CAPITULO VIII LOS_MOVIMIENTOS_SOCIALES IDEOLOGIA DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES Igual que ocurrió con la filosofía de la Ilustración, la de la revolución social, violenta o pacífica, partió de una crítica que tuvo que ser radical, ya que la democracia igualitaria en que debía plasmarse, siguiendo anhelos desreprimidos durante el periodo anterior, tenía que negar legitimidad, no solamente al poder vigente, ahora ya la burguesía, sino a los fundamentos mismos de todo poder, que no se presentan ya amparados por la jerarquía y el derecho divino, sino basados en la propiedad de los medios de producción. El primer pensador ilustrado que expuso seriamente la necesidad de una transformación social siguiendo esa línea de inspiración fue Rousseau. No negaba el derecho de propiedad ni preconizaba el igualitarismo, pero se le aproximaba: "Que ningún ciudadano sea lo bastante pobre para verse obligado a venderse...", dice. Y más adelante: "Como la fuerza de las cosas tiende siempre a destruir la igualdad, la fuerza de la legislación debe siempre tender a mantenerla" ( Rousseau, 2, II, XI ). No vio el problema de que la ejecución del trabajo requiere por sí mismo compulsión y coacción y que cualquier sociedad fundada en el trabajo tiene que prever cual será la fuente que produzca y aplique esa coacción necesaria si no quiere caer en el fracaso de la producción o tener que improvisar sistemas de coacción que irán en detrimento de la soñada libertad. En la formación de la filosofía socialista moderna hay dos fases. La primera, más bien de carácter ético, está representada, después de algunos ensayos anteriores a la revolución francesa, por Saint Simon, Fourier, Proudhon y otros en la primera mitad del siglo XIX. Se pone el acento más bien en lo que debería ser. Por ley natural —se dice— nadie tiene más derechos que nadie en una sociedad fraternal. En frase de Proudhon, "la propiedad es el robo". En la segunda fase, representada principalmente por Carlos Marx, la ideología de la revolución social no se expresa en criterios morales sino que se manifiesta en crítica de las categorías sociales. A partir de ellas, las previsiones para el futuro se presentan como científicas, como un resultado inevitable de leyes sociales objetivas. La clave principal de los análisis en que se expresa la crítica marxista es que todas las instituciones y las ideologías están montadas para hacer posible la explotación en las condiciones de producción de cada época. Esas condiciones dependen del desarrollo de las técnicas de producción. La producción fundada en el maquinismo, dice Marx, es social, no privada, y por ello se hace congruente con la propiedad social o colectiva de los medios de producción. Mientras eso no se da, hay una contradicción que origina crisis y anarquía en la producción. Sólo puede resolverse en el comunismo, al cual tiene que llegar la sociedad por la fuerza creciente del proletariado, que impondrá, según Marx, el nuevo sistema. Paralelamente a las organizaciones y análisis de carácter marxista (socialistas y comunistas) surgen las anarquistas, que ponen el acento en librar al hombre de las restricciones a su libertad, a las cuales se encuentra sometido como consecuencia de lo que consideran simple abuso de fuerza que, por conveniencia o ignorancia, ejercen unos sobre otros. Ponen fe en que destruyendo las relaciones fundadas en la fuerza surgirá por sí sola la sociedad libre, que por ley natural será igualitaria y solidaria. Pues bien, la ilusión por la sociedad igualitaria entronca con el espíritu que regía las antiguas formas de agrupación. En las agrupaciones primitivas la solidaridad no era una opción, sino una actitud natural y congénita, como una extensión de la relación madre-hijo-hermano a la totalidad del grupo. Cuando esta estructura grupal se perdió por el paso a la organización estatal, no resultó fácil renunciar al calor vital del grupo consanguíneo. La religión, que resuelve ideológicamente muchas carencias, asumió y substituyó las viejas formas de relación perdida entre los hombres y declaró 'hermanos' y descendientes de un progenitor común —la divinidad— a todos los seguidores del mismo credo. Al perder vigencia la ideología religiosa en la Modernidad bajo los embates de la razón y del saber científico a partir del Renacimiento, se ha producido un desconcierto ideológico en la parte de la sociedad que ha asumido la nueva forma de pensar. La conciencia humana insatisfecha y tensionada tuvo que buscar en el fondo de sí misma un nuevo punto de apoyo. ¿Y qué podía encontrar en ese fondo sino el anhelo latente por la antigua forma de convivencia fraternal en la sociedad primitiva? Recuperar la antigua fraternidad y espontaneidad y acabar con la dominación de unos hombres por otros. El sueño de restaurar antiguos y anhelados valores en sociedades montadas sobre el trabajo: esa es la aventura intentada por los movimientos revolucionarios modernos. Antes de entrar los hombres en la era de la economía basada en la producción por el trabajo y aun en los primeros siglos después de comenzar