La casa del mirador

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N
o sabía cuándo había empezado a reparar en ella: la
peligrosidad. Fue mucho después de que se trasladara a la
pequeña alcoba detrás de la cocina, cuando su madre decidió que la niña debía tener un cuarto propio. Fue mucho
después de que empezaran a despertarla por las noches las
voces procedentes del salón, donde dormían Henrik y la
madre. En medio de la noche se despertaba, sintiendo todo
el cuerpo sudado, como si estuviera a punto de caer enferma
con fiebre. Y quería llamar a su madre, sentirla contra su
cuerpo, pero no conseguía sacar un solo sonido. Todo le resultaba ajeno e imposible, y la oscuridad insegura. Ocurría
cada vez con mayor frecuencia. Sobre todo cuando la madre
hacía turno de noche en la factoría de pescados congelados
y no regresaba hasta tarde.
Así que tenía que despabilarse del todo, aunque no quisiera. Incorporarse en la cama y ser como una cáscara vacía.
Tenía la sensación de que la cabeza se le inflaba y mantenía
la cáscara vacía flotando en el aire. Sus orejas estaban como
las puertas del cobertizo de las barcas de Almar, el de Hestevika: con las bisagras desvencijadas por las tormentas.
En una ocasión había subido al cerro de Hestehammeren. Allí no había más que piedra y brezo. Henrik la había
cogido del hombro y la había llevado hasta el borde. La
escarpada montaña se despeñaba hacia el mar ofreciendo
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una aterradora caída por el pedregal. Mientras permanecieron así, había empezado a pitarle la cabeza y era incapaz
de moverse. En la voz de su madre había miedo cuando le
pidió a Henrik que volvieran. Tora no conseguía recordar
las palabras.
Fue entonces cuando comprendió que Henrik era el
más fuerte, porque se había echado a reír.
Y el pedregal retumbaba cada vez que el hombre tomaba aire y descargaba una salva de carcajadas al abismo.
A veces los niños del colegio le echaban en cara el olor,
decían que se notaba dónde trabajaba su madre.
Pero a Tora le parecía que más de uno olía a pescado.
No solía hacerles más que un caso moderado, con tal de que
no la tocaran.
Manos. Manos que llegaban en la oscuridad. Eso era la
peligrosidad. Manazas duras que agarraban y apretujaban.
Después apenas alcanzaba a llegar al servicio antes de que
fuera demasiado tarde. Algunas veces no sabía si se atrevía a
hacer pis en la cocina, donde estaba el cubo.
Prefería ponerse las botas, echarse el abrigo por encima
del camisón y salir corriendo al patio, ya fuera invierno o
verano. El patio era amplio y seguro, y la puerta del retrete
tenía un gancho con el que cerrarla. A veces permanecía allí
un buen rato, en ocasiones hasta que se quedaba aterida de
frío u oía los pasos de su madre en el camino de gravilla.
Henrik salía casi siempre que la madre hacía turno de
noche en la planta de fileteado.
Tora se despertaba cuando sonaba la puerta y regresaba
alguno de los dos. La madre tenía un paso cansado, pero
ligero, y empujaba la puerta con cuidado, como si tuviera
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miedo de que se fuera a romper. Henrik no tenía en cuenta la puerta ni el marco en sus cálculos. Él no tenía paso,
entraba arrastrando los pies. Pero dentro de la casa, cuando
quería, Henrik tenía otros pasos. Pasos que apenas se oían.
Inaudibles pero llenos de burda respiración.
De pronto un día Ingrid empezó a interrogar a Tora.
Le preguntó a qué hora volvía Henrik a casa, en qué estado.
Tora percibió el desagradable olor a claveles y se le humedecieron las palmas de las manos.
A partir de entonces empezó a levantarse cuando él regresaba, para ayudarlo a meterse en la cama y así evitar que
la madre se lo encontrara tirado en el diván de la cocina.
Traía un olor rancio, y a veces sencillamente pesaba demasiado. Pero cuando lo ayudaba nunca la tocaba. Se limitaba
a secarse de tanto en tanto bajo la nariz con el dorso de la
mano. Ni siquiera miraba a Tora, solo miraba la oscuridad
de la habitación con los ojos entornados.
