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Memorias de un inmigrante griego llamado
THEODORO PAPPATHEODOROU
Guadalupe García Torres
CENTRO DE COOPERACIÓN REGIONAL PARA LA EDUCACIÓN DE ADULTOS
EN AMÉRICA LATINA Y EL CARIBE
CENTRO DE ESTUDIOS DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA LÁZARO CÁRDENAS, A. C.
Primera edición, 1987
Segunda edición, 2005
© Guadalupe García Torres
© Derechos reservados para esta edición:
Centro de Cooperación Regional para la Educación de Adultos
en América Latina y el Caribe
Av. Lázaro Cárdenas s/n, Col. Revolución
Pátzcuaro, Michoacán, México
© Centro de Estudios de la Revolución Mexicana Lázaro Cárdenas, A. C.
ISBN: 968-7485-18-3
Impreso en México
Printed in Mexico
A mi hijo Aníbal Ernesto
compañero de migración.
Todo cambio –en cierta forma– es una migración hacia una nueva experiencia.
Unos se van dejando una huella imborrable
por su capacidad de solidaridad y amor a lo que construyeron.
Una melancólica mirada hacia el pasado
me lleva al recuerdo, con agradecimiento
y cariño, a Aída Vázquez , quien leyó en un primer
momento el último borrador de esta historia,
y a Gabriel Moedano ; de quienes recibí su amistad
y valiosas aportaciones en diversos momentos.
Nuevas vidas van llegando sin saber lo que este
mundo les depare. Pero seguramente serán
una luz de esperanza para el mismo.
A mis niñas Sharen Michelle y Alethia.
Nota a la segunda edición
C
on esta nueva edición de Memorias de un inmigrante griego llamamado Tehdoro Pappatehodorou, El Centro de Cooperación Regional para la Educación de Adultos en América Latina y El
Caribe (CREFAL) y El Centro de Estudios de la Revolución Mexicana Lázaro Cárdenas A. C., refrendan una de sus tareas esenciales:
dar a conocer a las nuevas generaciones una experiencia de desarrollo capaz de constituirse como modelo de trabajo y transformación
para la vida de las comunidades rurales de nuestros países.
La publicación une a dos organismos que han documentado
por escrito la trayectoria y recorrido de varias generaciones de “mexicanos” que entendieron que no hay mejor manera de transformar
la realidad que hacerlo a través del trabajo prolongado y tenaz.
Enseñar artes y oficios, transformar la conciencia, construir sistemáticamente los proyectos de futuro y conservar la memoria de
esas experiencias son sin duda parte del legado de estas dos instituciones.
El abanico de posibilidades de su tarea debe salvaguardar los
principios y convicciones que les dieron origen. Las nuevas generaciones disfrutarán, sin lugar a dudas, la forma como se dan a conocer las visiones y compromisos de los protagonistas de nuestra historia, y se darán a la tarea de emular su esfuerzo e imprimir nuevos
signos de transformación para su momento histórico.
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Prólogo
A
hora pienso que es más fácil trabajar con documentos,
con periódicos o con piedras, porque ellos siempre conservan el mismo contenido, la misma información; no así
los informantes orales, en los cuales influye el estado de ánimo, los
años, la condición de la memoria…
Algunas veces recordarán anécdotas que conforman una visión
fragmentada de su historia, que juntas unas y otras, nos proporcionan una visión más o menos acabada de su historia y de su tiempo.
Otras, además, sus recuerdos y explicaciones cambian sus matices y
formas, varían los adjetivos y las ubicaciones. Pues la información
oral, a diferencia de la petrificada información que nos dan las cosas,
es demasiado humana: como un caleidoscopio transforma sus figuras, las cambia de lugar; pero sus colores, y los fragmentos que la
forman, son siempre los mismos. Y los historiadores dudan.
Pero lo importante de esto, es que no es la precisión del acontecer histórico lo que interesa (para eso están otras fuentes) sino esa
cálida versión de su estancia por el mundo llena de emociones en
las que se entrelaza la alegría, la zozobra, el sufrimiento y, por qué
no, la fantasía; emociones todas ellas que establecen un lazo con lo
humano entre el historiador y el que dice la historia, entre una generación pasada y una generación que intenta dar una mirada hacia el
pasado. Es ese tiempo ido el que, hecho hombres y mujeres a cada
rato en las plazas, en los puentes, en las calles de nuestras ciudades
y pueblos, nos llama la atención con su paso lento y con un rostro
fatigado por el correr de los años. Es entonces cuando el enlace se
hace más difícil, porque esas necesidades y esa marginación es un
presente que nos rodea y al cual habrá que darle una alternativa.
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El material que aquí presentamos, es producto de una participación colectiva, dentro de la cual cada uno de los inmiscuidos tuvo
algo que ver en la conformación final de esta investigación.
La participación directa o indirecta de los viejos y los jóvenes
protagonistas del acontecer en Jiquilpan fue fundamental para proporcionarle al lector la semblanza de este pequeño mundo, con sus
contrastes y semejanzas, conjugando así una realidad empapada del
pasado y del presente para darnos una visión poética de su historia.
Agradezco profundamente la colaboración del señor Theodoro
Pappatheodorou Dermentzioglou por haber trabajado pacientemente en el rescate de su testimonio y en la revisión del mismo.
Debo mencionar en forma especial a Salvador Rueda Smithers,
coordinador del Archivo de Historia Oral por sus oportunas observaciones y sugerencias, que hicieron posible una mejor presentación de este material. Al licenciado Luis Prieto, quien mostró interés a lo largo de la investigación, al leer el manuscrito, proporcionándome interesantes comentarios que influyeron en la presentación final de la misma.
Y por último quiero agradecer al señor Alfredo Arroyo Pérez,
quien aportó los apoyos administrativos. Y a la señorita Rosa María
Magallón Miranda por la trascripción de la entrevista y del trabajo
final, sin cuya eficacia y dedicación no hubiera sido posible la presentación de este testimonio.
Las deficiencias de este trabajo son responsabilidad exclusivamente mías.
Guadalupe García Torres
12
Introducción
I
L
legué a Jiquilpan en el mes de septiembre de 1984. Se puede decir que ya casi anochecía, por lo que poco pude apreciar elpaisaje que rodeaba al poblado. Recuerdo que desde
un punto alto de la carretera vi el pueblo de Chavinda, que parecía
estar en una explanada honda; a lo lejos me daba la impresión de un
pueblito ordenado. Más adelante, a mano derecha, descubrí el casco
de la hacienda de Guaracha. Debo confesar que sentí una gran
emoción al ver aquellas ruinas; mucho había oído hablar del esplendor de esa hacienda a principios del siglo XX. Ahora, repartidas sus
tierras entre sus viejos pobladores, todo aquello es un paisaje de
dos mundos productivos encimados: el de la gran propiedad
tecnificada del siglo XIX y el de los ejidatarios del México moderno. Se ven casas en diversos niveles, no conservan uniformidad ni
en su construcción, ni en su ubicación. Todos son agraristas —según me dijeron—. A lo lejos pude ver un chacuaco, el que al irse
acercando el autobús, se vio con más claridad; ese había sido el
famoso ingenio de Guaracha. Abandonado en medio de maleza, el
ingenio conserva esa “torre” y algunas paredes humedecidas y descuidadas que conformaban el conjunto del mismo. Después nos
acercamos a dos pueblitos ubicados a uno y otro lado de la carretera; el de la derecha es Totolán y el de la izquierda es Los Remedios.
Según supe después, estos dos pueblitos se encontraban en rivalidad. En la capilla de Totolán tienen una virgen que se apareció en
un callejón rumbo a ese pueblo —según me dijeron— y que es la
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Virgen de los Remedios. A esta virgen los nativos de Totolán la
traían en peregrinación a Jiquilpan y la dejaron unos días. Pero sucedió que los peregrinos se dieron cuenta que la Virgen de los Remedios se regresaba caminando a Totolán, porque al parecer no le
gustaba estar en Jiquilpan; y esa fue la razón por la cual dejaron de
venir los de Totolán a Jiquilpan en peregrinación con la virgen.
Unos kilómetros adelante, pasando estos pueblos, entramos a
Jiquilpan. La apariencia que tiene es la de un pueblo “casi moderno”. Hay algunos edificios de estilo “citadino” para las escuelas; a la
izquierda está el deportivo; a la derecha hay casas de “material” de
uno y dos pisos, coexistiendo con casas de teja y algunas con techo
de cartón. A la derecha también se puede ver la plaza de toros, a
donde acude gran número de gente de los alrededores y del mismo
Jiquilpan cuando hay fiestas y corridas. Más adelante, a la izquierda,
vi el Museo de Lázaro Cárdenas: un edificio blanco, grande, con
portal, de indudable manufactura moderna, considerado por los de
Sahuayo —pueblo vecinal del jiquilpense— como “lo único bueno
que tiene Jiquilpan”. Esta afirmación encierra una rivalidad de años
que ha habido entre los “tlahualiles” o “hijos de patrón Santiago”
(como los llaman los de Jiquilpan) y los “hijos de Tata Lázaro”
(como llaman los de Sahuayo a los jiquilpenses). La verdad es que a
pesar de estar tan cerca estos dos pueblos, hay grandes diferencias
entre ellos. Los contrastes resaltan: en el aspecto físico de sus habitantes, en el acento de la pronunciación regional, en las costumbres
y en las formas de pensar; y principalmente en el desarrollo económico y comercial alcanzado por los de Sahuayo.
Después pasamos frente al monumento a Lázaro Cárdenas, en
donde está su estatua de bronce rodeada de pequeños jardines con
árboles; este lugar sirve para esparcimiento de los niños y de los
estudiantes, quienes después de salir de la escuela van y se sientan a
disfrutar un poco del fresco sobre el jardín. Enseguida se ve una
glorieta, muy rara por cierto, porque está partida a la mitad por la
carretera. A uno y otro lado de esta extraña glorieta —resto de una
vieja planificación traspasada por las necesidades actuales— hay
jardines y árboles, bancas de “material” y una fuente con esculturas
de bronce que representan la cabeza de un gallo; por ello le llaman
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“la glorieta de los gallos”. Enseguida pasamos sobre un puente que
cruza un río; según supe, ese río en una ocasión se desbordó y
quedaron incomunicadas las gentes que vivían en uno y otro lado;
al ver esto el general Cárdenas mandó construir el nuevo puente y,
al parecer, desde entonces no ha habido un problema parecido. Por
fin veo, a la izquierda, la casa del general Cárdenas; es una casa
grande con ventanas altas y un portón; da la impresión de ser una
casa hermética; sin embargo, para la gente del pueblo nunca lo fue.
Cuentan algunas personas que jamás tuvieron dificultad para entrevistarse con el general Cárdenas y exponerle sus problemas. La casa
conserva un cierto matiz provinciano, con sus tejas coloradas en el
techo y sus ventanas con barrotes negros y puertas y marcos de
madera. Justo enfrente de esta casa, está la Escuela Tipo Francisco I.
Madero, a donde acuden un numeroso grupo de niñas y niños de
condición humilde a recibir la enseñanza primaria. Poco tiempo
después supe que por iniciativa del general Cárdenas se había construido esa escuela. Siguiendo el recorrido más adelante, a la derecha
también, se encuentra la biblioteca pública, que antes del movimiento
cristero fue un templo dedicado a la virgen de Guadalupe. Hoy
conserva, en sus paredes interiores, unos murales del pintor José
Clemente Orozco: el altar de una Patria de rostro sufrido que cabalga sobre un tigre —jaguar—, rodeada de espinas y de violencia.
El centro del pueblo es una curiosa combinación de lo viejo y lo
nuevo, de lo provinciano y de la modernidad. Ahí sobreviven —con
trabajos— algunas casonas que sirvieron de salas de esparcimiento de
aquellas familias de los ricos de otros tiempos. Se dejan ver consultorios, paleterías, farmacias, boutiques, tiendas de discos; todas ellas
intentando darle una apariencia nueva, diferente a lo acostumbrado, a la monotonía tradicional —y en parte falsa— de las épocas
pasadas.
Al siguiente día por la mañana salí a conocer un poco más de
este Jiquilpan. Fui al mercado, pero para llegar di un rodeo y pasé
por el atrio y después continué por una pequeña calle lateral que
conducía a la plaza, llamada Jardín Colón, que hoy querían algunos
que se denominara Lázaro Cárdenas. Era una plaza bonita, provinciana, con su quiosco y sus fuentes, árboles y palmas. Estas últimas
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como algo representativo de la región. El piso era de mosaico blanco. Alrededor de la plaza hay dos portales y negocios conjugando la
vida activa de Jiquilpan con la paz y quietud que ofrece la plaza por
las tardes.
Llegué al mercado. Me dirigí a un puesto que atendía una viejita,
le compré algunas verduras. Y me dijo:
—Usted no es de aquí, ¿verdad?
—No, no soy de aquí.
—Enseguida se nota por el acento que tiene al hablar. Mire, le voy a
dar un consejo, no haga mucha amistad con la gente de aquí, no le de
mucha confianza porque son muy chismosas.
Me cayó en gracia el consejo de esa anciana, y se lo agradecí,
aunque después comprobé que era un tanto exagerada. El mercado
está muy abandonado, huele mal pero se puede encontrar más o
menos lo que se necesita para sobrevivir con decoro; frutas, carne,
verduras, cereales. Sin faltar los puestos de comida, de antojitos y
mariscos, a los cuales acuden gustosos algunos jiquilpenses.
Frente al mercado hay una pila de agua que le llaman El Zalate,
a la que acuden personas de distintos puntos del pueblo e inclusive
de los alrededores a coger agua, famosa por su anterior pureza. En
ocasiones hasta hacen fila para llenar sus cántaros, cubetas o botes
de plástico.
Es la mejor agua para beber —dijo una señora—, porque la que
cae de la llave no sirve. Ya verá usted, peor cuando llueve, siempre
sale el agua toda revolcada, cuando no sale café, sale negra. ¡Qué
cochinadas son esas!
Esa costumbre de tomar agua de El Zalate parece que ya tiene mucho tiempo. Supe también que antes que se hiciera esa pila, la gente
acudía directamente al ojo de agua que se encuentra al pie de un árbol
llamado Zalate, de donde ahora se trae por tubería hasta la pila.
Niños, niñas, señoras, ancianas, ancianos, todos acuden a la fuente
de El Zalate; porque además de llevarse el agua les proporciona un
momento de esparcimiento: los señores platican; y las señoras, no
se diga, como está ahí el mercado pues a platicar los sucesos del día.
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Mientras los niños llena sus botecitos, se ponen a jugar, correteándose mutuamente, con sus manitas llenas de agua para mojar al
amigo.
Confieso que la quietud del pueblo en algunos momentos me
llegó a desesperar porque en los primeros meses no tenía con quién
conversar, no había hecho amistad con nadie y no porque la gente
sea difícil para comunicarse, sino porque a mí se me hacía difícil
adaptarme a la forma tan comunicativa del jiquilpense. Y además porque en el pueblo no había un movimiento mayor en el aspecto cultural ni en el comercio, ni en diversiones al estilo citadino. Por supuesto que los jóvenes se divierten, ya cayendo la tarde, reuniéndose en la plaza o reuniéndose en uno o dos cafés que funcionan con
regular clientela, hasta las nueve de la noche. Desde luego que también el progreso ha entrado en este lugar, ya que en el mercado y en
algunas tiendas los niños y adolescentes pasan el mayor tiempo
posible jugando en las máquinas electrónicas tragamonedas, pasando a segundo plano los juegos tradicionales.
Pero es indudable que la mentalidad de estos niños se va transformando como producto de una influencia de sus padres, parientes o vecinos. El Atari, el rifle de municiones, los carritos de tracción y los robots, ahora son su ilusión, siendo presas de una economía consumista. Y esa influencia de que hablo es algo que a la vista
resalta: El Norte es la alternativa —real y fantaseada a la vez— para
todos ellos, y se empiezan a familiarizar con esa vida puesto que
llegan sus parientes o amigos y les transmites sus vivencias en el otro
lado, en los Estados Unidos, que casi siempre son alentadoras; y
sobre todo cuando ellos ven que efectivamente han progresado:
Mira, Liduvina, ves cómo ha progresado José ahora que se fue al
otro lado; ya tú ves que buena casa se está construyendo.
El que empieza a fincar en Jiquilpan es admirado; y más si está en el
norte, porque alienta una esperanza para el que no tiene y que puede en un momento dado decidirse a correr la aventura.
Son pocas las alternativas que se han desarrollado en este
Jiquilpan para sus pobladores. Es un pueblo que carece de muchas
cosas y padece de otras tantas, como la falta de regularidad en el
agua potable, sobre todo en tiempos de calor; numerosas calles sin
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pavimentar, por lo que cuando llueve todo aquello es un paisaje de
lodo; calles desniveladas, sin drenaje, que cuando cae una tormenta
corre el agua como si fuera un río; falta de servicio de luz en muchas calles del pueblo. Sin embargo, en el aspecto de comunicaciones, no puede haber queja ya que Jiquilpan está conectado por la
carretera con Zamora, Guadalajara y Colima; existe el servicio de
teléfono (por operadora y lada); la radio también hace acto de presencia con estaciones de Sahuayo, Guadalajara y Jiquilpan. Y por
supuesto que la televisión no podía faltar; este aparato que para
muchos es un conductor de enajenación se encuentra hasta en los hogares más humildes, viniendo a sustituir poco a poco las viejas y tradicionales formas de comunicación entre los habitantes; pero al mismo tiempo sirviendo de enlace entre las ciudades y los lugares más
apartados; contribuyendo así en la modificación de conductas y
costumbres de los habitantes de provincia. Ahora las mujeres poco
salen a platicar sus problemas y los ajenos por estar frente al televisor viendo las diversas problemáticas que las telenovelas les plantean; los niños, por su parte van dejando a un lado sus juegos colectivos para entretenerse viendo las caricaturas representadas por robots animados por fuerzas extraterrestres y con superpoderes siempre listos a defender el bien y la paz con métodos cargados de una
alta violencia… En fin, que en medio de todo esto me sorprendió
ver que había el servicio de telecable a través del cual se pueden ver
los canales 2, 5, 7 y 13 de México y el 4 de Guadalajara, además dos
canales de Estados Unidos: Galavisión y SIN, en donde se ven los
mismos programas y telenovelas que pasan por el canal 2, además
de películas pornográficas, que llenan de indignación a la gente más
conservadora, y que despiertan la curiosidad entre los jóvenes habitantes de este pueblo. También pasan noticieros y una que otra buena película; desde luego que los temas sobre los emigrados sobran:
el Norte, la Frontera, etc., que lejos de evitar que la gente vaya al
norte, la estimula. Muchos dicen:
—¡Ay, qué exagerados! Sí se sufre, pero pues siempre se trae uno sus
buenos dólares.
—¡Tan! ¡tan! ¡tan! Despacio toca la campana de la iglesia.
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—Oiga, Margarita —preguntó— ¿por qué tocan tan despacio las campanadas?
—Porque es a misa de muerto, ¿qué no supo?
—¿Qué?
—Pues que anoche se trajeron el cuerpo de un muchacho que mataron allá en el Norte, dizque hace unas tres semanas y apenas se los
entregaron. Pues yo creo que los han de arreglar allá, porque es mucho
tiempo. Y se traen a esa pobre gente a puras vueltas y papeleos, porque
es mucho requisito traerse a un difunto de por allá. ¡Pobres gentes!
La gente es buena, pero muy dada a la comunicación mal entendida; tienen sus ojos puestos en el norte, y quizá esa sea una de las
influencias de la juventud jiquilpense porque se ve cierto desprecio
a lo que tienen: parques, jardines, tradiciones. Por donde quiera vemos chicos y chicas vestidos a la última moda; algunos paseando
por las calles, y hasta cargan enormes grabadoras que ponen a todo
volumen. Algo así como los jóvenes del norte.
La presencia de una gran cantidad de niños y adolescentes contrasta con la población femenina que parece mayor a simple vista.
Aquí y ahora la mujer que rebasa los veinte años, sin novio formal
para casarse, se puede decir que ya difícil será que lo consiga. La
mujer envejece para este acto formal prácticamente a los veinticinco años de edad, en su plena juventud. Y es que la propia dinámica
de emigración de estos pueblos ha hecho que un gran número de
jóvenes se vayan a estudiar a las grandes ciudades, de donde muchas veces ya no regresan o simplemente llegan casados, a establecerse a su lugar de origen; o bien muchos se van al norte, de donde
vienen decididos a cumplir su compromiso con la novia que los
espera o bien contraen nuevos compromisos por allá que les impiden regresar. Y pues lógico es que los jóvenes adolescentes se reúnan con muchachas de su propia edad, quedando de esta forma,
hasta cierto punto marginadas aquellas mujeres que en su tiempo,
en el tiempo de los pueblos como éste, no lograron formar una familia y
más triste es si no tienen una preparación o un empleo o bien la
posibilidad de salir.
La presencia de nuevas formas de pensar, costumbres que co19
mienzan a establecer una barrera entre lo viejo y lo nuevo. La misma presencia de jóvenes en todo el pueblo, hacen pensar en una
sociedad nueva, pero detrás de la cual, escondidos por la fuerza de
la dinámica social, se encuentra ese mundo marginal, el de los ancianos.
II
En medio de esta pérdida de identidad hay una contraparte: el Centro de Estudios de la Revolución Mexicana, inició un proyecto de
rescate de testimonios orales, a través del cual se rescata —como su
nombre lo dice— la memoria del pueblo, a través de las entrevistas
hechas a gente anciana de la región. Este proyecto —al que me
incorporé en 1985— fue el que me permitió y me sigue permitiendo conocer al viejo Jiquilpan, sus costumbres, sus tradiciones, sus
leyendas y sus hombres ilustres. Pero más que eso, me ha permitido
conocer la sensibilidad, el pensamiento y el problema de ser viejo. He
podido percibir en cada uno de mis entrevistados y entrevistadas
un problema singular para todos ellos, el abandono en la vejez. Pero
además he tenido la oportunidad de rescatar su vida personal, sus
vivencias, su concepción del mundo y su forma de percibir la problemática nacional en distintos periodos de sus vidas.
Y esto ha sido posible gracias a que la visión del hombre sobre
el hombre mismo se ha ido transformando como producto de la
evolución de las sociedades y de diversas ciencias, como la antropología, la psicología y la propia medicina, que ha dado una alternativa
a los viejos o ancianos de estar un poco más inmersos en la vida de
la sociedad a que corresponden.
Aunque debemos de reconocer que esa realidad no es general
para todos, así como en las viejas sociedades, aquí y ahora los viejos
tienen cierta alternativa o cabida en los corazones de sus jóvenes parientes o entre la sociedad, son aquellos que todavía pueden —en
cierta forma— valerse por sí mismos. Pero además que han logrado en su vida acumular algunos valores que significan la esperanza de
una herencia o posesión para quienes los rodean.
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Entonces pensé en lo que escribió Simone de Beauvoir: La vejez es considerada como el invierno de la vida; invierno triste y frío
que obedece a un destino biológico inmutable; y más aún como no es agente
de la historia el viejo no interesa, no vale la pena estudiarlo en su verdad.1
Aquí me di cuenta de que hay dos problemas que analizar. Por
un lado está lo irremediable, la vejez, que es un proceso biológico;
por otro lado está el problema social, porque la vejez no es sólo una
lógica natural en la que concluye el hombre o la mujer, sino que
ambos son seres humanos que como tal merecen un lugar como
cualquier otro individuo en la sociedad. Pero esto se hace aún más
complejo, porque los valores de las distintas sociedades, son diferentes.
Para las sociedades primitivas o para las sociedades que no han
alcanzado un desarrollo superior, como las nuestras, un anciano no
es protegido, ni por el Estado, ni por la sociedad civil en su conjunto. La mayoría de las veces los ancianos significan una carga para su
familia ya que no pueden sostenerse por sí mismos.
Ante esto reflexioné que era necesario tomar conciencia de lo
importante que es adquirir una responsabilidad colectiva sobre los
ancianos; que los reivindiquen ante los demás como seres humanos
que son, y por consecuencia que adquieran la importancia que tienen y que no se les da desde el punto de vista social.
Ahora bien, el otro problema que se desprende aquí, es el que
señala Simone de Beauvoir de esta marginación a que han sido sometidos los ancianos dentro de la Historia. Es decir, que se les ha
condenado al más absoluto silencio.
Y como expuse anteriormente, gracias al desarrollo que ha habido en el campo de las ciencias sociales y en las propias sociedades
en que la inmensa mayoría de hombres explotados, ha arribado a la
escena de la historia, dejando un poco atrás la historia de los generales, de los gobernantes, para hacerse la historia llamada de realidades subalternas del pueblo,2 y es precisamente aquí donde nuestros
1
2
Beauvoir, Simone de. (1995). La vejez. Hermes/Sudamericana, 1985, p. 195.
Ramos, A. y S. Rueda. (1984). Jiquilpan 1895-1920. Una visión subalterna del pasado a
través de la historia oral. Jiquilpan, Centro de Estudios de la Revolución Mexicana
Lázaro Cárdenas, pp. 70-87.
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viejos jiquilpenses portadores de un pasado no tan remoto (Porfiriato y Revolución) adquieren gran importancia y se reivindican como
agentes históricos, por no haber sido dirigentes de algún movimiento
social o político, ni por haber sido gobernantes, sino simplemente
por haber formado parte de esa inmensa mayoría social que hasta
ahora ha permanecido marginada dentro del quehacer histórico. Y
es que quien tiene el poder escribe su historia, que lo reivindica, que
lo justifica, etc. Y de este modo las clases explotadas van ganando,
de manera indirecta, terreno en esta sociedad. Junto con ello se van
transformando las ideas y la dirección de los objetivos de las ciencias. Así como se habla de una medicina social, inmiscuida un poco
más en los problemas de salud que aquejan a la mayoría del pueblo,
de la misma forma se habla de la antropología social y de la historia
social, cuyo objetivo se ha bifurcado: por un lado, el estudio formal
de los movimientos sociales, del poder, de las transformaciones
sociales, del estudio de los gobernantes, etc.; por otro lado, lo que
se llama dar la palabra al pueblo (realidades suprimidas, subalternas,
etc.). Y como una gran mayoría de estos de que hablamos son viejos y son los únicos que en materia antropológica, histórica y social
pueden aportar una serie de vivencias, datos, costumbres que rodearon en esas épocas ya que son portavoces del estrato social a
que pertenecen.
Y más que eso, rescatar su forma de ver las cosas que los rodearon, la lógica de su pensamiento, sus valores morales, su sentido de
la historia y de la vida misma. Esto es lo que completa el cuadro de
una historia escrita a medias hasta nuestros días.
Es por eso que llegamos a la conclusión de que nuestros viejos y
los viejos del futuro sólo lograrán un lugar digno en la sociedad
cuando el hombre en su conjunto logre transformar sus valores
sociales, políticos, económicos y morales. En ese momento el problema, no sólo de la vejez, sino del abandono de niños, de los inválidos, etc., adquirirá importancia y se desarrollará un deseo de superarlos colectivamente.
22
III
La necesidad de encontrar un tema para trabajar en investigación
me empujó a buscar distintas posibilidades dentro del proyecto de
rescate testimonial.
A mí me interesaba un tema sobre educación y me encontré con
que en Jiquilpan se había establecido una Escuela Agrícola Industrial en 1934, como producto del movimiento de educación socialista que se había promovido en la década de los años treinta. Pero
en el transcurso de la búsqueda de información sobre este tema me
enteré de que aquí se había desarrollado la industria del gusano de
seda, promovida por un griego —según me dijo Margarita Murgo,
persona dispuesta a colaborar en todo.
Al principio, los datos sobre este griego fueron inexactos. Supe
que se llamaba Pappatheodorou, aunque no sabían precisar el nombre. Algunas personas titubeaban al decirme el nombre y preferían
llamarlo “el Griego”. Algunos decían que se encontraba en Nayarit,
otros que en Sonora y los más enterados que en Sinaloa.
Al saber estos datos, imprecisos todavía, se despertó más mi
curiosidad y la necesidad de desentrañar el misterio que envolvía la
personalidad de este griego. Entonces me inquietó la idea de saber
quién era Pappatheodorou. ¿Qué hacía un griego en Jiquilpan? ¿Por
qué vino a México? Esas y otras preguntas flotaban en mi mente y
sabía que sólo él las podría contestar; porque bien sabía que quienes lo conocían de tiempo atrás me darían una versión, su versión
sobre Pappatheodorou, pero lo que a mí me importaba era saber
quién era Pappatheodorou por Pappatheodorou mismo.
La ansiedad me invadió, pues quería empezar de inmediato la entrevista con el griego. Pero supe de él en el mes de febrero de 1985. Y me
entré después que él andaba de viaje por Sinaloa y que regresaría a
mediados de marzo, que siempre año con año era así. Y, pues, tuve que
esperar, pero trabajando. Doña Margarita Murgo me dijo:
Mire, Lupita, ¿por qué no va con Esperanza Flores? Ella vive
aquí delante sobre la carretera, casi frente a la casa de Pappatheodorou. Ella trabajó con él en la Sericícola. Está muy enferma y sola,
pero es buena y platicadora. Vaya a ver qué le informa.
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Y así lo hice. Fui a la casa de doña Esperancita, toqué y como no
me abría me asomé por uno de los postigos de la puerta, que se
encontraba entreabierto. No la vi, estaba un poco oscuro el corredor y toqué más fuerte. En eso, vi una silueta que trabajosamente se
abría paso con un bastón, entre los trebejos que invadían el corredor. Llegó a la puerta y me dijo: “¿Qué se le ofrece?”. Ya entonces
le expliqué el objetivo de mi visita y accedió a la entrevista.
¿El gusano de seda? —dijo—. Sí, cómo no, sí me acuerdo. Cómo
nos sirvió esa industria a la gente pobre, que no teníamos trabajo.
Ese señor Pappatheodorou fue el que inició eso, ya después que él
se retiró de la Sericícola todo se vino abajo, parece que hasta salieron mal los últimos que estaban a cargo de la cooperativa de la
“Sericícola”.
Ella recordaba con gusto y narraba aquello de la “Sericícola”.
Pero inevitablemente su plática sobre este tema la conducía a hilar
sobre su vida personal, sus sufrimientos, privaciones y frustraciones. Sus experiencias vitales salieron al descubierto; en ciertas ocasiones con lágrimas en los ojos, otras con una voz entrecortada,
queriendo disimular el dolor de aquellos años y más aún el dolor de
su presente al encontrarse vieja, enferma y abandonada.
El mal que tiene doña Esperancita es irreversible: padece de artritis que va invadiendo todo su cuerpo, las piernas, las manos, los
brazos, hasta la cabeza, ocasionándole evidentes malformaciones
en su cuerpo. Me dijo que en la cabeza, del lado derecho, se le estaba haciendo un agujero.
Se le ve resignada a cargar su mal hasta el final. No es una mujer
cobarde, aunque sí es bastante sentimental, muy a pesar que ella
quiere dar una apariencia de dureza.
Hace los recuerdos de su niñez y de su juventud, su “amarga
juventud”, aprisionada por haber desafiado a la institución de la
familia y de la sociedad (aun cuando “fue en contra de mi voluntad”, ella aclara). Esa familia y esa sociedad que no admitió su testimonio, no la escuchó. ¿Acaso porque el lugar de la mujer en la
sociedad era inferior?
Sin embargo, ella no se esforzó por justificar su “desgracia”.
Formó a su hijo como pudo. A pesar de que ese hijo poco la ve
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ahora, ella siente un gran orgullo de haber hecho de él “un hombre
con estudios”. Pero eso no es suficiente para mitigar los dos males
que tiene Esperancita; el mal físico y ese mal, que a ojos de esta
sociedad parece inevitable, del abandono de la vejez.
Si no fuera porque tengo esta casita —dice— quién sabe qué
sería de mí.
Desde luego que ella no es la única que “carga con su cruz”. Hay
otros, como don Juan Murgo, que corren con mejor suerte por
tener a alguien a su lado que le ayuda a superar los estragos de la
embolia y de la soledad. Esa persona es su hermana Margarita Murgo,
quien con gran devoción lo ha ayudado a superar los obstáculos de
su enfermedad.
Me levanto —dice— a la cinco de la mañana a lavar; a las seis
ayudo a Juan para que se bañe; a las siete ya estamos desayunando;
a las nueve comenzamos a subir las escaleras; a las diez llega Estelita
y le ayudo para hacerle los masajes a Juan. Después me voy al mercado o no falta. A las doce hago la comida, a las dos ya estamos
comiendo. A las tres subimos las escaleras; a las cuatro siguen los
ejercicios; a las cinco voy a traer el pan, la leche para merendar
como entre siete y ocho. A las nueve nos dormimos. Y así todo el
día me la paso atendiendo a este hombre. Pues qué le hago. Tengo
que cargar con mi cruz.
Recuerdo que una vez salí con Margarita a comprar pan. Al regresar, antes de abrir la puerta oímos que don Juan gritaba:
¡Margarita! ¡Margarita!
Aventamos todo y abrimos rápidamente. Cuál sería nuestra sorpresa, don Juan se encontraba atravesado en una silla pequeña, pues
había resbalado al intentar pararse y caminar.
Mortificada, dijo doña Margarita:
¡Cómo ve! Siempre que salgo y regreso, al abrir la puerta siento
un miedo espantoso, porque no sé qué voy a encontrar.
Por su parte, don Juan no ha querido dejarse vencer por su enfermedad. Él ha luchado contra la embolia implacablemente; él sueña
con volver a manejar su grúa; detesta sentirse inválido, y siempre
trata de mostrar fortaleza.
El gallo —y señala con el dedo índice hacia arriba— no quiere
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que me vaya todavía, ¡je! ¡je! ¡je!
Don David Lúa es otro anciano al que le gusta platicar de sus
“historias de antes” —como él dice—. Es un anciano de campo,
platicador parsimonioso; y se entusiasma por los recuerdos de los
enfrentamientos contra los que se oponían al reparto agrario. Él
vive con su esposa que se llama Francisca, una mujer muy religiosa,
que se la pasa discutiendo con don David tratándose de religión o
de los excesos mundanos.
Todos ellos tienen su mundo aparte y corren con suerte porque
por lo menos tienen en donde vivir (aunque ellos se las averiguan
para sobrevivir). Algunos viven de la caridad que les otorgan “las
damas de sociedad”; otros van vendiendo sus pertenencias para ir
sorteando su situación; y otros más trabajan —en la medida de sus
ya escasas fuerzas— haciendo tortillas para vender, sembrando maíz
en “ecuaritos”. En fin, que aun y cuando tienen hijos o nietos pareciera que éstos no existen. Y lo más doloroso es que ellos lo saben
y algunos llegan a reconocer que “nomás están esperando a que me
muera para echar mano de esto poquito que Dios me ha dado licencia tener”.
Si viera qué cochina es mi bisabuela —alguien me dijo, refiriéndose a una anciana de noventa y ocho años de edad—. Ya tiene
tiempo que le ha dado por “hacerse”. Y ve usted que mal huele su
cama, pero ella no quiere que le hagamos la limpieza, dizque porque le
queremos robar lo que tiene en ese baúl. Pero, ¿sabe? No tiene nada.
No hay paciencia para tratar a los viejos. Ellos fisiológicamente
retroceden, sufren atrofia en distintas partes del cuerpo e inclusive
psicológicamente resienten cambios. Pero parece que los hijos o los
nietos no están dispuestos a adaptarse a sus transformaciones para
ayudarlos.
Vivimos en una sociedad con una actividad más intensa, en donde
resulta comparable la rapidez de la vida del que está “en edad” con una
liebre, mientras que con el que ya “dejó de merecer” una tortuga.
Pero es aún más triste ver la falta de respeto que se tiene a los
ancianos y ancianas. Esto me hace pensar que se reproducen formas de conducta ancestrales en las que los ancianos sólo son objeto
de burla o vistos como delincuentes.
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Una vez un niñito muy bonito se rió conmigo —dijo doña Cata,
una anciana de noventa años— y lo quería yo agarrar; y él decía “¡ay,
no, no!”. Quién sabe cómo oyó la mamá. Y me dijo: “Oiga, ¿qué
usted no es robachico?”. Le dije: ¡Ay no, señora! Nomás que me
cayó en gracia el niño y él me dio una manita y yo le di la mía.
¿Usted creía que yo me iba a llevar a su hijo? No, no.
Y es que los ancianos que están en el completo abandono, generalmente andan sucios, andrajosos; huelen mal, casi siempre andan
pidiendo limosna; el lugar donde viven está desaseado, lleno de trebejos, de cosas que les regalan las gentes, lo que sobra, lo que en sus
casas ya no sirve. Al anciano: cosas viejas, sobras de comida, un
peso de limosna para acallar nuestras conciencias, para que no se
diga que no somos “buenos cristianos”.
Pero resulta aún más terrible descubrir que hay quienes envían a
su madre a pedir limosna, en efectivo o en especie, para alimentarse
él, sus hijos y su esposa con aquellos pedazos de pan, tacos o frutas
que aquella mujer pacientemente fue recolectando de casa en casa
en una bolsita, que lleva a propósito para esto. Mientras él —el
hijo— se gasta el fruto de su trabajo diariamente en alcohol.
Hasta ocho cervezas se toma —alguien dijo—. Ya ni la amuela;
cómo quiere que sus hijos estudien, si los trae muertos de hambre.
Ahí verá a la pobre madre acarreándoles comida de aquí y de allá.
¡Ese maldito vicio que degrada a la gente!
Doña Esperancita, doña Catalina, don Juan, qué importa el nombre, la mayoría de los ancianos se encuentran en el total abandono.
Algunos todavía tienen la capacidad de desplazarse y otros no, se
encuentran arrinconados en sus cuartos oscuros y sucios, llenos de
cosas inútiles; como si formaran parte de todos esos objetos que ya
no sirven en la vida cotidiana de una casa, en donde la actividad
cada día es más dinámica y tendiente a desechar con más rapidez no
sólo los objetos, sino los valores humanos. Pero muy a pesar de esa
dinámica, a la mayoría de estos ancianos los podemos ver en todas
partes de Jiquilpan; me imagino que con su presencia es como si se
negara a morir el viejo Jiquilpan y sus tradiciones, y de hecho, ellos
son los portadores de todos esos recuerdos. Ellos poseen esa magia
de reproducir el pasado no sólo con su presencia, sino al hablar de
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sus historias, de sus leyendas, de sus tradiciones. Poseen esa magia
de transportarnos al pasado, como si fueran poderosas máquinas
del tiempo, pero vivientes, palpables, tibias, con una cálida y muy
particular visión de su pasado. Los podemos ver sentados en las
bancas de la plaza, dejando pasar el tiempo en las mañanas frescas o
en las tardes cálidas. También se encuentran en el atrio de las iglesias, y con una fe inquebrantable dicen: “Que sea lo que Dios quiera”. Hay a quienes les gusta gozar del paso de los camiones, de los
autobuses, y se sientan en las bancas del puente de la carretera, no
teniendo más paisaje que un río con agua sucia y estancada, llena de
basura, en donde ha enraizado esa planta, que crece como una plaga, llamada higuerilla.
Aunque debo reconocer que hay ancianos que no se dejan vencer por la adversidad del tiempo ni de su condición social. Los hay
que luchan hasta el último momento trabajando aquí y allá para
sostenerse, como en el caso de doña Rosario Lúa, de más de noventa años de edad, quien va desde Tarimoro hasta Sahuayo a comprar
dulces para vender. Otros, con mejor posición, atienden sus negocios, como es el caso de don Amadeo Betancourt Villaseñor, quien
cuenta con setenta y nueve años de edad y que ha emprendido varios intentos en el comercio, dedicado actualmente a la venta de
boletos de avión, logrando de esta forma no depender económicamente de sus hijos o parientes. Dentro de esta categoría se encuentra Pappatheodorou (mi entrevistado), quien numerosas veces tuvo
que trabajar duro para su vejez.
Y es que estos ejemplos nos muestran que muchos ancianos
intentan dignificarse a sí y por sí mismos, pero la sociedad que los
rodea no lo valora.
Pero muy a pesar de ello y por fortuna, los ancianos siguen haciendo acto de presencia ayudándonos a dar una mirada hacia el
pasado.
Parece ser que en Jiquilpan, el mes de marzo, es el mes de las
ilusiones para la gente que cuenta con más de sesenta años de vida
—en el mes de marzo florecen todas las jacarandas.
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Si viera, Lupita, —dice doña Margarita—, todas las jacarandas florecen y el piso azulea, como si fuera una alfombra de flores azules. ¡Ah!
—suspira— Jiquilpan en marzo, si viera qué bonita es esa canción que
dice:
Jiquilpan en marzo
de ensueños vestida
arcón donde guardo
una eterna ilusión.
Te cubren de besos
de las jacarandas
leves como el llanto
de un tierno dolor.
Jiquilpan en marzo,
novia florecida,
donde aquel encuentro
nos hizo forjar
un mundo de ensueños
que se deshojaron.
Yo hubiera querido
nunca despertar.
Qué breve fue el tiempo
de nuestra aventura,
que corto aquel año
de felicidad
cuando me entregaba
su inmensa ternura,
la rosa más pura
de su alma sin par.
Pero estaba escrito
que no sería mía,
que pronto se iría
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para no volver.
Antes que las flores
de las jacarandas
volvieran de nuevo
a besar sus pies…
Desde La Botella, lugar donde está la estatua de Benito Juárez,
se ve todo el pueblo y desde ahí se aprecian todas las calles y sus
jacarandas. ¿Por qué le llaman La Botella? Porque el monumento
tiene esa forma —me dijeron—. Pero también aquí en este lado se
llevó a cabo la Batalla de la Trasquila en 1864, en donde las fuerzas
republicanas contuvieron la invasión del ejército francés. El lema
final fue “Morir es nada cuando por la Patria se muere”. Y sí, murieron muchos en esa batalla. Pero se hace difícil creer que a un
siglo de distancia no se le dé importancia a este hecho y se escuchen
comentarios como este: “Yo no sé por qué nuestros antepasados
contuvieron a los franceses en La Trasquila; si esto un hubiera sucedido seríamos blancos, rubios con ojos azules, así como los de
Sahuayo”. Desde luego que no toda la gente piensa así; pero lo que
pasa en realidad es que hay una lenta pero firme pérdida de identidad. Y no sólo eso, sino que los valores se están transformando
como producto de una sociedad capitalista en donde se comercia
con todo. Si se viste bien, si se es bonita o guapo, si se tiene dinero,
se puede tener un buen empleo, o un buen trato de matrimonio o
hasta ganarse el respeto de la sociedad.
En ese mismo lado, al poniente de Jiquilpan, se encuentran vestigios del pasado más remoto: el cerro del Otero, zona en donde —no
hace mucho tiempo— descansaban los restos de una vieja civilización
prehispánica. Desde ese cerro árido y un poco empinado se pueden
ver las parcelas sembradas de jitomate o de chícharos. Por cierto
que un campesino del lugar me dijo:
Aquí en todas estas tierras cuando andamos arando salen muchos monitos. Yo creo que esa gente no tenía quehacer, ‘onde se
dedicaban hacer todas esas cosas. Pos ya ve ahora uno tiene el tiempo ocupado, no tiene uno nada de tiempo para hacer eso; pos pa’
qué, ya compra uno todo hecho.
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El cerro de San Francisco, el cerrito Pelón, el cerrito Colorado,
son lugares muy conocidos entre la gente de la región.
Hay un bosque plantado por el general Cárdenas.
No, si cuando se hizo ese bosque hasta el clima mejoró —alguien comentó—. El general Cárdenas quería ver al pueblo con
muchos árboles; hasta los de Sahuayo vienen a pasearse los sábados
y domingos. Como ellos no tienen un lugar como éste, pos ahí verá
que no falta el entradero de carros de Sahuayo. Mire nomás, vea
todos esos árboles de La Puertecita, ya los ve todos viejos; pues no,
antes estaban muy frondosos, uno tras otro, se veía tan bonita la
calle y toda empedrada. Viera qué bonito. Ahora mire nomás qué
secos, muchos ya los han tumbado, porque cuando llueve se desprenden las ramas y pos puede matar alguna gente o a un chamaco,
¿verdad? Y vea la calle, ya casi ni empedrada está; todo se destruye,
malamente como se dice, “todo por servir se acaba”.
Entre risas de muchachos y las mujeres tejiendo a gancho o deshilando afuera de sus casas, las tardes de Jiquilpan transcurren apaciblemente, como queriendo ofrecer la quietud de años anteriores,
que hoy se ve interrumpida por camionetas traídas del norte que
pasan a toda velocidad y con una estremecedora música que lastima
los oídos y rompe con la paz de los viejos habitantes de Jiquilpan.
Cuando llegan los emigrados el ambiente del pueblo cambia,
hay un clima de zozobra; pues los habitantes temen por su seguridad. Y se dejan escuchar comentarios como éste:
No, si esos emigrados se sienten dueños del pueblo, nada más
llegan a emborracharse y a escandalizar, desde que anochece hasta que
amanece. Como allá en Estados Unidos los tienen muy reprimidos,
pues aquí vienen como caballos desbocados, haciendo todos los males
posibles, que los gringos no les permiten hacer en su país.
Y pues la mayoría son gentes de rancho, sin cultura, que regresan sintiéndose la gran cosa. Yo quisiera que usted los viera
jodiéndose como burros, sufriendo muchas humillaciones para
ganarse los dólares. Allá ni quieren hablarle a uno, se hacen los que
no saben hablar español —si uno les pregunta algo en la calle—.
¡Condenados indios patas rajadas igual que yo! De veras da coraje
todo eso.
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Pues la emigración es un problema que ha afectado a la vida del
pueblo; el costo de la tierra y de los bienes inmuebles se ha incrementado, y no se diga otras cosas; por la renta de una casa cobran
cantidades elevadas, y todo eso, dicen, “gracias a los emigrados que
vienen y compran las casas a cualquier precio, como traen dólares… pues no les duele el precio a que se las den”. Pero también la
inmigración de estudiantes y profesionistas (amén de otros) ha influido de la misma forma, pues ven en éstos algunos comerciantes
y caseros “un negocio redondo”. Ello, a fin de cuentas, también
afecta al resto de la población tanto en su presupuesto como en sus
costumbres, ideas, etcétera.
Parece simple y a veces hasta chusca esta realidad, pero la verdad es que —como ya dijimos antes— se van transformando los
valores. Pero a pesar de eso aún podemos percibir esa “hibridación” —si así se le puede llamar— de costumbres y esa convivencia
entre los jóvenes de una distinta forma de pensar, de actuar, “de
ser”, y los viejos, portadores de vivencias históricas, románticas, de
los prejuicios de antaño, añoranzas de la moral del pasado, “que no
volverá” como muchos dicen. En fin…
Pueblo que tiene una mezcla de provincianismo y modernidad,
de lo rural y lo urbano, de lo viejo y lo nuevo, que se conjugan para
ofrecer este Jiquilpan en donde me recordaron otra vez que vive un
griego que trajo el general Lázaro Cárdenas a finales de los años
veinte.
IV
¡Por fin! Llegó el mes de marzo y el día 11 el licenciado Luis Prieto
me puso en contacto con el señor Theodoro Pappatheodorou. Me
presentó con él por teléfono; la impresión que me causó fue buena,
me pareció una persona muy amable. Y lo primero que me dijo fue
que llegó a Jiquilpan en 1929.
Le comenté al señor Theodoro —nombre con el que se le conoce en Jiquilpan— que me interesaba tener una conversación sobre sus experiencias en México y en Jiquilpan. Y sí, mostró mucha
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disposición para que se realizara la entrevista. Me dijo que prefería
que se efectuara en su casa, pues él se ocupaba por las mañanas en
limpiar su jardín y arreglar sus árboles, cosa que desde luego no
podía dejar de hacer. Me comentó además, con tono de tristeza,
que le habían robado en su casa algunos objetos y dinero, que no
valían gran cosa y agregó:
Lamento que haya este tipo de acciones en un pueblo tan pequeño, que era seguro antes. Pero, ¡en fin!, estas cosas no tienen
remedio, mientras no haya orden. Pero, bueno, qué le parece si nos
vemos a las diez de la mañana en mi casa. Si toca y no le abren,
entre usted; tiene autorización de hacerlo, sólo quite la cadena que
está sobrepuesta en la reja.
Pues así quedamos. Ese mismo día fui a visitar a la señorita Margarita Murgo y al señor Juan Murgo, y lo primero que me dijo doña
Margarita fue:
—¡Albricias!
—¿Por qué? —le contesté bastante extrañada.
—Porque ya está aquí Pappatheodorou.
—¡Ah! sí, ya platiqué con él por teléfono. Mañana voy a entrevistarme
con él.
Esta actitud de doña Margarita me dio mucho gusto porque me
di cuenta que existía gente que seguía con interés y entusiasmo mi
trabajo. Ella sabía lo importante que era para mí conocer a Pappatheodorou; como si adivinara que de ello dependía la elaboración
de un buen trabajo. Y es que ella me había advertido:
Ese hombre sabe mucho; ha trabajado en muchos lugares y ha
sufrido mucho, hasta que, ya ve, ahora vive bien, sus hijos también.
Son buenas personas todos ellos.
Y, pues, todo esto para mí significaba un gran apoyo moral y no
sentirme extraña en esta tierra, como una exiliada.
Al otro día (martes 12), el licenciado Luis Prieto me acompañó
en la primera entrevista con Pappatheodorou. Por cierto que él se
encontraba barriendo su jardín. Abrimos la reja y lo saludamos.
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—Buenos días, ¿cómo ha estado?
—Bien —nos contestó amablemente—. Pasen, vengan por aquí…
Y nos guió hasta un pequeño quiosco con una mesa redonda en
el centro y rodeada de sillas; todo el conjunto (quiosco, mesas, sillas) pintado de blanco con cojines discretamente estampados con
flores. Alrededor del quiosco se veían plantas, árboles frutales y
jardines.
Nos ofreció asiento y nos empezó a platicar inmediatamente:
Estoy barriendo porque no hay quien haga el aseo. ¡Y qué bueno que no haya! Cuando llegué a México no sólo había servidumbre, sino hasta esclavos.
Mientras él platicaba yo trataba de observarlo y de no perder
detalle de sus gestos, sus actitudes al hablar de distintos temas; noté
que le indignaba mucho la situación en que los trabajadores de la
hacienda de Guaracha se habían encontrado; con notoria tristeza
en su semblante también platicó de su exilio —como él lo llama—
en su propio país.
Mientras él narraba su vida a grandes rasgos (detalles de la guerra en su pueblo, la salida de Grecia, la llegada a México, a Jiquilpan,
etc.), yo iba planteándome la estructura de su entrevista; aunque
tenía un cuestionario que aplicaba en el común de las entrevistas.
Supe que en este caso la estructura de la misma tenía que ser un
poco distinta. Después se me ocurrió dividir el trabajo en cuatro
capítulos: I. Su vida en Grecia, II. México, III. Jiquilpan, IV. Sinaloa.
Pero en el transcurso de las entrevistas me enteré que antes de ir a
Sinaloa, había estado trabajando en Tierra Caliente (Los Charcos) y
a esta parte de su narración decidí ponerla como cuarto capítulo y
como quinto capítulo la experiencia en Sinaloa; desde luego que
con sus respectivos incisos, que se fueron definiendo una vez que
se terminó la primera fase de grabación.
Al tener la primera entrevista con Pappatheodorou, tuve la necesidad de llevar un diario en torno a mis impresiones de cada día y
de las charlas al margen de la grabación. Y creo que esto me fue de
mucha utilidad porque me permitió acercarme más a la personalidad de
este griego, que aunque es franco, no deja de poseer ese síntoma de
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desconfianza que nos caracteriza a la mayoría cuando hablamos con
extraños y más tratándose de grabar una conversación.
Así que ese diario me permitió presentar los detalles que envuelven la vida cotidiana de mi entrevistado. Él es un hombre alto, un
poco robusto; para su edad octogenaria conserva en su personalidad energía y firmeza, no sólo al hablar, sino al ejecutar trabajitos
—como él los nombra— como arreglar el jardín de su casa y los
públicos de Jiquilpan, al podar los árboles, etc. Es un anciano de
apariencia serena, canoso, con una frente amplia, orejas bastante
grandes, ojos vivos; usa lentes y siempre viste sencillamente.
Al hablar, Pappatheodorou inmediatamente atrae la atención de
los demás. Tiene una voz fuerte, clara, en pocas palabras: sonora.
Al oírlo hablar noté que dominaba nuestro idioma, puesto que podía y puede sostener una conversación perfectamente; pero al escuchar su pronunciación veo que aún conserva ciertas peculiaridades
que son muy notorias en las personas que vienen de otros países y
que son las que los delatan como extranjero. Tengo la impresión
que mucho tiene de los árabes al pronunciar el español, pues frecuentemente se le escapa el artículo lo para referirse indistintamente
a los géneros masculino o femenino.
Otras peculiaridades que lo delatan como extranjero son, por
ejemplo: que sustituye la e por la i (para decir Checoslovaquia dice
Chicoslovaquia). Frecuentemente marca con suavidad la r combinada con un sonido gutural que apenas si se percibe (no es tan
marcado como cuando un alemán o un francés habla el español),
por ejemplo. para decir orilla, adherida o naturalmente, dice: orrilla,
adherrida, naturralmente.
Con frecuencia hace uso del pos y del ¡hombre!; expresiones
idiomáticas que son muy comunes en nuestro país.
Estas son unas cuantas características de su pronunciación, y
manera de platicar, las cuales no son un obstáculo para escuchar
horas y horas el relato de sus experiencias.
Theodoro Pappatheodorou es originario de Mandritza, pueblo
que está ubicado al noroeste de Grecia (que se encuentra al sureste
de Europa, en la parte meridional de la Península Balcánica). En los
mapas aparece dentro de los límites geográficos de Bulgaria.
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Durante las veintiún entrevistas grabadas que tuve con Pappatheodorou, llegué a conocerlo un poco. Pero no sólo por lo que él
informaba al grabar, sino porque acostumbrábamos tener una conversación, casi siempre —como ya dije— antes de comenzar a trabajar; y creo que es en estas pequeñas pláticas como llegué a conocer detalles de su personalidad.
Iniciamos nuestras grabaciones en el mes de marzo y el calor ya
se había hecho presente en Jiquilpan. Pappatheodorou, todas las
mañanas, sin faltar un día, se ponía a arreglar su jardín y a regarlo;
en esta actividad siempre lo sorprendía al llegar. Y es que este señor
le tiene un inmenso amor a las plantas.
Recuerdo que antes de iniciar nuestras grabaciones, una mañana
él me mostró el interior de su casa…
Mire —me dijo—, quiero enseñarle mi casa, para que conozca
el lugar donde vamos a trabajar y así ver qué lugar es el más adecuado para la entrevista.
Pasamos al interior de su casa. Al entrar me causó muy buena
impresión: tiene suficiente luz, está limpia, ordenada, bien distribuida en su construcción y con numerosos detalles decorativos.
Pappatheodorou me mostró pieza por pieza; haciendo destacar
desde luego, lo que a él le gusta más de su casa. Por ejemplo, me
señaló dos cuadros que tenían pintados unos templos griegos; uno
de ellos era el templo de Zeus y la Acrópolis y el otro el Partenón.
Majestuosamente hacía presencia la Grecia antigua en las paredes
de su casa, que también están decoradas con objetos y motivos
griegos, búlgaros, etc.; tanto pasillos como muebles se encuentran
decorados con éstos, haciendo combinación con objetos de la región, lámparas, maceteros y algunas otras cosas que logran conjugar una síntesis de su presente y su pasado, una síntesis de cultura
europea y mexicana.
Observé todo con detalle. La verdad es que su casa es agradable
a la vista, se antoja pasar una tarde de invierno o de lluvia en la
pequeña sala, que tiene una puerta amoldada como ventana que da
a uno de los jardines. En esa reflexión estaba cuando doña Margarita Betancourt —esposa de Pappatheodorou— me interrumpió:
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—Acabamos de llegar —muy apenada me dijo— y todo está sucio,
¡qué pena! Los cuartos de arriba están sucios.
—No importa —le dije, con una actitud despreocupada y dándole
confianza—, no se fije; es lógico que la casa se encuentre así después
de tanto tiempo de estar cerrada.
Así que pasamos a una de las recámaras y me mostraron una
pintura de una Virgen, que según calcula dona Margarita, ha de
tener una antigüedad de de ciento cincuenta años. La pintura se
conserva muy bien, no pareciera ser tan antigua.
Salimos de la casa y Pappatheodorou me fue mostrando paso a
paso su jardín, o como él lo llama, “mi huertita”. En ella hay árboles
de manzanas rojas y amarillas, de limones, granados, limas, aguacates, mangos, toronjas; vástagos de plátanos, plantas de uvas, plantas
de piñanona. Por cierto que este fruto yo no lo conocía; tiene la
apariencia de una granada explosiva, pero larga; la cáscara es parecida a la de la piña y cuando está madura es color amarillo con anaranjado y tiene un extraño sabor a piña o a guanábana e incluso a
durazno… es una mezcla de sabores. Desde luego no podían faltar
los olivos, aunque dice Pappatheodorou que nunca han dado frutos. También hay albahaca traída de Grecia, hay rosas, en fin, que es
una huerta pequeña pero en producción. Pude apreciar las frutas y las
llegué a probar; son deliciosas porque significan el producto del esfuerzo de una persona que le tiene un inmenso amor a la naturaleza.
En otra ocasión fui a la casa de Pappatheodorou, pero él no se
encontraba y empecé a platicar con doña Margarita. Ella es una
mujer de edad avanzada, de carácter recio, pero amable y educada,
aunque no tan platicadora y abierta como su esposo. Sin embargo,
sostuvimos una plática informal. La fuerza de costumbre me condujo a preguntarle acerca de su pasado. A doña Margarita, al igual al
igual que a Pappatheodorou, no le cuesta trabajo dar respuesta a
mis preguntas; ella platica con mayor sencillez de sus paseos a caballo y de las lecturas que hacía. De pronto se paró y comenzó a mostrar las antigüedades que heredó de su abuela; sacó de su vitrina una
caja de cristal cortado y me dijo:
De esta caja sólo hay una, en un museo de la ciudad de México;
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ésta que ve usted perteneció a mi abuela. Como podrá ver es de
cristal cortado; este material que tiene alrededor no sé de qué sea.
Sacó copas, saleros, vasos de diseños muy bellos; todo esto lo
guardaba en una vitrina del comedor y todos los objetos que había
en ella eran de cristal cortado. Me mostró también unas artesanías
que había traído de otros países, sobre todo de Grecia y Bulgaria.
Se nota de inmediato que doña Margarita le tiene un aprecio
enorme a cada una de las cosas que decoran su casa porque significan recuerdos de sus antepasados y de sus viajes. De alguna manera, ella detiene entre las paredes de su casa un poco de la esencia de
lo que fue la familia Betancourt Villaseñor, prominente durante los
tiempos de Porfirio Díaz.
En otra ocasión, Pappatheodorou y yo nos vimos para iniciar la
primera grabación. Se le veía preocupado por encontrar el lugar
más adecuado para iniciar nuestras entrevistas:
—Mire, he pensado que será mejor que vayamos al departamento del
fondo para que no haya interrupciones.
—Me parece bien, además vamos a tener un bonito paisaje; mire, desde aquí se ve toda la huerta.
—Je, je, je. Sí, ¿verdad?
Abrió el departamento —como él lo nombra—. Nos instalamos en la sala. Prendí la grabadora: “AHOCLC-Z1. Inicio de la
primera sesión con el señor Theodoro Pappatheodorou, realizada
por Guadalupe García Torres, el 18 de marzo de 1985 en Jiquilpan,
Michoacán”. Y comenzamos con preguntas: la fecha de su nacimiento,
nombres de sus padres, sus hermanos, recuerdos de su niñez…
Entusiasmado, Pappatheodorou no dejó de hablar durante tres
horas; tenía una expresión muy especial, como si estuviera viviendo su pasado en ese instante. El relato se vio interrumpido con la
llegada de su esposa, quien acudió a “rescatarme” —como ella dijo—.
Al otro día fui a casa de Pappatheodorou para grabar la segunda
sesión. Como ya dije, se encontraba barriendo las hojas de los árboles, que caían en forma abundante debido a que era la temporada en
que había mucho viento y los árboles tiraban sus hojas secas, para
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dar paso a lo nuevo, a lo verde, como señal de que una nueva estación sentaba sus reales sobre esta región.
Pappatheodorou sonrió al verme llegar. Dejó a un lado su escoba de alambre, recargada sobre un árbol, y dijo:
—Buenos días, ¿cómo ha estado?
—Bien, muy bien…
Se acercó y me ayudó con la grabadora. Llegamos al departamento que estaba al fondo; y todo indicaba que éste sería nuestro
lugar de trabajo; porque había silencio y resultaba difícil que el ruido de los camiones o de la gente que pasaba por la carretera se
sintiera hasta ese lugar. E inmediatamente comenzamos a grabar.
Pappatheodorou no es una persona difícil de tratar; siempre está
dispuesto a trabajar. Toma el micrófono y comienza a hablar. En
realidad no me cuesta nada obtener respuesta al preguntarle; es una
persona llena de recuerdos y experiencias. Me comentó que tenía
recuerdos desde los dos años de edad. Conserva fresca su memoria y
conforme va recordando se emociona y salen esos recuerdos, al igual
que un mago saca de su sombrero flores, mascadas, conejos y naipes.
Es bastante buena su memoria octogenaria: al igual que recuerda su niñez en la bella Mandritza griega, recuerda tristes pasajes de
la Guerra de 1912-1913 en su país; lo mismo de la terrible Primera
Guerra Mundial. Todo ello entrelazado de alguna manera con su
vida cotidiana, anécdotas tristes y alegres.
Su interés por rescatar las experiencias vitales propias lo llevaron incluso a hacer pequeñas anotaciones en un papel en donde él
enumeraba las cosas que le parecían interesantes de platicar.
Mire usted —me dijo—, no sé si sirva esto, pero me gustaría
comentar algunas costumbres de mi pueblo.
Así que con sus anotaciones y las preguntas del cuestionario
logramos conformar sus memorias, en una forma más o menos
completa y detallada.
Él hablaba y hablaba, mirando siempre al jardín con la mirada
puesta en un punto invisible, como queriendo arrancarle al pasado
cada uno de los detalles de sus experiencias. Se veía en él una ausen39
cia total del lugar de grabación y su atención siempre puesta en el
pasado, en la inmensidad de sus recuerdos.
Recordamos las canciones de su pueblo. Cuando cantó algunas
en griego antiguo, se emocionó tanto que casi llegó a las lágrimas.
Se le rasaron los ojos.
¡Cuántos recuerdos! —dijo— ¡Cuántas cosas!
Pappatheodorou suspiraba con nostalgia, como si quisiera retroceder el tiempo y atraparlo en ese instante. Afloraba ese sentimiento característico de todos los griegos que vemos a través de su
música impregnada de una fuerte mística, como si con ello pudieran traspasar las barreras del tiempo para darle un lugar siempre en
el presente, recordando viejas leyendas de amor, de paz. Esto me
hizo pensar en unas palabras de otro griego, Theodorakis:
La música —dijo— es el alma del pueblo griego, forma parte de
su lucha […] le gente sencilla […] siempre mezcla su sentimiento
religioso ortodoxo con el sentimiento nacional.
Para Pappatheodorou, según confesó, recordar no es fácil, pues
su niñez y su juventud las vivió entre la guerra y el exilio; la miseria
y la enfermedad hicieron presa de su familia a tal grado que perdió
a su madre y a su hermanito, recién nacido. Y todo esto después de
que en su pueblo y en su hogar vivían una vida normal y, por qué no
decirlo, con felicidad. Lo tenían todo: casa, trabajo, comida, escuela; era una familia integrada que gozaba de la vida cotidiana en el
pueblo, entre gritos de muchachos, fiestas y bailes de la región, acostumbrados a vivir directamente de la naturaleza. Y todo eso se vio
cegado de repente por la guerra. No cabe duda que Pappatheodorou tiene la sensibilidad que caracteriza a esos seres que sufren el
horror de la guerra y aprecian cada minuto de vida, y vivirla plenamente es el objeto.
El trabajo —dice— es una distracción, un pasatiempo, pero
además fructífero; el trabajo ahuyenta los malos pensamientos.
Y tiene razón Pappatheodorou al decirlo; porque, quizá el trabajo fue para él, en determinado momento, un refugio para sobreponerse a su experiencia, aparte de serle algo muy natural, pues es una
persona activa con una tradición de siglos en cuanto a la concepción del trabajo productivo.
40
Nuevamente instalo la grabadora y seguimos los recuerdos de
Jiquilpan, Uruapan y Nueva Italia. Porque Pappatheodorou también estuvo en Nueva Italia, conoció la famosa hacienda de los Cusi.
Con entusiasmo describe la hacienda y no sólo ésta, sino también la
de Guaracha. No cabe duda, es un hombre de campo; describe paso
a paso la técnica de los cultivos de algunos productos y trata de ser
minucioso en la conversación, y de hecho lo consigue.
Él es una persona que siempre se ha preocupado porque Jiquilpan
se encuentre bien y ha cooperado en la reforestación del pueblo.
Por cierto que en una de sus conversaciones me comentó que él
había plantado todas las moreras que existían en la carretera; hasta
hubo un lugar que se le llamó La Morera, porque ahí plantaron gran
cantidad de esos árboles para el cultivo del gusano de seda. Inclusive, aún preocupado por los jardines de este pueblo, un día le pregunté a su esposa que dónde se encontraba Pappatheodorou y me
dijo:
Fíjese que no está, anda arreglando el jardín que está enfrente de
la Casa de la Cultura, porque dice que está muy feo y ahí anda en
eso.
En otra ocasión llegué a casa de Pappatheodorou y abrí la reja;
salió su hija y me dijo:
—Buenos días.
—Buenos días, ¿y tu papá?
—Se encuentra por ahí.
—Seguramente viendo sus plantas, ¿verdad?
—Sí.
Efectivamente, Pappatheodorou se encuentra revisando las frutas
de sus árboles, observa pacientemente su nacimiento y desarrollo.
—Papá, aquí te buscan —le dijo su hija Anna.
—Acá estoy.
—Buenos días, ¿cómo ha estado?
—Bien.
—Mire, venga. Estas hojas del cafeto están manchadas porque tienen
41
un gusano por en medio de la hoja, dentro de la hoja, que se la va
comiendo y la hoja se va secando. Esto sucedió porque yo no estaba
aquí, y no pude atacar la plaga a tiempo. Pero esto se arregla con el
Folidor.
—Bueno, vamos a trabajar, hay tantas cosas que decir que… bueno…
en fin.
Al finalizar la grabación, Pappatheodorou comenta al margen,
con tristeza y coraje, el mal fin que tuvo el proyecto del gusano de
seda, y todo por políticas y ambiciones. Y dice que es agricultor
aquél que sabe que sabe trabajar la tierra, que conoce de técnicas, de
lo contrario, esto va al fracaso. Después dice, de repente, como
transportado en un mar de ideas:
¡El año de Oro! ¡El año de Oro! Le dije a mi esposa: “no quiero
más dinero, porque he sufrido tanto en México que con lo que
tengo basta”.
¿Sabe? Los chiles se vendían a veintidós dólares la caja, el tomate a doce dólares la caja.
En ese año gané más de tres millones de pesos. ¡Qué barbaridad!
Sabe, cuando me iba a casar con mi esposa yo pensé que como
era hija de rico, pues… que le iban a dar su dote y no, no fue así.
Todo lo que tuvimos yo lo hice con mis propias manos a base de
esfuerzo, de sufrimiento.
Y terminó diciendo:
La vida es una ilusión, si no fuera por la esperanza y la ilusión no
viviríamos.
Da lástima ver cómo se van perdiendo los árboles en Jiquilpan,
por más que les digo no hacen caso; quizá hasta comenten que
estoy loco. Pero va a llegar el día en que Jiquilpan se quede sin
árboles.
Pappatheodorou muestra desilusión y cansancio, pero no se siente
vencido en la lucha por defender a la naturaleza del hombre destructor.
Él tiene bien claro lo importante que es describir paso por paso
todo lo que vio y vivió en su caminar por México. Desde luego que
su memoria ha seleccionado lo más importante y de mayor trascen42
dencia en su vida. Jiquilpan, Tierra Caliente y Sinaloa son lugares
que determinaron un viraje total en su vida. Y decimos esto porque
entre 1932 y 1940 logra una estabilidad completa y su integración a
la sociedad mexicana sucede entre estos años.
La propia situación del país durante las décadas de los treinta y
cuarenta, época que ofrece alternativas para programas productivos, va a influir indirectamente en que Pappatheodorou logre alcanzar cierto éxito como agricultor, sobre todo en Sinaloa. En los
años cuarenta, que es cuando se da la concentración de grandes
extensiones de tierra y las puertas abiertas al capital extranjero y al
desarrollo de exportaciones. Lo que en última instancia permitió
que con ese impulso en la rama de exportaciones se favorecieran
los agricultores griegos con sus productos agrícolas (tomate, bell
pepper, etcétera).
Pero además de los valores materiales o económicos alcanzados
por Pappatheodorou, se encuentra algo muy importante, y es la
conformación de una familia propia; cosa que le costó mucho trabajo pues tuvo que vencer las barreras de los prejuicios y los dogmas religiosos que en aquella época envolvían a la sociedad cerrada
del México de antes.
Sin embargo, tuvo que dar algunas concesiones para lograr su
objetivo, que se sintetizaba en el matrimonio con la persona elegida; y por qué no decirlo, esto significaba otra forma de cumplir un
requisito de integración a esta sociedad.
Así que Sinaloa significó para Pappatheodorou la síntesis de sus
esfuerzos como agricultor de tradición que ha sido; y desde luego la
posibilidad de darles una formación sólida a sus hijos, que ahora se
enfrentan ante la resolución de problemas distintos, pero nunca
parecidos al trabajo de hormiguita que realizó su padre. Y quizá en el
fondo de esto es lo que Pappatheodorou quiere dejar como constancias, como influencia ideológica entre sus herederos.
V
Los recuerdos y la conducción de éstos tiene propósitos bien defi43
nidos; los intereses de cada individuo para recordar o no determinadas cosas; darle una explicación a su presente a través de experiencias positivas o negativas.
La relación que hace Pappatheodorou de sus personajes va mucho más allá del recuerdo contable, tiene inmersos una serie de valores sentimentales; rescata el valor humano de las acciones, por
ejemplo de un doctor Alvarado, gente honesta, o como el propio
general Lázaro Cárdenas. Logró ver que Pappatheodorou no idealiza al general Lázaro Cárdenas. Narra anécdotas que están relacionadas con el general desde que lo conoció. Lo describe pero sin
ninguna intención de exaltar su figura.
Curioso es ver que en su narración Pappatheodorou hace resaltar el trabajo no sólo de él, sino de los demás. Siempre compara el
pasado con el presente, en un intento por valorar las obras que
están bien hechas y con una intención de mejorar el presente.
Pero además no hace más que recordar un sinfín de detalles, de
lucha desesperada por alcanzar un buen lugar en esta sociedad, cuya
idiosincrasia chocaba con su forma muy particular de ser. El trabajo es lo importante, la base de la riqueza y del éxito. Odia la burocracia y admira a la gente que trabaja. Pappatheodorou en el fondo
es una persona que cree en el esfuerzo propio como medio de riqueza (no hay que olvidar que él perteneció a una sociedad fincada
en la pequeña propiedad como forma de explotación de la tierra).
El que organiza es el que lo merece todo. Debe haber instituciones
y hombres honestos que las manejen. Eficiencia ante todo. Pero
además en su forma de pensar se da el lujo de ser democrático.
Él no hace más que conducir todos sus recuerdos hacia la explicación de cómo fue logrando la etapa de prosperidad en Sinaloa.
VI
Del desarrollo de la entrevista (1985-1986) transcurrieron varios meses
en que no nos comunicamos normalmente Pappatheodorou y yo.
Su viaje a Sinaloa —como acostumbra hacerlo cuando se acerca
el invierno, cada año— impidió que continuáramos las conversa44
ciones. Sin embargo, después de que regresó lo vi de lejos y tenía
una apariencia de fatiga, sobre todo en su expresión, caminaba como
si estuviera ausente del lugar que va pisando, inmerso en sus problemas. Doña Margarita, su esposa, se encontraba delicada de salud
y era esto lo que a don Theodoro le preocupaba. A pesar de ello me
enteré que él hizo un esfuerzo por revisar el borrador de la entrevista; eso lo supe cuando lo visité. Por cierto, ese día se encontraban desayunando en la cocina su hija Anna, su esposa Margarita y
él; pude ver que la señora tenía un semblante diferente, pálida,
introvertida. Me dio la impresión de que prefería estar sola; pero de
cualquier forma me recibieron amablemente y me invitaron a tomar un café.
Pappatheodorou se veía muy entusiasmado y comenzamos a
platicar sobre el plan que yo tenía para hacer la introducción de sus
memorias y le decía que era indispensable para mí conocer las costumbres y formas de ser de las regiones en que él ha radicado. Al
respecto me dijo:
Sí, tiene razón, de un lugar a otro cambia muchísimo, por ejemplo entre Jiquilpan y Sahuayo hay una gran diferencia, ya no se diga
entre estos dos pueblos con Sinaloa. En Sinaloa la gente es más
abierta, tiende más a ayudar desinteresadamente. Si usted conoce
un día a una apersona de allá, al día siguiente lo trata como si fueran
amigos de años. Quizá esa forma de ser franca, abierta, sea uno de
los motivos de la prosperidad de la región. Creo que por ser así es
que el progreso en Sinaloa ha entrado. No hace mucho que a Sinaloa
le decían el estado torpe, porque tenía poca población. Hoy ha emigrado mucha gente a Sinaloa y es el estado más próspero del país.
En cambio en la región del Bajío, que comprende parte de Jalisco,
Michoacán, en fin, son muy cerrados, siempre están a la defensiva,
son egoístas e hipócritas. Quizá esto se deba a problemas desde la
Colonia. Ya ve usted cómo los tenían cuando había haciendas; ese
puede ser el motivo de que sean así, porque carecían de todo. En
cambio, en Sinaloa la gente es más despreocupada, tiene qué comer
y dónde vivir. A mí me gusta mucho Sinaloa, la gente es buena y
trabajadora.
Nada más ha de ver a los chamacos aquí en Jiquilpan, no res45
petan nada, maltratan las plantas. Vea cómo tienen la plaza, perece
ser que no entienden que deben respetar los jardines, porque son
de todos.
Hace poco les llamé la atención a unos chamacos que estaban
con una resortera queriendo matar a los pajaritos y les dije:
Vengan, muchachos, vengan, y no se querían acercar, pero por
fin lo hicieron y les dije:
—Miren, no deben ustedes molestar a los pajaritos porque son muy
pequeños y ustedes no se los pueden comer, no pueden sacar provecho de ellos. Además esos pajaritos se comen los gusanos y algunos
insectos que son dañinos para el hombre. Y esos pajaritos, muchachos,
nos alegran con sus trinos, brincan aquí y brincan allá.
Y lo que pasa es que en la escuela no les enseñan a respetar y a
querer a los animales ni a las plantas.
Recuerdo una plática que se decía mucho en Grecia. Eran dos
hermanos; uno estaba casado y otro se iba a casar. Entonces los
dos trabajaban y tenían ahí sus manojos de cereales en una bodeguita
almacenados.
El hermano casado fue y se acercó a los manojos y dijo: “Voy a
echarle este manojito a mi hermano porque él está haciendo muchos gastos para ahora que se va a casar y, pobre, necesita”. Después fue el otro hermano, el que se iba a casar, y dice: “Voy a poner
este manojito a mi hermano porque él necesita, está casado y tiene
hijos y yo, pues estoy soltero y no necesito”. Así que los dos hermanos se ayudaban, pero es que así habían sido educados. Ahora no,
hay puro egoísmo y ambición.
Yo me he topado con diferente gente, buena y mala, hasta con
borrachos y yo lo único que hago es ser prudente.
Cuando veo que dije una palabra que molestó al otro, pues lo
único que hago es decirle, “pues perdóname” y no lo vuelvo a decir.
Pero aquí los mexicanos son muy aferrados y antes de decir “perdóname” prefieren irse a la tumba ¡je, je, je! Así son.
Vi a Pappatheodorou un poco menos optimista que el año anterior.
La enfermedad de su esposa lo tenía muy preocupado. Sin embargo,
46
con todo y sus problemas, él se encontraba dispuesto a revisar la entrevista. Su hija Anna lo estuvo alentando y él mismo lo reconoce.
Nos despedimos y me dio unos libros que trajo de Sinaloa para
que los leyera.
A ver de qué le sirve, señora —me dijo con cierto optimismo.
VII
En las últimas entrevistas que tuve con Pappatheodorou, noté una
marcada insistencia por que su material grabado tuviera trascendencia. Él piensa que de algo puede servir que lean sus experiencias, pero hace resaltar que le interesa más que ese material llegue a
manos de sus hijos y de sus nietos; como testimonio de un hombre
que sufrió muchas calamidades en su país y en esta tierra que lo vio
madurar como hombre y como padre.
Esa insistencia de Pappatheodorou por recuperar materialmente su pasado —hasta hace poco oculto en un lugar de su memoria—, hoy plasmado literalmente, me hizo pensar: ¿qué resortes
moverían a este griego a aceptar la entrevista? Y sobre todo en el
empeño que le puso a cada una de las sesiones al ir narrando pacientemente algunos hechos concretos de su vida.
Y llegué a la conclusión que dos factores influyeron determinantemente en la elaboración de esto que he intitulado ahora como
Memorias de un inmigrante griego, llamado Theodoro Pappatheodorou.
Estos dos factores a que me refiero son; primero, que cuenta
con la edad suficiente como para tener una rica experiencia que se
pretende rescatar a través de la trascripción de sus recuerdos. Generalmente una autobiografía o unas memorias son producto de la
madurez o de la vejez3; porque sólo en esos momentos el individuo
tiene reposo como para poder reflexionar sobre su pasado en un
intento por revivir tiempos que ahora le parecen tan lejanos, por
querer transmitir experiencias muy propias que se entrelazaron como
3
May, Georges. (1982). La autobiografía. FCE: México. (Breviario 372), p. 53.
47
maraña con acontecimientos terribles como la guerra, por ejemplo.
Desde luego que un joven es difícil que inicie sus memorias, porque
su presente activo, dinámico, no lo permite (aunque se han dado
casos); pero generalmente a lo que un joven puede llegar es a elaborar un diario, que en la mayoría de las ocasiones suele ser un poco
inconsistente. Pero a esta edad con la que cuenta Pappatheodorou y
con su experiencia vivida, hacen que él mismo tenga un profundo
interés en dejar constancia de su pasado, de sus vivencias y de su
forma muy particular de rescate e interpretación de los recuerdos.
Pappatheodorou, al iniciar la entrevista (y en otros momentos
durante diferentes sesiones), me comentó sobre el interés que él
había tenido antes de hacer sus memorias, pero que nunca llegó el
momento de iniciarlas. Esto me hizo pensar en que era un entrevistado predispuesto a recordar y que, por consiguiente, el rescate de
sus vivencias no sería difícil, ya que él tenía la necesidad de que lo
escucharan y, sobre todo, de no perderse en el olvido, como tantos
ancianos con una rica experiencia que jamás fue rescatada, ya sea
porque son presa de limitaciones diversas: no saben leer o escribir o
simplemente porque no tienen dinero o no tienen claridad sobre lo
importante que es la transmisión escrita y grabada de sus testimonios. Aunque muchos transmiten a sus familiares oralmente sus vivencias, que quedan como recuerdos de segunda mano en las memorias de esos familiares o amigos. La otra limitación (externa)
para el rescate de la memoria de esos viejos es la que existe en muchos centros de estudios históricos, en donde aún no se ha desarrollado un trabajo de este tipo.
En el caso de mi entrevistado Pappatheodorou, puedo afirmar
que contaba con los recursos económicos suficientes como para
comprar un equipo de grabación, inclusive para imprimir su material; contaba también con la claridad de hacer el rescate de sus experiencias y tenía interés en hacerlo, pero le faltaba algo: la motivación
y la disciplina para hacerlo. Aunado a esto, desde luego, estuvo presente la intervención de una dirección académica para el tratamiento adecuado del rescate de su testimonio; y esa fue la aportación del
Archivo de Historia Oral del Centro de Estudios de la Revolución
Mexicana Lázaro Cárdenas.
48
El segundo factor al que me refiero es: su condición de inmigrante, característica con la que hasta cierto punto me identifico
(aunque yo sufro una inmigración diferente, por estar aún dentro
de los límites de mi país). Pero el compartir esa condición de inmigrante me hace comprender el deseo de Pappatheodorou por querer reafirmar su identidad como mandrichota y aun más como griego, muy a pesar de que lleva cerca de sesenta años en este país.
Así que el hecho de poder sistematizar gran parte de sus experiencias en una narración, es para Pappatheodorou como atrapar
entre sus manos una pequeña parte de su esencia como inmigrante.
Quiero que sepan quién fue Pappatheodorou. Cómo sufrió para
ser ahora lo que es.
Ese deseo escapaba de su mente de vez en cuando durante alguna grabación. Y esto me hizo pensar en que este griego tenía una
profunda necesidad de hacerse presente ante él mismo, ante su familia y ante quienes lo conocieron y conocen, en una forma íntegra,
mezclando en su narración los sentimientos que invaden a todo
aquel que sale de su lugar de origen por alguna razón.
La ansiedad, la tristeza, el dolor, la nostalgia son sentimientos
que se encuentran perfectamente dibujados entre líneas. Y es que
todo hombre, mujer o niño que es inmigrante de una u otra forma
va a experimentar estos sentimientos ante la pérdida temporal o
definitiva de su terruño. Y es que con ello no está tan sólo la pérdida material, sino moral; la familia, los amigos, las costumbres, la
vida cotidiana que antes de partir le rodeó, y que hacen más difícil
aún la salida.
Pappatheodorou fue un inmigrante voluntario, dentro de lo que
cabe, porque el solo hecho de no encontrar alternativa para su futuro en su país, esto hace ya de por sí una razón obligada; aunque la
decisión de quedarse o salir dependía de su voluntad.
Al respecto quiero destacar que Pappatheodorou sufrió dos tipos de migración. Una, la primera, que fue interna y que surge a raíz
de la guerra de los Balcanes; y la otra, que es una migración hacia
otro país, que lo convierte ante nosotros en un inmigrante. La primera migración fue a una edad muy corta, en que tuvo que enfrentarse a una realidad bastante difícil, producto de la guerra y con
49
todas las calamidades y miserias que ésta encierra (pérdidas familiares y territoriales).
Todas esas pérdidas, indudablemente, dejaron una profunda
huella en su carácter, que vino a manifestarse en una actitud positiva, puesto que toda su energía la encaminó a lograr la conquista de
ese mundo que le había sido negado en su infancia al sufrir el desplante —si así se le puede llamar— y el intento de desarraigo de sus
costumbres (como producto de ese cambio). Esto hizo que don
Theodoro fijara aún más en su interior la herencia cultural de su
pueblo y de su familia y, además, desarrollar una fuerza interna que
lo moviera hacia nuevos horizontes.
Y aquí cabe hacerse una pregunta, ¿qué es lo que alimenta el
deseo de partir?4
En este caso, para Pappatheodorou, no es un deseo caprichoso
o algo que se prevé con tiempo, sino que es una situación obligada
por las propias circunstancias que lo rodean (el confinamiento, la
falta de alternativas para un joven con ambiciones como él, etc.) y
que influyeron profundamente en su forma de pensar. Y esto es
precisamente lo que obliga a este joven griego a emigrar en busca
de una vida mejor, ya que su futuro inmediato se encontraba totalmente gris (ante sus ojos). El ejército no le ofreció una alternativa;
la pobreza lo siguió rodeando. La influencia de su tío Ángel (radicado en California) le abrió una ventana al mundo.
Hay que partir hacia América en busca de progreso.
Quizá inconscientemente desafiando la ley de gravedad que rodeó su vida desde la niñez.
En toda mi vida no había visto un día claro.
Emprende esa aventura para disputarle a la vida la decisión de
ser y llegar a ser lo que él quiere y no las circunstancias que en su
país habían determinado para él.
La lucha por encontrar la ansiada tierra prometida hizo de Pappa-
4
Gringberg, León y Rebeca. (1984). Psicoanálisis de la migración y del exilio: México
Alianza: Editorial, p. 73.
50
theodorou un errante en nuestro país. Su caminar por distintos lugares de la República Mexicana no es más que la muestra palpable
de esa búsqueda.
Yo no podía regresar a mi tierra fracasado. Tenía que hacer primero algunos centavos.
Esa idea fue la que lo movió de su país y la que lo impulsó a buscar
aquí y allá la fortuna, que a ratos parecía borrarse de su futuro.
La nostalgia venía por momentos, pensaba en los suyos, en los
que había dejado en aquel pueblo de Salónica. Y entonces volvía a
aparecer en su interior esa voluntad por seguir luchando para un
futuro mejor.
Pappatheodorou dice bien al comentar:
No tenía otra cosa que hacer más que trabajar.
Esta actitud generalmente es de todo inmigrante europeo, la desarrolla como una defensa que —en cierta forma— lo neutraliza de
los recuerdos agradables o desagradables de aquella tierra lejana en
la distancia y en el tiempo, que produce un intenso dolor. Trabajar
es el remedio a todos los males y dice:
El trabajo aleja a los malos pensamientos y además es provechoso.
Está claro que don Theodoro tuvo que sufrir el choque entre su
herencia cultural y las particulares características de los habitantes
de este país. El mito de la famosa Torre de Babel se hizo presente,
obstáculo que logró salvar —relativamente— en poco tiempo, gracias
a su empeño y dedicación poco a poco fue dominando el idioma:
No me costó mucho trabajo aprender el idioma ya que muchas
de las palabras son de origen griego. No hay que olvidar que Grecia
es la madre de todas las culturas.
Ese orgullo de saber que la Grecia antigua influyó en otras culturas lo vivifica, lo reconforta y hace que Pappatheodorou camine
por el mundo sin complejos de inferioridad, siempre seguro de lo
que sabe y de lo que quiere.
En cuanto a la comida no me fue difícil adaptarme porque muchas cosas las comía allá en mi pueblo; como los chiles rellenos, que
fue lo primero que pedí en una fonda en México.
La ventaja de las similitudes entre las costumbres griegas en ciertos aspectos, hicieron de alguna forma a Pappatheodorou menos
51
extraño es esta tierra.
Muy probable es que su ascenso e integración a esta sociedad
mexicana hayan estado sujetos a su condición de extranjero y al
hecho de encontrarse con paisanos que le ayudaron a ubicarse
emocionalmente en un espacio en el cual él logró hacer maravillas.
Y fue su propio espíritu tenaz, emprendedor e infatigable (con lo
cual, otra vez, yo me identifico) en la lucha por conseguir una estabilidad emocional y económica, el que hizo el resto en el éxito logrado.
Todos los movimientos de Pappatheodorou tienen una dinámica propia que van conectando cada una de sus etapas para lograr
esa especie de hipótesis que en un principio es su deseo por progresar, pero en serio, y que al completar esa conexión llega a su propia
argumentación de esa hipótesis, queriéndola establecer como una
teoría de vida ante sus hijos.
Esa condición de extranjero de que hablamos, junto —desde
luego— con sus habilidades técnicas, lo llevó a tratar con los principales políticos mexicanos de la época (como los generales Lázaro
Cárdenas, Francisco Múgica, Plutarco Elías Calles y el señor Dámaso
Cárdenas, entre otros). Pero además quiero agregar que durante la
década de los treinta comenzaron a crearse ciertas condiciones económicas y políticas para la industrialización del país, como ya lo he
mencionado. Este hecho en la vida de Pappatheodorou significó
una buena coyuntura para irse perfilando en su área de acción: la
agricultura. Ya que hasta entonces él se había dedicado al comercio,
actividad que nunca fue de su agrado, pero que llegó a ejercer por
necesidad.
A esto quiero agregar que para 1931 había una profunda preocupación por ampliar el proyecto de industrialización en el campo a
través de cooperativas y de nuevas alternativas de cultivo, como el de la
morera y la cría del gusano de seda. A propósito, me vienen a la mente
unas líneas que escribió el general Múgica al general Cárdenas:
He sabido que muy de acuerdo con tanto anhelo e ilusiones que
forjábamos allá en nuestra inolvidable Huasteca Veracruzana para
nuestro pueblo michoacano hace Ud. esfuerzos empeñosos como
todo lo suyo y entusiastas como su juventud por introducir en las
52
regiones propicias del terruño el cultivo del gusano de seda.5
Es de suponer que a través de la cría del gusano de seda se pretendía desarrollar un plan productivo que ayudara a la gran mayoría
de la población rural. Aunque el proyecto no prosperó por ser un
cultivo totalmente ajeno a las tradiciones agrícolas de nuestro país,
permitió a Pappatheodorou movilizarse, conocer más gentes y buscar alternativas nuevas dentro de la población.
Pero eso no fue suficiente, había que buscar más, probar nuevas
experiencias y sobre todo llevar a la práctica tres principios que
siempre estuvieron en la vida de don Theodoro: trabajar, economizar
y administrar con propiedad el dinero o los bienes adquiridos a través de los dos primeros principios.
La base es la economía y el mucho empeño —dijo.
Esto me hace recordar una de las reglas que debía seguir el individuo para ser un buen burgués. Esto desde luego en el periodo en que
la burguesía se va consolidando como clase, en los albores del capitalismo: el ahorro es algo sagrado.6
En este caso vemos que Pappatheodorou trata de consolidarse
económicamente, de ahí la razón de su pensamiento. Su aspiración
es grande: explotar en forma moderna una gran extensión de tierra.
Y lo logra, como se podrá ver en el transcurso de esta narración.
Aunado a este deseo satisfecho se encontraron las viejas reminiscencias de un pueblo organizado bajo la pequeña propiedad y
bajo una organización social parecida a la comunal; estos factores y
el hecho de empezar a crear fortuna desde los escalones más bajos
de la actividad económica de este país, contribuyeron en la forma
muy particular de Pappatheodorou de interpretar la propiedad sobre la tierra:
La tierra es de quien la trabaja.
Pero para él quienes la trabajan son los propietarios empeñosos
y conocedores de la explotación de la tierra que la hacen producir.
5
6
Carta del general Francisco J. Múgica al general Lázaro Cárdenas, Isla María Madre, junio 10 de 1931, CERMLC/AH, F: F.J.M., Vol. 16, doc. 29.
Sombart, Werner. El burgués. Madrid, Alianza Editorial, 1977.
53
Desde luego que él no contempla aquí la explotación de la mano de
obra.
Nosotros, los agricultores, explotamos la tierra, no a la comunidad, porque producimos para todos.
Estas palabras encierran un claro choque de posiciones entre
dos actividades de la economía: el que crea y produce y el que vende
y vive de la especulación de lo que producen los primeros.
Y aquí también podemos captar parte de esa herencia cultural
en torno a los cultivos en su pueblo a través de este trinomio: No
compra venta de fuerza de trabajo- explotación de una pequeña
propiedad-el agricultor vende directamente su producto.
Este trinomio me hace pensar, además, que es la razón de que
Pappatheodorou piense en una Mandritza bajo un sistema socialista. Influyendo también las costumbres o relaciones sociales que se
establecen entre su pueblo, como la cooperación, producto de esa
forma de organización social en torno a la explotación de la tierra.
Todo esto hace que las relaciones entre los individuos de su pueblo
sean más humanas y, por consiguiente, que haya un mayor interés
por los ancianos, los niños huérfanos o los enfermos.
Esa sociedad a la que pertenecía Pappatheodorou era menos
compleja que la nuestra y quizá (puedo afirmar) esas mismas características le permitieron un mayor desarrollo como ser humano. Su
comunicación con los demás fue más abierta y siempre de cooperación y el contacto con la naturaleza también fue más estrecho.
Este aspecto creo necesario resaltarlo porque había ocasiones
que captaba en Pappatheodorou ciertas actitudes o comentarios
inocentes, “propios de un menor de edad” según la valoración individualista. La envidia, el egoísmo y la ambición (desenfrenada) no
parecen formar parte de su personalidad, muy a pesar que ha sido
en algunas ocasiones afectado por las actitudes de otras personas.
Muy probable es que también influya en su comportamiento la
religión ortodoxa, que practica desde su niñez. Ahora, para no perderla en el olvido, el día domingo escucha un disco que contiene
partes esenciales de la misa griega y al mismo tiempo que lo escucha adopta una actitud solemne y canta con aquella fe que hace a
cualquiera vibrar de emoción. Y esto no es más que un síntoma de
54
su esencia inmigrante, de no querer dejar a un lado sus creencias y
prácticas religiosas.
Yo a veces —dice— me pongo a pensar “¿dónde está Dios?
¿Ayudará a aquél que lo necesita?” Y entonces veo el sol y pienso
que posiblemente la luz influya en nuestro estado de ánimo provocándonos alegría, tristeza… Todas las religiones tienen un solo Dios
y nadie puede decir lo contrario, porque nadie lo ha visto y por
nuestra fe sabemos que existe…
Es evidente que Pappatheodorou está regido por un parámetro
de valores religiosos sin llegar al fanatismo; digamos que toma lo
positivo de la práctica religiosa.
En su semblante puedo ver la carga de los años, de una lucha
constante, cotidiana, para ganarse día a día el derecho a vivir activamente sin depender de alguien. Y hasta el cansancio repite la injusticia que el mundo ha cometido con Grecia, la madre que llevó la
cultura al Occidente, quien mal le ha pagado al intentar destruir
toda esa tradición cultural que hoy en día se encuentra inmersa en
todas partes; ésa es su idea.
Grecia es pacifista, pero en muchas ocasiones, desde los tiempos pasados, la han inmiscuido en la guerra. Y eso, él, Pappatheodorou, lo lleva muy arraigado en sus recuerdos.
Posee un gran orgullo de ser griego. Quizá por eso no quiso
nacionalizarse y no renunció a su religión ortodoxa al casarse. Quizá por eso todos los días cuando se baña él canta las canciones de
su pueblo en griego o albanés. Quizá por eso, también, él no deja de
leer en griego o de ir cada año a su país. No quiere olvidar, ni quiere
perder su identidad y más aún, de alguna forma intenta inmiscuir a
sus hijos en su cultura, en sus tradiciones, en su idioma. Es algo
vital para él no olvidarse de su esencia de griego.
El dolor producido por las últimas dos guerras, Pappatheodorou no lo olvida; tal vez eso hace que cuando tiene oportunidad de
platicar sobre ese tema lo haga con gran emotividad y en ocasiones
con desesperación, en un intento porque su interlocutor capte en
toda su extensión la trágica suerte de su país al ser mutilado su
territorio. Es entonces cuando él siente la necesidad de dar su propia versión de su historia en un afán más de hacerle justicia a su
55
país, tan golpeado por el Occidente.
Pappatheodorou pasa su vejez en forma pacífica, mas no intrascendente; a pesar de sus años él sigue activo. Se levanta temprano a
caminar todos los días para evitar la atrofia de sus músculos y purificar el aire que reciben sus pulmones. Si está en Jiquilpan siempre
tiene algo que hacer en su casa o en su pequeña huerta o en algún
jardín del pueblo. Por las mañanas emprende largas caminatas (para
su edad) cruzando varias calles del pueblo para subir y bajar las
escaleras que conducen a la estatua de Juárez; y por las tardes sale a
platicar con sus conocidos que se dan cita en las bancas del atrio o
de la plaza o bien del Jardín de la Paz. Proporciona también un gran
apoyo moral a su esposa, quien se encuentra enferma. Si está en
Culiacán, de igual forma permanece activo, ya sea atendiendo su
huerta o bien asesorando a los jóvenes o viejos en el cuidado de los
árboles frutales.
Así que él siempre tiene algo qué hacer “porque si no fuera así
—como él mismo lo reconoce—, sería mi muerte”.
Debo reconocer que el haber trabajado todo este tiempo con
Pappatheodorou me proporcionó grandes enseñanzas y me ayudó
a comprender un aspecto más del ser humano en su lucha por no
llegar a ser un anciano marginado, sino dinámico y deseoso de buscar sus propias alternativas para vivir decorosamente. Mucho me
ha dado para pensar y sobre todo a raíz de hacer esta exposición
que pone en la balanza dos caras en el fututo del ser humano.
Pero además fue fascinante conocer la historia y costumbres de
su pueblo, narradas de su viva voz, con grandes detalles, presentadas como un mundo mágico lleno de contrastes. En su narración,
como podrá ver el lector, se encuentra conjugada la experiencia de
dos mundos distintos, que vienen a sintetizarse poco a poco en la
personalidad de “Pappatheodorou el americano”, como le dicen
sus paisanos cuando va a Grecia.
Y lo que me ha dejado verdaderamente satisfecha de este trabajo es el hecho de haber compartido con Pappatheodorou sus experiencias como inmigrante, al ir plasmando en la grabación todas sus
impresiones y sentimientos, que me invaden profundamente, ya que
me hizo revivir esas sensaciones que a ratos olvido y en otros mo56
mentos recuerdo. Entonces pienso en que ni Pappatheodorou ni yo
volveremos a ser los mismos de cuando partimos de nuestro lugar
de origen. Y al mismo tiempo viene a mi mente una situación, en la
que quizá nunca hemos reflexionado, pero que ambos compartimos: uno nuca vuelve, siempre va.7
Guadalupe García Torres
Jiquilpan, verano, 1986.
7
Grinberg, León y Rebeca. op. cit. p. 267.
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58
Capítulo Primero
Mi vida en Grecia
Nuestro origen, costumbres y otros recuerdos
N
osotros en Mandritza hablamos albanés, que es una lengua que viene desde el origen de los ilirios, de la época de
los dorios, los jonios y los eolios. Así que los ilirios son
una rama netamente griega, pero que tenemos el dialecto albanés y
todos en nuestras casas hablamos en esta lengua. El origen del albanés
viene de Epiro, de la región de Coritzá, de Albania del Norte.
Esto que cuento ha sido transmitido de generación en generación, porque no existen escritos, lo único que existe es una placa en
el primer templo (que data del año 1500) que se construyó en
Mandritza, cerca del Monte Cedros, en donde también estaba y está
el Panteón. Así pues, el origen, la llegada de mis antepasados a
Coritzá, o sea de Epiro a Tracia, se cree que vinieron de allá como
nómadas pastores que traían chivas y borregos, al llamarse Mandritza;
porque Mandritza quiere decir en español aprisco. Los apriscos se
construyen con ramas de árboles del monte, en forma de “jota”,
una pestaña vertical y otra horizontal, hacia la ladera del terreno,
buscando siempre que coincidiera hacia el este-sur con la finalidad
de que los rayos solares pegaran en el aprisco y que calentaran a los
animales, y a la vez que se deshiciera más pronto la nieve. De ahí
lleva el nombre de Mandritza.
Así pues, se cree que en 1500 llegaron los de Epiro, los albaneses
que fueron mis antepasados. Esa historia se conserva en el pueblo e
influyó en algunas costumbres. Por ejemplo: siempre se cuidaba
que las muchachas y muchachos se casaran con gente de ahí mismo.
Desde luego también influyó en esto la falta de vías de comunica-
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ción, pues para ir a otro pueblo se tardaban caminando dos o tres
horas. Ese aislamiento en cierta forma contribuyó a que se siguiera
conservando el uso de la lengua albanesa.
Yo recuerdo que cuando era pequeño tenía que hablar en tres
idiomas; en casa hablábamos el albanés; en la escuela, el griego, y
obligatoriamente teníamos que aprender el turco, porque para poder comunicarnos con un funcionario teníamos que hablarlo.*
Mis bisabuelos y mis abuelos
Mis bisabuelos fueron Basilio Topáloglou. Este apellido viene del
turco, que quiere decir hijo de cojo; es decir Topal (cojo) y oglou (hijo
de). Posiblemente entre algunos de mis parientes de anteriores generaciones haya sido cojo y de ahí provenga ese apellido, o por
algún motivo parecido.
Así es que mi bisabuelo tuvo dos hijos, uno que se llamaba
Theodoro (que fue mi abuelo) y el otro, Anastasio, ambos
Topáloglou.
Mi abuelo Theodoro nació en 1850 y su esposa Dímitra
Papcharoglou nació en 1860.
Ahora, por parte de mi madre recuerdo a mi tatarabuelo Atanasio
Dermentzioglou, que significa hijo de molinero. Él tenía molinos de
agua. Y mi bisabuelo que se llamaba Ioánnis Kiór-ivan y mi bisabuela se llamaba Eva. Y mi abuela también se llamaba Eva. Sucede
que en las costumbres de allá en vez de poner el nombre del padre,
procuran poner primero el nombre de los abuelos; y más si éstos ya
murieron, y si no tienen a otro ser querido que haya muerto, entonces a los hijos les ponen el nombre de sus padres o de alguna persona querida, aun cuando éstos estén vivos. Primero se procura ponerles los nombres de los abuelos paternos, y luego de los abuelos
maternos.
* Aunque seguían siendo súbditos del imperio otomano.
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Atanasio Dakob (tío político) vivió 104 años. Está vestido con el traje de
mandritsota.
61
Me acuerdo de mi bisabuela, que cuando estábamos una tarde
en casa de mi padre. Llegó mi bisabuela con la nieta Eva y me dice
mi mamá:
—Anda, hijo, cómprate cerillos porque no tenemos y se aproxima la
noche.
Fui a comprar los cerillos. Eran unas cajas que tenían doscientos
cerillos que prendían frotándolos hasta en la suela del zapato o en
cualquier otra cosa rígida. Y al abrir nomás la caja, prendieron todos los cerillos. De buenas que no me quemé.
De mi bisabuelo Ioánnis Kiór-ivan me contaron que le decían
Juan el Tuerto, sin serlo; esta historia que les voy a contar data de hace
siglo y medio aproximadamente. Mi bisabuelo Kiór-ivan era una
persona de posibilidades económicas, en aquel entonces, y tenía sus
buenos caballos e iba a Ortakiöi, que era la ciudad más próxima. Y
en el camino lo detuvieron unos bandoleros que lo buscaban para
robarlo. Y le preguntaron:
—Oyes, ¿no has visto a Ioánnis Kiór-ivan? —Y como no lo vieron
tuerto pensaron que él no era y les contestó:
—¡Ahí va! Córranle, aún pueden alcanzarlo.
Así era mi abuelo, muy astuto, y le llamaban Juan el Tuerto.
El papá de mi madre se llamaba Jrístos Dermentzioglou. Y la
mamá de mi madre se llamaba María Kiór-ivan.
Ahora, los hijos de mis abuelos maternos, de Jrístos Dermentzioglou y de María Kiorivanoglou, no sé las fechas de nacimiento
pero sus nombres sí; el primero fue Jorge, luego Anna, siguió Ecaterina
y luego Kyriakitza, luego Juan, después Sultana, siguió Martha y por
último Magdaliní o Magdalena.
Ecaterina murió en Mandritza y creo que dejó cuatro hijos.
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Los Pappatheodorou
Como ya dije, mi bisabuelo tuvo dos hijos: uno Theodoro y otro
Atanasio.
En esta generación hay una bifurcación en los apellidos; la familia de don Atanasio Dermentzioglou continuó con ese apellido y la
familia de mi abuelo Theodoro llevo el apellido Pappatheodorou.
Mi abuelo Theodoro antes de ordenarse, se había casado, porque al ordenarse los sacerdotes en la religión ortodoxa si no se han
casado, ya no pueden hacerlo después. Entonces mi abuelo, al ordenarse, formó un apellido propio, que es Pappatheodorou, que significa sacerdote Theodoro; entonces los hijos y los nietos llevan ese
apellido del sacerdote.
Pero puede uno también llevarlo por cariño al anterior apellido
(en este caso el de Topáloglou).
Mi abuelo Theodoro tuvo cuatro hijos, que se llaman Stéfanos
(mi padre) que significa corona, nació en 1867; luego sigue Jrístos,
que quiere decir Cristo, (1888); después siguió una hermana que se
llamaba Kyriakitza, que significa Dominga, (1890); luego Basilio
(1892): después está Ángel (1894), y María (1896). Estos fueron los
hijos de mi abuelo paterno. Y los recuerdo a todos porque mi padre
hablaba con frecuencia de ellos.
Mis padres
Mi madre se llamaba Anna Dermentzioglou. Ella nació en 1888. Y
me padre, Stéfanos Pappatheodorou, que nació en 1876; ambos
originarios de Mandritza.
Mis padres se casaron en el año de 1902. Fuimos seis hermanos.
El primero nació en 1903; era mujer y la llamaron María, por mi
abuela materna. Ella murió muy pequeña; yo no la conocí. Después
nací yo en 1905; me pusieron Theodoro, como mi abuelo; luego
nació otra niña en 1909 y le pusieron María, y después Jrísto Primero, en Mandritza en 1911; él murió muy chico. Después Jrísto Segundo, que nació en el exilio, es decir cuando los búlgaros nos habían corrido de Mandritza, por cierto fue un sábado 13 de octubre
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de 1913; él nació en Dydimotijon, el mismo invierno de nuestra
salida de Mandritza. Después, en 1918, nació Basilio.
Mi madre era una mujer muy trabajadora. En aquella época tradicionalmente las mujeres se dedicaban a los quehaceres del hogar,
fundamentalmente.
Mi padre estudió primaria en una de las escuelas de Mandritza.
En esa época mi pueblo estaba bajo el dominio del imperio otomano;
entonces nosotros teníamos escuelas independientes, que sólo llegaban hasta el sexto año. Estas escuelas dependían del Obispo de
Dydimotijon, y a su vez el obispo dependía de Constantinopla, del
patriarcado. Fue por eso que mi padre en su último año escolar se
trasladó a Filippupolis, en Bulgaria, para aprender algún oficio, y
aprendió a extraer la esencia de las rosas. Mi madre extraía el aceite
de las rosas de la misma región. Ese era un aceite que se vendía en
dos mil libras esterlinas el oká, que era una medida del sistema turco
que equivalía a mil doscientos ochenta y dos gramos.
Aparte de ese oficio mi padre pintaba telas, porque en la región
tenían una indumentaria propia, tanto hombres como mujeres.
Entonces todos teñían su ropa.
Sin ser químico, también se dedicaba a sacar menta, la que muchas veces con un pedazo de azúcar se tomaba como remedio para
algún dolor.
La sericultura en Mandritza
En mi pueblo nos dedicábamos fundamentalmente a la sericultura,
o sea al cultivo de la morera y a la cría del gusano de seda. Y a eso se
dedicaba no sólo Mandritza, que tenía entonces tres mil quinientos
habitantes, sino que también todos los pueblos de los alrededores
realizaban esa actividad.
Duraba la cría del gusano aproximadamente dos meses y después de ese periodo juntaban toda la producción y la llevaban a
vender en la plaza de Mandritza; y como no tenía vías de comunicación como el ferrocarril, entonces los productos salían a la ciudad
de Souflí.
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A esta actividad solamente nos dedicábamos durante la primavera. Ya después en el pueblo, algunos se dedicaban a la albañilería,
otros hacían carretas de bueyes, de caballos, hacían campanas, en
fin… Y de todos los alrededores del pueblo iban los domingos a
vender o a comprar productos en la plaza, que se hacía exclusivamente en ese día.
Mi hermano Basilio Pappatheodorou.
65
Sentados: María, mi hermana; Jorge Kampuzitis, mi cuñado, y mis sobrinos Jrístos,
Fotiní, Anna y Viko.
66
Jrístos, hermano de mi padre, se dedicaba a producir el huevecillo
del gusano de seda. Él estaba titulado en la Escuela de Brusa, en
Asia Menor. Y mi tío vendía los huevecillos a los criadores. Pero no
los vendía por dinero, sino que cobraba el tanto por ciento de la
producción. Es decir, si el criador se llevaba una onza o dos de
huevecillo, mi tío obtenía el ocho o diez por ciento de la producción. Así, este sistema garantizaba al productor la calidad del
huevecillo que se llevaba y a la vez el que lo vendía obtenía una
buena ganancia en su porcentaje.
El terreno de Mandritza era propicio para el cultivo de la morera
porque se bañaba con el río Rojo, que baja de los montes Rodopi
que están al occidente de mi pueblo. Por lo que los mandrichotas
(así se les llama a los nativos de Mandritza) tuvieron que hacer obras
hidráulicas, más bien de contención, para reducir el río en su cauce,
se puede decir que en el centro; y para eso tenían que hacer unas
defensas para ambos lados plantando álamos y sauces, que prenden
con facilidad en tierra húmeda. Pero además de ser plantados, se
entretejían las ramas de un árbol a otro y todas aquellas ramas se
llenaban de arena, de limo, etc. Entonces se hicieron unos campos
muy fértiles, más propicios para el cultivo de la morera y otros productos.
Había dos campos o camadas también propicios para el cultivo:
uno era el río Rojo, que estaba frente al pueblo; y teníamos el otro
río, que estaba a espaldas en una cordillera; el otro río se llamaba
Caraná. En estos lugares también se hicieron obras hidráulicas.
La morera, lógicamente, como todos los árboles, se cultivaba en
viveros, se sembraba primero y después se injertaba al siguiente
año, según la variedad que cada quien creía que era la mejor para la
cría del gusano de seda. Porque han de saber que la calidad de la
seda depende de la clase de morera que se le dé al gusano.
Así que todo el mundo se dedicaba al cultivo de la morera y
estos arbolitos se tenían que plantar distantes uno de otro unos seis
u ocho metros, según la fertilidad del terreno.
Los arbolitos, al año de injertados, su tallo debería crecer aproximadamente de uno ochenta a dos metros de altura para que se formara la copa fuera del alcance de los animales y así evitar que los
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destrozaran. Después de esos dos años de cuidados, una vez ya
fortalecido el arbolito, entonces sí ya se podían dejar pasar chivas,
borregos, vacas o cualquier otro animal suelto.
En cuanto a la cría del gusano, la gente que ya había comprado
el huevecillo debía tenerlo en una temperatura propicia. Desde luego que esa temperatura se daba en primavera y fluctuaba entre los
diez o quince días de marzo en adelante. Entonces comenzaban a
incubar el huevecillo.
Antes de continuar, en Mandritza dedicábamos una pieza o dos
para instalar las camas de los gusanos. Naturalmente que eran piezas de sus propias casas; tenían que dedicarse exclusivamente durante dos meses para la cría del gusano. Aparte que si tenían en sus
casas un establo, tenían que sacar de éste a los animales.
Así que el espacio que se ocupara para la cría del gusano dependía de la cantidad de los huevecillos que se querían incubar y de la
cantidad de moreras con que se contara para alimentarlos.
Pero había quienes no alcanzaban a tener la suficiente cantidad
de hojas de morera para alimentar a sus gusanos; entonces tenían
que recurrir a comprarles a los vecinos que les sobraban; y así se
ayudaban unos a otros. Para hacer esa operación de venta se hacía
por medio de un gritón que había en el pueblo y que pertenecía al
municipio y pasaba por las calles gritando:
¡Le sobran diez moreras a Ioánnis Topáloglou. Para que al que
le haga falta para terminar su cría vaya a verlo!
Así se acomodaban. Aunque hicieran sus cálculos, a veces les hacían falta moreras, porque no faltaba que llegara una heladita y eso,
pues, descontrolaba la cosa. Había otro mal que se llama básra. Esto
consistía en que muchas de las veces lloviznaba a medio día, cuando
estaba en su plenitud el sol, muy fuerte; entonces al retirarse la nube
que había soltado esa llovizna los rayos calentaban las gotas que se
habían juntado sobre las hojas de las moreras, se calentaban esas
hojas y se perdían.
