El hipnotizador personal

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El hipnotizador personal
Pedro Mairal
H
ace diez años, en un taller literario, conocí a una
chica que tenía mucha plata. Mejor dicho, sus
padres tenían mucha plata. No se llamaba Verónica, pero la voy a llamar Verónica por discreción, aunque ella
ya no viva en la Argentina. Verónica escribía cuentos
que sucedían en París, en New York, en Amsterdam, con
personajes que estaban siempre invitados a grandes
fiestas. El taller quedaba en Callao y Córdoba, y a la salida yo la llevaba en mi bicicleta hasta Las Heras. No nos
dábamos cuenta de lo peligroso que era, o quizá sí y
eso nos divertía. Una sola vez casi nos pisa un 60; estuvimos muy cerca. Yo frenaba apretando el pie contra la
rueda. A veces nos metíamos en librerías y ella se compraba un libro pero después, cuando le preguntaba si
le había gustado, me decía que no lo había leído. No le
gustaba mucho leer. Se cruzaba todo el tiempo con ex
compañeras del colegio y después me hablaba mal de
ellas. Viven en una burbuja, me decía, están siempre
hablando de ir a esquiar o de Punta del Este, no se dan
cuenta de que la cosa va un poco más allá. Como suele
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pasar, Verónica despreciaba a la gente que se le parecía.
Me acuerdo de que era lacia, sobre todo eso. Era más lacia que linda. Y me acuerdo también de su olor a shampoo, cuando iba sentada en el marco de la bicicleta. Sin
que yo siquiera la hubiera besado, ella me incitaba y me
despreciaba, iba alternando esas dos actitudes con sutileza, manteniéndome apartado pero, al mismo tiempo,
a tiro. Si me lo hubiese pedido, yo la hubiese llevado
pedaleando hasta Brasil.
En una de esas vueltas, me invitó a su casa en la calle
Galileo porque iban a ir sus amigos de cine (estudiaba
cine en un instituto del centro). Dale vení, no me banco
esperar sola, me dijo. Llegamos y nos abrió la puerta de
calle un guardia de seguridad, con uniforme gris. Era
de los pocos edificios en Buenos Aires que en esa época ya tenían seguridad privada las 24 horas. Subimos.
El departamento era enorme, decorado con sillones
blancos y tapices. Vivía sola porque sus padres siempre
estaban en lugares exóticos del mundo. Había una mucama vieja dando vueltas por la cocina, con la que tenía discusiones feroces que la avergonzaban. En media
hora me mostró su cámara nueva, me mostró fotos de
un viaje a la India, me mostró algo en la computadora
que yo no entendí hasta tiempo después cuando se popularizó Internet, puso un compact en un equipo súper Hi-Fi, dio vueltas por el departamento, me mostró
el arma del padre, comimos helado, y al rato fueron
llegando los amigos.
Tenían más o menos nuestra edad. Había una chica
que se llamaba Fabiana y un chico pelilargo que se llamaba Pablo, que yo pensé que eran novios porque se
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hacían masajes en el sillón. Todos parecían estar muy
habituados al lugar, se tiraban en el living sin problema,
abrían la heladera y le pedían licuados a la mucama.
Los vi varias veces y me fui mimetizando con esa actitud de confianza.
Hacían base ahí y después se iban a fiestas en otras
casas. Yo fui una sola vez a una de esas fiestas donde
hicieron lo mismo pero con otra gente y con otra marca de cerveza: sentarse y hablar de la fiesta a la que iban
a ir después. Lo mejor, la fiesta ideal, siempre estaba en
el próximo lugar.
En alguna de esas charlas de sillón, salió la típica pregunta: Si pudieras tener cualquier cosa en el mundo,
¿qué te gustaría tener? La mayoría quería tener otro cuerpo, o mucha plata. La respuesta de Verónica me llamó la
atención. Yo quiero tener un hipnotizador personal, dijo,
un “hipno”, existen, te juro que existen. Un tipo que me
hipnotice en los ratos aburridos, que me despierte sólo
para los ratos de acción, que me anule el tiempo muerto.
Eso es lo que quería Verónica, alguien que le editara la
vida. Le preguntaban cómo sería y ella explicaba que el
hipnotizador tenía que dormirla, por ejemplo, antes de
salir de viaje a París. La subía dormida al auto, la llevaba
al aeropuerto, le hacía los trámites, la subía al avión y la
despertaba un rato durante el vuelo para comer; después
la volvía a dormir y la despertaba en el taxi, en las calles
de París, camino al hotel. Tenía que ser un tipo fuerte
que pudiera llevarla en brazos.
Me sorprendió la expresión “tiempo muerto”. Se la
había escuchado decir a sus amigos cineastas, pero no
la había entendido del todo hasta que ella la dijo. Y me
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hizo acordar a unos vecinos de carpa en la playa en Pinamar: dos matrimonios que jugaban al bridge después
del mediodía, jugaban durante horas bajo la sombra
hasta que uno de los hombres miraba el reloj y decía
“¡Uy, las seis ya, che. Matamos la tarde!”, pegaba uno de
esos aplausos con ruido a sopapa y se frotaba las manos
porque la tarde había muerto; la habían matado ellos.
La idea de Verónica también era matar el tiempo, matar el tiempo muerto. Ella tenía intolerancia al tiempo real.
