El Tratado Constitucional europeo y la reforma de la Constitución

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El Tratado Constitucional europeo y
la reforma de la Constitución española
JUAN JOSÉ SOLOZABAL ECHAVARRIA *
1. RATIFICACIÓN SIN REFORMA
L
aa ratificación del Tratado Constituacional de la Unión Europea plantea
aimportantes problemas jurídicos sobre su viabilidad, que diversos mecanismos
de nuestro sistema constitucional tratan de
asegurar. Pero las cuestiones meramente técnicas, a su vez, no dejan de remitir por lo menos en un cierto sentido, a consideraciones
políticas que nos llevan a un terreno en el que
nos movemos con bastante dificultad. En
efecto, como ha de verse, una cosa es pronunciarse acerca de la compatibilidad del Tratado Constitucional con nuestra Norma Fundamental y otra la verificación de una reforma
constitucional que reconozca verdadera y explícitamente nuestra integración en la Unión
Europea. La primera cuestión, sin desconocer
su importancia política, se plantea preferentemente en el terreno jurídico. La segunda,
sin ignorar los cauces procedimentales establecidos en la Constitución, se presenta predominantemente en el ámbito político.
Como resulta obvio en nuestro sistema la
ratificación de un Tratado exige su conformidad con la Norma Constitucional, de manera
que se evite el incluir en el ordenamiento elementos incompatibles con ella, cuestionando
* Catedrático de Derecho Constitucional. Universidad Autónoma de Madrid.
por tanto la superioridad de la Constitución,
rechazándose de este modo que el cumplimiento de las obligaciones internacionales asumidas
por el Estado español, tenga lugar con el coste
de una vulneración constitucional. A tal efecto,
como se sabe, se prevé un control por parte del
Tribunal Constitucional de la constitucionalidad del Tratado con carácter previo a su entrada en vigor, a través de un procedimiento específico, de manera que, declarada eventualmente su irregularidad, se imponga la reforma de la
Norma Fundamental con carácter previo a la
celebración del Acuerdo que sea incompatible
con ella1, sin perjuicio de su posible control a
posteriori del mismo utilizando la vía del recurso o de la cuestión de inconstitucionalidad.
La primera cuestión entonces (dejando de
lado el hecho de que el Gobierno, con el
correspondiente Dictamen del Consejo de
Estado, decidiese consultar al Tribunal Constitucional, a consecuencia de cuyo requerimiento se ha producido la Declaración del
Tribunal Constitucional –DTC 1/04 de 13 de
1
Art 95 CE: «1. La celebración de un Tratado
internacional que contenga estipulaciones contrarias a la Constitución exigirá la previa revisión
constitucional.
2. El Gobierno o cualquiera de las Cámaras
puede requerir al Tribunal Constitucional para
que declare si existe o no esa contradicción.»
El procedimiento de ese requerimiento en detalle en el art. 78 de la LOTC.
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diciembre de 2004–, estableciendo la inexistencia de incompatibilidad entre el Tratado
Constitucional europeo y nuestra Norma
Fundamental) es determinar las consecuencias jurídicas de la aprobación del Tratado
Constitucional europeo, y más concretamente saber si su ratificación podría implicar una
reforma constitucional, llevada a cabo por un
procedimiento que no es el establecido ad hoc
en nuestra Norma Fundamental, según los
medios que al efecto se habilitan en el Título
X de la misma, y que el Tribunal Constitucional en su Declaración de 1 de julio de 1992
considera indisponibles. El artículo 93 CE
autoriza la cesión de competencias a organizaciones internacionales, lo que ciertamente
determina una limitación o constricción de
los poderes públicos españoles, pero no permite disponer de la Constitución, procediendo a su modificación, que sólo puede realizarse por los cauces del Título X, esto es «a través
de los procedimientos y con las garantías allí
establecidas y mediante la modificación
expresa de su propio texto». (Declaración de 1
de julio de 1992).
La ratificación del Tratado supondría una
actuación ultra vires de nuestra Constitución
si la prestación del consentimiento del Estado,
a través de los órganos correspondientes, excediese a las capacidades constitucionales de
éstos, cuestión a indagar a través de diferentes
calas. En primer lugar cabría considerar si el
Tratado Constitucional supone una innovación
en relación con la anterior situación de la
Unión. Ciertamente el nuevo Tratado lleva a
cabo una clarificación de las estructuras institucionales y de las relaciones entre ellas que de
cara a la adopción de medidas tienen lugar. Así
se mejoran los mecanismos de colaboración
entre sus órganos, procediéndose a una simplificación asimismo de los productos normativos
de la Unión. De igual modo debe llamarse la
atención especialmente sobre algunos aspectos
innovativos del instrumento jurídico en cuestión como la inclusión de una extensa declaración de derechos. Pero con todo, la organización
política comunitaria renovada no supone la
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privación de la soberanía de los Estados de
manera que estos, fuera de ser elementos
imprescindibles de la Unión, en su constitución
y funcionamiento, queden privados de su soberanía. Tampoco, cabe añadir, la afirmación
expresa en el Tratado Constitucional de la prevalencia del Derecho comunitario sobre los
nacionales tiene un significado que conlleve
una posición de subordinación de los sistemas
jurídicos estatales al orden constitucional
europeo, alcanzando una explicación que
supere el plano funcional, pues la Unión no
podría existir como comunidad política, ni
cabría afirmar un orden jurídico compartido, si
cada Estado pudiese oponer su propio sistema
constitucional a las exigencias derivadas del
derecho europeo, decidiendo sobre el grado de
su vigencia efectiva. Desde luego no es baladí
la constatación, superando el estadio meramente jurisprudencial, en el propio Tratado de
la prevalencia del derecho comunitario sobre
los nacionales. Esa afirmación lleva a una
aceptación indubitada, y diríamos no meramente fáctica, de tal principio, por parte de
todos los socios comunitarios, y convierte en
infracción del derecho constitucional comunitario a la cometida por quienes no lo respeten,
pero insisto en que la constancia del principio
de la prevalencia tiene lugar en el plano del
reconocimiento antes que en el plano efectivo
de una imposición constitutiva.
2. ¿CAMBIA TRAS EL TRATADO
CONSTITUCIONAL LA NATURALEZA
DE LA UNIÓN EUROPEA?
2.1. Rasgos constitucionales
del Tratado : proceso constituyente,
declaración de derechos,
estructura normativa
de sus cláusulas
La Unión Europea que se configura en el
Tratado Constitucional sigue siendo una
organización internacional no soberana, sin
capacidad de decidir incondicionalmente
sobre sus poderes, en cuanto sus competencias no son indeterminadas o generales, sino
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consistentes en atribuciones transferidas por
los Estados miembros. «La delimitación de
las competencias de la Unión se rige por el
principio de atribución. (En virtud del mismo) la Unión actúa dentro de los límites de
las competencias que le atribuyen los Estados miembros en la Constitución, con el fin
de lograr los objetivos que ésta determina».
