Memorias de un inmigrante griego llamado THEODORO PAPPATHEODOROU Guadalupe García Torres CENTRO DE COOPERACIÓN REGIONAL PARA LA EDUCACIÓN DE ADULTOS EN AMÉRICA LATINA Y EL CARIBE CENTRO DE ESTUDIOS DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA LÁZARO CÁRDENAS, A. C. Primera edición, 1987 Segunda edición, 2005 © Guadalupe García Torres © Derechos reservados para esta edición: Centro de Cooperación Regional para la Educación de Adultos en América Latina y el Caribe Av. Lázaro Cárdenas s/n, Col. Revolución Pátzcuaro, Michoacán, México © Centro de Estudios de la Revolución Mexicana Lázaro Cárdenas, A. C. ISBN: 968-7485-18-3 Impreso en México Printed in Mexico A mi hijo Aníbal Ernesto compañero de migración. Todo cambio –en cierta forma– es una migración hacia una nueva experiencia. Unos se van dejando una huella imborrable por su capacidad de solidaridad y amor a lo que construyeron. Una melancólica mirada hacia el pasado me lleva al recuerdo, con agradecimiento y cariño, a Aída Vázquez , quien leyó en un primer momento el último borrador de esta historia, y a Gabriel Moedano ; de quienes recibí su amistad y valiosas aportaciones en diversos momentos. Nuevas vidas van llegando sin saber lo que este mundo les depare. Pero seguramente serán una luz de esperanza para el mismo. A mis niñas Sharen Michelle y Alethia. Nota a la segunda edición C on esta nueva edición de Memorias de un inmigrante griego llamamado Tehdoro Pappatehodorou, El Centro de Cooperación Regional para la Educación de Adultos en América Latina y El Caribe (CREFAL) y El Centro de Estudios de la Revolución Mexicana Lázaro Cárdenas A. C., refrendan una de sus tareas esenciales: dar a conocer a las nuevas generaciones una experiencia de desarrollo capaz de constituirse como modelo de trabajo y transformación para la vida de las comunidades rurales de nuestros países. La publicación une a dos organismos que han documentado por escrito la trayectoria y recorrido de varias generaciones de “mexicanos” que entendieron que no hay mejor manera de transformar la realidad que hacerlo a través del trabajo prolongado y tenaz. Enseñar artes y oficios, transformar la conciencia, construir sistemáticamente los proyectos de futuro y conservar la memoria de esas experiencias son sin duda parte del legado de estas dos instituciones. El abanico de posibilidades de su tarea debe salvaguardar los principios y convicciones que les dieron origen. Las nuevas generaciones disfrutarán, sin lugar a dudas, la forma como se dan a conocer las visiones y compromisos de los protagonistas de nuestra historia, y se darán a la tarea de emular su esfuerzo e imprimir nuevos signos de transformación para su momento histórico. 10 Prólogo A hora pienso que es más fácil trabajar con documentos, con periódicos o con piedras, porque ellos siempre conservan el mismo contenido, la misma información; no así los informantes orales, en los cuales influye el estado de ánimo, los años, la condición de la memoria… Algunas veces recordarán anécdotas que conforman una visión fragmentada de su historia, que juntas unas y otras, nos proporcionan una visión más o menos acabada de su historia y de su tiempo. Otras, además, sus recuerdos y explicaciones cambian sus matices y formas, varían los adjetivos y las ubicaciones. Pues la información oral, a diferencia de la petrificada información que nos dan las cosas, es demasiado humana: como un caleidoscopio transforma sus figuras, las cambia de lugar; pero sus colores, y los fragmentos que la forman, son siempre los mismos. Y los historiadores dudan. Pero lo importante de esto, es que no es la precisión del acontecer histórico lo que interesa (para eso están otras fuentes) sino esa cálida versión de su estancia por el mundo llena de emociones en las que se entrelaza la alegría, la zozobra, el sufrimiento y, por qué no, la fantasía; emociones todas ellas que establecen un lazo con lo humano entre el historiador y el que dice la historia, entre una generación pasada y una generación que intenta dar una mirada hacia el pasado. Es ese tiempo ido el que, hecho hombres y mujeres a cada rato en las plazas, en los puentes, en las calles de nuestras ciudades y pueblos, nos llama la atención con su paso lento y con un rostro fatigado por el correr de los años. Es entonces cuando el enlace se hace más difícil, porque esas necesidades y esa marginación es un presente que nos rodea y al cual habrá que darle una alternativa. 11 El material que aquí presentamos, es producto de una participación colectiva, dentro de la cual cada uno de los inmiscuidos tuvo algo que ver en la conformación final de esta investigación. La participación directa o indirecta de los viejos y los jóvenes protagonistas del acontecer en Jiquilpan fue fundamental para proporcionarle al lector la semblanza de este pequeño mundo, con sus contrastes y semejanzas, conjugando así una realidad empapada del pasado y del presente para darnos una visión poética de su historia. Agradezco profundamente la colaboración del señor Theodoro Pappatheodorou Dermentzioglou por haber trabajado pacientemente en el rescate de su testimonio y en la revisión del mismo. Debo mencionar en forma especial a Salvador Rueda Smithers, coordinador del Archivo de Historia Oral por sus oportunas observaciones y sugerencias, que hicieron posible una mejor presentación de este material. Al licenciado Luis Prieto, quien mostró interés a lo largo de la investigación, al leer el manuscrito, proporcionándome interesantes comentarios que influyeron en la presentación final de la misma. Y por último quiero agradecer al señor Alfredo Arroyo Pérez, quien aportó los apoyos administrativos. Y a la señorita Rosa María Magallón Miranda por la trascripción de la entrevista y del trabajo final, sin cuya eficacia y dedicación no hubiera sido posible la presentación de este testimonio. Las deficiencias de este trabajo son responsabilidad exclusivamente mías. Guadalupe García Torres 12 Introducción I L legué a Jiquilpan en el mes de septiembre de 1984. Se puede decir que ya casi anochecía, por lo que poco pude apreciar elpaisaje que rodeaba al poblado. Recuerdo que desde un punto alto de la carretera vi el pueblo de Chavinda, que parecía estar en una explanada honda; a lo lejos me daba la impresión de un pueblito ordenado. Más adelante, a mano derecha, descubrí el casco de la hacienda de Guaracha. Debo confesar que sentí una gran emoción al ver aquellas ruinas; mucho había oído hablar del esplendor de esa hacienda a principios del siglo XX. Ahora, repartidas sus tierras entre sus viejos pobladores, todo aquello es un paisaje de dos mundos productivos encimados: el de la gran propiedad tecnificada del siglo XIX y el de los ejidatarios del México moderno. Se ven casas en diversos niveles, no conservan uniformidad ni en su construcción, ni en su ubicación. Todos son agraristas —según me dijeron—. A lo lejos pude ver un chacuaco, el que al irse acercando el autobús, se vio con más claridad; ese había sido el famoso ingenio de Guaracha. Abandonado en medio de maleza, el ingenio conserva esa “torre” y algunas paredes humedecidas y descuidadas que conformaban el conjunto del mismo. Después nos acercamos a dos pueblitos ubicados a uno y otro lado de la carretera; el de la derecha es Totolán y el de la izquierda es Los Remedios. Según supe después, estos dos pueblitos se encontraban en rivalidad. En la capilla de Totolán tienen una virgen que se apareció en un callejón rumbo a ese pueblo —según me dijeron— y que es la 13 Virgen de los Remedios. A esta virgen los nativos de Totolán la traían en peregrinación a Jiquilpan y la dejaron unos días. Pero sucedió que los peregrinos se dieron cuenta que la Virgen de los Remedios se regresaba caminando a Totolán, porque al parecer no le gustaba estar en Jiquilpan; y esa fue la razón por la cual dejaron de venir los de Totolán a Jiquilpan en peregrinación con la virgen. Unos kilómetros adelante, pasando estos pueblos, entramos a Jiquilpan. La apariencia que tiene es la de un pueblo “casi moderno”. Hay algunos edificios de estilo “citadino” para las escuelas; a la izquierda está el deportivo; a la derecha hay casas de “material” de uno y dos pisos, coexistiendo con casas de teja y algunas con techo de cartón. A la derecha también se puede ver la plaza de toros, a donde acude gran número de gente de los alrededores y del mismo Jiquilpan cuando hay fiestas y corridas. Más adelante, a la izquierda, vi el Museo de Lázaro Cárdenas: un edificio blanco, grande, con portal, de indudable manufactura moderna, considerado por los de Sahuayo —pueblo vecinal del jiquilpense— como “lo único bueno que tiene Jiquilpan”. Esta afirmación encierra una rivalidad de años que ha habido entre los “tlahualiles” o “hijos de patrón Santiago” (como los llaman los de Jiquilpan) y los “hijos de Tata Lázaro” (como llaman los de Sahuayo a los jiquilpenses). La verdad es que a pesar de estar tan cerca estos dos pueblos, hay grandes diferencias entre ellos. Los contrastes resaltan: en el aspecto físico de sus habitantes, en el acento de la pronunciación regional, en las costumbres y en las formas de pensar; y principalmente en el desarrollo económico y comercial alcanzado por los de Sahuayo. Después pasamos frente al monumento a Lázaro Cárdenas, en donde está su estatua de bronce rodeada de pequeños jardines con árboles; este lugar sirve para esparcimiento de los niños y de los estudiantes, quienes después de salir de la escuela van y se sientan a disfrutar un poco del fresco sobre el jardín. Enseguida se ve una glorieta, muy rara por cierto, porque está partida a la mitad por la carretera. A uno y otro lado de esta extraña glorieta —resto de una vieja planificación traspasada por las necesidades actuales— hay jardines y árboles, bancas de “material” y una fuente con esculturas de bronce que representan la cabeza de un gallo; por ello le llaman 14 “la glorieta de los gallos”. Enseguida pasamos sobre un puente que cruza un río; según supe, ese río en una ocasión se desbordó y quedaron incomunicadas las gentes que vivían en uno y otro lado; al ver esto el general Cárdenas mandó construir el nuevo puente y, al parecer, desde entonces no ha habido un problema parecido. Por fin veo, a la izquierda, la casa del general Cárdenas; es una casa grande con ventanas altas y un portón; da la impresión de ser una casa hermética; sin embargo, para la gente del pueblo nunca lo fue. Cuentan algunas personas que jamás tuvieron dificultad para entrevistarse con el general Cárdenas y exponerle sus problemas. La casa conserva un cierto matiz provinciano, con sus tejas coloradas en el techo y sus ventanas con barrotes negros y puertas y marcos de madera. Justo enfrente de esta casa, está la Escuela Tipo Francisco I. Madero, a donde acuden un numeroso grupo de niñas y niños de condición humilde a recibir la enseñanza primaria. Poco tiempo después supe que por iniciativa del general Cárdenas se había construido esa escuela. Siguiendo el recorrido más adelante, a la derecha también, se encuentra la biblioteca pública, que antes del movimiento cristero fue un templo dedicado a la virgen de Guadalupe. Hoy conserva, en sus paredes interiores, unos murales del pintor José Clemente Orozco: el altar de una Patria de rostro sufrido que cabalga sobre un tigre —jaguar—, rodeada de espinas y de violencia. El centro del pueblo es una curiosa combinación de lo viejo y lo nuevo, de lo provinciano y de la modernidad. Ahí sobreviven —con trabajos— algunas casonas que sirvieron de salas de esparcimiento de aquellas familias de los ricos de otros tiempos. Se dejan ver consultorios, paleterías, farmacias, boutiques, tiendas de discos; todas ellas intentando darle una apariencia nueva, diferente a lo acostumbrado, a la monotonía tradicional —y en parte falsa— de las épocas pasadas. Al siguiente día por la mañana salí a conocer un poco más de este Jiquilpan. Fui al mercado, pero para llegar di un rodeo y pasé por el atrio y después continué por una pequeña calle lateral que conducía a la plaza, llamada Jardín Colón, que hoy querían algunos que se denominara Lázaro Cárdenas. Era una plaza bonita, provinciana, con su quiosco y sus fuentes, árboles y palmas. Estas últimas 15 como algo representativo de la región. El piso era de mosaico blanco. Alrededor de la plaza hay dos portales y negocios conjugando la vida activa de Jiquilpan con la paz y quietud que ofrece la plaza por las tardes. Llegué al mercado. Me dirigí a un puesto que atendía una viejita, le compré algunas verduras. Y me dijo: —Usted no es de aquí, ¿verdad? —No, no soy de aquí. —Enseguida se nota por el acento que tiene al hablar. Mire, le voy a dar un consejo, no haga mucha amistad con la gente de aquí, no le de mucha confianza porque son muy chismosas. Me cayó en gracia el consejo de esa anciana, y se lo agradecí, aunque después comprobé que era un tanto exagerada. El mercado está muy abandonado, huele mal pero se puede encontrar más o menos lo que se necesita para sobrevivir con decoro; frutas, carne, verduras, cereales. Sin faltar los puestos de comida, de antojitos y mariscos, a los cuales acuden gustosos algunos jiquilpenses. Frente al mercado hay una pila de agua que le llaman El Zalate, a la que acuden personas de distintos puntos del pueblo e inclusive de los alrededores a coger agua, famosa por su anterior pureza. En ocasiones hasta hacen fila para llenar sus cántaros, cubetas o botes de plástico. Es la mejor agua para beber —dijo una señora—, porque la que cae de la llave no sirve. Ya verá usted, peor cuando llueve, siempre sale el agua toda revolcada, cuando no sale café, sale negra. ¡Qué cochinadas son esas! Esa costumbre de tomar agua de El Zalate parece que ya tiene mucho tiempo. Supe también que antes que se hiciera esa pila, la gente acudía directamente al ojo de agua que se encuentra al pie de un árbol llamado Zalate, de donde ahora se trae por tubería hasta la pila. Niños, niñas, señoras, ancianas, ancianos, todos acuden a la fuente de El Zalate; porque además de llevarse el agua les proporciona un momento de esparcimiento: los señores platican; y las señoras, no se diga, como está ahí el mercado pues a platicar los sucesos del día. 16 Mientras los niños llena sus botecitos, se ponen a jugar, correteándose mutuamente, con sus manitas llenas de agua para mojar al amigo. Confieso que la quietud del pueblo en algunos momentos me llegó a desesperar porque en los primeros meses no tenía con quién conversar, no había hecho amistad con nadie y no porque la gente sea difícil para comunicarse, sino porque a mí se me hacía difícil adaptarme a la forma tan comunicativa del jiquilpense. Y además porque en el pueblo no había un movimiento mayor en el aspecto cultural ni en el comercio, ni en diversiones al estilo citadino. Por supuesto que los jóvenes se divierten, ya cayendo la tarde, reuniéndose en la plaza o reuniéndose en uno o dos cafés que funcionan con regular clientela, hasta las nueve de la noche. Desde luego que también el progreso ha entrado en este lugar, ya que en el mercado y en algunas tiendas los niños y adolescentes pasan el mayor tiempo posible jugando en las máquinas electrónicas tragamonedas, pasando a segundo plano los juegos tradicionales. Pero es indudable que la mentalidad de estos niños se va transformando como producto de una influencia de sus padres, parientes o vecinos. El Atari, el rifle de municiones, los carritos de tracción y los robots, ahora son su ilusión, siendo presas de una economía consumista. Y esa influencia de que hablo es algo que a la vista resalta: El Norte es la alternativa —real y fantaseada a la vez— para todos ellos, y se empiezan a familiarizar con esa vida puesto que llegan sus parientes o amigos y les transmites sus vivencias en el otro lado, en los Estados Unidos, que casi siempre son alentadoras; y sobre todo cuando ellos ven que efectivamente han progresado: Mira, Liduvina, ves cómo ha progresado José ahora que se fue al otro lado; ya tú ves que buena casa se está construyendo. El que empieza a fincar en Jiquilpan es admirado; y más si está en el norte, porque alienta una esperanza para el que no tiene y que puede en un momento dado decidirse a correr la aventura. Son pocas las alternativas que se han desarrollado en este Jiquilpan para sus pobladores. Es un pueblo que carece de muchas cosas y padece de otras tantas, como la falta de regularidad en el agua potable, sobre todo en tiempos de calor; numerosas calles sin 17 pavimentar, por lo que cuando llueve todo aquello es un paisaje de lodo; calles desniveladas, sin drenaje, que cuando cae una tormenta corre el agua como si fuera un río; falta de servicio de luz en muchas calles del pueblo. Sin embargo, en el aspecto de comunicaciones, no puede haber queja ya que Jiquilpan está conectado por la carretera con Zamora, Guadalajara y Colima; existe el servicio de teléfono (por operadora y lada); la radio también hace acto de presencia con estaciones de Sahuayo, Guadalajara y Jiquilpan. Y por supuesto que la televisión no podía faltar; este aparato que para muchos es un conductor de enajenación se encuentra hasta en los hogares más humildes, viniendo a sustituir poco a poco las viejas y tradicionales formas de comunicación entre los habitantes; pero al mismo tiempo sirviendo de enlace entre las ciudades y los lugares más apartados; contribuyendo así en la modificación de conductas y costumbres de los habitantes de provincia. Ahora las mujeres poco salen a platicar sus problemas y los ajenos por estar frente al televisor viendo las diversas problemáticas que las telenovelas les plantean; los niños, por su parte van dejando a un lado sus juegos colectivos para entretenerse viendo las caricaturas representadas por robots animados por fuerzas extraterrestres y con superpoderes siempre listos a defender el bien y la paz con métodos cargados de una alta violencia… En fin, que en medio de todo esto me sorprendió ver que había el servicio de telecable a través del cual se pueden ver los canales 2, 5, 7 y 13 de México y el 4 de Guadalajara, además dos canales de Estados Unidos: Galavisión y SIN, en donde se ven los mismos programas y telenovelas que pasan por el canal 2, además de películas pornográficas, que llenan de indignación a la gente más conservadora, y que despiertan la curiosidad entre los jóvenes habitantes de este pueblo. También pasan noticieros y una que otra buena película; desde luego que los temas sobre los emigrados sobran: el Norte, la Frontera, etc., que lejos de evitar que la gente vaya al norte, la estimula. Muchos dicen: —¡Ay, qué exagerados! Sí se sufre, pero pues siempre se trae uno sus buenos dólares. —¡Tan! ¡tan! ¡tan! Despacio toca la campana de la iglesia. 18 —Oiga, Margarita —preguntó— ¿por qué tocan tan despacio las campanadas? —Porque es a misa de muerto, ¿qué no supo? —¿Qué? —Pues que anoche se trajeron el cuerpo de un muchacho que mataron allá en el Norte, dizque hace unas tres semanas y apenas se los entregaron. Pues yo creo que los han de arreglar allá, porque es mucho tiempo. Y se traen a esa pobre gente a puras vueltas y papeleos, porque es mucho requisito traerse a un difunto de por allá. ¡Pobres gentes! La gente es buena, pero muy dada a la comunicación mal entendida; tienen sus ojos puestos en el norte, y quizá esa sea una de las influencias de la juventud jiquilpense porque se ve cierto desprecio a lo que tienen: parques, jardines, tradiciones. Por donde quiera vemos chicos y chicas vestidos a la última moda; algunos paseando por las calles, y hasta cargan enormes grabadoras que ponen a todo volumen. Algo así como los jóvenes del norte. La presencia de una gran cantidad de niños y adolescentes contrasta con la población femenina que parece mayor a simple vista. Aquí y ahora la mujer que rebasa los veinte años, sin novio formal para casarse, se puede decir que ya difícil será que lo consiga. La mujer envejece para este acto formal prácticamente a los veinticinco años de edad, en su plena juventud. Y es que la propia dinámica de emigración de estos pueblos ha hecho que un gran número de jóvenes se vayan a estudiar a las grandes ciudades, de donde muchas veces ya no regresan o simplemente llegan casados, a establecerse a su lugar de origen; o bien muchos se van al norte, de donde vienen decididos a cumplir su compromiso con la novia que los espera o bien contraen nuevos compromisos por allá que les impiden regresar. Y pues lógico es que los jóvenes adolescentes se reúnan con muchachas de su propia edad, quedando de esta forma, hasta cierto punto marginadas aquellas mujeres que en su tiempo, en el tiempo de los pueblos como éste, no lograron formar una familia y más triste es si no tienen una preparación o un empleo o bien la posibilidad de salir. La presencia de nuevas formas de pensar, costumbres que co19 mienzan a establecer una barrera entre lo viejo y lo nuevo. La misma presencia de jóvenes en todo el pueblo, hacen pensar en una sociedad nueva, pero detrás de la cual, escondidos por la fuerza de la dinámica social, se encuentra ese mundo marginal, el de los ancianos. II En medio de esta pérdida de identidad hay una contraparte: el Centro de Estudios de la Revolución Mexicana, inició un proyecto de rescate de testimonios orales, a través del cual se rescata —como su nombre lo dice— la memoria del pueblo, a través de las entrevistas hechas a gente anciana de la región. Este proyecto —al que me incorporé en 1985— fue el que me permitió y me sigue permitiendo conocer al viejo Jiquilpan, sus costumbres, sus tradiciones, sus leyendas y sus hombres ilustres. Pero más que eso, me ha permitido conocer la sensibilidad, el pensamiento y el problema de ser viejo. He podido percibir en cada uno de mis entrevistados y entrevistadas un problema singular para todos ellos, el abandono en la vejez. Pero además he tenido la oportunidad de rescatar su vida personal, sus vivencias, su concepción del mundo y su forma de percibir la problemática nacional en distintos periodos de sus vidas. Y esto ha sido posible gracias a que la visión del hombre sobre el hombre mismo se ha ido transformando como producto de la evolución de las sociedades y de diversas ciencias, como la antropología, la psicología y la propia medicina, que ha dado una alternativa a los viejos o ancianos de estar un poco más inmersos en la vida de la sociedad a que corresponden. Aunque debemos de reconocer que esa realidad no es general para todos, así como en las viejas sociedades, aquí y ahora los viejos tienen cierta alternativa o cabida en los corazones de sus jóvenes parientes o entre la sociedad, son aquellos que todavía pueden —en cierta forma— valerse por sí mismos. Pero además que han logrado en su vida acumular algunos valores que significan la esperanza de una herencia o posesión para quienes los rodean. 20 Entonces pensé en lo que escribió Simone de Beauvoir: La vejez es considerada como el invierno de la vida; invierno triste y frío que obedece a un destino biológico inmutable; y más aún como no es agente de la historia el viejo no interesa, no vale la pena estudiarlo en su verdad.1 Aquí me di cuenta de que hay dos problemas que analizar. Por un lado está lo irremediable, la vejez, que es un proceso biológico; por otro lado está el problema social, porque la vejez no es sólo una lógica natural en la que concluye el hombre o la mujer, sino que ambos son seres humanos que como tal merecen un lugar como cualquier otro individuo en la sociedad. Pero esto se hace aún más complejo, porque los valores de las distintas sociedades, son diferentes. Para las sociedades primitivas o para las sociedades que no han alcanzado un desarrollo superior, como las nuestras, un anciano no es protegido, ni por el Estado, ni por la sociedad civil en su conjunto. La mayoría de las veces los ancianos significan una carga para su familia ya que no pueden sostenerse por sí mismos. Ante esto reflexioné que era necesario tomar conciencia de lo importante que es adquirir una responsabilidad colectiva sobre los ancianos; que los reivindiquen ante los demás como seres humanos que son, y por consecuencia que adquieran la importancia que tienen y que no se les da desde el punto de vista social. Ahora bien, el otro problema que se desprende aquí, es el que señala Simone de Beauvoir de esta marginación a que han sido sometidos los ancianos dentro de la Historia. Es decir, que se les ha condenado al más absoluto silencio. Y como expuse anteriormente, gracias al desarrollo que ha habido en el campo de las ciencias sociales y en las propias sociedades en que la inmensa mayoría de hombres explotados, ha arribado a la escena de la historia, dejando un poco atrás la historia de los generales, de los gobernantes, para hacerse la historia llamada de realidades subalternas del pueblo,2 y es precisamente aquí donde nuestros 1 2 Beauvoir, Simone de. (1995). La vejez. Hermes/Sudamericana, 1985, p. 195. Ramos, A. y S. Rueda. (1984). Jiquilpan 1895-1920. Una visión subalterna del pasado a través de la historia oral. Jiquilpan, Centro de Estudios de la Revolución Mexicana Lázaro Cárdenas, pp. 70-87. 21 viejos jiquilpenses portadores de un pasado no tan remoto (Porfiriato y Revolución) adquieren gran importancia y se reivindican como agentes históricos, por no haber sido dirigentes de algún movimiento social o político, ni por haber sido gobernantes, sino simplemente por haber formado parte de esa inmensa mayoría social que hasta ahora ha permanecido marginada dentro del quehacer histórico. Y es que quien tiene el poder escribe su historia, que lo reivindica, que lo justifica, etc. Y de este modo las clases explotadas van ganando, de manera indirecta, terreno en esta sociedad. Junto con ello se van transformando las ideas y la dirección de los objetivos de las ciencias. Así como se habla de una medicina social, inmiscuida un poco más en los problemas de salud que aquejan a la mayoría del pueblo, de la misma forma se habla de la antropología social y de la historia social, cuyo objetivo se ha bifurcado: por un lado, el estudio formal de los movimientos sociales, del poder, de las transformaciones sociales, del estudio de los gobernantes, etc.; por otro lado, lo que se llama dar la palabra al pueblo (realidades suprimidas, subalternas, etc.). Y como una gran mayoría de estos de que hablamos son viejos y son los únicos que en materia antropológica, histórica y social pueden aportar una serie de vivencias, datos, costumbres que rodearon en esas épocas ya que son portavoces del estrato social a que pertenecen. Y más que eso, rescatar su forma de ver las cosas que los rodearon, la lógica de su pensamiento, sus valores morales, su sentido de la historia y de la vida misma. Esto es lo que completa el cuadro de una historia escrita a medias hasta nuestros días. Es por eso que llegamos a la conclusión de que nuestros viejos y los viejos del futuro sólo lograrán un lugar digno en la sociedad cuando el hombre en su conjunto logre transformar sus valores sociales, políticos, económicos y morales. En ese momento el problema, no sólo de la vejez, sino del abandono de niños, de los inválidos, etc., adquirirá importancia y se desarrollará un deseo de superarlos colectivamente. 22 III La necesidad de encontrar un tema para trabajar en investigación me empujó a buscar distintas posibilidades dentro del proyecto de rescate testimonial. A mí me interesaba un tema sobre educación y me encontré con que en Jiquilpan se había establecido una Escuela Agrícola Industrial en 1934, como producto del movimiento de educación socialista que se había promovido en la década de los años treinta. Pero en el transcurso de la búsqueda de información sobre este tema me enteré de que aquí se había desarrollado la industria del gusano de seda, promovida por un griego —según me dijo Margarita Murgo, persona dispuesta a colaborar en todo. Al principio, los datos sobre este griego fueron inexactos. Supe que se llamaba Pappatheodorou, aunque no sabían precisar el nombre. Algunas personas titubeaban al decirme el nombre y preferían llamarlo “el Griego”. Algunos decían que se encontraba en Nayarit, otros que en Sonora y los más enterados que en Sinaloa. Al saber estos datos, imprecisos todavía, se despertó más mi curiosidad y la necesidad de desentrañar el misterio que envolvía la personalidad de este griego. Entonces me inquietó la idea de saber quién era Pappatheodorou. ¿Qué hacía un griego en Jiquilpan? ¿Por qué vino a México? Esas y otras preguntas flotaban en mi mente y sabía que sólo él las podría contestar; porque bien sabía que quienes lo conocían de tiempo atrás me darían una versión, su versión sobre Pappatheodorou, pero lo que a mí me importaba era saber quién era Pappatheodorou por Pappatheodorou mismo. La ansiedad me invadió, pues quería empezar de inmediato la entrevista con el griego. Pero supe de él en el mes de febrero de 1985. Y me entré después que él andaba de viaje por Sinaloa y que regresaría a mediados de marzo, que siempre año con año era así. Y, pues, tuve que esperar, pero trabajando. Doña Margarita Murgo me dijo: Mire, Lupita, ¿por qué no va con Esperanza Flores? Ella vive aquí delante sobre la carretera, casi frente a la casa de Pappatheodorou. Ella trabajó con él en la Sericícola. Está muy enferma y sola, pero es buena y platicadora. Vaya a ver qué le informa. 