La gratuidad, aportación del voluntario Carlos Giner de Grado Doctor en Filosofía Doctor en Ciencias de la Información UN FENÓMENO SINGULAR Introducir en el escenario de la vida social postmoderna el concepto de gratuidad o de altruismo, a unos les puede sonar a falso y a otros de claramente utópico. En un mundo dominado por la competitividad y el lujo desbordado, cuando no por la corrupción y la especulación, resulta extraño o anacrónico la existencia de personas que no se mueven por el interés personal crematístico, sino que se ven impulsadas por el más absoluto desprendimiento, dispuestas a entregar su vida en beneficio de los demás. Comprender este extraño fenómeno, que, sin género de dudas, se sitúa en una órbita más allá de lo normal, exige profundizar en los más obscuros resortes que determinan el comportamiento de los seres humanos, dando por supuesto que no existen seres totalmente idénticos y que cada individuo pasa por épocas distintas en el curso de su historia. Parece imposible encontrar en la vida real un ser tan petrificado en el egoísmo que no sea capaz de hacer un acto generoso, ni tampoco la encarnación perfecta del altruismo sin mezcla de impurezas autocomplacientes. En todo ser humano se debaten dialécticamente la tendencia centrípeta que puede cristalizar en una soberbia, capaz de arrasar con todo lo que se le cruce en su camino, y otra tendencia que le lleva a buscar la alteridad como objetivo primario de su desarrollo personal. Según predomine una u otra tendencia, el espectador extraño diseñará el perfil de la personalidad de una u otra persona como malvada u honesta, en función de su conturbación negativa o positiva a la destrucción o construcción del interés general. 144 En una sociedad como la española, marcada, a lo largo de los siglos, por síndromes de intolerancia maniquea, empeñada en establecer fronteras infranqueables entre los malos y los buenos, bajo epígrafes tan variados como cristiandad e islamismo, absolutismo y liberalismo, centralismo y regionalismo, queda aún mucho trecho por recorrer para alcanzar, colectiva e individualmente, el justo equilibrio entre una tolerancia respetuosa con las creencias de los demás y la afirmación de las propias convicciones. Por eso resulta incomprensible para muchos aceptar que existen seres humanos que, lejos de todo fanatismo, están dispuestos a consagrar su tiempo a los demás, sin recompensa alguna de tipo económico. La realidad pone de manifiesto que el ancestral cainismo ibérico está siendo felizmente suplantado por una corriente avasalladora de generoso altruismo, un sentido profundamente enraizado en muchas parcelas de nuestra cultura. LA LEY 6/1996 No es aventurado afirmar que 1996 marcará un hito en la historia social de España, por haber sido el año del reconocimiento público del voluntariado. Con las imprecisiones y limitaciones obligadas en un texto, cuyo objetivo es normativizar un hecho tan complejo como el voluntariado, no cabe la menor duda de que se han puesto los cimientos centrales para levantar desde allí un nuevo edificio. De esa forma se ha deslindado, en primer lugar, la diferencia entre el voluntarismo de los francotiradores y los voluntarios que participan en organizaciones públicamente reconocidas, sean privadas o entidades de derecho público en sus tres esferas de centrales, autonómicas o locales. Se ha otorgado así carta de ciudadanía a unas actividades que hasta el presente estaban consideradas como secundarias o accidentales. Y se ha elevado a rango de ley la carta de derechos y deberes de aquellos cooperadores sociales que desarrollan un conjunto de actividades en pro de los más necesitados, al margen o más allá de la relación laboral, funcionarial, mercantil o cualquier otra retribuida, tal como expresa el artículo 3.1 de la Ley 6/1996. De los muchos rasgos que se pueden considerar como distintivos de esta figura del voluntariado, el texto legal sitúa al concepto de gra- 145 tuidad como el más definitorio, no sólo porque se inserta en el cuadro de los valores superiores de altruismo, solidaridad y libertad, sino porque sus actuaciones deben cumplir con la condición explícita de «que se lleven a cabo sin contraprestación económica». Con el fin de delimitar más claramente el perfil consustancial a esta figura, la ley declara en otros artículos que los voluntarios están obligados a «rechazar cualquier contraprestación material que pudieran recibir del beneficiario o de otras personas relacionadas con su acción» (art. 7). Esta contundencia con la que determina el legislador la