No soportaba el tiempo que mediaba entre los momentos
supuestamente relevantes de su vida. No soportaba el
tiempo muerto frente al semáforo o en las salas de espera
o haciendo cola. Los momentos en que no pasa nada.
Cuando me llegó el turno de decir qué quería, yo
pensé que quería tenerla a Verónica, pero no lo dije. No
me acuerdo con qué traté de zafar. Tampoco sé si fue esa
misma noche que conseguí darle un beso. Me acuerdo
que caminamos por Galileo hasta que nos sentamos en
la escalera de la Plaza Mitre y, como yo había tomado bastante cerveza, me animé. Pero era difícil. Se me
escapaba. Como si no estuviera ahí. Vivía desfasada del
presente, un poco corrida hacia el futuro, siempre pensando en algo bueno que iba a pasar después, hablándome de eso, una fiesta, una película esa noche, algo
que iban a filmar, algo de ropa que le iban a traer los
padres de New York, siempre en ese declive de la ansiedad, cayendo hacia adelante.
Yo iba seguido a la casa. A veces estaban Pablo y
Fabiana viendo videos. Un sábado a la noche la había
invitado a Verónica a San Telmo a tomar algo pero me
había dicho que estaba cansada. Al rato cayeron Pablo,
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Fabiana y unos amigos de Puerto Rico que querían ir a
bailar Salsa. Trajeron ron La Negrita y lo mezclaron con
Coca-Cola. Yo veía que Verónica se preparaba para salir,
muy divertida, y me puse a tomar ron. Un vaso tras otro.
Ella quería que fuera con ellos pero yo, enfermo de literatura, prefería la tristeza del perdedor. Terminé tocándole
el timbre a las cuatro de la mañana, totalmente borracho,
diciéndole que quería ser su hipnotizador personal. Y ella
ni siquiera estaba. El guardia de planta baja, que ya me conocía, me paró un taxi y me mandó a mi casa.
Le escribí cosas a Verónica. Poesía. Una vez fuimos
al cine a la trasnoche, después a tomar algo, después
caminamos y en un kiosco, de madrugada, compré el
diario La Prensa recién salido para mostrarle que en el
suplemento cultural habían publicado un poema mío
dedicado a ella. No me quedaban más ases en la manga y todavía no había logrado pasar de los primeros
besos. Yo le había dicho que ella me gustaba y ella me
había dicho que yo era “un tipo muy intenso”. Desde
entonces, ese adjetivo –aplicado a cualquier cosa– me
da un poco de vergüenza.
Una tarde subí pedaleando la barranca de Galileo. El
guardia del edificio me dijo: ¿Qué hacés, Pedrito? No
está Verónica... Che, el otro flaco, el pelilargo... ¿Quién,
Pablo?, dije. Sí, te ganó de mano. Se queda a dormir y
todo. Yo el otro día le tiré la lengua a Verónica, viste,
le digo ‘¿con cuál te quedás, con el pelilargo o con Pedrito?’, y me dice ‘con el pelilargo’.
Me despedí de él con una sonrisa bastante digna teniendo en cuenta que acababan de romperme el corazón.
El guardia me había dicho la verdad, así, dura y directa.
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Lo odié pero hoy creo que me hizo un favor porque,
si no, yo hubiese seguido dando vueltas, cada vez
más enredado.
Me volví caminando al lado de la bicicleta, sin subirme. Tenía ganas de ir sacándome la ropa y tirarme desnudo en medio de la calle. No sé si fue exactamente ese día,
pero la bicicleta fue a parar a la baulera. No volví a ese taller literario, ni volví a verla a Verónica. Supe, por un amigo de un amigo, que se casó y vive en Estados Unidos.
Hace un par de años escribí un cuento corto con
ella como personaje. Lo tengo que corregir. El narrador
era el hipnotizador, el encargado de hechizarla cuando ella se aburría. Él iba contando lo que había hecho
esa tarde. Estaba ambientado en México porque me
parecía que quedaba mejor. Y él hablaba de “la niña”.
“A las dos, la niña me ha pedido que la duerma y la lleve a una fiesta en Cuernavaca”. Entonces contaba cómo
la dormía en su silla, la cargaba en el auto y se sentaba al
volante, para manejar despacio. Ella dormida en el asiento de atrás, él fumando, con la ventanilla abierta. Describía el viaje y cómo por el camino se veía venir una
tormenta de verano, y después llovía y caía granizo.
Estaba contado en presente, porque él estaba atrapado
en el presente, viviendo el tiempo muerto que ella no
quería vivir. Entonces llegaban de noche a Cuernavaca y
unas cuadras antes el hipnotizador despertaba a “la niña”. Le contaba que había granizado y ella se enojaba
porque decía que cómo no la había despertado para ver
eso; le hubiera gustado ver granizar. La niña lo “regañaba” mucho y se bajaba del auto hacia la fiesta, dando un
portazo. Él estaba enamorado de ella.
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Juan Terranova
Lunes
Cuando uno está pensando: “Bueno, ahora sí me
puedo sentar a escribir”, entonces suena el teléfono. Es
un editor amigo que está preparando una colección y
necesita redactores.
–Son libros de divulgación –dice–. Batallas del
mundo.
Nos encontramos a tomar un café y me cuenta un
poco más.
–Cincuenta por ciento cuando empezás, los otros
cincuenta contra entrega. Tenés para elegir, romanos y
griegos, batallas de la independencia de América, Napoleón, revolución mexicana...
Miro la lista.