dicho periodo, todo se tenía por natural. En aquellas agrupaciones no había conciencia clara de la obligación sino sólo de la necesidad. Las carencias de alimentos que se presentaran eran mal común, aceptado como el calor y el frío, como la lluvia y el viento, pero no deterioraban el sentido de unidad viviente del grupo. Fué luego en la tribu neolítica donde empezó a quebrarse el sentimiento de solidaridad a medida que se fue convirtiendo en embrión de estado coercitivo, si bien no perdió el sentido de consanguinidad hasta mucho después. ¿Y no es esto la democracia igualitaria? ¿No es un intento de establecer en los tiempos modernos la solidaridad y la igualdad mediante la organización y el estado en nombre de una ética que no es la ética del trabajo posteriormente desarrollada, sino la que correspondía a la unidad consanguínea? Como el hombre solamente lleva viviendo unos miles de años en sociedades individualistas e insolidarias, es comprensible que sienta la carencia de la fraternidad que se vivía en la agrupación preagrícola, porque sigue siendo el mismo hombre que la gens produjo. Es comprensible también que en los tiempos modernos, cuando parece posible resolver técnicamente los problemas de la escasez, no parezca un disparate que resurja la añoranza de aquella fraternidad y solidaridad perdidas y que se traten de recuperar mediante las ideologías sociales. El comunismo como forma añorada de sociedad ha sido un tema recurrente en las obras de pensamiento de todos los tiempos. Han hablado en favor o en contra del comunismo Platón, Aristóteles, Luis Vives, Lutero, Rousseau, y muchos más. Otros menos conocidos han promovido sectas y movimientos intentando implantarlo. Es evidente que una buena parte de la energía social manejada por el poder ha tenido que ser empleada siempre en mantener reprimida esa aspiración. Del mismo modo que por muy trabajadores que los hombres hayan llegado a ser, nunca dejarán de añorar la forma de actividad espontánea propia del hombre paleolítico como condición del auténtico bienestar, asimismo, nunca dejarán de anhelar la fraternidad y la solidaridad; el poder ver a los demás hombres como afines en el seno de una estructura grupal común, y no como una agregación de individuos separados y extraños. La emancipación, además de la superación de la necesidad, implica la reconciliación del hombre con el grupo. Las formas actuales de enlace del individuo con la sociedad, el ciudadano débil limitado y controlado por el estado fuerte, como vinculación principal, o las diversas formas de asociaciones, familiares, ideológicas, lúdicas y de intereses, pueden ser muy adecuadas para las estructuras de produción, pero no llenan las necesidades del hombre. Por eso, los sentimientos de desarraigo y soledad, y la extendida plaga de las depresiones, revelan las carencias generadas. Allí donde sobreviven, o se cree que sobreviven, restos de las antiguas formas de agrupación consanguínea, vividas ahora como 'pureza de raza' (quizá el nazismo se alimentó en parte de esta carencia, reavivada por la amargura de la derrota de 1918), pueden originar místicas difíciles de comprender desde un punto de vista racional y moderno. Destruir esa mística puede suponer para algunos quedar a la intemperie, desamparados, huérfanos en cierta forma y expuestos a melancolías insufribles. El actual resurgimiento de estrechos nacionalismos y de integrismos religiosos obedecen a la necesidad de llenar el vacío ideológico producido por el fracaso del experimento comunista, apelando otra vez a esas trasnochadas ideologías, ya que por ahora no hay otras. PSICOLOGIA DEL IMPULSO SOCIALIZADOR El impulso revolucionario que se formó a lo largo del siglo XIX y culminó en la revolución rusa fue luego perdiendo vigor hasta nuestros días. El fracaso final del movimiento revolucionario que triunfó en Rusia en 1917 ha demostrado la inviabilidad de la ideología socialista pura en las sociedades montadas sobre el trabajo. ¿De qué naturaleza es la raíz profunda del impulso revolucionario para que después de avanzar con una fuerza que parecía incontenible haya quedado sofocado sin haber logrado las aspiraciones que le atribuía la teoría revolucionaria? Una respuesta correcta a esta pregunta tiene que aportar la explicación de los hechos y al mismo tiempo la falsedad de los supuestos teóricos que han fallado. La verdadera fuente del impulso revolucionario es el resultado de una relativa desrepresión de los anhelos profundos de fraternidad, siempre latentes en el hombre. Es poco menos que imposible para el ser humano aceptar que él y los demás hombres no son parte de un ente colectivo único y solidario del que nadie puede aislarse sin convertirse en extraño; es verdaderamente difícil aceptar que los demás puedan desentenderse de las necesidades de sus semejantes y sentirlos extraños. Los anhelos que brotan de esos sentimientos han tenido que ser en parte reprimidos a lo largo del tiempo y en parte también neutralizados con sucedáneos de fraternidad fundados sobre ideologías religiosas. Pero a partir del Renacimiento, la nueva ideología