23 Y así lo hice. Fui a la casa de doña Esperancita, toqué y como no me abría me asomé por uno de los postigos de la puerta, que se encontraba entreabierto. No la vi, estaba un poco oscuro el corredor y toqué más fuerte. En eso, vi una silueta que trabajosamente se abría paso con un bastón, entre los trebejos que invadían el corredor. Llegó a la puerta y me dijo: “¿Qué se le ofrece?”. Ya entonces le expliqué el objetivo de mi visita y accedió a la entrevista. ¿El gusano de seda? —dijo—. Sí, cómo no, sí me acuerdo. Cómo nos sirvió esa industria a la gente pobre, que no teníamos trabajo. Ese señor Pappatheodorou fue el que inició eso, ya después que él se retiró de la Sericícola todo se vino abajo, parece que hasta salieron mal los últimos que estaban a cargo de la cooperativa de la “Sericícola”. Ella recordaba con gusto y narraba aquello de la “Sericícola”. Pero inevitablemente su plática sobre este tema la conducía a hilar sobre su vida personal, sus sufrimientos, privaciones y frustraciones. Sus experiencias vitales salieron al descubierto; en ciertas ocasiones con lágrimas en los ojos, otras con una voz entrecortada, queriendo disimular el dolor de aquellos años y más aún el dolor de su presente al encontrarse vieja, enferma y abandonada. El mal que tiene doña Esperancita es irreversible: padece de artritis que va invadiendo todo su cuerpo, las piernas, las manos, los brazos, hasta la cabeza, ocasionándole evidentes malformaciones en su cuerpo. Me dijo que en la cabeza, del lado derecho, se le estaba haciendo un agujero. Se le ve resignada a cargar su mal hasta el final. No es una mujer cobarde, aunque sí es bastante sentimental, muy a pesar que ella quiere dar una apariencia de dureza. Hace los recuerdos de su niñez y de su juventud, su “amarga juventud”, aprisionada por haber desafiado a la institución de la familia y de la sociedad (aun cuando “fue en contra de mi voluntad”, ella aclara). Esa familia y esa sociedad que no admitió su testimonio, no la escuchó. ¿Acaso porque el lugar de la mujer en la sociedad era inferior? Sin embargo, ella no se esforzó por justificar su “desgracia”. Formó a su hijo como pudo. A pesar de que ese hijo poco la ve 24 ahora, ella siente un gran orgullo de haber hecho de él “un hombre con estudios”. Pero eso no es suficiente para mitigar los dos males que tiene Esperancita; el mal físico y ese mal, que a ojos de esta sociedad parece inevitable, del abandono de la vejez. Si no fuera porque tengo esta casita —dice— quién sabe qué sería de mí. Desde luego que ella no es la única que “carga con su cruz”. Hay otros, como don Juan Murgo, que corren con mejor suerte por tener a alguien a su lado que le ayuda a superar los estragos de la embolia y de la soledad. Esa persona es su hermana Margarita Murgo, quien con gran devoción lo ha ayudado a superar los obstáculos de su enfermedad. Me levanto —dice— a la cinco de la mañana a lavar; a las seis ayudo a Juan para que se bañe; a las siete ya estamos desayunando; a las nueve comenzamos a subir las escaleras; a las diez llega Estelita y le ayudo para hacerle los masajes a Juan. Después me voy al mercado o no falta. A las doce hago la comida, a las dos ya estamos comiendo. A las tres subimos las escaleras; a las cuatro siguen los ejercicios; a las cinco voy a traer el pan, la leche para merendar como entre siete y ocho. A las nueve nos dormimos. Y así todo el día me la paso atendiendo a este hombre. Pues qué le hago. Tengo que cargar con mi cruz. Recuerdo que una vez salí con Margarita a comprar pan. Al regresar, antes de abrir la puerta oímos que don Juan gritaba: ¡Margarita! ¡Margarita! Aventamos todo y abrimos rápidamente. Cuál sería nuestra sorpresa, don Juan se encontraba atravesado en una silla pequeña, pues había resbalado al intentar pararse y caminar. Mortificada, dijo doña Margarita: ¡Cómo ve! Siempre que salgo y regreso, al abrir la puerta siento un miedo espantoso, porque no sé qué voy a encontrar. Por su parte, don Juan no ha querido dejarse vencer por su enfermedad. Él ha luchado contra la embolia implacablemente; él sueña con volver a manejar su grúa; detesta sentirse inválido, y siempre trata de mostrar fortaleza. El gallo —y señala con el dedo índice hacia arriba— no quiere 25 que me vaya todavía, ¡je! ¡je! ¡je! Don David Lúa es otro anciano al que le gusta platicar de sus “historias de antes” —como él dice—. Es un anciano de campo, platicador parsimonioso; y se entusiasma por los recuerdos de los enfrentamientos contra los que se oponían al reparto agrario. Él vive con su esposa que se llama Francisca, una mujer muy religiosa, que se la pasa discutiendo con don David tratándose de religión o de los excesos mundanos. Todos ellos tienen su mundo aparte y corren con suerte porque por lo menos tienen en donde vivir (aunque ellos se las averiguan para sobrevivir). Algunos viven de la caridad que les otorgan “las damas de sociedad”; otros van vendiendo sus pertenencias para ir sorteando su situación; y otros más trabajan —en la medida de sus ya escasas fuerzas— haciendo tortillas para vender, sembrando maíz en “ecuaritos”. En fin, que aun y cuando tienen hijos o nietos pareciera que éstos no existen. Y lo más doloroso es que ellos lo saben y algunos llegan a reconocer que “nomás están esperando a que me muera para echar mano de esto poquito que Dios me ha dado licencia tener”. Si viera qué cochina es mi bisabuela —alguien me dijo, refiriéndose a una anciana de noventa y ocho años de edad—. Ya tiene tiempo que le ha dado por “hacerse”. Y ve usted que mal huele su cama, pero ella no quiere que le hagamos la limpieza, dizque porque le queremos robar lo que tiene en ese baúl. Pero, ¿sabe? No tiene nada. No hay paciencia para tratar a los viejos. Ellos fisiológicamente retroceden, sufren atrofia en distintas partes del cuerpo e inclusive psicológicamente resienten cambios. Pero parece que los hijos o los nietos no están dispuestos a adaptarse a sus transformaciones para ayudarlos. Vivimos en una sociedad con una actividad más intensa, en donde resulta comparable la rapidez de la vida del que está “en edad” con una liebre, mientras que con el que ya “dejó de merecer” una tortuga. Pero es aún más triste ver la falta de respeto que se tiene a los ancianos y ancianas. Esto me hace pensar que se reproducen formas de conducta ancestrales en las que los ancianos sólo son objeto de burla o vistos como delincuentes. 26 Una vez un niñito muy bonito se rió conmigo —dijo doña Cata, una anciana de noventa años— y lo quería yo agarrar; y él decía “¡ay, no, no!”. Quién sabe cómo oyó la mamá. Y me dijo: “Oiga, ¿qué usted no es robachico?”. Le dije: ¡Ay no, señora! Nomás que me cayó en gracia el niño y él me dio una manita y yo le di la mía. ¿Usted creía que yo me iba a llevar a su hijo? No, no. Y es que los ancianos que están en el completo abandono, generalmente andan sucios, andrajosos; huelen mal, casi siempre andan pidiendo limosna; el lugar donde viven está desaseado, lleno de trebejos, de cosas que les regalan las gentes, lo que sobra, lo que en sus casas ya no sirve. Al anciano: cosas viejas, sobras de comida, un peso de limosna para acallar nuestras conciencias, para que no se diga que no somos “buenos cristianos”. Pero resulta aún más terrible descubrir que hay quienes envían a su madre a pedir limosna, en efectivo o en especie, para alimentarse él, sus hijos y su esposa con aquellos pedazos de pan, tacos o frutas que aquella mujer pacientemente fue recolectando de casa en casa en una bolsita, que lleva a propósito para esto. Mientras él —el hijo— se gasta el fruto de su trabajo diariamente en alcohol. Hasta ocho cervezas se toma —alguien dijo—. Ya ni la amuela; cómo quiere que sus hijos estudien, si los trae muertos de hambre. Ahí verá a la pobre madre acarreándoles comida de aquí y de allá. ¡Ese maldito vicio que degrada a la gente! Doña Esperancita, doña Catalina, don Juan, qué importa el nombre, la mayoría de los ancianos se encuentran en el total abandono. Algunos todavía tienen la capacidad de desplazarse y otros no, se encuentran arrinconados en sus cuartos oscuros y sucios, llenos de cosas inútiles; como si formaran parte de todos esos objetos que ya no sirven en la vida cotidiana de una casa, en donde la actividad cada día es más dinámica y tendiente a desechar con más rapidez no sólo los objetos, sino los valores humanos. Pero muy a pesar de esa dinámica, a la mayoría de estos ancianos los podemos ver en todas partes de Jiquilpan; me imagino que con su presencia es como si se negara a morir el viejo Jiquilpan y sus tradiciones, y de hecho, ellos son los portadores de todos esos recuerdos. Ellos poseen esa magia de reproducir el pasado no sólo con su presencia, sino al hablar de 27 sus historias, de sus leyendas, de sus tradiciones. Poseen esa magia de transportarnos al pasado, como si fueran poderosas máquinas del tiempo, pero vivientes, palpables, tibias, con una cálida y muy particular visión de su pasado. Los podemos ver sentados en las bancas de la plaza, dejando pasar el tiempo en las mañanas frescas o en las tardes cálidas. También se encuentran en el atrio de las iglesias, y con una fe inquebrantable dicen: “Que sea lo que Dios quiera”. Hay a quienes les gusta gozar del paso de los camiones, de los autobuses, y se sientan en las bancas del puente de la carretera, no teniendo más paisaje que un río con agua sucia y estancada, llena de basura, en donde ha enraizado esa planta, que crece como una plaga, llamada higuerilla. Aunque debo reconocer que hay ancianos que no se dejan vencer por la adversidad del tiempo ni de su condición social. Los hay que luchan hasta el último momento trabajando aquí y allá para sostenerse, como en el caso de doña Rosario Lúa, de más de noventa años de edad, quien va desde Tarimoro hasta Sahuayo a comprar dulces para vender. Otros, con mejor posición, atienden sus negocios, como es el caso de don Amadeo Betancourt Villaseñor, quien cuenta con setenta y nueve años de edad y que ha emprendido varios intentos en el comercio, dedicado actualmente a la venta de boletos de avión, logrando de esta forma no depender económicamente de sus hijos o parientes. Dentro de esta categoría se encuentra Pappatheodorou (mi entrevistado), quien numerosas veces tuvo que trabajar duro para su vejez. Y es que estos ejemplos nos muestran que muchos ancianos intentan dignificarse a sí y por sí mismos, pero la sociedad que los rodea no lo valora. Pero muy a pesar de ello y por fortuna, los ancianos siguen haciendo acto de presencia ayudándonos a dar una mirada hacia el pasado. Parece ser que en Jiquilpan, el mes de marzo, es el mes de las ilusiones para la gente que cuenta con más de sesenta años de vida —en el mes de marzo florecen todas las jacarandas. 28 Si viera, Lupita, —dice doña Margarita—, todas las jacarandas florecen y el piso azulea, como si fuera una alfombra de flores azules. ¡Ah! —suspira— Jiquilpan en marzo, si viera qué bonita es esa canción que dice: Jiquilpan en marzo de ensueños vestida arcón donde guardo una eterna ilusión. Te cubren de besos de las jacarandas leves como el llanto de un tierno dolor. Jiquilpan en marzo, novia florecida, donde aquel encuentro nos hizo forjar un mundo de ensueños que se deshojaron. Yo hubiera querido nunca despertar. Qué breve fue el tiempo de nuestra aventura, que corto aquel año de felicidad cuando me entregaba su inmensa ternura, la rosa más pura de su alma sin par. Pero estaba escrito que no sería mía, que pronto se iría 29 para no volver. Antes que las flores de las jacarandas volvieran de nuevo a besar sus pies… Desde La Botella, lugar donde está la estatua de Benito Juárez, se ve todo el pueblo y desde ahí se aprecian todas las calles y sus jacarandas. ¿Por qué le llaman La Botella? Porque el monumento tiene esa forma —me dijeron—. Pero también aquí en este lado se llevó a cabo la Batalla de la Trasquila en 1864, en donde las fuerzas republicanas contuvieron la invasión del ejército francés. El lema final fue “Morir es nada cuando por la Patria se muere”. Y sí, murieron muchos en esa batalla. Pero se hace difícil creer que a un siglo de distancia no se le dé importancia a este hecho y se escuchen comentarios como este: “Yo no sé por qué nuestros antepasados contuvieron a los franceses en La Trasquila; si esto un hubiera sucedido seríamos blancos, rubios con ojos azules, así como los de Sahuayo”. Desde luego que no toda la gente piensa así; pero lo que pasa en realidad es que hay una lenta pero firme pérdida de identidad. Y no sólo eso, sino que los valores se están transformando como producto de una sociedad capitalista en donde se comercia con todo. Si se viste bien, si se es bonita o guapo, si se tiene dinero, se puede tener un buen empleo, o un buen trato de matrimonio o hasta ganarse el respeto de la sociedad. En ese mismo lado, al poniente de Jiquilpan, se encuentran vestigios del pasado más remoto: el cerro del Otero, zona en donde —no hace mucho tiempo— descansaban los restos de una vieja civilización prehispánica. Desde ese cerro árido y un poco empinado se pueden ver las parcelas sembradas de jitomate o de chícharos. Por cierto que un campesino del lugar me dijo: Aquí en todas estas tierras cuando andamos arando salen muchos monitos. Yo creo que esa gente no tenía quehacer, ‘onde se dedicaban hacer todas esas cosas. Pos ya ve ahora uno tiene el tiempo ocupado, no tiene uno nada de tiempo para hacer eso; pos pa’ qué, ya compra uno todo hecho. 30 El cerro de San Francisco, el cerrito Pelón, el cerrito Colorado, son lugares muy conocidos entre la gente de la región. Hay un bosque plantado por el general Cárdenas. No, si cuando se hizo ese bosque hasta el clima mejoró —alguien comentó—. El general Cárdenas quería ver al pueblo con muchos árboles; hasta los de Sahuayo vienen a pasearse los sábados y domingos. Como ellos no tienen un lugar como éste, pos ahí verá que no falta el entradero de carros de Sahuayo. Mire nomás, vea todos esos árboles de La Puertecita, ya los ve todos viejos; pues no, antes estaban muy frondosos, uno tras otro, se veía tan bonita la calle y toda empedrada. Viera qué bonito. Ahora mire nomás qué secos, muchos ya los han tumbado, porque cuando llueve se desprenden las ramas y pos puede matar alguna gente o a un chamaco, ¿verdad? Y vea la calle, ya casi ni empedrada está; todo se destruye, malamente como se dice, “todo por servir se acaba”. Entre risas de muchachos y las mujeres tejiendo a gancho o deshilando afuera de sus casas, las tardes de Jiquilpan transcurren apaciblemente, como queriendo ofrecer la quietud de años anteriores, que hoy se ve interrumpida por camionetas traídas del norte que pasan a toda velocidad y con una estremecedora música que lastima los oídos y rompe con la paz de los viejos habitantes de Jiquilpan. Cuando llegan los emigrados el ambiente del pueblo cambia, hay un clima de zozobra; pues los habitantes temen por su seguridad. Y se dejan escuchar comentarios como éste: No, si esos emigrados se sienten dueños del pueblo, nada más llegan a emborracharse y a escandalizar, desde que anochece hasta que amanece. Como allá en Estados Unidos los tienen muy reprimidos, pues aquí vienen como caballos desbocados, haciendo todos los males posibles, que los gringos no les permiten hacer en su país. Y pues la mayoría son gentes de rancho, sin cultura, que regresan sintiéndose la gran cosa. Yo quisiera que usted los viera jodiéndose como burros, sufriendo muchas humillaciones para ganarse los dólares. Allá ni quieren hablarle a uno, se hacen los que no saben hablar español —si uno les pregunta algo en la calle—. ¡Condenados indios patas rajadas igual que yo! De veras da coraje todo eso. 31 Pues la emigración es un problema que ha afectado a la vida del pueblo; el costo de la tierra y de los bienes inmuebles se ha incrementado, y no se diga otras cosas; por la renta de una casa cobran cantidades elevadas, y todo eso, dicen, “gracias a los emigrados que vienen y compran las casas a cualquier precio, como traen dólares… pues no les duele el precio a que se las den”. Pero también la inmigración de estudiantes y profesionistas (amén de otros) ha influido de la misma forma, pues ven en éstos algunos comerciantes y caseros “un negocio redondo”. Ello, a fin de cuentas, también afecta al resto de la población tanto en su presupuesto como en sus costumbres, ideas, etcétera. Parece simple y a veces hasta chusca esta realidad, pero la verdad es que —como ya dijimos antes— se van transformando los valores. Pero a pesar de eso aún podemos percibir esa “hibridación” —si así se le puede llamar— de costumbres y esa convivencia entre los jóvenes de una distinta forma de pensar, de actuar, “de ser”, y los viejos, portadores de vivencias históricas, románticas, de los prejuicios de antaño, añoranzas de la moral del pasado, “que no volverá” como muchos dicen. En fin… Pueblo que tiene una mezcla de provincianismo y modernidad, de lo rural y lo urbano, de lo viejo y lo nuevo, que se conjugan para ofrecer este Jiquilpan en donde me recordaron otra vez que vive un griego que trajo el general Lázaro Cárdenas a finales de los años veinte. IV ¡Por fin! Llegó el mes de marzo y el día 11 el licenciado Luis Prieto me puso en contacto con el señor Theodoro Pappatheodorou. Me presentó con él por teléfono; la impresión que me causó fue buena, me pareció una persona muy amable. Y lo primero que me dijo fue que llegó a Jiquilpan en 1929. Le comenté al señor Theodoro —nombre con el que se le conoce en Jiquilpan— que me interesaba tener una conversación sobre sus experiencias en México y en Jiquilpan. Y sí, mostró mucha 32 disposición para que se realizara la entrevista. Me dijo que prefería que se efectuara en su casa, pues él se ocupaba por las mañanas en limpiar su jardín y arreglar sus árboles, cosa que desde luego no podía dejar de hacer. Me comentó además, con tono de tristeza, que le habían robado en su casa algunos objetos y dinero, que no valían gran cosa y agregó: Lamento que haya este tipo de acciones en un pueblo tan pequeño, que era seguro antes. Pero, ¡en fin!, estas cosas no tienen remedio, mientras no haya orden. Pero, bueno, qué le parece si nos vemos a las diez de la mañana en mi casa. Si toca y no le abren, entre usted; tiene autorización de hacerlo, sólo quite la cadena que está sobrepuesta en la reja. Pues así quedamos. Ese mismo día fui a visitar a la señorita Margarita Murgo y al señor Juan Murgo, y lo primero que me dijo doña Margarita fue: —¡Albricias! —¿Por qué? —le contesté bastante extrañada. —Porque ya está aquí Pappatheodorou. —¡Ah! sí, ya platiqué con él por teléfono. Mañana voy a entrevistarme con él. Esta actitud de doña Margarita me dio mucho gusto porque me di cuenta que existía gente que seguía con interés y entusiasmo mi trabajo. Ella sabía lo importante que era para mí conocer a Pappatheodorou; como si adivinara que de ello dependía la elaboración de un buen trabajo. Y es que ella me había advertido: Ese hombre sabe mucho; ha trabajado en muchos lugares y ha sufrido mucho, hasta que, ya ve, ahora vive bien, sus hijos también. Son buenas personas todos ellos. Y, pues, todo esto para mí significaba un gran apoyo moral y no sentirme extraña en esta tierra, como una exiliada. Al otro día (martes 12), el licenciado Luis Prieto me acompañó en la primera entrevista con Pappatheodorou. Por cierto que él se encontraba barriendo su jardín. Abrimos la reja y lo saludamos. 33 —Buenos días, ¿cómo ha estado? —Bien —nos contestó amablemente—. Pasen, vengan por aquí… Y nos guió hasta un pequeño quiosco con una mesa redonda en el centro y rodeada de sillas; todo el conjunto (quiosco, mesas, sillas) pintado de blanco con cojines discretamente estampados con flores. Alrededor del quiosco se veían plantas, árboles frutales y jardines. Nos ofreció asiento y nos empezó a platicar inmediatamente: Estoy barriendo porque no hay quien haga el aseo. ¡Y qué bueno que no haya! Cuando llegué a México no sólo había servidumbre, sino hasta esclavos. Mientras él platicaba yo trataba de observarlo y de no perder detalle de sus gestos, sus actitudes al hablar de distintos temas; noté que le indignaba mucho la situación en que los trabajadores de la hacienda de Guaracha se habían encontrado; con notoria tristeza en su semblante también platicó de su exilio —como él lo llama— en su propio país. Mientras él narraba su vida a grandes rasgos (detalles de la guerra en su pueblo, la salida de Grecia, la llegada a México, a Jiquilpan, etc.), yo iba planteándome la estructura de su entrevista; aunque tenía un cuestionario que aplicaba en el común de las entrevistas. Supe que en este caso la estructura de la misma tenía que ser un poco distinta. Después se me ocurrió dividir el trabajo en cuatro capítulos: I. Su vida en Grecia, II. México, III. Jiquilpan, IV. Sinaloa. Pero en el transcurso de las entrevistas me enteré que antes de ir a Sinaloa, había estado trabajando en Tierra Caliente (Los Charcos) y a esta parte de su narración decidí ponerla como cuarto capítulo y como quinto capítulo la experiencia en Sinaloa; desde luego que con sus respectivos incisos, que se fueron definiendo una vez que se terminó la primera fase de grabación. Al tener la primera entrevista con Pappatheodorou, tuve la necesidad de llevar un diario en torno a mis impresiones de cada día y de las charlas al margen de la grabación. Y creo que esto me fue de mucha utilidad porque me permitió acercarme más a la personalidad de este griego, que aunque es franco, no deja de poseer ese síntoma de 34 desconfianza que nos caracteriza a la mayoría cuando hablamos con extraños y más tratándose de grabar una conversación. Así que ese diario me permitió presentar los detalles que envuelven la vida cotidiana de mi entrevistado. Él es un hombre alto, un poco robusto; para su edad octogenaria conserva en su personalidad energía y firmeza, no sólo al hablar, sino al ejecutar trabajitos —como él los nombra— como arreglar el jardín de su casa y los públicos de Jiquilpan, al podar los árboles, etc. Es un anciano de apariencia serena, canoso, con una frente amplia, orejas bastante grandes, ojos vivos; usa lentes y siempre viste sencillamente. Al hablar, Pappatheodorou inmediatamente atrae la atención de los demás. Tiene una voz fuerte, clara, en pocas palabras: sonora. Al oírlo hablar noté que dominaba nuestro idioma, puesto que podía y puede sostener una conversación perfectamente; pero al escuchar su pronunciación veo que aún conserva ciertas peculiaridades que son muy notorias en las personas que vienen de otros países y que son las que los delatan como extranjero. Tengo la impresión que mucho tiene de los árabes al pronunciar el español, pues frecuentemente se le escapa el artículo lo para referirse indistintamente a los géneros masculino o femenino. Otras peculiaridades que lo delatan como extranjero son, por ejemplo: que sustituye la e por la i (para decir Checoslovaquia dice Chicoslovaquia). Frecuentemente marca con suavidad la r combinada con un sonido gutural que apenas si se percibe (no es tan marcado como cuando un alemán o un francés habla el español), por ejemplo. para decir orilla, adherida o naturalmente, dice: orrilla, adherrida, naturralmente. Con frecuencia hace uso del pos y del ¡hombre!; expresiones idiomáticas que son muy comunes en nuestro país. Estas son unas cuantas características de su pronunciación, y manera de platicar, las cuales no son un obstáculo para escuchar horas y horas el relato de sus experiencias. Theodoro Pappatheodorou es originario de Mandritza, pueblo que está ubicado al noroeste de Grecia (que se encuentra al sureste de Europa, en la parte meridional de la Península Balcánica). En los mapas aparece dentro de los límites geográficos de Bulgaria. 35 Durante las veintiún entrevistas grabadas que tuve con Pappatheodorou, llegué a conocerlo un poco. Pero no sólo por lo que él informaba al grabar, sino porque acostumbrábamos tener una conversación, casi siempre —como ya dije— antes de comenzar a trabajar; y creo que es en estas pequeñas pláticas como llegué a conocer detalles de su personalidad. Iniciamos nuestras grabaciones en el mes de marzo y el calor ya se había hecho presente en Jiquilpan. Pappatheodorou, todas las mañanas, sin faltar un día, se ponía a arreglar su jardín y a regarlo; en esta actividad siempre lo sorprendía al llegar. Y es que este señor le tiene un inmenso amor a las plantas. Recuerdo que antes de iniciar nuestras grabaciones, una mañana él me mostró el interior de su casa… Mire —me dijo—, quiero enseñarle mi casa, para que conozca el lugar donde vamos a trabajar y así ver qué lugar es el más adecuado para la entrevista. Pasamos al interior de su casa. Al entrar me causó muy buena impresión: tiene suficiente luz, está limpia, ordenada, bien distribuida en su construcción y con numerosos detalles decorativos. Pappatheodorou me mostró pieza por pieza; haciendo destacar desde luego, lo que a él le gusta más de su casa. Por ejemplo, me señaló dos cuadros que tenían pintados unos templos griegos; uno de ellos era el templo de Zeus y la Acrópolis y el otro el Partenón. Majestuosamente hacía presencia la Grecia antigua en las paredes de su casa, que también están decoradas con objetos y motivos griegos, búlgaros, etc.; tanto pasillos como muebles se encuentran decorados con éstos, haciendo combinación con objetos de la región, lámparas, maceteros y algunas otras cosas que logran conjugar una síntesis de su presente y su pasado, una síntesis de cultura europea y mexicana. Observé todo con detalle. La verdad es que su casa es agradable a la vista, se antoja pasar una tarde de invierno o de lluvia en la pequeña sala, que tiene una puerta amoldada como ventana que da a uno de los jardines. En esa reflexión estaba cuando doña Margarita Betancourt —esposa de Pappatheodorou— me interrumpió: 36 —Acabamos de llegar —muy apenada me dijo— y todo está sucio, ¡qué pena! Los cuartos de arriba están sucios. —No importa —le dije, con una actitud despreocupada y dándole confianza—, no se fije; es lógico que la casa se encuentre así después de tanto tiempo de estar cerrada. Así que pasamos a una de las recámaras y me mostraron una pintura de una Virgen, que según calcula dona Margarita, ha de tener una antigüedad de de ciento cincuenta años. La pintura se conserva muy bien, no pareciera ser tan antigua. Salimos de la casa y Pappatheodorou me fue mostrando paso a paso su jardín, o como él lo llama, “mi huertita”. En ella hay árboles de manzanas rojas y amarillas, de limones, granados, limas, aguacates, mangos, toronjas; vástagos de plátanos, plantas de uvas, plantas de piñanona. Por cierto que este fruto yo no lo conocía; tiene la apariencia de una granada explosiva, pero larga; la cáscara es parecida a la de la piña y cuando está madura es color amarillo con anaranjado y tiene un extraño sabor a piña o a guanábana e incluso a durazno… es una mezcla de sabores. Desde luego no podían faltar los olivos, aunque dice Pappatheodorou que nunca han dado frutos. También hay albahaca traída de Grecia, hay rosas, en fin, que es una huerta pequeña pero en producción. Pude apreciar las frutas y las llegué a probar; son deliciosas porque significan el producto del esfuerzo de una persona que le tiene un inmenso amor a la naturaleza. En otra ocasión fui a la casa de Pappatheodorou, pero él no se encontraba y empecé a platicar con doña Margarita. Ella es una mujer de edad avanzada, de carácter recio, pero amable y educada, aunque no tan platicadora y abierta como su esposo. Sin embargo, sostuvimos una plática informal. La fuerza de costumbre me condujo a preguntarle acerca de su pasado. A doña Margarita, al igual al igual que a Pappatheodorou, no le cuesta trabajo dar respuesta a mis preguntas; ella platica con mayor sencillez de sus paseos a caballo y de las lecturas que hacía. De pronto se paró y comenzó a mostrar las antigüedades que heredó de su abuela; sacó de su vitrina una caja de cristal cortado y me dijo: De esta caja sólo hay una, en un museo de la ciudad de México; 37 ésta que ve usted perteneció a mi abuela. Como podrá ver es de cristal cortado; este material que tiene alrededor no sé de qué sea. Sacó copas, saleros, vasos de diseños muy bellos; todo esto lo guardaba en una vitrina del comedor y todos los objetos que había en ella eran de cristal cortado. Me mostró también unas artesanías que había traído de otros países, sobre todo de Grecia y Bulgaria. Se