–¿El Alamein se puede?
–Sí, claro. Firmamos el contrato y listo.
Es mucho mejor meterse con los Afrikakorps de
Rommel enfrentando al Octavo Ejército Británico que
escribir sobre macrobiótica o corregir la tesis de un tipo que estudia Marketing y nunca leyó un libro en su
vida. De eso estoy seguro.
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Juan Terranova
Aparte, Celia está embarazada y yo hace meses que
no tengo un trabajo fijo.
Martes
¿Qué significa ser un “joven escritor argentino”?
¿Se supone que hay que escribir sobre los problemas
de la gente joven? ¿Sexo desaforado, noches de borrachera, drogas? Este año cumplo treinta y voy a tener
un hijo. Con Celia nos casamos hace dos años. Nunca
dejo de pensar cuánto la quiero y la necesito. No es
que antes anduviera perdido por la vida, pero quizás
algunas cosas no las tenía muy claras. Quería escribir
y eso me trajo hasta acá. En el camino me crucé con
ella. Ahora está durmiendo y yo estoy sentado en la
computadora. Es casi medianoche, hay mucho silencio
y el avión que lleva al teniente general Erwin Rommel,
un bimotor Heinkel 111 morro de tiburón, está por
aterrizar en el desierto de África del Norte.
Miércoles
Hoy apareció el plomero. Celia ya había salido y
yo me estaba preparando el primer café de la mañana.
Entonces, sonó el timbre. No el de la calle. El tipo estaba tocando en la puerta del departamento.
Lo vi por la mirilla con ropa de fajina y una caja de
herramientas. Nadie lleva herramientas si te quiere robar. Los ladrones no son tan buenos con los disfraces.
Se hacen pasar por empleados del cable o de telefónica.
Camisa blanca de mangas cortas y corbata. Una planilla
en la mano.
–¿Sí?
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–Hay una pérdida en su baño y le gotea al vecino
de abajo.
Lo dejé entrar. Como sea, no hay mucho para robar.
Pasó al bañó. Se agachó y giró las canillas del bidet un
rato. Después volvió a cruzar el departamento para agarrar una llave de la caja de herramientas.
–¿Y usted a qué se dedica?
–Soy escritor.
Usualmente miento. Hoy no tenía ganas. Pensé en
agregar alguna explicación. No hizo falta.
–¿Y qué tipo de libros escribe?
–Novelas, sobre todo.
–¿Y puede vivir de eso?
–No.
Ahora mi sinceridad me asombra. Y eso que no estaba de mal humor. Cuando le mostré mis libros, pasó
de la curiosidad a la sorpresa.
–Ve, éste y éste los escribí yo.
Miró la foto de la solapa. Las tres palabras que forman la construcción “joven escritor argentino” son muy
problemáticas las tres. ¿Y por qué esa manía de poner
el adjetivo antes del sustantivo?
Mientras el tipo estaba en el baño, me di cuenta de
todas las vitaminas que está tomando Celia. Las vi alineadas encima de una repisa. Me contó que el otro día
se le cayó una y se le fue por el desagüe del lavatorio.
El plomero tuvo la deferencia de no preguntarme
en seco: “Bueno, ¿y entonces de qué vive?”. Pero no me
pude contener y le largué algo que sonaba a excusa. A
la mañana estoy blando. Supongo que el día, a medida
que pasa, te va endureciendo.
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–Escribo libros de yoga, corrijo originales, eso me
da un poco más de aire.
Dinero es lo que me da. El aire suele ser gratis.
Cuando terminó de revisar, se levantó y dijo que no
era de ahí.
–¿Hace cuánto gotea? –me preguntó señalando la
canilla del lavatorio.
–Desde que llegué –le dije.
La desarmó sin decirme nada y la arregló. No me
quiso cobrar. Y me puso de buen humor y casi no
me costó sumergirme en el trabajo. A veces cuesta, a
veces no. Es un misterio.
Jueves
En Internet, una frase de André Malraux, “La juventud es una religión a la que uno siempre acaba convirtiéndose”. No entiendo. Quizás la traducción esté
mal. ¿Cuando uno se hace viejo se termina “convirtiendo” a la juventud? ¿Se puede hacer eso? Más bien me
parece que es lo contrario. La garantía de que uno va a
terminar abandonando “la religión de la juventud” es
completa. El tiempo tiene una sola dirección.
Hoy mi editora me llama para decirme que alguien
en algún lugar leyó una novela mía y me quiere hacer
una entrevista para la televisión.
–Buscan jóvenes escritores –dijo. Y ahí vamos de
nuevo.
Cuando colgué, se me ocurrió que es más fácil definir a un escritor joven por lo que no es que por lo que
es. O mejor por lo que no debería ser. No debería escribir conceptualmente. Como esos jóvenes viejos que
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dicen: “oh, mi novela transcurre en los diecisiete segundos en los cuales Firpo volteó a Dempsey”. Bueno,
eso es pura mierda. En esos segundos no pasó nada,
no transcurrió nada. No hay nada ahí adentro porque
diecisiete segundos no tienen adentro. Un segundo,
es esto: paf. Y a veces menos. Sobre todo si estás en el
ring y te estuvieron pegando en la cara. Diecisiete segundos alcanzan para que un boxeador se suene los
mocos y nada más.