fisonomía del trabajo voluntario concebido como aportación gratuita, no excluye que se regulen pormenorizada y realistamente algunos derechos, entre los que destaca el «reembolso de los gastos que el desempeño de la actividad voluntaria ocasione» [art. 3.1.c), art. 6.e) y art. 8.c)]. Pero hay que advertir que este obvio reconocimiento repercute directamente no sobre la persona del voluntario, sino sobre los gastos que comporte la actividad que ejerce. Por otro lado, se le otorgan otros beneficios de menor cuantía, como el de estar asegurados contra los riesgos de enfermedad o accidente, derivados del ejercicio de su trabajo [art. 6.d) y art. 8.b)], la garantía de las debidas condiciones de seguridad e higiene [art. 8.f)], y otros incentivos de bonificaciones o reducciones en el uso del transporte público y acceso a museos (art. 14). Otro incentivo peculiar incorporado a esta ley es el de la equiparación del tiempo prestado como voluntario con el servicio militar, así como la convalidación total o parcial con la prestación social sustitutoria, dentro de unas condiciones prefijadas de antemano. En principio, este sorprendente privilegio empaña y desluce la fuerza del trabajo voluntario, puesto que se puede interpretar como un subterfugio a la obligatoriedad del servicio militar. Se puede fácilmente dar la paradoja de que voluntarios afiliados a organizaciones antimilitaristas disfruten de este beneficio particular. Y se puede sospechar que algunos voluntarios ejercen esta función más por los efectos que surtan sobre su incorporación a filas que por motivaciones altruistas. Sea lo que fuere, lo cierto es que el legislador ha incluido entre las medidas de fomento del voluntariado esta equivalencia con el servicio militar. 146 UNA APORTACIÓN PERSONAL Queda de manifiesto que la configuración del trabajo voluntario se substancia en la categoría de la gratuidad, lo cual presupone que estos promotores del bienestar social cuenten con otros medios para hacer frente a las necesidades fundamentales de la vida. En ocasiones, como en el caso de los primeros compañeros del Abbé Pierre, cuando crean los traperos de Emaús para solucionar el problema de los «sin techo» ellos mismos se ponen a mendigar en el bulevar parisiense de Saint-Germain. Esta cualidad de desempeñar una actividad gratuitamente, es decir, sin recibir nada a cambio de ella, abarca tanto al sujeto activo que la realiza como a la persona que la recibe, que tampoco debe pagar nada por esa prestación. Sin embargo, esta ausencia de relación económica entre el colaborador social voluntario y el beneficiario necesitado de algún tipo de ayuda y protección, no sólo no empobrece a ninguno de los dos, sino que enriquece a ambos, en el sentido en que a todos les humaniza. A uno, porque siente en su propia carne el palpito de un ser humano que le conforte. Al donante, porque ve que su acción no cae en el vacío, sino que cura o al menos alivia sufrimientos morales o dolores físicos de un miembro de la familia humana. Por anormal que parezca a primera vista esta actitud de servicio desinteresado, no resulta inexplicable para quienes son capaces de comprender que también en el mundo actual, dominado por el afán de riquezas, existen seres humanos que encarnan en su vida el dicho de que es más feliz dar que recibir, que es más valioso ser que tener, compartir que acaparar. Esta actitud de sentirse personalmente culpables ante el espectáculo lacerante de las estructuras sociales injustas, productoras de bolsas de marginación y de pobreza, desencadena una toma de conciencia personal y un sentimiento de responsabilidad ante las desgracias ajenas. Una vez que se ha sentido interpelado por las desgracias que otros padecen, bien a miles de kilómetros de distancia, bien a la puerta de la propia casa, se decide orientar la vida en función más de los otros que de uno mismo. 147 Como en cualquier acto de amistad, la persona que se siente im­ pulsada por el altruismo antepone la felicidad del otro a sus gozos y satisfacciones propias. Se la podrá llamar de muchos nombres: amis­ tad, misericordia, solidaridad, beneficencia, caridad y otros mil. Pero lo cierto es que nos encontramos en esferas psicológicas de grado su­ perior que giran siempre en torno al polo del amor, cuyo efecto más visible es el de la donación de una persona a otra, sin espera de re­ compensas o contrapartidas de ningún tipo. Por encima de explica­ ciones religiosas, políticas o culturales, el voluntario se siente impul­ sado libremente a entregar su vida a una causa que le merece la pena.