(Art. 9 TCE).
La Constitución europea no tiene su origen
en un acto constituyente, expreso y único, en
el que una comunidad nacional se configura
libremente, dándose su forma política conforme a la cual quiere organizar su futuro político. No estamos, por tanto, ante la ocasión, «el
gran día», en que un pueblo se autodetermina
y adquiere conciencia de sí mismo al separarse o destacarse de los demás. No hay, sobra
decirlo, pueblo europeo que decida soberamente sobre su futuro y que actúe constitutivamente en un acto explícito procediendo a
comenzar un nuevo proyecto político. Obviamente hay una comunidad espiritual, forjada
históricamente en virtud de una coexistencia
sobre acuerdos y desacuerdos, que comparte
unos valores asimilables a los del constitucionalismo democrático, y que desea afrontar
conjuntamente un destino de paz y prosperidad, compartiendo un mismo orden jurídico,
participando en las mismas instituciones
democráticas y reconociendo el mismo status
de derechos a los ciudadanos de la Unión.
Pero no hay sujeto político previo a representar u organizar políticamente, como no hay
una verdadera asamblea constituyente, de
modo que la Convención de representantes
gubernamentales, o parlamentarios, de las
instancias nacionales o comunitarias que,
como ocurrió en la Convención que redactó la
Declaración de derechos, aprobó el texto del
Tratado Constitucional, tiene muy poco que
ver con las asambleas constituyentes, y ello
no sólo por la procedencia de sus miembros,
determinada por su pertenencia estatal, sino
por su misma negativa a constituirse en verdadera representación o encarnación de un
nuevo poder constituyente que habría sido el
pueblo europeo. Cabía, perfectamente, que
quienes llegaban a la asamblea como embajadores o mandatarios de los Estados, tal como
ocurrió en las experiencias constitucionales
de la Francia revolucionaria o los Estados
Unidos, saliesen como constituyentes del
nuevo sujeto político, pero no sucedió así. Formalmente la nueva Constitución europea es
un Tratado que modifica los anteriores y,
como ellos, resulta aprobado por los procedimientos establecidos en el ordenamiento de
cada Estado para su ratificación. Así pues los
defícits constituyentes, si se permite la expresión, no resultan compensados por una intervención obligatoria del cuerpo electoral de la
Unión, que pudiese actuar como instancia
fundacional. Esta intervención, sobre no producirse de modo simultáneo, no tiene lugar
en todos los Estados, ni se realiza con iguales
efectos vinculantes en todos los ordenamientos, según sabemos por el propio ejemplo
español.
Otro elemento claramente diferenciador
de la elaboración de la Constitución europea
de un proceso genuinamente constituyente
tiene que ver con el carácter esencialmente
creador, verdaderamente constitutivo, que
de ordinario tienen los actos constituyentes y
que falta en la elaboración llevada a cabo por
la Convención. Como es bien sabido en la
Teoría constitucional suele subrayarse el
componente revolucionario del momento
fundacional, de manera que cada transformación política radical se acompaña de la
correspondiente plasmación constitucional.
Así los grandes procesos constituyentes, además de rectificar sustancialmente el sistema
político anterior, establecen configuraciones
políticas de indudable transcendencia proyectiva. En las revoluciones hay entonces un
propósito destructor del anterior orden de
cosas, pero también un elan innovador que
mira hacia el futuro. La capacidad creativa
de la Constitución puede limitarse al plano
de la organización política, de manera que la
Constitución no crea el Estado, limitándose a
configurarlo sobre nuevas bases y principios,
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pero a veces la innovación alcanza a la misma nación que actúa por primera vez en el
momento de la autodeterminación constitucional, ocasión que ciertamente data su existencia y que incluso puede causarla. Esta
fuerza proyectiva de que venimos hablando
falta en la Constitución europea, en la que
como hemos visto se procede a una continuación de la construcción de la Unión, a una
profundización de su carácter político, pero
sin abandonar sus condicionamientos, sobre
todo de carácter estatal, ni afrontar propósitos ilimitados o generales.
Si el modo de elaboración de la Constitución europea guarda sólo algún parecido con
un genuino proceso constituyente, habría que
preguntarse por el resultado del contraste si
este se propusiese comparar el producto normativo en ambos supuestos. Lo cierto es que
el contenido del Tratado parece adecuarse al
componente material de toda Constitución,
pues la estructura de sus cláusulas recuerda
las de las constituciones y a la Constitución
europea se le atribuye una cierta condición
normativa que parece compartir con los
demás documentos constitucionales.
Prima facie el contenido del Tratado parece atenerse a aquella exigencia clásica del
constitucionalismo, formulada canónicamente de modo explícito en el artículo 16 de la
Declaración francesa de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano y asumida implícitamente en el constitucionalismo norteamericano, que demandaba en toda Constitución
una parte dogmática incluyente de una tabla
de derechos y una parte institucional, estableciendo estructuras de autogobierno de
acuerdo con el principio de separación de
poderes. Lo cierto es que el Tratado, sin cumplimentar todas las exigencias del criterio de
organización que acabo de mencionar, pero
incrementando de modo considerable las
competencias legislativas y de control político
del Parlamento, ha procedido a una configuración sistemática y clarificadora de la planta
institucional de la Unión, con aportaciones
significativas, por ejemplo las relacionadas
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con la colaboración en su labor de los Parlamentos nacionales.
Importante es la inclusión de una amplia
Declaración de derechos que incrementa las
credenciales constitucionales del documento
en cuestión, pues se es consciente de la necesidad de que la Unión adecue los estándares
de reconocimiento y los niveles de protección
de los derechos a los alcanzados en los Estados, respetando las «tradiciones constitucionales» de éstos. Si se echa un vistazo a la
Declaración llama la atención el detalle de
sus cláusulas, que contrasta con la elementariedad de algunas Cartas anteriores, y que
abarca no sólo la novedad de algunos contenidos reconocidos, obvia, teniendo en cuenta el
transcurso de tiempo desde la elaboración de
algunas constituciones, sino otros dos rasgos,
como son la inclusión en la Declaración en un
mismo plano de libertades, derechos políticos
y sociales, y la integración en dicha Declaración de una cierta inflación de principios, llevada a cabo quizás a costa de la devaluación
normativa del documento constitucional.
Desde un punto de vista técnico resulta
interesante la utilización del concepto del
contenido esencial, y el establecimiento de
una reserva de ley para el desarrollo de los
derechos fundamentales, así como la recepción constitucional del principio de proporcionalidad como exigencia a tener en cuenta a la
hora de posibles limitaciones de los mismos.
Resulta asimismo interesante la proscripción
explícita del abuso del derecho.