Cuando quería ser Hemingway, me puse los guantes y entrené. Lo mejor era tener vendas nuevas y llegar descansado. Una hora en el gimnasio te cura cualquier capricho. Nadie que no haya boxeado, al menos
en forma amateur, debería escribir sobre boxeo. Lo
otro que no debería hacer un “escritor joven” es escribir novelas históricas. Hay realmente muy poco
para hacer con las novelas históricas. Todo queda reducido a “Sarmiento se tiro un pedo y se lo llevó el
viento”. Es ridículo. Creo que hablar sobre el presente siempre es bueno. Una vez un amigo me dijo: “El
presente es nuestro capital”. Me gustó. Me gustaría
recordarlo siempre.
Releo lo que escribí y entiendo que yo no soy quién
para decir qué debería hacer un “joven escritor”. Primero, si quieren escribir novelas históricas, adelante.
Yo no voy a hacerlo. Sería preferible escribir historia
lisa y llana. Es más digno. Segundo, cada día que pasa
envejezco irremediablemente y me alejo de mi calidad
de “joven escritor”. Es más, mis palabras se devalúan
mientras escribo.
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Viernes
No salimos. Los viernes, por lo general, Celia intenta arrastrarme al teatro, pero hoy dice que está cansada
y ahora mira televisión mientras yo cierro el día.
El tanque Matilda Mark III que estuvo peleando en
el desierto occidental en 1941 tenía un blindaje que llegaba a 60 mm en las partes más gruesas y 20 mm en
las partes menos protegidas. Era un vehículo tan duro que no necesitaba armazón interno. El peso recaía
directamente sobre las planchas de acero. El cañón
de 37 mm de los Panzer III de Rommel no tenía muchas
posibilidades de perforar ese blindaje. Pero hicieron
traer cañones antiaéreos de 88 mm. En posición horizontal, pegados a la tierra, una batería de cinco cañones podía contener el avance de decenas de tanques
enemigos. Los sincronizaban para descargar en orden. Cada tres minutos una detonación. El artillero
disparaba y tenían quince minutos para volver a meter un proyectil en el arma. Debe haber sido algo digno de verse.
Hoy también me puse a leer la revista del cable.
¿Quién escribe las viñetas que acompañan los títulos
de las películas? 20.30 hs. Lucha mortal. “Un justiciero
solitario va en busca de los que mataron a su novia y a
la familia de su novia.”
Si hay que ver la película para hacerlo, yo quiero
ese trabajo. Celia tenía una amiga que trabajaba en una
productora de cable y le pagaban por ver capítulos y
capítulos de series de los setentas. Los invasores, Las
calles de San Franscisco, Los vengadores, El prisionero.
No puedo pensar en un trabajo mejor. Que alguien te
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pague por mirar televisión. Me imagino que al final la
cabeza te debe de quedar como un zapallo pasado pero
no me importa.
Sábado
El sábado nos gusta quedarnos en la cama hasta el
mediodía. ¿A quién no? Miramos TV y yo escribo en
las propagandas. Tengo un cuaderno Rivadavia en la
mesa de luz. Cincuenta hojas lisas y tapa dura. Nada
de lo que escribo sirve después, pero me gusta hacerlo.
No, estoy siendo injusto. El material que sale de la tele
no es tan malo. La TV te mantiene alerta, te muestra el
mundo al mismo tiempo que te lo niega.
Celia me describe esta imagen. Diciembre del 2001,
y yo, en calzoncillos, con la cara pegada al aparato,
anotando lo que veía. Es patética, pero también es real.
Compramos todos los diarios, incluso Ámbito Financiero, cuatro días seguidos. Después fuimos caminando hasta Plaza de Mayo. Poca cosa. De lejos llegamos
a ver cómo saqueaban el McDonald’s de Corrientes y
Pellegrini.
Hoy vimos la película El zorro del desierto. La disfrutamos. Cuando me enteré de que existía, fui a la calle
Junín y me la compré. Tuve una pequeña charla con el
tipo que me atendió.
–¿El zorro del desierto?
–Sí.
–¿Basada en el libro de Desmond Young?
–Sí, ésa.
–La produjo la Century Fox en 1951, James Mason
hizo de Rommel...
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–Sí, bueno...
Finalmente se decidió a mostrarme la película y como estaba barata, me la traje a casa. Empieza con el intento de asesinar a Rommel en su cuartel general de Libia. Basándose en datos del espionaje árabe, comandos
ingleses son llevados hasta las costas de Beda Littoria
por un submarino. Entran a sangre y fuego y matan a
cuatro alemanes, incluido un intendente general, antes
de ser abatidos o capturados. Parece sábados de superacción. Pero fue real. Lástima que Rommel estaba en
Roma, convenciendo al Duce de que le mandara los
suministros que le había prometido.
Domingo
Otra vez hasta tarde en la cama y después a caminar un rato. Una vuelta por San Telmo con todos esos
turistas buscando el tango y un poco de sol. A Celia la
mayoría de los espectáculos callejeros le dan tristeza. A
su favor hay que decir que hacía mucho calor, está susceptible por el embarazo y un nene rumano tocando la
lambada en un acordeón mugriento puede ser un poco
lastimoso. Para redondear, está sentado en una silla de
plástico al lado de una pila de bolsas de basura. Cuando
un turista se pone en cuclillas y le saca una foto con su
cámara digital ya es demasiado. Por Florida se ven cosas peores. Por ejemplo, hay un faquir que se mete un
destornillador por la nariz. Bueno, no sé si es peor.