Cuando se hacía la recolección del capullo, se podía vender en
fresco, antes de asfixiar al gusano para aprovecharlo para la industria, o se mataba o se asfixiaba al gusano y se conservaba para poder
conseguir mejor precio después.
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Generalmente venían comerciantes o dueños de fábricas del norte
de Italia, de Milán o de Lyon, Francia, a comprar los capullos de
seda. Porque en toda la región del río Po se cultivaba. Me acuerdo
que había también una llanura ahí en donde prosperaba mucho la
morera y se criaba gran cantidad de gusanos de seda.
Una vez que vendían la producción del capullo, cada quien se
dedicaba a otras ocupaciones. Ya sea sembrando maíz o trigo o la
vid.
En lo que se refiere al cultivo de la vid, recuerdo que todas las
familias tenían sus viñedos en una región aparte, en lugares de tierra profunda en planicie, en donde tuviera ventilación y que no
tuviera exceso de humedad para poder obtener una buena calidad
de la uva. Porque en los terrenos barreales la vid no vive muchos
años; generalmente su promedio de vida oscila entre veinte y veinticinco años.
La parra se cultivaba tan luego se levantaba la nieve, y al mismo
tiempo que se cultivaba, se podaba para que viniera el nuevo retoño, y en el retoño viene la flor, que va a ser el racimo de uvas.
Casi siempre se sembraba en un solo lugar la uva con la finalidad de facilitar la vigilancia de los viñedos. En el tiempo de la madurez de la uva se ponían policías agrícolas municipales que vigilaban los viñedos.
Tradicionalmente, si alguien robaba primero se le castigaba y
luego era condenado por la sociedad del pueblo. Y esa condena
consistía, muchas veces, en decir:
No cases a tu hija con fulano, porque su padre era bandido,
robaba ganado, robaba frutas.
Entonces había un respeto hacia lo ajeno.
Pero había que cuidar a los viñedos de las liebres, de las zorras,
de los pájaros; por eso era importante estar concentrados en un
lugar, para cuidar mejor.
Aparte se sembraba ajonjolí, trigo, cebada, avena, habas, frijol,
maíz de verano naturalmente; se sembraba por marzo o abril y se
cosechaba en octubre o noviembre.
Allá en Mandritza cada quien tenía su pequeña propiedad, no
había latifundios, lo máximo que se poseía eran tres, cinco y hasta
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diez hectáreas. No había tierras de riego porque las márgenes de río
estaban lejos; pero no había necesidad de humedad porque en todo
el invierno se cubría de nieve la tierra y al venir la primavera se
deshielaba y dejaba húmedo. Y también porque en primavera llovía
frecuentemente hasta mediados de junio. Ya en julio, en verano,
empezaba a venir el corte de trigo, de la cebada, de la avena para
después trillar. Esta actividad se hacía con animales, todo se recolectaba a mano con hoces especiales.
Las escuelas en Mandritza
Muchos recuerdos de mi infancia se escapan de mi mente, pero a
propósito de esta etapa de mi vida recuerdo que asistí al Nipiagogüión,
que es la escuela a que se va entre los tres y seis años; aquí se conoce
como kinder o preprimaria.
Era una escuela en donde teníamos un ábaco grande que tenía
varios colores, como el blanco, azul, verde, rojo, negro; ésos son de
los que me acuerdo. Y era en dos estantes y con unos alambres, y
cada alambre tenía varias bolitas grandes de un color determinado.
Esas bolitas las movíamos de un extremo a otro para ir contando.
La maestra decía:
—A ver, Theodoro, si pones dos bolitas de aquel lado, ¿cuántas te
quedan de este otro?
—Pues ocho, maestra.
Y así, eso es lo que nos enseñaban para los números. Mi maestra
se llamaba Eutérpi, ella era de Andrianópolis…
Recuerdo que eran tres escuelas ahí: el Niapiagogüión y lo que era
primaria, que comprendía primero, segundo y tercer año; en la otra era
el cuarto, quinto y sexto. Era la escuela más moderna, pues tenía su
edificio acondicionado para educación, con su puerta central, dos salones abajo a la derecha y dos a la izquierda y otros tantos arriba. La
entrada, donde estaba la escalera, tenía de ancho cuatro metros.
Las escuelas dependían del Obispado de Dydimotijon, porque
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no había los recursos necesarios para que funcionaran cuando empezaban las escuelas en Mandritza. Entonces el obispo ayudaba para
conseguir profesorado; parte de los sueldos los pagaba el obispado
y parte el pueblo, que se encargaba también de darle al maestro un
local donde vivir, leña y cosas que necesitaba para el invierno.
Después la Iglesia adquirió propiedades, una huerta, y los beneficios de esos terrenos iban a dar para el profesorado y para todos
los gastos de la educación de los niños del pueblo. Para esto se
formó un patronato que manejaba todos los bienes.
A propósito de la huerta, me acuerdo (sería 1911 o 1912) que
trajeron una bomba contra incendios que no tenía motor y funcionaba con la fuerza de cuatro hombres: dos se formaban frente a
frente y cogían una palanca y dos la empujaban hacia abajo y los
otros la levantaban; y de esta forma es como bombeaban el agua.
Entonces varios chamacos estábamos viendo cómo hacían ese trabajo, en eso enfocaron la manguera para probar la presión hacia
una casa y tumbaron y rompieron todas las tejas de la pestaña.
Cuando empecé la primaria estuve en el segundo edificio, hasta
el tercer año, en 1912-1913. En el primer año tuve una profesora
que se llamaba Rodopi; en el segundo, una que se llamaba María, y
en el tercero, un profesor que se llamaba Jrístos.
Por cierto, el profesor Jrístos era muy amigo de mi padre y por
tal motivo tenía la confianza de que nunca me castigaría.
Un día unos muchachos me dijeron:
—Theodoro, si vieras qué bien la pasamos ayer. Por qué no vienes con
nosotros hoy para que veas qué bonito la pasamos.
Les dije:
—No, porque tengo que hacer la tarea.
—No, hombre, si no nos tardamos y además la pasamos bien en el campo.
Pues yo no sé cómo me convencieron y ahí vamos. Eran tres y
yo, cuatro. En aquellos años había un hilo negro de la marca El Oso
que se usaba mucho en la confección de los vestuarios, en las
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indumentarias de invierno. Era un hilo, pues, fuerte, ¿verdad?, y que se
cosía con dedal en telas de lana que hilaban y tejían en las casas las
mujeres.
Pues bien, fuimos a un arroyo donde había zarzamoras y en la
sombra de las zarzamoras, ahí, reposaban las gallinas; entonces
aportillaron un grano de maíz y lo amarraron con el hilo negro que
mencioné y lo tiraron debajo, en las sombritas donde estaban las
gallinas. Bueno, al ver la gallina el grano se lo tragó y empezó a jalar
el hilito, agarraron a la gallina y le torcieron el pescuezo y ahí vamos
entre los encimales y limpiaron y prepararon la gallina, la abrieron y
la asaron al estilo guerrillero (kleftes). Y no sólo eso, sino que tenían
ahí escondida una sartén.
También entre los encimales, en Mandritza, había tortugas de
tierra bastante grandes, que las mataban nada más por los huevos;
pues estos chamacos sacaban treinta o cuarenta huevos y los freían;
así tan expertos eran en el asunto.
Ya después en clase (pues nos tocaba aritmética, por cierto que
no era mal alumno, siempre preparaba mis clases) pero ese día no
llevaba nada, seguía confiado y decía: “Al cabo es amigo de mi padre, no me va a castigar”. Y al hacerme la pregunta, porque ya sabía
que yo siempre hacía mis tareas y contestaba bien. Y esa vez no
contesté bien y me preguntó:
—¿Dónde estuviste vagando? ¿Dónde estuviste? ¿Con quiénes te juntaste? Porque tú eres buen alumno y para que otra vez no suceda eso y
sigas siendo buen alumno abra las manos.
Y ¡zas! ¡zas! ¡zas! Me pegó en una mano y luego en la otra. Tres
veces, hasta que me sacó sangre de las manos. Pero él tenía razón,
porque me había juntado con unos compañeros muy desviados.
En aquella época se castigaba muy duro y se sentían más en
tiempo de invierno. A nosotros se nos hacía llevar la varita de membrillo o de crana, muy finitas y delgaditas, para castigarnos; por ejemplo: en invierno cuando nos presentábamos en la escuela, nos decía
la profesora: “junten los dedos de las manos”. Esto con la finalidad
de cerciorarse si habíamos vagado un rato en la calle. Y, natural72
mente, cuando durábamos mucho rato afuera, pues se entiesaban
los dedos y hacíamos por juntarlos y no se juntaban, se entiesaban;
y así nos golpeaban los dedos. Era una cosa terrible.
Cuando salíamos al patio a jugar un rato, estaba estrictamente
prohibido decir palabras malas, insultos o disgustarse con los compañeros. Y si algo sucedía inmediatamente daban parte al profesor
o a la profesora.
Había una disciplina muy estricta. Los sábados teníamos también clases hasta el medio día.
Se nombraban del salón a dos muchachos, que tenían que vigilar
durante sábado en la tarde y el domingo todo el día, y tenían que
estar al pendiente en dónde andábamos jugando, cómo nos comportábamos, si insultábamos a alguien, su fumábamos, si peleábamos. Y el lunes reportaban al maestro lo que habían visto y oído. Y
si alguno había cometido una falta, daban parte al profesor y eran
castigos aquellos que se aplicaban.
Algunos recuerdos de mi infancia
Ahora quiero narrar un poquito de mi casa, que se construyó en
1907. Hasta a mí muchas veces me preguntaron:
¿Cómo es posible que tú te acuerdes cuando estaban construyendo tu casa?
Y yo me acuerdo muy bien porque al lado sur había una planta
de rosa silvestre, que siempre daba en racimos las flores y muy olorosas; esto lo asocio con la construcción de mi casa. Los albañiles
me hicieron una cruz en la frente con lodo, como símbolo de que
pronto iban a terminarla. Y cuando ya estaba hecha la casa en lo
alto hacían una cruz. En torno de esto existía la costumbre también
de que los vecinos llevaran regalos para los albañiles, por ejemplo:
una camisa, una faja o una pañoleta; como cristianos que eran, ¿verdad?, con el deseo de que tuviera buen término la construcción.
Frente a mi casa pasaba un arroyo pequeño, y había también una
morera, aún no se había empedrado en esa época afuera de mi casa.
Recuerdo también que mi abuelo me decía:
73
—Mira, Theodoro, fíjate nomás cómo esta morera tenía cuatro brazos
y ahora son cuatro moreras.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Porque la capa del árbol se llenó de limo en una superficie de dos
metros y como ves los retoños están separados uno del otro a distancia de metro y medio.
Recuerdo también que las casas se hacían grandes y de dos pisos; algunas eran de tres pisos. Y se usaban así grandes precisamente para tener mayor población de cría de gusano de seda. Porque se
necesitaba amplitud, aun cuando fuera por poco tiempo, pues éstos
no se podían criar a la intemperie.
Por otro lado, la región de nuestro pueblo en los alrededores es
montañosa, hay cedros, robles y pinos, y aún más, hay álamos, que
generalmente se sembraban en la margen del río y crecían muy rectos.
A propósito de esto, mi abuelo materno tumbó un álamo para construirle una casa a su hijo. Esos álamos los tumbaban y venían gentes de
la sierra de Rodopi y ahí hacían las tablas, de la madera del álamo. Y yo
como chamaco muchas veces me sentaba ahí y preguntaba:
—¿Qué están haciendo, barba?
O sea tío, porque en griego es barba y se acostumbraba siempre
al dirigirse a una mayor decirle barba. Y me contestaba:
—Estamos haciendo un portillo en el agua.
Y pos yo me quedaba pensativo. “Cómo es posible que se haga
un portillo en el agua”. Pero nada, esa contestación era nada más
para destantear a los muchachos.
Así que teníamos las casas de dos pisos y por tal motivo teníamos miedo cuando temblaba porque pensábamos que se nos fuera
a caer encima y siempre las piezas que correspondían a las recámaras estaban en el segundo piso. Por cierto, las casas generalmente se
construían de adobe (no como los adobes que aquí en México se
usaban, que eran de treinta por cuarenta o cincuenta centímetros y
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por diez de grueso), que eran parecidos a los ladrillos, o sea de quince
por treinta y por siete u ocho de grueso. Y así se cruzaban para hacer las
paredes, según que para que tuvieran más consistencia.
Todas las casas tenían sus patios amplios y ahí sembraban (y
siembran aún) hortaliza durante el verano: tomate, chile, berenjenas, ocra (que no se usa aquí), coles, chiles para rellenar, ejotes;
todas esas cosas las aprovechan durante el verano y así la gente
puede comer legumbres con carne. Y toda la producción que les
sobra, ya para otoño la ponen en salmuera. Nosotros poníamos en
vinagre de uva todos los sobrantes de la hortaliza (tomate, calabacitas,
pepinos, coles, ejotes, etc.) y así tener en invierno legumbres para
hacer ensalada y seguir cocinando también con esas legumbres las
comidas. Por ejemplo: los ejotes tiernos, que sobraban y que no
eran utilizados durante el verano, los ensartaban en un hilo, como el
tabaco, y los tendían a que se secaran y se doblaran después como si
fueran collares y así se conservaban hasta el invierno para cocinar.
En verano salíamos de las casas y nos acomodábamos debajo de
las moreras. Como allá todo el campo estaba cubierto de árboles,
de moreras, pues había la costumbre de salir y estarse un rato descansando o jugando o conviviendo simplemente.
En abril de 1910 salimos de las casas porque empezó a temblar,
fueron varios días y eso se juntó con la aparición del cometa Halley.
Y estando en los patios me acuerdo que vimos que el cometa corría; tengo idea de que era de oriente a occidente, se veía una luz
más intensa adelante y mientras la cola más se ampliaba llegaba
hasta un color rojizo, y llegando al término como negro. Era una
cola larga, que empezaba en punta y terminaba en una cosa muy
amplia. No recuerdo cuántos días estuvo. Pero sí más o menos a la
misma hora lo teníamos que ver, sería en verano como a las diez u
once de la noche.
De mi infancia recuerdo también mi primera comunión. En
Mandritza los padrinos eran hereditarios, o sea que pasaban de padres a hijos. No son como aquí que ponen como padrinos a cualquier amigo y diferentes. No, allá son de un solo matrimonio y cuando mueren los padres, sus hijos heredan la responsabilidad de bautizar a los hijos del ahijado de sus padres. Por ejemplo: el padrino de
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mi padre no tuvo hijos varones, sino una hija; por lo tanto a mí no
me tocó tener padrino, sino que era madrina, porque no tuvo hijos
el padrino de mi abuelo; entonces a mí me tocaba como madrina a
Anna Papcharoglou, quien a la vez era sobrina de mi abuela paterna.
Había la costumbre también que cuando alguien hacia la primera comunión, la madrina o el padrino lo vestían de pies a cabeza y lo
llevaban al templo con su vela y todo, ¿verdad? Y ya al salir, en la
misma casa de la madrina se hacía una fiestecita y (como aquí también) se invitan a todos los primos o parientes en general y a vecinos, ¿verdad? Y se dan regalitos.
A propósito, recuerdo que mi primera comunión la hice un 25
de mayo de 1911, tenía seis años. En aquella época se usaba un
gorro rojo con una mota negra larga, que colgaba hasta el cuello;
este gorro se llamaba fez en turco. Entonces había llovido y se me
cayó el fez al lodo y se ensució. Yo, chamaco, sin darme cuenta que
aquello se encogía, fui y lo lavé para que no me regañaran o no me
pegaran.
No me acuerdo si me pegaron, ¡sabrá Dios!, pero de lo que sí
me acuerdo es que me regañaron; porque al querer ponerme el fez
en la cabeza ya no me entraba.
Ahora viene a mi mente que al levantarnos teníamos que
persignarnos y siempre teníamos que decir el Padre Nuestro, que es
el mismo en el ortodoxismo que en el catolicismo; exactamente son
las mismas palabras, y en el Credo también. Después teníamos que
lavarnos las manos y la cara con jabón. En aquel entonces no se
permitía que los chamacos trajéramos el pelo largo. Y, ¿por qué
motivo no se nos dejaba crecer el pelo? Aun cuando las mujeres sí
usaban el pelo largo y se lo trenzaban. Pero era porque en aquél
entonces abundaban los piojos y las chinches, y desde luego las
mujeres eran más cuidadosas que uno de chamaco.
Así que había la creencia o un dicho de que “cabeza fresca, estómago ligero y pies calientes” y se aplicaba para estar con buena salud.
Después de lavarnos las manos teníamos que ver bien que las
uñas estuvieran limpias. Porque una cosa que era muy castigada en
la escuela era precisamente que uno trajera las uñas sucias. Lo primero que presentábamos eran las manos y voltearlas en un sentido
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y en otro; y la profesora y el profesor se fijaba también en las uñas
para ver si las teníamos sucias, o en las manos para ver si las teníamos limpias.
Por la mañana tenía que hacer mi tarea y leer para estar preparado al llegar a la escuela. Al medio día regresaba a comer, y al sentarnos a la mesa teníamos que persignarnos antes de comer y al terminar también.
Otra de las cosas que me acuerdo es que mi padre había empacado en costales el capullo del gusano de seda para llevarlo a vender
a Souflí. Entonces había mucho movimiento, pues estaban acomodando los costales en la carreta. Y oí que muchas carretas iban a ir
y le dije a mi papá:
—Papá, yo también quiero ir a Souflí.
—No, no puedes ir tú porque vamos a viajar toda la noche y ¿dónde
vas a dormir?
—No, yo quiero ir, papá; yo quiero ir, papá.
Y tenía muchas ganas de ir porque allá vendían unas roscas con
ajonjolí; éste lo tenían pegado encima. Y no desistí:
—Yo quiero ir ahí para comer roscas.
—No, tú no puedes ir, porque estás muy chico y toda la noche tenemos que caminar y hay lobos, porque vamos a atravesar la sierra. Así
que no debes ir. Pero otro día sí te llevaré.
Pero yo no hice caso y espié para darme cuenta en dónde estaban las carretas, ¿verdad? Y eran varias, diez o doce carretas cargadas de capullos. Y seguí las carretas, sin que se diera cuenta mi padre. Me agarré de la cola de la carreta, que naturalmente iba tirada
por bueyes; generalmente les pegaban hasta dos yuntas de bueyes a
cada carreta.
La cola de la carreta consistía en que cuando eran pesos livianos
y voluminosos como el capullo o el rastrojo las alargaban más; entonces me senté en la cola y me agarré de un costado de la carreta.
Pero se dieron cuenta los de atrás y fueron y le avisaron a mi padre:
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—Stéfanos, tu hijo Theodoro viene atrás.
Entonces ya mi padre no tuvo más remedio que buscarme un
lugarcito entre los costales grandes y bien que me acomodé. Y así
viajamos toda la noche, pues generalmente se hacía seis horas para
llegar a Souflí. En esta ciudad estaban los comerciantes que compraban las cargas de capullos.
Al llegar por la mañana me dio mucho gusto conocer la ciudad.
Desde luego lo primero que hice fue decirle a mi papá que me comprara roscas con ajonjolí y también me compró otras cosas.
Por primera vez me llevó mi padre a la estación del ferrocarril;
me tocó ver llegar aquel monstruo negro que realmente me impresionó. Y lo que más me gustaba ver era la partida del tren, que
operaba todo el movimiento de las ruedas. Cómo hubiera querido
que no se terminara aquel espectáculo.
Al partir el tren había tanta gente que sacaba la cabeza y las
manos saludando y hablando y gritando. Y entonces el tren comenzó a moverse y a silbar y la gente se asustó y comenzó a distanciarse
del tren.
Se me hizo como si se hubiera improvisado instantáneamente
un espectáculo que no me imaginaba y que me impresionó profundamente.
Después me llevó mi papá a visitar la ciudad. Fuimos al templo,
que era más grande y bonito que el de nosotros. Y me llevó a las
tiendas a comprar regalos para mi mamá y mi hermanita.
Aquí quisiera no terminar mi narración; pero al regresar al tercer día por la mañana, viendo el panorama de la sierra boscosa y sus
arroyos, que pasábamos con las carretas, se me figuraba otro tren y
un caminar interminable…
Ya al regresara a Mandritza fue un preguntar y dar respuestas
interminables también…
Los primeros emigrantes de mi familia
Cuando mi tío Basilio salió, ya se rumoraba sobre la Guerra de los
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Balcanes. Él se fue a través del puerto de Trieste (que pertenecía a
Austria) hacia Estados Unidos en 1911. Y al año siguiente, en 1912,
antes de iniciarse la guerra, se fue mi tío Ángel.
Recuerdo que en el patio de la casa de nuestro abuelo el sacerdote, estaba un primo mío que se llamaba Atanasio (por parte de
una hija de mi abuelo); él era un año mayor que yo. Y a los dos nos
preguntó mi tío:
—¿Qué quieren que les traiga cuando regrese de América?
Y le contestamos:
—Un reloj, tío, un reloj
—¡Ah!, ¡Qué bueno!
Y se sonrió. Entonces cogió un pedazo de hilo para cada uno y
amarró un pedazo de teja y enredó el hilo en un ojal de la camisa (y
como usábamos siempre un bolsillo) y nos lo puso en el bolsillo.
—Cuando regrese les voy a traer relojes verdaderos.
Y ese tío Ángel Pappatheodorou fue el motivo por el cual me
vine a México. Pues mi objetivo era irme a California, en donde se
encontraba él.
Fiestas de Pascua
En Grecia, durante la Pascua, la liturgia más solemne es a la hora
que aparece la luna. En el momento de la resurrección se hace una
misa a media noche, muy solemne. Al terminar la misa todos llevan
huevos teñidos (cocidos, naturalmente): huevos colorados, morados, amarillos; y entonces al salir de misa empiezan a intercambiar
huevos y se dan el abrazo y se besan.
Después de regresar a sus casas se juntan como en familia en la
casa del padre o del hermano mayor; Y ahí tienen ya la comida de
Pascua que se llama avgolémono, que consiste en matar borregos; entonces se dejan para el día siguiente para asarlos atravesándolos en
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un palo y así lentamente se van asando en las brazas hasta la hora de
comer, al medio día, y se empieza por tomar vinito hasta emborracharse un poquito.
Pero en la madrugada el avgolémono consiste en sopa de arroz
con huevo y limón, pero si no hay limones, en vez de eso se le pone
vinagre legítimo de uva. Eso es al amanecer de la Pascua.
Al siguiente día otra vez hay misa muy prolongada que dura de
dos a tres horas. Se hacen unos cantos muy solemnes, muy bonitos,
que nosotros los ortodoxos íbamos al templo a oírlos con mucha
veneración. Esos cantos narran el acontecimiento de Nuestro Señor, más tratándose de la Pascua.
Luego empiezan las fiestas en una planicie grande cerca del río
(pues he dicho ya que éste atraviesa el valle) y hay una rueda de la
fortuna que tiene construidos de madera el eje y los transversales, y
van asientos alrededor de la rueda de la fortuna, en cada cruz lleva
ocho asientos: dos, dos, dos y dos. Y se sientan ahí, por parejas,
principalmente los novios, pero también otras gentes, como matrimonios jóvenes y a veces hasta los viejitos que iban a hacer sus
recuerdos de juventud.
También antes de la Navidad, las familias de mi pueblo compraban puercos flacos, que los tenían en manada en los encinales para
que se alimentaran con bellotas que se desprendían de los árboles
del monte, al madurar. Así se criaban las manadas de puercos en los
campos; ya cuando se acercaba el mes de octubre, las familias empezaban a comprar sus puerquitos para engordarlos durante dos o
tres meses, según en las condiciones en que se encontraran, para
que estuvieran listos en la víspera de Navidad.
Como todo el mundo mataba puercos, pues nos reuníamos varios chamacos y corríamos hacia donde se oía chillar el puerco cuando lo iban a matar. “¡Ah —decíamos—, en tal casa tienen un puerco muy grande, vamos a ver cuántos kilos va a pesar”; pero aparte
de eso íbamos a ver si nos regalaban la vejiga del puerco, puesto que
entre los chamacos tenía mucha demanda porque la limpiábamos y
la inflábamos; de esa forma hacíamos un balón. ¡Je, je, je! Y así nos
poníamos muy contentos cuando nos regalaban una vejiga, y decía:
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—¡Mira qué grande está vejiga que me regalaron.
—Es verdad, Theodoro, vamos a lavarla.
No vendían la carne del puerco que mataban, tenían la costumbre que determinado tiempo ponían los huesos del puerco con sal
en cajas de madera, en barriles pequeños o en botes de petróleo
con mucha sal y ahí los acomodaban todos. El gordo lo hacían
tocino en cuadro y todo eso lo hacían en madera y era más sano.
Cuando era el corte del trigo o cuando se iban juntas a piscar el
algodón, se tenía que llevar comida suficiente para toda la familia
que trabajaba en el campo; ahí llevaban y preparaban una sartén
para freír tocino con huevos o longaniza, que hacían con la carne
del puerco mezclándola con gordura, la picaban bien con un cuchillo grande (que se usaba también para picar la hoja de la morera) y
con esa carne se llenaban las tripas del puerco, así que no se desperdiciaba nada.
Era una vida muy pacífica, una vida de pocas preocupaciones.
Por otro lado, las muchachas tejían una especie de trenzas de las
tecatas de las ramas de morera, que son delgadas y llegan a medir
entre metro y medio y dos metros; así que con varias de éstas tejían
unas trenzas de ocho o diez metros de largo; con éstas hacían un
columpio y lo amarraban en las ramas altas de los árboles de las
moreras más viejas; y así se mecían y se columpiaban.
Muchas veces llegaban los enamorados y se peleaban con las
jóvenes en el momento en que ellas estaban en su columpio y ahí
les cortaban con el cuchillo la trenza esa y las pobres muchachas se
la llevaban para remendarla porque ya no la podían usar.
El lunes sigue la fiesta de Resurrección. Por la mañana los sacerdotes se trasladan del templo, que está en el centro del pueblo, al
templo del panteón, que está aproximadamente a un kilómetro y
medio o dos, dentro del monte que está conformado por cedros,
robles, pinos y otros árboles. Ahí se da la misa por la mañana. Y de
ahí con los íconos se trasladan por toda la cordillera al oriente del
pueblo, pronunciando los sacerdotes el Kyríe Eleison, en el trayecto
hasta llegar al panteón, donde se riega toda la población a festejar la
Pascua. Ahí comen, ahí beben y bailan ya muy tarde hasta que el sol
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se mete; entonces bajan al pueblo.
Es una fiesta muy querida, muy bonita y que todos los años se
celebraba en aquel entonces.
Hoy, en esa cordillera pasa desde el panteón la línea divisoria, o sea
el alambrado del gobierno greco-búlgaro y paralelamente está la línea
divisoria; por eso ya no se pueden celebrar esas tradiciones y fiestas.
Ahora que me acuerdo, también hay una tradición religiosa que
se celebra el 6 de enero, que parece ser el día cuando se bautiza
Nuestro Señor en el Jordán. Por costumbre, después de la misa
salen todos los sacerdotes (si es el obispado también el Señor Obispo) y los saltes y cantores que van en procesión, principalmente en
Grecia; en los litorales se paran en el muelle para tirar una cruz al
mar y los buenos nadadores que son muy devotos o que padecen de
algún mal o enfermedad, se tiran al mar para sacar del fondo la cruz
para entregársela al mayor eclesiástico y a los que están presentes y
reciben un donativo, un regalito. Naturalmente que esos hombres
son unas ranas y lo hacen con una gran devoción porque tienen la
creencia de que el que está enfermo sana. En el interior del territorio, como en el caso de Mandritza, íbamos (recuerdo muy bien esto
de mi niñez) todo el pueblo al río y en un remanso, ahí en la orilla
del mar, bajo los sauces, ahí tiraban la cruz.
La vida de las mujeres en mi pueblo
A las muchachas desde las primeras edades, cuando empezaban a ir
a la escuela primaria, les enseñaban a tejer y a bordar para que fueran preparando sus cosas para el casorio, como sarapes, sábanas,
tapetes, etcétera, que en ocasiones llegaban a llenar varios baúles, de
manera que cuando arreglaban su casa ya no tenían la necesidad de
comprar nada.
Y desde luego que todas ellas eran maestras en esos trabajos:
tejidos, bordados, hilados; ya no se diga en cocina. Y eran expertas
porque desde los trece o catorce años ponían a la muchacha a que
preparara la comida; mientras la madre iba de visita, ella debía tener
lista la comida cuando regresara la familia a comer.
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Todas esas son tradiciones de miles de años, por lo menos así las
vi y las viví en mi niñez y juventud. Y aún ahora que he ido a mi
país, se siguen conservando esas cosas; todas mis sobrinas y sus
hijos cuando regresan de la escuela que tienen horas libres; inmediatamente se ponen a tejer o a bordar; se juntan tres o cuatro
chamacas y ahí todas platicando muy gustosas trabajan. Y da gusto
ver todo aquello, porque es un pasatiempo muy sano.
Desde luego a la mujer se le trataba con mucho respeto y sobre
todo estaba protegida en el matrimonio porque no hay divorcio; en
caso que ella tuviera una enfermedad crónica no había que separarnos y arréglatelas como puedas. No, claro que no, era imposible
dejar solo aquel ser humano en esas circunstancias, ¿a dónde iba a ir
y qué iba a hacer? Comprendamos humanamente cómo a un enfermo lo vamos a abandonar.
Así que siempre el marido debía estar al pendiente de aquella
enferma y en caso que éstos ya no tuvieran recursos económicos,
pues los parientes acudían en su ayuda, los apoyaban para que aquella familia tuviera lo necesario. Naturalmente que en todos estos
casos intervenía la autoridad máxima, en aquel entonces, que eran
los sacerdotes; desde luego que también intervenía el presidente
municipal pero no tenía tanto respeto entre los habitantes como el
sacerdote, quien era la autoridad perfecta de un pueblo desde que
se recibía hasta que moría; el sacerdote siempre trataba el bien de la
familia en los convenios que se hacían, hasta el último momento en
que una persona se estaba muriendo tenía que acudir el sacerdote,
quien le daba la bendición con la cruz para entregar una vida a la
muerte.
Las mujeres de mi pueblo eran muy trabajadoras, aunque no
salían de su casa a desempeñar tareas, aunque sí trabajaban tanto en
el hogar como en el campo (como ya les he dicho sólo existía el
trabajo prestado), entonces la mujeres tenían que participar en la
recolección de las uvas, al igual que toda la familia. Lo mismo sucedía cuando se sembraba el algodón, también las mujeres tenían que
acudir al cultivo y a la pisca del algodón. Y si tenía la familia ganado,
pues también las mujeres de la casa tenían que ordeñar las vacas o
chivas, cuidar los borregos; hacer el queso, separar la mantequilla
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de la leche, que se juntaba siempre en una olla grande o en un barrilito
durante tres o cuatro días, hasta que se juntaban ocho o diez litros;
para esto tenían un barrilito en forma de cono, más ancho abajo y
más angosto en la parte de arriba; ahí echaban la leche semiagria, se
ponía un embudo que apenas si cabía en la boca el barrilito; entonces una mujer se subía en un banquito que tenía una altura de quince o veinte centímetros y empezaba a golpear la leche con el embudo y en esa forma separaban la mantequilla de la leche; después
aquella leche que sobraba se tomaba como agua o se hacía requesón,
después de que esa leche se echaba en una gasa para colarla le agregaban sal y se comía. Todos esos trabajos los hacían las mujeres.
Otra de las cosas que hacían era la ropa para la familia, como ya
decía, participaban desde el cultivo del algodón hasta la separación
del algodón de la semilla.
No recuerdo si ya lo mencioné, pero mi abuelo el sacerdote hacía unas maquinitas en sus tiempos libres entre semana, ya que sólo
había misa los domingos; así que hacía varios aparatitos con engranes de madera; para éstos se usaba una madera muy resistente, pues
con esas maquinitas separaban el algodón de la semilla.
Otra de las actividades de las mujeres era escardar la lana; se
hacían combinaciones de lana de borrego con pelo de chiva para
hacer chaquetas impermeables que se ponían en tiempo de lluvia
para protegerse de esa, ya que los pelos de chiva eran más largos y el
agua resbalaba.
Todos esos tejidos los hacían en la propia casa, no había casa
que no tuviera un telar, por más humilde que fuera; pero si sucedía
que no tenía, pedía prestado el telar por una o dos semanas y empezaban a hacer hilos como de lana, de algodón o de seda con dibujos,
con flores, etc. Y después hacían unas prendas de vestir con esas
telas.
También tejían las mujeres a mano suéteres, guantes; éstos los
usaba toda la gente porque hacía mucho frío; había guantes de dos
tipos, unos tenían el dedo pulgar independiente y los otros cuatro
eran una sola pieza, y había guantes con los cinco dedos separados;
aunque los primeros eran juntos sí se podían coger las cosas.
Pues hasta las alfombras y tapetes se hacían en las casas. Recuer84
do que en Mandritza todas las casas estaban alfombradas y esas
piezas se hacían de lana; por lo general en el pasillo del pórtico (que
era una puerta separada que en muchas ocasiones estaba con vidrios y otras con techito para que no se mojaran), pues ahí se ponían los zapatos mojados o sucios y se entraba con pantuflas o
calcetines.
Las casas también estaban tapizadas. En las casas más humildes
toda la ropa de desecho no la tiraban, la juntaban en una canasta y
para el invierno hacían tapetes (desde luego de menor calidad); cortaban tiritas de las camisas (porque las mujeres usaban camisas largas y los hombres usaban camisas cortas) y de toda la ropa que ya
no se usaba y las tejían formando unos sarapes bastante resistentes
que los ponían en la puerta para que ahí se limpiaran las pantuflas.
Así que nuestras casas se conservaban más calientes, y más porque los pisos de los cuartos no eran de ladrillo sino de tabla y también porque no había casa que no tuviera chimenea para quemar
leña en tiempo de invierno, cuando éste era más fuerte; entonces se
usaban estufas de lámina y de fierro fundido, que eran mejores y
que guardaban más calor. En la parte superior de la estufa había un
agujero circular con su tapadera y ahí se ponían la cafetera, las cazuelas con alimentos o lo que se quisiera recalentar para comer;
porque muchas de las veces se hacía en invierno comida en abundancia y siempre sobraba para recalentar, y ahí también muchas de
las veces calentaban el vino; porque en las mañanas a los chamacos
les preparaban una rebanada de pan y vino tibio para calentarse.
La mujer tenía que levantarse en tiempo de invierno a las cuatro
o cinco de la mañana para prender el fuego; mientras tanto, el marido y los chamacos dormían; ella se ponía a tomar la rueca y empezaba a hilar algodón o lana o a tejer calcetines; en fin, tantas cosas
que hacían falta en un hogar.
Cómo se trata en mi pueblo a los viejos
Considero que la vejez no existe. Todos los que vivimos, los que
luchamos en la vida necesitamos tener un ahorrito que signifique la
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base para estar tranquilos en la vejez, porque sin ayuda económica
es muy triste la vida y más en la actualidad en que no sólo los viejos
sino los jóvenes van por un camino muy malo. Por eso hago recuerdos de las costumbres de mi pueblo, porque tratándose de los viejos allá en Mandritza todos estaban asegurados en su vejez. ¿Por
qué? Porque tenían sus hijos y el menor de ellos, aunque se casara,
tenía que quedarse con los padres y éstos a su vez tenían que estar al
pendiente de sus nietos; así que mutuamente se ayudaban, porque
el matrimonio tenía que trabajar, y allá en mi pueblo trabajaban
hombres y mujeres en el campo, en otras actividades; era un pueblo
socialista, porque desde que yo me acuerdo no había ni ricos ni
pobres; el trabajo se prestaba, como ya mencioné.
Las casas de ancianos no existían porque todos los viejos estaban asegurados por sus propios familiares y la misma gente del
pueblo estaba al pendiente de eso y no perdonaba aquel pariente
que no protegiera a los ancianos, y decían:
—¡Ay! No está atendiendo a sus padres.
Pero no sólo se quedaban en el comentario, sino que cuando
aquel hijo trataba mal a sus padres o había una desviación de esa
naturaleza, los familiares que se enteraban de eso iban y le decían a
los padres de la novia de aquel muchacho:
Mira no cases a tu hija con aquel muchacho porque trata mal a
su padre.
A ese grado llegaba la gente para castigar esas desviaciones, y es
que nosotros éramos y somos cristianos y eso lo teníamos muy
presente, porque en nuestro pueblo había criptas, que eran unos templos bajo tierra, cripta quiere decir escondite; todo templo nuevo
que se hacía siempre procuraba hacer su cripta (como vivíamos
rodeados de musulmanes, o mahometanos), para lo que se ofreciera, y ahí se educaba a los muchachos cristianos, el sacerdote daba
clases; así que esas eran tradiciones muy viejas, muy arraigadas, que
regían la conducta para el bien de la vida. Así que ese cuidado que
se les tenía a los viejos era una tradición de todo el pueblo, no era de
si quería o no quería el hijo hacerse cargo de sus padres; sino que
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todo el pueblo se inclinaba por esa ley, por esa costumbre, y el que
no la siguiere era condenado muy enérgicamente; hágase de cuenta
que casi querían que se fusilara. Y no sólo eso, había otras consideraciones para los ancianos, por ejemplo cuando iban caminando
por la calle siempre se les daba su lugar o cuando traían un burro
cargado de leña y que ésta se les caía, se acudía a cargarle el burrito
con la leña nuevamente y hasta se conducía al viejo hasta su casa.
En este momento se me viene a la mente que los egipcios (según la historia) cuando llegaban a cierta edad, que veían que el padre ya no podía prestar alguna ayuda en la casa, entonces el hijo lo
echaba en una canasta, en un chiquihuite, y lo tiraban en el río Nilo
(que porque era muy anciano y no podía prestar ningún servicio).
Pero una de esas veces hubo un anciano que no fue tonto, entonces
lo llevó su hijo con su chiquihuite y le dijo que se metiera para
tirarlo al río y en eso que le dice el anciano a su hijo:
—Oyes, hijo, no me vayas a tirar con el chiquihuite.
Y él le contestó extrañado
—¡Padre!, ¿por qué?
—Porque si más adelante te van a tirar a ti, ¿para qué compras
chiquihuite? Llévatelo a tu casa y tírame nada más así. De esa forma ya
tiene dónde tu hijo te tire.
Y según desde entonces cambiaron de modo de pensar los egipcios.
Pero en realidad es una injusticia que los hijos se porten mal con
sus padres; tan solo hay que ver a aquella madre que desde antes del
nacimiento de su hijo espera con aquel cariño, y después de los
dolores y el nacimiento viene aquella alegría, y cuando ya nació: “a
ver a mi hijito, quiero ver a mi hijito”; con cuánto cariño, con cuánto amor lo abrazan y lo crían con su pecho, lo enseñan a andar, a
comer, lo visten. ¿Para qué? Para que a última hora condenen a
aquel ser que les dio la vida. Es triste, enormemente triste.
En mi pueblo había un gran respeto a la gente grande; recuerdo
que cuando estaba chamaco y pasaba una persona mayor de edad
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tenía que decirle “tío”, aun sin ser parientes; este era como símbolo
de respeto de los chicos hacia los grandes. Y muchas de las veces
aquel individuo si tenía necesidad de algún mandadito a cualquier
muchacho le decía:
—Oyes, muchacho, ¿No me podrías hacer un favor?
—Cómo no, tío, a dónde voy.
—Pues en tal parte…
Ya le daba el recado que tenía que dar y el muchacho con mucho
gusto iba y daba aquel recado; ya después regresaba a dar razón de
aquel recado.
Nos dirigíamos a los mayores con mucho respeto y con los ancianos con más razón. En donde quiera que había una reunión,
siempre que llegaba un anciano o una anciana, inmediatamente se
paraban y le hacían lugar para que se sentara.
En cambio, ahora me doy cuenta que eso no existe. No voy muy
lejos. Hace poco me di cuenta que en la plaza estaba un matrimonio
con tres chamacos, ellos muy sentados y los padres por un lado
parados; en vez que los padres sentaran al menor de ellos en sus
piernas; pero no sucede así, ¿qué clase de ciudadanos van a ser esos
niños? Pero los padres tenemos la culpa y la responsabilidad de la
clase de educación que reciben los hijos.
En mi pueblo había una relación estrecha entre los compromisos
de matrimonio y el futuro de los padres, quienes desde luego veían con
mucho interés porque ellos (como ya dije) tendrían en algún momento
que irse a vivir con el hijo menor, puesto que allá en mi pueblo no había
asilo de ancianos o gerocomía (que quiere decir “casa de ancianos”). Desde luego, en las ciudades más o menos de veinticinco a treinta mil habitantes sí había gerocomía y también parthenagouía (que quiere decir “educación de vírgenes”, que era un internado para muchachas huérfanas,
en donde las preparaban y hasta las casaban con muchachos de la sociedad). A propósito de esto, a mí me tocó, siendo soldado, ver que se
enamoraron un soldado y una muchacha de esa escuela. Desde luego
que los soldados son jóvenes e hijos de familia, allá no había que les
pagaban por ser soldados, porque prestan servicio a la patria durante
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dos años y muchos en el transcurso del servicio se enamoran y se casan, como sucedió con ese joven soldado que pertenecía a mi compañía y que era de una clase mayor y todos tuvimos que asistir al casorio
de él y de la muchacha guapa.
Y, pues, todo eso los padres lo analizaban porque (como ya dije)
tenían que ir a parar con aquel hijo.
Desde luego que los padres no significaban una carga, porque
además la mayor parte de lo que los padres poseen va a dar a manos
del hijo menor con el que ellos viven.
Así que todo esto se ve con mucho cariño, con mucho interés y
mucho empeño; y naturalmente los padres también tienen que tratar bien a los hijos y éstos a sus padres y abuelos, con mucho respeto y cariño, desde luego.
Cuando el anciano se queda sin hijos a quien recurrir tienen la
obligación los parientes más cercanos de apoyarlo, y si no los tiene,
pues tiene que recurrir al yerno o a la nuera, según el caso. Pero no
había eso de decir “Mira nada más, el tío se está muriendo en la calle
y los sobrinos no lo atienden”. No, eso no ha existido porque, ya lo
dije, era condenado por la sociedad.
Así que el anciano tenía que irse arrimado con quien pensaba
vivir, para tratar de comprenderse y de ajustarse a los medios de
vida de aquella familia.
Pues esas eran las costumbres en las que el sacerdote intervenía
para que se llevaran a buen término; hoy todo ha cambiado, es muy
diferente, muy triste.
El noviazgo y el matrimonio en Mandritza
En Mandritza por lo general un matrimonio tiene dos o tres hijos; y
si tienen una hija el padre siempre trata de ahorrar, desde que ésta
nace, para poder formarle una dote que le permitirá acomodarla en
mejores condiciones económicas para el matrimonio. Tratándose
de los hijos, pues, no había esa preocupación; sin embargo, si se
trataba de darles una educación o preparación en algún oficio, en
aquella época a lo que se podía aspirar es a tener un oficio de car89
pintero, herrero u hojalatero; cualquiera de éstos era bueno para
procurar tener trabajo propio; no era como ahora que la gente sale
a buscar quién lo emplea. No, allá siempre se procuraba ser independiente en su trabajo; aunque, desde luego, había quienes trabajaban de oficiales en una carpintería, en una herrería, en un taller o
pequeña fábrica, haciendo carretas de bueyes, etc., no faltaba qué,
pero siempre con la mira de aprender un oficio.
Una vez que ya crecían los hijos, voy a poner un ejemplo: que fuera
un hermano y dos hermanas; el varón no debía casarse antes que sus
hermanas; aunque fuera mayor él tenía que procurar primero acomodarlas, ¿y cómo lo hacía? Pues muy sencillo, como todos los muchachos tenían amigos, parientes; entonces tenían que hacerle la lucha con
éstos. Y así platicaban sobre este asunto. Uno de ellos decía:
—Oyes tú Atanasio, me gusta tu prima. Pero tú sabes que yo también
tengo hermana, ¿no quieres tú casarte con ella, para así poderme casar
con tu prima?
—Pues sí, yo me caso con tu hermana y tú con mi prima.
Y así era una forma de arreglar las cosas. En eso del noviazgo
también intervenía un sacerdote, esto desde luego, una vez que ya
se sabía que aquellos muchachos se querían, aunque antes no había
tanta libertad, se sabía que estaban enamorados porque se veía cuando se saludaban en la calle y ya se comprendía que se querían.
Y entonces se hacía el noviazgo oficial; esto a través de la presencia de un sacerdote y de parientes cercanos que tanto los padres
de la novia como del novio invitan a presenciar la formalidad del
acto, que desde luego se celebra en la casa de la novia y de esta
forma quedan semicasados.
Desde ese momento el novio tiene derecho y cierta obligación
con las dos casas y debe de ir a visitar la casa de la novia e ir a comer
los domingos.
Pero antes de esto tanto los padres como los muchachos se fijan
si aquel muchacho o muchacha les conviene. Y como digo siempre:
en la vida siempre hay un interés que se manifiesta en formas diferentes; no sólo en perseguir bienes o dinero sino también la belleza,
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la salud y tantas cosas, pero siempre existe. Uno dice «esa muchacha está bonita y muy sana» y si es enfermiza lógicamente se piensa
lo contrario. Y lo mismo los padres de la novia piensan del muchacho: «se ha preparado bien y con mucho sacrificio lo enviaron sus
padres a la escuela, y él ha correspondido aprendiendo aquello, es
muy juicioso, trabajador. Así que aunque no tengan, nosotros los
podemos ayudar». Y así se hacían esos convenios para llegar al matrimonio.
También se tomaban en cuenta otras cosas, quiénes serían los
antepasados tanto de la muchacha como del muchacho; en qué forma se habían comportado en la vida, en el matrimonio, con sus
hijos. ¡En fin!, tantas cosas que se tomaban en cuenta que eran delicadísimas en la vida de un matrimonio. Entonces siempre se fijaban en que aquella familia no tuviera un mal antecedente como que
hubiera matado o robado algún miembro de la familia.
Pues como decía, en esa reunión a la que asistía el sacerdote,
como autoridad eclesiástica, porque en aquel entonces no había civil y
los matrimonios sólo se hacían eclesiásticos (en algunas ocasiones cuando
se presentaba una situación difícil se podía llegar a pedir permiso hasta
al señor Obispo); en algunas partes asistía el muchacho que hacía la
petición y en otras no; pero el hecho es que quienes hacían la petición
de la muchacha llegaban diciendo estas palabras:
—Venimos a pedir una flor para Constantino. La flor de ustedes, a ver
si la conceden para Constantino.
Así, poéticamente, se presentaban las cosas, y en una forma alegre, con sonrisas.
Bueno, aunque algunas veces las cosas se ponían difíciles porque los padres ponían obstáculos, pero ya después intervenía el
sacerdote. Desde luego que en esos tratos los padres trataban de no
dar mucha libertad y de ceder a la primera petición. Y, pues, primero decían, pues hay que preguntarle a la muchacha qué piensa y al
muchacho también. Y en algunas ocasiones intervenían otras gentes que hacían los comentarios siguientes:
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—Sí se quieren, sí se quieren. Los hemos visto por allá en la calle que
se flechean.
Y así es que de esa forma se hacía el noviazgo. Y como ya era
una cosa más seria, entonces se intercambiaban regalos. El muchacho le daba algún brazalete, algún collar, aretes; ¡en fin!, cosas de esa
índole; lo mismo la muchacha le daba algún regalito. Pero no sólo
eso había, sino que todos los que asistían al compromiso recibían
una pañoleta, que de antemano la muchacha les había puesto sus
iniciales en una esquina de cada pañoleta. Así que a todos los que
estaban sentados les tendían una pañoleta dobladita en el hombro.
Eso era como recuerdo y representaba el compromiso quedando
como testigos los asistentes. Desde ese momento ya se consideran
semicasados. Ya a estas alturas era muy difícil, realmente difícil, que
un muchacho dejara a la novia; porque si lo hacía aquel muchacho
estaba condenado y no sólo él sino la familia; porque se consideraba como una burla, como algo degradante para la familia de la muchacha; entonces solamente a través del sacerdote y en el templo, el
muchacho que quería deshacer el compromiso tenía que exponer
las razones que lo impulsaban a realizar aquella acción: ya fuera por
enfermedad o por alguna otra cosa que se le presentaba.
Pero volviendo a la reunión o fiestecita del compromiso, una
vez que ésta se terminaba felizmente, el muchacho quedaba invitado a visitar la casa de la novia cuando deseara hacerlo; naturalmente
que para entrar a la casa tenía que tocar la puerta y ya la madre salía
y decía:
—¿Qué desea?
—Pues vengo aquí un rato de visita a platicar con Elena.
—Pase, pase usted.
Ya pasaba el muchacho, entonces la señora le hablaba a la hija y
los dejaban platicar ahí en la sala de su casa.
Pues los muchachos platicaban los planes que tenían para llevar
lo mejor posible su matrimonio, que preparar a los amigos etcétera,
etcétera.
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El novio tenía obligación de ir a comer a la casa de la novia, no
muy seguido pero sí de vez en cuando. Y así después de que comían, se sentaban por un lado en un sofá o silla; platicaban sobre el
plazo para el casorio, que medio año, que tres meses. ¡En fin!, esto
también dependía de la edad que tuvieran, porque había noviazgos
muy tempranos, muy jóvenes se comprometían los muchachos; por
ejemplo, mi madre se casó a los catorce años; pero hay otros que a
más tierna edad se comprometen, ya sea a los diez o doce años se
enlaza el noviazgo y esto sucede principalmente cuando son parientes retirados o cuando hay un muchacho en una familia y en la
otra una muchacha y se hacen esos convenios para tener la seguridad de que se casen y además de que se ayuden entre las familias
para que se eduque con oportunidad aquel muchacho para la vida
del matrimonio.
Por otra parte, era prohibidísimo que un griego o griega se casara con un turco o turca; puesto que había y hay diferencias abismales entre ambos pueblos; para empezar nosotros somos cristianos y
ellos mahometanos; sus costumbres son diferentes. Los mahometanos no comen la carne de puerco (también los israelitas tienen
prohibido eso); sobre esto recuerdo que muchas de las veces vacilábamos a los turcos diciéndoles que Mahoma les había prometido
comer una pierna pero que se le había olvidado decir cuál pierna y
pues que ahora ya no comían ninguna pierna por no saber. ¡Je, je, je,
je! Pero eso se lo decíamos de vacilada, entre confianza. Así que los
turcos no comen tampoco longaniza de carne de cerdo; ellos hacen
longaniza y chorizo de carne de res o de gallina y, por cierto, muy
rica; recuerdo que la doblaban en forma de “U”, ¿verdad?, y así
vendían el chorizo los turcos; tampoco comen manteca de cerdo.
Como les decía, en el aspecto religioso somos diferentes, no
teníamos permiso de entrar a los templos de ellos, ni tampoco los
turcos tenían acceso a los nuestros. Las mujeres también eran de
costumbres distintas a las nuestras; ellas, las janúmisas, así se les llamaba y aún a las grandes, no salían libremente con la cara descubierta; tenían que salir siempre con un ropón grande que se lo echaban sobre la cabeza y se lo doblaban en la frente y lo juntaban
después con la mano izquierda a la altura de la nariz; así que el
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ropón les tapaba hasta la ceja y la otra parte sostenida con la mano
les tapaba hasta la nariz; dejando así sólo libres los ojos. Había otras
turcas más elegantes, por supuesto las más ricas, que le ponían a su
ropón un broche que lo sostenía hasta el pescuezo y luego se ponían una pañoleta grande en la cabeza; si estaban de luto la pañoleta
la usaban negra (y cuando no lo estaban las usaban de distintos
colores); así que ese tul negro se lo amarraban a la altura de la frente
amarrado por la parte de atrás para que no la vieran, pero ella sí veía
perfectamente bien; pero la gente que la miraba no la podía conocer; así andaban ellas en la calle. Por cierto que ya cuando la liberación de los territorios que los griegos reconquistaron, pues hubo
algunos soldados griegos que llegaron a molestar a algunas turcas,
que indebidamente les levantaron el tul para verlas. Pero eso era
prohibidísimo, el que llegaba a hacer eso en territorio turco lo fusilaban; porque eso es cosa de mucha reserva y fanatismo del pueblo
mahometano.
Y así era la vida en esos pueblos; pero recuerdo que cuando
estábamos chamacos de diez o doce años podíamos ver descubiertas de la cara a las niñas turcas, que cuando hacían su primera comunión en adelante ya tenían que usar el tul.
Cuando iba alguien de visita, tocaba la puerta y la turca que vivía
en esa casa antes de abrir tenía primero que ver a través de una
ventanita, una claraboya, quién tocaba, si era un pariente o un amigo no podía entrar si la turca estaba sola; solamente los hermanos,
el padre o el suegro podían entrar; y esto es porque entre ellos se
permite el matrimonio entre sobrinos y tíos y como también la religión les permite hasta ocho o diez mujeres, según pueda mantener, pues tomaban sus precauciones de esa forma. El Sultán llegaba
a tener hasta trescientas concubinas en el harem y luego pasaban a
ser de los generales y así degradándose hasta llegar a esposas de
algún soldado que lo tenían de mucha honra.
Así pues esas son a grandes rasgos las diferencias entre ellos y
nosotros que impedían que se efectuara el matrimonio entre griegos y turcos. Aunque la historia antigua registra que hubo una vez
que un gobernador, que rigió después de la caída del Imperio Bizantino, que abusó de una griega y se la llevó por la fuerza. Pero
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desde luego que los turcos eran de dignidad y la mujer que se robaban
la consideraban como su esposa; porque consideraban que los cristianos éramos superiores, de mejor educación, de mejores costumbres,
¡en fin! Sabían muy bien que nosotros no nos podíamos casar con dos
o tres mujeres a la vez y ellos sí; y por ese motivo ellos le daban el
carácter de legítima esposa a aquella mujer que se robaban. Así hubo
varias cosas; también recuerdo que un pachá en la ciudad de Hidahniha,
Epiro, tenía como esposa a una griega, y como los pacua eran como
generales y gobernadores de una región, así que cuando tenían que
matar o fusilar a equis gentes, pues la esposa intervenía ante el pachá
pidiéndole que diera la orden de no matarlos; y de esa forma se salvó
mucha gente; esto desde luego en tiempos de la esclavitud.
Ya que estoy hablándoles de estas costumbres, recuerdo a un
muchacho que se llamaba Juan y que andaba de novio. Y ese Juan al
llegar a la casa de los suegros pues era la hora de la comida y ya
estaban en la mesa; entonces le dice el suegro:
—Juan, arrímate, hombre, vamos a comer.
—No gracias, yo ya comí.
Ya no lo molestó el suegro. Después la suegra también le dice:
—Juan acércate a comer, hombre.
—Gracias señora ya comí.
Pero Juan no había comido y tocaba violín la barriga, pero ya no
lo invitaron. Por eso cuando te inviten hay que arrimarse.
Así pues, siguiendo esta ceremonia del noviazgo, la novia de mi
tío Ángel quedó comprometida con él; entonces al irse él a California,
le escribía y le mandó dinero para que se reuniera con él. Pero ella
no fue con mi tío y usó los centavos para mejoría de su familia. Y
por segunda vez le envió dinero y tampoco se fue.
A propósito de la novia de mi tío. Ella tenía una sobrina que se
llamaba Anna, menor que yo, y me enamoré de ella a tal grado que
hasta me enfermé.
Al llegar a Surotí, en el pueblo donde mi padre estaba me dice:
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—¿Qué tienes? ¿Estás malo?
—No papá, no tengo nada.
Pero era que estaba profundamente enamorado. Por cierto que
me tenía que ir caminando a pie ciento veinte kilómetros, o sea tres
días de camino, y todo esto para ir a ver a la famosa novia. Y la otra
vez me fui en burro, y la misma cosa también.
Los funerales en mi pueblo
En aquella época, cuando yo vivía en Mandritza, recuerdo que las
personas más apegadas a la religión encargaban unos lienzos del
tamaño del cuerpo, angostos, de cincuenta o sesenta centímetros
de ancho, y tenían una cruz o la Virgen madre de Dios y otros
adornos religiosos.
Pues en aquella época cuando moría una persona tenía que llamar al sacerdote confesor, porque sólo podían hacer la confesión
los sacerdotes o monjes que tenían más de sesenta años, porque los
sacerdotes jóvenes no tenían permitido hacerla porque no tenían la
misma experiencia que un anciano; así que sólo los ancianos confesaban y daban los santos sacramentos al moribundo.
En aquel entonces no había el trámite legal del testamento en mi
pueblo y más porque estábamos en territorio turco, bajo el imperio
otomano; así que no había eso. Pero en el momento en que el moribundo quería dejar posesión a sus familiares entonces en presencia del sacerdote, del presidente municipal y de los hijos exponía su
voluntad, quedando todos ellos de testigos para que se cumpliera.
Había casos en que aquella persona moría sin haber dicho su
última voluntad; en esos casos los hijos se basaban en el testimonio
de la gente del pueblo, quienes habían oído aquella persona decir
algo relacionado con la repartición de sus posesiones.
Cuando se moría la gente se velaba en su casa, porque para entonces no había funerarias, ni cajas, yo no recuerdo que a los muertos los trasladaran en cajas, como ahora, no; pero sí recuerdo que
los llevaban en una camilla, cubiertos con todos los sacramentos,
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hasta el templo y de ahí lo llevaban al panteón; en donde lo dejaban
a un lado del sepulcro mientras que el sacerdote leía las últimas
oraciones de muerte (que me parece son las mismas del catolicismo). Naturalmente que al difunto lo vestían con lo más nuevo que
tenía, con su sombrero, pero así el cuerpo lo metían al sepulcro y
para que no cayera sobre él la tierra directamente, se hacían unas
ranuras en los extremos de la fosa para meter unos tablones, que se
cortaban del mismo tamaño de la fosa o sepulcro y así sobre esos
tablones se echaba la tierra en una profundidad de metro y medio
aproximadamente, hasta que se formaba un promontorio en la parte visible, para que se supiera en dónde estaba aquél difunto; así que
en la parte que correspondía al lado de la cabeza ahí se ponía una
cruz. En aquella época no se usaban cruces de madera, siempre se
hacían de piedra de mármol que se esculpían con el nombre, apellido, fecha de nacimiento y de muerte del difunto y algunas palabras
de recuerdo de sus familiares. Así que todo eso era esculpido en
piedra porque era más permanente que la madera. Así todavía, cuando llegué a Mandritza, encontré la tumba de muchos de mis antepasados, como la de mi abuelo Jrístos Dermentzioglou, la de mi abuelita María Dermentzioglou. Pues todavía estaban las piedras ahí... y
así terminaba la vida.
Como el panteón estaba en lo alto, recuerdo que se podía ver desde
el templo. Y más cuando prendían algunas velas para conmemorar el
día de la muerte, a los tres días, a los nueve días, a los doce días y luego
de esto al mes y después (creo) a los seis meses o hasta el año.
Eso sí, cuando muere una persona cuecen trigo, se esponja el
trigo y lo endulzan y con él forman una cruz que ponen sobre una
charola grande, y esa cruz es adornada con colores de dulce, con
pasas, caramelos; con todo eso es decorada. Esa cruz la llevan al
templo y a la salida de la misa, en el pórtico de la Iglesia, una persona reparte con una cuchara porciones de la cruz que deposita en la
mano de cada asistente, como muestra de un recuerdo del difunto,
para que pida a Dios para que lo tengan en bien en el otro mundo.
Después, a los tres días, los dolientes hacen unos panes marcados con un sello que tiene una cruz con algún santo; ese sello es de
un diámetro de veinte centímetros y desde luego hay otros más
97
chicos, y esto también como recordatorio. El pan lo cortan en pedazos pequeños de unos dos centímetros y los dan al salir del templo, a veces dejan la charola sobre una mesa en la puerta del templo
y la gente va y coge su pedazo de pan que ha sido bendecido por el
sacerdote del templo.
Después, también el día de los muertos, se hace un recordatorio,
como aquí lo hacen el día de difuntos.
Pues ese día cuecen trigo, hacen panes con el sello del recordatorio. Recuerdo que la gente decía que esos sellos venían del Monte
Athos, que era la industria que tenían los monjes; esos sellos eran
esculpidos y al apretarlo contra la masa del pan se sellaban las palabras y las figuras y así se cocía el pan. Y generalmente todas las
casas tenían ese sello, en caso que no lo tuvieran, pues lo pedían al
vecino. Pero eso no solía suceder porque es un recordatorio que
todo mundo debía tener.
Ya que hablé del Monte Athos o Monte Santo, parece ser que se
fundó en los tiempos bizantinos más o menos en el séptimo siglo
de nuestra era. Parece ser que todavía hay veintiocho monasterios, y
eran muchos porque en el imperio bizantino tenían derecho a tener
monasterios todos los países ortodoxos, como Rusia, que tenía el
mejor, el más rico y más célebre; tenían también monasterios Servia,
Bulgaria, no sé si Polonia y Checoslovaquia, porque ahí también
hay muchos ortodoxos.
En la actualidad quieren opacar el ortodoxismo, como si no existiera, y esto lo menciono porque me duele y no debe de ser eso, ya que
todas las religiones son la misma cosa o sea que todas tienen el mismo
Dios, no hay más Dioses sólo hay uno; así como tenemos un sol existe
también un Dios. Por tal motivo no debe de haber diferencia.
En el Monte Athos se guardan todavía escritos, manuscritos y
libros de toda la cristiandad que contienen datos sobre la formación del cristianismo. Ahí sólo hay un gobierno que es el eclesiástico, cuya cabeza es un egúmeno, que dirige nada más en la isla, que
está en la península Calcídica, por lo que el Monte Athos queda
ubicado entre el golfo Strimón y el golfo Agion Orous.
Pues en ese monte hay muchos monasterios; el turismo en general sólo puede llegar hasta Ouranoupolis, que es el último pueblo
98
cercano al Monte Athos, ya de ese lugar está prohibido entrar al
monte. Ese pueblo de Ouranoupolis hoy en día ha crecido mucho
gracias al turismo que frecuenta ese lugar. Hay una carretera muy
amplia que llega hasta Ouranoupolis, lugar donde los turistas pueden tomar un barquito de motor si quieren ir a la punta de la península y desembarcar en Ag Annis, lugar en donde se encuentran unos
policías de seguridad pública, a quienes tienen que presentar los
turistas su pasaporte y para que los revisen en la forma que van
vestidos, y esto se regia porque todo aquel que quiera entrar a los
monasterios, tiene que ir de pantalón largo, pelo corto y sin barba,
ya que todos los monjes tienen barba, para que no se confundan y
quieran aparentar ser monjes, puesto que los turistas que van tienen
que pasar la noche ahí. Pues en todos los monasterios que llegan
visitantes se les da alojamiento y comida. Los monjes tienen salones grandes con catres o colchones tirados en el sudo, todos los
pisos son de madera para contrarrestar el frió que hace en aquel
lugar; en algunos monasterios hay camas de madera. También tienen un salón grande con una mesa muy larga con bancas a uno y
otro lado; en la cabecera está una silla en donde se sienta el sacerdote y bendice el pan, dice el Padre Nuestro, se sienta y todos tienen
que hacer la cruz para sentarse a comer; una vez que han terminado
dan las gracias a Dios porque les concedió comer, para la salud, en
fin. Generalmente los monjes comen pescado, aceitunas, miel y carne; ésta sólo en determinados días porque miércoles y viernes es
vigilia y hay tres cuaresmas, una llamada de la Virgen, que se hace
del 1 al 15 de agosto, después sigue la del nacimiento de Nuestro
Señor, que parece ser es de cuarenta días en el mes de diciembre; y
la última que se hace antes de Pascua. En Grecia como en México
se comulga la gente pero guardan una semana mínimo sin comer queso, leche, ni carne y para comulgar se tiene que ir en ayunas y en el
templo el sacerdote da vino con una cucharita, ese vino tiene boronas
de pan, que es la comunión; ese día no se debe escupir, el comulgado
tiene que llevar un pañuelo y escupir en él si hay necesidad.
Pues lo mismo se reza cuando se van a dormir, un monje reza
en el dormitorio y por la mañana también.
Al Monte Athos no permiten la entrada del sexo femenino y
99
con esto quiero decir que no pueden entrar mujeres, ni animales
hembras, solamente entran hombres. A propósito, recuerdo que
una vez se atrevió a entrar una francesa disfrazada y la descubrieron; los monjes se quejaron ante el gobierno francés eclesiástico y
al gobierno griego para que difundieran que estaba prohibida la
entrada a mujeres en el Monte Athos.
Los monjes viven de su trabajo, tienen sus industrias, trabajan la
madera y hacen figuras para vender; por ejemplo, en Grecia se venden los íconos de Jesucristo, de la Virgen, en fin. Hay pintores monjes
que hacen unas pinturas relacionadas con temas religiosos desde
luego.
Todos los monjes tienen permiso de salir en caso de ser necesario, como para visitar a sus padres o en caso de que mueran; pero
también salen a colectas en los pueblos porque luego no les alcanza
con lo que trabajan y salen a pedir limosna. Pero sólo salen con el
permiso de la autoridad eclesiástica del lugar.
En el Monte Athos también había ermitaños, ancianos que se
aislaban en una cueva por allá lejos y como es pedregoso el monte
pues se dificultaba un poco el acceso, pero hasta ahí les llevaban
comida y ahí mismo terminaban sus vidas. En mi familia hubo un
ermitaño por parte de los Dermentzioglou y hermano de mi abuelo
Jrístos, pues tuvo que ir un familiar joven a sustituirlo; esta era una
tradición que ayudaba al anciano a la hora de su muerte.
Parece ser que últimamente los soviéticos dieron permiso para
que existiera en el Monte Athos un monasterio de ellos.
La guerra de los Balcanes y el exilio8
La guerra de liberación de los pequeños países balcánicos se dio
entre 1912 y 1913. Esos países eran Grecia, Servia, Bulgaria, Croacia,
8
Balcanes (del turco “Montañas”), zona de tránsito entre Europa y Asia; comprende varias naciones: Yugoslavia, Bulgaria, Albania, Grecia y Turquía. Por su valor
estratégico ha sido objeto de constantes pugnas. Diccionario Enciclopédico Abreviado.
(1954). Madrid, Espasa-Calpe, T. I, p. 1020.
100
Bosnia, Herzegobina, Albania, Macedonia y Osnia, que eran países
pequeños y que se aliaron para expulsar de sus territorios a Turquía,
cuyos dominios llegaban hasta el Danubio y el mar Adriático por
Oeste y Norte.
Entonces sólo eran libres Grecia, Servia y Bulgaria. El rey Pedro
gobernaba en Servia y en Bulgaria el rey Fernando y en Grecia Jorge I, importado de Dinamarca. Se aliaron, como ya dije, para expulsar a Turquía en 1912, y lo lograron en 1913.
Cuando se terminó esa contienda, entonces se adelantaron los
búlgaros y como estaban más cerca de Macedonia quisieron apoderarse de la ciudad de Salónica; los griegos empezaron desde Thesalia
y Epiro, en terreno muy accidentado y a través de montañas al norte desde el estrecho de Olimpo (Tembé) por todo el litoral poniente
y norte, hasta Constantinopla, con la finalidad de apoderarse de
Salónica.9
Pero antes de llegar los griegos a dicha ciudad, los búlgaros ya se
acercaban a ésta. Entonces se inició la guerra entre Grecia y Bulgaria
en 1913.
Hubo unas batallas bastante sangrientas en los llanos de Axiós y
en la laguna (Doriani) que es de tres naciones, porque ahí desembocan Servia, Grecia y Bulgaria.
Algunas gentes contaban que llegó un momento en que los soldados griegos quedaron atrapados en una ladera y sin municiones y
que entonces se lanzaron los griegos con tal furia que agarraban a
los búlgaros y les degollaban con los dientes la garganta. Hasta ese
grado llegaron las guerras tan sangrientas, tan bárbaras. Y los expulsaron hasta la cordillera de Béles, hoy se conoce con el nombre
de Línea Metaxá.
En la segunda guerra, que le denominaron Línea Metaxá, creían
los griegos que los alemanes no la pasarían; porque esa era la defensa precisamente contra ellos. Como en aquel entonces Leónidas
9
Los griegos penetraron en Doiran, Strumitza, Yeres, Cavalla y Drama, apoderándose pronto de Macedonia y una ancha franja de Tracia (incluyendo Deadeagach,
Macri y Porto Lagos).
101
contra los persas10. En esta vez no pudieron los griegos defender el
territorio contra los alemanes porque era una potencia extraordinaria, que en ninguna parte pudieron detenerla.
En 1913 se rumoraba que los ejércitos griegos ya iban a llegar
hasta Mandritza, porque muchos muchachos mandrichotas del pueblo de Mandritza se habían ido y presentado en cuerpos del ejército
griego de toda Tracia y de Macedonia, que todavía no eran territorios liberados y todos los griegos habían ido atravesando clandestinamente la frontera turca para reforzar al ejército griego, para liberar los territorios donde había pueblos griegos, todos los litorales,
del Egeo, del Asia Menor y de Tracia.
Pero no se logró porque ya había un tratado hasta donde debía
de ser la línea divisoria entre Grecia y Turquía, entre Bulgaria y
Turquía, y en ese mismo tratado se marcó la línea divisoria por la
que posteriormente nos obligaron por la fuerza a abandonar nuestro pueblo. Porque nos consideraron y éramos griegos, aun cuando
hablamos el idioma albanés, pero siempre éramos griegos y ayudamos a Grecia y éramos ortodoxos; lo de ortodoxo no impedía porque ortodoxos también son los búlgaros.
Como ya dije, se rumoraba que los búlgaros nos iban a expulsar
pero no sabíamos la fecha. Entonces estábamos siempre preparados de tener algún bultito de ropa atrás de la puerta para que violentamente agarráramos aquel bulto, ¿verdad?, o pan, o alguna cosa
con provisiones y lanzarse al monte.
Y eso fue un sábado trece de octubre de 1913. Mi madre había
horneado (como ya dije) era día sábado y era costumbre de hornear
los sábados siempre para tener pan caliente el domingo y toda la
semana siguiente, pues calculaban hornear tantos panes para que
alcanzara toda la semana siguiente. Y me acuerdo muy bien, en esos
10
Se refiere a la defensa de las Termópilas, que llevaron a cabo los guerreros griegos,
espartanos y del Peloponeso, encabezados por el jefe espartano Leónidas, ante la
actitud entreguista de las comunidades que habitaban en la parte septentrional de
Grecia. Fue a finales del año 480 a.n.e. que los griegos lograron derrotar a los
persas en el estrecho de Salamina. Oliva P. y B. Boreeky. Historia de los griegos. (1982).
Mex., Cartago, p. 75.
102
momentos no estaba ni mi padre ni mi hermana María, que tenia
cuatro años, que la había llevado mi padre a la casa de mi abuelo
paterno, a casa del sacerdote. Y estaba nada más mi madre; ya tenía
ahí dos panes, no de los grandes, de los chicos y unos cuadros de
pan de queso blanco listos para salir pues ya se rumoraba que iban
a venir los búlgaros. En eso: «¡Que ya vienen los búlgaros! ¡Que ya
están en tal parte! ¡Que ya vienen!»; era ya casi para meterse el sol. Y
empezaron a tirar balazos y en eso me cogió de la mano y ni el pan
cogimos ni el queso ni nada, me cogió de la mano y a correr y estaba
cerca ahí, como ya he dicho, la huerta eclesiástica y nos metimos en
la huerta, atravesamos la huerta y nos metimos al río, como era ya
en octubre todavía no tenía crecientes, lo atravesamos y nos tiramos al otro lado que era el canal del molino de agua; porque había
dos molinos frente al pueblo, el molino de arriba que al salir del
molino, el agua estaba inmediatamente en la presa que se agarraba
otra vez el canal, para conducir el agua al molino de abajo. Y nos
tiramos al canal del molino, yo chamaco que apenas sacaba el pescuezo, la cabeza, y había una chamaquita, pues sería de unos tres,
cuatro años, con un vestido muy ampón, cómo se me grabó en la
memoria, cómo no se hundía y la cogió de la mano una señora,
pues estaba flotando sobre el agua.
Ya se metió el sol, empezó a oscurecer cuando llegamos a la
presa del molino de arriba, que había ahí en la presa tupido de plantas tiernas de sauce, y donde encontramos más tupido que seríamos
veinte, veintidós personas y ahí nos acurrucamos todos como los
pollos de una gallina, y ahí ni hablamos ni nada y oíamos que a un
lado del canal distante a unos doscientos metros que pasaban las
carretas que según notábamos que eran los búlgaros que iban a
invadir y a robar al pueblo; ahí estuvimos toda la noche mojados. Y
en octubre ya hacía frío, así pasamos toda la noche. Oíamos también
rumor de gente que estaba en el molino, pero tuvimos miedo también
ir al molino porque algunas gentes de los grandes opinaban:
—Pos serán gente de nosotros, ¿o serán búlgaros y si caemos en las
manos de los búlgaros y nos cortan los pescuezos?
103
Así era el temor, y así permanecimos toda la noche ahí entre el
matorral de sauces y al día siguiente que amaneció, ya había silencio, ya no había carretas que pasaran ni oíamos nada; entonces pasamos el camino y nos metimos en un barranquito que ya había
salido el sol y nos pusimos en un lugar que pegaba el sol, y ahí me
acuerdo perfectamente del vapor que expedía la ropa al estarse secando. Y ahí estábamos pues, prácticamente secándonos, esperando qué iba a suceder, a ver si oíamos algo. Y a poco rato oímos una
voz que gritaba en lo alto y estábamos en frente a una propiedad de
mi abuelo que tenía también ahí una casita, y que tenía chivas y que
gritaba esa persona:
—¡El que tenga hambre que venga, aquí está Pappatheodorou, trae
panes y trae queso para que vengan a comer!
Nos dio mucho gusto y brincamos un arroyito que no tenía agua
de la parte baja, y subimos a la planicie y ahí encontramos a nuestro
abuelo.
Y de ahí ya no regresamos. Preguntamos por mi papá y por mi
hermanita María... ya están todos bien, no tienen ningún peligro, ya
nos vamos a Acalán. Acalán era un pueblo de griegos que estaba al
otro lado de la frontera búlgaro-turca, así que ya al llegar a Acalán
ahí nos salvamos.
Cuando nos dirigimos a Acalán ya nadie nos seguía y ya no supimos qué sucedía en el pueblo.
Ya después en Acalán llegó mi padre y mi hermanita María, ahí
nos juntamos y permanecimos todo el invierno.
Como ya estaba próximo a nacer mi segundo hermanito, mi
padre tuvo que llevarnos a la ciudad de Dydimotijon, en donde
había médico. Porque en el pueblucho en donde estábamos era de
unas cincuenta o sesenta casas, con una población de unos doscientos o doscientos treinta habitantes. Así que nos llevó mi padre a
que naciera mi futuro hermanito en la ciudad de Dydimotijon, que
quiere decir: “doble muralla o doble fortaleza”.
Al recién nacido le pusieron Jrístos, pero no recuerdo si vivió
solamente una semana o dos; murió ese mismo invierno.
104
105
[. . .] Principales lugares que tocamos después
que fuimos expulsados de Mandritza. 1913-1914
A principios de marzo nos pusieron en unas jaulas de tren, en la
estación de Dydimotijon. Según nos dijeron que nos iban a llevar a
Constantinopla y de ahí a Salónica en barco.
Cuando llegamos a la estación de Muratli, había un ambiente de
zozobra, de temor, de angustia. Todo mundo lloraba. Y se hacían
comentarios:
—Aquí nos van a llevar a un barranco y ahí nos van a matar a todos.
—¿Por qué no nos llevaron a Constantinopla?
—Porque nos van a matar, por eso no nos llevaron a Constantinopla.
¡Ah! Ahí en la estación nos cargaron todas las pocas pertenencias que teníamos en una carreta tirada por bueyes.
Recuerdo que estaba lloviznando, muy finito, muy suave y me
acuerdo muy bien porque un pariente de nosotros, tío mío, primo
segundo de mi padre, no podía subirse tanto por su esposa, como
por su madre que ya era una anciana; ella lloraba y no quería subir a
la carreta porque se rumoraba que nos iban a matar. Y entonces él
no tuvo más remedio que subírsela al hombro y llevársela sobre sus
espaldas y la mujer llorando.
Y no era aquello, sino por prevenciones de enfermedades contagiosas. Pero sí fue una impresión muy grande para todos nosotros, sobre todo para las mujeres y todos los niños que iban llorando.
Pues no nos llevaron a Constantinopla, pero sí nos bajaron en
esa estación y nos condujeron a un puerto que se llama Redestó, en
el mar de Mármara o en el mar Helesponto. Allí estuvimos una
semana mientras que llegaba el buque.
Toda la noche viajamos en carretas para llegar al día siguiente a
Redestó; ahí nos acomodaron en escuelas mientras llegaba el buque; pero una vez que llegó éste nos embarcaron. Atravesamos el
Helesponto, pasamos por el estrecho de los Dardanelos y entramos
al mar Egeo, porque íbamos a ir a Grecia. Para entonces ya íbamos
vacunados.
Ya al llegar a Grecia, para no entretenernos, en vez de llegar a
Salónica, nos llevaron al puerto de Cavalla y desembarcamos ahí
cerca.
106
Todos los gastos para trasladarnos, naturalmente, el gobierno
turco los estaba haciendo, porque nos estaba sacando de su territorio y era un beneficio para ese gobierno.
El puerto de Cavalla está ubicado en el mar Egeo, que ya es
Macedonia. Porque el río Néstos es límite de Tracia y Macedonia
Oriental; a su vez Macedonia está dividida en Occidental y Oriental.
Y el río Strimón es el límite entre una y otra.
Pues bien, al llegar a Cavalla ya se hizo cargo el gobierno griego.
Ahí estuvimos dos o tres días, mientras se determinaba en dónde
nos iban a instalar.
Había pueblos turcos en territorio griego y muchos de los turcos ricos optaron por irse a Turquía porque Macedonia era ya territorio griego hasta el río Néstos. Y en esas casas que se desocuparon, nos acomodaron. En algunas casas que estaban grandes pusieron dos familias y en otras más chicas pusieron una familia; y así
nos acomodaron. Seríamos más de cien familias en el exilio.
Nos dio el gobierno un préstamo provisional, mientras nos acomodaba definitivamente. El gobierno nos tenía que ayudar con un
préstamo en efectivo y con terreno para sembrar; para así poder
nosotros desempeñar el oficio que teníamos en nuestro pueblo. Y
pues no se podía ocultar a qué se dedicaba uno después de la cría
del gusano de seda, pues todas las familias sabían perfectamente a
qué se dedicaba cada quien. Aquí pasamos un verano que correspondió al año de 1914. El gobierno nos dio hasta siembras ya hechas de
tabaco porque en Macedonia era lo que cultivaban los turcos.
Así, el gobierno dio un cuarto de hectárea, media hectárea, según lo numerosa que fuera la familia porque había familias de recién casados que sólo tenían un hijo o dos y había otras que tenían
cuatro o cinco; entonces tenían que darles mayores recursos a estos
últimos, para que se mantuvieran. Para entonces tenía yo nueve años
y comencé a ayudar a la familia ensartando tabaco. Cada vara era
aproximadamente de dos metros, nos la pagaban a diez centavos o
algo así y ya con eso nos ayudábamos un poco.
Pero en realidad era una pobreza tremenda, no teníamos ni para
comprar ropa, la mayoría estábamos con la ropa del cuerpo. Acudió
la Cruz Roja para regalarnos ropa usada, pero no fue suficiente.
107
Llegamos hasta ser limosneros y andábamos pidiendo comida, ropa,
zapatos, ¡vaya!, lo que fuera para poder sobrevivir. La mayoría, como
sabían que éramos exiliados, pues nos ayudaban y nos daban un
pan o medio pan, higos (porque allá tenían muchos higos en dulce),
zapatos. Por cierto que yo llegué un día a ir a un barranco en donde
tiraban zapatos viejos y cogía algunos de mi medida y los remendaba.
Hasta ese grado llegó nuestra pobreza en el exilio, ahí en Macedonia.
Mi abuelo se había ido con los hijos a la provincia, a las afueras
de Salónica. Se instaló en una hacienda que había pertenecido a tres
o cuatro turcos, esa hacienda estaba a veintidós kilómetros de
Salónica y se llamaba Surotí. Ahí también había moreras, pues los
turcos también criaban el gusano de seda.
Al llegar a Surotí, nos encontramos con mi tía María, la más
chica. Ella estaba recién casada y tenía un hijo.
A mi abuelo Pappatheodorou lo habían nombrado párroco del
templo de Aguía Parasqueví (Santa Viernes) que estaba a cuatro
kilómetros distante de Surotí.
Según una leyenda, a una muchacha griega la perseguía un turco
para deshonrarla, cayó muerta y en el lugar donde la mataron desde
entonces nace una agua colorada y que es la sangre de la mártir. Y
ahí construyeron una capilla, que todavía existe; hasta la ampliaron
y ahí se hace fiesta, no me acuerdo si es en 15 de agosto. Así que en
este templo Aguía Parasqueví estaba mi abuelo de sacerdote, y ya
percibía un sueldo ahí. Porque a los sacerdotes el gobierno griego
los considera como profesores, tienen sueldo del gobierno; aparte
que tienen entradas de bautizos y de otras ceremonias religiosas y
se consideran empleados del gobierno porque Gobierno e Iglesia
son una sola cosa en Grecia.
Ya a nosotros nos acomodaron en Surotí, en casas donde trabajaban los peones que tenían los turcos. A nosotros nos tocaron dos
piezas nada más; una de ellas tenía chimenea y ahí cocinaba mi madre, y desde luego nos servía para calentamos, y la otra pieza la
usábamos como bodeguita para guardar las cosas que teníamos.
Dormíamos en el suelo, sobre un petate tendíamos un sarape, que
por cierto ya no me acuerdo cómo fue que nos hicimos de sarapes.
Ahí fuimos agraristas, pero no agraristas al estilo mexicano, con
108
terreno dado; porque allá el terreno está muy escaso. El gobierno a
través del banco agrícola nos facilitó tierras para pagarles en un
plazo de diez años. Pero no todos fuimos agricultores, porque había quienes se dedicaban especialmente a otras actividades. Entonces nos decían:
—Oye, ¿como cuánto necesitas? ¿Con cuánto tú te mueves? Como
sastre, ¿cuánto dinero ocupas para iniciarte?
—Pues tanto.
Ya le daban a cada uno ese préstamo para que continuaran trabajando en su oficio. Y a los que no podían desarrollar su oficio,
entonces les dieron tierras. A cada matrimonio le daban tres hectáreas de temporal y un buey. Así que los matrimonios chicos de uno
y dos hijos tenían que asociarse con otro matrimonio para formar
una yunta, y les daban un arado para que entre las dos familias
trabajaran las seis hectáreas de tierra.
Los bueyes llevaban un sello, o sea una delta, y decía Demos
Demosio, que significaba federal, es decir del gobierno, que no se
podía vender así nomás, sino que se necesitaba el permiso del banco agrícola.
Algunos de mis paisanos alcanzaron a traer sus centavitos de
Mandritza y entonces tuvieron la posibilidad de comprar una vaca,
o bien pedían permiso de vender el buey para completar y comprar
la vaca; había quienes compraban un burro o una mula que les servía para arrimar leña, para llevar la semilla al campo o el arado.
Pero la vaca les daba leche, les daba cría y les ayudaba con el
arado. En fin, que para cualquier cosa les servían estos animalitos y
en esa forma mucha gente a los dos o tres años ya había pagado la
deuda para tener libre aquel terreno.
Pero posteriormente se vino un intercambio de población. Pues
había búlgaros en Macedonia que ambicionaban irse a vivir a
Bulgaria; dizque para que no los hostilizaran los griegos, y que no
se qué y que más allá. Y lo mismo pasaba con nosotros que nos
habíamos visto en la necesidad de abandonar nuestras casas y pues
que nuestras propiedades habían quedado en Bulgaria.
109
Entonces se formó un comité internacional con italianos, franceses, holandeses para que fueran a valorizar las propiedades de los
griegos en Bulgaria y la de los búlgaros en Grecia. Y así mutuamente se pagaban los búlgaros a los griegos y éstos a los búlgaros.
Pero mi padre por tener mucho cariño al pueblo no quiso hacer
intercambio y decía:
—Algún día llegaremos a vivir nuevamente en nuestro pueblo, en nuestra casa.
Él tenía la intención y la esperanza de regresar a nuestra tierra,
pero eso se esfumó y no recibió mi padre nada.
Estando en Surotí fui también a la escuela unos cuantos meses,
que aproveché para aprender algo.
En esa población se quedaron varias familias, entre ellos unos
tíos míos y la familia de la novia de mi tío Ángel (quien para entonces ya se encontraba en California).
Llegó la guerra de 1914-1918
Mientras pasaba el tiempo criamos también gusanos de seda en
Surotí.
Yo era siempre muy activo, desde chico fui muy inquieto. Y un
día le dije a mi padre:
—Ay papá, pues con las moreras que nos han dado aquí, no nos alcanza para vivir y mejorar. ¿Por qué no nos vamos a otro pueblo y rentamos
moreras, compramos la hoja y criamos mayor cantidad de gusanos?
—Tienes razón hijo, vamos a ver qué se puede hacer.
Y así me oía, íbamos a otro lado a criar gusano para poder mejorar
nuestra situación económica.
Pero no fue el único lugar en el que estuvimos sino que también
en Mandres, que es uno de los lugares que tiene mayor número de
familias; otro es Sedes, que está muy cerca de Salónica, a siete kiló110
metros. Sedes es nombre turco, el verdadero nombre, es Thérmi,
nombre muy antiguo que se toma de los yacimientos de aguas
termales y terapéuticas.
Además de estos pueblos en que radicamos se encuentran:
Mandres; Zeglebéri que está a veinticinco kilómetros al este de
Salónica; Musthéni, en el estado de Cavalla; otro es Kalós-Agros (Buena-Tierra) en el estado de Drama, y otros más que están en Tracia,
que es Souflí y Mauro-Klísi. En cada uno de estos pueblos (en promedio) hay de veinte a cincuenta familias en cada uno de ellos.
Bueno, pues sucedió que yo tuve que incorporarme nuevamente
a la escuela (que ya hacía dos años que no iba por la extrema pobreza en que vivíamos y por lo del exilio); pero como no había escuelas
en Surotí tenía que ir a Basilika que era una población de unos dos
mil habitantes; esta ciudad estaba a cuatro kilómetros, los mismos
que recorría a pie todos los días para ir a la escuela.
Mi madre me envolvía pan, queso, aceitunas y me los ponía en
una bolsita, me la colocaba en el hombro a través del pescuezo y así
me iba caminando. Cuando más pesado se me hacía era en tiempo
de invierno, porque se cubría todo el terreno de nieve, pero para
orientarme siempre tenía unas señales en los árboles, que eran moreras fundamentalmente, que por lo general estaban en línea y decía: «¡Ah! por aquí es donde está el pueblo», pero además alcanzaba
a ver la torre del pueblo que estaba en lo altito y había dos o tres
casas que eran de hacendados que se alcanzaban a ver a lo lejos.
A esa escuela fui como dos años. El primer año la pasé ida y vuelta
a pie y para el segundo año ya viví en el pueblo de Basilika. Porque un
día un amigo de mi tío Jrístos, que se llamaba Basilako, le preguntó:
—Oyes, Jrístos, tienes un sobrino que viene al pueblo a la escuela desde Surotí, me he dado cuenta que viene a pie. ¿No querrán que nosotros lo tengamos aquí en la casa? Porque no estamos más que mi madre, que ya es anciana y yo y pues hay suficiente espacio en la casa para
los tres y hay donde dormir.
Ese señor Basilako tenía un café, y ahí se juntaba la gente a pasar
un buen rato, sobre todo en época de invierno.
111
Y continuó diciéndole a mi tío:
—Y así él me puede ayudar en el café después de salir de la escuela.
Y así lo hicimos, pero para mí fue muy triste; porque como estaba chamaco, me orinaba por las noches sin querer, en la cama; y eso
me apenaba mucho, y por más que ponía cuidado y me ponían un
bacín, no lograba controlarme. La señora me ponía una salea de
piel de cabra para que no mojara el colchón.
Así aprendí algo más hasta que tuve que retirarme de ahí para
poder ayudar a la familia en el trabajo del campo, para entonces yo
tendría unos nueve años.
Ya después con mi padre empezamos a trabajar el cultivo del
gusano de seda y para esto en Basilika rentamos unas tierras con
moreras y compramos hojas suficientes para mantener nuestra cría
de gusano.
Pero llegó la guerra, la Primera Guerra Mundial, en 1914. Apenas teníamos poco de haber llegado a ese pueblo, apenas empezábamos a rehacer nuestras vidas.
Los ejércitos se instalaron a un costado de nosotros en un valle
que tenía aproximadamente cuatro kilómetros de ancho entre cerro
y cerro y de profundidad han de haber sido unos treinta metros.
Esos soldados habían sido expulsados por los alemanes, que
llegaron hasta cuarenta kilómetros al norte de Salónica, que fue la
línea divisoria de la guerra.
Los truenos de los cañones se oían desde la ciudad y desde Surotí
también.
Así pues, los ejércitos del rey Pedro de Servia se instalaron en
casas de campana de lona. Ahí fue donde yo conocí al rey Pedro y al
príncipe Alejandro, quien al morir su padre se hizo rey de Yugoslavia o Servia porque Yugoslavia quiere decir Sureslavia, o eslavo del
sur. Así que al llegar a Marsella con el ministro francés de Relaciones Exteriores los mataron en el puerto de Marsella.
Enfrente donde estábamos nosotros, al otro lado del río (porque hay un río en medio de ese valle e inmediatamente están los
baños termales) ahí estaban los franceses en una ladera grande de
112
más de dieciocho kilómetros, estaban instalados en casas de campaña, tenían ahí su teléfono con postes de bambú (que los traían de
África). Y nosotros íbamos a ese campamento porque los franceses
eran de un país más rico, entonces nos acercábamos a pedirles comida. Ellos siempre cocinaban más raciones, porque ya sabían que
íbamos a pedirles. Después que les daban a los soldados su ración,
nos formaban en fila y así nos servían de comer a nosotros. Aparte,
para sacar algún dinerito, nosotros les vendíamos cigarros, papel,
sobres y otras cosas.
Yo ya había aprendido bastante el francés, pues el ejército francés estuvo acampado durante cuatro años en las laderas de los baños termales. En cambio los ingleses estaban en el norte de Salónica.
A propósito de esto, recuerdo que en la cuenca del río Gálicos,
que viene del norte, más bien de Salónica hasta la ciudad de Kilkís,
se hacían caminos para carretas que transitaban durante las secas
(por cierto, cerca de la ciudad de Kilkís está un pueblo que se llama
Mandres —que me recordaba el nombre de mi pueblo Mandritza—,
ahí todos hablaban el albanés). Pues bien, durante la guerra, por
necesidad del propio conflicto, nos vimos obligados a construir la
carretera Salónica-Kilkís. Para realizar estos trabajos se necesitó de
mucha gente de varios pueblos, pues aún no había trituradoras para
hacer la grava. Entonces las piedras se trituraban con marros y
martillos usando la fuerza de hombres y mujeres. Una vez que se
tenía la grava suficiente, se mezclaba con calitsi y la consolidaban o
aplanaban con pisones de fierro, manejados también con la fuerza
de hombres.
Hay que dejar claro que a toda la gente le pagaba el ejército
inglés. Por cierto que para la defensa de Salónica, tendieron una
línea de alambrado de púas y trincheras desde el río Stimón al oriente
y al occidente hasta Albania.
A propósito de esto, de la guerra, recuerdo un incidente triste.
Donde estaba el cuartel griego (de Salónica) había una barda en un
desnivel de terreno, la barda medía aproximadamente metro y medio o dos metros de alto; el cuartel griego quedaba en lo alto y en la
parte baja era donde hacían ejercicio los soldados griegos. En esa
parte se instalaron los italianos y mataron a dos o tres soldados
113
griegos con unas hondas (a éstas les ponen una navaja y la tiran,
sobre todo hacia la garganta y así se mata a cualquier persona).
Entonces en esa misma noche los griegos, no perezosos (porque
somos de sangre muy violenta) mataron a doce soldados italianos y
los pusieron la barda que estaba en desnivel viendo hacia el cuartel
italiano. Y desde entonces intervinieron los franceses y los ingleses
para que no sucedieran esas cosas.
Ahora me acuerdo que en el periodo de la Primera Guerra Mundial, en Salónica, en 1917, ahí tumbaron los aliados el primer
Zeppelín, en los pantanos del río Axiós al Oeste de Salónica, cerca
de Pella, capital de Alejandro Grande y de su padre Filippo. Y al
tumbar el Zeppelín, como estaba construido de aluminio (que por
primera vez se conocía ese metal), nosotros —chiquillos— recogíamos la chatarra de aluminio del Zeppelín y hacíamos muchas
cosas para regalo como pulseras, collares, anillos, brochitos, infinidad de cosas.
Y en ese mismo tiempo recuerdo que cerca de mi pueblo, que
era Surotí, un día llegó un aeroplano francés, que por cierto, por
primera vez corrimos muchos muchachos y gente grande para ver
de cerca el aeroplano que tenía las alas con alambrones cruzados.
Era un avión pequeño francés.
En ese entonces, en las noches y en la orilla del pueblo en una
planicie, el ejército francés nos exhibía películas de las batallas del ejército francés contra los alemanes y todo terminaba con el triunfo.
También siempre andábamos tras los vehículos del ejército. Una
vez llegó una ambulancia de la Cruz Roja (entonces los automóviles
eran de poca velocidad) y nosotros los pequeños nos atrevimos a
engancharnos en la parte de atrás del vehículo; había un estribo en
la parte de atrás del vehículo y como acontece siempre con los
chamacos, nos agarrábamos tres de una agarradera y brincábamos,
¿verdad?, en el estribo y ahí permanecíamos un rato. Pero como
siempre estábamos con el miedo de que nos llevaran lejos, entonces
nos soltábamos y todos caíamos de bruces y nos sangrábamos las
partes del pecho, de la cara y de las manos.
En la misma guerra, a principios de 1918, mi madre otra vez
esperaba otro hijo; así, en febrero nació mi hermanito Basilio.
114
Y a fines de 1918 se terminó la guerra y por esa misma fecha,
sería en noviembre, murió mi madre de aquella famosa gripe llamada influenza española. Mi madre murió a la edad de treinta años y
mi hermanito Basilio quedó huérfano a los ocho meses de nacido.
Para entonces mi hermanita María tenía nueve años y yo trece. Y
pues María se enfrentó ya a cocer frijolitos y al cuidado de los tres.
Allá no había criada, no había a quien ocupar para trabajos domésticos, olvídense de servidumbre. Allá el trabajo, se paga con
trabajo; por ejemplo: en agricultura no se pueden contratar trabajadores, sino que se le pide a un pariente o amigo que lo ayude a uno,
dos o tres días de trabajo y entonces uno le paga igual.
Recuerdo un pequeño detalle que sucedió antes de que muriera
mi madre. Habíamos sembrado un terrenito de habas en surcos,
que por cierto se daban muy bien allá en el pueblo; se utilizaban
para hacer comidas en la casa. En esa época yo tenía trece años, estábamos en el cultivo de las habas, y llegamos con los azadones para cultivar
haba y mi madre tomaba dos surcos y me dejaba a mí un surco; y ni con
un surco podía yo. Y se adelantaba mi madre y al poco rato regresaba
para ayudarme, para que me pusiera a la altura de ella.
Así trabajé al lado de mi madre, proporcionándole un apoyo con
mi presencia. Porque siempre cuando uno va solo a trabajar, se cansa más de estar trabajando solo y en cambio estando acompañado
siente uno un apoyo muy grande.
Así pues, murió mi madre, mi abuela Dímitra y mi tío Jrístos; los
tres murieron en 1918.
Los judíos
Recuerdo también que cuando nosotros llegamos a Salónica había
más de ochenta mil judíos refugiados en la ciudad de Thessaloníki,
que estaba bajo el imperio otomano a raíz de la expulsión que se
efectuó durante el reinado de Isabel la Católica; desde entonces
todos esos judíos fueron a refugiarse en territorio turco o sea a
Salónica, Constantinopla, Smyrna; ¡en fin! en ciudades grandes,
porque ellos lo que siempre buscan son las ciudades grandes para
115
poner tiendas o pequeñas industrias con la finalidad de explotar a la
humanidad.11
Pues en mi pueblo en realidad no los conocíamos tan sólo sabíamos de su existencia porque en la Biblia se hacía referencia a
ellos; allá en el norte casi no había judíos, excepto en Constantinopla
—como ya dije— y en Andrianópolis, en donde habría unas cuantas familias. En cambio en Salónica sí se hablaba mucho de ellos,
me acuerdo perfectamente que cuando estaba chiquillo, para que
tuviera temor y no fuera a sus barrios con tos muchachos judíos,
me decían que ellos comulgaban con sangre cristiana; esto desde
luego ya se había convertido en una especie de leyenda entre los
cristianos que se transmitía citando el caso de un muchacho cristiano pobre, que era hijo de un zapatero, que fue capturado por los
judíos (eso sucedió en Salónica) y pues posiblemente lo llevaron a
la sinagoga o a algún lugar especial en donde los tenían encerrados
dándoles un buen trato, con la finalidad de que acumularan una
mayor cantidad de sangre en sus cuerpos para después matarlos y
sacarles la sangre para la comunión. Pues ese muchacho se le ocurrió pedir unos zapatos, y como ya hacía tiempo que se había perdido el muchacho, el zapatero siempre les pedía a los judíos, cuando
mandaban a hacer zapatos, el zapato viejo con la esperanza de encontrar alguna señal en las suelas de los zapatos que al muchacho se
le pudiera haber ocurrido poner. Y efectivamente así fue, el muchacho escribió en las suelas el lugar en donde se encontraba; y así fue
como lo rescataron.
Y esas pláticas se daban entre chicos y grandes, pero naturalmente con la intención de que los chicos se defendieran y no cayeran en esa trampa.
11
El 31 de marzo de 1492 fue publicado un edicto por los reyes, a través del cual
debían todos los judíos convertirse o emigrar; ya que los problemas con ellos continuaron al negarse a la conversión, en 1492 fueron expulsados 165,000 judíos que
se esparcieron en Portugal, Italia, Grecia, Turquía y África. Enciclopedia Universal
Ilustrada Americana. (1979). Madrid-Barcelona, Espasa-Calpe, t. 21, p. 995.
116
La guerra de Grecia contra Turquía, 1921-192212
En 1921 murió mi abuelo el sacerdote y lo recuerdo bien porque en
1921-1922 hubo otra guerra contra los turcos en Asia Menor, hasta
Angora; porque a Grecia, en 1918, con la Primera Guerra le habían
cedido los territorios de toda Tracia y todos los litorales de Asia
Menor hasta el Río Menándro, que desemboca frente a Rodas hasta
la ciudad de Efeso en donde está el Templo de Diana (una de las
siete maravillas del mundo); y Smírni, el puerto más grande de Asia
Menor también pertenecía a Grecia.
Pero al ver que Grecia crecía, los franceses, los ingleses, los italianos y los gringos (porque los griegos siempre hemos sido amigos
de los alemanes o sea germanófilos) mandaron estrategas y material
bélico y nos expulsaron, pues no les convenía que Grecia se fortaleciera. Así que fue un desastre terrible y perdimos todos los territorios que nos habían cedido con el tratado de Sévres13, toda Tracia y
parte de Asia Menor, pertenecían a Grecia.
Y fue esto otro trastorno para nosotros, nuevamente había escasez.
Ese cambio sucedió porque el que era Primer Ministro de Grecia, Eleuterio Venizelos, había expulsado (por interés de la patria) al
rey Constantino14 porque éste estaba casado con la hermana del
káiser alemán, o sea Guillermo II, que era Sofía.
12
13
14
Como los turcos se resistieron a perder el territorio cedido a Grecia a través del
tratado de Sévres, Grecia trató de arrojarlos de su territorio (Asia Menor) apoyada
por Francia e Inglaterra. Y por el fracaso obtenido en una conferencia celebrada
en Londres el 21 de febrero de 1921, Grecia emprendió una ofensiva en el Asia
Menor, en mayo de 1921. Parker, R.A.C. El siglo XX Europa 1918-1945. Méx., S.
XXI, Historia Universal Siglo XXI, Vol. 34, 1985, pp. 41-43.
Este tratado imponía a Turquía la cesión a Grecia de toda Tracia (incluso la Oriental), excepto los distritos de Chatalja, Tenedos e Imbros; reconociendo bajo el
dominio de Grecia las islas Egeo y le otorgaba una extensión de proporciones
considerables en Asia Menor (Smyrna, Tire, Odemish, Manisa, Akhisar, Dérgamo
y Aivati) que podía anexarlos después de cinco años a través de un plebiscito que
se celebraría a los dos años.
Rey de Grecia, nació en Atenas en 1868 y murió en 1923. Subió al trono el 18 de
marzo de 1913 al morir su padre, Jorge I. Durante la Primera Guerra Mundial, al
entrar los franceses a territorio griego, pidieron la abdicación del rey Constantino
117
Así que los aliados, o Entente, se vieron apretados ante Alemania y ordenaron al gobierno griego que nombrara rey y entonces
Venizelos nombró rey a Alejandro, hijo menor de Constantino.
El rey Alejandro era tan sólo un título, era un personaje nomás
para cubrir el hueco de su padre y hacerle el gusto al pueblo griego.
Entonces los aliados le dijeron al gobierno griego que no se
movieran, que no hicieran la guerra a Turquía, puesto que ya le
habían cedido un territorio que pertenecía antiguamente a Grecia o
sea Macedonia, toda Tracia y todos los litorales de Asia Menor, el
Helesponto (hoy Dardanelos) o Mar de Mar mara y con
Constantinopla neutral durante cinco años y que al término de ese
tiempo se abriría un plebiscito para determinar a quién le correspondía Constantinopla.
Desde luego que el asunto de Constantinopla para el pueblo
griego resultaba de un gran interés pues siempre ha añorado recuperar Constantinopla desde los tiempos bizantinos. Por cierto que
Bizancio fue fundada por un griego en la margen izquierda, es decir, yendo hacia el norte en un punto que llegó a ser la capital del
Imperio Bizantino. Ese griego se llamaba Bizancio.
Bueno, como mencioné que los aliados le dijeron a Grecia que
no le hiciera la guerra a Turquía, de cualquier forma Grecia se lanzó
a la lucha por Constantinopla.
A propósito de esto, hay una leyenda que dice que el onceavo
Constantino del imperio bizantino entregó o perdió Constantinopla
y que el doceavo tenía que recuperarla. En esa época el doceavo era
Constantino,15 que era importado de Dinamarca; su padre era Jorge
15
y la renuncia del príncipe heredero, (esto sucedió en 1917) por proclamar la neutralidad de Grecia ante el conflicto que se presentaba y por disolver el Parlamento
venizelista, cuyo dirigente, Venizelos, era partidario de los aliados.
Constantino Xll fue el último emperador bizantino de Constantinopla, hijo del
emperador Manuel II. Nació en 1403 y murió en 1453, año en que los turcos
atacaron Constantinopla al mando de Mahomet III. Constantino murió en el combate y a su muerte se esparció la leyenda de que vivía en un lugar oculto y misterioso del que saldría el día de la reparación para libertar a su patria. Enciclopedia Universal. . . p. 1490.
118
I, quien murió en 1913 en la ciudad de Thessaloníki o Salónica,
como se conoce mundialmente.
Esto nos hace pensar que la historia oral tiene sus limitaciones en
cuanto a precisión (nombres, fechas, lugares) pero es indiscutible su
valor en la recreación de épocas y ambientación de las mismas.
Pues esa leyenda oficial, el pueblo griego quería hacerla realidad
y soñaba en volver otra vez a entrar a Constantinopla y conquistar
esos territorios, como una grandeza que el pueblo griego siempre
ha tenido desde los tiempos muy antiguos, cuando existía el
panhelenismo16 desde Crimea hasta las Columnas de Hércules, que
es Gibraltar. Así es que el pueblo griego siempre ha soñado los
años viejos.
Pero al hacer las elecciones perdió el gobierno de Eleuterios
Venizelos y obtuvieron la mayoría los monárquicos, quedando como
primer ministro Ioánnis (Juan) Gúnaris,17 y lógicamente, como
monárquicos que eran, llamaron a Constantino para que regresara.
En ese entonces él radicaba en Italia.
Al regresar Constantino a Atenas ya sabía él que su hijo era el
rey de los helenos. Entonces surgió la pregunta, ¿cómo volver a
destronar a su hijo para ocuparlo él?
Según se rumoró y se dijo que en el parque del palacio había
unos changos y que uno de éstos mordió al rey Alejandro y pues
murió el pobre muchacho de 25 años.18
Desde luego que publicaron todo eso, ¿verdad?, del acontecimiento de cómo había muerto Alejandro. Y a los pocos días ocupó
el trono su padre.19 Como ya dijimos de la leyenda de que el onceavo
perdió el imperio de Bizancio y lo iba a recuperar el doceavo. Entonces una vez que regresó Constantino a Atenas y tomó las riendas del gobierno, le pidieron apoyo a los países aliados y no lo die-
16
17
18
19
Es una doctrina que plantea una sola nación entre los griegos de los Balcanes, del
Mar Egeo y de Asia Menor..
Era ministro de la guerra, y jefe del partido constantinista.
Murió el 25 de octubre de 1920. Su hermano Pablo renunció a la Corona, debilitando así la política de Venizelos y por consiguiente de los aliados.
El 5 de diciembre de 1920 el pueblo griego votó por el regreso de Constantino.
119
ron, y como esos monarcas no eran como los de ahora, sino que
eran autócratas, lo que decían se hacía, entonces al ver que no les
prestaron dinero, el pueblo heleno tuvo que hacer el préstamo al
mismo gobierno.
Pusieron mantas pintadas que tenían una tijera partiendo la moneda del país, por la mitad, simbolizando que la mitad del dinero
era para la guerra.
Y así se emprendió la guerra.20 Expulsaron los griegos a los turcos de Tracia, entraron a Asia Menor por los Dardanelos, por
Galípoli y los llevaron hasta ocho kilómetros de Angora.
Se puede decir que los griegos ya habían triunfado, pero hubo
dos regimientos ambiciosos que precipitaron las cosas, sin hacer
caso de la estrategia que había formado el alto mando del ejército.
La táctica la tenía, pero la ambición de querer ser el primero, en
cerrarle el camino al Gral. Kemal Pacha, llevó al desastre la operación.
A propósito del general Kemal Pacha, él fue posteriormente llamado Ataturk (“padre de los turcos”).21
Pero desde luego que la intervención de los aliados contribuyó a
esa derrota; pues al ver éstos el triunfo de los griegos, pensaron que
una Grecia ya revivida, una Grecia ya potente, unida con Alemania
era peligrosa y era de temerse.
A eso se debió que mandaron los aliados estrategas, material
bélico y todo lo necesario para sacar al ejército griego de Asia Menor y en Smyrna22 fue un desastre terrible, muy terrible. Estando
los buques franceses e italianos frente al puerto no auxiliaron a la
gente que veían que se estaba ahogando, que se moría. No los levantaron, no la ayudaron… Y eso que digo no son palabras de
dolor mío, sino lo viví, y lo oí, no las vi nomás. Entonces todo lo
20
21
22
El 23 de marzo de 1921 los griegos avanzaron en dos líneas a través de Ushak y
Brusa; tomaron los dos puntos estratégicos de Karahisar y Eskishehr.
Hasta 1935, Mustafá Kemal Pacha. Dirigente de la revolución republicana, y
occidentalista, Ataturk es conocido como padre de la Turquía moderna-Revolución Kemalista.
Los turcos entraron a Smyrna el 9 de septiembre de 1922.
120
que es el territorio más pobre tuvo que recibir toda esa gente con
mucho dolor, con lágrimas. Un desastre terrible.23
Muchos que murieron últimamente en Culiacán, Sinaloa, semanas tenían que correr a pie desde Angora para llegar a las playas de
Egeo, y sin zapatos, porque muchos no tenían y se envolvían los
pies con trapos para poder correr por el desastre tan enorme. Pero
eso no era por los turcos, sino por los franceses, los ingleses y peor
los italianos. Y así fracasó. No, no fracasamos. Nos destruyó el
Occidente.
Pero siempre, el que tiene la espada no la deja. Al chamaco lo
coscorroneamos, le pegamos. ¿Por qué?, porque no puede ante un
grande, así también los pueblos chicos siempre están sumisos a los
grandes.
Después tomaron la rienda tres coroneles: Plastiras, Gonatas24 y
Fokas. Entre los tres tuvieron que tomar las riendas del gobierno e
inmediatamente a Constantino, como era extranjero y no era de
sangre helena, lo tuvieron que expulsar otra vez del país.25 Al primer ministro Ioánnis (Juan) Gúnaris y a otros nueve ministros y a
otros tantos los pasaron por las armas. Eso fue todo lo que esperamos de los aliados.26
Pero los tres coroneles que formaron el gobierno continuaron
pacificando al pueblo; ordenándole la escasez de víveres, la escasez
de todo; a tal grado que llegó un momento en que ya se tranquilizo
el pueblo.
Hay otra leyenda que se refiere al momento en que iban a entrar
los turcos en Constantinopla. Una viejita estaba en la cocina friendo pescados en una sartén y se oyó una voz que decía:
23
24
25
26
Más de un millón de refugiados fueron trasladados a distintos lugares al interior de
Grecia.
El 26 de septiembre de 1922 se declaró ley marcial a causa de los levantamientos
entre los cuales estaba el de Mitilene, en donde se formó un Comité Revolucionario encabezado por el coronel Gonatas.
Constantino fue expulsado el 27 de septiembre de 1922.
El príncipe Andrés fue desterrado, y fueron condenados a muerte Gúnaris,
Theotokis, Baltadjis, Protopapandakis y Adjianestis entre otros; Gouclas fue enviado a prisión perpetua.
121
—Deja, viejita, de freír los pescados porque la capital se entrega en
manos de los bárbaros.
Y ella contestó (qué tanta firmeza tenía en su fe, en su capital):
—Cuando los pescados revivan y brinquen de la sartén, entonces
Constantinopla también se entregará en manos de los bárbaros.
Todas esas leyendas en cada cabeza de griego existen y las siente
con mucho dolor y una esperanza infinita; pues tanto tiempo que
vivieron en sus territorios y extendieron la cultura al occidente y a
todo el mundo, entonces aspiran recuperarlos.
El pueblo griego siempre ha sido pacifista, pero desgraciadamente lo han hostilizado mucho y siguen haciéndolo todavía.
Como ya vemos últimamente, es un territorio en el que por miles de años han vivido griegos, y que son el ochenta y tres por ciento griegos y diecisiete por ciento turcos, las potencias occidentales
le dieron la razón a Turquía. ¿Por qué? Porque lo tienen de tapón
cuidando a Rusia, el Bósforo y los Dardanelos. Ese es el motivo por
el que están hostilizando grandemente al pueblo heleno cuando es
la madre de todo el occidente.
Y ese dolor a los griegos no se les quita. Y ese sueño lógicamente también lo tienen. Porque no exigen territorios ajenos, sino territorios en que han vivido y en que han cultivado todas las ciencias
para la humanidad. Ese es el pueblo griego y me duele mucho mencionar esas cosas.