nota de inmediato que doña Margarita le tiene un aprecio enorme a cada una de las cosas que decoran su casa porque significan recuerdos de sus antepasados y de sus viajes. De alguna manera, ella detiene entre las paredes de su casa un poco de la esencia de lo que fue la familia Betancourt Villaseñor, prominente durante los tiempos de Porfirio Díaz. En otra ocasión, Pappatheodorou y yo nos vimos para iniciar la primera grabación. Se le veía preocupado por encontrar el lugar más adecuado para iniciar nuestras entrevistas: —Mire, he pensado que será mejor que vayamos al departamento del fondo para que no haya interrupciones. —Me parece bien, además vamos a tener un bonito paisaje; mire, desde aquí se ve toda la huerta. —Je, je, je. Sí, ¿verdad? Abrió el departamento —como él lo nombra—. Nos instalamos en la sala. Prendí la grabadora: “AHOCLC-Z1. Inicio de la primera sesión con el señor Theodoro Pappatheodorou, realizada por Guadalupe García Torres, el 18 de marzo de 1985 en Jiquilpan, Michoacán”. Y comenzamos con preguntas: la fecha de su nacimiento, nombres de sus padres, sus hermanos, recuerdos de su niñez… Entusiasmado, Pappatheodorou no dejó de hablar durante tres horas; tenía una expresión muy especial, como si estuviera viviendo su pasado en ese instante. El relato se vio interrumpido con la llegada de su esposa, quien acudió a “rescatarme” —como ella dijo—. Al otro día fui a casa de Pappatheodorou para grabar la segunda sesión. Como ya dije, se encontraba barriendo las hojas de los árboles, que caían en forma abundante debido a que era la temporada en que había mucho viento y los árboles tiraban sus hojas secas, para 38 dar paso a lo nuevo, a lo verde, como señal de que una nueva estación sentaba sus reales sobre esta región. Pappatheodorou sonrió al verme llegar. Dejó a un lado su escoba de alambre, recargada sobre un árbol, y dijo: —Buenos días, ¿cómo ha estado? —Bien, muy bien… Se acercó y me ayudó con la grabadora. Llegamos al departamento que estaba al fondo; y todo indicaba que éste sería nuestro lugar de trabajo; porque había silencio y resultaba difícil que el ruido de los camiones o de la gente que pasaba por la carretera se sintiera hasta ese lugar. E inmediatamente comenzamos a grabar. Pappatheodorou no es una persona difícil de tratar; siempre está dispuesto a trabajar. Toma el micrófono y comienza a hablar. En realidad no me cuesta nada obtener respuesta al preguntarle; es una persona llena de recuerdos y experiencias. Me comentó que tenía recuerdos desde los dos años de edad. Conserva fresca su memoria y conforme va recordando se emociona y salen esos recuerdos, al igual que un mago saca de su sombrero flores, mascadas, conejos y naipes. Es bastante buena su memoria octogenaria: al igual que recuerda su niñez en la bella Mandritza griega, recuerda tristes pasajes de la Guerra de 1912-1913 en su país; lo mismo de la terrible Primera Guerra Mundial. Todo ello entrelazado de alguna manera con su vida cotidiana, anécdotas tristes y alegres. Su interés por rescatar las experiencias vitales propias lo llevaron incluso a hacer pequeñas anotaciones en un papel en donde él enumeraba las cosas que le parecían interesantes de platicar. Mire usted —me dijo—, no sé si sirva esto, pero me gustaría comentar algunas costumbres de mi pueblo. Así que con sus anotaciones y las preguntas del cuestionario logramos conformar sus memorias, en una forma más o menos completa y detallada. Él hablaba y hablaba, mirando siempre al jardín con la mirada puesta en un punto invisible, como queriendo arrancarle al pasado cada uno de los detalles de sus experiencias. Se veía en él una ausen39 cia total del lugar de grabación y su atención siempre puesta en el pasado, en la inmensidad de sus recuerdos. Recordamos las canciones de su pueblo. Cuando cantó algunas en griego antiguo, se emocionó tanto que casi llegó a las lágrimas. Se le rasaron los ojos. ¡Cuántos recuerdos! —dijo— ¡Cuántas cosas! Pappatheodorou suspiraba con nostalgia, como si quisiera retroceder el tiempo y atraparlo en ese instante. Afloraba ese sentimiento característico de todos los griegos que vemos a través de su música impregnada de una fuerte mística, como si con ello pudieran traspasar las barreras del tiempo para darle un lugar siempre en el presente, recordando viejas leyendas de amor, de paz. Esto me hizo pensar en unas palabras de otro griego, Theodorakis: La música —dijo— es el alma del pueblo griego, forma parte de su lucha […] le gente sencilla […] siempre mezcla su sentimiento religioso ortodoxo con el sentimiento nacional. Para Pappatheodorou, según confesó, recordar no es fácil, pues su niñez y su juventud las vivió entre la guerra y el exilio; la miseria y la enfermedad hicieron presa de su familia a tal grado que perdió a su madre y a su hermanito, recién nacido. Y todo esto después de que en su pueblo y en su hogar vivían una vida normal y, por qué no decirlo, con felicidad. Lo tenían todo: casa, trabajo, comida, escuela; era una familia integrada que gozaba de la vida cotidiana en el pueblo, entre gritos de muchachos, fiestas y bailes de la región, acostumbrados a vivir directamente de la naturaleza. Y todo eso se vio cegado de repente por la guerra. No cabe duda que Pappatheodorou tiene la sensibilidad que caracteriza a esos seres que sufren el horror de la guerra y aprecian cada minuto de vida, y vivirla plenamente es el objeto. El trabajo —dice— es una distracción, un pasatiempo, pero además fructífero; el trabajo ahuyenta los malos pensamientos. Y tiene razón Pappatheodorou al decirlo; porque, quizá el trabajo fue para él, en determinado momento, un refugio para sobreponerse a su experiencia, aparte de serle algo muy natural, pues es una persona activa con una tradición de siglos en cuanto a la concepción del trabajo productivo. 40 Nuevamente instalo la grabadora y seguimos los recuerdos de Jiquilpan, Uruapan y Nueva Italia. Porque Pappatheodorou también estuvo en Nueva Italia, conoció la famosa hacienda de los Cusi. Con entusiasmo describe la hacienda y no sólo ésta, sino también la de Guaracha. No cabe duda, es un hombre de campo; describe paso a paso la técnica de los cultivos de algunos productos y trata de ser minucioso en la conversación, y de hecho lo consigue. Él es una persona que siempre se ha preocupado porque Jiquilpan se encuentre bien y ha cooperado en la reforestación del pueblo. Por cierto que en una de sus conversaciones me comentó que él había plantado todas las moreras que existían en la carretera; hasta hubo un lugar que se le llamó La Morera, porque ahí plantaron gran cantidad de esos árboles para el cultivo del gusano de seda. Inclusive, aún preocupado por los jardines de este pueblo, un día le pregunté a su esposa que dónde se encontraba Pappatheodorou y me dijo: Fíjese que no está, anda arreglando el jardín que está enfrente de la Casa de la Cultura, porque dice que está muy feo y ahí anda en eso. En otra ocasión llegué a casa de Pappatheodorou y abrí la reja; salió su hija y me dijo: —Buenos días. —Buenos días, ¿y tu papá? —Se encuentra por ahí. —Seguramente viendo sus plantas, ¿verdad? —Sí. Efectivamente, Pappatheodorou se encuentra revisando las frutas de sus árboles, observa pacientemente su nacimiento y desarrollo. —Papá, aquí te buscan —le dijo su hija Anna. —Acá estoy. —Buenos días, ¿cómo ha estado? —Bien. —Mire, venga. Estas hojas del cafeto están manchadas porque tienen 41 un gusano por en medio de la hoja, dentro de la hoja, que se la va comiendo y la hoja se va secando. Esto sucedió porque yo no estaba aquí, y no pude atacar la plaga a tiempo. Pero esto se arregla con el Folidor. —Bueno, vamos a trabajar, hay tantas cosas que decir que… bueno… en fin. Al finalizar la grabación, Pappatheodorou comenta al margen, con tristeza y coraje, el mal fin que tuvo el proyecto del gusano de seda, y todo por políticas y ambiciones. Y dice que es agricultor aquél que sabe que sabe trabajar la tierra, que conoce de técnicas, de lo contrario, esto va al fracaso. Después dice, de repente, como transportado en un mar de ideas: ¡El año de Oro! ¡El año de Oro! Le dije a mi esposa: “no quiero más dinero, porque he sufrido tanto en México que con lo que tengo basta”. ¿Sabe? Los chiles se vendían a veintidós dólares la caja, el tomate a doce dólares la caja. En ese año gané más de tres millones de pesos. ¡Qué barbaridad! Sabe, cuando me iba a casar con mi esposa yo pensé que como era hija de rico, pues… que le iban a dar su dote y no, no fue así. Todo lo que tuvimos yo lo hice con mis propias manos a base de esfuerzo, de sufrimiento. Y terminó diciendo: La vida es una ilusión, si no fuera por la esperanza y la ilusión no viviríamos. Da lástima ver cómo se van perdiendo los árboles en Jiquilpan, por más que les digo no hacen caso; quizá hasta comenten que estoy loco. Pero va a llegar el día en que Jiquilpan se quede sin árboles. Pappatheodorou muestra desilusión y cansancio, pero no se siente vencido en la lucha por defender a la naturaleza del hombre destructor. Él tiene bien claro lo importante que es describir paso por paso todo lo que vio y vivió en su caminar por México. Desde luego que su memoria ha seleccionado lo más importante y de mayor trascen42 dencia en su vida. Jiquilpan, Tierra Caliente y Sinaloa son lugares que determinaron un viraje total en su vida. Y decimos esto porque entre 1932 y 1940 logra una estabilidad completa y su integración a la sociedad mexicana sucede entre estos años. La propia situación del país durante las décadas de los treinta y cuarenta, época que ofrece alternativas para programas productivos, va a influir indirectamente en que Pappatheodorou logre alcanzar cierto éxito como agricultor, sobre todo en Sinaloa. En los años cuarenta, que es cuando se da la concentración de grandes extensiones de tierra y las puertas abiertas al capital extranjero y al desarrollo de exportaciones. Lo que en última instancia permitió que con ese impulso en la rama de exportaciones se favorecieran los agricultores griegos con sus productos agrícolas (tomate, bell pepper, etcétera). Pero además de los valores materiales o económicos alcanzados por Pappatheodorou, se encuentra algo muy importante, y es la conformación de una familia propia; cosa que le costó mucho trabajo pues tuvo que vencer las barreras de los prejuicios y los dogmas religiosos que en aquella época envolvían a la sociedad cerrada del México de antes. Sin embargo, tuvo que dar algunas concesiones para lograr su objetivo, que se sintetizaba en el matrimonio con la persona elegida; y por qué no decirlo, esto significaba otra forma de cumplir un requisito de integración a esta sociedad. Así que Sinaloa significó para Pappatheodorou la síntesis de sus esfuerzos como agricultor de tradición que ha sido; y desde luego la posibilidad de darles una formación sólida a sus hijos, que ahora se enfrentan ante la resolución de problemas distintos, pero nunca parecidos al trabajo de hormiguita que realizó su padre. Y quizá en el fondo de esto es lo que Pappatheodorou quiere dejar como constancias, como influencia ideológica entre sus herederos. V Los recuerdos y la conducción de éstos tiene propósitos bien defi43 nidos; los intereses de cada individuo para recordar o no determinadas cosas; darle una explicación a su presente a través de experiencias positivas o negativas. La relación que hace Pappatheodorou de sus personajes va mucho más allá del recuerdo contable, tiene inmersos una serie de valores sentimentales; rescata el valor humano de las acciones, por ejemplo de un doctor Alvarado, gente honesta, o como el propio general Lázaro Cárdenas. Logró ver que Pappatheodorou no idealiza al general Lázaro Cárdenas. Narra anécdotas que están relacionadas con el general desde que lo conoció. Lo describe pero sin ninguna intención de exaltar su figura. Curioso es ver que en su narración Pappatheodorou hace resaltar el trabajo no sólo de él, sino de los demás. Siempre compara el pasado con el presente, en un intento por valorar las obras que están bien hechas y con una intención de mejorar el presente. Pero además no hace más que recordar un sinfín de detalles, de lucha desesperada por alcanzar un buen lugar en esta sociedad, cuya idiosincrasia chocaba con su forma muy particular de ser. El trabajo es lo importante, la base de la riqueza y del éxito. Odia la burocracia y admira a la gente que trabaja. Pappatheodorou en el fondo es una persona que cree en el esfuerzo propio como medio de riqueza (no hay que olvidar que él perteneció a una sociedad fincada en la pequeña propiedad como forma de explotación de la tierra). El que organiza es el que lo merece todo. Debe haber instituciones y hombres honestos que las manejen. Eficiencia ante todo. Pero además en su forma de pensar se da el lujo de ser democrático. Él no hace más que conducir todos sus recuerdos hacia la explicación de cómo fue logrando la etapa de prosperidad en Sinaloa. VI Del desarrollo de la entrevista (1985-1986) transcurrieron varios meses en que no nos comunicamos normalmente Pappatheodorou y yo. Su viaje a Sinaloa —como acostumbra hacerlo cuando se acerca el invierno, cada año— impidió que continuáramos las conversa44 ciones. Sin embargo, después de que regresó lo vi de lejos y tenía una apariencia de fatiga, sobre todo en su expresión, caminaba como si estuviera ausente del lugar que va pisando, inmerso en sus problemas. Doña Margarita, su esposa, se encontraba delicada de salud y era esto lo que a don Theodoro le preocupaba. A pesar de ello me enteré que él hizo un esfuerzo por revisar el borrador de la entrevista; eso lo supe cuando lo visité. Por cierto, ese día se encontraban desayunando en la cocina su hija Anna, su esposa Margarita y él; pude ver que la señora tenía un semblante diferente, pálida, introvertida. Me dio la impresión de que prefería estar sola; pero de cualquier forma me recibieron amablemente y me invitaron a tomar un café. Pappatheodorou se veía muy entusiasmado y comenzamos a platicar sobre el plan que yo tenía para hacer la introducción de sus memorias y le decía que era indispensable para mí conocer las costumbres y formas de ser de las regiones en que él ha radicado. Al respecto me dijo: Sí, tiene razón, de un lugar a otro cambia muchísimo, por ejemplo entre Jiquilpan y Sahuayo hay una gran diferencia, ya no se diga entre estos dos pueblos con Sinaloa. En Sinaloa la gente es más abierta, tiende más a ayudar desinteresadamente. Si usted conoce un día a una apersona de allá, al día siguiente lo trata como si fueran amigos de años. Quizá esa forma de ser franca, abierta, sea uno de los motivos de la prosperidad de la región. Creo que por ser así es que el progreso en Sinaloa ha entrado. No hace mucho que a Sinaloa le decían el estado torpe, porque tenía poca población. Hoy ha emigrado mucha gente a Sinaloa y es el estado más próspero del país. En cambio en la región del Bajío, que comprende parte de Jalisco, Michoacán, en fin, son muy cerrados, siempre están a la defensiva, son egoístas e hipócritas. Quizá esto se deba a problemas desde la Colonia. Ya ve usted cómo los tenían cuando había haciendas; ese puede ser el motivo de que sean así, porque carecían de todo. En cambio, en Sinaloa la gente es más despreocupada, tiene qué comer y dónde vivir. A mí me gusta mucho Sinaloa, la gente es buena y trabajadora. Nada más ha de ver a los chamacos aquí en Jiquilpan, no res45 petan nada, maltratan las plantas. Vea cómo tienen la plaza, perece ser que no entienden que deben respetar los jardines, porque son de todos. Hace poco les llamé la atención a unos chamacos que estaban con una resortera queriendo matar a los pajaritos y les dije: Vengan, muchachos, vengan, y no se querían acercar, pero por fin lo hicieron y les dije: —Miren, no deben ustedes molestar a los pajaritos porque son muy pequeños y ustedes no se los pueden comer, no pueden sacar provecho de ellos. Además esos pajaritos se comen los gusanos y algunos insectos que son dañinos para el hombre. Y esos pajaritos, muchachos, nos alegran con sus trinos, brincan aquí y brincan allá. Y lo que pasa es que en la escuela no les enseñan a respetar y a querer a los animales ni a las plantas. Recuerdo una plática que se decía mucho en Grecia. Eran dos hermanos; uno estaba casado y otro se iba a casar. Entonces los dos trabajaban y tenían ahí sus manojos de cereales en una bodeguita almacenados. El hermano casado fue y se acercó a los manojos y dijo: “Voy a echarle este manojito a mi hermano porque él está haciendo muchos gastos para ahora que se va a casar y, pobre, necesita”. Después fue el otro hermano, el que se iba a casar, y dice: “Voy a poner este manojito a mi hermano porque él necesita, está casado y tiene hijos y yo, pues estoy soltero y no necesito”. Así que los dos hermanos se ayudaban, pero es que así habían sido educados. Ahora no, hay puro egoísmo y ambición. Yo me he topado con diferente gente, buena y mala, hasta con borrachos y yo lo único que hago es ser prudente. Cuando veo que dije una palabra que molestó al otro, pues lo único que hago es decirle, “pues perdóname” y no lo vuelvo a decir. Pero aquí los mexicanos son muy aferrados y antes de decir “perdóname” prefieren irse a la tumba ¡je, je, je! Así son. Vi a Pappatheodorou un poco menos optimista que el año anterior. La enfermedad de su esposa lo tenía muy preocupado. Sin embargo, 46 con todo y sus problemas, él se encontraba dispuesto a revisar la entrevista. Su hija Anna lo estuvo alentando y él mismo lo reconoce. Nos despedimos y me dio unos libros que trajo de Sinaloa para que los leyera. A ver de qué le sirve, señora —me dijo con cierto optimismo. VII En las últimas entrevistas que tuve con Pappatheodorou, noté una marcada insistencia por que su material grabado tuviera trascendencia. Él piensa que de algo puede servir que lean sus experiencias, pero hace resaltar que le interesa más que ese material llegue a manos de sus hijos y de sus nietos; como testimonio de un hombre que sufrió muchas calamidades en su país y en esta tierra que lo vio madurar como hombre y como padre. Esa insistencia de Pappatheodorou por recuperar materialmente su pasado —hasta hace poco oculto en un lugar de su memoria—, hoy plasmado literalmente, me hizo pensar: ¿qué resortes moverían a este griego a aceptar la entrevista? Y sobre todo en el empeño que le puso a cada una de las sesiones al ir narrando pacientemente algunos hechos concretos de su vida. Y llegué a la conclusión que dos factores influyeron determinantemente en la elaboración de esto que he intitulado ahora como Memorias de un inmigrante griego, llamado Theodoro Pappatheodorou. Estos dos factores a que me refiero son; primero, que cuenta con la edad suficiente como para tener una rica experiencia que se pretende rescatar a través de la trascripción de sus recuerdos. Generalmente una autobiografía o unas memorias son producto de la madurez o de la vejez3; porque sólo en esos momentos el individuo tiene reposo como para poder reflexionar sobre su pasado en un intento por revivir tiempos que ahora le parecen tan lejanos, por querer transmitir experiencias muy propias que se entrelazaron como 3 May, Georges. (1982). La autobiografía. FCE: México. (Breviario 372), p. 53. 47 maraña con acontecimientos terribles como la guerra, por ejemplo. Desde luego que un joven es difícil que inicie sus memorias, porque su presente activo, dinámico, no lo permite (aunque se han dado casos); pero generalmente a lo que un joven puede llegar es a elaborar un diario, que en la mayoría de las ocasiones suele ser un poco inconsistente. Pero a esta edad con la que cuenta Pappatheodorou y con su experiencia vivida, hacen que él mismo tenga un profundo interés en dejar constancia de su pasado, de sus vivencias y de su forma muy particular de rescate e interpretación de los recuerdos. Pappatheodorou, al iniciar la entrevista (y en otros momentos durante diferentes sesiones), me comentó sobre el interés que él había tenido antes de hacer sus memorias, pero que nunca llegó el momento de iniciarlas. Esto me hizo pensar en que era un entrevistado predispuesto a recordar y que, por consiguiente, el rescate de sus vivencias no sería difícil, ya que él tenía la necesidad de que lo escucharan y, sobre todo, de no perderse en el olvido, como tantos ancianos con una rica experiencia que jamás fue rescatada, ya sea porque son presa de limitaciones diversas: no saben leer o escribir o simplemente porque no tienen dinero o no tienen claridad sobre lo importante que es la transmisión escrita y grabada de sus testimonios. Aunque muchos transmiten a sus familiares oralmente sus vivencias, que quedan como recuerdos de segunda mano en las memorias de esos familiares o amigos. La otra limitación (externa) para el rescate de la memoria de esos viejos es la que existe en muchos centros de estudios históricos, en donde aún no se ha desarrollado un trabajo de este tipo. En el caso de mi entrevistado Pappatheodorou, puedo afirmar que contaba con los recursos económicos suficientes como para comprar un equipo de grabación, inclusive para imprimir su material; contaba también con la claridad de hacer el rescate de sus experiencias y tenía interés en hacerlo, pero le faltaba algo: la motivación y la disciplina para hacerlo. Aunado a esto, desde luego, estuvo presente la intervención de una dirección académica para el tratamiento adecuado del rescate de su testimonio; y esa fue la aportación del Archivo de Historia Oral del Centro de Estudios de la Revolución Mexicana Lázaro Cárdenas. 48 El segundo factor al que me refiero es: su condición de inmigrante, característica con la que hasta cierto punto me identifico (aunque yo sufro una inmigración diferente, por estar aún dentro de los límites de mi país). Pero el compartir esa condición de inmigrante me hace comprender el deseo de Pappatheodorou por querer reafirmar su identidad como mandrichota y aun más como griego, muy a pesar de que lleva cerca de sesenta años en este país. Así que el hecho de poder sistematizar gran parte de sus experiencias en una narración, es para Pappatheodorou como atrapar entre sus manos una pequeña parte de su esencia como inmigrante. Quiero que sepan quién fue Pappatheodorou. Cómo sufrió para ser ahora lo que es. Ese deseo escapaba de su mente de vez en cuando durante alguna grabación. Y esto me hizo pensar en que este griego tenía una profunda necesidad de hacerse presente ante él mismo, ante su familia y ante quienes lo conocieron y conocen, en una forma íntegra, mezclando en su narración los sentimientos que invaden a todo aquel que sale de su lugar de origen por alguna razón. La ansiedad, la tristeza, el dolor, la nostalgia son sentimientos que se encuentran perfectamente dibujados entre líneas. Y es que todo hombre, mujer o niño que es inmigrante de una u otra forma va a experimentar estos sentimientos ante la pérdida temporal o definitiva de su terruño. Y es que con ello no está tan sólo la pérdida material, sino moral; la familia, los amigos, las costumbres, la vida cotidiana que antes de partir le rodeó, y que hacen más difícil aún la salida. Pappatheodorou fue un inmigrante voluntario, dentro de lo que cabe, porque el solo hecho de no encontrar alternativa para su futuro en su país, esto hace ya de por sí una razón obligada; aunque la decisión de quedarse o salir dependía de su voluntad. Al respecto quiero destacar que Pappatheodorou sufrió dos tipos de migración. Una, la primera, que fue interna y que surge a raíz de la guerra de los Balcanes; y la otra, que es una migración hacia otro país, que lo convierte ante nosotros en un inmigrante. La primera migración fue a una edad muy corta, en que tuvo que enfrentarse a una realidad bastante difícil, producto de la guerra y con 49 todas las calamidades y miserias que ésta encierra (pérdidas familiares y territoriales). Todas esas pérdidas, indudablemente, dejaron una profunda huella en su carácter, que vino a manifestarse en una actitud positiva, puesto que toda su energía la encaminó a lograr la conquista de ese mundo que le había sido negado en su infancia al sufrir el desplante —si así se le puede llamar— y el intento de desarraigo de sus costumbres (como producto de ese cambio). Esto hizo que don Theodoro fijara aún más en su interior la herencia cultural de su pueblo y de su familia y, además, desarrollar una fuerza interna que lo moviera hacia nuevos horizontes. Y aquí cabe hacerse una pregunta, ¿qué es lo que alimenta el deseo de partir?4 En este caso, para Pappatheodorou, no es un deseo caprichoso o algo que se prevé con tiempo, sino que es una situación obligada por las propias circunstancias que lo rodean (el confinamiento, la falta de alternativas para un joven con ambiciones como él, etc.) y que influyeron profundamente en su forma de pensar. Y esto es precisamente lo que obliga a este joven griego a emigrar en busca de una vida mejor, ya que su futuro inmediato se encontraba totalmente gris (ante sus ojos). El ejército no le ofreció una alternativa; la pobreza lo siguió rodeando. La influencia de su tío Ángel (radicado en California) le abrió una ventana al mundo. Hay que partir hacia América en busca de progreso. Quizá inconscientemente desafiando la ley de gravedad que rodeó su vida desde la niñez. En toda mi vida no había visto un día claro. Emprende esa aventura para disputarle a la vida la decisión de ser y llegar a ser lo que él quiere y no las circunstancias que en su país habían determinado para él. La lucha por encontrar la ansiada tierra prometida hizo de Pappa- 4 Gringberg, León y Rebeca. (1984). Psicoanálisis de la migración y del exilio: México Alianza: Editorial, p. 73. 50 theodorou un errante en nuestro país. Su caminar por distintos lugares de la República Mexicana no es más que la muestra palpable de esa búsqueda. Yo no podía regresar a mi tierra fracasado. Tenía que hacer primero algunos centavos. Esa idea fue la que lo movió de su país y la que lo impulsó a buscar aquí y allá la fortuna, que a ratos parecía borrarse de su futuro. La nostalgia venía por momentos, pensaba en los suyos, en los que había dejado en aquel pueblo de Salónica. Y entonces volvía a aparecer en su interior esa voluntad por seguir luchando para un futuro mejor. Pappatheodorou dice bien al comentar: No tenía otra cosa que hacer más que trabajar. Esta actitud generalmente es de todo inmigrante europeo, la desarrolla como una defensa que —en cierta forma— lo neutraliza de los recuerdos agradables o desagradables de aquella tierra lejana en la distancia y en el tiempo, que produce un intenso dolor. Trabajar es el remedio a todos los males y dice: El trabajo aleja a los malos pensamientos y además es provechoso. Está claro que don Theodoro tuvo que sufrir el choque entre su herencia cultural y las particulares características de los habitantes de este país. El mito de la famosa Torre de Babel se hizo presente, obstáculo que logró salvar —relativamente— en poco tiempo, gracias a su empeño y dedicación poco a poco fue dominando el idioma: No me costó mucho trabajo aprender el idioma ya que muchas de las palabras son de origen griego. No hay que olvidar que Grecia es la madre de todas las culturas. Ese orgullo de saber que la Grecia antigua influyó en otras culturas lo vivifica, lo reconforta y hace que Pappatheodorou camine por el mundo sin complejos de inferioridad, siempre seguro de lo que sabe y de lo que quiere. En cuanto a la comida no me fue difícil adaptarme porque muchas cosas las comía allá en mi pueblo; como los chiles rellenos, que fue lo primero que pedí en una fonda en México. La ventaja de las similitudes entre las costumbres griegas en ciertos aspectos, hicieron de alguna forma a Pappatheodorou menos 51 extraño es esta tierra. Muy probable es que su ascenso e integración a esta sociedad mexicana hayan estado sujetos a su condición de extranjero y al hecho de encontrarse con paisanos que le ayudaron a ubicarse emocionalmente en un espacio en el cual él logró hacer maravillas. Y fue su propio espíritu tenaz, emprendedor e infatigable (con lo cual, otra vez, yo me identifico) en la lucha por conseguir una estabilidad emocional y económica, el que hizo el resto en el éxito logrado. Todos los movimientos de Pappatheodorou tienen una dinámica propia que van conectando cada una de sus etapas para lograr esa especie de hipótesis que en un principio es su deseo por progresar, pero en serio, y que al completar esa conexión llega a su propia argumentación de esa hipótesis, queriéndola establecer como una teoría de vida ante sus hijos. Esa condición de extranjero de que hablamos, junto —desde luego— con sus habilidades técnicas, lo llevó a tratar con los principales políticos mexicanos de la época (como los generales Lázaro Cárdenas, Francisco Múgica, Plutarco Elías Calles y el señor Dámaso Cárdenas, entre otros). Pero además quiero agregar que durante la década de los treinta comenzaron a crearse ciertas condiciones económicas y políticas para la industrialización del país, como ya lo he mencionado. Este hecho en la vida de Pappatheodorou significó una buena coyuntura para irse perfilando en su área de acción: la agricultura. Ya que hasta entonces él se había dedicado al comercio, actividad que nunca fue de su agrado, pero que llegó a ejercer por necesidad. A esto quiero agregar que para 1931 había una profunda preocupación por ampliar el proyecto de industrialización en el campo a través de cooperativas y de nuevas alternativas de cultivo, como el de la morera y la cría del gusano de seda. A propósito, me vienen a la mente unas líneas que escribió el general Múgica al general Cárdenas: He sabido que muy de acuerdo con tanto anhelo e ilusiones que forjábamos allá en nuestra inolvidable Huasteca Veracruzana para nuestro pueblo michoacano hace Ud. esfuerzos empeñosos como todo lo suyo y entusiastas como su juventud por introducir en las 52 regiones propicias del terruño el cultivo del gusano de seda.5 Es de suponer que a través de la cría del gusano de seda se pretendía desarrollar un plan productivo que ayudara a la gran mayoría de la población rural. Aunque el proyecto no prosperó por ser un cultivo totalmente ajeno a las tradiciones agrícolas de nuestro país, permitió a Pappatheodorou movilizarse, conocer más gentes y buscar alternativas nuevas dentro de la población. Pero eso no fue suficiente, había que buscar más, probar nuevas experiencias y sobre todo llevar a la práctica tres principios que siempre estuvieron en la vida de don Theodoro: trabajar, economizar y administrar con propiedad el dinero o los bienes adquiridos a través de los dos primeros principios. La base es la economía y el mucho empeño —dijo. Esto me hace recordar una de las reglas que debía seguir el individuo para ser un buen burgués. Esto desde luego en el periodo en que la burguesía se va consolidando como clase, en los albores del capitalismo: el ahorro es algo sagrado.6 En este caso vemos que Pappatheodorou trata de consolidarse económicamente, de ahí la razón de su pensamiento. Su aspiración es grande: explotar en forma moderna una gran extensión de tierra. Y lo logra, como se podrá ver en el transcurso de esta narración. Aunado a este deseo satisfecho se encontraron las viejas reminiscencias de un pueblo organizado bajo la pequeña propiedad y bajo una organización social parecida a la comunal; estos factores y el hecho de empezar a crear fortuna desde los escalones más bajos de la actividad económica de este país, contribuyeron en la forma muy particular de Pappatheodorou de interpretar la propiedad sobre la tierra: La tierra es de quien la trabaja. Pero para él quienes la trabajan son los propietarios empeñosos y conocedores de la explotación de la tierra que la hacen producir. 