que afloró buscó en la naturaleza fundamentos más reales para racionalizar y justificar la aspiración a la felicidad y la fraternidad en este mundo. Muchos pensadores dedicaron sus reflexiones a fundamentar teóricamente la nueva actitud, de modo que el tema mereció el máximo interés a partir de entonces. Al exponer mis tesis sobre la génesis del progreso moderno, me referí al choque entre las actitudes del cristianismo meridional, de una parte, y el germánico, de otra, en relación con la religión, pero también con la naturaleza y la vida. Ese enfrentamiento tuvo como resultado el remover las raíces de las ideologías vigentes hasta entonces, lo que produjo dudas sobre la legitimidad de los poderes asentados sobre ellas. Cuando sus repercusiones alcanzaron el nivel psíquico donde residen los anhelos latentes de espontaneidad y fraternidad, obligándolos a una nueva reestructuración, surgen las nuevas teorías revolucionarias para darles expresión racional y viabilidad como proyectos sociales deseables y posibles. No son, pues, las condiciones materiales de existencia de las masas las que determinan sus sentimientos revolucionarios; hay pueblos que se depauperan en la más negra miseria sumidos durante siglos en una resignación perfecta. A lo sumo, la miseria es un factor detonante cuando concurren otros factores que son de verdad los generadores de aspiraciones revolucionarias. Los intentos comunistas del siglo XVI por parte de los anabaptistas y otros grupos fueron casos particulares de impulsos o manifestaciones de esas fuerzas totalmente irreflexivas que afloraron al concurrir factores desrepresores tales como el hundimiento del poder eclesiástico en los países convulsionados por la Reforma. Más tarde, los intelectuales se esfuerzan por explicar y racionalizar esos sentimientos, a veces intempestivos e imprevisibles de las masas. Así se explica también el éxito de los diversos ensayos teóricos sobre gobierno y sociedad durante los siglos XVII y XVIII de pensadores como Tomás Moro, Espinosa, Hobbes, Locke, Montesquieu y Rousseau. Este último, con sus "Discursos" a la Academia de Dijon y "El Contrato Social", se acerca a la clave profunda del tema al inspirarse en un modelo de sociedad como una especie de club de amigos con derechos iguales y al hombre como naturalmente bueno, aunque adulterado por la sociedad, pues con ello, por muy superficial que fuera su análisis, hacía conscientes las aspiraciones profundas que anidan en el corazón del hombre, lo que explica el gran impacto que produjo su pensamiento. Las racionalizaciones ideológicas están al servicio de actitudes irracionales, más o menos viables. Por eso se comprende que hombres igualmente agudos y clarividentes lleguen a conclusiones radicalmente opuestas. Mientras que Hobbes mira al hombre que encuentra a su alrededor y lo juzga egoista y perverso, Rousseau lo ve como bueno y fraternal 'en el fondo'. Verdaderamente, los dos tenían razón. El hombre del siglo XVIII, como el de ahora, que es el mismo hombre primitivo, porque no ha cambiado gran cosa ni biológica ni psicológicamente, es normalmente pacífico, fraternal y solidario con su grupo biológico, y es naturalmente precavido y propenso a la hostilidad hacia el grupo extraño. A partir de la aparición del trabajo y la subsiguiente descomposición de los vínculos consanguíneos, han predominado los sentimientos hostiles, aún entre los miembros de la misma comunidad, pero más o menos disfrazados, lo que les añade perversidad. Esto es lo que movió el pensamiento de Hobbes Al perder virtualidad la vieja ideología religiosa, que tenía canalizados y adulterados, pero no anulados, los viejos anhelos de fraternidad, éstos reaparecieron en su autenticidad. La inevitable consecuencia fue la serie de intentos para proyectar en la realidad social esos anhelos liberados desde la psicología profunda. Ellos impulsaron la elaboración de los nuevos ideales de fraternidad que sirvieron de lema para la Revolución Francesa. Aunque estaban condenados al fracaso, puesto que las condiciones reales no eran adecuadas, la creciente nueva fe en un progreso material y moral engendró a su vez otra fe según la cual la ciencia y la técnica podrían constituir la base de apoyo para la instauración de valores fraternales y libertarios. No habría que hacer más que subordinar el progreso material, que estaba controlado y usufructuado por unos pocos, y ponerlo al servicio de la sociedad anhelada. La verdadera fuente del impulso revolucionario es, pues, la necesidad profunda que tiene el hombre de vivir en fraternidad con sus semejantes, recuperando la que vivió y le formó en tiempos pretéritos. La explotación no es por sí misma una fuente del impulso revolucionario, porque se trata de un concepto alcanzado intelectualmente. Acabar con la explotación no pacifica nada si subsiste la tensión que es necesaria para mantener a los hombres atados al trabajo. La explotación es irritante sobre todo porque es inseparable de la dominación, que es la que genera extrañamiento de unos con otros dentro de la sociedad. Precisamente su punto fuerte