Un dia mas - Mitch Albom

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Tras la ruptura de su matrimonio y el
fracaso en su vida profesional, Chick
es un hombre roto. Lejos han
quedado sus días de gloria como
jugador de béisbol y su feliz
matrimonio.
Hundido
en
el
alcoholismo, Chick toca fondo al
recibir las fotos de la boda de su
hija, a la que ni siquiera ha sido
invitado. Cuando ya está decidido a
suicidarse, sufre un gravísimo
accidente de coche que lo coloca al
borde de la muerte. Ahí, en la
frontera entre la vida y el más allá,
es donde se reencontrará con su
madre fallecida hace ya años.
Juntos pasan un día, viajarán al
pasado y Chick conocerá la
verdadera historia de su familia y los
muchos sacrificios que su madre
tuvo que hacer para sacar adelante
a sus hijos. Por fin, Chick tiene la
oportunidad de comprender muchas
cosas de su vida.
Mitch Albom
Un día más
ePub r1.0
Edusav 04.12.13
Título original: For One More Day
Mitch Albom, 2006
Traducción: Montse Batista
Retoque de portada: Edusav
Editor digital: Edusav
ePub base r1.0
«Deja que lo adivine. Quieres saber por
qué intenté suicidarme».
Las primeras palabras que me dirigió
Chick Benetto
Ésta es una historia sobre una familia y,
como hay un fantasma de por medio,
podría decirse que es una historia de
fantasmas. No obstante, todas las
familias tienen una historia de
fantasmas. Los muertos se sientan a
nuestra mesa mucho después de haberse
ido.
En este caso se trata de la historia de
Charles Chick Benetto. Él no era el
fantasma. Él era muy real. Lo encontré
un sábado por la mañana, en las tribunas
descubiertas de un campo de la liga de
béisbol infantil, vestido con una
cazadora azul marino y mascando chicle
de menta. Quizá lo recordéis de su
época de jugador. He dedicado parte de
mi carrera a escribir sobre deportes, por
lo que el nombre me resultaba familiar
en varios sentidos.
Visto en retrospectiva, fue cosa del
destino que lo encontrara. Yo había ido
a Pepperville Beach para echarle un
vistazo a una pequeña casa que había
pertenecido a nuestra familia durante
años. De camino al aeropuerto, me
detuve a tomar un café. Al otro lado de
la calle había un campo donde unos
niños vestidos con camisetas de color
púrpura practicaban lanzamientos y
golpes con el bate. Como iba con
tiempo, me acerqué paseando hasta allí.
De pie en la barrera, con los dedos
enganchados en la valla de tela metálica,
vi a un anciano que manejaba un
cortacésped por la hierba del campo.
Tenía la tez bronceada y arrugada y
llevaba medio cigarro en la boca. Al
verme, paró la cortadora de césped y me
preguntó si mi hijo estaba ahí. Le dije
que no. Quiso saber qué estaba haciendo
allí. Le hablé de la casa. Me preguntó
cómo me ganaba la vida y cometí el
error de explicarle eso también.
—De modo que escribe, ¿eh? —dijo
mascando su cigarro. Señaló a una
figura sentada sola en las gradas, de
espaldas a nosotros—. Debería hablar
con ese tipo. Él sí que tiene una historia.
Oía lo mismo continuamente.
—¿Ah sí? ¿Y eso por qué?
—Fue
jugador
de
béisbol
profesional.
—Mmm.
—Creo que jugó en la Serie
Mundial.
—¡Um!
—E intentó suicidarse.
—¿Cómo dice?
—Sí —respondió el hombre con un
resoplido—. Por lo que he oído tiene
mucha suerte de estar vivo. Se llama
Chick Benetto. Su madre vivía por aquí.
Posey Benetto —se rió—. Era una mujer
fantástica.
Tiró el cigarro al suelo y lo pisó.
—Acérquese y pregúnteselo si no
me cree.
Volvió con su cortacésped. Retiré
las manos de la valla y vi que se me
habían manchado los dedos de óxido.
Todas las familias tienen una historia
de fantasmas.
Me acerqué a la tribuna.
Lo que he escrito aquí es lo que Charles
Chick Benetto me contó durante la
conversación que mantuvimos aquella
mañana —y que se prolongó otras veces
— así como las notas personales y
páginas de su diario que encontré
después, por mi cuenta. Lo he
recopilado en el siguiente relato,
narrado con su propia voz, pues dudo
que creyeras la historia si no la contara
él mismo.
Podría ser que no la creas de todos
modos.
No obstante, hazte la siguiente
pregunta: ¿alguna vez has perdido a
alguien a quien querías y has deseado
mantener una conversación más, tener
otra oportunidad para compensar aquel
tiempo en el que pensabas que aquella
persona iba a estar siempre ahí? Si la
respuesta es sí, sabes que puedes
pasarte la vida acumulando días y
ninguno de ellos compensará aquél que
desearías recuperar.
Pero ¿y si lo recuperaras?
Mayo de 2006
I
Medianoche
La historia de Chick
Deja que lo adivine. Quieres saber por
qué intenté suicidarme.
Quieres saber cómo sobreviví, por
qué desaparecí, dónde he estado todo
este tiempo, pero, ante todo, por qué
intenté suicidarme, ¿me equivoco?
No pasa nada. Es lo que suele hacer
la gente. Se comparan conmigo. Es como
si hubiera una línea trazada en algún
lugar del mundo; si no la cruzas, nunca
piensas en arrojarte desde lo alto de un
edificio o tragarte un frasco de
pastillas…; pero, si la cruzas, es posible
que lo hagas. La gente se imagina que yo
crucé la línea. Se preguntan: «¿Podría
llegar a estar tan cerca como él lo
estuvo?» Lo cierto es que no hay ninguna
línea. Sólo está tu vida, la manera en
que la destrozas y quién está allí para
salvarte.
O quién no está.
Al volver la vista atrás, empecé a
desmoronarme el día en el que murió mi
madre, hará cosa de unos diez años. Yo
no estaba allí cuando ocurrió y debería
haber estado. De modo que mentí. No
fue una buena idea. Un funeral no es un
buen lugar para los secretos. Me quedé
de pie junto a su tumba intentando creer
que no era culpa mía, entonces mi hija
de catorce años me tomó de la mano y
me susurró: «Lamento que no tuvieras
oportunidad de despedirte, papá», y ya
está, perdí el control. Caí de rodillas,
llorando, y la hierba mojada me manchó
los pantalones.
Después del funeral me emborraché
hasta tal punto que me desmayé en el
sofá. Y algo cambió. Tu vida puede
torcerse en un solo día, y aquél pareció
torcer la mía inexorablemente y en
picado. Cuando era niño mi madre
siempre estaba encima de mí con sus
consejos, críticas y toda esa asfixiante
actitud maternal. En ocasiones deseaba
que me dejara en paz.
Acabó haciéndolo. Murió. No hubo
más visitas ni más llamadas telefónicas.
Sin darme cuenta empecé a ir a la
deriva, como si me hubieran arrancado
de las raíces, como si bajara flotando
por el ramal de un río. Las madres
sustentan ciertas ilusiones sobre sus
hijos, y una de mis ilusiones era que me
gustaba ser quien era, porque a ella le
gustaba. Cuando murió, esa idea
desapareció con ella.
Lo cierto es que no me gustaba en
absoluto quien era. Yo me seguía viendo
como un joven y prometedor atleta. Sin
embargo, ya no era joven y ya no era un
atleta. Era un vendedor de mediana
edad. Mi época de promesa había
pasado hacía mucho tiempo.
Un año después de la muerte de mi
madre cometí la mayor estupidez de mi
vida, económicamente hablando. Dejé
que una vendedora me convenciera para
contratar un plan de inversión. Era una
mujer joven y atractiva, una de esas
mujeres dinámicas y seguras de sí
mismas, de las que llevan dos botones
desabrochados y que provocan cierta
amargura en los hombres mayores que
ellas, a menos, claro está, que entablen
conversación. Entonces los hombres se
vuelven idiotas. Nos reunimos en tres
ocasiones para discutir la propuesta:
dos en su despacho y una en un
restaurante griego; no fue nada
indecoroso, pero, cuando su perfume
empezó a disiparse en mi cabeza, yo
había depositado casi todos mis ahorros
en un fondo de inversiones que ahora no
tiene ningún valor. A la mujer la
«trasladaron» enseguida a la costa oeste.
Tuve que explicarle a mi esposa,
Catherine, adónde había ido a parar el
dinero.
Empecé a beber más después de
aquello —en mi época, los jugadores de
béisbol siempre bebían—, y se convirtió
en un problema que, con el tiempo, hizo
que me despidieran de dos empleos
como vendedor. Y el hecho de que me
despidieran me hizo seguir bebiendo.
Dormía mal. Comía mal. Tenía la
sensación de que envejecía por
momentos. Cuando encontraba trabajo
me escondía enjuagues bucales y gotas
para los ojos en los bolsillos y corría al
baño antes de reunirme con los clientes.
El dinero se convirtió en un problema
por el que Catherine y yo nos
peleábamos constantemente y, con el
tiempo, nuestro matrimonio se vino
abajo. Ella se cansó de mi amargura y
no puedo decir que la culpe por ello.
Cuando eres malo contigo mismo te
vuelves malo con todos los demás,
incluso con aquellos a los que amas.
Una noche me encontró sin conocimiento
en el suelo del sótano con un corte en el
labio y un guante de béisbol sujeto
contra el pecho.
Poco después dejé a mi familia… o
ella me dejó a mí.
No puedo expresar lo mucho que me
avergüenzo de ello.
Me mudé a un piso. Me convertí en
una persona distante y con malas pulgas.
Evitaba a todo aquel que no bebiera
conmigo. De haber estado con vida, mi
madre hubiera encontrado la manera de
acercarse a mí, pues eso siempre se le
había dado bien, agarrarme del brazo y
decirme: «Vamos, Charley, ¿qué te
pasa?» Pero ella no estaba, y eso es lo
que ocurre cuando tus padres mueren,
que te sientes como si en lugar de
emprender todas las luchas con apoyo,
las emprendieras todas solo.
Y una noche, a principios de
octubre, decidí quitarme la vida.
Quizá te sorprenda. Quizá supongas
que los hombres como yo, los hombres
que juegan en un campeonato mundial,
nunca pueden hundirse tanto como para
suicidarse, porque, al menos, siempre
tienen eso del «sueño convertido en
realidad». Pero te equivocarías. Lo
único que pasa cuando tu sueño se
convierte en realidad es que poco a
poco te vas dando cuenta de que no es
como tú habías pensado.
Y eso no va a salvarte.
Por extraño que parezca, lo que acabó
conmigo, lo que hizo que me despeñara,
fue la boda de mi hija. Ella tenía
entonces veintidós años, una cabellera
castaña larga y lisa, como la de su
madre, y sus mismos labios carnosos. Se
casó con un «tipo maravilloso» en una
ceremonia que se celebró por la tarde.
Y eso es todo lo que sé, porque es lo
único que ella escribió en una breve
carta que llegó a mi domicilio pocas
semanas después del acontecimiento.
Por lo visto, gracias a la bebida, a
mi depresión y a mi mal comportamiento
en general, me había convertido en una
vergüenza demasiado grande como para
correr el riesgo de invitarme a una
reunión familiar. En lugar de eso, recibí
aquella carta y dos fotografías, una de
mi hija y su nuevo esposo bajo un árbol
cogidos de las manos; en la otra se veía
a la feliz pareja brindando con champán.
Fue la segunda fotografía la que me
destrozó. Era una de esas instantáneas
naturales que capturan un momento
irrepetible; los dos riendo en mitad de
una frase, entrechocando las copas. Era
una imagen tan inocente, tan joven y
tan… pretérita. Parecía mofarse de mi
ausencia. Y tú no estabas. Ni siquiera
conocía a ese tipo. Mi ex mujer sí que lo
conocía. Nuestros viejos amigos lo
conocían. Y tú no estabas. Una vez más
había estado ausente de un momento
familiar de vital importancia. Aquella
vez, mi pequeña no me tomaría de la
mano para consolarme; ella pertenecía a
otra persona. No me estaban invitando.
Me lo estaban notificando.
Miré el sobre, que llevaba su nuevo
apellido (Maria Lang, no Maria Benetto)
en el remite, pero ninguna dirección
(¿por qué?, ¿temían que pudiera hacerles
una visita?), y algo se hundió tanto en mi
interior que ya no pude volver a
encontrarlo. Cuando te excluyen de la
vida de tu único hijo te sientes como si
se hubiese cerrado una puerta de acero;
la aporreas, pero ellos no te oyen. Y el
hecho de que no te oigan te lleva a
rendirte, y rendirte es el primer paso
para matarte.
De modo que lo intenté.
No es tanto el hecho de que te
preguntes qué sentido tiene todo, es más
bien como decir: «¿Qué más da?»
Cuando
regresó
dando
tumbos,
con
sus
canciones
incompletas y su trabajo a
medias,
¿Quién sabe qué senderos
pisaron sus pies magullados?
¿Qué montañas de paz o
dolor coronó?
Espero que Dios sonriera y
le tomara la mano,
Y dijera: «¡Pobre tonto
apasionado!
El libro de la vida es difícil
de entender:
¿Por qué no pudiste
quedarte en la escuela?»
(Poema de Charles Hanson Towne,
hallado en un cuaderno entre
las pertenencias de Chick Benetto)
Chick intenta terminar
con todo
La carta de mi hija llegó un viernes,
cosa que me vino muy bien, puesto que
me permitió correrme una juerga el fin
de semana de la cual no recuerdo gran
cosa. El lunes por la mañana, a pesar de
darme una larga ducha fría, llegué dos
horas tarde al trabajo. Una vez en la
oficina no aguanté allí ni cuarenta y
cinco minutos. Tenía la cabeza a punto
de estallar. Aquel lugar parecía una
tumba. Entré sigilosamente en el cuarto
de la fotocopiadora, luego fui al baño y
después me dirigí al ascensor Sin abrigo
ni maletín para que, si alguien seguía
atentamente mis movimientos, éstos le
parecieran normales y no un mutis
premeditado.
Fue una estupidez. A nadie le
importaba. Trabajaba en una gran
empresa con montones de vendedores
que podía sobrevivir perfectamente sin
mí, como ahora ya sabemos, puesto que
aquel paseo desde el ascensor al
aparcamiento fue lo último que hice
como empleado.
Después llamé a mi ex esposa. La llamé
desde un teléfono público. Estaba
trabajando.
—¿Por qué? —dije cuando contestó
al teléfono.
—¿Chick?
—¿Por qué? —repetí. Había tenido
tres días para empapar mi ira en alcohol
y eso era lo único que me salía. Dos
palabras—: ¿Por qué?
—Chick —su tono se suavizó.
—¿Por qué no me invitasteis
siquiera?
—Fue idea suya. Pensaron que era…
—¿Qué? ¿Más seguro? ¿Pensaron
que iba a hacer algo?
—No lo sé…
—¿Ahora resulta que soy un
monstruo? ¿Es eso?
—¿Dónde estás?
—¿Soy un monstruo?
—Basta.
—Me marcho.
—Mira, Chick, ya no es una niña y
si…
—¿No pudiste apoyarme?
Oí que soltaba aire.
—¿Adónde te marchas?
—¿No pudiste apoyarme?
—Lo siento. Es complicado.
También está la familia de él, y ellos…
—¿Sales con alguien?
—¡Oh, Chick!… Estoy en el trabajo,
¿vale?
En aquel momento me sentí más solo
de lo que nunca me había sentido, y
aquella soledad pareció instalarse en
mis pulmones y aplastarlo todo menos
mi más mínimo aliento. No había nada
más que decir; ni respecto a aquel
asunto ni sobre ninguna otra cosa.
—Está bien —susurré—. Lo siento.
—¿Adónde te marchas? —dijo ella.
Colgué.
Entonces me emborraché por última vez.
Primero en un lugar llamado Mr. Ted’s
Pub, donde el camarero era un chico
flacucho y de cara redonda que
probablemente no fuera mayor que el
tipo con el que se había casado mi hija.
Después regresé a mi apartamento y
bebí un poco más. Tiré muebles al suelo.
Escribí en las paredes. Creo que en
realidad metí las fotos de la boda en el
triturador de basura. En mitad de la
noche decidí irme a casa, a Pepperville
Beach, quiero decir, la ciudad en la que
crecí. Estaba a dos horas en coche de
distancia, pero hacía años que no iba
por allí. Anduve por el apartamento,
caminando en círculos como si me
preparara para la marcha. No se
necesitan muchas cosas para un viaje de
despedida. Fui al dormitorio y saqué una
pistola del cajón.
Bajé a trompicones al garaje,
encontré mi coche, puse la pistola en la
guantera, arrojé una chaqueta en el
asiento trasero, o quizá fuera el asiento
delantero, o tal vez la chaqueta ya
estuviera allí, no lo sé, y salí a la calle
haciendo chirriar los neumáticos. La
ciudad se hallaba tranquila, las luces
amarillas parpadeaban y yo iba a
terminar con mi vida allí donde ésta
había comenzado.
Regresaba con Dios dando tumbos.
Así de sencillo.
(de los papeles de Chick Benetto)
Hacía frío y lloviznaba, pero la
autopista estaba despejada y utilicé sus
cuatro carriles, zigzagueando de uno a
otro. Cabría pensar, cabría esperar que a
alguien que iba tan borracho como yo lo
parase la policía, pero no fue así. Hubo
un momento en el que incluso entré en
una de esas tiendas que están abiertas
toda la noche y le compré seis latas de
cerveza a un tipo asiático con un fino
bigote.
—¿Quiere un número de lotería? —
me preguntó.
Con los años había perfeccionado un
aspecto de normalidad cuando iba
bebido —el alcohólico ambulante— y
fingí pensármelo un poco.
—Esta vez no —respondí.
Puso la cerveza en una bolsa.
Percibí su mirada, dos ojos oscuros y
apagados, y pensé para mí: «Ésta es la
última cara que veré en la tierra». Me
devolvió el cambio empujándolo por el
mostrador.
Cuando vi el letrero que anunciaba mi
ciudad natal —PEPPERVILLE BEACH,
SALIDA A 1 MILLA— ya me había
terminado dos cervezas y otra se había
derramado por todo el asiento del
acompañante. Los limpiaparabrisas se
movían ruidosamente. Yo luchaba por
mantenerme
despierto.
Debí
de
quedarme medio dormido pensando
«Salida a 1 milla», porque al cabo de un
rato vi otro letrero anunciando otra
ciudad y me di cuenta de que había
pasado de largo mi salida. Di un golpe
en el salpicadero. Entonces hice girar el
coche allí mismo, en medio de la
autopista, y volví a avanzar en dirección
contraria. No había tráfico y, de todos
modos, me habría dado lo mismo. Iba a
llegar a esa salida. Pisé el acelerador a
fondo. No tardó en aparecer una rampa
ante mi vista —la de entrada, no la de
salida— y me dirigí a ella haciendo
rechinar los neumáticos. Era uno de esos
accesos largos que describen una curva,
por lo que mantuve el volante girado
mientras avanzaba rápidamente, bajando
y dando la vuelta. De pronto me cegaron
dos luces enormes, como dos soles
gigantescos. Retumbó el claxon de un
camión,
hubo
una
colisión
estremecedora, mi automóvil salió
volando por encima de un terraplén y
aterrizó con fuerza, dando golpes cuesta
abajo. Había cristales por todas partes y
latas de cerveza dando tumbos; me
aferré como un loco al volante, el coche
dio una sacudida hacia atrás y me lanzó
boca abajo. No sé cómo, pero encontré
la manija de la puerta y tiré de ella con
fuerza; recuerdo imágenes fugaces de
cielo oscuro y hierbajos verdes y un
sonido atronador de algo sólido que caía
estrepitosamente desde lo alto.
Cuando abrí los ojos estaba tendido
sobre la hierba mojada. Mi coche se
hallaba medio enterrado bajo una valla
publicitaria de un concesionario de
Chevrolet local contra la que al parecer
se había estrellado. En una de esas
inesperadas actuaciones de la física
debí de salir despedido del vehículo
antes del impacto final. No sé cómo
explicarlo. Cuando quieres morir, salvas
la vida. ¿Quién puede explicar eso?
Me puse de pie, lenta y
dolorosamente. Tenía la espalda
empapada. Me dolía todo el cuerpo.
Seguía cayendo una ligera lluvia, pero
reinaba el silencio, excepto por el canto
de los grillos. Normalmente, llegados a
ese punto, uno diría: «me alegré de
seguir con vida», pero yo no puedo
decirlo porque no me alegré. Levanté la
vista hacia la carretera. Distinguí el
camión entre la niebla como un
descomunal naufragio, con la cabina
torcida como si tuviera el cuello roto.
Salía vapor del capó. Uno de los faros
todavía funcionaba y proyectaba un
solitario haz de luz que convertía los
cristales rotos en diamantes que
centelleaban sobre la pendiente
embarrada.
¿Dónde estaba el conductor? ¿Estaba
vivo? ¿Herido? ¿Sangraba? ¿Respiraba?
Lo más valeroso, por supuesto, hubiera
sido subir a comprobarlo, pero el valor
no era mi fuerte en aquellos momentos.
Así pues, no lo hice.
En lugar de eso, bajé las manos con
las palmas abiertas contra los costados,
me di la vuelta hacia el sur y me
encaminé a mi antigua ciudad. No estoy
orgulloso de ello, pero no fue una
reacción racional, en absoluto. Yo era un
zombi, un robot, no me importaba nadie,
incluido yo mismo (la verdad es que
quien menos me importaba era yo). Me
olvidé del coche, del camión, de la
pistola; lo dejé todo atrás.
Mis zapatos hacían crujir la grava y
oí que los grillos se reían.
No sé cuánto tiempo estuve andando. El
suficiente como para que cesara la
lluvia y el cielo empezara a iluminarse
con los primeros indicios del alba.
Llegué a las afueras de Pepperville
Beach, que se distinguía por un gran
depósito de agua oxidado situado justo
detrás de los campos de béisbol. Trepar
por los depósitos de agua era un rito de
tránsito en las ciudades pequeñas como
la mía y, los fines de semana, mis
compañeros de entrenamiento y yo
solíamos subirnos a aquél con los botes
de pintura en aerosol metidos en la
cinturilla de los pantalones.
Entonces me hallaba de nuevo ante
aquel depósito. Empapado, viejo,
destrozado, borracho y debería añadir
que tal vez siendo un asesino, o eso
creía, puesto que no vi al conductor del
camión. No importaba, porque lo que
hice a continuación fue un acto
impensado, estaba decidido a hacer de
aquélla la última noche de mi vida.
Encontré el pie de la escalera.
Empecé a ascender.
Tardé un poco en llegar al depósito
sellado. Cuando al fin lo hice me
desplomé en la pasarela jadeando,
aspirando el aire. En el fondo de mi
aturullada mente, una voz me reprendió
por estar en tan baja forma.
Miré hacia los árboles por debajo
de mí. Tras ellos vi el campo de béisbol
en el que mi padre me había enseñado a
jugar. Su imagen todavía desenterró
recuerdos tristes. ¿Qué es lo que tiene la
niñez que nunca te abandona, ni siquiera
cuando estás tan destrozado que cuesta
creer que alguna vez fueras niño?
El cielo se estaba iluminando. Los
grillos sonaban más fuerte. Me
sobrevino un repentino y fugaz recuerdo
de la pequeña Maria dormida en mi
pecho, cuando era tan pequeña que
podías acunarla en un solo brazo y su
piel olía a polvos de talco. Entonces me
vi a mí mismo, empapado y sucio como
estaba entonces, irrumpiendo en su
boda: la música se detenía y todo el
mundo levantaba la vista horrorizado,
Maria más horrorizada que nadie.
Bajé la cabeza.
No me echarían de menos.
Di dos pasos corriendo, me agarré a
la barandilla y me arrojé por encima.
El resto es inexplicable. No puedo
decirte dónde caí ni cómo sobreviví. Lo
único que recuerdo son golpes, giros,
roces; di vueltas, raspé contra algo y
luego vino un trompazo final. ¿Ves estas
cicatrices que tengo en la cara? Me
figuro que me las hice entonces. Tuve la
impresión de que caía durante mucho
rato.
Cuando abrí los ojos me vi rodeado
de pedazos que habían caído del árbol.
Las piedras me presionaban el vientre y
el pecho. Levanté el mentón y vi lo
siguiente: el campo de béisbol de mi
juventud bajo las primeras luces del día,
las dos casetas y el montículo.
Y a mi madre, que llevaba muerta
varios años.
II
Mañana
La mamá de Chick
Mi padre me dijo en una ocasión:
«Puedes ser el niño de mamá o el niño
de papá, pero no puedes ser ambas
cosas». De modo que fui el niño de
papá. Imitaba su manera de andar.
Imitaba su risa grave que olía a tabaco.
Llevaba un guante de béisbol porque él
adoraba el béisbol, y atrapaba todos sus
implacables lanzamientos, incluso los
que me hacían escocer tanto las manos
que creía que iba a gritar.
Al salir de la escuela corría hacia la
licorería que mi padre tenía en Kraft
Avenue y me quedaba allí hasta la hora
de la cena, jugando con cajas vacías en
el almacén mientras esperaba a que él
terminara. Volvíamos juntos a casa en su
Buick Sedan de color azul celeste y a
veces nos quedábamos sentados dentro
del vehículo en el camino de entrada
mientras él fumaba sus Chesterfield y yo
escuchaba las noticias en la radio.
Tenía una hermana menor llamada
Roberta que en aquella época iba a casi
todas partes con unas zapatillas de danza
de color rosa. Cuando comíamos en la
cafetería local, mi madre tiraba de ella
para llevarla al servicio de «señoras»
—sus pies rosados se deslizaban por las
baldosas— en tanto que mi padre me
llevaba al de «caballeros». En mi mente
infantil me figuraba que así lo asignaba
la vida: yo con mi padre y ella con mi
madre. Señoras. Caballeros. Niñas de
mamá. Niños de papá.
Un niño de papá.
Yo era un niño de papá y lo seguí
siendo hasta un caluroso y despejado
sábado de primavera por la mañana,
cuando iba a quinto curso. Aquel día
jugábamos dos encuentros consecutivos
contra los Cardenales, que vestían
uniformes rojos y estaban patrocinados
por la fontanería Connor’s.
El sol ya calentaba la cocina cuando
entré con mis calcetines largos puestos y
el guante de béisbol en la mano, y vi a
mi madre sentada a la mesa fumando un
cigarrillo. Mi madre era una mujer
hermosa, pero aquella mañana no lo
parecía. Se mordió el labio y volvió la
cabeza. Recuerdo el olor a tostada
quemada y pensé que se había
disgustado porque había echado a
perder el desayuno.
—Tomaré cereales —dije.
Saqué un cuenco del armario.
Ella carraspeó.
—¿A qué hora tienes el partido,
cariño?
—¿Estás resfriada? —le pregunté.
Ella dijo que no con la cabeza y se
llevó una mano a la mejilla.
—¿A qué hora es el partido?
—No lo sé —me encogí de
hombros. Por aquel entonces yo todavía
no llevaba reloj.
Cogí la botella de cristal de la leche
y la gran caja de copos de maíz inflado.
Eché los copos demasiado aprisa y
algunos rebotaron, salieron del cuenco y
cayeron en la mesa. Mi madre los
recogió, uno a uno, y los puso en la
palma de su mano.
—Te llevaré yo —susurró—. Sea a
la hora que sea.
—¿Por qué no puede llevarme papá?
—pregunté.
—Papá no está.
—¿Dónde está?
Ella no respondió.
—¿Cuándo va a volver?
Mi madre aplastó los copos de maíz,
que se desmenuzaron convirtiéndose en
un polvo parecido a la harina.
A partir de aquel día fui el niño de
mamá.
Ahora, cuando digo que vi a mi madre
muerta, quiero decir exactamente eso. La
vi. Estaba de pie junto a la caseta,
llevaba puesta una chaqueta de color
azul lavanda y tenía la billetera en la
mano. No dijo ni una palabra. Se limitó
a mirarme.
Intenté levantarme para ir hacia ella,
pero caí de nuevo y una punzada de
dolor recorrió mis músculos. Quise
gritar su nombre, pero de mi garganta no
salía ningún sonido.
Agaché la cabeza y junté las palmas
de las manos. Volví a empujar con fuerza
y aquella vez me levanté a medias del
suelo. Alcé la mirada.
Se había ido.
No espero que des crédito a esto que
te cuento. Es una locura, lo sé. No ves a
los muertos. No recibes visitas. No te
caes de un depósito de agua,
milagrosamente vivo tras hacer todo lo
posible por suicidarte, y ves a tu querida
madre muerta en la línea de la tercera
base con la billetera en la mano.
Le he dado todas las vueltas que
probablemente tú le estés dando ahora
mismo: una alucinación, una fantasía, un
ensueño de borracho, los confusos
entresijos de una mente desorientada.
Como digo, no espero que me creas.
Pero eso es lo que ocurrió. Ella
había estado allí. Yo la había visto.
Permanecí tendido en el campo durante
un tiempo indeterminado, luego me puse
de pie y empecé a andar. Me sacudí la
arena y la suciedad de las rodillas y los
antebrazos. Me salía sangre de una
docena de cortes, en su mayoría
pequeños, aunque había unos cuantos
más grandes. Noté el sabor de la sangre
en la boca.
Atajé por una zona cubierta de
hierba que ya conocía. El viento
matutino agitaba los árboles y traía con
él una lluvia de hojas amarillas, como
un pequeño y revuelto temporal. Había
intentado suicidarme dos veces y había
fallado. ¿No era patético?
Me encaminé hacia mi antigua casa,
decidido a terminar la tarea.
(de los papeles de Chick Benetto,
hacia 1954)
Cómo se conocieron
mis padres
Mi
madre
me
escribía
notas
constantemente. Me las daba con
disimulo siempre que me dejaba en
algún sitio. Nunca lo entendí, pues
cualquier cosa que hubiera tenido que
decirme podría habérmela dicho
entonces y ahorrarse así el papel y el
horrible sabor de la goma del sobre.
Creo que la primera nota me la dio
el día que empecé a ir al colegio en
1954. ¿Qué tendría yo? ¿Unos cinco
años? El patio de la escuela estaba lleno
de niños que gritaban y corrían por ahí.
Nos acercamos; una mujer con una boina
negra hacía formar a los niños en filas
delante de los maestros y yo no le solté
la mano a mi madre. Vi que las otras
madres les daban un beso a sus hijos y
se alejaban. Debí de empezar a llorar.
—¿Qué pasa? —preguntó mi madre.
—No te vayas.
—Estaré aquí cuando salgas.
—No.
—No pasa nada. Estaré aquí.
—¿Y si no te encuentro?
—Me encontrarás.
—¿Y si te pierdo?
—No puedes perder a tu madre,
Charley.
Sonrió. Metió la mano en el bolsillo
interior de su chaqueta y me entregó un
pequeño sobre azul.
—Toma —dijo—. Si me echas
muchísimo de menos puedes abrirlo.
Me enjugó las lágrimas con un
pañuelo de papel que sacó del bolso, me
abrazó y se despidió. Todavía la veo
caminando de espaldas, lanzándome
besos, con los labios pintados de carmín
de Revlon y el cabello recogido por
encima de las orejas. Le dije adiós
agitando la carta. Me imagino que no se
le ocurrió pensar que era mi primer día
de escuela y que no sabía leer. Así era
mi madre. Lo que contaba era la
intención.