5 6 Carta del general Francisco J. Múgica al general Lázaro Cárdenas, Isla María Madre, junio 10 de 1931, CERMLC/AH, F: F.J.M., Vol. 16, doc. 29. Sombart, Werner. El burgués. Madrid, Alianza Editorial, 1977. 53 Desde luego que él no contempla aquí la explotación de la mano de obra. Nosotros, los agricultores, explotamos la tierra, no a la comunidad, porque producimos para todos. Estas palabras encierran un claro choque de posiciones entre dos actividades de la economía: el que crea y produce y el que vende y vive de la especulación de lo que producen los primeros. Y aquí también podemos captar parte de esa herencia cultural en torno a los cultivos en su pueblo a través de este trinomio: No compra venta de fuerza de trabajo- explotación de una pequeña propiedad-el agricultor vende directamente su producto. Este trinomio me hace pensar, además, que es la razón de que Pappatheodorou piense en una Mandritza bajo un sistema socialista. Influyendo también las costumbres o relaciones sociales que se establecen entre su pueblo, como la cooperación, producto de esa forma de organización social en torno a la explotación de la tierra. Todo esto hace que las relaciones entre los individuos de su pueblo sean más humanas y, por consiguiente, que haya un mayor interés por los ancianos, los niños huérfanos o los enfermos. Esa sociedad a la que pertenecía Pappatheodorou era menos compleja que la nuestra y quizá (puedo afirmar) esas mismas características le permitieron un mayor desarrollo como ser humano. Su comunicación con los demás fue más abierta y siempre de cooperación y el contacto con la naturaleza también fue más estrecho. Este aspecto creo necesario resaltarlo porque había ocasiones que captaba en Pappatheodorou ciertas actitudes o comentarios inocentes, “propios de un menor de edad” según la valoración individualista. La envidia, el egoísmo y la ambición (desenfrenada) no parecen formar parte de su personalidad, muy a pesar que ha sido en algunas ocasiones afectado por las actitudes de otras personas. Muy probable es que también influya en su comportamiento la religión ortodoxa, que practica desde su niñez. Ahora, para no perderla en el olvido, el día domingo escucha un disco que contiene partes esenciales de la misa griega y al mismo tiempo que lo escucha adopta una actitud solemne y canta con aquella fe que hace a cualquiera vibrar de emoción. Y esto no es más que un síntoma de 54 su esencia inmigrante, de no querer dejar a un lado sus creencias y prácticas religiosas. Yo a veces —dice— me pongo a pensar “¿dónde está Dios? ¿Ayudará a aquél que lo necesita?” Y entonces veo el sol y pienso que posiblemente la luz influya en nuestro estado de ánimo provocándonos alegría, tristeza… Todas las religiones tienen un solo Dios y nadie puede decir lo contrario, porque nadie lo ha visto y por nuestra fe sabemos que existe… Es evidente que Pappatheodorou está regido por un parámetro de valores religiosos sin llegar al fanatismo; digamos que toma lo positivo de la práctica religiosa. En su semblante puedo ver la carga de los años, de una lucha constante, cotidiana, para ganarse día a día el derecho a vivir activamente sin depender de alguien. Y hasta el cansancio repite la injusticia que el mundo ha cometido con Grecia, la madre que llevó la cultura al Occidente, quien mal le ha pagado al intentar destruir toda esa tradición cultural que hoy en día se encuentra inmersa en todas partes; ésa es su idea. Grecia es pacifista, pero en muchas ocasiones, desde los tiempos pasados, la han inmiscuido en la guerra. Y eso, él, Pappatheodorou, lo lleva muy arraigado en sus recuerdos. Posee un gran orgullo de ser griego. Quizá por eso no quiso nacionalizarse y no renunció a su religión ortodoxa al casarse. Quizá por eso todos los días cuando se baña él canta las canciones de su pueblo en griego o albanés. Quizá por eso, también, él no deja de leer en griego o de ir cada año a su país. No quiere olvidar, ni quiere perder su identidad y más aún, de alguna forma intenta inmiscuir a sus hijos en su cultura, en sus tradiciones, en su idioma. Es algo vital para él no olvidarse de su esencia de griego. El dolor producido por las últimas dos guerras, Pappatheodorou no lo olvida; tal vez eso hace que cuando tiene oportunidad de platicar sobre ese tema lo haga con gran emotividad y en ocasiones con desesperación, en un intento porque su interlocutor capte en toda su extensión la trágica suerte de su país al ser mutilado su territorio. Es entonces cuando él siente la necesidad de dar su propia versión de su historia en un afán más de hacerle justicia a su 55 país, tan golpeado por el Occidente. Pappatheodorou pasa su vejez en forma pacífica, mas no intrascendente; a pesar de sus años él sigue activo. Se levanta temprano a caminar todos los días para evitar la atrofia de sus músculos y purificar el aire que reciben sus pulmones. Si está en Jiquilpan siempre tiene algo que hacer en su casa o en su pequeña huerta o en algún jardín del pueblo. Por las mañanas emprende largas caminatas (para su edad) cruzando varias calles del pueblo para subir y bajar las escaleras que conducen a la estatua de Juárez; y por las tardes sale a platicar con sus conocidos que se dan cita en las bancas del atrio o de la plaza o bien del Jardín de la Paz. Proporciona también un gran apoyo moral a su esposa, quien se encuentra enferma. Si está en Culiacán, de igual forma permanece activo, ya sea atendiendo su huerta o bien asesorando a los jóvenes o viejos en el cuidado de los árboles frutales. Así que él siempre tiene algo qué hacer “porque si no fuera así —como él mismo lo reconoce—, sería mi muerte”. Debo reconocer que el haber trabajado todo este tiempo con Pappatheodorou me proporcionó grandes enseñanzas y me ayudó a comprender un aspecto más del ser humano en su lucha por no llegar a ser un anciano marginado, sino dinámico y deseoso de buscar sus propias alternativas para vivir decorosamente. Mucho me ha dado para pensar y sobre todo a raíz de hacer esta exposición que pone en la balanza dos caras en el fututo del ser humano. Pero además fue fascinante conocer la historia y costumbres de su pueblo, narradas de su viva voz, con grandes detalles, presentadas como un mundo mágico lleno de contrastes. En su narración, como podrá ver el lector, se encuentra conjugada la experiencia de dos mundos distintos, que vienen a sintetizarse poco a poco en la personalidad de “Pappatheodorou el americano”, como le dicen sus paisanos cuando va a Grecia. Y lo que me ha dejado verdaderamente satisfecha de este trabajo es el hecho de haber compartido con Pappatheodorou sus experiencias como inmigrante, al ir plasmando en la grabación todas sus impresiones y sentimientos, que me invaden profundamente, ya que me hizo revivir esas sensaciones que a ratos olvido y en otros mo56 mentos recuerdo. Entonces pienso en que ni Pappatheodorou ni yo volveremos a ser los mismos de cuando partimos de nuestro lugar de origen. Y al mismo tiempo viene a mi mente una situación, en la que quizá nunca hemos reflexionado, pero que ambos compartimos: uno nuca vuelve, siempre va.7 Guadalupe García Torres Jiquilpan, verano, 1986. 7 Grinberg, León y Rebeca. op. cit. p. 267. 57 58 Capítulo Primero Mi vida en Grecia Nuestro origen, costumbres y otros recuerdos N osotros en Mandritza hablamos albanés, que es una lengua que viene desde el origen de los ilirios, de la época de los dorios, los jonios y los eolios. Así que los ilirios son una rama netamente griega, pero que tenemos el dialecto albanés y todos en nuestras casas hablamos en esta lengua. El origen del albanés viene de Epiro, de la región de Coritzá, de Albania del Norte. Esto que cuento ha sido transmitido de generación en generación, porque no existen escritos, lo único que existe es una placa en el primer templo (que data del año 1500) que se construyó en Mandritza, cerca del Monte Cedros, en donde también estaba y está el Panteón. Así pues, el origen, la llegada de mis antepasados a Coritzá, o sea de Epiro a Tracia, se cree que vinieron de allá como nómadas pastores que traían chivas y borregos, al llamarse Mandritza; porque Mandritza quiere decir en español aprisco. Los apriscos se construyen con ramas de árboles del monte, en forma de “jota”, una pestaña vertical y otra horizontal, hacia la ladera del terreno, buscando siempre que coincidiera hacia el este-sur con la finalidad de que los rayos solares pegaran en el aprisco y que calentaran a los animales, y a la vez que se deshiciera más pronto la nieve. De ahí lleva el nombre de Mandritza. Así pues, se cree que en 1500 llegaron los de Epiro, los albaneses que fueron mis antepasados. Esa historia se conserva en el pueblo e influyó en algunas costumbres. Por ejemplo: siempre se cuidaba que las muchachas y muchachos se casaran con gente de ahí mismo. Desde luego también influyó en esto la falta de vías de comunica- 59 ción, pues para ir a otro pueblo se tardaban caminando dos o tres horas. Ese aislamiento en cierta forma contribuyó a que se siguiera conservando el uso de la lengua albanesa. Yo recuerdo que cuando era pequeño tenía que hablar en tres idiomas; en casa hablábamos el albanés; en la escuela, el griego, y obligatoriamente teníamos que aprender el turco, porque para poder comunicarnos con un funcionario teníamos que hablarlo.* Mis bisabuelos y mis abuelos Mis bisabuelos fueron Basilio Topáloglou. Este apellido viene del turco, que quiere decir hijo de cojo; es decir Topal (cojo) y oglou (hijo de). Posiblemente entre algunos de mis parientes de anteriores generaciones haya sido cojo y de ahí provenga ese apellido, o por algún motivo parecido. Así es que mi bisabuelo tuvo dos hijos, uno que se llamaba Theodoro (que fue mi abuelo) y el otro, Anastasio, ambos Topáloglou. Mi abuelo Theodoro nació en 1850 y su esposa Dímitra Papcharoglou nació en 1860. Ahora, por parte de mi madre recuerdo a mi tatarabuelo Atanasio Dermentzioglou, que significa hijo de molinero. Él tenía molinos de agua. Y mi bisabuelo que se llamaba Ioánnis Kiór-ivan y mi bisabuela se llamaba Eva. Y mi abuela también se llamaba Eva. Sucede que en las costumbres de allá en vez de poner el nombre del padre, procuran poner primero el nombre de los abuelos; y más si éstos ya murieron, y si no tienen a otro ser querido que haya muerto, entonces a los hijos les ponen el nombre de sus padres o de alguna persona querida, aun cuando éstos estén vivos. Primero se procura ponerles los nombres de los abuelos paternos, y luego de los abuelos maternos. * Aunque seguían siendo súbditos del imperio otomano. 60 Atanasio Dakob (tío político) vivió 104 años. Está vestido con el traje de mandritsota. 61 Me acuerdo de mi bisabuela, que cuando estábamos una tarde en casa de mi padre. Llegó mi bisabuela con la nieta Eva y me dice mi mamá: —Anda, hijo, cómprate cerillos porque no tenemos y se aproxima la noche. Fui a comprar los cerillos. Eran unas cajas que tenían doscientos cerillos que prendían frotándolos hasta en la suela del zapato o en cualquier otra cosa rígida. Y al abrir nomás la caja, prendieron todos los cerillos. De buenas que no me quemé. De mi bisabuelo Ioánnis Kiór-ivan me contaron que le decían Juan el Tuerto, sin serlo; esta historia que les voy a contar data de hace siglo y medio aproximadamente. Mi bisabuelo Kiór-ivan era una persona de posibilidades económicas, en aquel entonces, y tenía sus buenos caballos e iba a Ortakiöi, que era la ciudad más próxima. Y en el camino lo detuvieron unos bandoleros que lo buscaban para robarlo. Y le preguntaron: —Oyes, ¿no has visto a Ioánnis Kiór-ivan? —Y como no lo vieron tuerto pensaron que él no era y les contestó: —¡Ahí va! Córranle, aún pueden alcanzarlo. Así era mi abuelo, muy astuto, y le llamaban Juan el Tuerto. El papá de mi madre se llamaba Jrístos Dermentzioglou. Y la mamá de mi madre se llamaba María Kiór-ivan. Ahora, los hijos de mis abuelos maternos, de Jrístos Dermentzioglou y de María Kiorivanoglou, no sé las fechas de nacimiento pero sus nombres sí; el primero fue Jorge, luego Anna, siguió Ecaterina y luego Kyriakitza, luego Juan, después Sultana, siguió Martha y por último Magdaliní o Magdalena. Ecaterina murió en Mandritza y creo que dejó cuatro hijos. 62 Los Pappatheodorou Como ya dije, mi bisabuelo tuvo dos hijos: uno Theodoro y otro Atanasio. En esta generación hay una bifurcación en los apellidos; la familia de don Atanasio Dermentzioglou continuó con ese apellido y la familia de mi abuelo Theodoro llevo el apellido Pappatheodorou. Mi abuelo Theodoro antes de ordenarse, se había casado, porque al ordenarse los sacerdotes en la religión ortodoxa si no se han casado, ya no pueden hacerlo después. Entonces mi abuelo, al ordenarse, formó un apellido propio, que es Pappatheodorou, que significa sacerdote Theodoro; entonces los hijos y los nietos llevan ese apellido del sacerdote. Pero puede uno también llevarlo por cariño al anterior apellido (en este caso el de Topáloglou). Mi abuelo Theodoro tuvo cuatro hijos, que se llaman Stéfanos (mi padre) que significa corona, nació en 1867; luego sigue Jrístos, que quiere decir Cristo, (1888); después siguió una hermana que se llamaba Kyriakitza, que significa Dominga, (1890); luego Basilio (1892): después está Ángel (1894), y María (1896). Estos fueron los hijos de mi abuelo paterno. Y los recuerdo a todos porque mi padre hablaba con frecuencia de ellos. Mis padres Mi madre se llamaba Anna Dermentzioglou. Ella nació en 1888. Y me padre, Stéfanos Pappatheodorou, que nació en 1876; ambos originarios de Mandritza. Mis padres se casaron en el año de 1902. Fuimos seis hermanos. El primero nació en 1903; era mujer y la llamaron María, por mi abuela materna. Ella murió muy pequeña; yo no la conocí. Después nací yo en 1905; me pusieron Theodoro, como mi abuelo; luego nació otra niña en 1909 y le pusieron María, y después Jrísto Primero, en Mandritza en 1911; él murió muy chico. Después Jrísto Segundo, que nació en el exilio, es decir cuando los búlgaros nos habían corrido de Mandritza, por cierto fue un sábado 13 de octubre 63 de 1913; él nació en Dydimotijon, el mismo invierno de nuestra salida de Mandritza. Después, en 1918, nació Basilio. Mi madre era una mujer muy trabajadora. En aquella época tradicionalmente las mujeres se dedicaban a los quehaceres del hogar, fundamentalmente. Mi padre estudió primaria en una de las escuelas de Mandritza. En esa época mi pueblo estaba bajo el dominio del imperio otomano; entonces nosotros teníamos escuelas independientes, que sólo llegaban hasta el sexto año. Estas escuelas dependían del Obispo de Dydimotijon, y a su vez el obispo dependía de Constantinopla, del patriarcado. Fue por eso que mi padre en su último año escolar se trasladó a Filippupolis, en Bulgaria, para aprender algún oficio, y aprendió a extraer la esencia de las rosas. Mi madre extraía el aceite de las rosas de la misma región. Ese era un aceite que se vendía en dos mil libras esterlinas el oká, que era una medida del sistema turco que equivalía a mil doscientos ochenta y dos gramos. Aparte de ese oficio mi padre pintaba telas, porque en la región tenían una indumentaria propia, tanto hombres como mujeres. Entonces todos teñían su ropa. Sin ser químico, también se dedicaba a sacar menta, la que muchas veces con un pedazo de azúcar se tomaba como remedio para algún dolor. La sericultura en Mandritza En mi pueblo nos dedicábamos fundamentalmente a la sericultura, o sea al cultivo de la morera y a la cría del gusano de seda. Y a eso se dedicaba no sólo Mandritza, que tenía entonces tres mil quinientos habitantes, sino que también todos los pueblos de los alrededores realizaban esa actividad. Duraba la cría del gusano aproximadamente dos meses y después de ese periodo juntaban toda la producción y la llevaban a vender en la plaza de Mandritza; y como no tenía vías de comunicación como el ferrocarril, entonces los productos salían a la ciudad de Souflí. 64 A esta actividad solamente nos dedicábamos durante la primavera. Ya después en el pueblo, algunos se dedicaban a la albañilería, otros hacían carretas de bueyes, de caballos, hacían campanas, en fin… Y de todos los alrededores del pueblo iban los domingos a vender o a comprar productos en la plaza, que se hacía exclusivamente en ese día. Mi hermano Basilio Pappatheodorou. 65 Sentados: María, mi hermana; Jorge Kampuzitis, mi cuñado, y mis sobrinos Jrístos, Fotiní, Anna y Viko. 66 Jrístos, hermano de mi padre, se dedicaba a producir el huevecillo del gusano de seda. Él estaba titulado en la Escuela de Brusa, en Asia Menor. Y mi tío vendía los huevecillos a los criadores. Pero no los vendía por dinero, sino que cobraba el tanto por ciento de la producción. Es decir, si el criador se llevaba una onza o dos de huevecillo, mi tío obtenía el ocho o diez por ciento de la producción. Así, este sistema garantizaba al productor la calidad del huevecillo que se llevaba y a la vez el que lo vendía obtenía una buena ganancia en su porcentaje. El terreno de Mandritza era propicio para el cultivo de la morera porque se bañaba con el río Rojo, que baja de los montes Rodopi que están al occidente de mi pueblo. Por lo que los mandrichotas (así se les llama a los nativos de Mandritza) tuvieron que hacer obras hidráulicas, más bien de contención, para reducir el río en su cauce, se puede decir que en el centro; y para eso tenían que hacer unas defensas para ambos lados plantando álamos y sauces, que prenden con facilidad en tierra húmeda. Pero además de ser plantados, se entretejían las ramas de un árbol a otro y todas aquellas ramas se llenaban de arena, de limo, etc. Entonces se hicieron unos campos muy fértiles, más propicios para el cultivo de la morera y otros productos. Había dos campos o camadas también propicios para el cultivo: uno era el río Rojo, que estaba frente al pueblo; y teníamos el otro río, que estaba a espaldas en una cordillera; el otro río se llamaba Caraná. En estos lugares también se hicieron obras hidráulicas. La morera, lógicamente, como todos los árboles, se cultivaba en viveros, se sembraba primero y después se injertaba al siguiente año, según la variedad que cada quien creía que era la mejor para la cría del gusano de seda. Porque han de saber que la calidad de la seda depende de la clase de morera que se le dé al gusano. Así que todo el mundo se dedicaba al cultivo de la morera y estos arbolitos se tenían que plantar distantes uno de otro unos seis u ocho metros, según la fertilidad del terreno. Los arbolitos, al año de injertados, su tallo debería crecer aproximadamente de uno ochenta a dos metros de altura para que se formara la copa fuera del alcance de los animales y así evitar que los 67 destrozaran. Después de esos dos años de cuidados, una vez ya fortalecido el arbolito, entonces sí ya se podían dejar pasar chivas, borregos, vacas o cualquier otro animal suelto. En cuanto a la cría del gusano, la gente que ya había comprado el huevecillo debía tenerlo en una temperatura propicia. Desde luego que esa temperatura se daba en primavera y fluctuaba entre los diez o quince días de marzo en adelante. Entonces comenzaban a incubar el huevecillo. Antes de continuar, en Mandritza dedicábamos una pieza o dos para instalar las camas de los gusanos. Naturalmente que eran piezas de sus propias casas; tenían que dedicarse exclusivamente durante dos meses para la cría del gusano. Aparte que si tenían en sus casas un establo, tenían que sacar de éste a los animales. Así que el espacio que se ocupara para la cría del gusano dependía de la cantidad de los huevecillos que se querían incubar y de la cantidad de moreras con que se contara para alimentarlos. Pero había quienes no alcanzaban a tener la suficiente cantidad de hojas de morera para alimentar a sus gusanos; entonces tenían que recurrir a comprarles a los vecinos que les sobraban; y así se ayudaban unos a otros. Para hacer esa operación de venta se hacía por medio de un gritón que había en el pueblo y que pertenecía al municipio y pasaba por las calles gritando: ¡Le sobran diez moreras a Ioánnis Topáloglou. Para que al que le haga falta para terminar su cría vaya a verlo! Así se acomodaban. Aunque hicieran sus cálculos, a veces les hacían falta moreras, porque no faltaba que llegara una heladita y eso, pues, descontrolaba la cosa. Había otro mal que se llama básra. Esto consistía en que muchas de las veces lloviznaba a medio día, cuando estaba en su plenitud el sol, muy fuerte; entonces al retirarse la nube que había soltado esa llovizna los rayos calentaban las gotas que se habían juntado sobre las hojas de las moreras, se calentaban esas hojas y se perdían. Cuando se hacía la recolección del capullo, se podía vender en fresco, antes de asfixiar al gusano para aprovecharlo para la industria, o se mataba o se asfixiaba al gusano y se conservaba para poder conseguir mejor precio después. 68 Generalmente venían comerciantes o dueños de fábricas del norte de Italia, de Milán o de Lyon, Francia, a comprar los capullos de seda. Porque en toda la región del río Po se cultivaba. Me acuerdo que había también una llanura ahí en donde prosperaba mucho la morera y se criaba gran cantidad de gusanos de seda. Una vez que vendían la producción del capullo, cada quien se dedicaba a otras ocupaciones. Ya sea sembrando maíz o trigo o la vid. En lo que se refiere al cultivo de la vid, recuerdo que todas las familias tenían sus viñedos en una región aparte, en lugares de tierra profunda en planicie, en donde tuviera ventilación y que no tuviera exceso de humedad para poder obtener una buena calidad de la uva. Porque en los terrenos barreales la vid no vive muchos años; generalmente su promedio de vida oscila entre veinte y veinticinco años. La parra se cultivaba tan luego se levantaba la nieve, y al mismo tiempo que se cultivaba, se podaba para que viniera el nuevo retoño, y en el retoño viene la flor, que va a ser el racimo de uvas. Casi siempre se sembraba en un solo lugar la uva con la finalidad de facilitar la vigilancia de los viñedos. En el tiempo de la madurez de la uva se ponían policías agrícolas municipales que vigilaban los viñedos. Tradicionalmente, si alguien robaba primero se le castigaba y luego era condenado por la sociedad del pueblo. Y esa condena consistía, muchas veces, en decir: No cases a tu hija con fulano, porque su padre era bandido, robaba ganado, robaba frutas. Entonces había un respeto hacia lo ajeno. Pero había que cuidar a los viñedos de las liebres, de las zorras, de los pájaros; por eso era importante estar concentrados en un lugar, para cuidar mejor. Aparte se sembraba ajonjolí, trigo, cebada, avena, habas, frijol, maíz de verano naturalmente; se sembraba por marzo o abril y se cosechaba en octubre o noviembre. Allá en Mandritza cada quien tenía su pequeña propiedad, no había latifundios, lo máximo que se poseía eran tres, cinco y hasta 69 diez hectáreas. No había tierras de riego porque las márgenes de río estaban lejos; pero no había necesidad de humedad porque en todo el invierno se cubría de nieve la tierra y al venir la primavera se deshielaba y dejaba húmedo. Y también porque en primavera llovía frecuentemente hasta mediados de junio. Ya en julio, en verano, empezaba a venir el corte de trigo, de la cebada, de la avena para después trillar. Esta actividad se hacía con animales, todo se recolectaba a mano con hoces especiales. Las escuelas en Mandritza Muchos recuerdos de mi infancia se escapan de mi mente, pero a propósito de esta etapa de mi vida recuerdo que asistí al Nipiagogüión, que es la escuela a que se va entre los tres y seis años; aquí se conoce como kinder o preprimaria. Era una escuela en donde teníamos un ábaco grande que tenía varios colores, como el blanco, azul, verde, rojo, negro; ésos son de los que me acuerdo. Y era en dos estantes y con unos alambres, y cada alambre tenía varias bolitas grandes de un color determinado. Esas bolitas las movíamos de un extremo a otro para ir contando. La maestra decía: —A ver, Theodoro, si pones dos bolitas de aquel lado, ¿cuántas te quedan de este otro? —Pues ocho, maestra. Y así, eso es lo que nos enseñaban para los números. Mi maestra se llamaba Eutérpi, ella era de Andrianópolis… Recuerdo que eran tres escuelas ahí: el Niapiagogüión y lo que era primaria, que comprendía primero, segundo y tercer año; en la otra era el cuarto, quinto y sexto. Era la escuela más moderna, pues tenía su edificio acondicionado para educación, con su puerta central, dos salones abajo a la derecha y dos a la izquierda y otros tantos arriba. La entrada, donde estaba la escalera, tenía de ancho cuatro metros. Las escuelas dependían del Obispado de Dydimotijon, porque 70 no había los recursos necesarios para que funcionaran cuando empezaban las escuelas en Mandritza. Entonces el obispo ayudaba para conseguir profesorado; parte de los sueldos los pagaba el obispado y parte el pueblo, que se encargaba también de darle al maestro un local donde vivir, leña y cosas que necesitaba para el invierno. Después la Iglesia adquirió propiedades, una huerta, y los beneficios de esos terrenos iban a dar para el profesorado y para todos los gastos de la educación de los niños del pueblo. Para esto se formó un patronato que manejaba todos los bienes. A propósito de la huerta, me acuerdo (sería 1911 o 1912) que trajeron una bomba contra incendios que no tenía motor y funcionaba con la fuerza de cuatro hombres: dos se formaban frente a frente y cogían una palanca y dos la empujaban hacia abajo y los otros la levantaban; y de esta forma es como bombeaban el agua. Entonces varios chamacos estábamos viendo cómo hacían ese trabajo, en eso enfocaron la manguera para probar la presión hacia una casa y tumbaron y rompieron todas las tejas de la pestaña. Cuando empecé la primaria estuve en el segundo edificio, hasta el tercer año, en 1912-1913. En el primer año tuve una profesora que se llamaba Rodopi; en el segundo, una que se llamaba María, y en el tercero, un profesor que se llamaba Jrístos. Por cierto, el profesor Jrístos