y su soporte fundamental reside en el hecho de ser una forma apta para generar la tensión necesaria para mantener el trabajo. Si no tuviera otro soporte que el beneficio de los explotadores habría desaparecido hacía tiempo. Al poner el acento en la igualdad económica y la comunidad de bienes para suprimir la explotación, los proyectos revolucionarios perdieron de vista que el proceso de emancipación tiene que apuntar, como objetivo principal, a la liberación del trabajo en la medida de lo posible como única vía de recuperación de la espontaneidad. Teniendo en cuenta todo lo dicho, se puede comprender porqué el impulso revolucionario fue perdiendo vigor a partir de que el salario sobrepasó para la mayor parte de los trabajadores el límite de subsistencia y la duración de la jornada de trabajo disminuyó hasta saltar hacia abajo la barrera de las ocho horas. Esas han sido las dos magnitudes clave para pacificar la desazón psicológica que convirtió al trabajador en revolucionario. Lo primero hizo posible lo segundo, y lo segundo permitió recuperar una apreciable proporción de tiempo diario para la espontaneidad. Hay que añadir que al disminuir la intensidad del trabajo físico, fue posible un mayor nivel de tolerancia social para el disfrute del ocio y los placeres. Así pacificados, los trabajadores han substituido los sentimientos de hostilidad manifiesta por otros que facilitan su integración en una sociedad que queda lejos de la auténtica agrupación fraternal, pero que puede ser aceptada; y lo que es importante, se valora como espacio idóneo para el crecimiento de la emancipación. MOVIMIENTOS SOCIALES EN LA PERIFERIA Una vez que el impulso socializador de carácter revolucionario se fue apagando en los países desarrollados, le llegó el turno a la periferia de Europa: Italia, Rusia y España. En estos países penetró el espíritu de la Revolución Francesa durante el siglo XIX en sus dos corrientes: racionalidad progresista frente a poder religioso y nobiliario, una, y aspiraciones a la sociedad fraternal autosuficiente, otra. La primera favoreció la difusión de conocimientos y de técnicas, y dio lugar a la formación de una incipiente burguesía. La segunda generó místicas anarquistas que en estos tres países fueron relativamente fuertes. El fondo sociocultural que caracterizaba a estos países, en el que dichas corrientes penetraron, era el propio de una estructura de propiedad agraria latifundista y de pequeños agricultores sobrios y abnegados al cincuenta por ciento. Pero más que por la forma de la propiedad agraria, la ideología vigente estaba determinada por el hecho de que la tierra, poco fértil en su mayor parte, exige una plena dedicación para lograr subsistir sobre ella. Es el caso de la meseta central en España, eje rector dominante de toda la península; la llanura del centro y norte de Rusia, base y origen del dominio central del estado zarista; y del mediodía y centro de Italia, que incluyen además el factor decisivo del poder papal. En tales condiciones, era necesario que un poder absoluto, aliado con otro poder religioso intransigente, mantuvieran un tipo de cristianismo integrista y riguroso, que preconizase la sobriedad y el trabajo sin tolerar distracción alguna, combinado con la exaltación de la abnegación y la docilidad como valores religiosos de salvación. Obtener tributos en economías de este tipo resulta un encaje de bolillos, un fino equilibrio entre la necesidad de crear y mantener un poder capaz de imponer las formas de vida preconizadas por tal ideología y el riesgo de pasarse en las exacciones poniendo en peligro con ello la integridad biológica y la reproducción misma de tal sociedad. Se comprende que la ideología capaz de mantener tan difícil equilibrio tuviera que ser rigurosamente intolerante y enemiga de toda novedad; y se comprende también que el espíritu de la Revolución Francesa cayera como ácido sulfúrico en tales sociedades. Es lógico que en esos países, exceptuando Italia por razones peculiares, encontraran los ejércitos napoleónicos, como portadores de ese espíritu, la más fanática resistencia. Voy a analizar ahora los resultados de esta confrontación en cada uno de estos tres países, pero especialmente en España, como paradigma del proceso social en este tipo de países periféricos de Europa. ESPAÑA.- Durante el siglo XVI, se había manifestado ya en España ese espíritu de rigurosa intolerancia, que no era nuevo, porque ya había actuado contra moriscos y judíos conversos, pero desencadenó después la más cruel y brutal represión, a base de inquisición y hoguera, de los brotes protestantes surgidos en la península, sin duda por el matiz liberatorio del Protestantismo, absolutamente inaceptable para la ideología requerida por la estructura productiva del país. El instintivo miedo de las autoridades a poner en peligro el afinado tinglado teológico-económico se manifestó también en decisiones tan descabelladas como la expulsión a principios del siglo XVII de los disidentes religiosos recalcitrantes, que eran los moriscos, lo mismo que ya se había expulsado tiempo atrás a los