Almorzamos en un buen lugar, sin calor y sin ruido.
El pescado era fresco y la guarnición, abundante. Un
blanco frío hubiera sido ideal, pero Celia no puede
tomar alcohol por el embarazo, así que pedimos agua
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mineral. Incluso sin vino, una buena comida te cura cualquier cosa. Si no, por lo menos ayuda. A mí me ayuda.
Celia me preguntó cómo iba con la batalla de El Alamein.
–Los italianos retroceden y Hitler decide mandar a
Rommel –le respondí.
–¿Por qué?
–Tienen miedo que los ingleses expulsen a los italianos de África y le hagan firmar la paz a Mussolini.
Después volvimos a casa y dormimos una siesta. Más
tarde, pasó un amigo a saludarnos y charlamos un rato.
Cuando se fue, Celia se acostó en la cama a leer un poco
y ahora yo estoy acá, enfrente de la computadora.
Lo que me gusta del verano es que uno se levanta,
se pone las ojotas, una bermuda y ya está tipeando. La
mañana es buena en verano, aunque la noche también
tiene lo suyo. El zumbido sordo y continuo de los aparatos de aire acondicionado. Esa tranquilidad de la ciudad cuando todos están durmiendo. Saber que no va a
sonar el teléfono y la calle desierta con los árboles rodeados de oscuridad. No te llena de culpa quedarte leyendo hasta la madrugada o poner un disco a un mínimo volumen. En realidad, si uno está tranquilo, sin
fantasmas y sin problemas, cualquier día a cualquier
hora es bueno.
Lunes
Es necesario contrarrestar los lunes con trabajo de
firme. Uno se pone y la pelea hasta que la cosa empieza a avanzar y entonces parece que toda la semana va a
ser buena. Eso hice hoy y salió bastante bien. Cuando
se pierde el rumbo es duro. Enciendo la televisión, el
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tiempo se diluye en infinidad de cosas banales, lavo los
platos, leo dos minutos un libro y me aburro. Y es un
momento que llega, porque uno se cansa y el momento de la dispersión llega, y hay que tomarlo como viene. Con la práctica se lo va dominando, pero igual es
difícil. Pero supongo que le pasa a todos, no sólo a los
“jóvenes escritores”.
Estuve hojeando Los consejos a los jóvenes literatos
de Baudelaire. Se pueden resumir así: la suerte no existe, perseverar es bueno, a veces hay que hacer concesiones para publicar, la inspiración llega si trabajás con
rutina, hay que ser práctico.
Creo que el mejor es el del odio. Si alguien te dice
lo que tenés que hacer, siempre es mejor desconfiar.
Sin embargo, cada tanto también es bueno parar la oreja y ver qué pasa. Con el odio, dice que hay que ser
avaros. Cuando uno aprende que es malo desperdiciar
el odio, ya no es un escritor tan joven.
Ahora son las doce menos cinco. El día se acaba y
el aire acondicionado sigue funcionado. La lámpara
baja del escritorio da una luz que me gusta, que me
concentra, me da ganas de seguir. Podría escribir hasta
que se hiciera de día. Lo hice varias veces, parando para tomar una taza de té y descansar un poco. Pero si lo
hago Celia duerme mal, me necesita en la cama, y al otro
día yo no sirvo para nada. A veces no, a veces aguanto
bien. Puedo acostarme a las cinco de la mañana y levantarme a las nueve y salir a la calle y hacer lo que
tenga que hacer.
Una vez en la costa fui con un bote a pescar mar adentro. La noche anterior me la pasé leyendo. Supongo
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que estaba un poco nervioso, o por ahí apenas era una
buena noche para leer, tranquila, con un cielo estrellado
y el aire frío y vigorizante del mar. Lo del bote fue duro.
Salimos de la playa y anduvimos mar adentro hasta que
no se vio la costa. El agua era de un azul tan fuerte
que daban ganas de zambullirse. Mil veces mejor que
el mejor lago del sur. A mí no me interesaba la pesca,
me interesaba mirar. Me puse crema en todas partes
salvo en una rodilla que me quedó colorada como un
tomate. Al mediodía comimos en el bote. Sandwiches
de carne con mayonesa y cerveza. Después siguieron
con las cañas. Hacía calor. Algunos sacaron bien, otros
no tanto. Volvimos a eso de las cinco de la tarde y yo
me quedé dormido en un sillón antes de la cena.
Martes
Finalmente, hoy aparecieron los de la entrevista
para la televisión. Llegaron cuarenta y cinco minutos
tarde y no me costó mucho darme cuenta de que eran
una manga de maleducados. Se presentaron esquivamente, hablaron de un programa de cable, las tomas
eran para un especial de, adivinaron, “jóvenes escritores argentinos”.
–¿Cuándo sale? –pregunté.
–Bueno, todavía no sabemos bien.
Ninguno había leído nada de lo que yo había escrito.
Después, quisieron hacer exteriores.
–Acá no hay suficiente luz –dijo uno.
–Salgamos y busquemos un parque –dijo otro.
En el hall del edificio encontraron mejores condiciones y decidieron que podían intentar alguna toma.
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El hall del edificio donde vivimos con Celia está muy
bien, así que me imagino que parados ahí, reflejados por
los espejos, no dábamos tan mala imagen. El tipo que
me entrevistó quería que me tirara contra los editores.
–¿No cree usted que lo que hace falta hoy son buenos editores?