era muy amigo de mi padre y por tal motivo tenía la confianza de que nunca me castigaría. Un día unos muchachos me dijeron: —Theodoro, si vieras qué bien la pasamos ayer. Por qué no vienes con nosotros hoy para que veas qué bonito la pasamos. Les dije: —No, porque tengo que hacer la tarea. —No, hombre, si no nos tardamos y además la pasamos bien en el campo. Pues yo no sé cómo me convencieron y ahí vamos. Eran tres y yo, cuatro. En aquellos años había un hilo negro de la marca El Oso que se usaba mucho en la confección de los vestuarios, en las 71 indumentarias de invierno. Era un hilo, pues, fuerte, ¿verdad?, y que se cosía con dedal en telas de lana que hilaban y tejían en las casas las mujeres. Pues bien, fuimos a un arroyo donde había zarzamoras y en la sombra de las zarzamoras, ahí, reposaban las gallinas; entonces aportillaron un grano de maíz y lo amarraron con el hilo negro que mencioné y lo tiraron debajo, en las sombritas donde estaban las gallinas. Bueno, al ver la gallina el grano se lo tragó y empezó a jalar el hilito, agarraron a la gallina y le torcieron el pescuezo y ahí vamos entre los encimales y limpiaron y prepararon la gallina, la abrieron y la asaron al estilo guerrillero (kleftes). Y no sólo eso, sino que tenían ahí escondida una sartén. También entre los encimales, en Mandritza, había tortugas de tierra bastante grandes, que las mataban nada más por los huevos; pues estos chamacos sacaban treinta o cuarenta huevos y los freían; así tan expertos eran en el asunto. Ya después en clase (pues nos tocaba aritmética, por cierto que no era mal alumno, siempre preparaba mis clases) pero ese día no llevaba nada, seguía confiado y decía: “Al cabo es amigo de mi padre, no me va a castigar”. Y al hacerme la pregunta, porque ya sabía que yo siempre hacía mis tareas y contestaba bien. Y esa vez no contesté bien y me preguntó: —¿Dónde estuviste vagando? ¿Dónde estuviste? ¿Con quiénes te juntaste? Porque tú eres buen alumno y para que otra vez no suceda eso y sigas siendo buen alumno abra las manos. Y ¡zas! ¡zas! ¡zas! Me pegó en una mano y luego en la otra. Tres veces, hasta que me sacó sangre de las manos. Pero él tenía razón, porque me había juntado con unos compañeros muy desviados. En aquella época se castigaba muy duro y se sentían más en tiempo de invierno. A nosotros se nos hacía llevar la varita de membrillo o de crana, muy finitas y delgaditas, para castigarnos; por ejemplo: en invierno cuando nos presentábamos en la escuela, nos decía la profesora: “junten los dedos de las manos”. Esto con la finalidad de cerciorarse si habíamos vagado un rato en la calle. Y, natural72 mente, cuando durábamos mucho rato afuera, pues se entiesaban los dedos y hacíamos por juntarlos y no se juntaban, se entiesaban; y así nos golpeaban los dedos. Era una cosa terrible. Cuando salíamos al patio a jugar un rato, estaba estrictamente prohibido decir palabras malas, insultos o disgustarse con los compañeros. Y si algo sucedía inmediatamente daban parte al profesor o a la profesora. Había una disciplina muy estricta. Los sábados teníamos también clases hasta el medio día. Se nombraban del salón a dos muchachos, que tenían que vigilar durante sábado en la tarde y el domingo todo el día, y tenían que estar al pendiente en dónde andábamos jugando, cómo nos comportábamos, si insultábamos a alguien, su fumábamos, si peleábamos. Y el lunes reportaban al maestro lo que habían visto y oído. Y si alguno había cometido una falta, daban parte al profesor y eran castigos aquellos que se aplicaban. Algunos recuerdos de mi infancia Ahora quiero narrar un poquito de mi casa, que se construyó en 1907. Hasta a mí muchas veces me preguntaron: ¿Cómo es posible que tú te acuerdes cuando estaban construyendo tu casa? Y yo me acuerdo muy bien porque al lado sur había una planta de rosa silvestre, que siempre daba en racimos las flores y muy olorosas; esto lo asocio con la construcción de mi casa. Los albañiles me hicieron una cruz en la frente con lodo, como símbolo de que pronto iban a terminarla. Y cuando ya estaba hecha la casa en lo alto hacían una cruz. En torno de esto existía la costumbre también de que los vecinos llevaran regalos para los albañiles, por ejemplo: una camisa, una faja o una pañoleta; como cristianos que eran, ¿verdad?, con el deseo de que tuviera buen término la construcción. Frente a mi casa pasaba un arroyo pequeño, y había también una morera, aún no se había empedrado en esa época afuera de mi casa. Recuerdo también que mi abuelo me decía: 73 —Mira, Theodoro, fíjate nomás cómo esta morera tenía cuatro brazos y ahora son cuatro moreras. —¿Por qué? —le pregunté. —Porque la capa del árbol se llenó de limo en una superficie de dos metros y como ves los retoños están separados uno del otro a distancia de metro y medio. Recuerdo también que las casas se hacían grandes y de dos pisos; algunas eran de tres pisos. Y se usaban así grandes precisamente para tener mayor población de cría de gusano de seda. Porque se necesitaba amplitud, aun cuando fuera por poco tiempo, pues éstos no se podían criar a la intemperie. Por otro lado, la región de nuestro pueblo en los alrededores es montañosa, hay cedros, robles y pinos, y aún más, hay álamos, que generalmente se sembraban en la margen del río y crecían muy rectos. A propósito de esto, mi abuelo materno tumbó un álamo para construirle una casa a su hijo. Esos álamos los tumbaban y venían gentes de la sierra de Rodopi y ahí hacían las tablas, de la madera del álamo. Y yo como chamaco muchas veces me sentaba ahí y preguntaba: —¿Qué están haciendo, barba? O sea tío, porque en griego es barba y se acostumbraba siempre al dirigirse a una mayor decirle barba. Y me contestaba: —Estamos haciendo un portillo en el agua. Y pos yo me quedaba pensativo. “Cómo es posible que se haga un portillo en el agua”. Pero nada, esa contestación era nada más para destantear a los muchachos. Así que teníamos las casas de dos pisos y por tal motivo teníamos miedo cuando temblaba porque pensábamos que se nos fuera a caer encima y siempre las piezas que correspondían a las recámaras estaban en el segundo piso. Por cierto, las casas generalmente se construían de adobe (no como los adobes que aquí en México se usaban, que eran de treinta por cuarenta o cincuenta centímetros y 74 por diez de grueso), que eran parecidos a los ladrillos, o sea de quince por treinta y por siete u ocho de grueso. Y así se cruzaban para hacer las paredes, según que para que tuvieran más consistencia. Todas las casas tenían sus patios amplios y ahí sembraban (y siembran aún) hortaliza durante el verano: tomate, chile, berenjenas, ocra (que no se usa aquí), coles, chiles para rellenar, ejotes; todas esas cosas las aprovechan durante el verano y así la gente puede comer legumbres con carne. Y toda la producción que les sobra, ya para otoño la ponen en salmuera. Nosotros poníamos en vinagre de uva todos los sobrantes de la hortaliza (tomate, calabacitas, pepinos, coles, ejotes, etc.) y así tener en invierno legumbres para hacer ensalada y seguir cocinando también con esas legumbres las comidas. Por ejemplo: los ejotes tiernos, que sobraban y que no eran utilizados durante el verano, los ensartaban en un hilo, como el tabaco, y los tendían a que se secaran y se doblaran después como si fueran collares y así se conservaban hasta el invierno para cocinar. En verano salíamos de las casas y nos acomodábamos debajo de las moreras. Como allá todo el campo estaba cubierto de árboles, de moreras, pues había la costumbre de salir y estarse un rato descansando o jugando o conviviendo simplemente. En abril de 1910 salimos de las casas porque empezó a temblar, fueron varios días y eso se juntó con la aparición del cometa Halley. Y estando en los patios me acuerdo que vimos que el cometa corría; tengo idea de que era de oriente a occidente, se veía una luz más intensa adelante y mientras la cola más se ampliaba llegaba hasta un color rojizo, y llegando al término como negro. Era una cola larga, que empezaba en punta y terminaba en una cosa muy amplia. No recuerdo cuántos días estuvo. Pero sí más o menos a la misma hora lo teníamos que ver, sería en verano como a las diez u once de la noche. De mi infancia recuerdo también mi primera comunión. En Mandritza los padrinos eran hereditarios, o sea que pasaban de padres a hijos. No son como aquí que ponen como padrinos a cualquier amigo y diferentes. No, allá son de un solo matrimonio y cuando mueren los padres, sus hijos heredan la responsabilidad de bautizar a los hijos del ahijado de sus padres. Por ejemplo: el padrino de 75 mi padre no tuvo hijos varones, sino una hija; por lo tanto a mí no me tocó tener padrino, sino que era madrina, porque no tuvo hijos el padrino de mi abuelo; entonces a mí me tocaba como madrina a Anna Papcharoglou, quien a la vez era sobrina de mi abuela paterna. Había la costumbre también que cuando alguien hacia la primera comunión, la madrina o el padrino lo vestían de pies a cabeza y lo llevaban al templo con su vela y todo, ¿verdad? Y ya al salir, en la misma casa de la madrina se hacía una fiestecita y (como aquí también) se invitan a todos los primos o parientes en general y a vecinos, ¿verdad? Y se dan regalitos. A propósito, recuerdo que mi primera comunión la hice un 25 de mayo de 1911, tenía seis años. En aquella época se usaba un gorro rojo con una mota negra larga, que colgaba hasta el cuello; este gorro se llamaba fez en turco. Entonces había llovido y se me cayó el fez al lodo y se ensució. Yo, chamaco, sin darme cuenta que aquello se encogía, fui y lo lavé para que no me regañaran o no me pegaran. No me acuerdo si me pegaron, ¡sabrá Dios!, pero de lo que sí me acuerdo es que me regañaron; porque al querer ponerme el fez en la cabeza ya no me entraba. Ahora viene a mi mente que al levantarnos teníamos que persignarnos y siempre teníamos que decir el Padre Nuestro, que es el mismo en el ortodoxismo que en el catolicismo; exactamente son las mismas palabras, y en el Credo también. Después teníamos que lavarnos las manos y la cara con jabón. En aquel entonces no se permitía que los chamacos trajéramos el pelo largo. Y, ¿por qué motivo no se nos dejaba crecer el pelo? Aun cuando las mujeres sí usaban el pelo largo y se lo trenzaban. Pero era porque en aquél entonces abundaban los piojos y las chinches, y desde luego las mujeres eran más cuidadosas que uno de chamaco. Así que había la creencia o un dicho de que “cabeza fresca, estómago ligero y pies calientes” y se aplicaba para estar con buena salud. Después de lavarnos las manos teníamos que ver bien que las uñas estuvieran limpias. Porque una cosa que era muy castigada en la escuela era precisamente que uno trajera las uñas sucias. Lo primero que presentábamos eran las manos y voltearlas en un sentido 76 y en otro; y la profesora y el profesor se fijaba también en las uñas para ver si las teníamos sucias, o en las manos para ver si las teníamos limpias. Por la mañana tenía que hacer mi tarea y leer para estar preparado al llegar a la escuela. Al medio día regresaba a comer, y al sentarnos a la mesa teníamos que persignarnos antes de comer y al terminar también. Otra de las cosas que me acuerdo es que mi padre había empacado en costales el capullo del gusano de seda para llevarlo a vender a Souflí. Entonces había mucho movimiento, pues estaban acomodando los costales en la carreta. Y oí que muchas carretas iban a ir y le dije a mi papá: —Papá, yo también quiero ir a Souflí. —No, no puedes ir tú porque vamos a viajar toda la noche y ¿dónde vas a dormir? —No, yo quiero ir, papá; yo quiero ir, papá. Y tenía muchas ganas de ir porque allá vendían unas roscas con ajonjolí; éste lo tenían pegado encima. Y no desistí: —Yo quiero ir ahí para comer roscas. —No, tú no puedes ir, porque estás muy chico y toda la noche tenemos que caminar y hay lobos, porque vamos a atravesar la sierra. Así que no debes ir. Pero otro día sí te llevaré. Pero yo no hice caso y espié para darme cuenta en dónde estaban las carretas, ¿verdad? Y eran varias, diez o doce carretas cargadas de capullos. Y seguí las carretas, sin que se diera cuenta mi padre. Me agarré de la cola de la carreta, que naturalmente iba tirada por bueyes; generalmente les pegaban hasta dos yuntas de bueyes a cada carreta. La cola de la carreta consistía en que cuando eran pesos livianos y voluminosos como el capullo o el rastrojo las alargaban más; entonces me senté en la cola y me agarré de un costado de la carreta. Pero se dieron cuenta los de atrás y fueron y le avisaron a mi padre: 77 —Stéfanos, tu hijo Theodoro viene atrás. Entonces ya mi padre no tuvo más remedio que buscarme un lugarcito entre los costales grandes y bien que me acomodé. Y así viajamos toda la noche, pues generalmente se hacía seis horas para llegar a Souflí. En esta ciudad estaban los comerciantes que compraban las cargas de capullos. Al llegar por la mañana me dio mucho gusto conocer la ciudad. Desde luego lo primero que hice fue decirle a mi papá que me comprara roscas con ajonjolí y también me compró otras cosas. Por primera vez me llevó mi padre a la estación del ferrocarril; me tocó ver llegar aquel monstruo negro que realmente me impresionó. Y lo que más me gustaba ver era la partida del tren, que operaba todo el movimiento de las ruedas. Cómo hubiera querido que no se terminara aquel espectáculo. Al partir el tren había tanta gente que sacaba la cabeza y las manos saludando y hablando y gritando. Y entonces el tren comenzó a moverse y a silbar y la gente se asustó y comenzó a distanciarse del tren. Se me hizo como si se hubiera improvisado instantáneamente un espectáculo que no me imaginaba y que me impresionó profundamente. Después me llevó mi papá a visitar la ciudad. Fuimos al templo, que era más grande y bonito que el de nosotros. Y me llevó a las tiendas a comprar regalos para mi mamá y mi hermanita. Aquí quisiera no terminar mi narración; pero al regresar al tercer día por la mañana, viendo el panorama de la sierra boscosa y sus arroyos, que pasábamos con las carretas, se me figuraba otro tren y un caminar interminable… Ya al regresara a Mandritza fue un preguntar y dar respuestas interminables también… Los primeros emigrantes de mi familia Cuando mi tío Basilio salió, ya se rumoraba sobre la Guerra de los 78 Balcanes. Él se fue a través del puerto de Trieste (que pertenecía a Austria) hacia Estados Unidos en 1911. Y al año siguiente, en 1912, antes de iniciarse la guerra, se fue mi tío Ángel. Recuerdo que en el patio de la casa de nuestro abuelo el sacerdote, estaba un primo mío que se llamaba Atanasio (por parte de una hija de mi abuelo); él era un año mayor que yo. Y a los dos nos preguntó mi tío: —¿Qué quieren que les traiga cuando regrese de América? Y le contestamos: —Un reloj, tío, un reloj —¡Ah!, ¡Qué bueno! Y se sonrió. Entonces cogió un pedazo de hilo para cada uno y amarró un pedazo de teja y enredó el hilo en un ojal de la camisa (y como usábamos siempre un bolsillo) y nos lo puso en el bolsillo. —Cuando regrese les voy a traer relojes verdaderos. Y ese tío Ángel Pappatheodorou fue el motivo por el cual me vine a México. Pues mi objetivo era irme a California, en donde se encontraba él. Fiestas de Pascua En Grecia, durante la Pascua, la liturgia más solemne es a la hora que aparece la luna. En el momento de la resurrección se hace una misa a media noche, muy solemne. Al terminar la misa todos llevan huevos teñidos (cocidos, naturalmente): huevos colorados, morados, amarillos; y entonces al salir de misa empiezan a intercambiar huevos y se dan el abrazo y se besan. Después de regresar a sus casas se juntan como en familia en la casa del padre o del hermano mayor; Y ahí tienen ya la comida de Pascua que se llama avgolémono, que consiste en matar borregos; entonces se dejan para el día siguiente para asarlos atravesándolos en 79 un palo y así lentamente se van asando en las brazas hasta la hora de comer, al medio día, y se empieza por tomar vinito hasta emborracharse un poquito. Pero en la madrugada el avgolémono consiste en sopa de arroz con huevo y limón, pero si no hay limones, en vez de eso se le pone vinagre legítimo de uva. Eso es al amanecer de la Pascua. Al siguiente día otra vez hay misa muy prolongada que dura de dos a tres horas. Se hacen unos cantos muy solemnes, muy bonitos, que nosotros los ortodoxos íbamos al templo a oírlos con mucha veneración. Esos cantos narran el acontecimiento de Nuestro Señor, más tratándose de la Pascua. Luego empiezan las fiestas en una planicie grande cerca del río (pues he dicho ya que éste atraviesa el valle) y hay una rueda de la fortuna que tiene construidos de madera el eje y los transversales, y van asientos alrededor de la rueda de la fortuna, en cada cruz lleva ocho asientos: dos, dos, dos y dos. Y se sientan ahí, por parejas, principalmente los novios, pero también otras gentes, como matrimonios jóvenes y a veces hasta los viejitos que iban a hacer sus recuerdos de juventud. También antes de la Navidad, las familias de mi pueblo compraban puercos flacos, que los tenían en manada en los encinales para que se alimentaran con bellotas que se desprendían de los árboles del monte, al madurar. Así se criaban las manadas de puercos en los campos; ya cuando se acercaba el mes de octubre, las familias empezaban a comprar sus puerquitos para engordarlos durante dos o tres meses, según en las condiciones en que se encontraran, para que estuvieran listos en la víspera de Navidad. Como todo el mundo mataba puercos, pues nos reuníamos varios chamacos y corríamos hacia donde se oía chillar el puerco cuando lo iban a matar. “¡Ah —decíamos—, en tal casa tienen un puerco muy grande, vamos a ver cuántos kilos va a pesar”; pero aparte de eso íbamos a ver si nos regalaban la vejiga del puerco, puesto que entre los chamacos tenía mucha demanda porque la limpiábamos y la inflábamos; de esa forma hacíamos un balón. ¡Je, je, je! Y así nos poníamos muy contentos cuando nos regalaban una vejiga, y decía: 80 —¡Mira qué grande está vejiga que me regalaron. —Es verdad, Theodoro, vamos a lavarla. No vendían la carne del puerco que mataban, tenían la costumbre que determinado tiempo ponían los huesos del puerco con sal en cajas de madera, en barriles pequeños o en botes de petróleo con mucha sal y ahí los acomodaban todos. El gordo lo hacían tocino en cuadro y todo eso lo hacían en madera y era más sano. Cuando era el corte del trigo o cuando se iban juntas a piscar el algodón, se tenía que llevar comida suficiente para toda la familia que trabajaba en el campo; ahí llevaban y preparaban una sartén para freír tocino con huevos o longaniza, que hacían con la carne del puerco mezclándola con gordura, la picaban bien con un cuchillo grande (que se usaba también para picar la hoja de la morera) y con esa carne se llenaban las tripas del puerco, así que no se desperdiciaba nada. Era una vida muy pacífica, una vida de pocas preocupaciones. Por otro lado, las muchachas tejían una especie de trenzas de las tecatas de las ramas de morera, que son delgadas y llegan a medir entre metro y medio y dos metros; así que con varias de éstas tejían unas trenzas de ocho o diez metros de largo; con éstas hacían un columpio y lo amarraban en las ramas altas de los árboles de las moreras más viejas; y así se mecían y se columpiaban. Muchas veces llegaban los enamorados y se peleaban con las jóvenes en el momento en que ellas estaban en su columpio y ahí les cortaban con el cuchillo la trenza esa y las pobres muchachas se la llevaban para remendarla porque ya no la podían usar. El lunes sigue la fiesta de Resurrección. Por la mañana los sacerdotes se trasladan del templo, que está en el centro del pueblo, al templo del panteón, que está aproximadamente a un kilómetro y medio o dos, dentro del monte que está conformado por cedros, robles, pinos y otros árboles. Ahí se da la misa por la mañana. Y de ahí con los íconos se trasladan por toda la cordillera al oriente del pueblo, pronunciando los sacerdotes el Kyríe Eleison, en el trayecto hasta llegar al panteón, donde se riega toda la población a festejar la Pascua. Ahí comen, ahí beben y bailan ya muy tarde hasta que el sol 81 se mete; entonces bajan al pueblo. Es una fiesta muy querida, muy bonita y que todos los años se celebraba en aquel entonces. Hoy, en esa cordillera pasa desde el panteón la línea divisoria, o sea el alambrado del gobierno greco-búlgaro y paralelamente está la línea divisoria; por eso ya no se pueden celebrar esas tradiciones y fiestas. Ahora que me acuerdo, también hay una tradición religiosa que se celebra el 6 de enero, que parece ser el día cuando se bautiza Nuestro Señor en el Jordán. Por costumbre, después de la misa salen todos los sacerdotes (si es el obispado también el Señor Obispo) y los saltes y cantores que van en procesión, principalmente en Grecia; en los litorales se paran en el muelle para tirar una cruz al mar y los buenos nadadores que son muy devotos o que padecen de algún mal o enfermedad, se tiran al mar para sacar del fondo la cruz para entregársela al mayor eclesiástico y a los que están presentes y reciben un donativo, un regalito. Naturalmente que esos hombres son unas ranas y lo hacen con una gran devoción porque tienen la creencia de que el que está enfermo sana. En el interior del territorio, como en el caso de Mandritza, íbamos (recuerdo muy bien esto de mi niñez) todo el pueblo al río y en un remanso, ahí en la orilla del mar, bajo los sauces, ahí tiraban la cruz. La vida de las mujeres en mi pueblo A las muchachas desde las primeras edades, cuando empezaban a ir a la escuela primaria, les enseñaban a tejer y a bordar para que fueran preparando sus cosas para el casorio, como sarapes, sábanas, tapetes, etcétera, que en ocasiones llegaban a llenar varios baúles, de manera que cuando arreglaban su casa ya no tenían la necesidad de comprar nada. Y desde luego que todas ellas eran maestras en esos trabajos: tejidos, bordados, hilados; ya no se diga en cocina. Y eran expertas porque desde los trece o catorce años ponían a la muchacha a que preparara la comida; mientras la madre iba de visita, ella debía tener lista la comida cuando regresara la familia a comer. 82 Todas esas son tradiciones de miles de años, por lo menos así las vi y las viví en mi niñez y juventud. Y aún ahora que he ido a mi país, se siguen conservando esas cosas; todas mis sobrinas y sus hijos cuando regresan de la escuela que tienen horas libres; inmediatamente se ponen a tejer o a bordar; se juntan tres o cuatro chamacas y ahí todas platicando muy gustosas trabajan. Y da gusto ver todo aquello, porque es un pasatiempo muy sano. Desde luego a la mujer se le trataba con mucho respeto y sobre todo estaba protegida en el matrimonio porque no hay divorcio; en caso que ella tuviera una enfermedad crónica no había que separarnos y arréglatelas como puedas. No, claro que no, era imposible dejar solo aquel ser humano en esas circunstancias, ¿a dónde iba a ir y qué iba a hacer? Comprendamos humanamente cómo a un enfermo lo vamos a abandonar. Así que siempre el marido debía estar al pendiente de aquella enferma y en caso que éstos ya no tuvieran recursos económicos, pues los parientes acudían en su ayuda, los apoyaban para que aquella familia tuviera lo necesario. Naturalmente que en todos estos casos intervenía la autoridad máxima, en aquel entonces, que eran los sacerdotes; desde luego que también intervenía el presidente municipal pero no tenía tanto respeto entre los habitantes como el sacerdote, quien era la autoridad perfecta de un pueblo desde que se recibía hasta que moría; el sacerdote siempre trataba el bien de la familia en los convenios que se hacían, hasta el último momento en que una persona se estaba muriendo tenía que acudir el sacerdote, quien le daba la bendición con la cruz para entregar una vida a la muerte. Las mujeres de mi pueblo eran muy trabajadoras, aunque no salían de su casa a desempeñar tareas, aunque sí trabajaban tanto en el hogar como en el campo (como ya les he dicho sólo existía el trabajo prestado), entonces la mujeres tenían que participar en la recolección de las uvas, al igual que toda la familia. Lo mismo sucedía cuando se sembraba el algodón, también las mujeres tenían que acudir al cultivo y a la pisca del algodón. Y si tenía la familia ganado, pues también las mujeres de la casa tenían que ordeñar las vacas o chivas, cuidar los borregos; hacer el queso, separar la mantequilla 83 de la leche, que se juntaba siempre en una olla grande o en un barrilito durante tres o cuatro días, hasta que se juntaban ocho o diez litros; para esto tenían un barrilito en forma de cono, más ancho abajo y más angosto en la parte de arriba; ahí echaban la leche semiagria, se ponía un embudo que apenas si cabía en la boca el barrilito; entonces una mujer se subía en un banquito que tenía una altura de quince o veinte centímetros y empezaba a golpear la leche con el embudo y en esa forma separaban la mantequilla de la leche; después aquella leche que sobraba se tomaba como agua o se hacía requesón, después de que esa leche se echaba en una gasa para colarla le agregaban sal y se comía. Todos esos trabajos los hacían las mujeres. Otra de las cosas que hacían era la ropa para la familia, como ya decía, participaban desde el cultivo del algodón hasta la separación del algodón de la semilla. No recuerdo si ya lo mencioné, pero mi abuelo el sacerdote hacía unas maquinitas en sus tiempos libres entre semana, ya que sólo había misa los domingos; así que hacía varios aparatitos con engranes de madera; para éstos se usaba una madera muy resistente, pues con esas maquinitas separaban el algodón de la semilla. Otra de las actividades de las mujeres era escardar la lana; se hacían combinaciones de lana de borrego con pelo de chiva para hacer chaquetas impermeables que se ponían en tiempo de lluvia para protegerse de esa, ya que los pelos de chiva eran más largos y el agua resbalaba. Todos esos tejidos los hacían en la propia casa, no había casa que no tuviera un telar, por más humilde que fuera; pero si sucedía que no tenía, pedía prestado el telar por una o dos semanas y empezaban a hacer hilos como de lana, de algodón o de seda con dibujos, con flores, etc. Y después hacían unas prendas de vestir con esas telas. También tejían las mujeres a mano suéteres, guantes; éstos los usaba toda la gente porque hacía mucho frío; había guantes de dos tipos, unos tenían el dedo pulgar independiente y los otros cuatro eran una sola pieza, y había guantes con los cinco dedos separados; aunque los primeros eran juntos sí se podían coger las cosas. Pues hasta las alfombras y tapetes se hacían en las casas. Recuer84 do que en Mandritza todas las casas estaban alfombradas y esas piezas se hacían de lana; por lo general en el pasillo del pórtico (que era una puerta separada que en muchas ocasiones estaba con vidrios y otras con techito para que no se mojaran), pues ahí se ponían los zapatos mojados o sucios y se entraba con pantuflas o calcetines. Las casas también estaban tapizadas. En las casas más humildes toda la ropa de desecho no la tiraban, la juntaban en una canasta y para el invierno hacían tapetes (desde luego de menor calidad); cortaban tiritas de las camisas (porque las mujeres usaban camisas largas y los hombres usaban camisas cortas) y de toda la ropa que ya no se usaba y las tejían formando unos sarapes bastante resistentes que los ponían en la puerta para que ahí se limpiaran las pantuflas. Así que nuestras casas se conservaban más calientes, y más porque los pisos de los cuartos no eran de ladrillo sino de tabla y también porque no había casa que no tuviera chimenea para quemar leña en tiempo de invierno, cuando éste era más fuerte; entonces se usaban estufas de lámina y de fierro fundido, que eran mejores y que guardaban más calor. En la parte superior de la estufa había un agujero circular con su tapadera y ahí se ponían la cafetera, las cazuelas con alimentos o lo que se quisiera recalentar para comer; porque muchas de las veces se hacía en invierno comida en abundancia y siempre sobraba para recalentar, y ahí también muchas de las veces calentaban el vino; porque en las mañanas a los chamacos les preparaban una rebanada de pan y vino tibio para calentarse. La mujer tenía que levantarse en tiempo de invierno a las cuatro o cinco de la mañana para prender el fuego; mientras tanto, el marido y los chamacos dormían; ella se ponía a tomar la rueca y empezaba a hilar algodón o lana o a tejer calcetines; en fin, tantas cosas que hacían falta en un hogar. Cómo se trata en mi pueblo a los viejos Considero que la vejez no existe. Todos los que vivimos, los que luchamos en la vida necesitamos tener un ahorrito que signifique la 85 base para estar tranquilos en la vejez, porque sin ayuda económica es muy triste la vida y más en la actualidad