judíos que no aceptaron su conversión. Además, se dejó como institución represiva permanente el Tribunal de la Inquisición asistido por una extensa red de delatores voluntarios, los llamados 'familiares de la Inquisición'. La pasada de las ideas revolucionarias por todo el territorio español a principios del siglo XIX, durante la Guerra de la Independencia, dio lugar a la formación de corrientes liberales progresistas; unas de carácter ilustrado, como continuadoras de las desarrolladas por Feijó y Jovellanos en el siglo anterior, y otras anarquizantes, algún tiempo después. La historia del siglo XIX español es la de los choques entre las viejas ideologías austero-represoras y las nuevas, impregnadas de sentido liberatorio. Se alternaron los periodos de tregua con los de contienda, mientras que a duras penas fueron calando las nuevas ideas, venciendo resistencias tan tenaces como la de la Iglesia y su poder económico, que pudo ser quebrantado por la expropiación de bienes eclesiáticos decretada por Mendizabal en 1835. En el plano económico y social, se formaron núcleos de burguesía industrial en varias regiones y, paralelamente, corrientes obreras de carácter anarquista, primero, y más tarde otras con orientación marxista. Ambas aumentaron mucho su fuerza durante el primer tercio del siglo actual. La tensión que se fue acumulando por esta evolución, estalló en el enfrentamiento decisivo que fue la Guerra Civil de 1936. El temor de los sectores burgueses (ya no tan liberales) y de los tradicionales terratenientes (siempre integristas) a los progresos y amenazas de las fuerzas revolucionarias provocó el enfrentamiento. El levantamiento de la mayor parte del ejército en Julio de 1936 contra el poder salido de las urnas en Febrero del mismo año no fue tanto por el temor al poder de los revolucionarios, escaso y sin preparación, cuanto a la irritación de los empresarios y terratenientes ante lo que veían como intolerable insolencia de las clases obreras y la propagación de cierta indisciplina en los centros de trabajo. Después de los tres años de guerra civil, la victoria de la vieja ideología, como la misma guerra, resultaron inútiles desde el punto de vista de la evolución política y social, porque el inevitable desarrollo industrial y la introducción del tractor en el cultivo de la meseta han barrido, tanto el impulso revolucionario, como la necesidad de la vieja ideología austero-ascética. Cuarenta años después, el desarrollo económico y el incremento de la productividad del trabajo ha hecho posible satisfacer con creces las aspiraciones emancipatorias de 1936 y aun otras más que se han planteado posteriormente, por lo que España ha podido desembocar, siguiendo la pauta de los países desarrollados, en el actual régimen democrático. En él estaría igualmente el país sin necesidad de la guerra civil y de la dictadura franquista, que ha resultado una cruel y grotesca pirueta histórica totalmente inútil. ITALIA.- Era con mucho el país en el que más condiciones concurrían para repetir el proceso que había tenido lugar en Rusia en 1917. Había una clase obrera muy resuelta e ideologizada en el Norte y un campesinado muy desesperado en el Sur. Pero también había en el Norte la más poderosa fuerza contrarevolucionaria: una clase media agrícola e industrial que disfrutaban de mucha autonomía. Esta es un rasgo de la espontaneidad y se puede estar dispuesto a luchar por ella con la mayor ferocidad, como de hecho ocurrió. La conciencia de esa autonomía en peligro puede provocar repentinamente feroces actitudes defensivas que desembocan en movimientos como el fascismo, con el que sintonizan, no por el programa, que era superficial y demagógico, sino por la agresividad y falta de escrúpulos que necesitaban y querían asumir en esa situación, que consideraban amenazante por causa de lo que veían como una clase obrera insolentada, sobre la que ya no se ejercía dominio. Así triunfó el fascismo. Las circunstancias que desembocaron en el nazismo alemán fueron otras. Este triunfó electoralmente como consecuencia de la crisis del 29 y por el por el deseo de revancha generado por la derrota de 1918. RUSIA.- Similar a España en muchos aspectos, es el primer país en donde las ideas revolucionarias han intentado hacerse realidad. Difiere de España, no obstante, en que los antiguos sentimientos de fraternidad consanguínea no habían llegado a una atrofia completa como en nuestro país. Esta pervivencia de componentes arcaicos en la psicología de los pueblos eslavos impidió que el poder del estado calara en la ideología de esos pueblos tan profundamente como en España. Por otra parte, subsistían en Rusia formas de trabajo cooperativo (los arteles) y explotaciones comunitarias de la tierra que se basaban también en formas residuales de agrupaciones consanguíneas. Tales formas de producir, por tener carácter espontáneo, o estar tan arraigadas, demuestran la persistencia de un espíritu que resultó muy receptivo para las ideas comunistas. Se trataba también de campesinos que eran lo hijos de los siervos poco antes liberados, pero en condiciones