En 1925, ya siendo yo soldado, estuve en Macedonia Oriental,
prestando servicio y en ese tiempo todavía en que gobernaban los
tres militares sucedió un acontecimiento en la cordillera de Vélez,
de donde resultó la línea divisoria Metaxá, en un lugar de la frontera
greco-búlgara en un ojo de agua. Tanto la caseta griega como la
búlgara se abastecían de agua en ese lugar. Al ir un soldado a llevar
un bule con agua (que es un recipiente de madera, en donde se
conserva fresca el agua), lo mataron los búlgaros.
Los demás soldados esperaban que llegara el muchacho y nada;
entonces un cabo se hizo acompañar de otro soldado (porque en
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una caseta siempre había un cabo con cuatro o cinco soldados) y
fueron a ver qué sucedía, qué había pasado con el soldado. Pero
sucede que matan también al cabo y después va el oficial a investigar; y lo mismo sucede. Entonces telefonearon en toda la línea e
informaron lo que había sucedido en esa caseta. Al investigar la
cosa inmediatamente ordenó el alto mando del ejército heleno la
invasión a Bulgaria. En ese punto estaba el tercer cuerpo del Ejército, con sede en Salónica, y le tocó invadir a Bulgaria y así lo hicieron; entraron hasta cuarenta kilómetros al interior de Bulgaria. Pero
la Liga de Naciones, que entonces así se llamaba, tuvo que intervenir para detener la invasión griega a Bulgaria. Entonces convinieron en que regresaran a sus fronteras. Y todos los daños que se
hicieron en territorio búlgaro —que llegaron a treinta millones de
lebas (moneda búlgara)— los pagaron los patriotas griegos que radicaban en Estados Unidos, el pago lo hicieron en dólares. Y aquí
terminó ese gobierno de los tres coroneles.
Mi experiencia como soldado
Cuando pasamos del pueblo de Musteni, estado de Cavalla, en Macedonia Oriental, en 1914, nos hicieron ahí la inscripción, nos tomaron todos los datos: la edad, estudios, profesión y ocupación.
Así que ahí estamos inscritos en el protocolo del pueblo. Y yo tenía
que acudir al Ejército representándolo.
Y de ese pueblo fuimos Jueórguios Kondílidis, Ioánnis
Pappaioanov, Jueórguios Zervás y yo; nos presentamos en el pueblo de Prosotsáni, cuya capital es Drama, que está a unos quince
kilómetros.
En Prosotsáni estaba el regimiento que se componía de tres
compañías de infantería y una compañía de ametralladoras. Al llegar a ese regimiento nos incorporaron a la segunda compañía de
infantería. Y ahí nos seleccionaban, según la rama del ejército a que
debíamos ir los nuevos reclutas. Primero nombraban a los que iban
a caballería, luego a los que iban a artillería, después ametralladoras
y al último a los de infantería, que era la categoría más ínfima.
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A mí me tocó estar en ametralladoras, en la segunda compañía
de ametralladoras del vigésimo cuarto regimiento, de la novena división del cuarto cuerpo del ejército.
El cuerpo del ejército radicaba en Cavalla, que es un puerto que
está en Macedonia Oriental. Ahí tuve que prestar servicio durante
tres meses.
Nos entrenaron desde las cosas más elementales dentro de la
teoría y la práctica; por ejemplo, nos enseñaron a hacer ejercicios,
tiro al blanco con pistola, rifle y ametralladoras, y hasta tuvimos que
hacer trincheras zigzagueando y de esa trinchera teníamos que aventar bombas de mano, que por cierto, teníamos que contar hasta
doce para poder lanzar la bomba (según la teoría), porque de otra
manera al tirarla inmediatamente, muchas veces sucedía que el enemigo, una vez haciéndose pasar por muerto, la aprovechaba en ese
mismo instante y la regresaba hacia el lugar de donde venía. Entonces la cosa era terrible para los que tiraban la bomba.
Pero nosotros contábamos uno, dos, tres, cuatro y así hasta doce
y la tirábamos; todos esos ejercicios los teníamos que hacer. Dentro
de estos estaba el tiro al blanco con ametralladora, nos marcaban en
una ladera cómo un enemigo bajaba diagonalmente por una vereda,
entonces teníamos que empezar de abajo hacia arriba. El instructor
militar tenía que darnos las señales extendiendo la mano y nos indicaba de tal punto como base:
—Pongan ustedes dos dedos, tres dedos o cuatro dedos y de ahí va a
empezar usted a tirar hacia abajo o hacia arriba.
Según marchaba el enemigo todos esos blancos los hacíamos
tirando con la ametralladora.
Una vez que hacíamos todas las prácticas, a los tres meses el
capitán de la compañía (que era un militar muy bueno, muy amigable con nosotros, porque nos consideraba como hijos). Ese militar,
se llamaba Ioánnis (Juan) Carlís, nos instaló en salones donde trabajaban los tabacos, ahí acondicionaron un salón de una compañía
que tenía almacenes de tabaco porque los territorios eran nuevos y
no había cuarteles del ejército griego.
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Entonces el capitán un día me dijo:
—¿Quién entiende de albañilería?
Levanté yo el dedo y le contesté:
—Yo, mi capitán, yo lo puedo hacer.
—¿Ya sabes cómo se hace?
—Pos he visto cómo se hace.
Ese trabajito consistía en levantar una bardita en una cosa circular, a un metro de altura y a la mitad de ésta se ponían unas varillas
y se dejaba una puerta por donde penetrara el aire y se quemara la
basura que se depositaba ahí.
Ya al ver la obra terminada, le gustó y me dijo:
—Oyes, Pappatheodorou, ¡hombre!, vivo en una casa que según mi
señora pos quiere que se blanquee, que se pinten unos cuartos.
Le contesté inmediatamente:
—Mi capitán, yo lo puedo hacer, yo lo puedo hacer.
Desde luego ese trabajito me tocó hacerlo y quedó muy contento el capitán y siempre me veía con buenos ojos y en cualquier cosa
que podía ayudar me acomedía y me encomendaban tareas.
Pero sucedió que a los tres meses tuvieron que seleccionar de la
compañía seis muchachos para enviarlos a la escuela de cabos; esa
escuela estaba en donde radicaba la división, que era en Drama, o
sea a quince kilómetros de Prosotsáni y le dije a mi capitán:
—Mi capitán a mí no me gusta ir a al escuela de cabos. Yo no soy apto
para eso.
Y me dijo:
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—Eso no depende de mí, ni de ti; eso es una cosa de patriotismo, es
una cosa de nuestro pueblo. Y agregó; yo tampoco no quisiera ser
capitán y sin embargo lo soy. Porque ustedes entran y salen y nosotros
los militares en cualquier acontecimiento que se presente tenemos que
acudir. Así que no dependió de mí el que te hayan seleccionado. No te
seleccioné yo sino un comité que nombran varios militares. Entonces
ellos investigan qué estudios tienen, qué comportamiento han observado, qué personalidad tienen, modos de expresarse, en fin, muchas
cosas toman en cuenta para seleccionarlos y mandarlos a la escuela de
cabos, que serán los futuros instructores de reclutas.
Y ahí permanecí tres meses en la escuela de cabos.
¿Por qué no me gustaba a mí ser cabo? Pos es un trabajo muy
pesado para enseñar a reclutas. Porque hay unos que intencionalmente hacen molestar al cabo no obedeciendo las órdenes; por ejemplo: uno les dice media vuelta a la izquierda y ellos le dan a la derecha. Entonces llegaba el momento en que a esos chuecos soldados
les ponían un cabo especialmente para fastidiarlos y someterlos al
orden. Y el cabo asignado les decía:
—De frente, marchen, un, dos, un, dos, un, dos…
Y así hasta que se cansaban y se sometían a la disciplina.
A propósito de esto, un día a un soldado lo estaban enseñando
en esa forma que platico; pero en el momento en que el cabo dijo:
—De frente, marche, un, dos, un, dos, media vuelta, un, dos, un, dos…
Le habla el sargento al cabo para decirle alguna cosa. Y en eso se
entretuvieron y ese muchacho chueco, desordenado, fue a dar a su
casa. Y le preguntaron:
—¿Por qué te fuiste a tu casa?
Y contestó:
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—Porque no me dijeron media vuelta.
Y así pasaban cosas en el ejército.
Ya estando yo en la escuela de cabos en Drama, o sea en la
capital del estado, ahí nos tenían a una disciplina muy férrea. Teníamos que presentarnos en determinados lugares para aprender la
teoría, los ejercicios. Nos levantaban a las cinco o seis de la mañana,
según la época del año.
A mí me tocó estar en verano, así que nos levantaban a las cinco
de la mañana y teníamos que salir a una explanada toda la compañía, que estaba formada por ciento veinte soldados. Primero nos
ponían a correr media hora y de los ciento veinte soldados al último
quedábamos (y me incluyo porque yo era flacucho y aguantaba y
hasta todavía hoy me siento bastante bien a los ochenta años de
edad) unos cuantos y corríamos media hora. Muchos tenían que
caerse porque ya no aguantaban por falta de respiración; después
de eso hacíamos algunos ejercicios corporales en el mismo lugar;
luego regresábamos a tomar nuestros alimentos. Después de esto
teníamos una hora de teoría de distintas cosas; por ejemplo, desde
cómo debíamos vestirnos, cómo debíamos envolvernos la pierna,
porque teníamos una especie de cinto que lo agarrábamos desde el
zapato hasta llegar un poco más abajo de la rodilla, que se envolvía
como una venda.
Para la buena presentación no debía de faltarnos ni un botón y
para eso nosotros mismos teníamos que cosernos; nos daban aguja, hilo, hasta alesna para que en caso de emergencia tuviéramos que
remendar hasta el zapato.
Para andar debíamos de caminar siempre con energía, bien parados. Y nada de entretenernos aquí y allá. Si en el camino acaso se
nos presentaba un militar, teníamos que saludarlo. Y la teoría decía
que si el militar estaba distraído o alguna cosa así, nosotros (que
usábamos bayoneta cargada de lado izquierdo con un cinto) entonces teníamos que golpear la bayoneta a manera que hiciera ruido
para que volteara y el militar se fijara quién era aquel soldado, ya
entonces se levantaba la mano para saludarlo. Y esto se hacía porque muchas de las veces el militar buscaba un soldado o mandaba
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un recado, por ese motivo el soldado necesitaba dar parte inmediata que ahí estaba un soldado para que viera qué se le ofrecía. En
caso que lo necesitara, entonces el oficial le decía:
—A ver, muchacho, ven acá, vas a hacer este servicio.
Entonces el soldado tenía que obedecer y hacer el servicio ese.
Y para esto el militar tenía que dar parte a la compañía del soldado;
en caso de que se hubiera desviado de la hora de servicio para que
no lo castigaran.
Todas esas teorías que son muy útiles (así las considero yo) para
todo joven de la vida civil. Porque ahí se enseñaba disciplina, orden,
derecho y obligación; porque no sólo tenemos derechos sino obligaciones, y si no tenemos obligaciones no podemos tener derecho.
Después hacíamos los ejercicios generales todas las compañías,
desde infantería, ametralladoras, artillería, caballería. A nosotros nos
llevaban al cuerpo de artillería para enseñarnos cómo se desarmaba
y se armaba un cañón para hacerle la limpieza; también nos enseñaron cómo se atendían a los caballos o mulas que jalaban los cañones. E igualmente en caballería teníamos que ensillar los caballos.
En fin, que teníamos que tener conocimiento de todo porque según decía la teoría que podría llegar en un momento en la guerra en
que se eliminaran oficiales, cabos o sargentos, entonces uno debía tomar el mando de aquello pues no podía quedar la unidad acéfala. Y
todas esas teorías eran muy disciplinadas y había que aprenderlas bien.
No por elogiarme pero fui más o menos buen alumno, pero no
llegué a ser cabo. ¿Y se preguntarán por qué?
Pues fue muy sencillo, ya que sucedió lo siguiente.
Ya para terminar los tres meses de instrucción en la escuela, en
ese tiempo mi padre se había enfermado y tenía en la casa a mi
hermana (yo para entonces tenía veinte años y ella dieciséis años) y
a mi hermanito pequeño. Y al haber enfermado mi padre pues pedí
permiso de ir a ver a mi familia. Pero el director de la escuela me
dijo que no debía ir porque iba a terminar los cursos. Yo le contesté
que estaba bien lo del servicio a la patria, pero que en este momento estaba primero mi familia.
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En esos días tenía que venir a visitamos al colegio de cabos (por
motivo de fin de cursos) un coronel que era cabeza de un regimiento (debía hacer la visita un general pero como no había fue el coronel). Y sí llegó, entonces tuvimos que presentamos toda la compañía. Y la obligación de todo militar, al pasar revista a la compañía,
era preguntar si alguno de los soldados tenía alguna necesidad. Entonces dijo:
—El que tenga queja o necesidad que se ponga un paso al frente.
Y salieron pocos, entre ellos yo también. Para esto, todavía estaba atrás de mí el director y me jaló del saco, en el momento que el
oficial me preguntaba, y me hacía la seña de que no saliera; porque
comprendía que yo era uno de los buenos cabos que iba a salir; y él
insistía en que no perdiera esa oportunidad. Pero yo siempre tenía
en la mente «primero mi padre que está enfermo y después lo demás». Y salí, expuse mi problema, me cedió él permiso y me preguntó:
—¿Cuántos días necesitas, muchacho, para ir a Salónica a ver a tu familia?
Dije:
—Son suficientes tres días, mi coronel un día para ir, un día para estar
ahí y otro para regresar.
Porque el tren salía de Drama y llegaba a Salónica y eso lo hacía en
cuatro horas; y lo mismo de Salónica a Drama. Entonces me dijo:
—Que te den seis días, porque tres días no te son suficientes, posiblemente tu padre necesite alguna cosa ahí, y con un día no puedes resolver tu problema.
Y así sucedió y por tal motivo no me dieron el nombramiento
de cabo. Pero con eso yo le agradecí ya que no llegué a ser cabo.
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Al regresar a mi compañía de ametralladoras el capitán me nombró subcabo (por haber estado en la escuela de cabos), que quiere
decir “buen soldado”. Ya después por mi preparación y comportamiento me nombró cabo de la comida. Y eso de cabo de la comida
pos es un descanso en que el cabo la pasa muy bien ahí. Porque el
regimiento se componía de tres compañías; entonces tenía que nombrar un oficial, cuatro cabos de comida y ocho ayudantes cocineros
y los cocineros, esos los nombraban diariamente de la misma compañía; había también un cocinero de planta que dirigía la comida; y
los soldados esos estaban para comprar los alimentos.
Previamente cada compañía se juntaba los sábados en la tarde
en el salón; entonces el primer sargento tomaba la palabra y se dirigía a la compañía para que expusieran los soldados qué comidas
deseaban comer, para así formar un programa por cada día de la
semana; ya fueran frijoles, lentejas, papas. Tres veces a la semana se
daba carne, que eran los días martes, jueves y domingos, y éste último día hasta dulces y pasteles se repartían. Ya una vez hecho el
programa entonces se publicaba y se ponía en la puerta del salón,
para que cada soldado viera qué comida teníamos para equis día.
Sobre ese programa se iban a comprar los materiales al mercado
y teníamos que llegar a la plaza a comprar carne, frijoles o según la
época. En tiempos de verano se compraban legumbres, fruta, en
fin. Y para la legalidad de la compra, tenían que firmar tanto los
soldados, que se nombraban diariamente en la cocina, como ayudantes, el cabo y el oficial que acompañaba a las tres compañías
para saber que aquello fue legalmente comprado y de acuerdo con
los que acudían a la compra.
Y así duré seis meses como cabo de la comida. En eso (como ya
dije) sucedió la invasión de Grecia a Bulgaria. Nuestro cuarto cuerpo se movilizó pero sin invadir el territorio búlgaro; tan sólo llegamos hasta la frontera, hasta una población que se llamaba Zirnobon
que hoy se llama Neurocópi; su nombre era en búlgaro porque había en esa región, en la montaña, unos pueblos búlgaros que posteriormente unos se quedaron allá y otros se fueron a Bulgaria.
En esa población de Neurocópi permanecimos todo el tiempo
durante el acontecimiento, que fue en otoño. Y tuve que dejar la
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compañía, una sección de ametralladoras que se componía de un
oficial, un sargento, dos cabos y diez soldados. En eso tuvimos que
ocupar una casa de altos; que como dije algunas familias ya se habían ido a Bulgaria, por lo que estaban algunas casas desocupadas.
Entonces en la parte de los salones, en los cuartos de arriba ocupábamos nosotros trece (las dos secciones, que eran doce soldados y
el sargento) dos cuartos. Y abajo teníamos las mulas que transportaban las ametralladoras y los cartuchos. Y nos favorecía tener animales abajo, porque con la respiración de éstos se calentaban nuestros cuartos arriba.
En ese pueblo hacía un frío muy duro, había tan bajas temperaturas que teníamos que quebrar el hielo del río para darles agua a
las mulas. Y así permanecimos todo el invierno ahí.
Durante el día, pos, salíamos en las calles a caminar, a distraernos, con permiso naturalmente. Y siempre teníamos que dejar una
parte de la sección para que estuvieran al pendiente de las armas, de
los animales y de todo el equipo.
Y al salir a las calles, como se acostumbraba allá, teníamos a
veces que ir caminando por la calle y las muchachas desde los balcones nos tiraban pelotas de nieve y nosotros les contestábamos
inmediatamente, entonces cogíamos nieve y la apretábamos hasta
que hacíamos que se metieran o se escondieran; eso era una jugareda
que hacen con frecuencia los muchachos cuando hay nieve. Por
ejemplo: en una ladera se hace una bola, de diez o quince centímetros de diámetro que le dan vueltas y vueltas y cuando va bajando, y
aquello llega a enrollarse, en poco trecho hasta hacerse una bola
grande entonces cuando llega abajo se ve un risco enorme. En esas
cosas nos divertíamos en tiempo de invierno.
Pero al llegar la primavera otra vez nos concentraron a la base
de nuestra compañía que estaba en Prosotsáni.
Ya teníamos nosotros más de un año en el ejército, entonces les
tocaba estar a los nuevos reclutas de 1926.
Nosotros, al completar un año, ya teníamos los ejercicios necesarios y entonces hacíamos simulacros de una división contra otra;
y el alto mando determinaba en dónde debían ejecutarse esos simulacros. Y ahí tuvimos que pasar dos meses en la época de otoño.
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Generalmente nos deteníamos a comer en una parte donde hubiera agua y arboleda en donde pudiéramos descansar después del
entrenamiento. El cuerpo del ejército era bastante numeroso, por
lo que se necesitaba de agua suficiente para todos y ahí se arrimaban los cocineros de las compañías y hacían la comida. Una vez que
comíamos, seguíamos después otra vez con los movimientos que
se hacían en distintas horas del día y de la noche.
En verano estábamos en el salón del cuartel. Como esos días
son bastante largos, pues sale el sol a las cinco de la mañana y se
mete a las nueve de la noche. Entonces nos daban una hora después de comer, nos acostábamos cada quien en su cama. Y en eso
empiezan las campanas de la iglesia a repicar y a repicar, como señal
de que algo había pasado.
Por cierto que nosotros siempre nos acostábamos con camisa y
calzoncillo y en ese momento gritaron:
—¡Que se está quemando una casa!
Y naturalmente, como soldados disciplinados, para que no sucediera algún robo y hubiera más orden, inmediatamente nos dieron la orden de acudir. Y todos fuimos hacia la casa, que para entonces ya se había quemado junto con unos muchachos que vivían
ahí. Uno de ellos, que era el mayor, en el instante en que llegamos
nosotros ya lo habían levantado vivo aún y llevado en una ambulancia a la capital del estado (que estaba a quince kilómetros) o sea
Drama. Los otros dos estaban bien quemados, como dice la palabra, achicharrados; bueno, hasta con las costillas por fuera.
Esos tres muchachos eran hijos de una viuda que trabajaba en la
tabacalería de una empresa. Y ella para tener seguros a los hijitos
los dejó en el patio, porque era verano. Pero la división era de unos
carrizos tejidos, desde luego que enteros (no como el petate) y entretejidos y amarrados. Y los pobres muchachos, pues hicieron lumbre y prendió todo eso, ¿verdad?, que era muy flamable, muy fácil
de quemarse; y no pudieron salir de ahí, y se quemaron los pobres.
Fue una cosa muy triste al ver a los chamacos quemados. Y regresamos a nuestro cuartel.
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Los últimos meses en mi pueblo
Una vez que regresé del ejército (para entonces yo tenía veintiún
años y medio de edad) pos ya pensaba en mi futuro. Y que por
cierto se me presentó un horizonte bastante cerrado, pero no me
importó porque luché y busqué la manera de abrirme paso.
En esta época yo tenía ya comunicación por carta con mi tío
Ángel (hermano menor de mi padre) que estaba en California, como
ya dije.
Mi tío me mandaba revistas que estaban publicadas en abecedario, no en alfabeto. Y me fui penetrando en esto y aunque se me
dificultaba el inglés fui familiarizándome en la lectura a través de
este idioma.
Cuando me escribía mi tío Ángel me contaba a qué se dedicaba,
cómo trabajaba en California, la gente que había, los griegos que
trabajaban allá.
Motivado por mi situación tan difícil y por las cartas de mi tío
Ángel, decidí ir a investigar, fui a preguntar en las oficinas del gobierno de Salónica cómo podía ir yo a Estados Unidos; y me dijeron que podía inscribirme y esperar el turno de mi número. Porque
según me informé, los griegos que emigraban a Estados Unidos
tenían el tres por ciento de opción para poder ir a ese país. Y para
que sucediera eso tenía uno que esperar siete u ocho años para
poder ir legalmente a Estados Unidos.
Después de esto decidí terminar el invierno preparándome en la
geografía de América y trabajando en la casa. Sembramos trigo,
cebada, habas, avena para la cosecha de primavera.
Una vez que llegó la primavera ya no había trabajo de siembras,
ya no había qué hacer, por lo que decidí ir a buscar trabajo en la
ciudad. Recorrí todos los comercios, carpinterías, herrerías y demás
lugares en donde pensaba podía ser ocupado. Y todo era negativo,
que no tenían necesidad de empleados. Se me cerraron las puertas y
pensaba «¿pos qué voy a hacer, si tengo ganas de trabajar en qué me
voy a ocupar?».
Antes de llegar la primavera mi padre había insistido en que
hiciéramos una cría de gusano en mayor escala. Mi padre me dijo:
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—Mira, hijo, para poder hacer el cultivo a una escala mayor es necesario un mayor número de hojas de morera y no tenemos. ¿Cómo crees
que podemos resolver ese problema?
—Papá, me voy a Epanumí, por ellas.
Epanumí es una población grande que está frente a Olimpo,
distante a unos treinta kilómetros de mi pueblo, o sea antes de la
entrada al Golfo Thermáico, que por cierto ahí es lo más estrecho
del Golfo, es decir es la entrada al puerto de Salónica.
Y encontré muchas moreras, en Epanumí, de dos y tres años
que no se habían cortado. Pregunté de quién eran esas moreras; y
me dieron el domicilio. Ya entonces fui con los dueños y los entrevisté:
—¿Oigan, tienen ustedes la intención de vender la hoja?
—Sí señor, ¿cuántas moreras necesita?
Así que encontré un campo abierto para que fuéramos a criar
gusano.
Regresé a mi pueblo con buenas noticias y le platiqué a mi padre
con detalle lo que había sucedido e incluso le comenté que vi unas
gentes que nos rentaban casa.
Y así nos trasladamos a Epanumí y ahí hicimos una cría de gusanos de mayores proporciones que las que acostumbrábamos. Levantamos una buena cosecha, nos hicimos de algunos centavitos; y
regresamos otra vez a Surotí (mi padre, mi hermana María, mi hermanito y yo).
Teníamos una mula, un macho que tuve que amansar, porque
era salvaje.
Un día llevé al macho a un barbecho, donde cerraba la melga, en
donde es el centro, el lugar más hondo en donde se había acumulado el agua de una lluvia; y ahí lo monté, brincó y se paró de manos,
me tumbó, me enlodé, volví a levantarme, volví a montarlo hasta
que cedió el pobre animal bañado en sudor.
Al regresar a la casa me dio un trepe, una regañada fenomenal
mi padre, porque no podía pegarme por ser mayor de edad.
Una vez amansado el animal ya tenía mejor precio, pero yo lo
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usaba para que cargara leña, le ponía su silla y encima la carga.
Tenía un primo que era mayor que yo y siempre hacíamos buena
compañía, íbamos juntos a la leña y él me ayudaba a cargar a la
bestia de leña.
Por cierto que me tocó vender la bestia ya cuando me estaba
preparando para el viaje al nuevo mundo.
Durante el último invierno me dediqué a la compra y venta de
algunos productos.
Teníamos un burro, un buen burro que era fuerte, entonces iba
yo de Surotí a Salónica a comprar manzanas en el mercado de mayoristas, que las vendían de los caiques, que son unos barquitos chicos de vela, que los traen de distintas partes del litoral de Grecia
para venderlas en el puerto de Salónica. Y ahí acudía donde podía
comprar más baratas las manzanas, y así cargaba en mi burrito todo
lo que podía el pobre. Y luego regresaba al pueblo para después al
día siguiente llevar en dos cajas la mercancía (amarraba una caja de
cada lado del burro), que iba a vender en los pueblos turcos. Esa
mercancía la vendía por especie, ya sea por trigo, por huevos que
nos hacían falta para hacer pan, o bien si no los necesitábamos los
vendía después en el mercado.
Y pos les voy a contar un poco de mi experiencia como comerciante, que por cierto era un gran sacrificio ir a comprar el producto
a la ciudad para ir después a distribuirlo a los pueblos.
Como ya sabemos que las turcas no salen de sus casas sin tener
cubierta la cara, porque su religión no se lo permite, ellas tienen un
ropón largo que les cubre desde la cabeza hasta los pies; ese ropón
lo cogen con la mano izquierda y lo llevan hasta tapar la nariz a
manera que los ojos queden descubiertos; y así sostienen por dentro aquel ropón a manera de que vean, pero que los demás no las reconozcan. Entonces cuando iba yo a vender o a comprar, no salían ellas
de sus casas, sino mandaban chamacos a comprar. Y les decía son tantos kilos de trigo en una bandeja, y así les daba siempre un poco menos;
en vez de ser tres kilos yo se los tomaba por dos kilos.
En cuanto a la manzana esa sí les daba el peso correcto, lo que
me pedían, y ya les decía la manzana vale tanto y me preguntaban
ellas también:
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—¿A qué tanto tomas tú el trigo?
Me hablaban de tú porque era yo joven, chamaco. Y ya les contestaba:
—El trigo vale tanto y la manzana tanto.
Y así me iba de casa en casa ofreciendo mis manzanas y recogiendo el trigo o huevos.
Ya cuando anochecía, que no podía regresar a mi pueblo tenía
que buscar alojamiento en el lugar donde se me hacía tarde.
A propósito de esto hay la costumbre muy sana, filantrópica, de
los turcos, para atender a los extraños cuando llegan a un pueblo,
en donde no tienen a dónde acudir para dormir y comer. Entonces
en los pueblos chicos tienen un mandadero que está al pendiente de
vigilar la entrada de extraños al pueblo; ya sea que vayan en caballo
o en burro como iba yo de comerciante. Y le preguntaban a uno:
—¿Oiga usted va a pernoctar aquí en la noche?
—Pos sí, joven —le decía— porque, ¿a dónde puedo ir de aquí en
adelante? pues ya se me va a hacer noche y no alcanzo a llegar al otro
pueblo.
Ya entonces el mandadero turco fue a avisar a la familia (porque
están por turnos también las familias esas) a quien le tocaba mandar cobija, colchón, leña y la comida para las personas que llegaban.
Cuando eran un número mayor de tres, entonces acudían a otra
familia para llevar mayor abastecimiento para atender bien a todos.
Durante la noche, cuando regresan todos los turcos de sus quehaceres, acudían a ese salón que era del pueblo, que tenía chimenea;
ahí el mandadero prendía el fuego y se sentaban todos al rededor en
petates; tenían también algunos almohadones, porque los turcos en
aquella época no se sentaban en sillas, sino con las piernas cruzadas
o inclinadas en un brazo o en el otro, o bien en alguna almohada o
recargados en la pared; así era la postura que conservaban los turcos en el rato que duraba la conversación.
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Y así pasé una noche en ese pueblo turco. Ya al día siguiente
regresé otra vez a seguir mi recorrido en otros pueblos hasta terminar mí mercancía; yo entonces regresaba a mi pueblo.
De esta forma ganaba algunos centavos y me apuraba más tener
ganancias, porque ya tenía proyectado mi viaje a América.
Ya cuando terminó la temporada de la manzana, alguien me dijo:
—¡Hombre! ¿Por qué no vas a traer pescado fresco de la laguna de San
Basilio?
Y para llegar a ese lugar tenía que atravesar la cordillera Jortiati y
tenía que caminar aproximadamente más de treinta kilómetros de
subida y bajada para llegar a la laguna. Eso tenía que ser a más
tardar como a las ocho de la mañana, cuando los pescados se vendían a mejor precio.
Esa vez me fui en mi macho para poder caminar más aprisa. Y
como era distante (y como no tenía la experiencia suficiente para
trabajar esa mercancía) se me echó a perder el pescado y comenzaron a decirme los clientes, pues que el pescado ya estaba descompuesto.
Y efectivamente me di cuenta de eso y por más que quise hacer
tonta a la clientela no pude y tuve que tirar los pescados, vaciar mis
dos cajas de pescado y me regresé al pueblo sin nada.
Y, pos, fue una cosa triste, que me sucedió y que la recuerdo para
que ustedes se den cuenta de lo que es trabajar por la necesidad de
vivir. Porque el trabajo es muy sagrado, no una vergüenza.
En el último año que estuve en mi pueblo, que fue en 1927,
recuerdo que la pasaba bien con mis amigos. Éramos un grupo de
muchachos jóvenes, amigos desde la infancia naturalmente; entre
ellos estaba Dimítrios Guentzoglou, otro era primo hermano de él
y se llamaba Dimitrós Nalbandoglou, otro era primo segundo mío
Jaralambos Tzingózis. Y entre los cuatro o cinco nos divertíamos.
Para esto yo pretendía a una muchacha que se llamaba Fotiní (que
quiere decir Luz); ella también tenía un abuelo que era sacerdote, pero
él se había quedado en Mandritza y sólo su padre estaba en Surotí. Uno
de tantos días, Fotiní había tendido las ropas de su casa en un mecate
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para que se secaran y entonces me dicen mis amigos:
—Oyes, Theodoro, por qué no vamos y recogemos toda la ropa y la
mandamos a planchar para que el sábado en la noche la pongamos en
la puerta de Fotiní y el domingo al abrir la puerta la encuentre bien
arregladita.
Y así lo hicimos, y desde luego que quedé muy bien con la muchacha, aunque al principio se había asustado por no ver la ropa en
donde la había tendido.
Era muy sana la forma en que nos divertíamos; en ocasiones
nos reuníamos un grupito entre siete y ocho muchachos y muchachas también, que teníamos necesidad de reunimos como lo hacíamos en Mandritza. En ocasiones, cuando no había música, pues
comenzaban a cantar las muchachas, que se ponían adelante, y esa
misma canción la repetían otros dos atrás; y así continuaba el ritmo
del baile, que consistía en cogerse de las manos y hacer un círculo,
según la cantidad de gente que se agregan en el baile. Y cuando
teníamos música, ésta dependía de una terna, que era un instrumento parecido al cilindro (conocido en México); era un aparato
muy bonito, muy adornado, y había una persona que tenía ese aparato. Así que esa terna la sacábamos en una era grande que estaba
en las orillas del pueblo y así bailábamos todos, hasta cuando comenzaba a meterse el sol, entonces se agregaban hasta los ancianos
y las ancianas todos gustosos bailando.
Y como ya dije, dos muchachas bailaban adelante y cantaban y
dos muchachos bailaban atrás y repetían la canción para alargar
más el baile; bueno pues una de esas canciones decía así.
Ten salud desesperado mundo,
ten salud dulce vida
y tú, patria destronada, ten salud para siempre;
tengan salud ustedes: súles. armas, montes,
breñas.
En la tierra no vive el pez
ni la flor en la arena
138
ni las souliotices pueden vivir sin la libertad
tengan salud ustedes: súles, armas, montes,
breñas.
Y así continuaba el baile y después de esto descansábamos un
rato mientras pensábamos qué otra canción íbamos a cantar; y así
continuaba la diversión.
Había varias canciones, por cierto recuerdo una que trataba de
un muchacho que cuando vio a varias muchachas dijo:
Pónganme, muchachas, en el centro
para ver cuál escojo de todas
a ver cuál de todas escojo
una vestida de rojo me tiene el
corazón quemado.
También me viene a la memoria una canción que cantaba mi
madre en idioma albanés. Esta canción narraba la historia de una
muchacha que se enamoró de un joven viudo; y empezaba así.
Anita bonita de nueve pueblos
te llegaron nueve peticiones.
¿A quién vas a tomar?
Que sepas madre, si tres días que viva
así y todo yo voy a tomar a Theodoro
a Theodoro el guapo, a Theodoro el viudo.
Se novió* Anita, se casó
pasaron unos dos, tres días
a Anita empezó a dolerle la cabeza
Para bailar la canción de Anita, se cogían las muchachas de los cintos, cruzados los brazos una con la otra, como si formaran una
* Que andaba de novia.
139
cadena. Y una vez cogidas todas se ponían dos muchachas adelante
y otras en la parte de atrás en medio, naturalmente de los que se
sabían la canción para que la repitieran.
Esta canción se bailaba en Mandritza a principios de este siglo.
En Mandritza, las mujeres usaban su vestido ajustado con un
escote en forma de U y en el pecho, dos aberturas para amamantar
a los bebés; todas las orillas estaban adornadas con cordel, estos
vestidos eran de algodón y lana. En el interior usaban una camisa
larga hasta el tobillo y las mangas largas y anchas y adornadas con
encaje; ellas mismas hilaban y tejían el algodón, la lana y la seda.
Tejían en telares, que en todas las casas había.
En la cintura usaban su cinto con dos placas en frente adornadas con piedras preciosas y donde se enganchaban y alrededor se
colocaban plaquitas de dos centímetros de ancho por siete u ocho
de largo, con doble pared. También en la cintura se colgaban un
mandil muy adornado de dibujos y flores que ellas mismas tejían en
los telares.
Usaban aretes de oro muy visibles; y en el pecho una sarta o dos
de flezime; y en los brazos un brazalete de oro o plata tejidos de
chaquira y hacían también bolsas de mano. En los dedos de la mano
usaban anillos las casadas, y las solteras su anillo de compromiso.
En la cabeza se ponían una pañoleta de distintos colores, floreadas;
peinadas todas ellas, partido el pelo a la mitad de la cabeza y la pañoleta
doblada en triángulo y puesta en la cabeza más atrás de la frente, pasando las puntas por la nuca y estas se regresaban amarradas a un lado de
la cabeza sostenidas con una flor natural o de seda.
Medias no usaban, ni había; usaban calcetines de algodón o de
lana, que ellas mismas tejían de distintos colores y dibujos.
El calzado era de tipo mocasín, de tacón bajo o pantuflas.
Cuando hacia frío usaban un chaquetín o saco corto hasta la
cintura abierto de enfrente, de cuello parado de dos centímetros;
mangas hasta la muñeca de la mano. Y en la parte de atrás sobre la
cintura tenía unas aletas a uno y otro lado.
Talcos y colorete no se usaban y no había necesidad, por el clima todas estaban rozagantes, de color natural.
Pues esa era la indumentaria. Pero hay muchas canciones muy
140
bonitas. Ahora mismo recuerdo otra que se refería a una muchacha
llamada Angélica y que le preguntó su amiga:
Angélica pequeña muchacha
qué haces tú ahí muchacha a la orilla del mar
a la orilla del mar sobre esa peña.
Me senté aquí para ver los pescados del mar
los pescados del mar, palamidas.
Y palamidas es un pescado que se da en el Mar Negro, en la desembocadura del río Danubio y del río Nieper que baja del norte de
Ucrania, que atraviesa también la ciudad de Kiev de Rusia.
Hay una canción de nuestra historia, de los mandrichotas; como
he mencionado que dependemos de un pueblo que se llama Súlio,
que está en la orilla del mar y que durante la invasión turca quisieron amenazar ahí a las muchachas y que por honradez de cristianas,
ellas no se dejaban. Y entonces esas muchachas cantando se iban
tirando de un precipicio al mar para ahogarse, antes que entregarse
en manos de los bárbaros, de los turcos, que eran mahometanos, de
otra religión naturalmente.
Y esta canción la cantaban bailando las muchachas cogidas de la
mano y así cuando cada quien llegaba al precipicio se tiraba al mar;
y esto era para salvarse de la deshonra de los turcos y decían así:
Tengan salud montes y barrancos
tengan vida montes y barrancos.
Y esto lo decían porque abandonaban aquella tierra. Y luego
decían:
El pescado no vive en la tierra
como tampoco la rosa en la arena
así también las suliotas no pueden
vivir sin la libertad.
Esas eran las últimas palabras y se tiraban del precipicio al mar.
141
Baile chámico.
Estas canciones ya se cantaban en 1821. Hay una canción que se
refiere a los combatientes de las montañas; pero antes quiero decir
que durante toda la época de la esclavitud de los griegos, bajo el
dominio turco, andaban los jóvenes en las montañas y ahí pasaban
años enteros hasta que se envejecían combatiendo a los turcos en
donde los encontraran, fue por eso que éstos llegaron al pueblo de
Súlio a cometer esas barbaridades; bueno pero relacionado con esto
está esa canción que dice:
Este pobre joven, más bien anciano
que estuvo 40 años combatiendo
en las montañas
ahora se encuentra cansado y
falto de sueño
se encuentra agotado para
seguir combatiendo.
142
Detalles del patriotismo de esa época
Los pobres griegos combatían para la independencia eternamente.
Recuerdo también que en mi país la entrada de la primavera se festeja el primero de marzo, ese día es de fiesta porque se realiza el
cambio de estación de invierno a primavera, ya desde entonces se
esperan días soleados en que la gente sale de su encierro para ver el
campo libre. Y la forma de celebrar la primavera es haciendo en la calle
echones, o sea lumbradas grandes, que los muchachos brincan sobre de
ella agarrando vuelo para atravesarla, esto se hace como tradición, que
significa dejar atrás el invierno y empezar la primavera.
Durante el invierno no hay hojas en los árboles, no hay pasto,
todo está desierto y durante los meses de invierno en ocasiones se
blanquea hasta por varios días y a veces por meses; todo aquello
está blanco que no se puede ni ver por la blancura de la nieve que
deslumbra. Es por eso que cuando la primavera llega es muy notoria porque se descubren los árboles de nieve y comienzan a retoñar
las hojas, y desde luego la gente comienza a salir, entonces todo
aquello es un gusto porque empieza la belleza de la primavera.
Y ya que estoy hablando de la primavera, recuerdo un detallito
que sucedió en esos días soleados precisamente.
En las afueras de Atenas se encontraron dos personas, uno que
entraba a la ciudad, que era filósofo, y el otro que salía de la ciudad
y que era ganadero de ganado chico. Y, pues, desde luego que por su
indumentaria supo que era ganadero propietario porque llevaba
bastón propio para agarrar a los animales de la pata trasera, que está
en forma de una “Z”; entonces por esa indumentaria el filósofo se
dio cuenta de la actividad del que salía y le pregunta:
—¿De dónde a dónde, quién y cuántas?
Y el ganadero que iba de Atenas a Libadiá le contesta en la misma forma:
—De Atenas a Libadiá, Theodoro y quinientas.
143
Que quería decir: vengo de Atenas, voy a Libadiá, me llamo
Theodoro y tengo quinientas borregas.
Por supuesto que Libadiá existe desde los tiempos antiguos y
aún todavía existe y significa pastoreo, es decir “lugar en donde hay
terreno especial para pastorear ganado”.
A propósito de Libadiá, recuerdo una canción de una pastorcita
muy bella que andaba en el campo y que la vio un joven y le preguntó:
Dime bella muchacha si tienes
vecinos, si tienes padre y madre
y herencia.
Y ella le contesta:
Ni madre, ni padre, ni herencia.
Perdí mis borregas y vine
a buscarlas.
El muchacho, al ver a la joven muy bella, con buena indumentaria y que iba caminando por el campo, pues le hizo esas preguntas
con el propósito de iniciar una plática para entrar en amoríos. Y
como ya he dicho, allá siempre se busca el interés para el casorio, es
por eso que el muchacho le hacía esas preguntas.
Así la pasábamos en el pueblo entre pequeñas diversiones y grandes trabajos para ahorrar para mi viaje hacia México y, ¿por qué a
México? Pos pensé que llegando a México no había dificultad, pues
ya me habían dicho que el gobierno daba permiso para emigrar
libremente a ese país y que había un representante de México en
Salónica, que era un doctor griego; también me dijeron que al llegar
al puerto de Veracruz tenía que presentar cien dólares, que era un
requisito del gobierno mexicano para que uno tuviera que comer
en los primeros días mientras uno se puede acomodar a trabajar en
alguna parte.
Entonces yo había oído que en México había escasez de albañiles, y yo pensé que como ya tenía práctica, podían emplearme en
albañilería, por lo que puse en el pasaporte que era albañil, puesto
que era un joven de principios de trabajo. Por supuesto que no
mencioné nada de sericicultura, porque en México pos no se usaba
144
eso y tenía que decir en qué podía ocuparme en México.
Fui a una agencia de viajes para preparar mi salida; ya que no
había encontrado más trabajo en mi país. A raíz de tanta guerra, el
horizonte para mí estaba cerrado tanto en la sericicultura como en
la agricultura y en otras cosas.
Como ya he dicho, a los ocho años fui exiliado y exiliado llegué
para encontrar la guerra de los Balcanes, de la Primera Guerra Mundial. Y después de esto se viene la guerra greco-turca y luego otro
acontecimiento contra Bulgaria y después de eso, fui soldado y luego pos a qué me quedaba si ya no había visto día blanco en toda mi
juventud, desde mi nacimiento hasta el exilio.
Eso, precisamente, eso fue lo que yo gocé en mi niñez, en la casa
de mi padre y de mis abuelos.
Rumbo a México
Yo partí a México un jueves primero de septiembre de 1927. Para
esto yo había ya anunciado mi partida entre la gente que me conocía del pueblo y entre mis familiares; porque cada vez que iba yo a
Salónica, que es la capital de Macedonia, siempre alguien me preguntaba:
—Oyes, pues, ¿a qué tanto vas a la ciudad?
Pues naturalmente yo, franco, les contestaba.
—¡Hombre! es que ya estoy tramitando mi viaje a América y me voy a
ir a México.
—Y, ¿qué vas a hacer a México?
—¡Hombre! voy a ir a México porque ya he estudiado bien su geografía y sé que puedo atravesar la frontera y llegar a California, que no
está lejos de este país.
Y así todo el mundo se dio cuenta que ya se aproximaba el día de
mi partida. Y tuve que ir a despedirme de mis amigos, de mis pa145
rientes y de mi tío Basilio; quien había regresado de América después de la Primera Guerra Mundial; él se casó en Grecia con su
novia Magdaliní y tuvieron dos hijas, una se llamaba Anna y la otra
Dominga, o sea Kyriakitza en el idioma griego. Pues tuve que despedirme de mis tíos y mis primitos, que para entonces estaban muy
pequeños. Después me fui a despedir de mi tío Gregorio, que tenía
tres hijos: uno se llamaba Ángel, otro Jrístos y otro Spyros. Jrístos
tenía la edad de Basilio, mi hermano, y eran compañeros en la escuela. Que por cierto para estas fechas ya habían instalado una pequeña escuela en Surotí. Enseguida fui a saludar y a despedirme de
los hermanos Tzingózis, de Juan Lambros y Jrístos. Y luego fui con
los Dimítrios Guentzoglou y de Nalbandoglou, de Dimítrios y de
otras tantas personas también me despedí, desde luego todas cercanas a mí y de mi completa estimación.
Y así, ese jueves por la mañana partí del pueblo de Surotf, besé
a mi padre; en ese momento mis hermanitos no se encontraban en
la casa, andaban jugando por ahí; pero cuando vieron que me alejaba de la casa y que llevaba conmigo una mochila pequeña (porque
no tenía gran cosa que llevar, por la pobreza en que vivíamos) entonces me alcanzaron cerca de un arroyo que había en la orilla del
pueblo, me alcanzaron y me interrogaron:
—Oyes, Theodoro, ¿a dónde vas con esa mochila?
—Ya me voy a América. ¿Qué quieren que les traiga cuando regrese?
—Pos a ver qué nos traes con tu regreso.
Y así los abracé, los besé y continué mi camino pues había que
recorrer a pie más de treinta kilómetros.
Al salir del pueblo, ya distante un kilómetro aproximadamente, me
encontré a un paisano que se llamaba Elías Péicoglou, ya de edad él;
tenía dos hijos pequeños, entonces él me gritó a cierta distancia:
—¡Theodoro!, ¿a dónde vas?
—Ya me voy a América, con destino a México, Elías.
—¿Qué estás diciendo ¡hombre!? Yo creía que todo lo que hablabas
eran mentiras.
146
—Pos no señor. Voy a encontrarme con mi tío Ángel.
—Siquiera Dios ya estás preparado. Y dime, ¿tienes pasaporte y boletos?
—Sí, ya tengo todo listo.
Conforme él me preguntaba se iba acercando, nos encontramos, nos dimos un abrazo, nos besamos en una mejilla y en la otra
(porque es costumbre que la gente se bese cuando se encuentran
después de largo tiempo). Y así me despedí de Elías y continué mi
camino a Salónica.
Entonces ya sabía que el lunes salía el barco de Salónica a Piréo,
que es el puerto más grande de Grecia, que está pegado a Atenas y
que hoy es una sola ciudad la capital con el puerto. Ese barco se
llamaba Kanáris, así se llamaba el barco, que no era muy grande, que
hacía el recorrido Salónica-Piréo. Al día siguiente, como ya no tenía
muchos recursos (nada más lo necesario, porque no pude tener más
como para hospedarme en un hotel) dormí en un pandojíon o mesón, que generalmente estaban en las orillas de las ciudades y además tenían lugar para bestias y algunos cuartos para los mismos
caminantes que llegaban con bestias y ahí se alojaban, y por supuesto les costaba menos dinero.
Al día siguiente, no llevaba ningún compañero, tuve que ir a
Atenas a ver al cónsul que representaba al gobierno de México ante
el gobierno de Grecia; él me dio la visa y me selló el pasaporte, me
dio hasta una carta y un domicilio de un griego que estaba en Veracruz y que tenía una refresquería, para que al llegar a Veracruz fuera
a entrevistar a esa persona y él me orientara para otro domicilio
situado en la capital de la República.
Al tercer día, los empleados de la agencia me dijeron cuándo iba
a zarpar el barco de Piréo para Marsella, Francia. Era un buque
francés, no muy grande, que se llamaba Unión, el cual venía del Mar
Negro.
Ya listo yo de los asuntos del consulado, fui otra vez a Piréo con
la carta en la mano y el boleto para el día siguiente abordar el buque
que se dirigía a Marsella. Al día siguiente subimos al buque y lo
mismo, también ya tarde, serían las ocho. Yo no sé por qué los
buques zarpan siempre después de medio día o ya en la noche. Y así
147
Ángel Pappatheodorou en California, 1928.
148
navegamos de Piréo hasta Marsella cuatro días y sus noches. Pasamos por el Canal de Corinto y al llegar a la entrada del Canal ahí se
paró el buque; llegó un barquito chico y lo engancharon al buque y
jalándolo lo atravesaron al canal del Golfo Sarónico al Golfo de
Corinto. Ya al salir al otro lado entonces echaron a andar los motores, porque como está estrecho el canal no pueden trabajar las hélices de los buques grandes, porque hace mucha turbulencia y por no
averiarse alguna cosa, entonces los jalan de un lado a otro. Estando
en el otro lado entonces continuó el recorrido. Pasamos entre Sicilia
y la punta de la bota italiana para llegar a Marsella.
Llegamos en la mañana y nos desembarcaron. En este barco
viajé solo, no encontré ningún paisano que se dirigiera hacia México. Pero al llegar a Marsella me pusieron una señal metálica que
indicaba que era pasajero del trasatlántico Espagne (España) que hacía
el recorrido Francia-México y al llegar yo a un hotel que también
era de un griego para el que ya me había dado un papelito el cónsul
de Atenas, para que fuera ahí y él me pudiera orientar en qué forma
iba a tomar el trasatlántico de Francia a México, a Veracruz. Pero al
llegar al hotel, ahí encontré varios muchachos griegos que iban también a México. Ahí tuvimos que estar tres o cuatro días hasta que
tuviéramos noticias del barco que iba a salir del puerto Saint Lazaire,
o San Lázaro, rumbo a México en el trasatlántico Espagne, o sea
España. Posteriormente a ese buque le cambiaron por el nombre
de Mexique, o sea México.
Pasamos un rato en el Puerto de Marsella. Éramos como doce
muchachos y por nuestra seguridad nos aconsejó el hotelero:
—Miren muchachos, pórtense bien aquí en el puerto si no quieren que
les roben el dinero; porque aquí las muchachas malas les pueden robar
todo, ¡bueno! hasta la ropa.
Dos de ellos no oyeron y se fueron, pero al regresar, tristemente, tal como nos lo había narrado, tal como nos lo había dicho el
paisano, el hotelero, salieron con calzoncillos de esas casas. Todos
los centavos se los robaron, pensábamos que cómo haríamos aquello puesto que tenían que comer mientras llegábamos a Veracruz,
149
donde ellos dos tenían parientes. Pero la dificultad era al llegar a
México que por leyes del gobierno mexicano todo extranjero, todo
emigrante, al desembarcar tenía que presentar cien dólares con el
fin de tener algunos días qué comer mientras se acomodaban en
alguna parte donde pudiera trabajar.
De Marsella tuvimos que tomar el tren en la tarde y viajamos
toda una noche para llegar al puerto de San Lázaro, Saint Lazaire, al
llegar a Saint Lazaire ya el buque estaba ahí, así es que bajando del
tren inmediatamente subimos al trasatlántico que se llamaba España; de Saint Lazaire tocamos Coruña, el puerto de Coruña, pero ahí
no nos bajamos, se paró poco rato el barco para bajar y recibir unas
mercancías y de ahí seguimos a Santander, en España; llegamos a
medio día. Primero nos dijeron que no íbamos a bajar porque íbamos a permanecer corto tiempo ahí, pero después nos avisaron…
¡Ah! En eso estando ya parado, atracado el buque porque no nos
permitían salir, oíamos unas muchachas con canastas que vendían,
puesto que era ya septiembre en tiempo de las uvas y gritaban: «¡Hay
uvas! ¡Hay uvas!». Yo no sabía ni una palabra, mas que las letras
latinas, y pregunté a mis compañeros:
—¿Que quiere decir uvas?
—Pos no ves hombre están vendiendo uvas.
Y entonces tenían ellas mismas unas canastitas con unos
mecatitos que tenían preparados, y entonces así aventaban un
costalito que tenían amarrado en la punta del cordón para que alcanzara la gente del buque a cogerlo para poner ahí los centavos, y
así poníamos los centavos y después nos ponían las uvas y las
jalábamos arriba y a comer uvas.
Ya a media tarde nos dijeron que podíamos salir a la ciudad.
Bajamos, recorrimos ahí las calles, lo mismo, también como todas
las ciudades de Europa, con las calles angostas y quebradas, subidas
y bajadas, mas lo único que vi plano fue el malecón, en donde atracó el buque.
Un poco tarde zarpó otra vez el buque rumbo a América. Estu-
150
vimos tres semanas de día y de noche navegando para llegar primero a La Habana.
Por cierto que teníamos boleto de tercera y varias personas dormíamos en un sólo salón, desde luego que cada quien en su cama.
Los primeros días me mareé, porque no estaba acostumbrado a
viajar; estuve tres días con sus noches en la cama agarrándome de
uno y otro lado. A propósito, les diré que las camas eran de tercera,
pero eso sí, nos daban bien de comer. Desde luego que por lo mareado no apetecía cosa alguna, mi estómago no lo admitía, por lo
que uno de mis compañeros se acercó y me dijo:
—¡Hombre Theodoro! Estaría bueno que tomaras té y vas a ver qué
bien te cae.
Y le hice caso, pues era lo único que podía tomar; en cuanto a
mis alimentos, ellos los aprovechaban.
Yo veía que a mis compañeros no les afectaba el viaje. ¿Pues
cómo? Si ellos procedían de litorales de Grecia, de islas; algunos
provenían de Peloponeso y pues de cualquier forma estaban familiarizados con el agua.
Pero eso del mareo me duró pocos días, ya al cuarto día se mejoro el tiempo y salimos a cubierta; entonces comencé a comer normalmente y a tomar mi vinito; porque nos daban vino también.
En cubierta platicábamos, cantábamos, pasando así el rato hasta
llegar a La Habana.
En La Habana no nos permitieron salir; llegamos una tarde y
ahí cargaron y descargaron. Y lo único que nos dijeron fue que el
Golfo de México era un lugar en donde se movía mucho el buque,
que quién sabe cómo la pasaríamos. Y naturalmente nosotros nos
quedamos temerosos por la travesía de La Habana a Veracruz. Sin
embargo, no nos pasó nada y llegamos felizmente a Veracruz.
151
152
CAPÍTULO SEGUNDO
MÉXICO
Los primeros contactos y mi experiencia
como comerciante
A
l llegar el buque a Veracruz no atracó, sino que se quedó
retirado. Ese día, como ya era tarde no nos permitieron salir; sino hasta el día siguiente, que subieron los empleados
de migración y pusieron una mesa, a la cual tuvimos que pasar de
uno en uno, para que presentáramos nuestros documentos y nos
dejaran salir a la ciudad. Pero antes de eso tuvimos que juntar los
centavos entre varios de nosotros para entregarles a los muchachos
aquéllos que les habían robado el dinero, para que así presentaran a
las autoridades los centavos necesarios que estipulaba la ley; y así
los dejaron pasar.
Ya una vez dentro de la ciudad les pedimos nuestro dinero. Pero
desde luego que les cubrimos los gastos hasta que llegamos a la
ciudad de México.
Bueno, al llegar a tierra inmediatamente tuvimos que preguntar
en dónde se encontraba el puesto de refrescos del griego, que por
cierto no estaba lejos del puerto. Y sí lo encontramos, y ya nos dijo
a qué hotel podíamos llegar, porque no era muy caro y había buen
servicio.
Cada uno de nosotros tenía un domicilio para ir a la capital,
porque todos nos dirigíamos a la capital. Pero sucedió, según supimos por las noticias, que en el mes de septiembre (para esto nosotros desembarcamos el 6 de octubre de 1927) habían matado a dos
generales en el camino de México a Cuernavaca, que eran Gómez y
153
Serrano.27 Y pues por tal motivo se interrumpieron las comunicaciones de la vía férrea de Veracruz a México durante una semana. Y
por tal motivo tuvimos que pasar varios días en Veracruz, mientras
se normalizaba la situación. Y andábamos por toda la ciudad de
Veracruz conociendo todo lo que estaba a la vista. Y lo primero que
a mí se me ocurrió fue: «¡Hombre! voy a comer bananas, pos es
México, hay muchas y baratas». Y ya fuimos a visitar el mercado y la
gente gritaba: «¡Hay bananas, baratas las bananas!». Pos comimos
bananas hasta que nos hartamos.
Y, pues, generalmente salía a pasear por las calles con mis compañeros de viaje, y una de esas veces vi con extrañeza que pasaban
dos o tres personas juntas y muy parecidas, y yo mismo me decía:
«Mira nomás qué parecidos son esos, seguramente han de ser hermanos o parientes». Luego veía más, tres, cuatro, cinco, seis muy
parecidos. Y pensé: «Pos serán otros hermanos». Hasta que por fin
les dije a mis compañeros:
—Oigan, miren cómo se parecen aquí las gentes. Miren van cinco o
seis hermanos muy parecidos.
—¡Hombre! No seas tonto, son chinos, son chinos; por eso se parecen. Que no ves los ojos cómo los tienen todos ellos.
¡Válgame Dios! Pos sí, si yo había visto a los chinos, pero no sin
melena, no sin bigote. Yo en los libros había visto a los chinos con
los bigotes muy colgados, con trenza y sus kimonos. Por tal motivo,
¿verdad?, me extrañaba a mí verlos así y por eso creía que eran
hermanos.
27
El general Arnulfo R. Gómez había sido designado el 23 de junio de 1927 candidato a la Presidencia por el Partido Nacional Antirreeleccionista. Al levantarse en
armas el general Héctor Ignacio Almada, el general Gómez se unió a su movimiento en contra de la reelección del general Obregón. Al enfrentarse a las tropas
de los generales Gonzalo Escobar y Jesús Aguirre, fue capturado y fusilado el 6 de
noviembre de 1927 en Coatepec, Ver. El general Francisco R. Serrano fue fusilado
también en 1927, al pretender levantarse en armas en contra de la reelección de
Obregón: figuró como candidato presidenciable. Enciclopedia de México. ( 1977).
Méx., Impresora y Editora Mexicana, t. 5, p. 874.
154
Después de andar conociendo las playas de Veracruz, sus templos y sus mercados, por fin a la semana de estar ahí, nos dijeron
que ya podíamos salir del estado rumbo a México, por cierto que
fue un lunes cuando salió el tren. Compramos nuestros boletos y
nos fuimos a la estación a abordar el tren; y en eso vimos muchos
soldados. Y supimos que estos soldados iban a escoltar el tren para
seguridad de los pasajeros, para evitar alguna dificultad en el camino. Pos nosotros subimos al tren un poco temerosos porque había
dificultades; pero no nos sucedió nada.
Llegamos a México al día siguiente por la noche. Y como era ya
tarde fuimos a dar a un hotel que se llamaba Buenos Aires (no sé si
existirá todavía, ya no lo he oído mentar). Por cierto, está por aquél
rumbo de la colonia de los Doctores. Pasamos la noche en ese hotel. Y al día siguiente me dediqué a buscar la calle de Colón (que era el
domicilio que traía yo para conectarme con otros paisanos). Pero pensaba «Cómo ir a ese lugar, si no sé decir ni buenos días, ni pan, ni agua,
ni nada». Lo único que había aprendido era «¡uvas! ¡hay uvas!».
Y como tenía escrito el domicilio, entonces pensé que lo mejor
era preguntarle a los gendarmes y me dije: «Los gendarmes son
empleados y por consiguiente son servidores del pueblo y me tienen que decir con seguridad por dónde debo irme».
Pues llegué a la esquina y encontré un gendarme y le enseñé el
domicilio. Él se dio cuenta que era extranjero y que no sabía el
idioma y entonces con la mano él contaba: «uno, dos, tres, cuatro,
cinco, seis cuadras» y me hacía la seña con la mano de torcer a la
izquierda. Caminé, pero antes de llegar a las seis cuadras, volví otra
vez a preguntar y ese otro gendarme me dijo, que en la siguiente
esquina volteara a la izquierda y ahí me dijeron cuántas cuadras
tenía que voltear a la derecha. Y así llegué al domicilio, que estaba a
espaldas del Hotel Regis, en una calle llamada Colón, que es muy
corta y que empieza hoy de la continuación de Reforma y termina
en la Alameda.
El domicilio a que iba era una casa de huéspedes que era de un
francés soltero y ahí se quedaban varios griegos. Y porque estaba
muy en el centro de la ciudad pues les quedaba muy cerca para ir a
sus negocios.
155
Y ya platiqué con mis paisanos y me presentaron con el dueño y
él me dijo que sí tenía un cuarto para mí. Y no recuerdo con precisión cuánto me cobraba, pero han de ver sido unos ocho o diez
pesos mensuales.
Pues me relacioné con los paisanos y me di cuenta que se dedicaban a un negocio sencillo, pero con el que sacaban el diario para
comer. Ellos ya me dijeron qué hacían, cómo lo hacían y a dónde se
dirigían. Y entonces me di cuenta que había un paisano que se llamaba Benito Afendúlis, él era de Asia Menor y había huido durante
la guerra greco-turca (1921-1922). Se encontraba en México con su
madre y una hermana; él era soltero. Pues este paisano tenía una
tienda de dulces en donde se vendía al mayoreo, y que les surtía a
todos nuestros paisanos, que serían unos diez o doce. Ellos llenaban dos canastas con doble piso, abajo acomodaban una canasta
como almacén y arriba tenían bien acomodadita la otra con dulces,
chicles, chocolates, camote de Puebla, cigarros, cerillos, en fin, con
muchas cosas. Y salían con las dos canastas cargadas y se iban muy
temprano a vender en las escuelas o la entrada. Una vez que se
cortaba el hilo de entrada de los muchachos, entonces se cambiaban a las agencias de automóviles (que había pocas) o en un taller,
en fin, que cada uno de ellos tenía su itinerario para ir a vender.
Pero yo, al principiar en el negocio, encontré dificultades porque
no sabía a dónde ir a vender. Desde luego mis paisanos se reservaban el lugar a dónde iban y no me decían. Yo tenía que salir a la
Alameda por los alrededores de ésta, pero poco vendía.
A los pocos días me dice el paisano Benito Afendúlis:
—¡Hombre, Theodoro!, en vez de estar aquí, ¿por qué no te vas a
Toluca? Aquí está cerca y aquí yo te mando la mercancía por tren. Ya
vez que está muy competido aquí y cada quien ha escogido un buen
itinerario para vender y sacar más o menos para vivir y ahorrar algunos
centavitos.
Y le contesté:
—¡Hombre! si crees que pueda hacer más trabajo allá, pos me iré.
156
Siempre y cuando tú me mandes oportunamente la mercancía.
Me dijo:
—Sí, como no. Ya que somos los dos exiliados yo te voy a atender
bien. Tú eres de Tracia y yo soy de Asia Menor. Y aquí hay que trabajar
y hay que ayudarnos hasta donde sea posible.
Y así me trasladé a Toluca. Al llegar a ese lugar, pues anduve
preguntando en dónde podía instalarme pues no conocía nada, ni
siquiera el idioma y no sabía preguntar. Pero al sentarme en una
banca en la plaza un bolero me preguntó:
—¿Qué idioma habla?
Le dije:
—Griego.
—¡Ah! —dice— aquí hay un griego.
—¿Puede llevarme?
—Pos es muy fácil ¡hombre!. Mira, atraviesas el portal, cuando llegues
al portal volteas a la derecha y enfrente está, él se llama Alberto Capone.
Y el muchacho como ya empezaba a trabajar no me llevó, pero
por las señas que me dio sí di con la tienda de ropa de Alberto
Capone, que era un poco mayor que yo y originario de Salónica,
Grecia. Así que hablaba perfectamente el griego, y él me orientó en
muchas cosas, ya que los judíos son comerciantes.
Pues Alberto Capone tenía un tío que había prestado servicios
en el ejército griego como sargento. A los judíos no les estaba permitido llegar a grados mayores, solo podían aspirar a cabo y sargento; ni siquiera a sargento primero, porque a éste se le llama la madre
de la compañía, ya que duerme en la oficina del salón en que está
instalada la compañía, los demás oficiales tenían sus casas independientes en la ciudad; por tal motivo no permitían que fuera de otra
raza, ni turco, ni judío.
157
El tío de Alberto Capone era importador de telas al por mayor,
tanto en casimires como en sedas de Lyon, Francia y también de
casimires ingleses que se importaban. Él traía cantidades mayores y
las distribuía entre los comerciantes establecidos, ya fueran judíos o
mexicanos.
A propósito, recuerdo que cuando llegué a México me encontré
con una gran cantidad de judíos; como en esa época no había tantos requisitos para entrar al país pues había un número grande de
inmigrados que se podían dedicar a cualquier cosa.
Había judíos en la ciudad de México, desde luego, Morelia,
Uruapan, en esta última ciudad conocí a unos judíos que tenían
unas tiendas de ropa, que prosperaron y se fueron a radicar a la
ciudad de México; que por cierto una vez que andábamos con mi
esposa de compras en La Lagunilla, lo vi y nos preguntó:
—¿Qué andas buscando Theodoro?
—Pues una telita que quiere mi señora. ¿Qué no nos la podrás vender
tú?
—Pues sí quisiera venderte, pero tendría que abrir una pieza y es cosa
de echarla a perder; porque yo vendo al mayoreo.
Pero inmediatamente me llevó con otro judío y le dijo:
—Mira, Theodoro anda buscando una tela ahí te lo recomiendo es
paisano de nosotros viene de Salónica.
Y así me atendieron muy bien y me surtieron la mercancía a
buen precio. Porque eso sí, cuando se trata de un amigo, ¡uh! es una
cosa que ellos estiman mucho. Pero todo es un interés, a nadie le
regalamos algo a cambio de nada; le regalamos una cosa para ver si
algún día se nos ofrece y aprovechemos esa situación. Pero sí me
atendieron bien, pero lo que me interesa resaltar es que en esa época había mucho judío en México; que entonces, según yo oía, había
cuatrocientos mil habitantes en la ciudad y el país tenía dieciséis
millones de habitantes en 1927. Y me acuerdo perfectamente de
eso, porque veía las estadísticas y tenía mi geografía en griego y
pues todo eso me interesaba preguntar.
Así que era una ciudad, pues desde luego más tranquila que aho158
ra, en donde se podía ir caminando a todas partes; recuerdo que yo
caminaba de la Alameda a la Estación Colonia, que entonces era de
ladrillo rojo, cerca del monumento a Cuauhtémoc, donde hoy se
encuentra el monumento a La Madre. Atravesaba toda la ciudad,
pasando por el Zócalo, para llegar a la Estación de San Lázaro y
hasta La Villa a pie.
¡En fin!, que a los judíos sólo se les encontraba en las ciudades
grandes de entonces. Hoy ha cambiado la cosa, pues se han concentrado en la ciudad de México, Guadalajara, Monterrey; y a Morelia,
Uruapan, creo que pasaron a segundo término para ellos. Y para
qué decir más: Estados Unidos, ¿de quién depende? El judaísmo es
lo que manda allá ¿cuántos presidentes han sido judíos en Estados
Unidos? ¿Y cómo era en Alemania, Inglaterra y Francia? Ya no digamos en España. Así que el judaísmo explota a la humanidad y los
llamamos judíos errantes porque eternamente los corren de un lado
y van a dar a otro lado y siempre con su misma misión: explotar a
los pueblos. Ellos no salen al campo, se dedican nada más a quitarle
los centavos al otro por medio del comercio.
Desde luego que los griegos también son comerciantes, pero
hay más variedad en la actividad, se dedican a otras cosas como la
agricultura; ellos prácticamente trajeron el cultivo del tomate en
Sinaloa (como lo explicaré más adelante) y todavía lo están explotando en Sinaloa; pero ellos explotan la tierra, producen para todos.
Antes, en Alaska, los griegos eran los que comerciaban con las
pieles de osos, ¡en fin! De esos animales del norte, esas pieles las
introducían a Nueva York e inclusive las exportaban directamente
hasta Grecia, en una población que se llama Castoriá, cerca de Epiro,
al norte de Grecia, puesto que en esa población, aproximadamente
de veinticinco mil habitantes, se dedican a confeccionar
indumentarias de pieles. Hacen unos trabajos finísimos y exportan
a todo el mundo; tienen agencias que surten abrigos, sacos, ¡en fin!,
que son unos trabajos perfectos. Por cierto que llegué a conocer
algunos talleres en donde trabajaban hombres y mujeres en la costura de las pieles.
Pues llegó un momento en que los judíos se dieron cuenta del
buen comercio que los griegos tenían en Alaska, que intentaron
159
comprar acciones; pero los griegos se pusieron de acuerdo para no
venderles ninguna acción, mucho menos darles información sobre
la compra y venta de las pieles.
Y no es de esconderse pero los judíos siempre han querido acaparar toda clase de negocio próspero; por ejemplo se dice que la
fábrica de zapatos Canadá y la de tequila Sauza ya la adquirieron los
judíos; y es que no les importa pagar lo que sea con tal de adquirir
aquel negocio, aquella industria.
Yo no tengo nada en contra de ellos; con los judíos que he tenido amistad siempre se han portado bien conmigo.
Una vez mi hermana me platicó que llevaban de Salónica furgones, trenes enteros, de judíos hacia Alemania y que ella tuvo que
esconder a un judío que tenía una fábrica de muebles, porque tenía
amistad con él, y lo escondió en la casa para salvarle la vida.
Y ya después que terminó la Segunda Guerra Mundial y que
crecieron los hijos de aquél judío, volvió a trabajar en su fábrica y
hoy uno de sus hijos es el que atiende; él se llama Nicos Kampuzídis.
Hoy en Salónica casi no hay judíos.
Pues en México en los años treinta o cuarenta, pues, no tenían
los judíos competencia en el comercio con los mexicanos, casi la
mayoría de comercios ya establecidos y de prestigio eran principalmente franceses, como el Palacio de Hierro, Las Fábricas de Francia, así que la competencia los judíos se la hacían a los franceses.
Los mexicanos más bien los condenaban por la religión y no admitían que los mexicanos se casaran con judíos; lo mismo sucedía con
los turcos, con los árabes; pero era más posible encontrar matrimonios entre mexicanos y turcos o árabes que con israelitas, que en
aquélla época los condenaban, no los querían por la religión. Con
los griegos no era tanto, aparte de que éramos muy pocos los que
estábamos en México, pero siempre se tenía que pedir el permiso
del sacerdote mexicano para poder casarse, como ya lo narraré en
su oportunidad cuando yo me casé.
Pero volvamos con la narración sobre los judíos. Cuando recién
llegué a México me fijé que los judíos tenían a la vista el negocio de
la venta de suéteres y el taller donde los hacían, ahí tenían un telarcito,
y en la parte de atrás, o sea en la trastienda, como se llama en Méxi160
co, tenían los dormitorios, la cocina, ¡en fin!, todo. Y de esa forma
pues ellos ahorraban mucho; ya que ese es un principio de ellos (y
mío también): ahorrar y economizar como base de la prosperidad.
Pues hasta ellos mismos se condenan si no se aplica eso. Por ejemplo: ayudan a un judío hasta tres veces para que se supere y si no lo
consigue lo abandonan; primero le dan mercancía, se la fían para que
luche, pero sí se volvió borracho en México (que son muy pocos los
borrachos entre los judíos, pero si había alguno) pues lo ayudaban,
como ya dije hasta tres veces, porque la ley judía así lo especifica.
Así que encontramos judíos en todas las grandes ciudades. No
vamos muy lejos: en Guadalajara hay un negocio que se llama
Chalitay, lo anuncian en la televisión, pues ése es de judíos; yo conocí al viejo que en aquélla época tenía un changarrito de ropa, así
empezó a fabricar ropa y ahora tiene varios negocios como ése que
menciono.
Y pues la verdad a mí el comercio nunca me ha gustado; porque
me da mucho coraje con los comerciantes porque venden a como
se les da la gana, de un negocio a otro ya encuentra uno precios
diferentes y pues eso es un robo al consumidor.
Y en cambio, sí yo he hecho algo ha sido escarbando la tierra
con las uñas y no solo eso, sino que he ayudado a otros individuos
asesorándolos. Yo no escondo nada, de lo poco que sé a todo mundo le digo la verdad de lo que debe de hacer. Y además, ¿qué es lo
que hacemos? Pues explotar la tierra, producir, eso es todo. Aquí
me siento yo tranquilo de no haber molestado a nadie y no tengo
enemistades con nadie. Yo me siento bajo la sombra de cualquier
huizache y ahí me duermo tranquilamente, todos son mis amigos.
Volviendo a la narración. Fui a rentar un cuarto en una casa de
huéspedes cerca de la Plaza España; en esta plaza se hacía tianguis,
creo que todos los viernes. Ahí acudía toda la indiada de los alrededores, a vender ollas, fruta, verduras, gallinas, huevos. Y ahí empecé
a vender cuando me llegó la mercancía de México; también fui a las
escuelas. Recuerdo que una de estas escuelas era un instituto que
estaba cerca de un cuartel. Primero me paraba en la escuela y ahí me
compraban los muchachos; ya cuando terminaba me cambiaba al
cuartel, que por cierto me permitían entrar y ahí vendía. Algunas
161
veces tenía que fiar, desde luego a aquéllos que ya tenía algunos días
de conocerlos, de ser mis clientes.
Había ocasiones en que algunos soldados no querían pagarme,
entonces yo acudía con los oficiales y estos hacían presión, ¿verdad?, para que me pagaran, y así nunca me quedaron debiendo.
Permanecí algún tiempo trabajando de esta forma.
Y se preguntarán, y ¿cómo hacía para comer? Por indicaciones
de Alberto Capone fui al mercado:
—¡Hombre! ya que no sabes hablar, pos te vas al mercado; allá hay
cocineras que son señoras muy limpias, muy buenas, que tienen la comida a la vista al estilo turco. Tienen unas ollas grandes y ahí puedes
ver su contenido. O si no, tienen un cucharón grande y con ése te
enseñan la comida.
Y efectivamente, fui al mercado y ahí recorrí varias fondas hasta
que me gustó una. Había una señora gorda bien vestida con su
mandil, con su gorro blanco todo muy arreglado, muy limpio. Y me
dije: «Aquí me voy a sentar». Y que me pregunta: «¿Qué quiere comer?».
Y me dije «Y ahora qué le digo qué quiero comer, si no conozco
el nombre de las comidas». Y pues les indicaba con el dedo unos
chiles rellenos, que ya los conocía porque allá en Grecia también los
hacían. Y ya comí la primer vez eso y frijolitos. De esta forma continué comiendo varios días ahí. Me costó mucho trabajo pedir las
cosas.
Un día me puse a pensar: «¿Cómo haré para aprender un poco
el idioma con más rapidez?»
Fui otra vez con Alberto Capone y le dije:
—Oyes, Alberto Capone, he pensado coger una cuchara, un tenedor,
un cuchillo, y enseñárselos a las personas indicadas para que me digan
cómo se pronuncian correctamente las palabras y pues creo que a fuerzas tienen que contestarme correctamente, ¿no crees?
—Claro que sí.
162
Y así empecé a aprender tres, cuatro o cinco palabras que me
ayudaron mucho.
Al día siguiente que llegué a comer empecé a pedir y la gente se
reía por alguna cosa que decía, de las palabras que había aprendido.
Y pues yo también me reía porque me contagiaban con sus risas.
Y pues durante el desayuno, la comida y la cena, cogía cosas y les
preguntaba cómo se llamaban, entonces yo hacía una lista de palabras en español y griego y en la noche las estudiaba hasta que se me
grababan algunas; otras no se me grababan pero siempre aventajaba mucho. Y como ya sabía leer también las letras latinas pues empecé a ver por ejemplo qué es hotel, qué es restaurant, qué es fonda
y cómo se escribía, y así progresaba bastante.
En Toluca con la única persona con la que podía conversar era
con Capone, y a veces salíamos de paseo. A propósito, un día me
dijo:
—¡Hombre!, mañana va a haber toros.
—¿En dónde va a haber toros, y qué es eso?
—¡Pos, hombre!, toros, tauromaquia (esto me lo dijo en griego).
—¡Ah!, ¿dónde, dónde van a combatir con los toros?
—A Tenancingo, es una ciudad que está cerca y hay tranvía eléctrico
que nos lleva.
Y me llevó a Tenancingo. Conocí el pueblo y fuimos a los toros.
Fue la primera vez que vi la tauromaquia, que por cierto no me
gustó nada ver que mataran a los toros. ¿Por qué? Porque pensaba:
«Aquel animal tan bonito, de mucha vida, de mucha energía, no es
posible que le hagan sufrir tanto para después matarlo». Bueno,
pues, vi que lo soltaron de los corrales e inmediatamente le clavaron una alezna con una bandera en la cruz de su cuerpo y chorreando sangre. Luego de esto lo jugaban de un lado a otro, con una
capota colorada, y en eso ahí venían las banderillas que le clavaban
en el lomo. Y por el otro lado venía el del caballo clavándole una
garrocha con punta de alezna. Y aquél animal chorreando sangre.
Ya cuando llegaba el torero a clavarle la espada, pues aquel animal
estaba prácticamente muerto de cansando; y entonces por fin le
163
clavaban aquella espada que le destrozaba los intestinos. Y venían
después el par de mulas, lo enganchaban y lo echaban afuera. Y
vuelta, otra vez la misma cosa: entraba otro torero con otro toro. Y
pues eso es muy triste y no me gustó, ni me gustará.
Al tener ya un mes en Toluca, ya había adelantado mucho en el
aprendizaje del idioma y había ganado algunos centavitos. Un día
un muchacho indígena que se llamaba José, muy correcto, me preguntó que si no podía darle trabajo para que vendiera dulces, y le
dije que sí. Ya le preparé a él dos canastas con dulces y con cigarros.
Como ya conocía la ciudad, entonces yo nada más le indicaba en
qué parte se fuera a vender. Y tenía que ir también a la estación a la
hora de la llegada del tren y recorría por ahí los alrededores, en
donde también quedaba cerca una escuela. Los domingos los dos
nos íbamos al Tívoli, que allí iba mucha chamacada, mucha gente, y
pues siempre vendíamos bastante.
Pasó el tiempo y un día de tantos recibí una carta de México en
donde se me informaba que en diciembre se vendían las castañas
asadas y me decían que si no me regresaba para entrarle a ese negocio. Y pues sí, me regresé con el muchacho, que me siguió. Él era
muy cariñoso y, pues, yo lo tenía como si fuera mi hermanito. Por
las mañanas le contaba toda la mercancía y cuando regresaba por la
tarde también para sacar las cuentas de lo que había vendido y así le
daba diariamente su participación y estaba contento.
Una vez que ya estuvimos en México fuimos otra vez a la misma
pensión de la calle Colón y allí encontré al otro amigo que también
vendía castañas y que se ponía en una esquina y a mí me dijo que me
fuera a la esquina 16 de Septiembre y San Juan de Letrán. Era una
esquina muy buena porque allí transitaba mucha gente que iba hacia
el centro y que venían del centro. Allí teníamos nuestras estufas de
carbón y, pues, trabajamos algún tiempo y nos fue bien, tanto a mí
como al muchacho que trabajaba en la esquina de Madero y San
Juan de Letrán. Y pues estábamos cerca, se puede decir, uno del
otro. En algunas ocasiones él dejaba sola su estufa y corría a verme
a mí para saber cómo me había ido con la venta:
—¿Oye, cómo te ha ido?
164
—Pos ya me quedan poquitas, ya voy a acabar.
—¿Y a ti, cómo te va?
—Pues bien, ya casi termino.
Esas castañas las comprábamos en los comercios españoles. Una
de esas tiendas era La Sevillana.
Comprábamos las castañas y las poníamos a remojar en agua,
rayadas; luego las tostábamos cuidando de que no tronaran, porque
como es la cáscara dura, a veces hay castañas que truenan, ¿verdad?,
y pues con peligro hasta de quemarse uno.
Y así duramos trabajando unos quince o veinte días, hasta que
mi compañero Ponallotís Dantcs, o sea Pedro Dantes, me dijo:
—¡Hombre!, vamos a Guadalajara, es la dudad más grande después de
la capital. Y allá hay paisanos y estoy enterado que tienen muchos cines. Así que ahí podemos hacer algo.
Y pues decidimos ir y cuando ya nos estábamos preparando
para el viaje me dijo:
—Mira, podemos llevar hasta pantuflas, que fabrica aquí un paisano y
tienen mucha demanda; son pantuflas que aquí nunca se han fabricado. Tienen esas pantuflas una mota enfrente en la parte de adelante
del zapato y se ven muy llamativas y les gustan a las señoras. Mira, nos
llevamos unos cien pares y vamos de calle en calle y de casa en casa.
Y así lo hicimos. Llenamos una parte de la caja con los zapatos
esos y en la otra parte pusimos nuestros trapitos. Y ahí vamos. Tomamos el tren a Guadalajara. Tuvimos que paramos en Irapuato
porque ahí se transbordaba, y pensamos que era conveniente quedamos ahí algunos días y rentamos un cuarto en ocho pesos, que
pagábamos entre los dos. Estuvimos una semana y anduvimos de
casa en casa vendiendo pantuflas, peines (que en un cartoncito estaban pegados varios tipos de peines, unos grandes y otros chicos)
que vendíamos a cincuenta centavos el cartoncito. Pero como molestábamos muy temprano a las amas de casa, pues llegaron algunas
165
veces, ¿verdad?, que nos dieron en las narices con la puerta, porque
molestábamos muy temprano a la gente; pero en realidad las que se
portaron mal fueron muy pocas, generalmente nos compraban nuestras mercancías.
En eso que andábamos en la calle me encontré un bolerito que
me dijo:
—Aquí está un paisano de usted que tiene una tienda de ropa y tiene
hasta la bandera de su país.
Le pregunté:
—Oiga y ¿cómo se llama?
—Se llama Levy, la tienda se llama Casa Levy.
Ya nomás al oír el apellido yo me dije: «Es otro judío, otro israelita». Y fui a verlo; me recibió muy bien, muy amable. «En todo lo
que se te ofrezca —me dijo— yo te puedo ayudar aquí». Por cierto
que fui solo, pues mi compañero no estaba.
Ya le dije a Levy que tenía que retirarme puesto que mi destino
era Guadalajara, en donde tenía que trabajar.
Después nos fuimos a Guadalajara. Al llegar a esta ciudad nos
encontramos a un paisano que se llamaba Jorge Nicolópolus. Era
un hombre ya grande de edad, que tendría entonces unos cincuenta
años. Él se dedicaba al comercio: exportaba a Estados Unidos limones
de Colima. Tenía una casa grande en donde quebraban piñones, tenía
muchas empleadas que quebraban el piñón con un aparatito y lo empaquetaban y también lo envasaban, para exportarlo a Estados Unidos.
Estuvimos en esa casa algunos días y pues le ayudábamos en algo;
pero después tuvimos que rentar un cuarto en una casa.
Aparte del negocio de las pantuflas y los peines, vendíamos
hotcakes* que hacíamos. Teníamos ya una estufa con su plancha y
preparábamos los cakes y los vendíamos en la esquina de la calzada
* Panqueques.
166
Independencia y la calle de Pedro Moreno, ahí estaba una esquina
cerca donde estaba el Teatro Obrero, en el cual estaba actuando
Palillo y ahí lo conocí en aquél entonces. En la función le llamaban
Palillo Flaco, y como él se preparaba tan bien, pues resultaban funciones muy divertidas. Nosotros no entendíamos gran cosa, pero
tan solo de ver las pantomimas que hacía, pues nos divertía mucho.
A veces uno de nosotros entraba y el otro se quedaba afuera a
cuidar las cosas y después entraba el otro, con el mismo boleto.
Los cakes pues no nos dieron resultado porque no los hacíamos
bien y tuvimos que fracasar porque mi compañero era despilfarrado, gastaba los centavos como joven. Yo por mi parte siempre tenía
escondidos los centavos en una bolsita que tenía un cordón que me
cruzaba por el pescuezo y debajo del brazo, a la altura de mi sobaco,
guardaba la bolsita en donde tenía mis centavitos en dólares para
que no me hicieran bulto, pues andaba de un lado para otro y ahí
tenía mi banco que podía cuidar más fácilmente. A él se le acabaron
los centavos, era más adelantado que yo en algunas cosas (pero sin
orden); preguntaba aquí y allá y averiguó en dónde podíamos ver al
señor Demetrio Demos, que era empresario de los cines Demos y
Cía. El tenía diez cines en Guadalajara. Y según supimos él con
otro compañero llegaron de Buenos Aires, Argentina, y se establecieron en Guadalajara.
Pues al día siguiente fuimos a ver al señor Demos a sus oficinas.
Y efectivamente lo encontramos sentado en su silla tras de una mesa
que tenía allí, como escritorio. Pues llegamos y lo saludamos en
griego y pues le extrañó vernos, pero nos recibió con muy buen
humor y nos preguntó que de dónde veníamos y qué hacíamos. En
fin le narramos todo, hasta que mi compañero tomó la palabra y le
mencionó el desastre que teníamos y que nos habíamos quedado
sin centavos, que no encontrábamos qué hacer y que acudíamos a él
para ver si nos ocupaba aunque fuera de barrenderos, barriendo los
cines. Entonces don Demetrio tomó la palabra y nos dijo terminantemente:
—Trabajo para ustedes no tengo. Ustedes me encontraron a mí, aquí,
pero cuando fui a Argentina no encontré a nadie y así tuve que batallar
167
centavo por centavo: ahorrando y haciendo. No crean que yo me vine
de Grecia con la bolsa llena de dinero. Tenemos que batallar, tenemos
que trabajar y sobre todo tenemos que ahorrar para poder ser útiles
más adelante. Y ya les digo para ustedes no tengo trabajo, ni les doy
trabajo.
Inmediatamente abrió el cajón y empezó a sacar pesos grandes,
de los 0.720, y nos hizo un montoncito de cincuenta pesos para
cada uno.
—Aquí tienen este dinero. Yo no les voy a decir qué van a hacer con él,
porque debe salir de su propia cabeza en qué lo van a usar.
Y así nos dio una lección muy grande, por lo menos así lo comprendí.
Por otro lado, yo no estaba agotado, tenía valor porque tenía mis
centavitos; pero no se los había enseñado a mi compañero para que
no me pidiera prestado y se me acabaran.
Pues mi compañero tomó la iniciativa, con esos centavos, de
regresar a México y de ahí irse a Pachuca. Porque en Pachuca había
muchos griegos contratistas en las minas; uno de ellos era don Jorge Psíjas (que posteriormente fue muy mi amigo). Él creía que ahí
en las minas era fácil, y que le iban a dar un buen lugar, yo no sé de
qué, para ganar centavos; y se fue.
Me quedé yo solo en Guadalajara y ahí permanecí algún tiempo
más. Y conocí ahí también a Gregorio Pappademetrio y a Luis
Lünberópulos, que posteriormente se llamó Luis Limber, nomás
cortó el apellido. Y más adelante tuvo un gran negocio que era un
restaurante llamado La Copa de Leche. Los dueños de los cines
Demos eran sus tíos. Esto que les estoy contando sucedía en diciembre de 1927. Por cierto que en casa de Jorge Nicolópulos pasamos el año nuevo.
En esa época existía el cine Ópera, que estaba sobre la avenida
16 de Septiembre, creo que era la que conducía a la estación del
ferrocarril que allí estaba cerca. Ellos hacían nieves en el sótano del
cine y la vendían en los cines de sus tíos; de esa forma hacían un
168
buen negocio. Yo iba con ellos para ver si aprendía a hacer nieve.
Un día estando arriba en el salón del cine tocaron el Himno Nacional
griego, que ahí lo tenían ellos. Y me dijeron:
—Oyes, ven, mira para que te acuerdes de nuestro país. Tú acabas de
salir del ejército y para que oigas y veas que aquí también nosotros
escuchamos nuestro himno.
Y al oír el Himno Nacional se me soltaron las lágrimas.
Y así fuimos muy buenos amigos con todos ellos. Y había otro
paisano que hacía carnes frías; por cierto que hasta tenía un puesto
en los portales en 16 de Septiembre y Juárez. Y me dijo:
—Hombre, te vendo fiado este puesto. Yo te voy a pasar las carnes
frías y me las pagas cada sábado. Vas a ver que te va a ir muy bien;
porque por aquí no hay más que mi fabriquita. Como ves, aquí tengo el
empleado. Si quieres saber lo que vendo, puedes quedarte y así verás si
puedes hacer negocio.
Pero no quise amarrarme y me regresé a México.
En México otra vez me concentré en el lugar de siempre. Y
pensé: «Si no encuentro cuarto para que me renten pos me quedaré
con un paisano».
Pero sí encontré lugar dónde quedarme y me estuve un tiempo.
Y en eso que me encuentro allí a Pedro Dantes, quien me sugirió
que fuéramos a Orizaba. Para esto habíamos aprendido el negocio
de reventar maíz para hacer palomitas. Entonces nos preparamos y
nos abastecimos de bastantes chucherías: anillitos, soldaditos de
plomo, aretitos y cosas de esas y nos fuimos a Orizaba.
Nos dijeron que en Orizaba había una fábrica de hilados y tejidos de Río Blanco y que ahí estaba la cervecería y que ahí había
también un paisano.
Al llegar a Orizaba encontramos al señor don Demetrio Franco,
un hombre muy preparado, un químico que preparaba jarabes para
todos los refresqueros y los mandaba en garrafas a distintas partes.
Allí nos dedicamos también a vender dulces y llenábamos bolsi169
tas con palomitas y les poníamos sus premios adentro, y los muchachos de las escuelas, por los premios, compraban las bolsitas y había ocasiones en que no se comían las palomitas y las regalaban a
otro chamaco y compraban una tras otra. Así que fue una temporada muy buena para nosotros.
Y conocimos también a don Demetrio, que se portó muy bien
con nosotros. E íbamos hasta la fábrica de Río Blanco y nos regresábamos en tranvía, pues radicábamos en Orizaba.
Y así transcurrieron algunos días. No nos fue mal en Orizaba,
ganamos algunos centavitos, pero Pedro ya se quiso regresar a México. Yo me quedé en Orizaba.
Un día me encontré con don Demetrio (como él me veía más
juicioso) y me dijo:
-—¡Hombre!, ya que se fue Pedro a México te comunico que va a
venir un amigo de Tapachula, Chiapas, que es cliente mío y tiene un
hermano que anda enfermo y se va a regresar a nuestra patria. Ellos
tienen dos puestos de refrescos en Tapachula y en Jalisco de Arriaga
(que es otra población) y hacen muy buen negocio ellos. Entonces
estoy seguro que va a necesitar un compañero para que atienda una de
las refresquerías. Y me gustaría que tú fueras a ayudarle a él.
Y me quedé unos dos o tres días hasta que vino el paisano a
Orizaba, que por cierto ya se dirigía a Grecia, todo enfermo. Ya él
me explicó las cosas y me dijo:
—Allá hace mucho calor, pero también es un buen negocio con los
refrescos, porque se vende mucho el refresco. Y de aquí llevamos nosotros los jarabes de don Demetrio, él nos lo manda en ferrocarril allá.
Y te conviene que vayas allá. Mira te vas a Tapachula. Ahorita mi hermano, pos, ya tiene a una persona atendiendo el puesto de Jalisco de
Arriaga; entonces tú te puedes quedar en mejor lugar en Tapachula,
porque es una ciudad más grande y ahí hay muchos extranjeros; hay
alemanes, franceses, italianos y muchos chinos. Vas a estar a gusto, te
vamos a dar un sueldo y también una participación de las ventas, para
que tengas empeño en atender el negocio.
170
Y me fui a Tapachula. Al llegar a este lugar me bajé del tren y
tomé un tranvía que conducía al centro; era el único tranvía que
conducía al centro y estaba abierto. En la calle por donde transitaba
el tranvía había dos rieles de cemento y el resto era por donde pisaban las llantas del camión y el resto del piso era empedrado, y así se
deslizaba ese tranvía sobre el riel que llegaba hasta el centro.
Al llegar con el paisano me llevó a un lugar en donde debía
dormir, pues estaba cerca del puesto que se encontraba instalado
en la plaza.
Pues me quedé en ese hotel, que sólo tenía corredores, hamacas
y catres. A mí me acomodaron en una hamaca, porque era más
fresca.
Y allí (verán) que me encontraba envuelto como en la niñez,
cuando en mi pueblo usaban también las cunas en esa misma forma, en hamacas, que por cierto ponían un palito en la cabecera y
otro en la parte de los pies para que no se juntara la hamaquita
aquélla. Pero ahí en ese lugar no la usaban así. Y entonces yo apliqué ese invento de los palitos que separaban la hamaca; le hice una
ranura a un palo, para uno y otro lado y lo amarré de un lado (en la
cabecera) y del otro lado. De esta forma ya no me tenía aprisionado
la hamaca, y allí dormía.
En el día iba al puesto que abríamos a las ocho de la mañana y
hacía un calor infernal; pero el agua se vendía mucho. El tiempo
que permanecí allí fue a principios de agosto hasta fines de septiembre de 1928.
171
INMIGRADOS GRIEGOS DEL AÑO 1910 A 1930
NOMBRE
ESTADO
CIVIL
Kamelópoulos Aristídis
Petrolias Konstantinos
Gatziónis Basilios
Gatziónis Ioánnis
Gatziónis Aléxandros
Zulas Jrístos
Pappás Konstantínos
Zafíros Konstantínos
Sirmalís Aléxandros
Ifantóroulos Dimítrios
Ifantóroulos Konstantinos
Dimiroútis Anguelos
Dimiroútis Ioánnis
Dimiroútis Dimítrios
Fafútis Anguelos
Krínis Pétros
Kariótis Ioánnis
Louloúdis Ioánnis
Sklíris Ioánnis
Jatzalís Athanásios
Stámos Ioánnis
Stamátis Jarálampos
Bilbárdis Nikólaos
Karamános Gueórguios
Papachóris. Gueórguios
Korasídis Panaguiótis
Fríkas Gueórguios
Antonópoulos Gueórguios
Mazoménos Jrístos
Bríñas Gueórguios
Jronópoulos Panaguiótis
Casado
Casado
Casado
Casado
Soltero
Casado
Casado
Soltero
Casado
Casado
Casado
Casado
Casado
Casado
Casado
Casado
Soltero
Soltero
Soltero
Casado
Casado
Casado
Casado
Casado
Casado
Casado
Casado
Casado
Casado
Casado
Soltero
172
HIJOS HIJAS
3
1
3
0
0
2
2
0
0
2
0
2
2
1
2
0
0
0
0
0
0
4
3
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2
1
0
3
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0
0
4
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3
0
0
2
2
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2
0
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0
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1
1
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0
0
0
0
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5
0
5
2
3
2
0
2
0
0
ACTIVIDAD
ECONÓMICA
Agricultor
Agricultor
Agricultor
Com. y agricultor
Agricultor
Nevería y agricultor
Nevería
Com. y agricultor
Com. y agricultor
Restaurant
Restaurant
Minero y agricultor
Minero y agricultor
Agricultor
Minero y agricultor
Minero y agricultor
Agricultor
Agricultor
Agricultor
Agricultor
Agricultor
Agricultor
Agricultor
Agricultor
Lic. y Agricultor
Agricultor
Agricultor
Agricultor
Agricultor
Agricultor
Lic. y agricultor
NOMBRE
ESTADO
CIVIL
Blastós Ioánnis
Kaloguerátos Grigórios
Athanasákis Gueórguios
Kúsulas Konstantinos
Karipópoulos Simón
Afentoúlis Benitos
Markákis Théodoros
Nikolópoulos Gueórguios
Anguelópoulos Panaguíotis
De Ballester Pablo
Soltero
Soltero
Soltero
Casado
Soltero
Casado
Casado
Soltero
Casado
0
0
0
1
0
1
3
0
0
0
0
0
1
0
2
1
0
0
Játzos Panaguíotis
Pappadimitríou Grigórios
Limperópoulos Lámpros
Dímos Dimítrios
Dímos Konstantinos
Kaliánis Gueórguios
Panaguís Jrístos
Panas Ioánnis
Dántis Panaguiotis
Mórris Jarílzos
Glaros Gueórguios
Strimbopoulos Jrístos
Lámprou Konstantínos
Lámprou Sotírios
Ralis Lámpros
Pappatheodórou Théodoros
Casado
Casado
Casado
Casado
Soltero
Soltero
Soltero
Casado
Casado
Casado
Soltero
Soltero
Soltero
Casado
Casado
Casado
0
1
2
1
0
0
0
1
4
2
0
0
0
2
2
5
0
1
2
1
0
0
0
2
4
1
0
0
0
1
2
3
Ya murieron.
173
HIJOS HIJAS
ACTIVIDAD
ECONÓMICA
Agricultor
Agricultor
Agricultor
Agricultor
Comerciante
Comerciante
Comerciante
Comerciante
Comerciante
Primer obispo griego
de México y Centroamérica. Asesinado
por un general mexicano. Catedrático de la
UNAM
Comerciante
Comerciante
Comerciante
Comerciante
Comerciante
Comerciante
Euvangelistis
Comerciante
Barquero
Comerciante
Comerciante
Agricultor
Agricultor
Comerciante
Comerciante
Agricultor
Un día estando yo en el puesto empezó una corredera de gente
por todos lados y las campanas repicando. ¿Qué había pasado? Que
habían matado al general Obregón en México. Y encuartelaron a
los soldados; creo que fue un 15 de agosto, no me acuerdo muy
bien, pero creo que sí, y así supe yo que habían matado al general
Obregón.28 En general no me acuerdo que haya existido algún movimiento allá; nada más me acuerdo que todo transcurrió en
paz; porque nada más encuartelaron a los soldados por si hubiera
alguna cosa, pero todo pasó en tranquilidad. Yo además no estaba
penetrado en aquel entonces en cosas de política de México, ignoraba yo todas esas cosas; supe nomás que era presidente electo de
México y que lo habían matado en la plaza de La Bombilla, en San
Ángel, y eso nada más supe yo en aquel entonces.
Un día estando ahí en la plaza sucedió otro acontecimiento. La
gente decía «que ahí vienen los chochos, los chochos». Eran langostas que en aquellas latitudes se levantaban como nubes y que hasta
sombrean por donde pasan, y había, desde luego en Tierra Caliente,
muchas palmas en la plaza de Tapachula y en ese momento que se
posaron, que sería, unos quince o veinte minutos, desaparecieron
las hojas y quedaron los puros garrotes de las hojas. Y así continuaban en todos los demás arbolitos y por donde pasaban en todo lo
que había hojas lo comían y dejaban los palos como si fueran secos.
Pues así me la pasé como mes y medio, pero durante ese transcurso del tiempo no me sentía yo bien, y tuve que ver algún médico para
ver qué mal tenía yo. En eso había conocido yo a un estudiante de
medicina en México y acudí a él, pues ya lo conocía. Y le pregunté:
—Hombre, me siento mal, me siento mal, no sé que tengo.
Ya me examinó y me dice:
—Tú no tienes nada, lo que te hace mal es el calor, si no aguantas, si te
sientes mal, pues no hay más que te vayas a la capital o a la ciudad de
28
El general Álvaro Obregón fue asesinado el 17 de julio de 1928 en el restaurante
La Bombilla, Villa de San Ángel, después que había sido electo como Presidente
de la República.
174
Toluca, que es más alto todavía que México y allí no necesitas médico
ni medicinas.
Y así me tuve que preparar para abandonar Tapachula. Ahí conocí yo varias personas, españoles como ya dije, alemanes, franceses, hasta un polaco. El polaco era un anciano que posiblemente
tendría unos sesenta años y hacía jabón en su casa y lo vendía en la
plaza, allí hacía jabón y ahí lo cortaba en partes. Y yo me interesé y
le dije que si no me enseñaba a hacer jabón y cuánto quería que le
diera por la enseñanza; y me dijo que no me cobraba nada ya que no
iba a hacer yo competencia allí en la plaza, pues yo pensaba salirme
de ahí por el exceso de calor que no lo aguantaba. Y así me enseñó
cómo se hacía el jabón, pero no llegó el tiempo que yo fuera fabricante de jabón. Luego fui a ver a un español que hacía unos pastelitos
que él vendía bastante, de esos que se llaman pie con dulce, en unos
platos que los horneaba y que, pos, vendía mucho. Y entonces le dije:
—¡Hombre!, ¿no me puedes enseñar cómo se hace? ¿Cuánto quieres
para que me enseñes cómo se hacen esos dulces?
—Mira, te voy a cobrar veinticinco pesos, por la enseñanza.
Y pos según me enseñó cómo se hacían esos pastelitos y pensé
que al regresar a Toluca, que ya conocía la plaza, que los podía cortar en triangulitos y podía vender ya dulces fabricados por mí mismo, y posiblemente haría negocio. Y anoté la receta.
Y luego otra vez regresé a Toluca porque ahí tenía una persona
conocida, pues me sentía malo y a ver qué hacía. Además ya tenía
unos centavitos que había ganado allí, los cuales fui al banco y todos los cambié por monedas de cincuenta pesos de oro, y para transportarlos no confiaba más que en mí y tuve que hacer unas víboras
(que así les llaman aquí) de cuero pero yo no las hice de cuero, las
hice de manta de primera. Hice unas tripas y metía una moneda y
las separaba y las cosía, metía otra moneda y otra vez las cosía y así
me traje como más de dos mil pesos en aquel entonces a Toluca. Ya
tenía algún capitalito para poder enfrentarme a hacer algún negocito
de mayor escala pensaba (para esto) en el jabón y en los pasteles.
175
Pero al regresar a Toluca otra vez me entrevisté con Alheño
Capone y llegué otra vez a la misma casa y quise hacer otra vez los
pasteles, pero no los pude hacer como los había visto allá en
Tapachula con el español. Y como no gustaron pos ya fue un fracaso para mí y dejé de fabricarlos.
Y otra vez a regresar a México. Al regresar a México me encontré con Simón Karipópulos. Inicialmente fue socio con Benito
Afendúlis con la tienda de dulces, pero él se había separado de Benito y se había asociado con un judío para hacer otro negocio, pero
desgraciadamente para él y para los dos, el judío a los quince días
muere del corazón y se queda otra vez Simón sin sociedad, sin negocio y entonces me dice:
—Oyes, Theodoro, ¿no quieres que vayamos a Morelia?
—¡Sí hombre!, y ¿qué vamos a hacer?
Él estaba en contacto con las fábricas de dulces y estaba en contacto con las fábricas de galletas.
—Mira, yo tengo conocimiento para eso ya sé donde se compran los
dulces y las galletas. Vamos a ver si Lara Hermanos nos da la representación de las galletas a que las distribuyamos en Morelia.
Y así tuvimos que ir ya preparados, y consiguió la representación. Lo mismo sucedió con algunas fábricas de dulces, fuimos y
llevamos una fabriquita de paletas, que esa fábrica de paletas se movía
con la mano, no era de motor; poníamos a un muchacho y les daba
vuelta, y con ese movimiento se congelaban las paletas. Llevamos
también la fabriquita esa a Morelia y logramos un lugar cerca de
donde se encuentra la plaza de toros de Morelia y allí la instalamos.
Llegamos con mercancía también de galletas a Morelia y él se encargaba de distribuir las galletas y yo me encargaba de la paletería.
Para esto mandábamos de diez a doce muchachos para que vendieran en el centro de la ciudad, en el correo y en las escuelas, en fin, en
varias partes, porque en aquél entonces no había paleterías. Ese
negocio lo hicimos algún tiempo.
176
Y por fin Simón Karipópulos se tuvo que ir otra vez a México, y
así me tuve que quedar yo en Morelia.
Continué con el negocio de una cosa y la otra cosa, pero había
otro paisano allí que era Theodoro Markákis, un cretense que ya
tenía una dulcería y que a la vez mandaba muchachos a vender en
canastas, porque él también así había principiado con canastas vendiendo dulces en Morelia. Y ya posteriormente abrió una dulcería
en los portales, cerca del hotel Casino. Por cierto, todavía existe esta
dulcería, pero Theodoro ya no existe, la manejan sus hijos.
Así continué algún tiempo hasta que un día me dice Theodoro
Markákis:
—Hombre, tocayo, aquí en Morelia no es para dos, nos hacemos competencia. Tú bien sabes que yo vine primero aquí y batallé, sufrí mucho, ya he conocido la gente, la gente me conoce, ya tengo ahora un
negocio de planta y pago renta y contribuciones y eso. ¿Por qué no te
vas tú a otra plaza, y me dejas aquí solo? Porque ni para ti ni para mí las
ganancias las distribuimos entre los dos.
Y lo pensé y dije: «Pos, hombre, tiene razón, para qué nos molestamos aquí». Y de buena manera, ya me decidí a salir. Vendí toda
la mercancía que tenía allí, y me preparé para ir a Uruapan.
La cría del gusano de seda en Uruapan
En Morelia con las únicas personas que tenía yo con quien platicar
y en lengua española (que por cierto no estaba muy adelantado) era
con los estudiantes de San Nicolás de Hidalgo, que me compraban
mi mercancía y recuerdo que a algunos de ellos llegué a fiarles. Uno
de esos estudiantes (sin imaginarme que posteriormente íbamos a
ser grandes amigos) fue el licenciado Victoriano Anguiano, que era
muy simpático; a él lo veía en la Universidad y ahí me compraba
chicles, camote, dulces y con quien después nos vimos en Uruapan.
En esas fechas creo que don Dámaso Cárdenas estaba de interino como gobernador del Estado de Michoacán y el general Lázaro
177
Cárdenas se había hecho cargo de la División del Norte.29
Bueno pues, al salir yo de Morelia, no recuerdo la fecha, pero de
lo que sí me acuerdo es que al estar yo en Uruapan, me di cuenta
que había un tren especial en la estación de Uruapan, ya que había
llegado el general Cárdenas. Para entonces yo no sabía quién era el
general Cárdenas, ni quién era don Dámaso Cárdenas como gobernador del estado, no sabía yo de esos asuntos.
Y también recuerdo que pocos días después vi al general Cárdenas con su Estado Mayor hospedados en el Hotel Progreso; porque
yo llegué al Hotel América, que estaba distante a unos treinta o
cuarenta metros del Hotel Progreso y en la misma calle 5 de Febrero. A propósito, lo que me llamó mucho la atención fue un militar
(que no es para molestar) que tenía los pies chuecos y era capitán,
que por cierto fue muy amigo, posteriormente; él era Guillermo del
Río, originario de Jiquilpan y primo hermano o primo segundo del
general Cárdenas.
El general Cárdenas había llegado del norte con su Estado Mayor, no me acuerdo si traía a todo el ejército o parte; pero sí me
consta bien que estaba indultando a toda la indiada que se había
lanzado a la cristeriada y me acuerdo que traía un cerco de fusiles
que los depositaban ahí y los dejaban libres.
Yo continué instalado en el Hotel América, donde vivía y tenía
mi mercancía, que seguía vendiendo con la ayuda de varios muchachos en la plaza de Uruapan o en las escuelas, los cines, en la estación, pues en todas partes donde hubiera posibilidades de vender.
Para entonces yo comía en una fonda, se puede decir que diario;
y un día por la mañana estaba yo almorzando cuando vi a dos agrónomos y entomólogos que habían llegado de la ciudad de México y
que ya los conocía. Y cuando me vieron me preguntaron:
—¿Qué estás haciendo tú aquí?
29
En esa época el general Cárdenas ocupaba el cargo de gobernador constitucional
del Estado de Michoacán (1928-1932). El 21 de enero de 1929 se separó de su
cargo para combatir nuevos brotes de grupos cristeros que operaban en la región.
En marzo y abril de ese mismo año se enfrentó a los rebeldes escobaristas. (Op. cit,
T. 2, pp. 722-726).
178
El joven teodoro en 1929.
179
—Pos, ¡hombre!, como siempre, yo de comerciante ambulante vendiendo dulces aquí en la plaza. Y ustedes, ¿qué hacen por estos rumbos?
—Nos enviaron de la Secretaría de Agricultura para visitar las huertas
de cítricos y aguacates que parece ser tienen la plaga de la mosca del
mediterráneo y otras enfermedades.
—Oigan, ¿y no quieren que yo los acompañe para conocer las huertas
que hay en esta ciudad? Yo estoy desocupado, nada más a medio día
espero a los muchachos de las ventas.
Y así fuimos los tres. Había infinidad de huertas, por algo le
decían a Uruapan la ciudad de las huertas. Andábamos de una huerta a otra huerta, ellos trabajando y yo nada más viendo para uno y
otro lado los árboles, la fruta, en fin. Y en una de las huertas encontramos moreras plantadas y pensé «¿Estas moreras serían plantadas
intencionalmente?»
Y les dije:
—Oigan, yo en Grecia me dedicaba al negocio de la morera y la cría
del gusano de seda. ¿Cómo no preguntan de quién es la huerta y quién
puso las moreras aquí y con qué objeto?
Pos luego se presentó ahí el encargado de la huerta y le preguntaron:
—Oiga, ¿con qué propósito se plantaron esos árboles de morera?
—Pos el doctor Rafael Alvarado, que es muy amigo del dueño de la
huerta, le pidió permiso para plantar esas moreras para hacer cría de
gusano de seda. Como experimento para ver si daba o no resultado.
—Oiga, y ¿en dónde podemos ver al doctor Alvarado?
Y nos dijo:
—En 5 de Febrero, número 5.
Esa dirección estaba cerca de donde yo estaba hospedado.
180
Ya después fuimos al consultorio del doctor Alvarado. Y los
jóvenes ingenieros le dijeron el motivo por el cual lo molestábamos.
—Mire doctor, aquí está este joven griego que nos acompañó a visitar
las huertas, y en la huerta de don José nos encontramos unas moreras
y quiere saber por qué usted las plantó. Y se interesa, porque él en su
tierra se dedicaba a la cría del gusano de seda.
El doctor se interesó tanto que dejó de atender a los enfermos
para oír mi narración sobre las moreras y el gusano de seda.
Pues así fue como conocí al doctor Alvarado y pues nos seguimos tratando. Por cierto que el doctor Alvarado me preguntó:
—¿Y cómo te llamas? ¿De veras te llamas Theodoro Pappas?
Y me dio risa porque en realidad yo había sintetizado mi apellido tiempo atrás y le había puesto una marca a unos dulces que
fabriqué y que se llamaban “Atenas” y el firmante era Theodoro
Pappas. Y eso lo hice porque mi tío me había mencionado que al
llegar a Estados Unidos él había cortado su apellido y pues me dije
«Yo también lo corto». Entonces le dije al doctor.
—No, mi apellido es Pappatheodorou.
Y dijo:
—¡Hombre!, tan bonito apellido y lo reduces a Papas. ¿Pues qué no
sabes lo que quiere decir aquí?
—Pues ya lo sé, por eso le puse una doble p, en vez de Papas es Pappas.
El doctor Alvarado se interesaba mucho sobre la cría del gusano
de seda y me comentó que él tenía tratados (francés, italiano y japonés) sobre la cría del gusano y sobre la plantación de moreras, y que
le habían mandado huevecillos de México y que con ellos había
hecho un experimento, pero que sólo llegaban hasta cierto periodo
los gusanos y que nunca había llegado a ver los capullos, que a pesar
181
que se dirigía con los tratados, no había tenido éxito.
Y me preguntó:
—Oiga, ¿y qué opina de las moreras? ¿Tienen las hojas adecuadas para
la cría del gusano de seda?
Le contesté:
—Pues las moreras están buenas, y más si son de variedad japonesa,
pues estas moreras se multiplican por medio de codos, que prenden
con mucha facilidad como si fueran sauces o álamos. Y pues al siguiente
año se puede tener suficiente alimento para criar gusano de seda.
Y me dice:
—¿Qué podemos hacer?
—Pues yo no sé con quién dirigirme ni con quién conversar al respecto, al único que encontré es a usted que se interesa por la cría y me
platica cosas tristes, cuando pienso que no hay razón para que los gusanos no se den aquí. Sin embargo, considero que hay que estudiar
temperatura, humedad, cuánto llueve, cada cuándo llueve y ver sobre
todo si en la época que usted crió el gusano había muchas lluvias,
mucha humedad, o si las hojas se las suministraba húmedas. En fin hay
que ver varias cosas que pueden intervenir en un fracaso de la cría del
gusano, puesto que es un animal muy delicado; más delicado que un
niño.