Dicen que conoció a mi padre junto al
lago Pepperville la primavera de 1944.
Ella estaba nadando y él jugaba a
lanzarse una pelota de béisbol con un
amigo suyo. Su amigo tiró la pelota
demasiado alta y ésta cayó al agua. Mi
madre fue nadando a cogerla. Mi padre
se zambulló. Cuando salió a la
superficie con la pelota, se dieron un
cabezazo.
—Y ya nunca dejamos de hacerlo —
decía ella.
Su noviazgo fue rápido e intenso,
porque así era mi padre, que empezaba
las cosas con el propósito de
terminarlas. Era un joven alto y robusto,
recién salido del instituto, que se
peinaba con un alto tupé y conducía el
LaSalle azul y blanco de su padre. Se
alistó en la Segunda Guerra Mundial en
cuanto pudo y le dijo a mi madre que le
gustaría «ser el que matara más
enemigos de toda la ciudad». Embarcó
rumbo al norte de Italia, hacia los
Apeninos y el valle del Po, cerca de
Bolonia. En una carta que escribió
desde allí en 1945 le propuso
matrimonio a mi madre. «Cásate
conmigo», escribió, lo cual a mí me
parece más bien una orden. Mi madre
accedió en una carta que escribió a
vuelta de correo en un papel de tela
especial que era demasiado caro para
ella, pero que compró de todos modos,
pues mi madre cuidaba tanto las
palabras como el modo de transmitirlas.
Dos semanas después de que mi
padre recibiera dicha carta, los
alemanes firmaron los documentos de
rendición. Iba a volver a casa.
Mi teoría era que nunca combatió lo
suficiente para su gusto. Así pues, hizo
su propia guerra con nosotros.
Mi padre se llamaba Leonard, pero todo
el mundo lo llamaba Len; mi madre se
llamaba Pauline, pero todo el mundo la
llamaba Posey, como en la canción
infantil, a pocketful of Posey[1]. Mi
madre tenía unos ojos grandes y
almendrados, un cabello largo y oscuro
que casi siempre llevaba peinado en alto
y un cutis aterciopelado. A la gente les
recordaba a la actriz Audrey Hepburn y
en nuestra pequeña ciudad no había
muchas mujeres que encajaran con esa
descripción. Le encantaba llevar
maquillaje —rímel, delineador de ojos,
colorete, de todo— y en tanto que la
mayoría la consideraban «divertida» o
«animada»
o,
más
adelante,
«excéntrica» u «obstinada», durante la
mayor parte de mi niñez yo la consideré
un fastidio.
¿Me había puesto las chanclas de
goma? ¿Llevaba la chaqueta? ¿Había
terminado los deberes? ¿Por qué tenía
un desgarrón en los pantalones?
Siempre estaba corrigiéndome la
gramática.
—Yo y Roberta vamos a… —
empezaba a decir yo.
—Roberta y yo —me interrumpía
ella.
—Yo y Jimmy queremos…
—Jimmy y yo —decía ella.
En la mente de un niño, los padres
encajan en determinadas posturas, y la
postura de mi madre era la de una mujer
con los labios pintados que, inclinada,
me hacía un gesto admonitorio con el
dedo suplicándome que fuera mejor de
lo que era. La postura de mi padre era la
de un hombre en reposo, apoyado contra
una pared con un cigarrillo en la mano,
mirándome mientras yo me hundía o
nadaba.
Visto en retrospectiva, el hecho de
que ella se inclinara hacia mí y él en
sentido contrario debería haberme dicho
muchas cosas. Pero era un niño, ¿y qué
saben los niños?
Mi madre era una protestante francesa y
mi padre un católico italiano, por lo que
su unión tenía un exceso de Dios, culpa
y descaro. Discutían constantemente. Por
los niños. Por la comida. Por la religión.
Mi padre colgaba un cuadro de Jesús en
la pared de fuera del baño y, mientras
estaba trabajando, mi madre lo ponía en
otro lugar menos llamativo. Él llegaba a
casa y gritaba: «¡No puedes cambiar de
sitio a Jesús, por el amor de Dios!», y
ella decía: «Es un cuadro, Len. ¿Crees
que Dios quiere estar colgado junto al
baño?» Y él volvía a ponerlo allí.
Y al día siguiente ella lo cambiaba.
Y así una y otra vez.
Eran una mezcla de orígenes y
culturas, pero si mi familia era una
democracia, el voto de mi padre valía
por dos. Él decidía lo que teníamos que
cenar, de qué color pintar la casa, de
qué banco ser clientes y qué canal ver en
la televisión. El día en que nací, él
informó a mi madre, diciendo: «Al niño
lo bautizarán en la iglesia católica», y
no hubo más que hablar.
Lo curioso es que él no era un
hombre religioso. Después de la guerra,
mi padre, que tenía una licorería, estaba
más interesado en los beneficios que en
las profecías. Y por lo que a mí
concernía, lo único que yo tenía que
adorar era el béisbol. Ya me lanzaba la
pelota antes de que supiera andar. Me
dio un bate de béisbol antes de que mi
madre me dejara utilizar las tijeras. Dijo
que algún día podía llegar a la liga
nacional si tenía un «plan» y si «me
ceñía al plan».
Cuando eres tan pequeño, claro está,
sigues los planes de tus padres, no los
tuyos.
Así pues, cuando tenía siete años
buscaba en el periódico las tablas de
puntuaciones de los que iban a
contratarme en el futuro. Tenía un guante
en la licorería de mi padre por si éste
podía robarle unos minutos al trabajo y
lanzarme la pelota en el aparcamiento.
En algunas ocasiones hasta me llevaba
puestas las zapatillas de clavos a la
misa de los domingos, porque nos
íbamos a los partidos de la American
Legion justo al terminar el último
cántico. Cuando se referían a la iglesia
como a la «Casa de Dios» me
preocupaba que al Señor no le gustara
que mis zapatillas se clavaran en sus
suelos. Una vez intenté permanecer de
puntillas, pero mi padre me susurró
«¿Qué demonios estás haciendo?», y
bajé los pies enseguida.
A mi madre, en cambio, no le gustaba el
béisbol. Ella había sido la única hija de
una familia pobre y durante la guerra
había tenido que dejar la escuela para
ponerse a trabajar. Se sacó el diploma
del instituto estudiando por las noches y
después fue a la escuela de enfermería.
Respecto a mí, ella sólo tenía en la
cabeza los libros y la universidad, y las
puertas que éstos me abrirían. Lo mejor
que podía decir sobre el béisbol era que
«te proporciona un poco de aire fresco».
No obstante, mi madre asistía a los
partidos. Se sentaba en las gradas con
sus grandes gafas de sol y el cabello
bien peinado en la peluquería local. A
veces la miraba desde la caseta y la veía
contemplando el horizonte. Pero cuando
me tocaba batear, ella aplaudía y gritaba
«¡Eeeeei, Charley!», y supongo que eso
era lo único que me importaba. Mi
padre, que fue el entrenador de todos los
equipos en los que jugué hasta el día en
que se largó, me pillaba mirándola y me
gritaba: «¡La vista en la pelota, Chick!
¡Ahí arriba no hay nada que vaya a
ayudarte!»
Supongo que mamá no formaba parte
del «plan».
De todos modos, puedo decir que
adoraba a mi madre, de ese modo en que
los chicos adoran a sus madres al mismo
tiempo que no saben valorarlas. Ella
hacía que resultara sencillo. Para
empezar, era divertida. No le importaba
mancharse la cara de helado para reírse.
Hacía voces extrañas, como la de
Popeye el Marino o la voz ronca de
Louis Armstrong diciendo «Si no lo
llevas dentro no puedes sacarlo
soplando». Me hacía cosquillas y dejaba
que yo se las hiciera a ella, que apretaba
los codos mientras se reía. Iba a
arroparme todas las noches, me
alborotaba el pelo y me decía: «Dale un
beso a tu madre.» Me decía que era un
chico inteligente y que eso era un
privilegio, se empeñaba en que leyera
un libro cada semana y me llevaba a la
biblioteca para asegurarse de que así
fuera. A veces se vestía de un modo
demasiado llamativo y cantaba con la
música que escuchábamos, cosa que me
molestaba. Pero entre nosotros no hubo
nunca, ni por un momento, ningún
problema de confianza.
Si mi madre lo decía, yo me lo creía.
No es que fuera poco exigente
conmigo, no me entendáis mal. Me daba
bofetones. Me regañaba. Me castigaba.
Pero me quería. Me quería mucho. Me
quería cuando me caía de los columpios.
Me quería cuando pisaba el suelo con
los zapatos llenos de barro. Me quería a
pesar de los vómitos, los mocos y las
rodillas ensangrentadas. Me quería con
mis idas y venidas, en mis peores y
mejores momentos. Tenía un pozo sin
fondo lleno de amor para mí.
Su único defecto era que no me
obligaba a esforzarme para conseguirlo.
Verás, ésta es mi teoría: los niños
persiguen el amor que les es esquivo y,
en mi caso, ése era el amor de mi padre.
Él lo tenía guardado, como si fueran
unos papeles en un maletín. Y yo no
dejaba de intentar meterme allí dentro.
Años después, tras la muerte de mi
madre, hice una lista de «Las veces que
mi madre me apoyó» y «Las veces que
no apoyé a mi madre». El desequilibrio
resultante era muy triste. ¿Por qué los
niños presuponen tanto de uno de sus
padres y relegan al otro a una posición
inferior, más despegada?
Quizá es como decía mi viejo:
Puedes ser el niño de mamá o el niño de
papá, pero no puedes ser ambas cosas.
De modo que te aferras a aquél que
crees que podrías perder.
Las veces que mi
madre me apoyó
Tengo cinco años. Vamos andando al
supermercado Fanelli’s. Una vecina con
albornoz y rulos de color rosa abre la puerta
mosquitera y llama a mi madre. Mientras ellas
hablan yo voy paseando hasta el patio trasero de
la casa de al lado.
De repente, salido de la nada, un pastor
alemán se abalanza sobre mí, ¡guauauuuu! Está
atado a una cuerda de tender, ¡guauauuu! Se
levanta sobre las patas traseras, tirando de la
correa, ¡guauuauuu!
Me doy la vuelta rápidamente y echo a
correr. Voy chillando. Mi madre viene
corriendo hacia mí.
—¿Qué? —grita, agarrándome de los codos
—. ¿Qué pasa?
—¡Un perro!
Mi madre suelta aire.
—¿Un perro? ¿Dónde? ¿Ahí detrás?
Digo que sí con la cabeza, llorando.
Me hace dar la vuelta a la casa. Ahí está el
perro, que empieza a aullar de nuevo.
¡Guauauauuuuu! Retrocedo de un salto,
pero mi madre me hace avanzar de un tirón. Y
se pone a ladrar.
Ladra. Hace el mejor ladrido que nunca oí
hacer a un humano.
El perro se agacha, gimoteando. Mi madre
se da la vuelta.
—Tienes que enseñarles quién manda,
Charley —me dice.
(sacado de una lista que había en un
cuaderno hallado entre las
pertenencias de Chick Benetto)
Chick regresa a su
antigua casa
Para entonces, el sol de la mañana
apenas asomaba por el horizonte y
llegaba hasta mí como un lanzamiento
bajo brazo por entre las casas de mi
antiguo vecindario. Me protegí los ojos
con la mano. Como estábamos a
principios de octubre, ya había
montones de hojas apiladas contra el
bordillo; más hojas de las que recordaba
de los otoños que pasé allí y menos
espacio abierto en el cielo. Creo que en
lo que más reparas cuando hace tiempo
que no estás en casa es en lo mucho que
han crecido los árboles en tu recuerdo.
Pepperville Beach. ¿Sabes por qué
se llama así? Casi resulta embarazoso.
Hace años, algún empresario que creía
que la ciudad sería más impresionante si
tuviéramos playa, aunque aquí no
hubiera mar, había llenado una pequeña
parcela con arena que trajeron en
camiones. Dicho empresario entró a
formar parte de la cámara de comercio y
consiguió incluso que le cambiaran el
nombre a la ciudad —Pepperville Lake,
el lago Pepperville, se convirtió en
Pepperville Beach, la playa Pepperville
—, a pesar del hecho de que nuestra
«playa» tenía unos columpios y un
tobogán y de que en cuanto había doce
familias ya tenías que sentarte en la
toalla de otra persona. Para los que
crecíamos aquí se convirtió en una
especie de broma. Decíamos: «¡Eh!
¿Quieres que vayamos a la playa?» o
«¡Qué bien, me parece que hoy hace día
de playa!», porque sabíamos que no
engañábamos a nadie.
En cualquier caso, la casa se
encontraba cerca del lago —y de la
«playa»— y mi hermana y yo la
habíamos conservado después de la
muerte de nuestra madre porque supongo
que albergábamos la esperanza de que
algún día llegara a valer algo. Para ser
sincero, nunca tuve valor para venderla.
Entonces me encaminé a aquella
casa, encorvado como un fugitivo. Había
abandonado el escenario de un accidente
y seguramente alguien habría encontrado
el coche, el camión, la valla publicitaria
rota, la pistola. Me dolía todo el cuerpo,
sangraba y todavía estaba medio
aturdido. Esperaba oír las sirenas de la
policía en cualquier momento…, aún
con más motivo tenía que suicidarme
primero.
Subí tambaleándome por los
escalones del porche. Encontré la llave
que escondíamos debajo de una piedra
falsa en un arriate de flores (una idea de
mi hermana). Miré a ambos lados por
encima del hombro y no vi nada, ni
policía, ni gente, ni un solo automóvil en
ninguna dirección; empujé la puerta para
abrirla y entré.
La casa olía a humedad y también se
notaba un débil y dulce olor a limpiador
de alfombras, como si alguien hubiera
lavado la nuestra recientemente (¿el
conserje al que pagábamos, quizá?).
Pasé junto al armario del vestíbulo y
junto a la barandilla por la que solíamos
deslizamos cuando éramos pequeños.
Entré en la cocina con su viejo suelo de
baldosas y sus armarios de madera de
cerezo. Abrí la nevera porque buscaba
algo que tuviera alcohol; a esas alturas
ya era un acto instintivo.
Y retrocedí.
Había comida en el interior.
Recipientes de plástico. Sobras de
lasaña. Leche descremada. Zumo de
manzana. Yogur de frambuesas. Por un
fugaz momento me pregunté sí alguien se
habría instalado allí, algún ocupante
ilegal, y si aquélla era entonces su casa,
el precio a pagar por descuidarla tanto
tiempo.
Abrí un armario. Había té Lipton y
un frasco de café Sanka. Abrí otro
armario. Azúcar. Sal Morton. Pimentón
dulce. Orégano. Vi un plato en el
fregadero, en remojo bajo las burbujas.
Lo saqué y volví a sumergirlo, como si
intentara volver a dejarlo en su sitio.
Entonces oí algo.
Provenía del piso de arriba.
—¿Charley?
Otra vez.
—¿Charley?
Era la voz de mi madre.
Salí corriendo por la puerta de la
cocina con los dedos mojados de agua
jabonosa.
Las veces que no
apoyé a mi madre
Tengo seis años. Es Halloween. La escuela
celebra su desfile anual de Halloween. Todos
los niños marcharán por unas cuantas manzanas
del vecindario.
—Cómprale un disfraz y ya está —dice mi
padre—. En el baratillo tienen.
Pero mi madre decide que no, que puesto
que es mi primer desfile ella misma me hará el
disfraz: la momia, mi personaje de terror
favorito.
Corta unos trapos blancos y toallas viejas y
me envuelve con ellos, sujetándolos con
imperdibles. Luego cubre los trapos con capas
de papel higiénico que pega con cinta adhesiva.
Tarda un buen rato, pero, cuando termina, me
miro en el espejo. Soy una momia. Alzo los
hombros y voy tambaleándome de un lado a
otro.
—¡Uuuh! Das mucho miedo —dice mi
madre.
Me lleva en coche a la escuela. Empezamos
el desfile. Cuanto más camino más se me
sueltan los trapos. Entonces, a unas dos
manzanas, empieza a llover. Cuanto me quiero
dar cuenta el papel higiénico ya se está
deshaciendo. Los trapos me cuelgan. No tardan
en caerse y se me quedan en los tobillos, en las
muñecas y en el cuello, se me ve la camiseta y
los pantalones del pijama, que mi madre pensó
que serían la ropa interior más adecuada.
—¡Mirad a Charley! —chillan los demás
niños. Se están riendo. Yo me estoy poniendo
colorado. Quiero desaparecer, pero ¿adónde
vas en mitad de un desfile?
Los padres esperan con las cámaras en el
patio del colegio y yo llego hecho un revoltijo
de trapos y trozos colgantes de papel higiénico
mojado. Enseguida veo a mi madre. Ella se
lleva la mano a la boca al verme. Rompo a
llorar.
—¡Me has destrozado la vida! —le grito.
—¿Charley?
Lo que más recuerdo de cuando me
escondí en aquel porche trasero es la
rapidez con la que me quedé sin aliento.
Estaba frente a la nevera, moviéndome
pesadamente, y al cabo de un segundo el
corazón me latía con tanta fuerza que
pensé que no habría oxígeno suficiente
para sustentarlo. Estaba temblando.
Tenía la ventana de la cocina a mis
espaldas, pero no me atreví a mirar por
ella. Había visto a mi madre muerta y
ahora había oído su voz. Ya me había
roto partes del cuerpo en otras
ocasiones, pero aquélla fue la primera
vez que me preocupaba haberme dañado
la cabeza.
Me quedé allí, con el pecho
palpitante y la mirada clavada en el
suelo de tierra que tenía frente a mí.
Cuando éramos niños a aquello lo
llamábamos nuestro «jardín», pero no
era más que un cuadrado de césped. Se
me ocurrió cruzarlo dando saltos hacia
una casa vecina.
Entonces se abrió la puerta.
Y salió mi madre.
Mi madre.
Allí mismo. En aquel porche.
Y se volvió hacia mí.
Y dijo:
—¿Qué estás haciendo aquí afuera?
Hace frío.
Bueno, no sé si puedo explicar el salto
que di. Es como bajarse del planeta.
Está todo lo que sabes y todo lo que
ocurre. Cuando las dos cosas no
coinciden, tienes que elegir. Vi a mi
madre, viva, frente a mí. La oí
volviendo a pronunciar mi nombre.
«¿Charley?» Era la única persona que
me llamaba así.
¿Acaso estaba alucinando? ¿Debía
avanzar hacia ella? ¿Era como una
burbuja que estallaría? Lo cierto es que
en aquellos momentos mis miembros
parecían pertenecer a otra persona.
—¿Charley? ¿Qué ocurre? Estás
lleno de cortes.
Ella llevaba unos pantalones azules
y un jersey blanco —al parecer siempre
iba vestida de calle, daba igual lo
temprano que fuera— y no parecía haber
envejecido desde la última vez que la
había visto, el día en que cumplió
setenta y nueve años, con esas gafas de
montura roja que le regalaron. Volvió
suavemente las palmas de las manos y
con la mirada me indicó que me
acercara y… no sé, esas gafas, su piel,
su cabello, su manera de abrir la puerta
trasera como solía hacer cuando yo
tiraba las pelotas de tenis que había en
el tejado de nuestra casa. Algo se fundió
en mi interior, como si su rostro
despidiera calor. Me recorrió la
espalda. Descendió hasta mis tobillos.
Entonces algo se rompió, la barrera
entre la fe y la incredulidad, y casi pude
oír el chasquido.
Me di por vencido. Me bajé del
planeta.
—¿Charley? —dijo ella—. ¿Qué te
pasa? Hice lo que habrías hecho tú.
Me abracé a mi madre como si no
fuera a soltarla nunca.
Las veces que mi
madre me apoyó
Tengo ocho años. He de hacer una tarea para el
colegio. Debo explicar delante de toda la clase:
«¿Qué es lo que provoca el eco?»
Al salir del colegio se lo pregunto a mi
padre en la licorería. ¿Qué es lo que provoca el
eco? Él está inclinado en el pasillo,
comprobando el inventario con una tablilla con
sujetapapeles y un lápiz.
—No lo sé, Chick. Es como un rebote.
—¿No ocurre en las montañas?
—¿Mmm? —dice él, que está contando
botellas.
—¿En la guerra no estuviste en las
montañas?
Me lanza una mirada.
—¿Por qué me preguntas eso?
Vuelve nuevamente la vista a su tablilla.
Aquella noche se lo pregunto a mi madre.
¿Qué es lo que provoca el eco? Ella coge el
diccionario y nos sentamos en la sala de estar.
—Deja que lo haga él solo —le espeta mi
padre.
—Len —replica ella—, me está permitido
ayudarle.
Mi madre trabaja conmigo durante una hora.
Yo memorizo las líneas. Practico de pie frente
a ella.
—¿Qué es lo que provoca el eco? —
empieza.
—La persistencia de un sonido después de
que haya cesado su fuente —digo yo.
—¿Cuál es uno de los requisitos para que
haya eco?
—El sonido tiene que rebotar en algún
sitio.
—¿Cuándo podemos oír el eco?
—Cuando hay silencio y se absorben los
demás sonidos.
Ella sonríe.
—Bien —dice. Luego añade—: Eco —se
tapa la boca y masculla—: Eco, eco, eco.
Mi hermana, que ha estado observando
nuestra actuación, señala con el dedo y grita:
—¡Es mamá la que habla! ¡La estoy viendo!
Mi padre enciende el televisor.
—¡Menuda pérdida de tiempo! —suelta.
La melodía cambia
¿Recuerdas aquella canción que se
llamaba Esto podría ser el comienzo de
algo grande? Era una melodía rápida y
animada que normalmente cantaba un
tipo vestido de esmoquin delante de una
gran orquesta de jazz. Decía así:
Caminas por la calle, o
estás en una fiesta,
o acaso estás solo y de
pronto lo entiendes,
miras a los ojos de otra
persona y de pronto te das
cuenta
de que esto podría ser el
comienzo de algo grande.
A mi madre le encantaba esa
canción. No me preguntes por qué. La
tocaban al principio del Programa de
Steve Alien, allá por la década de los
cincuenta, un programa que recuerdo en
blanco y negro, aunque en aquella época
todo parecía ser en blanco y negro. El
caso es que mi madre creía que esa
canción era «la bomba», así la llamaba
—«¡Oooh, ésta es “la bomba”!»— y
siempre que la ponían por la radio ella
chasqueaba los dedos como si estuviera
dirigiendo la banda. Teníamos un equipo
de alta fidelidad y un día por su
cumpleaños le regalaron un álbum de
Bobby Darin. Él cantaba esa canción y
mi madre ponía el disco después de
cenar mientras fregaba los platos. Eso
era cuando mi padre todavía estaba en
escena. Él leía el periódico y mi madre
se acercaba y tamborileaba con los
dedos en sus hombros, cantando «esto
podría ser el comienzo de algo grande»
y, por supuesto, él ni siquiera levantaba
la mirada. Entonces ella se acercaba a
mí y hacía como si tocara la batería en
mi pecho mientras cantaba:
Comes en el Twenty-One,
vigilas tu dieta,
declinas una charlota y
aceptas un higo,
del despejado cielo azul
surge una pareja.
Y esto podría ser el
comienzo de algo grande.
A mí me entraban ganas de reír,
sobre todo cuando decía «un higo», pero
como mi padre no participaba, el hecho
de reírme me parecía una traición.
Entonces mi madre empezaba a hacerme
cosquillas y ya no podía evitarlo.
—Esto podría ser el comienzo de
algo grande —decía—, chico grande,
chico
grande,
chicograndechicograndechicogrande.
Solía poner esa canción todas las
noches. Pero cuando mi padre se marchó
no volvió a hacerlo. El disco de Bobby
Darin no se movía del estante. El
tocadiscos acumulaba polvo. Al
principio pensé que habían cambiado
sus gustos musicales, tal como nos
ocurría de niños, cuando en un momento
dado pensabas que Johnnie Ray era un
buen cantante, pero acababas creyendo
que Gene Vincent era mucho mejor. Más
adelante supuse que no quería que le
recordaran que lo que tenía que ser
«algo grande» había fracasado.
El encuentro en el
interior de la casa
La mesa que teníamos en la cocina era
redonda y estaba hecha de madera de
roble. Una tarde, cuando íbamos a la
escuela primaria, mi hermana y yo
grabamos nuestros nombres en ella con
unos cuchillos para la carne. No
habíamos terminado cuando oímos que
se abría la puerta —nuestra madre había
llegado del trabajo—, por lo que
volvimos a meter los cuchillos en el
cajón. Mi hermana agarró lo más grande
que encontró, dos litros de zumo de
manzana, y lo puso encima. Cuando mi
madre entró vestida de enfermera y con
un montón de revistas en los brazos,
debimos de decir «Hola, mamá»
demasiado rápido, porque ella sospechó
inmediatamente. Lo ves enseguida en la
cara de tu madre, esa mirada de «¿Qué
habéis hecho, niños?». Quizá fuera
porque a las 5:30 de la tarde estábamos
sentados a una mesa, por io demás
vacía, con dos litros de zumo de
manzana entre nosotros.
Fuera como fuere, mi madre, sin
dejar las revistas, empujó suavemente el
zumo con el codo, vio CHAR y Rober —
no habíamos podido escribir más— y
soltó un fuerte sonido de exasperación,
algo parecido a «uhhhhch».
Entonces
gritó:
«¡Estupendo,
sencillamente estupendo!», y en mi
mente de niño creí que tal vez no fuera
tan malo. Estupendo quería decir
estupendo, ¿no?
En aquella época mi padre viajaba,
y mi madre nos amenazó con su ira
cuando él regresara a casa. Pero aquella
noche, sentados a la mesa comiendo pan
de carne con un huevo duro dentro —una
receta que mi madre había leído en
alguna parte, quizá en una de esas
revistas que llevaba—, mi hermana y yo
no dejábamos de mirar nuestra obra.
—Habéis estropeado completamente
la mesa, ¿sabéis? —dijo mi madre.
—Lo
siento
—mascullamos
nosotros.
—Y podríais haberos cortado los
dedos con esos cuchillos.
Permanecimos allí sentados mientras
nos reprendía, con la cabeza gacha al
nivel obligatorio para los castigos. Sin
embargo, ambos estábamos pensando lo
mismo. Salvo que mi hermana lo dijo.
—¿Podemos terminarlo para que al
menos nuestros nombres estén bien
escritos?
Yo dejé de respirar un momento,
asombrado por su valentía. Mi madre le
lanzó una mirada asesina. Entonces se
echó a reír. Y mi hermana se echó a reír.
Yo escupí un bocado de pan de carne.
Nunca terminamos los nombres.
Permanecieron siempre allí como CHAR
y ROBER. Mi padre, por supuesto, se
puso furioso cuando llegó a casa. Pero
creo que con los años, mucho después
de que nos marcháramos de Pepperville
Beach, a mi madre llegó a gustarle la
idea de que hubiéramos dejado allí algo
de nosotros, aunque faltaran unas letras.
Me senté entonces a la mesa de la
cocina y vi esas marcas, y luego a mi
madre —o a su fantasma, o lo que fuera
— que volvía de la otra habitación con
un frasco de antiséptico y una toallita.
Miré cómo vertía el antiséptico en la
tela, me cogía el brazo y me levantaba la
manga, como si fuera un niño pequeño
que se hubiese caído de los columpios.
Quizá estés pensando: ¿Por qué no gritar
la absurdidad de la situación, los hechos
evidentes que hacían que todo aquello
fuera imposible y cuyas primeras
palabras son: «Estás muerta, mamá»?
Sólo puedo responder diciendo que
para mí, al igual que para ti, tiene
sentido ahora, al volver a contarlo, pero
en aquel momento no lo tenía. En aquel
momento estaba tan atónito por el hecho
de volver a ver a mi madre que parecía
imposible corregir la situación. Era
como un sueño, y quizá una parte de mí
tenía la sensación de estar soñando. No
lo sé. Si has perdido a tu madre, ¿puedes
imaginar verla delante de ti de nuevo, lo
bastante cerca como para tocarla, para
percibir su olor? Sabía que la habíamos
enterrado. Recordaba el funeral.
Recordaba haber echado una palada de
tierra simbólica sobre su ataúd.
Pero cuando se sentó frente a mí, me
frotó la cara y los brazos con la toallita,
hizo una mueca al ver los cortes y
masculló «Mírate»… No sé cómo
decirlo. Eso penetró en mis defensas.
Hacía mucho tiempo que nadie quería
estar tan cerca de mí, mostrar la ternura
necesaria para arremangar una camisa.
Ella se preocupaba. A ella sí le
importaba. Cuando yo ni siquiera tenía
dignidad para seguir con vida, ella me
limpiaba los cortes y volví a ser un hijo;
volví a serlo con la misma facilidad con
la que tú te echas en tu almohada por la
noche.
Y no quería que eso terminara. No
puedo explicarlo mejor. Sabía que era
imposible, pero no quería que terminara.
—¿Mamá? —susurré.
Hacía mucho tiempo que no lo decía.
Cuando la muerte se lleva a tu madre,
destierra esa palabra para siempre.
—¿Mamá?
En realidad no es más que un sonido,
un zumbido interrumpido por los labios
al abrirse. Pero hay millones de
palabras en este planeta y ninguna sale
de tu boca de la misma manera en que lo
hace ésta.
—¿Mamá?
Ella me limpiaba el brazo
suavemente con la toallita.
—¡Ay, Charley! —suspiró—. Mira
que te metes en líos.
Las veces que mi
madre me apoyó
Tengo nueve años. Estoy en la biblioteca del
barrio. La mujer de detrás del mostrador me
mira por encima de sus gafas. He elegido
20.000 leguas de viaje submarino, de Julio
Verne. Me gustan los dibujos de la cubierta y
me gusta la idea de unas personas viviendo bajo
el océano. No he mirado si las palabras son
complicadas, ni si la letra es pequeña. La
bibliotecaria me observa. Llevo la camisa por
fuera y un zapato desatado.
—Esto es demasiado difícil para ti —dice.
Veo que coloca el libro en una estantería
que tiene a sus espaldas. Era como si lo
hubiese encerrado en una cámara acorazada.
Regreso a la sección infantil y opto por un
libro ilustrado sobre un mono. Me dirijo de
nuevo al mostrador. La mujer sella ese libro sin
hacer ningún comentario.
Cuando mi madre pasa a recogerme con el
coche, subo apresuradamente al asiento
delantero. Mi madre ve el libro que he elegido.
—¿No has leído ya este libro? —pregunta.
—La señora no me dejó llevarme el que yo
quería.
—¿Qué señora?
—La señora de la biblioteca.
Mi madre apaga el motor.
—¿Por qué no dejó que te lo llevaras?
—Dijo que era demasiado difícil.
—¿Qué era demasiado difícil?
—El libro.
Mi madre me saca del coche de un tirón.
Me hace entrar por la puerta de la biblioteca y
me conduce hacia el mostrador.
—Soy la señora Benetto, Éste es mi hijo,
Charley. ¿Le dijo usted que un libro era
demasiado difícil para que lo leyera?
La bibliotecaria se pone tensa. Es mucho
mayor que mi madre, cuyo tono me ha
sorprendido dada la manera con que
normalmente le habla a la gente mayor.