De ese modo estaba todo tranquilo y en orden para
cuando la madre volvía a casa.
Pero una noche salió todo mal.
Henrik no encendió la luz al regresar a casa en torno
a las once. En la oscuridad, chocó con las tazas que estaban
secándose bocabajo sobre la encimera, y varios vasos y tazas
se hicieron añicos por el tablero y el suelo de la cocina.
Tora se despertó al desencadenarse la avalancha. Oyó
al hombre caer al suelo y maldecir. No se atrevió a salir
inmediatamente. Tenía la impresión de que el corazón le
colgaba por fuera del cuerpo y le llevó un rato conseguir
metérselo de nuevo dentro.
Pero luego Henrik se puso a dar voces, un sonido ronco y jadeante, y Tora tuvo miedo de que Elisif bajara del
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desván y descubriera aquella habitación pecaminosa. Mamá
se moriría de vergüenza.
Al entrar en la cocina, sintió cómo los pequeños cristales se le clavaban en la planta del pie. Tenía que llegar hasta
la puerta de entrada para alcanzar el interruptor.
El hombre estaba sentado en el suelo, en medio de la
habitación, y lloraba.
Una figura desconocida con la de Henrik en torno.
Tora sacó la escoba y el recogedor y barrió hasta despejar una especie de senda hacia el fregadero. Al regresar,
vio los rastros de sangre de sus propios pies. La luz chillona
del techo generaba un desgarro solitario sobre el miserable
personaje del suelo, pero no quiso pensar en ello, se limitó a
coger una silla con respaldo y consiguió sentarlo en ella.
El hombro destrozado de Henrik colgaba más que de
costumbre. Daba la sensación de que alguien había rellenado la manga con lana, pero sin ser lo bastante meticuloso.
Mantenía el brazo deformado pegado al cuerpo, como si
fuera un tesoro que hubiera de ser protegido contra golpes
y peligros. La mano sana sangraba abundantemente, pero
eso le daba igual.
El llanto se había acallado. La cabeza se había desplomado sobre el pecho. Era como si no la viera.
Tora le lavó la sangre que también emanaba fresca de
la cabeza. Un corte abierto sobre la ceja derecha que relumbraba en rojo. Lo único que se oía era el goteo del grifo y los
restos de su tosco llanto.
En ese momento se abrió la puerta de la entrada y apareció Ingrid. Los ojos eran dos senderos oscuros en el hielo
grisáceo de un fiordo helado.
Fue como si Tora se achicara bajo aquella mirada.
La habitación entera se meció levemente.
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Comprendió que mamá los estaba viendo: Henrik y
ella. Tora vio a ambos desvanecerse ante los ojos de la madre, como pompas de jabón que salieran por la ventana de
la cocina, en caída libre, sin peso ni valor.
Mamá era Dios que los veía. Mamá era el párroco o la
maestra. Mamá era mamá... ¡que VEÍA! Tora era culpable.
Estaba dentro de la imagen de Henrik, estaba atrapada por
la fuerza de Henrik. Estaba perdida.
Ingrid se sentó en la vieja banqueta de la cocina que
siempre crujía y el sonido les atravesó los huesos hasta la
médula.
En ese momento Tora dio un rodeo por fuera de su
propio cuerpo y su voluntad, levantó a Henrik de la silla
y por un momento se columpió levemente con él. Luego le pegó un tirón resuelto, consiguió incorporarlo y se
encaminó al salón, balanceando lentamente sobre cuatro
piernas.
Cuando volvió, Ingrid seguía sentada. Había clavado
la mirada en el suelo, y a Tora casi le pareció peor que cuando la tenía sobre sí.
—¿Con que es así como se ponen aquí las cosas cuando una pobre desgraciada se va a trabajar?
La voz salió brusca y extraña de las profundidades del
cuello del abrigo.
—Bueno, solo esta noche.