difíciles. Esto explica en buena parte el extraño triunfo del partido bolchevique en este país. No hay ninguna duda de que ni la clase obrera, ni los bolcheviques constituían en 1917 una fuerza suficiente para derribar el poder zarista y hacer triunfar la revolución. La verdadera fuerza estaba en la propensión que aún conservaba una gran parte del campesinado ruso para soñar con un sistema fraternal, sin dominación. El primer paso para instaurarlo era, lógicamente, acabar con el poder vigente. El acierto de los bolcheviques fue que supieron conectar con este espíritu y encauzarlo. Cuando proclamaron la sencilla consigna de "todo el poder para los soviets", los campesinos la interpretaron, en coincidencia con sus aspiraciones, como una proclamación de las comunas autónomas, identificándolas con los soviets locales. Cuando un Soviet Supremo les hizo ver las cosas en su cruda realidad, el nuevo poder estaba ya consolidado. El sistema comunista en la URSS ha vivido desde el principio sobre una gran contradicción, la que supone una sociedad comunal de trabajo con agrupaciones humanas que no eran ni autónomas ni consanguíneas, lo que tenía que resultar en destrucción, no en fortalecimiento de la añorada fraternidad. La auténtica sociedad fraternal de la Antigüedad fue, al revés, consanguínea y de no trabajadores. Esa contradicción hizo imposible el funcionamiento del sistema. El poder soviético, a pesar de sus propósitos emancipatorios, no tuvo otra alternativa que olvidarse de la libertad y emplearse a fondo en hacerlo funcionar mediante crueles y crecientes represiones. La posterior mecanización del campo y la industrialización fueron un respiro y una esperanza, pero no impidió el sacrificio de millones de víctimas. Tan pronto se suavizó la represión, a partir de la muerte de Stalin en 1953, las contradicciones se hicieron más evidentes, la productividad y la disciplina del trabajo cayeron en vertical y el hundimiento del sistema se hizo inevitable. EL TERCER MUNDO.- Los regímenes de inspiración más o menos socialista del Tercer Mundo se establecieron después de la Segunda Guerra Mundial como una especie de tercera ola, más periférica aún que la que afectó a Rusia, Italia y España. La diversidad de los países en que estos movimientos han tenido lugar es su nota más destacable. Nunca ha existido en la historia una ola ideológica que se haya extendido de tal forma saltando etnias, culturas, niveles históricos y estructuras económicas tan diversas. Las diferencias de todo orden entre Cuba y China, por ejemplo, o entre Argelia, Etiopía y Vietnam, no pueden ser mayores. Esto demuestra, por un lado, hasta qué punto estaba Marx equivocado al pensar que la revolución social tenía que ser el desemboque final del capitalismo desarrollado. Al contrario, éste ha resultado ser el más inmune al comunismo. Por otro lado, resulta claro que los movimientos sociales del Tercer Mundo no han sido motivados por condicionamientos materiales concretos. Más bien hay que pensar que han tenido lugar como consecuencia de una eclosión oportunista de anhelos permanentes que todos los hombres llevan en su corazón más o menos reprimidos, los cuales han aflorado con motivo de la quiebra ideológica del siglo XX. Lo mismo que en momentos de crisis religiosas a lo largo de la historia aparecieron movimientos que preconizaron fraternidades igualitarias (anabaptistas, levelers, etc.), así también, con motivo de la quiebra cultural y la correspondiente crisis de valores que han sufrido los países colonizados por Europa, cuando recuperaron su autonomía tuvieron ocasión de reaflorar tales movimientos en ciertas minorías culturalmente europeizadas e ilusionadas con lo que pensaban ser el comienzo de una nueva era de liberación y progreso en todo el mundo. EVOLUCION SOCIAL EN LOS PAISES AVANZADOS En contra también de las previsiones de Marx, el nivel de los salarios ha aumentando en los países desarrollados a medida que se han ido introduciendo avances tecnológicos que han mejorado la productividad del trabajo. El mismo Marx tuvo ya que corregir la teoría del valor de la fuerza de trabajo y la de la plusvalía cuando observó que en unas regiones estaba el trabajo mejor pagado que en otras (sin previas luchas reivindicativas). Lo explicó diciendo que la mercancía trabajo es especial, pues mientras que en las demás, la media de sus diferentes precios a lo largo de un periodo tiene que coincidir con su valor medio medido en tiempo de trabajo, en cambio, "el valor de la fuerza de trabajo está formado por dos elementos, uno de los cuales es puramente físico, mientras que el otro tiene carácter social"... así es que "en la determinación del valor del trabajo entra el nivel de vida tradicional de cada país" (MarxEngels, I, p. 429). No obstante, Marx afirmó que la ganancia del empresario tiende a hacerse máxima, tanto por la vía de ir reduciendo el salario al mínimo de subsistencia, como por la de ir alargando la jornada al máximo posible, y que "entre los dos límites extremos de esta cuota de ganancia máxima, la determinación de su grado efectivo se dirime