Bernardo Kordon-Hacele bien a la gente

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Bernardo Kordon
Hacéle bien a la gente
De Todos los cuentos, Corregidor, Buenos Aires, 1975.
—¿Te das cuenta, che? —Armando se volvió hacia mí—. ¡Eso me
pasa por ser bueno!
El encargado de Discolandia hizo una pausa para que su patrón me
expresara la amargura que le producía eso que le alcahueteaba al oído.
Con un gesto de confianza, Armando me invitó a arrimarme para
escuchar al ortiva. Alcancé a enterarme que se trataba de la amenaza
de juicio por un despido sin el pago del preaviso y otras prebendas.
—¿Sabes quién es? —me informó—. ¡Ese chanta de Atilio!
Apuró al encargado:
—¿Ya tomó el café? Entonces vaya a cuidar el negocio.
Resopló a mi lado:
—¿Te das cuenta? Un juicio. ¡Eso me faltaba!
Nos llegó un tufo de juzgados polvorientos y sádicos leguleyos
levantaron sus togas para hacernos llegar los acumulados humores de
sus tripas podridas. Conocíamos la justicia por algunas películas y las
caricaturas de Doummen, y eso ocurre lejos en el tiempo y el espacio,
pero de repente ahí los tenemos a la vuelta de Talcahuano, a pocos
pasos de donde tomábamos un cafecito de parado nomás.
—Ahí viene Cara de Gato —me anunció sin ningún entusiasmo. Se
dio vuelta para taparme y no dejarse ver. Empezó a balancearse y a
manotear, el gesto de charlar animadamente. Cara de Gato no nos vio
y pasó de largo.
—Me busca pero no quiero verlo ahora —me dijo Armando—. No me
siento bien.
Nos abrimos paso entre el gentío del café y elevamos la voz al
despedirnos:
—¿Viste a Dell'Orto?
—¡Saludos a Vergaduri!
Corrí detrás de Cara de Gato. Lo alcancé cuando miraba la ventana del
café de enfrente.
—¿Anda Armando por aquí?
—Rajó a su casa —le mentí—. No se sentía bien.
—¡Hay que joderse! Quedamos en vernos esta noche.
—Anda preocupado por un asunto fulero.
—¡Le traigo la paponia y me deja en banda!
—¿Verdad?
—El quiosco de don Pancho por sólo un millón.
—Chauchitas, ¿eh?
—Vale mucho más. Y lo ofrecen a premio. Con documentos hasta el
año del pedo.
—A lo mejor vuelve Armando, a lo mejor.
—¡Qué lucha che! —se quejó Cara de Gato—. El fato de los locales
anda mal y entonces trato de meterme con mis amigos los
rematadores. ¡Hay cada oportunidad! Pero los negocios grandes son
como esas minas que seguís por la calle y cada vez te gustan más, y le
decís cosas, y al final ellas se encuentran con un tipo pintón que la
espera en la esquina, y se besan y te dejan bien pelotudo y escondido
detrás del buzón. Sin ir más lejos hoy no me fue bien con una tipa.
—¿La seguiste?
—¿Cómo se te ocurre? Es una vieja que vive allá en Belgrano. ¡Si
vieras la casa! Bueno, uno de esos caserones con toda clase de árboles.
¿Vos te creés que esa tipa tiene dos o digamos cuatro piezas? ¡Hay
como veinte piezas, una detrás de otra! Me invitó a tomar el té. ¡Pero
no, cómo se te ocurre! Ningún programa che. Fue para hablar de
negocios. La sierva me metió en un salón y ahí esperé sentadito como
en penitencia. Aproveché para bichar. ¿Vos te crees que esa vieja
tiene un cuadro o dos cuadros, pongamos por caso? Mirá: había un
cuadro que parecía alfombra, tan grande como la pared, y uno
alargado, otros de cualquier tamaño y algunos tan chiquititos que ni
poniéndoles los ojos encima supe lo que querían decir. ¿Te crees por
ejemplo que había una mesa? Escuchá: una mesa grande, otras más
chicas y algunas bien chiquititas. ¿Te creés que había un jarrón y ya
está? Había un jarronazo así de grande y otros más chicos, más
chiquitos y más chiquititos. Con decirte que los tiene encerrados para
que no se los lleve el viento. ¿Para qué tanto, digo yo? Si vieras la
cara de gila de la jovata. Apenas se puso a tiro le hablé de unas
hectáreas que tiene por el lado de San Miguel. Ni pescó el negoción
que le llevé en bandeja. Le expliqué todo y ella callada como si
lloviera afuera. No quiere otear nada y chau mi comisión. ¡Si al menos
Armando me diera esperanzas de meterse en el quiosco de don
Pancho! Ya que falló esa vieja dormida que resulte esto. ¿Será posible
que no acierte siquiera con un placé?