Después, que me hiciera el sociólogo y opinara sobre el poder adquisitivo de los que compran libros, de
los que no compran libros, de los que leen best-sellers,
de los que no leen best-sellers. Era difícil responderle
porque me preguntaba ya dando una respuesta. ¿Lo
vieron alguna vez? Es así: “¿Es cierto que los jóvenes
escritores argentinos tienen pocos lugares de publicación
y los medios no les dan el espacio que se merecen?”.
¿Qué se puede responder a una pregunta así? Las tomas en el hall del edificio fueron un desastre. Pero escuchen esto: los editores no son monstruos. Son gente
que trabaja y quiere que los libros que aprueban se
vendan para que no los echen a patadas. Y otra cosa: si
les llevás mierda, es muy probable que no la quieran
publicar. Aunque en realidad, nunca se sabe... Con los
periodistas culturales, la cosa es más complicada. No
es que sean todos unos vampiros chupa sangre, pero
creo que son los peores. ¿No les pagan para que lean los
libros? Entonces, ¿por qué no lo hacen? Uno nunca entiende qué es lo que les pasa por la cabeza. Tienen que escribir apenas trescientas palabras, a veces menos. Cobran
un sueldo todos los meses por eso. ¿Qué es lo que defienden? ¿La cultura, la contracultura, el culo porque su jefe
los quiere mandar a picar cables? Hay más tensiones
adentro de un diario que en un soviet ruso.
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Mientras tanto, mis entrevistadores de la televisión
seguían resbalando. Hablaban como idiotas. Reeditemos el mito del poeta maldito, ¿o es mejor el narrador
intrépido? Hagan lo que quieran, yo me vuelvo a mi
casa, voy a pedir una pizza, y después de pegarme una
ducha, me voy a ir directo a la cama con mi mujer. Los
dejé buscando su parque.
“La juventud no es más que un estado de ánimo”
dijo Frank Lloyd Wright. Así que no les miento si
les digo que hoy me sentí terriblemente viejo.
Hace un tiempo me hicieron otra entrevista, bastante más decente. Me mandaron las preguntas por mail y
yo las respondí por escrito. Eso fue algo bueno. Las
preguntas eran de catálogo.
–¿Puede escribir en una habitación de hotel?
–Depende de qué hotel. Si tiene pileta, puedo nadar
un rato antes del desayuno. Eso me ayudaría a estar más
tranquilo a la hora de escribir.
Lo demás seguía así: ¿Mantiene usted alguna obsesión? ¿Planifica su camino con notas antes de empezar?
¿Trabaja en más de un proyecto a la vez? ¿Cuáles son
sus hábitos de trabajo? ¿Cuántas horas por día pasa usted ante su mesa de trabajo? ¿Ha tomado drogas para escribir? ¿Qué piensa sobre el tema?
Cuando terminé de contestar, me dije a mí mismo:
“Bueno, esto es casi una novela”. No me pagaron pero
me divirtió hacerlo.
Miércoles
Los viajes siempre dan buen material narrativo.
Cualquier viaje, a donde sea. Hace un tiempo fuimos
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a Misiones con unos amigos. Nos movimos en micro
por toda la provincia. Se hizo duro pero la experiencia
valió la pena. La tierra roja, la humedad, los aserraderos que se ven desde la ruta. Durante todo el viaje, una
historia atrás de otra. Contrabandistas, pescadores, indios, turistas. Desde Misiones capital cruzamos a Encarnación que es libre de impuestos. Teléfonos celulares
y despertadores digitales sonando en la selva.
Otro lugar lleno de historias es La Habana. Atrás
de cada taza, atrás de cada ladrillo, siempre alguien tiene algo que contar. Fuimos de luna de miel. Visitamos
Casa de las Américas. Una mierda. El prestigio se lo
había comido todo desde adentro y ahora estaban huecos. Había más literatura en cualquier esquina, con los
viejos que toman ron y juegan al dominó todo el día.
Supongo que un “joven escritor” no tiene que lidiar con
esos problemas y es un poco más libre. Si se lo permite, claro. Jünger dijo que no podemos evitar que nos
insulten, pero, por lo menos, podemos tratar de que no
nos palmeen la espalda. Casa de las Américas ha recibido demasiadas palmadas.
El libro sobre la guerra en África del Norte avanza
bien. Tomo cosas de acá y de allá y voy armando la historia: Rommel avanza, los británicos lo detienen, hay
problemas en ambos bandos con los suministros, uno
de los dos bandos vuelve a avanzar.
Hoy le hice masajes en los pies a Celia cuando volvió
del trabajo. Se los merecía. Lleva el embarazo sin quejas
ni vómitos ni mareos. Ojalá que el bebé no lloré mucho
y nos deje dormir.
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Jueves
Paso a verlo a mi viejo y discutimos las ventajas y
desventajas del motor de dos tiempos. Hace poco me
regaló un libro, El motor de combustión interna. Cuatrocientas treinta páginas con excelentes ilustraciones.
Es un buen libro.
Una vez me encontré con un crítico.
–¿Qué estás leyendo? –me preguntó.
Le conté, y después hablamos un poco sobre motores. Él pensaba que los diesel no tenían cilindros.
Dios mío. Y éste es de los buenos, despierto y con sentido del humor.