—Quería llevarse 20.000 leguas de viaje
submarino, de Julio Verne —dice, tocándose
las gafas—. Es demasiado pequeño. Mírelo.
Yo agacho la cabeza. Mírame.
—¿Dónde está ese libro? —dice mi madre.
—¿Cómo dice?
—¿Dónde está ese libro?
La mujer se vuelve para cogerlo. Lo deja
caer sobre el mostrador, como si quisiera decir
algo mostrándonos su peso.
Mi madre agarra el libro y me lo pone entre
los brazos.
—Nunca le diga a un niño que algo es
demasiado difícil —le dice bruscamente—. Y
nunca, NUNCA, a este niño.
Cuando me quiero dar cuenta ya estoy
saliendo por la puerta, agarrando firmemente a
Julio Verne mientras tiran de mí. Me siento
como si acabáramos de robar un banco, mi
madre y yo, y me pregunto si vamos a meternos
en un lío.
Las veces que no
apoyé a mi madre
Estamos sentados a la mesa. Mi madre está
sirviendo la cena. Berenjenas gratinadas con
salsa de carne.
—Siguen sin estar bien —afirma mi padre.
—No empieces otra vez —contesta mi
madre.
—No empieces otra vez —la imita mi
hermana. Le da vueltas al tenedor que tiene
metido en la boca.
—Ten cuidado, que te lo vas a clavar —le
dice mi madre, y le aparta la mano a mi
hermana.
—Es por el queso, o el aceite —insiste mi
padre, mirando su comida como si le diera
asco.
—Las he hecho de diez maneras distintas
—dice mi madre.
—No exageres, Posey. ¿Tan difícil es hacer
algo que pueda comerme?
—¿No puedes comértelo? ¿Ahora resulta
que es incomible?
—¡Por Dios! —refunfuña mi padre—. ¿Me
hace falta todo esto?
Mi madre deja de mirarlo.
—No, no te hace falta —dice poniéndome
una ración en mi plato con enojo—. Pero a mí
sí, ¿verdad? Yo necesito discutir. Come,
Charley.
—No me pongas tanto —digo.
—Come lo que te doy —me espeta ella.
—¡Hay demasiado!
—Mamá —dice mi hermana.
—Lo único que estoy diciendo, Posey, es
que si yo te pido que lo hagas, puedes hacerlo.
Nada más. Te he explicado un millón de veces
por qué no saben como es debido. Si no están
bien, no están bien, ¿quieres que mienta para
hacerte feliz?
—Mamá —repite mi hermana. Está
agitando el tenedor en el aire.
—¡Arrgghh! —mi madre suelta un grito
ahogado—. No hagas eso, Roberta, ¿sabes qué,
Len? La próxima vez los haces tú mismo, ¡tú y
tu dichosa cocina italiana! ¡Come, Charley!
Mi padre adopta un aire despectivo y menea
la cabeza.
—Siempre la misma historia —se queja. Yo
lo estoy mirando, Él me ve. Rápidamente me
llevo la comida a la boca con el tenedor, Él
hace un movimiento con la barbilla.
—¿A ti qué te parecen las berenjenas que ha
hecho tu madre? —me pregunta.
Yo mastico. Trago. Lo miro. Miro a mi
madre. Ella hunde los hombros, exasperada.
Están los dos esperando.
—No están bien —digo entre dientes,
mirando a mi padre.
Él da un resoplido y le lanza una mirada a
mi madre.
—Hasta el chico lo sabe —dice.
Un nuevo comienzo
—¿Puedes quedarte todo el día? —
pregunta mi madre.
Estaba de pie frente a la cocina
económica, haciendo huevos revueltos
con una espátula de plástico. Ya habían
saltado las tostadas. Sobre la mesa
había un pedazo de mantequilla y una
cafetera al lado. Yo estaba allí,
desplomado en la silla, todavía me
sentía aturdido y me costaba incluso
tragar saliva. Tenía la sensación de que
si me movía con demasiada brusquedad
me iba a estallar todo. Ella se había
atado un delantal en la cintura y, en los
minutos que habían pasado desde que la
vi, se había comportado como si aquél
fuera un día como otro cualquiera, como
si la hubiera sorprendido haciéndole una
visita y, a cambio, me estuviera
preparando el desayuno.
—¿Puedes, Charley? —dijo—.
¿Puedes pasar un día con tu madre?
Oigo el chisporroteo de la
mantequilla y los huevos.
—¿Mmm? —dijo.
Levantó la sartén y se acercó.
—¿Por qué estás tan callado?
Tardé unos segundos en poder
responder, como si estuviera recordando
las instrucciones para hacerlo.
¿Cómo hablas con los muertos? ¿Se
utilizan otras palabras? ¿Un código
secreto?
—Mamá —susurro finalmente—,
esto es imposible.
Ella saca los huevos de la sartén y
me los echa en el plato con brío.
Observo cómo sus manos sarmentosas
manejan la espátula.
—Come —me dice.
Ahora los padres que se divorciaban
informaban a sus hijos como si formaran
un equipo. Los sentaban a todos.
Explicaban las nuevas reglas. Mi familia
se vino abajo antes de aquella época de
progresismo; cuando mi padre se fue, se
fue.
Después de pasarse unos días
llorando, mi madre se pintó los labios,
se puso rimmel, hizo patatas fritas y al
darnos los platos dijo:
—Papá ya no va a vivir más aquí. —
Y eso fue todo. Fue como un cambio de
decorado en una obra de teatro.
Ni siquiera recuerdo cuándo se llevó
sus cosas. Un día volvimos de la escuela
y la casa parecía más espaciosa.
Sobraba espacio en el armario del
vestíbulo de entrada. En el garaje
faltaban cajas y herramientas. Recuerdo
que mi hermana lloraba y preguntaba:
«¿Papá se ha marchado por mi culpa?»,
prometiéndole a mi madre que se
portaría mejor si él regresaba. Recuerdo
que yo también tenía ganas de llorar,
pero ya había caído en la cuenta de que
ahora éramos tres, no cuatro, y que yo
era el único varón. Incluso con once
años, me sentía obligado para con el
género masculino.
Además, cuando lloraba, mi padre
solía decirme que levantara el ánimo.
«Levanta el ánimo, muchacho, levanta el
ánimo.» Y, al igual que todos los niños
cuyos padres se separan, intentaba
comportarme de un modo que trajera de
vuelta al ausente. Así pues, nada de
lágrimas, Chick. Tú no.
Durante los primeros meses creímos que
sería algo temporal. Una discusión. Un
período de reflexión. Los padres se
pelean, ¿no? Los nuestros sí lo hacían.
Mi hermana y yo escuchábamos sus
discusiones desde lo alto de la escalera,
yo con mi camiseta blanca y ella con su
pijama amarillo pálido y sus zapatillas
de danza. A veces discutían por
nosotros:
—¿Por qué no te encargas tú, Len,
para variar?
—Tampoco hay para tanto.
—¡Sí, sí que hay para tanto!
¡Siempre soy yo la bruja que tiene que
decírselo a ellos!
O por el trabajo:
—¡Podrías prestar más atención,
Posey! ¡Esa gente del hospital no son
los únicos que importan!
—Están enfermos, Len. ¿Quieres
que les diga que lo siento, pero que mi
marido necesitaba que le planchara las
camisas?
O por el béisbol:
—¡Es demasiado, Len!
—Podría llegar a ser alguien.
—¡Mírale! ¡Está siempre exhausto!
A veces, sentados en aquellas
escaleras, mi hermana se tapaba los
oídos y lloraba. Pero yo intentaba
escuchar. Era como entrar a hurtadillas
en un mundo de adultos.
Sabía que mi padre trabajaba hasta
tarde, que en los últimos años pasaba
algunas noches fuera, visitando a sus
distribuidores de licores, y le decía a mi
madre:
—Mira, Posey, si no les das
cháchara, esos tipos te destripan como a
un pez.
Yo sabía que estaba montando otra
tienda en Collingswood, a una hora de
distancia, y que trabajaba allí algunos
días a la semana. Sabía que una tienda
nueva significaría «más dinero y un
coche mejor». Sabía que a mi madre no
le gustaba la idea.
De modo que sí, discutían, pero
nunca imaginé que eso tuviera
consecuencias. En aquel entonces los
padres no se separaban. Solucionaban
las cosas. Seguían en el equipo.
Recuerdo una boda en la que mi
padre vestía un esmoquin alquilado y mi
madre llevaba un vestido de un rojo
brillante. En el banquete salieron a
bailar. Vi que mi madre levantaba la
mano derecha. Vi que mi padre ponía su
manaza encima. Aunque yo era muy
joven, advertí que eran la pareja más
apuesta de toda la pista de baile. Mi
padre era un hombre alto, de figura
atlética que, a diferencia de otros
padres, tenía un vientre plano debajo de
su camisa blanca de canalé. ¿Y mi
madre? Bueno, a ella se la veía feliz,
sonriente con su cremoso lápiz de labios
rojo. Y cuando se la veía feliz, todo el
mundo quedaba relegado a un segundo
plano. Bailaba tan bien que no podías
evitar mirarla, y su brillante vestido rojo
parecía iluminarse con sus movimientos.
Oí que algunas mujeres mayores de la
mesa decían entre dientes: «¡Eso es
pasarse!» y «¡Un poco de recato!», pero
supe que lo que ocurría es que le tenían
envidia porque no estaban tan guapas
como ella.
Así es como yo veía a mis padres.
Se peleaban, pero bailaban. Tras la
desaparición de mi padre yo pensaba
constantemente en esa boda. Casi mi
convencí de que volvería para ver a mi
madre con ese vestido rojo. ¿Cómo no
iba a hacerlo? Pero con el tiempo dejé
de pensar en ello. Con el tiempo llegué a
ver aquel acontecimiento de la misma
forma en que uno mira una descolorida
fotografía de unas vacaciones. No es
más que un lugar al que fuiste hace
mucho tiempo.
—¿Qué quieres hacer este año? —
me preguntó mi madre el primer mes de
septiembre después del divorcio. Estaba
a punto de empezar la escuela y ella
hablaba de «empezar de nuevo» y de
«nuevos proyectos». Mi hermana había
optado por un teatro de marionetas.
Miré a mi madre y puse la primera
de un millón de caras raras.
—Quiero jugar a béisbol —
respondí.
Una comida juntos
No sé cuánto tiempo pasé en aquella
cocina —la cabeza todavía me daba
vueltas y tenía la sensación de estar
grogui, como cuando te das un cabezazo
con la tapa del maletero del coche—,
pero en algún momento, quizá cuando mi
madre dijo «come», me rendí
físicamente a la idea de estar allí. Hice
lo que mi madre me decía.
Pinché los huevos con el tenedor y
me lo llevé a la boca.
Se podría decir que la lengua se me
puso en posición de firmes. Llevaba dos
días sin comer y empecé a engullir la
comida como si fuera un prisionero. El
hecho de masticar me distrajo de la
imposibilidad de mi situación. Además,
si puedo serte sincero, era tan delicioso
como familiar. No sé qué tiene la
comida que te hace tu madre, sobre todo
cuando es algo que puede hacer
cualquiera —tortas, pan de carne,
ensalada de atún—, pero tiene un cierto
sabor a recuerdo. Mi madre solía poner
cebollino en los huevos revueltos —yo
lo llamaba «las cositas verdes»—, y allí
estaban otra vez.
De modo que me estaba comiendo un
desayuno del pasado en una mesa del
pasado con una madre del pasado.
—Come más despacio, que te va a
sentar mal —dijo ella.
Eso también pertenecía al pasado.
Cuando hube terminado, se llevó los
platos al fregadero y dejó correr el agua
sobre ellos.
—Gracias —mascullé.
Ella levantó la mirada.
—¿Acabas de decir «gracias»,
Charley?
Yo le dije que sí con un leve
movimiento de la cabeza.
—¿Por qué?
Me aclaré la garganta.
—¿Por el desayuno?
Ella sonrió y terminó de fregar los
platos. Viéndola allí, en el fregadero, me
invadió una repentina sensación de
familiaridad; yo sentado a aquella mesa
y ella con los platos. Habíamos
mantenido muchas conversaciones desde
aquella misma posición, sobre la
escuela, sobre mis amigos, sobre las
habladurías de los vecinos que no debía
creer, y el ruido del agua en el fregadero
siempre nos hacía alzar la voz.
—No puedes estar aquí… —empecé
a decir. Entonces me callé. Después de
esa frase ya no pude seguir.
Ella cerró el grifo y se secó las
manos con una toalla.
—Mira qué hora es —dijo—.
Tenemos que irnos.
Se inclinó y me cogió el rostro entre
las manos. Tenía los dedos calientes y
húmedos por el agua del fregadero.
—De nada —dijo—, por el
desayuno.
Agarró el bolso de la silla.
—Ahora sé un buen chico y ponte el
abrigo.
La familia de Chick
después del divorcio
Tras la separación de mis padres
intentamos seguir igual durante un
tiempo. Pero el vecindario no lo
permitió. Las ciudades pequeñas son
como metrónomos: a la más mínima
sacudida cambia el compás. La gente era
más amable con mi hermana y conmigo.
En la consulta del médico nos daban un
pirulí de más, o nos ponían una bola de
helado más grande en el cucurucho. Las
mujeres mayores, cuando se cruzaban
con nosotros en la calle, nos apretaban
los hombros con seriedad y preguntaban:
«¿Cómo estáis, chicos?», lo cual nos
parecía una pregunta de adultos. La
versión infantil era: «¿Qué haces?» La
gente se mostraba más amable con
nosotros, pero no con mi madre. En
aquel entonces las parejas no se
divorciaban. No conocía ni a un solo
niño que hubiera tenido que pasar por
ello. Separarse, al menos en el lugar
donde vivíamos, era escandaloso, y una
de las partes cargaba con la culpa.
En este caso la culpa recayó sobre
mi madre, principalmente porque era la
que seguía viviendo allí. Nadie sabía
qué había ocurrido entre Len y Posey,
pero Len se había marchado y Posey
estaba allí para poder juzgarla. No
ayudó mucho el hecho de que ella se
negara a que la compadecieran o a llorar
en sus hombros. Y, para empeorar aún
más las cosas, todavía era joven y
guapa. De modo que era una amenaza
para las mujeres, una oportunidad para
los hombres y un bicho raro para los
niños. Bien pensado, las alternativas no
eran muy buenas.
Con el tiempo me fijé en que la gente
miraba a mi madre de un modo distinto
cuando empujaba un carrito por la tienda
de comestibles del barrio o cuando, en
aquel primer año después del divorcio,
nos dejaba en la escuela a mi hermana y
a mí vestida con su uniforme blanco de
enfermera, sus zapatos blancos y sus
medias blancas. Siempre salía del coche
para darnos un beso de despedida y yo
era plenamente consciente de que las
demás madres la miraban. Roberta y yo
empezamos a sentirnos muy cohibidos y
nos acercábamos a la puerta de la
escuela como si chirriáramos.
—Dale un beso a tu madre —dijo un
día, inclinándose hacia mí.
—No —respondí en aquella
ocasión, y me aparté.
—¿No qué?
—Es que… —me agarré los
hombros e hice una mueca—. No y ya
está.
No podía mirarla, de modo que me
miré los pies. Ella se quedó allí un
momento antes de erguirse. Oí que se
sorbía la nariz. Noté que me alborotaba
el pelo.
Cuando levanté la vista, el coche ya
se alejaba.
Una tarde estaba jugando a lanzar la
pelota con un amigo en el aparcamiento
de la iglesia cuando dos monjas
abrieron la puerta trasera. Mi amigo y
yo nos quedamos inmóviles, pues nos
imaginamos que habíamos hecho algo
malo, pero las monjas me hicieron señas
para que me acercara. Cada una de ellas
sostenía una bandeja de aluminio. Al
acercarme me llegó el olor de pastel de
carne y de judías verdes.
—Toma —dijo una de ellas—. Para
tu familia.
No entendía por qué me daban
comida, pero a una monja no podías
decirle «no, gracias», ni mucho menos.
Así pues, cogí las bandejas y me fui a
casa, suponiendo que mi madre debía
haberlas encargado especialmente.
—¿Qué llevas ahí? —me preguntó
cuando entré en casa.
—Me lo dieron las monjas.
Ella retiró el papel de cera. Soltó un
resoplido.
—¿Lo pediste tú?
—No. Yo estaba jugando a la pelota.
—¿No lo pediste tú?
—No.
—Porque no necesitamos comida,
Charley. No necesitamos dádivas, si eso
es lo que piensas.
Me puse a la defensiva. La verdad
es que no entendía eso de «dádivas»,
pero sabía que significaba algo que no
se le daba a todo el mundo.
—¡Yo no lo pedí! —protesté—. ¡Ni
siquiera me gustan las judías verdes!
Nos miramos.
—La culpa no es mía —dije.
Ella me quitó las bandejas de las
manos y las echó al fregadero. Metió el
pastel de carne en el triturador de
basura, aplastándolo con una cuchara
grande. Hizo lo mismo con las judías
verdes. Se movía tan febrilmente que yo
no podía apartar los ojos de ella
metiendo toda esa comida en aquel
pequeño agujero redondo. Dejó correr
el agua. El triturador de basura rugió.
Cuando el sonido se hizo más agudo, lo
cual significaba que había terminado de
triturar, mi madre retiró el tapón
imantado. Cerró el grifo. Se secó las
manos con el delantal.
—Bueno —dijo, volviéndose hacia
mí—, ¿tienes hambre?
La primera vez que oí la palabra
«divorciada» fue después de un partido
de béisbol de la American Legion. Los
entrenadores estaban metiendo los bates
en la parte trasera de una camioneta y
uno de los padres del otro equipo cogió
mi bate por error. Yo fui corriendo hacia
él y le dije:
—Éste es mío.
—¿Ah, sí? —dijo él al tiempo que
lo hacía rodar en la palma de su mano.
—Sí. Lo traje conmigo en la bici.
Podía haber dudado de lo que le
decía, puesto que la mayoría de los
niños venían con sus padres.
—Está bien —dijo, y me lo
devolvió. Entonces entrecerró los ojos y
me preguntó—: Tú eres el hijo de la
divorciada, ¿verdad?
Me lo quedé mirando sin saber qué
decir. ¿Divorciada? Sonaba exótico y yo
no pensaba en mi madre de esa forma.
Los hombres solían preguntar, «Tú eres
el hijo de Len Benetto, ¿verdad?», y no
estoy seguro de qué me molestaba más,
si ser el hijo de aquella nueva palabra o
si ya no ser el hijo de las antiguas.
—¿Cómo está tu madre? —preguntó.
Me encogí de hombros.
—Está bien.
—¿Sí? —dijo. Echó un rápido
vistazo al campo y luego volvió a
mirarme—. ¿No necesita ayuda en casa?
Tuve la sensación de que mi madre
estaba de pie a mis espaldas y de que yo
era lo único que había entre ellos.
—Está bien —repetí. Él asintió con
la cabeza. Si es posible desconfiar de un
asentimiento, yo lo hice.
No obstante, si aquel fue el día en que
me familiaricé con la palabra
«divorciada», recuerdo perfectamente el
día en que se volvió detestable. Mi
madre había llegado a casa del trabajo y
me había enviado a comprar ketchup y
panecillos al supermercado del barrio.
Decidí tomar un atajo pasando por los
patios traseros. Al doblar la esquina de
una casa de ladrillo vi a dos chicos
mayores de la escuela allí acurrucados.
Uno de ellos, un niño fornido llamado
Leon, sujetaba algo, ocultándolo contra
el pecho.
—Hola, Benetto —dijo a toda prisa.
—Hola, Leon —le contesté.
Miré al otro chico.
—Hola, Luke.
—Hola, Chick.
—¿Adónde vas? —preguntó Leon.
—A Fanelli’s —respondí.
—¿Ah, sí?
—Sí.
Dejó ver lo que estaba sujetando.
Eran unos binoculares.
—¿Para qué es eso? —pregunté.
Él se volvió hacia los árboles.
—Es equipo del ejército —dijo—.
Binoculares.
—Con una lente de veinte aumentos
—terció Luke.
—Déjame ver.
Me los pasó y los sostuve frente a
mis ojos. El borde de los oculares
estaba caliente. Los moví arriba y abajo,
captando los colores borrosos del cielo,
luego de los pinos y luego de mis pies.
—Los utilizan en la guerra —
explicó Luke— para localizar al
enemigo.
—Son de mi padre —anunció Leon.
Odiaba oír esa palabra. Se los
devolví.
—Hasta luego —les dije.
Leon asintió con la cabeza.
—Hasta luego.
Seguí andando, pero no estaba
tranquilo. Era por la manera en que Leon
se había vuelto hacia los árboles,
demasiado aprisa, ¿sabes? De modo que
di la vuelta por detrás de la casa y me
escondí en los setos. Lo que vi me
molesta incluso hoy en día.
Entonces estaban muy arrimados el
uno al otro y ya no miraban hacia los
árboles, sino hacia el otro lado, hacia mi
casa, y se iban pasando los binoculares.
Seguí la línea de visión hacia la ventana
del dormitorio de mi madre. Vi su
sombra moverse al otro lado del cristal,
vi que alzaba los brazos por encima de
la cabeza e inmediatamente pensé:
«Llega a casa del trabajo, se cambia de
ropa en el dormitorio.» Me quedé
helado. Sentí algo que me bajaba
rápidamente del cuello a los pies.
—¡Uaaauuuu! —susurró Leon—,
fíjate en la divorciada…
Creo que nunca he sentido tanta furia
como entonces, ni antes ni después.
Corrí hacia esos chicos con los ojos
inyectados en sangre y, aunque eran más
grandes que yo, salté desde detrás,
agarré a Leon del cuello y la emprendí a
puñetazos con todo lo que se movía, con
todo.
Caminando
Mi madre se puso su abrigo blanco de
tweed y sacudió los hombros bajo él
para colocárselo bien. Había pasado los
últimos años de su vida peinando y
maquillando a ancianas que estaban
confinadas en sus casas e iba de un
domicilio a otro manteniendo vivos sus
rituales de belleza. Me dijo que aquel
día tenía tres de esas «citas». La seguí
hasta la calle por el garaje, todavía
aturdido.
—¿Quieres que vayamos por el lago,
Charley? —dijo—. ¡Está tan bonito en
esta época del año!
Yo asentí con la cabeza, sin decir
nada. ¿Cuánto tiempo había pasado
desde que estaba tumbado en la hierba
mirando un vehículo destrozado?
¿Cuánto tiempo pasaría antes de que
alguien me encontrara? Todavía notaba
el sabor de la sangre en la boca y un
dolor agudo me acometía en oleadas; tan
pronto estaba normal como al cabo de
un minuto me dolía todo. Pero allí
estaba, caminando por mi antigua
manzana, llevando la bolsa de vinilo
color púrpura con el material de
peluquería de mi madre.
—Mamá —mascullé al fin—,
¿cómo…?
—¿Cómo qué, cariño?
Me aclaré la garganta.
—¿Cómo es que estás aquí?
—Vivo aquí —me respondió.
Sacudí la cabeza.
—Ya no —susurré.
Ella levantó la vista hacia el cielo.
—¿Sabes? El día en que naciste el
tiempo era como el de ahora. Frío, pero
magnífico. Me puse de parto a media
tarde, ¿recuerdas? —(Como si yo
tuviera que responder: «Oh, sí, lo
recuerdo»)—. Ese médico, ¿cómo se
llamaba? ¿Rapposo? El doctor Rapposo.
Me dijo que tenía que dar a luz antes de
las seis porque su esposa iba a
prepararle su plato favorito para cenar y
no quería perdérselo.
Yo ya había oído esa historia.
—Varitas de pescado —dije entre
dientes.
—Varitas de pescado. ¿Te lo
imaginas? Una cosa tan fácil de
preparar. Por la prisa que tenía
cualquiera hubiera pensado que sería
por lo menos un bistec. Bueno, la verdad
es que me daba igual. Tuvo sus varitas
de pescado.
Me miró alegremente.
—Y yo te tuve a ti.
Dimos unos cuantos pasos más. Me
martilleaba la frente. Me la froté con la
base de la mano.
—¿Qué ocurrió, Charley? ¿Te duele?
La pregunta era tan sencilla que
resultaba
imposible
contestarla.
¿Dolerme? ¿Por dónde tenía que
empezar? ¿Por el accidente? ¿Por el
salto? ¿Por la juerga de tres días? ¿Por
la boda? ¿Cuándo no me dolía algo?
—No me he portado muy bien, mamá
—le dije.
Ella siguió caminando, observando
la hierba.
—¿Sabes? Después de casarme con
tu padre estuve tres años deseando tener
un hijo. En aquella época tres años eran
mucho
tiempo
para
quedarse
embarazada. La gente creía que tenía
algún problema. Yo también lo pensaba.
Soltó aire suavemente.
—No concebía la vida sin hijos. En
una ocasión, incluso… Espera. Vamos a
ver.
Me condujo hasta el gran árbol que
había en la esquina cercana a nuestra
casa.
—Fue una noche en que no podía
dormir, ya tarde —frotó la corteza con
la mano como si estuviera desenterrando
un viejo tesoro—. Ah, todavía está.
Me incliné para verlo. Las palabras
POR FAVOR estaban grabadas en el
tronco con pequeñas letras torcidas.
Tenías que fijarte bien, pero ahí estaban,
POR FAVOR.
—Roberta y tú no erais los únicos
que grababais cosas —dijo con una
sonrisa.
—¿Qué es?
—Una plegaria.
—¿Para tener un hijo?
Ella asintió con la cabeza.
—¿Para tenerme a mí?
Volvió a asentir.
—¿En un árbol?
—Los árboles se pasan el día
mirando a Dios.
Puse mala cara.
—Ya lo sé —alzó las manos en un
gesto de capitulación—. ¡Eres tan
sensiblera, mamá!
Volvió a tocar la corteza y entonces
profirió un leve «¡Um!» Parecía estar
considerando todo lo sucedido desde
aquella tarde en que vine al mundo. Me
pregunté cuánto cambiaría ese sonido si
supiera toda la historia.
—Bueno —dijo al tiempo que se
alejaba—, ahora ya sabes que alguien te
quería con todas sus fuerzas, Charley. A
veces los niños lo olvidan. Se
consideran una carga en lugar de un
deseo concedido.
Se enderezó y se alisó el abrigo. Me
entraron ganas de llorar. ¿Un deseo
concedido? ¿Cuánto tiempo hacía desde
que alguien se había referido a mí con
una expresión parecida? Debería haber
estado agradecido. Debería haber
sentido vergüenza por haberle dado la
espalda a mi vida. Lo que quería, en
cambio, era tomarme una copa. Ansiaba
la oscuridad de un bar, las bombillas de
pocos vatios, el sabor del letargoso
alcohol mientras miraba el vaso vacío,
consciente de que cuanto antes entrara
en mí, antes se me llevaría.
Avancé hacia ella y le puse la mano
en el hombro; en cierto modo me
esperaba que mi mano la atravesara, tal
como pasa en las películas de fantasmas.
Pero no ocurrió. Mi mano quedó allí
apoyada, y noté sus finos huesos bajo la
tela.
—Estás muerta —le espeté.
Una repentina brisa se llevó unas
cuantas hojas de un montón.
—Le das demasiada importancia a
las cosas —contestó.
Todo el mundo decía que Posey Benetto
era muy buena conversadora. Pero, a
diferencia
de
muchos
buenos
conversadores, también sabía escuchar.
Escuchaba a los pacientes en el hospital.
Escuchaba a los vecinos echados en
tumbonas de playa los calurosos días de
verano. Le encantaban los chistes. Le
daba palmadas en el hombro a
cualquiera que la hiciera reír. Era una
mujer encantadora. Ése era el concepto
que la gente tenía de ella: la
Encantadora Posey.
Por lo visto, sólo fue así mientras
las grandes manos de mi padre la
estuvieron estrechando. En cuanto se
divorció y se libró de sus garras, las
demás mujeres no querían que ese
encanto se acercara a sus maridos.
Por consiguiente, mi madre perdió a
todos sus amigos. ¡Ni que hubiera tenido
la peste! ¿Las partidas de cartas que mi
padre y ella solían jugar con los
vecinos?
Se
terminaron.
¿Las
invitaciones
a
las
fiestas
de
cumpleaños? Se acabaron. El Cuatro de
julio olía a carbón en todas partes; sin
embargo, nadie nos invitaba a su comida
al aire libre. En Navidad había coches
delante de las casas y por las ventanas
del patio se veía a los adultos
relacionándose. Pero mi madre estaba
en nuestra cocina, preparando masa para
hacer galletas.
—¿No vas a ir a esa fiesta? —le
preguntábamos.
—Vamos a hacer una fiesta aquí —
respondía ella.
Hacía que pareciera que la decisión
era suya. Nosotros tres solos. Durante
mucho tiempo pensé que la noche de Fin
de Año era una velada familiar, para
echar jarabe de chocolate en el helado y
abuchear a los imitadores de sonidos
frente al televisor. Me sorprendió
enterarme de que mis amigos
adolescentes pasaban aquella noche
asaltando el mueble bar de su casa
porque sus padres se arreglaban y se
marchaban antes de las ocho.
—¿Estás diciendo que te toca pasar
la Nochevieja con tu madre? —me
preguntaban.
—Sí —gemía yo.
Sin embargo, era a mi encantadora
madre a la que le tocaba quedarse en
casa.
Las veces que no
apoyé a mi madre
Cuando mi viejo se marcha yo ya he dejado de
creer en Santa Claus, pero Roberta tan sólo
tiene seis años y ejecuta toda la rutina: deja
galletas, escribe una nota, se acerca a
hurtadillas a la ventana, señala las estrellas y
pregunta: ¿Eso de ahí es un reno?
El primer mes de diciembre que pasamos
solos, mi madre quiere hacer algo especial.
Encuentra un disfraz completo de Santa Claus:
la chaqueta roja, los pantalones rojos, las botas,
la barba postiza. La víspera de Navidad le dice a
Roberta que se vaya a la cama a las nueve y
media y que, haga lo que haga, no se acerque al
salón a las diez, cosa que, por supuesto,
significa que Roberta sale de la cama cinco
minutos antes de las diez para acechar como un
halcón.
La sigo con una linterna. Nos sentamos en
la escalera. De repente la habitación se queda a
oscuras y oímos un frufrú. Mi hermana suelta
un grito ahogado. Enciendo la linterna. Roberta
exclama con un susurro «¡No, Chick!», y yo la
apago, pero entonces, como tengo la edad que
tengo, la vuelvo a encender y sorprendo a mi
madre con su traje de Santa Claus y una funda
de almohada en las manos. Se da la vuelta e
intenta bramar: «¡Jo, jo, jo! ¿Quién anda ahí?»
Mi hermana se esconde, pero, no sé por qué, yo
sigo enfocando a mi madre con la luz,
iluminando su rostro barbudo de modo que
tiene que protegerse los ojos con la mano
libre.
—¡Jo, jo! —vuelve a intentarlo.
Roberta está hecha un ovillo y mira por
encima de los puños. Susurra:
—¡Apágala, Chick! ¡Vas a asustarle y se irá!
Pero yo únicamente veo la absurdidad de la
situación, veo que a partir de ahora vamos a
tener que fingirlo todo: fingir una mesa llena
en la cena, fingir un Santa Claus femenino,
fingir ser una familia en vez de tres cuartos de
familia.
—Es mamá —le digo cansinamente.