Especialmente llamativo resulta el cuidado del Tratado por evitar lo que podríamos
llamar efectos expansivos de la Declaración
de derechos, de manera que se oscila entre la
conciencia del alcance constitucional de los
mismos y una precaución ante su posible
exorbitancia. Dos ejemplos bastarán para
manifestar lo que trato de decir. El Tratado
expresa en su artículo II-51 que la Carta no
supone incremento o modificación competencial alguna. El mismo precepto en su apartado 1º declara aplicable la Carta de derechos
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exclusivamente en relación con las actuaciones de los poderes públicos de la Unión o de
los Estados miembros cuando cumplimentan
el Derecho de la Unión.
La primera afirmación conteniendo los
efectos expansivos de la Unión supone ignorar la función que los derechos fundamentales han desempeñado en todo experimento
federativo. En realidad la actuación normativa, ejecutiva y jurisdiccional de la Federación
ha encontrado siempre una justificación en la
regulación y garantía de dichos elementos. A
la Federación le ha correspondido normalmente el aseguramiento del status básico de
los derechos de los ciudadanos con independencia de la residencia territorial de los mismos, lo que afecta antes que nada a la garantía de sus posiciones fundamentales. Piénsese en el caso de España, donde es la ley orgánica la norma, precisamente estatal, a la que
la Constitución reserva el desarrollo, esto es,
el establecimiento de su régimen básico, de
los derechos fundamentales. El derecho estatal, de otro lado, establece las condiciones que
aseguran el disfrute en términos de igualdad
de los derechos constitucionales de los españoles (149.1.1º). Si ello es así como decimos en
toda experiencia federativa, se entiende mal
que los tipos de cláusulas en cuestión en el
caso de la Unión no sean utilizados en el futuro para estimular una actuación de expansión de las atribuciones normativas y jurisdiccionales de la organización europea.
El otro motivo de reflexión se refiere a la
protección jurisdiccional de los derechos del
Tratado y en concreto a la contribución a la
misma de los órganos correspondientes de los
Estados miembros. El Tratado asegura la
protección de estos derechos frente a actuaciones de las autoridades comunitarias o de
los Estados aplicando el derecho de la Unión.
Ocurre entonces que la aplicación del derecho
comunitario ha de atenerse al estándar, normativo y jurisdiccional, comunitario y al propio del sistema de protección del orden constitucional de cada Estado, sin excluir la posibilidad de alcanzar, en su caso, a la jurisdic-
ción del Tribunal europeo de derechos humanos. De otro lado no debe ignorarse que la
declaración de derechos del Tratado pasa a
integrar nuestro ordenamiento jurídico, lo
que supone que, según lo estipulado en el
artículo 10, 2º de la Constitución, la interpretación de la declaración constitucional española ha de hacerse a la luz de los contenidos
de la declaración del Tratado, y su desarrollo
jurisprudencial, contribuyendo a asegurar un
contenido mínimo, no necesariamente el contenido esencial, pero sí el imprescindible o
primero, de los derechos fundamentales de
constancia constitucional. Se ve así lo problemático del intento de constreñir los efectos de
la declaración de derechos al orden, original o
aplicativo, exclusivamente del derecho comunitario.
La condición constitucional del Tratado
puede reforzarse considerando la estructura
de las cláusulas que alberga que recuerdan,
aunque con alguna matización de interés, las
propias de las Normas fundamentales. En el
Tratado, efectivamente, hallamos normas
organizativas, estableciendo la composición,
procedimiento y competencias de las instituciones comunitarias, normas a las que es
común, como se sabe, una cierta precisión,
menos advertible, ciertamente, en las normas
competenciales, habida cuenta sobre todo de
la definición de las mismas en el derecho
europeo por sus objetivos antes que por su
ámbito material y la indeterminación de que
las mismas adolecen, en cuanto que cabe, con
determinadas exigencias procedimentales, la
autoatribución comunitaria de competencias
en ciertos supuestos. Hay, según sabemos,
cláusulas prescriptivas, reconociendo derechos o imponiendo obligaciones. Como hemos
puesto de manifiesto la diferencia entre los
derechos no se establece en función de su protección, normativa o jurisdiccional, en principio alcanzable para todos ellos en igual medida. Aunque el reconocimiento en un plano de
igualdad, según veíamos antes, de las libertades, los derechos políticos y los derechos prestación, confirme la idea de fundamentalidad
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de los derechos constitucionales que algunos
teníamos antes, creemos que la Declaración
puede suponer un retroceso en la idea normativa de los derechos fundamentales, que vuelven a ser ciertamente algo más que principios
obligatorios para el legislador, en la medida
que su constancia constitucional principia el
régimen de los mismos, de manera que el
legislador debe actuar de conformidad, esto
es completando y cumplimentando, las prescripciones constitucionales, pero que dejan de
ser pretensiones alegables frente al juez.
La Declaración de derechos contenida en
el Tratado se verifica en unos términos de
exhaustividad, de la que sin duda adolece
este documento, a mi juicio innecesariamente amplio2. Ello tiene consecuencias positivas. Piénsese por ejemplo en el precepto que
a los derechos fundamentales del menor
dedica el Tratado, asumiendo desarrollos
jurisprudenciales y aun doctrinales de gran
interés. Al lado de estas ventajas cabe señalar otros aspectos cuestionables, por ejemplo
el documento reconoce derechos que claramente son incluibles fácilmente en otros o
deducibles de exigencias del funcionamiento
correcto de las instituciones reconocidas en
la planta organizativa de la Unión. Por otro
lado el señalamiento de determinados principios, por ejemplo, de la actuación limitadora
del legislador, así la constancia del principio
de la proporcionalidad, es de justificación
técnica dudosa.
Discutible es asimismo la existencia de
cláusulas directivas, que establecen objetivos
a los poderes públicos de la Unión. Se trata del
señalamiento de propósitos que hacen inclinar peligrosamente el documento constitucional por la vertiente programática antes que
2
Soy, en principio, partidario del tipo de Constituciones que LOEWENSTEIN llamaba pragmáticas,
frente a las programáticas. La exhaustividad constitucional provoca rigideces en el ordenamiento,
reduce las opciones del juez y hurta determinadas
cuestiones a la dinámica política.
38
propiamente normativa, y que abundan, a mi
juicio, con notable exceso en el presente texto.
Como sabemos estas cláusulas tendenciales
se utilizan en el Tratado ya para el establecimiento de las competencias de los órganos de
la Unión, y al menos a un diseño parecido responde un tipo de producción normativa, cuando las leyes marco se limitan a proponer objetivos que la normación estatal ha de cumplimentar, como ocurría antes con las directivas.