Supongo que si tu viejo te da con una cadena todos
los fines de semana, después uno puede contarlo y odiar
a la sociedad. No es un mal punto de partida. Aunque la
verdad es que ya está algo transitado. En todo caso, a mí
no me sirve. Yo no tengo otra cosa que gratitud para mis
padres. Mi viejo me enseñó cómo funciona un carburador, qué es una cámara de mezcla, cómo cambiar una bujía. Hace poco tuvo un infarto. Es un tipo joven pero tuvo un infarto y estuvo en terapia intensiva una semana.
Eso nos unió. Mi hermano estaba de gira por Europa, así
que todos los días de esa semana fuimos con mi vieja a
verlo al mediodía y a la tarde. Ya estábamos cerca, pero
eso nos unió todavía más. El embarazo también.
–¿Cómo se hace para ser un buen padre? –le pregunté.
–No sé. ¿Y un buen abuelo?
El que viene es su primer nieto. Igual, me jugó con
trampa. Los abuelos siempre se la llevan de arriba.
Cuando me estaba yendo me regaló una libreta.
–Para que escribas algo –me dijo.
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Viernes
A veces uno tiene la sensación de que hacer todo esto no tiene mucho sentido. Me agarra cuando leo en el
diario la historia de un pibe que nació en Dakota del
Sur, después se fue a vivir a Libia, después volvió a
Nueva York y escribió una novela y ganó lo que yo no
gano en diez años firmando un solo contrato. Enseguida Anagrama la traduce y sale una entrevista en Ajo
Blanco o en la Inrockuptibles. “El joven escritor nacido en Dakota del Sur...” Es difícil no sentir envidia.
Supongo que eso es parte de ser un “joven escritor argentino”, y acá lo importante es lo último. Mucho
peor, sin embargo, es cuando lo que querés hacer no te
sale, o un editor te dice que no. Hay que volver a encerrarse y abrir la cabeza para que todo eso aparezca y
empiece a vivir. Me gusta estar sólo y me gusta estar
acompañado pero empezar un libro me llena de dudas
y de inseguridades. Por lo menos hasta que encuentro
a alguien que me habla desde mis propias palabras.
Esos momentos pagan cualquier esfuerzo.
–Hola, ¿hay alguien ahí? Nosotros estamos acá y
estamos listos.
No hay que desoírlos, porque son ellos los que hacen que las inseguridades se borren y aparezcan las certezas. Hoy hice muchas cosas. Trabajé bastante y hasta
leí una entrevista a un escritor famoso. Esta vez uno
viejo, consagrado y con varias novelas legibles. Ahora
bien, lo que dice es una cantidad de idioteces tan grande
que impresiona.
Pero no que hay apurarse a condenarlo. Supongo
que después de cierto tiempo, mantenerse lúcido es más
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difícil. El óxido se empieza a notar en las juntas y es
inevitable que el motor queme un poco de aceite.
Celia dejó una pila de revistas sobre el embarazo en
el baño. Recomiendan comer fibra y hacer yoga. Claro que es para la madre. Pero después llegan todos los
intentos de meter al padre, que por lo general es el que
paga, en el nicho de mercado. Y entonces salta lo de:
“Usted también está embarazado” y un largo etcétera.
Yo estoy embarazado sí, como quieras, pero la que va
a parir es ella. Creo que la diferencia es importante.
El nicho de mercado también tiene que ver con lo de
“joven escritor argentino”, que cada vez me suena más
a una propaganda de reclutamiento. “Joven escritor argentino, si tienes entre 18 y 30 años, puedes ingresar en
el suplemento cultural de la escuela de entrenamiento
Jorge Luis Borges. Servir a la comunidad es un privilegio.
Infórmate”. Infórmense, ustedes, caraduras.
Ahora que lo escribí me resulta obvio. Sobrevolándolo todo está el tema del nicho de mercado. Los editores
buscan caras nuevas. Y son los editores y los que escriben en los suplementos culturales, porque los lectores
quieren un buen relato. Si hay gauchos, ninjas o agentes de la CIA no es su problema. Ellos quieren un buen
relato. Es un engranaje. No hay mucho que perder
después de todo. No es ni malo ni bueno. Es así.
Sábado
A veces cuando paso mucho tiempo adentro escribiendo, empiezo a extrañar la sensación de usar
sombrero. Me acuerdo un día que me olvidé mi piluso, un verano que iba a la colonia de vacaciones del
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Club Italiano. Todos tenían sus gorras de béisbol o su
sombrero de lona. A los sombreros de lona les decíamos “pilusos”. Nadie sabía por qué.
–Che, ¿no viste mi piluso?
–Creo que había uno colgado en el vestuario.
La cuestión es que me la pasé muy mal ese día sin
sombrero. La mayoría de los días de diciembre eran soleados y había que protegerse. Salvo cuando ibas a la
pileta o cuando jugabas al fútbol. No sé por qué pero
nadie jugaba al fútbol con sombrero. El arquero sí, él sí
podía. Casi era reglamentario que el arquero, aunque
atajara con dos bolsos como postes, usara una buena
gorra con visera. Uno miraba para atrás y se sentía más
seguro si el arquero tenía en orden su equipo.
Lo que empiezo a extrañar cuando escribo son esas
sensaciones. El olor del cloro en la piel y la espalda
quemada por el sol.
Hoy leí que en 1942, un poeta judío llamado Layser Aychenrad se escapó de un tren que llevaba deportados a Auschwitz. No era tan fácil escaparse de esos
trenes, pero parece que tampoco era tan excepcional.
