. Lo que
interesa, antes bien, es una profesión de fe puramente civil, que refuerce los sentimientos de
sociabilidad y el cumplimiento de los deberes cívicos, único modo de ser buen ciudadano. Dicha
religión civil ha de tener unos mínimos “artículos de fe” que el Estado ha de fijar. Unos son
positivos; los negativos se limitan a uno fundamental: la intolerancia; dicho positivamente, la
tolerancia es un principio básico de la conciencia civil y política.
3. Contexto histórico, sociocultural y filosófico de su época
Rousseau es, sin duda, uno de los máximos representantes de la Ilustración francesa,
movimiento intelectual que alcanzó su máxima difusión en el siglo XVIII y que culmina con la
Revolución Francesa en 1789, a pesar de ser también uno de los más críticos con muchos de los
enciclopedistas, llegando a polemizar duramente, por ejemplo con Voltaire.
La Ilustración no sólo fue un
movimiento filosófico, pues también
tuvo repercusiones en los ámbitos
de la política, la literatura, el arte o
la religión. Su principal objetivo fue
difundir las “luces” de la razón frente
al dogmatismo, la superstición o el
fanatismo. Por este motivo, el siglo
XVIII recibe el nombre de “Siglo de
la Razón.”
En el terreno social, la
burguesía comenzó a perfilarse en
esta
época
como
la
clase
dominante frente a la nobleza y el
clero. Su ascenso estuvo favorecido
por la aplicación de una serie de
innovaciones técnicas (máquina de
vapor, telares mecánicos,…), que
marcan los inicios de la Revolución
Industrial. En efecto, tales adelantos
hicieron que la mayoría de los
ilustrados confiasen en el progreso y
en la creación de una sociedad más
justa e igualitaria.
A pesar de esta nueva
situación social, el sistema político
vigente en la mayoría de las
naciones
europeas
era
el
despotismo ilustrado, forma de
gobierno en la que los monarcas,
como, por ejemplo: Carlos III de
España, Catalina II de Rusia o
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Federico II de Prusia, aplicaban reformas propugnadas por la Ilustración sin contar con la
participación popular (“todo para el pueblo, pero sin el pueblo”).
La confrontación entre burguesía y nobleza se proyecto también en el arte: mientras la
nobleza veía reflejada su lujosa concepción de la vida en el estilo rococó; la burguesía plasmó sus
ideales en el neoclasicismo, que promovía la vuelta al severo ideal griego de belleza.
En cuanto a la religión, los ilustrados defendieron el deísmo: creían en la existencia de
Dios, pero no aceptaban las instituciones religiosas, sosteniendo una religión natural. El deísmo se
propagó gracias a la masonería, organización secreta defensora del laicismo y a la que
pertenecieron personajes de la época como Voltaire, Federico II o los músicos Haydn y Mozart.
En general, los ilustrados fueron partidarios de la ciencia experimental de Newton, al
tiempo que criticaban la metafísica racionalista. En filosofía, hay que destacar la Enciclopedia, obra
en la que sus autores, Diderot y D’Alambert, defendían los principios de tolerancia y
cosmopolitismo, así como la filosofía sensualista de Condillac y Helvetius, muy influida por el
empirismo de Locke. En efecto, inician una nueva visión del ser humano, del la naturaleza, de la
historia y de Dios, a la luz, como hemos dicho, de la “diosa Razón”, buscando el progreso de la
humanidad a través de los ideales de libertad, igualdad y fraternidad. No obstante, Rousseau se
distancia de ellos, al afirmar que las artes y las ciencias, lejos de haber contribuido al desarrollo de
la cultura, han sido la causa de muchas desgracias. El avance de la cultura y de la educación no es
siempre sinónimo de progreso social y se hace necesario, pues, someter a
crítica qué cultura y qué educación lo permiten y cuáles lo pervierten.
En el ámbito de la doctrina política, Montesquieu propuso su teoría
de la separación de poderes -legislativo, ejecutivo y judicial-, al tiempo que
se difundieron por todo el continente las concepciones contractualistas sobre
el origen de la sociedad y la legitimidad del poder político, formuladas por los
británicos Hobbes y Locke. A diferencia de ellos, Rousseau mantendrá que
en el estado anterior al social, el denominado “estado de naturaleza”, el ser
humano era bueno y no competía con los demás, sino que, como afirmaba
Locke, las condiciones definitorias de dicho estado eran la igualdad y la
libertad. Frente al pacto de sumisión o enajenación, defendido por los
británicos, propone un contrato que potencie la fuerza común de todos los
individuos, a la vez que garantiza su libertad: el contrato social. En él, la soberanía reside en el
pueblo y se expresa a través de la voluntad general. En efecto, Rousseau se inclinará por un
Estado republicano.
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