exclusivamente por la lucha incesante entre el capital y el trabajo" (p. 430). Pero Marx se muestra convencido de que a la larga, el capital lleva las de ganar, porque cuando no hay oferta excesiva de mano de obra, la produce el capital introduciendo más y mejores máquinas, de modo que todo lo más que pueden lograr las luchas obreras es sujetar la caída del salario y entrenarse con ello para el enfrentamiento definitivo y la "abolición del sistema de trabajo asalariado" (p. 434). Ya se ha visto cómo el impulso revolucionario, que era máximo en los países adelantados en los tiempos de Marx, se desplazó en el siglo XX a una región más periférica, Rusia, España e Italia, o sea, países que estaban en una primera fase de su desarrollo industrial, con poblaciones viviendo en el habitual nivel de subsistencia y que habían recibido el impacto ideológico de la Revolución Francesa. Que un rasgo común a todos ellos fue una primera fase con formulaciones anarquistas, las cuales se concretan después en proyectos más racionalizados, cuando las organizaciones obreras asumen los análisis marxistas. Mientras tanto, en los países capitalistas, una proporción cada vez mayor de salarios va despegando del nivel de subsistencia; asimismo, un número mayor de personas empleadas se van sintiendo seguras en el puesto de trabajo, al tiempo que va resultando más fácil arrancar del poder vigente leyes sociales que van limitando los abusos inhumanos que eran normales en el siglo XIX. Es importante poner de relieve que las leyes sociales promulgadas por los estados, aunque se implanten como consecuencia de las presiones ejercidas por las organizaciones de trabajadores, una vez vigentes, quedan como conquistas definitivas amparadas por la fuerza legitimadora del estado. En teoría marxista, el estado tiene por finalidad defender los privilegios de los poseedores de los recursos productivos y facilitar sus propósitos de profundizar la explotación; de hecho, aún sin dejar de cumplir esa función, ha actuado como conciencia y cerebro del capital en conjunto para neutralizar los efectos de las tendencias ciegas y egoistas que rige la actuación de cada capitalista aislado, las cuales al sumarse habrían hecho ciertas las previsiones marxistas. Dice el economista americano y premio Nobel John Kenneth Galbraith que "el capitalismo no hubiera sobrevivido si no hubiera sido por el efecto civilizador del conjunto de la legislación social". Al legalizarse los sindicatos en todos los países, se ha hecho más fácil ceder a las pretensiones de los trabajadores, porque el encarecimiento de la mano de obra tiene lugar en todos antes o después, con lo que las condiciones de la competencia en el mercado internacional tienden a equilibrarse por ese lado. La conquista más importante, después del despegue de casi todos los salarios del nivel de subsistencia, ha sido la jornada de ocho horas. No ha habido un plan premeditado, sino que todo ha obedecido a las presiones y los desafíos de la problemática social, lo cual ha sido posible gracias al incremento constante de la productividad. El capitalismo moderno, sin cambiar su filosofía fundamental, que es el liberalismo económico, ha introducido reformas suficientes para soportar, sin correr el riesgo de desestabilizarse, muy profundas manifestaciones de sus contradicciones internas. Puede, por ejemplo, soportar tasas de paro del veinte por ciento y más; que medio mundo esté endeudado con cantidades que superan su producto nacional bruto de un año; despilfarros en armamento equivalentes al diez por ciento o más de la renta nacional de muchos países, etc. Con todo esto, la actitud de los trabajadores en los países desarrollados ha dejado de ser revolucionaria para pasar a ser reformista. El punto de inflexión que marcó el abandono de la violencia fue la jornada de ocho horas y los sueldos por encima del nivel de subsistencia, a finales del pasado siglo. El cambio de condiciones que produjo el abandono de actitudes revolucionarias determinó igualmente un cambio aún más profundo en el campo ideológico. Se manifestó en el irracional impulso que culminó en las manifestaciones de Mayo del 1968 en París, cuyo espíritu ha repercutido como en campo abonado en todas las clases sociales de todos los países donde alcanzó la influencia de la Revolución Francesa. Es un nuevo impulso emancipatorio que incide ahora en diversos campos del ámbito social conquistando sin mucho ruido partidas cada vez más amplias para la espontaneidad. Esto se traduce en una visible liberalización de las costumbres, mayores niveles de tolerancia y menos tabúes en la búsqueda de satisfacciones personales. Este proceso tiene como resultado una atenuación progresiva de las distorsiones producidas en la naturaleza humana por la cultura del trabajo y un acercamiento a los valores perdidos de la agrupación humana primitiva. Este es el campo en que se avanza ahora, suave pero directamente, hacia la emancipación. De los dos valores que tienen que ser recuperados para alcanzarla, espontaneidad y fraternidad, no cabe duda de que el acento se pone ahora en