Como también se conoce, estas cláusulas
directivas existen en los ordenamientos de los
Estados, con un grado de determinación
mayor en el caso del derecho autonómico, que
en el derecho nacional español. Cuando
hablamos de cláusulas directivas nos estamos
refiriendo a los artículos del Tratado que fijan
objetivos a la Unión en su conjunto, en términos de necesaria generalidad e indeterminación, dependientes de una política europea
concreta y habida cuenta de su necesaria
cumplimentación por los poderes estatales o
regionales, que, sin merma de su compromiso
con el aseguramiento de un estándar de
homogeneidad común en la realización de la
misma, han de actuar con el suficiente espacio
para llevar a cabo su propia orientación política en los ámbitos respectivos.
La condición constitucional del Tratado
depende también de la admisión de un orden
constitucional doble 3 , que es difícilmente
admisible desde esquemas rígidos que sólo
aceptarían la integración política en el Estado, predicando una relación de vinculación
absoluta y subordinación exclusiva al mismo,
de manera que la Constitución fuese además
de la ordenación jurídica del Estado el
supuesto de la vinculación de los ciudadanos
con el mismo. Pero tal planteamiento es
incompatible con el pluralismo político de
nuestro tiempo, que admite la simultaneidad
de la integración política y la compartición de
3
I. PERNICE, «Eurpäisches und nationales Verfassungsrecht» en las actas de la Veröffentlichungen der Vereinung der Deutschen Staatsrechtslehrer (2001).
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las relaciones de lealtad del ciudadano con
esos diversos planos de pertenencia política.
Las experiencias federales de otro lado han
admitido la simultaneidad de dos ordenes
constitucionales diferentes, completos
ambos, y en los que también de modo paralelo aparece integrado el ciudadano.
Cierto que la cuestión no se plantea en el
terreno de la compatibilidad de los órdenes
constitucionales, sino en el de la relación integrada de los mismos. Las Constituciones de
los Estados miembros remiten a un poder
constituyente originario propio, pero consentido y limitado por el orden constitucional
general, sistema al que pertenece también el
garante de la relación adecuada entre los planos constitucionales diferentes. A mi juicio, y
como después ha de verse, la primera Constitución de los Estados miembros de la Unión es
la suya propia, donde, bajo determinadas condiciones procedimentales y con ciertas garantías, se accede a un entramado constitucional
diferente, esto es, dotado de una total autonomía y a su vez con garantías de su propia eficacia. Pero este complejo normativo ni es el
fundante de los sistemas constitucionales de
los Estados, ni se refiere a competencias establecidas libremente por él, pues se trata de un
orden de atribuciones. Tampoco puede proceder a su modificación, pues dada la base internacional de dicha ordenación la decisión sobre
la misma corresponde a los Estados, cualquiera que sea la implicación de los órganos comunitarios al respecto.
La no cumplimentación por parte del Tratado del canon máximo de la constitucionalidad no impide desempeñar a dicho instrumento ciertas funciones de norma de cabecera del ordenamiento comunitario. El Tratado
ha dispuesto de la nueva configuración institucional de la Unión, de manera que sus órganos adoptan la conformación y reciben las
competencias fijadas por él. La adecuación al
orden constitucional de la Unión, imponiendo
la supremacía del mismo sobre las normas de
los órganos comunitarios corre a cargo del
Tribunal de Justicia que, a través de los
recursos pertinentes, puede declarar la nulidad de tales actuaciones normativas. La
cuestión prejudicial, planteada por cualquier
juez o tribunal de un Estado miembro,
actuando como órgano judicial de la Unión,
asegura que el derecho de los Estados no se
aplique cuando es contrario al derecho comunitario, sea el caso del Tratado o del derivado.
2.2. La dimensión no constitucional
del Tratado: dependencia estatal,
prevalencia y no superioridad
normativa del mismo
Con todo las dificultades más llamativas
para considerar una verdadera Constitución
al Tratado se refieren, de un lado, a la dependencia del sistema comunitario de órdenes
políticos independientes del mismo, de manera que el punto de apoyo de dicho sistema no
remite a la propia Constitución y, de otra parte, a la especial relación que, en paralelo a la
simultaneidad de la Unión y los Estados en el
plano político, se establece entre el derecho
de la Unión y el derecho, incluido el constitucional, de los miembros de la Unión.
Como ha quedado dicho el Tratado constitutivo remite a los Estados, que son los que de
acuerdo con su propio ordenamiento, expresan su consentimiento para adherise o establecer la organización política de la Unión.
Desde este punto de vista, el Tratado de la
Unión es una modificación del Tratado anterior, si bien el contenido del mismo ha sido,
como sabemos, propuesto a través del procedimiento de la Convención a que ya nos
hemos referido. Como también hemos señalado la reforma de la Constitución requiere del
consentimiento unánime de los Estados, que
no pueden ser sustituidos por la voluntad
constituyente de los ciudadanos de la Unión,
instituidos al efecto como cuerpo electoral
soberano. La dependencia de los Estados se
manifiesta en el compromiso constitucional
de respetar la identidad y estructuras de los
mismos, reconociendo la reserva de las funciones políticas máximas, según el artículo 1-
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5 TCE4. Tal dependencia se pone de relieve
asimismo en la práctica inexistencia de un
aparato organizativo propio de la Unión, la
cual queda expuesta, en lo que se refiere al
cumplimiento de sus decisiones, a la ejecución administrativa llevada a cabo por los
órganos correspondientes de los Estados
miembros. Así la Unión sólo decide, legisla y
controla, pero la ejecución propiamente dicha
no le corresponde.
La vinculación estatal de la Unión alcanza
a la garantía del cumplimiento de su derecho
por parte de sus integrantes, de lo que responden exclusivamente los mismos con independencia de la intervención en dicha cumplimentación que puede corresponder perfectamente a sujetos políticos descentralizados,
de acuerdo con la organización territorial del
poder propia de cada miembro de la Unión y
que ésta ha de respetar conforme al artículo
1-5 del Tratado que acabamos de citar, y, en
lo que se refiere a España, según una doctrina constitucional bien asentada, conforme a
la cual, aunque el derecho comunitario atribuya la responsabilidad de su cumplimiento
a las autoridades centrales de cada Estado, la
ejecución del mismo corresponderá a la autoridad competente según las reglas de distribución de poder internas de cada ordenamiento (STC 252/1988). La dependencia estatal de la Unión alcanza incluso al plano normativo donde la exclusividad competencial es
la excepción. Lo normal es que los títulos
competenciales sean concurrentes y la normación se produzca de modo compartido de
acuerdo con un marco de referencia establecido en la legislación de la Unión. Necesariamente la densidad de la regulación por parte
4
«La Unión respetará la identidad nacional de
los Estados miembros, inherente a las estructuras
fundamentales políticas y constitucionales de éstos,
también en lo que respecta a la autonomía local y
regional. Respetará las funciones esenciales del
Estado, en particular las que tienen por objeto
garantizar su integridad territorial, mantener el
orden público y salvaguardar la seguridad interior».