—¡Jo, jo, jo! —dice mi madre.
—¡No es verdad! —replica Roberta.
—Sí que es verdad, idiota. Es mamá. Santa
Claus no es una chica, boba.
Sigo enfocando a mi madre y veo que su
postura cambia: echa la cabeza hacia atrás y
hunde los hombros, como un Santa Claus
fugitivo atrapado por la policía. Roberta se
echa a llorar. Me doy cuenta de que mi madre
quiere gritarme, pero si lo hace se delatará, por
lo que se me queda mirando fijamente entre su
gorro tejido y su barba de algodón y yo siento
la ausencia de mi padre por toda la estancia. Al
final deja la funda de almohada llena de
pequeños regalos en el suelo y sale por la
puerta de la calle sin tan siquiera añadir otro
«jo, jo, jo». Mi hermana regresa corriendo a la
cama, deshecha en llanto. Yo me quedo en las
escaleras con mi linterna, iluminando una
habitación vacía y un árbol.
Rose
Seguimos andando por el viejo barrio. A
estas alturas ya me he acostumbrado a
una nebulosa aceptación de toda esta…
¿Cómo llamarla?… ¿Locura transitoria?
Iría con mi madre adondequiera que ella
quisiera ir hasta que lo que fuera que
hubiese hecho me pasara factura. Para
ser sincero, una parte de mí no quería
que aquello terminara. Cuando aparece
ante ti una persona querida a la que
habías perdido, es tu mente la que se
resiste, no tu corazón.
Su primera «cita» vivía en una
pequeña casa de ladrillo en el centro de
la calle Lehigh, a tan sólo dos manzanas
de nuestra casa. El porche estaba
cubierto con un toldo y en él había una
jardinera llena de guijarros. El aire
matutino parecía entonces demasiado
frío y había una luz extraña que hacía
que los bordes del escenario estuvieran
definidos con demasiada nitidez, como
si estuvieran dibujados con tinta.
Todavía no había visto a ninguna otra
persona, pero era media mañana y la
mayoría de la gente estaría trabajando.
—Llama —me dijo mi madre.
Llamé.
—Es dura de oído. Llama más
fuerte.
Di unos golpes en la puerta.
—Vuelve a llamar.
Aporreé la puerta.
—No tan fuerte —dijo.
Por fin se abrió la puerta. Una
anciana vestida con una bata y apoyada
en un andador apretó los labios en una
sonrisa turbada.
—Buenos díííaaas, Rose —entonó
mi madre—. He traído a un joven
conmigo.
—¡Oooh! —dijo Rose. Tenía la voz
tan aguda que parecía la de un pajarito
—. Sí. Ya veo.
—¿Te acuerdas de mi hijo Charley?
—¡Oooh! Sí. Ya veo.
Retrocedió.
—Pasad, pasad.
Tenía una casa ordenada, pequeña y
al parecer estancada en la década de
1970. La alfombra era de color azul
real. Los sofás estaban cubiertos de
plástico. La seguimos hacia el lavadero.
Con unos pasos anormalmente pequeños
y lentos, marchamos detrás de Rose y su
andador.
—¿Estás teniendo un buen día,
Rose? —le preguntó mi madre.
—¡Oooh, sí! Ahora que has llegado.
—¿Te acuerdas de mi hijo, Charley?
—¡Oooh, sí! Es muy guapo.
Lo dijo dándome la espalda.
—¿Cómo están tus hijos, Rose?
—¿Cómo dices?
—¿Y tus hijos?
—¡Oooh! —agitó la palma de la
mano—. Vienen una vez a la semana a
ver cómo estoy. Como si fuera otra tarea
más.
En aquellos momentos no sabía
quién o qué era Rose. ¿Una aparición?
¿Una persona de carne y hueso? Su casa
parecía muy real. La calefacción estaba
en marcha y todavía se percibía el olor a
pan tostado del desayuno. Entramos en
el lavadero, donde había una silla
colocada junto al fregadero. En una
radio sonaba una canción de una
orquesta de jazz.
—¿Quieres apagarla, joven? —dijo
Rose sin darse la vuelta—. La radio. A
veces la pongo demasiado alta.
Encontré el botón del volumen y lo
hice girar hasta que hizo «clic» y el
aparato se apagó.
—¡Es terrible! ¿Te has enterado? —
dijo Rose—. Ha habido un accidente en
la autopista. Lo estaban diciendo en las
noticias.
Me quedé helado.
—Un automóvil chocó con un
camión y atravesó un enorme letrero. Lo
derribó del todo. Terrible.
Estudié el rostro de mi madre,
esperando que se diera la vuelta y
exigiera mi confesión. «Admite lo que
hiciste, Charley.»
—Bueno, Rose, las noticias son
deprimentes —dijo, y siguió sin sacar
las cosas de la bolsa.
—Oooh, sí —respondió Rose—, ya
lo creo.
Un momento. ¿Lo sabían? ¿No lo
sabían? Sentí un terror frío, como si
alguien fuera a dar un golpe en las
ventanas y pedirme que saliera.
En lugar de eso, Rose hizo girar el
andador en mi dirección, luego las
rodillas y después sus huesudos
hombros.
—Es estupendo que pases un día con
tu madre —dijo—. Es algo que los hijos
deberían hacer más a menudo.
Puso una mano temblorosa en el
respaldo de la silla que había junto al
fregadero.
—Y ahora, Posey —dijo—, ¿todavía
puedes ponerme guapa?
Quizá te estés preguntando cómo es que
mi madre se convirtió en peluquera. Tal
como he mencionado, había sido
enfermera, una profesión que le gustaba
de verdad. Poseía ese profundo pozo de
paciencia para poner vendajes, sacar
sangre y responder interminables
preguntas preocupadas con optimistas
palabras tranquilizadoras. A los
pacientes masculinos les gustaba tener
cerca a una persona joven y guapa. Y las
pacientes femeninas le agradecían que
les cepillara el pelo o las ayudara a
pintarse los labios. Dudo que por aquel
entonces eso formara parte del
protocolo, pero mi madre maquillaba a
un buen número de ocupantes de nuestro
hospital del condado. Ella creía que así
se sentían mejor. Ése era el objetivo de
la estancia en un hospital, ¿no? «No se
trata de ir allí y pudrirte», decía ella.
A veces, mientras cenábamos, se le
ponía una mirada ausente y hablaba de
«la pobre señora Halverson» y su
enfisema o «el pobre Roy Endicott» y su
diabetes. De vez en cuando dejaba de
hablar sobre una persona y mi hermana
preguntaba, «¿Qué ha hecho hoy la
anciana señora Golinski?», y mi madre
le respondía, «Se ha ido a casa, cariño».
Mi padre la miraba con las cejas
enarcadas y luego volvía a masticar la
comida. Hasta que no me hice más
mayor no caí en la cuenta de que «irse a
casa» significaba «morirse». De todos
modos, era en aquel momento cuando mi
padre solía cambiar de tema.
En nuestro condado tan sólo había un
hospital y cuando mi padre desapareció
del mapa mi madre intentaba hacer todos
los turnos posibles, lo cual significaba
que no podía recoger a mi hermana al
salir de la escuela. Así pues, era yo el
que pasaba a buscar a Roberta casi
todos los días, la llevaba a casa y luego
cogía la bicicleta y me iba a entrenar a
béisbol.
—¿Crees que papá irá hoy? —me
preguntaba.
—No, idiota —decía yo—. ¿Por qué
iba a venir hoy?
—Porque la hierba está crecida y
tiene que cortarla —decía ella. O—:
Porque hay un montón de hojas que
rastrillar. —O bien—: Porque es jueves,
y los jueves mamá hace costillas de
cordero.
—No creo que sea un buen motivo
—respondía yo.
Ella esperaba antes de hacer la
siguiente pregunta lógica.
—Entonces, ¿cómo es que se
marchó, Chick?
—¡No lo sé! Se marchó y ya está,
¿vale?
—Ése tampoco es un buen motivo —
mascullaba ella.
Una tarde, cuando yo tenía doce
años y ella siete, mi hermana y yo
salimos del patio de la escuela y oímos
un claxon.
—¡Es mamá! —exclamó Roberta,
que salió corriendo.
Mi madre no salió del coche, lo cual
era extraño. Mi madre creía que era una
grosería dar bocinazos para llamar a la
gente; años después le advertiría a mi
hermana que no valía la pena salir con
un chico que no fuera a buscarla a la
puerta de casa. Pero allí estaba, sentada
en el coche, de modo que seguí a mi
hermana, crucé la calle y entré en el
vehículo.
Mi madre no tenía buen aspecto.
Tenía los ojos manchados de negro por
debajo de los párpados y no dejaba de
carraspear. No llevaba puesto el
uniforme blanco de enfermera.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté.
En aquel entonces le hablaba así.
—Dale un beso a tu madre —me
dijo ella.
Incliné la cabeza por encima del
asiento y me dio un beso en el pelo.
—¿Te dejaron salir pronto del
trabajo? —preguntó Roberta.
—Sí, cielo, algo así.
Se sorbió la nariz. Se miró en el
retrovisor y se limpió el negro de los
ojos.
—¿Qué os parece si nos tomamos un
helado? —dijo.
—¡Sí! ¡Sí! —exclamó mi hermana.
—Tengo entrenamiento —dije yo.
—Oh, ¿por qué no te saltas el
entrenamiento? ¿De acuerdo?
—¡No! —protesté—. No puedes
saltarte los entrenamientos; tienes que ir.
—¿Quién lo dice?
—Los entrenadores y todo el mundo.
—¡Yo quiero ir! ¡Quiero un
cucurucho! —dijo Roberta.
—¿Y un helado rápido? —preguntó
mi madre.
—¡He dicho que no! ¿Vale?
Levanté la cabeza y la miré
directamente a los ojos. Lo que vi
entonces no creo que lo hubiera visto
nunca antes. Mi madre parecía perdida.
Después me enteraría de que la
habían despedido del hospital. Después
me enteraría de que algunos miembros
del personal tenían la sensación de que
distraía demasiado a los médicos, ahora
que estaba soltera. Después me enteraría
de que había habido un incidente con un
superior y que mi madre se había
quejado de una conducta inapropiada.
Su recompensa por defenderse fue la
sugerencia de que «esto ya no va a
funcionar».
¿Y sabes lo más extraño? No sé por
qué, pero supe todo esto en el instante en
que la miré a los ojos. Los detalles no,
por supuesto. Pero perdida quiere decir
perdida, y reconocí aquella mirada
porque era igual que la mía. La odié por
tenerla. La odié por ser tan débil como
yo.
Salí del coche y dije:
—No quiero ningún helado. Me voy
a entrenar.
Mientras cruzaba la calle, mi
hermana me gritó desde la ventanilla:
—¿Quieres que te traigamos un
cucurucho? —y yo pensé: «Qué tonta
eres, Roberta, los cucuruchos se
derriten.»
Las veces que no
apoyé a mi madre
Ha encontrado mis cigarrillos. Están en el
cajón de los calcetines. Tengo catorce años.
—¡Es mi habitación! —grito.
—¡Charley! ¡Ya hemos hablado de esto! ¡Te
dije que no fumaras! ¡Es lo peor que puedes
hacer! ¿Qué te pasa?
—¡Eres una hipócrita!
Se detiene. Se le tensa el cuello.
—No utilices esa palabra.
—¡Tú fumas! ¡Eres una hipócrita!
—¡No utilices esa palabra!
—¿Por qué no, mamá? Siempre quieres que
utilice palabras complicadas en una frase. Esto
es una frase. Tú fumas. Yo no puedo hacerlo.
¡Mi madre es una hipócrita!
Me estoy moviendo mientras le grito, y el
movimiento parece darme fuerza, seguridad,
como si así ella no pudiera pegarme. Esto
sucede después de que mi madre haya aceptado
un trabajo en el salón de belleza y en lugar de
su uniforme blanco de enfermera va a trabajar
con ropa de moda, como los pantalones Capri y
la blusa color turquesa que lleva ahora. Esa
ropa realza su figura. La detesto.
—Me los voy a llevar —grita al tiempo que
coge los cigarrillos—. ¡Y hoy no vas a salir,
señorito!
—¡No me importa! —la fulmino con la
mirada—. ¿Y por qué tienes que vestirte así?
¡Me das asco!
—¿Qué has dicho? —la emprende a
bofetadas conmigo—. ¿QUÉ HAS DICHO?
¿Que te doy —¡paf!— asco? ¿Te doy —¡paf!—
asco? —¡paf!—. ¿Eso es lo que —¡paf!— has
dicho? —¡paf, paf!—. ¿Es eso? ¿Eso es lo que
PIENSAS DE MÍ?
—¡No! ¡No! —grito—. ¡Para!
Me cubro la cabeza y me escabullo. Bajo
las escaleras corriendo y salgo a la calle por el
garaje. No vuelvo hasta mucho después de
anochecer. Cuando finalmente regreso a casa,
la puerta de su dormitorio está cerrada y me
parece oírla llorar. Me voy a mi habitación. Los
cigarrillos siguen allí. Enciendo uno y yo
también empiezo a llorar.
Hijos avergonzados
Rose tenía la cabeza inclinada hacia
atrás, apoyada en el fregadero, y mi
madre le mojaba el cabello con cuidado
con un acoplamiento colocado en el
grifo. Por lo visto habían elaborado toda
una rutina. Colocaban almohadas y
toallas hasta que la cabeza de Rose
quedaba apoyada de esa manera y mi
madre podía pasar la mano libre por su
cabello húmedo.
—¿Está bastante caliente, cielo? —
decía mi madre.
—Oooh, sí, querida. Está bien —
Rose cerró los ojos—. ¿Sabes, Charley?
Tu madre me hace de peluquera desde
que yo era mucho más joven.
—Eres joven de espíritu, Rose —
dijo mi madre.
—Es lo único que tengo joven.
Se rieron.
—Cuando iba a la peluquería
siempre preguntaba por Posey. Si Posey
no estaba, volvía al día siguiente. «¿No
quiere que la peine otra persona?», me
preguntaban. Pero yo decía: «A mí sólo
me toca Posey.»
—Eres muy amable, Rose —dijo mi
madre—, pero las otras chicas lo hacían
muy bien.
—Oh, calla, querida. Deja que
fanfarronee. Tu madre, Charley, siempre
tenía tiempo para mí. Y cuando se me
hizo demasiado difícil ir al salón de
belleza, ella venía a mi casa, cada
semana.
Dio unos golpecitos en el antebrazo
de mi madre con sus dedos temblorosos.
—Gracias por todo eso, querida.
—De nada, Rose.
—Además, eras una belleza.
Vi que mi madre sonreía. ¿Cómo
podía estar tan orgullosa de lavarle el
pelo a alguien en un fregadero?
—Deberías ver a la hijita de
Charley, Rose —dijo mi madre—. Ella
sí que es una belleza. Es una pequeña
rompecorazones.
—¿Ah sí? ¿Cómo se llama?
—Maria.
¿No
es
una
rompecorazones, Charley?
¿Cómo podía responder a eso? La
última vez que nos habíamos visto fue el
día en que murió mi madre, hacía ocho
años.
Maria
todavía
era
una
adolescente. ¿Cómo podía explicarle lo
que había pasado desde entonces? ¿Que
había salido de la vida de mi hija? ¿Que
ahora ella tenía otro apellido? ¿Que
había caído tan bajo que no me habían
dejado ir a la boda? Antes ella me
quería, de verdad. Venía corriendo a
recibirme cuando llegaba a casa del
trabajo, con los brazos levantados y
gritando: «¡Aúpame, papá!» ¿Qué
ocurrió?
—Maria se avergüenza de mí —
mascullé al fin.
—No seas bobo —dijo mi madre.
Me miró y frotó el champú entre las
palmas de las manos. Yo bajé la cabeza.
Me moría por echar un trago. Notaba la
mirada de mi madre posada en mí. Oía
cómo sus dedos trabajaban el cabello de
Rose. De todas las cosas de las que me
sentía avergonzado delante de mi madre,
la peor era la de ser un padre pésimo.
—¿Sabes una cosa, Rose? —dijo de
pronto—. Charley nunca dejó que le
cortara el pelo. ¿Te lo puedes creer? Se
empeñaba en ir al barbero.
—¿Por qué, querida?
—Bueno, ya sabes. Llegan a una
edad en la que todo es «Vete, mamá,
vete».
—Los hijos se avergüenzan de sus
padres —dijo Rose.
—Los hijos se avergüenzan de sus
padres —repitió mi madre.
Era cierto que, cuando era
adolescente, rechazaba a mi madre. Me
negaba a sentarme a su lado en el cine.
Intentaba evitar sus besos. Me sentía
incómodo con su figura femenina y me
enojaba que fuera la única mujer
divorciada de por aquí. Yo quería que se
comportara como las otras madres, que
llevara ropa de estar por casa, que
hiciera álbumes de recortes, que
horneara bizcochos de chocolate y
nueces.
—A veces los hijos dicen cosas muy
desagradables, ¿verdad, Rose? Te entran
ganas de preguntar, ¿de quién será este
niño?
Rose se rió.
—Pero, normalmente, lo que pasa es
que están sufriendo por algo. Necesitan
resolverlo.
Me lanza una mirada.
—Recuérdalo, Charley. A veces los
hijos quieren hacerte el mismo daño que
sufren ellos.
«¿Hacerte el mismo daño que sufren
ellos?» ¿Era eso lo que yo había hecho?
¿Había querido ver en el rostro de mi
madre el rechazo que sentía por parte de
mi padre? ¿Acaso mi hija me había
hecho lo mismo?
—No lo hice con ninguna intención,
mamá —susurré.
—¿El qué?
—Sentirme avergonzado. De ti, de tu
ropa o… de tu situación.
Ella se enjuagó el champú de las
manos y luego dirigió el chorro de agua
a la cabeza de Rose.
—Un niño que se avergüenza de su
madre —dijo— no es más que un niño
que no ha vivido lo suficiente.
En el cuarto de estar había un reloj de
cuco que rompió el silencio con leves
campanadas y un ruido mecánico de algo
que se deslizaba. Mi madre le estaba
recortando el pelo a Rose con un peine y
unas tijeras.
Sonó el teléfono.
—Charley, querido —dijo Rose—,
¿puedes cogerlo por mí?
Me dirigí a la habitación de al lado,
siguiendo el timbre hasta que vi un
teléfono colgado en el exterior de la
pared de la cocina.
—¿Diga? —dije en el auricular.
Y todo cambió.
—¿CHARLES BENETTO?
Era la voz de un hombre que gritaba.
—¡CHARLES BENETTO! ¿PUEDE
OÍRME, CHARLES?
Me quedé helado.
—¿CHARLES? ¡SÉ QUE PUEDE
OÍRME! ¡CHARLES! ¡HA HABIDO UN
ACCIDENTE! ¡HÁBLENOS!
Con mano temblorosa, volví a colgar
el auricular.
Las veces que mi
madre me apoyó
Han pasado tres años desde que mi padre se
marchó. Me despierto en mitad de la noche al
oír a mi hermana que pasa ruidosamente por el
pasillo. Siempre va corriendo a la habitación de
mi madre. Hundo la cabeza en la almohada y
vuelvo a dejarme llevar por el sueño.
—¡Charley! —de pronto mi madre está en
la habitación, hablándome con un fuerte
susurro—. ¡Charley! ¿Dónde tienes el bate de
béisbol?
—¿Qué? —gruño yo, que me incorporo y
me acodo.
—¡Chsss! —dice mi hermana.
—Un bate —dice mi madre.
—¿Para qué quieres un bate?
—¡Chsss! —dice mi hermana.
—Ha oído algo.
—¿Hay un ladrón en la casa?
—¡Chsss! —dice mi hermana.
Se me acelera el corazón. Somos unos
críos y como tales hemos oído hablar de los
halconeros (aunque nosotros creemos que
roban lo que hay en los balcones) y hemos oído
hablar de ladrones que entran en las casas y atan
a sus habitantes. De inmediato me imagino algo
peor, un intruso cuyo único propósito es
matarnos a todos.
—¿Charley? ¿Y el bate?
Señalo el armario. Mi respiración es
agitada. Mi madre encuentra mi Louisville
Slugger de color negro y mi hermana le suelta
la mano y se mete en mi cama de un salto. Yo
aprieto las palmas contra el colchón, sin estar
seguro de cuál es mi papel.
Mi madre sale poco a poco por la puerta.
—Quedaos aquí —susurra. Yo quiero
decirle que coge mal el bate. Pero ya se ha ido.
Mi hermana está temblando a mi lado. Me
da vergüenza estar allí metido con ella, de
manera que me deslizo fuera de la cama y me
dirijo al marco de la puerta a pesar de que ella
me tira de los pantalones del pijama con tanta
fuerza que casi se rompen.
En el pasillo oigo todos los crujidos que
hace la casa al asentarse y con cada uno de
ellos me imagino a un ladrón con un cuchillo.
Oigo lo que parecen unos leves golpes sordos.
Oigo pasos. Me imagino a un bestia grandote y
rubicundo subiendo las escaleras, viniendo a
por mi hermana y a por mí. Entonces oigo un
sonido real, un estrépito. Luego oigo…
¿voces? ¿Son voces? Sí. No. Espera, ésa es la
voz de mi madre, ¿no? Quiero bajar las
escaleras corriendo. Quiero volver corriendo a
la cama. Me llega otro sonido más profundo…,
¿es otra voz? ¿La voz de un hombre?
Trago saliva.
Al cabo de unos momentos oigo cerrarse
una puerta. Un portazo.
Entonces oigo unos pasos que se acercan.
La voz de mi madre la precede.
—No pasa nada, no pasa nada —dice, ya sin
susurrar, y entra rápidamente en la habitación,
me frota la cabeza al pasar y se acerca a mi
hermana. Suelta el bate, que golpea contra el
suelo. Mi hermana está llorando—. Ya está. No
era nada —dice mi madre.
Me dejo caer contra la pared. Mi madre
abraza a mi hermana y suelta el aire con la
espiración más prolongada que he oído en mi
vida.
—¿Quién era? —pregunto.
—Nada, nadie —responde ella. Pero yo sé
que miente. Sé quién era.
—Ven aquí, Charley —extiende una mano.
Me acerco poco a poco, con los brazos en los
costados. Ella me atrae hacia sí, pero yo me
resisto. Estoy enfadado con ella. Seguiré
enfadado con ella hasta el día que abandone
esta casa para siempre. Sé quién era. Y estoy
furioso porque no ha dejado que mi padre se
quedara.
—Bueno, Rose —decía mi madre
cuando volví a entrar en la habitación—,
vas a estar preciosa. Es cuestión de
media hora.
—¿Quién llamaba, cariño? —me
preguntó Rose.
Meneé la cabeza a duras penas. Me
temblaban los dedos.
—¿Charley? ¿Estás bien? —me
preguntó mi madre.
—No era… —tragué saliva—. No
han dicho nada.
—Quizá fuera un vendedor —dijo
Rose—. Tienen miedo cuando es un
hombre quien contesta al teléfono. Les
gustan las ancianas como yo.
Me senté. De repente me sentí
exhausto, demasiado cansado para
mantener la barbilla erguida. ¿Qué
acababa de ocurrir? Cuanto más pensaba
en ello, más me mareaba.
—¿Estás cansado, Charley? —me
preguntó mi madre.
—Tan sólo… dame un segundo.
Se me cerraron los ojos de golpe.
—Duerme —oí que decía una voz,
pero estaba tan agotado que no supe cuál
de ellas fue.
Las veces que mi
madre me apoyó
Tengo quince años y necesito afeitarme por
primera vez. Me han salido algunos pelos
sueltos en la barbilla y otros que me crecen
encima del labio sin orden ni concierto. Una
noche, cuando Roberta ya duerme, mi madre
me llama desde el cuarto de baño. Ha
comprado una maquinilla de afeitar Gilette, de
dos hojas de acero, y un tubo de crema para el
afeitado Burma-Shave.
—¿Sabes cómo se hace?
—Pues claro —respondo. No tengo ni idea
de cómo hacerlo.
—Adelante —dice ella.
Aprieto el tubo para sacar la crema. Me la
pongo en la cara dando toquecitos.
—Frótatela —me dice.
La froto. Sigo frotando hasta que la crema
me cubre las mejillas y la barbilla. Cojo la
maquinilla.
—Ten cuidado —me advierte—. Muévela
en una sola dirección, no arriba y abajo.
—Ya lo sé —le digo, molesto. Me
incomoda hacerlo delante de mi madre. Tendría
que ser mi padre el que estuviera allí. Ella lo
sabe. Yo lo sé. Ninguno de los dos lo dice.
Sigo sus instrucciones. Deslizo la
maquinilla en una dirección, observando cómo
se lleva la crema y deja una ancha línea. Al
pasarme la hoja por la barbilla, la maquinilla se
atasca y noto que me he cortado.
—¡Oooh Charley! ¿Estás bien?
Alarga los brazos hacia mí, pero los retira
enseguida, como si supiera que no debe
hacerlo.
—Deja de preocuparte —le digo, decidido
a seguir adelante.
Ella me observa. Yo continúo. Bajo por la
mandíbula y el cuello. Cuando he terminado, mi
madre apoya una mejilla en la mano y sonríe.
Con acento británico, susurra.
—¡Estupendo, lo has conseguido!
Eso hace que me sienta bien.
—Ahora lávate la cara —añade.
Las veces que no
apoyé a mi madre
Es Halloween. Ya tengo dieciséis años y soy
demasiado mayor para salir a recorrer las
casas. Pero mi hermana quiere que la acompañe
después de cenar —está convencida de que los
dulces que te dan son mejores cuando es de
noche—, de manera que accedo a regañadientes
siempre y cuando mi nueva novia, Joanie, pueda
venir con nosotros. Joanie es una animadora de
segundo curso y yo, en aquellos momentos,
soy una estrella del equipo universitario de
béisbol.
—Vayamos lejos y así conseguiremos
golosinas diferentes —sugiere mi hermana.
Fuera hace frío y vamos de casa en casa con
las manos hundidas en los bolsillos. Roberta
recoge sus golosinas en una bolsa de papel. Yo
llevo mi chaqueta de béisbol. Joanie lleva su
jersey de animadora.
—¡Truco o trato! —chilla mi hermana
cuando se abre una puerta.
—¡Vaya! ¿Y tú quién eres, querida? —
pregunta la mujer. Calculo que debe tener la
misma edad que mi madre, más o menos, pero
es pelirroja, lleva puesto un vestido de estar
por casa y tiene las cejas muy mal dibujadas.
—Soy un pirata —responde Roberto—.
¡Grrr…!
La mujer sonríe y echa una chocolatina en
la bolsa de mi hermana como si estuviera
dejando un penique en el banco. Cae dentro con
un ¡plaf!
—Yo soy su hermano —tercio yo.
—Yo… voy con ellos —dice Joanie.
—¿Conozco a vuestros padres?
Está a punto de dejar caer otra chocolatina
en la bolsa de mi hermana.
—Mi madre es la señora Benetto —
contesta Roberta.
La mujer se detiene. Retira la chocolatina.
—Querrás decir la señorita Benetto, ¿no?
—dice la mujer.
Ninguno de nosotros sabe qué decir. La
expresión de la mujer ha cambiado y las cejas
dibujadas descienden, tensas.
—Ahora escúchame, cielo. Dile a tu madre
que a mi esposo no le hace ninguna falta ver su
pequeño desfile de moda frente a su tienda cada
día. Dile que no se haga ilusiones, ¿me has
oído? Que no se haga ilusiones.
Joanie me mira. A mí me arde la nuca.
—¿Puedo coger esa también? —pregunta
Roberta con los ojos puestos en el chocolate.
La mujer se arrima más la chocolatina al
pecho.
—Vamos, Roberta —le digo entre dientes,
y me la llevo de un tirón.
—Debe de ser cosa de familia —espeta la
mujer—. Queréis tenerlo todo. ¡Dile lo que te
he dicho! ¡Que no se haga ilusiones! ¿Me has
oído?
Nosotros ya hemos cruzado medio jardín.
Rose dice adiós
Al salir de casa de Rose el sol brillaba
más que antes. Rose nos acompañó hasta
el porche y se quedó allí, con el marco
de aluminio de la puerta apoyado contra
el andador.
—Bueno, hasta la vista, Rose,
cariño —dijo mi madre.
—Gracias, querida —respondió ella
—. Te veré pronto.
—Pues claro que sí.
Mi madre le dio un beso en la
mejilla. Tuve que admitir que había
hecho un buen trabajo. Con el cabello
peinado y moldeado, Rose parecía
mucho más joven que cuando habíamos
llegado.
—Estás muy guapa —le dije.
—Gracias,
Charley.
Es
una
celebración.
Cambió la forma en que agarraba las
asas del andador.
—¿Y qué celebras?
—Que voy a ver a mi marido.
No quise preguntarle adónde, ya
sabes, por si acaso el hombre estaba en
una residencia o en el hospital, de modo
que le solté:
—¿Ah, sí? Estupendo.
—Sí —repuso ella en voz baja.
Mi madre tiró de un hilo suelto que
tenía en el abrigo. Luego me miró y
sonrió. Rose retrocedió y dejó que se
cerrara la puerta.
Mi madre me agarró del brazo y
bajamos con cuidado. Al llegar a la
acera señaló hacia la izquierda y nos
dimos la vuelta. El sol casi estaba justo
encima de nosotros.
—¿Qué te parece si vamos a comer
algo, Charley? —me preguntó.
Estuve a punto de echarme a reír.
—¿Qué pasa? —dijo mi madre.
—Nada. En serio. Vamos a comer.
—Tenía el mismo sentido que cualquier
otra cosa.
—¿Ya te encuentras mejor…
después de haberte echado un sueñecito?
Me encogí de hombros.
—Supongo que sí.
Ella me dio unas palmaditas
afectuosas en la mano.
—Se está muriendo, ¿sabes?
—¿Quién? ¿Rose?
—Ajá.
—No lo entiendo. Parecía estar
bien.
Mi madre miró hacia el sol
entrecerrando los ojos.
—Va a morir esta noche.
—¿Esta noche?
—Sí.
—Por eso dijo que iba a ver a su
marido.
—Así es.
Detuve mis pasos.
—Mamá —dije—, ¿cómo lo sabes?
Mi madre sonrió.
—La estoy ayudando a prepararse.
III
Mediodía
Chick en la facultad
Yo diría que el día que fui a la
universidad fue uno de los más felices
de la vida de mi madre. Al menos
empezó siéndolo. La universidad se
había ofrecido a pagar la mitad de mi
matrícula con una beca de béisbol,
aunque cuando mi madre se lo contó a
sus amigas sólo dijo «beca», y su amor
por aquella palabra eclipsaba cualquier
posibilidad de que me hubieran
admitido para darle a la pelota y no a
los libros.
Recuerdo la mañana en que nos
dirigimos en coche hacia mi primer año
de estudiante universitario. Mi madre se
había levantado antes de amanecer y
cuando bajé a trompicones por la
escalera me estaba esperando un
desayuno completo: tortitas, bacon,
huevos… Ni seis personas podrían
haberse terminado tanta comida. Roberta
quería venir con nosotros, pero yo dije
que de ninguna manera —me refería a
que ya era bastante malo tener que ir con
mi madre—, de manera que se consoló
con un plato de tortitas cubiertas de
caramelo. Dejamos a mi hermana en
casa de una vecina e iniciamos nuestra
excursión de cuatro horas.