la espontaneidad. Pero alcanzar cotas aceptables en el terreno de la libre disponibilidad de sí mismo requiere ante todo la consecución de jornadas más cortas de trabajo, con el único límite de que el nivel económico no baje de un mínimo razonable. Asimismo, la educación conveniente (mejor diría deseducación o desrepresión) para disfrutar más agradablemente del tiempo disponible. El sentido que ahora toma la lucha social a nivel internacional es el de incrementar el tiempo libre y el de integrar a toda la población; mantener la presión reivindicativa frente a intereses que se rigen por una escala de valores, la del llamado neoliberalismo económico, para la cual la marginación de todo tipo, incluido el paro, sólo es un problema en la medida en que desestabiliza el sistema. El objetivo final de toda lucha social es hacer posible la máxima espontaneidad individual. Un aceptable nivel de fraternidad, en forma conjugable con su universalidad, imprescindible en este nivel de la historia, tiene que ser una consecuencia de las otras condiciones de la emancipación, no la causa directa por la que luchar. Cierto que, siendo como es una carencia profunda, inspirará siempre movimientos, más o menos violentos, por desgracia, ya sea como hasta ahora, en forma de exigencias de carácter social, cuando se den situaciones crispadas o irritantes marginaciones masivas, ya sea por reivindicaciones de carácter exclusivista, nacionalistas o racistas, que ahora conocen una fase de resurgimiento como consecuencia del hundimiento de la ilusión revolucionaria, integradora y universalista. El incremento de la espontaneidad se hace visible en los países adelantados con hechos como los siguientes: 1) La preferencia de los jóvenes por la vivienda independiente de la de los padres tan pronto disponen de recursos. Esto no está en contradicción con el otro anhelo, el de la vinculación. Hay que tener en cuenta que la familia actual, como heredera y transmisora de las viejas ideologías, con toda su eficacia represora, ha resultado hasta hace poco carcelaria para la actual juventud desideologizada y desreprimida. En todo caso, esto se explica también porque la espontaneidad tiene arraigo más profundo que la fraternidad por su mayor antigüedad filogenética en la evolución del hombre. No obstante, como la carencia fraternal sigue siendo determinante, en la medida en que las familias han sido también influidas por los nuevos niveles de tolerancia, la huida de los jóvenes del núcleo familiar se ha frenado, incluso entre los que disponen de medios suficientes. La indigencia de fraternidad se revela también por las nuevas formas de agregación que han ido apareciendo: hipies, punkies, gurús, clubs de fans deportivos, etc. El sociólogo Michel Maffesoli, en su libro "Le temps de tribus", habla de la "socialidad" en oposición a lo social racionalizado; de "viejas pulsiones de comunidad, de calor humano, de resurgir de valores arcaicos y de un deslizamiento del individuo hacia la persona". Se entiende, del individuo ciudadano abstracto hacia la persona vinculada y solidaria. 2) Tolerancia en relación con hábitos y costumbres individuales. Pueden extenderse y simultanearse las modas más extravagantes y dispares. A la minifalda puede suceder la falda hasta el suelo, o llevarse ambas en el mismo periodo. Y lo mismo desde la barba o la cabellera mohicana, hasta el rapado total. 3) Disminución de la natalidad por suponer una seria limitación para la libertad de movimiento de los progenitores. Desvinculación entre sexualidad y procreación, lo que supone una vuelta a la sexualidad primitiva, cuando el hombre no sabía —como ocurre a los animales— que ambas cosas estaban relacionadas y la sexualidad era un fin en si misma. Esto hace posible una mayor fluidez de los emparejamientos, pero, paralelamente, el endurecimiento de leyes responsabilizadoras de la paternidad. 4) Reconocimiento del derecho a lo distinto. Exhibición de las particularidades personales y de grupos minoritarios. Manifestaciones de homosexuales, de minusválidos, de gitanos, y de otras identidades. En este aspecto es visible una cierta esquizofrenia. Por un lado casi nadie discute abiertamente el derecho a lo distinto por no parecer ideológicamente incoherente. Por otro lado, a nivel más pragmático, ese derecho es frecuentemente negado con actitudes discriminatorias; no por gitanos o negros —se dice— sino por sucios o delincuentes. Hay, sin duda, camino por recorrer. 5) Recuperación del valor del cuerpo. Trivialización del desnudo. 'Top less' en playas y piscinas. Rapidez en llegar a relaciones despreocupadas e íntimos contactos físicos —contrarrestados ahora por la creciente expansión del SIDA—, sobre todo en tiempo de viajes turísticos y vacaciones, la época de máxima desrepresión y espontaneidad en las conductas. En esas situaciones, junto al disfrute del ocio, es muy de señalar el goce de fáciles relaciones nuevas que tienen lugar como efecto de una afloración, aunque sea circunstancial, de los anhelos latentes de espontaneidad y fraternidad atrofiados por la tensión de la vida ordinaria.