40
de la Unión ha de ser la que corresponda a
cláusulas de estructura más bien principial,
como ocurría antes con las directivas, susceptibles de una cumplimentación por parte del
legislador, central o no, de los Estados miembros, que han de contar con suficiente espacio
para llevar a cabo una política legislativa propia. Como sucede con los sistemas federales
de integración, esto es, los formados a partir
de la traslación de poderes de los integrantes
a la Federación, en la Unión Europea la cláusula residual favorece a los Estados miembros frente a lo que acontece en los Estados
federales de devolución en los que la descentralización se produce desde la Federación a
los Estados miembros5.
Pero el escollo más importante para la
compatibilidad jurídica de nuestro orden
constitucional con el europeo tiene que ver
con la cuestión de la prevalencia, del derecho
europeo frente al nacional establecida ahora
de modo paladino en el Tratado. Si las relaciones entre el derecho europeo y el nacional
se entienden en términos de jerarquía, y se
atribuye una posición inferior a la Constitución española en relación con el derecho europeo, queda arrumbada la supremacía normativa de la Constitución y nuestro sistema
constitucional resulta integrado en un orden
superior del que forma parte como órgano o
poder del mismo. La Constitución deja de
apoyarse en una soberanía propia, la del pueblo español, para incorporarse a un orden
ulterior con una fundamentación, la de un
poder constituyente europeo, anterior o superior. Se procedería así a una especie de disolución del Estado español, como orden político independiente y soberano, en un sistema
político, en puridad en una nueva organización política o superestado, que lo sustituiría.
Con independencia del procedimiento utilizado para dicha transformación, y de la falsa
cobertura constitucional que pudiera invo-
5
Véase mi trabajo, «El Estado autonómico en
perspectiva». Revista de Estudios Políticos, nº 124.
Abril-junio 2004, pág. 11.
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carse, en lo que habría de concluirse es en que
tal transformación supondría una verdadera
reforma constitucional, imposible de llevar a
cabo sin cambiar la Constitución. Naturalmente lo que ha de decirse es que esa transformación del Estado no es posible y que por
tanto no cabe presentarla como un objetivo
llevado a cabo a través del Tratado Constitucional.
La constatación de la prevalencia del derecho europeo sobre el nacional, constitucional
o no, no hace sino consagrar un principio
jurisprudencial reconocido en la práctica jurídica comunitaria desde bastante tiempo
atrás (casos Costa c. Enel y Simenthal) y no
debe entenderse como la manifestación de la
superioridad del orden constitucional europeo sobre el nacional, sino como una exigencia inexorable («requisito existencial» se le
llama en el Dictamen del Consejo de Estado y
en la Declaración del Tribunal Constitucional) que asegure la observancia homogénea
del derecho comunitario en todo el territorio
de la Unión6. La afirmación del orden comunitario como sistema con eficacia en todo el
territorio en términos semejantes sólo puede
establecerse, además de recabando para sus
mandatos efectos directos, impidiendo que
ningún Estado pueda oponer al derecho
comunitario la excepción de sus propias normas, incluidas las de rango constitucional7.
6
Como no podía ser menos la integración se
hizo asumiendo lo que en realidad es el fundamento de la misma, esto es, la supremacía del derecho
comunitario sobre cualquier norma de derecho
nacional que se le opusiera. La aceptación de la
prevalencia del derecho europeo no ha de considerase un rendimiento del principio de la soberanía, a
la que no se renuncia puesto que la decisión sobre
la incorporación y la permanencia en el nuevo sistema político corresponde a cada Estado. Pero lo
cierto es que, al menos comparado con las ventajas
funcionales de la prevalencia, la soberanía resulta
un concepto bastante inútil en el modelo europeo,
lo que sin duda da cuenta de la capacidad de innovación del edificio constitucional comunitario.
7
Los Estados, además, son los garantes de la
observancia uniforme y homogénea del derecho
Las relaciones entre el derecho comunitario y el nacional no han de entenderse de
acuerdo con el principio de jerarquía trasladando al orden normativo una superioridad
política que un sistema institucional, el que
ha producido la norma que prevalece, tendría
sobre el sistema político del Estado miembro,
que ha producido la norma que cede. La resolución de los conflictos normativos de acuerdo
con el principio de jerarquía, implica la pérdida de validez de la norma que contradice a la
superior, de manera que la norma inferior
deja de formar parte del ordenamiento. Pero
la superioridad jerárquica puede conllevar
exclusivamente la inaplicación de la norma
inferior o acarrear, a través de su impugnación, su anulación.
Las relaciones entre el derecho comunitario y el nacional deben entenderse de acuerdo
con el principio de competencia. Según el mismo, como el otro gran criterio estructurador
de los ordenamientos, singularmente de los
complejos, cada tipo de estructura institucional tiene reservada una determinada materia o ámbito de regulación cuyo dominio no
puede ser invadido por la actuación normativa de otro nivel de autoridades. No cabe
entonces la contradicción entre una norma y
otra, aunque dos normas procedentes de
autoridades diferentes pueden ocupar el mismo espacio material. En tal caso no cede la
norma inferior ante la superior, puesto que
no se admite la ordenación del sistema jurídico conforme a los criterios de supra y subordinación sino conforme al principio de separación. De modo que no cede la norma dictada
por el órgano inferior sino por el órgano
incompetente8.
europeo en todo el territorio de la Unión. Como
señalamos más adelante, no tendríamos un orden
europeo verdadero si se admitiesen tantas variedades de su realización como regiones existen y no se
contemplase la intervención de los Estados asegurando un nivel equiparable en la vigencia del derecho europeo en todo el territorio de la Unión.
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El principio de jerarquía tiene mas bien
vigencia intraordinamental, esto es, sirve sobre
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La prevalencia se plantea entonces en el
plano de la vigencia y se resuelve o puede
resolverse inaplicando la norma considerada
inadecuada o creada sin título habilitante
para su producción por el órgano incompetente. La cuestión es que el ámbito material en
que se aplica la prevalencia del derecho europeo sobre el nacional es limitado y consentido, pues como ya sabemos el sistema europeo
es un orden de atribución, referido a determinadas competencias, que no pueden poner en
cuestión el sostenimiento de los Estados,
como sistemas políticos separados y encargados del desempeño de las funciones vitales
políticas de cada comunidad. De otro lado,
como nos consta, son los Estados quienes
soberanamente, esto es, en términos de libertad absoluta, deciden sobre su entrada y continuidad en la Unión.