Como para mi madre aquélla era una
gran ocasión, llevaba uno de sus
«conjuntos»: un traje pantalón de color
púrpura, un pañuelo en el cuello,
tacones altos y gafas de sol, y se empeñó
en que yo me pusiera una camisa blanca
y una corbata.
—Vas a empezar la universidad, no
te vas de pesca —dijo. Si los dos juntos
ya hubiéramos llamado la atención de
mala manera en Pepperville Beach,
imagínate en la universidad. Recuerda
que era a mediados de los años sesenta
y allí, cuanto menos correctamente
fueras vestido, más correctamente ibas
vestido. Así pues, cuando por fin
llegamos al campus y salimos de nuestra
furgoneta Chevy, nos vimos rodeados de
chicas con sandalias y faldas de
campesina y chicos con camisetas sin
mangas y pantalones cortos, con unas
cabelleras que les llegaban por debajo
de las orejas. Y allí estábamos nosotros,
una corbata y un traje pantalón color
púrpura y, una vez más, sentí que mi
madre me alumbraba con una luz
ridícula.
Quería saber dónde estaba la
biblioteca y encontró a alguien que nos
lo indicó.
—Mira todos esos libros, Charley
—se maravilló mientras caminábamos
por la planta baja—. Podrías estar aquí
cuatro años y no conseguirías leer ni una
parte.
Allí adonde iba no dejaba de
señalarlo todo. «¡Mira ese cubículo…!,
podrías estudiar allí»; y: «¡Mira esa
mesa de la cafetería!, podrías comer
allí». Lo toleré porque sabía que no
tardaría en marcharse. Pero mientras
caminábamos por el césped, me fijé en
una chica muy guapa —mascando chicle,
lápiz de labios blanco, el flequillo sobre
la frente— y ella también se fijó en mí;
flexioné los músculos del brazo y pensé:
¿Quién sabe? Quizá sea mi primera
chica universitaria. Y en aquel preciso
momento mi madre dijo: ¿Cogimos tu
neceser?
¿Cómo respondes a eso? ¿Con un sí?
¿Con un no? Con un «¡Por Dios,
mamá!». No hay respuesta adecuada. La
chica pasa por nuestro lado y suelta una
especie de carcajada, o tal vez me lo
imaginara. En cualquier caso, nosotros
no existíamos en su universo. Vi que se
acercaba pavoneándose a dos tipos
barbudos que estaban despatarrados
debajo de un árbol. Le dio un beso en
los labios a uno de ellos y se dejó caer a
su lado, y yo allí con mi madre que me
preguntaba por el neceser.
Al cabo de una hora llevé el baúl a
la escalera que conducía a mi
dormitorio. Mi madre llevaba mis dos
bates de béisbol «de la suerte» con los
que había conseguido el mayor número
de home runs en la Liga del Condado de
Pepperville.
—Dame —le dije, con la mano
extendida—. Ya llevo yo los bates.
—Subiré contigo.
—No, no hace falta.
—Pero es que quiero ver tu
habitación.
—Mamá.
—¿Qué?
—Vamos.
—¿Qué?
—Ya lo sabes. Venga.
No se me ocurrió otra cosa que no
hiriera sus sentimientos, por lo que me
limité a extender la mano aún más. Su
expresión se apagó. En aquel entonces
yo le sacaba quince centímetros a mi
madre. Ella me dio los bates. Los puse
encima del baúl de manera que no se
cayeran.
—Charley —me dijo. Habló con una
voz más baja que sonó distinta—. Dale
un beso a tu madre.
Dejé el baúl en el suelo con un leve
golpe sordo. Me incliné hacia ella. En
aquel preciso momento dos estudiantes
mayores bajaron dando saltos por la
escalera, ruidosamente, riendo y
voceando. Me aparté de mi madre
bruscamente, de forma instintiva.
—Disculpen —dijo uno de ellos
mientras nos rodeaban para pasar.
En cuanto se hubieron ido me incliné
hacia delante con la única intención de
darle un beso en la mejilla, pero ella me
rodeó el cuello con los brazos y me
atrajo hacia sí. Olí su perfume, la laca
del pelo, la crema hidratante, todo el
surtido de pociones y lociones con las
que se había rociado para aquel día
especial.
Me alejé, levanté el baúl y empecé a
subir, dejando a mi madre en la escalera
de un dormitorio, lo más cerca que
llegaría a estar nunca de una educación
universitaria.
En mitad del día
—¿Cómo está Catherine?
Volvíamos a estar en su cocina,
comiendo, tal como ella había sugerido.
Desde que estaba solo, casi siempre
comía en taburetes de bar o en tiendas
de comida rápida. Pero mi madre
siempre había evitado comer fuera de
casa. «¿Por qué vamos a pagar para
comer mal?», decía. Después de
marcharse mi padre, aquel argumento se
volvió discutible. Comíamos en casa
porque ya no podíamos permitirnos el
lujo de comer fuera.
—¿Charley? ¿Cielo? ¿Cómo está
Catherine? —repitió.
—Está bien —mentí, pues no tenía
ni idea de cómo estaba Catherine.
—¿Y esto de que Maria se
avergüenza de ti? ¿Qué dice Catherine a
eso?
Trajo un plato con un bocadillo: pan
de molde integral de centeno, ternera
asada, tomate y mostaza. Lo cortó en
diagonal. Ya no me acuerdo de la última
vez que vi un bocadillo cortado en
diagonal.
—Mamá —le dije—. Para serte
sincero… Catherine y yo nos separamos.
Ella acabó de cortar el bocadillo.
Parecía estar pensando en algo.
—¿Has oído lo que te he dicho?
—Ajá —contestó en voz baja, sin
levantar la mirada—. Sí, Charley, te he
oído.
—No fue por su culpa. Fui yo. De un
tiempo a esta parte no me he portado
muy bien, ¿sabes? Por eso…
¿Qué iba a decir? ¿Por eso intenté
suicidarme?
Ella empujó el plato y me lo puso
delante.
—Mamá… —se me quebró la voz
—, te enterramos. Llevas muerta mucho
tiempo.
Me quedé mirando fijamente el
bocadillo, dos triángulos de pan.
—Ahora todo es distinto —susurré.
Ella alargó la mano y me la puso
sobre la mejilla. Hizo una mueca, como
si el dolor recorriera su cuerpo.
—Las cosas pueden arreglarse —me
dijo.
Cuando los fantasmas
regresan
Solía soñar que encontraba a mi padre.
Soñaba que se mudaba a la ciudad
vecina y que un día yo iba en bicicleta
hasta su casa, llamaba a su puerta y él
me decía que todo era un gran error. Y
volvíamos a casa los dos juntos, yo
delante y mi padre pedaleando con
fuerza detrás, y mi madre salía
corriendo por la puerta y rompía a llorar
de felicidad.
Resulta asombroso las fantasías que
puede formar tu mente. Lo cierto era que
no sabía dónde vivía mi padre y que
nunca lo averigüé. Pasaba por delante
de su licorería al salir de clase, pero él
nunca estaba allí. Ahora la llevaba su
amigo Marty, quien me dijo que mi
padre siempre estaba en el nuevo local
de Collingswood. Estaba tan sólo a una
hora en coche de distancia, pero para un
niño de mi edad era como si estuviera
en la luna. Al cabo de un tiempo dejé de
pasar por su tienda. Dejé de soñar que
volvíamos juntos a casa en bicicleta.
Terminé la escuela primaria, los
primeros años de secundaria y el
instituto sin tener contacto con mi viejo.
Era un fantasma.
Pero yo lo seguía viendo.
Lo veía siempre que bateaba o
lanzaba la pelota, y por eso nunca dejé
el béisbol, por eso jugaba todas las
primaveras y todos los veranos en todos
los equipos y ligas posibles. Me
imaginaba a mi padre en el plato,
inclinándome el codo, corrigiendo mi
estilo de bateo. Lo oía gritar. «¡Vamos,
vamos, vamos!», cuando daba un batazo
por el suelo.
Yo veía a mi padre en un campo de
béisbol. En mi imaginación, tan sólo era
cuestión de tiempo que apareciera de
verdad.
Así pues, año tras año, me ponía el
uniforme de los equipos nuevos —
calcetines rojos, pantalones grises,
suéteres azules, gorras amarillas— y
con cada uno tenía la sensación de
estarme vistiendo para ir de visita.
Dividí mi adolescencia entre el olor
pastoso de los libros, que era la pasión
de mi madre, y el olor a cuero de los
guantes de béisbol, que era la de mi
padre. Mi cuerpo se desarrolló hasta
que acabé teniendo la misma
complexión que mi padre, si bien era
cinco centímetros más alto que él.
Y mientras crecía me aferré al juego
como a una balsa en el mar agitado,
fielmente, capeando el temporal.
Hasta que al fin me llevó de nuevo
hasta mi padre.
Tal como yo siempre supe que
ocurriría.
Tras ocho años de ausencia, mi padre
reapareció en mi primer partido de la
universidad en la primavera de 1968,
sentado en la primera fila de asientos
justo a la izquierda del plato, desde
donde podía estudiar mejor mi estado
físico.
Nunca olvidaré aquel día. Era una
tarde ventosa, el cielo tenía un color
plomizo y amenazaba lluvia. Me dirigí
al plato. Normalmente no miro a los
asientos, pero aquel día lo hice, no sé
por qué. Y allí estaba él. Las patillas
habían empezado a encanecérsele y
parecía tener los hombros más pequeños
y la cintura un poco más ancha, como si
se hubiese hundido en sí mismo, pero
por lo demás tenía el mismo aspecto de
siempre. Si estaba incómodo no lo
demostraba. De todas formas, no estoy
seguro de que hubiera reconocido la
incomodidad en la expresión de mi
padre.
Me saludó con un gesto de la cabeza.
Todo pareció congelarse. Ocho años.
Ocho años enteros. Noté que me
temblaba el labio. Recuerdo que una voz
en mi cabeza me decía: «Ni se te ocurra,
Chick. No llores, cabrón, no llores». Me
miré los pies. Me obligué a moverlos.
Seguí mirándolos durante todo el camino
hasta la caja del bateador.
Y en el primer lanzamiento arrojé la
pelota al otro lado de la valla del jardín
izquierdo.
La señorita Thelma
Mi madre dijo que la siguiente cita la
tenía con una persona que residía en una
zona de la ciudad que nosotros
llamábamos los Llanos. La mayoría de
sus habitantes eran gente pobre que
vivía en hileras de casas adosadas.
Estaba seguro de que tendríamos que ir
allí en coche, pero antes de que pudiera
preguntarlo, sonó el timbre de la puerta.
—Abre tú, Charley, ¿quieres? —dijo
mi madre mientras ponía un plato en el
fregadero.
Vacilé. No quería contestar a ningún
timbre ni coger ningún teléfono. Cuando
mi madre volvió a gritar «¿Charley?
¿Puedes abrir tú?», me levanté y me
encaminé lentamente hacia la puerta.
Me dije que todo iba bien. Sin
embargo, en el instante en que puse la
mano en el pomo, noté un súbito
fogonazo que me cegó, un baño de luz, y
la voz de un hombre, la voz del teléfono
de Rose. Estaba gritando:
—¡CHARLES BENETTO! ¡ESCUCHE!
¡SOY AGENTE DE POLICÍA!
Parecía un vendaval. La voz era tan
cercana que podía tocarla físicamente.
—¿PUEDE OÍRME, CHARLES? ¡SOY
AGENTE DE POLICÍA!
Retrocedí tambaleándome y me tapé
el rostro con las manos. La luz
desapareció. El viento amainó. Sólo oía
mi propia respiración fatigosa. Busqué
rápidamente a mi madre con la mirada,
pero ella todavía estaba en el fregadero;
fuera lo que fuera aquello por lo que
estaba pasando, ocurría en mi cabeza.
Esperé unos segundos, inspiré
largamente tres veces e hice girar el
pomo con cuidado, con la cabeza gacha,
esperando encontrarme al agente de
policía que me había estado gritando.
Me lo imaginé joven, no sé por qué.
Al levantar la vista, sin embargo, vi
a una anciana de color con unas gafas
sujetas a una cadena que llevaba
alrededor del cuello, el cabello
despeinado y un cigarrillo encendido.
—¿Eres tú, Chiquiriquí? —dijo—.
¡Vaya! ¡Mira cómo has crecido!
La llamábamos señorita Thelma. Antes
nos hacía la limpieza en casa. Era una
mujer delgada, de hombros estrechos,
con una sonrisa amplia y un genio vivo.
Llevaba el cabello teñido de un naranja
rojizo y fumaba sin parar del paquete de
Lucky Strike que llevaba en el bolsillo
de su camisa, igual que un hombre.
Nacida y criada en Alabama, de algún
modo acabó en Pepperville Beach,
donde, a finales de la década de 1950,
casi todas las casas de nuestra parte de
la ciudad tenían a una empleada como
ella. «Empleadas domésticas», las
llamaban. O, cuando la gente era
sincera, «criadas». Mi padre iba a
recogerla los sábados por la mañana a
la estación de autobuses que había cerca
de la cafetería Horn & Hardart y le
pagaba antes de que terminara el trabajo
en casa, entregándole los billetes
doblados con disimulo, con la mano a la
altura de su cintura, como si nadie más
tuviera que ver el dinero. Ella limpiaba
todo el día mientras nosotros nos íbamos
a jugar al béisbol. Al regresar, mi
habitación estaba impecable, tanto si me
gustaba como si no.
Recuerdo que mi madre insistía en
que la llamáramos «señorita Thelma», y
recuerdo que no se nos permitía entrar
en ninguna habitación en la que hubiera
acabado de pasar la aspiradora.
Recuerdo que a veces jugaba conmigo a
lanzar la pelota en el patio trasero y
podía lanzar tan fuerte como yo.
Además, fue ella la que se inventó
mi mote sin darse cuenta. Mi padre
había probado a llamarme «Chuck» (mi
madre lo aborrecía, decía: «¿Chuck?
¡Parece el nombre de un peón
agrícola!»), pero como yo siempre
entraba a casa por el jardín gritando
«¡Mamááááá!» o «¡Robertaaaa!», un día
la señorita Thelma levantó la mirada,
molesta, y dijo: «Chico, por la manera
en que gritas pareces un gallo.
¡Quiquiriquí!» Y mi hermana, que para
entonces iba al jardín de infancia,
exclamó: «¡Chiquiriquí, chiquiriquí!»; y
mira, se me quedó de nombre eso de
«Chick», no sé por qué. Creo que por
eso mi padre no le tenía demasiado
cariño a la señorita Thelma.
—Posey —le dijo entonces a mi
madre, con una ancha sonrisa—. He
estado pensando en ti.
—Vaya, gracias —repuso mi madre.
—Te lo aseguro.
Se volvió hacia mí.
—Ahora ya no te puedo lanzar
pelotas, Chiquiriquí —se rió—. Soy
demasiado vieja.
Estábamos en su coche y supuse que
era así como íbamos a dirigirnos a los
Llanos. Se me hacía raro que mi madre
le hiciera de peluquera a Thelma, pero
lo cierto es que sabía muy poco de la
última década de vida de mi madre. No
pensaba en otra cosa que no fuera mi
propio drama.
Por primera vez vi a otras personas
por la ventanilla durante el viaje. Había
un anciano de barba gris que tenía mala
cara y llevaba un rastrillo al garaje. Mi
madre lo saludó con la mano y él le
devolvió el saludo. Había una mujer
sentada en el porche con un vestido de
andar por casa y el cabello del mismo
color que el helado de vainilla francesa.
Otro saludo por parte de mi madre. Otra
respuesta.
Seguimos conduciendo durante un
rato, hasta que las calles se volvieron
más pequeñas y toscas. Torcimos por un
camino de grava y llegamos a una casa
con dos viviendas, un porche cubierto
flanqueado por las puertas del sótano
que necesitaban urgentemente una mano
de pintura. Había varios automóviles
aparcados en el camino de entrada y una
bicicleta tumbada de lado en el jardín.
La señorita Thelma aparcó el coche y
apagó el motor.
Y así, sin más, estábamos dentro de
la casa. El dormitorio tenía las paredes
revestidas con paneles y una moqueta de
color verde oliva. La cama era vieja, de
esas de cuatro postes. Y de pronto la
señorita Thelma estaba tumbada en ella,
recostada en dos almohadas.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté a
mi madre.
Ella meneó la cabeza como para
decir «Ahora no», y empezó a sacar sus
cosas de la bolsa. Oí chillar a unos
niños en otra habitación y los sonidos
amortiguados de un televisor y de unos
platos que movían en una mesa.
—Todos
piensan
que
estoy
durmiendo —susurró la señorita
Thelma. Miró a mi madre a los ojos.
—Posey, ahora mismo te lo
agradecería mucho. ¿Podrías?
—Por supuesto —respondió mi
madre.
Las veces que no
apoyé a mi madre
No le cuento que he visto a mi padre, Él vuelve
a aparecer en mi próximo partido, y vuelve a
asentir con la cabeza cuando llego al plato. En
esta ocasión le devuelvo el gesto, un mínimo
movimiento, pero lo hago.
Y consigo un promedio de tres sobre tres
en ese partido, con otro home run y dos dobles.
Seguimos así varias semanas, Él se sienta.
Observa.
Y yo golpeo la pelota como si ésta tuviera
sesenta centímetros de ancho. Finalmente,
después de un partido fuera de casa en el que
logré otros dos home runs, me lo encuentro
esperándome junto al autobús del equipo. Lleva
una cazadora de color azul sobre un jersey
blanco de cuello alto. Me fijo en las canas de
sus patillas, Él alza el mentón al verme, como
si luchara contra el hecho de que ahora soy más
alto que él, Éstas son las primeras palabras que
me dice:
—Pregúntale a tu entrenador si puedo
llevarte en coche hasta el campus.
En este momento podría hacer cualquier
cosa. Podría escupir. Podría decirle que se
fuera al infierno. Podría no hacerle ni caso,
ignorarle como él hacía con nosotros.
Podría decir algo sobre mi madre.
En cambio, hago lo que me pide. Pido
permiso para saltarme el viaje de vuelta en
autobús, Él respeta la autoridad de mi
entrenador, yo respeto la autoridad de mi padre,
y así es como todo tiene sentido, cuando todos
nos comportamos como hombres.
—No sé, Posey —dijo la señorita
Thelma—, va a hacer falta un milagro.
Se estaba mirando en un espejo de
mano. Mi madre sacaba tarritos y
estuches.
—Bueno, ésta es mi bolsa de los
milagros —repuso mi madre.
—¿Ah, sí? ¿Llevas una cura para el
cáncer ahí dentro?
Mi madre sostiene en alto una
botella.
—Tengo crema hidratante.
Thelma se rió.
—¿Crees que es una tontería, Posey?
—¿El qué, cielo?
—¿Querer tener buen aspecto… a
estas alturas?
—No tiene nada de malo, si te
refieres a eso.
—Bueno, verás, es que mis niños y
mis niñas están ahí afuera, eso es todo.
Y sus pequeños. Y ojalá pudiera tener un
aspecto saludable para ellos, ¿sabes?
No me gustaría que me vieran como un
trapo viejo y se asustaran.
Mi madre le pone crema hidratante
en el rostro a la señorita Thelma y se la
aplica mediante amplios movimientos
circulares con las palmas de las manos.
—Tú nunca parecerías un trapo
viejo —dijo.
—¡Oh, qué me vas a decir a mí,
Posey!
Volvieron a reírse.
—A veces echo de menos aquellos
sábados —dijo la señorita Thelma—.
Nos lo pasábamos muy bien, ¿verdad?
—Sí que lo hacíamos —respondió
mi madre.
—Sí que lo hacíamos —coincidió la
señorita Thelma.
Cerró los ojos mientras las manos de
mi madre hacían su trabajo.
—Chiquiriquí, tu madre es la mejor
compañera que he tenido nunca.
Yo no estaba muy seguro de qué
quería decir con eso.
—¿Trabajaba en el salón de belleza?
—pregunté.
Mi madre sonrió.
—No —dijo la señorita Thelma—.
Yo no podría darle mejor aspecto a
nadie ni aunque lo intentara.
Mi madre tapó la botella de crema
hidratante y cogió otro frasco. Lo
destapó y puso unas gotas del contenido
en una pequeña esponja.
—¿Entonces? —dije—. No lo
entiendo.
Mi madre sostuvo la esponja como
una artista a punto de dar una pincelada
en el lienzo.
—Limpiábamos
casas
juntas,
Charley —contestó.
Al ver la expresión de mi cara, agitó
los dedos como para quitarle
importancia al asunto.
—¿Cómo crees que pude pagaros la
universidad?
En mi segundo curso en la universidad
había acumulado más de cuatro kilos de
músculo, lo cual se reflejaba en mis
bateos. Mi promedio de bateo entre los
jugadores universitarios se contaba entre
los cincuenta mejores de la nación. Ante
la insistencia de mi padre, jugué en
varios torneos que eran un escaparate
para los cazatalentos profesionales,
hombres mayores que tomaban asiento
en la tribuna con cuadernos de notas y
cigarros. Uno de ellos nos abordó un día
después de un partido.
—¿Éste es su hijo? —le preguntó a
mi padre.
Mi padre asintió moviendo la
cabeza, con desconfianza. El hombre
estaba empezando a perder pelo, tenía
una nariz protuberante y se le veía la
camiseta por debajo del suéter liviano
que llevaba.
—Soy de la organización de los
Cardenales de Saint Louis.
—¿Ah, sí? —dijo mi padre.
Yo casi me muero del susto.
—Puede que tengamos un puesto de
receptor, primer catcher.
—¿Ah, sí? —repitió mi padre.
—Tendremos en cuenta a su hijo, si
es que está interesado.
El hombre se sorbió profundamente
la nariz, con un ruido húmedo. Sacó un
pañuelo y se sonó.
—La cuestión es —repuso mi padre
— que los de Pittsburgh tienen ventaja.
Llevan un tiempo observándole.
El hombre estudió la mandíbula de
mi padre, que se movía con el chicle que
estaba masticando.
—¿Ah, sí? —dijo el hombre.
Para mí aquello era una novedad, por
supuesto, y cuando el hombre se marchó
acosé a mi padre con preguntas.
¿Cuándo ocurrió? ¿Ese tipo iba en
serio? ¿Era cierto que los de Pittsburgh
me estaban observando?
—¿Y qué pasa si lo están haciendo?
—dijo él—. Eso no cambia lo que tienes
que hacer, Chick. Tú quédate en esas
jaulas de bateo, trabaja con tus
entrenadores y estate listo cuando llegue
el momento. Deja que yo me encargue
del resto.
Yo asentí obedientemente. Las ideas
se me agolpaban en la cabeza.
—¿Y qué pasa con las clases?
Él se rascó la barbilla.
—¿Qué pasa con ellas?
Me sobrevino una imagen de mi
madre,
acompañándome
por
la
biblioteca. Intenté no pensar en ello.
—Los Cardenaaaales de Saint
Louis —dijo mi padre arrastrando las
sílabas,
alargándolas
lentamente.
Golpeó con el zapato contra la hierba.
Lo cierto es que después sonrió. Me
sentí tan orgulloso que se me puso la
carne de gallina. Me preguntó si quería
una cerveza, le dije que sí y nos fuimos
a tomar una juntos, tal como hacen los
hombres.
—Papá vino a un partido.
Estaba hablando por el teléfono
público de la residencia de estudiantes.
Ya había pasado bastante tiempo desde
la primera visita de mi padre, el tiempo
que había tardado yo en reunir el valor
suficiente para contárselo a ella.
—Ah —dijo al fin mi madre.
—Él solo —me apresuré a añadir.
Me pareció importante, no sé por qué.
—¿Se lo has dicho a tu hermana?
—No.
Otro largo silencio.
—No dejes que eso te afecte en tus
estudios, Charley.
—No lo haré.
—Eso es lo más importante.
—Ya lo sé.
—La educación lo es todo, Charley.
La única forma de hacer algo con tu vida
es con la educación.
Me quedé esperando algo más. Me
quedé esperando una historia horrible
sobre alguna cosa horrible. Me quedé
esperando, como esperan todos los hijos
de divorciados, una prueba que
decantara mi balanza, una inclinación en
el suelo que me hiciera elegir un lado
antes que el otro. Pero mi madre nunca
hablaba de los motivos por los que mi
padre se marchó. Nunca jamás mordió el
anzuelo con el que Roberta y yo la
tentábamos, buscando odio o amargura.
Lo único que ella hacía era tragar. Se
tragaba las palabras, se tragaba la
conversación. Se tragó también lo que
había ocurrido entre ellos, fuera lo que
fuera.
—¿Te parece bien que yo y papá nos
veamos?
—Papá y yo —me corrigió.
—Papá y yo —dije exasperado—.
¿Te parece?
Ella soltó aire.
—Ya no eres un niño pequeño,
Charley.
¿Por qué me sentía como si lo fuera?
Mirándolo ahora, en retrospectiva, me
doy cuenta de que hay muchas cosas que
no sabía. No sabía cómo se tomó mí
madre aquella noticia en realidad. No
sabía si la había enojado o la había
asustado. Lo que por supuesto no sabía
era que, mientras yo bebía cerveza con
mi padre, en casa las facturas se
pagaban, en parte, gracias al trabajo de
mi madre limpiando casas con una mujer
que antes había limpiado la nuestra.
Las miré a las dos en aquel
dormitorio, a la señorita Thelma
incorporada sobre las almohadas y a mi
madre manejando sus esponjas de
maquillaje y sus delineadores de ojos.
—¿Por qué no me lo contaste? —le
pregunté.
—¿Contarte el qué? —dijo mi
madre.
—Lo que tuviste que hacer, ya sabes,
por dinero…
—¿Fregar suelos? ¿Hacer la colada?
—mi madre se rió—. No lo sé. Quizá
por el modo en que me estás mirando
ahora mismo.
Mi madre suspiró.
—Siempre fuiste orgulloso, Charley.
—¡No es verdad! —le espeté.
Ella enarcó las cejas y luego volvió
a centrar la atención en el rostro de la
señorita
Thelma.
Entre
dientes,
murmuró:
—Si tú lo dices.
—¡No hagas eso!
—¿El qué?
—Decir si tú lo dices. Eso.
—Yo no he dicho nada, Charley.
—¡Sí que lo has dicho!
—No grites.
—¡No era orgulloso! Sólo porque…
Se me quebró la voz. ¿Qué estaba
haciendo? ¿Medio día con mi madre
muerta y ya volvíamos a discutir?
—No es ninguna vergüenza necesitar
trabajo, Chiquiriquí —terció la señorita
Thelma—. Yo no sabía de ningún otro
trabajo aparte del que yo hacía. Y tu
madre dijo: «Bueno, ¿y qué?» Yo dije:
«Posey, ¿quieres ser una simple mujer
de la limpieza?» Y ella dijo: «Thelma,
si tú no estás por encima de limpiar una
casa, ¿por qué diablos debería estarlo
yo?» ¿Te acuerdas, Posey?
Mi madre inspiró.
—Yo no dije «diablos».
La señorita Thelma estalló de risa.
—No, no, tienes razón, no lo dijiste.
Estoy segura de ello. No dijiste
«diablos».
Entonces se rieron las dos. Mi
madre intentaba trabajar debajo de los
ojos de la señorita Thelma.
—Estate quieta —dijo, pero no
paraban de reír.
—Creo que mamá tendría que volver a
casarse —dijo Roberta.
Fue una vez que llamé a casa desde
la universidad.
—¿Qué estás diciendo?
—Todavía es guapa. Pero nadie es
guapo para siempre. Ya no está tan
delgada como antes.
—Ella no quiere casarse.
—¿Cómo lo sabes?
—No le hace falta volver a casarse,
Roberta, ¿vale?
—Si no encuentra pronto a alguien,
nadie va a quererla.
—Déjalo ya.
—Ahora lleva faja, Charley. Lo he
visto.
—¡No me importa, Roberta! ¡Por
Dios!
—¿Te crees que eres un tipo muy
legal porque vas a la universidad?
—¡Basta ya!
—¿Has oído esa canción, «Yummy,
Yummy, Yummy»? Me parece una
estupidez. ¿Cómo es que no dejan de
ponerla?
—¿Te ha hablado de casarse?
—Es posible.
—Roberta, no estoy bromeando.
¿Qué te ha dicho?
—Nada, ¿vale? Pero quién sabe
dónde coño está papá. Y mamá no
tendría que estar siempre sola.
—No digas palabrotas —le dije.
—Puedo decir lo que me dé la gana,
Charley. No eres mi jefe.
Tenía quince años. Yo veinte. Ella
no sabía nada sobre mi padre. Yo lo
había visto y había hablado con él. Ella
quería que mi madre fuera feliz. Yo
quería que siguiera igual que siempre.
Habían pasado nueve años desde aquel
sábado en que mi madre aplastó los
copos de maíz inflado con la palma de
la mano. Hacía nueve años que ya no
formábamos una familia.
Yo asistía a un curso de latín en la
universidad y un día surgió la palabra
«divorcio».
Siempre
me
había
imaginado que provenía de alguna raíz
que significaba «dividir». En realidad
proviene de «divertere», que significa
«desviar».
Lo creo. Lo único que hace un
divorcio es desviarte, alejarte de todo lo
que creías conocer y de todo lo que
creías querer y conducirte hacia toda
clase de cosas distintas, como
discusiones sobre la faja de tu madre y
sobre si debería casarse con otra
persona.
Chick toma su decisión
De mi época en la universidad hay dos
días que compartiré ahora contigo
porque supusieron el mejor y el peor
momento de aquella experiencia. El
mejor momento fue en mi segundo año,
durante el semestre de otoño. Todavía
no había empezado el béisbol y lo cierto
es que tenía tiempo para andar por el
campus. Un jueves por la noche, después
de los exámenes parciales, una de las
hermandades dio una gran fiesta. Estaba
oscuro y había mucha gente. La música a
todo volumen. Las luces negras hacían
que los pósters de la pared —y todos
los asistentes a la fiesta— parecieran
fosforescentes.
Nos
reíamos
escandalosamente y brindábamos unos
con otros con vasos de plástico llenos
de cerveza.
En un momento dado, un chico con el
cabello largo y greñudo se subió de un
salto a una silla, empezó a mover los
labios siguiendo la música y a tocar la
guitarra en el aire —era una canción de
los Jefferson Airplane— y aquello no
tardó en convertirse en una competición.
Empezamos a rebuscar en los cajones de
leche llenos de discos en busca de una
canción «para actuar».
No sé de quién eran esos discos, la
cuestión es que vi uno increíble y les
grité a mis amigos: «¡Eh! ¡Un momento!
¡Mirad esto!» Era el disco de Bobby
Darin que mi madre solía poner cuando
éramos pequeños. El cantante aparecía
en la cubierta con un esmoquin blanco y
el cabello corto y arreglado, lamentable
de verdad.
—¡Éste lo conozco! —dije—. ¡Me
sé todas las letras!
—Pues sal a cantar —dijo uno de
mis amigos.
—¡Ponlo! —dijo otro—. ¡Mira qué
pinta de idiota!