Y así seguimos platicando. Ya después nos pusimos de acuerdo
y me comentó que él tenía contactos en México en la Secretaria de
Agricultura con un señor entusiasta que se llamaba don Homobono
González, que radicaba en esa ciudad. Y me dijo también que ese
señor había experimentado con la cría del gusano de seda y que
estaba encargado en San Jacinto. Supe también que él encargaba el
huevecillo a Francia y a Italia, y que había hecho crías sin buenos
resultados.
Y pues yo tan sólo le comenté que para esto se necesita estudiar
182
muchas cosas, sobre todo climatológicas. Entonces el doctor Alvarado me dijo:
—¿Cuándo cree que sea conveniente que se haga la cría del gusano de
seda?
Y entonces le pregunté:
—Doctor, ¿en qué meses del año es el invierno y en cuáles meses
llueve?
Y me dice:
—Cuando llueve aquí es en el mes de mayo en adelante, y con mucha
frecuencia, y se puede decir que está saturado de humedad.
—¿Y antes de mayo qué temperaturas han tenido o tienen aquí?
—Pues tenemos de dieciocho veinticinco, veintiséis o veintisiete grados en el día, y en la noche baja la temperatura de diez a doce grados.
Por supuesto, yo atento a la plática iba tomando los datos que
me proporcionaba el doctor:
—Bueno y aparte de eso, ¿en qué mes retoñaron las moreras? Y dígame si usted se fijó con precisión cuando hizo la cría del gusano.
—Sí, en marzo ya empiezan a retoñar algunas moreras; porque hay
también moreras silvestres de aquí de la región y que sería conveniente
ir a verlas porque ahorita ya no tienen hoja, es una morera de color
negruzco, o sea verde subido, con hoja chica y áspera y de árbol robusto.
—Pues mire doctor, precisamente la clase de seda que se obtenga depende de la morera con que se alimenta al gusano. Pero esa morera sí
puede servir para que el gusano la coma de la tercera edad en adelante.
Ya después le comenté al doctor que tenía que regresarme a
México y me dijo:
183
—Váyase a México, yo le voy a dar el domicilio donde puede ver al
señor González, que es un viejito muy simpático, muy platicador, él le
puede explicar mejor de los trabajos que ha desarrollado y así le puede
orientar para que usted pueda tener una base más firme, para ver qué
se puede hacer para el futuro.
Regresé a México y desde luego antes de tiempo porque me
interesaba tener esas pláticas con el señor Homobono. Él me recibió muy contento y estuvo muy atento conmigo. Empezamos a
platicar y él comenzó a recordar algunos intentos que se hicieron
anteriormente sobre el cultivo del gusano de seda, y me comentó
sobre un francés que se llamaba Hipólito Chambón, que había plantado bastante moreras en Irapuato, Silao y León, Guanajuato.30 Y
30
A principios del siglo XIX, en México, el beneficio de la seda —como entonces de
le llamaba— fue considerado como una importante actividad productiva, comparada con el beneficio de metales preciosos.
Personajes como Miguel Hidalgo y Costilla y el obispo Abad y Queipo, entre
otros, prestaron atención a esa actividad económica que representaba un futuro
promisorio para los habitantes de esta tierra.
Miguel Hidalgo emprendió el primer intento de plantío de moreras en el pueblo
de Dolores. Otro de los intentos fue el realizado por el señor Ignacio Navarro y
Cansino, en Irapuato, en donde ocupó más de ocho mil pies para el cultivo de la
morera. Después al canónigo Abad y Queipo le fue concedida una franja de terreno para el cultivo de la morera en las orillas de Valladolid, que comprendía desde la
loma de Santa María hasta las tierras del Molino de Parras, ocupando un total de
«900 vs de largo por 500 vs de ancho».
Otro de los intentos fue la orden que extendió el intendente interino de Valladolid, Terán, a varios jueces de esa provincia para que se extrajeran todas las moreras
que se encontraran y que se pagara cada una de ellas de acuerdo a la calidad de la
misma. Para entonces se tenían noticias de que las moreras se encontraban dispersas tanto en «Tiripetío, Tacámbaro, Pátzcuaro, Angamacutiro, Puruándiro, Vaniueo,
Tiríndaro, Chucándiro, Cuitzeo, Copándaro, Yndaparapeo, Charo y Zinapécuaro».
Esas moreras tenían que ser llevadas al llano de Santa Catarina, propiedad del
señor obispo electo, Abad y Queipo, quien para entonces ya tenía «algunos miles»
de moreras plantadas.
Y por último, tenemos el esfuerzo realizado por la Compañía Michoacana, representada por un grupo de asociados que se hacían llamar «Junta Administrativa
para la Explotación del Ramo de la Seda en Morelia», quienes en 1841 giraron un
oficio al obispo de Michoacán, don Juan Cayetano Portugal, para que protegiera la
empresa del ramo de la seda.
184
entonces recordé que yo había visto moreras en Irapuato, pero no
se me había ocurrido preguntar, pero como no sabía hablar el idioma español entonces de todas maneras hubiera sido inútil.
Así que don Homobono ya me narró minuciosamente el fracaso del gusano de seda:
—Mire, las moreras se desarrollaron muy bien, pero al llegar a la
cría del gusano de seda ya no encontramos gente adecuada como
en Europa, porque allá la gente humilde tiene sus casas más amplias, más limpias y ordenadas. En los pueblos, naturalmente, es
donde se desarrolla el gusano de seda, y desde luego son gentes que
comprenden lo que es temperatura, hidrómetro y la higiene principalmente. Y, pues, aquí en México la gente humilde está más atrasada y además no tienen las casas adecuadas que se necesitan para el
cultivo del gusano. —Y continuó diciendo—. Por tal motivo no se
puede desarrollar esta actividad. Tropezamos con muchas dificultades. Los gusanos se dieron mientras se pagaba a la gente, mientras
rentábamos salones higiénicos, que destinábamos a la cría del gusano. Pero nuestra intención era introducir a la gente humilde en esta
nueva actividad, pero no se pudo. Nuestro plan era trabajarlo como
se hacía en Europa, que cada quien se interesara por producir determinada cantidad de kilos de capullo y venderlos después a los
industriales. Así que no se pudo desarrollar, además resultaba incosteable ocupar maestros pagados, que hicieran la cría del gusano.
Y así fracasó y nos dedicamos después a importar seda cruda de
Europa, de Francia, y hacíamos aquí telas y corbatas.
Y según pude advertir que don Homobono estaba relacionado
con los comercios franceses, porque de ellos eran los principales,
como Las Fábricas de Francia, El Palacio de Hierro y otros comerEste fue el único intento qué llegó a la producción de seda en 1844.
Los directores de la «Compañía Michoacana» se dirigieron a los gobernadores de
Mitra, en forma optimista, puesto que junto con su misiva enviaron cinco muestras de productos hechos con seda. Importantes revelaciones históricas. CERMLC/AH,
F: A.A.O. Caja 6, carp. 16, doc. 11.
Muy a pesar de estos resultados la industria de la seda no llegó a prosperar, ni en
el siglo XIX, ni en el siglo XX; esto quizá obedeció a que dicho cultivo era ajeno a
la tradición cultural de nuestro pueblo.
185
cios. Entonces quisieron adaptar la producción de la seda en México, para no importar la seda de Europa. Como bien sabemos los
franceses eran los primeros comerciantes en ropa, las principales
tiendas en México eran de ellos. Por lo que algunas fábricas que
comenzaban le encargaron a don Hipólito Chambón para que él se
dedicara al campo del cultivo de la morera y por consiguiente del
gusano de seda.
Interesado don Homobono por mis preguntas y por ser extranjero me preguntó:
—¿Usted se ha dedicado a la cría del gusano de seda?
A lo que contesté:
—Sí, toda mi vida, desde que yo tengo conocimiento no he hecho otra
cosa, más que la cría del gusano de seda y la plantación de árboles. En
la casa de mi abuelo se hacía también; mi tío Jrístos fue titulado en la
Escuela del Imperio Otomano en Brusa, de Asia Menor; que por cierto allí se dedicaban varias muchachas a la cría del gusano para la producción del huevecillo y separaban las mariposas cuando nacían y luego acoplaban el macho con la hembra en determinadas horas y después las separaban; entonces luego a las hembras las encerraban en
una bolsita de gasa en donde tenían que depositar sus huevecillos. Así
que como ve, don Homobono, en toda mi vida no he visto más que
mariposas, gusanos, capullos y árboles.
Y, pues, don Homobono escuchó con interés mi plática. Por
cierto que recuerdo que nuestra entrevista fue en el mes de noviembre de 1928. Y desde luego el propósito fundamental de mi visita
era el de poder adquirir a través de él el huevecillo. Entonces quedamos que en el mes de febrero él me comunicaría si ya tenía el
huevecillo, para regresar a Uruapan.
Don Homobono vivía por San Jacinto, cerca de Tacuba. Y fui a
entrevistarlo en la fecha que me indicó y me dijo:
—¡Hombre, Theodoro, tengo el huevecillo! ¿Para cuándo lo quieres?
186
Pues yo le contesté:
—Don Homobono, yo creo conveniente irme varios días antes de que
iniciemos la incubación del huevecillo. Porque como es la primera vez
que vamos a hacer la cría del gusano de seda, no sé bien todavía cómo
está la temperatura y en qué días de marzo empiezan a retoñar las
moreras. Por tal motivo necesito precipitar un poco mi regreso a
Uruapan.
—¿Entonces no vas a querer más huevecillo?
—No, con una onza es suficiente, porque no sé qué cantidad de hojas
de moreras podemos reunir en la población de Uruapan. Como ya le
digo, para empezar con eso es suficiente.
Y así quedamos. Me entregó el huevecillo y me preparé para
regresar a Uruapan. Naturalmente el viaje se hacía por tren vía
Celaya-Morelia-Uruapan. Al llegar a Uruapan colocamos el
huevecillo en un refrigerador, para conservarlo; mientras nos preparábamos para la incubación del mismo. Para desarrollar esa actividad primero tuvimos que conseguir una casa.
El doctor Alvarado era muy conocido en el círculo de la mejor
sociedad de Uruapan, aun cuando él era originario de Taretan, Michoacán, que estaba a unos cuarenta kilómetros distante de
Ziracuaretiro, que quiere decir “Entre tierra caliente y tierra fría”. Y
como decía, era muy conocido y muy querido, aparte de ser el mejor médico de la población; él tenía amistad con toda la gente. Entonces el doctor Alvarado me dijo:
—Parece que ya tenemos una casa que nos van a facilitar los señores
Jesús y don Leopoldo Magaña.
Estos eran ricos, aparte de que poco antes ya se había sacado
don Jesús la lotería por doscientos mil pesos.
Pues sí, nos facilitaron una parte de la casa, que por cierto era
bastante grande, porque ocupaban la parte posterior de la misma,
por que los señores Magaña eran comerciantes exportadores de la
raicilla que se conoce por todo México, con la que se hacen esco187
bas, escobetas y cepillos, e inclusive ese material lo llegaron a exportar a Alemania; así que en la parte posterior tenían un horno
para darle un color amarillento a la raicilla por medio del azufre.
Pero en realidad la parte de la casa que nos proporcionaron estaba
independiente.
Ya cuando me di cuenta que teníamos hojas tiernas de morera,
entonces empecé a incubar los huevecillos en un cuarto bien abrigado que calentábamos por medio de carbón, que encendíamos en
el pasillo, una vez ya prendidos los pasábamos adentro y así conservábamos una temperatura de veintidós a veinticinco grados, tanto
de día como de noche. Y así antes de la semana ya empezaban a
nacer los gusanitos y en ese momento extendíamos todos los
huevecillos a que se separaran y formaran una capa delgada, para
que no estuvieran encerrados y recibieran de esta forma la temperatura uniformemente y así para que todos los gusanitos nacieran en
el mismo tiempo (más o menos); después se ponía sobre los
huevecillos una gasa o tul (de ese que se ponen las novias cuando se
casan) en forma hexagonal. Esa tela no debía tener pelitos para que
el gusano pudiera traspasar los agujeritos y se subiera a las hojas
que se ponían previamente. Pero esa gasa o tul servía también para
que no arrastraran los gusanitos a los huevecillos atrasados, que
aún no habían nacido; porque si los arrastraban nacía unos dos o
tres días después, y ya perdía la edad con que iban los primeros
gusanitos.
Ya una vez que los gusanitos nacieron durante el día y que se
subieron en las hojas, desde ese momento ya empezaron a comer
las hojitas más tiernas de la morera. Y según se iban llenando las
hojas de muchos gusanitos, sin que estuvieran apilados, los cambiaba poco a poco en una cama que arreglaba previamente con papel,
que no debía ser periódico, porque expedía un olor la tinta del periódico y era perjudicial sobre todo al principio de la edad; entonces
debía ser papel de envoltura o cualquier otro papel que estuviera
limpio. Ya después ponía los gusanitos que se juntaban durante el
día y así ellos conformaban una edad, es decir que ellos ya debían
seguir su curso hasta el final. Y al día siguiente que nacieran otros
gusanitos, durante la noche, se sigue el mismo proceso que con los
188
anteriores, pero los ponía en otra cama, porque formaban otra edad.
Y así se seguía con los demás gusanitos que nacían otros días. Este
proceso duraba más o menos entre cuatro o cinco días, pero ya los
últimos gusanitos ya los consideraba raquíticos y se suspendía el
nacimiento de los gusanitos.
Con los que nacieron primero, al día siguiente les picábamos las
hojas hasta que quedaran pequeños cuadritos que pudiéramos distribuir sobre los gusanitos, lo más uniforme que se pudiera, porque
si quedaban partes abultadas, entonces la hoja no se secaba y transcurriendo los días se podía enlamar, ya que los gusanitos comían
muy poco en estos días y les resultaba perjudicial para la vida; por
esa razón debíamos tener cuidado.
Los alimentos debían ser cada tres horas, para que fuera una
buena alimentación y también para que durara menos la cría del
gusano de seda. Naturalmente que hay que tener mucho cuidado
con la temperatura para evitar que el primer alimento enlame la
cama; que llamamos así al sobrante de los alimentos del gusano.
¡Ah!, el gusano nace con unos pelitos de una longitud de unos
tres o cuatro milímetros, es prietito pero al alimentarse en los primeros seis días, comienza a cambiar de color, empezando desde la
cabeza hacia la parte de atrás del cuerpo. Al llegar a los seis días de
vida la piel del gusanito comienza a brillar y esto significa que se
restiró, que se desarrolló, y entonces viene el cambio de piel para
que siga creciendo. A esta parte le llamamos sueño, porque el gusanito
no se mueve durante veinticuatro horas que es durante el tiempo
que se inicia la preparación de la nueva piel, en donde se va formando un líquido entre las dos pieles la vieja y la nueva que se va haciendo, entonces cuando ya se formó el gusano comienza a deshacerse
de la piel vieja haciendo unos movimientos hacia delante de tal forma que la piel vieja va quedando atrás, poco a poco. Como hace un
esfuerzo para poder abandonar aquélla piel, entonces reposa un
ratito para después continuar. Y así en unas horas se libra por completo de aquella piel, que queda pegada en el lugar en donde él estaba sentado. El gusano queda inmóvil porque ese esfuerzo le ha causado un cansancio; ya después de algunas horas de reposo empieza
a comer pero no con mucho apetito, pero conforme va pasando el
189
tiempo al cabo de dos horas entonces ya empieza a comer con voracidad.
Para la segunda edad del gusano la hoja de morera se pica un
poco más grande, porque el gusanito está más grande y ya puede él
sujetar el pedazo de hojas con sus seis patitas, que usa como si
fueran sus manilas y va comiendo el filo de la hoja (no la aportilla)
de arriba hacia abajo; cada vez que termina, vuelve hacia arriba come,
come, come, come y corte, corte, corte y llega hasta abajo y luego
levanta otra vez el hocico y vuelve a empezar. Y así sucesivamente.
Muchas de las veces la parte de arriba se queda delgadita y se cae un
pedacito, pero él sigue comiendo hasta que se satisface.
En la segunda edad el gusanito vuelve a cambiar de piel, es decir
entra a la etapa de sueño, con este abandono de piel el gusanito ya
entra a la tercera edad.
En la tercera edad el gusanito ya es más grande y mide unos tres
centímetros. A propósito, en la primera edad crece aproximadamente un centímetro, en la segunda edad se dobla generalmente
esta medida. En la tercera edad vuelve a entrar en la etapa de sueño.
Ya en la cuarta edad el gusano ha crecido bastante, ha engrosado, ha
tomado el color blanquizco, que fue adquiriendo gradualmente.
Durante la tercera y cuarta edad empezamos a darle hojas enteras porque ya el gusano no puede sujetar las hojas cortadas y necesita que le demos hojas más enteras. A propósito de las hojas (como
ya dijimos), en la primera edad debe de ser muy tierna; en la segunda edad se les suministra hojas más sazoncitas; y así conforme va
creciendo el gusano la hoja debe ser más sazona.
Así que, en síntesis, los cambios de la piel son cuatro, y al llegar
a esta cuarta edad ya no sólo le echamos hojas, sino ramitas, retoñitos
de la misma rama y en la quinta y última edad le echamos ramas
enteras, pero no precisamente como las cortamos de la morera,
sino que las trozamos para que queden de un tamaño apropiado
para que el gusano se trepe y de esta forma se aleje de la humedad
de la cama y de los excrementos, porque para entonces ya empiezan
a formarse unos hilos de lama; por lo que con las ramitas se forma
una especie de emparrillado que favorece la circulación del aire y así
el gusano se encuentra en un ambiente más sano.
190
Y así pues en cada una de las edades se le cambia la cama, es
decir, cuando cambian de piel (que nosotros decimos el despertar
del gusano); entonces los gusanos se suben a esas nuevas hojas y
una vez que ya hemos cambiado a todos (excepto a los que están
golpeados o muertos, enfermos o atrasados en su crecimiento) se
juntan los desperdicios con mucho cuidado sin levantar polvo y se
tira todo aquello en un corral. Y así se pone un nuevo papel para
iniciar una nueva edad.
Ya al llegar a la quinta edad (como ya dije) se cortan ramas de
unos cuarenta o cincuenta centímetros y a veces en el cuarto o quinto
día les ponemos ramas hasta de un metro de largo, que se ponen
paradas para evitar que el gusano vaya subiendo la cama, es decir
los desperdicios, que a veces llegan a formar un espesor de treinta o
cuarenta centímetros; y así todo el excremento y todos los desperdicios que come el gusano caen en el fondo.
Algunos gusanos, por flojos o por alguna otra razón, a veces
forman el capullo entre las mismas ramas de la cama que se formó
con los mismos alimentos que fueron sobrando.
A los seis o siete días ya empezamos a notar (esto es en la última
etapa del gusano) que algunos de los gusanos se están transparentando, y esto sucede porque el gusano deja de comer y desaloja el
intestino o sea como que se está preparando para una metamorfosis y, lógicamente, lo que es la naturaleza, lo que es la phisis, el gusano tiene que encerrarse en una casa que él mismo va construyendo,
y por tal motivo si tuviera alimentos en el intestino posiblemente le
harían daño y se moriría.
Así es que nada más con el cuerpo y una gomita que hace en
forma de tripita, que es la seda que ha acumulado a través de treinta
o cincuenta días, según la temperatura de la región. Por ejemplo en
Mandritza duraba hasta cincuenta días y terminaba la cría del gusano, o sea la recolección, hasta los sesenta o sesenta y cinco días.
Pero aquí en México a los treinta y cinco días ya teníamos gusanos
maduros.
Estando en la casa del señor Magaña, el primer día en que nos
instalamos llegó don Jesús Magaña quien al ver los gusanitos me
preguntó:
191
—Oiga Pappatheodorou, ¿dónde están los gusanos?
Él me estaba preguntando por fuera de la ventana porque teníamos las ventanas abiertas en el preciso momento en que la temperatura de la casa era similar a la del exterior con la finalidad de cambiar el aire del interior de la casa o como se suele decir, cambiar de
atmósfera.
Entonces desde fuera don Jesús preguntó y le invité a que pasara para que viera a los gusanos recién nacidos. Y me preguntó nuevamente:
—¿Dónde están los gusanos?
Y le dije:
—Mire don Jesús estos prietitos que ve son los gusanos que acaban de
nacer y están en su primer día de vida.
Y por cierto no se despidió, se le olvidó, al ver a aquéllos animalitos tan pequeños; yo creo que se desilusionó y se fue.
Al llegar a la máxima edad los gusanos, teníamos nuevamente
abiertas las ventanas y los gusanos se veían perfectamente y pues el
cuarto estaba lleno de gusanos, porque los había colocado en una
parte alta y otra baja y hacia uno y otro lado del cuarto (que era la
sala de la casa). Así es que volvió a pasar don Jesús y al ver los
gusanos me preguntó:
—¿Oiga Pappatheodorou y eso qué es? ¿Esos animales que son?
Le dije:
—Son aquellos gusanitos que usted vio don Jesús. Y que por cierto
usted ni se despidió de mi, y yo me imagino que usted se fue desilusionado y que pensó «pues este señor no está en sus cabales, ¿a poco esos
animalitos van a llegar a crecer y a dar capullos y seda?»
192
Y turbado me contestó:
—No, no pensé eso, no pensé eso; pues en realidad no sé en que pensé
¿verdad? Pero dispénseme que no me haya despedido de usted en esa
ocasión.
Bueno, volviendo un poco atrás. Como les decía, el doctor Alvarado era muy conocido entre la sociedad uruapense, invitó a señoritas de las casas de las mejores familias, llegando de esta forma a
integrar un grupo de veintiocho señoritas con las cuales, antes de
iniciar la práctica del cultivo del gusano de seda, hicimos un pequeño curso respecto a todo lo relacionado con dicho cultivo. Esto lo
hicimos en un salón independiente, en donde ya teníamos unas bancas en las que se sentaban las señoritas. Para iniciar las clases les
indiqué el material que necesitaban y les dije:
—Ustedes van a traer cada una un cuaderno y su lápiz, yo les voy a
platicar qué es lo que vamos a hacer de aquí en adelante. Y así al final
de estas clases ustedes van a tener un libro para que puedan criar los
gusanos de seda.
Y así le hicimos todas las mañanas (naturalmente no todo el
día). Unas muchachas venían a una determinada hora y otras en
horas distintas y así se turnaban; y ellas mismas participaron en la
cría del gusano de seda, separaban la hoja, la limpiaban de los tallitos
ásperos. La hoja naturalmente nos la traían unos muchachos que ya
de antemano les había enseñado cómo se debía recoger y qué tipo
de hojas; en algunas ocasiones yo también los acompañaba y les
decía qué hojas eran necesarias.
Y las muchachas picaban la hoja, para esto teníamos un cuchillo
bien filoso; y pues ellas tenían que hacerlo despacio porque había
ocasiones en que se cortaban una uña o un dedo, pero lo hacían con
mucho gusto porque tenían ganas de conocer cómo se producía la
seda.
Así continúanos trabajando entre todos logrando llegar a la
madurez del gusano y para esto nos preparamos e hicimos unas
193
escobas de ramas de encino, que por cierto habíamos cortado con
quince días de anticipación para que ya estuvieran secas para no
introducir humedad al colocarlas en las camas de los gusanos. Las
llamo escobas porque así tienen la forma, son escobas silvestres
que se hacen esponjosas al amarrarse todas las ramas de un extremo, ya sea con un hilo o con las mismas tecatas de las ramas de la
morera. Estas escobas las colocamos en hilera, primero en el fondo
de la cama.
A propósito de la cama, no he mencionado cómo son (bueno
desde luego que cada criador tiene su criterio para hacerlas): al principio los gusanitos como son chiquitos debemos formar unos tres
o cuatro departamentos de tres centímetros de longitud, para hacerlo más práctico, y de ancho que sean de ochenta a un metro, para
que la mano alcance a distribuir la hoja picada por uno y otro lado
¿verdad? Otro detallito es que las camas ya en la última edad son
más amplias, es decir más anchas; por ejemplo si hay un salón de
cinco metros, se reparte y se deja en el centro medio metro, nada
más para poder transitar con el alimento de los gusanos.
Respecto a los departamentos, el primero puede estar veinte
centímetros separado del suelo y los que siguen deben estar a una
altura de cuarenta o cincuenta centímetros separados uno del otro;
para poder meter bien la mano e inclusive la cabeza para observar
bien cómo se esparce la hoja picada. Y pues el número de departamentos oscila entre cuatro y cinco, esto depende más que nada del
espacio con que se cuente en la casa.
Recuerdo que en la casa desde mi abuelo se había creado una
táctica para que los gusanos en la quinta edad no huyeran por la
pared; ésta consistía en separar las camas de la pared unos veinte
centímetros y además mantener las camas inclinadas; es decir, en el
frente las poníamos a un metro o a uno veinte y atrás las poníamos
hasta uno cuarenta y así quedaba inclinada y así había la posibilidad
de ver mejor aquello y daba buen resultado pues los gusanos se
criaban más sanos.
Bueno, como les decía: colocábamos las escobas en el primer
día pegadas a la pared. Y desde luego no colocábamos todas las
escobas sino hasta ver qué cantidad de gusanos comienzan a trepar
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en las ramas. Se va observando cuántos quedan en la cama y así se
van colocando las demás ramas conforme haya necesidad; porque
no todos los gusanos maduran igual. ¿Y por qué sucede esto? Pues
porque muchas veces hace falta espacio entre los gusanos y no se
alimentan adecuadamente por estar muy tupidos o apretados y también se molestan entre sí y se distancian hasta tres días y pues hay
necesidad de seguir alimentándolos hasta que se maduran bien.
Así que ya en el segundo día en que los gusanos han trepado
hacemos cuentas y nos precipitamos a hacer la colocación de las
escobas, separadas unos cuarenta o cincuenta centímetros una de la
otra, para tener oportunidad de colocar otras para los gusanos atrasados.
Y así de esta forma llegaron a feliz término los gusanitos a formar su capullo.
Al ver el doctor Alvarado los capullos me dijo:
—Oyes, ¿qué no podemos llevar arbolitos en los aparadores del portal
de la ciudad?
Y le contesté:
—Cómo no doctor, el gusano ya no se alimenta. Lo único que sí vamos a dejar un poco abiertos los aparadores para que los gusanos respiren porque el gusano que está dentro del capullo también tiene necesidad de respirar.
Regresó al siguiente día y me dijo:
—¡Hombre!, Pappatheodorou, toda la gente está gustosa y con ansias
de ver los capullos de seda, hay que acelerar esto.
Y así con las muchachas trasladamos las ramas con los capullos;
cada una de ellas llevada dos arbolitos, como si fuera un arbolito de
navidad, pero desde luego con un adorno muy superior.
Pues así escogimos con las muchachas los mejores aparadores
para que el gusano no se perjudicara. Y parecían adornados esos
195
aparadores con los arbolitos. Y en seguida comenzó la aglomeración, toda la gente quería ver los capullos.
Esa curiosidad de la gente se debía a que poco sabían de cómo
se producía la seda y en realidad creo que hasta ese momento realmente se dieron cuenta sobre la cría del gusano de seda. Sólo las
familias de las muchachas que trabajaban con nosotros estaban enteradas de esto porque les preguntaban cómo iba el asunto ése.
Y un día de esos el doctor me habló y me dijo:
—Oyes Theodoro, ¿no te has arrimado a los portales?
Porque, la verdad, poca gente me conocía y como hablaba poco
el español, pero lo entendía pues permanecía callado. Y así me di
cuenta de algunos comentarios. Y continuó el doctor:
—¿No has oído algo que diga la gente sobre los capullos? O algún
elogio…
—Pues sí he oído comentarios, pero no son muy agradables; por ejemplo, un muchacho dijo:
—Dizque el doctor Alvarado junto con un griego criaron gusanos de
seda y que son esos los capullos.
Y otro le contestó:
—No se crean, no son capullos de gusanos los que están ahí, son de
cartón.
Al oír esto el doctor me dijo:
—Oyes, ¿y cómo podemos hacer para que se convenza el público que
sí son capullos de seda naturales?
Y le contesté:
—Pues muy sencillo, doctor, muy sencillo: vamos a traer gusanos maduros y les ponemos algunas hojas, pero como ya no come el gusano
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maduro van a ver cómo transita y bueno sería poner gusanos que sigan
comiendo y que estén a punto de dejar de hacerlo para que vean cómo
suben a las ramas y empiezan a construir su casa.
Así lo hicimos. Y ¡válgame! Fue una apoteosis. Había gentes que
dormían allí para ver la «iniciación del capullo por el gusano y veían
cómo empezaba a cruzar los primeros hilos distantes de una ramita
a otra y después cómo lo iba haciendo cada vez más cerca hasta que
el gusano demostrara que era el mejor arquitecto y formaba su capullo en forma de cacahuate bastante inflado, con su cinturoncito
en medio y los extremos abombados. Y el gusano desde el momento en que sacaba la hebra continuaba con ella trabajando sin parar
hasta que terminaba su casita. Así que incansablemente trabajaba
de día y de noche.
Hubo gente que comenzó a ver cuando el gusano inició el cruce
de los primeros hilos y se quedó observando hasta en la noche para
ver si efectivamente el gusano se encerraba en el capullo. ¡Vaya!
Hasta se dormían al pie de los aparadores.
El hilo de la seda, desde luego es más grueso que el hilo de la
telaraña, por eso el gusano puede meterse en su capullo, porque
tiene más consistencia, aunque es muy fino, es más grueso y elástico. El capullo es transparente y se puede ver al gusano dentro cómo
sigue trabajando, como si escribiera puros ochos.
Así que con esta demostración la gente se convenció de que
realmente eran gusanos y que sí era seda lo que producían.
Cómo conocí al general Lázaro Cárdenas
Duramos algunos días (como decía) con esta demostración en los
aparadores. Y toca un día, creo que era lunes, que llegó el general
Lázaro Cárdenas a Uruapan.
Por cierto que con frecuencia el general llegaba a Uruapan, porque tenía un primo político ya que una de las hermanas de José
María del Río (primo del general) estaba casada con don Valentín
Garibay y radicaban en Uruapan. Y otra de las hermanas de Chema
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del Río vivía en Apatzingán y estaba casada con Mister Hiell, que
era texano; él era un hombre chaparrón y tenía una hacienda que se
llamaba San Antonio; que se iniciaba en las orillas de Apatzingán y
se extendía hasta las márgenes del Río Tepalcatepec.
Bueno, al pasar el general Cárdenas por Uruapan, pues se detuvo a visitar a su prima y a comer con varios políticos que eran los
más cercanos a él, y pues tenía que llegar a una casa particular y
pasó por los portales y caminando muy erguido —como siempre—
y les preguntó a los que le acompañaban:
—Oigan, ¿qué pasa ahí?, ¿por qué hay tanta gente aglomerada en los
aparadores de los portales?
Pues inmediatamente le dijeron de qué se trataba:
—Mi general, están viendo gusanos que hacen capullos de seda.
—¿Y de quién son?
—Pues verá que el doctor Alvarado y un joven griego son los que han
hecho eso.
Al llegar a la casa de don Valente, se sentaron en la mesa y continuaron con el comentario:
—Oyes Valente y ¿cómo empezó esto?
—Pues mira, la verdad es la primer vez que nos damos cuenta de eso
y no sabemos.
Entonces, inmediatamente ordenó que fueran a buscar al doctor Alvarado, quien ya tenía anteriores contactos con el general
Cárdenas, porque había estado bajo sus órdenes como médico militar.
Pues bien, al llegar el doctor Alvarado, éste se sentó en la mesa
(que por cierto lo estaban esperando para empezar a comer) y comenzó a platicar y a dar detalles sobre el cultivo de gusanos de seda
que habíamos realizado. Y le preguntó el general:
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—¿Y dónde está ese joven griego de quien hablas?
—Pues ahorita posiblemente aún esté en el salón donde estamos criando
a los gusanos.
—¿Y en dónde está eso?
—Pues en una casa de don Jesús Magaña, que nos prestó para iniciar
esta actividad.
—¿Crees que se pueda mandar por él para que nos platique?, ¿o estará
muy ocupado?
—Pues no, yo creo que sí puede venir porque allá hay muchas muchachas que él enseñó y están muy al pendiente de los gusanos, porque
ahorita están en las ramas y ya se encuentran recolectando los capullos
y pues están muy entusiasmadas; que no quieren ni despegarse de allí.
Y así mandaron por mí y al llegar comencé a narrarle en forma
lacónica, superficial. Y comenzamos a comer, ya al terminar me
dijo:
—Bueno, ¿cómo se llama usted? He oído que le dicen Pappatheodorou. ¿Cómo es eso de Pappatheodorou?
Pues ya le expliqué a grandes rasgos que yo era nieto de un sacerdote y que nuestra religión ortodoxa permitía que se casaran los
sacerdotes y pues que por tal motivo yo era nieto de un sacerdote
que había formado su propio apellido, que es el que llevaba yo.
Entonces dijo.
—¡Bueno hombre! Aquí nos vas a obligar a que te digamos todo el
tiempo de papá.
—Bueno, los que quieran que me nombren por mi apellido y los que
no que me hablen por mi nombre que es Theodoro.
Y después de comer me dice el general (stratige-mu):
—Bueno, joven Pappatheodorou, ¿no quisiera usted desarrollar lo que
sabe sobre el cultivo del gusano, aquí en nuestro Estado?
—Cómo no, mi general, con mucho gusto.
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Y menciono la palabra stratige-mu porque en griego quiere decir “mi
general” y como yo había sido recientemente licenciado del ejército,
pues sentía mucho respeto al estar ante un general de división.
Y continué:
—Me encuentro fuera de mi país y aquí en México donde estoy, en
adelante debo considerarlo como si fuera mi país y obedecer a las
autoridades. Así que usted ordene, que así lo haré.
Y agregó:
—Bueno joven Theodoro, yo me voy a Apatzingán, que es tierra caliente.
Tengo algunos asuntos allá y regresaré a fines de la semana. Pero cuando
regrese a Morelia a usted se le van a facilitar los medios para que se traslade a la capital del estado y allá nos vamos a entrevistar.
En la reunión se encontraban algunos diputados, también estaban don Váleme Garibay y don Rafael Tinajero, que era el Administrador de Rentas de Uruapan, a quien le dijo el general Cárdenas:
—Aquí a este joven Theodoro le vas a facilitar los medios para que se
traslade el viernes o el sábado a Morelia; para que cuando regrese yo
nos encontremos en Morelia.
Después que terminamos de comer salimos juntos y me dijo:
—Por la noche vamos a tener una cena y un bailecito en la casa de los
Hurtado, me gustaría que fueras.
—Cómo no, mi general, por ahí estaremos.
Por cierto que los Hurtado eran de los ricos de Uruapan y tenían hilados y tejidos de algodón, que aprovechaban la caída del
agua del Cupatitzio. Tenían una casa en una huerta a la salida de la
ciudad hacía el norte, frente al Parque Nacional, y era la casa grande
en donde se iba a celebrar la fiesta.
Pues acudí a la reunión con el doctor Alvarado, quien desde
200
luego sabía en dónde se encontraba esa casa.
Menciono esto, no tanto por el baile sino porque estando en la
fiesta, después de cenar, el general Cárdenas me cogió del brazo y
me condujo hacia un balcón y me dijo:
—¡Hombre!, se me había olvidado darte una tarjetita para cuando llegues a Palacio, allá en Morelia. Presentando la tarjeta te van a conducir
a mi presencia. Y así me dio la tarjeta, que es por demás mencionar lo
que había escrito, pues no era más que la misma cosa.
Regresamos después del baile a la ciudad. Ahí nos despedimos:
—Pues hasta el lunes Theodoro, nos vemos en Morelia.
—Hasta el lunes mi general.
Y me quedé toda la semana en Uruapan. Pensaba en irme el
sábado, pero reflexioné «para qué me voy con anticipación, si él me
dijo que nos íbamos a ver hasta el lunes» y pues me quedé. Pero don
Rafael Tinajero ya desde el viernes por la mañana me estaba buscando para entregarme dinero para los gastos de mi traslado a
Morelia. Y así lo hizo. Me entregó el dinero. Ya el sábado fui a la
estación y tomé el tren, que creo regresaba a las tres de la tarde.
Llegue a Morelia y me hospedé en el Hotel Oceguera, que según
decían era de un marqués; es un edificio muy bonito. Ahí cerca
estaban el Hotel Europa y el Hotel Afórelos; en estos dos se juntaban todos los políticos.
Yo me hospedé en el Hotel Oceguera que está casi en
contraesquina del Palacio de Gobierno.
En Morelia tenía varios conocidos, pero no los pude encontrar;
al único que entrevisté fue al paisano Theodoro Markákis. Fui a su
dulcería y me preguntó:
—¿Y por qué has regresado? ¿Qué asuntos te traen por acá?
Y pues le platiqué todo aquello para pasar el rato.
Y como habíamos quedado, un lunes de 1929, me presenté en Pala201
cio de Gobierno. En la antesala mostré la tarjeta a unos oficiales que
permanecían ahí; uno de ellos era don Miguel Jiménez, originario de
Jiquilpan, que era teniente y el otro era Honorato, que también era
teniente, y el otro que estaba era Manuel Núñez, que era teniente coronel, quien era el jefe de ayudantes del general Cárdenas.
Bueno, pues inmediatamente me pasaron con el secretario particular del gobernador; y efectivamente ahí estaba el general Cárdenas,
quien me recibió con una sonrisa y me dio un abrazo; me ofreció que
me sentara para que platicáramos acerca de lo que íbamos a trabajar.
Ahí le hice un programa superficial sobre cómo debía comenzar
mis trabajos. En ese semiprograma le indiqué que debía conocer el
estado, sus municipios, los distritos, las regiones de los distritos,
con el propósito de conocer los climas, el terreno, en fin. Porque yo
ya sabía que había distintas alturas sobre el nivel del mar y por tanto
los climas eran variados; fríos, templados o calientes.
Esos tres climas estaban localizados en mi geografía griega, que
todavía me acompañaba hasta México. Y él después me hizo doce
cartas para los distritos que se encontraban en tierra fría y tierra
templada, los de tierra caliente no los incluimos, porque no se prestaban para ello.
Y pues en la plática el general me pidió que le explicara con más
detalle cómo se desarrollaba la cría del gusano de seda y desde luego me preguntó qué posibilidades tenían sus paisanos en las regiones para trabajar la cría del gusano, a lo que yo le contesté:
—Pues, mi general, es una cosa muy fácil, porque ni el terreno se
desperdicia con la plantación de los árboles; porque en la época en que
tienen que sembrar maíz y otras cosas en el mismo terreno, los árboles
están pelones, porque para entonces ya se ha cortado todo el follaje
para el alimento de los gusanos; y así se puede sembrar otra cosa en el
suelo, sin desperdiciar terreno. Y, pues, mi general, la ventaja que tienen los pueblos que cultivan el gusano de seda es que de los árboles
tienen un ingreso efectivo y a corto plazo, pues entre cuarenta y sesenta días se hace la cría del gusano y se venden los capullos, de los cuales
obtienen un ingreso del cincuenta por ciento, aproximadamente, de
los ingresos generales o anuales de una familia. Allá en mi tierra, pues,
202
utiliza la gente todas las ramas que quedan como desperdicios, para
hornear pan y para calentarse porque allá hace mucho frío.
Pues creo que el general Cárdenas se interesó mucho en esto,
porque era un trabajo para los pueblos, para los que tenían pocos
ingresos. Y pues la cría del gusano significaba una buena ayuda para
mejorar la vida de la provincia.
Después de algunos días me dio el nombramiento, por conducto del oficial mayor, que era don Efraín Buenrostro. El secretario
de Gobierno era el licenciado don Agustín Leñero, un hombre también muy recto y que posteriormente fue muy amigo mío, y por
cierto, llegué a conocer a su hermano Rubén Leñero (que en la
actualidad existe hasta un hospital con el nombre de él, en la ciudad
de México). Ellos tenían otro hermano que se llamaba Alfonso
Leñero, quien posteriormente también fue diputado. Así que por
conducto de don Efraín me extendieron mi nombramiento de Profesor en Sericicultura.
También se me autorizó mi sueldo que era de cinco pesos diarios o sea ciento cincuenta pesos mensuales, más tres pesos de viáticos, porque tenía que trasladarme y hacer gastos de pasajes, hotel,
comida, pero era suficiente eso que me daban.
Desde luego que yo acepté con mucho gusto, con entusiasmo y
cariño porque iba a trabajar en algo que ya conocía, en un ambiente
muy sano, pues tenía que relacionarme con gentes de todos los
pueblos. Y pues tenía grandes esperanzas de una prosperidad, puesto
que no se cultivaba la morera, ni se criaba el gusano de seda. Y pues
no olvidaba que después del oro estaba la seda, y soñaba yo con el
día en que llegaríamos a tener una producción regular con la cual
empezaríamos a fabricar medias de seda.
Con el nombramiento en la mano comencé a visitar los distritos. Fui a Zinapécuaro, Maravatío, Zitácuaro, Zamora y Jiquüpan.
Debía de ir a Coalcomán pero como estaba muy distante y había
que atravesar Tierra Caliente, no fui, aunque me habían dicho que
estaba en la sierra y que era un clima muy bonito.
Así que tenía que empezar a plantar moreras, formar viveros; y
en los lugares en que había moreras plantadas acordamos que se
203
experimentaría con el cultivo del gusano en la próxima primavera.
Y así empecé a recorrer los distintos lugares del estado de Michoacán. ¡Ah!, naturalmente que de esto nosotros instalamos un
vivero en las afueras de Morelia del cual estuvo a cargo del señor
José Aguilera. Empezamos a poner almácigos con codos de ramas
de morera.
Don José, pues, era un hombre experimentado, muy práctico en
el vivero. Y así comenzamos a poner plantas para posteriormente
distribuirlas en algunos pueblos.
Durante todas las aguas me dediqué a la preparación de viveros;
pero esto no sólo lo hicimos en Morelia, sino también en Uruapan.
Tuvimos que poner viveros hasta en Jiquilpan y varios en Zamora,
siempre buscando el clima más adecuado.
Durante esos años que estuve radicando en Morelia, por indicaciones también del general Cárdenas, di algunas clases en la Escuela
Normal de Morelia, que estaba cerca del Parque Cuauhtémoc, en
una esquina, que por cierto ahí cerca también estaba la casa del
general Cárdenas y que después se cambió frente al hospital, hacia
el sur del mismo Parque Cuauhtémoc. Y allí di algunas clases y varios alumnos se recibieron de profesores. Recuerdo que llegué a
encontrar a algunos de ellos, que aún se acordaban de mí y de las
clases que les daba. Por ejemplo, uno de ellos fue el licenciado Miguel Manzo, que ya tiene muchos años radicando aquí en Jiquilpan.
Un día me dice:
—Oiga profesor, ¿pero no se acuerda de mí? Yo me acuerdo perfectamente que iba a damos clases sobre la cría del gusano de seda y las
moreras y todo eso en la Escuela Normal de Morelia.
Pos le dije:
—¡Hombre!, de tantos muchachos, dónde me voy a acordar.
—Yo soy su alumno, yo fui su alumno.
Y así tengo repartido por todo el Estado muchos que fueron
mis alumnos.
204
CAPÍTULO TERCERO
MI EXPERIENCIA EN JIQUILPAN
Una nueva etapa en mi vida
C
on este trabajito de las moreras tenía que ir muy seguido a
Uruapan y, pues, me atraía porque allá tenía conocidos y
amigos. Y con frecuencia me encontraba con el general Cárdenas en el tren pues, él solía ir a Pátzcuaro y pues yo a Uruapan. Y
siempre que nos encontrábamos en el tren me preguntaba:
—¿De dónde, Pappatheodorou?
—De Uruapan, mi general.
Y pues en un día de tantos que nos encontrábamos, se detuvo a
decirme:
—Oyes, Pappatheodorou, yo soy de un pueblo que se llama Jiquilpan,
que está en los límites del estado de Jalisco y naturalmente me interesa
mucho que allá en mi pueblo se desarrolle la cría del gusano de seda,
tal como me los has narrado; para que la gente humilde pueda trabajar
en una industria, no sólo en la cría y la producción de la seda, sino
también que se vea la posibilidad de extendernos en el campo de la
industrialización. Porque mira, allá hay varias pequeñas industrias de
rebozos, de sarapes, de huaraches, en fin; también hacen cigarros en
una fábrica. Y así quiero que también la industria de la seda se desarrolle allá en mi pueblo. Y mira, ya sé a lo que vas a Uruapan, es lo mismo
a lo que voy yo a Pátzcuaro, pero ¿sabes? allá en Jiquilpan hay muchachas ¡hombre! y hay unas muy guapas. Así es que ve tomándole interés
205
para que te vayas allá. Mira, muy pronto mi hermano Dámaso va a ser
diputado, y pues se van juntos para que él te presente con las autoridades de Jiquilpan y con otras gentes que te pueden ayudar. Y así empiezas a instalar viveros. Bueno, tú ya sabes lo que se debe hacer, pero
tómalo en cuenta.
Y así llegó el día en que ya me comunicaron que don Dámaso ya
tenía que ir a Jiquilpan, porque él era diputado local de esa región.
Tomamos el tren de Morelia a Celaya y de Celaya hasta Yurécuaro y
de ahí transbordábamos al ramal que va de Zamora-Los Reyes para
bajarnos en la Estación Moreno, que era la estación más próxima a
Jiquilpan, que estaba a treinta kilómetros de distancia. Pues nos
bajamos ahí. Se había anunciado nuestra llegada por telégrafo del
Estado (porque teléfono no había)31 y así fue que mandaron a unas
personas con caballos, que nos recibieron en la estación.
Nos bajamos del tren, montamos los caballos, pasamos por la
hacienda de Guaracha. Por cierto, recuerdo que no había carretera,
todo el camino era de herradura, como para transitar en caballos y
carretas. Y por fin llegamos a Jiquilpan.
Como ya había mencionado, yo llevaba cartas para presentar a
los presidentes municipales.
Al llegar a Jiquilpan, don Dámaso me llevó a la Presidencia
Municipal para presentarme con el presidente; pero él no se encontraba en ese momento. Entonces me tocó buscarlo en su casa y lo
encontré y le entregué la carta para que la leyera y supiera el motivo
de mi visita. Y al terminar de leerla me dijo:
—¿Usted es griego, verdad?
—Sí señor, soy griego.
Y así fue como conocí al doctor Amadeo Betancourt, quien era
31
En 1891 las líneas de telégrafos se habían instalado en Jiquilpan y Sahuayo. La
hacienda de Guaracha tenía cinco líneas de teléfono. Sánchez, Ramón. Bosquejo
Estadístico e Histórico del Distrito de Jiquilpan de Juárez. (1896). Morelia, Im. de la EIM
Porfirio Díaz, pp. 202-203.
206
presidente municipal de Jiquilpan y quien posteriormente sería mi
suegro.
Busqué en dónde hospedarme y fui a dar a la casa de don Antonio Martínez, que se llamaba Casa de Huéspedes. En ese lugar encontré a dos odontólogos que ahí se alojaban. A la hora de la comida nos juntamos en la mesa con el doctor Jesús Vela, originario de
Colima, y con Joaquín Alcocer, que era yucateco. Y pues ahí me
hice de amistad con ellos.
Ya después el doctor Betancourt me presentó con un señor que
se llamaba Jesús Vargas, que se encargaba de suministrar el agua en
el pueblo, que por cierto en aquella época el agua era muy escasa.
Pues este señor Vargas fue quien me indicó en dónde podía
poner los almácigos. Por cierto que este señor era muy flaco, muy
parecido a Don Quijote de la Mancha, y le apodaban “El Kilómetro”, por aquello de flaco y largo.
Así que don Jesús me llevó a un lugar en donde había una noria,
en donde hoy es el Bosque Cuauhtémoc y allí tuvimos que empezar
a preparar el terreno para los almácigos, pero el agua seguía siendo
escasa. Sin embargo, logramos obtener varias plantas de morera en
ese lugar.
Comentando otra cosa, en una ocasión, a mediodía, a la hora de
la comida, nos juntamos en la mesa los doctores Joaquín Alcocer y
Jesús Vela. Platicando, el doctor Vela me dijo:
—¡Hombre!, yo ando de novio aquí en la plaza. En la tarde, después
de la cena, si quiere salimos los dos para que vea a las muchachas del
pueblo.
—Bueno, pero yo voy primero al vivero para ver cómo andan las cosas
que están haciendo. Y pues aquí nos vemos a la hora de la cena.
Así lo hicimos. En esa época era verano y tiempo de lluvias.
Después de cenar nos fuimos a la plaza y efectivamente, en esas
horas (entre siete y ocho de la noche), pues las muchachas, como
era costumbre, se juntaban en los zaguanes de las casas y ahí se
encontraban paradas o sentadas en sus equipales. Ahí se reunían
para platicar, probablemente de los muchachos que veían ¿verdad?
207
o pues no faltaría en que se ocuparan.
Nosotros nos sentamos en una banca de la plaza frente a la casa
de los Quiroz. Había una bugambilia muy anciana y hacía una especie de pestañita, y como estaba lloviznando muy menudito, pues ahí
nos sentábamos y en esa parte no nos molestaba la llovizna, y así
seguíamos viendo a las muchachas. En eso me dice el doctor Vela:
—¡Mira, Theodoro! Allá la que está a la derecha es mi novia y la de en
medio es la prima de ella, se llama Margarita y por cierto ahora no
tiene novio y es la hija del doctor Betancourt. La otra es la hermana, se
llama Rosalía.
Así fue como conocí a mi futura esposa y a mis primas Lolita y
Rosalía, quien tuvo un novio que era de Uruapan, pero que para
entonces creo que no tenía novio.
Pues, naturalmente, también las muchachas nos vieron que estábamos ahí, y pues se preguntaban ¿quién era yo?, ¿de dónde sería?,
en fin. Ya después que el doctor se entrevistó con su novia, le dijo
que yo venía de Morelia y que era griego, etcétera, etcétera.
Y a otro día fuimos por la tarde al mismo lugar y comentando
con el doctor la salida a la plaza del día anterior y le dije:
—¡Hombre!, pues me parece muy guapa, muy bonita Margarita, pues
¡ojalá!, ¡ojalá fuera mi novia!
Y él me contestó:
—Pues yo creo que sí puede llegar a ser.
Y así, desde el primer día en que nos conocimos empezó a realizarse el sueño que ambos esperábamos. Y nos hicimos novios.
Naturalmente en esos días tenía yo que regresar a Morelia. Para
esto ya le habían dicho al doctor Vela que tenía que ir a Morelia;
porque allá tenía también asuntos oficiales con otros distritos, en
donde tenía que hacer plantaciones de árboles, viveros y toda esa
organización. Porque ellos acostumbraban ir temprano a la punta
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del cerro de San Francisco, hacían sus días de campo ahí y se iban
en bestias, burros o caballos, a pasar el día allá en la punta de ese
cerro, tanto muchachas como muchachos.
Y pues me dijo el doctor:
—Oyes, ¿platicaste con tu novia?, ¿le dijiste algo?
—¡Hombre!, No le dije nada.
Para entonces yo poco sabía leer y escribir y expresarme correctamente. Y agregó:
—Mira, ¿por qué no le haces un papelito?, yo te voy a indicar cómo lo
hagas, pero tú con tu puño y letra lo vas a escribir.
Y así, al pie de un farol, escribí en un pedazo de papel que arrancó el doctor de su libreta y sobre de ésta comencé a escribir. En ese
recadito le decía que me iba a Morelia y que iba a estar unos quince
o veinte días, pero que luego regresaba.
Pues me fui durante tres semanas a Morelia y de ahí me pasé a
Uruapan para ver la plantación de árboles, que teníamos con el doctor
Alvarado, para continuar con la cría del gusano de seda en la próxima temporada, que sería en 1931. Pero no sólo en Uruapan se hizo
cría de gusanos para 1931, sino también en Taretan, que era el pueblo del doctor Alvarado, pues le interesaba que en su pueblo también se criaran gusanos y que viera la gente de ese lugar, cómo se
hacía la cría del gusano de seda.
Entonces, el doctor Alvarado me presentó con don Eliseo
Vidales, que pertenecía a una de las principales familias de Taretan,
pues sus antepasados habían sido ricos hacendados. Él también tenía una huerta ahí de limones y era un hombre de centavos, tenía
una casa muy grande. Por cierto que en esa casa hicimos cría de
gusanos, bajo el cuidado personal de don Eliseo Vidales.
En Taretan conocí a otras personas, como a doña Magdalena
Betancourt, hermana del doctor Amadeo Betancourt. Ella tenía relaciones con la familia Vidales e inclusive se iba a caballo desde
Jiquilpan atravesando la sierra de Uruapan para llegar a Taretan y
209
pasar algunas temporadas en la casa de los Vidales.
Bueno, pues como les decía, una vez que revisé las plantaciones
de Uruapan, tuve que trasladarme a caballo a Taretan para
entrevistarme con don Eliseo. Recorrimos allá algunas huertas en
donde se habían plantado moreras con anterioridad. Ese recorrido
de Uruapan a Taretan lo hacía a caballo; hubo ocasiones en que me
agarró la noche en el camino y así tenía que continuar. Por cierto
que me llamaba mucho la atención ver todo aquello, porque era la
primera vez que salía a caballo por el campo y a través de la sierra.
Veía el ganado pastando en el campo sin estar acorralado, sin que
los cuidara alguien. Y me preguntaba: «¿cómo es posible que los
animales anden solos en el cerro?, ¿qué no hay lobos aquí?» Como
allá en mi tierra sí había lobos y uno tenía que encorralar a los animales en las casas o bien en un lugar propio en las afueras.
Y así seguí caminando. Por cierto que la primer vez que salí tuve
que llevar un muchacho para que me acompañara, pero ya después
no había necesidad de que fuera conmigo y además significaba un
gasto doble. Así que ya iba y venía solo en el tiempo en que duró la
cría del gusano de seda.
En Uruapan también había un señor llamado Rodolfo López
con su familia y ellos eran de Taretan; este señor era cuñado de don
Elíseo Vidales. Don Rodolfo después fue mi amigo. Él tenía una
imprenta, que por cierto era la única que había; era Imprenta y Papelería López, que estaba a unas tres cuadras de la plaza.
Y pues toda esa gente de quien hablo era muy amigable, muy
cariñosa. Y siempre cuando estaba desocupado iba a platicar con
ellos un rato.
Pues ya después regresé de mi viaje de trabajo a Jiquilpan.
Recuerdo perfectamente que no me extrañó mucho ver el panorama que rodeaba a Jiquilpan, puesto que ya conocía otros pueblos
que con anterioridad había visitado en búsqueda del clima apropiado para la cría del gusano.
Todos los pueblos estaban distantes de las ciudades, faltaban
vías de comunicación, todos los viajes se hacían a caballo, o en mula
o bien en burro. Como ya les platiqué, al llegar yo a la Estación
Moreno, ahí me estaba esperando un señor que se llamaba Antonio
210
Gudiño, quien tenía como sobrenombre “El Mogotes”. Era él un
hombre muy atento, muy servicial, tenía tres o cuatro bestias para
trasladar a los pasajeros que llegaban a la Estación Moreno. Los
treinta kilómetros que les digo que se recorrían para llegar de esa
estación a Jiquilpan, se hacían en seis horas. En las aguas desde
luego era un poco más pesado, porque se hacía un lodazal, pues se
hacían charcos y arroyos, ¡en fin!
Y, pues, este señor me esperaba en Moreno y nos veníamos a
través de varios ranchos que eran dependencias de la hacienda de
Guaracha, del Cerrito Pelón, del Cerrito Colorado, del Capadero y
El Salitre que pasaba por debajo también del camino, pues también
era un lodazal. Había unos fangos hondos que se hacían por el paso
de las mismas bestias. Por debajo de Guarachita y por el lodo plano
también de Guaracha y por el ingenio, seguía un camino cercado
para uno y otro lado; se pasaba también por un lado de Totolán
para llegar a Jiquilpan.
Me acuerdo que una de tantas veces que viajaba, me tocó salir
en tiempo de aguas, y al llegar a Jiquilpan me encontré con que
estaba lloviendo y yo no tenía impermeable, pero sí cargaba paraguas (ya que en la ciudad se usaba paraguas para esas emergencias).
Pues bien, abrí mi paraguas y conforme se presentaban las gotas de
lluvia también yo les enfrentaba mi paraguas ya fuera a la derecha, a
la izquierda, en frente, arriba y así me la pasé hasta llegar a Jiquilpan;
y al atravesar la plaza, pues a mucha gente les extrañó que yo venía
con el paraguas abierto y sobre el caballo; desde luego que todo
mundo se reía de mí. Pero eso que me sucedió fue la primera y
última vez; porque al regresar nuevamente a Morelia me compré
una pelerina y así me defendía mejor de las lluvias.
Quiero que conozcan un poco también de la familia Martínez,
dueños de la casa donde me hospedé, como ya les mencioné. Don
Antonio Martínez era el jefe de la casa, doña María era la esposa, o
sea el ama de casa; ellos tenían seis hijos, tres hombres y tres mujeres. Los hombres eran Ramón, que por cierto ya no existe, él era
catedrático en la Universidad de Morelia; Enrique, que le hacía a la
poesía igual que su padre y que trabajó en los municipios como
secretario municipal y en otros trabajos de oficina; estaba también
211
Gilberto, que era el más joven de los tres y muy simpático por cierto, él trabajó con el general Múgica en Comunicaciones. Pero le
tocó la desgracia de que lo mataron, porque él era pagador en el
Estado de Chiapas. De las mujeres estaban Teresa, Angelina y de la
otra no recuerdo su nombre. Pero era una familia muy grande. Estaba también la abuela, doña María Gálvez, una persona muy simpática, pero que había ocasiones en que no se ponía de acuerdo con
su hija. A propósito, les voy a narrar un poquito de aquéllos años,
de las pláticas que tenían en algunas ocasiones, que desde luego a
mí me interesaban porque se referían a mi novia. Un día doña María, la chica, entró diciendo:
—¡Ay mamá!, esa muchacha Margarita ni se ocupa en quehaceres de la
casa; todo se lo hacen las criadas y ella no hace nada.
Y María la grande le contestó:
—¡Ay María!, ni te das cuenta, no te imaginas cómo trabaja esa muchacha. A mí me consta, que en su casa son ocho muchachos y que todos
ellos necesitan atención; que los calcetines, que la ropa, que la comida
y pues has de ver cómo trabaja esa muchacha.
Pues naturalmente yo me inclinaba del lado de doña María la
grande porque elogiaba a mi novia, y pues me daba ánimos, ¿verdad?, porque pensaba que probablemente me llegaría a casar con
ella.
Por otro lado, diariamente salía a la plaza a ver a la gente, convivía y me la pasaba bien.
Recuerdo que el general Lázaro Cárdenas nos destinó un terreno que formaba parte de la beneficencia de doña Octaviana Sánchez, era un terreno aproximadamente de cien hectáreas o tal vez
más. Y esto se hizo por un convenio que hizo el general Cárdenas
con varios vecinos para que ese terreno se vendiera a colonos y con
ese dinero se hiciera un hospital y que a la vez éste se mantuviera
con los recursos de esa entrada de dinero.
El general Cárdenas asignó el primer lote, el más cercano y el
212
más grande que era de dieciséis hectáreas, comenzaba en la orilla
del río y llegaba a Los Camichines, cerca del Cerrito Pelón. Ese
terreno lo dedicamos para el cultivo de la morera. Para entonces yo
tenía unos muchachos que trabajaban conmigo plantando moreras.
Teníamos el terreno marcado en cruz cada seis metros y así empezábamos a plantar las moreras.
¡Ah!, el agua era un problema. Con mucho trabajo encontró mi
general, por allá, una caldera; creo que pertenecía a una hacienda
que ya no la ocupaban. Y la trajeron de allá y la instalamos en la
orilla del río. La bomba la pusimos al pie del agua e hicimos ahí una
presita para que se acumulara el agua. Pues siempre el río traía agua
todo el año, pero había necesidad de bombearla; porque estaba a
una profundidad de tres a cuatro metros. Y así pusimos la caldera la
instalamos y la pusimos a funcionar, naturalmente, con leña. Eso
resultaba muy bromoso porque constantemente se tenía que traer
la leña, los leñadores en sus bestias, y pues ahí teníamos una trinchera de leña todo el tiempo de secas, porque ya entrando el agua,
pues no era necesaria; por lo tanto dejábamos de utilizar la leña
quince o veinte días antes de las lluvias, porque ya no había necesidad de regar los arbolitos.
Esa caldera la manejaba don Jesús Vargas, alias el Kilómetro,
como era el dictador del agua, tenía algunos conocimientos de fontanería y traía sus herramientas para arreglar la caldera. Y la echamos a andar, pero como estaba vieja, pues cada rato se rompían los
tubos adentro y se apagaba la lumbre; y volvíamos otra vez a recuperarla. Y así continuamos, hasta que llegó un momento en que se
dio cuenta el general Cárdenas, pues de que se estaba destrozando
el monte con el corte de leña (que por cierto a él también le dolían
mucho los árboles).
Pero antes no había electricidad y había necesidad del agua y por
esa razón se había instalado la caldera. Posteriormente llegó la luz
hasta donde estábamos y se compró un motor eléctrico e hicimos
una caseta y se fue haciendo más cómodo el riego de los arbolitos.
Ahora bien, respecto a la población de Jiquilpan, yo quedé muy
sorprendido y satisfecho, porque en aquel entonces había orden,
muy a pesar de que había mucha pobreza, porque no había trabajos
213
bien remunerados. Aunque desde luego había algunas pequeñas industrias, que ahora han desaparecido, pues no se ampliaron y no se
mejoraron. Pero de cualquier forma la gente estaba muy pobre, demasiado pobre, porque apenas sí comía tortillas, frijolitos con chilito.
¿Y qué puedo decir del modo de vestir? Pues yo creo que muchos se acuerdan ¿verdad? que todos los hombres usaban calzones
de manta; que yo creo que compraban sus dos metros de manta
para el calzón y otros dos metros para su camisa. Sólo los que tenían un poco más de dinero usaban una faja como cinto. Yo tenía
un amigo que se llamaba José Mora, él era alfarero y para lucir mejor en los domingos se ponía sus calzones blancos, bien planchados
y su camisa también planchadita; además se ponía un sombrero,
que arriba tenía un ribete alrededor con unas motitas de pelos de
cerdo, muy bonito, y tenía además estrellitas y unos garbancitos ahí
alrededor del cinto. Y se ponía el sombrero hasta un poco agachado
de lado, ¿verdad?, y pues sus huaraches estaban muy nuevos, muy
nuevos y tenían también sus iniciales, una J y una M, como con
garbancillos, como agujeritos; y hasta les echaba a los huaraches
petróleo, para que rechinaran. Me acuerdo que siempre que él venía
a la plaza, se juntaba con otros amigos, ya fueran dos o tres, y él iba
siempre en medio y empezaba a caminar y ¡rum, rum, rum, rum!,
cada paso que daba rechinaban sus huaraches. Y él desde luego
pasaba muy orgulloso y hasta se encodornaba más. Así eran algunos de los riquillos. Pero puedo asegurar que el noventa y cinco por
ciento de los hombres usaba calzones de manta.
A propósito de José Mora, aparte de hacer tepalcates, cántaros,
era apastero. Él nos hizo unos apastes para defender a las moreras
de las hormigas arrieras (en otras partes les llamaban mochomos);
esas hormigas son muy voraces, muy trabajadoras, se suben a los
árboles y no dejan ni una hoja. Entonces él hizo esos apastes de
barro, como si fuera una cazuela con un orificio grande en medio,
entonces esta se metía por arriba del arbolito y se colocaba en el
piso, y se le ponía agua para que se les dificultara a las hormigas
pasar entre la orilla del apaste y el espacio que quedaba entre éste y
el árbol.
Pues como les estaba diciendo, también había charros, ranche214
ros que eran más bien los que tenían propiedades, que tenían ranchos, como don Agustín Orozco, que lo llamábamos “el Charro
Blanco” porque él durante el año salía impecablemente vestido. Yo
creo que hasta todos los días se cambiaba la ropa; iba limpio desde
las uñas hasta los cabellos. Él siempre estaba muy erguido, era blanco y se vestía de blanco. Y ya cuando empezó a envejecer hasta la
cabeza la tenía blanca. Se colgaba su sombrerete en el brazo izquierdo y otras veces se lo colgaba en la pistola. Y así caminaba
muy erguido desde su casa hasta el portal de la plaza. Y así había
varios charros, como don Miguel Pérez.
Había otros charros que ya se habían modernizado un poco;
entonces usaban pantalones de dril y un saco que también era de
dril; y que por cierto los hacían sastres de aquí del pueblo. Recuerdo
que unos de esos sastres eran los hermanos Salvador y José Herrera
y ya que toco este punto les cuento que yo también me mandé
hacer un traje con José Herrera a quien le dije:
—¡Qué tal José!, ¿me podrás hacer un traje?
—¡Cómo no, hombre!, pues a eso me dedico.
—Bueno pues te voy a traer el corte.
Ya le llevé el corte. Pero pasó una semana y pasó el mes y no me
terminaba mi traje. ¡Y por fin! me lo entregó. Yo gustoso me lo
medí, pero al ponérmelo, pues los pantalones estaban muy estrechos, el saco, pues, lo mismo; así que no lo pude usar. Pero había un
señor que se llamaba don Elías Cepeda, pues él era un hombre con
padres ricos, por cierto su padre se llamaba Jesús Cepeda; y ese
Elías era un hombre delgaducho pero no tonto, era inteligente, pero,
pues, le gustaba mucho la copa y se emborrachaba muy seguido. Y
pues un día me animé (como andaba un poco andrajoso por las
borracheras y no porque no tuviera centavos) y le dije:
—¡Hombre, don Elías! ¿Qué no le parecerá mal si le regalo un traje?
¿Sabe?, me lo hizo José Herrera y no me vino. Así que no es viejo, sino
nuevecito, ¿lo quiere?
—Sí, cómo no. Muchas gracias.
215
Y así fue como me deshice del traje que me hizo José Herrera.
Aunque este señor a todos los demás les hacía bien los sacos, que le
mandaban hacer toda la gente. Desde luego que eran muy pocos
(como ya dije), eran nada más los que tenían ranchos en los alrededores del pueblo.
Bueno ya hablé de los hombres, ahora voy a hablar de cómo
eran y cómo vestían esas mujeres de Jiquilpan que vivieron su juventud y su madurez entre las dos décadas de 1920 y 1930.
Pues empezaré por las mujeres ricas. Ellas eran mucho más elegantes que las de ahora, desde luego. Porque ahora los vestidos se
han popularizado y todo mundo usa la misma moda. En aquella
época había una distancia muy elevada: las ricas tenían unos vestidos muy elegantes, usaban medias de hilo torcido de Egipto o algunas también las usaban de seda, los zapatos que usaban los mandaban traer desde México, de una de las zapaterías llamada El Borceguí, de don Lucas, que en este momento no me acuerdo del apellido, pero fui cliente de su zapatería; este señor mandaba folletos con
el precio de sus zapatos y por medio de éste era como se encargaban los zapatos a la capital.
Pero la gente humilde, pues la vi yo entonces muy pobre. Vestían puros percalitos y pocos usaban huarachitos; que por cierto
había muchas mujeres que iban descalzas a traer agua de la plaza,
agua de El Zalate, de la pila. Y no sólo descalzas las pobres en
verano, sino en invierno también y no sólo la gente de los ranchos
que llegaba hasta el río a pie, ahí se lavaban los pies en el río, y luego
se ponían sus medias, (si tenían) y sus huarachitos o zapatitos humildes que trajeran y se vestían así para entrar al pueblo. Pero generalmente eran muy humildes las vestiduras de las mujeres.
Y naturalmente que no faltaba el rebozo, el rebozo no les faltaba; pero aparte de usarlo por tradición o por costumbre, muchas
pobres carecían de peines y siempre se ponían el rebozo nomás
para taparse los pelos. Y pues triste es mencionarlo (y no sólo aquí
en Jiquilpan sino tantito peor en Europa) había piojos y las pobres
mujeres después de tener cubierta casi la media cara metían por un
lado un dedito por debajo de la oreja y ahí se rascaban, y luego por
otro lado se rascaban también y así en diferentes partes de la cabeza
216
se rascaban. Y es que era muy difícil tener limpieza, pues no había
agua. Toda esa gente humilde tenía que acarrear el agua de un pozo;
pero en realidad eran unos cuantos pozos los que tenían los ricos
en sus casas, y la verdad estaban muy antihigiénicos. Y esto es cierto
porque habría unos cincuenta pozos en la población, pero sucedía
que tenían casi siempre el excusado a una distancia de tres a cinco
metros del pozo. Y digo que son excusados porque no había baños,
como los llamamos y conocemos ahora.
Las regaderas eran nulas. Para bañarse la gente calentaban el
agua en una olla y en una pieza ponían una tina y ahí echaban el
agua caliente y la regulaban con agua fría, y con una jarra se echaban
el agua; la gente se sentaba en un banquito y se bañaban en un
cuartito que tenía generalmente el piso de ladrillo y pues ahí se consumía el agua o bien había un agujerito por la puerta y el agua salía
por ahí hacia el patio.
En Europa la gente no se bañaba con frecuencia porque el clima
es muy frío y duraban hasta seis meses sin hacerlo; hasta que venía
el verano, pero aquí pues la gente tampoco se bañaba por falta de
agua corrediza; como les digo, tenían que acarrear en botes o en
cántaros el agua de las norias.
Recuerdo también que todas las casas de los hacendados, de los
ricos, de los rancheros, estaban en un perímetro reducido, generalmente alrededor de la plaza y la espalda de sus casas (en la mayoría)
daba a una segunda calle. En realidad esta forma de construir las
casas no era privativa de Jiquilpan, sino que en todos los pueblos
que llegué a conocer prevalecía esta forma de construir de los ricos.
Generalmente eran casas con portales alrededor o uno o dos o
tres y hasta cuatro portales, por dentro, al entrar se podía apreciar
lo altas que eran esas casas, y que a la vez tenían refugios para defenderse de invasiones, de robos o de bandidos. Además tenían una
puerta ancha; y, como ya les dije, llegaban esas casas hasta otra calle,
pues ahí había otra entrada, que era un portón por donde entraban
las carretas, que quedaban instaladas en el interior de la casa, en un
patio que estaba empedrado o con ladrillo de barro. Ahí se vaciaban
las carretas de mazorcas y éstas después las pasaban en canastas a
las trojes.
217
Pues generalmente todos los ricos tenían ese sistema. Y no sólo
eso, sino que en la segunda cuadra, o sea en el segundo perímetro
de las calles, instalaron unos corrales, en donde tenían unas vacas
que ordeñaban, y la leche se usaba para uso doméstico o bien se
vendía a la gente del pueblo. Pero eso no duró mucho porque por
1936 ó 1938, don Dámaso Cárdenas ordenó que todos esos corrales, que estaban en el segundo perímetro, los retiraran por considerarlos antihigiénicos. Y así se hizo.
Todo el tiempo, en todas las épocas, en todos los siglos, los ricos
siempre han vivido bien. Siempre han tenido en donde dormir, han
tenido sus camas ya en una o en otra forma.
Fíjense, como yo siempre les he dicho a mis amigos, cuando
llegué a Jiquilpan posiblemente máximo habría alguna docena de
mesas, de la gente que acostumbraba comer en ellas. Y así era en
todas las casas, hasta en las de los ricos; y esto sucedía así, porque el
rico tenía que ir a atender su rancho a una distancia de medio día,
que recorría a caballo en cinco o seis horas; y pues tenía que levantarse de madrugada y almorzar, porque en el camino no había dónde hacerlo. Entonces hasta el patrón tenía que comer sentado en un
banquito, en una sillita; que por cierto hacían aquí en el pueblo,
tejidos con un mecatito y otras con tule torcido. Y ahí se sentaban
en un banquito y juntaba las piernas y la criada le servía en un plato
de barro sus frijolitos, con carnita frita y su taza de café, que también era de barro. Y desde luego no podrían faltar las tortillas, ahí
en la cocina tenían su fogón y a un lado tenían su metate en donde
ponían la masa y aplastaban porciones pequeñas y luego las cogían
y las torteaban con las manos, después las ponían en el comal y las
sacaban calientitas; así que tortilla que consumía aquel individuo,
tortilla que le reponían.
Y como les digo, no sólo los pobres, sino hasta los ricos comían
así, porque era una costumbre general. Y pues el ranchero rico tenía
que sujetarse a eso, porque diario salía de su casa y al llegar a su
rancho así comía la gente.
Las mesas las utilizaban, pues, gentes que eran profesionistas,
como el doctor Betancourt; y como ya les dije, los rancheros ricos
poco las usaban.
218
De las cocinas, puedo decir que en casas ricas y pobres estaban
limpiecitas, aun y cuando con puro barro las embarraban ahí y las
alisaban.
Y el agua para beber, siempre la acostumbraban depositar en
cántaros, algunos tenían filtros de piedra (destiladera) en un soporte de cuatro patas y ahí ponían la piedra en la parte de arriba, le
echaban el agua y la tapaban con una tapadera de madera; y esa piedra
terminaba en punta redondeada, por donde goteaba el agua, que iba a
caer en un cántaro, que se ponía en la parte baja del soporte, para que
recibiera gota a gota el agua. Y pues muy pocos tenían esas destiladeras,
es por eso que iban a acarrear agua de la pila de El Zalate.
A propósito del Zalate, recuerdo que en la columna del centro,
o pedestal de la pila, había cuatro salidas del agua y que esos orificios tenían cada uno un tubo de media pulgada que sobresalían de
la columna lisa, la cual estaba algo retirada del borde de la pila, a una
distancia de dos metros, por lo que la gente para poder coger agua
con sus cántaros, llevaba un pedazo de carrizo aportillado por el
centro, que lo encajaba en el tubito que sobresalía y así hacía llegar
el agua hasta el borde de la pila y llenaba sus cántaros. Pero además
como se escaseaba el agua, sobre todo en tiempo de primavera,
pues la gente tenía que hacer fila y se formaban unas colas largas,
largas, y la gente dejaba formados sus cántaros como señal e iban
avanzando y cuando le tocaba el turno a su cántaro pues ya pasaba
a recoger el agua. Y esa agua del Zalate la utilizaban exclusivamente
para beber.
Recuerdo que la gente iba a lavar al río y cuando había poca agua
en éste, tenían que ir más arriba. Y ahí lavaban las mujeres, unas
detrás de la otra, así que el agua sucia que corría de la primera que
lavaba, la recibía la de más abajo, aun y cuando se ponían un poco
distantes una de la otra; pero no había más remedio que utilizar el
agua. Después tendían su ropa por ahí cerca y la recogían en la tarde
ya seca y regresaban al pueblo.
El pueblo era muy ordenado; la placita siempre estaba muy limpia. Toda la gente barría la parte de calle que le correspondía y cuando
ya venían las aguas pues todo mundo tenía que barrer, y el que no lo
hiciera lo multaban con un foco, un gendarme que recorría el pue219
blo para ver si estaba limpio. Así que ese foco tenían que dárselo al
municipio, para que se disciplinara la gente. Y esos focos que almacenaban en la Inspección de Policía, los ponían en el alumbrado
público.
En tiempo de aguas nacía mucho zacate, entonces la gente ocupaba hacia el mes de octubre a niños o viejitos para que arrancaran
el zacate que crecía entre las piedras, y desde luego que esto lo hacían con unos ganchitos. Y pues verán que el pueblo quedaba muy
bonito, se veía una cosa muy provinciana.
¿Y ahora?, ¡lástima!, ¡lástima! Eso sí, todo lo que es el perímetro
del pueblo está muy limpiecito. Y he visto gente humilde lavar sus
banquetas y hasta con Fab, se nota que les gusta la limpieza afuera y
dentro de sus casas, pues hasta tienen flores. Pero todo lo que es el
centro está falto de limpieza, no hay disciplina, no hay orden porque en las plazas no se respetan las flores, ni los árboles. La gente
quiebra las ramas, arranca las flores, no respetan a la naturaleza.
¿Por qué? ¿Quiénes son ellos para hacer tal destrozo? ¿Por qué no
se disciplinan? Pues muy sencillo, porque no hay quien multe a esa
gente y no es por molestar, sino que creo que en todos los países
hay leyes para que se respeten y haya disciplina. Entonces, aunque
fuera una pequeña multa, hay que poner a aquel que hace ese mal,
para que sienta una carguita y no vuelva a incurrir en ello.
Bueno, aparte de esto, recuerdo que al llegar yo a Jiquilpan todo
mundo estaba armado, todos los pudientes tenían pistolas. A mí me
extrañó mucho, porque era la primera vez que yo llegaba a un pueblo, que tenía cerca de cuatro mil habitantes, y que jóvenes y viejos
estuvieran todos empistolados.
La gente humilde tenía su daga, que por cierto un día le pregunté a uno:
—Oyes, ¿y para qué quieres ese cuchillo tan puntiagudo?
Y me contestó:
—¡Hombre, Pappatheodorou!, pa’ remendar mis huaraches. Me sirve
de alesna.
220
Con esa respuesta quedaba conforme yo porque no me convenía averiguar más adelante y pues posiblemente podía echarme enemistades si andaba preguntando más.
Otra cosa que les quiero decir es que en las cocinas de las gentes
se utilizaba mucho el carbón o la leña y por eso es que había rancheros de los pueblos, de las orillas y de los cerros, de los que se dedicaban a cortar y transportar leña para vender. Esta gente tenía una
higiene muy atrasada, porque se les veía el cuello y las manos cargadas de costras de mugre. Pues esa gente de plano no tenía dónde
asearse.
Hoy podemos decir que estamos en la cumbre, porque no hay
pueblo que no tenga luz, agua. Hoy no hay ciudadano que esté esclavizado, que no pueda trasladarse a dónde él quiera ir. Yo llegué a
conocer gentes que querían ir de un rancho a otro y no podían;
porque el dueño de aquél rancho preguntaba al que llegaba de otro
lugar a pedir trabajo:
—¿Y de dónde vienes?
—Pos vengo de El Sabino (por decir algo).
Ya entonces el ranchero ese investigaba con el dueño de dónde
provenía aquél pobre individuo; para cerciorarse si había cometido
alguna anomalía o por qué había salido de ese rancho.
Así que esos procedimientos los conservaban en una esclavitud;
y prácticamente así era y me daba mucha lástima.
Pero eso hoy lo he contado en pláticas que he sostenido con
algunos amigos, y les digo que desde la iniciativa de don Lázaro, fue
la liberación del pueblo mexicano; porque hoy toda persona a donde quiera ir es libre, trabaje o no trabaje.
Y como ellos mismos dicen: «A ti qué te importa.» Y así debe
ser. Porque la libertad es lo más sano que hay; como decían los
griegos en el tiempo de la esclavitud bajo el imperio turco: «Prefiero una hora de vida libre, contra cuarenta años de esclavitud».
Esas son las cosas tristes de la vida. Pero ahora les quiero contar
de los festejos que se hacían en algunas casas de familias acomodadas. Se festejaban casorios, santos o alguna otra cosa. A mí me tocó
221
asistir por primera vez a un baile en la casa de don Luis Quiroz, que
por cierto tenía una hija, muy bonita, morena; bueno que parecía
una estatua. Ella se llamaba Nacha. Y un profesor que se llamaba
José Palomares Quiroz32 le hizo una canción que decía:
Nacha, la más linda muchacha
Nacha, añoranza gentil
eres capullito de rosa,
suave como brisa de abril.
En ese baile estaban muchas jovencitas y todo el centro de la
población. Porque, como he mencionado, había una gran distancia
entre los ricos y los pobres. Y siempre los ricos eran quienes hacían
los festejos, los recordatorios, las fiestecitas en casas particulares.
Bueno, en ese baile pues estaba mi novia Margarita Betancourt
Villaseñor. Y por primera vez baile unas dos piezas con ella. Y pues
como era yo extranjero a la gente le llamaba mucho la atención que
yo bailara con Margarita. Y pues creo que ella pensó en qué diría la
gente, porque estaba bailando conmigo y pues ya no bailamos.
Esa casa de don Luis Quiroz era grande, amplia, tenía portales
alrededor. Por cierto está ubicada esa casa en donde hoy es el Banco Nacional de México.
Ya después de algún tiempo hubo otro baile, en donde fue el
Cine Hidalgo y hoy Casa de la Cultura; pero que antes había sido
una escuela, que por cierto tenía unos sesenta alumnos, en aquél
entonces todos los de la ciudad de Jiquilpan; y me acuerdo muy
bien de esto porque ahí estudiaron dos de mis cuñados: Alejandro y
Juan.
En ese lugar, en donde se hizo ese baile, había unos salones. Y
32
José Palomares Quiroz (1906-1954) profesor y poeta. Participó en la fundación de
varias escuelas secundarias en el Estado de Michoacán. Además fue una persona
de profundas convicciones democráticas. Participó en el movimiento de Reforma
Socialista en la Educación durante el periodo presidencial del general Lázaro Cárdenas. Op. cit. T. 10, p. 218.
222
Profesor José Palomares Quiroz, director de la Escuela Agrícola Industrial,
1934.
223
nuevamente se volvió a reunir ahí la gente del centro y desde luego
la gente que ya conocía ya la trataba; pues bailamos todos.
En ese tiempo los bailes no se prolongaban mucho. Terminaban a más tardar a las diez u once de la noche, porque la luz era muy
débil, ya que venía de Los Reyes, y a veces la quitaban temprano y,
pues, no había seguridad. Por cierto, me acuerdo que en esa noche
se apagó la luz y se prendieron ahí velas, y por tal motivo la gente se
desmoralizó y empezó a irse, y así terminó el baile.
Había desde luego otros festejos, como los de Navidad y Año
Nuevo.
Recuerdo que en navidad paseaban al Niño Dios por varias calles del pueblo; partían de una casa e iban cantando por la calle
todos los que acompañaban. Por fin regresaban de donde salían y
ahí se hacía una fíestecita. Y así se festejaban los días de las posadas,
creo que esto se hacía hasta el mes de enero.
En esta misma época de Navidad salían por las calles unos
danzantes que se llamaban “Los negros”, que se vestían con unas
zaleas en las cabezas, con máscaras y pantalones como de charro;
cogían unos chicotes grandes y gritaban ahí. Y pues así bailaban
por las calles y la gente se aglomeraba en las banquetas para ver a
aquellos danzantes.
Me acuerdo que un año fuimos con mi esposa Margarita a visitar varios nacimientos. Y uno de los nacimientos que era de fama
en todo el pueblo, era el de don Cayetano. Don Cayetano era un
hombre muy curioso y sus hijos también muy hábiles. Y don
Cayetano ponía también el nacimiento pero era un nacimiento mecánico, muy bonito. Tenía un hachero, un machetero en el monte
que levantaba la mano y cortaba un árbol, había otro que tenía un
serrucho y estaba cortando ahí un trozo de madera, y esto era todo
mecánicamente. Por debajo de todo esto ponía a un chamaco para
que le diera vueltas, ¿verdad?, y una rueda movía todos esos personajes. Y me acuerdo yo que un año, al ver don Cayetano al monito
que era el leñador, dijo:
—¡Ah, fregado!, ya estás cortando el palo.
224
Y don Cayetano para eso cobraba, naturalmente, cobraba creo
que un centavo o dos centavos por cada persona porque eso era
como en 1931 ó 1932, en esas fechas la moneda, el dinero, estaba
muy caro y muy escaso.
Y así había muchas cosas en que se divertía la gente. En las casas
hacían después las piñatas; en fin cosas de la región. Porque en
aquél entonces no había vías de comunicación, y lo más cercano
que visitaban era a Zamora, a Cotija, a Quitupán, en fin, a La Barca,
Ocotlán, y era una cosa muy reducida, eran cosas netamente regionales y costumbres, pos, tradicionales de muchos años atrás.
Recuerdo que estaba la banda que la dirigía don Jesús Quiroz,
que era un músico entusiasta; estaba también don Salvador Herrera
y José Herrera, que tocaban en el templo y cantaban; Manuel Gálvez
y muchos otros que no me acuerdo, así que era una banda bien
formada, y para que tocaran se cotizaba todo el comercio, de un
tostón de a setenta y cinco centavos de a un peso o en fin según la
magnitud del comerciante del negocio, así colaboraban y había audición a mediodía, de las doce a las dos de la tarde; y en la noche de
las ocho a las diez de la noche.
Había entonces mucho entusiasmo por asistir a la plaza Colón, en
donde daban vuelta en un sentido y en otro sentido. Había vueltas para
los más catrines y había vueltas para los más humildes. Aparte de eso se
acostumbraba también aventar serpentinas y confeti.
Tiraban serpentinas los muchachos a las muchachas y a veces
hasta alguna muchacha también se atrevía a aventar una serpentina
a algún muchacho, que eso era una cosa muy rara porque no se
permitía esa libertad de que una muchacha prefiriera a un muchacho, eso lo tenían como mal.
Y se daban unas cartitas ya impresas. En algunas cartas había
dos palomas y en otras había las manos que se saludaban, que pedía
una mano a la otra mano.
Había la primera carta para iniciar la relación, y segunda carta
para contestar; así que el muchacho se atrevía a escribirle la carta.
Eso, naturalmente, la redacción, era pues ya hecha de tiempo, ¿no?,
de antemano, porque entonces el analfabetismo era muy extendido.
Pocos muchachos sabían leer y menos las muchachas, y así daban
225
las cartas, y al otro domingo entonces ya descifraban lo que decía la
carta del muchacho. Luego la muchacha iba, compraba una carta,
también la primera de contestación, y así se formalizaba el noviazgo.
Así es que si la muchacha contestaba, entonces el muchacho
volvía otra vez a mandarle otra carta y así se hacían novios y seguían
el sistema, el modo de conocerse los muchachos.
Ya una vez que se hacían novios, que simpatizaban, entonces la
muchacha esperaba en la puerta, en el zaguán de la casa al muchacho a determinada hora de la noche. Generalmente procuraban que
los padres estuvieran ausentes, y más todavía los hermanos porque
eran muy celosos y a veces, ¿verdad?, se hacían pleitos y pues en
algunas ocasiones hasta terminaba en tragedia. Por cierto, yo llegué
a saber de un hermano que llegó a matar por la espalda al novio de
la hermana.
Yo también fui novio y así principié también a mandar una cartita. Pero la carta la tenía que mandar con algún bolero o con algún
chamaco; que a veces no se atrevían, tenían miedo de que los amenazaran, que por qué llevaban la carta, pero así se lograba de todos
modos con mucha insistencia a que llegara alguna misiva o alguna
cosa a manos de la muchacha. Y la muchacha después contestaba
afirmativamente o negativamente a la insistencia del muchacho.
Recuerdo algo que me sucedió una vez que ya me iba a ir a Morelia.
Entonces le dije yo a un muchacho que era bolero que se llamaba Carlos (que ya lo he perdido de vista hace muchos años) le dije:
—Mira, toma esta carta y se la das a mi novia. Aquí está también un
tostón (o sea cincuenta centavos).
Era una moneda muy grande un tostón, en ese tiempo tenía
valor la moneda; por cierto, al llegar yo a Jiquilpan, los trabajadores
del campo, yo les llegué a pagar hasta treinta y siete centavos y medio por día, y los días de trabajo naturalmente eran de más de doce
horas. Tenían que empezar de las seis de la mañana, o antes, para
regresar seis, siete de la noche.
Bueno, yo creí que ya había llegado la carta a manos de mi novia
y le pregunté:
226
—¿Ya entregaste la carta?
—Sí ya se la entregué.
—¿Qué te dijo?, ¿te dijo alguna cosa?
—Me dijo que lo esperara aquí enfrente en la casa de don Feliciano
Moneada.
Esa casa estaba enfrente del correo entonces, y era un zaguán
que está precisamente frente a las ventanas donde vivía mi novia, o
sea la casa del doctor Betancourt. Y ahí estuve yo, espere y espere a
que se abriera la ventana a ver cada movimiento; cada ruidito que
oía volteaba a ver si se abría la ventana y nada, hasta que llegó la
hora de que teníamos que partir en bestias a la estación de Moreno.
La salida era hasta la una de la mañana; así tuve que hacer yo esa
espera, sin esperanza alguna. Ya que vi que Antonio Gudiño tenía
las bestias listas, entonces me tuve que separar, para ir a montar las
bestias para irnos a Moreno y tomar el tren a Morelia. Y mi novia
no salió.
Cuando regresé me dijo el doctor Vela (que era un amigo mío,
que ya lo he mencionado).
—Mira, ¿sabes lo que pasó con la carta que tú le diste a Carlos?
Tuvo miedo de entregar la carta, porque me dijo que si llegaba a saber
el doctor que había llevado la carta a su hija lo mandaba fusilar.
Y por tal motivo no entregó la carta; pero me hizo el favor el
doctor Vela de entregarla. Pues el doctor, como se tenían confianza, ya amigos, ¿verdad?, con la novia que tenía, eran primas, y así
entregó la carta a mi novia. Ya de regreso supe yo de esas noticias.
Y así eran los noviazgos entonces. A veces que salía en la ventana mi novia al acercarme, a veces ni intercambiaba palabra ni alcanzaba a saludarla, cuando ya me decía «Ahí viene mi mamá» o «Ahí
viene mi papá» o «Ahí viene mi hermano»; y así cuando mucho
lograría medio minuto intercambiar algunas palabras. Y como eran
ocho hermanos, mi suegro o sea el doctor Betancourt, ya había
asignado dos de ellos que se turnaran, que eran Alejandro y Juan,
que tendrían entonces unos once, doce años, y no debían de dejar el
227
zaguán sin que estuviera uno de ellos para que yo no me acercara a
platicar con mi novia.
Y no sólo eso, había otras costumbritas con los novios. Una vez
estaba yo en el billar que tenía don Leopoldo Pulido, en el mismo
portal Hidalgo, al fondo del portal al norte, o sea contra esquina del
cine Hidalgo, o de la Casa de la Cultura que es hoy; y ahí estaba el
billar y en tiempo de invierno que entonces sí hacía un poco de
friyecito, y andaba yo con mi abrigo. Llega y me dice un bolero:
—Oiga, Pappatheodorou, su novia lo está esperando por la segunda
ventana de la calle de al lado.
Ya fui corriendo para poder lograr verla. Ella estaba distante y
en el momento que yo me acercaba hay vienen los cubazos de agua
de la azotea; no sólo me echaron agua Alejandro y Juan, sino también José, el mayor de los dos, y otro que se juntaba que era Luis
Fernando Méndez. Y por cierto una vez me dijo:
—No sólo fue agua, sino que echamos orines en el agua, para que así
te mojaran.
Y entonces yo dije:
—Eso no es cierto.
—Sí, pregunta y verás que así lo hicimos una vez.
Yo, el pobre, pues ya medio mojado tuve que ir a la casa a cambiarme. Vivía solo entonces y tenía una casa rentada de don Ignacio
Marín, que estaba distante como dos cuadras y tenía una nana, una
señora muy buena que se llamaba Luisa, pos, anciana de unos cincuenta o sesenta años, y ella me hacía cosas, me arreglaba toda la
casa y vivía a gusto.
Por cierto que en aquél entonces los pollos estaban baratos y era
la comida, podría decirse, más suntuosa; seguido me hacía pollo (un
pollo valía veinticinco o treinta centavos). Hay que continuar, ya
que se trata de pollo, que a veces le compraba algún pollo o algún
228
gallo a don Rosendo Gudiño. Don Rosendo Gudiño era un hombre bastante anciano que posiblemente en aquellas fechas tendría
más de setenta años y rifaba muchas veces un gallo grande, y entonces decía: «Bueno, este gallo se va a rifar en un peso, el boleto es de
diez centavos». Pero muchas veces, como ya había oído decir, a mí
no me constaba ni me consta, pero sí decían que no lo rifaba y
entonces recogía el peso que lo rifaba y lo volvía a rifar el gallo. Don
Rosendo era también padre de Baltasar Gudiño y tenía otros dos
hijos, Melchor y Gaspar. Y don Baltasar Gudiño pues era un hombre culto que ayudaba mucho a los pobres, llegó a ser Presidente
Municipal y fue también diputado al Congreso de la Unión, y se
dedicaba también mucho en dar facilidades, ayudar a los agraristas
que en aquél entonces necesitaban de personas que los orientara.
Volviendo a mi noviazgo, ya en estas fechas (nos retrocedemos
un poquito a 1930) tenía un año yo de novio con Margarita y entonces ya teníamos algunas relaciones, ya nos veíamos por allí, a veces
nos saludábamos en la calle, y ya habíamos determinado que yo la
pidiera en matrimonio.
Yo para entonces ya tenía conocidos como don Dámaso Cárdenas, que era diputado local al Congreso del Estado; el administrador de Rentas, don Zenón Ayala, que era el que me pagaba, allí
cobraba en la Administración de Rentas, y don Pancho Quiroz, que
eran parientes con el señor Betancourt; los Villaseñor con los Cárdenas tenían relaciones y eran personas honorables, de buenas familias, que eran varios hermanos, don Pancho, don Luis, don Adolfo, don Enrique; en fin, eran cuatro o cinco hermanos ellos, y una
de las familias más ricas de Jiquilpan; y a ellos nombré y les dije que
si me hacían el favor de ir a pedir a mi novia en matrimonio, y así
fueron los tres a entrevistar al doctor Betancourt y a la esposa, doña
Amelia Villaseñor, a su casa y dieron un plazo de un año, el año
siguiente de 1932.
Pero como que no tenían ganas, porque no me conocían, y que
no sé qué y que había necesidad de que yo me identificara más
todavía, que si era casado o no era casado, tuve que traer una carta
de la mutualista helénica de Grecia de México, otra carta después
del consulado, que lo representaba entonces en aquéllas fechas el
229
consulado francés al gobierno griego; pero que no era suficiente,
que debería tener una carta desde Grecia, pos hasta Grecia tuve que
mandar traer una carta, un certificado de que era soltero; aparte de
eso fue una cosa muy prolongada. El doctor Betancourt tenía un
hermano que se llamaba Luis Betancourt, un jurisconsulto que representaba a la casa Cusi en México en todas las dificultades que se
presentaban, era el apoderado de la casa Cusi, y él se tuvo que informar en el consulado, en la Mutualista Helénica y en muchas partes
de que este señor Theodoro Pappatheodorou había entrado a México
legalmente. Y así, al reunir todos esos documentos todas esas informaciones, se logró que yo pudiera casarme con mi novia.
Pero aún así, como era una sola hija, doña Amelia se ponía muy
triste y no quería y además tenía un dolor que le daba muy fuerte,
que a veces hasta llegaba a llorar la pobre, y por tal motivo no se
quería desprender de la hija, no se animaba a que se casara la hija.
Pero llegó un momento, como sucede con los enamorados, pues
dije:
—¡Hombre!, pos si no me la dan me la voy a robar.
—No, no —ya me dijeron los tres que había mandado—. No, así no,
hay que hacer las cosas legalmente, una cosa bonita, casorio, porque
de otra manera no, es feo, eso de robar la muchacha, ¿verdad?, entonces sería peor y nosotros no lo admitiríamos, no lo aceptaríamos, entonces vamos a volver a insistir.
Y así fueron también otra vez. Ya entonces dieron la última palabra para la fecha que debíamos de casarnos.
Ahora la dificultad se presentaba religiosamente. En aquél entonces la religión católica con la ortodoxa, pues no estaba muy bien;
no tenían el contacto como lo hay hoy. Fui a ver al señor cura, que
era el señor don Jesús Arroyo, una persona muy fina que era a la vez
amigo mío, por ser extranjero, por ser griego ya tenía unos contactos con él, ya platicaba con él que cómo era de la religión ortodoxa,
cómo hacíamos las fiestas, en fin, que él ya estaba más penetrado
que yo, pero teníamos amistad con él y me orientó y me dijo:
—Mire, Pappatheodorou, para eso vamos a hacer una carta que
230
diga que usted va a dejar libre a su esposa, en caso de que tengan
hijos (que quiera Dios) para educarlos bajo la religión católica.
Pues no me quedaba más que otra cosa. Ya le contesté:
—Señor Cura, pues estamos aquí en el país, aquí vivo, aquí tengo que
casarme, desde luego acepto.
Y así tuve que firmar la carta.
Pero por otro lado, no había culto, más bien los templos estaban
cerrados, estaba el señor cura, pero los templos estaban cerrados,
así es que no se podía hacer el casorio en el templo, y entonces se
tuvo que hacer en la casa de mi suegro, o sea del doctor Amadeo
Betancourt. Primero asistió el presidente municipal, que era Salvador Lozoya, y, pues, lo llamo yo de confianza así porque era más o
menos de mi edad y nos tratamos de mucha confianza. Fue y nos
leyó la cartilla de Melchor Ocampo, y todos los requisitos oficiales,
y firmando los testigos allá y terminando eso vino el señor cura y
también nos casó eclesiásticamente en la misma casa, en el mismo
salón, y así quedamos casados. Y ese mismo día tuvimos que partir
rumbo a Morelia en un carro que nos llevó Benjamín Herrera.
Los templos estaban cerrados porque en aquél entonces, toda
vía no terminaba la cristeriada y ese era el motivo. Creo precisamente que estaban cerrados desde el general Plutarco Elías Calles.33
Después se vino la revolución de los cristeros.34 Ya que llegamos
en ese punto, me tocó un día estar enfrente a la Presidencia Municipal cuando llegaron ahí dos mulas cargadas con costales. ¿Y qué
traían? Traían las cabezas de unos cristeros, y esos costales adentro
cada costal tenía tres cabezas y los descargaron y los pusieron en el
portal de la Presidencia Municipal, en donde había ahí una banca
33
34
En 1926 el presidente Plutarco Elías Calles expidió una ley que incluía las infracciones en materia de culto como delito. (Ley Calles.) Y como respuesta a esta ley, el
31 de julio de ese mismo año, los obispos mexicanos suspendieron el culto.
Ramón Aguilar y Anatolio Partida fueron los principales cabecillas del movimiento cristero en la región; operaron en la zona comprendida entre Cojumatlán y
Zirándaro. Meyer, Jean. La cristiada. (1974). Méx., S. XXI, t. I. p. 278.
231
larga en donde se sentaban los gendarmes y ahí pusieron todas las
cabezas con las caras hacia el jardín Zaragoza, o sea hacia afuera
que (según oí decir) para que los dolientes de los familiares fueran a
reconocerlos y recogerlos y les dieran sepultura. Eso fue lo más
triste que me tocó ver en esas fechas en Jiquilpan. Creo que uno de
ellos era Francisco Meza, que estaba en las estribaciones, más bien
en las partes altas del cerro de San Francisco, al sur de la población
de Jiquilpan, y que era uno de ellos y otros que lo seguían, que eran
colaboradores, o sea cristeros.
Supe que la cosa de los cristeros era precisamente por el motivo
de que, según el presidente Calles, no estaba de acuerdo por muchas cosas con la religión católica. Que parece que mucho dinero
de México iba a dar al Vaticano y que por tal motivo, ¿verdad?, no
debía de salir el dinero del país, que debían de solucionar las diferencias pacíficamente gobierno y pueblo. Cerraron los templos.
Entonces el pueblo se levantó para defender su religión, como en
muchas partes, no sólo aquí, sino que las religiones en muchas partes han sido cosas muy arraigadas de los pueblos, como en Grecia
también. En Grecia en la época de la Independencia de 1821 los
turcos cogieron a un diácono, que querían que se convirtiera a la
religión mahometana y él les contestó con estas palabras heroicas:
«Griego he nacido, griego he de morir». Entonces lo tuvieron que
quemar en una pira que hicieron y así murió don Atanasio Diáko
así se llamaba, Atanasio Diáko, un religioso griego.
Lo mismo también en México, por todo el pueblo, entonces
como ahora, pues es muy católico, hasta fanático y que era su religión. Y es una gran creencia que todos debemos de respetar, como
yo respeto todas esas cosas en un país que hay libertad; así deben de
ser las cosas, cada quien que crea en lo que le han inculcado sus
padres, si le han inculcado la religión. Es una fe, una esperanza en la
vida, en fin, todas esas cosas son muy bonitas, y así con una ilusión,
con una esperanza vivimos en este mundo.
Eso de las cabezas, pues eran ya los últimos acontecimientos del
movimiento cristero.
Ya he mencionado que el general Cárdenas llegó a Uruapan en
aquellos tiempos, que tenía su cuartel general en la estación de
232
Uruapan, y allí empezó a indultar a todos los cristeros que depusieron las armas y que ya había tranquilidad. Que él se comprometía a
que ya no iba haber dificultades religiosas, y que los templos pronto
se iban a abrir. Yo me acuerdo bien precisamente que cuando fue
Presidente de la República, el general Cárdenas, inmediatamente
entonces (según mi opinión) se pusieron de acuerdo el general Cárdenas y el Arzobispo de Michoacán, don José María Martínez; de
eso no sé yo, de la política en los arreglos que tuvieron tanto los
civiles como los eclesiásticos. Pero sí me consta que don José María
Martínez se trasladó a México como Arzobispo Primado de México. Y desde entonces se vino la tranquilidad y tenemos paz desde el
tiempo del general Cárdenas para acá.
Bueno, como ya les digo, por causa de ese movimiento cristero
tuvimos que hacer la boda en casa particular; por cierto que nuestros padrinos fueron Alfonso Novoa, que era pariente político de
mi novia y esposa y lo acompañó una cuñada que fue Lolita Gudiño,
un año mayor que mi esposa. Otra pareja de los padrinos fue Pedro
Marín con Elisa Villaseñor Villaseñor, que es prima hermana de mi
esposa también, y Pedro Marín es un año mayor que yo. Tenía entonces la edad de veintiséis años y don Alfonso Novoa tenía treinta
y seis años, que eran parientes con el general Cárdenas, así que era
un año menor que el general Lázaro Cárdenas.
Debo de mencionar, y con mi agradecimiento también, al general Cárdenas o sea el señor gobernador de Michoacán, a quien informé que ya me iba a casar, entonces pocos días antes ordenó a la
Administración de Rentas que me entregaran doscientos pesos para
nuestro viaje de luna de miel. Y así que fue un día jueves, nos llevó
en el automóvil de don Juan del Río que también era pariente de
don Lázaro, y tenía él camiones que hacían el servicio (en las secas,
naturalmente) hasta Zamora, destinaban un camión a Zamora y
otro camión a Ocotlán, y tenía un auto Ford modelo 30 ó 29 y con
esos hacía servicios particulares, y el que lo manejaba era Benjamín
Herrera. Entonces Benjamín Herrera nos llevó hasta la Barca, ya en
abril, pues, ya era todo seco, y nos condujo hasta la Estación para
tomar el tren.
El pago del traslado de Jiquilpan a la Barca fue de tres pesos.
233
Llegamos a La Barca, nos llevó hasta la estación y ahí esperamos el
tren que iba hasta Pénjamo; en Pénjamo teníamos que trasbordar y
ahí permanecer en la noche y al día siguiente tomar el tren (que es
un ramal de Pénjamo-Ajuno, Michoacán).
Al día siguiente llegamos a Ajuno temprano, y ahí teníamos que
esperar otra vez el tren, que regresaba de Uruapan-MoreliaAcámbaro-Celaya. Hacía en Ajuno mucho frío en aquel entonces y
de Ajuno a Morelia, al llegar a Morelia tuvimos que instalarnos en el
Hotel Oceguera, que ya estaba yo familiarizado con ese hotel y ahí
permanecimos una semana.
Entrevistamos al general Cárdenas (y otro agradecimiento más),
quien me regaló otros doscientos pesos para que continuáramos y
me dio permiso de un mes para que visitara las poblaciones que yo
creía conveniente, que a la vez me servía de paseo de bodas, y me
servía también de conocer esas poblaciones con el objeto de ver si
era posible el cultivo de la morera.
Estando en Uruapan nos instalamos en el Hotel América, que
ya también había permanecido yo largo tiempo ahí en ese hotel. Un
Alumnas de la Escuela Josefa Ortiz de Domínguez, en Morelia, Mich., desarrollando
la cría del gusano de seda en 1932.
234
día, me acuerdo, un sábado en la tarde, salimos con mi esposa a dar
la vuelta a presentarle toda la gente que conocía en Uruapan, y encontramos a Eva Méndez de Jiquilpan, y luego luego le llamó mucho la atención que yo anduviera en la calle y me dijo:
—¿Oiga por qué usted anda en la calle?
—¡Ay, señorita!, ¿pos qué cree que estamos encarcelados en el hotel?
—No, no, no usted lo toma por otro lado. Me refiero que allá en
Jiquilpan dicen que usted podó las moreras y que estaban muy bonitas
antes.
Y que ahora que llegó el general lo llevó el señor Dámaso para
que viera las moreras y encontró aquello todo podado. Y se rumora
allá que ordenó que lo encarcelaran.
—No, señorita, yo no he hecho ningún mal, la poda de las moreras es
dentro del trabajo que estoy desarrollando, las moreras que son de un
año aprovechamos el follaje, todas las hojas para alimentar la cría del
gusano que felizmente terminamos, y me casé y estamos por aquí de
paseo.
Y esa poda era indispensable que se hiciera así, y en primavera,
para que en lo futuro pudiera formar un tallo recto; ya que el árbol
tiene sus raíces ya fortalecidas. Entonces, a la altura adecuada, ahí se
vuelve a podar, y empieza a formarse la copa adecuada. Así es que
me asustó y creía la señorita Eva Méndez que ya estaba encarcelado.
Pero el general le contestó a don Dámaso:
—Mira, Dámaso, no te preocupes para eso tenemos aquí a Pappatheodorou, para que él los haya podado es que así debía de ser.
—No, pero que estaban muy bonitos, que no se qué.
Otra vez le contesta el general.
—Pos, así, pero él sabe lo que hace.
Voy a mencionar también unas cosas en aquel entonces en que
pasábamos también el tiempo. Tenía un amigo muy bueno, un hom235
bre muy culto, que era el padre don Enrique Villaseñor, con quien
me gustaba platicar porque sabía el griego antiguo, lo había estudiado, porque él estudió con los hermanos Betancourt, con Luis, que
fue licenciado, y Pepe, que así lo llamaban Pepe Betancourt que también se recibió de sacerdote allá en Roma, en el colegio Piolatino que
está en Roma, y con don Enrique, que tenía su casa cerca de la plaza, y
siendo él también avanzado de edad se sentaba siempre en una ventana
y ahí cada vez que pasaba ya me hacía la señal, ¿verdad?, para que me
acercara con él y así durábamos largo rato platicando.
Don Enrique Villaseñor, que era también primo hermano de mi
suegro, o sea del doctor Betancourt, tenía una capilla; él no prestaba servicios al clero, sino que oficiaba en su capilla y como en aquel
entonces los templos estaban cerrados, todos los domingos él oficiaba en su capilla; entonces todos los familiares y amigos acudían
ahí a su casa a la capilla a oír misa. Tenía dos hermanas y una sirvienta que se llamaba Modesta, que más bien era ama de llaves,
pues tenía a su cargo toda la casa. La señorita Modesta Magallón
era como ama de llaves y administradora ahí en la casa del padre
Villaseñor.
El padre Villaseñor, al regresar de Roma, pues como eran hacendados, tenían la hacienda en Jalisco, en el municipio de Quitupán,
tenía extensas propiedades por allá y tenían desde luego bastante
dinero. En sus viajes vio un castillo en Europa y así se le ocurrió a él
también construir en su hacienda, en un promontorio, en un lugar
alto, un edificio de más de tres pisos, en forma de castillo, que prácticamente se divertía allá, y que duró algún tiempo. Dicen las malas
lenguas, que en vez de primero meter el agua para edificar la construcción, lo hizo acarreando el agua en botes con bestias para hacer
la mezcla, para hacer la edificación. Ya una vez terminada la casa
entonces hizo la instalación del agua. Yo cuando ya llegué aquí, ese
edificio ya estaba en medias ruinas y como ya había pasado la revolución y todas esas cosas así que ya estaba en destrucción no alcancé el esplendor de ese castillo.
El mismo padre Villaseñor también construyó una casa en
Jiquilpan, que es el edificio más bonito de Jiquilpan, que como ya
he mencionado hasta con su capilla adentro en la casa, empapelado
236
el cielo y todo, en fin, un palacio. Ya transcurriendo los años, como
ya murieron todos, el padre, las hermanas y todo, y por último se
quedó Modesta y después también se murió Modesta y se quedó la
casa; no sé quién heredaría eso; pero sí llegó a manos de una prima
hermana de mi esposa, que tenía lo necesario para conservar bien la
casa. Por cierto, un día le propuse que si me vendía la casa (porque
aspiraba a aquella casa, yo estaba más o menos económicamente en
condiciones de arreglarla para que permaneciera) y no quiso vendérmela. Le dije: «Le doblo el precio, usted diga, dígame cuánto
quiere». Pos no me la quiso vender. Posteriormente murió su esposo, dividió la casa: la mitad la vendió a otra personas y se concentró
en la otra mitad; y por último vendió aquello y se retiró a una propiedad que tenía su esposo por ahí en otro lado, y así se acabó ese
edificio que es una joya. Bueno sería que algún día se reuniera de
nuevo ese edificio, que está en tres partes, una tercera parte la tiene
Alberto Villaseñor, que también es sobrino de segundo grado del
padre Villaseñor. La casa está a media cuadra al poniente o sea a
media calle, en donde se divide y que llega a la Trasquila, o sea hacia
el poniente, partiendo del portal Hidalgo a la derecha; la esquina era
casa del doctor Betancourt. La casa del doctor Betancourt colinda
con la casa del padre Villaseñor; la mitad es del padre Villaseñor y la
otra parte es del doctor Betancourt. Creo que ya he mencionado
que el padre Villaseñor y el doctor Betancourt eran, creo, primos
hermanos o primos segundos, porque aquí en Jiquilpan todos se
componen de Villaseñor, todo el centro, si no es por un lado es por
otro lado, pero tiene que tener apellido Villaseñor lo más lejano
tercer grado.
Recuerdo que cuando el general era gobernador, conocí al general Múgica; ellos en esa época aún estaban en contacto. Por esas
fechas se construyó la primer carretera de Morelia, que fue
Chupícuaro, que está adelante, cerca de la población de Quiroga, y
hacia el norte de Tzintzuntzan; más bien Chupícuaro está enfrente,
al norte de Tzintzuntzan. Oía las pláticas de los proyectos que tenían en aquél entonces para que tuviera una salida la capital de Michoacán a una playa, y que ya habían conocido esa parte de
Chupícuaro.
237
En Chupícuaro, al llegar al lago, inmediatamente se ve ahí la
quinta del general Francisco J. Múgica, que creo que todavía es de la
familia, y ahí se hicieron plantación de árboles, arreglaron un parque y parece que hasta arrimaron parte de la arena para la playa, que
por cierto quedó una playa chica muy pintoresca. Y entonces estaba
de moda ese lugar para la capital de Michoacán y no estaba pavimentada la carretera, sino estaba con grava nada más; eso sucedía
por ahí de 1930 a 1932 y… ¡Ah!, esa carretera tenía una curva muy
cerrada y esa curva siguió cerrada, no abrieron línea recta para que
la gente que venía de fuera, los turistas, tenían que pasar frente de la
playa de Chupícuaro y ya después pasaban por un puente para continuar a Morelia. Y lo mismo también de Morelia tenían que bajar y
pasar por la playa y continuar rumbo a Zacapu, Zamora y Jiquilpan.
También durante el gobierno del general Cárdenas se construyó
la quinta Eréndira. Ahí me tocó estar pues me mandó llamar de
Morelia el general Cárdenas para que asistiera yo con mi esposa,
que estábamos recién casados, al casorio civil de ellos.