Cierto que la prevalencia del derecho europeo se establece en la Constitución europea y
no en la española; pero se trata de una cláusula, en virtud de lo que hemos señalado con
anterioridad, más declaratoria que constitutiva. El derecho constitucional europeo, en el
ejercicio de las competencias cedidas, se
impone al nacional, si aquel ha de afirmarse
como un orden cierto y homogéneo; y ello
habría de ser así aunque no lo estableciese la
Constitución europea, como efectivamente ha
ocurrido siempre, de modo que la supremacía
del derecho europeo no es una exigencia
todo para ordenar la posición de las normas dentro
del sistema. La utilidad del principio de competencia resalta en los ordenamientos complejos para
entender las relaciones entre los diversos componentes del mismo, de modo que su eficacia es sobre
todo interordinamental. Pero en el seno de cada
ordenamiento resulta asimismo de utilidad el principio de competencia para entender el propio sistema de fuentes, de modo que la posición respectiva
de las mismas no se deduce exclusivamente del
principio de jerarquía (ello ocurre, por ejemplo,
dentro del ordenamiento central para entender las
relaciones entre la ley ordinaria y la ley orgánica, o
la posición del reglamento parlamentario respecto
de la ley, etc.).
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impuesta por dicha Constitución, sino, si bien
se mira, sólo reconocida por ella9.
Como se sabe la Declaración del Tribunal
Constitucional (DTC 1/2004) estableciendo que no
hay incompatibilidad entre el Tratado Constitucional y la Norma Fundamental española, se basa en
buena parte en la distinción entre el plano normativo de la validez y el de la eficacia, de manera que
las colisiones entre normas procedentes de uno y
otro sistema pueden resolverse, una vez admitido
que tienen lugar en el nivel de la aplicabilidad, sin
recurrir a la anulación, que, en cambio, procedería
si dicho conflicto se presentase como una contradicción entre normas de diferente rango. «La Proclamación de la primacía del derecho de la Unión por
el art.I-6 del Tratado no contradice la supremacía
de la Constitución» se lee en el fundamento IV de la
Declaración 1/2004. «Primacía y supremacía son
categorías que se desenvuelven en órdenes diferenciados. Aquélla, en el de la aplicación de normas
válidas; ésta, en el de los procedimientos de normación. La supremacía se sustenta en el carácter
jerárquico superior de una norma y, por ello, es
fuente de validez de las que le están infraordenadas, con la consecuencia, pues, de la invalidez de
éstas si contravienen lo dispuesto imperativamente en aquélla. La primacía, en cambio, no se sustenta necesariamente en la jerarquía, sino en la
distinción entre ámbitos de aplicación de diferentes normas, en principio válidas, de las cuales, sin
embargo, una o unas de ellas tienen capacidad de
desplazar a otras en virtud de su aplicación preferente o prevalente debida a diferentes razones.»
Compartimos el núcleo central de la argumentación de la Declaración que, a pesar de su razonabilidad, encuentra sin suficiente base las dudas del
Gobierno al preguntarse por la compatibilidad
entre el Tratado y la Constitución. Desde luego, el
reconocimiento al Alto Tribunal de la diligencia y
sensatez de su Resolución, no puede hacerse sin
señalar algunos puntos débiles de dicha Declaración. Me refiero, por ejemplo, a la artificiosidad de
la distinción entre la primacía del sistema comunitario y la supremacía constitucional, así como a la
delimitación, tal vez demasiado constreñida, del
objeto de la consulta, de modo que todavía puede
considerarse que falta una resolución constitucional sobre nuestra integración europea, así como el
silencio, excesivamente prudente, sobre la posibilidad, ya no digo sobre la necesidad o pertinencia, de
una reforma constitucional sobre Europa.
De todos modos, y yendo al fondo, sería conveniente no llevar en la argumentación que a veces se
utiliza contra la decisión del Tribunal Constitucio9
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Si el Tratado constitucional no se propone
una transformación de los Estados miembros, pues no pretende la suplantación de su
poder constituyente, disponiendo de ellos,
absorbiéndoles en la organización de la
Unión o convirtiéndolos en simples órganos
de la misma, quiere decir que su ratificación
se atiene escrupulosamente a los términos
establecidos en nuestra Constitución en su
artículo 93, ya que la celebración del Tratado
de la Unión no supone otra cosa que la atribución a una organización o institución internacional del ejercicio de competencias derivadas de la Constitución. Reparemos en que lo
que la Constitución permite es la atribución
del ejercicio, y no de la titularidad de determinadas competencias. La traslación del simple ejercicio, que puede ser gráficamente descrita como cesión o transferencia no necesariamente definitiva, es lo que explica la posibilidad de recuperación de las competencias
entregadas si se produjese nuestra retirada
(o expulsión y suspensión) como miembro de
la Unión. De otra parte, como corresponde,
nal, demasiado lejos l´ esprit de système. La compatibilidad entre el orden constitucional y el comunitario es bien difícil de lograr si nos limitamos a
aplicar, para entender sus relaciones entre sí, la
mejor lógica en el sistema de fuentes que es la
jerárquica. Pero la utilización del criterio de la
jerarquía lleva o bien a la absorción del sistema
estatal en el orden comunitario, si se conjuga a
favor del derecho comunitario, o bien a la inoperancia del sistema europeo, si nos inclinamos por
la superioridad del derecho estatal. Al final no tendríamos un sistema complejo, un megaordenamiento, sino un complejo de sistemas, cuya ordenación interna depende de criterios aleatorios y
difícilmente reducibles a un canon de previsión y
seguridad.
Por ello es pertinente esforzarse por encontrar
una «segunda salida», menos brillante, menos clara, también menos sistémica. La diferenciación
entre validez y eficacia y la oposición entre el principio de jerarquía y el de competencia constituyen
el equipamiento categorial de que disponemos ahora para explicar el superordenamiento que integran el derecho comunitario y los nacionales. Preguntémonos por la virtualidad operativa y no sólo
por los títulos lógicos de dichos instrumentos.
según ya sabemos, a un orden de atribución,
lo que se cede a la Unión son competencias
derivadas de la Constitución. Se trata en
efecto necesariamente de algunos poderes, a
saber, los que requiere el sistema institucional europeo para cumplir sus fines, por tanto
facultades tasadas, a ejercer de acuerdo también con determinadas formas, normativas o
no. A pesar de la indeterminación del lenguaje del Tratado, ya que como sabemos la configuración finalista de las competencias implica unas posibilidades ciertas de expansión, lo
que compensa el esfuerzo que en esta ocasión
se ha hecho por establecer los ámbitos materiales a que alcanza la actuación comunitaria, y las posibilidades de atender a la consecución de los objetivos de la Unión a pesar de
la falta de competencias concretas, cumpliendo determinados requisitos procedimentales,
es obvio que el Tratado confiere a la Unión
capacidad para decidir en relación con competencias concretas, determinadas, y, con las
dificultades ya señaladas, ciertas.