Nos
apropiamos
del
plato,
alineamos la aguja con el surco de «Esto
podría ser el comienzo de algo grande»
y cuando la música empezó a sonar todo
el mundo se quedó helado, porque
estaba claro que eso no era rock and
roll. De repente estaba ahí delante con
mis dos amigos. Ellos se miraron,
avergonzados, me señalaron y movieron
las caderas. Pero yo me sentía desatado
y pensé, ¿qué más da? De modo que
cuando las trompetas y los clarinetes
resonaron por los altavoces, musité las
palabras que me sabía de memoria:
Caminas por la calle, o estás en una
fiesta,
o acaso estás solo y de pronto lo
entiendes,
miras a los ojos de otra persona y de
pronto te das cuenta
de que esto podría ser el comienzo
de algo grande.
Yo chasqueaba los dedos igual que
los cantantes melódicos del programa de
Steve Allen y de pronto todo el mundo
empezó a reír y a gritar: «¡Sí! ¡Dale,
tío!» Cada vez era más ridículo.
Supongo que nadie podía creer que me
supiera todas las letras de un disco tan
malo.
En cualquier caso, al terminar recibí
una gran ovación, mis amigos me
agarraron por la cintura y nos
empujamos unos a otros, riéndonos y
llamándonos de todo.
Aquella noche conocí a Catherine.
Esto es lo que hace que sea el mejor
momento. Ella había visto mi
«actuación» con unas cuantas de sus
amigas. Yo me estremecí al verla…,
aunque en aquel momento estuviera
agitando los brazos y moviendo los
labios fingiendo que cantaba. Ella
llevaba puesta una blusa de algodón sin
mangas de color rosa, unos vaqueros de
tiro corto y un brillo de labios de color
fresa, y chasqueaba los dedos
alegremente mientras yo cantaba Bobby
Darin. Todavía hoy no sé si me hubiera
mirado dos veces de no haber hecho yo
el más absoluto ridículo.
—¿Dónde aprendiste esa canción?
—dijo acercándose mientras yo sacaba
una cerveza del barril.
—Ah…, mi madre —respondí.
Me sentí como un idiota. ¿Quién
empieza una conversación diciendo «mi
madre»? Pero a ella pareció gustarle la
idea y, bueno, nos fuimos de allí.
Al día siguiente me dieron las notas
y eran buenas, dos sobresalientes y dos
notables. Llamé a mi madre al salón de
belleza y se puso al teléfono. Le dije los
resultados y le conté lo de Catherine y la
canción de Bobby Darin y ella pareció
alegrarse muchísimo de que la hubiese
llamado en mitad del día. Por encima
del ruido de los secadores, gritó:
—¡Estoy muy orgullosa de ti,
Charley!
Ése fue el mejor momento.
Un año después dejé la universidad.
Ése fue el peor.
Abandoné para jugar en la liga menor de
béisbol a instancias de mi padre y para
eterna desilusión de mi madre. Me
habían ofrecido un puesto en la
organización de los Piratas de Pittsburgh
para jugar durante el invierno, con vistas
a formar parte de su lista de jugadores
de la liga menor. Mi padre tenía la
sensación de que era el momento
adecuado.
—En los partidos universitarios no
puedes mejorar tu juego —afirmó.
La primera vez que le mencioné la
idea a mi madre, ella gritó:
«¡Rotundamente no!» No importaba que
con el béisbol fuera a ganar dinero. No
importaba que los cazatalentos creyeran
que tenía potencial, quizá el suficiente
para llegar a las grandes ligas. Sus
palabras fueron: «¡Rotundamente no!»
Y yo desoí rotundamente sus
palabras.
Fui a la secretaría, les dije que me
marchaba, metí mis cosas en un saco
marinero y me largué. A muchos chicos
de mi edad los mandaban a Vietnam. No
obstante, por algún giro inesperado de la
suerte o el destino, a mí me había tocado
un número muy bajo en el sorteo del
cupo. Mi padre, un veterano, pareció
aliviado por ello.
—No te hacen ninguna falta los
problemas en los que te metes durante
una guerra —me dijo.
En cambio, marché según su
cadencia y acaté sus órdenes: entré a
formar parte de un club de la liga menor
en San Juan, Puerto Rico, y mis días de
estudiante terminaron. ¿Qué puedo decir
al respecto? ¿Qué me seducía? ¿El
béisbol o la aprobación de mi padre?
Supongo que ambas cosas. Parecía lo
más lógico, como si volviera a estar en
el sendero de migas de pan que había
seguido siendo un colegial, antes de que
las cosas se estropearan, antes de que
empezara mi vida como niño de mamá.
Recuerdo que la llamé desde el
teléfono del motel de San Juan. Había
volado hacia allí directamente desde la
universidad, la primera vez que había
ido en avión. No quería hacer una
parada en casa porque sabía que mi
madre armaría un escándalo.
—Una llamada a cobro revertido de
parte de su hijo —dijo la operadora con
acento español.
Cuando mi madre se dio cuenta de
dónde me encontraba, de que ya estaba
todo decidido, pareció atónita. Su voz
sonó monótona. Me preguntó qué ropa
tenía. ¿Cómo me las arreglaba para
comer? Daba la impresión de que lo
estaba leyendo de una lista de preguntas
obligadas.
—¿Vives en un lugar seguro? —dijo.
—¿Seguro? Supongo que sí.
—¿A quién más conoces ahí?
—A nadie. Pero están los chicos del
equipo. Tengo un compañero de
habitación. Es de Indiana, o Iowa, o un
lugar parecido.
—Mm-hmm.
Luego el silencio.
—Siempre puedo volver a la
facultad, mamá.
Aquella vez el silencio fue más
largo. Sólo me dijo una cosa más antes
de colgar:
—Volver es más difícil de lo que
piensas.
No creo que hubiera podido
destrozarle más el corazón a mi madre
aunque lo hubiese intentado.
El trabajo que te toca
hacer
La señorita Thelma cerró los ojos e
inclinó la cabeza hacia atrás. Mi madre
reanudó el proceso de maquillaje. Frotó
suavemente con la esponja el rostro de
su antigua compañera y yo lo observé
con una mezcla de emociones. Siempre
pensé que lo que iba detrás de tu nombre
era muy importante. Chick Benetto,
jugador de béisbol profesional, y no
Chick Benetto, vendedor. Ahora me
había enterado de que después de Posey
Benetto, enfermera, y Posey Benetto,
esteticista, estaba Posey Benetto, mujer
de la limpieza. Me enojó que hubiera
caído tan bajo.
—Mamá… —le dije, titubeante—,
¿por qué no aceptaste el dinero de papá?
Mi madre tensó la mandíbula.
—No necesitaba nada más de tu
padre.
—Mm-hmm —añadió la señorita
Thelma.
—Nos las arreglamos bien, Charley.
—Mm-hmm, lo hicisteis.
—¿Por qué no volviste al hospital?
—dije.
—No me querían.
—¿Por qué no los denunciaste?
—¿Eso te habría hecho feliz? —
suspiró—. Entonces no era como hoy en
día que la gente pone una demanda por
cualquier nimiedad. Aquél era el único
hospital de los alrededores. No
podíamos marcharnos de la ciudad. Era
vuestro hogar. Tu hermana y tú ya
habíais soportado bastantes cambios. No
pasó nada. Encontré trabajo.
—Limpiando casas —mascullé.
Ella bajó las manos.
—Yo no me avergüenzo de ello tanto
como tú —me dijo.
—Pero… —intenté encontrar las
palabras adecuadas— no podías hacer
el trabajo que te importaba.
Mi madre me miró con un brillo
desafiante en los ojos.
—Hacía lo que me importaba —dijo
—. Era madre.
Después de aquello nos quedamos en
silencio. Al final, la señorita Thelma
abrió los ojos.
—¿Y tú qué, Chiquiriquí? —me
preguntó—. ¿Ya no estás en ese gran
escenario jugando al béisbol?
Meneé la cabeza.
—No, supongo que no —dijo ella—.
Es cosa de jóvenes, el béisbol. Pero
para mí tú siempre serás ese pequeño
con el guante en la mano, tan serio y
todo eso.
—Ahora Charley tiene una familia
—dijo mi madre.
—¿Es eso cierto?
—Y un buen trabajo.
—¿Ves? —la señorita Thelma echó
la cabeza hacia atrás con cuidado—. Lo
estás haciendo muy bien, Chiquiriquí.
Muy bien.
Estaban
completamente
equivocadas. No lo estaba haciendo
bien.
—Detesto mi trabajo —dije.
—Bueno… —la señorita Thelma se
encogió de hombros—, a veces pasa. No
puede ser mucho peor que limpiar tu
bañera, ¿verdad? —esbozó una sonrisa
burlona—. Haces lo que tienes que
hacer para mantener unida a tu familia.
¿Acaso eso no está bien, Posey?
Las
observé
mientras
ellas
terminaban con su rutina. Pensé en
cuántos años habría dedicado la señorita
Thelma a pasar aspiradoras o limpiar
bañeras para alimentar a sus hijos; en la
cantidad de lavados o teñidos que
habría tenido que hacer mi madre para
alimentarnos. ¿Y yo? Yo tuve que jugar a
un juego durante diez años… y quería
que fueran veinte. De pronto sentí
vergüenza.
—¿Qué tiene de malo tu trabajo, a
todo esto? —preguntó la señorita
Thelma.
Me imaginé el departamento de
ventas, las mesas de acero, la débil luz
de los fluorescentes.
—Yo no quería ser normal y
corriente —murmuré.
—¿Qué es ser normal y corriente,
Charley?
—Ya sabes. Alguien a quien se
olvida.
Desde la otra habitación se oyeron
los gritos de los niños. La señorita
Thelma volvió la barbilla hacia el
sonido. Sonrió.
—Esto es lo que evita que me
olviden.
Cerró los ojos y dejó que mi madre
trabajara en ellos. Respiró hondo y se
recostó más en la cama.
—Pero no mantuve unida a mi
familia —espeté.
Mi madre se llevó un dedo a los
labios para pedir silencio.
(de los papeles de Chick Benetto,
hacia 1974)
Alcanzando la cima
Todavía no te he contado lo mejor y lo
peor que me ocurrió siendo profesional.
Conseguí llegar al final del arco iris del
béisbol: la Serie Mundial. Tenía tan sólo
veintitrés años. El receptor de reserva
de los Piratas se rompió el tobillo a
principios de septiembre y hacía falta un
sustituto, de modo que me convocaron.
Todavía recuerdo el día que entré en
aquel vestuario enmoquetado. No me
podía creer lo grande que era. Llamé a
Catherine desde un teléfono público —
llevábamos seis meses casados— y no
dejé de repetirle: «Es increíble». Al
cabo de pocas semanas, los Piratas
ganaron el campeonato. Mentiría si
dijera que yo fui de algún modo
responsable de ello; ya iban los
primeros cuando llegué yo. Sí que hice
de receptor durante cuatro entradas en
un partido de la final y en mi segundo
turno al bate lancé una pelota al jardín
derecho. La atraparon y quedé
eliminado, pero recuerdo haber
pensado: «Esto es un principio. Yo
puedo batear este repertorio de
lanzamientos».
No fue un principio. Al menos para
mí. Llegamos a la Serie Mundial, pero
los Orioles de Baltimore nos ganaron
cinco partidos. Ni siquiera volví a
batear. En el último encuentro perdimos
por 5 a 0 y después de que eliminaran al
último jugador me quedé de pie en los
escalones de la caseta y vi a los
jugadores de Baltimore correr por el
campo y celebrarlo, arrojándose en una
pila gigante junto al montículo. A otros
quizá les parecieran eufóricos, pero a mí
me parecían aliviados, como si
finalmente hubiese desaparecido la
presión.
Nunca volví a ver esa imagen, pero
todavía sueño con ello a veces. Me veo
en esa pila.
Si los Piratas hubieran ganado el
campeonato se habría celebrado un
desfile en Pittsburgh. En cambio, como
perdimos fuera de casa, fuimos a un bar
de Baltimore y lo cerramos. En aquella
época la derrota tenía que lavarse con la
bebida, y nosotros lavamos la nuestra a
conciencia. Como yo era el más nuevo
del equipo, más que nada lo que hice fue
escuchar las quejas de los jugadores
más veteranos. Bebí lo que se suponía
que tenía que beber. Maldije cuando los
demás lo hicieron. Amanecía cuando
salimos tambaleándonos de aquel lugar.
Unas horas más tarde tomamos el
avión para volver a casa y la mayoría de
nosotros dormimos la resaca. En el
aeropuerto nos esperaba una hilera de
taxis. Nos estrechamos la mano.
Dijimos: «Nos vemos el año que viene».
Las portezuelas de los taxis se cerraron
una tras otra, ¡zas, zas, zas!
El mes de marzo siguiente, durante
los entrenamientos de primavera, me
rompí la rodilla. Me estaba deslizando
para alcanzar la tercera base, se me
trabó el pie, el defensor tropezó
conmigo y sentí un chasquido como
nunca había sentido antes. El médico
dijo que me había roto los ligamentos
anterior, posterior y medio colateral: el
trío fatal de las lesiones de rodilla.
Con el tiempo me recuperé y volví a
jugar a béisbol. Sin embargo, durante
los seis años siguientes nunca volví a
estar cerca de las ligas importantes,
daba igual lo mucho que me esforzara,
daba igual lo bien que creyera que lo
estaba haciendo. Era como si la magia
me hubiera abandonado. La única
prueba que tenía de mi época en las
grandes ligas eran las casillas con los
resultados del periódico de 1973 y la
tarjeta de béisbol con mi foto
sosteniendo un bate con expresión seria,
mi nombre con letras mayúsculas de
imprenta y el olor a chicle que la
acompañaba de forma permanente. La
empresa me envió dos cajas llenas de
esos cromos. Le mandé una a mi padre y
me quedé con la otra.
A una corta estancia en el béisbol la
llaman «una taza de café», y eso fue lo
que yo tuve, pero fue una taza de café en
la mejor mesa del peor antro de la
ciudad.
Lo cual, por supuesto, era bueno y
malo al mismo tiempo.
Verás, durante aquellas seis semanas con
los Piratas estuve más vivo de lo que
nunca me había sentido antes ni me sentí
después. Los reflectores habían hecho
que me sintiera inmortal. Echaba de
menos
el
inmenso
vestuario
enmoquetado. Echaba de menos recorrer
los aeropuertos con mis compañeros de
equipo y notar las miradas de los
seguidores al pasar. Echaba de menos
las multitudes en aquellos grandes
estadios, el flash de las cámaras
fotográficas, las rugientes ovaciones…,
en fin, la majestuosidad de todo aquello.
Lo echaba de menos amargamente. Y mi
padre también. Compartíamos el ansia
de regresar.
De modo que seguí aferrado al
béisbol mucho después de cuando
tendría que haberlo dejado. Fui de la
liga menor de una ciudad a la liga menor
de otra ciudad y seguía creyendo, como
hacen a menudo los atletas, que sería el
primero en desafiar el proceso de
envejecimiento. Arrastré a Catherine
conmigo por todo el país. Tuvimos
apartamentos en Portland, Jacksonville,
Albuquerque, Fayetteville y Omaha.
Durante su embarazo tuvo tres médicos
distintos.
Al final, Maria nació en Pawtucket,
Rhode Island, dos horas después de un
partido al que asistieron quizá unas
ochenta personas antes de que la lluvia
las dispersara. Tuve que esperar a un
taxi que me llevara al hospital. Casi
estaba tan mojado como mi hija cuando
llegó al mundo.
Dejé el béisbol poco tiempo
después.
Y nada de lo que emprendí llegó
nunca a buen término. Lo intenté con mi
propio negocio, que sólo me hizo perder
dinero. Busqué trabajo como entrenador,
pero no encontré ningún puesto. Al final
un tipo me ofreció un trabajo en ventas.
Su empresa fabricaba botellas de
plástico para alimentos y productos
farmacéuticos y acepté el empleo. El
trabajo era aburrido. Las horas se hacían
tediosas. Y lo que era aún peor, sólo me
dieron el trabajo porque creían que
podría contar historias de béisbol y tal
vez cerrar un trato aprovechando el
banal orgullo desmedido de los hombres
cuando hablan de deportes.
Es curioso. Una vez conocí a un
hombre que hacía mucho alpinismo. Le
pregunté qué resultaba más difícil, si el
ascenso o el descenso. Me respondió sin
dudarlo que el descenso, porque al
ascender estabas tan concentrado en
llegar a la cima que evitabas los errores.
—La vertiente posterior de una
montaña es una lucha contra la
naturaleza humana —dijo—. En la
bajada tienes que preocuparte por ti
mismo tanto como lo hiciste en la
subida.
Podría pasar mucho tiempo hablando
sobre mi vida después del béisbol, pero
esto lo dice casi todo.
Mi padre se desvaneció junto con mi
carrera deportiva, lo cual no es
sorprendente. Oh, sí, vino a ver al bebé
unas cuantas veces. Pero el hecho de
tener una nieta no le fascinaba tanto
como yo había esperado. A medida que
iba pasando el tiempo, cada vez
teníamos menos cosas de las que hablar.
Vendió sus tiendas de licores y compró
la mitad de las acciones de un contrato
de distribución, con lo que pagaba de
sobras las facturas sin que se requiriera
demasiado su presencia. Es curioso.
Aunque me hacía falta un trabajo, él
nunca me ofreció uno. Supongo que
había pasado demasiado tiempo
formándome para que fuera diferente
como para permitirme ser igual que los
demás.
No hubiera importado. El béisbol
era nuestro territorio común y, sin él,
íbamos a la deriva como dos barcos con
los remos levantados. Compró un
apartamento en un barrio de las afueras
de Pittsburgh, se hizo socio de un club
de golf, desarrolló una diabetes leve y
tuvo que vigilar su dieta y ponerse
inyecciones.
Y con la misma ausencia de esfuerzo
con la que había aflorado por debajo de
esos cielos grises de la universidad, mi
viejo volvió a adentrarse de nuevo en la
nebulosa
ausencia,
la
llamada
esporádica, la postal de Navidad.
Tal vez te preguntes si alguna vez me
explicó lo que había ocurrido entre mi
madre y él. No lo hizo. Sencillamente
dijo: «No funcionaban las cosas entre
los dos». Si yo insistía, añadía: «No lo
entenderías». Lo peor que dijo sobre mi
madre fue: «Es una cabezota». Era como
si hubieran pactado no hablar nunca
sobre lo que los separó. Pero yo se lo
pregunté a ambos y mi padre fue el
único que bajó la mirada al responder.
La segunda visita llega
a su fin
—Posey —susurró la señorita Thelma
—, voy a charlar un rato con mis nietos.
Tenía mucho mejor aspecto que
cuando había tocado el timbre de casa
de mi madre. Su rostro estaba terso y sus
ojos y labios muy bien maquillados. Mi
madre le había cepillado sus mechones
teñidos de naranja y por primera vez me
di cuenta de que la señorita Thelma era
una mujer atractiva, y que de joven
debía de haber sido un bombón.
Mi madre le dio un beso en la
mejilla a la señorita Thelma, cerró su
bolsa y me hizo señas para que la
siguiera. Salimos al pasillo donde una
chiquilla peinada con trenzas se dirigía
hacia nosotros pisando fuerte.
—Abuela
—dijo—,
¿estás
despierta?
Yo me aparté, pero ella pasó por
nuestro lado sin detenerse, sin levantar
la vista ni un instante. La seguía un niño
pequeño —¿su hermano, tal vez?— que
se detuvo en la puerta y se llevó un dedo
a la boca. Alargué la mano y la moví
delante de sus ojos. Nada. Estaba claro
que para ellos éramos invisibles.
—Mamá —balbuceé—, ¿qué está
pasando?
Ella estaba mirando a la señorita
Thelma, cuya nieta estaba entonces en la
cama. Estaban jugando a las palmas. Mi
madre tenía lágrimas en los ojos.
—¿La señorita Thelma también va a
morir?
—Pronto —respondió mi madre.
Me puse frente a ella.
—Mamá, por favor.
—Ella me llamó, Charley.
Ambos volvimos la mirada hacia la
cama.
—¿La señorita Thelma? ¿Ella te
pidió que vinieras?
—No, cariño. Pensó en mí, eso es
todo. Fui un pensamiento. Lamentó que
yo ya no estuviera aquí para ayudarla a
ponerse guapa y no verse tan enferma,
de modo que vine.
—¿Un pensamiento, dices? —bajé la
mirada—. No lo entiendo.
Mi madre se acercó más. Su voz se
suavizó.
—¿Alguna vez has soñado con
alguien que ya no está, Charley, pero con
quien mantienes una nueva conversación
en el sueño? Cuando eso ocurre entras
en un mundo que no está muy alejado de
aquél en el que ahora me encuentro.
Puso la mano sobre la mía.
—Cuando llevas a alguien en tu
corazón, nunca se marcha del todo.
Puede volver contigo, incluso en los
momentos más insólitos.
En la cama, la niña jugaba con el
cabello de la señorita Thelma, que
sonrió y nos miró.
—¿Recuerdas a la anciana señora
Golinski? —dijo mi madre.
La recordaba. Era una paciente del
hospital. Enfermedad terminal. Se estaba
muriendo. Pero cada día solía hablarle a
mi madre de personas que la
«visitaban». Personas de su pasado con
quienes charlaba y reía. Mi madre nos lo
contaba mientras cenábamos, nos
explicaba que se había asomado a la
habitación y había visto a la anciana
señora Golinski con los ojos cerrados,
sonriendo
y
manteniendo
una
conversación inaudible entre dientes. Mi
padre la llamaba «loca». Murió al cabo
de una semana.
—No estaba loca —me dijo
entonces mi madre.
—Así pues, la señorita Thelma
está…
—Cerca —mi madre entrecerró los
ojos—. Cuanto más te acercas a la
muerte, más fácil es hablar con los
muertos.
Me sobrevino una sensación de frío
que me recorrió el cuerpo desde los
hombros a los pies.
—¿Significa eso que soy…?
Quería decir «un moribundo».
Quería decir «un muerto».
—Eres mi hijo —repuso ella con un
susurro—. Eso es lo que eres.
Tragué saliva.
—¿Cuánto tiempo me queda?
—Un poco —contestó.
—¿No mucho?
—¿Cuánto es mucho?
—No lo sé, mamá. ¿Estaré contigo
para siempre o te irás dentro de un
minuto?
—En un minuto puedes descubrir
algo verdaderamente importante —dijo
ella.
De repente estallaron todos los
cristales de la casa de la señorita
Thelma, ventanas, espejos, pantallas de
televisor. Los pedazos volaron a nuestro
alrededor como si nos encontráramos en
el centro de un huracán. Una voz
procedente del exterior bramó por
encima de todo aquello.
—¡CHARLES BENETTO! ¡SÉ QUE
PUEDE OÍRME! ¡RESPÓNDAME!
—¿Qué hago? —le grité a mi madre.
Mi madre parpadeó tranquilamente
mientras los cristales se arremolinaban
en torno a ella.
—Eso depende de ti, Charley —
contestó.
IV
Noche
La luz del sol se apaga
«EN CUANTO EL CIELO HAYA TERMINADO
CON MI ABUELA, NOS GUSTARÍA QUE
NOS LA DEVOLVIERAN, GRACIAS». Mi
hija había escrito esto en el libro de
condolencias del funeral de mi madre,
una de esas ocurrencias presuntuosas e
incongruentes de los adolescentes. Pero
al volver a ver a mi madre, al oírle
explicar cómo funcionaba este mundo
«muerto», cómo la gente la llamaba al
recordarla…, bueno, quizá Maria
supiera algo.
La tormenta de cristal en casa de la
señorita Thelma ya había pasado; tuve
que apretar los ojos con fuerza para
hacer que parara. Se me clavaron
fragmentos de cristal en la piel e intenté
quitármelos, pero hasta eso parecía
requerir un gran esfuerzo. Me estaba
debilitando, marchitando. Aquel día con
mi madre estaba perdiendo su luz.
—¿Voy a morirme? —pregunté.
—No lo sé, Charley. Sólo Dios lo
sabe.
—¿Esto es el cielo?
—Esto es Pepperville Beach. ¿No te
acuerdas?
—Si estoy muerto…, si muero…,
¿voy a estar contigo?
Ella sonrió.
—Vaya, así que ahora quieres estar
conmigo.
Quizá te parezca una respuesta fría,
pero mi madre sólo estaba siendo ella
misma, un tanto divertida, un tanto
guasona, tal como hubiese sido de haber
pasado aquel día juntos antes de su
muerte.
Además, tenía motivos. ¡Cuántas
veces había optado por no estar con
ella! Demasiado ocupado. Demasiado
cansado. No estoy de humor para eso.
¿Ir a la iglesia? No, gracias. ¿A cenar?
Lo siento. ¿Venir de visita? No puedo,
quizá la semana que viene.
Cuentas las horas que podrías haber
pasado con tu madre. Son toda una vida.
Entonces me tomó de la mano. Después
de lo de la señorita Thelma,
simplemente nos pusimos a caminar, el
escenario cambió y nos deslizamos por
una serie de breves apariciones en las
vidas de algunas personas. Reconocí a
algunos viejos amigos de mi madre.
Algunos eran hombres que yo apenas
conocía, hombres que una vez la habían
admirado: un carnicero llamado
Armando, un abogado fiscalista llamado
Howard, un relojero bajito llamado
Gerhard. Mi madre sólo pasó un
momento con cada uno, sonriendo o
sentada frente a ellos.
—¿De modo que ahora están
pensando en ti? —pregunté.
—Ajá —contestó ella, asintiendo
con la cabeza.
—¿Vas dondequiera que piensan en
ti?
—No —respondió—. A todas partes
no.
Aparecimos cerca de un hombre que
miraba por una ventana. Luego junto otro
hombre en una cama de hospital.
—¡Cuántos! —comenté.
—Sólo son hombres, Charley.
Buenas personas. Algunos de ellos
viudos.
—¿Saliste con ellos?
—No.
—¿Te lo pidieron?
—Muchas veces.
—¿Por qué los ves ahora?
—Bueno, supongo que es la
prerrogativa de una mujer —juntó las
manos y se tocó la nariz, ocultando una
pequeña sonrisa—. Sigue siendo
estupendo que piensen en ti, ¿sabes?
Estudié su rostro. No se podía dudar
de su belleza, incluso a sus más de
ochenta años, cuando había adquirido
una elegancia más arrugada, con sus
ojos detrás de las gafas y su cabello, que
antes era de un azul oscuro como la
medianoche y que entonces tenía el tono
plateado del cielo de una tarde nublada.
Aquellos hombres la habían visto como
a una mujer. Pero yo nunca la había visto
de ese modo. Yo nunca la había
conocido como Pauline, el nombre que
sus padres le habían dado, ni como
Posey, el nombre que le habían dado sus
amigos; sólo como mamá, el nombre que
yo le había dado. Sólo la veía poniendo
la cena en la mesa con manoplas de
cocina o llevándonos en coche a la
bolera cuando le tocaba a ella.
—¿Por qué no volviste a casarte? —
le pregunté.
Ella entrecerró los ojos.
—Vamos, Charley.
—No. Hablo en serio. Cuando
nosotros ya crecimos…, ¿no te sentías
sola?
Apartó la mirada.
—A veces. Pero entonces Roberta y
tú tuvisteis hijos, con lo que tuve a mis
nietos, y tenía a las señoras de aquí y…,
bueno, ya sabes, Charley, los años
pasan.
Vi que giraba las palmas hacia
arriba y sonreía. Había olvidado el
pequeño placer de escuchar a mi madre
hablando de sí misma.
—La vida pasa muy deprisa,
¿verdad, Charley?
—Sí —mascullé.
—Es una pena perder el tiempo.
Siempre creemos tener mucho.
Pensé en los días que había dejado
en manos de una botella. Las noches que
no podía recordar. Las mañanas que
pasé durmiendo. Todo ese tiempo
huyendo de mí mismo.
—¿Te acuerdas… —empezó a reírse
— del día en que te disfracé de momia
por Halloween? ¿Y que llovió?
Bajé la mirada.
Me destrozaste la vida.
Incluso entonces le estaba echando
la culpa a otra persona, pensé.
—Deberías cenar un poco —dijo mi
madre.
Y con esas palabras volvimos a
estar de vuelta en su cocina, sentados a
la mesa redonda, una última vez. Había
pollo frito, arroz amarillo y berenjenas
asadas, todo caliente, todo familiar,
platos que había cocinado para mi
hermana y para mí cientos de veces. No
obstante, a diferencia de la sensación de
asombro que había sentido antes en
aquella habitación, ahora estaba agitado,
nervioso, como si supiera que se
avecinaba algo malo. Ella me miró,
preocupada, e intenté desviar su
atención.
—Háblame de tu familia —le dije.
—Ya te lo he contado, Charley —
repuso mi madre.
Yo tenía la cabeza a punto de
estallar.
—Cuéntamelo otra vez.
Y así lo hizo. Me habló de sus
padres,
ambos
inmigrantes,
que
murieron antes de que yo naciera. Me
habló de sus dos tíos y de su tía loca que
se negaba a aprender inglés y todavía
creía en maldiciones familiares. Me
habló de sus primos, Joe y Eddie, que
vivían en la otra costa. Por norma
general había una pequeña anécdota que
identificaba a cada una. («Los perros le
daban un miedo mortal». «Intentó
alistarse en la marina cuando tenía
quince años»). En aquellos momentos
me parecía de vital importancia
relacionar el nombre con el detalle.
Roberta y yo solíamos poner los ojos en
blanco cuando mí madre se lanzaba a
narrar estas historias. Pero años más
tarde, después del funeral, Maria me
había hecho preguntas sobre la familia
—quién estaba emparentado con quién
— y pasé apuros. No me acordaba. Una
buena parte de nuestra historia había
sido enterrada con mi madre. Uno nunca
debería permitir que su pasado
desapareciera de ese modo.
Así pues, en aquella ocasión escuché
atentamente mientras mi madre recorría
todas las ramas del árbol, echándose un
dedo hacia atrás con cada persona que
contaba. Al final, cuando terminó, juntó
las manos, y sus dedos, al igual que los
personajes, se entrelazaron.
—Bueno —dijo casi cantando—.
Eso fue…
—Te he echado de menos, mamá.
Aquellas palabras salieron de mi
boca sin más. Ella sonrió, pero no
respondió. Parecía estar considerando la
frase, deduciendo mis intenciones, como
si recogiera una red de pescador.
Entonces, con el sol poniéndose en
cualquiera que fuera el horizonte de
cualquiera que fuera el mundo en el que
estábamos, mi madre chasqueó la lengua
y dijo:
—Aún nos queda otra parada por
hacer, Charley.
El día que él quería
recuperar
Ahora necesito hablarte de la última vez
que vi a mi madre con vida, y de lo que
hice.
Fue ocho años antes, en la fiesta de
su setenta y nueve cumpleaños. Ella
había bromeado diciendo que sería
mejor que la gente asistiera, porque a
partir del próximo año «No voy a
decirle nunca más a nadie cuándo es mi
cumpleaños». Claro que había dicho lo
mismo al cumplir sesenta y nueve,
cincuenta y nueve e incluso veintinueve.
La fiesta era una comida en su casa
un sábado por la tarde. Los asistentes
éramos mi esposa y mi hija; mi hermana,
Roberta, y su marido, Elliot; sus tres
hijos (la más pequeña de los cuales,
Roxanne, de cinco años, llevaba
zapatillas de bailarina adondequiera que
fuera); además de un par de docenas de
personas del antiguo vecindario entre
las que se incluían las mujeres mayores
a las que mi madre lavaba y arreglaba el
pelo. Muchas de aquellas mujeres
estaban muy mal de salud; una de ellas
vino en una silla de ruedas. Aun así,
todas iban recién peinadas, con el
cabello tan rociado con laca que parecía
que llevaran casco, y me pregunté si mi
madre no habría organizado la fiesta
sólo para que aquellas damas tuvieran
un motivo para acicalarse.