Me conmovió y lo llevé a comer al Pippo. Claro que allí estaba
Armando despachándose el plato de vermichelli. Después vendría el
bife con ensalada mixta y queso con dulce de postre. Esto era
invariable de lunes a sábado, con la precisión de los astros que dan
vueltas en el cielo.
Con un gesto medido Armando nos invitó a compartir la mesa y siguió
masticando a dos carrillos. En el momento que le echaba soda al vino
de la casa, Cara de Gato aprovechó la pausa:
—No esperaba encontrarte en un lugar así. ¡Con la guita que tenés!
—Soy así —Armando se encogió de hombros—. No me gusta pagar
lujos. ¡Pero pidan muchachos! Aquí te sirven los mejores fideos de
Buenos Aires y carne de exportación, la mejor del mundo. ¿Qué me
hablás de un lugar así o asá? ¡Justamente aquí conocí a Frigerio y a
otros cosos de la política!
—Te buscaba para concretar eso que te hablé del quiosco de don
Pancho —dijo Cara de Gato.
Armando hizo que no lo escuchaba y se dirigió a mí:
—¡Buena gente esa Dell'Orto Hermanos! Hay que frecuentarlos. Una
firma prestigiosa y responsable.
—Bueno —dijo Cara de Gato—. Si querés hablamos después.
—La tensión, ¿sabes? El colesterol y lo demás. Un doctor bien
preparado me chamuyó al oído que solamente tenemos un
corazoncito. ¡Y que no hay repuesto! Cuando se para nos llevan en un
cajoncito. Por eso me dijo que no hable de negocios en la hora de los
bifes. Ahora mismo estaba tratando de olvidarme de Atilio, pero
cuando más me esfuerzo en borrarlo del mate, más me acuerdo de él.
No es para menos: fui yo quien lo saqué de la vía y al final me resultó
chorrito. Le dije por las buenas que era un hijo de puta, se lo demostré
científicamente, hasta le ofrecí buenos consejos de padre. Al final le
prometí una recomendación para cualquier colega, siempre que fuera
lejos de Corrientes. ¡No lo quiero ver en mi calle! Que siga afanando
pero lejos de mi casa. ¿No soy un buen tipo? Y ahora ese desgraciado
me inicia un juicio por despido y lo demás. ¡Hacele bien a la gente!
—Acordate de la tensión —le previne—. Del colesterol y lo demás.
—Tenés razón —aceptó Armando—. Mejor hablamos después.
Hay preocupaciones que son verdaderas bombas. La mecha del asunto
Atilio no era larga y reventó en medio del bife de chorizo angosto.
—Lo agarré de sorpresa y le grité de todo —saltó Armando—. No le
pegué por miedo que el degenerado se dejara caer sobre los discos y
me hiciera un desastre. ¿No te digo que es capaz de todo? Después lo
agarré así de las solapas y lo senté arriba de la mesa. Si querés salir de
aquí con las costillas sanas, le dije, tenés que contar cómo me
afanaste. Y cantó todo. Cómo inventaba descuentos que no concedía,
cómo usaba boletas de un talonario comprado en una papelería. Toda
esa guita se la tragaba él, papita para el loro.
—¿Por qué vomitó todo? —pregunté—. ¿Le hiciste tragar la droga de
la verdad?
Armando me dirigió una sonrisa de conmiseración.
—¿No te dije que hice un trabajo científico? Le mandé falsos
compradores y cayó en todas las trampas como un pajarito infeliz. Por
ejemplo, un tipo le compró ocho mil pesos de discos y no pidió ningún
descuento. Me devolvió la boleta y los discos. Pero en la caja esa
compra apareció con descuento. Todo ese balurdo de boletas
falsificadas lo tenía sobre la mesa: mis cartas de triunfo. Cantá todo, le
dije a Atilio, que lo tengo probado cien—tí—fi—ca—men—te.
—¿Ganaste algo con eso?
La conmiseración se transformó en desprecio:
—¿Sabes lo que es algo científico? En la mesa, escondido entre los
discos tenía un grabador dando vueltas. Le registré todo lo que cantó.