Se alegraba tantísimo de que la madre hablara... Pero
Ingrid no dijo más. Colgó la ropa en la pared de la entrada y
cerró la puerta con delicadeza, como tenía por costumbre.
No tocó el café que Tora le había guardado en el termo, y no le dedicó ni un vistazo a las rebanadas de pan con
fiambre sobre el plato. Sacudió la cabeza cuando Tora quiso
barrer el suelo, se limitó a señalar la puerta de la alcoba,
mudamente.
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Hasta ese momento, Tora no se había dado cuenta de
que estaba llorando por dentro. Un llanto hueco y doloroso
como el de un deseo hecho jirones.
Entró de puntillas en la alcoba, se puso un calcetín
medio sucio en el pie cortado para no manchar las sábanas
de sangre y, a continuación, se arrastró hasta el fondo de sí
misma bajo el edredón. Temblando, empezó a acariciarse
con las manos húmedas y frías. Aquella noche fue singularmente silenciosa, como un mal augurio. Después se quedó
sola en la tierra. Solo Tora... que era.
Olor a noche oscura, polvo y cama. Era como entrar
y que te dieran caldo de carne tras pasar un largo día fuera
bajo la lluvia. El sueño se hacía esperar y le dolía un poco el
pie. Notaba que se le había quedado clavado un cristalito.
Bien avanzada la mañana, el calor por fin fue entrando
en su cuerpo con el rostro mojado contra la luz azul. Dentro de su cabeza sonaban zumbidos y susurros, como en el
enorme álamo amarillo del jardín cercado del párroco.
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Tora recordaba con claridad haberse encaramado una vez sobre una banqueta y haber tocado un pomo negro junto al
marco de la puerta. Una voz impaciente le había dicho:
—No. Tienes que girar. Gira. ¡Así!
La voz era grave y dura, y tornaba extrañamente árido
todo lo que la rodeaba. El mundo entero lo dejaba muerto.
La gran mano apretó el dorso de la suya y le hizo daño en
los dedos al empezar a girar hasta obligar al interruptor y su
mano a obedecer.
Acto seguido, una luz potente se extendió por la habitación inundando cada rincón y lastimándole los ojos, le
dolieron tanto que sintió un zumbido dentro de la cabeza.
Le recordó a cuando se colocaba una caracola de las grandes
al oído para escuchar el sonido del mar de la fábula, como
le había enseñado la abuela antes de morir. Ahí dentro solo
sonaba una especie de pitido, un sonido quejumbroso y lastimero que se negaba a dejarla alcanzar lo que estaba buscando. La fábula quedaba muy alejada tras aquel sonido y
el oleaje del mar.
Así era la luz que dominaban el interruptor y la manaza. Nunca llegaba a ser cálida y cercana, como la del quinqué colocado sobre la lata en la mesa. Después de aquel
episodio con el interruptor, Tora no sabía si había llegado a
trabar amistad con la luz de la bombilla del techo, o si simplemente la aceptaba por ser necesaria para muchas cosas.
La madre había guardado el quinqué.
¡La luz! La sentía contra los párpados en primavera,
cuando la nieve todavía no se había retirado. Crepitaba y
chisporroteaba. Y la niña tenía la sensación de seguir subida
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a la banqueta, con su endeble mano sobre el interruptor,
sin saber que, cuando se quería conseguir luz a pesar de
ser pequeña, había que emplear toda la fuerza de la que se
dispusiera. En caso contrario, aparecía la gran mano y se lo
arrebataba todo, lo tornaba todo extraño y doloroso como
el brillo del sol en abril, cuando de pronto había que estar
lo bastante sana como para salir a la calle, después de pasar
una semana entera en cama con fiebre.
Cuando los viejos serbales frente a la ventana de la cocina se ponían rojos, y se podía alargar la mano y coger un
racimo de frutos, era la época de los caldos de carne. Desde
que tenía memoria, siempre había habido un barreño de
zinc guardado bocabajo en el armario del pasillo. La madre
lo usaba para recoger las patatas y las verduras. Bajaba todos
los escalones con unas botas de goma con los tobillos recortados, salía por la puerta del portal hacia la parte trasera de
la casa y cogía el sendero que conducía a los secaderos de
pescado y la huerta colectiva.