El general, para entonces, ya había entregado el gobierno del
estado, que fue el 15 de septiembre. Nosotros nos casamos el 21 de
abril y ellos se casaron en octubre, y por tal motivo querían que yo
también asistiera con mi esposa al casorio de ellos, porque me quería mucho y sería porque yo me portaba bien, y me mandó llamar y
tengo hasta una fotografía en el momento que yo llegaba con mi
esposa a la Quinta Eréndira. Ahí estaba también José Raymundo
Cárdenas, don Dámaso Cárdenas, Alberto Cárdenas, Francisco
Cárdenas; todos los hermanos. Josefina y todos los hermanos estaban ahí y estaba hasta una tía de él, ya anciana la señora, que no me
acuerdo en estos momentos cómo se llamaba.
Me acuerdo que me firmó dos contratos de unos lotes; porque
el gobierno del Estado había formado una colonia en Morelia para
los empleados, y me dijo el general Cárdenas que escogiera algún
lote o dos si quería, que tenía que pagarlo a plazo después. Y aproveché la ocasión porque no me los había firmado, puesto que andaba yo fuera, y entonces los llevé en esa ocasión a que me firmara
esos documentos de los lotes.
Y así con frecuencia visitábamos el lugar. Mientras vivieron allí,
238
íbamos los sábados y permanecíamos una noche y el domingo en la
tarde otra vez regresábamos a Morelia, con mi esposa. Un día el
general Cárdenas me dijo:
—Mira, Pappatheodorou, ahora ya vas a estar en otro gobierno, ahora
está el general Serrato. Pero ahí tienes un buen amigo que es Victoriano
Anguiano, sin embargo el día que te molesten, el día que te digan que
ya no hay trabajo para ti, inmediatamente me comunicas. Ahora me
destinaron como Jefe de Zona en la ciudad de Puebla, así es que allá
diriges los telegramas, las cartas y lo que se te ofrezca. Pero si te cortan, tú te vas a Jiquilpan a radicar, puesto que ya se casaron, ya tienes
tu esposa, y te vas a dedicar de lleno a la región de Jiquilpan, a desarrollar la sericicultura.
Y así yo me quedé algún tiempo en Morelia, pero empezaron
algunos políticos a molestarme. Uno de ellos fue el tesorero, que en
tiempo del general Cárdenas fue diputado, él era Ernesto Ruiz Solís,
y fue nombrado entonces Tesorero del Estado y un día después de
un mes que ya me hacían falta centavos, fui a cobrar y me dice don
Ernesto:
—¿Qué quieres que te dé? Mira ahí están las cajas vacías, no nos dejaron ni un centavo.
Y así fui a ver después al Secretario General, que era el licenciado Victoriano Anguiano (que ya he mencionado antes cuando todavía era estudiante), que era de San Juan de las Colchas o
Parangaricutiro, ya me dijo:
—Pues qué quieres, Theodoro, que hagamos. Escríbele al general Cárdenas a ver que te dice él.
Y así muchas veces nos encontrábamos en Uruapan, y de ahí nos
íbamos hasta Parangaricutiro y ahí permanecíamos dos, tres días, y regresábamos a Morelia. Una vez en Uruapan nos quedamos una noche
porque a veces yo tenía unos trabajitos ahí, y después regresamos.
239
Todavía en 1931 frecuentaba yo Uruapan y tenía naturalmente
varios amigos allá, principalmente el doctor Alvarado y a Rafael
Béjar, que era originario de Parácuaro; ahí él sembraba arroz y tenía
un molino también de arroz. Para entonces ya el general Cárdenas
había construido una carretera para llegar a Apatzingán, que no era
por donde va ahorita la carretera, por Lombardía y Nueva Italia,
Apatzingán, sino era por el lado de Jicalán, Jucutacato, por el nuevo
San Juan de las Colchas, o sea Los Conejos, y ladeando la sierra
llegaba a la hacienda de Los Bancos, que también ahí había un ingenio, y de ahí se iba a Parácuaro. En Parácuaro llegábamos a la casa
de Rafael Béjar, en donde permanecíamos un tiempo, ya fuera para
distraernos o bien para atender a unos enfermos que el doctor Alvarado veía cada vez que iba a Parácuaro.
La carretera esa era de tierra; en muchas partes había grava colorada, porque hay algunos volcanes viejos por ahí de tierra colorada
y de grava colorada y negra, y todos los puentes eran de madera;
todos eran de madera puesto que ahí nomás tumbaban los pinos y
atravesaban en los arroyos, pero ya había comunicación hasta
Apatzingán. Esa carretera nos sirvió alguna temporada dos, tres
años hasta que se hizo la carretera después por Lombardía y Nueva
Italia.
Y el doctor Alvarado, como era de Tierra Caliente, en todos
alrededores tenía amigos y a todo mundo le prestaba servicio, lo
mismo también Rafael Béjar que era un amigo muy bueno. Creo
que todavía vive, es un hombre industrial que ha de tener un capital
fuerte; eran muy amigos con el general y con el doctor Alvarado.
Pero en una de esas ocasiones que fueron (eso sucedía ya como
en 34 o 35) con don Rafael Béjar a Parácuaro, al regresar le dio
pulmonía al doctor Alvarado y de ese mal perdió la vida.
Me da mucha lástima, mucha pena; era un gran amigo, era un
hombre muy franco, muy demócrata, no sé como mencionarlo porque nos quisimos como hermanos, puesto que de él fue toda la
iniciativa para la primera cría de gusanos que hicimos en Uruapan.
El doctor Alvarado vivía en una casa que está cerca de la plaza
principal de Uruapan, donde principiaba la calle 5 de Febrero, en el
número 5; ahí tenía el consultorio y ahí también vivía su familia,
240
que consistía en su padre, su madre y una hermana que se había
casado con un militar pero se habían separado y tenía dos hijos ella.
Pero transcurriendo el tiempo, llegó el día en que el padre se
enfermó gravemente y pues ya estaba en los últimos momentos, y
el doctor pos no quería que muriera el padre. Y ya tenía varios días
así nomás respirando profundamente; ya la madre le decía:
—¡Ay hijo!, ya déjalo, déjalo que descanse tu padre, ya ves que ya está
en los últimos momentos, ya para qué lo sacrificas, ya déjalo que se
duerma.
Y así con esas súplicas, con los ruegos de su madre, dejó que se
muriera su padre.
Yo estaba presente en ese momento, en los últimos instantes en
que murió el papá del doctor; y estaba ahí presente, porque ahí vivía
yo, ahí sentía yo todos los dolores que sentían ellos en los últimos
momentos de la muerte de su padre, porque tenía un cuarto en la
casa donde vivían ellos.
Me acuerdo que en los primeros años en que viví en Jiquilpan
existía la “Palomilla Espinaca”, que la formábamos un grupo de
veinticinco muchachos aproximadamente; y teníamos por costumbre reunimos en la plaza. Ya nos parábamos en un rincón o en otro
rincón en las bancas, y así cada quien ¿verdad? desarrollaba una
plática y nos carcajeábamos porque platicábamos de distintas cosas. Entre ellos estaba el de mayor edad, Salvador Orozco, que era
hermano de dos señores curas, uno de ellos se llamaba Herminio
Orozco y prestaba su servicio aquí en Jiquilpan, Michoacán; posteriormente lo cambiaron a Guarachita, hoy Villamar, y ahí murió
prestando servicio largos años; el otro era don Francisco Orozco,
que vive todavía pero ya muy agotado de una vida de más de noventa años y que está en Guadalajara y ahí lo están atendiendo unas
sobrinas. Salvador Orozco, por ser hermano de dos sacerdotes, pues
era un joven medio chiqueado y con medios económicos; ¡ah! tenían otro hermano también, Federico, ese Federico tiene muchos
dichos, muchas averías que ha hecho en la sociedad, pero unas cosas chuscas ¿no? no molestas, ni malas; después está “el Títere”
241
José Orozco; también Fernando Sandoval y dos hermanos de apellido Vargas, José y Manuel; estaban los Barrera, dos hermanos también, Enrique y Ricardo; estaba Manuel Méndez y Manuel Valencia.
¿Quién más? Pos éramos muchos, Manuel Anaya, Alfonso Quiroz,
José y Enrique Villaseñor, Amadeo y Othón Betancourt, y yo también; ¡ah! estaban los doctores Vela, Jesús Vela y Joaquín Alcocer,
que esos eran también de fuera, uno era colímense y el otro era
yucateco. Y así formamos esa palomilla.
¡Ah!, aparte esa Palomilla Espinaca también jugaba béisbol. Por
cierto que tenían un grupo ahí bastante fuerte y tenían el campo
que jugaban en la Trasquila ya subiendo, donde está hoy el monumento de los generales Ornelas y Rioseco; atrás había un llanito y
ahí se había emparejado y todas las tardes salían, ¿verdad?, los muchachos y muchachas y ahí jugaban béisbol. Por cierto que estaba
muy adelantado en aquel entonces.
Con ese grupo recuerdo que con cierta frecuencia sacábamos
serenatas, como se acostumbra; nos juntábamos y entonces llevábamos la música, el mariachi, por ejemplo: a la casa de la novia,
después de la novia del otro y así recorríamos hasta dos, tres de la
mañana. Naturalmente llevábamos nuestra botellita y nos servíamos nuestras copitas, igualmente hacíamos también «Las Mañanitas» con ese mismo objeto cuando era el día de su nacimiento o el
día de su santo de la muchacha; entonces nos juntábamos, ya íbamos y dábamos «Las Mañanitas» a la novia de uno de los compañeros de la Palomilla Espinaca.
Por estas fechas, recuerdo que nos reuníamos afuera de la casa
de don Vicente Otero, en una de sus ventanas, que estaba ubicada
precisamente en contraesquina de la casa del doctor Betancourt.
Pues nos reuníamos a platicar, con el doctor Betancourt (como
intelectual que era, podía platicar con él de muchas cosas de Europa), con don Vicente Otero. Él padecía de poliomielitis y no podía
andar; era por eso que nos reuníamos cerca de su ventana; él siempre se sentaba en un sillón a la orilla de la ventana y el doctor Amadeo
Betancourt también traía de su casa un sillón de respaldo, cómodo;
también se nos acercaba Leopoldo Pulido, cuya ocupación era ser
administrador de billares; él rentaba un salón de don Vicente Ote242
ro, estuvo ahí algunos años. Ya después se compró un pedazo de
salón, que también lo acondicionó para eso; por cierto que estaba al
norte del portal Hidalgo que colinda con la casa de don Ignacio
Gudiño.
El lugar en donde nos reuníamos era una casona, un zaguán
grande que todavía existe y probablemente sea el edificio más viejo
de la población.
Disfrutábamos mucho las pláticas y los recuerdos; siempre me
preguntaban sobre cosas de mi país.
La hacienda de Guaracha35
Yo conocí al administrador de la hacienda de Guaracha, que se
llamaba Eudoro Méndez. Supe que él se quería retirar de ese cargo
pero que no pudo hacerlo porque su familia tenía estrechos lazos
de amistad con los dueños de la hacienda; y pues además muchos
de los Méndez habían nacido en Guaracha y pues estaban muy
encariñados con ese lugar.
Me di cuenta que don Amadeo Betancourt, en el mismo tiempo
que don Eudoro era administrador, visitaba la hacienda de Guaracha cada quince días para ir a ver a los enfermos y desde luego que
su viaje lo hacía en caballo.
Todos los servicios se hacían por conducto de Jiquilpan. Por
ejemplo, había un correo que diariamente venía de Guaracha hasta
Jiquilpan para llevar cartas o algunas cosas que necesitaran allá en la
hacienda y se regresaba a Guaracha. Ese servicio lo hacía el señor
35
Durante el siglo XVI esta hacienda se caracterizó por ser una propiedad nominal,
de hacendados de tipo ausentista. El 24 de noviembre de 1791, el comerciante
Victoriano Lazo adquirió dicha propiedad a través de un remate por la cantidad de
209,000 pesos. Entre los propietarios de esta hacienda se encuentran Diego Moreno Lazo, Antonia de Depeyre, Diego Moreno Leñero, Manuel F. Moreno y Luisa
Moreno. Su extensión no es precisada con exactitud, y oscila entre las 34,890 hectáreas y más de 50,000 hectáreas. Moreno García, H. Op. cit. pp. 72-92. Sánchez,
Ramón. Op. cit. p. 77 y Fernando Benítez. «El joven Cárdenas». Cuadernos Mexicanos.
(1982). SEP/Conasupo, pp. 6 y 7.
243
Tránsito Talavera, era padre del doctor Margarito Talavera (que por
cierto fue muy querido por el general Lázaro Cárdenas, porque estudió en Morelia y él lo protegió). Margarito era unos dos años
menor que yo.
Bueno, la hacienda de Guaracha tenía un casco grande y una
huerta que estaba frente a la hacienda. En esa huerta había árboles
de limones, naranjos, membrillos, mangos, guayabos; en fin que hasta
tenían unas puertas con arcos frente a la hacienda y había una
ventanita y ahí vendían la fruta para todo aquél que quería comprar
fruta de la temporada. Y el camino real pasaba entre el casco de la
hacienda y la entrada a la huerta, al norte.
Esa hacienda también tenía un ingenio, del que todavía existe el
chacuaco. Se regaba con la presa de San Antonio Guaracha (que
también era un anexo de la hacienda) que era otro rancho que estaba al sur de Guaracha. Y en ese lugar había un ojo de agua, que no
permitía que se secara la presa. Había un canal que llegaba por todas las laderas hasta Totolán; todas esas laderas estaban sembradas
de caña, y en lo plano también tenían sembrado. Había una calzada
que llegaba al cerrito de Cotijarán (que también era rancho de Guaracha). Entre la calzada que iba de Guaracha a Cotijarán hacia el
poniente, todo era caña; porque todo ese llano era un terreno muy
fértil, bañado por el río de Jaripo, así que se bañaba con el limo del
río.
Y en el llano de molino había una vía de un trenecito, que eran
unas plataformas chicas, parecidas a la plataforma de un camión;
así que enganchaban varias plataformas y así se transportaba la caña
del llano, a través de ese trenecito hasta el molino.36
Todo lo que era el resto de las laderas de la hacienda, que eran
cañaverales, llegaban hasta la orilla del panteón de Guarachita. Por-
36
El 1º. de julio de 1899 se puso a funcionar la sección del ferrocarril YurécuaroZamora y el 1º. de enero de 1900 se prolongó la vía desde Chavinda a Estación
Moreno. Esto fue aprovechado por el dueño de la hacienda para trasportar internamente las materias primas que producían y al mismo tiempo para darles salida.
Moreno García, Heriberto. Guaracha tiempos viejos, tiempos nuevos. (1980). Méx.,
FONAPAS/COLMICH, p. 114.
244
que Guarachita no tenía propiedades, tenía tan sólo unos echaros
en el cerro que sembraban en las laderas del cerro de Guaracha.
Todo el llano pertenecía a la hacienda: los alrededores de
Guarachita, Totolán y Los Remedios, nada más, se puede decir,
Guarachita era un pueblo, y todo lo demás se sembraba de trigo,
que se alcanzaban a regar con las presas de la hacienda de San Antonio.
Más abajo de los llanos, lo que se sembraba era maíz, primeramente en las aguas, y luego garbanzo, en tiempo de invierno.
Así es que Guaracha se componía de San Antonio, Cerrito Pelón (casi la totalidad pertenecía a Guaracha porque un rinconcito
que daba al sur oeste, era de don Porfirio Villaseñor quien tenía ahí
magueyes), Las Zarquillas, El Capadero (que ahí capaban todos los
becerros y de ahí tomó el nombre), en este lugar tenían ordeñas;
sigue El Platanal, La Hierbabuena… Bueno, se puede decir que las
propiedades llegaban hasta Briseñas, en toda la Ciénega.
Con esto podemos imaginarnos que los pueblos estaban estrangulados por las haciendas. Aparte había algunos ricos no hacendados, pero que tenían propiedades en la Ciénega de Chapala; eran los
señores Arregui, los Sánchez y otros pequeños agricultores (pequeños ante la monstruosidad de Guaracha). ¡Ah!, también estaba don
Rafael Quiroz, que era de Jiquilpan y que tenía el monte ralo que
está cerca, hacia el sur de San Pedro.
En la hacienda de Guaracha se hacían los cultivos en los terrenos parejos, los hacían con mulas los barbechos; ahí tenían lo más
moderno en arados, pero no tenían tractores. Los arados se llamaban arados de carro, porque tenían una reja grande y estaban montados sobre ruedas, tenían un asiento metálico en donde se sentaba
el mulero; este señor uncía dos mulas atrás que llevaban la guía del
arado y tres mulas adelante. Como eran potreros grandes, cortaban
primero alrededor la primera raya; y así seguían después los otros
tiros de mulas. Había ocasiones en que el mulero estaba tan bien
adiestrado que llegaba a manejar hasta seis yuntas ese mulero, con
un chicote nada más los guiaba, porque las mulas ya estaban acostumbradas a no salirse de la raya del barbecho. Así nomás seguían
dando vueltas y vueltas y hasta que al último quedaba un poco te245
rreno sin barbechar; entonces se quedaba un sòlo tiro de mulas
para cerrar; se hacía una besana en un terreno de veinte, cincuenta
o más hectáreas.
En las siembras también se empleaban bueyes para cultivar el
maíz, lo mismo para las siembras del garbanzo; después del maíz
sembraban trigo, garbanzo y frijol. Yo no llegué a ver siembras de
frijol, pero decían que se sembraba.
Recuerdo un poco sobre las condiciones en que vivía la gente
que trabajaba en las haciendas o hasta en un rancho. La gente generalmente trabajaba a medias o a la cuarta, según el trato que hicieran
con el dueño de la hacienda o del rancho.
Considero que era más productivo para el dueño de los terrenos
pagar directamente el jornal a los trabajadores; porque ahí el administrador era el agricultor, conocedor de cómo debía cultivarse la
tierra, la época en que se debía sembrar, la clase de semilla. Y así de
esta forma todas las cosas andaban bajo una jerarquía, desde el hacendado, administrador, hasta el trabajador. Naturalmente que el
hacendado tenía sus capataces en primer lugar, después estaban los
mayordomos, que tenían cada uno su grupo, ya fuera a los muleros,
a los bueyeros; otro dirigía las siembras; en fin, que todo estaba
ordenado bajo un sistema jerárquico-administrativo. Y de esa forma marchaba mejor la producción de cosechas.
Los trabajadores lo que hacían era reunirse; iban tres o cuatro a
juntar los bueyes o las mulas, las uncían, agarraban las riendas o la
garrocha y a barbechar. Pero ellos lo hacían despreocupados, porque no se preocupaban por lo que se fuera a sembrar, ni cómo se
iba a sembrar, puesto que de estos trabajos el yuntero o el mulero
no estaban al tanto, ignoraban lo referente a las técnicas del cultivo.
Es como decir, ¿quién construye un edificio? Pues el que lo construyó es el arquitecto, conocedor y responsable; los otros son todos
ejecutores. Pero en la actualidad hasta eso ha mejorado mucho, porque cada quien tiene una especialidad, por ejemplo: hay uno que se
dedica exclusivamente a colar; otro a poner la obra falsa, el que
pone la instalación eléctrica, el que enjarra las paredes, el plomero,
en fin, que cada quien tiene una función y lo hacen mejor; en cambio, antes todo lo hacia un albañil.
246
Como ya he mencionado, tuve la oportunidad de estar en contacto con varias regiones de México, como Uruapan, Jiquilpan y
hasta llegué a conocer las haciendas de Lombardía y Nueva Italia,
que vi cómo se manejaba; y pues todo era bajo una disciplina estricta. No había de que «yo no voy», «yo no puedo», porque como hasta
en el ejército, el que decía «pues no puedo», enseguida lo mandaban
al médico y si no tenía nada lo castigaban severamente. Aquí, pues,
muchas veces la gente no quería ir al trabajo. Así conocí yo México,
al llegar a esas regiones.
Aunque yo no llegué a ver la tienda de raya de la hacienda de
Guaracha, supe por buena fuente cómo se hacía el trabajo con los
medieros. El ranchero tenía naturalmente escogido quiénes eran
los mejores yunteros, los mejores cuidadores para la siembra de
maíz y les daba a medias la siembra, pero esto consistía en darle
maíz; es decir, que el ranchero era el comerciante y el mediero el
cliente, puesto que también negociaba el ranchero con el abastecimiento de ropa, huaraches, alimentos, maíz, frijol, arroz, sombreros, correas para los huaraches, hasta suelas; porque los trabajadores más humildes del campo, no podían comprar huaraches, sino
que les fiaban (si el ranchero creía conveniente) un par de suelas y
correas para que aquél pobre hiciera sus huarachitos.
Así que el ranchero le apuntaba al mediero cuánto maíz quería
para la temporada, ya fueran dos, tres o cinco hectolitros para las
tortillas, frijol, petróleo, en fin, lo que necesitara. Y así
semanariamente el mediero iba a la tienda a ver qué necesitaba, ya
fuera sal, velas, arroz.
Como la siembra era a medias, también le facilitaban la yunta de
bueyes y todos los aperos. Se hacía la siembra y llegaba el tiempo de la
cosecha; entonces tocaba la hora de pagar. Parece ser que el ranchero le
daba un hectolitro de maíz para sembrar al mediero, ya después cuando
cosechaba, este tenía que regresarle dos hectolitros de maíz al ranchero.
Y ese pago se hacía al montón al momento de la cosecha.
En algunas partes tenían las yuntas, que le llamaban yuntas de siembra; o sea que también llegaba a ser de cinco hectáreas. Y así era el
trabajo en los ranchos. Como ya mencioné, en Guaracha toda la actividad se hacía bajo administración directa, en forma jerárquica.
247
En la hacienda de Guaracha había otros trabajos, como la ganadería. Para esto tenían sus capataces que administraban y cuidaban
el ganado; a esos capataces les llamaban vaqueros y había otros que
se encargaban de las ordeñas, a éstos les decían ordeñadores. Por
cierto, una de las ordeñas estaba entre Totolán y la hacienda, en una
curva antes de llegar a Guaracha; y estaba también El Capadero, en
el otro lado al oriente de Guarachita. También había personas que
se dedicaban a pastorear los becerros, las vacas y los bueyes; a estos
trabajadores les decían becerreros. El número de ganado que tenía
la hacienda no lo sé, pero supongo que han de haber sido miles.
Por otro lado, cuando llegaba el tiempo de cosechar, se hacía a
fines de año porque dejaban que el maíz se secara en la mata. Entonces sacaban a la gente de sus casas y cada mayordomo se encargaba de un número determinado de trabajadores; entonces éstos
iban con sus canastas y un aditamento que hacía más fácil la tarea
de separar las hojas de las mazorcas para dejarla limpiecita; después
de esto echaban las mazorcas en una canasta que traían colgada en
la espalda con dos correas sostenidas de los hombros, y cada mazorca que limpiaban la echaban atrás en la canasta. Y así los pobres
iban cargados hasta salir el zureo y vaciaban en una carreta el contenido de la canasta. Entonces ahí se clasificaban las mejores mazorcas, las más desarrolladas, y que separaban dejándoles dos hojas
para uno y otro lado de la mazorca; estas hojas se amarraban con la
finalidad de ensartarlas en una vara y las colgaban en donde hubiera
un techo ventilado; y así se conservaban hasta la llegada de la próxima siembra. Esa clasificación se hacía con el resto de maíz que
quedaba; a éste se le llamaba maíz “rayado”, que se usaba para los
animales. Así que el “bueno” y el “rayado” se medían en una canasta («medias»), que tenía la capacidad de medio hectolitro de maíz en
mazorca, que en realidad ya desgranado pesaba treinta y cinco kilos.
Estaba también el maíz que tenía granos o comido por gusanos o
por la humedad; éste se usaba como forraje para las vacas, puercos,
gallinas, etcétera.
En las carretas transportaban las mazorcas a la bodega. Bueno,
aquí en Guaracha no tenían bodegas especiales como en otras regiones o como en otros países acostumbraban; pero este dependía
248
también del clima; si era tierra fría, se conservaba más fácilmente el
maíz y, pues, siempre lo que tenían eran bodegas de cajas, es decir,
bien ventiladas, que están hechas con franjas de tablas y en ese lugar
las mazorcas se almacenaban, pero también se ventilaban a la vez.
Pero siempre se conservaba el maíz en la planta, hasta los meses de
diciembre y enero debe estar bien seco porque se calienta y se corre
el peligro de perderse.
Después el maíz bueno y rayado se desgranaba, con una especie
de piedra que se formaba con encinchados de los mismos elotes,
que los juntaban a un diámetro de cincuenta centímetros o sea una
rueda de diez o doce centímetros de espesor y que era por el lado
del tupo que era más resistente y ponían enfrente de las piernas la
rueda y con las dos manos agarraban las mazorcas y las rozaban en
esa rueda, o piedra, como la llamaban, y así era el sistema de desgranar el maíz.
Ahora les voy a platicar un poco sobre la siembra del garbanzo.
Ésta generalmente se hacía en otoño, cuando todavía estaban las
lluvias. Como por el mes de septiembre comenzaban a barbechar
las tierras y las dejaban así para que penetrara más la humedad en la
tierra, hasta que se deshacían los terrones. A mediados de septiembre (o según la época en que se retiraban las lluvias) se empezaba a
sembrar el garbanzo. Esta actividad se hacía con bueyes o con muías
y generalmente se usaba el arado de palo. Había arados para bueyes
con un timón largo, que llegaba hasta el yugo, y que se enganchaba
por medio de unas correas de pieles de reses sin curtir; y pues el
arado de mulas tenía sus collares, sus cadenas y unos palotes atrás
para distribuir el peso del jalón del arado y se les enganchaban también
arados de palo; y así iban abriendo surco. Conforme se iba abriendo el
surco, el muchacho que tenía la tarea de sembrar el grano tenía una
bolsa colgada del hombro y cogía con la manita los granos y le indicaban primeramente la distancia entre grano y grano a que debían caer,
luego los sembraba. El muchacho venía atrás porque cada tercer raya se
sembraba un surco y se dejaba un surco vacío.
La siembra del garbanzo era de temporal; el garbanzo no se
regaba por que no había agua. Y regar el garbanzo era peligroso
porque se pudría el maíz y moría la planta. Antes no sabían la técni249
ca del riego del garbanzo; hoy sí se riega.
Bueno, llegaba la cosecha y todo lo hacían a mano. Llegaban
cuadrillas, les daban determinados surcos, o un cuadro de terreno,
para cada individuo.
Después empezaban a arrancar el garbanzo y hacían montoncitos
y se dejaban algunos días o un mes para que se secara; entonces
llegaban los trabajadores con unas horquillas de madera de puntas
largas, y como por la mañana el garbanzo se encontraba húmedo
por la brisa y estaba tan apilado, entonces se entrelazaba y se apretaba entre sí, por esto resultaba fácil agarrarlo con unas horquillas
de madera y transportarlo a una distancia de cien metros o más en
dónde estaba la era.
Rara vez se transportaba en carretas el garbanzo, o sea la gavilla,
porque tenían las eras, que resultaba muy fácil hacerlas; para esto se
emparejaba un terreno de unos seis u ocho metros de diámetro, lo
mojaban y lo pisoteaban y ahí hacían un pilón alto de gavilla de
garbanzo. Luego pegaban cinco o seis bestias, mulas o caballos y las
amarraban de una gamarra a otra gamarra, es decir de rienda de
cabezal a cabezal, para que fueran juntos todos. Y así el encargado
de esa tarea arriaba a los animales alrededor, porque en el centro se
clavaba un palo y de ahí se amarraba un mecate y de esta forma los
animales corrían alrededor, ya cuando se aplanaba un poco, agarraban las horquillas y les daban una vuelta, ya cuando se desgranaba
bien echaban otra parte encima y así hasta terminar todo el pilón de
garbanzo que había en la era esa, y luego se aventaba y se hacía un
chorizo, frente de donde venía el aire y así se separaba el grano de la
paja.
El jornal recuerdo que era de cincuenta centavos y llegó hasta
los tres pesos. Este aumento se dio entre los años de 1930 a 1945,
año que por cierto me retiré de Jiquilpan.
Bueno ya que empecé a hablarles de estos cultivos quiero decirles
que en Tracia y Macedonia había un sistema para trillar garbanzo, trigo
o cualquier otra semilla. Este consiste en hacer un aparato formado por
dos tablas unidas de un largo aproximado de tres metros, con la punta
de adelante torcida hacia arriba, para que pudiera deslizarse la gavilla,
con la finalidad de que no la arrastre, sino nada más que la pisoteé; y las
250
tablas por debajo estaban tapizadas con una piedra filosa negra o blanca, y su función era cortar la gavilla.
Recuerdo que cuando yo empecé a trabajar en la agricultura aquí,
no encontré una piedra como la que les mencionaba; entonces opté
por diseñar unas cuchillitas que mandé hacer con Francisco Gutiérrez, que era herrero; esas cuchillas en la parte de abajo eran muy
filosas y para el otro lado se hicieron unas puntas que se clavaron
debajo de unas tablas a una distancia de cinco centímetros una de la
otra, pero paralelas, y a lo largo se separaron otro tanto y estaban
entreveradas; de tal forma que si la primera no cortaba, la segunda
sí lo haría. Esas cuchillas naturalmente también con la parte de adelante se sumían un poco más arriba para que no juntaran la gavilla,
sino a manera de que nada más la trozara.
Y hacía el trabajo de trilla como se acostumbra allá.
Ese aparato que mencioné lo pueden usar pequeños y grandes
agricultores. La diferencia consiste en el número de tablas que se
pongan para trillar, según la cantidad de gavilla que sea y superficie
de era.
Bueno, por otro lado, recuerdo que la vida en la hacienda cambió mucho después de 1936; pues se expropió la hacienda, se repartieron las mulas o se dejaron al ejido de Guaracha.37
Una vez formado el ejido de Guaracha, no recuerdo si fue en
1936 ó 1938, se hizo una especie de cooperativa del cultivo de caña,
porque el general Cárdenas quería que continuara la siembra de caña;
así que se instaló una oficina del Banco Ejidal aquí en Jiquilpan.38
Se les pagaba a los mismos ejidatarios que cultivaban la caña un
sueldo de un peso cincuenta centavos aproximadamente; eso les
pagaba el Banco para que limpiaran el cultivo de la caña.
Y recuerdo que ellos no atendían bien la caña, y yo me daba
cuenta porque también me dedicaba a la agricultura. Y creo que ese
descuido obedecía a que de ellos era la caña, porque una vez procesada tenían derecho a la repartición de utilidades a que tenían dere37
38
El 29 de octubre de 1935 se dio la resolución presidencial del reparto de Guaracha
entre los solicitantes de tierras.
En 1935 se instaló en Jiquilpan el Banco Nacional de Crédito Ejidal.
251
cho. Después de que sacaron los gastos se repartieron las utilidades
entre los ejidatarios. Pero como no habían atendido bien el cultivo
de la caña, no obtuvieron ganancias y creo que entonces fue cuando tomaron la determinación de quitar la fábrica y de mandarla a
Taretan; creo que sí fue ahí donde instalaron las máquinas del ingenio. Y así fue como se terminó con el ingenio de Guaracha.
El doctor Amadeo Betancourt
El doctor Amadeo Betancourt era un profesionista muy bueno, un
hombre muy preparado. Y por algunos motivos que me di cuenta,
no estoy de acuerdo en los acontecimientos posteriores, pienso que
debieron tratarlo mejor porque era una de las personas más preparadas de Jiquilpan, y no sólo de Jiquilpan sino del contorno, de los
alrededores. Y además de ser un cirujano de renombre, que lo reconocían, me enteré, me di cuenta, que muchos que iban a México de
la provincia de aquí a buscar mejoría en sus enfermedades les preguntaban en México:
—¿De dónde vienen?
Y contestaban:
—De Jiquilpan.
—Pero señor, señora, si allí tiene el mejor médico, ahí está Amadeo
Betancourt, qué mejor que él los atienda; él fue nuestro compañero, a
él lo reconocemos como el mejor médico, el mejor compañero; estuvimos estudiando juntos aquí en la Universidad en México.
A un hermano de don Efraín Buenrostro que lo querían asesinar, le metieron un cuchillo en el intestino, y tuvo que operarlo aquí
sin haber los medios necesarios como hoy, y le salvó la vida sacándole las tripas y lavándolas, limpiándolas y cosiéndolas y así el hombre vivió. A él lo conocíamos como “el Chiquitín”; todo mundo
aquí en Jiquilpan lo conocía.
252
Dr. Amadeo Betancourt en la huerta El Bajío, Jiquilpan, Mich., 1905.
El doctor Betancourt (y lo digo no por ser mi suegro, porque
fue mi suegro) era un hombre muy recto.
Por otro lado, algunas personas aquí (porque él era muy justo
en todas las cosas) dicen que era masón y que no se qué y más allá;
no era nada de masón; sino que él veía las cosas a su modo de ser,
no pertenecía a ningún organismo o club de esa naturaleza.
Y ya lo conocemos todos, y no sólo aquí sino en el país, que el
doctor Betancourt fue Constituyente de 1917, que estaba al lado
también del general don Francisco Múgica, que estudiaron en el
Seminario de Jacona, cerca de Zamora, Michoacán, ahí terminaron
los estudios preparatorianos y de ahí después se fue el doctor
Betancourt a México y ahí terminó y se recibió de cirujano.
El doctor Betancourt en su juventud, cuando era estudiante,
iba a Jacona y a veces cuando regresaba a Jiquilpan se la pasaba a
gusto, libre de estudios, y tenía su abuelo hacendado rico, se iba a la
hacienda de San Antonio de Quitupan, Jalisco, distante de Jiquilpan
tres horas a caballo y su abuelo lo quería mucho. Él se sentía hacendado, montaba buenos caballos. Todo mundo, los trabajadores,
lo querían y lo respetaban porque era nieto del hacendado dueño
253
de hacienda y ranchos y de mucho ganado, y su padre ya había
muerto, era huérfano y su madre sufría mucho porque era viuda, se
llamaba Luisa. Así que el doctor Amadeo quería ser ranchero libre,
mandar gente en el campo; pero la madre decía que no, que su hijo
estudiara e insistía que fuera a Jacona, volvieron a llevarlo a Jacona
y otra vez se escapaba y regresaba a Jiquilpan. Esto sucedió varias
veces y gracias a la mucha insistencia de su madre terminó los estudios preparatorianos en Jacona, ya después tomó interés por los
estudios y lo mandaron a México, a la Facultad de Medicina. En
México, entre sus compañeros en la Facultad, tuvo al doctor Alfonso Ortiz Tirado y a él mismo oí decir que se juntaban varios compañeros que iban a dar «mañanitas» a sus novias y el que encabezaba
los cantos era el doctor Ortiz Tirado. Mencioné este detalle porque
quise en vida a los dos personajes, y los dos personajes obraron
muy sanamente en su vida.
El padre del doctor Amadeo Betancourt era licenciado, Amadeo
Betancourt Cárdenas, se había casado con una hija de don Manuel
Villaseñor, con la señorita Margarita Villaseñor; tuvieron tres hijos:
Luis, José y Magdalena. A los dos primeros los mandaron a Roma a
estudiar; el primero se recibió de licenciado y el segundo, José, de
sacerdote; Luis fue el apoderado de la Casa Cusi y a José lo nombró
párroco de Jiquilpan el Señor Obispo de Zamora; y Magdalena vivió soltera hasta la edad de setenta y siete años y murió en Jiquilpan.
Ya después, bueno cuando se fue, cuando ya se instaló mi general Lázaro Cárdenas en la presidencia, llamó al doctor Amadeo
Betancourt a México para que colaborara en el gobierno de la República en alguna dependencia y lo nombró director de Higiene
Industrial. Esta oficina no existía, la creó el general Cárdenas, dependiendo de la Secretaría de Salubridad y esto le sirvió mucho a él,
porque en 1937 hubo una convención de higiene industrial en Bruselas, en la capital de Bélgica, y lo mandó el general Cárdenas para
que asistiera a esa convención, que se trató sobre el desarrollo de la
higiene en las fábricas, en las industrias.
Me acuerdo que estando en México él, vivía en la calle de Niágara,
número 7, en la colonia Cuauhtémoc, cerca de Chapultepec.
Y me acuerdo de aquellas fechas porque no había aviones. En
254
1937 tenía que viajar en tren a Nueva York y de Nueva York en
buque, que entonces en los trasatlánticos de vapor se hacía aproximadamente, al partir desde México para llegar a Europa, más o
menos de veinte a veinticinco o treinta días, porque tenían que esperar para tomar el tren y los trasbordos, que no se qué; al llegar a
Nueva York tenía que esperar el buque para Europa.
Me acuerdo que preparó hasta un baúl de esos grandes que se
usaban en aquél entonces para llevar ropa en tiempo de calor y de
fríos, porque él tenía que estar como tres meses en Europa.
El doctor Betancourt, como todos los profesionistas en aquel
entonces, en medicina, pues, tenían que estudiar el francés y tenían
que traducirlo perfectamente. Y según nos platicaba después cuando regresó de Europa, que al llegar a París creía que él dominaba
perfectamente el francés. Pues al llegar ahí quiso hablar ¿verdad? y
no pudo, y no le entendían.
Porque una cosa es leerlo y otra cosa es el modo de hablar, porque en las voces en francés o en alemán o en inglés son tan suaves,
tan fáciles, tan blandas, tan dulces como el español.
Como una vez yo tuve que preguntar, cuando iba de París a
Grecia, en una gasolinería, por Dijón porque por ahí tenía que pasar; entonces me paré y le pregunté al muchacho que atendía la
gasolinería, en señas y le decía:
—¿Dónde está Dijón?
Y no, no me entendía. Entonces le saqué el mapa y le enseñé el
lugar, y me dice:
—¡Ah! «Diszón».
Y así me di cuenta ¿verdad? que estaba muy atrasado pues Dijón,
así se escribe, pero se pronuncia diferente. Pero por otro lado los
franceses son muy orgullosos y no hacen por ayudarlo a uno, sino
que quieren que uno se exprese bien en francés.
Otra cosa me pasó también al llegar de España a Versalles, pues
mi señora se interesaba en visitar ese lugar. Llegamos a Versalles,
255
ahí dormimos una noche y al día siguiente, al salir me dice:
—¡Hombre! Vamos a visitar el palacio donde vivía Josefina la esposa
de Napoleón.
Preguntamos ahí en Versalles por dónde debíamos de ir para
visitar el palacio de Josefina, que fue la primera esposa de Napoleón;
y le interesaba a mi esposa conocer ahí el palacio porque había leído
de Josefina y de muchas obras francesas de la revolución, y ya nos
dijeron por dónde. Ya llegamos en un lugar que está muy cerca y ahí
volvimos a preguntar que dónde era el palacio que se llama
Malmesón; pues de ninguna forma nos entendían. Por fin ya desmoralizados de que no nos entendían y nos encontramos otra persona que nos orientara, y como ya estaban los últimos días y teníamos que entregar mi carro que tenía rentado para el viaje, llegamos
a una gasolinera y pensé «Hombre, dije hay que lavar el carro para
entregarlo en buenas condiciones». Y ahí, al lavarlo, llegó un muchacho que hablaba español y era español, y entonces a él le pregunté:
—¿Oyes, no sabes aquí cerca si hay un palacio que se llama Malmesón?
—Pues aquí está a dos cuadras.
—Pero, ¿cómo es posible?, ¿cómo?
—¡Ay!, estos franceses son rete brutos, no, no, para contestar correctamente a nadie le contestan, parece que son ellos dioses, yo tengo dos
meses aquí, ya hablo francés y ellos no se atreven, no quieren aprender
otro idioma.
Esto fue un paréntesis largo, pero volvamos al doctor Betancourt,
que lo dejamos en París.
Había llegado al hotel y no entendía francés. Llegó a la conclusión de que no hablaba el idioma francés. Pero gradualmente, poco
a poco, ya empezó a penetrarse en cuáles eran las voces más propicias del francés y así poco a poco empezó a entenderlo. Y de ahí se
fueron de París a Bélgica. Ahí estuvieron en la convención, que
creo fue una semana o quince días, y de ahí se fue a Alemania, a
256
Berlín, se fue a Holanda, a varios países y regresó naturalmente
muy contento. Voy a mencionar una cosa, que él mismo lo decía:
—Oiga doctor, ¿pero qué no va a llevar a su esposa?
—No, no la voy a llevar.
—¿Por qué doctor?
—Porque mira, si va uno solo, se gasta la mitad y se divierte el doble,
y si llevo a la esposa me gasto el doble y me divierto la mitad.
Y eso lo decía con mucha frecuencia cuando le preguntaban que
cuándo había ido a Europa y que si había ido solo, o se había llevado a su esposa.
Era un hombre muy recto el doctor Betancourt. Muchas veces
algunos enfermos humildes que iban a consulta o hacerle alguna
pregunta, alguna consulta, así de pie, y que no tenían con qué pagar
y le decían:
—Oiga, doctor, me recomendaron esto.
Y les contestaba:
—Eso no sirve para nada, no se hagan tontos, hay que tomar cosas
que sirvan y no nomás porque les recomiendan fulano o mengano o
perengano.
Y así era él en las últimas fechas que yo llegué a conocerlo aquí,
cuando llegó a Jiquilpan.
Estaba también el doctor Raymundo Casillas. El doctor
Raymundo Casillas se casó también con una señorita de la familia, o
sea sobrina de don Amadeo y sobrina de su esposa,39 porque estaban casados dos primos, entonces era doble parentesco. Se casó
con doña Carmen Sandoval Villaseñor, y hoy doña Carmen vive y
el doctor Casillas hace dos años que murió, ya está en mejor vida.
39
Doña Amelia Villaseñor era la esposa de don Amadeo Betancourt y esta señora
era tía materna de doña Carmen Sandoval Villaseñor.
257
Hasta qué grado estaba entonces la escasez, la falta de dinero, la
falta de trabajo que el doctor Casillas (era joven naturalmente) hacía
las visitas por cincuenta centavos a domicilio (esto sucedió entre
1930-1935) y en el consultorio cobraba veinticinco centavos.
Pero el doctor Casillas en aquél entonces había sustituido al doctor Betancourt en la hacienda de Guaracha y prestaba servicios también periódicamente e iba a Guaracha, y creo que hasta una temporada vivió con su esposa en Guaracha, recién casados.
Y pues el doctor Betancourt no era competencia porque él decía: «Yo no voy por un tostón, no me conviene caminar varias cuadras para ver un enfermo.» Y así además el doctor Betancourt ya
estaba económicamente bien porque ya había heredado de su suegro, que era su tío y se llamaba don Porfirio Villaseñor, un ranchero
que tenía varios ranchos y que representaba el segundo capital de la
población. Ya dije que primero era don Rafael Quiroz y el segundo
era don Porfirio Villaseñor, que a cada uno de sus hijos le tocó un
rancho y creo que varios miles de pesos en aquél entonces, y por
ello el doctor estaba en buenas condiciones económicas y por tal
motivo no iba a hacer visitas ¿verdad? y que según su modo de
pensar, su criterio, se debía de cobrar un peso por consulta.
Estaba también otro doctor, el doctor Maciel, que era también
mucho más anciano que el doctor Betancourt. Fue uno de los primeros. Yo lo conocí: era un hombre delgado, ya anciano, que siempre andaba con su bastoncito. Y mientras el doctor Betancourt estaba en México con el empleo, el doctor Maciel ya había regresado
a Jiquilpan y era el director del hospital que hoy es “Lázaro Cárdenas”, en la ciudad de Jiquilpan, Michoacán.
El doctor Betancourt era un hombre muy recto y de valor también, pues cuando regresó después de muchos años el general Irineo
Contreras (que era su cliente) en un encuentro en la plaza se cruzaron, y le dice el general Contreras al doctor Betancourt:
—Oyes Amadeo, ¿por qué no saludas?
—Pos no saludo porque no te tengo miedo. Tú crees que porque ahora veniste de general que te tengo miedo y debo de saludarte, ¿por qué
no me saludas tú primero?
258
Era un hombre que se hablaba con todas las personas; y así no
se humillaba por ningún motivo con ninguna persona y en todas las
cosas él se enfrentaba a su modo de ser y a su rectitud.
El doctor Betancourt prestó también servicios en el ejército,
que en una época estuvo comisionado por allá hasta en Ciudad
Juárez, en la frontera, acompañando personajes allá del gobierno, y
sé también que cuando el general don Porfirio Díaz ya iba al exilio,
el doctor Betancourt fue nombrado para que lo acompañara en el
viaje de México a Veracruz en el tren. Hasta ahí sé de los servicios
que ha prestado el doctor Betancourt.
Ya que estamos ahorita con el doctor Betancourt, debo de mencionar también cuántos hijos tenía y los nombres naturalmente,
porque fueron mis amigos y mis cuñados y que siempre los he querido y los quiero, y dos de ellos han desaparecido: el cuarto y el
quinto de ellos. Fabián, que murió de veinticuatro años, y José, que
prestó servicios al Departamento Agrario y después en Hacienda,
en México. El mayor es Amadeo, que es dos años menor que yo.
Sigue José Othón, que vivía en México, en la casa de su tío don Luis
Betancourt, y ahí estudió preparatoria y posteriormente medicina y
prestó muchos años de servicio en el Seguro Social y actualmente
está jubilado y se dedica a la astronomía; parece que es hoy el secretario de la estación astronómica de México y ahora ya tiene nuevos
aparatos, que ya se han cambiado a un cerro en el Estado de México, porque ya autorizó el Presidente José López Portillo una cantidad para el mejoramiento de la estación. Luego de José Othón sigue mi esposa, Margarita, y de ella seguía Fabián, que ya murió como
mencioné; José, lo mismo, también murió; sigue Alejandro, que es
ingeniero astronauta; luego sigue Juan, que es médico y que también ya está retirado, es osteólogo, ya lo he mencionado; y luego
sigue Max, que es ingeniero militar y arquitecto y que tiene ahorita
tres hijos también todos recibidos de ingenieros y arquitectos y todos están muy prósperos en México; de Max sigue Cosme, que es
contador público y que trabaja también muy bien. Así que esos son
mis cuñados, los ocho cuñados que yo conocí, menos dos que ya se
nos han ido.
259
Reforestación en Jiquilpan
Sobre la reforestación, primero empezamos a plantar las moreras
que ya mencioné. Teníamos nuestro lote especial de dieciséis hectáreas
que todo mundo en aquel entonces lo conocía como La Morera.
—¿A dónde vas?, ¿por dónde?
—Por La Morera.
Estaba al noroeste de la población, o sea a un costado del Cerrito
Pelón.
La reforestación se empezó cuando fue presidente el general
Cárdenas; entonces empezó a hacer la reforestación. Yo le sugerí
que podíamos plantar árboles, también moreras a uno y otro lado
de la carretera, porque ya en 34 se inició la construcción de la carretera, desde Morelia hasta Guadalajara. Y como yo ya he mencionado que de la sericicultura me hicieron un poco a un lado, que nombraron delegado aquí, yo era agente de quinta con cinco pesos diarios o sea ciento cincuenta pesos mensuales. Entonces se me nombró también aquí sobrestante de primera, de la Comisión Federal
de Caminos, para que plantara moreras desde Zamora hasta
Cojumatlán. Y así empezamos, como ya teníamos bastante planta
de morera en los viveros, empezamos a plantar desde Zamora árboles de morera. A los pocos días ordenó el Presidente de la República que mandaran un furgón de alambre de púas a la estación de
Moreno; se descargaron y los trajeron aquí a Jiquilpan, a una bodega. Teníamos que cercar para uno y otro lado de la carretera a las
moreras para que no se perjudicaran por el ganado y por la gente. Y
así empecé a plantar yo las moreras en la carretera.
Posteriormente vi al general Cárdenas y le dije que si era posible que
me consiguiera una motocicleta, pues era joven, tenía entonces como
veintiocho años, ya a los veintisiete años estaba casado; y entonces ordenó que se me mandara una motocicleta de México, del Departamento de Tránsito. Era Director de Tránsito el mayor Rafael Pedrajo, que
fue amigo mío desde Morelia, lo conocía desde cuando estaba ahí en el
gobierno del estado, cuando era Gobernador el general Cárdenas.
260
Pero como no me mandaban la motocicleta y decían que hoy,
que mañana, en una ocasión mi cuñado Amadeo Betancourt fue a
México, hasta Palacio, y ahí entrevistó al coronel Manuel Núñez,
que era jefe de ayudantes de la Presidencia y le dijo:
—Dice Pappatheodorou que cuándo le mandan la motocicleta a
Jiquilpan. Que el presidente don Lázaro ya ordenó.
¿Y qué creen que le contestó el coronel Núñez?
—¿Y quiere que yo se la lleve en la cabeza?
Y así le contestó mi cuñado al coronel Núñez:
—Yo no sé nada mi Coronel, yo nomás le traigo un recado de Pappatheodorou y es todo, usted sabrá lo que hace. Si se la va a llevar en la
cabeza o se la va a llevar a pie, eso es cosa suya.
Pero ya comprendiendo, ya reflexionando el coronel Núñez, a
los pocos días ya la mandaron por tren a la estación de La Barca, y
fuimos a recibirla en La Barca.
Con la motocicleta hacía el servicio a Zamora hasta Cojumatlán
y cuando terminamos la plantación a Cojumatlán y de cercar los
árboles de uno y otro lado, entonces se regaban, teníamos una pipa
también de la Comisión Federal de Caminos, para regar los arbolitos en tiempo que había necesidad.
Posteriormente prolongamos la plantación de árboles hasta
Guadalajara y empezamos desde la glorieta de Minerva (o Atenea,
en griego) que está a un lado de los arcos de Guadalajara. De ahí
para acá empecé a plantar eucalipto, y llegamos hasta Santa Anita.
Todos esos árboles posteriormente los arrancaron, los tumbaron
para ampliar la autopista que construyeron últimamente. Esos árboles yo los planté llevando una cuadrilla de aquí de Jiquilpan a
Guadalajara. Por cierto que hubo un incidente con el personal que
llevaba de aquí para allá. Ya los trabajos de la carretera se habían
prolongado hasta el plan de Barrancas. Para entonces el personal de
261
ingenieros se habían trasladado a la Magdalena y estaban por ahí en
Ixtlán, Nayarit. Y había un salón desocupado con unos catres; entonces le sugerí al residente, que era un ingeniero que se llamaba
Manuel Esperón, amigo mío y le dije:
—Oiga, ingeniero, ¿aquí está ese salón desocupado?, ¿por qué no nos
permite que los muchachos, que son veinte o veintidós, duerman aquí
en los catres en vez de dormir en el suelo abajo en los corredores?
—Bueno, pero no vayan a hacer alguna avería.
—Pierda cuidado, yo los instruiré y les indicaré que cómo deben de
portarse aquí, para que se porten bien.
Y así permitió que durmieran ahí. Voy a mencionar lo que sucedió con uno de los muchachos, porque fue una buena clase para los
demás. Al instalarse los muchachos en el salón y tomando cada uno
su catre para dormir, entonces uno de ellos le aprieta el estómago y
pregunta a su compañero que dónde estaba el excusado (porque no
existía para él la palabra baño como hoy) y le indicó una puertita,
«Ahí en esa puertita.» Él, necesitado, corrió hacia aquella puertita y
al abrir vio enfrente el lavabo; pero el excusado se tapó al abrir la
puerta y como estaba muy apurado de dolor de estómago no hubo
más remedio que treparse sobre el lavabo y descargar ahí su necesidad muy apremiante. Pero al instante de haberse librado del dolor,
en ese momento ve enfrente el excusado y asustado por lo que
había hecho se faja los calzones y sin esperar un segundo se pone a
cambiar el material que había descargado del lavabo al excusado
con las manos. Como no se habían dado cuenta sus compañeros al
día siguiente él les contó y eran una de carcajadas que, bueno. Pero
eso sí, sirvió mucho para todos y para el futuro que se portaran
bien y disciplinados.
Bueno, regresando a mi relato, debo decir que hacía el servicio
en motocicleta, desde Guadalajara hasta Zamora y tenía la residencia en Jiquilpan, Michoacán. De eso debo de mencionar también
que estaba yo en la región en donde me dedicaba a la sericicultura.
En aquél entonces era el Ministro de Comunicaciones el general
don Francisco J. Múgica, que era conocido mío también porque
262
una vez estando yo en Cuernavaca, en el rancho del general Cárdenas, y al regresar con él a México me dijo:
—Mira, Pappatheodorou, ahora ha regresado el general Múgica de
Europa y ha traído unas películas que vamos a ver, que son de allá, y tú
ya conoces algunos lugares de Europa.
Y así, ya al regresar de Cuernavaca del camino viejo de aquella
carretera angostita de muchas curvas (por cierto que yo me mareaba mucho), me marié, hasta me vomité en el carro presidencial. Y
volteó el general que iba en el asiento de adelante; yo iba atrás con
un ayudante del general: Y me preguntó:
—¿Qué pasa, Pappatheodorou?, ¿qué te pasa?
—Mi general, me marié. Ya no soporté y la ventana cerrada también,
que no hallé cómo abrir, pues me tuve que vomitar.
Ya al llegar a México fuimos directamente, me llevó a la casa del
general Múgica, donde nos pasaron ahí unas películas documentales sobre el ejército alemán, cómo hacían los movimientos, a caballo, los brincos, los obstáculos y muchas cosas. Y algunas ciudades y
todo. Y después de ahí ya nos retiramos y me dejó en el Paseo de la
Reforma, frente a un hotel, y me dice:
—Tú estás aquí cerca de tu hotel, yo aquí voy a entrevistar unas personas.
Y así nos separamos en esa vez.
Estando en Cuernavaca (tenía ahí un rancho el general Cárdenas, ya de presidente electo), me había hablado el general para que
fuera allá para que plantáramos algunos árboles. Por cierto que ahí
tenían también propiedad el general don Francisco J. Múgica, un
general Velázquez, y otros generales; estaban en un barranco, en un
terreno quebrado, pero cada quien tenía su rancho, su propiedad. Y
ahí me había hablado el general Cárdenas para que plantáramos
algunos árboles en unas calzadas, y estando en las afueras de su
casa, platicando sobre esos trabajitos, llegó, se presentó ahí el gene263
ral Calles que estaba al otro extremo de la carretera, en un terreno
muy quebrado, y me acuerdo que una vez fuimos a visitarlo también con el general Cárdenas y tenía plantadas parras ahí, en un
terreno muy colgado y muy accidentado.
Pero en esta vez, al llegar el general Calles ahí a visitar al general
Cárdenas, que era ya presidente electo, y al llegar ahí que estábamos
platicando los dos, entonces tomó la palabra el general Cárdenas y
le dijo al general Calles:
—Aquí le presento al joven griego, Theodoro Pappatheodorou, a quien
tenemos en Michoacán dedicado a la sericicultura, a la cría del gusano
de seda.
Y así se despidieron los dos, me estrecharon la mano y entraron
a las oficinas del general Cárdenas a arreglar sus asuntos.
Después me retiré a atender los trabajos que ya me había encargado el general Cárdenas con un ayudante llamado Lino Salcedo,
que era ayudante del general Cárdenas, y otro Guadalupe; ellos me
ayudaban. Entre los tres estábamos arreglando las cosas ahí en el
jardín del general.
En busca del tesoro de Martín Toscano40
Recuerdo que en 1934, un día por la tarde al regresar de trabajar, mi
señora me dijo:
40
Mucho se oye hablar a los mayores las historias del tesoro de Martín Toscano,
bandido que asolaba la región en la segunda mitad del siglo XVIII y quien se
supone fue capturado entre los años de 1803 y 1805 y fusilado en México. Sánchez,
R. Op. cit. p. 106. Se conocen varias versiones de la vida de este personaje, quien
llegó a la categoría de leyenda entre los pobladores de la región. Se le adjudican
poderes de encantamiento. Cuando escucho las anécdotas de Toscano y lo cuantioso de su tesoro que espera en una gruta, no dejo de pensar en cómo se funde la
realidad con la fantasía para ofrecer una bella historia. «Todo o nada» —dice una
voz— y el que no puede llevarse todo el tesoro queda encantado en la misma
gruta.
264
—Oyes, que te están buscando dos paisanos que están aquí en Jiquilpan.
—¿En qué parte? —pregunté—.
—Están en la casa de huéspedes de don Antonio Martínez.
—¡Ah! sí, voy a ver que quieren esos amigos.
Y sí, me dirigí hacia la plaza Zaragoza y de buenas que los vi ahí
de frente, sentados en una banca. Y pensé «esos deben ser por el
color de sus trajes y el estilo de sus facciones; esos han de ser los
griegos que busco». Y al llegar ahí pues no les hablé en español,
sino que me dirigí a ellos saludándolos en griego y ellos también me
contestaron en griego y así supe que uno de llamaba Jarálambos
Stamatis y que se puso en español Enrique, que no coincide con
Jarálambos, porque éste quiere decir “refleja gusto”: Jará, es gusto,
Lambi, “brilla”, pero más bien es “refleja”. El otro se llamaba Mijaíl
Stafilaquis; desde luego cretense, porque todos los apellidos que
terminan con “quis” son de cretenses; así que él se puso Miguel que
sí corresponde a su nombre. Pues ya me dijeron:
—¡Hombre!, te estamos buscando. Ya tenemos toda la mañana preguntando aquí, preguntando allá. Y que no estabas en tu casa y que
tampoco tu señora; total que no dejamos con nadie recado.
—A ver, a ver en qué les puedo servir. Qué les trae por aquí.
—Pues mira —me dijo uno de ellos—, ¿quieres regresar a nuestro país?
—¡Hombre, como no! Sueño con regresar pero así como estoy ahorita
pues no, porque me van a decir, ¿a qué fuiste a México? Se supone que
vine a buscar trabajo a hacer algunos centavos. Porque esa es la misión
de todo el que sale al extranjero. Así que sí me gustaría ir, pero sin
dinero…
—¿Con cuánto te irías?
—Pues con unos veinte mil pesos me regresaría inmediatamente.
—¿Con tan poquito? —me dijo.
—Pues a no tener nada, pues con eso está bien.
—Mira, te vamos a dar cien mil pesos.
—Oyes, estás soñando —le contesté asombrado— ¿Sabes lo que son
cien mil pesos? ¿A quién voy a matar? ¿O en qué complicidad quieren
meterme?
265
Esta pregunta se las hacía porque yo estaba aquí en Jiquilpan
bajo la sombra de don Lázaro y pues pensé «no vaya a ser que estos
sean espías».
Y pues no me imaginaba precisamente que mal querían hacer.
Sabrá Dios, tantas cosas que me imaginé.
Y continué:
—Pues ese dinero de dónde lo van a agarrar para que den cien mil
pesos. A ver, a ver, explíquenme —les volví a decir—, ¿cómo es que
me van a dar esa suma de dinero? ¿de dónde me van a dar esos cien mil
pesos?
Y muy tranquilos me dijeron:
—Mira, venimos de Guadalajara, allá estamos radicando y un viejito
que se llama Rafael Contreras nos dijo en donde estaba enterrado un
tesoro.
Posteriormente supe que ese señor Rafael Contreras era papá
de un señor que tenía un mesón en Jiquilpan donde llegábamos con
las bestias.
El señor Rafael Contreras (según supe después también) era un
anciano que se dedicaba a rondar en los parques de Guadalajara. Yo
no supe cómo se conocieron él y mis paisanos; tal vez le gustaba sacar
algún tostón narrando la historia del tesoro de Martín Toscano, contándoles que cuando él fue joven anduvo con los bandoleros de Martín
Toscano y pues que él sabía dónde estaba el dinero enterrado.
Y para entonces eso de enterrar el dinero sonaba lógico, puesto
que no había bancos, no había nada; así que hasta los hacendados
escondían su dinero debajo de la almohada, debajo del colchón o
en una olla que enterraban en un rincón. Y esto hasta en Mandritza
mi padre lo hacía.
Pero ellos (mis paisanos) continuaron con la narración:
—Mira, Theodoro, ese viejito nos dio toda la explicación donde está
ese tesoro. Mira desde aquí de la plaza se ve.
266
Para esto ellos ya habían andado examinando, para ver qué veían
desde la plaza hacia el occidente. Y ellos insistían en que el tesoro se
encontraba por allá.
—Fíjate bien lo que te vamos a decir: El tesoro, según nos dijo el
señor Contreras, está por allá cerca de un rancho que se llama El Güiro y que cerca de ahí está una planicie y en un rincón sobre de ésta hay
unas canteras labradas, que según son muy notorias y al sacar una de
estas lozas aparece un hueco y ahí abajo al entrar está una puerta de
fierro; abriendo esa puerta ahí ves, dice, barras de oro y cueros de buey
llenos de plata y de oro. Así que, mira —dice—, la primer noche vamos a sacar todo lo que podamos traernos al hotel en un costalito cada
quien.
Yo para entonces era enclenque, delgaducho, pesaba sesenta y
dos kilos, y pensé «Pues, ¿qué tanto podré cargar? Pero… le haré
toda la lucha yo, a ver… además siendo oro, pues, ¡hombre!, unos
treinta o cuarenta kilos sí los puedo traer en el lomo (me dije); con
dos o tres viajes que echemos», mientras ellos seguían hablando.
—Y al día siguiente le ponemos un telegrama al general, porque generalmente el quince por ciento —dice— pertenece al gobierno. Y ya
una vez que las autoridades ya tengan posesión de eso, tienen que
autorizarnos muladas, ¿verdad?, para ir a traer todo el tesoro aquí al
pueblo y el gobierno va a recoger el tanto por ciento y lo demás va a
ser de nosotros.
Pues me la platicaron tan bonito que yo estaba muy entusiasmado. Y al regresar a casa le platiqué a mi señora el motivo por el cual
me andaban buscando mis paisanos y me dijo:
—Ay, desde chiquilla yo he oído esos cuentos, por cierto que don
Jesús Quiroz tiene unos papeles de allá, que quién sabe quién lo escribió, que dicen en qué lugar está el tesoro, que no sé qué más allá. No,
no, no te vayas porque todavía hay gavillas en el cerro por ahí y hasta te
pueden matar y entonces quedo viuda.
267
Pero… tan bonito me platicaron que pensé «Si no voy y estos
amigos, efectivamente, encuentran el tesoro, ¿cómo les voy a reclamar si no fui con ellos la primera vez?» Y sí me animé a ir, le hablé
a Antonio Gudiño, quien acostumbraba llevarme cuando salía de
Jiquilpan a la Estación Moreno, o bien a La Palma, para de ahí tomar el barquito a Ocotlán, Jalisco, para tomar el tren.
Al día siguiente ahí vamos con cuatro bestias, todos trepados
arriba. Ya llegamos al lugar y le preguntamos a Antonio Gudiño
que dónde era la parte que buscábamos y nos dijo:
—Yo sé dónde es, vamos por aquí.
Nos dirigió hacia el lugar y al andar cerca del lugar del tesoro;
para que no se diera cuenta del asunto que nos traía me dijeron mis
paisanos en griego.
—¿Cómo le haremos para que este amigo se retire de aquí mientras
nosotros escarbamos y buscamos el tesoro?
Entonces le di esta idea:
—Pues miren por qué no le decimos que por aquí hay unos árboles
que se parecen al olivo que se llaman acibuches y que por tal motivo
mientras nosotros vamos a buscar los acibuches, que él vaya a traernos
herramienta.
Y según nosotros lo engañamos, pero después él mismo Antonio Gudiño me dijo que él sabía a qué íbamos.
Se regresó Antonio montado en una bestia para traernos picos y
palas para arrancar los acibuches.
Mientras Antonio iba a Jiquilpan (que para entonces duraría un
par de horas porque siempre estaba algo retirado a unos cuatro o
cinco kilómetros) nosotros empezamos a escarbar en donde ellos
creyeron que era el lugar.
Pero escarbamos tanto que no encontramos ninguna piedra;
bueno, sí encontramos una piedra, pero no era cantera.
268
Hasta me salió sangre de las manos, de las ampollas que se me
hicieron; porque andábamos desesperados golpeando ahí con todas nuestras fuerzas, escondidos allá para que la gente no se diera
cuenta.
Pues no hubo nada, regresó Antonio con las herramientas, con
los picos y barras. Y dijo:
—Pues aquí tienen los picos que necesitan.
—¡Hombre!, Antonio, no hemos encontrado —le dije— aquí ningún
acibuche, anduvimos en los barrancos buscando y nada.
Lógicamente que Antonio se dio cuenta de lo que habíamos
hecho al vernos las manos.
Naturalmente que nos habíamos retirado del punto donde estábamos escarbando para otra vez regresar a ver si era posible encontrar en otro lado el famoso tesoro. Esa vez dimos por terminada la
tarea, porque estábamos cansadísimos y regresamos al pueblo.
Después me dijeron de otra narración que señalaba un tesoro
en un lugar llamado Las Bufas, en el cerro que está al suroeste de
Jiquilpan, porque al oeste exactamente está San Francisco y un poco
al occidente está Santa María.
Pues había ese lugar, al sur del cerro, en la cumbre del mismo,
donde teníamos que ir en bestias y ahí vamos otra vez los cuatro
montados en los animales. Y uno de mis paisanos dijo:
—Pues que allá vamos a ver como señal un templo viejo y que el
tesoro está en una de las esquinas.
Efectivamente, al llegar vimos una especie de cimientos hechos
de piedra que señalaban una construcción alargada y angosta; pero
no vimos nada de altar, tan sólo era un rectángulo señalado y estaba
en un buen punto del cerro porque desde ahí se podía ver el camino
por donde transitaban las recuas de bestias que llevaban la mercancía a Manzanillo, Colima, y viceversa y también los que pasaban a
México por ese camino. Entonces desde ese lugar se alcanzaba a
ver todo hacia el norte.
269
Pero antes de llegar a ese lugar que les digo, al ir cuesta arriba
entre los encinales oímos unas voces de gente que venía de arriba.
Y Miguel Stafilaquis traía una pistola y nos dijo:
—Oigan, tengo aquí una pistola, no vaya a ser que me la quiten si son
federales o si son cristeros ¿quién sabe qué serán?; ¿dónde la esconderé? ¿Dónde será bueno?, ¿dónde será bueno?
En eso le dije:
—¡Hombre!, Miguel aquí está un encino en horcón, en doble, qué mejor
señal y así la podemos encontrar fácilmente.
Y sí, porque si la poníamos en cualquier árbol pues difícil era
encontrar después el lugar donde escondiéramos el arma.
Pues Miguel hizo a un lado las hojas al pie de ese encino y después puso la pistola y luego la tapó con las hojas y ahí la dejó.
Seguimos cuesta arriba y encontramos a aquélla gente que habíamos escuchado. Era gente pacífica, eran rancheros que venían de
un rancho que estaba allá arriba del cerro. Pues llegamos al punto
señalado buscamos en un lado, buscamos en otro lado y nada, no
encontramos nada.
Ya con eso, pues, yo me desengañé tanto de un lado, como de
otro. Pero ellos no conformes se fueron a Guadalajara, hicieron los
gastos para traer al viejito y les dijera en dónde estaba el tesoro.
Para esto ellos ya no me avisaron se fueron por su cuenta. Pero
yo me enteré porque tenía muchos amigos y uno de ellos era Miguel
Muratalla, quien entonces era cabo de policía y como él sabía que
yo trabajaba con el general Lázaro Cárdenas, pues me tenía aprecio
y me hacía favores; entonces yo le dije:
—Oyes, Miguel, supe que mis paisanos —para esto ellos ya sabían que
anduvimos buscando el tesoro de Martín Toscano— se fueron por
una vereda de Sahuayo a La Bufa. Yo pienso que por allá han de estar,
¿no me acompañas a ver qué están haciendo?
—Si, cómo no, vamos.
270
Pues fuimos pero no los encontramos y así quedó ese cuento.
Yo creía que iba a regresar a mi pueblo millonario. Hasta llegué
a pensar: «Pues me compro hasta un rancho aquí, con unos ocho o
diez mil pesos. Y con el resto del dinero voy a Grecia a mejorar a
todas mis gentes».
Pues ese es un cuento para mí, pero cuento que en aquél entonces, cuando me lo platicaron y me dijeron de los cien mil pesos, me
estremeció completamente.
El reparto agrario
Como me dedicaba a trabajar en el campo, tenía muchos amigos
que eran medieros; porque para entonces ya tenía un terreno rentado que se llamaba Los Camichines, ese terreno pertenecía a una tía
de mi señora; y ahí sembraba yo con unas mulas que también rentaba. Ya después pude comprar un par de mulas de la hacienda de
Guaracha, pues cuando se inició el reparto se vendieron mulas,
bueyes, arados; por cierto también compré un «arado carro» que se
jalaba con cinco mulas.
Así que ya había empezado a sembrar por mi parte algunos terrenos que rentaba por aquí y me ayudaban algunos campesinos, y
desde luego yo también agarraba una yunta y comenzábamos a sembrar garbanzo; o bien arábamos después para la preparación del maíz.
Por estas fechas me di cuenta de que algunas personas querían
entrar a la cuestión del reparto y otras no querían entrar. Según me
daba cuenta, esta actitud obedecía a que estaban trabajando con los
patrones, y pues se sentían un poco mal de quitarles la tierra a sus
patrones, porque si les quitaban la tierra a los patrones, entonces ¿qué
iban a hacer ahí ellos? Y también había quienes no tenían conocimiento
alguno sobre la agricultura, pues se metieron de agricultores.
Pues hasta entre los beneficiados había pleitos, disgustos; que
unos querían recibir tierra y otros también, que tenían la tierra que
trabajaban como medieros y pues con el reparto estaban con el
peligro de perderla.
Y desde luego hubo posteriormente otras dificultades. Por ejem271
plo: como en la ciénega se regaban las tierras, no podían entenderse
los ejidos unos con los otros de que en la noche unos agarraban el
agua y les quitaban a los otros, y el canalero pues no podía impartir
orden ahí porque él transitaba nomás de día y en la noche no intervenían. Así que el agua corría libremente pero intervenían los ejidos
de un lado y del otro lado, y hubo momentos hasta que hubo riñas
ahí en la toma del agua y a veces llegaban hasta herirse, pelear ahí,
en fin. Ya después se tomaron otras medidas para seguir adelante y
poner en orden las cosas.
Pero yo, como agricultor, creo que el individuo que va a trabajar
la tierra, pues debe de tener un previo conocimiento y necesita tenerle amor a la tierra, a las plantas y a todo para que el negocio
prospere; como cualquier otro negocio necesita hacer la cosa en su
debido tiempo: barbechar, nivelar, hacer canales, conocer el terreno
perfectamente bien; en excesos de agua donde va a desaguar, en
caso de riego se necesitan los canales y tantas cosas que he visto
desde aquel entonces. De 1934 para acá, toda mi lucha ha sido escarbar la tierra y haber qué provecho le saco.
La agricultura es una cosa muy difícil, y más en la actualidad; en
aquel entonces, según mi penetración, pues los rancheros eran los
que trabajaban la tierra; sí, la gente humilde, pero los que dirigían el
trabajo era un mayordomo, un hombre preparado. Así me di cuenta
en aquel entonces hasta en la actualidad, donde cultivamos la tierra
el que agarra el tractor no es el que siembra, porque sembramos
hoy hasta con avión el arroz en extensiones de más de cien hectáreas; así es que no es el aviador el agricultor, sino que el aviador
nomás maneja el avión para esparcir la semilla. El muchacho yuntero echa la semilla tras del surco para que nazca, pero ignora también qué semilla es, qué variedad es, en qué época debe de sembrarse. Todas esas cosas necesitan una preparación, así como en la escuela: empezamos con la letra alfa y seguimos con la omega y nunca
se termina de aprender, hay que continuar. Así los conocimientos
de aquel entonces a esta parte de hoy es un desarrollo enorme,
enorme. No podemos decir que los agricultores de aquel entonces
hoy no podrían vivir, ¿por qué? Porque ya en aquel entonces la
ecología era virgen, como ya sabemos las plagas entre sí se comba272
tían, pero en la actualidad, conforme fueron penetrando los insecticidas, muchos insectos o pájaros disminuyeron y entonces las plagas
se aumentaron y si no fuera por los insecticidas hoy no levantaríamos
cosechas. Y por el otro lado, hoy hacemos dos cosechas. ¿Por qué hacemos más cosechas? ¿Qué no se agota la tierra? Sí se agota pero le damos de comer. Por eso tenemos hoy los fertilizantes, por eso hoy hacemos análisis de la tierra para darnos cuenta qué clase de fertilizantes
necesita la tierra y qué cantidad también sin pasar de exceso, porque es
perjudicial para la planta y para el bolsillo.
Entonces, para todas esas cosas necesitamos tener una preparación, un conocimiento que nos costó mucho trabajo, y ser autodidactas.
Así nosotros mismos, los agricultores, cuando principiamos en
el campo, cada día tenemos que estudiar las plantas ¿por qué esto?,
¿por qué aquello?, ¿por qué esta mata está aquí aislada y está tan
robusta, tan negra de color? La cosa era muy sencilla y así penetraban los conocimientos; porque en esa mancha había una boñiga, se
había ensuciado una vaca y aquella boñiga se desbarató y aprovechó
la planta y hasta el zacate. Y entonces esas son las investigaciones
que hacíamos. Y aparte de eso la tierra también tenía que prepararse. Había que barbecharse un poco más profundo, que dejarla que
se ventilara, que le entraran los rayos solares, que se secara la tierra
para que tuviera apetito de beber agua, pero no con exceso. Porque
también no todas las plantas viven con exceso de humedad. Y hay
que saber todos esos conocimientos, que muchas veces por flojera
o por falta de recursos para hacer canales, desagües, etc. Y hay veces también que la ambición nos perjudica, pues queremos sembrar
mucho, para cosechar mucho. Pero ahí está un error grande. Es
preferible sembrar la mitad, la cuarta parte, pero hacer la cosa bien,
y tener éxito en las plantas y en la producción.
Ahora bien, el reparto de las grandes propiedades, se hizo gradualmente; primero se juntaron las solicitudes en las haciendas, en
los ranchos; se formaron grupos pequeños de solicitantes que empezaron a crecer. Al realizarse el reparto de tierras se enfrentaron a
un problema muy fuerte; ¿quién los iba a refaccionar? Y este fue
uno de los obstáculos más fuertes para trabajar bien la tierra; por273
que en primer lugar se necesitaba tener bueyes, buenos aperos y
semillas de calidad.
Bueno, se fundó el Banco Ejidal, se instaló en Jiquilpan y trajeron tractores, eran más de veinte; pero la gente no sabía qué hacer
con aquellos tractores, no había tractoristas, no había mecánicos;
llegó un momento en que esos tractores se inutilizaron. Trajeron a
un mecánico que no tenía conocimientos plenos, entonces desarmaron aquellos tractores, hicieron un presupuesto, que llegaba entonces a veinte mil pesos. No hubo presupuesto, no hubo dinero
para traer las refacciones que se necesitaban y así esos tractores
estuvieron abandonados.
Así que el reparto se vino en forma gradual porque necesitaban
ver si el ranchero que se hacía de tierra tenía prosperidad, si había
logrado hacer algo; era como un ejemplo. Y ya los demás, si veían
que había prosperado, entonces se sumaban y hacían su solicitud de
tierra. Y así fueron poco a poco extendiéndose y hubo enormes
dificultades. Una de esas dificultades (que yo me di cuenta) fue en la
hacienda de Guaracha con el molino. El Banco Ejidal se hizo cargo
del molino y se formó una sociedad para abastecerlo de caña. Y
como ya dije (en otra parte de estas memorias) a los que formaban
parte de esa sociedad les daban un sueldo de un peso y tareas por
uno cincuenta; para que ganaran un poquito más; así que se les
motivaba mucho para la siembra de caña que tenía que ir a dar al
molino; y ya una vez elaborada la caña, esas ganancias que se generaban serían repartidas entre los socios que formaron la cooperativa. Pero no, no fue así. Era gente ignorante, no entendían que debían
defender aquello con mucho ahínco; puesto que tenían que esperar un
beneficio mayor de aquellos cultivos. Esas gentes en vez de desarrollar
el trabajo en cinco o seis o hasta ocho horas; porque así lo requería
aquello; pues no, se ocupaban en la tarea esa una hora y media o dos y
salían de trabajar; el trabajo lo dejaban mal hecho.
Ahora yo pregunto a algunos agricultores que tengan conocimiento: ¿Es posible en ese corto tiempo salir de una tarea?
Yo sé que no era posible. Entonces, ¿qué sucedía? Hacían un
trabajo malo y la caña no se desarrollaba, porque se llenaba de hierbas, por lo tanto la producción era poca, raquítica. Y llegó el mo274
mento del fracaso; por lo tanto, tuvo que cambiarse el molino a otra
región, a la región de Taretan, y allá está toda esa maquinaria.
¡Lástima que aquí se abandonó todo ese equipo!, era un ingreso
muy bueno; porque en toda la región contaban con azúcar y además era una buena fuente de trabajo, pues era numeroso el grupo
que trabajaba en el ingenio, ya fuera en la preparación de la tierra,
en la siembra de la caña, en la cosecha, en el transporte, en fin, en
todas esas cosas.
La caña llegaba hasta Totolán, o sea a unos tres o cuatro kilómetros de Jiquilpan; por el otro lado llegaba hasta Guarachita, y por el
norte llegaba hasta Cotijarán, hasta el Cerrito de Cotijarán.
Todas esas cosas las narro para que cualquier trabajo que se
pretenda instalar se inicie con buenas bases; ya que para todo hay
que poner buenos cimientos, si no se empieza con poco para ir
mejorando gradualmente se llega al fracaso, las cosas no se deben
hacer bruscamente.
La Escuela Agrícola Industrial de Jiquilpan41
Recuerdo que tanto en Jiquilpan como en Morelia, como en todas
partes, los edificios más grandes eran el curato, la iglesia y el convento. Como todos los sabemos y la historia lo dice: todo estaba en
poder del clero.
Escuelas en edificios propios, adecuados, no había. Había una
escuela particular que sirvió por cinco generaciones y fue la escuela
de la señorita Marín. La señorita Marín la trajeron de otra parte para
41
Fue inaugurada el 5 de marzo de 1934, bajo los lineamientos de la política educativa del general Lázaro Cárdenas, cuyos objetivos fundamentales eran hacer extensiva la educación a las clases populares, la educación elemental y técnica, con la
finalidad de que en un tiempo corto se incorporaran a la producción industrial o
agrícola. En el artículo «La Escuela Agrícola Industrial de Jiquilpan…» se exponen
testimonios de jiquilpenses que vienen a completar la visión que Pappatheodorou
expone sobre esta escuela y esta época. Guadalupe García Torres. «La Escuela
Agrícola Comercial e Industrial de Jiquilpan. Una aproximación a su historia basada en testimonios orales», en Desdeldiez. Boletín del CERMLC. Jiquilpan. Diciembre de 1985. pp. 131-160.
275
que aquí diera clases en casas particulares; una de esas casas era de
don Eudoro Méndez, que era un segundo hacendado, o sea el administrador general de la hacienda de Guaracha. Él radicaba en
Jiquilpan. Y en la casa donde es ahora la Biblioteca Pública Gabino
Ortiz, puso don Eudoro a la señorita Marín a que diera clases a sus
hijos, y ya posteriormente se incorporaron también los hijos del
doctor Betancourt: Amadeo, Othón y Margarita. Posteriormente
se cambiaron a una casa que estaba frente al atrio de la parroquia de
Jiquilpan. Ahí iban, pues, lógicamente todos los hijos de los ricos
de Jiquilpan. Pero escuela, escuela del municipio oficial yo no conocí; conocí una escuela oficial en donde asistían muchachos y niñas
hasta el sexto grado de primaria y estaba instalada en la casa de
Mauro Méndez, después fue cine y se llamaba Hidalgo y hoy es
Casa de la Cultura Libertador Miguel Hidalgo.
Pues sí, en esta escuela asistieron mis cuñados Alejandro, Juan,
José y Max, y en total eran setenta alumnos. Esa casa tenía un corredor y todas las piezas de una calle hasta la otra.
Así que Jiquilpan no tenía propio edificio para una escuela.
Cuando ya fue Presidente de la República don Lázaro Cárdenas,
se vino una vez a Jiquilpan y resolvió que se formara una escuela; ya
que los templos y el curato estaban cerrados. No me acuerdo quién
tenía las llaves del curato, pero yo creo que se encargaba la presidencia municipal, que en esos tiempos estaba como presidente
municipal el señor Alfredo Pérez, tío de la esposa del general
Dámaso.
Así que fue presidente en el tiempo que se inauguró la escuela y,
naturalmente, la presidencia tendría las llaves del curato.
Se abrió la escuela. Entonces teníamos la necesidad de un salón
de actos, porque hacíamos las reuniones los profesores y los alumnos;
entonces tuvieron que hacer un arco entre dos piezas para formar un
solo salón. Eso lo hizo el albañil José Rivas, me acuerdo bien porque yo
visitaba a veces a José Rivas y veía que tumbaban ahí las piedras que
estaban tan bien construidas que por cierto me dijo:
—Mira, Pappatheodorou, fíjate nomás qué construcciones hacían en aquél
entonces, es que la cal la apagaban con anterioridad en unos pozos.
276
Yo no sé qué técnicas de albañilería usaban, pero el asunto es
que se quebraban las piedras pero no se despegaban donde estaban
unidas con mezcla. Y así sin poner puntales, sin poner nada, tumbó
las piedras ahí con mucho trabajo y formó un arco para unir las dos
piezas y hacer un salón, y así se ordenó para que iniciara, que se
formara y se nombrara, por indicaciones del general Cárdenas, Escuela Agrícola Industrial. El que encabezó esta escuela fue el profesor José Palomares Quiroz, que durante la gubernatura del general
Cárdenas en Michoacán era el Director de la Escuela de Maestros o
Escuela Normal de Morelia.
Y así nombró el general Cárdenas al profesor José Palomares
Quiroz, que era un profesor muy culto, poeta, y de letras profundas, de historia y todo. Él fue el director de la Escuela Agrícola.
Después tenemos ahí voluntarios que daban clases porque así lo
quiso el general; que se iniciara la escuela con la voluntad de todo el
pueblo, aunque fueran empleados del gobierno estatal o no.
Profesores de la Escuela Agrícola, Industrial y Comercial de Jiquilpan. De izquierda a derecha, sentados: Profr. Daniel Mora Ramos, Dr. Margarito Talavera,
Director Profr. José Palomares Quiroz, Profra. Tomasa Villanueva, Dr. Amadeo
Betancourt y Antonio Martínez. Parados: Juventino Aguilar, Ing. Arturo Calderón, José Cisneros, Lic. Capdeviel, Profr. Theodoro Pappatheodorou, Dr.
Raymundo Casillas y Leopoldo Pulido.
277
Están el profesor José Palomares Quiroz; la profesora de primaria Tomasa Villanueva; el doctor Amadeo Betancourt, que daba
Historia de México, Historia Universal; también don Antonio Martínez, éste daba clases de Correspondencia; luego el doctor Margarito
Talavera; y Leopoldo Pulido, que daba Música; el doctor Raymundo
Casillas, que fue también concuño de prima porque se casó con
Carmen Sandoval Villaseñor; Theodoro Pappatheodorou; don Pepe
Cisneros, que era contador Administrador de Rentas; el ingeniero
Arturo Calderón, ingeniero minero de Zacatecas, que aquí daba clases de matemáticas; Juventino Aguilar. A propósito, recuerdo que
formamos un grupo de masonería y que nos instruían tanto
Juventino Aguilar como el ingeniero Calderón; eran ellos masones
y sabían toda la historia de la masonería y formamos un grupo de
varios vecinos de aquí y nos daban en un salón ahí clases sobre
masonería, que permaneció unos tres meses; me acuerdo que a mi
esposa no le gustó esa cosa pero ni a mí tampoco no me gustó. Y
además, según mi modo de pensar, en todos esos organismos, como
dice el dicho: “El que tiene más saliva, traga más pinole”; unos cuantos son los que manejan todo aquello y todos los demás son oyentes y durmiendo levantan el dedo para aprobar cualquier iniciativa
que se les parezca a unos cuantos.
Pues bien, ese fue parte del profesorado de la Escuela Agrícola,
faltan, aparte, de cocina, de costura, de pastelería.
A propósito, recuerdo también que impartía clases la hermana
del profesor José Palomares Quiroz, que era Jesusita, que por cierto
vive en La Barca; ella se casó con un alumno mío que se llamaba
Jesús Vázquez. Un día fui a visitar a Jesusita y a su esposo, y me dio
mucha lástima (después de que yo los conocí jovencitos, hace cincuenta y dos años) porque estaban muy ancianos y sin hijos.
También estuvo como profesora Adela Marrón, de unos cincuenta años de edad; ella daba clases de cocina y de pastelería. Recuerdo a Josefina Cepeda, que pertenecía a una de las familias más
ricas del pueblo; daba clases de costura.
Por otro lado, quiero decirles que nosotros teníamos en un salón una máquina para sacar la seda de los capullos.
En varias partes nosotros criamos gusanos de seda; en el primer
278
lugar en donde hicimos esa actividad fue en la casa donde yo vivía,
en la calle Fajardo, que estaba ubicada en la segunda cuadra partiendo del atrio y caminando hacia el norte, hacia el panteón; esa casa
era propiedad de Nacho Marín, ahí fue en donde criamos los primeros gusanos.
Después, en el segundo año, me tocó vivir en una casa que me
cedió don Dámaso y que estaba a un costado de la casa que hoy se
llama Casa Verde. Pues esa casa en donde viví había sido propiedad
de los padres de los Cárdenas, y don Dámaso me dijo: «Para que no
pagues renta aquí puedes vivir en esta casa». Y ahí tuvimos que criar
también gusanos; después criamos gusanos en la casa del señor
Méndez, donde era escuela primaria y que por cierto hoy es la «Casa
de la Cultura»; luego al edificio donde hoy es la biblioteca; ahí criamos durante dos años; todo el templo lo cubrimos con armazones
para la cría del gusano de seda.
Después el general Cárdenas ordenó que se construyera el centro de sericicultura, que quedaba en la esquina del edificio ese que
es de dos pisos; pero ese edificio, a un lado hacia el oriente, tenía un
salón de seis metros por veinte de largo, y al lado norte (quedaba
frente a lo que es hoy el molino) tenía otro salón con las mismas
dimensiones. Ahí se hicieron las crías del gusano de seda de los
últimos años, cuando ya dejé de pertenecer a ese trabajo.
Todos los alumnos varones (excepto los que aspiraban ser profesionistas en otras ramas) continuaron tomando clases superiores,
porque posteriormente se formó la secundaria, que se cambió a la casa
de doña Octaviana Sánchez, que fue la donadora tanto de la casa como
de los terrenos que he mencionado en donde se cultivaron las moreras,
ahí el ingeniero Matos construyó unos tejabanes, unos salones en los
corredores y ahí se instaló la Escuela Agrícola Industrial, ya con secundaria. Esta escuela se inauguró en marzo de 1934.
Recuerdo que cuando íbamos al campo a trabajar, teníamos un
grupo muy numeroso; todos, sin excepción, íbamos cantando en el
camino, para darle más valor a nuestro trabajo; porque se trataba de
formar agricultores (en esta escuela se les dieron las bases, nociones de agricultura y posteriormente algunos jóvenes se fueron a las
escuelas de agricultura).
279
Así que íbamos con el director, José Palomares Quiroz, los muchachos y yo; cogíamos nuestros azadones. ¡Ah!, pero para esto, de
México nos habían mandado vestuario del ejército (posiblemente
de los trabajadores), de la marina. La mayor parte de los muchachos
se vistieron con pantalones y camisas de blanco; y nosotros los
profesores (el ingeniero Calderón y yo) nos pusimos de pantalones
y camisas del ejército.
Estudiantes en las prácticas de campo, 1934.
En la escuela teníamos nuestros instrumentos de trabajo: azadones, palas. Y así salíamos de la escuela de dos en dos, uniformados, marchando felices por las calles hasta que llegábamos a la morera. Y como estaba de moda, en esos años, la repartición de las
tierras, los ejidos, teníamos nuestro himno del agrarista, que cantábamos todos a viva voz:
Marchemos, agraristas, a los campos
a sembrar la semilla del progreso;
marchemos siempre unidos, sin tropiezo,
laborando por la paz de la nación.
280
No queremos ya más luchas entre hermanos;
olvidemos los rencores, compañeros,
que se llenen de trigo los graneros
y que surja la nueva redención.
Ay, ay, ay, ay murieron muchos hermanos,
que Dios los tenga en sus brazos;
ay, ay, ay, ay murieron muchos hermanos,
que Dios los tenga en sus brazos
Y así íbamos hasta el campo, cuando llegábamos a cada uno le
asignábamos lo que debía hacer y les daba por tarea cuatro o cinco
cepas. Generalmente permanecíamos en la práctica un par de horas; después que terminábamos nuestra tarea de plantar árboles,
nos poníamos a jugar fútbol. A propósito de esto, recuerdo a Luis
Canela Abarca, en aquél entonces era un muchacho gordito, medio
chaparrón; él en Guaracha prestaba servicio (según él mismo me lo
platicó) y limpiaba los canalitos del ingenio de los desperdicios, y
creo que le pagaban treinta o cuarenta centavos por día; entonces lo
recuerdo muy bien porque era muy reservado, y una vez jugando
fútbol le dieron un balonazo y que lo tumban y que empieza a chillar; y por más que quisimos consolarlo, no quiso. Y entonces decidió regresarse a Guaracha, pero inmediatamente su padre volvió a
traerlo. Por cierto que él terminó su primaria en la Escuela Agrícola
Industrial y de ahí se fue a preparar como médico a Morelia. Y hoy
es uno de los buenos médicos que tiene Jiquilpan.
Por otro lado, nosotros además de plantar la morera, dedicamos
un espacio de terreno para la siembra de legumbres, como tomates,
chiles para rellenar, cebollas y otros productos.
Ahora quiero hablarles un poco sobre la educación socialista,
cuyos antecedentes ya existían, pero había llegado el momento oportuno. Y una vez que el general Cárdenas llegó a la presidencia, ya se
sabía y se esperaba que los pasos que había dado la Revolución
Mexicana en el aspecto agrario se tenían que realizar, en el sentido
de hacer valer aquello de «La tierra es de quien la trabaja».
Era un camino muy largo que preparar, pues si se tomaba en
281
cuenta que en el mundo el número de gente pobres se incrementaba
alarmantemente, y que tenía (como ya lo he dicho) mucha necesidad de independizarse, de ver un día más claro, de hacer algo para sí
mismo.
¡Por fin!, llegó el reparto de las tierras de la hacienda de Guaracha. Y toda la juventud, pues, ya sabía también cuál era la ideología
del general Cárdenas y cuáles eran los pasos a seguir. Toda esa juventud estaba impregnada de esa ideología, de ese espíritu, y por
eso en las mañanas estudiaban las muchachas y en la tarde se hacían
las prácticas de campo.
Pero llegó un momento en que la efervescencia de los jóvenes
llegó a tal grado (y como estaba instalada la escuela en el curato)
que una mañana nos dimos cuenta que varios jóvenes (principalmente los que se dedicaban a la agricultura conmigo) habían abierto y destruido una puerta del templo y habían sacado varios santos
y los habían quemado en un patio que teníamos (hoy es ahí el edificio del Correo). Y pues eso llamó mucho la atención y lógicamente
a toda la población eso les pareció muy mal; entonces el profesorado, el director de la escuela y la presidencia municipal intervinieron
para parar esas cosas que eran indebidas, y con los que posiblemente el pueblo se lanzaría a cometer actos indebidos también. Y así se
aplacó la cosa esa y no siguió más adelante.
Pero como podemos ver, esa escuela se hizo con la esperanza de
iniciar las bases de la educación regional; porque de allí surgió la
escuela secundaria, en donde inclusive llegaron a inscribirse muchachos de todos los contornos de la provincia, hasta de Sahuayo; bueno, llegó a venir hasta gente del estado de Chiapas.
Pues considero que trabajamos bien en esa escuela, pero el profesor José Palomares tuvo que retirarse y se trasladó a México; puesto
que el general Cárdenas había formado allá las escuelas Hijos del
Ejército y al profesor Palomares lo había nombrado director de la
escuela de Hijos del Ejército de la Ciudad de México.
Y a propósito de la estancia del profesor Palomares Quiroz, recuerdo que casi todos los años (estando yo en Culiacán) hasta allá
me mandaba una tarjeta cada año al finalizar los cursos de la Escuela Hijos del Ejército porque éramos íntimos amigos.
282
283
Estudiantes en la sección comercial tomando clases de mecanografía, 1934.
284
Taller de corte y confección Rosa Luxemburgo, 1934.
285
Alumnas tomando clases de cocina y repostería, 1934.
286
Camas de los gusanos de seda en el edificio que hoy ocupa la biblioteca pública de Jiquilpan.
287
Taller de sericultura en 1934. Alumnas devanando la seda.
Por otro lado, la Escuela Agrícola Industrial permaneció con
ese nombre durante todo el periodo de la presidencia del general
Cárdenas. Y debo mencionar que cambió de director al trasladarse
la escuela a la casa que era propiedad de doña Octaviana Sánchez y
donde hoy es el Centro Recreativo; para entonces ya era director el
profesor Alvarado, quien era chiapaneco. Él (por cierto) trajo varios estudiantes de Chiapas.
Así que el valor de esa escuela fue infinito; y no podemos hablar
de la Secundaria Número 1, de la preparatoria y del tecnológico sin
hacer mención de la Escuela Agrícola Industrial.
El valor de aquella escuela es infinito. No se puede mencionar el
valor, el inicio de aquella escuela, porque hoy tenemos la Secundaria
Número 1 aquí y tenemos la preparatoria, y tenemos hasta el tecnológico. Lo único que me duele, ya tratándose del tecnológico y la
preparatoria, es que existe maquinaria, muchos tornos, pero eso me
duele a mí porque yo mismo he mencionado en las mismas escuelas, en donde he platicado hasta con los directores que por qué no
se ponen a funcionar todas esas máquinas, ya que en toda la región
no se encuentran, excepto en Zamora. Habrá tornos; hay como
treinta tornos en un salón que están inutilizando, que utilizarán uno
que otro, ¿verdad?, para cosas insignificantes. Hasta los mismos
ingenieros me han dicho que piden a veces una cosa u otra cosa de
México y que no se los mandan y he oído y he visto en otras partes,
no quiero mencionar dónde, pero que las escuelas éstas no sólo se
mantienen así, sino que dan ganancias y preparan, arreglan motores, arreglan arados, arreglan carretas, hacen muchas cosas; sin embargo, aquí no se hace nada de esas cosas, y a mí me duele y cada
rato insisto y platico con los profesores a ver si logran un poco
poner en marcha toda esa maquinaria que tienen.
La Sericícola
Los trabajos en la Sericícola se iniciaron sin fondos. El único que
tenía sueldo era Jesús Vargas, que era fontanero (como ya le he
mencionado) y prestaba servicio en el municipio. Esto que estoy
288
narrando sucedió antes de que el general Cárdenas fuera presidente; es decir, entre 1930 y 1934.
También como ya mencioné, don Dámaso Cárdenas era diputado local. Entonces hubo la autorización de que se sacara gente de la
cárcel (los que tenían un delito menos grave) para que nos ayudaran. Y ahí en la cárcel les explicaban:
—Miren, muchachos, los vamos a sacar a que trabajen en una actividad que se está haciendo para el pueblo. Ustedes cada día que trabajen
ahí se les va a pagar un sueldo de cincuenta centavos y además, los que
trabajen, aquí en la cárcel se les va a descontar dos días de la condena
que tienen.
Como ya he dicho, se pagaban treinta siete centavos y medio, o
sea tres reales, pero al llegar don Dámaso autorizó que fueran cincuenta centavos, o sea un tostón.
Y así estaban trabajando en el campo. En la mañana salían de la
cárcel y llegaban al campo, acompañados por algún gendarme; pero
los gendarmes eran nada más de sombra porque en caso de que los
presos quisieran escapar, pues en realidad no podían detenerlos;
algunas ocasiones eran hasta diez presos, así que fácilmente entre
todos esos lo podían amarrar, quitarle la pistola y no podía hacer
nada. Pero pues era una orden de traerlos y llevarlos en la tarde otra
vez en la cárcel; y hasta en el medio día las esposas de los presos les
llevaban de comer en donde ellos estaban trabajando.
De esta forma hicimos los trabajos del cultivo de la morera, y
también después los ocupamos para que nos cortaran la hoja y nos
la transportaran en el hombro, en manojos, que eran llevados en
donde estaba la cría del gusano de seda.
Por cierto que a la hora de comida me ofrecían y yo comía con
ellos, pues con mucha confianza, y simplemente ellos me llamaban
Pappatheodorou (hasta hoy) y me tenían confianza porque yo no
era ni patrón ni jefe. Y un día uno de estos señores que se llamaba
Antonio Cabrera me dijo:
289
—Oyes, Pappatheodorou, yo tengo ganas de enseñarme a leer.
Y le contesté:
—Pues lo puedes hacer si tú tienes ganas. Mira te traes tu cuaderno, tu
lápiz y podemos empezar mañana en la hora que tenemos de descanso, bajo la sombra de los mezquites. Ahí puedes empezar a aprender y
yo te voy a decir cómo. Y así empezó a escribir las letras y le decía:
«Mira, esta es la A, a, y esta es la B, b». Y así a los pocos días ya sabía
leer. Por cierto un día lo encontré en el centro del pueblo y él se encontraba viendo hacia una pared de un negocio y me acerqué tras de él
y estaba con la mirada hacia arriba leyendo el anuncio del negocio que
decía “Restaurant” y no podía descifrarlo muy bien y oía yo que decía:
«re-re-res-res-tauuu-ran» y otra vez repetía un poco más rápido
«restauuurán». Y así, verdad, hasta que logró bien sacar la palabra y
con satisfacción dijo “restauran”, la palabra la dijo sin la «t», como se
escribe.
Y así, al medio día varios se me acercaban para que juntos con
Antonio Cabrera aprendieran a leer y a escribir.
Pero un día, recuerdo que había dos presos muy famosos, uno
de ellos muy peligroso (porque ya había matado a varios) y los llevaron a trabajar con nosotros. Era Pepe Mendoza y Anas, así lo llamaban, y éste era muy alto y fornido, medía uno ochenta. Pepe Mendoza era más delgado, pero de la misma estatura. Pues me los mandaron para que los pusiera a trabajar; pero ellos eran un poco trabajosos; no les podía decir nada porque no trabajaban, porque les
tenía miedo. Ni modo, era todo por la buena. Pues que llega un día
don Dámaso, en esos momentos, al campo de la morera y me dice:
—¿Dónde están? ¿Qué no te mandaron trabajadores?
—Sí me mandaron.
—Pero, ¿dónde están?
—Pues ahí sentados bajo la sombra del mezquite.
—Y, ¿por qué están ahí?
—Porque no les puedo yo mandar a trabajar.
290
—¿Cómo que no puedes mandarlos a trabajar?
—Sí, no puedo mandarlos a trabajar señor, porque están armados y
además tienen una botella y ahí están tomando.
—¿Cómo es posible eso?
—Sí señor, así es.
Entonces llamó a José Barrera, que era comandante de la Policía
y lo manda:
—Anda, ve, José, a ver a aquéllos.
Hasta él tenía miedo. Pero don Dámaso comprendió que aunque iba armado debía acompañarlo otra persona, porque no fuera
que le sucediera algo. Pero antes de que llegaran ahí donde estaba el
árbol, se levantaron esos señores para encontrar de píe al que iba a
entrevistarlos, y así sin llegar el inspector hasta ellos, éstos se alejaron de la sombra del árbol para que no les fueran a descubrir sus
armas y las botellas. Entonces los llevó el comandante frente al
señor diputado y él les dijo:
—¿Qué están haciendo ahí?
—Señor estamos descansando.
—¿Cómo que están descansando? ¿Acaso no es hora de trabajo ahorita?
—Sí, pero está haciendo un poco de calor y nos sentamos ahí en la
sombra.
—Y, ¿qué no tienen alguna arma?
—No señor, no tenemos nada.
Entonces les dijo:
—Ustedes se quedan ahí. Ahora vete José, a ver que encuentras ahí en
el lugar donde estaban.
Y pues fue natural que encontraron las dos pistolas, porque yo
ya les había advertido sobre eso. Entonces se trajeron la botella, sus
copitas, porque elegantemente estaban tomando con todo y copi291
tas. Y continuó don Dámaso:
—¿Pero cómo es posible que hagan ustedes esto? ¡Hombre!, no saben
que ya les he explicado que este trabajo es en beneficio de todos, tanto
de ustedes como del pueblo.
—Pos sí señor…
Bueno, pues ya en la tarde nos regresamos y me fui separado
con un primo de don Dámaso que se llamaba Alberto Valencia del
Río, pues creo que eran primos segundos y, pues, eran parientes por
la madre, y, pues, ya nos retiramos.
Al día siguiente. ¡Ah!, para esto vivía yo en una casa (que posteriormente la compró Juan del Río, quien también era primo de los
Cárdenas) donde está el portal, en donde hoy se paran los camiones
en la carretera; pues ahí vivía en esa casa vieja, que tenía varios
cuartos y yo vivía en un cuarto solo, por cierto que tenía hasta una
cría de pichones en uno de los cuartos.
Recuerdo que una señora me hacía de comer y llegaba como a
las ocho de la mañana.
Y como les decía, me tocaron la puerta a las cuatro de la mañana
y, pues, con mucha confianza, sin preguntar “¿Quién es?” abrí la
puerta y que voy viendo a Pepe Mendoza enfrente. Entonces me
estremecí, por lo que había sucedido el día anterior y pensé: «Éste
vendrá con malas intenciones». Puesto que era preso y le gustaba
tomar y andaba bien armado. Yo estaba nada más con un abrigo
encima y pues entonces le dije con mucha precaución, pero además
no sacaba la mano de la bolsa del abrigo porque traía una pistolita,
entonces le dije:
—¡Hombre!, siéntate en esa silla.
Se sentó en la silla que estaba en el corredor y yo me senté frente
a él y desde luego yo siempre con la mano metida en la bolsa del
abrigo, teniendo la pistola cogida, por cualquier cosa que pudiera
suceder. Y pues estuvimos bastante tiempo platicando, hasta que
llegó Alberto Valencia, que siempre iba en las mañanas por mí, y en
292
eso nos levantamos; entonces le llamé a Valencia para que fuera a
mi cuarto y le dije:
—Alberto, ten mucho cuidado. Yo como jefe, pues, lógicamente, pues,
voy a ir adelante, ¿verdad?, y tú te vas atrás y estás al pendiente para
que observes a Pepe, no sea que vaya a querer hacer alguna tontería en
contra de mí. Tú ya te diste cuenta de lo que pasó ayer.
Y me contestó:
—Está bien, tienes razón en tomar esas precauciones.
Alberto Valencia trabajaba conmigo como yuntero, parece ser
que estaba como de planta y pues era de mis confianzas.
Pero no pasó nada, pues según supe su actitud había obedecido
a que por cumplir con los consejos de don Dámaso, quiso presentarse a tiempo para reivindicarse de su actitud anterior. Pero no
volvió a presentarse otra cosa parecida en todo el resto del tiempo
en que me trajeron presos al trabajo de la morera. Bueno, pues la
cría del gusano de seda se hizo ya en forma cuando se organizó la
Comisión Nacional Sericícola, al iniciarse el periodo presidencial
del general Lázaro Cárdenas.
El doctor Raúl Argudín fue quien tomó las riendas de la Comisión Sericícola. Como ya he mencionado, este doctor era originario
de Jalapa, Veracruz.
Con esa forma de organización pudimos iniciar el cultivo del
gusano en varias partes, para esto yo seguía pidiéndole al señor
Homobono González el huevecillo. Siempre le hacía el encargo de
cinco o seis o siete onzas; desde luego que lo hacía con tiempo. De
esta forma llegamos a iniciar cultivos en Morelia, Uruapan, Taretan,
Jiquilpan y Zamora.
A propósito de Zamora, iniciamos una cría en una escuela secundaria que era de muchachas y muchachos un poco ya grandecitos; por cierto que estaba ahí un señor que era muy entusiasta, que
no tenía la menor idea de cómo se hacía la cría del gusano; entonces
yo le di la teoría al respecto para que cuidaran aquellos. Como yo
293
tenía que estar en varias partes vigilando, checando cómo iban los
trabajos, pues nada más le dije que cada semana o cada quince días
los visitaría para ver los avances o las dificultades que se presentaran. Y así le hicimos.
Por otro lado, recuerdo que cuando estuve en Morelia hicimos
un folleto en donde se hablaba de todo lo relacionado con gusano
de seda y la morera, e inclusive hacía las veces de un manual para
desarrollar el cultivo; este folleto lo hice con la colaboración de
Manuel Villa, un joven estudiante que trabajaba en el Departamento de Agricultura, del cual era jefe el señor Manuel Cárdenas, que
no era pariente del general. Así que este pequeño manual lo distribuimos en donde teníamos pensado hacer las crías de gusano de
seda.
Pues ya que estamos tratando este tema, recuerdo que un día
partí de Uruapan en bicicleta por San Juan de las Colchas a Peribán,
Los Reyes, y me fui por Tocumbo, Santa Inés para llegar a Cotija en
bicicleta y sin tener bomba para echarle aire. ¿Cómo me atreví?,
¿qué pensamiento de la juventud? Pues nomás me acuerdo de eso y
me estremezco.
Bueno, pues llegué a Cotija (que por cierto ya la conocía con
anterioridad) y me encontré a conocidos que habían ido a jugar
béisbol, como a José Orozco, Fernando Sandoval a José, Manuel
Enríquez y Ricardo Barrera, a los Vargas, en total eran como diez
muchachos. Y pasé la noche ahí en Cotija.
Al día siguiente seguí mi camino en bicicleta de Cotija a San
Antonio Guaracha, Estación Moreno, Chavinda por San Simón,
que era una hacienda para llegar a Ixtlán de los Hervores (que hoy
pasa la carretera Zamora-La Barca-Guadalajara); pues al llegar ahí
noté que una llanta venía ya baja y pues me tuve que parar a revisar
mi bicicleta y se me acercaron unos muchachos y me dijeron:
—¿Qué le pasa, señor?
—Pues, miren, tengo la llanta baja y no se qué hacer.
—Sabe qué, el señor cura tiene bicicleta a lo mejor él puede ayudarlo.
—Acompáñenme por favor.
294
295
Lugares que menciono en esta narración, y en los que trabajé como comerciante y agricultos
Y, pues, sí me llevaron ante el señor cura que estaba en el curato.
Me recibió muy amable y contento. Y al saber que yo era griego,
pues se interesó en platicar sobre mi estancia en México; y después
de la plática le dije:
—Señor Cura, pues, fíjese nomás lo que me pasa. No tengo bomba ni
para echar aire y el alma está mala.
—¿Alma?
—Sí, ¿no tiene usted almas?
—Pos, no, no. Bombas sí tengo, pero almas no tengo.
Y nos reímos un poco. Ya después el señor cura me sugirió que
para que el aire no botara la válvula le pusiera una liga (de esas que
usaban las mujeres para sostenerse las medias; las usaban cerca de
la rodilla y eran unas ligas rojas y anchas); pues le di vueltas, vueltas
y vueltas hasta que no pude ya más, entonces aprisioné todo aquello, le eché aire y emprendí mi viaje hacia Zamora.
Al llegar a Zamora que me voy dando cuenta, al entrar en el
local donde se estaba desarrollando la cría del gusano de seda, que
los muchachos estaban bailando alrededor de las camas de los gusanos y tenían levantada una nube de polvo. Cosa que era demasiado
peligrosa para los animalitos. Y lógicamente este tipo de descuidos
condujeron al fracaso de la cría, aunque logramos obtener algunos
capullos, no volvimos a criar gusanos en Zamora.
Pues como les decía, iba o mandaba yo a traer a México la dotación de onzas del huevecillo para repartirlo en Morelia, Uruapan,
Taretan y Jiquilpan, que eran los lugares en donde más se criaban
gusanos, pero siempre en pequeña escala: de media onza o de una
onza, nada más para practicar, porque la intención era nada más
enseñar para que tomaran interés algunos vecinos entusiastas para
que hicieran las cosas tal como eran. Y también para que algunos
muchachos y muchachas se animaran, una vez que tuviéramos las
hojas suficientes para una mayor cantidad de gusanos. Pero no llegamos a ese punto porque los que tenían terreno o casa adecuadas
no se interesaban en el cultivo. Y la gente humilde (como ya he
dicho), pues no tenía lugar suficiente en sus casa para tener en condiciones higiénicas al gusano de seda.
296
Pappatheodorou hacía el trabajo de plantación de moreras, de Zamora a
Cojumatlán, en motocicleta, 1935.
297
La intención era que esos muchachos, una vez que aprendieran
bien lo del cultivo, fueran a otros lugares como profesores o instructores.
Pues estos muchachos no recibían ninguna paga, porque la economía municipal no lo permitía, ni tampoco la Administración de
Rentas, puesto que en esta época había mucha escasez, una crisis
(peor todavía que la actual) y llegó el momento en que el frijol no se
vendía y tenían que tirarlo en el paredón del río; bueno hasta algunos ganaderos cocían el frijol para que se ablandara y se lo dieran a
las vacas; pero ni siquiera eso lograron. Valía el hectolitro de frijol
(o sea ochenta kilos) cinco centavos, o sea un centavo menos; el
maíz, $2.50. En aquél entonces no había pesas, todo era medida,
todo eran almudes, litros, hectolitros o medio hectolitro; tanto el
maíz como el garbanzo, el trigo nada más eran por cargas, que parece ser se componían de ciento sesenta kilos la carga.
Y, pues, esa era la situación de una crisis terrible y entonces,
pues, se le tuvo que pagar a la gente, porque no había quien los
ocupara y, pues, tenían urgencia de cubrir determinadas necesidades y, pues, así fue como les pagamos treinta y siete centavos en los
primeros meses aquí en Jiquilpan y ya después (como ya lo mencioné) fueron cincuenta centavos.
Así fue que continuamos con las crías de los gusanos. Por cierto
que ya para 1940 (fecha en que el general Cárdenas iba a entregar la
presidencia), por el mes de marzo, me preguntaron que si ya teníamos madejas de seda. Desde luego que ya se habían dado cuenta
que sí teníamos porque don Dámaso y otras gentes se encargaban
de la producción, yo no era nada más que el profesor y enseñaba
todo el proceso para sacar en madejas la seda. Por cierto que hice
una maquinita de pedal con una máquina de coser vieja y allí tuve
que poner una bandeja y todo lo que se necesitaba para imitar el
modelo de una máquina devanadora, propia para sacar la seda del
capullo; pues fui con el carpintero Juan Martínez, que era muy bueno en su oficio, para que me hiciera todas las piececitas para poder
acomodar una rueda con una banda, de manera que ésta se pudiera
mover con el pedal de aquélla máquina de coser; así que la banda
iba desde el pedal a la polea de la máquina y de ésta hasta una polen298
ta en la que se formaba la madeja. Y así fue como les enseñé a las
muchachas a que sacaran la hebra del capullo de seda para formar la
madeja; cada capullo de seda llega a veces a tener hasta mil quinientos metros de hilo de seda; desde luego que hay ocasiones en que el
hilo se rompe por la velocidad de la rueda. Para pegarlo era muy
sencillo: se arrimaba de nuevo el cabo y se juntaba. Pero antes de
esto poníamos a calentar agua en una olla, después la echábamos
(empíricamente) en una bandeja en donde poníamos los capullos
para que se ablandaran. Generalmente poníamos ocho o diez capullos y con una escobeta le raspábamos ligeramente a que se pegara
la hebra en ésta; ya entonces comenzábamos a jalar y ya que veíamos que cada capullo tenía su propio cabo entonces ya lo poníamos en la máquina para devanar; pero nos dábamos cuenta que ése
era el cabo porque al jalarlo todavía en el agua, el capullo bailoteaba
para un lado y para otro lado; es decir, que el capullo se estaba
deshaciendo y así juntábamos los seis u ocho cabos, según del grueso que queríamos hacer el hilo. Al principio hacíamos las madejas
con menos cabos, para que las muchachas pudieran apreciar los
capullos que bailoteaban, que giraban al estar bailoteando porque
se estaban enmadejando.