Después fijé mis condiciones. No quiero verte por Corrientes, le dije.
Buscá laburo en otro barrio, y mejor andate al campo, o a otro país. El
día que te encuentre en mi camino te vas a arrepentir.
—Don Pancho acepta transferir el quiosco con documentos a tres
años.
—Ahora no me interesa. Ya se viene el verano.
Cara de Gato dejó de comer la buseca para apuntar a Armando con la
cuchara:
—También tengo ese local de la galería. Lo dan casi regalado.
—¡Nada de galerías! Ahí te comen los piojos y te mata el frío.
—Depende —se defendió Cara de Gato—. Para vender discos no era
malo. Tocas fuerte la música y la gente entra buscando el ruido.
Y suspirando:
—Es al cohete: hoy es mal día.
—No se preocupen que pago yo —avisó Armando—. ¡Y atreverse a
iniciarme juicio! Lo voy a reventar. Tiene que desaparecer, mudarse a
otra parte. Y si un día quiere pasar por la calle Corrientes que lo haga
disfrazado o en un aeroplano, porque si lo agarro aquí bueno bueno.
—Tengo una dirección formidable —atacó Cara de Gato.
—¡Acabala con tus negocios! —saltó Armando—. ¿No puedo comer
tranquilo mi bife?
—¿Qué te pasa? Te estoy hablando de la dirección de una mina.
—¡Y ese desgraciado me inicia juicio por despido injustificado! Lo
que no sabe el infeliz es que tengo grabada su confesión. ¡Lo reviento!
—Te digo que es una mina de primera. Si querés te acompaño.
—¿Estás loco? ¿Después de comer? Además vos, tus direcciones y tus
negocios... Necesito más categoría. Y se lo dije claramente: no te
denuncio si te hacés humo para siempre. ¡Y el infeliz me inicia juicio!
—¿Acaso no te resultó buena la dirección que te di la última vez? ¡Si
la tipa parece artista de cine!
—No jodás, viejo. Una flaca sin tetas.
—A mí me gusta. Parece una piba de doce.
—O un pibe. Para el que busca eso. No para mí.
—¡No exageres!
—Cuando se tiró en la cama parecía Cristo en la cruz. ¿No te das
cuenta que ya no necesito tus negocios ni tus direcciones?
Comíamos queso con dulce de batata cuando Cara de Gato inició la
contraofensiva.
—Me extraña de vos Armando. Con los años que te conozco.
Anduvimos juntos en la mala. Y ahora mirá vos. No sos el mismo.
Conmigo nada te cuadra. ¿Qué te parece si el próximo negocio te lo
presento escrito en papel sellado?
—No te pongás así. Vos sabés que me hice mala sangre por ese
desgraciado. Mejor lo hubiera mandado en cana. No lo hice por
bueno, y ahora es él quien me denuncia. ¡Hacele bien a la gente!
—Me extraña de vos Armando —insistió Cara de Gato—. Tanto ruido
por tan poca cosa.
—¿Te parece poca cosa?
—¡Un calavera no chilla! —sentenció Cara de Gato. Si pegás vos,
mejor, y si te la dan, paciencia. La recibís o la metés, pero un calavera
de verdad se queda calladito.
—¿Qué me decís a mí? Fue el otro quien inició el juicio.
—Pero vos hablás de la cana y del grabador. ¡Un asco, che!
Pagó Armando y salimos los tres a dar el paseo de la digestión por
Corrientes. En cada casa de ventas de discos —son varias en cada
cuadra— Armando se detenía para calcular la clientela y las ventas.
De pronto lo vimos con los ojos muy abiertos. La aparición que lo
dejó clavado enfrente de la iluminada entrada del Hollywood era nada
menos que Atilio. Ofrecía un disco a un cliente y apartó la vista
cuando nos vio en la entrada, pero siguió desplegando su sonrisa
vendedora, un gesto de eficacia comercial que resultaba un abierto
desafío a su ex patrón.
—¡No puede ser! ¡Le avisé que no quería encontrarlo nunca en
Corrientes y se acomodó aquí en la competencia! ¡Lo denuncio ahora
mismo!
Lo sacamos de allí casi a la fuerza.
—Acordate de la tensión —le recordé—. Del colesterol y lo demás.
—¡Lo reviento ahora mismo!
—Mañana —dijo Cara de Gato—. Déjalo vivir esta noche.
Por suerte encontramos un taxi libre. Lo metimos adentro como si
fuera un bulto y lo mandamos a la casa.