—Quiero que la abuela me maquille,
¿vale? —dijo Maria, que se acercó a mí
dando saltitos con su cuerpo de catorce
años, todavía torpe como el de un potro.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque quiero que lo haga. Ella
dijo que lo haría si a ti te parecía bien.
Miré a Catherine, que se encogió de
hombros. Maria me apretó el brazo.
—¿Por favor, por favor, por favor,
por favor, por favor?
He hablado mucho de lo deprimente
que me resultaba la vida después del
béisbol. Debería mencionar que Maria
era la excepción a todo ello. Ella era mi
mayor alegría. Intenté ser un buen padre.
Intenté prestar atención a los detalles. Le
limpiaba el ketchup de la cara cuando
acababa de comer patatas fritas. Me
sentaba a su lado en su pequeño
escritorio, lápiz en ristre, ayudándola a
solucionar
los
problemas
de
matemáticas. La mandé arriba cuando,
con once años, bajó vestida con un top
de espalda descubierta. Y siempre
estaba dispuesto a tirarle la pelota o a
llevarla a la Asociación Cristiana de
Jóvenes del barrio para las clases de
natación, contento de que siguiera
siendo una machota todo el tiempo
posible.
Más adelante, después de que
hubiera salido de su vida, me enteré de
que escribía sobre deportes en el
periódico de su facultad. Y en aquella
mezcla de palabras y deportes me di
cuenta de que, te guste o no, tu madre y
tu padre pasan a tus hijos a través de ti.
La fiesta continuó con el sonido de la
música y el ruido de los platos. La
habitación bullía con la cháchara. Mi
madre leía sus tarjetas en voz alta como
si fueran telegramas de felicitación
enviados por dignatarios extranjeros,
incluso las baratas, con conejos de color
pastel en la cubierta («Se me ocurrió
venir en una escapada para decirte…
¡Espero que tu cumpleaños sea un
auténtico jolgorio!»). Al terminar, abría
la tarjeta para que todo el mundo la
viera y le mandaba un beso a quien se la
había enviado: «¡Mmmmuá!»
Poco después de las tarjetas pero
antes de la tarta y los regalos, sonó el
teléfono. En casa de mi madre el
teléfono podía sonar un buen rato porque
ella nunca dejaba lo que estaba haciendo
para ir a cogerlo a toda prisa; terminaba
de pasar la aspiradora por el último
rincón o de rociar la última ventana,
como si no contara hasta que lo cogías.
Puesto que nadie contestaba, lo hice
yo.
Si pudiera volver a vivir mi vida, lo
habría dejado sonar.
—¿Diga? —grité por encima del
barullo.
El cable tenía seis metros de largo
porque a ella le gustaba pasear mientras
hablaba.
—¿Diga? —repetí. Me apreté el
auricular al oído—. ¿Diigaaa?
Estaba a punto de colgar cuando oí
el carraspeo de un hombre.
Entonces mi padre dijo:
—¿Chick? ¿Eres tú?
Al principio no respondí. Me había
quedado atónito. Aunque mi madre
nunca había cambiado el número de
teléfono, costaba creer que mi padre
estuviera llamando. Su marcha de
aquella casa había sido tan repentina y
destructiva que el hecho de oír su voz
fue como si un hombre volviera a entrar
en un edificio en llamas.
—Sí, soy yo —susurré.
—He estado tratando de localizarte.
Llamé a tu casa y a tu oficina. Me
arriesgué a llamar aquí pensando que tal
vez…
—Es el cumpleaños de mamá.
—Ah, bien —dijo él.
—¿Quieres hablar con ella?
Me había precipitado con aquella
pregunta. Sentí que mi padre ponía los
ojos en blanco.
—Estuve hablando con Pete Garner,
Chick.
—Pete Garner…
—De los Piratas.
—¿Sí?
Me alejé de los invitados con el
teléfono en el oído. Tapé el auricular
con la otra mano y miré a dos ancianas
que estaban sentadas en el sofá
comiendo ensalada de atún en platos de
papel.
—Tienen el partido de veteranos,
¿vale? —dijo mi padre—. Y Pete me
dice que Freddie González está fuera.
Alguna cagada con sus papeles.
—No entiendo por qué…
—Ya no tienen tiempo de convocar a
un sustituto. De modo que le dije a Pete:
«Eh, Chick está disponible».
—Papá. No estoy disponible.
—Puedes estarlo. Él no sabe qué
estás haciendo.
—¿Un partido de veteranos?
—Y él dice: «¿Ah, sí? ¿Chick está
disponible?» Y yo digo: «Sí, y además
está en buena forma…».
—Papá…
—Y Pete dice…
—Papá…
Sabía adónde quería llegar con todo
aquello. Lo supe de inmediato. La única
persona que lo había pasado peor que yo
cuando dejé mi carrera como jugador de
béisbol era mi padre.
—Pete dice que te pondrán en la
lista. Lo único que tienes que hacer es…
—Papá, sólo jugué…
—Venir aquí…
—Seis semanas en las grandes
ligas…
—Sobre las diez de la mañana…
—Sólo jugué…
—Y entonces…
—No puedes jugar un partido de
veteranos con…
—¿Qué problema tienes, Chick?
Odio esa pregunta. «¿Qué problema
tienes?» No hay ninguna respuesta buena
excepto: «No tengo ningún problema». Y
estaba claro que eso no era cierto.
Suspiré.
—¿Dijeron que me pondrían en la
lista?
—Es lo que estoy diciendo…
—¿Para jugar?
—¿Estás sordo? Es lo que te estoy
diciendo.
—¿Y cuándo es esto?
—Mañana. Los tipos de la
organización estarán ahí y…
—¿Mañana, papá?
—Mañana, ¿qué pasa?
—Ya son las tres de la tarde…
—Estás en la caseta. Te encuentras
con esos tipos. Entablas conversación.
—¿Me encuentro con quién?
—Con quien sea. Anderson. Molina.
Mike Junez, el entrenador, el tipo calvo,
¿sabes? La cuestión es toparte con ellos.
Tú habla con ellos, nunca se sabe.
—¿El qué?
—Puede surgir algo. Un puesto de
entrenador. De instructor de bateo.
Alguna cosa en la liga menor. Te
introduces en el mundillo…
—¿Por qué iban a querer que yo…?
—Así es como ocurren…
—No he empuñado un bate desde…
—… estas cosas así ocurren, Chick.
Te introduces en el mundillo…
—Pero yo…
—Cuando surgen estos empleos todo
depende de a quién conozcas…
—Papá. Ya tengo un empleo.
Una pausa. Mi padre podía herirte
más con una pausa que cualquier hombre
que haya conocido.
—Mira —dijo, soltando aire—, yo
me las he arreglado para conseguir una
oportunidad. ¿La quieres o no?
Su voz había cambiado, el luchador
se enojaba y apretaba los puños. Él
había descartado mi existencia actual
con tanta rapidez como hubiera deseado
poder hacerlo yo. Eso me hizo
retroceder y, cuando retrocedes, pierdes
la pelea, por supuesto.
—Tú mueve el culo y ven aquí, ¿de
acuerdo? —dijo.
—Es el cumpleaños de mamá.
—Mañana ya no lo será.
Evocando ahora aquella conversación,
hay muchas cosas que desearía haberle
preguntado. ¿Le importaba un comino
que su ex mujer estuviera celebrando su
cumpleaños? ¿Quería saber cómo estaba
ella? ¿Quién estaba allí? ¿Qué aspecto
tenía la casa? ¿Si ella pensaba alguna
vez en él? ¿Con cariño? ¿Con
resentimiento? ¿Nunca?
Hay muchísimas cosas que querría
haberle preguntado. En cambio, dije que
lo volvería a llamar. Colgué el teléfono.
Y dejé que la oportunidad que mi padre
«se las había arreglado para conseguir»
me bailara por la cabeza.
Pensé en ello mientras mi madre
cortaba su tarta rellena de vainilla y
ponía cada pedazo en un plato de papel.
Pensé en ello mientras ella abría sus
regalos. Pensé en ello mientras
Catherine, Maria y yo posábamos con
ella para una foto —Maria cubierta
entonces de sombra de ojos color
púrpura— y Edith, la amiga de mi
madre, sostenía la cámara y decía:
«Uno, dos…, uy, esperad, nunca sé
cómo va esta cosa». Y mientras
permanecíamos allí forzando la sonrisa,
me imaginaba bateando.
Intenté centrarme. Intenté que la
fiesta de cumpleaños de mi madre me
envolviera. Sin embargo, mi padre, un
ladrón en muchos sentidos, me había
privado de la concentración. Antes de
que se retiraran los platos de papel yo
ya estaba abajo en el sótano, al teléfono,
reservando un vuelo en el último avión.
Mi madre solía empezar sus frases
con «Sé un buen chico…», como en «Sé
un buen chico y saca la basura…» o «Sé
un buen chico y ve corriendo a la
tienda…». No obstante, con una llamada
de teléfono, el buen chico que había sido
al llegar aquel día había puesto los pies
en polvorosa y otro chico había ocupado
su lugar.
Tuve que mentirle a todo el mundo. No
fue difícil. Llevaba un buscapersonas
por cuestiones de trabajo, así que llamé
desde el teléfono de abajo y subí a toda
prisa. Cuando el busca sonó delante de
Catherine me hice el enojado y me quejé
de que tuvieran «que molestarme en
sábado».
Fingí que devolvía la llamada de
teléfono. Fingí mi consternación. Me
inventé una historia diciendo que tenía
que coger un avión para ir a ver a unos
clientes que sólo podían celebrar la
reunión en domingo, ¡qué horror!, ¿no?
—¿No pueden esperar? —preguntó
mi madre.
—Lo sé, es ridículo —dije.
—Pero mañana vamos a almorzar
juntos.
—¿Y qué quieres que haga?
—¿No puedes volverlos a llamar?
—No, mamá —le espeté—, no
puedo volverlos a llamar.
Mi madre bajó la vista. Yo solté
aire. Cuanto más defiendes una mentira,
más te enfadas.
Al cabo de una hora llegó un taxi.
Cogí mi bolsa. Les di un abrazo a
Catherine y a Maria y ellas esbozaron
unas sonrisas forzadas que en realidad
eran casi un gesto de enfado. Les grité
una despedida a las personas allí
reunidas. El grupo me respondió
también a gritos: «Hasta pronto…
Adiós… Suerte…» La última voz que
oí, por encima de las demás, fue la de
mi madre: «Te quiero, Char…»
La puerta se cerró a mitad de la
frase.
Y ya nunca volví a verla.
Las veces que mi
madre me apoyó
—Pero ¿qué sabes tú de llevar un restaurante?
—dice mi esposa.
—Es un bar deportivo —replico yo.
Estamos sentados a la mesa del comedor.
Mi madre también está allí, jugando a «cucú,
tras tras» con la pequeña Maria. Esto ya es
después de haber abandonado el béisbol. Un
amigo quiere que sea su socio en un nuevo
negocio.
—Pero ¿no es difícil llevar un bar? —dice
Catherine—. ¿No hay ciertas cosas que tienes
que saber?
—Esas cosas ya las sabe él —contesto.
—¿A ti qué te parece, mamá? —pregunta
Catherine.
Mi madre le coge las manos a Maria y se
las agita arriba y abajo.
—¿Tendrías que trabajar de noche, Charley?
—pregunta.
—¿Cómo dices?
—De noche, ¿tendrías que trabajar de
noche?
—Soy el inversor, mamá. No voy a servir
mesas.
—Es mucho dinero —dice Catherine.
—Si no se invierte dinero no se puede
ganar dinero —contesto.
—¿No hay ninguna otra cosa aparte de
esto? —dice Catherine.
Suelto el aire ruidosamente. En realidad, no
sé si hay otra cosa. Cuando practicas un
deporte te acostumbras a no pensar demasiado
en ninguna otra cosa. No me imagino detrás de
una mesa. Esto es un bar. Yo entiendo de bares.
Ya he iniciado una dependencia del alcohol
como parte de mi existencia diaria y, en el
fondo, me atrae la idea de tenerlo tan a mano.
Además, el lugar cuenta con la palabra
«deportivo».
—¿Dónde está? —pregunta mi madre.
—A una media hora de aquí.
—¿Tendrías que ir muy a menudo?
—No lo sé.
—¿Pero no de noche?
—¿Por qué no dejas de preguntar lo de las
noches?
Mi madre mueve los dedos en el rostro de
Maria.
—Tienes una hija, Charley.
Meneo la cabeza.
—Ya lo sé, mamá, ¿vale?
Catherine se levanta. Retira los platos de la
mesa.
—Me asusta, eso es todo. Estoy siendo
sincera contigo.
A mí me da un bajón. Me quedo mirando
fijamente al suelo. Al levantar la vista, mi
madre me está observando. Se pone un dedo
debajo de la barbilla y se la alza ligeramente,
diciéndome, a su manera, que yo debería hacer
lo mismo.
—¿Sabes lo que yo pienso? —anuncia—.
Pienso que en la vida hay que probar las cosas.
¿Tú tienes fe en esto, Charley?
Yo le digo que sí con la cabeza.
—Fe, trabajo duro, amor… si tienes estas
cosas puedes hacer lo que sea.
Me enderezo en el asiento. Mi esposa se
encoge de hombros. El humor ha cambiado.
Aumentan las posibilidades.
Al cabo de unos meses abre el bar
deportivo.
Al cabo de dos años, cierra.
Por lo visto hace falta algo más aparte de
esas tres cosas. Al menos en mi mundo, si no
en el suyo.
El partido
La víspera del partido de veteranos pasé
la noche en un buen hotel del oeste que
me recordaba a mi época de jugador y a
nuestros viajes por carretera. No podía
dormir. Me preguntaba cuánta gente
habría en el estadio. Me preguntaba si
sería capaz siquiera de hacer contacto
con un lanzamiento. A las 5:30 de la
mañana salí de la cama para intentar
hacer unos estiramientos. La luz roja de
mi teléfono parpadeaba. Llamé a
recepción. Al menos sonó veinte veces.
—Tengo la luz de los mensajes
encendida —dije cuando por fin alguien
contestó al teléfono.
—Un segundo… —gruñó la voz—.
Sí. Hay un paquete para usted.
Fui abajo. El recepcionista me dio
una vieja caja de zapatos. Tenía mi
nombre pegado con cinta adhesiva en la
tapa. El hombre bostezó. Yo abrí la caja.
Mis zapatillas de jugar a béisbol.
Por lo visto, mi padre las había
guardado todos esos años. Debía de
haberlas dejado allí durante la noche sin
ni siquiera llamar por teléfono a la
habitación. Busqué una nota, pero en la
caja no había nada más. Sólo las
zapatillas con todas sus viejas
raspaduras.
Llegué pronto al estadio. Por la fuerza
de la costumbre le dije al taxista que me
dejara cerca de la entrada de los
jugadores, pero el guardia me indicó que
me dirigiera a la puerta de servicio, por
donde entran los vendedores de cerveza
y perritos calientes. El estadio estaba
vacío y los pasillos olían a la grasa de
cocinar las salchichas. Resultaba
extraño volver a ese lugar. Durante
muchos años había querido ganarme el
regreso como jugador. Ahora formaba
parte de una promoción, el Día de los
veteranos, unas cuantas entradas de
nostalgia gratuita, una manera de vender
localidades, igual que el Día de la
gorra, el Día de la pelota o el Día de los
fuegos artificiales.
Encontré el camino a un vestuario
auxiliar donde se suponía que teníamos
que cambiarnos. El guarda que había en
la puerta comprobó que mi nombre
estuviera en la lista y me dio el uniforme
para la jornada.
—¿Dónde puedo…?
—Ahí, en cualquier parte —me
señaló una hilera de armarios metálicos
pintados de azul.
Dos tipos con el pelo blanco
hablaban en una esquina. Me saludaron
con un movimiento de la barbilla sin
interrumpir su conversación. Era una
situación incómoda, como ir a una
reunión del instituto del curso de otra
persona. Sí, había jugado en la liga
nacional durante seis semanas, pero no
podía decirse que hubiera hecho amigos
para toda la vida.
En mi uniforme se leía «BENETTO», con
letras bordadas en la espalda, aunque al
examinarlo con más atención vi en la
tela el sombreado del otro nombre que
había antes. Me pasé el suéter por la
cabeza. Metí los brazos por las mangas.
Tiré de la prenda hacia abajo y al
darme la vuelta vi a Willie Bomber
Jackson a unos cuantos pasos de
distancia.
Todo el mundo conocía a Jackson.
Era un bateador estupendo, famoso tanto
por su potencia como por su petulancia
en el plato. Una vez, durante las finales,
señaló con el bate hacia la valla del
jardín para anunciar dónde mandaría la
pelota, luego asestó el golpe y consiguió
un destacado home run. Basta con que
lo hagas una vez durante tu carrera para
que te inmortalicen con las repeticiones
que dan por televisión. Y así le ocurrió.
Y ahora estaba sentado en un
taburete a mi lado. Nunca había jugado
con Jackson. Con su sudadera de
velvetón azul tenía un aspecto
rechoncho, casi hinchado, pero seguía
poseyendo cierta majestuosidad. Me
saludó con la cabeza y le correspondí de
la misma manera.
—¿Qué hay? —dijo.
—Chick Benetto
—dije
yo,
tendiéndole la mano. Él me agarró los
dedos interiores y tiró de ellos. No dijo
su nombre. Se sobrentendía que no era
necesario.
—Dime, Chuck, ¿a qué te dedicas
ahora?
No corregí su pronunciación. Dije
que trabajaba en «marketing».
—¿Y tú? —le pregunté—. ¿Sigues
transmitiendo?
—Mmm. Un poco. Ahora me dedico
principalmente a las inversiones.
Asentí con la cabeza.
—Estupendo. Sí. Buena jugada.
Inversiones.
—Fondos de inversión mobiliaria
—dijo—.
Unos
cuantos
fondos
protegidos, fondos comunes, cosas así.
Sobre todo fondos de inversión
mobiliaria.
Volví a mover la cabeza. Me sentía
estúpido por haberme puesto ya el
uniforme.
—¿Tú inviertes en bolsa? —dijo.
Volví la palma hacia arriba.
—En alguna que otra cosa, ya sabes.
—Era mentira, no tenía ninguna
inversión en el mercado de valores.
Me estudió, moviendo la mandíbula.
—Bueno,
escucha.
Puedo
proporcionarte contactos.
Por un momento me pareció que
aquello prometía, el famoso Jackson
estaba dispuesto a proporcionarme
contactos, y en mi cabeza empecé a
hacer planes con un dinero que no tenía.
Pero cuando se metió la mano en el
bolsillo, supongo que para sacar una
tarjeta de visita, alguien gritó: «¡EH,
JACKSON, PEDORRO!» Ambos nos dimos
la vuelta rápidamente y ahí estaba Spike
Alexander, y él y Jackson se abrazaron
con tanta fuerza que estuvieron a punto
de caérseme encima. Tuve que
apartarme.
Al cabo de un minuto estaban al otro
lado de la habitación, rodeados por
otros jugadores, y ahí terminaron mis
escarceos con los fondos de inversión
mobiliaria.
El partido de veteranos se jugaba una
hora antes que el partido de verdad, con
lo cual las tribunas estaban en su mayor
parte vacías cuando empezamos. Sonó
un órgano. El comentarista dio la
bienvenida por megafonía a la escasa
multitud. Nos presentaron por orden
alfabético, empezando por un jardinero
llamado Rusty Allenback, que jugó a
finales de la década de 1940, seguido
por Benny Bobo Barbosa, un popular
jugador de cuadro de los años sesenta
con una de esas sonrisas amplias e
inmensas. Salió corriendo y saludando
con la mano. Los seguidores seguían
aplaudiéndole cuando dijeron mi
nombre. El comentarista anunció: «Del
equipo ganador del banderín en 1973…
—y se percibió el rumor de la
expectativa— el receptor Charles Chick
Benetto»; el volumen descendió de
repente y el entusiasmo se transformó en
cortesía.
Salí disparado de la caseta y casi
tropiezo con las piernas de Barbosa.
Intentaba ocupar mi puesto antes de que
terminara el aplauso para evitar el
silencio incómodo en el que oyes tus
propios pies sobre la gruesa arena. En
algún lugar en medio de aquel gentío
estaba mi viejo, aunque cuando me lo
imaginé tenía los brazos cruzados. No
hubo aplausos por parte del equipo de
casa.
Luego empezó el partido. La caseta era
como una estación de tren, los
muchachos entraban y salían arrastrando
los pies, agarrando los bates, chocando
unos con otros mientras los tacos de sus
zapatillas resonaban sobre el suelo de
cemento. Yo hice de receptor en una
entrada, lo cual fue más que suficiente,
pues al ponerme en cuclillas después de
todos aquellos años los muslos ya me
ardían al tercer lanzamiento. No dejé de
cambiar el peso del cuerpo de un pie al
otro hasta que un bateador, un tipo alto
de brazos vellosos llamado Teddy
Slaughter, dijo: «¡Eh, amigo! ¿Quieres
dejar de dar saltitos ahí atrás?»
Supongo que a la gente que iba
llegando aquello les parecía béisbol.
Ocho defensas, un lanzador, un bateador,
un árbitro vestido de negro. No obstante,
estábamos muy lejos de la fluida danza
de nuestra juventud. Ahora éramos
lentos. Torpes. Nuestros bateos eran
pesados, y nuestros lanzamientos altos y
torcidos, demasiado aire debajo de
ellos.
En nuestra caseta había hombres
barrigudos que a todas luces se habían
rendido al proceso de envejecimiento y
que hacían bromas como: «¡Por Dios,
que alguien me traiga un poco de
oxígeno!» Y luego estaban los tipos que
todavía mantenían el código de tomarse
en serio todos los partidos. Yo estaba
sentado junto a un viejo jardinero
portorriqueño que como mínimo tenía
sesenta años y que no dejaba de escupir
jugo de tabaco en el suelo y de
murmurar: «Allá vamos, niños, allá
vamos…»
Cuando por fin me tocó batear no se
había llenado ni la mitad del estadio.
Ensayé unos cuantos movimientos y
luego me coloqué en el cajón de bateo.
Una nube tapó el sol. Oí gritar a un
vendedor ambulante. Noté el sudor en el
cuello. Moví los pies. Y, aunque lo
había hecho un millón de veces en mi
vida —agarrar el mango del bate,
levantar los hombros, tensar la
mandíbula, entrecerrar los ojos—, tenía
el corazón desbocado. Creo que lo
único que quería era sobrevivir algo
más que unos pocos segundos. Llegó el
primer lanzamiento. Lo dejé pasar. El
árbitro gritó: «¡Bola uno!», y quise darle
las gracias.
¿Alguna vez, mientras ocurre algo,
piensas en lo que estará ocurriendo en
otro lugar? Tras el divorcio, mi madre
salía al porche trasero a la puesta de
sol, se fumaba un cigarrillo, y decía:
«Ahora mismo, Charley, mientras aquí
se está poniendo el sol, en otro lugar del
mundo está saliendo. En Australia,
China o algún otro lugar. Puedes
buscarlo en la enciclopedia». Soltaba el
humo y miraba la hilera de patios
cuadrados, con sus tendederos y sus
columpios.
—El mundo es muy grande —decía
con aire nostálgico—. Siempre está
ocurriendo algo en alguna parte.
En eso tenía razón. Siempre está
ocurriendo algo en alguna parte. Así
pues, durante aquel partido de veteranos
yo estaba en el plato mirando a un
lanzador de cabellos grises que lanzó lo
que antaño debió de ser su bola rápida,
pero que entonces sólo hizo flotar hacia
mi pecho. Golpeé la pelota, oí el
conocido «toc», solté el bate y eché a
correr, convencido de que había hecho
algo fabuloso, olvidándome de mis
antiguos indicadores, olvidándome de
que mis brazos y piernas ya no tenían la
misma fuerza que antes, olvidando que,
a medida que envejeces los muros se
van alejando más. Al levantar la mirada
vi que lo que en un principio había
creído que era un golpe firme, quizá un
home run, descendía entonces al otro
lado del cuadro, hacia el guante del
segunda base que esperaba la pelota, y
apenas fue un saltito, un petardo
humedecido, una porquería. Una voz en
mi cabeza gritó: «¡No la atrapes! ¡No la
atrapes!», en tanto que aquel jugador de
la segunda base apretaba su guante en
torno a mi última ofrenda a aquel juego
exasperante. Mientras todo aquello
ocurría, a mi madre, tal como ella
misma había señalado, le estaba
sucediendo otra cosa allí en Pepperville
Beach.
En su radio despertador sonaba
música de jazz. Acababa de ahuecar las
almohadas. Y su cuerpo estaba arrugado
como el de una muñeca rota en el suelo
de su dormitorio, donde se había
desplomado al ir a buscar sus gafas
nuevas de color rojo.
Un infarto masivo.
Estaba exhalando su último aliento.
Al terminar el partido de veteranos
volvimos caminando por el túnel y nos
cruzamos con los jugadores en activo.
Nos miramos de arriba abajo. Eran
jóvenes y tenían la piel tersa. Nosotros
teníamos sobrepeso y nos estábamos
quedando calvos. Saludé con la cabeza a
un tipo musculoso que llevaba puesta la
máscara de receptor. Era como verme a
mí mismo saliendo mientras entraba.
Dentro del vestuario recogí los
bártulos rápidamente. Algunos de
nosotros nos duchamos, pero parecía
una tontería. Tampoco nos habíamos
esforzado tanto. Doblé la parte superior
de mi uniforme y me lo guardé de
recuerdo. Cerré la cremallera de la
bolsa. Me quedé allí sentado durante
unos minutos, completamente vestido.
Luego me pareció que no tenía mucho
sentido.
Salí por el mismo sitio por el que
había entrado, por la entrada de
servicio. Y allí estaba mi padre,
fumando un cigarrillo y mirando al
cielo. Pareció sorprendido al verme.
—Gracias por las zapatillas —le
dije sosteniéndolas.
—¿Qué haces aquí? —me contestó,
molesto—. ¿No encuentras a nadie con
quien hablar ahí adentro?
Solté un resoplido sarcástico.
—No lo sé, papá. Supongo que salí
a saludarte. Hace dos años que no te
veo.
—¡Por Dios! —meneó la cabeza,
indignado—. ¿Cómo vas a volver a
meterte en el juego si pasas el rato
hablando conmigo?
Chick se entera de que
su madre ha muerto
—¿Diga?
La voz de mi esposa sonó
temblorosa, agitada.
—Hola, soy yo —dije—. Lo siento,
he…
—¡Oh, Chick, oh, Dios, no sabíamos
cómo localizarte!
Yo tenía mis mentiras preparadas —
el cliente, la reunión, todo—, pero en
aquellos momentos cayeron como si
fueran ladrillos.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Tu madre. ¡Oh, Dios mío, Chick!
¿Dónde estás? No sabíamos…
—¿Qué? ¿Qué pasa?
Ella empezó a sollozar.
—Dímelo. ¿Qué es lo que pasa? —
le dije.
—Fue un ataque al corazón. Maria la
encontró.
—¿Qué…?
—Tu madre… Ha muerto.
Espero que nunca oigas estas palabras.
Tu madre. Ha muerto. Son distintas a
otras palabras. Son demasiado grandes
para caberte en los oídos. Pertenecen a
un lenguaje extraño, fuerte y poderoso,
que retumba en un lado de tu cabeza, una
bola de demolición que cae sobre ti una
y otra vez hasta que finalmente las
palabras abren un agujero lo bastante
grande para meterse en tu cerebro. Y al
hacerlo, te parten en dos.
—¿Dónde?
—En su casa.
—¿Dónde?, quiero decir, ¿cuándo?
De pronto los detalles parecían
sumamente importantes. Los detalles
eran algo a lo que aferrarse, una manera
de introducirme en la historia.
—¿Cómo…?
—Chick —dijo Catherine en voz
baja—, tú vuelve a casa, ¿de acuerdo?
Alquilé un coche. Me pasé la noche
conduciendo. Conduje con mi dolor y mi
horror en el asiento de atrás, y mi
culpabilidad
delante.
Llegué
a
Pepperville Beach poco antes del alba.
Me metí por el camino de entrada.
Apagué el motor. El cielo tenía un color
púrpura de putrefacción. Mi coche olía a
cerveza. Allí sentado, observando cómo
amanecía a mi alrededor, caí en la
cuenta de que no había llamado a mi
padre para comunicarle la muerte de mi
madre. Muy en el fondo, tuve la
sensación de que no volvería a verlo
nunca más.
Y no volví a verlo nunca más.
Perdí a mis dos progenitores el
mismo día, uno me lo quitó la
vergüenza, el otro las sombras.
Una tercera y última
visita
Mi madre y yo caminábamos por una
ciudad que no había visto nunca. Era un
lugar común y corriente, con una
gasolinera en una esquina y una tienda
que abría las 24 horas en la otra. Los
postes de teléfono y la corteza de los
árboles eran del mismo color cartón y la
mayor parte de los árboles habían
perdido las hojas.
Nos detuvimos frente a un edificio
de apartamentos de dos pisos; un
edificio de ladrillo amarillo pálido.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
Mi madre observó el horizonte. Ya
se había puesto el sol.
—Tendrías que haber cenado más —
dijo ella.
Puse los ojos en blanco.
—Venga.
—¿Qué? Me gusta saber que has
comido, eso es todo. Tienes que
cuidarte, Charley.
En su expresión vi aquella vieja e
inquebrantable
montaña
de
preocupación. Y me di cuenta de que
cuando miras a tu madre estás mirando
al amor más puro que nunca conocerás.
—Ojalá hubiéramos hecho esto
antes, mamá, ¿sabes?
—¿Te refieres a antes de que
muriera?
Mi voz se volvió tímida.
—Sí.
—Yo estaba aquí.
—Lo sé.
—Tú estabas ocupado.
Me estremecí al oír esa palabra.
¡Parecía tan vacía entonces! Vi pasar
por su rostro una oleada de resignación.
Creo que, en aquel momento, ambos
pensábamos que las cosas podrían ser
distintas si volvíamos a hacerlas.
—¿Fui una buena madre, Charley?
—me preguntó.
Abrí la boca para responder, pero un
destello cegador borró a mi madre y la
perdí de vista. Sentí calor en el rostro,
como si el sol cayera sobre él. Entonces,
una vez más, oí aquella voz retumbante:
—CHARLES BENETTO. ¡ABRA LOS
OJOS!
Parpadeé con fuerza. De repente me
encontraba a varias manzanas de
distancia por detrás de mi madre, como
si ella hubiese continuado andando y yo
me hubiera detenido. Parpadeé de
nuevo. Ya casi no podía verla. Me estiré
hacia adelante, los dedos tensos, los
hombros tirando de sus coyunturas. Todo
daba vueltas. Noté que intentaba
llamarla y su nombre vibró en mi
garganta. Ya no me quedaron fuerzas
para nada más.
Entonces mi madre volvía a estar
conmigo, tomándome de la mano,
absolutamente calmada, como si nada
hubiera ocurrido. Volvimos a deslizamos
hacia donde habíamos estado.