Mucha gente, soldados cansados de la masacre y la guerra, trenes sin seguridad llenos de maderas podridas. No
hay que ser muy inteligente para darse cuenta de que,
pese a todo, había que tener valor. La cuestión es que el
fugitivo llegó a Annemasse, en la frontera con Suiza.
Como no tenía documentos, en la aduana le tomaron
los datos. Un empleado llenaba una planilla. Cuando le
preguntó cuántos años tenía, Aychenrad le respondió:
“Tengo dos mil años”. Toda edad es relativa.
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Domingo
Ya no hay más boxeadores wasp. Ahora son todos
latinos o negros. Ayer vi una pelea en Japón. Una buena pelea. Pesos medianos, con técnica. No retuve los
nombres. Necesito ese flujo y reflujo que te da la televisión. También pasa en mi vida. De la experiencia a la
escritura, de lo mediático a lo privado, de la vulgaridad
a la elevación. Si la universidad te convierte en un idiota,
es que ya eras un idiota de antes.
Las garantías que puede dar el cartel de “joven escritor argentino” colgado en el pecho son realmente
muy pocas. “Escritor” y “argentino” puede ser, pero lo
de “joven” sigue siendo un enigma. Conozco varios
escritores jóvenes. Algunos se parecen a mí, otros escriben cosas que me gustan, pero también están los que
no podrían ser más diferentes.
–Yo escribo desde los doce años.
–Lo más importante es la riqueza de la prosa.
–La literatura es ante todo lenguaje.
Y después, meta citar filósofos de moda. Pasa, sí
que pasa. Y cada vez que pasa, es un dolor de huevos.
Me imagino que ahí es donde se ve mi juventud, mi falta de experiencia. La cosa me cabrea. Me tendría que
importar una mierda. Al final es como dice Georges
Brassens en su canción Le temps ne fait rien à l’affaire,
cuando se es boludo, se es boludo.
Todos escuchamos alguna vez que la vida es dura.
Que el mundo es un lugar difícil donde hay que pelear
cada día para poder seguir existiendo. Y eso es verdad.
Pero también es verdad que hay una parte que es blanda, una parte que es permisiva y que sigue respirando,
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a veces con dificultad, pero no se detiene. ¿Cómo se
explica que haya tantos tarados por ahí si no? Se cuelan por las rendijas de la parte dura de la vida. No son,
después de todo, tan imbéciles.
Lunes
Trabajé bien y estaba tentado de escribir ahora que
ya es de noche y el día terminó: “Hoy estuve con los
muchachos en el desierto”. Es verdad que un buen día
de trabajo continuo te puede transportar al interior del
relato. Y eso sentí hoy. Pero, por más concentración
que le haya puesto al asunto, nunca me moví de mi escritorio. Y en mi escritorio no hacen 45 grados a la
sombra ni las moscas se meten adentro de la piel para
chuparte la sangre. Aparte los miedos que se tienen
frente al procesador de texto son estúpidos. O en todo
caso, no se pueden comparar con los bombardeos de la
Luftwaffe. Hasta la literatura, que siempre se come todo, tiene sus límites.
Los italianos no querían ir a la guerra. No estaban
preparados y no querían. Cuando iniciaron la invasión
a Egipto, que era parte del Commonwealth, penetraron menos de cien kilómetros en territorio enemigo y
después se pararon a esperar refuerzos. Preferían tomar vino Frascati frío a seguir invadiendo. Yo no los
culpo. Al M-13, el tanque italiano, le decían “ataúd con
ruedas” porque tenía un blindaje tan fino que había que
ponerle bolsas de arena sobre la carrocería. Cuando
llegaron los alemanes la cosa cambió. Rommel incorporó varias divisiones italianas a las operaciones del
Afrikakorps. Al final de la historia, Montgomery lo
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agarra en El Alamein. Los alemanes ya habían perdido
por falta de suministros. Si hubieran tenido combustible, habrían seguido peleando. Monty les hizo la “guerra
de erosión”. Era un tipo inteligente. En su despacho,
tenía dos fotos. La gente tiene fotos de su mujer y sus
hijos en su escritorio. Él tenía las caras de sus dos
enemigos. Rommel y el mariscal de campo Walter
Model, con el que peleó en el continente, ya sobre
1944. Eso es algo.
El “joven escritor”, el artista cachorro, el artista
adolescente. Siempre hay una buena historia en la iniciación. Todos queremos enterarnos, a ver qué pasa con
fulano, si logra o no lo que tanto desea y cómo lo hace.
La violencia también es una variante a tener en cuenta.
No se puede vivir en una metrópolis del tercer mundo
y hacerse el tonto con la violencia. No digo que vayas
por la calle, sacándole fotos a los tipos que revuelven
la basura o duermen en los umbrales, pero está ahí. Y
parece que hace veinte años no estaba de esa manera.
Un tipo se tira abajo del tren porque no tiene trabajo,
al vecino de tu suegra le pegan un tiro en la cara, esas
cosas pasan y uno no puede ignorarlas.
Ayer, antes de cerrar la computadora, puse “joven
escritor argentino” en el Google. Los que aparecieron
en los resultados tienen todos más de cuarenta años.
Cuando me fui a la cama, Celia ya estaba dormida y la
televisión sin sonido pasaba imágenes que no le importaban a nadie.
Buenos Aires, febrero de 2004
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