Siempre se alcanzó a hacer un buen trabajo. Bueno, pues con
decirles que llegué a llevar capullos que se produjeron en Jiquilpan a
la ciudad de México en una exposición que se hizo en San Jacinto.
Era la Exposición Agrícola Industrial y Ganadera. Me parece que
todavía viven algunas personas que se acuerdan de esa exposición.
Pues, sí, ahí me instalaba yo con mi maquinita, con mis capullos.
Y ahí me veía la gente. Tenía un ayudante y mucha gente me preguntaba sobre la cría del gusano de seda. También iba a visitarme
don Homobono González y algunos italianos que iban a ver el resultado de la cría del gusano de seda y me preguntaban:
—Oiga, ¿y dónde se desarrolla esta actividad?
Y yo orgulloso les decía:
—En Jiquilpan, Michoacán, señores.
299
Bueno hasta mandamos a analizar seda a una casa japonesa en
Los Angeles, California, y resultó de mejor calidad en elasticidad
que la propia seda japonesa.
Pues hasta me dieron una medalla de oro como premio al finalizar la exposición.
Desde luego que las trabajadoras no eran muchas. Más o menos
eran como dieciséis; ellas nada más se ocupaban en los trabajos
directos de la cría del gusano de seda porque poco antes teníamos
que preparar la habitación: barrer, limpiar, lavar y hasta blanquear
alguna pieza, pero esto sucedió antes de que tuviéramos un lugar
apropiado, como lo fue el edificio que se le llamó Centro Sericícola
de Jiquilpan, en donde construimos dos salones dedicados a la cría
del gusano y luego adaptamos otro en la parte baja para instalar la
maquinita devanadora.
Como ya lo he mencionado, ese local se encontraba en una esquina sobre la carretera que va a Sahuayo, frente al molino de trigo.
Yo en una temporada viví en esa casa, por cierto que ahí nació mi
primera hija, Anna. Ya después nos cambiamos porque construí
una casita.
Como ya les he narrado, el general Lázaro Cárdenas me había
asignado el lote más grande para la plantación de moreras, en donde plantamos como cuatro hectáreas de lo que se le llamó “El Campo de la Morera”, pero como el terreno era de dieciséis hectáreas,
entonces la diferencia de hectáreas las aprovechaba para sembrar
frijol, garbanzo, maíz y trigo; y esto sirvió en mi tiempo para la
Escuela Agrícola Industrial, cuando yo estuve, como campo experimental. Pusimos camote un año. Y entonces como estaba la construcción de la carretera Morelia-Guadalajara ya había aquí mucho
trabajo en Jiquilpan: para hacer las alcantarillas, para el puente, para
la escuela Francisco I. Madero, para la casa del general y otras obras,
pero se necesitaba mucha arena. Y un día un trabajador comenzó a
barbechar en mi terreno y profundizó un poco el arado, el caso fue
que se dio cuenta que había arena bastante limpia, entonces comenzamos a abrir y a sacar la arena y profundizamos hasta tres metros
en un diámetro de tres o cuatro metros, así que era una veta bastante gruesa. Y pues le ofrecí si me querían comprar arena; y como ya
300
no había arena por aquéllas cercanías, pues me la compraron a peso
el metro cúbico, y como los camiones eran chicos, con una capacidad de carga de tres o cuatro metros cúbicos, entonces yo recibía
tres o cuatro pesos. Después se introdujeron también en el terreno
que tenía don Dámaso Cárdenas, que formó la huerta que se llamó
La Selva; en la actualidad está fraccionado.
Y así, con ese dinero que obtuve con la venta de la arena, logré
juntar una buena cantidad para comprar un lotecito, que está ubicado donde está hoy la bodega de la tienda del ISSSTE, avenida Lázaro
Cárdenas número 20; ahí yo construí mi casa en 1939, también con
dinero de la venta de arena.
Y ya que estamos hablando de construcciones, les quiero platicar, para que se den cuenta, que en la construcción del edificio de la
Sericícola los tres o cuatro albañiles que trabajaron ahí fueron pagados por la Administración de Rentas; también por esas fechas se
construyó la plaza de toros y para esto traían madera de la sierra;
eran unas vigas grandes de cuatro por seis pulgadas de grueso y por
cinco metros de largo. Esa plaza de toros se construyó en un establo de don Dámaso Cárdenas, y esas vigas que menciono, con las
lluvias, el sol y el sereno, se fueron torciendo; viendo esto, un día
me animé y le dije al Administrador de Rentas, que era don Zenón
Ayala, que era el encargado de la plaza:
—Oiga, don Zenón, ¿qué no podría venderme unas vigas de la plaza
de toros? ¡Hombre!, veo que se están torciendo ahí; pues yo estoy
haciendo mi casita y necesito madera.
Y me contestó:
—¡Cómo no, hombre!, anda escoge las que quieras.
Entonces le dije:
—¿Y a cómo me las va a dar, don Zenón?
—Te las voy a dar a peso.
—¡Ay!, don Zenón, ¡hombre!, usted ya ve que con mucho sacrificio
301
Pappatheodorou con una de las trabajadoras de la Sericícola.
302
estoy haciendo mi casita con los centavitos que voy obteniendo de la
venta de arena. Déjemelas más baratas.
—¿A cómo se te hace bueno?
—Pues, mire… déjemelas a ochenta y cinco centavos.
—Ándale, pues, llévate las que quieras.
Y así me llevé cien vigas a ochenta y cinco centavos cada una.
Por cierto, todavía esa casita está en pie, solo que ya no me pertenece porque la tuve que vender porque había necesidad para poder
introducirme en la agricultura.
Bueno, pues, ahora voy a seguir con la narración de la sericicultura.
Verán, como ya les dije, que estábamos en el año de 1934 y el general Cárdenas estaba a punto se ser Presidente de la República; y,
pues, desde luego que aquí Jiquilpan estaba de fiesta. Y para estas
fechas nosotros, en la Sericícola, ya habíamos producido seda; entonces doña Amalia, esposa del general Cárdenas, me dijo:
—Mire, Pappatheodorou, queremos que con la seda que se está produciendo en Jiquilpan, se haga la banda del Presidente; esperamos que
haya suficiente seda para este trabajo.
Y le contesté:
—Pues yo creo que sí.
Y así le mandé yo toda la seda que teníamos en madejas y las
mandamos a México, en donde hicieron la banda tricolor que portó
el general Cárdenas en su pecho cuando fue presidente.
Pero en esa época no sólo se mandó a hacer la banda en la casa
Chambón, sino que se hicieron telas (y creo que ésta fue idea del
general Cárdenas) para premiar a las muchachas que se dedicaban a
la cría del gusano de seda. Entonces les regalamos un corte a cada
una de ellas. Recuerdo que una parte de esos cortes fue de color
amarillito y otra parte verdecito, no fueron telas estampadas con
dibujos, fueron lisas. Y pues de ese hecho tenemos el testimonio de
algunas personas que todavía viven en Jiquilpan, como la señora
303
Esperanza Flores Ceja,42 que se acuerda muy bien de esas regalías.
Pero también los muchachos entusiastas que participaron en la
sericicultura obtuvieron su regalo, pues les mandamos hacer unas
camisas y les regalamos a cada uno una camisa de distinto color.
A propósito de esto, recuerdo que un día nos pusimos a regalar
las camisas que nos habían sobrado y en ese momento llegó mi
cuñado Juan y me dijo:
—Oyes, Theodoro, ¿y para mi no sobra una?
Y pues al ver que sí sobraba una le dije:
—Mira, sí, aquí tienes esta verdecita.
Bueno, ahora vamos con lo triste del asunto. Estando el general
Cárdenas en la presidencia, pues tal vez sería en 1937 ó 1938, mandó el general Cárdenas a don Efraín Buenrostro a Jiquilpan a supervisar el asunto de la Sericícola. Pero para esto, yo ya estaba un poco
retirado del asunto de la Sericícola y para entonces las riendas las
tenía el doctor Raúl Argudín, quien era el director en México de la
Comisión Nacional Sericícola; y por tal motivo yo estaba un poco
desmoralizado, y naturalmente hasta disgustado, porque no coincidimos en el programa del desarrollo Sericícola en México; tema que
se desarrolló en la ciudad de México.
En esa época yo les propuse el sistema de buscar regiones propicias para sembrar las moreras (este plan se hizo en Jiquilpan y fue
el mismo que le planteé al general Cárdenas), con clima apropiado,
terrenos, vientos y demás, para que ahí se formaran las primeras
estaciones sericícola, y así a la par que se obtuviera la hoja se fuera
desarrollando poco a poco en pequeña escala la cría del gusano, que
se iría incrementando conforme se obtuvieran más hojas de more42. … Una vez que estuvo la seda —dice la señora Esperanza—, la llevaron a México
e hicieron telas […] esas telas que trajeron […] fueron regaladas ahí a las mismas
trabajadoras (de la sericícola), porque (nos) regalaron (un) corte a cada una de
nosotras… Esperanza Flores C./Guadalupe García T. AHOCLC-Z1-E: 135.
304
ras. De tal forma que pudiéramos comenzar con la industrialización de la seda. Para esto (como ya mencioné), en México las medias de seda se importaban de Europa y salían carísimas. Y pues en
aquélla época había unas máquinas sencillas, bastante prácticas, con
las que se podían hacer esas medias, por lo que yo les propuse iniciar la industrialización de la materia prima con la elaboración de
medias de seda.
Pero al parecer ellos tenían otro programa muy diferente al mío.
Verán que como en este periodo presidencial del general Cárdenas se había dado paso al reparto de tierras en el país, entonces
también a las escuelas se les donó una hectárea de terreno; entonces el programa del doctor Argudín tenía contemplado ocupar esa
hectárea para la plantación de moreras, que se haría sin gasto alguno, sin presupuesto, pues se tenía pensado utilizar el trabajo de los
alumnos de las escuelas bajo la supervisión de los maestros. Y así lo
hicieron, pero no les dio resultado porque, en primer lugar, esta
actividad no debía ser dirigida por el profesor, quien por supuesto
ignoraba el cultivo de la morera y además se tenía que tener una
experiencia, empeño y cariño para hacer la plantación de la morera
y se obtuvieran buenos resultados. Bueno, pues, inclusive yo visité
varias escuelas que habían iniciado el cultivo de la morera y, pues,
andaban ahí los muchachitos con un azadoncito, escarbando y ponían una plantita aquí, una estaquita allá y, ¡claro!, era una cosa indebida, que no iba a tener buen término. Y así fue: un fracaso redondo porque el asunto no es nada más tener la teoría en la cabeza, sino
que hay que saber llevar a la práctica todos esos conocimientos.
Y así fue que yo me retiré de la sericicultura por no estar de
acuerdo con el programa del doctor Argudín; entonces, para no
involucrarme en éste (como ya he mencionado), me dediqué a plantar moreras en la carretera.
Pero como les dije al principio, el general Cárdenas había enviado a don Efraín Buenrostro, quien para entonces era Secretario de
Industria y Comercio. Pues bien, al llegar don Efraín a Jiquilpan yo
no me encontraba en el pueblo, pero al regresar a la casa mi esposa
me dijo:
305
306
Exposición de productos sericícola de la Estación Superior Sericícola de Jiquilpan, en la Feria de
Sahuayo, Mich., del 8 al 16 de diciembre de 1936.
—Mira, mandó hablarte Dámaso, que fueras a la Sericícola porque
está aquí Efraín Buenrostro.
Y pues lógicamente como eran mis jefes acudí allá. Y pues en la
Sericícola también estaba el doctor Argudín. Me presenté, los saludé y don Efraín me dijo:
—¿Cómo te ha ido?, ¿qué estás haciendo?
Yo le contesté:
—Pues yo ahorita me dedico a plantar moreras desde Zamora hasta
Cojumatlán. Y acabo de llegar y me muevo con una motocicleta que
me mandó el general de México.
—Bueno, queremos saber qué se ha hecho sobre la sericicultura en
Jiquilpan.
Entonces yo le contesté:
—Don Efraín, usted ya sabe que empezamos con esto de la sericicultura
desde Morelia, cuando usted era Oficial Mayor en el gobierno del general Cárdenas en Michoacán; entonces yo me dediqué en cuerpo y
alma a esta actividad, porque tenía mucho interés para que se lograra
la cría del gusano de seda en México. Y como usted lo ha visto, desde
Morelia, Taretan, Uruapan y Jiquilpan se han desarrollado los cultivos
de la morera, por ser los lugares más propicios. Y pues de todos estos
lugares aquí en Jiquilpan es donde hemos encontrado más posibilidades porque encontramos también unas pocas moreras en la huerta de
Elena Villaseñor y, pues, esas moreras se han estado aprovechando
para la cría del gusano. Y, pues, de todo esto el pueblo se ha estado
dando perfectamente cuenta, ¿verdad?
—Está bien, pero nosotros queremos saber últimamente, ¿qué se ha
hecho en la sericicultura?, ¿qué avances se han obtenido?
Y entonces le contesté:
—Pero esa información que usted requiere, don Efraín, conviene que
se la pregunte al doctor Argudín, que se encuentra aquí presente; yo
307
no se la puedo proporcionar porque yo estoy trabajando aquí con una
categoría muy ínfima. El doctor Argudín es el director de la Comisión
Nacional Sericícola43 y aquí ha nombrado a su cuñada como delegado
de la Comisión Nacional Sericícola; por tal motivo yo tan sólo soy un
servidor de ella. Entonces la explicación se la puede dar el doctor
Argudín o su cuñada, porque ellos están al frente de toda la dirección;
yo estoy en quinto lugar. Y además, tal vez sepa usted sobre el pago. La
delegada gana veinte pesos diarios y yo tengo nombramiento de la
Secretaría de Agricultura, de agente de quinta con cinco pesos diarios;
y por tal motivo yo ignoro. Pero si usted quiere saber lo que yo he
desarrollado es otra cosa.
—Pues, sí, explíqueme usted qué es lo que usted ha desarrollado aquí.
Entonces yo empecé a explicarle desde la incubación de los
huevecillos del gusano hasta que estos producían seda.
Y desde luego que el doctor Argudín no pudo decir nada al respecto porque su programa (como ya he dicho) era plantar moreras
en los ejidos, en los lotes de las escuelas, y cuando ya tuviera dos
millones de moreras, entonces se iba a dedicar a la cría del gusano
de seda.
Así que desde ese momento yo dejé de pertenecer a la Comisión
Nacional Sericícola, puesto que no nos entendíamos padre e hijo, y
así lo consideraba posiblemente el doctor Argudín puesto que me
tocó bajo su mando y yo no me dejaba y rompía con la estructura
de su programa.
Entonces, desde ese momento yo empecé a ampliar mi horizonte. Vendí la casa y comencé a dedicarme a la agricultura.
43
La Comisión Nacional de Fomento y Control de la Producción Sericícola fue creada por decreto el 31 de enero de 1935. Durante el periodo 1936-1940 se distribuyeron 3’635,092 árboles de morera y se plantaron 4’602,100, con un costo de $0.86
cada árbol.
Esta actividad productiva se inició «con la idea de dar a los campesinos una
industria auxiliar que contribuyera al incremento de sus posibilidades económicas,
pero los resultados han sido poco favorables». Seis años de gobierno al servicio de México 1934-1940. (1940). Méx., Secretaría de Gobernación, p. 132.
308
Introduciéndome a la actividad agrícola
¡Ah!, cómo batallé para llegar a tener una estabilidad económica
para mi familia. Me costó mucho trabajo, muchos desvelos y, sobre
todo, saber en qué destinar las pocas ganancias con que contaba.
Al llegar a Jiquilpan tenía un sueldo de ciento cincuenta pesos
mensuales, que distribuía como toda una ama de casa: en renta de
casa, alimentación, vestido y, pues, principalmente tenía que economizar porque yo aquí en México no tenía parientes; eso sí, tenía
algunos amigos, como el doctor Rafael Alvarado, que me ayudó
mucho cuando estuve en Uruapan, pero desde luego cuando trabajé con él en lo del cultivo del gusano de seda, no era con la intención
de que yo obtuviera alguna ganancia de esa actividad; sino más bien
esto fue para poner una cuña para una nueva industria en México,
como lo era la producción de seda.
Pero, bueno, como les dije anteriormente, al tomar las riendas el
doctor Argudín de la sericicultura yo tuve que retirarme, pues ya no
era nadie para opinar en este campo, y por tal motivo empecé a
rentar terrenos, pero desde luego que antes de esto yo empecé a
rentar parcelas y a sembrar en el propio terreno que me había asignado el general para sembrar moreras; desde entonces empecé a
sembrar frijol, maíz, garbanzo y hasta camote y empecé a ahorrar
algunos centavitos. Y pues yo hacía mis trabajos con mucho cuidado, con mucho cariño y mucho empeño, con los pocos conocimientos que en aquél entonces contaba, pero sin embargo me daba
buen resultado.
Por cierto, en este momento se me viene a la memoria que aquí
en Jiquilpan en esa época estaba recién construido el molino y teníamos entonces que aportar todos los de los alrededores, los que
producíamos trigo teníamos que entregar el trigo para abastecer el
molino, quien nos refaccionaba; yo tenía como seis hectáreas que
me había refaccionado el molino. Y, bueno, pues, me acuerdo que
un 20 de noviembre, fecha en que todo el pueblo se encontraba de
fiesta, yo fui a ver cómo estaba mi trigo y pues al ver yo que mi trigo
carecía de humedad, de agua y, pues, fui a ver quién regaba ese 20 de
noviembre y, pues, no, nadie regaba y entonces vi que el agua iba a
309
dar al río. Me regresé, revisé la compuerta y analicé cómo podía
abrirla y no, me encontré con que la rueda que quería mover tenía
un candado con una cadena. En ese momento me acordé de la
punta de la barra, que era una cuerda sin fin, que había arriba una
palanquita antes y que esa palanquita hacía que subiera y bajara la
compuerta. Entonces pensé qué podía servirme y encontré un pedazo de tubo de media pulgada; ese tubo lo machuqué por un lado
para darle la medida del cuadrito que tenía el fierro de arriba, doblé
el tubo formando una “L”, lo metí y así empecé a darle la vuelta
arriba y cedió, puesto que abajo había un retén que era circular, que
no subía; entonces le di vuelta y jalé la compuerta para arriba y
empezó a entrar agua. Inmediatamente volví a cerrar aquello y fui a
buscar algunas gentes para que me ayudaran a regar el trigo. Ya
encontré la gente, volví otra vez, abrí la compuerta y entró el agua,
toda el agua que necesitaba yo, y así, en veinticuatro horas, regué las
seis hectáreas de trigo.
Pero al darse cuenta el canalero, que por cierto era conocido y
amigo mío, pero como que era empleado y como tal tenía que sujetarse a las órdenes de sus superiores y, pues, me amenazó y me
habló en un tono poco apropiado.
—¡Cómo!, ¿por qué te has robado el agua?
Y le contesté:
—Mira yo no he robado nada, el agua entró, yo no moví nada; el agua
entró y yo regué. Yo no hice ningún mal, puesto que el agua se estaba
tirando y ustedes no se dieron cuenta. Hay gentes que encontré y perfectamente ellos pueden decir que se estaba tirando el agua del río y al
ver esto no hice más que aprovecharla para regar mi trigo, que por
cierto le hacía mucha falta.
Pues fue y dio parte al ingeniero Murfí, quien era el encargado
en la región, y, pues, se entrevistó con el Juez de Letras, a quien dio
parte que Pappatheodorou se había robado el agua; pero el licenciado Juez de Letras era amigo mío, ya nos conocíamos y pues todos
310
estábamos bajo el mismo mando y teníamos como protector y jefe
al general Cárdenas, y él dijo, el licenciado, al señor ingeniero:
—¡Cómo es posible que haya robado el agua!, ¿a quién se la vendió? o
¿qué hizo con el agua que robó?
—Pues no, fue y regó su trigo.
—Bueno, ingeniero, pues yo no le veo ningún delito. Mire, ya regó el
trigo y al regarse el trigo éste produce y eso es lo que nosotros esperamos de nuestras tierras.
—Pero no, licenciado, eso que hizo es indebido.
Y pues ahí discutieron y el licenciado le desbarataba sus argumentos. Por lo que el ingeniero entonces se dirigió al canalero y le
dijo:
—Mira, Jesús, ve a ver a Pappatheodorou y dile que tú te acuerdas que
tenías cerrada la compuerta y le preguntas que cómo le hizo para meter el agua. Seguramente debe tener llave.
Pues, sí, vino el canalero y me dice:
—Si tú me dices cómo hiciste para abrir la compuerta para regar, te
perdona el ingeniero.
Y entonces le contesté:
—Mira, yo no tengo llave, lo que pasa que ustedes ignoran el mecanismo de la compuerta. Y, pues, como a mí me dolía ver el trigo casi seco,
tuve que buscar la forma de abrir la compuerta hasta que encontré
cómo podía hacerlo; entonces hice una llave con un tubo (que lo tenía
tapado con unas piedras que estaban en el mismo lote).
—Mira, esta es la llave que hice y vas a ver cómo se abre la compuerta
y ahí vas a ver que el candado no se va abrir y nadie lo va a tocar.
Al hacer la operación con mi llave maestra, que se abre la compuerta y el agua entró.
311
Y, pues, un poco asombrado al ver aquello, el canalero me contestó:
—¡Pero, hombre!, mira nomás. Cómo es posible que nosotros no nos
hayamos dado cuenta de este mecanismo, y nosotros poniendo candado.
Y así quedamos otra vez amigos con el ingeniero.
Y así logré levantar una buena cosecha de trigo y, pues, éste fue
un medio que utilicé, pero sin molestar a nadie y sin que se me
pudiera realmente acusar de robo ni nada parecido, y logré regar mi
trigo y obtuve una buena cosecha. Pues en realidad pienso que no
hay cosa difícil en este mundo que no se pueda lograr teniendo
empeño.
Recuerdo que al llegar a Jiquilpan y cuando comencé a andar de
novio de Margarita, pues pensaba que, pues, al casarme con ella su
familia, pues, nos ayudaría económicamente. Y creo que todo es un
interés. En algunas ocasiones, platicando con mi esposa Margarita,
ella me ha dicho:
—Me vas a decir que yo me casé contigo por interés.
Y yo le he contestado:
—Pues, sí, posiblemente tú también te casaste por interés, porque veías
en mí a un joven griego que era trabajador, dedicado en sus asuntos.
Pues en realidad no sé, tal vez sería guapo, esbelto, no sé, pero todo
eso en que se fija uno es un interés.
Así que pienso que no hay cosa que no se haga por interés. Y,
pues, efectivamente yo sí me casé por algún interés. Como es costumbre en nuestras tierras que al casarse, previamente se fijan qué
dote va a recibir el muchacho por parte de la familia de la muchacha, y naturalmente también el muchacho debe llevar su dote al
matrimonio. Así que como todo es un interés, según como vea el
muchacho cómo se encuentra económicamente su familia, así se
312
busca una muchacha de la misma condición económica.
Yo aquí no tenía condiciones económicas, no era más que mi
persona y mi trabajo. Pero en mi pensamiento decía «yo creo que sí
me van a ayudar mis suegros a salir adelante, se ve que son una
buena familia». Mi suegro era médico y fue constituyente, tenía un
rancho, ganado y casa; en fin, estaban en buenas condiciones y decía yo: «¡Hombre!, algún día me darán algo al casarme, puesto que
son ocho hombres y Margarita es la única mujer y, pues, al ser la
única hija tratarán de ayudarme».
Pero en sí, yo no estaba esperanzado a esto, yo seguí trabajando,
haciendo mi lucha, no estaba esperando «panza arriba» la herencia;
sino que trabajaba, y muy duro, sembrando aquí, sembrando allá,
rentando lotes en los ejidos, porque en esa época había iniciado el
reparto agrario y, pues, mucha gente prefería rentar porque no tenían conocimientos de la agricultura, ni empeño para cultivar la
tierra. Y yo con poco dinero pude rentar una parcela, porque en ese
entonces una parcela me la rentaban por cuarenta pesos al año; ya
después fueron subiendo a sesenta, a ochenta y a cien pesos por
año.
Y como ya les dije que me compré dos mulas de la hacienda de
Guaracha, con las que empecé yo a sembrar y así continué. En algunas ocasiones llegué a rentar un tiro de mulas o una yunta de bueyes
para que me ayudaran durante algunos días, ya fuera una semana o
quince días, para preparar la tierra para sembrarla y así, de esta forma, sembraba una mayor superficie; y naturalmente obtenía mayores ingresos.
Uno de los trabajadores que me ayudó mucho en mi trabajo fue
un joven de apellido Bayola; él era muy fornido y trabajador; era
originario del Cerrito Pelón. Y pues también hubo otras gentes que
llegué a ocupar en la plantación de morera y que muchos de ellos
eran gentes de mis confianzas.
Posteriormente ya renté un terreno que pertenecía a Los
Camichines, ese terreno pertenecía a una tía de mi señora, por cierto que se llamaba Esther Villaseñor, y ella, antes de casarme con su
sobrina, me quería mucho, por ser novio de Margarita, y siempre
me llamaba para platicar. Y sí, ella me rentó por tres años un terre313
no de cuarenta hectáreas, en el cual desarrollé el cultivo del garbanzo y del maíz. Y para no gastar en peones hice un trato con medieros
y uno de éstos fue Antonio Olloqui, un hombre muy experimentado que era del rancho La Yerbabuena, que estaba en las inmediaciones de Jiquilpan y Sahuayo. Ese Antonio era un hombre muy experto, ya de edad, pues para entonces contaba con sesenta años y, pues,
conmigo no fue sólo mediero, sino administrador, así lo nombré
para que estuviera al pendiente de los cultivos. Él era como yo: muy
experimentado y trabajador. Por cierto que él no quiso ser ejidatario
porque sentía feo ¿verdad? quitarle terreno al patrón, por lo menos
ese era el pensamiento de él.
Entonces hicimos buen equipo de trabajo con Antonio y nos
pusimos a sembrar garbanzo y maíz, y como esas tierras eran muy
buenas (según supe habían pertenecido a don Porfirio Villaseñor,
padre de la señora Esther) pues levantamos buenas cosechas, tanto
de garbanzo como de maíz.
Y así poco a poco empecé a juntar centavitos, hasta que llegó un
momento en que en vez de rentar yuntas (por tantos hectolitros
por la temporada y que se pagaban en la cosecha) me fui a Zacatecas a comprar mulas y me traje treinta mulas y un caballo en una
jaula y las descargamos en la Estación Moreno y allí los arriamos
hasta el rancho Los Camichines.
Naturalmente que todas las mulas eran cerriles, pero en esto me
ayudaron varios amigos, como Fernando Sandoval “el Títere”, José
Orozco, los hermanos Manuel y José Vargas, que entendían de
amansar caballos; en fin, que ellos los lazaron y los amarramos de
dos en dos y así poco a poco fuimos amansando esas mulas, que
llegaron a servirme por varios años sembrando mayores extensiones de terreno.
Pero para esto ya no sólo tenía rentado el rancho de Los
Camichines, sino que empecé a extenderme al Cerrito Pelón, que
para entonces eran mis amigos los directores de ese ejido, que eran
los hermanos Juan, Darío y Andrés Amescua; Luis Gómez, que
todavía vive, “el Güero”; y pues a través de ellos conseguía lotes de
ejidatarios para rentar, que ellos me recomendaban con anterioridad.
314
Y así, ya rentaba una parcela en un lado, otra más allá, en fin, que
llegué a juntar de seis a ocho parcelas que variaban entre cuatro y
treinta hectáreas, y ahí sembraba garbanzo y trigo y así fui poco a
poco mejorando. Pero la base es la economía y el mucho empeño.
Pasó el tiempo, pasaron los años y llegamos al año de 1940; para
entonces varias de mis mulas, pues, se brincaban y hacían daño a
siembras ajenas y eso me molestaba mucho porque tenía que enfrentarme con la gente a quienes les hacían daño estos animales y,
pues, eran disgustos y cosas así, ¿verdad? Por cierto que un día al
tener yo las cuarenta hectáreas de garbanzo sembradas en Los
Camichines, una noche se metieron cuarenta bueyes ejidales y me
hicieron mucho daño en la siembra (ahora pueden imaginarse, los
que son agricultores, el daño que pueden hacer los bueyes en una
siembra de garbanzo); pues al día siguiente, como llegaba muy temprano, a eso de las cinco de la mañana, me di cuenta del desastre,
entonces me dijo don Antonio:
—¿Qué hacemos con estos animales? Mire nomás, don Theodoro, lo
que está pasando.
Y entonces le dije, basándome en que podía encontrar apoyo
oficial, porque había sido empleado y, pues, todavía eran mis amigos y mis jefes tanto don Dámaso (que siempre estaba radicando
aquí) como el general Cárdenas también, y le dije:
—Mire, don Antonio, hábleles a sus hijos. A Toño, a Jesús, a José Luis,
a todos, para que encierren los bueyes en el corral y no los vamos a
soltar hasta que nos paguen diez pesos por cabeza.
En aquel entonces, Baltasar Gudiño era diputado de la Unión
del Centro y entonces que viene y que me dice:
—¿Oyes, Pappatheodorou, que encerraste indebidamente los bueyes
de los ejidatarios?
Entonces le contesté:
315
—No, Baltasar, no indebidamente, no, ¿te animas a caminar?
—Sí, como no.
—Acompáñame, pues. Mira, aquí está don Antonio y aquí están los
muchachos, testigos de los daños. Y allí están los bueyes encerrados y
no los voy a soltar si no me pagan los daños.
Y, pues, ya fuimos. Él vio aquello y, pues, como él conocía de
agricultura, entendió el problema. Y sí tuvieron que pagar, aunque
diez pesos por animal era una suma muy elevada para entonces,
pero los daños eran superiores, puesto que al entrar los animales al
terreno sembrado le dieron una poda que atrasó la siembra. Pero
eso fue lo de menos. Al día siguiente juntaron todas mis mulas (que
entre mulas y caballos llegaban como a treinta y cinco animales) y
los metieron en un garbanzo (que por incosteable lo habían vendido para agostarlo a un ganadero) para decir que se habían metido
mis mulas en propiedad ajena a hacer daños en la siembra. Pues
otra vez fui a buscar al diputado Baltasar Gudiño y le dije:
—Oyes, Baltasar, ¡qué bien lo saben hacer, hombre!
—¿De qué se trata?
—Pues, de que ayer me pagaron el daño que me hicieron, pero ahora
es al revés, metieron mis mulas en un garbanzo que lo tenían vendido
para agostadero, y eso no se puede dejarlo pasar. ¿Cómo es posible
que hagan esas cosas? Y, pues, como dice el dicho: «Lo que se hace de
noche aparece en el día», ¡hombre!
Entonces fue una cosa muy vergonzosa, llamó otra vez a los
ejidatarios y les dijo:
—Pero, ¿por qué hicieron esa cosa?
Y le contestaron:
—No, pos lo hicimos pa’ que nos pague también él.
Y un poco serio les contestó:
—Sí, pero ustedes habían vendido el garbanzo para agostadero.
316
Total que al final los convenció y me soltaron mis mulas.
Y esto lo cuento porque en la agricultura se sufre mucho y todo
mundo come del agricultor sin compasión ninguna y, sin embargo,
todo mundo trata de amolarlo.
Pero también encontraba muchas dificultades con los trabajadores que me ayudaban a uncir o pegar las mulas en el trabajo; casi
siempre pegábamos diez, doce tiros diarios, pero lo malo consistía
en eso, en que cuando en las tardes soltábamos las mulas, lógicamente cada quien tenía sus ajuares completos; el arado, la chicola,
las riendas, los cabezales, los collares, los palotes, los balancines, en
fin, todo. Pero al día siguiente al llegar otra vez para pegar las mulas
me encontraba con que uno me decía:
—Pappatheodorou, a mí me faltan las riendas.
Y otro decía:
—A mí me falta un cabezal.
—Pero, muchachos —les decía—, cómo es posible, si cada quien de
ustedes soltaron y soltaron completo, porque de otra manera no podían trabajar. ¿Qué se hicieron todas esas cosas? ¿Por qué faltan esas
cosas?
Y pues todo eso era algo indebido, que ocasionaba pérdida de
tiempo; porque se dejaban de pegar dos o tres tiros de mulas y a
veces hasta me exigían que les pagara porque habían perdido el día.
Y les decía:
—Pero yo no tengo la culpa, yo les he entregado a cada quien el ajuar
completo y hasta dobles implementos para trabajar. Y ahora me resulta con que no saben quién se los llevó.
—Pos no sabemos quién se los llevaría.
Y así pues todo eso era pérdida de tiempo y de dinero y pensé
un día: «Por qué no estudio la cosa, para que en vez de tener treinta
y tantas mulas, que me ocasionan a veces gastos porque se pasan a
317
siembras ajenas, y pues problemas con los trabajadores, con quienes se batalla mucho. Creo que lo mejor será ir a México para ver
cuánto cuestan los tractores». Pues sí, hice mis cálculos sobre la
utilidad que me podía dejar un tractor, qué tanto podría barbechar
al día; y animado me fui a México. En la calle de Zaragoza se encontraba ubicaba la International Harvester, y ahí pregunté sobre los
precios de los tractores y les dije que mi intención era comprar uno
porque lo necesitaba. Entonces ya me explicaron:
—Mire, señor, venga a ver este tractor, este es el más chico que tenemos, es el W-4. Aquí nosotros contamos con tres tamaños, que son el
W-4, W-6 y W-9, que es el más grande de los tres.
Pues sí, veía todo aquello con mucho interés y había hecho mis
cálculos de que vendiendo las mulas (que para entonces tenían demanda) con los ejidatarios, me alcanzaría para comprar el tractor,
un arado de dos rejas, una rastra de doce discos (seis y seis en “V”)
y una rastra de fijar, que era necesaria para desmenuzar terrenos
después de los barbechos y que a la vez me sirviera para juntar la
grama o los zacates, porque era seccional, tenía cuatro o cinco secciones que se ponían según el trabajo que se fuera a realizar. Y pues
me animé y les pregunté:
—¿Cuánto vale todo esto?
—Mire usted, todo esto se lo podemos dejar en seis mil pesos, pero si
no tiene todo el dinero, se lo podemos fiar por seis meses o por un
año, pero tiene que pagar, naturalmente, intereses por el dinero que
nos va a quedar debiendo.
Según echando mis cálculos y más cálculos de cuánto barbechaba
con diez tiros y que cuánto podía hacer con el tractor en un día.
Pues volví a Jiquilpan, vendí las mulas, regresé a México, pero no
me alcanzó el dinero para pagar el tractor con los implementos que
necesitaba, pero quedé debiendo dos mil pesos que pagaría en cuanto
levantara la cosecha.
Ya ahí mismo en el patio de la Agencia International, ahí me
318
pusieron a que lo echara a andar, a que lo moviera hacia atrás, hacia
adelante, que mete la velocidad de primera, segunda, que tercera y
que cuarta y que hasta quinta; me dieron las instrucciones de que en
caso de carretera tenía para caminar recio o arrastrar alguna carreta.
Así que ahí me enseñé a manejar el tractor. Desde luego que yo
sabía ya manejar otro tipo de vehículos, como la motocicleta que
manejé como diez años, y en ese momento yo tenía un carrito Ford,
del año de 1930 y que por cierto se lo había comprado a José Orozco
en cuatrocientos pesos.
Pues así fue como compré mi tractor, que a propósito fue el
primer tractor de la comarca. Y en un camión cargamos todo y
venimos a Jiquilpan, descargamos. Y desde luego yo me sentía feliz.
Pero debo aclarar que ni yo era tractorista, ni había tractoristas en la
región, así que tuve que echarlo a andar personalmente con las instrucciones que me dieron en la agencia.
Al regresar a Jiquilpan yo me sentía muy feliz y muy próspero
porque nadie tenía tractor y yo sí tenía un tractor.
Para entonces ya había rentado Palos Altos, que eran otras treinta hectáreas de terreno, un terreno muy bueno porque llegaba el
agua; entonces me gustó y lo renté para sembrar trigo (ese terreno
lo manejé durante dos años aproximadamente). Aparte de ese terreno también rentaba parcelas de los mismos colonos de la beneficencia; porque según me dijeron no podían cultivar, así que de
esta forma amplié el área de cultivo. Y, pues, lógicamente que iba a
necesitar más instrumentos de trabajo para poder trabajar mejor la
tierra. Entonces pensé en ir a Guadalajara a ver qué podía encontrar allá en instrumentos. Pero para esto yo debía dejar el tractor
trabajando y un día le dije a un joven que era mulero, llamado
Ezequiel Rodríguez, que era también de la familia de los Cárdenas y
de Guarachita, era, por cierto, un muchacho muy inteligente y le
dije:
—Mira, Ezequiel, ahora vamos a dejar las mulas y te vas a montar en el
tractor y vas a barbechar con el tractor.
Y me contestó:
—No, yo le tengo miedo.
319
Y le dije entonces:
—No, mira es lo más fácil. El tiro de mulas, como animales que son, a
veces jalan para un lado o jalan para otro lado, tú tienes que llevar el
tiro a la raya y con el tractor tú solamente lo vas a girar y además no vas
a pisar ni lodo, ni espinas, ni nada. Mira siéntate aquí.
Pues, sí, se subió, ¿verdad?, y dice:
—No, pero ¿cómo le hago?
—Mira, aquí te voy a decir, así es que siéntate, agarra el volante (lo
echamos a andar), tú nomás agarras la rueda con la dirección y te fijas
que no se salga de la raya.
Y así lo hizo. Yo estaba parado atrás de él para ver cómo hacía
las cosas. Llegamos a la orilla, levantaba yo el arado y continuábamos; daba la vuelta y hacía una melga grande. Por cierto que el
primer día que fuimos a barbechar fue en un lote de mi cuñado
Amadeo Betancourt, que tenía unos ciento cincuenta metros de
ancho por quinientos de largo; así lo agarramos para no tener que
cerrar melgas un día o dos días; que les diré hacía de tres a cuatro
hectáreas diarias, desde que salía el sol hasta que no se veía el tractor y éste seguía dando vueltas. Al mediodía no se paraba el tractor;
mientras Ezequiel se sentaba a comer yo manejaba el tractor. Y
pues le decía:
—Mira, Ezequiel, el tractor no se cansa; el tractor tan sólo necesita
lubricación y combustible y sigue dando vueltas.
Y así, trabajando con el tractor, llegamos a sembrar suficiente
trigo, que ha de haber llegado a unas ochenta hectáreas de trigo
sembrado.
Al aproximarse la temporada de trillar el trigo, me fui a Guadalajara a visitar una agencia de maquinaria que se llamaba Minneapolis
Moulines. Sus oficinas estaban casi frente al Hotel Morales, y que
entonces se llamaba Casa Morales; yo siempre llegaba a hospedar320
me a ese lugar y, pues, con frecuencia había visto el equipo que
tenían en exposición, como tractores, trilladoras chicas de 1.80 de
ancho. En esta agencia el gerente era el señor Carlos Félix, hermano de la artista de cine María Félix, y, pues, este señor tenía mucha
amistad con don Dámaso Cárdenas. Para esto don Dámaso me había recomendado que fuera a esa agencia y me dijo:
—Mira, Pappatheodorou, yo puedo intervenir para que Carlos te dé
facilidades de pago.
Y sí fui. Ya saludé al ingeniero y le dije:
—Pues aquí me manda don Dámaso Cárdenas y me dijo que yo podía
platicar con el señor ingeniero Carlos Félix. ¿Es usted?
—Efectivamente, ¿en qué le puedo servir?
—¡Hombre!, vengo aquí para ver qué puedo comprar para la agricultura.
—Pues para la agricultura, como ahorita es temporada de trilla, puede
llevarse una trilladora que le será muy útil, ¿tiene usted tractor?
—Sí, si tengo un tractorcito.
—Pues, mire, este tractor, esta trilladora es muy buena.
Ya me enseñaron ahí que esta trilladora hace tanto, en tantas
horas, que aquélla hace más, en fin. Y continuó:
—De aquí le vamos a mandar a un mecánico y le vamos a entregar la
trilladora trabajando en el campo.
Sin pensarlo mucho la adquirí, porque veía que en las trillas se
desperdiciaba mucha espiga cortándola a mano y en algunas ocasiones venía el viento y desparramaba aquello y tenía uno que volver a juntar la espiga. Pero no había visto antes, sino hasta esa fecha, que había una trilladora combinada que cortaba y trillaba. Había visto trilladoras estacionarias, que se paraban en alguna parte y
trillaban nada más. Pero aquélla trilladora que compré tenía su propio motorcito y era independiente y daba movimiento a la máquina.
321
De esta forma llegué muy feliz a Jiquilpan con mi trilladora.
Pero me molestaba y me decía «¿Me dará resultado?, ¿tendrá
muchas dificultades?, ¿y si se me descompone?», en fin; pero descansaba y me decía: «Bueno, pues, aquí tengo cerca un mecánico de
la agencia de Guadalajara, cada vez que se me ofrezca, pues, vendrán aquí a componerla».
Y así empecé la trilla. Por cierto que también fue la primera
máquina trilladora combinada que entró a la región de Jiquilpan,
Sahuayo y de otras partes, puesto que ni las conocían por estos
rumbos.
Trillé mi trigo felizmente. Poníamos a un muchacho para que
encostalara. Y dando vuelta hacíamos una orilla, dando vuelta alrededor, con uno o dos cortadores; puesto que tenían que hacer lugar
para el tractor para que no pisoteara el trigo; de lo demás se encargaba la máquina hasta terminar, pues no había desperdicios, no había nada.
Y pues la gente comentaba:
—Oye, Pappatheodorou dice que tiene una máquina que corta y trilla.
Y el otro contestaba:
—Pos estará loco, dónde se han visto esas cosas.
—Pos no sé, pero la verdad es que yo vi la máquina que está cortando
y está trillando y está encostalando y no deja ni una espiga atrás.
Ya al terminar de trillar lo mío, empezaron las gentes a ir en
donde estaba trillando trigo de otras gentes, para percatarse cómo
trillaba la máquina y en qué condiciones, si desperdiciaba o no trigo.
Una vez que se convencieron que trillaba bien, me pidieron que
fuera a sus terrenos a trillarles; para esto yo cobraba el doce por
ciento de la producción, que era lo más razonable, porque naturalmente la persona que manejaba la trilladora ponía más empeño en
trabajar para que no se desperdiciara nada, porque así le tocaba más
y había un mejor rendimiento tanto para el dueño de la siembra
como para el dueño de la trilladora.
322
Pues primero le trillé al doctor Margarito Talavera, que tenía un
terreno pegado al lote de Amadeo Betancourt, y quedó muy contento con el trabajo. Después mi primo político que se llamaba
Leopoldo Villaseñor tuvo problemas al estar cortando el trigo a
mano, vino un remolino y le desparramó todo aquello, y entonces
le dijo a su mayordomo:
—Oyes, Leonardo, anda a ver a Pappatheodorou y ves cómo trilla su
máquina.
Ya vino Leonardo a percatarse del funcionamiento de la máquina. Porque los patrones antes no se molestaban en ir a ver las cosas,
nada más ordenaban a sus mayordomos. Pues sí, Leonardo vio aquello, vio que andaba bien y me dijo:
—Oyes, Pappatheodorou, me dijo don Leopoldo que si le trillas su
trigo.
Ellos tenían un terreno propio que colindaba con Los Camichnes,
que era de su madre, y pues sí tenía un trigo bonito; entonces le dije
a Leonardo:
—Mira, Leonardo, de aquí le voy a trillar a otra persona con la que
tengo compromiso; después de esa persona le podré trillar a Leopoldo.
Si les conviene bien y si no pues ustedes verán. Y además cobro el
doce por ciento sobre la producción, pero por ser parientes, por ser
primo Leopoldo le voy a cobrar el once por ciento.
Ya convenimos en que sí le trillaría después que me desocupara
del compromiso contraído; en ese lugar que trillé quedaron muy
contentos. Pero al llegar con Leopoldo, en una parcela que hacía un
bajo, que estaba húmedo el terreno y, pues, por el exceso de humedad el trigo no se desarrolló, se quedó chaparro y pues claro que
maduraría más tarde, pero cuando metimos la trilladora estaba chico y, pues, como teníamos que atravesar ese pedazo de unos tres
metros, para no perder tiempo y hacer dos pedazos; pues el que
323
manejaba la máquina no supo regular la altura para trillar y la dejó
en los veinticinco o treinta centímetros, que es el desarrollo normal
del trigo, para no moler mayor cantidad de paja y que solamente
caiga la espiga; pero no sucedió así por falta de experiencia, pero de
cualquier forma, aunque hubiera cortado la espiga, ésta no se desgranaba porque estaba verde y, pues, ese trigo no debería haberse
trillado hasta que no estuviera maduro. Entonces vino Leonardo y
me dijo:
—Oyes, Pappatheodorou, ¿que tira espiga la máquina en el bajo?
—Eso es imposible, eso sí ni ustedes lo van a juntar, porque si lo juntan verde, tan sólo van a obtener grano verde que al secarse se hace
pachiche. Se va a perder de todos modos eso, tiene que esperar de
quince a veinte días para que madure y cortarlo.
Pero se desmoralizó y fue a decirle a su patrón que no siguiera
con la trilla, que porque tiraba espiga, que no sé qué y que más allá.
Pues sí me la suspendieron. Muy bien, le dije, nos vamos. Pero
para esto ya tenía otro cliente que era don Agustín Orozco, quien
para entonces tenía rentado Los Camichines, que había dejado yo
porque ese terreno me resultaba un poco más cara la renta y yo
busqué algo más económico en la Ciénega de Chapala, en donde
encontré terreno más barato con los ejidatarios y también bajo la
operación del tanto por ciento, sin necesidad de invertir.
Bueno, pues, don Agustín Orozco había sembrado una gran
extensión de trigo, en la parte plana del terreno y la ladera la dejó
sin sembrar por ser difícil de regar. Para no hacer más larga esta
narración, el caso fue que yo tenía que pasar por terrenos de
Leopoldo Villaseñor y, pues, tenía que poner dos tablones anchos
para que pasara la trilladora. Primero los ponía para que pasara el
tractor y luego cambiaba los tablones a las ruedas de la trilladora,
que estaba más atrás. Bueno pues al llegar a los límites del terreno,
que era una cerca doble de piedra, empezamos ahí a abrirla rompiendo la cerca para poder entrar con don Agustín, en eso que llega
Leopoldo Villaseñor en su caballo brioso y me dice:
324
—¿Por qué te metiste por mi terreno?
—¡Hombre!, Leopoldo, somos parientes, qué mal te he hecho para
que me hables así.
—Pues nada más que me dejaste mi trigo sin terminar de trillar.
—Mira, no tengo yo la culpa. Tú me mandaste suspender la trilla, porque dizque tiraba el trigo. Por tal motivo mi máquina no puede perder
el tiempo y pues tengo que seguir atendiendo a todos mis clientes.
—No, tú tienes que trillarme primero aquí y ya después pasarás con
don Agustín.
—Eso es imposible porque ya tengo trato con él. Además a ti te trillamos con el once por ciento y a don Agustín le voy a trillar con el trece
por ciento, porque el hombre está apurado, porque quiere trillar cuanto antes. Y además, para que sepas, ahora no te trillo con el once por
ciento, ya ves que te había considerado por ser primos, pero ahora si
quieres que no pase por tu terreno, pues me regreso y entro por otro
lado, lo único que me vas a hacer es perder un par de horas, pero lo
demás no vale nada.
—Está bien, pero después de don Agustín te vienes a trillar mi trigo.
Y así quedamos. Después que terminé de trillar con don Agustín fui al terreno de Leopoldo Villaseñor.
Al año siguiente me fui a trillar a otros lugares, como el ejido Las
Arenitas, que estaba cerca de La Palma; en ese lugar estaba el hijo
de don Antonio Olloqui, que era el mayor, y José María también; y
como ya tenía amistad con su papá y sus hermanos pues fui a ayudarles porque necesitaban la ayuda de tractores y de trilladoras. Pues
sí, fui a sembrar unas dos o tres parcelas. En eso que se me presenta
José Moreno, un joven menor que yo, de La Palma y me dice:
—Oye, Pappatheodorou, yo tengo una trilladora vieja de madera, pero no
tengo tractor; mira, la máquina es muy buena y podemos trillar más.
Pues me entusiasmó al decirme:
—Si tú puedes conseguir algún tractor, aquí tenemos mucho trigo. Yo
te aseguro que hasta este año le sacas el valor del tractor.
325
Y le dije:
—Bueno, déjame pensarlo, ¿dónde está la máquina?
—Pos la tengo en un corral, ahí en La Palma.
Ya fuimos a verla y me dice:
—Mira, mano, pues está muy bien, ya tiene las bandas, tiene todo listo;
nosotros teníamos un Fordson que no desarrollaba las revoluciones
adecuadas para mover la trilladora y pues teníamos que echarle un
poco de grano y con pocas gavillas tenderlas, de esta forma perdíamos
las dos terceras partes de la trilla.
Entonces le dije:
—¡Hombre!, déjame pensarlo. Voy a ver a don Dámaso a ver si puede
darme una ayudadita; y en dos o tres días me traigo un tractor. Pero,
¿tú me aseguras que la trilladora trabaja bien?
Dice:
—Si, está buena la trilladora.
Y con cierto entusiasmo le dije:
—Bueno pues, aquí nos vemos. Voy mañana a Guadalajara, pero primero voy a ver a don Dámaso, para ver qué me dice, y pues si recibo
una contestación favorable, entonces sí me voy a Guadalajara.
Pues así lo hice, fui a ver a don Dámaso y como él ya se había
dado cuenta de los trabajos que desarrollaba con mi tractor y con
mi trilladora, entonces como él me había ayudado en esto, me dijo:
—Pues ve a ver al ingeniero Félix y dile que le voy a hablar por teléfono a él.
326
Y así fui a Guadalajara y me presenté con el ingeniero, quien me
dijo:
—Mira, aquí tenemos el tractor V-T, de Minneápolis, nada más tenemos este de triciclo, no tenemos de ruedas.
Y pues yo tenía el International que era con llantas y el
Minneápolis era de ruedas metálicas; pero de cualquier forma lo
compré en facilidades y me traje el tractor de Guadalajara; por cierto que lo descargamos en la Palma.
Al día siguiente echamos a andar la trilladora estacionaria y, efectivamente, era una máquina buena, era una máquina inglesa que la
habían tenido mucho tiempo sin trabajar, porque no había máquinas apropiadas; sí había los Fordson, pero no daban el rendimiento
adecuado.
Bueno, pues efectivamente, como me dijo José Moreno, ese año
hubo bastante trigo sembrado en el ejido de La Palma y sacamos
buen provecho puesto que no sólo logré sacar el valor del tractor
(que me había costado seis mil quinientos pesos), sino que me sobró dinero después de haberlo pagado.
Y así que seguimos trabajando con esas máquinas y el tractor
hasta Pajacuarán; allá también había unos montes, porque para entonces todo se cortaba a mano y los arrimaban en la trilladora de
montón en montón. Pero había unas ocasiones en que queríamos
trabajar un poco más tarde para aventajar y si el trabajo era fuera de
horario les pagaba horas extras. Pero sucedió que a veces los
chamacos hacían malcriadeces, como aventar manojos a la plataforma de la trilladora, que era de una longitud de más de dos metros,
que corrían los manojos, o sea de las gavillas, al llegar a los cilindros.
Y una de esas veces, por parar la máquina, uno de los muchachos
aventó el bielgo, que era de metal, y oímos el tronidazo dentro y se
paró la máquina.
—¡¿Qué pasó?!
—Se me fue el bielgo.
—¡Ah, que caray!
327
Ya así para el futuro no quedó más remedio que tener más cuidado para seleccionar el personal y en este caso pues se contrataron
parientes de José Moreno y así no tuvimos más contratiempos de
esa naturaleza.
Pues recorrí toda la Ciénega de Chapala y en distintos ejidos
sembré trigo, garbanzo; el maíz no lo sembré porque habían muchas dificultades, porque había necesidad de cuidar largo tiempo,
hasta el tiempo de la cosecha; porque la gente generalmente se los
robaba por la noche en costales y pues todo eso era pérdida; y era
tantito peor si uno se ponía a cuidar en la noche con alguna arma
aquélla cosecha porque se generaban dificultades hasta entre
ejidatarios.
Por cierto que un día me encontré a un trabajador mío que se
llamaba Jesús Amescua. Él era de Sahuayo. Pues lo encontré en las
puertas del Banco Ejidal y le pregunté:
—Oyes, Jesús, ¿qué estás haciendo aquí?
—Pues mira, Pappatheodorou, vine a pedirle permiso al Banco para
que me permitan vender el maíz en elote, para llevarlo a Guadalajara.
Y le dije:
—¡Pero, hombre!, ¿qué no te costea mejor que se haga maíz?
—Pues sí, sí sería mejor, pero te voy a platicar lo que me sucedió: un
día estando en mi casa, en la puerta llegó mi vecino y me dijo:
—Oyes, Jesús, ¿no has traído elotes de tu parcela?
Entonces le contesté:
—No, hombre, todavía no hay, está muy tierno.
Y me dijo:
«No, mira, ya me traje un costalito, estos son de tu parcela».
Y así, se imagina, Pappatheodorou, pues antes de que uno coseche, pues otros cosechan. Por eso quiero deshacerme de esto y ven328
derlo en elote, para ponerme a trabajar por otro lado.
Por ese motivo yo tampoco sembraba maíz; nada más garbanzo
y trigo, que llegaban bien a la cosecha; porque a la gente no le convenía llevar gavillas de trigo para machacarlo.
Así, pues, pasé algún tiempo sembrando en la Ciénega y el trigo
que cosechaba lo mandaba al molino Germania, que era el dueño
don Eduardo Colligñon, alemán naturalmente. Pues mandé varios
años el trigo a ese molino, a tal grado que llegó un momento en que
nos hicimos muy buenos amigos con don Eduardo, quien también
mandaba a un representante para que comprara trigo y naturalmente que refaccionaba; por cierto que a mí también me llegó a
refaccionar porque no tenía lo suficiente para independizarme y
sembrar directamente con recursos propios. Así que ellos me ayudaban y durante la temporada de cosecha, recogían ésta y hacíamos
liquidación al terminar la cosecha; y uno de ellos, el encargado, el
comprador de trigo, me dijo en una ocasión:
—Oiga, Pappatheodorou, ¿por qué no va a La Calera?
Para esto, ya le había platicado a él de que aquí en la Ciénega
tenía muchas dificultades con los ejidatarios; porque siempre me
pasaban terrenos llenos de grama para trabajar con los tractores, y
los trabajaba, los arreglaba, pero al año siguiente, después, sin que
me avisaran a mí, iban por cinco o diez pesos por hectárea a avisarle
a otra persona, que naturalmente aquél terreno estaba bien arreglado con canales, con barbechos; entonces (como les digo) se lo ofrecían a otra persona y a mí al siguiente año me volvían a tocar terrenos difíciles, con tierras brutas. Por tal motivo ese señor encargado
del trigo se dio cuenta de mis dificultades y de que en La Calera
había más oportunidad para mí, porque ahí también sembraban
grandes extensiones de garbanzo y de trigo y pues todo ese trigo
iba a dar al Molino Germania.
Don Eduardo Espinoza era teniente coronel y dueño de la hacienda La Calera, también supe que había sido yerno del general
Obregón. Y así un día nos entrevistamos en Guadalajara, precisamente en el molino, porque él también había ido a hacer liquida329
ción; por cierto que allá en Guadalajara estaba don Felipe Rodríguez, que era el contador y apoderado del Molino Germania y, pues,
ya ahí en la plática don Felipe me dijo:
—¡Hombre!, si viene por acá a la hacienda de mi teniente coronel
tengo una casa, le podemos rentar la parte superior del dúplex porque
la parte de abajo está ocupada.
Y, pues, yo le pensaba un poco porque me daba tristeza de encontrarme aislado, de no practicar el griego; que por cierto sólo lo
hacía cuando iba a Guadalajara, en donde me encontraba con mis
paisanos. Y pues les había agarrado cariño. Pero a fin de cuentas me
decidí, después de haber platicado con el teniente coronel, que era
el dueño de la hacienda La Calera. Ya platicando con él me enteré
que tenía terreno suficiente e inclusive me sugirió que fuera a verlo
para que así me pudiera dar una idea con qué maquinaria podía
trabajar ese terreno. Y así lo hice, fui a La Calera vi el lugar en
donde iba a usar mis máquinas; por cierto que aún había tiempo
para la próxima siembra; para esto tenía yo mis dos tractores, mi
trilladora y me ofreció una persona un Fordson, lo calamos y pensé
«Pues, este tractor me puede ayudar cuando menos para las siembras, para jalar la rastra de picos y así tengo las máquinas suficientes
para sembrar allí».
Entonces me trasladé a Guadalajara con mi familia. ¡Ah!, por
cierto que tenía mi casa aquí en Jiquilpan, que estaba recién construida.
Al llegar a Guadalajara inscribí en la escuela a los muchachos,
que para entonces eran Stéfanos, Ángel, Basilio y Anna, que era la
más chica.
Para esto, en la época que les estoy narrando, era ya tiempo de
guerra, entre 1940-41 y también estaba eso que se llamó «Economía del hule».
Así que yo comencé a trabajar con un “Foringo” en el cual llevaba la semilla, la tractolina o lo que se necesitara para las máquinas. Con
ese Foringo hacía todos los movimientos, me ayudaba bastante.
Por cierto que un día al salir de Guadalajara rumbo a La Calera,
330
a medio camino de Chapala, al salir directo a la altura de Agua Azul,
me paró uno de Tránsito y me dijo:
—Oiga, usted infringió el reglamento de la economía del hule.
—Yo no, hombre, pues ya son las ocho.
—No, no, faltan diez minutos.
Entonces le dije:
—Y además, pues el día no sabes tú cuándo empieza.
—No, el día empieza a la una de la mañana, a las cero horas en adelante, pero el reglamento para la economía del hule empieza de las ocho
en adelante y usted salió antes de las ocho de su casa, por tal motivo es
infracción y es una infracción de ciento cincuenta pesos.
—No la amuele, ¡hombre! ¿De dónde saco yo ciento cincuenta pesos
para pagar la multa?
Pero yo también me puse un poco bravo porque yo me basaba
en otra hora en que empezaba el día y él que no, que empezaba a las
ocho, y así estuvimos, tanto que hasta tuvimos que ir a la Delegación de Tránsito. Ya por indicaciones de don Dámaso me perdonaron la mitad y solo tuve que pagar setenta y cinco pesos.
Y pues ese fue un pequeño incidente; ya después continué mi
camino y llegué al campo. Con el mayordomo revisé el terreno, las
condiciones en que se encontraron y ese año tuve que barbechar.
Puse los tractores a barbechar y sembré, naturalmente, con refacción del molino, pero el agua estaba un poco escasa; por cierto que
llegaba de una presa de Cajititlán y teníamos que hacer canal, y esto
desde luego generaba gastos.
En fin, que ese año ya para febrero el trigo carecía de humedad.
En eso leí en el periódico El Informador las predicciones meteorológicas, que estaban a cargo de un padre Díaz, que era una especie de
meteorólogo que predecía las lluvias, el tiempo; entonces leí que los
primeros días de febrero que iba a haber lluvias torrenciales y como
carecíamos de agua dije «Aquí me salvé, si va a haber lluvias
torrenciales, pues ya para qué hago canal». Pues yo no sé porque de
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todas maneras no inicié la construcción de los canales; sería porque
ya tenía esperanzas que ya con esa lluvia el trigo se daría bien. Pues
no, ni se nubló siquiera y así el trigo no desarrolló debidamente.
Hice todo lo posible por regar, pero ya era tarde. Entonces le dije al
teniente coronel:
—Mire don Eduardo, ya que mi trigo está un poco raquítico, qué le
parece si me llevo mi máquina a trillar el trigo de la Ciénega, que llega
más temprano, para no perder tiempo. Ustedes tienen aquí personal y
además el trigo de usted y el mío va a dar al mismo lugar en el molino.
¿Por qué no me hace un favor?
—A ver, dígame.
—De que hable con su mayordomo para que me corten el trigo, me lo
trillen y lo manden al molino y de esta forma no pierdo tiempo, porque no tengo personal a quien mandar para que manejen la trilladora.
Pues, sí me hizo el gran favor porque me hicieron todos esos
trabajos y yo tranquilamente me trasladé a la Ciénega con mi tractor
chico y dejé el grande para lo que se ofreciera allí. Así, pues, me vine a
Jiquilpan porque para esto aún tenía mi casa y tan sólo me traje a mi
señora con la niña y a los chicos los dejé con la sirvienta para que
siguieran yendo a la escuela, puesto que era poco el tiempo que le iba yo
a dedicar a la trilla del trigo, sería mes o mes y medio más o menos.
Pues al llegar a Jiquilpan empecé a trillar; por cierto que don
Agustín Orozco ya tenía cuarenta hectáreas sembradas de trigo en
Los Camichines, pero para esto él había traído dos trilladoras grandes de dieciséis pies de corte; esas trilladoras eran de la marca Key y
tenían tractores de oruga y, pues, ahí estaban paradas. Pasó una
semana y no las pudieron echar a andar; pasó otra semana y tampoco. Y pasaba eso porque no había gente que entendiera de máquinas, de trilladoras. Entonces un día que me encuentra don Agustín
y me dice:
—Oiga, Pappatheodorou, ¡hombre!, ahí tengo dos máquinas monstruo, pero ahí están paradas, ya tienen quince días pero no las podemos mover porque nadie las entiende y no las pueden echar a andar.
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¿No quiere encargarse usted para ver qué se puede hacer? Yo le pienso
pagar por esa molestia. Y pues considero que usted sabe porque se ha
dedicado a esas cosas y seguramente ha de tener alguna experiencia.
—Bien, don Agustín, pues voy a darle una vuelta a ver cómo están
esas máquinas.
Ya me llevé un mecánico de los que yo tenía contratados por
cuatro pesos al día y que por cierto, pues, me servían bastante. En
esa época ganaba igual el mecánico y el tractorista, con la diferencia
de que este último al estar trabajando se cansaba bajo los rayos del
sol y el mecánico tan solo estaba al pendiente por si alguna máquina
empezaba a fallar, ya fuera el tractor o los motores de las trilladoras;
tenía que acudir inmediatamente a reparar aquello en el menor tiempo posible.
Y así fuimos con él a ver las máquinas trilladoras, pero el mecánico no entendía de trilladoras, él entendía del motor nada más;
pero de cualquier forma me ayudó para mover los elevadores, las
bandas, a echar a andar los motores para ver cómo funcionaban y
así detectar en dónde estaba la dificultad. Y eran unas cosas muy
sencillas; pero que ante todo se necesitaba la experiencia. Durante
todo el día pusimos a andar las dos máquinas, los tractores; todo
quedó listo. Entonces ya fui a ver a don Agustín:
—A ver, don Agustín, yo le trillo con esas máquinas, pero quiero tener
un arreglo con usted.
¡Ah!, para esto, por conducto de un señor llamado Luis Soulé,
que era del Banco Ejidal, le había dicho que había unas máquinas
allá y que fuera a hablar con el gerente del Banco a ver si podía
trillar con esas máquinas, pero al no poder ponerlas a funcionar,
don Agustín prefirió hacer un trato conmigo, pues a él lo que le
interesaba era que se trillara cuanto antes porque no quería contratar hombres para cortar el trigo y no quería tampoco máquinas
estacionarias que supuestamente tardarían tiempo en llegar a trillarle su trigo; por lo que él me dijo:
333
—Mire usted, yo pago por las máquinas cien pesos diarios por cada
una; asimismo creo que es justo que usted los pague, porque si usted
me trilla yo le voy a dar el doce por ciento de la producción. Entonces
usted se encarga de pagarle los cien pesos de cada máquina al Banco
Ejidal, porque ellos me las trajeron de Briseñas.
Y así quedamos y en una semana con las dos máquinas le trillé
todo.
Entonces ya de ahí me trasladé al Cerrito Pelón, en donde había
unos terrenos difíciles para trillar porque se hacían unas lagunas.
En esos terrenos sembraban garbanzo a veces y en otras ocasiones
sembraban trigo. Pero como era un barrizal muy pesado, se agrietaba tanto la tierra que las rajaduras llegaban hasta diez centímetros, a
tal grado de enfangarse hasta los tractores de banda.
Pero yo les dije que les iba a cobrar un poco más caro porque
había muchas dificultades y en realidad otros tractores no entraban
ahí a trillar, ni de ruedas, ni de ningún otro, nada más de banda, y
pues el que yo tenía era de banda y por eso les iba a cobrar un
quince por ciento.
Tuvimos dificultades, pero resolví esos problemas por medio de
unos tablones de la siguiente forma: cuando veíamos que el tractor
se quería enfangar, entonces inmediatamente se hacía un poco para
atrás, metíamos adelante el tablón, lo mordisqueaba y salía adelante.
En esa forma trillamos ese año todo el trigo que me ofrecieran del
Cerrito Pelón.
En ese año, en la región de Jiquilpan, nada más en las trillas gané
más de veinte mil pesos, y desde luego que esa cantidad junta para
mí significaba un buen capital.
Al terminar entregué las máquinas al Banco le liquidé y me trasladé a Guadalajara.
Cuando regresé a Guadalajara fui a liquidar el trigo que había
sembrado en La Calera, pues como ya les dije tuve una siembra
raquítica; pero de cualquier forma alcancé a pagar todos los gastos
y me sobraron dos mil pesos de ganancia de esa cosecha.
Un día me mandó llamar don Dámaso Cárdenas, que vivía en
Guadalajara con su familia y me dice:
334
—Oyes, Pappatheodorou, hay una oportunidad para ti. En vez de sembrar en La Calera por qué no vas a ver un rancho que es de la señora
viuda de Pérez Monroy, que ahorita está desocupado. Es un rancho
muy bueno y está cerca de Poncitlán, Jalisco, al norte, sobre la vía entre
Atequiza y Ocotlán, o sea pasando el río Santiago, a ocho kilómetros
de Poncitlán. Creo que sería bueno que fueras a verlo, a ver qué te
parece. Pero yo te advierto que te va a convenir y vas a hacer un buen
negocio allí.
Entonces le dije:
—Puede ser que sí me convenga y habrá que ir a verlo.
Después él ya me indicó cómo debía hacerle:
—Mira, te vas a Poncitlán, ahí están los hijastros de la dueña del terreno (que era la señora María de Pérez Monroy quien vivía en Guadalajara con un hijo y dos hijas, una hija casada y una hija y un hijo solteros); mira, ahí te vas a entrevistar con tres hermanos, ellos son Nacho,
Áureo y Alfredo, los tres hermanos viven ahí. Ves a Nacho, ¡ah! pero él
no puede ir a acompañarte porque tiene mal un pie y cojea, pero Áureo
sí te puede acompañar.
Y así lo hice, fui a Poncitlán y al día siguiente me entrevisté con
ellos y Áureo me dijo:
—Sí podemos ir, pero hasta mañana porque hoy es muy tarde. Mire, se
queda aquí a dormir en nuestra casa y ya mañana conseguimos bestias
y nos vamos, al fin que no está lejos.
Al día siguiente fuimos al rancho La Soledad, recorrimos los
linderos, llegamos a ver las presas que eran tres, que juntaban agua
naturalmente en la época de lluvias, y en la parte baja se sembraba
trigo, garbanzo y maíz; así que con la presa regaban el trigo, el cual
sembraban calculando la cantidad que podían regar con esa agua, y
el resto conforme iban bajando los niveles de las presas; los litora335
les (si así se pueden llamar) los sembraban de garbanzo y se daba
muy bueno.
Ya me di cuenta del rancho, que se componía de ochocientas
hectáreas planas de cultivo y trescientas hectáreas de cerro. El cerro
más bien servía para captación de agua, que tenía sus cuencas pequeñas, pero todo eso lo conducían hacia el valle de las ochocientas
hectáreas del plano donde estaban las tres presas para juntar agua
para las siembras de riego. El rancho se componía de un edificio de
dos pisos, una hacienda completa, que en la parte de arriba tenía
cuatro recámaras, su cocina, una sala y también un balcón; la mitad
era un corredor con un balcón que daba hacia el interior, hacia el
patio, y al exterior todas las ventanas tenían antepechos, o sea balcones. En la parte de abajo, al entrar al edificio, a mano izquierda
había una capilla, que tanto la familia como los trabajadores, en los
domingos iban a misa ahí. Y a mano derecha tenía (como todos los
hacendados o rancheros) su local de tiendas. Ese local de tiendas lo
ocupaba un trabajador, que lo respeté, que lo dejé durante el tiempo que estuve ahí, porque era un hombre de confianza, un hombre
que me ayudaba a mí también.
Bueno, luego de la capilla estaba la cochera, que tenía un zaguán
grande y ahí se encerraban (lógicamente) coches que se jalaban con
caballos; por cierto que yo tenía mi carrito y tenía mis tres tractores,
que ahí los alzaba. Más a la izquierda estaban las caballerizas, porque este hombre dueño del rancho, era un ranchero entusiasta, un
ranchero muy nombrado de la región: don Ignacio Pérez Monroy.
Bueno, hasta el nombre me suena de grande. Así que tenía sus caballerizas. Además tenía unos caballos muy finos y en la parte de
abajo ponía los caballos y tenía un segundo piso de tablas y para
cada pesebre, para cada bestia tenía un embudo de madera y desde
arriba les echaba la paja, sin que hubiera necesidad, en tiempos de
fríos, de invierno o de lluvias, de salir a acarrear en costal el alimento para los animales, porque subía un peón y desde ahí soltaba la
cantidad de alimento adecuado para cada bestia.
Luego, enfrente, hacia la derecha y hacia la izquierda, había recámaras y al fondo un portal; ahí estaba el comedor, que era muy
elegante, y en medio del patio había una pequeña fuente. Así que
336
ese era un edificio muy bonito, medio deteriorado; naturalmente
faltaba blanquearlo y remendarle algunos lugares, pero de eso yo
me hice cargo posteriormente.
¡Ah!, había también un salón que conectaba con el patio de la
casa, hacia el sur del edificio, o sea al fondo a la derecha, que era la
escuela; que por cierto atendía una profesora que venía de Poncitlán
del Rey, una población que se encontraba a unos cuatro o cinco
kilómetros del rancho La Soledad.
Bueno, pues, aparte de lo que ya he mencionado, tenía ese rancho su taller de carpintería, que aún pertenecía a la hacienda y que
me proponían en renta; así que en ese taller arreglaban las carretas y
otros implementos, los arados, los yugos. Todos los cultivos se hacían con arados de madera. En mi tiempo cuando yo fui sí había
arados de fierro, pero también eran escasos. Principalmente se sembraba y se cultivaba con arados de palo.
Bueno, después de recorrer las presas que estaban (por cierto)
un poco deterioradas, que les faltaba levantar un poco el bordo y
tenían mucho huizache, carecían de limpieza, después de esto, repito, me dijeron qué superficie se podía sembrar de trigo y hasta qué
hectariaje se sembraría de garbanzo al ir vaciando las presas para el
riego del trigo.
Así, ya una vez recorriendo los cercos y dándome cuenta de
todo me entró el entusiasmo porque hasta las gentes que encontré
ahí se prestaron amablemente. Una de esas personas fue don
Gerardo Serrano. Él tenía dos hijos: uno se llamaba Ramón y el
otro Felipe. Ese señor Gerardo era el hombre más sano y trabajador del rancho, que no era ejidatario, y con él platiqué y pues a él le
tenía confianza doña María Pérez Monroy. Fue por eso que yo me
dirigí a don Gerardo y él me explicó la situación del rancho y me
dijo:
—Si usted renta el terreno, pues aquí estamos a sus órdenes; nosotros
no sembramos en el ejido, pero si se viene usted aquí, pos sembramos
con usted como siempre. Antes estábamos como medieros o usted
dirá qué arreglo podemos tener.
337
Y así me fui enterando de todas las cosas y de que había también
unos muchachos que manejaban tractor, que habían aprendido en
Tototlán. Y pues ya sabía que en Tototlán también vivían unos cuñados de don Dámaso, que se llamaban Nacho, Rafael, José Luis y
Efraín Castellanos. Como estaban ahí esos cuatro cuñados de don
Dámaso, pues yo me entusiasmé porque ya tenía a mi alrededor
gente conocida; lo mismo los señores Guerrero, que también eran
parientes; ellos eran Cenobio y Jesús Guerrero, que vivían en
Poncitlán. Don Cenobio tenía la agencia de gasolina y de petróleo y
como yo me tenía que abastecer de gasolina en Poncitlán, así es que
todas las puertas las encontré abiertas. Y pues todos ellos me ofrecían ayudarme en lo que podían.
Pues, así fue que regresé, entusiasmado, con los hermanos Pérez
(Nacho, Áureo y Alfredo, quien, a propósito, fue presidente municipal aquí en Jiquilpan). Entonces me regresé a Guadalajara para
entrevistarme sobre el trato con don Dámaso.
Al regresar a Guadalajara ya le platiqué a mi señora a dónde
había ido y cómo estaban las cosas allá y le dije:
—Mira, hay una casa cómoda para vivir. Voy a ver cómo arreglo el
trato, a ver si me conviene el pago de la renta y otras cosas que tengo
que estudiar.
Así que al día siguiente fui a la casa de don Dámaso, pero primero hablé por teléfono a ver si estaba ahí en su casa. Como sí estaba
fui, me recibió y empezamos la plática sobre cómo iba a estar el
asunto del pago de la renta del terreno, entonces me dijo don
Dámaso:
—Mira, Pappatheodorou, la señora María tiene tres hijos, tiene un
muchacho ya grande y tiene una hija casada con el ingeniero Alfredo
Gómez, así que te voy a llevar con la señora para que veamos ese
asunto de la renta.
El ingeniero Gómez tenía un negocio en donde vendía alimentos para gallinas y pollos, que estaba a un lado de la plaza de San
338
Francisco y vivía con el hijo soltero y la hija también soltera.
Y fuimos precisamente con don Dámaso, me llevó a la casa de la
señora doña María para que tuviéramos un intercambio ahí de pláticas sobre el arreglo de la renta del rancho.
Don Dámaso comenzó por presentarme con la señora María y
dio algunas referencias de mí, como que me conocía hacía varios
años, que yo radicaba en Jiquilpan y últimamente estaba radicando
en Guadalajara y agregó:
—Mire, Pappatheodorou, va a cumplir con el pago de la renta y parece
que todavía él no sabe cuánto es lo que va a pagar. Puede quedar,
como hemos convenido con usted, en cuatro mil pesos anuales; que se
van a distribuir en mensualidades. Y él como no tiene suficiente dinero, entonces el pago será mensual conforme a la cantidad que corresponda a los cuatro mil pesos en doce meses.
Así que me dijeron que era de cuatro mil pesos, yo pensé un rato
¿verdad? Eché mis cálculos y por fin ya les contesté:
—Me parece bien.
Y entonces dijo don Dámaso:
—Si está también de acuerdo doña María, entonces iremos a ver al
licenciado.
Que por cierto don Dámaso le tenía siempre a doña María un
licenciado que le defendía el rancho del reparto agrario.
Y sí, fuimos a ver el mismo día a ese licenciado, José López
Portillo (que creo que son parientes con el ex presidente José López Portillo, porque parece que son originarios de Guadalajara).
Pues ya platicamos con él sobre qué bases se tenía que hacer el
contrato y por cuánto tiempo.
Entonces se definió un trato por tres años. Pero como el señor
don Felipe Rodríguez, que ya he mencionado que era apoderado de
la casa Colegnon, me había dicho que procurara que pusiéramos
339
una cláusula para que hubiera una opción de compra de ese terreno
porque el molino Germania recibía de toda esa región de Zapotlán
del Rey y de Poncitlán y de Tototlán, porque era una región en
donde se producía un trigo que llaman colorado, muy bueno. Y así
me sugirió don Felipe Rodríguez que pusiéramos esa cláusula, para
que el término del contrato si a mí me convenía hacer la compra de
ese terreno, siguiera mejorando el rancho con las presas y otras
cosas, porque estaba semiabandonado.
Entonces le comentamos al licenciado de esa cláusula, que si la
aceptaba, y don Dámaso no se opuso. Entonces quedamos de que
se pagarían cuatro mil pesos al año distribuidos en doce meses y al
término del contrato pusimos la cantidad que ellos dijeron, naturalmente la dueña y don Dámaso, que fue de ochenta y cinco mil pesos el valor del terreno de las mil trescientas hectáreas, con las pertenencias de la casa y todo lo que pertenecía al rancho.
Pues se firmó el contrato y quedó como testigo don Dámaso. Y
ya una vez concluido el trámite, yo ya me sentía ranchero. Porque
anduve de un lado para otro lado durante más de ocho o diez años
y por fin veía algo más estable, pero esto que les estoy contando es
ya por 1942.
Y regresé a mi casa, nos separamos ahí con don Dámaso, quien
se despidió diciéndome:
—Vas a ser muy cumplido con la señora porque no tiene más ingresos
que los que recibe de aquí del rancho. Porque hace tiempo que se
estuvo rentando a otras personas y no recibía la renta adecuada. Y la
pobre sufre para cubrir sus necesidades.
Y le contesté:
—Mire, yo haré todo lo posible por cumplir primero que nada con
ella; yo tengo un apoyo de la refacción que me proporciona el molino
Germania, así es que creo que cumpliré bien.
Así quedamos. Ya empecé yo a preparar mi cambio con todo y
familia de Guadalajara al rancho.
340
Todavía la casa de Jiquilpan aún no la había vendido y tuve que
regresar a la familia a Jiquilpan para que los hijos siguieran en la
escuela.
Yo seguí en mi trabajo, preparé las máquinas y como vi que el
terreno era amplio, que podía extenderme más en la agricultura,
tuve que comprar otro tractor y fue el más grande de aquél entonces. Era un tractor Oliver-9. Que por cierto me lo vendió un señor
que se llamaba Max Ladman, que era el representante o el agente de
los Oliver. Quien me tenía confianza, y hasta llegó a elogiarme porque ya me conocía en el aspecto de mi trabajo y además porque
tenía relaciones con don Dámaso, así que por todo eso no hubo
problema alguno en la adquisición de esa máquina.
Así que tuve que comprar también una rastra sembradora de
trece discos con su caja sembradora y que pensé, desde luego, que
me sería muy útil en la siembra del garbanzo y del trigo.
Para esto ya tenía mis tractoristas que me ayudaron cuando sembré en La Calera y así con todos ellos llevamos por tierra los tractores hasta La Soledad. Al llegar a La Soledad, pues ya tenía conocidos, como don Gerardo Serrano, que era un viejito muy simpático,
muy trabajador y conocedor también de la región y de los cultivos
que se hacían ahí.
Tomamos posesión de la casa y las familias que tenían los tractoristas, que eran tres ellos: Ezequiel Rodríguez, Jesús Sánchez y
Benjamín, que en este momento se me escapa de la memoria su
apellido.
Y pues sí, entre las señoras, incluyendo mi esposa, se dedicaron
a arreglar cada quien el lugar que iban a ocupar. Mi señora iba a
traer al rancho a los más chicos, porque los mayores, Stéfanos y
Ángel, tenían que quedarse en la casa en Jiquilpan con una sirvienta
que teníamos y que se llamaba Julia. Ella ya tenía varios años con
nosotros y era de confianza. Así que nos distribuimos y empezamos ya con los cultivos en el rancho La Soledad.
En el rancho, desde luego, empezamos con indicaciones para
trabajar de don Gerardo Serrano, que era el conocedor de ranchos
y que desde chamaco él tenía perfecto conocimiento del terreno, y
él había conocido a don Ignacio Pérez Monroy. Así que don Gerardo
341
me sirvió perfectamente como administrador y me servía como
mediero con sus hijos.
Empezamos ya a barbechar las tierras, algunas que eran poco
limpias, porque en la mayor parte ya se habían desarrollado los
huizaches y, pues, resultaban bastante trabajosos para los tractores,
porque no se podía torcer el arado de un tronco a otro tronco.
Entonces teníamos dificultades y se nos rompían las brocas y se
enchuecaban algunas cosas y se rompían tornillos, en fin.
Empezamos a ocupar los terrenos más limpios y sembramos el
maíz (porque era la temporada del maíz) después el trigo; puesto
que ya no teníamos terrenos de garbanzo, sino terrenos ya vírgenes,
o sea que ya tenían varios años que no se ocupaban para la siembra
del maíz.
Sembramos aproximadamente unas cincuenta o sesenta hectáreas de maíz. Para hacer los barbechos ocupábamos los tractores,
pero en aquel entonces en primer lugar estaban los terrenos
entronconados y en segundo lugar no había los implementos para
el cultivo del maíz (como ahora que todos los trabajos se hacen con
maquinaria); entonces tuvimos que rentar bueyes. Desde luego que
don Gerardo tenía tres yuntas de bueyes que eran de su propiedad,
pero de cualquier forma nosotros teníamos esa necesidad; entonces nos llevó a un pueblo indígena que estaba cercano y como conocía mucha gente y en Zapotlán del Rey estaban los señores Guerrero, conocidos de él también, entonces ellos nos orientaron en
dónde podíamos conseguir bueyes rentados para el cultivo del maíz.
Y sí conseguimos bueyes, por cierto que la siembra prosperó,
levantamos buena cosecha de maíz; y a finales de las lluvias ya empezamos a preparar también terreno para la siembra del garbanzo
de temporal.
Y hubo siembras de garbanzo de temporal, porque es costumbre que en los terrenos que no son de riego, no se puede regar
puesto que para sembrar tiene que barbecharse oportunamente al
terminar las lluvias, en el mes de septiembre; entonces se barbecha
el terreno y se espera a que finalicen las lluvias.
Como hay buena humedad todavía en el mes de octubre se siembra el garbanzo, y hay veces que se hace, según el término de las
342
lluvias, hasta mediados de septiembre, también ya hay siembras de
garbanzo, pero sí se puede sembrar todo octubre.
Y esos terrenos, naturalmente, se sembraban de garbanzo para
preparar la tierra para el futuro, que se iban a sembrar de maíz y,
como ya he mencionado, el garbanzo se sembraba ahí después de
vaciar, para regar el trigo, e inmediatamente que daba punto la tierra
se sembraba de garbanzo.
Ya una vez sembrado el garbanzo no había más que cuidarlos,
cuando ya estaban en bota, o sea en grano, de los pájaros, de los
zanates que perjudican mucho.
También teníamos que barbechar la tierra en donde se sembraba el trigo, porque había que barbecharlos igualmente terminando
las lluvias. Antes de que se secara la tierra se barbechaba, se rastreaba para tenerla preparada para la siembra del trigo. Algunas veces
caía alguna lluvia en forma extemporánea, entonces se aprovechaba
esa humedad para sembrar el trigo. Pero si no había humedad entonces se empezaba a sacar agua de las presas para regar la tierra y
se venía sembrando después, o también la siembra se hacía en seco
pero era un poco más arriesgado porque al sembrarlo en seco al
mismo tiempo nacían las malas hierbas y era eso más perjudicial
que regar y sembrar.
Todos esos trabajos se hacían en La Soledad durante tres años.
Pues el maíz lo vendíamos cuando llegaba la cosecha. Por cierto
que como se sembraba con medieros, cuando llegaba la cosecha se
tenía que repartir una parte, según el trato que se hiciera. Por ejemplo, en este caso, un mediero puso sus bueyes y su trabajo, y yo el
terreno y los gastos, y me parece que fuimos a medias; había otros
casos en que el patrón ponía los bueyes, la semilla y otras cosas y el
mediero ponía el trabajo nada más; en ese caso el mediero tenía
derecho a la cuarta parte de la producción.
Ese era el sistema que prevalecía en los cultivos, de todas las
siembras que tenía.
Por otra parte, quiero comentarles que mi familia ocupó la parte
alta de la casa, y como les comenté, ahí en el rancho había una
profesora que les daba clases; entonces mis hijos más chicos asistían con ella. Los otros dos estaban en Jiquilpan, como ya mencio343
né, y periódicamente nos íbamos de La Soledad a Poncitlán, ahí
tomábamos el tren, nos bajábamos en La Barca y de ahí (como ya
había camiones que hicieran el servicio La Barca-Sahuayo-Jiquilpan)
hasta de la estación nos íbamos en camión a Jiquilpan y nos regresábamos otra vez al rancho a trabajar.
Recuerdo que un 16 de septiembre quisimos venir a las fiestas
de Jiquilpan, para ver también a los otros muchachos que teníamos,
pero que nos toca la de malas y que nos da gripa a la señora y a mí,
de manera que tuvimos que estar recluidos los dos durante quince
días en la casa aquí en Jiquilpan. Pero como había necesidad de ir a
sembrar garbanzo, tuve que enviar a mi hijo mayor, quien para entonces tenía doce años, que estaba en sexto año de primaria. Entonces le di una carta a mi hijito Stéfanos y le dije:
—Mira, hijo, te vas de aquí a Sahuayo; ese camión que tomes ahí te va
a dejar hasta la estación; ahí tú compras el boleto y te vas a Poncitlán.
Al bajarte del tren ahí vas a entrevistar a don Cenobio Guerrero, que
está cerca de la estación que tiene ahí la gasolinera, y a él le preguntas
cómo puedes ir a La Soledad, que está a seis u ocho kilómetros de ahí.
Naturalmente que se podía ir a pie, pero si uno podía conseguir
una bestia, pues era mucho mejor. Pero muchas veces en las horas
en que se llegaba era difícil encontrar bestias, pues la travesía se
tenía que hacer caminando.
Así que llegó mi hijo con don Cenobio, quien le dijo que era
difícil conseguir bestia, y Stéfanos emprendió el viaje a pie a través
de un pueblo que se llamaba Ahuatán de Indios, que está a inmediaciones de Poncitlán; así que pasó por ahí y llegó a La Soledad. Les
dio la carta, en la cual yo le daba una serie de instrucciones para
continuar la siembra y que de ahí donde estábamos sembrando continuaran las otras parcelas y que no pararan de sembrar, porque
peligraba de que se fuera la humedad y que no naciera el garbanzo.
Pues así como les cuento, todo era difícil, complicado, no había
camiones en aquel tiempo, no había carreteras; había nada más que
un tren y un camión hasta La Barca. ¡Ah!, y en La Barca había un
trenecito que se comunicaba con otras poblaciones, como con
344
Pénjamo, Ocotlán. De la estación, como era distante el pueblo, había una vía angosta. Y antes de que hubiera máquinas, motores, los
vagoncitos los jalaban con mulas que iban del centro de la población a la estación. Pero ya cuando yo tuve rentado La Soledad, en
La Barca habían montado un motor Ford con el cual movían los
dos vagones, o sea que era el vagón donde iba el motor y el otro que
se enganchaba para hacer el servicio.
Todas esas cosas las pasábamos con mucho trabajo, que cuando
llovía crecía el arroyo… que ya no podíamos pasar. ¡En fin!, y así
transcurrió el tiempo. Pero mi estancia en La Soledad, no fue muy
favorable, puesto que en tiempo de lluvias, éstas estaban muy escasas y pues siempre en esas épocas de lluvias nos la pasábamos viendo las nubes, ¿verdad?, a ver si de casualidad se soltaba lloviendo o
que si se iba a un cerro por un lado o que si se pasaba la lluvia a otro
lado. Pero generalmente en donde necesitábamos más la lluvia no la
teníamos y para esos casos no podíamos aprovechar lo máximo de
las presas porque no acumulaban el agua necesaria para ampliar los
cultivos de trigo y lo mismo también de garbanzo.
Bueno, pero no me fue del todo mal porque estaba entusiasmado con todo el terreno y además en la región había hecho muchos
amigos en los alrededores de La Soledad. Recuerdo que hasta un
día en que estaban de fiesta en el pueblo de Ahuatán, fue una comisión a invitarme para que asistiera con mi familia a una comida que
formaba parte de los festejos del pueblo; por cierto, noté que hasta
me vigilaban los mismos indios para que no me fuera a pasar alguna
cosa; pero yo no le temía a nadie, porque a nadie le debía y con
nadie me había peleado, como toda mi vida. Y así ellos, como a eso
de las diez de la noche, se puede decir, me escoltaron y me acompañaron a regresar al rancho.
Otras veces íbamos a Zapotlán del Rey, que distaba un poquito
más y que estaba al poniente de La Soledad, pero que para nosotros
no significaba problema porque yo tenía un Foringo y en él nos
íbamos a hacer las compras. Pero principalmente teníamos más
contacto con Poncitlán porque ahí estaba el tren; a veces esperábamos a alguna persona que iba de Guadalajara o de Jiquilpan y ahí
comíamos al mediodía. Pasábamos el día, visitaba a mis amigos, a los
345
Guerrero, a los Pérez, y así volvíamos otra vez temprano al rancho.
En esa época yo llegué a cultivar doscientas hectáreas o doscientas cincuenta hectáreas lo máximo, los terrenos estaban más o menos limpios porque no estaban en condiciones de desmontar; el
resto de terreno se los rentaba a los señores Guerrero, de Zapotlán
del Rey. A propósito de esto, recuerdo que un día que tenía que
regar y no tenían con qué sacar el agua, ya que el tractor se les había
descompuesto y no tenían con qué sostener la bomba; entonces
acudieron a mí a ver si yo les rentaba el tractor o si les iba yo a
bombear el agua, a lo que yo les contesté:
—Llévense este chico, gasta menos combustible, con él será suficiente
para realizar ese trabajo.
Y así quedamos, pero sucedió que la persona que supuestamente estaba vigilando el bombeo y el tractor, se durmió y el tractor se
calentó demasiado y se quemaron unas dos válvulas, no fue gran
cosa; pero no hubo problema porque ellos eran buenos vecinos y
eran buenos conmigo; siempre me orientaban en toda la región
para contratar peones para arrancar el garbanzo, porque en aquel
entonces el garbanzo se arrancaba a mano por tarea. Entonces por
todo eso yo quedé muy agradecido con los vecinos porque más me
ayudaban ellos a mí que yo a ellos. Pero cuando se podía acudía yo
a ayudarles a todos ellos. Así pasó el tiempo…
Un día vino Nacho Castellanos, que era cuñado de don Dámaso
y me dijo:
—¡Hombre!, necesito un tractor, ¿no me podrías vender alguno de los
tractores?
Yo tenía tres tractores: el Minneápolis, el Triciclo y el International. E inmediatamente le contesté:
—Posiblemente yo necesite un tractor más grande, porque pienso
ampliar mi trabajo aquí, ya que me sobra terreno. Te vendo el
Minneápolis.
346
—¿En cuánto me lo das?
—Te lo voy a dar… pues ahorita están mucho más caros, pero te lo
voy a dar en lo que me costó; te lo voy a dar en seis mil pesos.
Entonces me dijo:
—Bueno, pero no tengo todo junto. Te puedo dar ahorita tres mil
pesos y cuando esté la cosecha de garbanzo te pago el resto.
Quedamos en eso, y se lo llevó. A mí el tractor no me hacía falta,
él quedó contento y cumplió, desde luego.
Recuerdo que en el último año de la trilla, al terminar yo de
trillar trigo y el garbanzo, don Carlos Fernández, que era agente de
la Massey Ferguson de Etzatlán, Jalisco, de donde era originario, y
por cierto también era hacendado, y me dijo un día:
—Oiga, Pappatheodorou, ¿ya terminó de trillar? —él sabía que yo tenía trilladoras—. Porque si terminó, usted tiene trabajo. En vez de
encerrar las máquinas puede llevarlas a Etzatlán, porque ahí hay garbanzo hasta trillar todas las aguas. Ahorita todavía están trillando en el
campo. Está el señor Romero, que siembra mucho garbanzo; él tiene
dos trilladoras, pero no le son suficientes. Y me ha dicho que si no
conozco a alguien que tuviera máquinas para que fuera a trabajar.
Tomé la decisión, como no tenía otra cosa qué hacer, y le dije a
Ezequiel, que era la persona a quien yo le tenía más confianza y que
siempre manejaba la trilladora:
—Nos vamos, Ezequiel, a Etzatlán.
Me contestó él:
—¿Dónde está eso?
—Está un poco retirado, pero ahorita hay carretera allá. Nos vamos de
aquí a Guadalajara y de ahí continuaremos hasta La Magdalena, que
por cierto una parte aún no está pavimentada, pero ya tiene grava,
347
pero todo el camino está bueno.
El tractorcito chico tenía todavía llantas porque, como he mencionado, estaba la economía del hule y las llantas estaban no sólo
caras, sino escasas también por falta de hule.
Y así emprendimos el camino llevando pala, pico, machete y una
hacha; porque el camino hasta Atequiza era un camino en donde
transitaban carretas y pensamos que habría muchas ramas que le
estorbarían a la trilladora y tenía que abrir brecha, y en caminos con
piedra teníamos que cambiar piedras, pues a veces teníamos que
tapar zanjas. Así, con muchas dificultades alcanzamos a salir a
Atequiza.
Ya de Atequiza en adelante era un camino plano, transitable, en
donde podían pasar hasta automóviles; era un camino angosto.
Continuamos el camino con el tractorcito y la trilladora que, por
cierto, llegamos tarde al terreno en donde se iba a hacer la trilla.
Pasamos La Magdalena y de ahí cogimos un bordo, porque había un canal de desagüe y pues nos fuimos preguntando hasta que
logramos llegar al terreno de la trilla. Por cierto, que hasta comenzamos a trillar un poco; pero era un terreno bajo que era laguna
antes y que habían disecado. Ese es un terreno riquísimo y más en
aquella época en que estaba recién disecado. Para dar una idea, el
garbanzo que se sembraba crecía tanto que nunca maduraba o sea
que nunca dejaba de florear, como guía seguía creciendo, y ahí el
garbanzo no lo arrancaban, sino que lo macheteaban y hacían unos
montones grandes y ahí arrimaban la trilladora para trillar.
Y cuando no se podía trillar el garbanzo (así se acostumbraba)
lo almacenaban en bodegas, en greña, o sea con ramas el garbanzo,
para que no se pudriera en el terreno y se sacaban después de los
días de lluvia, cuando hacía sol, por la mañana; entonces arrimaban
la trilladora hasta la bodega y ahí sacaban la greña. Trillaban lo que
podían trillar y ya cuando se aproximaba la lluvia paraban, y seguían
trillando al día siguiente.
En ese lugar permanecimos dos meses y durante ese tiempo me
costeó y alcancé a ganar siempre unos buenos centavitos; para esto
trabajaba conmigo un tractorista. Por cierto que a los quince días
348
también llegó mi señora para acompañarme y a conocer dónde vivía y qué hacía.
Ahí estuvimos en una casa de huéspedes donde había un comedor. Yo tenía mi cuarto y ahí comían varios rancheros que tenían
propiedades en ese terreno, en la laguna de La Magdalena, y venían
desde Guadalajara a trabajar durante la semana para atender los
trabajos de agricultura y se regresaban los sábados. Un día me dice
un amigo:
—Oiga, ¿que usted es griego?
—Sí, soy griego.
—¿Sabe qué? Aquí está don Jorge Psijas, él es el contratista de las
minas de Etzatlán.
Entonces yo interesado le pregunté:
—Y, ¿dónde podría verlo?
—Pos, él casi no baja. O sólo que usted quiera ir a verlo. Mire, seguido
hay góndolas en la estación que transportan mineral de la mina a los
furgones, a las plataformas que cargan ahí en la estación.
Pues pasó el tiempo y un día le dije a mi señora:
—¡Hombre!, tengo ganas de conocer a don Jorge Psijas, porque he
sabido que es uno de los más expertos en minas y que ese hombre ha
ganado mucho dinero; y supe también que él estuvo en Pachuca y
después en Fresnillo.
En Fresnillo lo conocieron, doña Dora Pappas, ahí tenía una
nevería su hermano Jrístos Zulas y seguido iban a tomar nieve.
Y sí tenia ganas (como le dije a mi señora) de que fuéramos a
verlo, aunque tuviéramos que ir hasta la mina, ya que iríamos en
una góndola de la compañía.
Lo hicimos así, fuimos a la estación, y les preguntamos:
—Oigan, ¿van a la mina?
—Sí señor.
—Y, díganme, ¿conocen a don Jorge Psijas?
349
—Sí, cómo no, pos es nuestro patrón.
—Pues, hombre, quisiéramos ir, ¿no nos podrían llevar? Aquí nomás a
mi señora y a mí.
—¡Cómo no!
Fuimos y nos llevaron a través de una brecha de subida y con
unas curvas tan peligrosas que a la subida no me llamó tanto la
atención. ¡Por fin llegamos hasta donde estaba don Jorge!, a eso del
medio día. Ya llegamos, nos presentamos ante él y naturalmente
nos invitó a comer. Después nos llevó a la mina, pero yo de ninguna manera quise bajar, no quise conocer la mina porque tenía miedo entrar.
Con don Jorge platicamos de todo lo que teníamos que platicar
y ya como a las cinco o seis de la tarde, entonces le dijimos que ya
nos íbamos a regresar. Pero de regreso nos acompañó don Jorge
hasta donde teníamos que subirnos a la góndola y él ya le encargó
mucho al chofer que tuviera mucho cuidado en la bajada, porque
muchos de los camiones se iban al precipicio cuando les fallaban
los frenos.
Efectivamente, al empezar la bajada y al pasar las curvas tan
cerradas, patinaban las ruedas de los camiones para agarrar la curva
y uno se estremecía ante esto, pero felizmente regresamos, nos fue
bien y, pues, nos despedimos y nos dirigimos a Etzatlán a continuar
con nuestro trabajo.
Un día de tantos, recuerdo que a la hora de comer, ya para empezar a hacerlo, mi señora estaba sentada platicando con un señor
muy simpático, y su modo de estornudar era muy ligero, hacía siempre tres ¡chis! ¡chis! ¡achis!, al último lo hacía más fuerte; el señor le
dijo:
—¡Ay, señora! Dispénseme usted.
—Yo creía que estaba espantando al gatito, no sabía que estaba estornudando para decirle salud.
Y así pasábamos los días en un ambiente prácticamente de mucha amistad, de mucha familiaridad. Porque todos los que nos jun350
tábamos ahí éramos como diez o doce, así que se ocupaba una mesa
larga; en algunas ocasiones la mesa se alargaba más porque se asistía
más gente en esa casa. Pero la pasábamos a gusto.
Después de todas esas cosas, se terminó el contrato del terreno,
que como ya les había comentado no me fue muy bien que digamos, pero tampoco puedo decir que me fue mal. Tenía esperanzas
para el futuro y estaba yo contento ahí, porque estaba cerca de
Guadalajara y frecuentaba a mis amistades, llevaba a mi familia con
mis paisanos.
Por otro lado, los ganaderos de la región (como creían que yo
posiblemente me quedaría con el rancho), me decían que si vendía
y que en caso que yo quisiera deshacerme de algunas partes del
terreno, ellos me las comprarían. ¡Bueno!, ya hasta ellos habían pensado cómo repartirlo; uno decía:
—Yo me quedaría con la parte del cerro.
Otro me decía:
—Aquí al oriente del camino yo compraría.
Y otro decía:
—Pues yo al poniente.
Así que todo ese terreno que yo no pensaba ocupar en las siembras estaba prácticamente vendido. Entonces yo hacía mis cálculos
que con ese terreno que me comprarían esos ganaderos, como eran
prósperos, pues me pagarían al contado y con ese dinero yo pagaría
todo el terreno del rancho.
Regresé a Guadalajara y al terminar el contrato fui a entrevistarme
primero con la señora dueña del terreno y le dije:
—Mire, señora, yo pienso quedarme con el terreno.
Pero para esto yo tenía el apoyo de los dueños del molino
351
Colignon, puesto que ya había hablado con don Eduardo Colignon
de que en caso que yo me decidiera a comprar el terreno y que los
ganaderos no me compraran o no me pagaran inmediatamente, pues
ellos de todas maneras me iban a prestar dinero para adquirir el
rancho. Y es que yo siempre les llevaba el trigo a su molino y ellos
estaban satisfechos con mi producto y pues nunca tuvieron dificultades conmigo. Y pues yo casi volaba de entusiasmo porque pronto
me iba a hacer ranchero y dueño de una propiedad que se encontraba más o menos comunicada y cercana a Poncitlán.
Así que, como les comentaba, me entrevisté con doña María,
quien estuvo de acuerdo y conforme y me dijo:
—Estoy muy contenta y usted se ha portado bien y queremos que
cuanto antes se haga el trato de la compra, antes de que otro se quede
con el terreno.
Y aquí van las malas noticias para mí. Al ir a entrevistar a don
Dámaso, de quien no esperaba esas cosas, me preguntó:
—Y ahora, ¿qué piensas hacer?
Pues le contesté:
—Pienso quedarme con el rancho, don Dámaso.
—¡¿Cómo?!, ¿ya sabes lo que cuesta el rancho?
—Sí, pues sí sé. Está escrito y a usted le consta también, que está
especificado en el contrato por ochenta y cinco mil pesos, que es la
opción.
Y que me contesta negativamente:
—No, no puede ser, porque hay otro que ofrece ciento treinta mil
pesos.
—Bueno don Dámaso, yo me baso nada más por lo que hemos
platicado, como en lo que habíamos quedado y además porque ya está
escrito en el contrato.
352
Y entonces que me dice:
—No, no. De ninguna manera. No puede ser. Cómo vamos a perjudicar a una señora, cuando ya ves lo que es la diferencia.
Bueno, hasta me propuso que me hiciera socio de un Higareda
de Sahuayo. El señor Higareda estaba trabajando en carreteras, era
contratista y naturalmente era una persona que tenía bastante dinero, pero que estaba enfermo de Lázaro y por tal motivo no podía yo
aceptar un socio así, porque yo tenía cuatro hijitos que quería mucho y yo tenía miedo de que algún día, al tener contacto él con los
muchachitos les hiciera algún cariño o les regalara dulces o golosinas o alguna cosa y, pues, sí pensaba que sí se podrían contagiar y
por tal motivo pensaba no aceptar.
Pero no podía ser de otra manera, yo no tenía los derechos,
bueno posiblemente sí los tenía, pero tenía que comprometerme
con una persona que, según don Dámaso, así tenía que ser.
Pero posteriormente fui a entrevistarme con doña María y su
yerno, el ingeniero, y les conté lo que había pasado en la plática que
sostuve con don Dámaso, entonces ellos me dijeron:
—No, es imposible eso, porque nosotros somos gente honrada, gente
que debemos de cumplir con nuestras palabras y nuestras firmas. Y
nosotros ya nos hemos comprometido con usted.
Y entonces agregó el ingeniero:
—Cuando mi suegra me dijo que usted pensaba quedarse con el terreno, nos dio mucho gusto, porque se iba a quedar en manos de un
trabajador (así me consideraban), conocedor del campo. Y por tal
motivo, de ninguna manera, nosotros no aceptaríamos que quedara en
otras manos, aunque el precio fuera mayor.
Pero no, no fue así. Posteriormente yo me retiré, porque no
podía insistir ante don Dámaso, yo respetaba lo que decía, y pues
no había otra palabra.
353
Ya transcurrido el tiempo supe que el terreno se lo habían vendido al señor Higareda de Sahuayo, porque tenía bastante dinero
ese hombre, pero el valor del rancho fue el mismo que a mí me habían
pedido en la opción del contrato: ochenta y cinco mil pesos. ¿Cómo? y
¿por qué?, eso hay que juzgarlo cada quien como se lo imagina.
Yo, desmoralizado, completamente destrozado de mis ilusiones
no hice más que volver a trasladarme a Jiquilpan con mis máquinas.
Un día (esto sucedió en vísperas de la marcha hacia Jiquilpan)
estando aún trabajando en Etzatlán, trillando garbanzo, recuerdo
que me dijo el tractorista:
—Oiga, Pappatheodorou, recibí una carta en donde dice que mi hermano está en el hospital de Morelia, que está malo. Y pues yo quiero ir
a ver cómo está mi hermano.
Entonces yo le contesté a Ezequiel, el tractorista de que sin él el
trabajo se tenía que parar…
Mira, Ezequiel, qué te vas a ganar con ir a ver a tu hermano que
está enfermo en el hospital. Mira, allá están tus padres, allá están tus
hermanos, allá tienes hermanas. Creo que para eso no necesitas
ir… Si tú quieres ver a tu hermano, si quieres ayudar a tu hermano,
pues mándale unos centavos. Fíjate en esto, tu hermano tiene más
necesidad de los centavos, que tú vayas a perder el tiempo y a gastar
tu dinero inútilmente al ir hasta Morelia. A ver dime ¿cuánto te
cuesta? Posiblemente ya no regresarías y aún así, en caso de hacerlo,
nosotros nos atrasaríamos mucho en el trabajo, perderíamos tiempo. Yo podría encargarme de la máquina, pero tengo otras cosas
que atender. ¡Quédate, hombre! Quédate a trabajar mejor y mándale, y mañana si quieres le ponemos un giro telegráfico. Yo te anticipo dinero de lo que te pago y asunto terminado.
Primero mandé a mi señora con los chamacos (de buenas que
todavía teníamos casa) y las esposas de los tractoristas. Yo me quedé con los tractoristas y emprendimos el viaje un día a través de
Ocotlán, por Jamay, y había una panga en la desembocadura del río
Lerma, que por ahí tuvimos que pasar.
Al llegar a Ocotlán ya se nos hizo de noche y tuvimos que parar354
nos en una orilla del camino, porque entonces no había carretera,
era una brecha que en las secas se transitaba, desde luego, hasta
Guadalajara, pasando primero por Poncitlán, Atotonilquillo,
Atequiza y de ahí se iba uno hasta la carretera que iba a Guadalajara,
a Chapala, y continuaba por todos los llanos hasta la Ciénega de
Chapala. Y al llegar ahí separamos los tractores (como les digo) a
una orilla y fui a buscar un hotel para dormir, pedí un cuarto para
dormir, pero al verme sucio de la ropa, de grasa y de aceite, no me
admitieron, me dijeron que no tenían cama. Ahí pregunté, que dónde había otro hotel, fui y tampoco tenían. ¡Por fin! llegué al hotel
donde otras veces había ido y ahí me identifiqué:
—Yo soy Pappatheodorou, otras veces he estado hospedado aquí, yo
tenía un rancho que se llamaba La Soledad y tenía negocios en Poncitlán,
por eso venía por acá.
¡Y por fin me reconocieron! Entonces me dieron cuarto y al
estar platicando les comenté lo que me había pasado en los otros
hoteles y me contestaron:
—Pues, señor, creemos que no lo aceptaron, que no le dieron cuarto
por las condiciones en que usted viene, sucio de grasa y, pues piensan
que les va a manchar las sábanas y, pues, que se puede echar a perder
algo por eso. Pero nosotros lo conocemos y sabemos quién es y en qué
forma viene usted, porque posiblemente está muy ocupado.
Y así me admitieron y me dieron cuarto para dormir. Al día
siguiente muy de mañana continuamos el camino para llegar a
Jiquilpan.
¡Ah!, a propósito de esto, recuerdo que un día de nuestra travesía, cuando llevaba la máquina directamente a Jiquilpan, me sucedió
en el camino de Guadalajara a Jiquilpan (carretera que para entonces estaba ya terminada y que continuaba por Plan de Barrancas,
adelante de La Magdalena), así que poco antes de pasar por San
Luis Soyatlán, que por cierto pasa la carretera internacional a
Jiquilpan, se me rompió la banda del abanico del tractor y en aquel
355
entonces para conseguir una banda era muy trabajoso. No era como
hoy, ¿verdad?, que hasta en los restaurantes se puede encontrar uno
bandas de automóvil.
«¿Qué hago? ¿Abandonar ahí la máquina?», pensaba. Para esto
me acompañaba Ezequiel y entonces le dije:
—Mira Ezequiel, hay unos cordones, unos mecatitos que son de colores, son muy rígidos y delgaditos. Mira los hay de color verde, rosa, ¡en
fin!, de varios colores. Anda a comprar unos mecatitos de esos.
Entonces valían diez centavos. Se trajo tres y entonces tuve que
poner la banda de mecate, lo más que pude lo restiré. Para esto
teníamos siempre un bule donde llevábamos agua para beber, entonces mojé el mecate con esta agua una vez que lo torcí bien, bien,
bien, hasta que quedó ajustado en las poleas, después echamos inmediatamente a andar el tractor; y así continuamos el camino, pero
después de varios kilómetros ya se restiraba aquello, y otra vez teníamos que desenvolver el mecate y retirarlo para volver a estirarlo.
Y así en esta forma tuvimos que llegar a Jiquilpan.
Al llegar ya a Jiquilpan con la máquina «Y ahora qué has pensado hacer», me dijeron. Pues continuar otra vez ahí rentando parcelas en la Ciénega de Chapala, puesto que ya tenía amigos conocidos
y no sólo eso, sino que en 1941 habían llegado también unos alemanes que los habían retirado de los litorales de México por la guerra;
pero no sólo a los alemanes, los italianos y los japoneses. Los alemanes estaban dedicados a la agricultura y a otros trabajos en Sonora; muchos de ellos tuvieron que llegar a Guadalajara y algunos
se desplazaron hacia la Ciénega de Chapala, puesto que eran agricultores (aunque hubo quienes no lo eran, pero tuvieron que hacerse agricultores en Sonora) así que tenían conocimiento del trigo, del
garbanzo, hasta del cultivo del arroz, porque allá tenían agua suficiente y sembraban arroz y desde luego que las tierras que se trabajaban eran de menor superficie y no como ahora que se han ampliado demasiado y les hace falta agua en Sonora.
Pues a mí me tocó conocer a varios alemanes, recuerdo a uno
que se llamaba Juan Laurents, un hombre muy culto, muy prepara356
do, que en Sonora se dedicaba (y se dedicó después de la guerra) a
cultivar trigo, principalmente para semilla, o sea mejorando las variedades de trigo.
Bueno, pues llegaron a la Ciénega a sembrar, compraron unos
tractores usados, viejos y los acondicionaron y empezaron a sembrar trigo.
Juan Laurents tenía su familia y sus hijos estaban chamacos. Juan
tenía una casa en Berlín, de varios pisos, y había mandado dos hijas
para que se educaran allá, puesto que allá estaba la madre y, pues,
también para que estuvieran al cuidado de la madre. Y, pues, los
hijos estudiaron allá pero no pudieron regresar sino hasta que se
terminó la guerra.
Aparte de Juan conocí también a Herman Richter, con quien
trabajé en Tierra Caliente.
Pues volví a la Ciénega de Chapala a rentar parcelas en los ejidos
para dedicarme al cultivo del trigo y del garbanzo.
Yo, por supuesto, para estas fechas tenía mis tractores, tenía el
Oliver, el International y luego compré otro tractor Internacional
usado, el W-6.
Ahí en la Ciénega trabajé un año y después nos asociamos con
Germán Richter, ya que él había cultivado arroz en Sonora, era conocedor de ese trabajo y nos fuimos a Apatzingán a desarrollar el
cultivo del arroz bajo el sistema moderno.