—Una parada más —repitió.
Me hizo girar hacia el edificio de color
amarillo pálido y al instante estuvimos
en su interior, en un piso de techo bajo
con muchos muebles. El dormitorio era
pequeño. El papel de las paredes era de
un color verde aguacate. En una de ellas
había colgado un cuadro de unas viñas y
encima de la cama una cruz. En la
esquina había un tocador de madera de
color champán bajo un gran espejo. Y
frente al espejo había sentada una mujer
de cabello oscuro vestida con un
albornoz del mismo color que el pomelo
rosa.
Por su aspecto debía de tener setenta
y tantos años, tenía una nariz larga y
estrecha y unos pómulos prominentes
bajo su flácida piel olivácea. Se pasaba
un cepillo por el pelo lenta y
distraídamente, con la vista bajada hacia
el tocador.
Mi madre se colocó detrás de ella.
No se saludaron. En cambio, mi madre
extendió las manos y éstas se fundieron
con las manos de la mujer, una sujetando
el cepillo, la otra siguiendo sus trazos y
alisándolos con la palma.
La mujer levantó la mirada, como si
quisiera examinar su imagen reflejada en
el espejo, pero sus ojos eran turbios y
distantes. Creo que estaba viendo a mi
madre.
Nadie dijo ni una palabra.
—Mamá —susurré al fin—, ¿quién
es?
Mi madre se volvió, con las manos
en el cabello de la mujer.
—Es la esposa de tu padre.
Las veces que no
apoyé a mi madre
Toma la pala, dijo el pastor. Lo dijo con la
mirada. Yo tenía que echar tierra sobre el
féretro de mi madre, que estaba medio hundido
en la tumba. Mi madre, explicó el pastor, había
presenciado esta costumbre en los funerales
judíos y la había solicitado para el suyo. Le
parecía que ayudaba a los dolientes a aceptar
que el cuerpo ya no estaba y que debían
recordar el espíritu. Fue como si oyera a mi
padre reprendiéndola, diciendo: «Posey, te lo
juro, te inventas las cosas sobre la marcha». Así
la pala como un niño al que le entregaran un
rifle. Miré a mi hermana, Roberta, que llevaba
un velo negro tapándole el rostro y que
temblaba visiblemente. Miré a mi esposa, que
tenía la mirada clavada en sus pies mientras las
lágrimas le corrían por las mejillas y su mano
derecha alisaba rítmicamente el pelo de nuestra
hija. Sólo Maria me miró. Y sus ojos parecían
decirme: «No lo hagas, papá. Devuélvela».
Un jugador de béisbol sabe cuándo está
sosteniendo su propio bate y cuándo está
sosteniendo el de otra persona. Así me sentía
yo con aquella pala en las manos. Era de otra
persona. No me pertenecía.
Pertenecía a un hijo que no le mintió a su
madre. Pertenecía a un hijo que no le dirigió
sus últimas palabras con enojo. Pertenecía a un
hijo que no se había marchado corriendo para
satisfacer el último capricho de su distante
padre, quien, por mantener intacto su historial,
no se hallaba presente en aquella reunión
familiar, habiendo decidido que: «Es mejor que
yo no esté, no quiero disgustar a nadie».
Aquel hijo se hubiera quedado aquel fin de
semana, hubiese dormido con su esposa en la
habitación de invitados, hubiera almorzado el
domingo con la familia. Aquel hijo hubiera
estado allí cuando su madre se desplomó.
Aquel hijo podría haberla salvado.
Pero aquel hijo no estaba allí.
Este otro hijo tragó saliva e hizo lo que le
habían dicho: Echó tierra encima del féretro.
Al
caer,
la
tierra
se
desperdigó
desordenadamente, y unos cuantos trozos
pedregosos hicieron ruido contra la madera
pulida. Y aun cuando había sido idea suya, oí la
voz de mi madre diciendo: «¡Oh, Charley!
¿Cómo pudiste?»
Todo queda explicado
ES LA ESPOSA DE TU PADRE.
¿Cómo puedo explicar esa frase? No
puedo. Sólo puedo decirte lo que me
dijo el espíritu de mi madre, de pie en
aquel apartamento desconocido que
tenía un cuadro de viñedos en la pared.
—Es la esposa de tu padre. Se
conocieron durante la guerra. Tu padre
estuvo destinado en Italia. Te lo contó,
¿verdad?
Muchas veces. Italia, finales de
1944. Los montes Apeninos y el valle
del Po, cerca de Bolonia.
—Ella vivía allí, en un pueblo. Era
pobre. Él era un soldado. Ya sabes cómo
van estas cosas. En aquella época, tu
padre era muy, no sé, ¿cuál es la
palabra? ¿Descarado?
Mi madre se miraba las manos
mientas éstas cepillaban el cabello de la
mujer.
—¿Crees que es guapa, Charley?
Siempre pensé que lo era. Lo sigue
siendo, incluso ahora. ¿No te parece?
La cabeza me daba vueltas.
—¿Qué quieres decir con que es su
esposa? Tú eres su esposa.
Ella asintió moviendo lentamente la
cabeza.
—Sí, lo era.
—No se pueden tener dos esposas.
—No —repuso ella con un susurro
—. Tienes razón. No se puede.
La mujer se sorbió la nariz. Parecía
tener los ojos enrojecidos y cansados.
No dio muestras de percatarse de mi
presencia,
pero
parecía
estar
escuchando a mi madre mientras
hablaba.
—Creo que tu padre se asustó
durante la guerra. No sabía cuánto
tiempo iba a durar. Mataron a muchos
hombres en aquellas montañas. Quizá
ella le dio seguridad. Quizá pensó que
nunca volvería a casa. ¿Quién sabe?
Siempre necesitaba un plan, tu padre, lo
decía constantemente: «Hay que tener un
plan. Hay que tener un plan».
—No lo entiendo —dije—. Papá te
escribió esa carta.
—Sí.
—Te propuso matrimonio. Tú
aceptaste.
Suspiró.
—Cuando tu padre se dio cuenta de
que la guerra terminaba, supongo que
quiso un plan distinto…, su antiguo plan,
conmigo. Las cosas cambian cuando ya
no estás en peligro, Charley. De modo
que… —le levantó el cabello de los
hombros a la mujer— la dejó allí.
Hizo una pausa.
—Tu padre tenía una habilidad
especial para eso.
Meneé la cabeza.
—Pero ¿por qué tú…?
—Nunca me lo contó, Charley. No
se lo contó a nadie. Sin embargo, a lo
largo de los años, en algún momento la
encontró de nuevo. O ella lo encontró a
él. Y al final la trajo a América. Se
montó toda una vida distinta. Incluso
compró otra casa. En Collingswood,
donde montó su nueva tienda,
¿recuerdas?
La mujer bajó el cepillo. Mi madre
retiró las manos, las entrelazó y se las
puso debajo de la barbilla.
—Eran sus berenjenas las que tu
padre quería que le hiciera todos esos
años —suspiró—. No sé por qué, eso
me sigue fastidiando.
Entonces me contó el resto de la
historia. Cómo descubrió todo esto. Que
una vez preguntó por qué nunca les
llegaba ninguna factura del hotel de
Collingswood. Que él respondió que
pagaba en efectivo, lo cual hizo
sospechar a mi madre. Que contrató a
una niñera un viernes por la noche y
condujo
nerviosamente
hasta
Collingswood ella misma, que recorrió
las calles hasta que vio su Buick en la
entrada de una casa desconocida y que
rompió a llorar.
—Estaba temblando, Charley. Tuve
que obligarme a caminar. Me acerqué a
hurtadillas hasta una ventana y miré
dentro. Estaban cenando. Tu padre
llevaba la camisa desabrochada y se le
veía la camiseta, como siempre hacía
con nosotros. Estaba sentado con su
comida, sin prisas, relajado, como si
viviera allí, pasándole los platos a esa
mujer y…
Se detuvo.
—¿Estás seguro de que quieres
saberlo?
Asentí con la cabeza, perplejo.
—Su hijo.
—¿Qué…?
—Era unos cuantos años mayor que
tú.
—¿Un… chico?
Me salió la voz chillona cuando lo
dije.
—Lo siento, Charley.
Me sentí mareado, como si fuera a
caer hacia atrás. Incluso ahora mismo,
mientras te lo cuento, me cuesta que me
salgan las palabras. Mi padre, que había
exigido mi devoción, mi lealtad a
equipo, a nuestro equipo, el hombre
la familia. ¿Tenía otro hijo?
—¿Jugaba al béisbol? —susurré.
Mi madre me miró con un gesto
impotencia.
—No lo sé, Charley, de verdad
me dijo casi llorando.
su
de
de
—
La mujer del albornoz abrió un pequeño
cajón. Sacó unos papeles y los hojeó.
¿Realmente era quien mi madre decía
que era? Parecía italiana. Parecía tener
la edad adecuada. Traté de imaginarme a
mi
padre
conociéndola.
Intenté
imaginármelos juntos. No sabía nada
sobre aquella mujer ni sobre aquel
apartamento, pero noté la presencia de
mi viejo por toda la habitación.
—Aquella noche regresé a casa,
Charley —dijo mi madre—, y me senté
en el bordillo. Esperé. No quería que tu
padre enfilara siquiera el camino de
entrada. Volvió pasada la medianoche y
nunca olvidaré la cara que puso cuando
los faros de su coche me iluminaron,
porque creo que en aquel momento supo
que lo habían descubierto.
»Me metí en el coche e hice que
subiera todas las ventanillas. No quería
que nadie me oyera. Entonces estallé.
Estallé de un modo que él no pudo
utilizar ninguna de sus mentiras. Al final
admitió quién era ella, dónde la había
conocido y lo que había estado
intentando hacer. La cabeza me daba
vueltas. Me dolía tanto el estómago que
no podía sentarme derecha. Te esperas
muchas cosas en un matrimonio,
Charley, pero ¿quién podría imaginarse
ser reemplazado de esa manera?
Se volvió hacia la pared y posó la
mirada en el cuadro de los viñedos.
—No estoy segura de que me
afectara hasta pasados unos meses.
Dentro de aquel coche simplemente
estaba furiosa. Y con el corazón
destrozado. Él me juró que lo lamentaba.
Juró que no sabía nada de aquel otro
hijo, que cuando se enteró se sintió
obligado a hacer algo. No sé qué era
cierto y qué no. Tu padre tenía respuesta
para todo, incluso a gritos.
»Pero nada de eso importaba. Se
había terminado. ¿No lo ves? Yo podría
haberle perdonado casi cualquier cosa
contra mí. Pero aquello también era una
traición para ti y para tu hermana.
Se dio la vuelta hacia mí.
—Tú tienes una familia, Charley.
Para bien o para mal. Tienes una
familia. No puedes cambiarlos por otra
cosa. No puedes mentirles. No puedes
llevar dos familias al mismo tiempo,
sustituyendo una por otra.
»No separarse de la familia es lo
que hace que sea una familia.
Mi madre suspiró.
—Así pues, tuve que tomar una
decisión.
Traté de imaginarme aquel espantoso
momento. En un coche, pasada la
medianoche, con las ventanillas
subidas… desde el exterior, dos figuras
gritando en silencio. Intenté imaginar a
mi familia durmiendo en una casa en
tanto que otra familia dormía en otra, y
en ambas había ropa de mi padre
colgada en el armario.
Traté de imaginarme a la
encantadora Posey de Pepperville Beach
perdiendo su antigua vida aquella noche,
llorando y gritando mientras todo se
derrumbaba frente a ella. Y me di cuenta
de que, en la lista de «las veces que mi
madre me apoyó», aquello tendría que
haber figurado en primer lugar.
—Mamá —susurré finalmente—,
¿qué le dijiste?
—Le dije que se marchara. Y que no
volviera nunca más.
Ahora ya sabía lo que había
ocurrido la noche antes de los copos de
maíz inflado.
Hay muchas cosas en la vida que me
gustaría recuperar. Muchos momentos
que haría distintos. Pero el que
cambiaría, si pudiera cambiar sólo uno,
no sería para mí, sino para mi hija,
Maria, que fue a buscar a su abuela
aquel domingo por la tarde y la encontró
tendida en el suelo del dormitorio.
Intentó despertarla. Empezó a gritar.
Entró y salió corriendo de la habitación,
debatiéndose entre pedir ayuda y no
dejarla sola. Eso no tendría que haber
pasado nunca. No era más que una niña.
Creo que a partir de aquel momento
me resultó difícil enfrentarme a mi hija o
a mi esposa. Creo que es por eso por lo
que bebía tanto. Creo que es por eso por
lo que huía gimoteando hacia otra vida,
porque en el fondo tenía la sensación de
que no me merecía la que había tenido
hasta entonces. Huí. Supongo que, en ese
sentido, lamentablemente, mi padre y yo
nos parecíamos. Cuando, al cabo de dos
semanas, en la tranquilidad de nuestro
dormitorio, le confesé a Catherine dónde
había estado, que no había habido
ningún viaje de negocios, que había
estado jugando a béisbol en un estadio
de Pittsburgh mientras mi madre yacía
moribunda, ella se quedó más atontada
que otra cosa. Por su expresión, parecía
que continuamente quisiera decir algo
que acabó por no decir.
Al final, su único comentario fue:
—A estas alturas, ¿qué importancia
tiene?
Mi madre cruzó el pequeño dormitorio y
se quedó de pie junto a la única ventana.
Apartó las cortinas.
—Fuera es de noche —dijo.
Detrás de nosotros, frente al espejo,
la mujer italiana bajó la vista,
toqueteando sus papeles.
—¿Mamá? —pregunté—. ¿La odias?
Ella me dijo que no con la cabeza.
—¿Por qué iba a odiarla? Ella sólo
quería lo mismo que yo. Tampoco lo
consiguió. Su matrimonio terminó. Tu
padre se marchó. Como ya te he dicho,
tenía una habilidad especial para eso.
Se frotó los brazos, como si tuviera
frío. La mujer del espejo puso el rostro
entre las manos. Dejó escapar un leve
sollozo.
—Los secretos, Charley —susurró
mi madre—. Te destrozan.
Permanecimos los tres allí en
silencio durante un minuto, cada uno en
su propio mundo. Entonces mi madre se
volvió hacia mí.
—Ahora tienes que irte —dijo.
—¿Irme? —se me hizo un nudo en la
garganta—. ¿Adónde? ¿Por qué?
—Pero antes, Charley… —me tomó
de las manos—, quiero preguntarte una
cosa.
Las lágrimas humedecían sus ojos.
—¿Por qué quieres morir?
Me estremecí. Estuve un segundo sin
poder respirar.
—¿Sabías que…?
Ella esbozó una triste sonrisa.
—Soy tu madre.
Mi cuerpo se sacudió. Solté una
bocanada de aire.
—Mamá…, no soy quien tú crees…
Lo estropeé todo. Bebía. Lo eché todo a
perder. Perdí a mi familia…
—No, Charley…
—Sí, sí, lo hice —me temblaba la
voz—. Me vine abajo… Catherine se ha
marchado, mamá. Fui yo quien hizo que
se marchara… Y Maria, ni siquiera
formo parte de su vida…, se ha
casado…, ni siquiera estuve allí…,
ahora soy un desconocido…, un
desconocido para todo lo que amaba…
Mi respiración era agitada.
—Y tú… ese último día… nunca
debería haberte dejado…, no pude
decirte…
Bajé la cabeza, avergonzado.
—… lo mucho que lamento… que
estoy tan…, tan…
Eso fue lo único que dije. Caí al
suelo, sollozando de un modo
incontrolable, vaciándome, gimiendo. La
habitación se redujo a un calor por
detrás de los ojos. No sé cuánto tiempo
estuve así. Cuando fui capaz de hablar,
apenas me salió un ruido áspero.
—Quería que terminara, mamá…,
esta ira, esta culpabilidad. Es por eso
que…, quería morir.
Levanté la mirada y, por primera
vez, admití la verdad.
—Me rendí —susurré.
—No te rindas —me respondió,
también con un susurro.
Entonces hundí la cabeza. No me
avergüenza decirlo. Hundí la cabeza en
los brazos de mi madre y sus manos me
acariciaron el cuello. Permanecimos los
dos así tan sólo un momento. Sin
embargo, soy incapaz de expresar con
palabras el consuelo que me reportaron
aquellos instantes. Sólo puedo decir que
ahora mismo, mientras hablo contigo,
sigo anhelándolos.
—No estaba allí cuando falleciste,
mamá.
—Tenías cosas que hacer.
—Mentí. Fue la peor mentira que
dije nunca… No fue por trabajo… Fui a
jugar un partido…, un estúpido
partido…, estaba tan desesperado por
complacer…
—A tu padre.
Movió la cabeza suavemente.
Y me di cuenta de que lo había
sabido desde el principio.
Al otro lado de la habitación, la
mujer italiana se arrebujó en su
albornoz. Juntó las manos como si fuera
a rezar. Formábamos un trío muy
extraño, cada uno de nosotros, en algún
momento, anhelando el amor del mismo
hombre. Todavía puedo oír sus palabras,
forzando mi decisión: ¿El niño de mamá
o el niño de papá, Chick? ¿Qué va a
ser?
—Mi elección no fue la acertada —
susurré.
Mi madre meneó la cabeza.
—Un niño nunca debería verse
obligado a elegir.
La mujer italiana se levantó. Se enjugó
los ojos y recobró la compostura. Puso
los dedos al borde del tocador y empujó
dos cosas para ponerlas juntas. Mi
madre me hizo una seña para que
avanzara hasta que pude ver lo que la
mujer estaba mirando.
Una de las cosas era una fotografía
de un joven con un birrete de
graduación. Supuse que era su hijo.
La otra era mi tarjeta de béisbol.
Con un parpadeo, la mujer dirigió la
mirada al espejo y percibió nuestro
reflejo, los tres enmarcados como en un
estrambótico retrato de familia. Por
primera y única vez tuve la certeza de
que me veía.
—Perdonare —masculló la mujer.
Y todo lo que nos rodeaba
desapareció.
Chick termina su
historia
¿Alguna vez has podido aislar el primer
recuerdo de tu niñez? El mío es de
cuando yo tenía tres años. Era verano.
En el parque cercano a nuestra casa
había una feria ambulante. Había globos
y tenderetes de algodón de azúcar. Un
grupo de chicos que acababan de
participar en un juego de tira y afloja
con una cuerda hacían cola delante de la
fuente.
Yo debía de tener sed, porque mi
madre me levantó por las axilas y me
llevó al principio de la cola. Y recuerdo
que atajó frente a aquellos hombres
sudorosos y descamisados, me rodeó el
pecho con el brazo sujetándome con
fuerza y con la mano libre le dio a la
llave del grifo. «Bebe agua, Charley»,
me susurró al oído, y yo me incliné
hacia adelante, con los pies colgando,
sorbí el agua ruidosamente y aquellos
hombres se limitaron a esperar a que
termináramos. Todavía siento su brazo
rodeándome. Aún veo el agua que
borboteaba. Ése es mi primer recuerdo,
madre e hijo, un mundo en nosotros
mismos.
Ahora, al final de este último día
juntos, estaba ocurriendo lo mismo. Me
sentía el cuerpo fracturado. Apenas
conseguía moverlo. Pero el brazo de mi
madre me rodeó el pecho y tuve la
sensación de que me llevaba una vez
más mientras el aire rozaba mi rostro.
No vi más que oscuridad, como si
viajáramos por detrás de una cortina. La
oscuridad se retiró y aparecieron
estrellas. Miles de estrellas. Ella me
estaba tumbando en la hierba mojada,
devolviendo mi alma arruinada a este
mundo.
—Mamá… —tenía la garganta
irritada. Tenía que tragar saliva entre
unas palabras y otras—, ¿esa mujer…?
¿Qué decía?
Ella me puso los hombros en el
suelo suavemente.
—Perdona.
—¿Perdonarla a ella? ¿A papá?
Mi cabeza tocó la tierra. Noté la
sangre húmeda que me corría por las
sienes.
—A ti mismo —respondió.
Mi cuerpo se estaba paralizando. No
podía mover los brazos ni las piernas.
Me estaba yendo. ¿Cuánto tiempo me
quedaba?
—Sí —dije con voz áspera.
Mi madre pareció confusa.
—Sí, fuiste una buena madre.
Ella se llevó la mano a la boca para
ocultar una sonrisa y pareció hincharse
hasta casi reventar.
—Vive —me dijo.
—No, espera…
—Te quiero, Charley.
Agitó las puntas de los dedos. Yo
estaba llorando.
—Te perderé…
Su rostro parecía flotar sobre el mío.
—No puedes perder a tu madre,
Charley. Estoy aquí mismo.
Entonces un enorme destello de luz
borró su imagen.
—CHARLES
BENETTO.
¿PUEDE
OÍRME?
Noté un cosquilleo en las
extremidades.
—AHORA VAMOS A MOVERLO.
Quise recuperar a mi madre.
—¿ESTÁ CON NOSOTROS, CHARLES?
—Yo y mi madre —farfullé.
Sentí un suave beso en la frente.
—Mi madre y yo —me corrigió ella.
Y desapareció.
Parpadeé con fuerza. Vi el cielo. Vi las
estrellas, que entonces empezaron a
caer. Se iban haciendo más grandes a
medida que se acercaban, redondas y
blancas, como pelotas de béisbol, y abrí
la palma de la mano instintivamente,
como si ensanchara mi guante para
atraparlas todas.
—ESPERAD. ¡MIRAD SUS MANOS!
La voz se suavizó.
—¿CHARLES?
Bajó más de volumen.
—¿Charles…? ¡Eh, aquí está,
amigo! Vuelva con nosotros… ¡EH,
CHICOS!
Movió la linterna enfocando a otros
dos agentes de policía. Era joven, tal
como me lo había imaginado.
Los últimos
pensamientos de Chick
Bueno, tal y como te dije cuando te
sentaste, no espero que des crédito a mis
palabras. Nunca había contado esta
historia, pero había esperado poder
hacerlo. Esperaba esta oportunidad. Me
alegro de que haya llegado, ahora que ya
pasó todo.
He olvidado muchas cosas en mi
vida y, sin embargo, recuerdo cada
momento de aquel rato con mi madre, la
gente a la que vimos, las cosas de las
que hablamos. En muchos sentidos fue
muy normal, pero, tal como ella dijo,
puedes descubrir algo realmente
importante en un minuto normal. Quizá
pienses que estoy loco, que me lo
imaginé todo. Pero en lo más profundo
de mi ser, yo lo creo: mi madre, en algún
punto entre este mundo y el otro, me dio
un día más, el día que yo tanto había
deseado, y me contó todo lo que yo te he
contado.
Y si mi madre lo dijo, yo me lo creo.
«¿Qué es lo que provoca el eco?»,
me preguntó un día, para ponerme a
prueba.
La persistencia de un sonido
después de que haya cesado su fuente.
«¿Cuándo podemos oír el eco?».
Cuando hay silencio y se absorben
los demás sonidos.
Cuando hay silencio, todavía puedo
oír el eco de mi madre.
Ahora me siento avergonzado por
haber intentado quitarme la vida. Es
algo muy valioso. No tenía a nadie con
quien hablar abiertamente de mi
desesperación, y eso fue un error.
Necesitas mantener a la gente cerca de
ti. Necesitas darles acceso a tu corazón.
Por lo que se refiere a los dos años
que han transcurrido desde entonces, hay
muchos detalles: la estancia en el
hospital, el tratamiento que recibí,
dónde he estado. De momento, digamos
solamente que tuve suerte en muchos
aspectos. Estoy vivo. No maté a nadie.
Desde entonces me he mantenido sobrio
todos los días…, aunque unos me cuesta
más que otros.
He pensado mucho en esa noche.
Creo que mi madre me salvó la vida.
También creo que los padres, si te
quieren, te sostendrán para mantenerte a
salvo, por encima de las aguas
arremolinadas, y algunas veces eso
significa que nunca sabrás lo que ellos
soportaron, y tal vez los trates mal, de
un modo en que no los hubieras tratado
de haberlo sabido.
Pero detrás de todas las cosas hay
una historia. Cómo llegó un cuadro a una
pared. Cómo te hiciste una cicatriz en la
cara. A veces son historias sencillas y a
veces son duras y desgarradoras. Pero
detrás de todas tus historias siempre está
la historia de tu madre, porque la tuya
empieza en la suya.
Así pues, ésta era la historia de mi
madre.
Y la mía.
Me gustaría arreglar las cosas con
las personas a las que amo.
Epílogo
Charles Chick Benetto murió el mes
pasado, cinco años después de su intento
de suicidio y tres años después de
nuestro encuentro aquel sábado por la
mañana.
El funeral fue reducido, sólo
asistieron unos cuantos miembros de la
familia —incluida su ex esposa— y
varios amigos de su niñez en
Pepperville Beach que recordaban haber
subido a un depósito de agua con Chick
y haber pintado sus nombres con aerosol
en el tanque. No había nadie de su época
de jugador de béisbol, aunque los
Piratas de Pittsburgh mandaron una
tarjeta de condolencia.
Su padre estaba allí. Estaba de pie
al fondo de la iglesia, un hombre
delgado con los hombros caídos y el
cabello ralo y cano. Llevaba puesto un
traje marrón y gafas de sol y se fue
rápidamente al terminar la ceremonia.
La causa de la muerte de Chick fue
un repentino derrame cerebral, una
embolia que le llegó al cerebro y que lo
mató casi al instante. Los médicos
especularon sobre que sus vasos
sanguíneos podían haberse debilitado
por el traumatismo craneal que sufrió en
su accidente de automóvil. Tenía
cincuenta y ocho años cuando murió.
Todo el mundo coincidía en que era
demasiado joven.
Por lo que respecta a los detalles de
su «historia», los comprobé casi todos
para crear esta narración. Aquella
noche, en efecto, hubo un accidente en la
rampa de acceso a la autopista en el que
un automóvil, después de chocar contra
el extremo delantero de una camioneta
en marcha, saltó por un terraplén,
destrozó una valla publicitaria y expulsó
a su conductor que cayó en la hierba.
Había, en efecto, una viuda llamada
Rose Templeton que vivía en la calle
Lehigh de Pepperville Beach y que
murió poco después del accidente.
También había una señorita Thelma
Bradley, que murió al cabo de poco y
cuya esquela en el periódico local la
identificaba como a «una ama de llaves
retirada».
En 1962 —un año después de que
los Benetto se divorciaran— se extendió
un certificado de matrimonio para un tal
Leonard Benetto y una tal Gianna
Tusicci, confirmando unas anteriores
nupcias en Italia. Un tal Leo Tusicci, es
de suponer que su hijo, aparecía en una
lista de alumnos del instituto de
Collingswood a principios de la década
de 1960. No había ningún otro registro
de él.
En cuanto a Pauline Posey Benetto,
murió de un ataque al corazón a la edad
de setenta y nueve años, y los detalles
de su vida encajan con la versión que se
cuenta en estas páginas. La familia que
la sobrevivió dio fe de su buen talante,
su afectuosidad y su sabiduría maternal.
Su fotografía sigue colgada en el salón
de belleza en el que trabajaba. En la foto
lleva puesto un amplio vestido azul y
unos pendientes de aro.
Al parecer, los últimos años de
Chick Benetto le proporcionaron cierta
satisfacción. Vendió la casa de su madre
en Pepperville Beach y el dinero que
sacó se lo mandó a su hija. Más adelante
se mudó a un apartamento para estar
cerca de ella y volvieron a establecer
relación, incluyendo las «tandas de
donuts» del sábado por la mañana
durante las cuales se ponían al día de
los acontecimientos de la semana
tomando café y donuts. Aunque nunca se
reconcilió del todo con Catherine
Benetto, hicieron las paces y hablaban
con frecuencia.
Sus días de vendedor habían
terminado; no obstante, hasta su muerte,
Chick trabajó a media jornada en el
departamento de parques y recreo local,
donde tenía una regla para los partidos
que se organizaban: Todo el mundo
juega.
Una semana antes de su ataque de
apoplejía, pareció tener la sensación de
que le quedaba poco tiempo. Les dijo a
los de su alrededor: «Recordadme por
estos días, no por los pasados».
Lo enterraron en una parcela cerca
de su madre.
Como había un fantasma de por medio,
podría decirse que es una historia de
fantasmas. Pero ¿en qué familia no hay
una historia de fantasmas? Compartir los
relatos de las personas a las que hemos
perdido es la manera de evitar perderlas
de verdad.
Y aunque ahora Chick ya no está, su
historia fluye a través de otros. Fluye a
través de mí. No creo que estuviera
loco. Creo que realmente consiguió un
día más con su madre. Y pasar un día
con alguien a quien amas lo puede
cambiar todo.
Yo lo sé. Yo también tuve un día así,
en la tribuna descubierta de un campo de
béisbol de la liga infantil: un día para
escuchar, para amar, para disculparse,
para perdonar. Y para decidir, años más
tarde, que este niño que llevo en mi
vientre pronto se llamará, con orgullo,
Charley.
Mi nombre de casada es Maria Lang.
Pero antes era Maria Benetto.
Chick Benetto era mi padre.
Y si mi padre lo dijo, yo me lo creo.
Agradecimientos
Al autor le gustaría dar las gracias a
Leslie Wells y Will Schwalbe por su
edición; a Bob Miller por su paciencia y
confianza; a Ellen Archer, Jane Comins,
Katie Wainright, Christine Ragasa, Sally
Anne McCartin, Sarah Schaffer y Maha
Khalil por su incansable apoyo; a Phil
Rose por su maravilloso arte; a Miriam
Wenger y David Lott por su buen ojo.
Gracias en especial a Kerry Alexander,
que todavía se ocupa de todo; a David
Black, que me levantó el ánimo durante
incontables cenas a base de pollo; y
sobre todo a Janine, que oyó esta
historia por las tranquilas mañanas, la
leyó en voz alta y le brindó su primera
sonrisa. Y, por supuesto, como se trata
de una historia sobre la familia: a mi
familia, a los que me precedieron, a los
que me siguen y a todos los de mi
entorno.
Este libro está dedicado, con
amor, a Rhoda Albom,
la mamá de la momia.
MITCH ALBOM. Nació en Nueva
Jersey el 23 de mayo de 1958, comenzó
a desarrollar sus aptitudes literarias tras
estudiar Sociología en la Universidad
Brandeis y probar suerte como músico
en diferentes clubes nocturnos tanto de
su país natal como de diversas naciones
europeas.
Decidido a ganarse un lugar de
privilegio en el mundo de las letras,
Albom empezó a colaborar con el
periódico semanal «Queens Tribune» y
redactó algunos anuncios para distintos
supermercados de Nueva York. Un
tiempo después, este estadounidense que
en 1995 contrajo matrimonio con Janine
Sabino logró ingresar a la prestigiosa
Escuela de Periodismo de la
Universidad de Columbia.
Publicó su primer libro, una
biografía deportiva, en 1989, al que
siguieron otros de temática deportiva.
En 1997, publicó Martes con mi viejo
profesor, que le llevó a la fama,
convirtiéndose en película de televisión
y obteniendo cuatro premios Emmy. Ha
trabajado y trabaja como locutor en
radio y colaborador en programas
deportivos en televisión. También ha
hecho incursiones en el mundo del
teatro.
Notas
[1]
Hace referencia a una popular
canción y juego infantiles: Ring a ring
of roses / a pocketful of posies /Tisha!
Tisha!/ We all fall down. (N. de la T.)
<<
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