Se trata en segundo lugar de competencias
derivadas de la Constitución. No por tanto, de
competencias para disponer de la Constitución. Ceder la competencia sobre la Constitución sería renunciar a la soberanía, lo que
jurídicamente sólo sería posible a través de la
reforma de la Constitución. Pero la Constitución únicamente puede reformarse a través
del procedimiento específico habilitado para
ello en nuestra Norma Fundamental, en el
Título X. Como hemos señalado en otras ocasiones, si la reforma fuese alcanzable por un
mecanismo no establecido para la modificación constitucional, los procedimientos de
reforma no servirían para nada, y no tendríamos entonces verdaderamente Constitución,
ya que una Norma Fundamental cuyas exigencias pueden excepcionarse no rige verdaderamente, ni obliga, ni, mirándolo con propiedad, es Constitución.
La cobertura constitucional del artículo 93
es suficiente, así, para justificar la supremacía del derecho europeo sobre el nacional.
Dicho precepto también sirve para asumir
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mediante la firma del Tratado la recepción en
nuestro ordenamiento de la Declaración de
derechos que integra aquel ordenamiento
jurídico. Recordamos que la ratificación de
Tratados sobre derechos y libertades por parte de España no supone la ampliación de
nuestra Declaración de derechos. No podía
ser de otro modo, pues la materia de los derechos fundamentales es claramente constitucional (sin derechos no hay Constitución) y
sobre ella es necesaria una decisión explícita
del constituyente. Recordemos cómo durante
la constituyente española se evitó, sin duda
con buen criterio, la determinación de los
derechos fundamentales a través de una
remisión al derecho internacional, haciéndola objeto explícito de la actuación constituyente. Esta toma de posición incrementó la
legitimidad de los derechos fijados en la
Constitución y facilitó una actividad jurisprudencial, especialmente del Tribunal
Constitucional, sobre un asidero más concreto y específico, en relación con su comprensión y aplicación. Para lo que sí sirve la Declaración es para asegurar, según ya vimos, un
mínimo contenido, afirmado también a partir
de la jurisprudencia que se establezca por las
instancias judiciales correspondientes, que
integre necesariamente el contenido esencial
de dichos derechos. Piénsese de otro lado que
el destinatario obligado por la declaración del
Tratado son las autoridades de la Unión o los
Estados cuando apliquen el derecho europeo.
Evidentemente en estos casos la sujeción al
derecho europeo no libra a las autoridades del
Estado de su vinculación a las exigencias respecto de los derechos fundamentales establecidas en su propio derecho.
Por lo que se refiere al parámetro normativo no hay diferencias de inspiración de relieve entre las declaraciones nacionales de derechos y la europea. La europea se reclama tributaria de las tradiciones constitucionales
comunes de los Estados miembros, e incorpora regulaciones que integran textos de declaraciones internacionales y desarrollos jurisprudenciales indiscutibles para todos los
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miembros de la Unión. Ciertamente las diferencias en el plano normativo, mínimas aunque efectivamente existentes, como no puede
menos de ocurrir teniendo en cuenta la diferencia de fechas entre la Declaración europea
y las demás, se aumentarán cuando se produzca una interpretación de estos derechos
por parte de las instancias jurisdiccionales
pertinentes, de manera que los tribunales
nacionales no podrán prescindir del plano
europeo ni las instancias europeas de la protección, normativa e interpretativa, de los tribunales nacionales. Procederá entonces un
dialogo entre jurisdicciones, que a la postre
ha de redundar en una protección más honda
y eficaz de los derechos de los ciudadanos.
3. LA DETERMINACIÓN JURÍDICA
Y POLÍTICA DE LAS REFORMAS
CONSTITUCIONALES:
EL CONTENIDO DE LAS CLÁUSULAS
EUROPEAS DE LA CONSTITUCIÓN
Evidentemente el que mantengamos que,
en términos estrictamente jurídicos, la firma
del Tratado Constitucional no contraviene
ningún precepto constitucional, por lo que no
es necesario recurrir a la previa reforma
constitucional que, como medio de salvar la
constitucionalidad de la ratificación proyectada, contempla nuestro artículo 95 CE, no
puede excluir la posibilidad e incluso la conveniencia de que se produzca una reforma
constitucional en relación con esas cuestiones
u otras, teniendo en cuenta, consideraciones
preferentemente políticas, que como decía al
comienzo de este trabajo no dejan de tener a
su vez perfiles también jurídicos, aunque los
mismos no sean los predominantes.
En términos jurídicos, podemos preguntarnos cuándo una regulación ha de pasar a
integrar el texto normativo de la Constitución. ¿Hay algo parecido a una reserva constitucional? En un plano general podríamos
hablar de una materia constitucional, designándola de modo necesariamente amplio,
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como la referente a la configuración política
de la comunidad, pero únicamente en sus
aspectos básicos o fundamentales. De manera que lo constitucional se definiría por el
objeto, pero también por el nivel de la regulación de la materia. Los reglamentos parlamentarios se refieren, como las leyes que desarrollan los derechos, a materia constitucional pero no son objeto propio de la Norma
Fundamental. De otro lado sabemos que hay
materias constitucionales fuera de la Constitución y normas constitucionales, por utilizar
la nomenclatura de Schmitt, que integran la
Constitución aunque no se ocupen de cuestiones propias de ésta. Al final no podemos tener
más que una idea formal de Constitución y
concluir modesta, y un tanto tautológicamente, que lo constitucional es lo regulado por la
Constitución.
La cuestión se simplifica algo si hablamos
no de la Constitución sino de la reforma constitucional. Sólo es materia de reforma constitucional, lo que la reforma constitucional
incluye, aunque la reforma constitucional,
desde un punto de vista jurídico, ha de contener necesariamente aquellas regulaciones
que supongan un cambio de las cláusulas
constitucionales. La enmienda de una ley
supone la adición, supresión o cambio de un
determinado texto; en el caso de la reforma la
misma está exigida si se quiere introducir
una cláusula que corrija o contradiga una
regulación en el texto constitucional, lo que
ocurre cuando se quiere suprimir una estipulación constitucional o cambiar la misma de
manera que su enunciado sea diferente; pero,
no, a mi juicio, cuando se quiere añadir algo a
una regulación constitucional, pues la decisión sobre el rango de esa materia es función
exclusivamente de consideraciones políticas.
Pongamos un ejemplo: la atribución de nuevas competencias al Senado es desde luego
una materia constitucional, pues se trata de
la configuración de un órgano constitucional,
en la que corresponde una intervención
importante a la fijación de sus facultades.