357
358
CAPÍTULO CUARTO
TIERRA CALIENTE
Cómo se vivía en Tierra Caliente
A
ntes de continuar con la narración d e mi estancia en Los
Charcos, quiero primero narrar sobre mis primeras impresiones que tuve al visitar Tierra Caliente.
Bueno, cuando estuve radicando en Uruapan, una de las cosas
que hicimos con el doctor Alvarado fueron viajes frecuentes a
Taretan y a Tierra Caliente, también íbamos a Lombardía y a Nueva
Italia, que eran dos haciendas que pertenecían a unos italianos llamados Dante Cusi.44 Ellos tenían unos almacenes cerca de la estación donde transportaban el arroz de Lombardía y de Nueva Italia
en bestias. Ya blanqueado el arroz, se embarcaba en vagones para
distintas partes.
Así que con el doctor Alvarado visitaba Lombardía para ver a
los enfermos ahí, cada mes. Nos íbamos a caballo y al llegar a
Lombardía ahí nos destinaban un cuarto y al día siguiente comen44
Dante Cusi (originario de Milán, Italia) compró en 1903 la hacienda de La Zanja,
que después le llamó Lombardía. Esta hacienda tenía una extensión de veintiocho
mil hectáreas, que compró en ciento cuarenta mil pesos. Sus límites eran los ríos
Marqués, al oeste, y el Parota-Cajones, al este y al sur. Y en 1909 los Cusi compraron a la familia Velasco, de La Piedad, la hacienda Ojo de Agua de la Cueva, de
treinta y cinco mil hectáreas, con un valor de trescientos mil pesos, a la cual llamaron Nueva Italia. Estas dos haciendas sumaban una extensión de sesenta y tres mil
hectáreas de las cuales treinta mil tenían sistema de riego, cultivando sólo la séptima parte y el resto se usaba para potreros. En 1938 el presidente Lázaro Cárdenas
expropió las dos haciendas. Barret M., Elionore. La cuenca del Tepalcatepec. (1975).
Méx., (Col. Sep-Setentas Núm. 177-178), pp. 34-36.
359
zaba a inyectar a mucha gente. Ahí estaba don Sebastián Rodríguez,
que era un hombre corpulento, grandote, con una voz muy gruesa.
Y recuerdo que le decía al doctor Alvarado: «Doctor, dame una
jeringa» (se trataban de tú porque eran conocidos de mucho tiempo), y decía: «Yo también puedo inyectar».
Y, pues, principalmente se inyectaba para el “mal del pinto” o
sea Nuevo Sarvasán. Así que don Sebastián cogía la nalga del trabajador y decía «Agáchense un poco», y cogía la jeringa como si fuera
una daga, entonces así le clavaba la aguja, ¿verdad?, «No se mueva»
les decía. Y así formaba parte para que los inyectaran. En Lombardía
las noches eran un poco insoportables, en el cuarto en donde dormíamos el doctor Alvarado y yo, naturalmente, había zancudos y a
pesar de que había telas de alambre en las ventanas, éstos siempre
se metían en la habitación. Y como es una zona calurosa, siempre
estábamos en calzoncillos y, pues, se la pasaba el doctor con una
escoba queriendo matar a los zancudos y, pues, al ver que era una lucha
inútil yo le decía «¡Hombre!, déjalos, también tienen derecho a comer».
Y así pasamos la noche entre dormir y matando zancudos.
Al día siguiente ya que habíamos terminado ahí de atender los
enfermos en Lombardía, en un carrito Foringo, de esos abiertos,
sin lona arriba (porque ya estaba viejito), nos íbamos por un caminito,
que por cierto todavía existen los pilares de aquel puente sobre el
río del Marqués, que atravesamos entonces por donde pasaba también el sifón que daba agua a la hacienda de Nueva Italia. Así que
pasamos el río del Marqués, un puentecito angosto y continuamos
para llegar a Lombardía, en donde teníamos que ver a don Guido,
que era el administrador; estaba también don Pancho Chibelini, un
viejito que se encargaba de las palmas y de la huerta de limón, porque exportaban muchos limones a Estados Unidos y todo ese limón lo transportaban a lomo de bestias hasta la estación de Uruapan.
Con ellos pasábamos en cada hacienda tres o cuatro días y, pues,
veíamos que ahí procesaban el arroz o sea el palay, lo blanqueaban
(como ya dije) para transportarlo en arroz blanco a la estación de
Uruapan.
Recuerdo que la gente vivía en unas casas (pues como era Tierra
Caliente) que no necesitaban ni paredes ni ventanas.
360
Posteriormente voy a narrar más minuciosamente por qué regresé después de varios años a sembrar yo también arroz a la orilla
del río Tepalcatepec, en el rancho o hacienda de los señores Valencia, Los Charcos.
Pues esas haciendas (Nueva Italia y Lombardía) las hizo don
Dante Cusi, porque antes de hacer las haciendas, antes de introducir el agua a esos llanos, tenia unas siembras cerca de Uruapan, más
bien en las estribaciones de la sierra donde podía meter las siembras de arroz; así que al ver los llanos tan inmensos, más abajo y que
no había agua; digo que no había agua arriba en la superficie, pero
el agua del río Cupatitzio toda se desperdiciaba.
Así que don Dante, hombre de mucha visión, queriendo ver
cómo era posible mejorar aquello (porque ya estaba a la vista que
nadie se ocupaba de esos terrenos), logró por medio de préstamos
de los bancos hacer unos sifones, que por cierto hoy los mismos
sifones que construyó don Dante Cusi para pasar el agua del
Cupatitzio al otro lado del río del Marqués se encuentran paralelos
a los construidos por Recursos Hidráulicos; ahí se introduce en un
túnel de más de ochocientos metros para continuar después por la
ladera de la sierra hasta llegar a la planta de luz que se llama El
Cubano, de ahí una vez ya saliendo de las turbinas para la electricidad, continúa después un canal para llegar a la margen izquierda del
río del Marqués y ahí entra en el túnel, en el sifón que pasa al otro
lado del río y llega, entonces, a todos los llanos aquellos de Nueva
Italia.
Hoy no sólo pasa por ahí la misma agua, que es bastante, sino
que hasta los llanos de Antúnez llegó a beneficiar. Los llanos de
Antúnez eran de un señor llamado Francisco, que por cierto radicaba en Uruapan; era un buen hombre y rico, tenía muchas propiedades. A propósito de este señor, recuerdo que una vez vio una fotografía de una señorita que se llamaba Nacha Ceja y que era originaria de Jiquilpan; como era muy guapa, don Francisco hizo un viaje a
caballo de Uruapan a Jiquilpan para conocerla personalmente y ofrecerle matrimonio. Al entrevistarse con ella, la muchacha le dijo a
don Francisco que sí se casaría con él pero que debía comprender
que tenía que ayudar a sus hermanos. Y don Francisco aceptó y se
361
casaron y se la llevó a Uruapan. Pero como tenía mucho dinero,
después de los movimientos de la Revolución tuvo que trasladarse
a Guadalajara y ahí radicaban en un palacio. Ahí en esa casa tenían
una escultura de Nuestro Señor Jesucristo con su madre, representando la escena, que se conoce como La Piedad, la tenía (por cierto)
en una capilla en esa casa de Guadalajara. Esa escultura era de un
mármol muy fino. Posteriormente, ya cuando murió Nacha en Guadalajara, como la había donado, entonces la trajeron a la parroquia
de Jiquilpan, escultura que pusieron a la entrada a mano izquierda;
está instalada en la cruz del templo; es una escultura muy bonita,
muy fina.
Nacha Ceja tenía un hermano (que creo todavía vive); él se llamaba Jesús Ceja, era mi amigo y era muy conocido en Uruapan,
Michoacán.
Durante este tiempo también estaba un doctor Hernández, originario de Jiquilpan y radicado en Uruapan, todas esas gentes las
traté y todas me querían, ¿verdad?, porque como todos tenían parientes en Jiquilpan, pues nos reuníamos y hacíamos recuerdos cada
vez que nos entrevistábamos.
Bueno, pero seguiré con mi relato de Tierra Caliente. Como ya
les dije, el doctor Alvarado visitaba esas haciendas de los señores
Cusi cada mes y a él le pagaban mensualmente un sueldo.
Pues, de lo poco que pude observar, recuerdo que los trabajadores tenían un barrio, porque lógicamente todo lo que había de construcciones comprendía el casco y el molino en donde procesaban el
arroz; todo lo demás eran casas humildes donde vivían los trabajadores que eran del molino, pues servidores ahí de la oficina. Y, pues,
naturalmente los empleados ya tenían unas casas un poco mejor;
después estaban los campesinos que tenían casas de inferior calidad, aunque no estaban mal. Ellos tenían ahí sus huertitas, sus limones; tenían sus plátanos; tenían sus papayos y de todo lo que se
produce en Tierra Caliente. Así es que no estaban en un chorizo las
casas, sino que estaban diseminadas alrededor de la hacienda.
No me acuerdo del sueldo que ganaban, pero entonces pagaban
aproximadamente unos cincuenta centavos, porque yo, al llegar a
Jiquilpan, pagué a los primeros trabajadores treinta y siete centavos
362
y medio, o sea tres reales; aunque cuando yo llegué ya no había
monedas de reales.
La jornada de trabajo no tenía límites, generalmente era de sol a
sol, pero a veces cuando había necesidad de más tiempo, que había
necesidad de terminar equis labor, pues se aumentaba a una media
hora más la jornada, pero eso era a criterio de los capataces que
dirigían los trabajos.
Yo no conocí a los señores Cusi, nada más llegué a conocer a los
administradores de las haciendas Lombardía y Nueva Italia. Nombro primero Lombardía porque primero se construyó esa hacienda
y después la de Nueva Italia, que fue nombrada así por ser los señores Cusi italianos. Así que el administrador de Lombardía era el
señor Sebastián Rodríguez y el de Nueva Italia era el señor Guido y
Francisco Chibelini, los dos italianos.
Tenían una hacienda muy extensa y era donde había huerta de
limón, limonares grandes, y cocos también, que exportaban.
Así que los dueños tenían ahí sus buenas casas y un número
muy grande de empleados, naturalmente, porque había una extensión muy grande y pues necesitaban muchos empleados, aparte de
los jornaleros y trabajadores del campo.
Quisiera hablar con precisión de la extensión de esas dos haciendas, pero nunca la he sabido; mas, sin embargo, podría hacer un
cálculo de más de diez mil hectáreas para cada una de las haciendas,
aunque desde luego la hacienda de Nueva Italia era la más grande.
En cuanto al sistema de riego que se aplicaba (como eran campos con piedra no se podía aplicar el sistema de bordos, con el que
en la actualidad explotamos el arroz en Sinaloa), consistía en que no
saliera el agua del terreno, y una vez que se sembraba con la mano y
al voleo, entonces se metía el agua y no la quitaban hasta que el
arroz ya estaba prendido de la tierra, es decir, cuando ya estaba
retoñando, o sea naciendo. Una vez que nacía el arroz lo dejaban
algunos días sin agua y después volvían a meter otra vez el agua
para que agarrara más cuerpo la planta del arroz. Al llegar a la altura
de unos treinta centímetros, los riegos más bien eran por baños;
pero ya al llegar a los treinta centímetros o cuarenta, entonces tenían que meter ganado a pastear el arroz, pues la finalidad de esto
363
era una escarda. La escarda consistía en que al comer el ganado
todo el follaje, entonces daba más hijos la raíz, y aparte de esto
todas las pisadas del ganado, o sea las huellas, eran pocitos en los
cuales se conservaba el agua en forma más permanente. Entonces
la función de los regadores consistía en vigilar que no se saliera el
agua del terreno, que iba por franjas muy largas que a veces llegaban
hasta varios kilómetros de terreno. Por ejemplo, en Pátzcuaro había
unas franjas largas de terreno entre un barranco y otro y entonces
el que pasara de una propiedad a otra, procuraba que el agua no
cayera al barranco, porque entonces ya no la volvían a subir. Así que
ese era el sistema del cultivo del arroz. La preparación del terreno
se hacía nada más cortando los huizaches, todas las ramas, todos
los arbustos y quemarlos; así se preparaba el terreno, sin meter algún arado, nomás aventar el arroz y agua. En cuanto a la recolección, o sea la cosecha, se hacía a mano con hoces. El arroz no se
transportaba inmediatamente a donde tenía que trillarse, sino que
se trillaba ahí mismo. Esa era una variedad de arroz muy sensible;
para sacudirse se hacían unos muros juntando las espigas con espigas y en la parte alta después se hacía una especie de techito, ponían
un cordón en medio de punta a punta y después colgaban las espigas hacia afuera para formar un techo (en el caso de los pequeños
propietarios) y cada vez que necesitaban vender arroz iban allá y
sacudían determinada cantidad de arroz y la paja la utilizaban para
los animales. Pues ese era el cultivo y cosecha de arroz.
Después de varios años (como ya dije) regresé a Tierra Caliente
y esto sucedió porque al año en que estuve sembrando trigo y garbanzo en la Ciénega de Chapala me dijo un día Herman Richter
(como él no tenía trilladora y ya se aproximaba el tiempo para sembrar el arroz) que el arroz era más costeable y que podíamos ir a
Apartzingán. ¡En fin!, que me entusiasmó.
—Mira —me dijo— tú te quedas aquí (creo que ya tenía dos
máquinas) mientras tú trillas lo tuyo y lo mío; yo me voy a llevar los
dos tractores grandes, el tuyo y el mío, y empiezo a preparar la
tierra.
Pero antes de eso él fue a conocer el terreno y a entrevistar ahí al
licenciado Valencia, que era originario de Colija y, pues, él tenía ahí,
364
en Tierra Caliente, un rancho que se llamaba Los Charcos.
Pues sí se hizo el trato y nos hicimos socios con Herman y él me
había platicado que el terreno ese tenía un canal propio, con una
concesión de la Secretaría de Agricultura por cincuenta años, así
que tenían propio canal y toma para conducir el agua al terreno del
rancho de Los Charcos.
Y así se fue él, adelante con los tractores, para empezar a preparar la tierra; se llevó a dos muchachos, al Güero y al Pancho Sánchez, que los llevó para que barbecharan y nivelaran el terreno, de
acuerdo al sistema moderno como se cultivaba el arroz en Sonora.
Yo me quedé a terminar las trillas y una vez que terminé, junté
todas las máquinas, los tractores y los encerré y me fui a Apatzingán.
El rancho de Los Charcos lo teníamos rentado por tres años y
era una propiedad de cuatrocientas hectáreas, pero una gran parte
era selva y si acaso habría unas ciento veinte o ciento cincuenta
hectáreas cultivables.
Pues yo en realidad no tenía conocimiento preciso sobre el cultivo del arroz y, pues, Herman me entusiasmaba siempre y me decía
que podríamos llegar no sólo a producir ahí arroz, sino que posteriormente, ya teniendo una producción regular, podríamos comprar una maquinita para blanquear el arroz y así podríamos venderlo blanco directamente al comercio sin que nos explotaran los molinos.
Como él ya vivía en Los Charcos, me escribía que ya había empezado a regar el arroz. Entonces yo me fui a ayudarle. Me trasladé
solo, a mi familia la dejé en Jiquilpan porque primero quise ayudarle
en lo que estaba haciendo.
Pues me trasladé en camión hasta Uruapan y de ahí, como aún
no había carretera (aunque sí la había por el lado de la hacienda de
Los Bancos), teníamos que tomar el tren en Uruapan para llegar a
Apatzingán. El tren hacía seis horas de camino porque era un camino nuevo y accidentado de cuesta abajo. Y así llegué al día siguiente
a Apatzingán.
Pero sin tomar en cuenta y sin tener la experiencia real de lo que
era Tierra Caliente, de los bichos que había, de los alacranes, me
puse inmediatamente a trabajar; agarré una pala y me metí en el
365
terreno al ver que en un pedazo pequeño no subía agua, que no se
mojaba, y como sí tenía experiencia para regar, pues comencé a
hacer una rayita aquí, otra rayita allá; pero como les digo, sin darme
cuenta, en un pedacito que estaba seco se habían acumulado varios
alacranes. ¡Y que me dan un piquete! Para qué les digo. ¡Una cosa
terrible! Y es que el piquete de los alacranes de por allá es muy
doloroso. Y al principio de las aguas es cuando más abundan y se
encuentran principalmente en el terreno, pero más en las partes
secas o en algún árbol donde se seca la tecata y se hace un huequito,
ahí se acumulan. Había gente que trataba de quitar alguna de esas
tecatas y salían tres, cuatro, bueno hasta diez alacranes.
Pues ese día que me picó el alacrán la pasé muy mal; de buenas
que Herman tenía camioneta, aunque yo tenía un Foringo, pero la
camioneta estaba en mejores condiciones. Pero Herman en ese
momento no estaba ahí, sino que había ido a la toma de agua para
aumentar el volumen de agua que hacía falta. Y pues yo me fui a la
casa que estaba cerca y algunos vecinos me recomendaban que me
frotara, que comiera ajo y que también machacara ajos y que me los
pusiera en el dedo en donde me había picado el alacrán.
Y otra señora me dijo:
—Mire, báñese ahí en el canal y en donde está lodoso revuélquese y se
le va quitar. Nomás usted salga a respirar. Con eso se le quita.
Y así todos los remedios regionales los hice, pero sentía el pie
como si fuera un garrote, como si se hubiera aumentado ¡quién
sabe cuántas veces! Y así llorando y aguantando estuve hasta que
llegó Herman.
—¿Qué te pasa? —me dijo.
—Pues mira —le contesté—, me picó un, un alacrán y me voy a morir.
—No, no te mueres, cuántos alacranes me han picado a mí. No te
imaginas, cada rato me pican, pero no les hago caso.
—Pos serás tú, pero yo me voy a morir. ¡Hombre!, llévame a Apatzingán,
llévame a Apatzingán a ver si me salvo.
366
Ya, pues al ver, ¿verdad?, que de veras estaba yo muy angustiado,
me subió en la camioneta y nos fuimos a Apatzingán. Al llegar a
Apatzingán ya teníamos ahí un amigo médico, de la región, muy
conocedor de todas las enfermedades que padecía la gente en Tierra Caliente y con más razón los piquetes de alacrán y de víbora.
Así que el médico nos conocía porque también comía en el mismo restorancito que nosotros frecuentábamos ahí en un hotel. Y
en eso que me ve y que se mete al consultorio y salió con una copita
en la mano y me dice:
—Tómese esto.
—¿Qué es, doctor?
—Es mezcalito, mezcalito muy bueno, tómeselo.
—¡Ay doctor!, Yo nunca acostumbro tomar y menos estos vinos fuertes.
Yo nunca los tomo porque parece que me queman la garganta.
Entonces pacientemente me dice:
—Bueno, se toma un poquito de agua; pero no mucha, porque eso es
precisamente lo que hay que tomar, el vinito. Si puede aguantarlo sin
agua, tómeselo sin agua.
Me tomé la copa. Pero al ver el doctor que ya me había tomado
la copa, cogió otra vez la copa él y se metió en la parte de atrás del
consultorio y regresó con la copa llena y me dice:
—Tómeselo, esto también tómeselo, porque todavía la jeringa no está
hervida, lo voy a inyectar, pero mientras se hierve la jeringa tómese
esta copita.
Y así me tomé (por la insistencia del doctor) la otra copita.
Pues ya cuando me terminé esa segunda copa, pues yo prácticamente ya no me sentía yo, estaba bien borracho y, pues, ya después
quién sabe qué me inyectó.
En esa época no era como ahora; entonces no había medicinas,
367
y si había eran muy escasas; pero posiblemente el doctor estaba
preparado para esos casos.
Pues ya antes de inyectarme (prácticamente yo borrachín) no
sentía ni el dolor. Y así salí con Herman del consultorio y saludamos al doctor dándole las gracias. Ya fuimos al restorán a comer.
Yo desde luego ya no tenía el dolor.
Desde entonces tomé la experiencia y cuando me picaron en
otras ocasiones los alacranes, inmediatamente le decía a mi señora:
—¡Calienta agua!, ¡calienta agua! Hazme un café. Y siempre teníamos
alcohol y le agregaba al café el alcohol.
Y esa experiencia también la conocía Herman. Entonces yo me
tomaba el café y me iba cantando por todo el bordo de la siembra
de arroz y al poco rato ¿verdad? ya no sentía nada.
Así que ya después de comer regresamos al campo y continuamos los demás días regando y en la preparación del resto del terreno que aún no estaba preparado.
El rancho estaba como a veintidós kilómetros de Apatzingán,
en la orilla del río Tepalcatepec, y llegaba hasta un lugar que se
llama El Catire; en ese punto había un lugar propio que todos los
años en aquel entonces se hacía un puente provisional con pilotes
que clavaban a determinadas distancias en el río y entonces tendían
unas vigas haciendo un puente para pasar al otro lado hasta automóviles.
En aquel entonces, pues, sí había automóviles, pero escasos; pero
como había varios pobladores al otro lado, pues era el punto indicado para que en tiempo de secas tuvieran comunicación por medio
de automóviles y de camiones, puesto que del Capire estaba ya cerca otro puente sobre el río San Antonio, que por cierto ese puente
lo habían hecho los señores Valencia.
En ese puente se pusieron dos vigas de pino a un lado y dos
vigas al otro lado, que posiblemente tendrían (yo creo) más de veinte metros y cuando pasaba yo el tractor hacía todo lo posible para
pasar despacito. Estaba cubierto arriba con tablones, aproximadamente de cuatro metros, pero de cualquier forma no era suficiente
368
y con mucho cuidado reduje lo ancho de la trilladora, porque la
jalaba el tractor y tenía que estar a lo ancho de la trilladora; y así en
la mera orillita centímetro a centímetro tenía que pasar ese puente
al otro lado, porque era peligrosísimo, si una llanta me fallaba, pues,
simplemente me iría al río con todo y tractor y trilladora.
¡Tomen en cuenta qué tan peligroso sería!
Afortunadamente pasábamos felizmente porque yo tenía un guía
magnífico, que era Herman, hombre de experiencia, mayor que yo
por cuatro años; él conocía de máquinas y así siempre pasábamos
esos lugares difíciles, muy difíciles. Pero había necesidad de pasar
por ahí porque no había otro lugar en donde hacerlo.
El río San Antonio venía de unos ojos de agua desde la sierra del
Cerro Grande, o del Tancítaro, y arroyos y ríos desembocaban en el
río Tepalcatepec. Y ahí más arriba era donde estaba la toma de agua
que recibíamos nosotros para la siembra del arroz.
Como vivíamos en el rancho, en el campo, había necesidad de
estar pegado a las siembras que más nos interesaban. Y sí, ahí tenía
una casa sobre pilotes a una altura de unos ochenta centímetros y
cercada con postes pegados unos con otros, amarrados con alambre y clavados con grapas. Era un patio reducido pero cercado para
que no se metieran los animales, los puercos, que muchas de las
veces se metían por debajo de la casa y ahí estaban gruñendo toda
la noche y no nos dejaban dormir.
La casa era de tejamanil,45 paredes y techo; el piso nomás era de
tablas. La casa estaba dividida en dos partes una reducida y otra más
amplia, en la más amplia vivía y dormía mi socio, en la otra vivía yo
con mi familia, con mi hijo más pequeño, porque los otros estaban
en el colegio en Jiquilpan, eran los más grandecitos: Stéfanos, Ángel, Basilio. Anna estaba en una escuela particular en Uruapan y ahí
la teníamos, ya iba en primaria, no recuerdo si estaba en segundo o
en tercer año de primaria. Así que estaba en el rancho con mi seño-
45
El tejamanil se hace de trozos de pino de hilo recto de ochenta centímetros, hasta
de un metro. Una vez cortados los trozos, se rajan a lo largo de un espesor de
medio centímetro por ocho, diez o doce centímetros de ancho. O sea que se sacan
tablas o rajas por medio de cuñas.
369
370
Rancho Los Charcos. Pappatheodorou haciendo un baño de tejamanil sobre el canal que servía para regar el arroz.
371
Pappatheodorou, Theodoro (hijo) y su esposa Margarita Betancourt en Los Charcos, 1947.
ra y mi hijo el más chico, Theodoro, que lo llevamos de año y medio. Por cierto que una vez se enfermó del estómago y en esos
lugares solitarios, sin médico, sin nada, pues no sabíamos qué hacer
para curarlo. Había una señora que era esposa de un encargado de
ganado y ahí esa señora María le dijo a mi señora:
—Mire, doña Margarita, yo le voy a traer queso fresco todos los días al
niño para que se cure de su estomaguito.
Y, pues sí, efectivamente, el niño se curó sin medicinas. Y
Theodoro, o Eros, como le decíamos de cariño, siguió bien.
Pues en ese cuarto angosto que era de tres metros por uno sesenta de largo, allí dormíamos las tres personas, porque en el cuarto
grande, donde estaba mi socio, ahí alzábamos la semilla, lo teníamos como bodega y guardábamos implementos. ¡En fin!, todo lo
que necesitábamos.
La cocina, ¿cuál cocina? Teníamos ahí un tejaban que también
era de tejamanil y no había cocina. Yo encontré unos ladrillitos que
eran triangulares y ese molde lo habían hecho con el fin de hacer
una noria, como la noria era circular, entonces una parte era más
ancha (el exterior) y otra más angosta (el interior).
Pero yo los ponía en inversa, uno a la derecha y otro a la izquierda, entonces al cruzarlos tomaban el mismo cuadro y así yo mismo
hice el piso, sin albañiles. Hacía todo con la pala y en pocos días ya
tenía piso de ladrillo. Por cierto que el lado en donde había quemado el ladrillo estaba distante algunos ochenta o cien metros; pues
ahí habían quedado algunos desperdicios que aproveché para ponerle piso a la cocina y hacer un fogón, en donde tenía que cocinar
mi señora.
Eso sí, teníamos una mesa que los señores Valencia nos habían
heredado junto con unas sillas que generalmente venden los indios
ahí de la sierra de Uruapan. Pues ahí nos sentábamos a comer.
Como por allá había mucho bambú con éstos y unos clavos que
compré en Apatzingán le hice un fregador a mi señora donde lavara
los trastes.
Pero, ¡ay señor!, que no se me pierda el sol. Había tantos zancu372
dos, pues yo no sé, tenían unas patas muy largas, pues yo no sé si los
veía así por el miedo, pero no nos dejaban en la noche dormir, así
que teníamos que usar pabellones, pero no de esos de agujeritos,
sino de gasa, porque en los otros se penetraban los zancudos y sólo
con la gasa podíamos dormir más tranquilos.
Esa era la vida en una selva de Apatzingán, y digo selva porque
en aquél entonces los terrenos descubiertos cultivables eran muy
escasos. Y todo lo demás eran unas selvas llenas de árboles muy
altos en donde colgaban bejucos; aunque les diré que ahí conocimos monos, pero sí llegamos a ver panches, que había en gran cantidad; andaban ahí de varios colores y subían esos árboles enormes,
ya fuera por el tronco del árbol o por los bejucos. Pero no sólo eso
había, también cocodrilos, naturalmente que éstos estaban en los
lugares mansos del río, pero salían a asolearse y muchas veces se
llegaban a confundir con un trozo de palo, pero no, eran cocodrilos
asoleándose.
A propósito de los cocodrilos, Herman se había dado cuenta
que en una parte del ramal del río San Antonio que siempre tenía
agua, existía una cueva en donde había un cocodrilo y, pues, varias
veces lo había visto dentro, pero nunca lo había sorprendido en un
buen punto para poder matarlo.
¡Por fin!, un día llegó Herman y me dijo:
—Oye, Theodoro, ¡ya maté!, ¡ya maté al cocodrilo! Pero necesitamos
ir varios para cargarlo en la camioneta.
—¡Hombre!, pues qué sorpresa, pues sí, cómo no.
Fuimos entre cinco o seis y llevamos unos palos, como
guangoches para amarrarlo con el mecate por delante y por detrás y
pasarlo en dos palos, y así entre cuatro personas pudimos sacarlo y
llevarlo en la camioneta. Lo trajimos al rancho y lo tuvo que abrir de
la panza al cocodrilo o caimán (como le llamaban ahí) y nos dimos
cuenta que entre los órganos intestinales tenía una bolsa como las
gallinas que muelen sus alimentos, pero el cocodrilo tenía piedras
hasta de un diámetro de cinco centímetros, en una bolsa aproximadamente… cómo podré decir… en centímetros, pues podríamos
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decir de más de treinta centímetros de largo por otros veinte centímetros de ancho. Así que era una bolsa entera que está llena de
piedras y ahí muelen los alimentos, los digiere. Pues ese animal medía
más o menos dos metros con cuarenta centímetros.
Por otro lado, recuerdo que un día ya teniendo el arroz que le
caen los patos; desde luego que Herman tenía una escopeta de
retrocarga de tres tiros y era un buen tirador, entonces al verlos en
un rincón que andaban en el arroz a la orilla del arroyo, pues que
llega y que mata a más de cuarenta patos.
Pues fueron varios muchachos a ayudar para recoger los patos,
porque ahí en el rancho había varias familias nativas, que eran servidores también de la hacienda. Pero qué hacienda, qué cultivos, qué
servidores, porque no se cultivaba nada ahí. Eran ganaderos, había
puercos, ganado, gallinas, pero no había siembras. El poco terreno
que habían abierto ese era el que cultivábamos nosotros.
Pues, como les decía, esos muchachos llevaron costales, entre
cuatro o cinco se trajeron los patos, porque tenían que atravesar
pura agua, porque el arroz no se sembraba bajo el sistema que se
usaba en la región de Apatzingán, sino que nosotros teníamos el
arroz sembrado en cajas, enlagunado todo, y para caminar un trecho de un kilómetro pues era muy pesado. Pero con todo los muchachos sacaron los patos y así toda la vecindad comió pato ese día.
Pero no sólo había patos, sino también conejos y liebres. Como
dije, Herman era muy buen tirador y cuando había luna y la noche
era fresca salíamos a darnos un paseíto por los alrededores, que por
cierto había un cerrito ahí cerca, y así íbamos caminando con los
muchachos y mi señora, en eso Herman acostumbraba preguntarle
a mi señora:
—¿Qué le gusta más, señora, la liebre o el conejo?
Y así escogía ella.
Luego, pues, andaba buscando al pobre animal y no faltaba quien
viera alguna y gritaba: «¡Aquí va una liebre!». «No, no —decía
Herman—, lo que quiere la señora es un conejo». Herman, naturalmente, tenía una linterna de tres pilas que alumbraba lejos y aluzaba
374
al animal, a veces llegaba a matar a dos o tres y así regresábamos
con alimento a la casa.
Ahora, ¿de dónde tomábamos agua? Pues del río, sí, sí; pero en
el río también había animales que se metían y pues eso era un poco
sucio. Había un ojo de agua al pie de un árbol grandote, creo que
era sáuz, al pie del sáuz había un ojo de agua en donde brotaba el
agua.
Ahí en el terreno había una carreta, pero como no teníamos
bestia para engancharla, pues pegábamos el tractor chico y ahí se
subía toda la chamacada, mis hijos y los hijos de los vecinos y, pues,
nos íbamos a acarrear el agua en tres botes de leche, esa agua era,
naturalmente, para beber. Pues íbamos distante como a dos kilómetros y ahí cargábamos los botes de agua y al regresar siempre
pasábamos por las huertas de los plátanos y cortábamos racimos;
porque este terreno era propiedad de los dueños del rancho que
rentábamos y teníamos permiso de coger fruta y toda la que quisiéramos para comer, naturalmente.
Al llegar a la casa colgábamos los racimos y a veces eran tan
grandes que llegaban a medir más de un metro los racimos, así que
los colgábamos cerca del comedor o de la cocina. Muchos de los
vecinos que pasaban (como era parte del camino) frente a la casa a
veces nos pedían que les vendiéramos plátanos. Y, pues no, siempre
les decíamos «Cojan los que quieran ustedes». Nosotros generalmente teníamos abundancia de plátanos. Y no sólo eso, también la
leña, la había por todos lados.
Recuerdo que había también una fruta que se llamaba cirules,
que es una fruta del cactus; es parecida a la pitaya, pero el cactus es
delgado en forma de guía. Mientras que la pitaya es un árbol grande
con los tallos gruesos, y como era llano había también muchos
pitayos. Cuando salíamos con la familia de paseo a lo lejos veíamos
lo rojo de los pitayos y nos acercábamos a uno, a otro y a otro a
cortar pitayas para comerlas, pero también juntábamos algunas
pitayas en una canastita que llevábamos a propósito para recogerlas
y llevarlas a la casa para seguir comiendo allá.
Esos eran nuestros paseos en los alrededores del rancho. Desde
luego que había otros paseos, por ejemplo al Capire, en donde ha375
bía una tiendita y muchas de las veces los chamacos se juntaban con
mis hijos y a veces llegaban hasta reunirse diez chiquillos y se iban a
comprar sus dulces a la tiendita. Pero no sólo iban a comprar pasteles o dulces, sino que iban a ver a la gente que transitaba por el
puente, ya sea para un lado o para otro lado.
Un día nos visitaron los tres muchachos que estaban en Jiquilpan,
porque tenían unos días de vacaciones, y Herman nos invitó a la
huerta de plátanos. Pues sí fuimos y entramos y la altura de los
vástagos ha de haber sido de unos ocho o diez metros de alto y las
hojas cubrían todo aquello sin que pudiéramos alcanzar a ver el
cielo y, ¡claro!, había muchos racimos de plátanos, por aquí, por allá.
«Que mira este racimo», «No que mejor aquél» y así estábamos, en
eso nos dijo Herman:
—Mucho cuidado, muchachos, porque aquí hay avispas, que las llaman emborrachadoras. Y al picar pierde uno los sentidos, lo emborrachan a uno completamente.
Y pues los muchachos se pusieron alerta para ver si localizaban
a alguna avispa que volara por ahí cerca. Y Herman agregó «Son
amarillas las avispas». Efectivamente, de lejos se veían esas avispas
y los muchachos se cuidaban, ¡claro!, pero en eso ¡tócale al que nos
hizo la advertencia!
«¡Ay! —gritó— me picó una avispa».
Inmediatamente, como teníamos la camioneta en la entrada, pues
lo conducimos hacia el vehículo. Y en eso que me dice: «Agarra tú
la camioneta porque yo no voy a poder manejar».
A Herman ya le habían dicho cómo se curaba el piquete de avispa. Pero quiso sentirse muy valiente (porque él decía que no le hacían los piquetes de avispa, ni de alacrán) y no quiso ir a Apatzingán
a que lo inyectara el doctor; pero me dijo que lo llevara a un arroyo
de agua corrediza y que mientras más violenta el agua corrediza,
dizque mejor; y así lo amarramos en un mecate de la raíz de un
árbol del arroyo y por donde corría el agua lo amarré de la cintura y
lo sostuve con el mecate. Y ahí se volteaba para un lado y se volteaba para otro lado. Y así resistió el dolor, las molestias del piquete de
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la avispa. Y se curó. Esa fue la única vez que sentimos ese dolor de
la avispa. ¡Pobre Herman!, cómo sufrió esa vez.
En otra ocasión, un día cualquiera de trabajo, fuimos a la toma
de agua que estaba distante a dos kilómetros de donde estaba el río
San Antonio (como ya lo he mencionado) ahí siempre clavábamos
unos troncos y poníamos allá ramas de distintos árboles: pinos,
sauces, y ahí arrimábamos tierra y de esa forma hacíamos la desviación del agua a la toma del canal. Bueno, pues llegamos a la toma y,
pues, vimos que todo estaba normal y volvimos por la orilla del
canal, en donde había una veredita por donde transitaba la gente de
los ranchos cercanos. Pues llegamos a un rancho que era ejido, en
donde estaba el encargado o comisario llamado don Pancho Gómez,
quien era un hombre de unos cuarenta y cinco años, un hombre
entendido que sabía leer y escribir, por eso era el comisariado de ese
lugar. Pero con frecuencia se emborrachaba y cada vez que se emborrachaba, a veces nos molestaba; sobre todo a Herman, porque
él tenía una camioneta en mejores condiciones y como nosotros lo
queríamos tener de buen vecino, pues siempre le hacíamos el servicio, bueno, sobre todo Herman.
Pues una de tantas veces mandó a un muchacho para que le
dijera a Herman que se fuera por él en la camioneta para llevarlo a
Apatzingán. Y como Herman ya sabía de que muchas de las veces
por borracho se lo llevaba a Apatzingán, entonces le dijo al muchacho (bromeando, desde luego): «Dile que así como se emborrachó
que se cure».
Y ese muchacho, naturalmente, le dio el recado a don Pancho, y
lo tomó él en serio y se enojó. Pues cuando pasamos por el rancho,
don Pancho, con pistola en mano y queriendo amenazar a Hermán
por ese incidente que les platico. Bueno, para esto, don Pancho a mí
sí me respetaba, porque sabía que yo había sido empleado del general Cárdenas y que él a mí me quería mucho y que por ese motivo
habíamos ido a trabajar ahí a la siembra de arroz; así de que teníamos de protector al general Cárdenas. Pero a Herman lo tomaba
como una persona ajena y quiso molestarlo y no sólo eso, sino quién
sabe hasta qué grado llegaría la cosa cuando se salió y se dirigió a
Herman, pero al mismo tiempo yo me dirigía a él…
377
—Mire, don Pancho, don Pancho mire, la razón que le dieron, yo creo
que no se la transmitieron bien. Herman no lo dijo en serio y además
nosotros no nos imaginábamos en qué condiciones estaba usted. Mire,
Herman ya se iba a venir por usted pero le sucedió un accidente y por
eso no pudo venir…
Traté de convencerlo por todos los medios y no lo lograba.
—No, ahora mato a este alemán como perro, para que no crea que
nosotros que siempre estamos borrachos, que por eso pedimos una
ayuda.
—No, no, don Pancho…
Y don Pancho por allá y don Pancho para acá. Y ya ¡por fin!, lo
cogí del brazo y lo desvié.
Véngase para acá. Déjeme aquí explicarle. Mire, vamos a su casa
y mientras platicamos nos tomamos un café —yo todo esto se lo
decía con calma— para que se le baje un poco, porque está usted
nervioso y un poco tomado. Mire no hay que hacer las cosas con
violencia. Ayúdeme, óigame y verá cómo se va a convencer lo que
pasó.
¡Ah!, para esto, no solamente íbamos Herman y yo, sino que
también nos acompañaban dos de mis hijos, que por cierto andaban asustadísimos. Entonces al ver Herman que yo lo desvié para
otro lado, aprovechó el momento se fue con mis hijos. Yo me quedé ahí platicando hasta que se convenció, se tranquilizó y ya le ordenó a su señora que hiciera café y trajera un poco de ponche que
tenían ya hecho, con el cual se había emborrachado. Y me insistió
para que yo tomara, pero como yo nunca he tomado le dije:
—Mire, don Pancho, yo estoy malo del estómago y por eso no tomo,
no porque no me guste. Me gusta mucho pero cuando tomo me pongo
muy malo y por eso no tomo. Así que permítame que yo me tome un
refresco si es que tiene o un vaso de agua simplemente.
Y así lo contenté, pero no sucedió nada. Pero pienso que si hu378
biera ido solo Herman, quién sabe en qué hubiera concluido esta
cosa.
Pues siguiendo con la plática de don Pancho, después, al siguiente
año, un día don Pancho que no aparecía, que estaba perdido, que no
lo encontraban; durante una semana buscaron a don Pancho y no
lo encontraban. Tenían entendido que se había ido a un rancho.
Pero don Pancho no había regresado. Y recados para acá y búsquedas por allá; pero no encontraban a Pancho.
Y en aquella época había muchos zopilotes, porque ahora han
disminuido considerablemente por los insecticidas. Y sobre todo
en Sinaloa han disminuido porque comen hasta ratas envenenadas
por allá en los cañaverales y así han muerto los zopilotes. Y un día
un ganadero que había perdido un vaca se puso a buscarla entre la
selva y aquel vaquero que andaba buscando el ganado vio que estaban revoloteando los zopilotes y fue hasta el punto ese y cuál sería
su sorpresa que en vez de ver un animal, una vaca, que encuentra a
un ser humano y ese ser humano era don Pancho Gómez. Y así el
pobre de don Pancho terminó con su vida, porque cuando se emborrachaba, pues, como lo hacen muchos, insultaba, agredía, amenazaba. Y probablemente tenía por ahí algún amigo al que había
molestado y así fue como perdió la vida en la selva.
Pues sí lo encontraron al pobre, porque a mí me dio lástima.
Conmigo siempre se portaba bien, porque cuando necesitaba gente
para la escarda del arroz, así se llamaba a la poda del arroz, él siempre conmigo se portaba bien; y me dio lástima que así haya terminado su vida.
Y así nos sucedían cosas en esas tierras.
Numerosas veces le había prohibido a mi hija Anna que fuera al
río Tepalcatepec, porque (como ya he dicho) había cocodrilos y se
escondían también en los matorrales y eso resultaba muy peligroso
para cualquiera. Y mi hija siempre salía acompañada de doña María,
la vecina. Pero un día que la vio mojada hasta la cintura (como
usaba pantalones por los zancudos) y traía los pantalones arremangados hasta la rodilla, me imagino que se los levantó para pasar el
río, que era peligroso tanto por las corrientes como por los animales y por la soledad en que se encontraba uno, de no poder pedir
379
auxilio. Bueno, pues al preguntarle que por qué estaba mojada, mi
señora me dijo: «Tú veras, otra vez se fue Anna a pasar el río».
Y en ese momento estaba yo sentado ahí con puros pantalones
cortos, descalzo, pero tenía cerca unos zapatos suecos, que había
hecho para no tener calor en los pies y no pisar el suelo caliente;
esos suecos los hice con una correa adelante que metía los dedos de
los pies. Y pues en ese momento felizmente estaba en esas condiciones. Y al ver yo que Anna me había desobedecido, y se había ido
al río, traté de corretearla para alcanzarla, para castigarla, para pegarle. Pero como ella era delgadita (por cierto que la llamaba “Zancuda” por delgaducha) y corría como zancuda alrededor de la casa,
la corretié, dos vueltas le dimos a la casa ¡y no la alcancé! felizmente
no la alcancé porque tropecé con los suecos y caí. Y así desistí y
pienso que si la hubiera alcanzado, posiblemente sí le hubiera pegado.
Esto se los narro porque yo nunca les he pegado a ninguna de
mis tres hijas, nunca las he tentado. Los castigos que les he aplicado
han sido diferentes, de privaciones, de otras cosas. A mis hijos sí les
he pegado, y severamente, porque han hecho cosas indebidas que
merecen el castigo como disciplina, como orden.
Ahora quiero contarles otro incidente que me sucedió en esas
latitudes.
Bueno, Los Charcos era un rancho muy conocido por todos los
vecinos de los alrededores de Apatzingán, porque estaba a las inmediaciones del paso de La Higuera, que era paso al otro lado; así
que se conocía muy bien y teníamos el arroz cerca de la casa, serían
algunos cincuenta metros, porque ahí estaba alguna ladera, que por
ahí pasaba el canal cerca. El arroz ya estaba grande y espigado.
Ahí los vecinos no hacían siembra, ni de azadón, ni de bestias, ni
bueyes, ni nada. Así que siembras no tenían. Había otro rancho
pero no sembraban, los vecinos que radicaban ahí se dedicaban a
cuidar ganado y de eso vivían. Tenían criadero de puercos grandes,
tenían puercas que daban hasta dieciocho crías y naturalmente se
alimentaban en la selva, en el monte y estaban cerca del río, en donde iban a reposar en algún charco en donde los mismos animales
sabían defenderse de los cocodrilos, de los caimanes, y naturalmen380
te que había otros charcos porque había terrenos quebrados y se
formaban charcos en distintas partes. Y naturalmente, estaba (como
digo) a cincuenta metros el arroz que sembramos y que ya estaba en
espiga. Lógicamente los puercos, pues se metían en el arroz y lógicamente (también) nos hacían muchos destrozos.
Y ya habíamos corrido la voz entre los rancheros, pues, que tuvieran cuidado durante un mes o mes y medio, mientras empezábamos nosotros la cosecha; que desviaran a sus animales por otro
lado; que los cuidaran para que no dañaran las espigas de arroz.
Pero no, no dejaban de meterse. Y así, a veces a garrotazos nosotros mismos los sacábamos y estábamos al pendiente cuidando el
arroz. Y un día me dice mi socio Herman:
—¡Hombre!, Theodoro, a ti te quiere mucho el general, por qué no vas
a decirle, a ver si le pone algún remedio a esta situación, a ver si les dice
que amarren los puercos o que los encierren o alguna cosa.
Entonces yo le expliqué a Herman cuáles eran las razones de
estos señores para tener a los animales libres:
—Mira, Herman, estos hombres son nativos de aquí y no tienen recursos. Tú mismo ves cómo viven, en qué casas viven…
Tenían casas ligeras, con techo con hojas de cactus, o sea de
maguey, o de cualquier otro zacate. Y así no tenían ni paredes, había
unos palos parados que tenían nomás como límites de la casa; adentro tenían todo colgado. La gente dormía en catres o hamacas según el tiempo, ya fuera fresco o caluroso; por ejemplo, en tiempo
de invierno la gente dormía en catres y en tiempos de calores dormía en hamacas y pues todos se defendían de los moscos con pabellones. Entonces continué diciéndole a Herman…
—… mira, cómo vamos a privarlos, ellos son nativos, aquí viven, es su
medio de vida el ganado.
—Y bueno, cómo le haremos, entonces.
—Pues, así como le estamos haciendo, por la buena, que ellos cuiden
381
sus animales. Y por otro lado también nosotros tenemos que cuidar
para que no nos hagan daño mientras levantamos la cosecha.
—¡Hombre!, pero por qué no vamos con el general a ver si la palabra
de él, pues, vale más, para que tengan más cuidado.
Y así lo hicimos. Fuimos hasta el rancho, hasta la quinta que se
llama Galeana, que por cierto no estaba muy cerca, pero que teníamos que irnos por el camino de Apatzingán, porque por ahí había
camino. Llegamos allá, felizmente lo encontramos y le dio mucho
gusto porque ya sabía en dónde estábamos, porque él ya nos había
visitado por allá, así que ya se había dado cuenta cómo trabajábamos, cómo eran nuestras cosechas, nuestro trabajo, en fin…
—A ver, a ver, ¿a que vienen?, ¿cómo han estado?, ¿cómo está la siembra…?
Como siempre él era muy amable para tratar a todo mundo, a
toda la gente, a ricos y pobres, a cada quien le daba su lugar y a cada
quien le daba la solución cuando le iban a pedir alguna ayuda.
Yo lo conocía perfectamente bien; ya había oído ciertos consejos que daba a mucha gente. Así es que yo sabía que me iba a contestar así:
—A ver, ¿qué les pasa?, por algo vienen aquí a visitarme.
—Pues sí, mi general.
Y el alemán hablaba poco español, no se le entendía. Y como yo
hablaba un poco mejor el idioma y ya sabía como dirigirme al general, pues tomé la palabra:
—Mire, mi general, vinimos aquí con usted a ver si hay algún modo de
arreglar un problema. Tenemos unos vecinos, creo que usted ya se
habrá dado cuenta, que tienen muchos puercos y tenemos la siembra
pues casi a la orilla de la ranchería y se meten los puercos ahí y, pues,
siempre nos hacen un daño considerable.
382
Y en eso me dice:
—Oye, ¿y no les han dicho a ellos algo para que cuiden sus animales?
—Sí, mi general, ya me he dirigido con ellos y les he explicado por las
buenas que mientras el arroz esté en espiga, pues que tengan cuidado
un poco de los animales, para que no nos hagan daño. Pero a veces se
escapan y en la noche que no es posible cuidarlos se meten los animales y nos hacen daño.
Entonces me contestó:
—¡Hombre!, Pappatheodorou, por qué no ponen una cerca de piedra.
Yo aquí también tenía el mismo problema con la ranchería La Colonia,
que es un ejido nuevo. Lógicamente se metían a la huerta los animales
—Él ahí tenía limones, naranjos, cocos; ¡en fin!, productos de la región.
Y continuó:
—Pues hicimos una cerca de piedra doble de unos dos metros de alto
y así se evitó el daño.
Y le contesté:
—Mi general, en primer lugar no hay piedra allá y en segundo lugar el
tiempo apremia; porque ahorita el arroz está en espiga y no sería posible hacer una cerca de piedra. Y además el terreno es ajeno y hacer una
obra de esa naturaleza, pues cuesta mucho y nosotros no estamos en
posibilidades de hacer un trabajo de esos.
Y vuelve a tomar la palabra y dice:
—¡Hombre!, hay también un alambre, una tela de alambre, que poniendo
postes se hace una cerca y se pueden evitar los problemas más rápido.
—Pues sí, mi general, es lo más factible.
383
Yo de antemano sabía la contestación que nos iba a dar mi general, pero fuimos nada más para hacerle el gusto a mi socio y que se
convenciera de los caminoS que el general creía debíamos seguir.
Porque Herman creía que por ser un gobernante él tenía derechos
de poner orden aquí y allá a su antojo sin consultar antes cómo
estaban los problemas. Pero no era así.
Como yo conocía al general, para dejarlo contento le dije:
—Pues vamos a ver cómo le hacemos y qué solución le damos a ese
problema. Mi general, yo creo que lo más indicado es tela de alambre.
Y así quedó contento él y nosotros también. Mi socio no tomó
la palabra para nada porque ya le había indicado que él me dejara
hablar, puesto que yo conocía al general y sabía cómo debía tratarlo.
Entonces, ya no se dijo más nos despedimos y regresamos al rancho.
Y así, precisamente desde ese momento ya empecé a formarme
una idea del problema, puesto que el derecho lo tenían los vecinos,
los nativos de ahí, porque era imposible (repito) imposible que nosotros dos extranjeros que íbamos a trabajar allá y a explotar la
tierra fuéramos a privar a los nativos de sus libertades. Puesto que
no tenían recursos ellos para hacerlo de otro modo.
Pero antes de retirarme recuerdo que el general nos dijo:
—Voy a mandar al coronel de la zona.
Pues era un jefe que se encargaba de los ejidatarios armados.
Entonces él lo iba a mandar para que viera el problema y se pusiera
en contacto con los vecinos allá para ver hasta donde sería posible
poner remedio para que nos molestaran lo menos posible.
Hasta eso que lo pensó muy maduramente, muy humanamente,
cómo solucionar el problema.
Al día siguiente llegó el coronel y naturalmente se dirigió a mí:
—Pappatheodorou —bueno, ya nos conocíamos, muchas de las veces
nos habíamos saludado y habíamos platicado precisamente en el ran-
384
cho de La Galeana del general—, aquí me manda mi general. Parece
que usted tiene un problema de algunos animales con los vecinos y a
ver cómo solucionamos este problema. Vamos a ver quién es el encargado del orden de la ranchería, para tener una plática con él para ver lo
menos que puedan hacerles daño a ustedes.
Se hizo una junta y los vecinos quedaron en que cuidarían sus
animales para que no hicieran daños mientras nosotros levantábamos la cosecha.
Pero esas dificultades que tuvimos con don Pancho, como la de
los puercos, pues yo las tenía muy presentes y almacenadas en mi
mente; yo las tomaba muy en serio y pensaba que estábamos en un
lugar muy difícil y que no había más solución que cambiarnos de
lugar.
En aquel entonces (como ya he mencionado) desde La Soledad
habíamos notado que las lluvias eran escasas.
Y el general Cárdenas, interesado por las siembras de Apatzingán
y de la Ciénega de Chapala, como se había bajado mucho el nivel de
la laguna de Chapala por falta de avenidas del río Lerma, pues carecían también de agua para regar la Ciénega de Chapala y de toda la
región. Entonces el general había arreglado que un avión volara
para tirar hielo seco y provocara las nubes para que lloviera.
Pero, pues, falló el asunto porque la corriente de aire, de viento,
condujeron las nubes hacia la región de Apatzingán, y eso pasó a
amolar el asunto tanto en la Ciénega, porque no llovió, como en
Apatzingán, que llovió, cuando no debería.
Desde luego que eso nosotros no lo sabíamos, porque para entonces estábamos en plena cosecha y desde luego en dificultades
por esas lluvias inesperadas.
Esa parte de siembra del arroz estaba en Jojutla, eran unas seis u
ocho hectáreas que se suponía tenía que darnos una producción de
ocho toneladas por hectárea. Este arroz lo sembramos por vía de
experimentación por ser de mejor calidad.
Nosotros habíamos pensado ahorrarnos el trabajo de hacer el
amarre de manojos y ponerlo en montones sin amarrarlo, puesto
que queríamos inmediatamente meter la máquina fija para trillarlo.
385
Pero no fue así; como ese arroz creció demasiado y su espiga llegó
a tener hasta cuarenta y cinco centímetros de longitud y por consecuencia el grano también era grande y la caña pesaba bastante, puesto
que medía aproximadamente un metro o más, entonces como esa
caña larga no se podía sostener fácilmente cuando había viento o
lluvia o aunque fuera una pequeña brisa porque se acamaba el arroz.
Y esas eran las razones fundamentales por las que tuvimos que
hacer el corte a mano y hacer los manojos amarrados, puesto que
empezó a llover y teníamos que voltear los manojos para un lado y
para otro para que se secaran, para que no se enmohecieran y se
manchara el arroz. Pero en la noche que vuelve a llover, cayó otra
vez una tormenta y así nos duraron unos quince días las lluvias. Y
en esos quince días no sólo no podíamos trillar sino que se mojó
tanto la tierra que no podíamos mover las máquinas de un lado a
otro y por tal motivo ese año no sólo no nos fue bien, sino que
perdimos por ese motivo. Ya más tarde nos dimos cuenta cuál había sido el motivo de las lluvias.
Ya dije que ese año nos fue mal. Recuerdo que un día andábamos por el canal, reparando algunos desperfectos del canal porque
íbamos a meter agua para la soca; a esto se le llama “soca” porque
sin sembrar se puede cosechar, aunque resulte inferior en producción, pero los gastos son mínimos; entonces se aprovecha siempre
bastante, es decir, que en vez de dar cinco toneladas se obtendrán
tres o tres y media toneladas y a los dos o dos y medio meses ya
tenía uno una cosecha. Así que ese día andábamos con mi socio por
todo el canal para meter ya el agua, cuando en eso que encontramos
atravesando nuestro terreno a unos diez o doce paleros que eran
aspirantes al reparto de tierra como ejidatarios. Pero para esto aún
no había orden para que les dieran posesión. En eso vimos que
eran, pues, vecinos; nos acercamos y les preguntamos:
—¿Señores a dónde van con sus palas?
Y nos contestaron:
—Pos aquí, vamos a trabajar, vamos a meter el agua aquí en el arroz
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para aprovecharnos también nosotros de la soca.
Sorprendido desde luego les dije:
—¡Pero, cómo es posible, si a eso vamos! De ahí venimos nosotros,
fuimos precisamente a echar agua para hacer el mismo trabajo, puesto
que todo esto es de nosotros, nosotros lo sembramos.
—No, pero a nosotros nos van a dar posesión ya.
—Bueno, muchachos, ya cuando les den posesión eso es otra cosa.
Pero ellos no entendían esas cosas, por su modo de pensar querían apoderarse y hacerse como que era de ellos la tierra para aprovechar la cosecha.
Viendo este problema, pues tuvimos a fuerza que buscar alguna
solución y tuvimos que acudir otra vez al general Cárdenas. Y así lo
hicimos. Nos fuimos al rancho La Galeana a entrevistarnos con él y
mandó otra vez al coronel para que les diera una explicación. Entonces el coronel fue, los reunió y les dijo:
Miren, muchachos, ustedes sí hicieron la solicitud de tierras, pero
todavía no les han dado la orden de posesión. El general Cárdenas
les manda decir que esperen, que así no deben de hacerse las cosas
por la fuerza, porque estos señores ya han hecho gastos allá, y por
el otro lado el gobierno todavía no les ha dado posesión. Ya cuando
les dé posesión, entonces tienen derecho a tomar posesión de las
tierras.
Y así se solucionó el problema y volvimos a meter agua para ver
qué aprovechábamos de esa soca.
Después que terminamos con muchas dificultades allá, me trasladé a otros lados con las máquinas a trillar a particulares y a
ejidatarios. En uno de esos traslados tuve algunos problemas, como
llevaba la máquina Oliver, que era muy pesada y que era de más
longitud el corte de la cuchilla, tuve que irme trasladando a un lugar
de un arroyo a otro arroyo o más bien de un río; y pasamos por un
lugar muy inclinado y a medio trecho había un canalito que pasaba
agua a una huerta. Pues sin tomar en cuenta yo que la máquina era
más pesada que el tractor entonces les dije a los muchachos:
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—Miren, muchachos, pongan ustedes troncos delante de las ruedas
para que vayamos poco a poco bajando aquí.
Desde luego que yo iba manejando el tractor y pues los muchachos no tenían experiencia en estas cosas. Y así lo hicimos, pero
muchas de las veces fallan las teorías y en la práctica sucede otra
cosa.
Pues mientras ponían un tronco para un lado en una rueda, fallaba del otro lado, hasta que llegó un momento en que la trilladora
empujó el tractor y ya no hallaba qué hacer; frené todo lo que pude,
pero el tractor empezó a resbalarse empujando la trilladora hasta
que llegó felizmente a donde estaba el canalito y ahí se atoró el
tractor. Pero ya del canalito para abajo hacia el piso del arroyo resultaba corto el tramo; entonces continuamos con ese sistema para
llegar al terreno de la trilla. Pasé minutos angustiosos con el riesgo
de que me aplastara la trilladora sobre el tractor. En ese incidente
pude haber perdido la vida, quizá por eso lo conservo en mi memoria y lo narro.
Pues sí trillamos con mis máquinas, porque eran mías y no de mi
socio, porque la sociedad la tenía nada más en las siembras. Y entonces como yo tenía las dos trilladoras me dediqué a trabajar con
ellas para obtener un poco más de dinero, por lo que mandé una
máquina a un lado y la otra máquina a otro lado y así trillamos y me
hice de algunos centavos. Como mi socio era soltero y no tenía
familia, pues se atenía en el arroz que habíamos sembrado; mientras que yo tenía más gastos más pesados porque tenía a mi familia
dividida en tres lugares y por lo que yo siempre trataba de sacar el
mayor provecho de mis máquinas.
Y me decidí por trabajar en Sinaloa
Siempre los campesinos, lógicamente, están con recursos muy reducidos y llegan a la conclusión de que alguien los tiene que
refaccionar. Entonces en Apatzingán me encontré a un amigo que
lo conocía desde chamaco; él pertenecía a la familia de los Guízar,
388
que fundamentalmente se encontraban en Cotija, Michoacán, pero
también había una rama que vivía en Los Reyes, que es una zona
semicalurosa y templada, ahí había un ingenio, que era Santa Bárbara, y había otro ingenio que se llamaba San Sebastián, y aparte de
esto la gente también sembraba arroz. Pues esas gentes se fueron a
Apatzingán para aprovechar el agua y el calor para producir arroz.
Entonces (como les decía) Pancho Guízar se fue a radicar a
Apatzingán y ahí tenía en sociedad con un español instalado un
molino de arroz; así que compraban arroz a los pequeños agricultores y a todo el que les vendía, blanqueaban el arroz y lo mandaban
afuera. Como era mi amigo desde Jiquilpan, que por cierto con él
intentamos poner cría de gusanos de seda en Los Reyes, él nos
refaccionaba y se portó muy bien con nosotros, porque no teníamos que hipotecar más que las máquinas. Pero él, desde luego, se
daba cuenta que por poca que fuera la producción se sacarían los
gastos para pagar la refacción.
Y así seguimos con él refaccionándonos, nosotros nos portamos muy bien el primer año, y el segundo año ya fue otra cosa pues
al ver yo tanta dificultades entonces pensé (como ya he dicho) en
dejar la región por todo eso que nos pasaba.
Pero coincidió la cosa en el restorán de Apatzingán, donde siempre comíamos, que era de don Baltazar Arroyo, un hombre de unos
sesenta o sesenta y cinco años que tenía una esposa muy buena,
muy cariñosa y quien con mi esposa había hecho una buena amistad, puesto que hacía tiempo que nos conocíamos; por cierto que el
tío de ellos, don Jesús Arroyo, fue el cura de Jiquilpan que nos casó
y ahí fue donde nos conocimos. Entonces cada vez que íbamos a
Apatzingán íbamos a comer a ese restorán, que estaba en una casona grande con sus corredores alrededor, y ese restorán era casero;
todo eso lo dirigía su señora. Y cuando llegamos, ahí pasamos la
noche; ya al medio día comimos. Había un buen servicio y se venían
vecinos de Uruapan, lo mismo allá había mucha gente de Uruapan,
y así al comer se reunía como una familia, como si fuera una casa.
Entre amigos charlábamos distintas cosas. Y esa vez que les pregunto por don Baltazar, porque no estaba, y me dijeron:
389
—Ya se fueron a pasear por el norte, por Mazatlán, por Culiacán, pues
parece ser que van a llegar hasta Hermosillo, Sonora.
Bueno, pues al regresar de su viaje, don Baltazar empezó a platicar lo que había visto por allá, los terrenos, los cultivos de arroz, los
cañaverales, los tomates. Bueno, pero para entonces la cuestión del
tomate estaba en muy pequeña escala, son los griegos quienes desarrollan ese cultivo. Pues al regresar con mucho entusiasmo don
Baltasar platicaba estas cuestiones y con mucho interés para mí me
dijo:
—¡Ay, Theodoro!, pero pos que estás haciendo tú aquí, ¡hombre!; mira,
vete a Sinaloa para que veas ahí campos, arrozales; para que observes
todo el desarrollo agrícola, ahora tienen la presa nueva de Sanalona.
Yo me di cuenta, hasta me fui en algunos empaques de tomates y vi ahí
cómo estaban empacándolo.
Pues yo me entusiasmé con todo lo que me dijo don Baltasar.
Entonces recordé a mis paisanos que estaban en Guadalajara, como
el señor Aristeo Canelos, que ya no existe, con el cual fuimos muy
buenos amigos; el señor Constantino Petrulias, que ahí también
estaba convalenciendo en el hotel Fénix y que, por cierto, siempre
nos reuníamos en la nevería Acrópolis, que era de Constantino
Pappas, que nada más tenía a su señora.
Pues sí, siempre nos juntábamos y ahí platicábamos y ellos muchas veces me invitaron para que fuera a Culiacán a trabajar allá con
ellos al tomate. Y esas pláticas las tuve cuando yo estuve en La
Soledad. Así que cuando don Baltazar me dijo esto, pues me entusiasmó y recordé que allá en Sinaloa ya tenía gente conocida. Entonces le dije a don Baltazar:
—¡Hombre!, sí me gusta tu idea y antes de que empecemos aquí. Tu ya
te has dado cuenta de las dificultades que hemos tenido ahí en Los
Charcos, con los vecinos y con tantas cosas que te he platicado.
Siempre que teníamos algún problema acudíamos a los amigos a
390
contarles lo que nos pasaba, por eso Baltasar estaba enterado de las
dificultades.
Así tomé la iniciativa y empecé a prepararme para irme a Culiacán.
Para esto, como habíamos hecho trato con Pancho Guízar, como
nos teníamos confianza, se hizo la liquidación con ellos; por cierto,
que generalmente cuando hacíamos la liquidación y que nos sobraba dinero a él se lo dábamos a guardar en vez de tenerlo en un
banco; así, cuando lo necesitábamos, pues íbamos a retirar dinero,
porque él tenía un contador que llevaba la cuenta.
Para ir a Culiacán tuve que llevarme a la familia a Jiquilpan, una
vez que estuve seguro de irme. Esto sucedió en un primero de agosto,
cuando dejé a mi familia en Jiquilpan y me fui a Culiacán.
En Culiacán llegué al hotel Los Rosales; ya sabía que todos los
griegos se juntaban ahí porque en ese hotel era el centro de operaciones tanto como de casados como de solteros; todos acudían ahí.
Entonces no eran un grupo muy numeroso de griegos, pero sí había bastantes y el que manejaba el hotel Rosales era también un
griego que se llamaba Juan Crisanthes, que por cierto aún vive el
hombre y tiene una edad de ochenta y seis años; también tiene un
hermano que se llama Miguel, que es menor que yo.
Bueno, pues al sentarme en la sala de espera del hotel, estaba
platicando con un paisano cuando en eso que llega un hombre medio
chaparrón y medio moreno, así como somos nosotros los griegos y
con un pistolón ¿verdad? colgado del cinto. Y entonces bajé la voz
al verlo y le pregunté a mi paisano:
—Oyes, ¿quién es ese? ¿Qué será el comandante de policía de aquí?
—¡No, hombre! Es Caramanos, Jorge Caramanos, es paisano nuestro.
Y estaba con su cigarro colgado, porque él fumaba hasta cuatro
cajetillas diarias de cigarro; por cierto que un día (ya después de
algún tiempo ya que nos conocíamos) como tenía los dedos amarillentos por la nicotina y los dientes también los tenía amarillentos,
le dije:
391
—Oyes, Jorge, mira si mandas tú a que te hagan un cigarro a una
compañía, hasta va a ser una gran propaganda para ellos, al hacerte un
cigarrillo de unos dos metros de largo, y te lo envuelves en el pescuezo
y verás que una vez que lo enciendas te pones a chuparlo todo el día,
sin molestarte en prender tantos pedacitos.
Porque este hombre después de que llegaba a la colilla del cigarro con ésta prendía el nuevo cigarro pero antes de tirarla le daba
otro chuponcito, así que le sacaba todo el jugo del cigarro.
Y así que por allá me encontré varios paisanos, entre éstos a
unos que conocí en Guadalajara, otro de Fresnillo. De Guadalajara
era Constantino Pappas, cuñado de Jrístos Zulas. También estaba
Juan Gatzionis y Alejandro Zafiros; eran los cuatro que habían formado una sociedad y habían rentado cien hectáreas. Pero ninguno
de ellos sabía del cultivo del tomate; sólo sabían que se comía y así
sabían distinguir si era un tomate o era otra cosa; ignoraban por
completo la cuestión del tomate. Y me vieron a mí, ellos tenían
antecedentes de que yo me dedicaba a trabajar el campo y que había
sembrado arroz y que me había dedicado en la Ciénega de Chapala
a sembrar trigo y maíz y garbanzo, y pues me propusieron:
—Oyes, Theodoro, ¿no quieres trabajar con nosotros?
Yo entusiasmado les dije:
—¡Hombre, sí! Yo creo que sí puedo. ¿Cuánto me pueden pagar?
—Pues te podemos dar veinte pesos diarios y te vamos a dar el cinco
por ciento de las ganancias.
Yo lo pensé, puesto que iba a traer maquinaria, con la cual tenía
que trabajar. Y también pensé que si había mucho arroz cuánto
pagarían por trillar una hectárea. Y pues me dijeron que pagaban
doscientos pesos por hectárea. Y pensé que podría trillar cuatro
hectáreas y así mínimamente me ganaría ochocientos pesos y suponiendo que me gastara doscientos pesos en mantenimiento y otras
cosas en las máquinas, pues me quedarían seiscientos pesos, que
392
significaban una entrada muy grande y pues pensé que mientras me
contactaba con otras gentes me convenía hacerlo. Y así preparé el
camino.
¡Ah!, pero no sólo fue eso, sino que al entrevistarme con esas
cuatro personas que menciono, ellos tenían madera del monte,
horcones y fajillas para hacer unas casitas de lámina de cartón, que
así se acostumbraba en aquél entonces (y ahora también) y como
no ignoraba de esas cosas la tuve que hacer de carpintero algunos
días para dirigir la construcción de las casas. Pero después de unos
diez o quince días ya me decidí y les dije que sí me quedaría a trabajar. Entonces me regresé a Apatzingán para despachar las máquinas
y otras cosas que creía conveniente enviar a Culiacán.
Así me regresé a Jiquilpan con mi familia. Ya le conté a mi señora y le dije que sí nos íbamos a Culiacán. Porque ella también conocía ya a Aristeos, a Canelos, a Constantino Pappas, ¡en fin!, a varios;
así que estábamos prácticamente entre gente conocida e íbamos a ir
a un lugar que no era del todo desconocido porque ya teníamos
contactos.
Ya de Jiquilpan me trasladé a Apatzingán y me llevé un joven
que se llamaba José Mejía, él era arriero y había trabajado conmigo
como mulero en los barbechos con los tiros de mulas y, pues, al
contratarlo pensé que él ya conocía algo de mundo como arriero,
puesto que iba a Colima y a distintas partes para acá y para allá.
Así que nos fuimos hasta Apatzingán juntos. Yo le expliqué que
tenía que mandar una plataforma con máquinas de Apatzingán a
Culiacán y que yo quería que él se fuera en la plataforma para que
estuviera al pendiente de las máquinas; porque así lo exigían también
los ferrocarriles, que debía una persona acompañar las máquinas.
Pues llegamos a Apatzingán y conseguí la plataforma; montamos dos tractores, el Oliver y el International, porque el tractor W6 lo vendí en Apatzingán, también envié la trilladora; amarramos
toda la maquinaria. Y, pues, estaban tan escasos los centavos que le
di cincuenta pesos. Porque el sueldo de entonces en el campo era de
tres pesos; pagábamos cuatro pesos cuando se trataba de tareas que
eran reglamentarias. Calculé yo que duraría unos diez días en el viaje
y que, por ejemplo, gastaría unos tres pesos, pero que eso en aquél
393
tiempo era mucho porque tan solo ganaba tres pesos un trabajador
y mantenía toda una familia y para un soltero como él, pues, estaba
bien y le sobraba, pero le di cincuenta pesos. Y le dije:
—Yo creo que cincuenta pesos están bien. Te alcanzan estos, ¿verdad?
Me contestó:
—¡Sí, hombre!, pos cuánto gastaré diario, no creo que gaste más de un
peso. Pero más vale que tenga dinero no vaya a ser que haya necesidad
de comprar algún pedazo de alambrón o alguna cosa que se necesite
para asegurar las máquinas.
Y así quedó contento y se fue a la plataforma con José Mejía.
Yo tenía un Foringo que me servía para trasladar semilla, en fin,
para muchas cosas; era un carrito, pues, barato pero me servía, así
que me quedé algunos días en Los Charcos y en ese Foringo acomodé algunas cosas. Vendí la trilladora Oliver, para hacerme de algunos centavos y para pagar algunas deudas que tenía en Apatzingán.
Así que ese carrito tenía una plataformita atrás y ahí formé todos los enseres que teníamos, nos llevamos también algunas gallinas. Resultaba un peso poco excesivo y así fue que llegamos a
Apatzingán a un hotel. Por cierto que por el calor algunas gallinas
se murieron y el resto, al llegar a Apatzingán, las vendimos. Esto fue
cuando trasladé a mi familia a Jiquilpan.
Tenía una pistolita que la ofrecí después a un amigo:
—¡Hombre!, tengo una pistolita, ¿no me la compras?
—Sí, ¡hombre!
Pues me compraron también la pistola y el carrito que tenía también lo acomodé ahí, lo vendí y me hice de algunos centavos para
mi regreso por ferrocarril hasta Uruapan y de ahí a Jiquilpan en
camión.
Toda mi familia ya la tenía en Jiquilpan y a la niña también la
trajimos de Uruapan.
394
Antes de irme a Culiacán me estuve unos días en Jiquilpan. Una
mañana salí de Jiquilpan temprano y se me descompuso por allá en
el campo el tractor, entonces me regresé por un mecánico que se
llamaba Jesús Murgo, que era el hermano menor de Juan Murgo,
quien tenía un taller en aquellos tiempos en frente de donde se
encuentra hoy el monumento de don Lázaro Cárdenas, en Jiquilpan.
En ese punto, entonces, había una gasolinera y enfrente tenía el
taller Juan Murgo y trabajaba también Jesús, pero como Juan no
pudo ir al campo a ver mi tractor cómo estaba para repararlo, pues
mandó a su hermano. Salimos un poco tarde porque teníamos que
preparar algunos empaques y cosas que necesitábamos para reparar
el tractor.
Pues llegamos al campo en donde estaba el tractor y ahí empezamos a desarmarlo y pusimos un retén y otro retén y varios de
estos; calamos y volvimos a echar a andar y el tractor no se reparaba, seguía tirando aceite. En eso tomé una decisión:
—Mira, Jesús, toma el carrito y vete a Sahuayo, que está cerca, y búscate el corcho más grueso que haya, a ver si le ponemos una hoja o dos,
a ver si así evitamos que tire el aceite.
Tomó el carrito y al llegar, en el crucero del cerrito de Los Puercos que un camino va a La Palma y el otro a San Pedro o Venustiano
Carranza, rumbo a la Ciénega de Chapala. Pues en ese punto encontró a don Dámaso, acompañado de varios carros con gente, con
familias, con gendarmes, ¡en fin!, era una cola larga. Entonces al ver
a Jesús don Dámaso lo reconoció y le preguntó:
—¿Oyes no has visto a Pappatheodorou?
—Sí señor.
—¿Dónde está?
—Pos lo dejé ahorita donde estamos reparando su tractor.
—¿Y qué está haciendo ahí?
—Pos ahí se quedó y me mandó a Sahuayo para que lleve ahí unos
empaques que me encargó.
—¿Y está vivo?
395
—Sí señor, sí señor.
—Pero él está…
—Sí señor…
Se puso a temblar él mismo y pensó en voz alta: «Dios mío no
vaya a ser que al decir que estaba vivo Theodoro, no vaya a ser que
al momento que yo venía algo le haya pasado y no me doy cuenta…»
Entonces dice don Dámaso:
—Vete a traerlo.
—Pero señor me mandó urgentemente por un…
Y lo interrumpió.
—Tú vete a traer a Pappatheodorou aquí.
Y entonces más nervioso se puso y tuvo que regresar. Y desde el
bordo de un desagüe de Guaracha me gritó:
—¡Has vuelto a vivir!, ¡has vuelto a vivir!
Y le contesté:
—¡Déjate de tonterías! ¿Qué, trajiste los empaques?
—¡Ya te dije que volviste a vivir!
—A ver, pues, arrímate y platícame qué pasa.
Ya llegó hasta mí y entonces me platicó lo que pasaba en el crucero del Cerrito de Los Puercos y continuó diciéndome:
—Me encargó don Dámaso llevarte allá.
—¡Pero, hombre!, ¿tan seria está la cosa?
—Pos yo no sé, ahí hay mucha gente, familias y varios carros, soldados
y gendarmes, el presidente municipal y mucha gente que es del pueblo.
396
Pues yo empecé a sentir una cosa rara y me dije «¿Qué pasará?”
Al llegar al crucero saludé a don Dámaso, a Salvador Lozoya, que
era el presidente municipal, al comandante, ¡en fin!, a todas las personas que ahí se encontraban; también estaba mi cuñado Amadeo
Betancourt, su esposa, mi señora. Traían sábanas. Y yo me preguntaba «¿Para qué traerán sábanas?» Después me dijeron que se rumoró
que me habían matado. Unos decían que a cuchilladas otros a pedradas. ¡En fin! Una alarma muy grande de todo el pueblo.
Don Dámaso me preguntó que qué pasaba, qué dificultades había
encontrado.
—Pues, señor, pacíficamente venimos aquí con Jesús a reparar el tractor, porque desde ayer no lo podemos reparar y tira aceite; por lo que
mandé a Jesús para que fuera a traer unos empaques a Sahuayo. Y pues
regresó gritándome que yo volvía a vivir.
—Pues sí, es cierto. Todo el pueblo está inquieto, hubo una gran alarma porque según te habían matado que a cuchilladas, que a pedradas y
quien sabe cuántas cosas…
—Pues aquí me tiene, señor, aquí estoy bueno. Yo les agradezco mucho todo esto porque veo que se preocupan por mí. Y, pues, yo estoy
muy preocupado por mi tractor. Y, pues… Señor, voy a regresar con
mi trabajo.
—No, no te vas a regresar. Tenemos que ir al pueblo porque todo el
pueblo está alarmado. Quieren saber cómo estás, cómo te mataron. Se
imaginan que estás muerto, así que nos tienes que acompañar al pueblo. Y una vez que se tranquilice el pueblo entonces vuelves a regresar
a tu trabajo.
Y así me monté en el carrito, se subió mi señora a mi lado y
Jesús Murgo se fue atrás. Y ahí venimos con toda la cola. Adelante
don Dámaso con el carro, yo atrás. Y desde que entramos a la altura
del molino de trigo para llegar al centro del pueblo todas las banquetas estaban llenas de gente que se imaginaba que yo iba tendido
ya o algo parecido, ¿verdad?, pero no, yo iba sentado manejando el
carrito, mi señora a un lado sonriéndome y saludando a todos. Pues,
la gente abría muy grande los ojos porque se habían imaginado una
397
tragedia muy grande.
Así fue ese incidente, que agradezco a todo el pueblo y que sigo
agradeciendo después de cincuenta y cinco años que he vivido en
este pueblo.
Pero eso sucedió porque un mecánico que se apellidaba Bayola
venía del mercado y al pasar por el portal, según después se investigó, preguntando aquí y allá por la tienda de Rodolfo Padilla, ahí
soltó el borrego y le dijo a otro:
—¡Hombre!, ¿no supiste que a Pappatheodorou lo mataron?
—No, ¿cómo lo mataron?
—Pues a cuchilladas, allá muy temprano, ahora en la mañana.
Y como era la hora en que toda la gente, sobre todo las amas de
casa, iban al mercado a comprar su mandado pues al regresar oyeron esa plática y la difundieron como una llamarada por todo el
pueblo. Y llegó a oídos de mi familia. Al saberlo Amadeo cerró la
tienda e inmediatamente fue a avisarle a don Dámaso y así fue que
me buscaron en la Ciénega. Esto sucedió en 1937.
398
CAPÍTULO QUINTO
SINALOA
Los griegos y el paraíso del tomate
A
ntes de narrarles sobre los trabajos que realicé en el campo
agrícola en Sinaloa, quiero hablarles un poco más de mis
paisanos.Pues bien, entre los paisanos que recuerdo están
Demetrio Demus, que tenía la empresa llamada Demus y Compañía, y quien tenía como socio al señor Norris; este señor tenía unos
hijos (que todavía viven) que se llamaban Nicolás y Alejandro, ellos
tenían un motel que se llamaba California a dos cuadras aproximadamente antes de llegar a la fuente de Minerva, o Atenea en griego.
Y luego sigue Pedro Angelópolus, quien era una buena persona,
muy simpático. Él tenía un negocio de boliches frente a Catedral,
en el edificio del Cine Lux, que era un edificio muy bonito de mármol o forrado de mármol; pues ahí frecuentemente nos reuníamos
a platicar entre los paisanos. Otro era Luis Limberópolus o como lo
conocían Luis Limber (ya murió el hombre). Limberópolus era el
que tenía La Copa de Leche, que comenzó en un pasillo en el portal
de la calle Juárez. Ahí comenzó a vender dumeraki, por primera vez
que aquí se preparaba el dumeraki y que consistía en asar la carne
ensartada en una varilla vertical y se ponía en la lumbre y se le daba
vuelta, ¿verdad?, y así se iba asando la carne y al mismo tiempo se
iba cortando con un cuchillo en trocitos muy menudos, que se podían servir en platos, en tacos o en tortas. Así permaneció algunos
años y fue muy famoso ese negocio de La Copa de Leche, que
triunfó desde entonces y todavía existe en la avenida Juárez al pasar
la calle Colón, a mano derecha. Todo mundo en Guadalajara sabe
399
dónde está La Copa de Leche. Posteriormente pusieron una sucursal en Mazatlán, que aún funciona. Otro de los paisanos que fue
muy popular era Constantino Pappas, quien tenía una nevería ubicada un poco antes de la esquina Juárez y Colón. Su nevería se
llamaba Acrópolis, que estuvo funcionando desde 1929 ó 1930 hasta 1981, que murieron los dueños; ellos no tuvieron hijos porque la
señora se casó ya grande; ella se llamaba Theodora o Dora y dos
herederos de ellos fueron los hijos de Jrístos Zulas, hermano de
doña Dora, que yo poco los conozco. Otro era Luis Ralis, quien se
cambió varias veces de lugar en Guadalajara; él tenía un café al que
acudían muchachos y muchachas con la finalidad de que les leyera
la suerte. Una vez que se tomaban el café, que era abundante, espeso de café, entonces lo embrocaban en el plato y según las líneas
que escurrían en la taza, esas eran las líneas que indicaban la suerte
de aquella persona; y eso lo descifraba Luis Ralis o sea Landres
Ralis. Pues en ese café Landros tuvo algunos incidentes. Supe que
una vez fue una señora de un general a que le leyeran el café y pues
él tuvo que decir la verdad o la mentira, pero el asunto fue que llegó
a oídos del general y un día fue y lo regañó severamente y le dijo que
no hiciera esas cosas porque descomponía los matrimonios. Recuerdo también a Pedro Jachos; era una persona muy fina, muy
recta, estuvo soltero muchos años; él tenía dos refresquerías o como
les llamaron después, fuentes de sodas; fue muy popular también.
Prosperó, hizo centavos y no sólo eso, sino que ayudó a varias personas, a varios griegos; por cierto que entre esas personas se encontraba Constantino Pappas, quien decidió instalar unos aparatos
de aguas en los portales, porque él había recibido una dote de su
señora de unos cuatro mil pesos y en aquel entonces con ese dinero
quiso establecerse e instalar una nevería en Guadalajara, porque la
señora, junto con su hermana, tenían una nevería en Fresnillo, Zacatecas, en un lugar donde entonces florecía la minería. Y ahí estaban
ellos. Por cierto que también estuvo allá Jorge Psijas, que ya lo he
mencionado. Luego, al instalar los aparatos pidió la ayuda de Pedro
Jachos, quien con mucho gusto fue a ayudarlo. Y una vez que instalaron todos los aparatos les faltaron algunos centavos y le dice
Constantino a Pedro:
400
—¡Hombre!, si tienes a alguien que me ayude para que de una vez
terminemos la instalación de esto y echemos a inaugurar la nevería.
Pedro le contestó:
—Cómo no, en todo lo que pueda te voy a ayudar.
Así, hasta económicamente le ayudó a Constantino Pappas, hasta que
ya inauguraron la nevería.
Esto lo narro porque muchos de nosotros cometemos faltas
después de recibir alguna ayuda de alguna persona. Transcurre el
tiempo y regresamos y mejoramos económicamente y no nos acordamos de aquella persona que nos ayudó; por eso narro esto, y
fíjense muy bien.
Pues llegó el tiempo de la guerra y Constantino Pappas tenía sus
primos hermanos en México, que eran Nicolás y Jorge Pappas; ellos
tenían dos comercios también de nevería y dulcería y además se
dedicaban en ese tiempo a la compra-venta de carros usados. Y
ellos, sus primos, le enviaban a Constantino, periódicamente algunos carros a Guadalajara y los vendía ahí. Porque entonces había
escasez de carros y había también escasez de llantas. Pues un día
llegó a la nevería Pedro Jachos y vio un carrito Roster, un Foringo
muy bonito y le dijo a Pappas:
—Oyes, Consta, hombre, ¿ese carro lo tienes en venta?
—Sí, Pedro.
—¡Hombre!, qué bonito está, quisiera que me lo vendieras a mí.
—Pues ándale, te lo vendo.
—Pero, oyes, pues hazme una consideración y quiero saber primero
cuánto vale.
—Pues vale tres mil pesos.
—Bueno. Oyes, te parece que te dé los mil pesos ahorita, porque no
tengo los tres mil pesos, los tengo invertidos en otras cosas y te voy a
dar quinientos pesos mensuales. ¿Qué te parece?
—Es tuyo el carro.
401
Pero a los pocos días llegó un joven rico, que había visto el carrito y que le había gustado. Y entonces que le dice a Constantino:
—Oyes, Constantino, ¿qué hiciste con el Foringo que tenías aquí?
—Ya lo vendí.
—¿En cuánto lo diste?
—Lo di en tres mil pesos.
—¡Ah!, ¡qué bárbaro! Mira, yo te voy a dar cuatro mil pesos. Y a ver
cómo le haces para que te devuelvan el carro.
Pues Constantino, por la ambición de los mil pesos, que en aquél
entonces mil pesos eran una fortuna, fue un día con Pedro Jachos y
le dice:
—Oyes, Pedro, ¿no quieres devolverme el carro? Te voy a traer otro.
—Hombre, no. Yo te dije desde el primer momento que me enamoré
del carrito y además como yo soy soltero, pues, ya con el carrito, después de que cierro mi comercio, en la tarde me doy una vueltecita por
allá, y en estos días así lo he hecho. Salgo a las afueras, ¿verdad?, y
respiro un poco de aire.
Pues, Constantino se convenció y lo dejó así. Pero al volver a los
tres días el joven insistió y le ofreció quinientos pesos más.
Bueno, otra vez fue a molestar Constantino a Pedro. Qué no sé
qué, que más allá, que a ver si le devolvía el carro, que pronto le iba
a traer otro. Y Pedro otra vez suplicándole y diciéndole que él lo
necesitaba.
Pues se regresó Constantino otra vez. Y el muchacho insistiendo y le dice:
—Mira, Consta, te voy a dar los mil pesos que te dieron de adelanto
por el carro para que se lo devuelvas y así te regresen el carrito.
Y por tercera vez vuelve Constantino con Pedro para insistir
sobre el mismo asunto. Entonces que se indigna Pedro y que le
dice:
402
—Mira, Consta, mira. Tú eres un desgraciado. ¿No te acuerdas cuando yo te ayudé a instalar todos los aparatos para poner a funcionar tu
nevería? Y además te presté dinero sin intereses y nunca te molesté y
me pagaste cuando tú quisiste. Mira Constantino, el dinero es lo que
descompone a la gente, cuando no tenías eras buena gente; pero ahora
que tienes estás moliendo a la gente. ¡Mira nomás lo que me estás
haciendo!
Bueno, pues, seguiré mencionando a otros paisanos como los
hermanos Ifantópulos, que eran Demetrio, el mayor, y Constantino,
que también le ayudaba a su hermano en el restorán que tenían y
que se llamaba Apolo. Este restorán estaba ubicado en la Avenida
Juárez, a dos cuadras de Colón, rumbo a los arcos, antes de llegar al
Cine Variedades. Pues ahí duraron muchos años ellos; yo los llegué
a conocer muy bien, por cierto que un 16 de septiembre tenían en
una pared del restorán, enfrente de la entrada, una bandera mexicana, porque eran fiestas nacionales, fiestas de la Independencia de
México. Entonces me dijo Demetrio, el mayor:
—Oyes Theodoro, ¿de casualidad no tienes tú la bandera griega?
—¡Hombre, sí!, sí la tengo. La tengo porque significa el amor a nuestro
pueblo, a nuestra patria y la tengo en la casa. Pero, ¿por qué me preguntas?
Y me dijo:
—¡Hombre!, porque aquí tenemos la bandera mexicana, pero quisiéramos también al otro lado colocar la bandera griega, ¿no me la prestas?
—¡Sí, como no, para eso es, para lucirla!
Entonces fui a la casa y les llevé la bandera y la pusieron en la
pared y se veía bonito. Y así toda la gente hasta preguntaba: «¡Ah!,
¿es la bandera de ustedes?» Y contestábamos: «Sí, esta es nuestra
bandera». Y así estuvo a gusto Demetrio; bueno, hasta yo por hacer
ese favor y esa presentación de las banderas el día de la Indepen403
dencia Mexicana.
Posteriormente esos hermanos se fueron a Culiacán y ahí pusieron un restorán que se llamaba Sonia. El porqué del nombre no lo
sé.
Pero todos los griegos que he mencionado tenían por centro de
reunión el Hotel Rosales, pero que fue decayendo poco a poco ese
restorán. Y resultó más adelante que el centro de todos los griegos
lo hicieron, en Culiacán; en donde se reunían tanto griegos como
mexicanos agricultores a platicar y a hacer consultas sobre el cultivo del tomate.
Bueno, volviendo a mi narración de mi traslado a Culiacán (como
ya les había mencionado) me preparé para adelantarme y llegar a
Culiacán. La familia la había dejado provisionalmente en Jiquilpan
mientras preparaba yo el lugar a donde la iba a instalar, que la escuela de los muchachos, ¡en fin!, tantas cosas. Y me fui a Culiacán. Al
llegar a Culiacán me enteré que aún no había llegado la plataforma
que había mandado con José Mejía, cargada de los dos tractores y
de la trilladora y con algunos implementos, como arados y cosas
por el estilo. Y eso lo envié pensando en que posiblemente me decidiera a rentar algún terreno para trabajar independientemente.
A propósito de esto, recuerdo (como ya les dije) que yo estaba
muy amolado al salirme de Apatzingán, a tal grado que debía como
treinta mil pesos que les debía a varias personas. Entonces, al llegar
a Culiacán y al saber que las plataformas con mis máquinas ya habían llegado, pensé que si no encontraba algún paisano me dedicaría a la trilla de arroz. Pero al llegar al Hotel Rosales encontré a
Constantino Petrulias, que era conocido mío porque estuvo alguna
temporada en Guadalajara convaleciente de una herida que le habían provocado; entonces, como ya nos conocíamos, él posiblemente no se daba cuenta que yo estaba quebrado, que no tenía centavos. Él me había conocido allá, próspero, que tenía máquinas, que
sembraba y que cultivaba ¡en fin! Entonces, en seco, le dije:
—Oyes, Consta, necesito mil quinientos pesos.
Y me contestó rápidamente:
404
—¡Hombre!, en efectivo no los tengo, te doy un cheque.
—Bueno, pues, dame un cheque.
Yo creo que él pensó que yo tenía dinero y que no lo podía sacar
o no sé qué se imaginó. Pero inmediatamente me extendió el cheque y me dijo:
—Mira, yo creo que no tienes ni donde llevar las máquinas. Por ahí
tenemos nosotros el campo de San Juan; que está de la estación a seis
kilómetros. Les puedes llevar toda tu maquinaria, allá estará muy segura porque ahí tenemos velador continuamente y además yo ahí vivo,
puesto que tenemos una casa.
En esa casa también vivía Basilio, su socio, cuando llegaba de
Nogales; como los dos eran Solteros, pues ahí vivían.
Y fui y cambié el cheque. Inmediatamente me dirigí a la estación
a pagar para desembarcar mi maquinaria.
Y así bajé mis máquinas y fui y las llevé al campo de San Juan y
asimismo descansé, puesto que ya no me sentía con problemas.
Después me encontré con el tercer socio, Aristeo Canelos o
Canelópolus (que ya lo conocía desde Guadalajara) en Culiacán y
me dijo:
—¿Qué has pensado hacer? Ya sabemos que has llegado aquí y me
dice Petrulias que ya has traído hasta máquinas de allá, tractores y
trilladoras e implementos. Mira, he sabido también que ya has hecho
trato con unos paisanos que también están recién llegados, que quieren dedicarse a las legumbres, al cultivo del tomate. Pero mira,
Theodoro, ya nos conocimos en otras ocasiones y yo he simpatizado
contigo. Y además tú ya conoces lo que es el campo, porque ya nos
hemos enterado en qué te has ocupado allá en Michoacán y en Jalisco,
¿por qué no te vienes con nosotros?
46
Aquí me parece importante ampliarle el panorama al lector. Hacia 1972, el señor
Aristeo Canelos poseía una extensión de tierra de 865 hectáreas. Ceceña Cervantes,
405
Ellos, entre los cuatro, van a cultivar cien hectáreas de terreno
de tomate. Y nosotros tenemos cerca de mil hectáreas de terreno
propio ahorita46 y nos falta, naturalmente, un compañero de confianza para que él se dedique en una parte. Y nosotros los socios,
que somos tres, nos llamamos ABC, que quiere decir A de Aristeo,
B de Basilio Gallolis y C de Constantino Petrulias.
Así que coincidían las primeras letras de sus nombres y formaron la sociedad ABC, como una empresa superficial, que cada quien
al iniciarse en el cultivo del tomate cada quien tenía que aportar
igual cantidad de dinero y hacían los cultivos. Los terrenos cada
quien los tenía a su nombre. Tenían ciento setenta y cinco hectáreas
cerca de Bachihualato y de Culiacán, a siete kilómetros de Culiacán.
Según supe después que esas tierras las compraron en cuarenta mil
pesos, que juntaron entre los tres y los repartieron en tres pedazos,
para no tener dificultades después y enredos en la sociedad. Y a
pesar de que habían aportado tanto dinero, aportaban el terreno y
los implementos cada quien, como mulas, dos tractores viejos. Por
cierto que allá también los tractores estaban muy escasos.
José Luis y otros. Sinaloa: crecimiento agrícola y desperdicio. Méx., UNAM, 1974, p. 95. Y
para 1986, en un reportaje sobre los «Mixtecos en la Frontera Norte», se estimó
que los hermanos Constantino y Alejandro Canelos tenían plantaciones en Sinaloa,
Baja California Sur y Norte, en Hawai y algunas islas del Caribe y que en San
Quintín, B C N, cultivan ocho mil hectáreas, dedicando seis mil al cultivo del tomate; además, se dijo, por concepto de exportaciones obtienen un ingreso de cincuenta mil millones de pesos. También se habla de la suma de cien mil mixtecos
que forman parte de la mano de obra «errante» y que van de Sinaloa a Baja California,
a San Quintín y al Norte. La Voz de Michoacán, Morelia, junio 12-26, 1986.
406
LOS PRIMEROS GRIEGOS EN SINALOA, DE 1911 A 1920
NOMBRE
ESTADO
HIJAS HIJOS
CIVIL
Ióannis Arétos
Moráchis Konstantinos
Gueorguiélos
Konstantínos
Gótzis Nikólaos
Crisántis Ioánnis
Crisántis Mijaíl
Barélas Konstantinos
Chaprális Gueórguios
Makrís Nikólaos
Mános Gueórguios
Koutrouláris
Gueórguios
Koutrouláris Jrístos
Zajapópoulos Thomas
(vivió 114 años).
Dablántis Jaralampos
Dablántis Fótios
Iliópoulos Basilios
Gikas Gueórguis
Zájos Konstantínos
Siamandúras
Konstantinos
Psíjas Gueórguios
Psfjas Pandelís
Karamanos Gueórguios
Gutos Oiánnis
Kirkos Gustávo
ACTIVIDAD
ECONÓMICA
Casado
Casado
0
0
0
24
Mecánico y agricultor
Mecánico
Casado
Casado
Casado
Casado
Casado
Casado
Casado
Casado
2
2
3
1
2
0
1
0
1
2
3
3
3
0
2
1
Agricultor
Agricultor
Agricultor
Agricultor
Agricultor
Agricultor
Agricultor
Agricultor
Casado
Casado
3
0
3
0
Agricultor
Agricultor
Casado
Soltero
Casado
2
0
0
2
2
0
0
2
Médico y agricultor
Agricultor
Agricultor
Comerciante,
fabricante y cine
Casado
3
1
Agricultor
Casado
Casado
Casado
Casado
Soltero
2
1
1
5
0
0
1
1
0
3
0
0
Agricultor
Minero
Minero
Agricultor
Agricultor
Agricultor
Ya murieron
407
NOMBRE
ESTADO
HIJAS HIJOS
CIVIL
ACTIVIDAD
ECONÓMICA
Petrídis Jrístos
Primer. Importador
de cigarros americanos
Bourboúlias
Leandros
Primer cónsul
griego ebanquero
Agricultor
Kondós Perikiís
Dimopoulos
Konstantinos
Capitán del Ejército
Griego y agricultor
Agricultor
Químico catedrático
UNAM
Comerciante
Pantoulias Fílippos
Fránkos Dimítrios
Bekris Konstantínos
Drakátos
Guerónirnos
Baroútsos Oréstis
Pappadópolous
Theofánis
Denis Dimítrios
Comerciante
Agricultor
Comerciante
Fabricante
de carnes frías
Ya murieron
Pero antes quiero decirles que para que estos tres griegos llegaran a su sociedad, tuvieron que trabajar muy duro. Para empezar
trabajaron como tomadores de tiempo con otros paisanos. Basilio
Gatzionis estuvo trabajando con Juan Crisantes, quien había venido de Estados Unidos, durante la primera Guerra él se vino a México. Esos griegos que se vinieron se introdujeron a México porque
durante la Primera Guerra Mundial, cuando Grecia tuvo necesidad
para enfrentarse contra los alemanes; como, naturalmente, estaba al
lado de la Entente, o sea de los aliados ingleses, franceses e italia408
nos, entonces a Grecia le hicieron presión para que aportara un
mayor número de soldados para la defensa de su propio territorio y
en general de la Entente; así que el gobierno griego ordenó a los
consulados griegos en Estados Unidos que reclutara a todos los
griegos que estaban en ese país (que por cierto eran bastantes), desde luego a los jóvenes que estaban en edad de prestar servicio militar, y así lo hicieron. Entonces reclutaron a los griegos y formaron
tres batallones, que los mandaron a Grecia. Pero algunos griegos
que estaban al suroeste de Estados Unidos y en California, Arizona
(y que muchos de ellos estaban en edad de reclutamiento) algunos
para no ir a Grecia como soldados se fueron a trabajar a las minas
que estaban cerca de Sonora, en Hermosillo, y también trabajaron
en la agricultura, y de ahí muchos fueron a dar a Culiacán. Estos
griegos de quienes hablo, entre otros, son Juan Crisantes Ileópolus,
que significa “hijo del sol” y quien después cortó su apellido y es
conocido como Polos. Otro de ellos fue Constantino Gueorgelos.
Pero en realidad el principio del cultivo del tomate en Sinaloa
proviene desde dos griegos que naufragaron en un barco que pasaba por las costas de Sinaloa (esos griegos no fueron del periodo de
guerra). La razón del naufragio no la sé, pero lo interesante es cómo
iniciaron el cultivo del tomate. Pues bien, estaba el señor Morachis,
uno que era mecánico del buque y otro que se llamaba Arretos, se
separaron los dos. Uno fue a dar a Navolato y otro al Dorado y ahí
se pusieron a trabajar como mecánicos de los ingenios y un día de
tantos, Arretos se fue a California, naturalmente en un buque, en
donde llevaban azúcar que se exportaba de Navolato, se exportaba
por Alzata. Es cierto que ya había una vía de ferrocarril que llegaba
desde Culiacán hasta Alzata y de ahí se embarcaba después a buques que llevaban a distintas partes del mundo el azúcar, pero principalmente a Estados Unidos porque era el mercado más interesante y más cerca. En California conoció Arretos a Gueorgelos, que en
aquel entonces andaba en un carrito vendiendo tomates en las calles, en las colonias, o sea en la ciudad de Los Angeles y fue ahí
donde se pusieron de acuerdo:
—Hombre, Arretos —le dijo Gueorgelos—, por qué no te pones a
409
cultivar tomates. Ya que ustedes exportan azúcar y que vienes con
frecuencia, pues traes tomate. Yo aquí sé todo el movimiento de la
venta del tomate. Yo ahorita vendo al menudeo y traigo algunos centavos, pero puedo extenderme; yo conozco muchos comerciantes al por
mayor y podemos aquí vender todo el producto que puedas traer o
mandar aquí conmigo.
Esa es la versión que se supone es la más precisa en cuanto al
origen del cultivo del tomate de la región de Sinaloa.
Regresemos ahora con el señor Canelos, compañero y amigo
mío y de la misma edad. Bueno, en realidad era tres meses mayor
que yo; él era del mes de febrero y yo de mayo y también éramos de
la misma región. Y así me dijo Aristeo…
Como ya te dije, en pocas palabras: ellos tienen pocas superficies y nosotros tenemos mucha superficie y necesitamos gente también que nos ayude y por lo que consideramos que tienes que irte a
vivir a ARBACO*.
ARBACO estaba cerca del ingenio de Costa Rica, que estaba
recién inaugurado porque éste se inició en 1946, yo llegué en 1948,
así que fue la segunda zafra de caña. Así que el campo ese se llamaba ARBACO y tenía dos años de desmontado. Otro de los paisanos
que primero estuvo ahí fue Jorge Calliani, quien fue a conocer a
todos los paisanos allá y lo emplearon en la ABC para que trabajara
un año ahí, pero no tenía conocimientos de agricultura y él nada
más estaba de paso, así que de ahí se trasladó a Nueva York, siguiendo el comercio y ahí se quedó.
* Palabra compuesta con las primeras dos letras de sus nombres.
410
411
Entonces yo tenía que radicar en ARBACO, pero al llegar ya a
Culiacán, ya al hacer el trato con Aristeo, quien era el socio principal porque era él quien tomaba más iniciativas en varios sentidos y
en muchas cosas; él era más comerciante y tenía también más preparación que los otros dos. Entonces me vine con Aristeo y me
dijo:
—Mira, te vamos a dar el mismo sueldo que trataste allá, veinte pesos.
Pero te vamos a dar un siete por ciento de legumbres y cinco por
ciento te vamos a poner en el próximo año en que vamos a tener el
programa de cuatrocientas hectáreas que pensamos sembrar de arroz.
Yo creo que te va a ir mejor con nosotros que con ellos, además vas a
tener vehículo ahí porque nuestro terreno es muy grande.
Pues sí acepté y al día siguiente me fui con Canelos en su camioneta a San Juan; ahí le enseñé las máquinas que había traído y en el
camino yo ya le platiqué, ya le narré cuáles eran mis intenciones con
respecto al trabajo.
Pues al llegar a San Juan vimos las máquinas y nos fuimos a
ARBACO, ahí tenían seiscientas hectáreas que habían dividido en
una proporción de doscientas cada uno. De ahí nos fuimos a
Mezquitillo y en este lugar tenían cuatrocientas hectáreas, cien para
cada quien; ya después compraron otras cien hectáreas a bordo de
carretera, que por cierto partía de la carretera Culiacán-El Dorado,
a la altura del poblado Mezquitillo, en donde estaba a un lado un
arroyo; antes de llegar a Mezquitillo parte de la desviación que conduce a la estación de Alhuate.
Así es que tenían tres lotes a bordo de carretera y un lote más al
interior. Aparte de esas cuatrocientas hectáreas también habían comprado otras doscientas hectáreas en la estación de Alhuate, que era
un terreno semipobre, pero de todos modos de riego, y que a propósito aún no llegaba el agua del canal principal para regar esas
tierras. Pero esas hectáreas las compraron con la finalidad de tener
terreno cerca de la estación, en donde proyectaban construir el
embarque para tener el producto inmediatamente ahí de la estación. Pero esos programas posteriormente se modificaron. Así que
412
nada más por eso le compraron cien hectáreas a un general, quien
les ofreció el terreno. A ese campo de cuatrocientas hectáreas le
llamaron Mezquitillo, porque ahí cerca estaba un poblado del mismo nombre.
De manera que me puse a trabajar, sí señor, me puse a trabajar
primero conociendo los terrenos, el personal, quiénes eran los mayordomos, el agua de los canales, ¡en fin!, todo lo que concernía al
trabajo de las tierras.
En eso que me escribe mi señora diciéndome que ya iba a salir,
equis día, de Guadalajara en tren para llegar a Culiacán. Ella viajaría
con los muchachos chicos, Basilio, Anna y Theodoro, porque los
dos grandes estaban estudiando en México. Los tenía en una casa
donde había varios muchachos jiquilpenses. Por cierto que esa casa
sirvió por generaciones a estudiantes jiquilpenses.
Bueno, pues al salir el tren de Guadalajara, pasando Magdalena y
antes de llegar a los túneles, en un llano que había, se descompuso
el tren y ahí tuvieron que pasar más de veinticuatro horas, sin agua
y sin alimentos. Y según me contó mi señora que ahí cerca, en los
alrededores, había unas rancherías y que al ver que el tren se quedó
ahí parado un buen tiempo, pues se corrió la voz en las rancherías
que toda la gente tenía necesidad de comer y de beber, y narraba mi
señora, que un taquito se lo vendían muy caro y que pasaban hambre y que pasaron sed. ¡Por fin!, partieron de ahí y ya después al
llegar a Tierra Caliente, antes de Acaponeta, ¡otra vez se paró el
tren! Y así por esa clase de problemas tardaron tres días para llegar
de Guadalajara a Culiacán. Al llegar a Culiacán fui a recibirlos.
De antemano ya le había platicado a Canelos que mi familia llegaría posiblemente ese día. Y no sólo eso, sino que desde el día
anterior los estábamos esperando y no llegaron. Y supimos por el
jefe de la estación que el tren había tenido algunas dificultades, algunas descomposturas, y que tardaría en llegar. Pues ya hasta me
dijeron el día y la hora en que posiblemente llegaría a Culiacán.
Nosotros teníamos preparado hasta un camión para descargar las
cosas que traía mi familia para conducirnos hacia donde nos íbamos a quedar.
¡Por fin llegaron!, pero tristes, hambrientos, cansados, con sue413
ño. Porque tres días de viaje no era para menos. Se bajaron y preguntó mi señora que a dónde íbamos a vivir y le contesté:
—Pues, vamos a ir a un rancho.
Ya estaba acostumbrada la pobre, pues nos la habíamos pasado
de rancho en rancho. Así que no respingó, no presentó dificultades,
porque ella sabía que esta búsqueda era con la intención de mejorar,
de sacar para vivir. Si bien en algunas partes nos había ido bien y
que estuvimos bien, de hecho, en Jiquilpan. Pero en ese afán por
superarnos quedamos en quiebra. Pero pues en ese momento en
que llegaron a Culiacán no había que mencionar nada de esas cosas
tristes puesto que teníamos que seguir adelante. Pues así echamos
las cosas arriba del carro y nos fuimos a Mezquitillo.
¿Y qué era Mezquitillo? Pues un llano, un desierto. Como un día
le preguntó mi señora a mi hijo:
—¿Qué es Sinaloa, hijito?
—Madre, Sinaloa es un desierto plantado de tomate.
Porque no había otra cosa. Donde se desmontaba la tierra ahí se
sembraba tomate. Y como era virgen el terreno de miles y de millones de años desde que se hizo el mundo se había acumulado la
tierra y sin lluvia. Porque en esas partes no llovía, ni llueve, o muy
poco.
—¿En dónde está Mezquitillo?
—Más adelante, más adelante.
Pasamos por Costa Rica y seguimos el bordo del canal que llegaba, que era el último canal lateral, que era un canal angosto, que lo
habían hecho con buldózeres para hacer llegar el agua, prácticamente, hasta Mezquitillo y un kilómetro más adelante. El final del
canal es precisamente un canalito chico que llegaba a Mezquitillo y
lo tenían taponeado con riscos de piedras y ahí se derramaba el
excedente del agua, caía a un arroyo que se llamaba también
414
Mezquitillo y que llegaba por el poblado de Mezquitillo.
Bueno, llegamos al rancho:
—¿Dónde y en qué casa nos vamos a quedar? —me preguntó mi señora.
—Pues la mejor que ves aquí —le contesté.
Y ahí pasamos el invierno, porque mi familia llegó un invierno
de 1948.
Al llegar a Mezquitillo me puse a hacer una casa de cuatro por
ocho metros, dividida en dos cuartos, las paredes eran de petate de
carrizo, no de tule. Esos petates de carrizo los traían de Sonora en
furgones.
Así eran las casas de los trabajadores, las mejorcitas. Casas que
se bardeaban con petates de carrizo, el techo era de cartón
enchapopotado, o sea láminas de cartón de chapopote. La división
de adentro también era de petate. El piso era de tierra, que mi señora empezó a emparejar con una tablita y con la escoba y lo regaba a
mano, porque no había regadera; después lo dejaba que se oreara
un poco y entonces lo pisoteaban para que amacizara un poco.
Pero comenzaba a llegar el invierno y las puertas eran también
de petate. Háganse de cuenta que eran dos agujeros.
Y me dice mi señora:
—Pero… ¿y cómo vamos a vivir aquí?
Y yo le tuve que decir:
—Pues no hay remedio, aquí tenemos que estar. Porque hasta los dueños viven en una casa en el campo, ahí no hay lugar. Aristeo, pues,
tiene mucha familia y habita en una casa muy reducida.
Así que era principio también del progreso de Sinaloa.
Como yo le hacía y le hago un poquito de electricista, carpintero, albañil, ¡en fin!, a todo lo que se necesita reparar en una casa.
Entonces le dije a Aristeo:
415
—¡Hombre!, mándame siquiera en un camión algunos quinientos ladrillos. Yo personalmente me puedo poner a acomodar el ladrillo en
las horas que no tengo trabajo.
—Cómo no, vamos a ver eso.
Y así, me mandó no quinientos, me mandó mil ladrillos y con
ellos tapizamos todo el interior de la casa.
Para esto, mis hijos Stéfanos y Ángel estaban de vacaciones y
habían ido a Sinaloa a visitarnos. Y, pues, se pusieron a trabajar. Yo
la hacía de albañil y ellos me hacían el lodo. Y así pusimos todo, no
sólo las dos recámaras, sino el corredorcito que había, también lo
tapizamos de ladrillo.
Baño de tubería no había. Como el canal estaba a unos cincuenta metros de donde vivíamos, de ahí acarreábamos el agua para todos los usos, menos para beber; el baño lo hice con tubos de carrizos, o sea con petates de carrizos, y ahí también lo enladrillé y puse
un canalito hacia afuera en terreno inclinado, y nos bañábamos en
una tina, con una jarra sacábamos el agua. ¡No había regadera!
Así pasamos el invierno. Pero en aquel entonces todavía había
mucho monte y luego se levantaban unas brisas muy espesas, muy
densas, que llegaban en la madrugada. Cuando despertábamos nos
caía la brisa en la cara donde dormíamos; porque una parte de arriba (unos treinta o cuarenta centímetros) no estaba tapado con los
tapetes de carrizo porque no habían alcanzado.
Por otro lado, en Culiacán íbamos a comprar los comestibles
para toda la semana e íbamos en una camioneta que había sido del
ejército, que compraron terminada la guerra. Era un comando con
doble tracción, unas llantas balón muy grandes y con eso hacíamos
el servicio de todo lo que se nos ofrecía. Nosotros comprábamos
los víveres en el negocio de Alfonso Zaragoza, quien ya desde entonces y hoy tiene varios supermercados, tres o cuatro, todos en
Culiacán. Yo me hice amigo de ellos puesto que iba seguido a comprarles comestibles. Y pues en una de esas iditas al supermercado
les pregunté:
—¡Hombre!, muchachos, ¿no tienen por ahí cartones grandes?
416
—Sí —me dijo uno de ellos.
—Los necesitamos porque vivimos en el campo y en la noche la brisa
nos moja las caras y quiero tapizar las paredes para que no penetre el
frío, ni la brisa.
Y así hicimos dos rollos grandes de cartón que tenían como
canutillo o algo así. Pues con eso tuve que forrar todo el interior de
las dos recamaritas para que no nos mojáramos.
Todo esto lo narro para que la gente se dé cuenta cómo es que
empieza uno cuando anda de un lado a otro. Esta es la quinta o la
sexta parte de refugiado de Theodoro Pappatheodorou.
Bueno… pasamos el invierno en Mezquitillo. Una vez que llegó
la primavera terminó la zafra de tomate. Ese año no vi nada claro
sobre el famoso siete por ciento que me habían ofrecido en caso de
ganancias. Pero no hubo ganancias ese año. No porque me lo dijeron, sino que no las hubo en general y todos los tomateros se daban
cuenta, ¿verdad?, de que no hubo precio ese año en Mezquitillo.
Recuerdo que por estas épocas mi hijo Ángel me escribió una
carta en donde me informaba que Stéfanos, el hijo más grande, no
estudiaba y decía claramente: «Stéfanos no está estudiando, está
nomás vagando».