—¡Saludos a Dell'Orto! —le grité.
Estaba tan deprimido el pobre que ni me contestó.
Al día siguiente lo encontré en Corrientes con el grabador en la mano
y las ojeras de la mala noche.
—Para no creerlo che. Empecé por el Hollywood. Así que ahora tenés
al turro de Atilio, le dije al Turco, cuídate que es chorro. Me escuchó
sin creerme un pito. Soy tu amigo, le dije, y no quiero que te afane
como hizo conmigo. Al final me contestó que yo andaba cabrero con
Atilio por la demanda y que de eso se lavaba las manos. Le dije que
eso de la demanda era lo de menos. Lo importante es que me chorreó
todos los días y a cualquier hora. Seguro que ese miserable de Atilio
cuenta la historia a su gusto. Entonces le dije: aquí tengo grabada su
confesión. Se la quise hacer escuchar. Que no tenía tiempo, que
andaba muy ocupado. ¿Te parece que hay derecho a hacerme eso? Le
quise avisar como amigo y me largó a la calle. ¡Hacele bien a la gente!
Y no creás que eso pasó solamente con el Turco. Después fui a ver a
Mateo y tampoco quiso escuchar la grabación. Ufa, me dijo, estoy
repodrido de escuchar discos todo el día. ¿Qué me venís con otra
milonga? Le conté lo de Atilio y le pedí que le hablara al Turco. ¿Qué
te importa si le roba?, me contestó. Me importa, sí, le dije, porque me
gustan las cosas derechas. Pero el otro me contestó que hay que dejar
que cada uno se cocine en su propia salsa. ¿Te das cuenta? Nadie
quiere escuchar la grabación.
Caminamos hacia el lado del Obelisco.
—Se me ocurre que debe ser interesante esa grabación —opiné.
—¿Te interesa de verdad? —estuvo a punto de abrazarme—. ¡Te la
hago escuchar ahora mismo!
Entramos en el fondo del martillo que forma el café Colombiano.
Armando instaló el aparato sobre la mesa y lo hizo andar. Su rostro se
iluminó con el orgullo del artista que expone su obra maestra. Primero
escuché los últimos compases, con acompañamiento de coro, de una
canción del Palo Ortega, y después un largo silencio, hasta que se
produjeron algunos pasos y un confuso rumor de voces. Alguien,
seguramente Atilio, dijo: "Y bueno, sí, esta boleta la hice yo".
—¿No está claro? —saltó Armando—. Aquí le muestro las boletas
falsificadas y reconoce el afano.
"Chorro de mierda" se escuchó en el alambre y a continuación los
compases de un tango.
—Pasé por alto eso —se lamentó Armando—. Tuve que haber
ordenado que en ese momento no tocaran discos en el negocio.
Después del tango otro silencio y fin de la grabación.
—¿Qué te parece?
—Con esto no lo metes preso —opiné, y fue como si un crítico le
pateara su obra maestra. Se fue sin despedirse.
Al cruzar la calle Uruguay alguien me tomó del brazo. Era Cara de
Gato y me llevó a El Foro. Alegremente me invitó un whisky o lo que
quisiera. ¡Al fin un hombre contento en esta ciudad de amargados!
—Anoche toqué fondo —me confesó—. Ganas de matarme o de rajar
lejos de aquí. Pasé la noche pensando en mi pobre vieja y hoy
temprano empecé a remontar. Me salió un negocio redondo. El que
menos esperaba. Ese clavo del local en la galería. Un verdadero
milagro. Y si supieras con quien. No lo vas a creer. Como para caerse
al suelo. Primero tomá un trago, más largo che, y ahora agárrate
fuerte. ¡Atilio! Sí, Atilio, ese mismo. No es nada charlatán, y eso de
chanta decilo con más cuidado. Termina de darme veinte mil pesos y
ni me pidió recibo. Mañana completa la seña y me paga la comisión y
todo lo demás.
—¿Habrá chorreado tanto?
Cara de Gato me miró con severidad:
—Pensá bien antes de decir esas cosas.
—Anoche no lo defendiste.
—Ahora es distinto.
Tomamos el whisky y después busqué un cine para ver una película de
espionaje. Cuando terminó la función ya era de noche. Descansado yo
y cansados los otros que trabajaron todo el día, Corrientes me pareció
transitable y la recorrí con gusto hasta que tuve hambre. En el Pippo
volví a encontrarme con Armando.