en que no sólo los viejos sino los jóvenes van por un camino muy malo. Por eso hago recuerdos de las costumbres de mi pueblo, porque tratándose de los viejos allá en Mandritza todos estaban asegurados en su vejez. ¿Por qué? Porque tenían sus hijos y el menor de ellos, aunque se casara, tenía que quedarse con los padres y éstos a su vez tenían que estar al pendiente de sus nietos; así que mutuamente se ayudaban, porque el matrimonio tenía que trabajar, y allá en mi pueblo trabajaban hombres y mujeres en el campo, en otras actividades; era un pueblo socialista, porque desde que yo me acuerdo no había ni ricos ni pobres; el trabajo se prestaba, como ya mencioné. Las casas de ancianos no existían porque todos los viejos estaban asegurados por sus propios familiares y la misma gente del pueblo estaba al pendiente de eso y no perdonaba aquel pariente que no protegiera a los ancianos, y decían: —¡Ay! No está atendiendo a sus padres. Pero no sólo se quedaban en el comentario, sino que cuando aquel hijo trataba mal a sus padres o había una desviación de esa naturaleza, los familiares que se enteraban de eso iban y le decían a los padres de la novia de aquel muchacho: Mira no cases a tu hija con aquel muchacho porque trata mal a su padre. A ese grado llegaba la gente para castigar esas desviaciones, y es que nosotros éramos y somos cristianos y eso lo teníamos muy presente, porque en nuestro pueblo había criptas, que eran unos templos bajo tierra, cripta quiere decir escondite; todo templo nuevo que se hacía siempre procuraba hacer su cripta (como vivíamos rodeados de musulmanes, o mahometanos), para lo que se ofreciera, y ahí se educaba a los muchachos cristianos, el sacerdote daba clases; así que esas eran tradiciones muy viejas, muy arraigadas, que regían la conducta para el bien de la vida. Así que ese cuidado que se les tenía a los viejos era una tradición de todo el pueblo, no era de si quería o no quería el hijo hacerse cargo de sus padres; sino que 86 todo el pueblo se inclinaba por esa ley, por esa costumbre, y el que no la siguiere era condenado muy enérgicamente; hágase de cuenta que casi querían que se fusilara. Y no sólo eso, había otras consideraciones para los ancianos, por ejemplo cuando iban caminando por la calle siempre se les daba su lugar o cuando traían un burro cargado de leña y que ésta se les caía, se acudía a cargarle el burrito con la leña nuevamente y hasta se conducía al viejo hasta su casa. En este momento se me viene a la mente que los egipcios (según la historia) cuando llegaban a cierta edad, que veían que el padre ya no podía prestar alguna ayuda en la casa, entonces el hijo lo echaba en una canasta, en un chiquihuite, y lo tiraban en el río Nilo (que porque era muy anciano y no podía prestar ningún servicio). Pero una de esas veces hubo un anciano que no fue tonto, entonces lo llevó su hijo con su chiquihuite y le dijo que se metiera para tirarlo al río y en eso que le dice el anciano a su hijo: —Oyes, hijo, no me vayas a tirar con el chiquihuite. Y él le contestó extrañado —¡Padre!, ¿por qué? —Porque si más adelante te van a tirar a ti, ¿para qué compras chiquihuite? Llévatelo a tu casa y tírame nada más así. De esa forma ya tiene dónde tu hijo te tire. Y según desde entonces cambiaron de modo de pensar los egipcios. Pero en realidad es una injusticia que los hijos se porten mal con sus padres; tan solo hay que ver a aquella madre que desde antes del nacimiento de su hijo espera con aquel cariño, y después de los dolores y el nacimiento viene aquella alegría, y cuando ya nació: “a ver a mi hijito, quiero ver a mi hijito”; con cuánto cariño, con cuánto amor lo abrazan y lo crían con su pecho, lo enseñan a andar, a comer, lo visten. ¿Para qué? Para que a última hora condenen a aquel ser que les dio la vida. Es triste, enormemente triste. En mi pueblo había un gran respeto a la gente grande; recuerdo que cuando estaba chamaco y pasaba una persona mayor de edad 87 tenía que decirle “tío”, aun sin ser parientes; este era como símbolo de respeto de los chicos hacia los grandes. Y muchas de las veces aquel individuo si tenía necesidad de algún mandadito a cualquier muchacho le decía: —Oyes, muchacho, ¿No me podrías hacer un favor? —Cómo no, tío, a dónde voy. —Pues en tal parte… Ya le daba el recado que tenía que dar y el muchacho con mucho gusto iba y daba aquel recado; ya después regresaba a dar razón de aquel recado. Nos dirigíamos a los mayores con mucho respeto y con los ancianos con más razón. En donde quiera que había una reunión, siempre que llegaba un anciano o una anciana, inmediatamente se paraban y le hacían lugar para que se sentara. En cambio, ahora me doy cuenta que eso no existe. No voy muy lejos. Hace poco me di cuenta que en la plaza estaba un matrimonio con tres chamacos, ellos muy sentados y los padres por un lado parados; en vez que los padres sentaran al menor de ellos en sus piernas; pero no sucede así, ¿qué clase de ciudadanos van a ser esos niños? Pero los padres tenemos la culpa y la responsabilidad de la clase de educación que reciben los hijos. En mi pueblo había una relación estrecha entre los compromisos de matrimonio y el futuro de los padres, quienes desde luego veían con mucho interés porque ellos (como ya dije) tendrían en algún momento que irse a vivir con el hijo menor, puesto que allá en mi pueblo no había asilo de ancianos o gerocomía (que quiere decir “casa de ancianos”). Desde luego, en las ciudades más o menos de veinticinco a treinta mil habitantes sí había gerocomía y también parthenagouía (que quiere decir “educación de vírgenes”, que era un internado para muchachas huérfanas, en donde las preparaban y hasta las casaban con muchachos de la sociedad). A propósito de esto, a mí me tocó, siendo soldado, ver que se enamoraron un soldado y una muchacha de esa escuela. Desde luego que los soldados son jóvenes e hijos de familia, allá no había que les pagaban por ser soldados, porque prestan servicio a la patria durante 88 dos años y muchos en el transcurso del servicio se enamoran y se casan, como sucedió con ese joven soldado que pertenecía a mi compañía y que era de una clase mayor y todos tuvimos que asistir al casorio de él y de la muchacha guapa. Y, pues, todo eso los padres lo analizaban porque (como ya dije) tenían que ir a parar con aquel hijo. Desde luego que los padres no significaban una carga, porque además la mayor parte de lo que los padres poseen va a dar a manos del hijo menor con el que ellos viven. Así que todo esto se ve con mucho cariño, con mucho interés y mucho empeño; y naturalmente los padres también tienen que tratar bien a los hijos y éstos a sus padres y abuelos, con mucho respeto y cariño, desde luego. Cuando el anciano se queda sin hijos a quien recurrir tienen la obligación los parientes más cercanos de apoyarlo, y si no los tiene, pues tiene que recurrir al yerno o a la nuera, según el caso. Pero no había eso de decir “Mira nada más, el tío se está muriendo en la calle y los sobrinos no lo atienden”. No, eso no ha existido porque, ya lo dije, era condenado por la sociedad. Así que el anciano tenía que irse arrimado con quien pensaba vivir, para tratar de comprenderse y de ajustarse a los medios de vida de aquella familia. Pues esas eran las costumbres en las que el sacerdote intervenía para que se llevaran a buen término; hoy todo ha cambiado, es muy diferente, muy triste. El noviazgo y el matrimonio en Mandritza En Mandritza por lo general un matrimonio tiene dos o tres hijos; y si tienen una hija el padre siempre trata de ahorrar, desde que ésta nace, para poder formarle una dote que le permitirá acomodarla en mejores condiciones económicas para el matrimonio. Tratándose de los hijos, pues, no había esa preocupación; sin embargo, si se trataba de darles una educación o preparación en algún oficio, en aquella época a lo que se podía aspirar es a tener un oficio de car89 pintero, herrero u hojalatero; cualquiera de éstos era bueno para procurar tener trabajo propio; no era como ahora que la gente sale a buscar quién lo emplea. No, allá siempre se procuraba ser independiente en su trabajo; aunque, desde luego, había quienes trabajaban de oficiales en una carpintería, en una herrería, en un taller o pequeña fábrica, haciendo carretas de bueyes, etc., no faltaba qué, pero siempre con la mira de aprender un oficio. Una vez que ya crecían los hijos, voy a poner un ejemplo: que fuera un hermano y dos hermanas; el varón no debía casarse antes que sus hermanas; aunque fuera mayor él tenía que procurar primero acomodarlas, ¿y cómo lo hacía? Pues muy sencillo, como todos los muchachos tenían amigos, parientes; entonces tenían que hacerle la lucha con éstos. Y así platicaban sobre este asunto. Uno de ellos decía: —Oyes tú Atanasio, me gusta tu prima. Pero tú sabes que yo también tengo hermana, ¿no quieres tú casarte con ella, para así poderme casar con tu prima? —Pues sí, yo me caso con tu hermana y tú con mi prima. Y así era una forma de arreglar las cosas. En eso del noviazgo también intervenía un sacerdote, esto desde luego, una vez que ya se sabía que aquellos muchachos se querían, aunque antes no había tanta libertad, se sabía que estaban enamorados porque se veía cuando se saludaban en la calle y ya se comprendía que se querían. Y entonces se hacía el noviazgo oficial; esto a través de la presencia de un sacerdote y de parientes cercanos que tanto los padres de la novia como del novio invitan a presenciar la formalidad del acto, que desde luego se celebra en la casa de la novia y de esta forma quedan semicasados. Desde ese momento el novio tiene derecho y cierta obligación con las dos casas y debe de ir a visitar la casa de la novia e ir a comer los domingos. Pero antes de esto tanto los padres como los muchachos se fijan si aquel muchacho o muchacha les conviene. Y como digo siempre: en la vida siempre hay un interés que se manifiesta en formas diferentes; no sólo en perseguir bienes o dinero sino también la belleza, 90 la salud y tantas cosas, pero siempre existe. Uno dice «esa muchacha está bonita y muy sana» y si es enfermiza lógicamente se piensa lo contrario. Y lo mismo los padres de la novia piensan del muchacho: «se ha preparado bien y con mucho sacrificio lo enviaron sus padres a la escuela, y él ha correspondido aprendiendo aquello, es muy juicioso, trabajador. Así que aunque no tengan, nosotros los podemos ayudar». Y así se hacían esos convenios para llegar al matrimonio. También se tomaban en cuenta otras cosas, quiénes serían los antepasados tanto de la muchacha como del muchacho; en qué forma se habían comportado en la vida, en el matrimonio, con sus hijos. ¡En fin!, tantas cosas que se tomaban en cuenta que eran delicadísimas en la vida de un matrimonio. Entonces siempre se fijaban en que aquella familia no tuviera un mal antecedente como que hubiera matado o robado algún miembro de la familia. Pues como decía, en esa reunión a la que asistía el sacerdote, como autoridad eclesiástica, porque en aquel entonces no había civil y los matrimonios sólo se hacían eclesiásticos (en algunas ocasiones cuando se presentaba una situación difícil se podía llegar a pedir permiso hasta al señor Obispo); en algunas partes asistía el muchacho que hacía la petición y en otras no; pero el hecho es que quienes hacían la petición de la muchacha llegaban diciendo estas palabras: —Venimos a pedir una flor para Constantino. La flor de ustedes, a ver si la conceden para Constantino. Así, poéticamente, se presentaban las cosas, y en una forma alegre, con sonrisas. Bueno, aunque algunas veces las cosas se ponían difíciles porque los padres ponían obstáculos, pero ya después intervenía el sacerdote. Desde luego que en esos tratos los padres trataban de no dar mucha libertad y de ceder a la primera petición. Y, pues, primero decían, pues hay que preguntarle a la muchacha qué piensa y al muchacho también. Y en algunas ocasiones intervenían otras gentes que hacían los comentarios siguientes: 91 —Sí se quieren, sí se quieren. Los hemos visto por allá en la calle que se flechean. Y así es que de esa forma se hacía el noviazgo. Y como ya era una cosa más seria, entonces se intercambiaban regalos. El muchacho le daba algún brazalete, algún collar, aretes; ¡en fin!, cosas de esa índole; lo mismo la muchacha le daba algún regalito. Pero no sólo eso había, sino que todos los que asistían al compromiso recibían una pañoleta, que de antemano la muchacha les había puesto sus iniciales en una esquina de cada pañoleta. Así que a todos los que estaban sentados les tendían una pañoleta dobladita en el hombro. Eso era como recuerdo y representaba el compromiso quedando como testigos los asistentes. Desde ese momento ya se consideran semicasados. Ya a estas alturas era muy difícil, realmente difícil, que un muchacho dejara a la novia; porque si lo hacía aquel muchacho estaba condenado y no sólo él sino la familia; porque se consideraba como una burla, como algo degradante para la familia de la muchacha; entonces solamente a través del sacerdote y en el templo, el muchacho que quería deshacer el compromiso tenía que exponer las razones que lo impulsaban a realizar aquella acción: ya fuera por enfermedad o por alguna otra cosa que se le presentaba. Pero volviendo a la reunión o fiestecita del compromiso, una vez que ésta se terminaba felizmente, el muchacho quedaba invitado a visitar la casa de la novia cuando deseara hacerlo; naturalmente que para entrar a la casa tenía que tocar la puerta y ya la madre salía y decía: —¿Qué desea? —Pues vengo aquí un rato de visita a platicar con Elena. —Pase, pase usted. Ya pasaba el muchacho, entonces la señora le hablaba a la hija y los dejaban platicar ahí en la sala de su casa. Pues los muchachos platicaban los planes que tenían para llevar lo mejor posible su matrimonio, que preparar a los amigos etcétera, etcétera. 92 El novio tenía obligación de ir a comer a la casa de la novia, no muy seguido pero sí de vez en cuando. Y así después de que comían, se sentaban por un lado en un sofá o silla; platicaban sobre el plazo para el casorio, que medio año, que tres meses. ¡En fin!, esto también dependía de la edad que tuvieran, porque había noviazgos muy tempranos, muy jóvenes se comprometían los muchachos; por ejemplo, mi madre se casó a los catorce años; pero hay otros que a más tierna edad se comprometen, ya sea a los diez o doce años se enlaza el noviazgo y esto sucede principalmente cuando son parientes retirados o cuando hay un muchacho en una familia y en la otra una muchacha y se hacen esos convenios para tener la seguridad de que se casen y además de que se ayuden entre las familias para que se eduque con oportunidad aquel muchacho para la vida del matrimonio. Por otra parte, era prohibidísimo que un griego o griega se casara con un turco o turca; puesto que había y hay diferencias abismales entre ambos pueblos; para empezar nosotros somos cristianos y ellos mahometanos; sus costumbres son diferentes. Los mahometanos no comen la carne de puerco (también los israelitas tienen prohibido eso); sobre esto recuerdo que muchas de las veces vacilábamos a los turcos diciéndoles que Mahoma les había prometido comer una pierna pero que se le había olvidado decir cuál pierna y pues que ahora ya no comían ninguna pierna por no saber. ¡Je, je, je, je! Pero eso se lo decíamos de vacilada, entre confianza. Así que los turcos no comen tampoco longaniza de carne de cerdo; ellos hacen longaniza y chorizo de carne de res o de gallina y, por cierto, muy rica; recuerdo que la doblaban en forma de “U”, ¿verdad?, y así vendían el chorizo los turcos; tampoco comen manteca de cerdo. Como les decía, en el aspecto religioso somos diferentes, no teníamos permiso de entrar a los templos de ellos, ni tampoco los turcos tenían acceso a los nuestros. Las mujeres también eran de costumbres distintas a las nuestras; ellas, las janúmisas, así se les llamaba y aún a las grandes, no salían libremente con la cara descubierta; tenían que salir siempre con un ropón grande que se lo echaban sobre la cabeza y se lo doblaban en la frente y lo juntaban después con la mano izquierda a la altura de la nariz; así que el 93 ropón les tapaba hasta la ceja y la otra parte sostenida con la mano les tapaba hasta la nariz; dejando así sólo libres los ojos. Había otras turcas más elegantes, por supuesto las más ricas, que le ponían a su ropón un broche que lo sostenía hasta el pescuezo y luego se ponían una pañoleta grande en la cabeza; si estaban de luto la pañoleta la usaban negra (y cuando no lo estaban las usaban de distintos colores); así que ese tul negro se lo amarraban a la altura de la frente amarrado por la parte de atrás para que no la vieran, pero ella sí veía perfectamente bien; pero la gente que la miraba no la podía conocer; así andaban ellas en la calle. Por cierto que ya cuando la liberación de los territorios que los griegos reconquistaron, pues hubo algunos soldados griegos que llegaron a molestar a algunas turcas, que indebidamente les levantaron el tul para verlas. Pero eso era prohibidísimo, el que llegaba a hacer eso en territorio turco lo fusilaban; porque eso es cosa de mucha reserva y fanatismo del pueblo mahometano. Y así era la vida en esos pueblos; pero recuerdo que cuando estábamos chamacos de diez o doce años podíamos ver descubiertas de la cara a las niñas turcas, que cuando hacían su primera comunión en adelante ya tenían que usar el tul. Cuando iba alguien de visita, tocaba la puerta y la turca que vivía en esa casa antes de abrir tenía primero que ver a través de una ventanita, una claraboya, quién tocaba, si era un pariente o un amigo no podía entrar si la turca estaba sola; solamente los hermanos, el padre o el suegro podían entrar; y esto es porque entre ellos se permite el matrimonio entre sobrinos y tíos y como también la religión les permite hasta ocho o diez mujeres, según pueda mantener, pues tomaban sus precauciones de esa forma. El Sultán llegaba a tener hasta trescientas concubinas en el harem y luego pasaban a ser de los generales y así degradándose hasta llegar a esposas de algún soldado que lo tenían de mucha honra. Así pues esas son a grandes rasgos las diferencias entre ellos y nosotros que impedían que se efectuara el matrimonio entre griegos y turcos. Aunque la historia antigua registra que hubo una vez que un gobernador, que rigió después de la caída del Imperio Bizantino, que abusó de una griega y se la llevó por la fuerza. Pero 94 desde luego que los turcos eran de dignidad y la mujer que se robaban la consideraban como su esposa; porque consideraban que los cristianos éramos superiores, de mejor educación, de mejores costumbres, ¡en fin! Sabían muy bien que nosotros no nos podíamos casar con dos o tres mujeres a la vez y ellos sí; y por ese motivo ellos le daban el carácter de legítima esposa a aquella mujer que se robaban. Así hubo varias cosas; también recuerdo que un pachá en la ciudad de Hidahniha, Epiro, tenía como esposa a una griega, y como los pacua eran como generales y gobernadores de una región, así que cuando tenían que matar o fusilar a equis gentes, pues la esposa intervenía ante el pachá pidiéndole que diera la orden de no matarlos; y de esa forma se salvó mucha gente; esto desde luego en tiempos de la esclavitud. Ya que estoy hablándoles de estas costumbres, recuerdo a un muchacho que se llamaba Juan y que andaba de novio. Y ese Juan al llegar a la casa de los suegros pues era la hora de la comida y ya estaban en la mesa; entonces le dice el suegro: —Juan, arrímate, hombre, vamos a comer. —No gracias, yo ya comí. Ya no lo molestó el suegro. Después la suegra también le dice: —Juan acércate a comer, hombre. —Gracias señora ya comí. Pero Juan no había comido y tocaba violín la barriga, pero ya no lo invitaron. Por eso cuando te inviten hay que arrimarse. Así pues, siguiendo esta ceremonia del noviazgo, la novia de mi tío Ángel quedó comprometida con él; entonces al irse él a California, le escribía y le mandó dinero para que se reuniera con él. Pero ella no fue con mi tío y usó los centavos para mejoría de su familia. Y por segunda vez le envió dinero y tampoco se fue. A propósito de la novia de mi tío. Ella tenía una sobrina que se llamaba Anna, menor que yo, y me enamoré de ella a tal grado que hasta me enfermé. Al llegar a Surotí, en el pueblo donde mi padre estaba me dice: 95 —¿Qué tienes? ¿Estás malo? —No papá, no tengo nada. Pero era que estaba profundamente enamorado. Por cierto que me tenía que ir caminando a pie ciento veinte kilómetros, o sea tres días de camino, y todo esto para ir a ver a la famosa novia. Y la otra vez me fui en burro, y la misma cosa también. Los funerales en mi pueblo En aquella época, cuando yo vivía en Mandritza, recuerdo que las personas más apegadas a la religión encargaban unos lienzos del tamaño del cuerpo, angostos, de cincuenta o sesenta centímetros de ancho, y tenían una cruz o la Virgen madre de Dios y otros adornos religiosos. Pues en aquella época cuando moría una persona tenía que llamar al sacerdote confesor, porque sólo podían hacer la confesión los sacerdotes o monjes que tenían más de sesenta años, porque los sacerdotes jóvenes no tenían permitido hacerla porque no tenían la misma experiencia que un anciano; así que sólo los ancianos confesaban y daban los santos sacramentos al moribundo. En aquel entonces no había el trámite legal del testamento en mi pueblo y más porque estábamos en territorio turco, bajo el imperio otomano; así que no había eso. Pero en el momento en que el moribundo quería dejar posesión a sus familiares entonces en presencia del sacerdote, del presidente municipal y de los hijos exponía su voluntad, quedando todos ellos de testigos para que se cumpliera. Había casos en que aquella persona moría sin haber dicho su última voluntad; en esos casos los hijos se basaban en el testimonio de la gente del pueblo, quienes habían oído aquella persona decir algo relacionado con la repartición de sus posesiones. Cuando se moría la gente se velaba en su casa, porque para entonces no había funerarias, ni cajas, yo no recuerdo que a los muertos los trasladaran en cajas, como ahora, no; pero sí recuerdo que los llevaban en una camilla, cubiertos con todos los sacramentos, 96 hasta el templo y de ahí lo llevaban al panteón; en donde lo dejaban a un lado del sepulcro mientras que el sacerdote leía las últimas oraciones de muerte (que me parece son las mismas del catolicismo). Naturalmente que al difunto lo vestían con lo más nuevo que tenía, con su sombrero, pero así el cuerpo lo metían al sepulcro y para que no cayera sobre él la tierra directamente, se hacían unas ranuras en los extremos de la fosa para meter unos tablones, que se cortaban del mismo tamaño de la fosa o sepulcro y así sobre esos tablones se echaba la tierra en una profundidad de metro y medio aproximadamente, hasta que se formaba un promontorio en la parte visible, para que se supiera en dónde estaba aquél difunto; así que en la parte que correspondía al lado de la cabeza ahí se ponía una cruz. En aquella época no se usaban cruces de madera, siempre se hacían de piedra de mármol que se esculpían con el nombre, apellido, fecha de nacimiento y de muerte del difunto y algunas palabras de recuerdo de sus familiares. Así que todo eso era esculpido en piedra porque era más permanente que la madera. Así todavía, cuando llegué a Mandritza, encontré la tumba de muchos de mis antepasados, como la de mi abuelo Jrístos Dermentzioglou, la de mi abuelita María Dermentzioglou. Pues todavía estaban las piedras ahí... y así terminaba la vida. Como el panteón estaba en lo alto, recuerdo que se podía ver desde el templo. Y más cuando prendían algunas velas para conmemorar el día de la muerte, a los tres días, a los nueve días, a los doce días y luego de esto al mes y después (creo) a los seis meses o hasta el año. Eso sí, cuando muere una persona cuecen trigo, se esponja el trigo y lo endulzan y con él forman una cruz que ponen sobre una charola grande, y esa cruz es adornada con colores de dulce, con pasas, caramelos; con todo eso es decorada. Esa cruz la llevan al templo y a la salida de la misa, en el pórtico de la Iglesia, una persona reparte con una cuchara porciones de la cruz que deposita en la mano de cada asistente, como muestra de un recuerdo del difunto, para que pida a Dios para que lo tengan en bien en el otro mundo. Después, a los tres días, los dolientes hacen unos panes marcados con un sello que tiene una cruz con algún santo; ese sello es de un diámetro de veinte centímetros y desde luego hay otros más 97 chicos, y esto también como recordatorio. El pan lo cortan en pedazos pequeños de unos dos centímetros y los dan al salir del templo, a veces dejan la charola sobre una mesa en la puerta del templo y la gente va y coge su pedazo de pan que ha sido bendecido por el sacerdote del templo. Después, también el día de los muertos, se hace un recordatorio, como aquí lo hacen el día de difuntos. Pues ese día cuecen trigo, hacen panes con el sello del recordatorio. Recuerdo que la gente decía que esos sellos venían del Monte Athos, que era la industria que tenían los monjes; esos sellos eran esculpidos y al apretarlo contra la masa del pan se sellaban las palabras y las figuras y así se cocía el pan. Y generalmente todas las casas tenían ese sello, en caso que no lo tuvieran, pues lo pedían al vecino. Pero eso no solía suceder porque es un recordatorio que todo mundo debía tener. Ya que hablé del Monte Athos o Monte Santo, parece ser que se fundó en los tiempos bizantinos más o menos en el séptimo siglo de nuestra era. Parece ser que todavía hay veintiocho monasterios, y eran muchos porque en el imperio bizantino tenían derecho a tener monasterios todos los países ortodoxos, como Rusia, que tenía el mejor, el más rico y más célebre; tenían también monasterios Servia, Bulgaria, no sé si Polonia y Checoslovaquia, porque ahí también hay muchos ortodoxos. En la actualidad quieren opacar el ortodoxismo, como si no existiera, y esto lo menciono porque me duele y no debe de ser eso, ya que todas las religiones son la misma cosa o sea que todas tienen el mismo Dios, no hay más Dioses sólo hay uno; así como tenemos un sol existe también un Dios. Por tal motivo no debe de haber diferencia. En el Monte Athos se guardan todavía escritos, manuscritos y libros de toda la cristiandad que contienen datos sobre la formación del cristianismo. Ahí sólo hay un gobierno que es el eclesiástico, cuya cabeza es un egúmeno, que dirige nada más en la isla, que está en la península Calcídica, por lo que el Monte Athos queda ubicado entre el golfo Strimón y el golfo Agion Orous. Pues en ese monte hay muchos monasterios; el turismo en general sólo puede llegar hasta Ouranoupolis, que es el último pueblo 98 cercano al Monte Athos, ya de ese lugar está prohibido entrar al monte. Ese pueblo de Ouranoupolis hoy en día ha crecido mucho gracias al turismo que frecuenta ese lugar. Hay una carretera muy amplia que llega hasta Ouranoupolis, lugar donde los turistas pueden tomar un barquito de motor si quieren ir a la punta de la península y desembarcar en Ag Annis, lugar en donde se encuentran unos policías de seguridad pública, a quienes tienen que presentar los turistas su pasaporte y para que los revisen en la forma que van vestidos, y esto se regia porque todo aquel que quiera entrar a los monasterios, tiene que ir de pantalón largo, pelo corto y sin barba, ya que todos los monjes tienen barba, para que no se confundan y quieran aparentar ser monjes, puesto que los turistas que van tienen que pasar la noche ahí. Pues en todos los monasterios que llegan visitantes se les da alojamiento y comida. Los monjes tienen salones grandes con catres o colchones tirados en el sudo, todos los pisos son de madera para contrarrestar el frió que hace en aquel lugar; en algunos monasterios hay camas de madera. También tienen un salón grande con una mesa muy larga con bancas a uno y otro lado; en la cabecera está una silla en donde se sienta el sacerdote y bendice el pan, dice el Padre Nuestro, se sienta y todos tienen que hacer la cruz para sentarse a comer; una vez que han terminado dan las gracias a Dios porque les concedió comer, para la salud, en fin. Generalmente los monjes comen pescado, aceitunas, miel y carne; ésta sólo en determinados días porque miércoles y viernes es vigilia y hay tres cuaresmas, una llamada de la Virgen, que se hace del 1 al 15 de agosto, después sigue la del nacimiento de Nuestro Señor, que parece ser es de cuarenta días en el mes de diciembre; y la última que se hace antes de Pascua. En Grecia como en México se comulga la gente pero guardan una semana mínimo sin comer queso, leche, ni carne y para comulgar se tiene que ir en ayunas y en el templo el sacerdote da vino con una cucharita, ese vino tiene boronas de pan, que es la comunión; ese día no se debe escupir, el comulgado tiene que llevar un pañuelo y escupir en él si hay necesidad. Pues lo mismo se reza cuando se van a dormir, un monje reza en el dormitorio y por la mañana también. Al Monte Athos no permiten la entrada del sexo femenino y 99 con esto quiero decir que no pueden entrar mujeres, ni animales hembras, solamente entran hombres. A propósito, recuerdo que una vez se atrevió a entrar una francesa disfrazada y la descubrieron; los monjes se quejaron ante el gobierno francés eclesiástico y al gobierno griego para que difundieran que estaba prohibida la entrada a mujeres en el Monte Athos. Los monjes viven de su trabajo, tienen sus industrias, trabajan la madera y hacen figuras para vender; por ejemplo, en Grecia se venden los íconos de Jesucristo, de la Virgen, en fin. Hay pintores monjes que hacen unas pinturas relacionadas con temas religiosos desde luego. Todos los monjes tienen permiso de salir en caso de ser necesario, como para visitar a sus padres o en caso de que mueran; pero también salen a colectas en los pueblos porque luego no les alcanza con lo que trabajan y salen a pedir limosna. Pero sólo salen con el permiso de la autoridad eclesiástica del lugar. En el Monte Athos también había ermitaños, ancianos que se aislaban en una cueva por allá lejos y como es pedregoso el monte pues se dificultaba un poco el acceso, pero hasta ahí les llevaban comida y ahí mismo terminaban sus vidas. En mi familia hubo un ermitaño por parte de los Dermentzioglou y hermano de mi abuelo Jrístos, pues tuvo que ir un familiar joven a sustituirlo; esta era una tradición que ayudaba al anciano a la hora de su muerte. Parece ser que últimamente los soviéticos dieron permiso para que existiera en el Monte Athos un monasterio de ellos. La guerra de los Balcanes y el exilio8 La guerra de liberación de los pequeños países balcánicos se dio entre 1912 y 1913. Esos países eran Grecia, Servia, Bulgaria, Croacia, 8 Balcanes (del turco “Montañas”), zona de tránsito entre Europa y Asia; comprende varias naciones: Yugoslavia, Bulgaria, Albania, Grecia y Turquía. Por su valor estratégico ha sido objeto de constantes pugnas. Diccionario Enciclopédico Abreviado. (1954). Madrid, Espasa-Calpe, T. I, p. 1020. 