Yo, viendo esa situación, le ordené a Stéfanos se fuera a Culiacán y en Mezquitillo lo puse a manejar un tractor, un Ford de cultivo que tenía sus implementos hidráulicos que se le ponían para
escardar los tomates, los surcos del tomate y después se le ponía
doble vertedera para hacer un surco para regar el tomate. Pero el
pobre, como era chico, tendría unos catorce o quince años, pues no
tenía la práctica ni la fuerza suficiente para manejar esa máquina
hidráulica, en donde se debía bajar y subir y naturalmente los canales estaban borrados, pero de todas maneras no era el terreno parejo para que continuara el tractor y había necesidad de levantar el
implemento y volver a bajar. Y tanto se cansaba el pobre que le
decía a su madre, quejándose:
—¡Ay!, mamá, en la noche me canso más que en el día, porque no dejo
toda la noche que levanto el implemento y suelta el implemento y que
417
se me atasca el tractor y que lo levanto otra vez y que continúo…
Así se la pasó mi hijo. Naturalmente que con su trabajo había
mayores ingresos, tan sólo un tractorista ganaba seis pesos diarios
por ocho horas, allá nunca ha habido que se trabaje de sol a sol, se
trabajan las ocho horas divididas de siete a una y de dos a cinco.
Ya después que se terminó el cultivo y empezó la cosecha del
tomate fue Stéfanos con Basilio, que era el menor, para que se pusieran a remendar cajas de tomate.
Y es que la cosecha de tomate se hacía en cajas de madera. Cada
trabajador se llevaba su caja y caminaba en los surcos de tomate; el
tomate se cortaba sazón, pero no pintado; porque se tenía que exportar verde para que cuando llegara al mercado no estuviera flojo,
o sea maduro. Esas cajas que se utilizaban en las cosechas eran de
tablas gruesas, pero de tanto aventar de acá para allá se quebraba
alguna tablita o se desclavaba por el mal trato que siempre les daban
los piscadores. Total que mis hijos se dedicaban a remendar las cajas (porque había necesidad de ellas) en el caminito de la guardarraya.
Se le llama guardarraya a una parte que se deja como camino por
donde se saca el producto; hasta allí llega el camión y de ahí sale ya
hasta el empaque.
Pues Stéfanos y Basilio tenían un baulito de la misma madera,
con una asa arriba, que lo llevaba Basilio y Stéfanos con el martillo
en la mano y con los clavos en la bolsa; se iban caminando por toda
la orilla de las guardarrayas y ahí se iban remendando todas las cajas
que lo necesitaban. Y así se terminó la zafra sin ganancias, como ya
he dicho.
Al terminar la zafra tuvimos que cambiarnos y concentrarnos al
centro de operaciones que era ARBACO o sea más cerca de Costa
Rica, porque para ir a Costa Rica tenía uno que recorrer a pie dos y
medio kilómetros.
Llegamos a una casa construida de ladrillo, el techo era de lámina de zinc; eran dos casas, una de ellas la usaba Constantino Petrulias,
en donde se quedaba cuando se le hacía tarde y se quedaba ahí a
dormir. Había otra casa distante algunos cincuenta metros y ahí
nosotros nos acomodamos. Cuatro años pasamos en esa casa, que
418
también se componía de dos cuartos. Tuve que hacer el trastero
porque ya teníamos ahí madera; porque también estaba ahí el empaque del tomate y del chile y otros productos. Hice un tejaban, un
baño. Pasaba por ahí el canal principal que venía de una distancia de
dos kilómetros y llegaba hasta el terreno de ARBACO haciendo un
codo, porque torcía hacia el sur el canal. Había ahí una compuerta
para elevar el nivel del agua para introducirlo al campo de ARBACO,
que de ahí para abajo eran cuatrocientas hectáreas y de ahí para
arriba era otra toma que venía directamente del canal principal y se
regaban doscientas hectáreas. Así que en esa parte hice un baño.
Allá en esa época los canales se hacían con un tractor que tiene
hidráulico, se enganchaba atrás un arado de doble vertedera de unas
alas de más de cincuenta o sesenta centímetros lateralmente y así se
formaba un triángulo en la tierra, que se llamaba canal; ese canal
pasaba a unos cinco o seis metros de la casa y continuaba para
abajo el agua en donde se regaba el terreno. Pues el baño (como ya
tenía práctica) lo hice clavando cuatro horcones gruesos y sobre de
estos puse unos travesaños, los amarré con alambres de púas, de
esos que se usan para las cercas, macizos, y después puse unos tablones y ahí subí un tambo galvanizado de petróleo de cuatrocientos litros, lo puse en el centro y ahí lo soldaron, porque ya teníamos
soldadura propia y en el campo teníamos otro taller para reparar los
tractores, y así soldamos ahí un niple y ahí pusimos una cebolla
grande con su llave. Así que en ese lugar nos bañábamos, puesto
que frío muy pocas veces hacía al año.
Para llenar el tinaco ponía a un peón para que con un balde lo
llenara de agua cada vez que se necesitara. Como a la orilla del baño
pasaba el canal, hicimos un agujero de un metro por un metro y lo
ademamos alrededor con ladrillos para que no se derrumbara la
tierra ni se enlodara y para que siempre permaneciera limpia el agua;
así que de ahí se llenaba el tinaco.
El peón que hacía ese trabajo se llamaba don Martín Solís; era
un zacatecano viudo, que tenía dos hijos, un muchacho y una niña
chica; él cocinaba en aquél entonces y les daba a sus hijos de comer.
Nosotros lo teníamos como velador y además él también encendía
y apagaba el motor de la planta de luz, que estaba en un cuartito. Ya
419
cuando se daba cuenta que nosotros en la casa ya habíamos apagado la luz, para él era señal de que ya nos habíamos acostado e inmediatamente don Martín iba y apagaba la planta de luz.
El pobre de Martín quería mucho a sus hijos, que se quedaron
huérfanos muy chicos porque ya hacía años que su señora había
muerto. Pero era un hombre tan honrado, tan cumplido, tan atento
que todavía me acuerdo de él. Y cada vez que voy a Sinaloa y encuentro a su hijo, siempre hacemos recuerdos de él. A la hija ya no
la he vuelto a ver porque vive distante de ahí. Y don Martín era un
hombre muy pacífico y todos los domingos, a eso del medio día, se
iba a Costa Rica a pasear a sus hijos, a comprarles algunas golosinas
y a surtirse para la semana, porque en toda la semana el que más
estaba ocupado era don Martín porque «Martín ven acá», «Martín
ve allá», «Martín la luz». Total, era el amo de llaves de todo el campo.
Ya se imaginarán la magnitud de ese campo.
Pasó el tiempo y un día vi a don Martín con un burrito y le
pregunté:
—¿De quién es ese burrito?
—Lo compré yo, don Theodoro. Porque, ¿sabe?, ya compré unas ruedas y quiero hacer un carrito para ir a Costa Rica, pues, a traer lo que
necesitamos para aquí y para la casa.
Y sí, no pasó mucho tiempo cuando veo a don Martín que ya
tenía el carrito hecho con sus ruedas y su eje de un automóvil viejo
y tenía una plataforma; ya le había puesto también las redilas alrededor y no sólo eso, sino que también le había puesto un arco adelante y otro atrás con unas varas atravesadas, que eran de carrizo, y
arriba había puesto una lona; al burrito le compró su collar, su cabezal y sus riendas. Entonces que lo veo pasar por el camino en su
carrito, iba toda su familia y dije:
—Ahí veo un “lando”.
Qué lando ni que nada, era don Martín que tenía uncido su burrito
y tenía sus siglas y se dirigía a Costa Rica.
420
Así era de cariñoso don Martín con sus hijas, siempre buscaba la
mejoría para ellos y le tocó verlos grandes hasta casados.
Pero una temporada que me retiré de ahí supe que don Martín
ya había muerto.
Bueno, pero como les decía, al instalarnos nosotros en ARBACO
no éramos los únicos que vivíamos ahí; había un galerón grande,
como de unos cincuenta metros de largo, en el cual vivían varias
familias; distribuidas cada cuatro metros con una división de petate
(y esos cuatro metros eran para una familia), bueno de petate no,
porque en esa época era elegante y un poco caro; no, no, como
había monte cerca en donde crecían unos arbustos que desarrollaban unas varas, entonces esas varas las cortaron y las transportaron
a los campos en camiones. Esas varas aproximadamente medían de
metro a metro y medio, así que cada setenta y cinco centímetros se
ponía un poste de pical y ahí se entretejían las varas para formar la
pared de las cabañas en donde vivía la gente trabajadora. Pero no
había, era insuficiente; entonces tuvimos que hacer otras fuera del
campo. Como el canal había afectado el terreno, había dejado también unos veinte metros de terreno baldío, que era propiedad de
Basilio Chionis, por tal motivo teníamos derecho en ese terreno,
que era propiedad del mismo lote, y entonces hicimos ahí otra galera más grande, porque ese año tenía que ampliar los cultivos de
tomate y tenían pensado sembrar cuatrocientas hectáreas de arroz y
doscientas hectáreas de tomate, ahí en ARBACO.
Allá en los campos se acostumbraba tener una tiendita con lo
más indispensable para los trabajadores, como el pan; que por cierto lo entregaban por cantidades conforme cada quien quería; este
pan lo traían de Costa Rica.
Pues como yo había enviado de Apatzingán a Sinaloa en la plataforma, junto con las máquinas, ochenta tablas porque tenía la intención de hacer una casita para el velador, ¡en fin!, pero no la hice.
Entonces pensé en hacer una tiendita y le pedí permiso a la sociedad para hacerla.
Esa tienda era para que comprara la gente que tenía necesidad
de maíz, frijol, arroz, azúcar, sal, galletas saladas, galletas marías,
dulces para los chamacos, etcétera.
421
Pero el campo estaba plagado de ratas y ahí teníamos que poner
a mi hijo mayor, a Stéfanos, por seguridad y dormía ahí en un catre
de lona. En algunas ocasiones al amanecer se encontraba con la
novedad de que las ratas habían roto las sábanas. Y ese negocio lo
administraba mi esposa Margarita. Hacía buen negocio; mientras
yo ganaba veinte pesos, que no se me alteraron al cambio de
Mezquitillo a ARBACO, mi esposa en la venta del pan y otros alimentos que mencioné llegaba a acumular diariamente de cien a ciento
veinte pesos de ganancia.
Posteriormente la tiendita la pusimos en la misma casa donde
vivíamos. Entretejimos varas y esas varas las llenamos de lodo e
hicimos con ellas una pared y dejamos una ventana a través de la
cual se despachaba a los clientes. De esa forma ya no se corría ningún peligro y se despachaba más fácilmente.
Después el maíz me lo traían en camión y ya teníamos un cuarto
para almacenar el maíz y lo vendíamos a mejor precio porque lo
comprábamos directamente con un cliente que era productor, él
nos surtía.
Por otro lado, en aquella época no había un avance tecnológico,
no había el modernismo que ahora hay. Inclusive para sembrar se
hacía en una forma tradicional, por ejemplo, para hacer los almácigos
se hacían unos bordos cerca del campo, o sea de la ranchería, para
estar cerca de ahí para la vigilancia de los almácigos.
En cada metro que se surcaba se levantaba un bordo, que se
hacía con anticipación para que si llegaba alguna llovizna o lluvia se
mojaran aquellos terrenos y posteriormente se desbarataban. Para
los almácigos tenían que hacerse unas camitas de cincuenta o sesenta centímetros de ancho por ocho o diez metros de largo. Para
esto se tenía que buscar un terreno bien nivelado y muchas de las
veces se tenía que abonar de antemano con estiércol en polvo. Al
echarlo en el almácigo se le daba una picada menudita menudita
con azadón y después lo volvíamos a emparejar con rastrillos, bien
arregladito, bien nivelado, sin terrores y sin nada y ahí se sembraba.
Ya cuando llegaba el mes de julio empezábamos a sembrar el
almácigo en el terreno.
Muchas veces el negocio de las legumbres es como el bandido,
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Casa en el campo ARBACO, en Costa Rica, Sinaloa, en donde vivió Pappatheodorou con su familia durante seis años.
no sabe uno si el producto prospera o no o si hay mercado. Y si no
hay mercado ahí está la tristeza porque ¿a quién vender el tomate?
Hoy en día las cantidades que se producen en Sinaloa, son enormes. Salen más de trescientos trailers diarios de Culiacán. Y pues en
aquel tiempo la cosa era raquítica, pero también hay que considerar
que la importación de Estados Unidos era menor; cuando mucho
llegaban unos setenta, ochenta, hasta cien furgones con una trayectoria que empelaba desde la Cruz de Elota, que llegaba hasta
Guaymas y a veces hasta de Sonora, desde Hermosillo. Ya cuando
no había peligros de heladas desde ahí se mandaban furgones de
tomates. Pero el ombligo del tomate, el mejor clima para producir
el mejor tomate está en Culiacán.
Ya que llegué a este punto quiero decirles que los griegos escudriñaron desde Sonora hasta Nayarit. En todas partes había griegos
que tenían contactos y facilidades (que les daban los hacendados
mexicanos) para cultivar el tomate. Así que desde 1925 o antes había griegos que se cambiaban de un lado para otro en donde encon423
traban pedazos de terrenos regables; entonces regaban con calderas que instalaban en las márgenes de los ríos y así bombeaban el
agua para regar distintos cultivos, entre ellos para el frijol y el garbanzo, que en aquél entonces eran famosos todavía y que eran el
principal producto que exportaba Sinaloa.
Bueno, pues esto vino a propósito de los almácigos. Pues en
aquella época la semilla se importaba. Todo era americano. Venían
en botes cerrados. Anualmente las casas ofrecían semillas mejores.
Casi siempre se sembraban primero los almácigos de chiles, que
eran de una variedad llamada bell-pepper o sea chiles de campana. Ese
chile en México no se acostumbraba, el que más se utilizaba era el
chile pasilla. Y el bell-pepper era más carnoso, grueso y grande y era el
que acostumbraban en Estados Unidos para la cocina.
Y sembrábamos primero el chile porque su tallo era más resistente para soportar los golpes de las gotas de lluvia, vientos y tormentas. Ya después de diez o quince días empezaba la siembra de
los almácigos del tomate, bajo el mismo proceso; con un pedazo de
rama se forma un ángulo y se deja una parte más larga, que es el
maneral, y la otra punta del ángulo se deja más corto unos ocho o
diez centímetros. Es como formar un aradito de palo y con ese se
corta la tierra al ancho del almácigo transversal. Y un chamaco (el
más experto) va adelante rayando la tierra cada veinte centímetros
distante un surquito de otro; hay veces en que se pasa un poco de
los veinte centímetros, pero el muchacho ya sabe qué cantidad de
semilla debe poner.
Así que uno adelante va rayando y otro atrás va sembrando y
otro más atrás va emparejando, quitando con la manita los terrones
de manera que quede parejito, parejito. De esta forma se termina
un almácigo, ya después se mete el agua, pero no se riega con regadera porque la tierra se deslava, se erosiona. Mientras se mete el
agua con su pie se van llenando los huecos de agua en los almácigos,
de tal forma que quede el agua a unos dos o tres centímetros, cuidando que no suba el agua a la cama del almácigo, porque de lo
contrario se forma una costra dura; en cambio si el agua queda
abajo, con esa cantidad de agua llega la porosidad y se negrea toda la
tierra y donde está la semilla queda una tierra porosa no se forma
424
costra y así la semilla brota sin dificultad, y ese es el mejor nacimiento. Pero los almácigos tienen muchas dificultades y le hacen a
uno pasar muchos dolores de cabeza.
Para lograr en aquella época almácigos se tenían que poner a
veces tules atravesados para conservar más uniforme la humedad,
porque el sol en Sinaloa es muy fuerte, entonces la humedad pronto
se va y se empieza a agrietar, y poniendo una sombrita ligera de
tules extendidos a lo largo del almácigo se conserva mejor. Y así
con el primer riego, comienza a nacer la planta y antes de que empiece a doblar por el peso del tule que se le puso hay necesidad de
quitarlo y de ponerlo a un lado provisionalmente, para ver si hay
necesidad de volver a tapar. ¿Cuáles son esas necesidades? Infinidad. Muchas veces también al tenerlo tapado hay que tener cuidado
de fumigarlo, echar DDT o Folidor, BHC, ¡en fin!, tantas cosas que
ahora hay nuevas. Y eso hay que hacerlo porque muchas de las veces hay grillos debajo del tule y conforme va naciendo la semilla la
va trozando. Entonces necesita uno estar constantemente al pendiente de los almácigos.
Al nacer la semilla vienen muchas más dificultades, como cuando estamos en tiempo de aguas, por ejemplo, en Sinaloa a veces
caen tormentas que parece que van a terminar con el mundo, son
ciclones que llegan a borrar los almácigos y ante esto no hacíamos
más que volver a tapar aquello; entonces sólo se usaba tule. Yo
después tuve la idea de poner cartón de lámina, hacer unos cuadritos
largos; entonces teníamos los “estucus”, que eran unas tablitas delgadas de medio centímetro por dos pulgadas o pulgada y media y
de largo dos metros o dos cuarenta y así poníamos los travesaños
de lámina de cartón. Cuando veíamos que se aproximaba una tormenta, corríamos todos los que estábamos en el rancho a tapar los
almácigos, y a veces a media noche nos levantábamos cuando empezaban los truenos y los relámpagos; nos levantábamos en calzoncillos (puesto que era en tiempo de calores) y descalzos, porque allá
no hay piedras, no hay espinas, hay más bien clavos en los empaques, y a correr se ha dicho.
La siembra de los almácigos en Grecia era muy sencilla, muy
fácil. Se puede decir que en Grecia y en toda Macedonia y parte de
425
Tracia, en Misenia y en Peloponeso se cultivaba el tabaco y desde
entonces se sembraba en almácigo y esa era la técnica que se usaba
entonces. Pero esos almácigos de tabaco se tenían que hacer temprano, cuando todavía hacía frío, pero al sembrar la semilla del tabaco directamente, tal como estaba cosechada, tardaba mucho en
nacer y a veces se pudría y no nacía por el frío; para esto se usaba
una técnica que consistía en poner en una bolsa de manta (de veinte
por quince centímetros), en pequeñas cantidades, las semillas del
tabaco y se mojaba y se colgaba en un clavito en la pared a un lado
de la chimenea; ya con el calorcito que expedían las llamas que permanecía encendida, puesto que ahí la gente cocinaba, en aquella
época no había cocinas, en los pueblos hasta en el mismo cuarto
donde dormían tenían la chimenea y cocinaban también. En algunas partes tenían una cadena, un travesaño de fierro y ahí se colgaba con un asa de cobre y en esa se colgaba la olla para cocinar; en
otros lugares tenían en la chimenea, en el piso, un tripié metálico de
fierro y ahí ponían la cazuela sobre las brasas y ahí cocinaban y así
se calentaba aquella bolsita; desde luego que se tenía pendiente que
no le fuera a llegar el fuego y como había dos o tres clavitos lateralmente, se cambiaba de un clavito a otro y se embrocaba para que se
cambiara un poco la semilla. Y cuando empezaba a reventar la semilla, eso indicaba que era ya conveniente sembrarlo y entonces se
mezclaba con arena finita toda esa semilla, para que se haga más
fácil el esparcimiento, ya que se pegan entre los dedos, en los
almácigos, sin necesidad de dañar la plantita del tabaco.
Así que esos eran los procedimientos que había por allá en Europa. Pero aquí en México también continuaron los mismos procedimientos, sólo que cambiaban las cuestiones de temperatura, el
ambiente, los vientos y tantas cosas de una región a otra. Muchas
de las veces de un terreno a otro se encuentran cosas diferentes.
Aquí (como ya dije) se buscó la forma de proteger lo mejor
posible el almácigo: de los vientos, las lluvias, de las tormentas y de
los ciclones.
Muchas de las veces llegamos a plantar chile, por ejemplo, en
octubre y a veces se presentaba una tormenta o un ciclón que llenaba los terrenos de agua, que muchas de las veces llegaban a formar
426
corrientes que por la fuerza que llevaban arrancaban las plantas de
chiles que plantábamos en el lugar definitivo; porque cuando llegaba a una altura de quince o veinte centímetros, tanto el tomate como
el chile se plantaba en su lugar definitivo, del tal forma pensando en
lo menos que pudiera afectarle las lluvias. Entonces, cuando se arrancaba aquello con los ciclones uno tenía que mochar los tallos y
plantar hasta troncos que volvían a retoñar de nuevo. Pero era en
situaciones extremas cuando veíamos que en ninguna parte había
almácigos, y sobre todo cuando sabíamos que había necesidad de
tomate tardío, pues entonces no había más remedio que hacer plantas de esa naturaleza.
Para plantar el chile, los surcos tenían que ser distantes ochenta
centímetros uno del otro, en ocasiones eran hasta de un metro;
pero ésta era según la clase de terreno y de acuerdo a los conocimientos del agricultor, según la capacidad de éste para aplicar las
técnicas adecuadas.
Pero, bueno, ya que estoy narrando la cuestión de los cultivos.
En las huertas de legumbre de una población que se llama Basilika,
en Grecia, cerca de Salónica, a unos treinta kilómetros distante de
ese pueblo (que hoy es un pueblo de más de diez mil habitantes) y
que en aquella época tendría unos tres mil habitantes. Bueno, pues,
de Basilika se llevaban todos los productos a Salónica, ya fueran
legumbres, sandías, melones.
Las huertas eran muy pequeñas. Allá media hectárea era mucho
terreno. La medida griega eran mil metros cuadrados, que se llamaba strema, o sea treinta y tres por treinta y tres y pico de metros.
En aquella época se hacía el bombeo del agua por medio de
unas cubetas que tenían una cadena que se iba por medio de unos
engranes horizontales y verticales y que tenía una rueda atrás y otra
rueda arriba, donde giraban las cubetas, que eran cuadradas o
semicirculares y se ponía un palo en un cuadrado del centro de esa
maquinaria que a su vez estaba en el centro de la noria, o aunque
fuera río se usaba el mismo sistema, que desde luego era más moderno que el que usaban los egipcios.
El sistema de los egipcios consistía en uncir a un caballo adiestrado al que se le amarraba un trapo en los ojos; se uncía con dos
427
cadenas tirantes con su pechera o collar; entonces un hombre le
gritaba «¡Ándale!» y le daba un picotazo en las nalgas y el caballo
empezaba a dar la vuelta alrededor de la noria. Poco a poco empezaban a vaciarse las cubetas en el surquito. Por cierto que estos
surquitos se formaban con azadón, que era el implemento ideal.
Entonces el huertero tenía que formar unas camitas de unos seis u
ocho metros de largo que formaban una especie de «N» y se metían
en canalito que entraba en una camita, que era de seis a ocho metros de largo por un metro de ancho; pero después al llegar al otro
extremo, al otro lado, daba curva y formaba otra camita de la misma
longitud y del mismo ancho y después tenía otra salida al otro lado
y así era que formaba una «N» o «M», que entraba la agüita, toda la
que sacaban las cubetas hasta que se llenaba aquello. Entonces ahí
había otra «M» o «N», según la inclinación del terreno y así el mismo huertero sacaba el caballo del agua y él mismo regaba y él mismo dirigía todas las cosas. Ese era el sistema de las huertas que
sembraban tomate, ejote, chiles, chiles largos, berenjena, ¡en fin!,
todos los productos.
Cuando el tomate se maduraba, entonces se arrancaban y les
daban un piquete, y muchas veces antes de arrancar el tomate ya
habían puesto otras matitas de otra clase, como puerros, que son
una especie de cebollas que se usaban en tiempo de invierno. El
puerro tiene un tallo hasta de treinta o cuarenta centímetros de
largo y las hojas parecidas a las del ajo, así dobladas; así que el puerro se arrancaba y se vendía en manojos, la gente los compraba y los
ponía en el interior de las casas desde el otoño y les duraban todo el
invierno. Los puerros no se pudren ni en tiempo de frío, se conservan bien, así que se usaba en vez de cebolla puerro.
En Basilika eran los más adelantados en cultivar sandías y melones.
Para producir en horas tempranas no ponían en surcos las semillas, como los normales para otras semillas, sino que hacían cada
nido en un promontorio o sea en un montoncito de tierra para que
aquella tierra se calentara más fácilmente y siempre buscando las
inclinaciones del sureste y así se calentaba la tierra y en lo altito
ponían un puño o dos de estiércol, porque calentaba más la tierra
428
(esa era la técnica de ellos) y la planta prosperaba más rápido y
producía más temprano fruta, tanto la sandía como el melón, porque si pone uno el surco al nivel de la tierra la producción llega un
mes más tarde, así que esa era la técnica de esos individuos. Y esa
técnica la apliqué yo en Sinaloa.
Por otro lado, regresando a la narración de los cultivos en Sinaloa.
El chile entonces lo sembrábamos, lo plantábamos (como ya he
mencionado) de ochenta a noventa centímetros y hasta un metro
distante de un surco a otro surco.
Cuando llegué a Sinaloa hacían las divisiones de los surcos, las
tablas que llamamos; eran formadas como los lotes de mil hectáreas en terrenos amplios, abundantes; todavía bajo ese sistema se
cultiva. Entonces se rayaban, se marcaba un lote de ciento cincuenta metros de ancho por quinientos metros de largo, no se tomaba
en cuenta la inclinación del terreno, ni había tampoco nivelación de
la tierra. Se dejaba un camino de ocho metros donde tenían que
voltear los tractores para hacer el cultivo de los surcos de ciento
cincuenta metros de largo y en medio de éstos había un canal; los
riegos se hacían de una longitud de setenta y cinco metros.
Había dos problemas grandes y peligrosos para los cultivos. El
primero, que no se fijaban y tomaban como una base general la
inclinación del terreno, que debía de ser horizontal; los surcos eran
rectos y con cualquier pequeña inclinación que hubiera tenían que
hacer varias presas o tacos. O sea que llega el agua del canal que
riega de la cabecera hasta el fin de los setenta y cinco metros, pero
como había diferentes inclinaciones, unas veces al principio, otras
en medio y algunas al final, puesto que no había nivelación de la
tierra sino que nada más se barbechaba, entonces había necesidad
que las plantas tomaran la humedad adecuada, que por cierto nunca
llegaba, por esto tenían que hacer una presita, otra presita y otra
presita; bueno hasta a los setenta y cinco metros a veces se llegaba a
poner tres o cinco o diez o doce presitas, por lo que resultaba un
trabajo agobiante para el regador; además había ocasiones en que
se le rompían las presitas y volvía a cargar el agua. ¡En fin!, que era
un trastorno muy grande.
El otro problema consistía en que las tablas las hacían en línea
429
recta. Entonces yo pensé: «No, aquí está mal en lo ancho y en lo
recto». Y es que muchas veces el terreno, a los setenta y cinco metros de ancho, no se alcanzaba a ver el agua que corría, en cambio
cuando lo disminuí a cincuenta metros, entonces sí, el regador alcanzaba a ver el agua que llegaba a la orilla y corría a hacer la presita.
Pero a los setenta y cinco metros no alcanzaba a ver y tan sólo se
imaginaba si había o no llegado el agua y en ocasiones sucedía que
el agua llegaba y se desbordaba y en ese preciso instante se perdía
mucha agua, porque no tenía tiempo suficiente para meter el agua
en otro surco; esto iba en perjuicio del cultivo porque se humedecía
demasiado, y con esas alteraciones la planta no se desarrollaba con
uniformidad, ya fuera por escasez de humedad o por exceso de
humedad.
Ya después de los cincuenta metros de ancho los reduje a cuarenta metros para poder meter un riego más perfecto.
Como había necesidad de sembrar más terreno, pues se rentaba
algún terreno nuevo que estaba inclinado. ¿Y cómo resolver ese
problema? Entonces las tablas se hacían curvas, o sea que los surcos de la plantación se hacían según la inclinación, conforme al
criterio del agricultor; porque no había topógrafos entonces; bueno, sí los había pero eran muy pocos. Y, pues, costaba mucho que el
topógrafo fuera a hacer tabla por tabla, hacer las inclinaciones o las
curvas que tenían para los cultivos de legumbres y se hacían esas
curvas.
Porque la base de cualquier planta es suministrarle la humedad
adecuada, porque cuando no se hace así la planta y el fruto lo resienten; por ejemplo, en el caso del tomate, cuando se le pone más
agua cambia de color, en vez de verde toma un color morado y eso
significa atraso de la planta y no sigue su curso adecuado; y no sólo
eso, sino que esto se nota también en el tallo que se da más delgado
porque la raíz de estas plantas no deben de trabajar en el lodo, para
eso están otros tipos de plantas que se desarrollan por completo en
la humedad, como el tule y el arroz.
Así que el agua adecuada es importante, lo mismo la clase de
terreno. Por ejemplo, en los aluviones la tierra no es porosa, el terreno no es permeable, la humedad se va vertical, o sea, es como
430
echar agua a un filtro. A propósito de esto, quiero contarles una
experiencia que tuve con el cultivo de la sandía. Sería por 1957 cuando
hubo mayor escasez de agua en la presa de Sanalona, que por cierto
aún no estaba construida la presa Adolfo López Mateos. Yo tenía
rentadas doscientas hectáreas y me autorizaron sembrar nada más
cincuenta hectáreas, las otras ciento cincuenta se quedaron baldías
porque no podía atender una cosa y otra cosa; quiero decir, sembrar
legumbres o semillas: arroz, trigo, sorgo, etcétera.
Entonces nos cambiamos a un terreno que nos rentó Heriberto
Rosas, que estaba al sur de Culiacán, en Constancia, que era una
ranchería; pues ahí renté ochenta hectáreas y Canelos rentó ciento
veinte hectáreas al mismo Heriberto Rosas. En ese terreno sembramos tomate, chile, melón y sandías; estas últimas las sembré en un
espacio de quince hectáreas y el terreno estaba un poco quebradizo,
o sea, inclinado.
Pero ya mis conocimientos me permitieron tener una buena
aplicación de técnica en este caso del terreno sembrado de sandías.
Bueno, los surcos se hacen dos metros y medio distante uno del
otro, mientras que las matas se siembran cincuenta centímetros una
de la otra. Entonces yo había sembrado quince hectáreas de sandía
en ese terreno, que era arenoso.
Y como en todos los riegos el agricultor tiene conocimientos de
las hojas, al ver la planta, el color de ésta, se da cuenta, ¿verdad?, si
carece o no de humedad. Bueno, pues nosotros regábamos y la
planta seguía en las mismas condiciones. Pero mi mente estaba trabajando «¿En qué consiste esto?» Y a la semana otra vez les decía a
los muchachos: «Vuelvan a meter el agua porque la planta carece de
humedad».
Pues otra vez regábamos y volvíamos al día siguiente y la planta,
igualmente. Entonces se me metió en el cerebro en qué consistía el
problema, por qué no cambiaba de color y por qué la planta no
había robustecido. Inmediatamente comprendí que el mal consistía
en que estaba distante el surco donde estaba la raíz y la humedad de
los riegos no llegaba hasta ese lugar; entonces inmediatamente le
grité al encargado del riego: «¡Vayan y me traen todas las palas que
haya y todos los azadones porque vamos a hacer un movimiento
431
aquí entre toda la gente, porque urge el riego a la sandía, de otra
forma no vamos a ver sandías!».
Entonces todos nos movilizamos e hicimos unas entradas formando una especie de «U», o de una «Phi» griega, con la finalidad
que la humedad llegara hasta la planta.
Y así, al día siguiente, ya llenando todos esos agujeros, procurábamos que al irnos acercando a la planta hacer más honda la zanjita
para que se acumulara el agua y durara más tiempo para que se
humedeciera la tierra. Y así, efectivamente, la planta desarrolló y
nos dio sandías. Pero han de saber que en terreno arenoso el agua
no traspasa, sino que se va vertical.
Había un vecino cerca que se llamaba Isidro Escoboza; él tenía
ochenta hectáreas de sandía y el pobre no tenía más que ese cultivo,
porque muchos se dedicaban exclusivamente al cultivo de la sandía
porque en aquella época sólo se sembraba en tierras arenosas en las
márgenes de los ríos, donde había profundidad, donde había humedad y la raíz de la sandía penetra más fácilmente que en terreno
barrial.
Entonces me dijo Isidro:
—Oyes, Pappatheodorou, ¿por qué no vas conmigo a que veas mi
sandía? Yo le riego y le riego y la misma cosa. Ahora veo tu planta muy
bonita y no entiendo cuál es la diferencia.
—Vamos a ver tu terreno.
Pues sí, fui a ver y era la misma cosa, que no le llegaba la humedad. El pobre hacía los gastos regaba y volvía a regar pero la humedad se iba vertical; entonces había necesidad de acercar más la humedad para que le llegara a la planta. Y le dije:
—Vamos para que veas lo que hice yo.
Ya fuimos a mi campo a ver la sandía y se admiró, pues ni se
imaginaba lo que en estos casos se debía hacer, bueno pues ni yo
tampoco me imaginaba, pero al final, de tanto estar quebrándome
la cabeza, pues di con la solución.
432
Y así fue como me salvé y se salvó Isidro Escoboza. Y pues cada
vez que nos encontrábamos me daba un abrazo en muestra de agradecimiento por el favor que, según, le había hecho.
La Confederación de Asociaciones Agrícolas
del Estado de Sinaloa
Al llegar a Culiacán, contaba entonces, con setenta mil habitantes.
Era un pueblo reducido. Hoy se cree que llega a un millón de habitantes. Sinaloa entonces tenía una población aproximada de setenta
mil habitantes, en 1948.47 Entonces, lógicamente, la agricultura era
un principio, como ya dije. En aquélla época en Sinaloa, no se desarrollaban más que los ingenios, de los cuales se conocían el de Los
Mochis, que era el ingenio más grande. Y recuerdo que hace más de
cincuenta y tantos años que traían el azúcar de allá en cuadritos;
luego estaba como segundo ingenio el de Navolato, luego El Dorado, le seguía El Roble más al sur, que estaba en el río Piaxtla.
AÑO
P O B
RURAL
1940
1950
61442
79256
% DEL TOTAL
L A C I Ó N
URBANA
TOTAL
DEL ESTADO
31904
67854
93346
148106
18.9
23.2
Así es que todo lo que se desarrollaba en aquellas regiones era la
caña, el garbanzo, el frijol y, en poca escala, el maíz. ¡Ah!, el ajonjolí
era una de las semillas que más prosperaba en tiempo de lluvias.
Naturalmente hay que mencionar cómo se organizaron en aquel
entonces, las asociaciones agrícolas. Se formaron unas asociaciones
en cada río y naturalmente todo eso era para defenderse del reparto
de las tierras. Entonces varios agricultores se empezaron a reunir
47
Los censos de 1940 y 1950 arrojaron las cifras del recuardo. Ceceña, J. L. Op. cit.
433
en asociaciones para defender sus propiedades que efectivamente
se estaban trabajando. Y así fue que se formaron las once asociaciones de los once principales ríos de Sinaloa, cuya cabeza era la Confederación de Asociaciones Agrícolas de Sinaloa.
La Confederación de Asociaciones Agrícolas del Estado de
Sinaloa (CAADES) hoy es un organismo bastante fuerte y la asociación de Culiacán es la más fuerte, puesto que cuenta con mil
novecientos cincuenta y tantos asociados; por cierto que el 24 de
junio, que es el día del agricultor, se hacen unas fiestas grandiosas.48
Hace pocos años que hubo algunas dificultades, que quisieron
afectar tierras tanto en Sonora como en Sinaloa. Entonces enviaron algunos representantes, tanto de la Asociación de Sinaloa como
de la Confederación, a estudiar el problema y ellos con estadísticas
en la mano pudieron comprobar que en el treinta por ciento de la
superficie que tienen los pequeños agricultores desarrollan una producción del setenta por ciento, y que a la inversa sucedía con los
campos ejidales, que tenían un setenta por ciento de superficie y el
treinta por ciento nada más producía.
Como siempre, hemos pensado que necesitamos producción,
entonces creemos que no se puede afectar la producción simplemente, nada más, para repartir la tierra.
La tierra, ya se ha dicho desde hace muchos años que, es de
quien la trabaja. Entonces debemos de apoyar a los que trabajan la
tierra y no al que no sabe trabajarla. Porque el que sabe trabajarla da
trabajo a mucha gente y el trabajo además da a muchos también qué
comer. Las ciudades han crecido enormemente y ¿de dónde van a
mantener a esa gente? si no hay producción. Ahí está el problema
48
La primera organización de agricultores que se formó, amparada por la ley federal,
fue la Asociación de Productores de Legumbres del Río Culiacán, en 1932. Pocos
días después se reunieron los agricultores del río de Sinaloa, río Culiacán, río Fuerte, río Elota y río Mocorito para formar la Confederación de Asociaciones Agrícolas del Estado de Sinaloa (CAADES). Los motivos que empujaron a estos agricultores a organizarse fueron: disminuir la dependencia financiera de los agricultores
con respecto al capital norteamericano y de la participación de intermediarios en
la exportación de sus productos.
434
más grande y hay otros problemas que se pueden mencionar; pero
eso les toca a los políticos, a los estadistas y a otras gentes más, pero
no a mí, porque a mí me gusta nada más hablar de lo que veo, tal
como son las cosas en la práctica.
Las mismas asociaciones fueron las que programaron las necesidades del campo de Sinaloa. Y, ¿cuáles eran esas necesidades?
Bueno, por ejemplo: como ya veíamos desde la primera presa de
Sanalona, cuando se llevó a efecto la segunda zafra del ingenio de
Costa Rica, bajó el agua en esa presa y por tal motivo se construyó
ese ingenio con una superficie de diez mil hectáreas, que tenían que
estar a un perímetro de quince kilómetros de distancia del molino.
Así que todos estos terrenos (no todos) sembraban caña para tener
el transporte más económico, o sea el abastecimiento del ingenio
de Costa Rica.
Ya que estoy hablando del ingenio de Costa Rica quiero platicarles
un poco más sobre cómo se trabajaba. En ese ingenio se trabajaba
a base de pago: el molino tenía sus técnicos, que eran ingenieros,
que visitaban los campos y veían las necesidades que tenían que
resolver; entonces les resultaba más costoso al ingenio hacerlo directamente que repartir las tierras a colonos, por lo que optaron
por dárselas a colonos que habían sido en su mayoría trabajadores
del campo de Costa Rica, o sea del ingenio mismo; así que a todos
ellos les dieron de veinte a veinticinco hectáreas de terreno ya plantadas de caña y les dijeron: «En esos terrenos tienen ustedes la obligación de cultivar la caña, esta superficie es para el abastecimiento
de materia prima para el ingenio. Anualmente se les va a descontar,
tanto más cuánto, para que a los veinte años se liquide esta deuda
con el ingenio.»
Pero se vio prácticamente que ya los nuevos dueños de las tierras, o sea los colonos, ya no eran peones como antes cuando regaban, sino que recibían el dinero del ingenio para hacer los gastos de
cultivo, de riego, de corte: tanto de esto, tanto de aquello (es decir,
la refacción), que llegaba a sumar una cantidad equis, dos o tres mil
pesos por hectárea. Pero no hacían trabajo ellos, ya no agarraban la
pala. Si autorizaba el ingenio que el riego debía de hacerse por hectárea con veinte pesos, ellos pagaban a regadores (que desde luego,
435
anualmente venían gentes de distintas partes de la República a trabajar), entonces pagaban diez o doce pesos; así que ellos se beneficiaban con ocho o diez pesos. Aparte, ellos también debían de trabajar para aprovechar íntegro ese dinero, pero no lo hacían. Pasado
el tiempo no sólo hacían eso, sino que iban a las cantinas del pueblo
de Costa Rica y firmaban vales por cerveza, por tequila, por mezcal,
por todas esas bebidas; entonces ahí les cargaban el dos por ciento
de intereses, y quién sabe qué más trucos les hacían los cantineros.
Llegó un día, en que el diputado local, que era Pancho Soto
Leyva, se dio cuenta de lo que pasaba con los colonos y los cantineros y que muchas veces gastaban más en vino que en darles de
comer a las familias. Así que se dio cuenta don Francisco Soto Leyva,
como dirigente que era de los trabajadores del ingenio, fue y les dijo
a los cantineros:
—¡Hombre, pues eso es una barbaridad! ¿Cómo es posible que esos
individuos gasten más en alcohol, en bebidas que en comidas? Y además ustedes les cobran el dos por ciento de intereses.
Bueno, pues, hizo que les rebajaran los intereses por las bebidas.
Posteriormente no sólo quedó allí la cosa; conforme los colonos
iban liquidando la deuda de los lotes, empezaron a vender y a decirnos a particulares y a colonos (porque había unos más dedicados
que otros al trabajo y otros más a la vagancia): «Ahí les vendo veinte
hectáreas». Y así los terrenos casi la mayor parte han cambiado de
dueño.
Todas esas cosas las menciono porque el que tiene tierra necesita tener interés para trabajarla. Y para que produzca la tierra necesita atenderse con mucho celo y cariño.
Así que al llegar yo a Culiacán empecé a dedicarme a las legumbres, con mis compatriotas; y había necesidad de que también nosotros estuviéramos agrupados. Porque según cada individuo que
se dedicaba al cultivo del tomate se le asignaba la cantidad de agua
49
La capacidad de las presas en millones de metros cúbicos es la siguiente: Sanalona, 485;
Josefa Ortiz de Domínguez, 500; Miguel Hidalgo, 3250; Guamúchil, 343. Op. cit. p. 68.
436
que necesitaba, de acuerdo a la superficie que tenía que sembrar de
legumbres, y por tal motivo debía pertenecer yo también a la Asociación de Agricultores. Así que desde 1948 soy socio activo de la
Asociación de Agricultores de Río Culiacán.
Pero llegaron años de escasez de agua y la superficie cada día
aumentaba, porque desmontaban terrenos cada vez más; entonces
el agua ya no era suficiente. Así que tenían que limitar la distribución de agua según las posibilidades y según también las necesidades de cada familia; de esa forma la cantidad de agua se asignaba de
acuerdo a la superficie que debía cultivar.
El primer presidente de la Asociación de Agricultores de Río
Culiacán fue don Emilio Gastelum, un hombre de pensamientos
firmes (que ya murió el pobre, que Dios lo tenga en sus brazos, fue
un hombre muy recto). Él fue el que inició la Asociación de Agricultores. Por cierto que su hijo también se llama Emilio Gastelum y
también prestó servicio tres años en la Asociación. Y así siguieron
varios, hasta hoy que es presidente de la Asociación el ingeniero
Enrique Duarte.
Hasta este último periodo los presidentes duraban dos años en
el cargo y se consideró que era muy poco el tiempo y se prolongó a
tres años.
Así que desde 1948 hasta la fecha soy miembro activo de la Asociación de Agricultores de Río Culiacán.
La formación de la Asociación de Agricultores fue principalmente el de tener un cuerpo, una voz unida para poder defendernos
los pequeños agricultores (como ya les dije), pero además de eso, ya
formada la Asociación se fueron resolviendo muchas necesidades
que al agricultor se le fueron presentando y en la Asociación se
fueron creando condiciones para poder tener una alternativa para
la defensa del cultivo; así que dentro en la Asociación había gente
de mucha experiencia. Que necesitamos semilla. ¿Qué semilla usan
los americanos? Pues la Ferry-Morse o la Asgrow... ¡En fin!. Semillas
que son de prestigio, que tenían y siguen teniendo variedades híbridas
que proporcionan una mayor producción.
Para el arroz se usaba como semilla el arroz Blue Bonnet, que era
de Lousiana, de ahí se importaron las primeras toneladas. Y esos
437
movimientos de importación los podía hacer la Asociación porque
ya tenían recursos propios que se asignaban de la misma producción que tenían los agricultores. Se destinaba determinada cantidad
por tonelada para cubrir las necesidades de la Asociación.
Así sucedía con todos los cultivos que se hacían, por ejemplo,
con el garbanzo, el cártamo, se importaban también las semillas, de
las mejores. Para esto se nombraba una comisión de tres o cuatro
personas para que fueran a investigar sobre las variedades de semillas, naturalmente que se le pedía permiso al gobierno federal para
hacer esa importación.
Bueno, pues cada uno hacíamos una solicitud de los kilos y la
clase de semilla que necesitábamos y la Asociación también resolvía
el problema de almacenamiento de estas semillas.
Pero así se fueron presentando problemas que resolver, no sólo
de semillas, sino que después se presentó la necesidad de instalar
una estación de gasolina, de tractolina, de diesel y de aceite para
suministrarle a los tractores y a los camiones. Así que contamos
con eso. La estación tiene dos camiones con sus tanques, que va a
distribuir en los campos; para esto, cada uno de los agricultores que
tiene necesidad de este servicio hace una solicitud, paga la admisión, y de esta forma nos beneficiamos, porque se compra al
mayoreo.
La Asociación tiene los tanques en donde se almacenan los combustibles. Ese lugar se llama Las Flores.
Después de resolver el problema de los combustibles se planteó
la necesidad de los implementos, ya fuera de discos, palas, azadones, tornillos de distintos tamaños, etcétera. Así que la Asociación
instaló una tienda en donde comenzamos a adquirir estos implementos a un costo menor.
Luego se planteó la necesidad de los fertilizantes. Para esto la
Asociación envía circulares en donde pide la superficie del terreno
que se va a fertilizar; entonces uno va a las oficinas de la Asociación
y hace su solicitud de la cantidad de fertilizantes.
Así que la asociación es hoy un organismo bastante extendido,
que tiene cerca de dos mil miembros. Ahí en la Asociación existen
varias oficinas en donde se tratan distintos asuntos y ahí mismo
438
tenemos un licenciado que se ocupa de los problemas que se refieren a la defensa del pequeño agricultor. Y así, en este organismo
nos consideramos todos como hermanos.
Ahí en el local de la Asociación también hay unas bodegas en
donde se pueden almacenar semillas, sin tener necesidad de ir uno a
rentar a otro lado. Tenemos también auditorio, que resulta ya pequeño, para los pequeños agricultores. En este local, cada vez que
hay alguna reunión invitan al gobernador, al jefe de la Zona Militar,
a las autoridades civiles y militares para que estén presentes y se
enteren de lo que se va a tratar ahí; también acuden a estas reuniones los periodistas, para difundir los asuntos que se tratan.
Todo esto es una cosa muy bonita, hay una hermandad entre
todos los asociados y no sólo entre nosotros, sino también llegamos individualmente a apoyar a aquel que no está asociado. En
algunas ocasiones se ha presentado que alguien tiene necesidad de
terminar su siembra o un barbecho y no tiene los suficientes tractores, entonces me dicen:
—¿Pappatheodorou, no me puedes facilitar tu tractor dos o tres días?
Tú me dices cuánto te pago.
—Manda por él, ¡hombre! Mira aquí está este papelito y ahí te entregan lo que necesitas.
Tal amistad se tiene, tal hermandad prevalece en Sinaloa.
Bueno, ya que estoy hablando de la Asociación de Agricultores,
recuerdo que el año pasado, el 24 de junio de 1984, el día de San
Juan, me hablaron desde Culiacán para que asistiera a los festejos
del agricultor, porque me iban a honrar con un pergamino como
uno de los agricultores buenos, que le ha tenido cariño a la tierra,
que por cierto aquí en mi casa tengo colgado ese diploma.
Recuerdo también que en 1932, cuando el general entregó la
gubernatura de Michoacán, me extendió un diploma por los trabajos que desarrollé sobre la industria sericícola en Michoacán.
Después de este pequeño paréntesis quiero continuar con la
439
narración de la Asociación. Así que la misma asociación de agricultores y la confederación tenían que hacer presión también ante el
gobierno federal. Y el gobierno federal también se daba cuenta de
los progresos graduales que surgían en Sinaloa, porque siempre en
la Cámara de la Unión, con los diputados federales, siempre exponían ahí las necesidades del estado de Sinaloa, por ejemplo, les decían que para tener una mayor producción se necesitaban más presas. Por cierto que la segunda presa, la de Miguel Hidalgo y Costilla,
en el río Fuerte, es una de las presas más grandes. Después de esa
presa del norte, del municipio de Ahome, de allá del Fuerte, entonces se proyectó también la presa del río Humaya, que se unen los
dos ríos precisamente en la estación del ferrocarril de Culiacán; pues
ahí en donde se unen los dos ríos que van hacia el mar se forma el
río Culiacán.
Estando como presidente el licenciado López Mateos, iniciaron
los trabajos de esa presa y que también se conoce con el nombre de
Adolfo López Mateos, que resulta ser cinco veces más grande que
la presa de Sanalona.
La presa de Sanalona tiene setecientos cuarenta millones de
metros cúbicos.49 Y naturalmente al haber agua en toda la margen
derecha del río Culiacán, llegó al canal alto, en la Angostura y hasta
Guamúchil. Y toda esa superficie que abarcó pasa también por el
pueblo de Pericos, hasta Guamúchil; por cierto que ahora todas
esas superficies son vergeles. Hay muchas huertas que son cítricos
de naranjos, mangos y de tantos otros árboles y siembras como del
sorgo, cártamo, maíz, ¡en fin!, muchos otros productos.
Y así siguieron las cosas desarrollándose; cada periodo presidencial que pasaba se insistía en que se hiciera otra presa. A propósito, con López Portillo también se benefició Sinaloa, porque se
hizo otra presa en El Barejonal, que estaba sobre el río San Lorenzo, que ya tenía una presa derivadora a la altura del mismo pueblo
49
La capacidad de las presas en millones de m3 es la siguiente: “Sanalona” 485;
“Josefa Ortiz de Domínguez” 500; “Miguel Hidalgo” 3250; “Guachichil” 343. Op.
cit., p. 68.
440
441
442
San Lorenzo, ahí precisamente, poquito más abajo donde pasa el
puente de la carretera; esa presa tenía un canal alto que no sólo
regaba de ahí para abajo, sino que se conectó hasta el canal 10 de
Culiacán; hacia el sur tuvo que verter sus aguas al canal principal de
Sanalona; entonces, al llegar ahí a vaciar las aguas al canal bajo del
río de la presa Sanalona; uno iba hacia el norte y el otro hacia el sur.
Quiero decir que uno era canal más alto y el otro más bajo, pero
con el canal alto aumentó enormemente la superficie de riego. Y
ahora con la presa López Portillo, que tiene más de tres y medio
millones de metros cúbicos y que se están haciendo los canales que
van a llegar hasta La Cruz, la extensión de superficie de cultivo
resulta también bastante grande. Y así, constantemente se va incrementando esa superficie. Pero necesitamos técnica y buenos técnicos para aumentar las producciones.
Pero ahora quisiera continuar narrándoles sobre los cultivos.
Como ya he mencionado, los primeros que empezaron los cultivos
en Sinaloa fueron Aretos, Morachis y Georgelos y después de éstos
fueron los griegos del norte, que estaban en algunas minas y que
empezaron a dedicarse a la agricultura; después bajaron hacia el sur,
gradualmente, en donde podían encontrar apoyo, porque eran gentes de escasos recursos económicos y, naturalmente, con ambiciones de trabajar, de producir, de mejorar, de prosperar; así que después de Georgelos llegaron Nico Goches y luego Constantino
Dimópulos, que era mayor del ejército griego; también, como ya he
mencionado, estaba Juan Crisantes. Bueno, pues esas gentes se
acercaron con los paisanos Aretos y Morachis, que estaban en los ingenios de Navolato y El Dorado, que tenían como patrón a Jorge Almada,
que era el dueño del ingenio de Navolato. Y ahí encontraron apoyo los
griegos, que empezaron ahí a rentar al hacendado pequeñas superficies
para sembrar tomate y chiles Bell pepper. Lo mismo sucedió hacia el sur
en el ingenio El Dorado, en donde estaba el señor Alejandro Redo, un
hombre muy próspero que había viajado varias veces al Oriente, a China y a varios lugares más, de donde trajo muchos árboles exóticos que
plantó en la hacienda El Dorado, que por cierto yo todavía alcancé a ver
calzada de guamúchiles, calzada de mangos, calzada de guayabos, calzada de bambús; ¡en fin!, de varias frutas. Los canales que tenía tomaban
443
el agua del río San Lorenzo y por ahí tenía plantaciones de bambú,
porque parece ser que querían abrir una industria que pensaba establecer ahí.
Así que con don Alejandro Redo los griegos encontraron apoyo
porque les dio facilidades para plantar el tomate. Pero como el río
de La Cruz tenía poca agua, tuvieron que sembrar pocos años tomate y volvieron a concentrarse en Navolato. Y ya cuando hicieron
la presa de Sanalona se fueron a concentrar a Culiacán. Pero eso no
fue todo, sino que se dieron cuenta que la tierra más propicia para el
tomate era la de Culiacán, y principalmente un pedazo de terreno
que está hacia el poniente, que se llama Betauco, porque esa tierra
no es barrial, ni arenosa y es un terreno semihúmedo y poroso y ese
lugar es el más propicio para el desarrollo de la planta de tomate,
que por cierto de ahí es el tomate más excelente que hoy se produce.50
Hubo un griego que estuvo en Guasave, en Los Mochis, en
Gorrión y en Guamúchil; ahí estuvieron los hermanos Cutrulares,
por cierto hace poco murió el último de ellos. En Gorrión estuvo
Constantino Barelas, Pedro Corasides, que estuvo mucho tiempo
en Guasave hasta que ya se hizo viejo el hombre, porque sus hijos
se prepararon y se vino a radicar a Guadalajara, en donde terminó
sus días. Lo mismo también Gustavo Quircos, quien estuvo casado
pero no tuvo hijos; ya cuando llegó a cierta edad se retiró y se fue a
vivir a Nogales y ahí terminó sus días también.
Bueno, ya ni para qué decir quién terminó sus días, basta mencionar que en los años cincuenta había más de ochenta griegos, de
los cuales quedamos hoy ocho o nueve griegos.
Pero regresando a lo del cultivo de tomate, recuerdo que trabajan muchachos de diez, doce o quince años, pero no sólo chamacos,
sino que también las mujeres, que eran un poco más efectivas, más
50
Los griegos que encabezan la producción de tomate y poseen las empacadoras
más grandes en el Valle de Culiacán son: Arístidis y Konstantinos Kamelópoulos,
Ioánnis Stámos, Mijaíl Crisántis, Georgelos Chaprális y Jaralambos Stamatis. Op.
cit. p. 95.
444
dóciles para el trabajo y que lo hacían mucho mejor. Cuando se
plantaba un surco, cuando ya estaba el agua, no usábamos ni palito,
sino que los muchachos usaban sus manos porque eran más delgadas, que penetraban en el lodo en la tierra mojada con más facilidad
para plantar, y con mucha práctica y velocidad que lo hacían. Así
que llegaba a plantar diariamente hasta cuatro o cinco hectáreas de
tomate, naturalmente, de acuerdo a las cuadrillas de gente que se
ponían para la plantación.
Así se dejaba la planta durante diez o quince días, según si venía
o no una llovizna, y luego se le daba una poca de tierra con azadón,
o sea tapando un poco el cuerpo del tomate y si era grande y por el
peso se caía el tallo, entonces lo enderezábamos con tierrita alrededor formando un montoncito de tierra, ya después de eso se metían los arados (y ahora con tractores) uno a la derecha y otro a la
izquierda y así uno en cada lado echaba la tierra formando un
surquito, una raya que defendía a la planta al formar un bordito. En
esas condiciones se volvían a regar dos entradas de agua, dos
surquitos en cada hilera. Luego que la tierra estaba en un punto,
entonces entraban los borderos, que se les llama así a tres discos
para un lado y tres discos para otro lado; igualmente unos echaban
la tierra hacia la derecha y otros hacia la izquierda y de esa manera
se formaba una cama que era como un caminito o un bordito muy
parejito, siempre y cuando la tierra estuviera con la humedad apropiada. Bueno, pues se volvía a regar y después de este riego entraba
el tractor alto, porque para entonces el tomate estaba ya grande;
luego se metían dos arados o el tractor zancón ya fuera el International o el John Deere u otro de cualquier marca; porque el tomate
lo requiere así, no por lo crecido en sí, sino porque está floreando y
ya comienza a tener tomatitos cerca del tallo. Este era el trabajo
definitivo, pero debo mencionar que antes de que hubiera tractores,
este mismo trabajo se hacía con dos mulas: una se ponía a la derecha y otra a la izquierda y se les ponía un arado de doble vertedera,
movido por bestias en vez de tractor. Por cierto que hoy en día las
mulas sólo se emplean en el cultivo del pepino y del chile, porque
necesitan de un cultivo ligero y volver a abrir el surco porque así
penetra mejor la humedad y respira también la raíz.
445
Recuerdo que cuando llegué a Culiacán ya había tractores International y John Deere que eran de dos pistones, que les llamaban
top, top, top, top, top; eran unos tractores, para esa época, muy
violentos, que desde luego ahora serían tractores lentos. Y hacían
un trabajo más ligero, más superficial, no como los de hoy.
La gente más activa y más próspera fueron los hacendados, los
rancheros de menor superficie y los extranjeros más viejos, más
antiguos en la región, que fueron una familia francesa de apellido
Clouthier; que por cierto yo alcancé a conocer al más viejo, que era
papá de los señores don Manuel, Briano y Carlos. A propósito, nos
estamos emparentando con ellos, pero además somos muy amigos.
Así que el señor Manuel Clouthier tenía una extensión desde las
orillas de Culiacán hasta el ingenio de Costa Rica; todas esas tierras
eran ganaderas, tenían como centro el rancho de San Rafael. Por
cierto que creo que aún tienen cuatrocientas hectáreas de propiedad, que ahora se divide entre las familias de los cuatro hermanos y
vendrán tocándoles unas veinte hectáreas por cada uno, siendo de
esta forma pequeños propietarios. Pero ellos no explotan la tierra
individualmente, sino que formaron una sociedad, porque así les
resultaba más fácil explotar la tierra y administrarla, que hacerlo en
pequeñas propiedades.
Y después de los franceses siguen los alemanes, que hoy son
más numerosos; después de los alemanes había, en menor proporción, italianos (que por cierto hoy ya no hay); también había árabes,
o sea siriolibaneses, israelitas judíos, naturalmente que la mayoría
eran de origen español.
Los griegos nacidos en Grecia sumamos más o menos aquí unos
ochenta. Y ya que estoy platicando sobre esto, quiero decir que los
griegos llegaron a esta región con mucha ansiedad; al ver aquellas
extensiones de tierra con agua se pusieron a trabajar con todas sus
ganas, hasta uncían ellos mismos, personalmente, porque eran también muchos desde la patria, gente trabajadora que pegaban tiros de
mula o bueyes para barbechar por surcos y para cultivar las legumbres que empezaron desde una superficie de cinco, ocho y diez hectáreas.
Pues llegó un momento en que empezaron a vender la tierra los
446
hacendados, o sea aquéllos ganaderos que se apellidaban Clouthier
Gastélum, de los tantos ricos que tenían superficies grandes; entonces tuvieron que lotificar por cien hectáreas la tierra. Entonces
vendieron, en esa época a cuarenta mil pesos el lote o sea a cuatrocientos pesos la hectárea. Y naturalmente, al ver los griegos esa
baratura (porque en Europa todos sabemos que la tierra está escasa
y muy cara) compraron suficiente superficie y no sólo de los lotes,
sino también de monte, que desde luego tenía que destroncarse
para abrirse al cultivo. Por ejemplo, el señor Aretos tenía la hacienda de El Limoncito, al otro lado del río Culiacán, cerca de Navolato,
pero como no la podía trabajar solo, la comenzó a trabajar con
medieros.
Pero a pesar que se trabajaba la tierra con medieros, la gente se
dio cuenta de que los griegos se hacían de mucho terreno y que
prosperaban y para entonces ya se decía que los griegos se habían
apoderado del Valle de Culiacán. Ese fue el motivo para que comenzaran a hacer varias reuniones para hostilizarnos y si era posible hasta expulsarnos de la región. Y esto lo hacían los rancheros
prósperos, los terratenientes, porque veían que los griegos habían
comenzado por la alfa y ya casi iban en la omega o sea a medio
alfabeto y pues los molestaban por esa prosperidad que estaban
logrando.51
Bueno, llegó un momento candente en una reunión, en eso se
presentó el licenciado Alejandro Barrantes (que por cierto hace varios años que murió), fue presidente municipal en Culiacán y secretario general en el gobierno del general Leyva Velásquez. El licenciado Barrantes era una persona culta y un hombre de buenos pensamientos, honrado, trabajador y fílogriego; sus antepasados habían sido hacendados, por cierto que me tocó ver el casco de la
hacienda que se encontraba cerca de Quila; todas esas tierras habían sido repartidas y toda esa gente se dedicaba a cultivar tomate
bajo la ayuda de los griegos, porque ellos tenían la mejor técnica del
51
Poseen en conjunto 60,000 hectáreas las siguientes familias: Tamayo, Clouthier,
Martínez de Castro, Armando Robles, Rincón, Francisco Ritz, Gastélum, Carrillo,
Raúl Ávila, Redo, Almada, Calles, Cárdenas Mora. Op. cit. p. 95.
447
cultivo del tomate. Y como les decía, llegó a esa reunión el licenciado Barrantes y les dijo a los compañeros:
—Compañeros, están ustedes en un pensamiento muy malo; están
pensado muy mal contra los griegos. Como todos lo sabemos, los griegos comenzaron a trabajar con sus propias manos, manejando mulas,
cultivando ellos mismos la tierra y ellos gradualmente fueron abriendo
el mercado de los Estados Unidos. Así que no tenemos por qué
quejarnos, sino que debemos de elogiarlos porque ellos nos han abierto los ojos y nosotros todavía los tenemos cerrados. Si ellos se levantan a las cinco de la mañana, entonces nosotros, para ganarles tiempo,
debemos levantarnos más temprano. Pero no, nosotros hacemos lo
contrario. Ellos se levantan a las cinco de la mañana y nosotros llegamos a las nueve de la mañana y ni siquiera bajamos del caballo, sino
que preguntamos desde la orilla de la propiedad, según el nombre,
Pancho o José, le preguntan al mayordomo: «¿Cómo están las cosas?»
Y el otro les contesta: «Bien, patrón, todo está bien». «¡Ah!, bueno, hay
nos vemos, ¿eh?» Ese es el sistema de nosotros. En cambio estos señores atienden directamente las cosas.
Pues con el tiempo empezaron a cambiar de modo de pensar;
pero al principio hasta en los periódicos nos atacaban y en todas
partes.
Así como expulsaron a los chinos por toda la costa, así pensaban hacer también con los griegos.
Pero la salvación de los griegos y para el progreso de Sinaloa,
fue el cimiento de los griegos, como ellos mismos lo reconocen.
Gradualmente (como ya dije) el problema se resolvió, las cosas
poco a poco fueron cambiando. Crecieron nuestros hijos y, como
era lógico, al ver la prosperidad de los griegos entonces empezaron
a emparentarse las mejores familias de los sinaloenses con los hijos
de los griegos y hoy es una sola familia, no hay distinción ni de
griegos, ni de sinaloenses, ni de culiche.
Eso sí, hemos perdido nuestra lengua porque a donde quiera
que vamos tenemos que topar con parientes de nuestros hijos y
tenemos que hacer la conversación en español, así que el griego se
está borrando en el estado de Sinaloa.
448
Muchos me preguntan que si todavía hablo el griego y les contesto:
—Sí, sí hablo el griego, porque yo siempre leo, tengo libros griegos,
recibo el periódico de Nueva York y por tal motivo, ¿verdad?, no se
me ha olvidado el griego. Y, lógicamente, le tengo cariño a mi lengua.
Hoy no hay división alguna en Culiacán. El presidente de la Asociación de Agricultores de Río Culiacán es un hijo de griego, se
llama Theojaris Crisantis, así que él es el presidente de nuestra Asociación, que aglutina a más de dos mil miembros agricultores. No
tenemos por qué decir que es griego, no, simplemente es agricultor,
ni culiche, porque hoy la agricultura está extendida en todo Sinaloa
y es hoy el estado más próspero en agricultura. Y todo mundo estamos trabajando para el bien, para el progreso, para alimentarnos.
449
450
EPÍLOGO
¿Qué es el socialismo?
C
omo fui el primer nieto, mi abuelo me tenía mucho cariño
y siempre, a la hora de comer, me tenía que poner en sus
piernas para comenzar a comer. Ya cuando crecí tenía que
estarme sentado a su izquierda, porque a la derecha se sentaba mi
abuelo. Y así me tenía a su alcance y siempre me preguntaba qué
quería.
Siempre tenía que acompañarlo a donde iba, desde luego que
esto era fuera de las horas de escuela. Me llevaba a caballo al campo
y después íbamos hasta donde él tenía un rancho con ganado.
Los sábados por la tarde me llevaba al templo al rosario, porque
es costumbre de la religión ortodoxa ir los sábados a las seis de la
tarde al templo a rezar el rosario. Entonces me llevaba a mí siempre
al templo y el domingo a misa.
Había cuatro sacerdotes en mi pueblo, que eran Pappajarálampos,
Pappatanasios, Pappajristos y Pappatheodoros. Mi abuelo era como
la cabeza de esos sacerdotes, así que cada quien tenía su barrio y
cada primero de mes bendecían con agua bendita las casas; iban
caminando de casa en casa.
En aquella época no tenían sueldo los sacerdotes sino que recibían ayuda del pueblo. Llevaban un barro con bolsas grandes colgadas para uno y otro lado y en cada casa les tenían que hacer un
regalito, ya fuera en efectivo o con semillas, pan. Y los sacerdotes
les vendían estos productos a los que tenían más necesidad, que
desde luego, ya sabían que el primero de mes siempre había que ir
451
con los sacerdotes a ver qué vendían. Y todo eso que juntaban,
naturalmente, era para beneficio propio, porque la Iglesia, ya lo he
dicho, tenía sus propios recursos, tenía bienes propios y hacía los
gastos.
Pero sucedía que muchas de las veces los sacerdotes se reunían
en un salón que tenían anexo al templo (y yo chamaquito, como mi
abuelo me llevaba, me enteraba de sus pláticas) y ahí discutían, bueno, no se peleaban a manotazos pero sí de palabra, porque había
invadido un sacerdote tantas casas de su barrio y aparte la discusión
sobre las colectas que cada uno hacía, y así no se podían entender
entre los cuatro. Yo siendo chamaquito, me acuerdo que pensaba:
«¿Cómo es posible que siendo cuatro sacerdotes no se puedan entender entre ellos?» «¿Cómo es posible entonces hacer justicia entre
la población?» Y ese fue mi primer pensamiento sobre la equidad
en la vida humana.
En nuestro pueblo, en los albaneses, no había latifundistas, no
había hacendados, no había rancheros.
Desde luego que uno tenía ganado, pero sólo en cantidad suficiente, nada más para poder vivir; terreno, igualmente.
Había diferencias pequeñas; no había muy ricos ni muy pobres;
en mi pueblo no había limosneros. Si había un pobre con necesidades, acudía al patronato del pueblo, no hay que olvidar que estábamos bajo el yugo turco, o sea bajo el dominio del imperio otomano;
todas esas ayudas se hacían por medio del patronato y desde entonces le oía platicar a mi padre sobre el socialismo. ¿Y cómo era el
socialismo? (se preguntaban), pues que era la equidad, que no debía
haber pobrezas y que si todos trabajábamos todos tendríamos.
Así que desde entonces comencé a pensar en una equidad, todos tenían sus oficios en Mandritza y no había gente que no tuviera
qué comer, ni dónde meterse; todos tenían casa.
Cuando llegué a Salónica, que era la segunda ciudad de Grecia,
veía unos palacetes de dos, tres pisos:
—¿Y ese palacete de quién es?
—¡Ah?, pues de un rico.
—¿Cuántos viven ahí?
452
—Pues viven tres, cuatro gentes.
—¿Y para qué quieren ese edificio tan grande?
—¡Ah!, pues porque son ricos.
Entonces me ponía yo a pensar: «¿Pero cómo pueden ser ricos
esos?”, si uno que trabaja con sus propias manos, pues no puede
enriquecerse; ni el sastre, ni el carpintero, ni el carretero, ni el
hojalatero, ni el agricultor ¿por qué este amigo se hizo tan rico y se
hizo de ese palacio? Y en cambio, donde vivíamos, en Sorotí, teníamos dos cuartitos con una altura de dos y medio metros y pues
hasta dormíamos en el suelo, porque ni siquiera teníamos petate, ni
suelo, ni jardín, ni nada. Desde entonces yo estaba pensando en una
justicia, en una equidad… Y cuando oía, ya estando en el exilio en la
ciudad de Salónica, que se había hecho la revolución en Rusia y se
preguntaban ¿por qué se hizo? Y desde entonces decía yo: tienen
razón, ¿Como es posible que un rey, un ministro, un industrial o un
comerciante tengan tantos bienes, tantas riquezas, tantas cosas, y
qué será de la gente pobre que no tiene ni para medicinas, ni dónde
dormir?
Así que ese es el socialismo, que ofrece una equidad y así debe
de ser. Después de Francia, nuestro país se llegó a nombrar socialista. Francia que fue siempre el primer país, no sé si todavía continuará o cambiaría; porque es un socialismo democrático tanto en Francia como en Grecia. Igual sigue la religión, no hay prohibición de
creencias; pero eso sí: todo el pueblo, todas sus gentes, ambicionan
una equidad, un mejoramiento: que cada quien tenga su casa, que
cada agricultor tenga su terrenito.
En Grecia (para el que no lo sabe que lo sepa) no hay trabajadores. El trabajo de campo se presta, entre hermanos, entre parientes,
entre amigos. No hay criadas, no hay sirvientes. Sí hay ricos (y es
precisamente lo que se combate), pero se busca que haya una distribución de la riqueza, una distribución en las fábricas, que tengan
dividendos todos los trabajadores. Porque, ¿quiénes dirigen una fábrica? Muy sencillo, la dirige el patrón. Pero no, señor, el patrón a
veces es un analfabeto, como a mí me ha tocado conocer a muchos.
Y, ¿cómo lo logró? Pues hay una astucia natural. Pues que ese indi453
viduo ha sido muy económico, muy trabajador y ha logrado a través
de los años, acumulando y acumulando, que llegó a tener algo. Uno
de esos soy yo, aunque no soy rico. A propósito de esto, una vez le
dije a mi señora:
—Ya no quiero dinero, ya no quiero dinero.
¿Qué me contestó ella?:
—Dámelo a mí.
—Pues tú serás ambiciosa, yo no soy ambicioso. De aquí en adelante
voy a trabajar de balde; el que venga a consultarme para alguna cosa,
con mucho gusto le explicaré y le enseñaré en la práctica, en el terreno,
cómo se hace aquello.
Así siempre lo he hecho, con mis amigos y hoy también trabajo
de balde.
¿Cuál es mi trabajo? Después de atender mi huertita en mi casa
y en mi campo, que no es mucho como la gente cree, piensan que
soy millonario. No señor, no soy millonario, tengo lo suficiente nada
más para vivir mi vejez cómodamente, sin necesidad de molestar a
nadie. Con tan sólo no deberle a nadie estoy satisfecho. Así soy yo,
Pappatheodorou, todavía a los ochenta años fui a atender un jardín
en Jiquilpan, y así hago trabajitos.
Así que esas ideas del socialismo las tengo de muy atrás. El principio fue mi padre. Él siempre pensaba con una equidad, para que
todo mundo fuéramos amigos, sin diferencias. Y comentaba:
—Que vamos a la casa fulana. ¡Mira nada más qué espléndido, cuánta
riqueza! Y mientras vamos a la otra parte y no tiene el pobre pan ni
para ofrecer.
Y así era mi padre, era muy justiciero, buscaba un socialismo.
Mi padre era letrado, no era universitario, pero por naturaleza
tenía una inteligencia. Y como mi abuelo tenía muchos libros eclesiásticos él leía todo y se había adelantado mucho y había estudiado
454
(lógicamente) el griego antiguo; aunque no teníamos Universidad,
él se había hecho autodidacta y se había penetrado mucho sobre lo
que era la humanidad y de cómo debía de vivir. Y también se había
penetrado en las cuestiones del comunismo, sobre el socialismo de
Engels y de Marx. Así que todo esto él lo predicaba entre los amigos cuando platicaban. Y decía: «Va a llegar un día en que todas esas
cosas ventajosas de la humanidad se pongan en orden».
Y así es, todos debemos admirar, y así lo hago yo, lo que es
comunismo y socialismo. Tienen algunas cosas malas, pero el noventa por cuento son buenas. Y gradualmente tienen que ir cambiando conforme van avanzando.
Pero lo más malo que tenemos los humanos es que somos muy
agresivos, pero esa agresividad creo que cuando toda la tierra se
haga socialista se ha de quitar; entonces no va a haber dificultades
entre los humanos. Hoy las hay porque uno quiere pisotear al otro.
Hay dos países imperialistas (como dicen) pero no es así uno nada
más es imperialista. El otro es justiciero.
Porque toda la gente humilde busca una razón, un modo de
vivir. No es justo que un individuo tenga una hacienda en donde
trabajan equis cantidad de gentes y ese rico sea la cabeza y gaste
todo el dinero en ir a pasearse a Nueva York, a Londres, a París. Así
como estaba México antes de la Revolución; todos los hacendados
vivían en París, en Londres y los trabajadores vivían en unas chocitas,
durmiendo en petates y por las mañanas sacándolos con chicotas
los capataces, quienes andaban de casa en casa sacando a la gente a
las cuatro de la mañana para que fueran a la pizca de maíz en los
llanos, no importando que fuera invierno, ni que helara; ellos tenían
que salir a trabajar. Mientras los hacendados venían con lando, con
automóvil, tenían un palacete ahí en la hacienda; invitaban a la gente de los alrededores, que eran sus amistades, hacían bailes. Y los
trabajadores, los muchachos, ahí nada más se arrimaban a contemplar, ¿verdad?, como unos animalitos, cómo se divertían los ricos.
¿Es justo esto?
En Grecia estuve el año pasado y fui precisamente para ver a
mis gentes, sobrinos, primos y amigos, para penetrarme de su opinión sobre la vida, e inclusive tengo amigos intelectuales, pero allá
455
todo intelectual es un hombre sencillo, humilde, práctico; un hombre que ve lejos, un hombre que ve en la profundidad, en lo antiguo,
en lo presente y para el futuro, en cómo deben de ponerse en orden
las cosas. Y todos ambicionan (como lo he dicho) en un equilibrio
entre todos los aspectos.
En Grecia, sin ser comunistas, hay cooperativas en todas las
ramas de la producción, como la azucarera, todos los que aportan
la materia prima tienen dividendos. Todos los que están en la agricultura tienen sus organismos, sus empaques, todo es una equidad.
Los lecheros, los ganaderos también tienen su cooperativa. Así es
que sin ser comunistas buscan la manera de cómo defenderse y es
así que el producto va directamente del productor al consumidor,
para que no haya intermediarios, que no haya comerciantes. ¿Qué
significa ser comerciante? Pues tratar de explotar al otro sin sudar.
No queremos, no debemos de ser judíos todos; porque el judío está
explotando a la humanidad. El judío en ninguna parte produce.
Bueno, sí producen en Israel a base de sus compatriotas que viven
en el extranjero, que aportan grandes cantidades para que desarrollen sus trabajos allá.
Así que necesitamos afilar nuestras uñas y producir.
Necesitamos enseñar a la gente que trabaje y no que sea holgazana; que no haya billares, que no haya cantinas; las cantinas son
igualmente como el narcotráfico, lo mismo si permitimos que haya
mucha propaganda como la de la Coca-cola, que se vende, que el
coñac, que el whisky, etcétera.
Cuántas familias están en la miseria porque el trabajador, al finalizar la semana de trabajo, antes de llegar a su casa a dejar el dinero
a la familia, a su esposa para la comida y otras necesidades de la
casa, se va primero a la cantina. Eso que no me lo platiquen a mí;
eso lo siento, lo conozco y me duele cada rato al ver cómo está la
gente humilde. Pero, ¿quién tiene la culpa? Necesitamos ordenarnos, necesitamos disciplinarnos, tanto el gobierno civil como el eclesiástico. Necesitamos poner cada quién de su parte, pero con ganas
para buscar una equidad en el pueblo.
Tenemos a los industriales y comerciantes en México; todos
somos de los mismos huesos, de la misma carne. Porque no sabe456
mos si mañana vamos a morir, puesto que sabemos que hasta cierta
edad llegamos a vivir, más o menos; entonces para qué ambicionamos tantos millones.
¿Por qué los políticos también se llevan miles de millones de
pesos y van y los depositan al extranjero? En vez de poner aquí
fábricas y decir: «¡Hombre!, voy a poner una fábrica». «Yo tengo
tanto dinero. ¿Cuánto gasto para comer?, ¿cuánto gasto para pasear?» Y pregunto también a mis trabajadores a ver si se han paseado como yo.
Entonces, para qué acumular ese dinero y llevarlo a los bancos
en Suiza, a los bancos de Londres, de Nueva York. Por qué no dejar
entonces ese dinero aquí en México para que prospere nuestro pueblo; si tener que apremiar otros pueblos. Si aquí los producimos,
aquí que los tengamos; si estamos prósperos, pues hay que llevar a
otros pueblos la idea de cómo vivimos mejor (como nosotros lo
hicimos) para que ellos también lo hagan. Y no ir a otras partes a
poner fábricas en beneficio de nosotros para explotar aquellos pueblos y venderles mercancías de menor calidad a doble precio.
La familia Pappatheodorou Betancourt
Ahora quiero hablar de mis hijos.
Margarita y yo tuvimos ocho hijos. El primero fue Stéfanos, le
pusimos el nombre de mi padre; luego siguió Ángel, a quien le íbamos a poner Amadeo como mi suegro, pero en aquel entonces,
como no había sacerdote aquí en Jiquilpan ni culto, los templos
estaban cerrados y como había necesidad de registrarlo, pues le puso
Ángel que es el nombre de mi tío que se emigró a Los Angeles,
California, y que murió en 1928, sin llegar a reunirme con él en los
Estados Unidos. Después sigue Basilio, que lleva el nombre de mi
hermano, quien murió en la Segunda Guerra Mundial; luego está
Anna, que lleva el nombre de mi madre; sigue después Theodoro,
que también lleva el nombre de mi abuelo el sacerdote; después
está Fabián, nombre que tenía uno de mis cuñados que murió a los
veinticuatro años, él trabajó conmigo en agricultura aquí en Jiquilpan.
457
Mi hijo Fabián murió a los siete meses de edad; es el único que
tenemos en el panteón de Jiquilpan. En su sepulcro le coloqué una
cruz en donde le puse el Alfa en un extremo del brazo de la cruz y
la Omega en el otro extremo, luego la fecha de nacimiento y muerte
en una placa, luego su nombre Fabián Pappatheodorou Betancourt,
en español y griego. Así que él descansa en esa bóveda perpetua, a
ver quién de los dos va a acompañarlo primero. ¡Ah!, después vino
mi hija Margarita, que tiene el nombre de mi señora y de una tía de
ella que fue superiora de un convento en Puebla. Y por último está
mi hija Magdaliní, quien lleva el nombre de dos tías, de una tía de mi
señora, que era muy cariñosa con nosotros y que murió a los setenta y siete años, era hermana de mi suegro, y también llevaba ese
nombre de Magdalena por una tía mía, hermana menor de mi madre, que se llamaba Magdaliní.
Ahora cada uno de mis hijos e hijas que viven han formado sus
Familia Pappatheodorou Betancourt. Sentados: Margarita (mi esposa), Theodoro
hijo, Pappatheodorou y Margarita. Parados: Basilio, Stéfanos, Ángel y Anna.
458
459
Margarita Betancourt, Anna y Theodoro Pappatheodorou.
familias, excepto Anna, que aún sigue soltera haciéndonos compañía. No es por que sea mi hija, pero es una muchacha muy noble y
muy trabajadora.
¿Por qué no fui latifundista?
Yo me río porque reconozco que no soy ambicioso; desde luego
que uno tiene ambiciones de llegar a una meta; por ejemplo, yo
siempre quise tener un terrenito desde que vivía en Mandritza, porque veía que mi abuelo tenía su ranchito, una huerta y unos chivos,
y un muchacho que le ayudaba. Como él (mi abuelo) tenía entre
semana el tiempo libre, ya que sólo oficiaba los domingos, que él se
dedicaba a atender su huertita, sus animalitos y así yo me fui familiarizando con el campo, sobre todo con el cultivo de los árboles,
porque mi abuelo tenía ciruelos, manzanos, nogales, chabacanos.
Entonces yo ambicionaba tener algo parecido a la huerta de mi
abuelo.
Cuando llegué a México, vine con la ambición de progresar, de
hacer unos centavos, y al llegar a Jiquilpan escuchaba pláticas de
que los rancheros en tiempo de lluvias se llevaban a sus familia y
cargaban sus bestias con colchones y sarapes para pasar la temporada allá y unos se iban a un rancho y se juntaban todos, después
iban a otros y así sucesivamente, se divertían, y pues eso era una
cosa muy bonita que yo tomaba en cuenta para no perder la esperanza de llegar a tener un ranchito, que más adelante llegué a tener
en La Soledad, en Poncitlán.
Otra de mis ambiciones fue llegar a tener varones y los tuve.
Ésta, desde luego, es una costumbre griega: ambicionar tener varones; pues Dios me dio cuatro hijos varones.
Poco a poco iba logrando mis objetivos, pero fue hasta que llegué a Sinaloa que mis ambiciones quedaron más satisfechas. En esa
época, cuando se construyó la primera presa que se llamó Sanalona
y que se estaba desmontando, apenas si llegaba a veintitrés kilómetros el canal principal, donde yo empecé a trabajar, hasta que llegó
un año bueno para la venta de las cosechas y fue hasta entonces que
460
pude adquirir doscientas hectáreas. Esto fue entre 1956 y 1957, que
le dimos por nombre “el año de oro”, porque el tomate en ese año
se vendió a doce dólares la caja de catorce kilos y el chile llegó hasta
veintidós dólares. En aquel tiempo era poca la producción, pero ese
año nos limitamos mucho por falta de agua; para esto, yo había
rentado doscientas hectáreas para cultivar, pero por esa escasez de
agua la Asociación de Agricultores no me autorizó más que cincuenta hectáreas para el cultivo, desperdiciándose ciento cincuenta
hectáreas; pero yo seguí buscando la forma de cultivar más extensión y fue así que con mi muy buen amigo Aristeo Canelos (que ya
falleció hace trece años) nos dirigimos hacia el sur de Culiacán, a
unos cincuenta kilómetros, a rentarle a un amigo doscientas hectáreas. Yo me quedé con ochenta hectáreas porque tenía menos recursos y Aristeo con ciento veinte. Pues yo sembré chiles, tomates y
melón. En ese año hicimos buenos centavos que me permitieron
adquirir doscientas hectáreas en quinientos cincuenta mil pesos y el
dueño de ese terreno era don Roberto López y quería que me quedara con cien hectáreas más de terreno plano, pero no quise, a mí
me bastaba con eso, el terreno que compré estaba pegado a la carretera que va de Culiacán-El Dorado, porque me interesaba tener
acceso a la carretera puesto que tenía la intención de construir una
casita ahí, que quedaría a treinta y dos kilómetros de distancia de
Culiacán.
Así que no quise más terreno, ¿para qué tanto? Mi intención era
dejarle cincuenta hectáreas a cada hijo y así lo hice.
El terreno desde un principio no estuvo a mi nombre porque no
estaba yo nacionalizado y era muy engorroso andar haciendo trámites con Relaciones Exteriores.
Pues mis hijos, como todo buen agrarista se casaba y se apoderaba de su parte de terreno y, pues, tenían razón puesto que ¿con
qué iban a mantener a sus familias?
Y como una parte del terreno se lo escrituré a mi señora, pues al
más chico le dijo:
—Mira, hijo, este terreno te lo voy a rentar; ya cuando desaparezcamos es tuyo.
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Y es que ese muchacho ha sido muy activo, desde chico él se
independizó, prácticamente comenzó como tomador de tiempo,
mayordomo y ahora es gerente general de una empresa que maneja
miles de millones de pesos obtenidos del cultivo de más de mil
hectáreas de cultivo de legumbres, que naturalmente esa extensión
en parte la rentan y parte es propiedad que está distribuida cincuenta hectáreas por persona. Pero eso ha formado una empresa poderosa que llega hasta cultivar en Baja California y las Antillas.
Pero no, yo insisto, ¿para qué querer tanto? Yo seguí el ejemplo
de un alemán que vivía en Los Mochis, Sinaloa; para entonces el
terreno estaba baratísimo. Y le dijeron al alemán:
—Oyes, ¿por qué no compras unas cien hectáreas?
Él tenía una huerta de naranjas y legumbres en una extensión de
quince hectáreas y contestó.
—¿Para qué quiero cien hectáreas?, si con quince vivo como rey.
Así yo, ¿para qué esa ambición de enriquecerme? Además los ricos,
ya los he visto en la forma como terminan sus hijos, porque los ricos se
dedican ciegamente a enriquecerse y no les ponen atención.
Por eso yo con lo que adquirí me quedé y era mucho, porque en
Grecia no se permite una extensión mayor de diez hectáreas, que es
mucho para allá; por eso digo que son socialistas en mi pueblo.
Yo en realidad ya no trabajo como antes; ahora me dedico a mi
huertita que tengo en Culiacán y que le puse Tracia, por amor a la
provincia donde yo nací. La provincia de Tracia se limita desde el
monte Rodopi, del río Néstos, del Mar Egeo, del Mar de Mármara,
del Mar Negro, hasta el Danubio, toda esa porción de territorio es
Tracia, y como es un territorio fértil en donde se cultiva todo menos los cítricos, los olivares se dan todo el litoral del Mar de Mármara
y de Egeo toda la orilla del mar está cubierta de olivos, pero ya en el
interior no hay. Así que por ser yo nativo y por ser muy próspero
ese lugar le puse a mi huertita Tracia que no son más que dos hectáreas.
462
Mi hijo Basilio compró una propiedad y le puse Mandritza, por
cariño a mi pueblo. Y mi hijo Theodoro, el menor, a su hija le puso
también Mandritza.
En mi huertita tengo ciento cuarenta y tantos naranjos, también
tengo toronjo (de ese colorado), once árboles de chico zapote, es
un árbol precioso con un follaje muy bonito verde subido y cubre
hasta abajo; ahí mis nietos, los más chicos, juegan a la casita. Pues
también tengo tamarindos, unos árboles preciosos que pusimos en
el interior de la cerca de la huerta, a una distancia de ocho o diez
metros uno del otro, a principios de las aguas se cosecha tamarindo;
también tengo guayabos, guanábanos, plátanos, papaya. También
tengo un acibuche, que es una fruta del Oriente, de China, pero es
muy rica y muy solicitada. Todo aquello es mi vida.
Aparte de eso yo he formado una huerta en un terreno de uno
de mis hijos; ese terreno tiene una extensión de treinta hectáreas
que están cerca del río de Sinaloa, en Guasave; creo que está a quince kilómetros del pueblo, hacia el norte. Pues ahí desmontó, emparejó, por cierto que atraviesa el terreno el tren de desagüe, y ahí
pusimos más de cuatro mil naranjos. Apartamos una hectárea en
donde estaba un pozo que renovó e instaló una bomba para que
abasteciera de agua a la alberca, que mide diecisiete por siete de
ancho y por un metro y medio de profundidad. También está haciendo una casita y plantando diversas variedades de árboles para
uso de la casa, como papayos, guayabos, mangos, y pensamos plantar limones como defensa alrededor y además como producto. Así
que esa es mi vida.
Aquí en Jiquilpan tengo dos mil metros cuadrados en mi casa, y
ahí también tengo un museo de árboles, a los que les dedico todas
las mañanas con mucha atención y amor.
Desde que empecé a trabajar con mucho ahínco por mejorar la
vida decía: «Dios mío, yo lo que pido para la vejez es tener en qué
entretenerme, así como se entretenía mi abuelo el sacerdote con su
huertita».
Y parece que Dios me hizo ese favor, porque así ha sido. Si voy
a Culiacán, ahí tengo qué hacer; lo mismo si voy a Guasave, ahí
tengo mi huerta también, y no se diga aquí en Jiquilpan, también
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tengo mis arbolitos a quienes dedicarle mi tiempo libre, y así me
paso el tiempo. Ya mis años son bastantes. Hoy cuento con más de
ochenta y un años y no dependo de nadie porque cubro mis gastos
con lo poco que he ahorrado y con la renta del terreno que nos da
mi hijo, creo que es suficiente.
Allá en Culiacán, en mi huertita, tengo una casa de mil metros
cuadrados. Alguna vez pensé venderla, cuando el dólar estaba a doce
cincuenta, pero no, la conservé y ahí llego a pasar el invierno.
Yo le tengo mucho cariño a los árboles, porque durante mi trabajo de agricultura los animales me han perjudicado, me han hecho
mucho daño y además el animal vive por sí mismo, él busca su
comida o el agua. Pero el árbol es lo más sagrado porque desde que
nacemos nos da la sombra y hasta que morimos nos da las tablas.
Sin embargo, hay muchas personas que persiguen a los árboles, los
maltratan, los cortan, los destruyen, sin tener la idea de lo que es un
árbol. Así que el árbol desde que nace uno le tiene que arrimar el
agua, si le echamos un traguito agradece, si le echamos agüita reverdece, eso es que agradece, nos da tantos beneficios con muy poco
trabajo.
Cuando pasan los niños por aquí me dicen:
—¡Ay!, Pappatheodorou, dame una manzanita; anda, una.
Y yo les contesto:
—¡Ay!, niño, si a cada uno le diera una manzana en un momento se
acabarían. Mi intención es que ustedes y todos vean las manzanas para
que se den cuenta que en Jiquilpan sí se dan las manzanas. Mira, dile a
tu papá que plante un manzano en el corral, así como lo tengo yo. ¿Por
qué no puedo darte?, porque se acaban y los tengo como museo.
Y así es, hay que tener mucho cariño para cuidar a los árboles y
ellos sabrán agradecer dándonos sus frutos, su sombra.
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El pueblo de Mandritza hoy
Ya he platicado esto y pienso que el pueblo de Mandritza se va a
borrar. Está en un ángulo en donde está completamente cerrado;
antes tenía un perímetro grande y asistían todos los pueblos de los
alrededores todos los domingos.
Recuerdo que el valle que atraviesa el río Servia se había reducido en determinado cauce más o menos en cien o ciento cincuenta
metros y en todo lo demás se había formado valle para el cultivo de
productos que necesitaba el pueblo y de moreras, que había en abundancia.
Hoy, el río llega hasta el centro del pueblo, encontrándose derrumbado casi la mitad del mismo.
Hoy en día la población que queda en el pueblo en su mayoría
son ancianos y algunos familiares de búlgaros, que son gente atrasada, que no ambicionan educación ni nada.
Todos los jóvenes han salido al interior; están en Sofía, Jascobu,
Plovdiv, en Barna.
Mis familiares se fueron también al interior de Bulgaria.
Desde luego que quedaron algunos familiares míos en Mandritza,
como dos primos que son hijos de unas hermanas de mi madre;
ellos ya son ancianos; pero los más jóvenes partieron porque mis
gentes son personas emprendedoras.
Por qué no me he nacionalizado
En 1959 tomé la decisión de ir a Grecia visitar a mis gentes. Tomé
esta decisión después de treinta y dos años. Como no había tenido
la necesidad de nacionalizarme hasta me atrasé de no sacar la Forma
14, y fue precisamente en 1959 que empecé a realizar este trámite.
Pero antes de continuar quiero decirles que no tenía necesidad
de nacionalizarme porque no había encontrado en ningún lado dificultades; muchos de mis amigos políticos, generales, senadores, hasta
ministros, diputados, ¡en fin!, me decían:
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—¡Hombre!, cuando quieras vamos a que tomes la nacionalidad mexicana.
Y yo les contestaba:
—Pues no tengo necesidad, no he encontrado ninguna dificultad; ni
nadie me pregunta de dónde vengo, ni quién soy, ni qué hago. No
conozco ni la Inspección de Policía, menos las cárceles.
Y así transcurrieron los años, sin sentirlo yo, y llegó el momento
(como ya dije) de viajar y de tener en orden mis papeles. Entonces
tuve la necesidad de ir a México al Departamento de Población
Demográfico, que quiere decir inscripción del pueblo.
Pues ahí en ese Departamento estaba un señor de apellido
Gómez, quien me dijo:
—Necesita ahora presentar cartas, documentos de dónde ha trabajado, de dónde ha tenido negocios, de un periodo de cinco años de
antigüedad, por lo menos.
Así llegué yo a Culiacán y naturalmente ahí todos los que me
conocían de la Asociación, que tenía toda clase de documentos, me
dieron una carta, que la firmó el licenciado Alejandro Barrantes,
que entonces era secretario general de gobierno de la Presidencia
Municipal; llevé también una carta de la Sociedad ABC y de pilón,
al regresar a Jiquilpan, entrevisté a don Dámaso Cárdenas y él me
dio una carta, en donde decía que me conocía desde 1929. Fui a la
Cámara de Senadores y me entrevisté con Enrique Bravo Valencia,
quien entonces era senador y me extendió un documento en donde
decía que me conocía.
Después fui a Gobernación y yo pensé que ese trámite sería más
fácil porque conocía a una empleada que trabajaba ahí que se apellidaba Carreen, que pertenecía a la familia Carreen que yo conocía
desde el padre, que se llamaba Agustín Carreen, que fue jefe de
Hacienda del Estado; y pues yo le llevé los documentos para tramitar la Forma 14. Pero no, no fue posible. Fui dos, tres veces con el
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señor Gómez y nada. Él me decía que iba con el oficial mayor,
Gustavo Díaz Ordaz, y que le decía que no eran suficientes esos
documentos.
Y en la tercera vez que platiqué con el señor Gómez, que era un
hombre ya de experiencia, de unos sesenta o sesenta y cinco años,
me dijo:
—Mire, señor Pappatheodorou, yo creo que todo lo que ha presentado es suficiente, porque me doy cuenta que otros extranjeros han presentado documentos en menor cantidad y han adquirido la Forma 14.
Entonces le dije preocupado:
—¿Qué debo hacer?
—Pues, por qué no va a ver al oficial mayor.
Y le contesté:
—Pero, señor Gómez, para ver al oficial mayor es difícil; si muchas
veces para verlo a usted se me dificulta, ¡ahora imagínese para ver al oficial
mayor! Cuánto tiempo debo de estar por aquí subiendo y bajando.
—Mire yo le voy a llevar y le voy a abrir la puerta, lo voy a introducir.
Y así lo hizo. Me llevó ante el licenciado Gustavo Díaz Ordaz,
del cual me imaginaba que era originario de Michoacán, por tal
motivo me desenvolví y lo primero que le dije fue:
—Mire, licenciado, yo he prestado servicios oficiales en el estado de
Michoacán, con mi general Cárdenas, cuando era gobernador.
Esto se lo dije para que me tomara un poco en cuenta y de
confianza (por lo menos eso creía) y que dijera a este hombre hay
que darle ya facilidades para que adquiera su Forma 14.
Pues se puso como si le hubiera prendido fuego, se puso inquieto, no sé si tendría sus problemas o se puso así porque le dije en
pocas palabras que era cardenista. Y continué:
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—Señor, licenciado, usted como funcionario, pues, ¡hombre!, debe
orientarme, por favor, y decirme qué clase de documentos debo presentar para que se me dé la Forma 14.
Y me contestó:
—Yo no puedo saber, yo no sé; usted debe presentar nada más toda la
documentación necesaria para que satisfaga a la Oficina Demográfica
para que le den su Forma 14.
Al recibir esta contestación, entonces yo también me puse desesperado, puesto que no encontraba ya con qué palabras satisfacerlo. Y le dije desalentado:
—Bueno, señor licenciado, entonces voy a ver en qué forma satisfaceré
sus deseos.
Y así me retiré. Al salir de la oficina de Gobernación, en el patio
que me encuentro a un paisano de Jiquilpan que era Alfredo Anaya,
que tenía mucho tiempo trabajando ahí, y me dijo:
—¿Oyes, Theodoro, pues qué te pasa? Te veo muy agitado, ¿qué peleaste con alguien?
—¡Hombre!, pues sí vengo muy disgustado. No encuentro la puerta
cómo arreglar lo de la Forma 14.
Y dice:
—Pero me extraña. Teniendo tenazas en las manos, estás agarrando
las brasas con los dedos.
Intrigado le dije:
—A ver, a ver explícate.
—Mira, aquí está un pariente de tu esposa, es Carlos Gálvez Betancourt,
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son primos con tu señora Margarita. Y él está en el Departamento de
Personal.
—¡Hombre!, qué bueno que me dices esto, muchas gracias.
Inmediatamente fuimos con él y me condujo hasta donde estaba ese
departamento, en la primera planta del edificio; y ahí preguntamos por
el licenciado Carlos Gálvez y nos dijeron que había salido. Entonces
preguntamos que cuál era el horario en que se le podía encontrar en la
oficina. Ya nos dijeron que a las nueve de la mañana llegaba puntualmente. Entonces tomé la palabra y le dije al empleado:
—Es pariente de nosotros, por favor le dice que vino el señor Pappatheodorou, de Jiquilpan, y que mañana vendremos con su prima hermana Margarita, que es mi esposa.
Y así al día siguiente, sin perder tiempo, me llevé a mi esposa y
llegamos a la oficina en donde trabajaba Carlos Gálvez Betancourt.
Y ahí nos estaba esperando porque tenía él también deseos de
ver a su prima, que ya hacía tiempo que no la veía y quería hacer
recuerdos con ella.
Pues inmediatamente nos introdujo en la oficina me dio una
tarjetita para el señor Gómez; platicó un rato. Y después salimos
con mi esposa y fuimos a la oficina del Departamento Demográfico y ahí en menos de quince minutos ya tenía yo mi Forma 14, y
naturalmente, ya estaba muy contento, muy tranquilo. Y salimos
muy sonrientes de ahí y saludando cariñosamente al señor Gómez,
porque se había portado muy bien; era un hombre razonable. Y así
nos fuimos a la casa de mi cuñado Othón Betancourt, que vivía en
la Colonia Jardín, en donde llegábamos con mi esposa cada vez que
íbamos a México.
Así fue como conseguí la Forma 14, y no me he preocupado por
nacionalizarme porque además no he tenido ninguna dificultad y
así he vivido cincuenta y siete años desde que llegué a México.
Estoy feliz, estoy tranquilo, tengo lo suficiente para vivir. Mis
hijos, pues todos son mexicanos; cuando yo me casé acepté que
fueran educados bajo la religión católica; algunos ya han dejado
hasta de ser católicos. Pero yo creo que cada quien debe ser libre y
vivir como mejorar le parezca.
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Bueno, pues ¡por fin! que me fui a Grecia en 1959. Al entrevistarme con mis sobrinos, hijos de mi único hermano, Basilio Pappatheodorou, que era estudiante entonces y que estaba trabajando en
un centro de maquinaria del gobierno; él estaba chamaco y tenía
necesidad, por eso estudiaba y trabajaba. Entonces le pregunté que
si quería venir a México. Y me dijo que sí. Y le contesté: «Bueno,
ahora que regrese a México voy a gestionar para que legalmente
puedas tú entrar».
Pues para entonces existía un expediente, porque en 1939 yo
hice gestiones en Relaciones Exteriores para traer a mi hermano,
poco antes de que se iniciara la guerra. Fui con mi general Cárdenas, que era Presidente de la República, y le dije que pensaba traer a
mi hermano porque era el único que me quedaba y que aún podía
salir de Grecia. El general ordenó a Gobernación y a Relaciones
Exteriores, y hasta las órdenes llegaron a Nápoles, Italia, porque no
había cónsul de México en Atenas, sino que debía de abordar mi
hermano el barco en Nápoles y de ahí tomar el trasatlántico italiano
rumbo a México.
Y así todo estaba listo para que llegara mi hermano de Grecia a
México; pero sucedió que cuando mi hermano quiso salir de Grecia
le comunicaron que la frontera de Italia estaba ya cerrada, que no se
podía ir a Nápoles, así que por tal motivo se suspendió el viaje de
mi hermano. Pero quedó abierto su expediente y por eso fui con un
cuñado mío, que se llamaba Max, fuimos a Gobernación y preguntamos cuál era la oficina más adecuada para encontrar el expediente
y seguir la gestión, pero ahora para mi sobrino. Al andar en el corredor de arriba del edificio nos encontramos con el licenciado Cazares,
de Jiquilpan, que había sido compañero en la escuela de Max; entonces él era secretario particular del viceministro de Gobernación,
licenciado Luis Echeverría Álvarez.
Y como Cazares ya le había platicado al licenciado Echeverría
de mí, que había un griego que se había dedicado al cultivo del
gusano de seda en Jiquilpan, cuando el general Cárdenas había sido
gobernador del Estado de Michoacán, etcétera, etcétera.
Entonces me dijo Cazares:
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—El licenciado Echeverría quisiera platicar con usted sobre el empleo
que usted tuvo en la industria del gusano de seda en Michoacán. Yo le
pasaré con mucho gusto y ahí le expone usted el problema que tiene
sobre su sobrino.
Y así inmediatamente nos introdujo a los dos a la oficina de él,
porque en ese momento estaba ocupado el licenciado Echeverría y
nos ofreció asiento Cazares. Nos sentamos un rato ahí hasta que se
desocupó. Entonces se paró y se dirigió a donde estábamos nosotros. Nos paramos y nos saludó y lo primero que dijo fue:
—¿Usted es Pappathedorou, el que desarrolló la cría del gusano de
seda en Michoacán?
—Sí, yo soy en persona, licenciado.
Entonces nos ofreció que nos sentáramos en un sofá y él se
sentó en un sillón cerca de mí.
Comenzamos a platicar y lacónicamente le platiqué acerca de
los trabajos que se habían desarrollado en la sericicultura en Michoacán.
Al terminar aquello, entonces me dijo el licenciado Echeverría:
—Ahora, dígame en qué puedo servirle. ¿Cuáles son los problemas
que tiene que le han hecho venir hasta aquí?
Y le dije:
—Mire, licenciado, he venido aquí porque precisamente cuando yo
estaba haciendo esos trabajos en Michoacán, antes de que se iniciara la
Segunda Guerra Mundial, quise traer a un hermano mío, pero no se
pudo porque eran las últimas fechas y en Italia había entrado la guerra,
así que no pudo llegar porque él tenía que tomar el barco en Nápoles
y así quedó interrumpido su traslado a México. Pero pasando los años
dejó un hijo en Grecia y el año pasado yo estuve allá y le ofrecí a mi
sobrino que yo gestionaría aquí su traslado, puesto que había un expediente de su padre y le comenté que a ver si lográbamos que él entrara
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al país legalmente a vivir conmigo.
Entonces me dijo:
—Mire, Pappatheodorou, estamos ahora a finales del año, estoy seguro que hay números para introducir extranjeros legalmente al país el
próximo año. ¿Por qué no se viene en febrero, una vez que ya se hayan
establecido las órdenes de todo? Así que viene usted y estoy seguro
que logramos introducir a su sobrino. Yo haré todo lo posible con
mucho gusto, a que venga otro griego para que lo acompañe a usted,
porque he tenido muy buenas noticias de usted.
Y así nos despedimos del licenciado Echeverría y salimos muy
contentos también.
Y es que la gente que nos conoció y nos conoce sabía que los
griegos somos gente trabajadora, que estamos regados por el mundo entero, que nos dedicamos principalmente al trabajo agrícola en
México, producimos para comer. Y por ese motivo no me he nacionalizado. Y soy griego y más mexicano.
¿Qué espero en mi futuro?
Ya estoy muy maduro a los ochenta y un años, soy la cumbre de mi
familia, de todos mis antepasados yo he vivido más años y me siento todavía bastante fuerte.
Mi vida, de aquí en adelante, espero pasarla activamente.
No hace mucho me operaron, y como es natural ya a esta edad
es imposible que uno quede completamente bien, pero no me echo
a la pena, sino que por el contrario, tomo mis precauciones para
seguir activo.
A la muerte no le tengo miedo, a la enfermedad sí; porque he
visto yo tanta gente cómo termina sus días sufriendo. Que curaciones y que más curaciones.
¿Cómo voy a terminar yo? No lo sé. Ojalá y muriera yo primero
y después mi señora; porque ¿qué haría yo solo? Las mujeres siem472
Este es mi pequeño paraíso.
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pre, pues hasta por viejitas que sean, están en la casa, en su cuartito,
arreglándolo, tienen hambre, pues hacen su comidita. ¿Y el hombre
en dónde se refugia? Por eso es importante el sistema que se seguía
en mi pueblo con los ancianos para que no sufrieran abandono.
Así que mientras viva yo seguiré trabajando, visitaré a mis gentes, siempre y cuando Dios me conceda salud para hacer todo lo
que pueda y quiera hacer.
Mientras viva tengo que ocuparme en algo, porque de otra manera, hago de cuenta que ya estoy medio muerto. Así que yo le hago
de albañil, de electricista, de fontanero, hasta de costurero; yo mismo pongo los botones a mis camisas, a veces remiendo mis zapatos.
Lo que es en arboricultura y agricultura, pues también estoy ocupado, que ya me piden un consejo para fertilizar o para fumigar,
pues ahí voy a ver cuál es el problema.
Y así acuden a mí, tanto viejos como jóvenes, éstos por indicaciones de los primeros; de esa forma me conocen y me tienen confianza para pedirme un consejo.
La vida es ocuparse en algo, el que no se ocupa, el que se desmoraliza, es cadáver.
Necesita cada uno de nosotros armarse de valor. Eso sí, hay que
cuidar mucho los pies. Porque pienso yo que el día que me falte un
pie, entonces sí me amolé; en un caso dado preferiría mejor estar
sin brazos que sin un pie. Y es la realidad, cómo camina uno o
como hace la necesidad.
Cada vez que me subo a un avión me da mucho miedo, me sudan las manos y las aprieto. Pero por otro lado pienso: «Por qué me
mortifico yo. ¿Y el capitán? que todos los días anda volando, ¿y el
ayudante?, ¿y el mecánico?, ¿y las azafatas?, ¿y toda esta gente?»
Pero, por último, lo que más me consuela es que va a ser una
muerte sana, que no voy a estar en cama. Porque por mucho después de tanto tiempo que uno esté enfermo, pues llega un momento en que la esposa o los hijos llegan a decir: «Pobre de mi padre,
qué le hacemos, no llega el final.»
Y por eso yo quisiera mejor un accidente aéreo, ahí en un momento.
474
Lo que sí no he pensado, ¡ni lo quiera Dios!, porque soy cristiano, como digo, en lo que no he pensado es en el suicidio, porque
eso es una cosa fatal para la familia.
—Mira nada más se mató mi padre.
—¿Por qué se mató? ¿Por qué se suicidó? o ¿Por qué se envenenó?
Ese pensamiento nunca lo debemos tener, el que lea esto y tenga un problema no lo tome, porque es muy doloroso para la familia.
Lo mejor es armarse de valor. Decir “Estoy bien”. Y si vemos a
alguien que está mal, hay que decirle que se ve bien; hay que darle
ánimos.
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BIBLIOGRAFÍA
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Sombart, Werner. El burgués. Madrid, Alianza Editorial, 1977.
Documentos* y periódicos
Importantes revelaciones históricas. CERMLC/AH, F: A.A.O. Caja 6, carpeta 16, doc. 1.
* Los documentos fueron consultados en tres fondos del Archivo Histórico del Centro de Estudios de la Revolución Mexicana (CERMLC/AH); Fondo Francisco J. Mugica (F: FJM); Fondo Antonio Arriaga Ochoa (F: AAO) y Fondo Centro de Estudios de la Revolución Mexicana
Lázaro Cárdenas (F: CERMLC). También se consultó el archivo de historia oral de este Centro de Estudios. (AHOCLC).
477
Carta del general Francisco J. Múgica al general Lázaro Cárdenas. Isla María Madre, junio 10 de 1931. CERMLC/AH, F: F.J.M. Vol. 16, doc. 29.
Diploma de Pappatheodorou expedido en 1932 por el general Lázaro Cárdenas.
CERMLC/AH, F: CERMLC. Caja 5, carpeta 2, doc. 27.
Theodorakis (recorte de periódico). CERMLC/AH, F: CERMLC, caja 11, carpeta
1, doc. 38.
Entrevista con la señora Esperanza Flores Ceja, realizada por G. García Torres el
19 de marzo de 1985, en Jiquilpan, Mich., (AHOCLC-Z1-E:135).
Fernando Benítez. «El joven Cárdenas». Cuadernos mexicanos. SEP/Conasupo,
1982.
Guadalupe García Torres. «La escuela agrícola industrial y comercial de Jiquilpan.
Una aproximación a su historia basada en testimonios orales», en: Desdeldiez.
Boletín del CERMLC, diciembre de 1985, pp. 131-160.
Juan Bautista. «Mixtecos en la frontera Norte», en: La Voz de Michoacán. Morelia,
del 12 al 26 de junio de 1986.
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Índice
PRÓLOGO ......................................................................................... 11
INTRODUCCIÓN ............................................................................................... 13
CAPÍTULO PRIMERO
MI VIDA EN GRECIA
Nuestro origen, costumbres y otros recuerdos ................................... 59
La guerra de los Balcanes y el exilio ..................................................... 90
Llegó la guerra de 1914-1918 .............................................................. 102
La guerra de Grecia contra Turquía 1921-1922 ................................ 117
Mi experiencia como soldado .............................................................. 123
Las últimos meses en mi pueblo ......................................................... 133
Rumbo a México ................................................................................... 145
CAPÍTULO SEGUNDO
MÉXICO
Los primeros contactos y mi experiencia como comerciante ......... 151
La cría del gusano de seda en Uruapan .............................................. 175
Cómo conocí al General Lázaro Cárdenas ........................................ 195
CAPÍTULO TERCERO
MI EXPERIENCIA EN JIQUILPAN
Una nueva etapa en mi vida ................................................................. 205
La hacienda de Guaracha ..................................................................... 243
El doctor Amadeo Betancourt ............................................................ 252
Reforestación en Jiquilpan ................................................................... 260
En busca del tesoro de Martín Toscano ............................................. 264
El reparto agrario .................................................................................. 271
La Escuela Agrícola Industrial de Jiquilpan ...................................... 275
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La sericícola ............................................................................................ 288
Introduciéndome a la ciudad agrícola ................................................ 309
CAPÍTULO CUARTO
TIERRA CALIENTE
Cómo se vivía en tierra caliente .......................................................... 359
Y me decidí trabajar en Sinaloa ........................................................... 388
CAPÍTULO QUINTO
SINALOA
Los griegos y el paraíso del tomate ..................................................... 399
La Confederación de Asociaciones Agrícolas
del Estado de Sinaloa ....................................................................... 433
EPÍLOGO ........................................................................................................ 451
BIBLIOGRAFÍA ................................................................................................ 477
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Esta segunda edición de Memorias de un inmigrante griego
llamado Theodoro Pappatheodorou, de Guadalupe García
Torres, se terminó de imprimir en los talleres de High
Print, S.A. de C.V., en el mes de diciembre de 2005. La
edición estuvo al cuidado de Pedro Cortés; el diseño de
la portada y la formación de interiores fueron realizados
por Francisco Javier Galván Castillo; la captura por
Ricardo Hernández. En su composición se usaron tipos
Garamond de treintaiséis, dieciocho, catorce, once, diez,
nueve y ocho y medio puntos. Se tiraron 500 ejemplares
en papel cultural de 90 gr (interiores) y cartulina sulfatada
de 12 puntos (portada), plastificada mate, más sobrantes
de reposición.
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