Algunas veces dejaba que Tora la acompañara. La
niña veía la azada sobresalir entre las pantorrillas de su
madre y, de alguna manera extraña, la herramienta pasaba a formar parte de ella. El mango le removía los bajos
de la falda y, por delante, la azada hundía sus narices de
hierro en la tierra. Alguna vez pillaba de improviso una
patata y la dividía en dos. Entonces un suspiro recorría el
tubérculo y la azada se detenía por un momento, como si
se arrepintiera. Y la madre decía: —¡Vaya por Dios! —y
seguía excavando.
Tora tenía la impresión de que el sabor de las zanahorias, una vez que las había molido con los dientes y quedaban hechas un puré grumoso y dulzón en la cavidad de su
boca, era una propiedad exclusiva suya.
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También roía las patatas, con piel y tierra. Sin duda
debía de ser muy pequeña y boba cuando hacía eso, pero lo
recordaba nítidamente.
La olla de caldo en la mesa. La grasa que flotaba formando anillos y burbujas. Los preciosos colores.
Lo mejor de las verduras cocidas era mirarlas, porque
saber, sabían mal. De todos modos la voz grave la obligaba a
comer un número determinado de trozos de zanahoria y al
menos una hoja de col hervida. Las patatas no estaban mal,
estaba acostumbrada a ellas.
Y tampoco la carne estaba mal, pero una vez cocida
se ponía feucha, y resultaba dura en la boca. Era como
si se pusiera del revés ante sus ojos y lo fastidiara todo.
Pero antes de caer a la olla era de un marrón rojizo, con
membranas de todos los colores. Tora nunca había visto
un rojo más bonito que el de la carne cruda sobre la tabla
de madera.
Algunas veces tenía sangre. La madre la iba cortando
despacio y en pedazos del tamaño adecuado, y los colores
iban cambiando con las sombras y los movimientos que hacía la mano.
El cuchillo siempre relumbraba de un modo hermoso
y amenazante cuando cortaba con él.
Luego se terminaba, y la madre se llevaba la tabla entera al fogón y empujaba los pedazos de carne hacia la olla con
movimientos acostumbrados y ágiles. Ese era el final.
Tora sabía que los pedazos de carne se iban a poner
grises y vueltos del revés, y que ya no serían gran cosa a la
vista.
En cambio las zanahorias, la col y el colinabo, refulgirían en el fondo del jugo de la carne y se conservarían
mutuamente los colores resultando una hermosa combinación.
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Mientras esperaba a que el caldo estuviera lo bastante
frío, le estaba permitido quedarse un ratito sentada, limitándose a mirar y olfatear. Después la voz le ordenaría que
se comiera la comida, y ella dejaría que la odiada hoja de col
pasara a la deriva ante una cucharada tras otra antes de que
finalmente se la comiera.
Tora sabía que el almacén de Tobias siempre había estado ahí. Era viejo y frío, tenía los agujeros de las ventanas
cubiertos con trapos de sacos y una puerta que, cuando se
entraba o salía, emitía un sonido terriblemente lastimero.
No se usaba más que para almacenar cajas y trastos, o para
reunirse en torno a una partida de cartas en caso de que
hiciera el calor suficiente y se fuera hombre.
El almacén era una estancia de techo bajo y no tenía las
empinadas escaleras de entrada que solía haber en los locales
de la manufactura de pescado. Resultaba sencillo entrar y
no era difícil salir dando tumbos.
En una ocasión hacía mucho tiempo, Henrik se la
había llevado al almacén de Tobias porque la madre tenía
que limpiarle la casa a alguien a cambio de un dinero. Pasó
mucho tiempo hasta que Tora pudo cuidar de sí misma y la
madre empezó a trabajar en la factoría de congelados.
Henrik se había aposentado en una silla con un vaso
en la mano y había empezado a contar historias. Tenía algo
de sudor en la frente, como siempre que se entregaba a los
vasos y las historias.