100 Bosnia, Herzegobina, Albania, Macedonia y Osnia, que eran países pequeños y que se aliaron para expulsar de sus territorios a Turquía, cuyos dominios llegaban hasta el Danubio y el mar Adriático por Oeste y Norte. Entonces sólo eran libres Grecia, Servia y Bulgaria. El rey Pedro gobernaba en Servia y en Bulgaria el rey Fernando y en Grecia Jorge I, importado de Dinamarca. Se aliaron, como ya dije, para expulsar a Turquía en 1912, y lo lograron en 1913. Cuando se terminó esa contienda, entonces se adelantaron los búlgaros y como estaban más cerca de Macedonia quisieron apoderarse de la ciudad de Salónica; los griegos empezaron desde Thesalia y Epiro, en terreno muy accidentado y a través de montañas al norte desde el estrecho de Olimpo (Tembé) por todo el litoral poniente y norte, hasta Constantinopla, con la finalidad de apoderarse de Salónica.9 Pero antes de llegar los griegos a dicha ciudad, los búlgaros ya se acercaban a ésta. Entonces se inició la guerra entre Grecia y Bulgaria en 1913. Hubo unas batallas bastante sangrientas en los llanos de Axiós y en la laguna (Doriani) que es de tres naciones, porque ahí desembocan Servia, Grecia y Bulgaria. Algunas gentes contaban que llegó un momento en que los soldados griegos quedaron atrapados en una ladera y sin municiones y que entonces se lanzaron los griegos con tal furia que agarraban a los búlgaros y les degollaban con los dientes la garganta. Hasta ese grado llegaron las guerras tan sangrientas, tan bárbaras. Y los expulsaron hasta la cordillera de Béles, hoy se conoce con el nombre de Línea Metaxá. En la segunda guerra, que le denominaron Línea Metaxá, creían los griegos que los alemanes no la pasarían; porque esa era la defensa precisamente contra ellos. Como en aquel entonces Leónidas 9 Los griegos penetraron en Doiran, Strumitza, Yeres, Cavalla y Drama, apoderándose pronto de Macedonia y una ancha franja de Tracia (incluyendo Deadeagach, Macri y Porto Lagos). 101 contra los persas10. En esta vez no pudieron los griegos defender el territorio contra los alemanes porque era una potencia extraordinaria, que en ninguna parte pudieron detenerla. En 1913 se rumoraba que los ejércitos griegos ya iban a llegar hasta Mandritza, porque muchos muchachos mandrichotas del pueblo de Mandritza se habían ido y presentado en cuerpos del ejército griego de toda Tracia y de Macedonia, que todavía no eran territorios liberados y todos los griegos habían ido atravesando clandestinamente la frontera turca para reforzar al ejército griego, para liberar los territorios donde había pueblos griegos, todos los litorales, del Egeo, del Asia Menor y de Tracia. Pero no se logró porque ya había un tratado hasta donde debía de ser la línea divisoria entre Grecia y Turquía, entre Bulgaria y Turquía, y en ese mismo tratado se marcó la línea divisoria por la que posteriormente nos obligaron por la fuerza a abandonar nuestro pueblo. Porque nos consideraron y éramos griegos, aun cuando hablamos el idioma albanés, pero siempre éramos griegos y ayudamos a Grecia y éramos ortodoxos; lo de ortodoxo no impedía porque ortodoxos también son los búlgaros. Como ya dije, se rumoraba que los búlgaros nos iban a expulsar pero no sabíamos la fecha. Entonces estábamos siempre preparados de tener algún bultito de ropa atrás de la puerta para que violentamente agarráramos aquel bulto, ¿verdad?, o pan, o alguna cosa con provisiones y lanzarse al monte. Y eso fue un sábado trece de octubre de 1913. Mi madre había horneado (como ya dije) era día sábado y era costumbre de hornear los sábados siempre para tener pan caliente el domingo y toda la semana siguiente, pues calculaban hornear tantos panes para que alcanzara toda la semana siguiente. Y me acuerdo muy bien, en esos 10 Se refiere a la defensa de las Termópilas, que llevaron a cabo los guerreros griegos, espartanos y del Peloponeso, encabezados por el jefe espartano Leónidas, ante la actitud entreguista de las comunidades que habitaban en la parte septentrional de Grecia. Fue a finales del año 480 a.n.e. que los griegos lograron derrotar a los persas en el estrecho de Salamina. Oliva P. y B. Boreeky. Historia de los griegos. (1982). Mex., Cartago, p. 75. 102 momentos no estaba ni mi padre ni mi hermana María, que tenia cuatro años, que la había llevado mi padre a la casa de mi abuelo paterno, a casa del sacerdote. Y estaba nada más mi madre; ya tenía ahí dos panes, no de los grandes, de los chicos y unos cuadros de pan de queso blanco listos para salir pues ya se rumoraba que iban a venir los búlgaros. En eso: «¡Que ya vienen los búlgaros! ¡Que ya están en tal parte! ¡Que ya vienen!»; era ya casi para meterse el sol. Y empezaron a tirar balazos y en eso me cogió de la mano y ni el pan cogimos ni el queso ni nada, me cogió de la mano y a correr y estaba cerca ahí, como ya he dicho, la huerta eclesiástica y nos metimos en la huerta, atravesamos la huerta y nos metimos al río, como era ya en octubre todavía no tenía crecientes, lo atravesamos y nos tiramos al otro lado que era el canal del molino de agua; porque había dos molinos frente al pueblo, el molino de arriba que al salir del molino, el agua estaba inmediatamente en la presa que se agarraba otra vez el canal, para conducir el agua al molino de abajo. Y nos tiramos al canal del molino, yo chamaco que apenas sacaba el pescuezo, la cabeza, y había una chamaquita, pues sería de unos tres, cuatro años, con un vestido muy ampón, cómo se me grabó en la memoria, cómo no se hundía y la cogió de la mano una señora, pues estaba flotando sobre el agua. Ya se metió el sol, empezó a oscurecer cuando llegamos a la presa del molino de arriba, que había ahí en la presa tupido de plantas tiernas de sauce, y donde encontramos más tupido que seríamos veinte, veintidós personas y ahí nos acurrucamos todos como los pollos de una gallina, y ahí ni hablamos ni nada y oíamos que a un lado del canal distante a unos doscientos metros que pasaban las carretas que según notábamos que eran los búlgaros que iban a invadir y a robar al pueblo; ahí estuvimos toda la noche mojados. Y en octubre ya hacía frío, así pasamos toda la noche. Oíamos también rumor de gente que estaba en el molino, pero tuvimos miedo también ir al molino porque algunas gentes de los grandes opinaban: —Pos serán gente de nosotros, ¿o serán búlgaros y si caemos en las manos de los búlgaros y nos cortan los pescuezos? 103 Así era el temor, y así permanecimos toda la noche ahí entre el matorral de sauces y al día siguiente que amaneció, ya había silencio, ya no había carretas que pasaran ni oíamos nada; entonces pasamos el camino y nos metimos en un barranquito que ya había salido el sol y nos pusimos en un lugar que pegaba el sol, y ahí me acuerdo perfectamente del vapor que expedía la ropa al estarse secando. Y ahí estábamos pues, prácticamente secándonos, esperando qué iba a suceder, a ver si oíamos algo. Y a poco rato oímos una voz que gritaba en lo alto y estábamos en frente a una propiedad de mi abuelo que tenía también ahí una casita, y que tenía chivas y que gritaba esa persona: —¡El que tenga hambre que venga, aquí está Pappatheodorou, trae panes y trae queso para que vengan a comer! Nos dio mucho gusto y brincamos un arroyito que no tenía agua de la parte baja, y subimos a la planicie y ahí encontramos a nuestro abuelo. Y de ahí ya no regresamos. Preguntamos por mi papá y por mi hermanita María... ya están todos bien, no tienen ningún peligro, ya nos vamos a Acalán. Acalán era un pueblo de griegos que estaba al otro lado de la frontera búlgaro-turca, así que ya al llegar a Acalán ahí nos salvamos. Cuando nos dirigimos a Acalán ya nadie nos seguía y ya no supimos qué sucedía en el pueblo. Ya después en Acalán llegó mi padre y mi hermanita María, ahí nos juntamos y permanecimos todo el invierno. Como ya estaba próximo a nacer mi segundo hermanito, mi padre tuvo que llevarnos a la ciudad de Dydimotijon, en donde había médico. Porque en el pueblucho en donde estábamos era de unas cincuenta o sesenta casas, con una población de unos doscientos o doscientos treinta habitantes. Así que nos llevó mi padre a que naciera mi futuro hermanito en la ciudad de Dydimotijon, que quiere decir: “doble muralla o doble fortaleza”. Al recién nacido le pusieron Jrístos, pero no recuerdo si vivió solamente una semana o dos; murió ese mismo invierno. 104 105 [. . .] Principales lugares que tocamos después que fuimos expulsados de Mandritza. 1913-1914 A principios de marzo nos pusieron en unas jaulas de tren, en la estación de Dydimotijon. Según nos dijeron que nos iban a llevar a Constantinopla y de ahí a Salónica en barco. Cuando llegamos a la estación de Muratli, había un ambiente de zozobra, de temor, de angustia. Todo mundo lloraba. Y se hacían comentarios: —Aquí nos van a llevar a un barranco y ahí nos van a matar a todos. —¿Por qué no nos llevaron a Constantinopla? —Porque nos van a matar, por eso no nos llevaron a Constantinopla. ¡Ah! Ahí en la estación nos cargaron todas las pocas pertenencias que teníamos en una carreta tirada por bueyes. Recuerdo que estaba lloviznando, muy finito, muy suave y me acuerdo muy bien porque un pariente de nosotros, tío mío, primo segundo de mi padre, no podía subirse tanto por su esposa, como por su madre que ya era una anciana; ella lloraba y no quería subir a la carreta porque se rumoraba que nos iban a matar. Y entonces él no tuvo más remedio que subírsela al hombro y llevársela sobre sus espaldas y la mujer llorando. Y no era aquello, sino por prevenciones de enfermedades contagiosas. Pero sí fue una impresión muy grande para todos nosotros, sobre todo para las mujeres y todos los niños que iban llorando. Pues no nos llevaron a Constantinopla, pero sí nos bajaron en esa estación y nos condujeron a un puerto que se llama Redestó, en el mar de Mármara o en el mar Helesponto. Allí estuvimos una semana mientras que llegaba el buque. Toda la noche viajamos en carretas para llegar al día siguiente a Redestó; ahí nos acomodaron en escuelas mientras llegaba el buque; pero una vez que llegó éste nos embarcaron. Atravesamos el Helesponto, pasamos por el estrecho de los Dardanelos y entramos al mar Egeo, porque íbamos a ir a Grecia. Para entonces ya íbamos vacunados. Ya al llegar a Grecia, para no entretenernos, en vez de llegar a Salónica, nos llevaron al puerto de Cavalla y desembarcamos ahí cerca. 106 Todos los gastos para trasladarnos, naturalmente, el gobierno turco los estaba haciendo, porque nos estaba sacando de su territorio y era un beneficio para ese gobierno. El puerto de Cavalla está ubicado en el mar Egeo, que ya es Macedonia. Porque el río Néstos es límite de Tracia y Macedonia Oriental; a su vez Macedonia está dividida en Occidental y Oriental. Y el río Strimón es el límite entre una y otra. Pues bien, al llegar a Cavalla ya se hizo cargo el gobierno griego. Ahí estuvimos dos o tres días, mientras se determinaba en dónde nos iban a instalar. Había pueblos turcos en territorio griego y muchos de los turcos ricos optaron por irse a Turquía porque Macedonia era ya territorio griego hasta el río Néstos. Y en esas casas que se desocuparon, nos acomodaron. En algunas casas que estaban grandes pusieron dos familias y en otras más chicas pusieron una familia; y así nos acomodaron. Seríamos más de cien familias en el exilio. Nos dio el gobierno un préstamo provisional, mientras nos acomodaba definitivamente. El gobierno nos tenía que ayudar con un préstamo en efectivo y con terreno para sembrar; para así poder nosotros desempeñar el oficio que teníamos en nuestro pueblo. Y pues no se podía ocultar a qué se dedicaba uno después de la cría del gusano de seda, pues todas las familias sabían perfectamente a qué se dedicaba cada quien. Aquí pasamos un verano que correspondió al año de 1914. El gobierno nos dio hasta siembras ya hechas de tabaco porque en Macedonia era lo que cultivaban los turcos. Así, el gobierno dio un cuarto de hectárea, media hectárea, según lo numerosa que fuera la familia porque había familias de recién casados que sólo tenían un hijo o dos y había otras que tenían cuatro o cinco; entonces tenían que darles mayores recursos a estos últimos, para que se mantuvieran. Para entonces tenía yo nueve años y comencé a ayudar a la familia ensartando tabaco. Cada vara era aproximadamente de dos metros, nos la pagaban a diez centavos o algo así y ya con eso nos ayudábamos un poco. Pero en realidad era una pobreza tremenda, no teníamos ni para comprar ropa, la mayoría estábamos con la ropa del cuerpo. Acudió la Cruz Roja para regalarnos ropa usada, pero no fue suficiente. 107 Llegamos hasta ser limosneros y andábamos pidiendo comida, ropa, zapatos, ¡vaya!, lo que fuera para poder sobrevivir. La mayoría, como sabían que éramos exiliados, pues nos ayudaban y nos daban un pan o medio pan, higos (porque allá tenían muchos higos en dulce), zapatos. Por cierto que yo llegué un día a ir a un barranco en donde tiraban zapatos viejos y cogía algunos de mi medida y los remendaba. Hasta ese grado llegó nuestra pobreza en el exilio, ahí en Macedonia. Mi abuelo se había ido con los hijos a la provincia, a las afueras de Salónica. Se instaló en una hacienda que había pertenecido a tres o cuatro turcos, esa hacienda estaba a veintidós kilómetros de Salónica y se llamaba Surotí. Ahí también había moreras, pues los turcos también criaban el gusano de seda. Al llegar a Surotí, nos encontramos con mi tía María, la más chica. Ella estaba recién casada y tenía un hijo. A mi abuelo Pappatheodorou lo habían nombrado párroco del templo de Aguía Parasqueví (Santa Viernes) que estaba a cuatro kilómetros distante de Surotí. Según una leyenda, a una muchacha griega la perseguía un turco para deshonrarla, cayó muerta y en el lugar donde la mataron desde entonces nace una agua colorada y que es la sangre de la mártir. Y ahí construyeron una capilla, que todavía existe; hasta la ampliaron y ahí se hace fiesta, no me acuerdo si es en 15 de agosto. Así que en este templo Aguía Parasqueví estaba mi abuelo de sacerdote, y ya percibía un sueldo ahí. Porque a los sacerdotes el gobierno griego los considera como profesores, tienen sueldo del gobierno; aparte que tienen entradas de bautizos y de otras ceremonias religiosas y se consideran empleados del gobierno porque Gobierno e Iglesia son una sola cosa en Grecia. Ya a nosotros nos acomodaron en Surotí, en casas donde trabajaban los peones que tenían los turcos. A nosotros nos tocaron dos piezas nada más; una de ellas tenía chimenea y ahí cocinaba mi madre, y desde luego nos servía para calentamos, y la otra pieza la usábamos como bodeguita para guardar las cosas que teníamos. Dormíamos en el suelo, sobre un petate tendíamos un sarape, que por cierto ya no me acuerdo cómo fue que nos hicimos de sarapes. Ahí fuimos agraristas, pero no agraristas al estilo mexicano, con 108 terreno dado; porque allá el terreno está muy escaso. El gobierno a través del banco agrícola nos facilitó tierras para pagarles en un plazo de diez años. Pero no todos fuimos agricultores, porque había quienes se dedicaban especialmente a otras actividades. Entonces nos decían: —Oye, ¿como cuánto necesitas? ¿Con cuánto tú te mueves? Como sastre, ¿cuánto dinero ocupas para iniciarte? —Pues tanto. Ya le daban a cada uno ese préstamo para que continuaran trabajando en su oficio. Y a los que no podían desarrollar su oficio, entonces les dieron tierras. A cada matrimonio le daban tres hectáreas de temporal y un buey. Así que los matrimonios chicos de uno y dos hijos tenían que asociarse con otro matrimonio para formar una yunta, y les daban un arado para que entre las dos familias trabajaran las seis hectáreas de tierra. Los bueyes llevaban un sello, o sea una delta, y decía Demos Demosio, que significaba federal, es decir del gobierno, que no se podía vender así nomás, sino que se necesitaba el permiso del banco agrícola. Algunos de mis paisanos alcanzaron a traer sus centavitos de Mandritza y entonces tuvieron la posibilidad de comprar una vaca, o bien pedían permiso de vender el buey para completar y comprar la vaca; había quienes compraban un burro o una mula que les servía para arrimar leña, para llevar la semilla al campo o el arado. Pero la vaca les daba leche, les daba cría y les ayudaba con el arado. En fin, que para cualquier cosa les servían estos animalitos y en esa forma mucha gente a los dos o tres años ya había pagado la deuda para tener libre aquel terreno. Pero posteriormente se vino un intercambio de población. Pues había búlgaros en Macedonia que ambicionaban irse a vivir a Bulgaria; dizque para que no los hostilizaran los griegos, y que no se qué y que más allá. Y lo mismo pasaba con nosotros que nos habíamos visto en la necesidad de abandonar nuestras casas y pues que nuestras propiedades habían quedado en Bulgaria. 109 Entonces se formó un comité internacional con italianos, franceses, holandeses para que fueran a valorizar las propiedades de los griegos en Bulgaria y la de los búlgaros en Grecia. Y así mutuamente se pagaban los búlgaros a los griegos y éstos a los búlgaros. Pero mi padre por tener mucho cariño al pueblo no quiso hacer intercambio y decía: —Algún día llegaremos a vivir nuevamente en nuestro pueblo, en nuestra casa. Él tenía la intención y la esperanza de regresar a nuestra tierra, pero eso se esfumó y no recibió mi padre nada. Estando en Surotí fui también a la escuela unos cuantos meses, que aproveché para aprender algo. En esa población se quedaron varias familias, entre ellos unos tíos míos y la familia de la novia de mi tío Ángel (quien para entonces ya se encontraba en California). Llegó la guerra de 1914-1918 Mientras pasaba el tiempo criamos también gusanos de seda en Surotí. Yo era siempre muy activo, desde chico fui muy inquieto. Y un día le dije a mi padre: —Ay papá, pues con las moreras que nos han dado aquí, no nos alcanza para vivir y mejorar. ¿Por qué no nos vamos a otro pueblo y rentamos moreras, compramos la hoja y criamos mayor cantidad de gusanos? —Tienes razón hijo, vamos a ver qué se puede hacer. Y así me oía, íbamos a otro lado a criar gusano para poder mejorar nuestra situación económica. Pero no fue el único lugar en el que estuvimos sino que también en Mandres, que es uno de los lugares que tiene mayor número de familias; otro es Sedes, que está muy cerca de Salónica, a siete kiló110 metros. Sedes es nombre turco, el verdadero nombre, es Thérmi, nombre muy antiguo que se toma de los yacimientos de aguas termales y terapéuticas. Además de estos pueblos en que radicamos se encuentran: Mandres; Zeglebéri que está a veinticinco kilómetros al este de Salónica; Musthéni, en el estado de Cavalla; otro es Kalós-Agros (Buena-Tierra) en el estado de Drama, y otros más que están en Tracia, que es Souflí y Mauro-Klísi. En cada uno de estos pueblos (en promedio) hay de veinte a cincuenta familias en cada uno de ellos. Bueno, pues sucedió que yo tuve que incorporarme nuevamente a la escuela (que ya hacía dos años que no iba por la extrema pobreza en que vivíamos y por lo del exilio); pero como no había escuelas en Surotí tenía que ir a Basilika que era una población de unos dos mil habitantes; esta ciudad estaba a cuatro kilómetros, los mismos que recorría a pie todos los días para ir a la escuela. Mi madre me envolvía pan, queso, aceitunas y me los ponía en una bolsita, me la colocaba en el hombro a través del pescuezo y así me iba caminando. Cuando más pesado se me hacía era en tiempo de invierno, porque se cubría todo el terreno de nieve, pero para orientarme siempre tenía unas señales en los árboles, que eran moreras fundamentalmente, que por lo general estaban en línea y decía: «¡Ah! por aquí es donde está el pueblo», pero además alcanzaba a ver la torre del pueblo que estaba en lo altito y había dos o tres casas que eran de hacendados que se alcanzaban a ver a lo lejos. A esa escuela fui como dos años. El primer año la pasé ida y vuelta a pie y para el segundo año ya viví en el pueblo de Basilika. Porque un día un amigo de mi tío Jrístos, que se llamaba Basilako, le preguntó: —Oyes, Jrístos, tienes un sobrino que viene al pueblo a la escuela desde Surotí, me he dado cuenta que viene a pie. ¿No querrán que nosotros lo tengamos aquí en la casa? Porque no estamos más que mi madre, que ya es anciana y yo y pues hay suficiente espacio en la casa para los tres y hay donde dormir. Ese señor Basilako tenía un café, y ahí se juntaba la gente a pasar un buen rato, sobre todo en época de invierno. 111 Y continuó diciéndole a mi tío: —Y así él me puede ayudar en el café después de salir de la escuela. Y así lo hicimos, pero para mí fue muy triste; porque como estaba chamaco, me orinaba por las noches sin querer, en la cama; y eso me apenaba mucho, y por más que ponía cuidado y me ponían un bacín, no lograba controlarme. La señora me ponía una salea de piel de cabra para que no mojara el colchón. Así aprendí algo más hasta que tuve que retirarme de ahí para poder ayudar a la familia en el trabajo del campo, para entonces yo tendría unos nueve años. Ya después con mi padre empezamos a trabajar el cultivo del gusano de seda y para esto en Basilika rentamos unas tierras con moreras y compramos hojas suficientes para mantener nuestra cría de gusano. Pero llegó la guerra, la Primera Guerra Mundial, en 1914. Apenas teníamos poco de haber llegado a ese pueblo, apenas empezábamos a rehacer nuestras vidas. Los ejércitos se instalaron a un costado de nosotros en un valle que tenía aproximadamente cuatro kilómetros de ancho entre cerro y cerro y de profundidad han de haber sido unos treinta metros. Esos soldados habían sido expulsados por los alemanes, que llegaron hasta cuarenta kilómetros al norte de Salónica, que fue la línea divisoria de la guerra. Los truenos de los cañones se oían desde la ciudad y desde Surotí también. Así pues, los ejércitos del rey Pedro de Servia se instalaron en casas de campana de lona. Ahí fue donde yo conocí al rey Pedro y al príncipe Alejandro, quien al morir su padre se hizo rey de Yugoslavia o Servia porque Yugoslavia quiere decir Sureslavia, o eslavo del sur. Así que al llegar a Marsella con el ministro francés de Relaciones Exteriores los mataron en el puerto de Marsella. Enfrente donde estábamos nosotros, al otro lado del río (porque hay un río en medio de ese valle e inmediatamente están los baños termales) ahí estaban los franceses en una ladera grande de 112 más de dieciocho kilómetros, estaban instalados en casas de campaña, tenían ahí su teléfono con postes de bambú (que los traían de África). Y nosotros íbamos a ese campamento porque los franceses eran de un país más rico, entonces nos acercábamos a pedirles comida. Ellos siempre cocinaban más raciones, porque ya sabían que íbamos a pedirles. Después que les daban a los soldados su ración, nos formaban en fila y así nos servían de comer a nosotros. Aparte, para sacar algún dinerito, nosotros les vendíamos cigarros, papel, sobres y otras cosas. Yo ya había aprendido bastante el francés, pues el ejército francés estuvo acampado durante cuatro años en las laderas de los baños termales. En cambio los ingleses estaban en el norte de Salónica. A propósito de esto, recuerdo que en la cuenca del río Gálicos, que viene del norte, más bien de Salónica hasta la ciudad de Kilkís, se hacían caminos para carretas que transitaban durante las secas (por cierto, cerca de la ciudad de Kilkís está un pueblo que se llama Mandres —que me recordaba el nombre de mi pueblo Mandritza—, ahí todos hablaban el albanés). Pues bien, durante la guerra, por necesidad del propio conflicto, nos vimos obligados a construir la carretera Salónica-Kilkís. Para realizar estos trabajos se necesitó de mucha gente de varios pueblos, pues aún no había trituradoras para hacer la grava. Entonces las piedras se trituraban con marros y martillos usando la fuerza de hombres y mujeres. Una vez que se tenía la grava suficiente, se mezclaba con calitsi y la consolidaban o aplanaban con pisones de fierro, manejados también con la fuerza de hombres. Hay que dejar claro que a toda la gente le pagaba el ejército inglés. Por cierto que para la defensa de Salónica, tendieron una línea de alambrado de púas y trincheras desde el río Stimón al oriente y al occidente hasta Albania. A propósito de esto, de la guerra, recuerdo un incidente triste. Donde estaba el cuartel griego (de Salónica) había una barda en un desnivel de terreno, la barda medía aproximadamente metro y medio o dos metros de alto; el cuartel griego quedaba en lo alto y en la parte baja era donde hacían ejercicio los soldados griegos. En esa parte se instalaron los italianos y mataron a dos o tres soldados 113 griegos con unas hondas (a éstas les ponen una navaja y la tiran, sobre todo hacia la garganta y así se mata a cualquier persona). Entonces en esa misma noche los griegos, no perezosos (porque somos de sangre muy violenta) mataron a doce soldados italianos y los pusieron la barda que estaba en desnivel viendo hacia el cuartel italiano. Y desde entonces intervinieron los franceses y los ingleses para que no sucedieran esas cosas. Ahora me acuerdo que en el periodo de la Primera Guerra Mundial, en Salónica, en 1917, ahí tumbaron los aliados el primer Zeppelín, en los pantanos del río Axiós al Oeste de Salónica, cerca de Pella, capital de Alejandro Grande y de su padre Filippo. Y al tumbar el Zeppelín, como estaba construido de aluminio (que por primera vez se conocía ese metal), nosotros —chiquillos— recogíamos la chatarra de aluminio del Zeppelín y hacíamos muchas cosas para regalo como pulseras, collares, anillos, brochitos, infinidad de cosas. Y en ese mismo tiempo recuerdo que cerca de mi pueblo, que era Surotí, un día llegó un aeroplano francés, que por cierto, por primera vez corrimos muchos muchachos y gente grande para ver de cerca el aeroplano que tenía las alas con alambrones cruzados. Era un avión pequeño francés. En ese entonces, en las noches y en la orilla del pueblo en una planicie, el ejército francés nos exhibía películas de las batallas del ejército francés contra los alemanes y todo terminaba con el triunfo. También siempre andábamos tras los vehículos del ejército. Una vez llegó una ambulancia de la Cruz Roja (entonces los automóviles eran de poca velocidad) y nosotros los pequeños nos atrevimos a engancharnos en la parte de atrás del vehículo; había un estribo en la parte de atrás del vehículo y como acontece siempre con los chamacos, nos agarrábamos tres de una agarradera y brincábamos, ¿verdad?, en el estribo y ahí permanecíamos un rato. Pero como siempre estábamos con el miedo de que nos llevaran lejos, entonces nos soltábamos y todos caíamos de bruces y nos sangrábamos las partes del pecho, de la cara y de las manos. En la misma guerra, a principios de 1918, mi madre otra vez esperaba otro hijo; así, en febrero nació mi hermanito Basilio. 