—Te esperaba —me dijo—. Tenés que darme una mano de amigo.
Había terminado el plato de tallarines y nerviosamente removía y
removía la ensalada mixta en espera del bife de chorizo.
—¿Viste al Gato? —me preguntó.
—Sí.
—¿Te contó?
—Algo.
Siguió removiendo la ensalada.
—Vos sabés que siempre lo quise bien a Atilio. Le enseñé a vender,
comprar, canjear, todos los bemoles del oficio. Y claro: el pibe no
salió nada otario, sino vivanco y medio. Fui como un padre para él.
Siempre trato de hacerle bien a la gente. Sin ir más lejos quise hacerle
un favor al Turco y el tipo ni me llevó el apunte.
El mozo trajo el bife: angosto y compacto, tostadito por fuera y jugoso
adentro. Lo contemplamos con silenciosa aprobación. De pintura,
elogió Armando. Y después de probarlo, definió: una manteca. Pedí
un bife igual con ensalada de tomate.
—¿Seguís amargado por Atilio?
—Con él no tengo nada. Ya te dije que para mí es como un hijo. Lo
conocí de pantalones cortos, a mi lado se hizo hombre y calavera. Le
tengo cariño, se lo podes decir cuando lo veas. Si ahora ando
preocupado no es por él, sino por esa buena porquería del Turco. ¿No
ves que quiere sacarme a Atilio? El Cara de Gato me contó cómo
Atilio tiene pensado decorar ese local de la galería. De novela che. Y
sin mayores gastos. Con afiches viejos de Gardel y Chevalier que
rejuntó por allí. Ese pibe tiene ideas como para tirar a la marchanta.
Para algo se hizo a mi lado. La gilada va a caer como gato al bofe. En
eso le pregunté: ¿De dónde va a sacar Atilio para la mercadería?, ¿eh?
Unos pocos discos, una cosita de nada te cuesta ahora un kilo. ¡Hay
que hamacarse para llenar de mercadería un local! No hay guita que
alcance, no será con los mangos que me afanó. Entonces el Gato me
contó que el Turco financiaba al pibe, ya estaba todo arreglado. ¿Te
das cuenta? Agarró al pibe de socio, seguro que para explotarlo mejor.
¡Y yo le enseñé el oficio! ¿Por qué la gente me hace eso? Tengo
mercadería como para tirar para arriba y crédito en todas las
grabadoras. ¿Por qué se metió con el Turco? Seguro que lo engrupió
al pobre pibe. Quiero poner las cosas en claro pero sin pasar por el
Hollywood. No, no es por Atilio, ya te dije que nada tengo contra él.
Si me faltó, ya le canté claro y a otra cosa. Es el Turco quien tiene la
culpa. Ni quiero saludarlo. Entonces, si querés hacerme el favor,
arrímate al Hollywood y hablale a Atilio. Que venga a verme lo antes
posible.
Terminamos el queso con dulce y fuimos a tomar un café. Armando
rumiaba una nueva preocupación:
—¿Puedo pedirte otro favor? Mejor dicho es el mismo pero algo
diferente.
—Decilo.
—Hablale a Atilio. Pero también agarralo aparte al Turco y le decís lo
mismo. Que quiero hablarlo personalmente. Porque, pensándolo bien,
no quiero quedar mal con nadie. Seguro que Atilio va a comprarnos
discos a los dos para hacernos engranar con mayores descuentos y
plazos de pago. ¡Conozco a mi gente! Lo único que faltaba es que ese
aprendiz nos haga bailar a los dos capos viejos. Entonces al pibe lo
hablo para venderle un buen stock y al Turco para que lo vigilemos y
no dejarlo avivarse demasiado.
—Las pensás todas —dije con franca admiración.
—¿Qué otro remedio me queda? ¿O vos creés que los negocios que
tengo me cayeron del cielo? Hay que saberlas todas. Y no lo hago
solamente por mí, sino por toda esa gente que depende de uno. ¿Sabés
a cuánta gente le doy laburo? Unos treinta tipos, que si no fuera por
mí, andarían con una mano adelante y otra atrás. ¿No te parece que
soy un buen tipo? Voy a ayudar a Atilio como lo hice siempre, pero
no quiero que se enoje con el Turco. Por eso quiero hablar a los dos,
claro que por separado. Para bien de ellos, seguro que sí. Siempre
pienso en los demás, pero nadie me lo agradece. Y apenas me
descuido me dan por la cabeza. ¡Hacele bien a la gente!
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