Ahora bien ¿por qué esa atribución competen-
cial ha de incluirse en la Constitución? Jurídicamente podría ser suficiente el reconocimiento de esa competencia en el reglamento
de la Cámara o hacerla objeto de una ley
sobre la participación de las Comunidades
autónomas en los asuntos europeos, verificada en este caso concreto en el Senado. Son
entonces consideraciones políticas las que llevan a decidir si una regulación, materialmente constitucional, pero que no supone un cambio constitucional verdadero, ya que no pretende suprimir ni alterar una cláusula concreta constitucional, debe integrarse en la
Constitución, pasando a disfrutar de la fuerza activa y pasiva o resistencia de la Norma
Fundamental.
La entrada de España en la Comunidad,
como la ratificación del presente Tratado, tienen un evidente alcance constitucional, con
consecuencias muy claras en ese plano. A
veces nos hemos referido a tales efectos dándoles la trascendencia de una mutación constitucional. Si se nos permite el modo de
hablar así, diríamos que nuestra pertenencia
a la Unión, antes pero especialmente después
del Tratado, habida cuenta de la constitucionalización que éste implica, ha supuesto un
nuevo nivel de nuestro orden constitucional.
Se ha pasado de un orden completo y cerrado,
meramente nacional, a un nuevo sistema
diferente y yuxtapuesto, pero a la vez dependiente e influyente respecto del primero. El
derecho europeo, en efecto, se aplica y garantiza por instancias nacionales, pues, ya lo
hemos dicho, no hay apenas aparato organizatorio propio comunitario, entendiendo por
tal una administración y un sistema judicial
exclusivos; pero el derecho europeo se cumplimenta, lo que antes se solía denominar como
trasposición, mediante normas nacionales,
que en realidad no son ya derecho estatal sino
sobre todo, habida cuenta del parámetro que
están obligadas a satisfacer, normas comunitarias. La determinación de los órganos que
tienen encomendada el cumplimiento de una
función en el plano de la política europea,
partiendo o no de una indicación al respecto
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en el propio Tratado, así como del procedimiento de toma de decisión de los mismos evidentemente son materia constitucional.
ley, vigente, pero considerada anticomunitaria, por haber quedado desplazada, que no
derogada, por otra ley posterior.
De estas cuestiones tres destacan especialmente como aspirantes a integrar lo que
podríamos llamar la(s) cláusula(s) europea(s)
de nuestra Constitución, a incorporar, en virtud de su relieve político la reforma europea,
una vez que se hiciese constar explícitamente
nuestra pertenencia a Europa y la voluntad
de integrar en condiciones de igualdad y plena participación la organización de la Unión.
Me refiero especialmente a una cláusula que
reconociese la prevalencia del derecho europeo, de acuerdo con las necesidades requeridas para asegurar la vigencia sin excepción
del mismo en todo el territorio de la Unión,
hasta el límite de las competencias cedidas
por el Estado y respetando el orden fundamental del mismo. La limitación de las atribuciones de la Unión, en el plano normativo,
está garantizada en el mismo Tratado, como
ya sabemos, pero también en nuestro derecho, en la medida que, según ya ha quedado
claro, lo que el artículo 93 CE permite es la
cesión del ejercicio (y no de la «titularidad»)
de algunas competencias derivadas de la
Constitución, no, por tanto, de la propia
Constitución o las atribuciones fundamentales (soberanas) de la misma.
A mi juicio hay otra importante dimensión
de la incorporación del Estado español a la
organización europea que sin duda debe ser
registrada en una modificación constitucional en ciernes. Me refiero a lo siguiente. La
Unión Europea, por múltiples razones,
comenzando por la base jurídica de su sistema constitucional, un Tratado, no puede
prescindir de los Estados que son las piezas
esenciales del modelo político común y, además los garantes de la observancia uniforme
y homogénea del derecho europeo en todo el
territorio de la Unión. En efecto no tendríamos un orden europeo verdadero si se admitiesen tantas variedades de su realización
como regiones existen y no se contemplase la
intervención de los Estados asegurando un
nivel equiparable en la vigencia del derecho
europeo en todo el territorio de la Unión. Pero
la imprescindibilidad de los Estados en la
base y funcionamiento de la Unión no puede
poner en cuestión la condición descentralizada de sistemas políticos como el español ni
hacer posible una recuperación de las competencias por parte del Estado central en cuanto responsable final del desarrollo y aplicación del derecho europeo, que según el reparto interno de poderes, corresponda en nuestro
caso a las Comunidades Autónomas.
En el plano institucional la ratificación del
Tratado tiene alguna implicación constitucional para nuestro ordenamiento que ya hemos
señalado. En este sentido convendría referirse a la intervención de ambas Cámaras de
nuestro Parlamento, por cierto en términos
de igualdad, paridad que no supone una
estricta novedad, que ya se observa en el caso
de la reforma constitucional, para prevenir,
de acuerdo con las exigencias del principio de
subsidiariedad, detectando alguna invasión
competencial. Seguramente no estaría
demás, asimismo, recoger la posibilidad de
que los jueces acuerden la suspensión de una
ley española, mientras se sustancia la cuestión prejudicial y referirse a la eventualidad
de que dichos jueces puedan no aplicar una
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Así no sobraría la garantía constitucional
introducida mediante la reforma de la Norma
Fundamental, de acuerdo con el principio de
subsidiariedad, estipulando que el desarrollo
del derecho europeo se ha de hacer de conformidad con los criterios de distribución competencial de nuestro ordenamiento, reconociéndose asimismo la facultad de las Comunidades Autónomas para participar, utilizando la
representación del Estado, en la toma de
decisión por parte de los órganos comunitarios sobre asuntos de competencia exclusiva o
preferente de una o de varias Comunidades
Autónomas conjuntamente.
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La importancia de la reforma constitucional propuesta que consistiría, de acuerdo con
lo señalado, en añadir a la Constitución los
cambios referidos, nos enfrenta a mi juicio a
una verdadera configuración de la forma política española, integrante de un orden mayor,
aunque yuxtapuesto, al nacional, no exactamente superior y diferente del mismo, como
se ha visto, que es la organización europea.
Tal decisión, aun con un sentido antes confirmador que innovador, en la medida que no se
trata de crear un nuevo sistema político sino
de reconocer nuestra pertenencia al mismo,
tiene un obvio alcance constitutivo, lo que
afecta sin duda al Título Preliminar de la
Norma Fundamental, que es el lugar en que
se contiene la definición esencial, tanto en
términos valorativos como organizativos, de
la forma política. Por ello es en este mismo
Título Preliminar donde debería incluirse, al
menos la parte nuclear, de la reforma propuesta. Se trataría, por tanto, de una reforma
cualificada, que ha de llevarse a cabo por la
vía agravada del artículo 168 de la Constitución, requiriéndose entonces, según es bien
conocido, de una mayoría especialmente alta,
reiterada y acompañada obligatoriamente de
un referéndum de todo el cuerpo electoral de
la Nación, procedimiento que, a mi juicio,
debe aplicarse al resto de las reformas de la
Carta Suprema preconizadas por el Presidente del Gobierno.
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