El hombre había viajado por el mundo, por donde ocurrían las cosas. Cuando hablaba de aquel tiempo era como
si se olvidara del hombro aplastado y retorcido que normalmente intentaba ocultar bajo la camisa.
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Los demás hombres se sentaban con las piernas separadas y el pecho descollando sobre la mesa. Henrik siempre se
encorvaba sobre el tablero y su hombro destrozado colgaba
hacia abajo, como si fuera un cormorán alcanzado en el ala.
Pero sabía contar historias.
Algunas veces parecía coger las fuerzas suficientes de
los rostros expectantes que lo rodeaban como para conseguir alzar el hombro y, por un momento, apoyarlo sobre el
codo sin fuerza.
Pero lo más extraño y amenazador del tronco de Henrik no era el hombro destrozado. ¡Era el sano!
Se abombaba enormemente bajo la ropa. La mano y el
brazo eran un solo bulto de tercos músculos en desapacible
movimiento. Pero en el lazo izquierdo, la mano y el brazo
colgaban subdesarrollados y pasivos, y constituían una burla a toda la esencia de su persona.
En aquella ocasión en el almacén de Tobias, el humo
de las pipas y el tabaco de liar se condensaba en torno a la
lámpara de petróleo que crepitaba entre las vigas como un
animal irritado y somnoliento. La redecilla de la lámpara
relumbraba malignamente dentro del cristal formando relámpagos en el brillante gancho de metal.
Tora notó que tenía que ir al servicio y tiró de Henrik
para decírselo, pero la cabeza del hombre estaba muy lejos,
allá en lo alto, y ella era pequeña y estaba muy abajo en el
suelo.
Henrik alzaba el vaso con la manaza sana y relataba sus
historias. Era Sansón y no la veía.
En ese momento había empezado a chorrearle a través
de la ropa. Al principio estaba caliente y resultaba soportable, aunque horrorosamente incorrecto. Uno de los hombres se dio cuenta de lo que pasaba y se lo dijo a Henrik. Los
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otros se echaron a reír. Señalaban a Tora y se golpeaban las
rodillas, decían que Henrik no tenía madera de padrastro.
La risa fue ascendiendo hasta que acabó saturando la cabeza
de la chiquilla y dejó de ser de este mundo.
Tora se acurrucó en el interior de su vergüenza y se
quedó absolutamente sola contra todos.
Pero eso no fue lo peor.
Acabó haciéndose también de vientre. Se le escurrió
sin más. No fue capaz de retenerlo. Sintió el apretón y luego se le salió. Los hombres se rieron aún más, olisqueaban
y fruncían la nariz, y se burlaban de Henrik por tener tan
poco control sobre la cría de Ingrid.
Tora temblaba en algún lugar de su interior. Pero por
fuera estaba completamente rígida.
Había corrido por sus medias de lana blanca, hasta alcanzar el suelo. Caca muy, muy suelta.
Había perdido la honra en el almacén de Tobias, por
eso evitaba ir a toda costa. En algunas ocasiones no le quedaba más remedio que ir, porque alguien la mandaba allí con
un recado. Al entrar todavía sentía que algo se le desgarraba
por dentro, como si hubiera algo en su interior que nunca
acaba de romperse. Aún podía percibir su propio olor y ver
las medias marrones y manchadas. Y el recuerdo de la burda
risa y las enormes fauces abiertas sobre la mesa la colmaban
de vergüenza.
Elisif la del desván, que era una mujer muy religiosa,
había hecho saber a Tora que la vergüenza era un invento de
Dios. Eso acabó con todas las esperanzas de la niña, porque
entonces resultaba impensable que pudiera librarse de ella.
Dios había hecho las cosas de tal manera que algunos debían
avergonzarse, por su propio bien, en tanto que pecadores.
Y Tora entendía que ella era una de ellos.
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Mentía cuando le parecía lo más conveniente, y se comía sin permiso más ciruelas claudias de las que su madre
podía controlar.
Pero aun así le asombraba que hubiera quien tenía pinta de no avergonzarse de nada en este ancho mundo, a pesar
de ser insufribles.
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