114 Y a fines de 1918 se terminó la guerra y por esa misma fecha, sería en noviembre, murió mi madre de aquella famosa gripe llamada influenza española. Mi madre murió a la edad de treinta años y mi hermanito Basilio quedó huérfano a los ocho meses de nacido. Para entonces mi hermanita María tenía nueve años y yo trece. Y pues María se enfrentó ya a cocer frijolitos y al cuidado de los tres. Allá no había criada, no había a quien ocupar para trabajos domésticos, olvídense de servidumbre. Allá el trabajo, se paga con trabajo; por ejemplo: en agricultura no se pueden contratar trabajadores, sino que se le pide a un pariente o amigo que lo ayude a uno, dos o tres días de trabajo y entonces uno le paga igual. Recuerdo un pequeño detalle que sucedió antes de que muriera mi madre. Habíamos sembrado un terrenito de habas en surcos, que por cierto se daban muy bien allá en el pueblo; se utilizaban para hacer comidas en la casa. En esa época yo tenía trece años, estábamos en el cultivo de las habas, y llegamos con los azadones para cultivar haba y mi madre tomaba dos surcos y me dejaba a mí un surco; y ni con un surco podía yo. Y se adelantaba mi madre y al poco rato regresaba para ayudarme, para que me pusiera a la altura de ella. Así trabajé al lado de mi madre, proporcionándole un apoyo con mi presencia. Porque siempre cuando uno va solo a trabajar, se cansa más de estar trabajando solo y en cambio estando acompañado siente uno un apoyo muy grande. Así pues, murió mi madre, mi abuela Dímitra y mi tío Jrístos; los tres murieron en 1918. Los judíos Recuerdo también que cuando nosotros llegamos a Salónica había más de ochenta mil judíos refugiados en la ciudad de Thessaloníki, que estaba bajo el imperio otomano a raíz de la expulsión que se efectuó durante el reinado de Isabel la Católica; desde entonces todos esos judíos fueron a refugiarse en territorio turco o sea a Salónica, Constantinopla, Smyrna; ¡en fin! en ciudades grandes, porque ellos lo que siempre buscan son las ciudades grandes para 115 poner tiendas o pequeñas industrias con la finalidad de explotar a la humanidad.11 Pues en mi pueblo en realidad no los conocíamos tan sólo sabíamos de su existencia porque en la Biblia se hacía referencia a ellos; allá en el norte casi no había judíos, excepto en Constantinopla —como ya dije— y en Andrianópolis, en donde habría unas cuantas familias. En cambio en Salónica sí se hablaba mucho de ellos, me acuerdo perfectamente que cuando estaba chiquillo, para que tuviera temor y no fuera a sus barrios con tos muchachos judíos, me decían que ellos comulgaban con sangre cristiana; esto desde luego ya se había convertido en una especie de leyenda entre los cristianos que se transmitía citando el caso de un muchacho cristiano pobre, que era hijo de un zapatero, que fue capturado por los judíos (eso sucedió en Salónica) y pues posiblemente lo llevaron a la sinagoga o a algún lugar especial en donde los tenían encerrados dándoles un buen trato, con la finalidad de que acumularan una mayor cantidad de sangre en sus cuerpos para después matarlos y sacarles la sangre para la comunión. Pues ese muchacho se le ocurrió pedir unos zapatos, y como ya hacía tiempo que se había perdido el muchacho, el zapatero siempre les pedía a los judíos, cuando mandaban a hacer zapatos, el zapato viejo con la esperanza de encontrar alguna señal en las suelas de los zapatos que al muchacho se le pudiera haber ocurrido poner. Y efectivamente así fue, el muchacho escribió en las suelas el lugar en donde se encontraba; y así fue como lo rescataron. Y esas pláticas se daban entre chicos y grandes, pero naturalmente con la intención de que los chicos se defendieran y no cayeran en esa trampa. 11 El 31 de marzo de 1492 fue publicado un edicto por los reyes, a través del cual debían todos los judíos convertirse o emigrar; ya que los problemas con ellos continuaron al negarse a la conversión, en 1492 fueron expulsados 165,000 judíos que se esparcieron en Portugal, Italia, Grecia, Turquía y África. Enciclopedia Universal Ilustrada Americana. (1979). Madrid-Barcelona, Espasa-Calpe, t. 21, p. 995. 116 La guerra de Grecia contra Turquía, 1921-192212 En 1921 murió mi abuelo el sacerdote y lo recuerdo bien porque en 1921-1922 hubo otra guerra contra los turcos en Asia Menor, hasta Angora; porque a Grecia, en 1918, con la Primera Guerra le habían cedido los territorios de toda Tracia y todos los litorales de Asia Menor hasta el Río Menándro, que desemboca frente a Rodas hasta la ciudad de Efeso en donde está el Templo de Diana (una de las siete maravillas del mundo); y Smírni, el puerto más grande de Asia Menor también pertenecía a Grecia. Pero al ver que Grecia crecía, los franceses, los ingleses, los italianos y los gringos (porque los griegos siempre hemos sido amigos de los alemanes o sea germanófilos) mandaron estrategas y material bélico y nos expulsaron, pues no les convenía que Grecia se fortaleciera. Así que fue un desastre terrible y perdimos todos los territorios que nos habían cedido con el tratado de Sévres13, toda Tracia y parte de Asia Menor, pertenecían a Grecia. Y fue esto otro trastorno para nosotros, nuevamente había escasez. Ese cambio sucedió porque el que era Primer Ministro de Grecia, Eleuterio Venizelos, había expulsado (por interés de la patria) al rey Constantino14 porque éste estaba casado con la hermana del káiser alemán, o sea Guillermo II, que era Sofía. 12 13 14 Como los turcos se resistieron a perder el territorio cedido a Grecia a través del tratado de Sévres, Grecia trató de arrojarlos de su territorio (Asia Menor) apoyada por Francia e Inglaterra. Y por el fracaso obtenido en una conferencia celebrada en Londres el 21 de febrero de 1921, Grecia emprendió una ofensiva en el Asia Menor, en mayo de 1921. Parker, R.A.C. El siglo XX Europa 1918-1945. Méx., S. XXI, Historia Universal Siglo XXI, Vol. 34, 1985, pp. 41-43. Este tratado imponía a Turquía la cesión a Grecia de toda Tracia (incluso la Oriental), excepto los distritos de Chatalja, Tenedos e Imbros; reconociendo bajo el dominio de Grecia las islas Egeo y le otorgaba una extensión de proporciones considerables en Asia Menor (Smyrna, Tire, Odemish, Manisa, Akhisar, Dérgamo y Aivati) que podía anexarlos después de cinco años a través de un plebiscito que se celebraría a los dos años. Rey de Grecia, nació en Atenas en 1868 y murió en 1923. Subió al trono el 18 de marzo de 1913 al morir su padre, Jorge I. Durante la Primera Guerra Mundial, al entrar los franceses a territorio griego, pidieron la abdicación del rey Constantino 117 Así que los aliados, o Entente, se vieron apretados ante Alemania y ordenaron al gobierno griego que nombrara rey y entonces Venizelos nombró rey a Alejandro, hijo menor de Constantino. El rey Alejandro era tan sólo un título, era un personaje nomás para cubrir el hueco de su padre y hacerle el gusto al pueblo griego. Entonces los aliados le dijeron al gobierno griego que no se movieran, que no hicieran la guerra a Turquía, puesto que ya le habían cedido un territorio que pertenecía antiguamente a Grecia o sea Macedonia, toda Tracia y todos los litorales de Asia Menor, el Helesponto (hoy Dardanelos) o Mar de Mar mara y con Constantinopla neutral durante cinco años y que al término de ese tiempo se abriría un plebiscito para determinar a quién le correspondía Constantinopla. Desde luego que el asunto de Constantinopla para el pueblo griego resultaba de un gran interés pues siempre ha añorado recuperar Constantinopla desde los tiempos bizantinos. Por cierto que Bizancio fue fundada por un griego en la margen izquierda, es decir, yendo hacia el norte en un punto que llegó a ser la capital del Imperio Bizantino. Ese griego se llamaba Bizancio. Bueno, como mencioné que los aliados le dijeron a Grecia que no le hiciera la guerra a Turquía, de cualquier forma Grecia se lanzó a la lucha por Constantinopla. A propósito de esto, hay una leyenda que dice que el onceavo Constantino del imperio bizantino entregó o perdió Constantinopla y que el doceavo tenía que recuperarla. En esa época el doceavo era Constantino,15 que era importado de Dinamarca; su padre era Jorge 15 y la renuncia del príncipe heredero, (esto sucedió en 1917) por proclamar la neutralidad de Grecia ante el conflicto que se presentaba y por disolver el Parlamento venizelista, cuyo dirigente, Venizelos, era partidario de los aliados. Constantino Xll fue el último emperador bizantino de Constantinopla, hijo del emperador Manuel II. Nació en 1403 y murió en 1453, año en que los turcos atacaron Constantinopla al mando de Mahomet III. Constantino murió en el combate y a su muerte se esparció la leyenda de que vivía en un lugar oculto y misterioso del que saldría el día de la reparación para libertar a su patria. Enciclopedia Universal. . . p. 1490. 118 I, quien murió en 1913 en la ciudad de Thessaloníki o Salónica, como se conoce mundialmente. Esto nos hace pensar que la historia oral tiene sus limitaciones en cuanto a precisión (nombres, fechas, lugares) pero es indiscutible su valor en la recreación de épocas y ambientación de las mismas. Pues esa leyenda oficial, el pueblo griego quería hacerla realidad y soñaba en volver otra vez a entrar a Constantinopla y conquistar esos territorios, como una grandeza que el pueblo griego siempre ha tenido desde los tiempos muy antiguos, cuando existía el panhelenismo16 desde Crimea hasta las Columnas de Hércules, que es Gibraltar. Así es que el pueblo griego siempre ha soñado los años viejos. Pero al hacer las elecciones perdió el gobierno de Eleuterios Venizelos y obtuvieron la mayoría los monárquicos, quedando como primer ministro Ioánnis (Juan) Gúnaris,17 y lógicamente, como monárquicos que eran, llamaron a Constantino para que regresara. En ese entonces él radicaba en Italia. Al regresar Constantino a Atenas ya sabía él que su hijo era el rey de los helenos. Entonces surgió la pregunta, ¿cómo volver a destronar a su hijo para ocuparlo él? Según se rumoró y se dijo que en el parque del palacio había unos changos y que uno de éstos mordió al rey Alejandro y pues murió el pobre muchacho de 25 años.18 Desde luego que publicaron todo eso, ¿verdad?, del acontecimiento de cómo había muerto Alejandro. Y a los pocos días ocupó el trono su padre.19 Como ya dijimos de la leyenda de que el onceavo perdió el imperio de Bizancio y lo iba a recuperar el doceavo. Entonces una vez que regresó Constantino a Atenas y tomó las riendas del gobierno, le pidieron apoyo a los países aliados y no lo die- 16 17 18 19 Es una doctrina que plantea una sola nación entre los griegos de los Balcanes, del Mar Egeo y de Asia Menor.. Era ministro de la guerra, y jefe del partido constantinista. Murió el 25 de octubre de 1920. Su hermano Pablo renunció a la Corona, debilitando así la política de Venizelos y por consiguiente de los aliados. El 5 de diciembre de 1920 el pueblo griego votó por el regreso de Constantino. 119 ron, y como esos monarcas no eran como los de ahora, sino que eran autócratas, lo que decían se hacía, entonces al ver que no les prestaron dinero, el pueblo heleno tuvo que hacer el préstamo al mismo gobierno. Pusieron mantas pintadas que tenían una tijera partiendo la moneda del país, por la mitad, simbolizando que la mitad del dinero era para la guerra. Y así se emprendió la guerra.20 Expulsaron los griegos a los turcos de Tracia, entraron a Asia Menor por los Dardanelos, por Galípoli y los llevaron hasta ocho kilómetros de Angora. Se puede decir que los griegos ya habían triunfado, pero hubo dos regimientos ambiciosos que precipitaron las cosas, sin hacer caso de la estrategia que había formado el alto mando del ejército. La táctica la tenía, pero la ambición de querer ser el primero, en cerrarle el camino al Gral. Kemal Pacha, llevó al desastre la operación. A propósito del general Kemal Pacha, él fue posteriormente llamado Ataturk (“padre de los turcos”).21 Pero desde luego que la intervención de los aliados contribuyó a esa derrota; pues al ver éstos el triunfo de los griegos, pensaron que una Grecia ya revivida, una Grecia ya potente, unida con Alemania era peligrosa y era de temerse. A eso se debió que mandaron los aliados estrategas, material bélico y todo lo necesario para sacar al ejército griego de Asia Menor y en Smyrna22 fue un desastre terrible, muy terrible. Estando los buques franceses e italianos frente al puerto no auxiliaron a la gente que veían que se estaba ahogando, que se moría. No los levantaron, no la ayudaron… Y eso que digo no son palabras de dolor mío, sino lo viví, y lo oí, no las vi nomás. Entonces todo lo 20 21 22 El 23 de marzo de 1921 los griegos avanzaron en dos líneas a través de Ushak y Brusa; tomaron los dos puntos estratégicos de Karahisar y Eskishehr. Hasta 1935, Mustafá Kemal Pacha. Dirigente de la revolución republicana, y occidentalista, Ataturk es conocido como padre de la Turquía moderna-Revolución Kemalista. Los turcos entraron a Smyrna el 9 de septiembre de 1922. 120 que es el territorio más pobre tuvo que recibir toda esa gente con mucho dolor, con lágrimas. Un desastre terrible.23 Muchos que murieron últimamente en Culiacán, Sinaloa, semanas tenían que correr a pie desde Angora para llegar a las playas de Egeo, y sin zapatos, porque muchos no tenían y se envolvían los pies con trapos para poder correr por el desastre tan enorme. Pero eso no era por los turcos, sino por los franceses, los ingleses y peor los italianos. Y así fracasó. No, no fracasamos. Nos destruyó el Occidente. Pero siempre, el que tiene la espada no la deja. Al chamaco lo coscorroneamos, le pegamos. ¿Por qué?, porque no puede ante un grande, así también los pueblos chicos siempre están sumisos a los grandes. Después tomaron la rienda tres coroneles: Plastiras, Gonatas24 y Fokas. Entre los tres tuvieron que tomar las riendas del gobierno e inmediatamente a Constantino, como era extranjero y no era de sangre helena, lo tuvieron que expulsar otra vez del país.25 Al primer ministro Ioánnis (Juan) Gúnaris y a otros nueve ministros y a otros tantos los pasaron por las armas. Eso fue todo lo que esperamos de los aliados.26 Pero los tres coroneles que formaron el gobierno continuaron pacificando al pueblo; ordenándole la escasez de víveres, la escasez de todo; a tal grado que llegó un momento en que ya se tranquilizo el pueblo. Hay otra leyenda que se refiere al momento en que iban a entrar los turcos en Constantinopla. Una viejita estaba en la cocina friendo pescados en una sartén y se oyó una voz que decía: 23 24 25 26 Más de un millón de refugiados fueron trasladados a distintos lugares al interior de Grecia. El 26 de septiembre de 1922 se declaró ley marcial a causa de los levantamientos entre los cuales estaba el de Mitilene, en donde se formó un Comité Revolucionario encabezado por el coronel Gonatas. Constantino fue expulsado el 27 de septiembre de 1922. El príncipe Andrés fue desterrado, y fueron condenados a muerte Gúnaris, Theotokis, Baltadjis, Protopapandakis y Adjianestis entre otros; Gouclas fue enviado a prisión perpetua. 121 —Deja, viejita, de freír los pescados porque la capital se entrega en manos de los bárbaros. Y ella contestó (qué tanta firmeza tenía en su fe, en su capital): —Cuando los pescados revivan y brinquen de la sartén, entonces Constantinopla también se entregará en manos de los bárbaros. Todas esas leyendas en cada cabeza de griego existen y las siente con mucho dolor y una esperanza infinita; pues tanto tiempo que vivieron en sus territorios y extendieron la cultura al occidente y a todo el mundo, entonces aspiran recuperarlos. El pueblo griego siempre ha sido pacifista, pero desgraciadamente lo han hostilizado mucho y siguen haciéndolo todavía. Como ya vemos últimamente, es un territorio en el que por miles de años han vivido griegos, y que son el ochenta y tres por ciento griegos y diecisiete por ciento turcos, las potencias occidentales le dieron la razón a Turquía. ¿Por qué? Porque lo tienen de tapón cuidando a Rusia, el Bósforo y los Dardanelos. Ese es el motivo por el que están hostilizando grandemente al pueblo heleno cuando es la madre de todo el occidente. Y ese dolor a los griegos no se les quita. Y ese sueño lógicamente también lo tienen. Porque no exigen territorios ajenos, sino territorios en que han vivido y en que han cultivado todas las ciencias para la humanidad. Ese es el pueblo griego y me duele mucho mencionar esas cosas. En 1925, ya siendo yo soldado, estuve en Macedonia Oriental, prestando servicio y en ese tiempo todavía en que gobernaban los tres militares sucedió un acontecimiento en la cordillera de Vélez, de donde resultó la línea divisoria Metaxá, en un lugar de la frontera greco-búlgara en un ojo de agua. Tanto la caseta griega como la búlgara se abastecían de agua en ese lugar. Al ir un soldado a llevar un bule con agua (que es un recipiente de madera, en donde se conserva fresca el agua), lo mataron los búlgaros. Los demás soldados esperaban que llegara el muchacho y nada; entonces un cabo se hizo acompañar de otro soldado (porque en 122 una caseta siempre había un cabo con cuatro o cinco soldados) y fueron a ver qué sucedía, qué había pasado con el soldado. Pero sucede que matan también al cabo y después va el oficial a investigar; y lo mismo sucede. Entonces telefonearon en toda la línea e informaron lo que había sucedido en esa caseta. Al investigar la cosa inmediatamente ordenó el alto mando del ejército heleno la invasión a Bulgaria. En ese punto estaba el tercer cuerpo del Ejército, con sede en Salónica, y le tocó invadir a Bulgaria y así lo hicieron; entraron hasta cuarenta kilómetros al interior de Bulgaria. Pero la Liga de Naciones, que entonces así se llamaba, tuvo que intervenir para detener la invasión griega a Bulgaria. Entonces convinieron en que regresaran a sus fronteras. Y todos los daños que se hicieron en territorio búlgaro —que llegaron a treinta millones de lebas (moneda búlgara)— los pagaron los patriotas griegos que radicaban en Estados Unidos, el pago lo hicieron en dólares. Y aquí terminó ese gobierno de los tres coroneles. Mi experiencia como soldado Cuando pasamos del pueblo de Musteni, estado de Cavalla, en Macedonia Oriental, en 1914, nos hicieron ahí la inscripción, nos tomaron todos los datos: la edad, estudios, profesión y ocupación. Así que ahí estamos inscritos en el protocolo del pueblo. Y yo tenía que acudir al Ejército representándolo. Y de ese pueblo fuimos Jueórguios Kondílidis, Ioánnis Pappaioanov, Jueórguios Zervás y yo; nos presentamos en el pueblo de Prosotsáni, cuya capital es Drama, que está a unos quince kilómetros. En Prosotsáni estaba el regimiento que se componía de tres compañías de infantería y una compañía de ametralladoras. Al llegar a ese regimiento nos incorporaron a la segunda compañía de infantería. Y ahí nos seleccionaban, según la rama del ejército a que debíamos ir los nuevos reclutas. Primero nombraban a los que iban a caballería, luego a los que iban a artillería, después ametralladoras y al último a los de infantería, que era la categoría más ínfima. 123 A mí me tocó estar en ametralladoras, en la segunda compañía de ametralladoras del vigésimo cuarto regimiento, de la novena división del cuarto cuerpo del ejército. El cuerpo del ejército radicaba en Cavalla, que es un puerto que está en Macedonia Oriental. Ahí tuve que prestar servicio durante tres meses. Nos entrenaron desde las cosas más elementales dentro de la teoría y la práctica; por ejemplo, nos enseñaron a hacer ejercicios, tiro al blanco con pistola, rifle y ametralladoras, y hasta tuvimos que hacer trincheras zigzagueando y de esa trinchera teníamos que aventar bombas de mano, que por cierto, teníamos que contar hasta doce para poder lanzar la bomba (según la teoría), porque de otra manera al tirarla inmediatamente, muchas veces sucedía que el enemigo, una vez haciéndose pasar por muerto, la aprovechaba en ese mismo instante y la regresaba hacia el lugar de donde venía. Entonces la cosa era terrible para los que tiraban la bomba. Pero nosotros contábamos uno, dos, tres, cuatro y así hasta doce y la tirábamos; todos esos ejercicios los teníamos que hacer. Dentro de estos estaba el tiro al blanco con ametralladora, nos marcaban en una ladera cómo un enemigo bajaba diagonalmente por una vereda, entonces teníamos que empezar de abajo hacia arriba. El instructor militar tenía que darnos las señales extendiendo la mano y nos indicaba de tal punto como base: —Pongan ustedes dos dedos, tres dedos o cuatro dedos y de ahí va a empezar usted a tirar hacia abajo o hacia arriba. Según marchaba el enemigo todos esos blancos los hacíamos tirando con la ametralladora. Una vez que hacíamos todas las prácticas, a los tres meses el capitán de la compañía (que era un militar muy bueno, muy amigable con nosotros, porque nos consideraba como hijos). Ese militar, se llamaba Ioánnis (Juan) Carlís, nos instaló en salones donde trabajaban los tabacos, ahí acondicionaron un salón de una compañía que tenía almacenes de tabaco porque los territorios eran nuevos y no había cuarteles del ejército griego. 124 Entonces el capitán un día me dijo: —¿Quién entiende de albañilería? Levanté yo el dedo y le contesté: —Yo, mi capitán, yo lo puedo hacer. —¿Ya sabes cómo se hace? —Pos he visto cómo se hace. Ese trabajito consistía en levantar una bardita en una cosa circular, a un metro de altura y a la mitad de ésta se ponían unas varillas y se dejaba una puerta por donde penetrara el aire y se quemara la basura que se depositaba ahí. Ya al ver la obra terminada, le gustó y me dijo: —Oyes, Pappatheodorou, ¡hombre!, vivo en una casa que según mi señora pos quiere que se blanquee, que se pinten unos cuartos. Le contesté inmediatamente: —Mi capitán, yo lo puedo hacer, yo lo puedo hacer. Desde luego ese trabajito me tocó hacerlo y quedó muy contento el capitán y siempre me veía con buenos ojos y en cualquier cosa que podía ayudar me acomedía y me encomendaban tareas. Pero sucedió que a los tres meses tuvieron que seleccionar de la compañía seis muchachos para enviarlos a la escuela de cabos; esa escuela estaba en donde radicaba la división, que era en Drama, o sea a quince kilómetros de Prosotsáni y le dije a mi capitán: —Mi capitán a mí no me gusta ir a al escuela de cabos. Yo no soy apto para eso. Y me dijo: 125 —Eso no depende de mí, ni de ti; eso es una cosa de patriotismo, es una cosa de nuestro pueblo. Y agregó; yo tampoco no quisiera ser capitán y sin embargo lo soy. Porque ustedes entran y salen y nosotros los militares en cualquier acontecimiento que se presente tenemos que acudir. Así que no dependió de mí el que te hayan seleccionado. No te seleccioné yo sino un comité que nombran varios militares. Entonces ellos investigan qué estudios tienen, qué comportamiento han observado, qué personalidad tienen, modos de expresarse, en fin, muchas cosas toman en cuenta para seleccionarlos y mandarlos a la escuela de cabos, que serán los futuros instructores de reclutas. Y ahí permanecí tres meses en la escuela de cabos. ¿Por qué no me gustaba a mí ser cabo? Pos es un trabajo muy pesado para enseñar a reclutas. Porque hay unos que intencionalmente hacen molestar al cabo no obedeciendo las órdenes; por ejemplo: uno les dice media vuelta a la izquierda y ellos le dan a la derecha. Entonces llegaba el momento en que a esos chuecos soldados les ponían un cabo especialmente para fastidiarlos y someterlos al orden. Y el cabo asignado les decía: —De frente, marchen, un, dos, un, dos, un, dos… Y así hasta que se cansaban y se sometían a la disciplina. A propósito de esto, un día a un soldado lo estaban enseñando en esa forma que platico; pero en el momento en que el cabo dijo: —De frente, marche, un, dos, un, dos, media vuelta, un, dos, un, dos… Le habla el sargento al cabo para decirle alguna cosa. Y en eso se entretuvieron y ese muchacho chueco, desordenado, fue a dar a su casa. Y le preguntaron: —¿Por qué te fuiste a tu casa? Y contestó: 126 —Porque no me dijeron media vuelta. Y así pasaban cosas en el ejército. Ya estando yo en la escuela de cabos en Drama, o sea en la capital del estado, ahí nos tenían a una disciplina muy férrea. Teníamos que presentarnos en determinados lugares para aprender la teoría, los ejercicios. Nos levantaban a las cinco o seis de la mañana, según la época del año. A mí me tocó estar en verano, así que nos levantaban a las cinco de la mañana y teníamos que salir a una explanada toda la compañía, que estaba formada por ciento veinte soldados. Primero nos ponían a correr media hora y de los ciento veinte soldados al último quedábamos (y me incluyo porque yo era flacucho y aguantaba y hasta todavía hoy me siento bastante bien a los ochenta años de edad) unos cuantos y corríamos media hora. Muchos tenían que caerse porque ya no aguantaban por falta de respiración; después de eso hacíamos algunos ejercicios corporales en el mismo lugar; luego regresábamos a tomar nuestros alimentos. Después de esto teníamos una hora de teoría de distintas cosas; por ejemplo, desde cómo debíamos vestirnos, cómo debíamos envolvernos la pierna, porque teníamos una especie de cinto que lo agarrábamos desde el zapato hasta llegar un poco más abajo de la rodilla, que se envolvía como una venda. Para la buena presentación no debía de faltarnos ni un botón y para eso nosotros mismos teníamos que cosernos; nos daban aguja, hilo, hasta alesna para que en caso de emergencia tuviéramos que remendar hasta el zapato. Para andar debíamos de caminar siempre con energía, bien parados. Y nada de entretenernos aquí y allá. Si en el camino acaso se nos presentaba un militar, teníamos que saludarlo. Y la teoría decía que si el militar estaba distraído o alguna cosa así, nosotros (que usábamos bayoneta cargada de lado izquierdo con un cinto) entonces teníamos que golpear la bayoneta a manera que hiciera ruido para que volteara y el militar se fijara quién era aquel soldado, ya entonces se levantaba la mano para saludarlo. Y esto se hacía porque muchas de las veces el militar buscaba un soldado o mandaba 127 un recado, por ese motivo el soldado necesitaba dar parte inmediata que ahí estaba un soldado para que viera qué se le ofrecía. En caso que lo necesitara, entonces el oficial le decía: —A ver, muchacho, ven acá, vas a hacer este servicio. Entonces el soldado tenía que obedecer y hacer el servicio ese. Y para esto el militar tenía que dar parte a la compañía del soldado; en caso de que se hubiera desviado de la hora de servicio para que no lo castigaran. Todas esas teorías que son muy útiles (así las considero yo) para todo joven de la vida civil. Porque ahí se enseñaba disciplina, orden, derecho y obligación; porque no sólo tenemos derechos sino obligaciones, y si no tenemos obligaciones no podemos tener derecho. Después hacíamos los ejercicios generales todas las compañías, desde infantería, ametralladoras, artillería, caballería. A nosotros nos llevaban al cuerpo de artillería para enseñarnos cómo se desarmaba y se armaba un cañón para hacerle la limpieza; también nos enseñaron cómo se atendían a los caballos o mulas que jalaban los cañones. E igualmente en caballería teníamos que ensillar los caballos. En fin, que teníamos que tener conocimiento de todo porque según decía la teoría que podría llegar en un momento en la guerra en que se eliminaran oficiales, cabos o sargentos, entonces uno debía tomar el mando de aquello pues no podía quedar la unidad acéfala. Y todas esas teorías eran muy disciplinadas y había que aprenderlas bien. No por elogiarme pero fui más o menos buen alumno, pero no llegué a ser cabo. ¿Y se preguntarán por qué? Pues fue muy sencillo, ya que sucedió lo siguiente. Ya para terminar los tres meses de instrucción en la escuela, en ese tiempo mi padre se había enfermado y tenía en la casa a mi hermana (yo para entonces tenía veinte años y ella dieciséis años) y a mi hermanito pequeño. Y al haber enfermado mi padre pues pedí permiso de ir a ver a mi familia. Pero el director de la escuela me dijo que no debía ir porque iba a terminar los cursos. Yo le contesté que estaba bien lo del servicio a la patria, pero que en este momento estaba primero mi familia. 128 En esos días tenía que venir a visitamos al colegio de cabos (por motivo de fin de cursos) un coronel que era cabeza de un regimiento (debía hacer la visita un general pero como no había fue el coronel). Y sí llegó, entonces tuvimos que presentamos toda la compañía. Y la obligación de todo militar, al pasar revista a la compañía, era preguntar si alguno de los soldados tenía alguna necesidad. Entonces dijo: —El que tenga queja o necesidad que se ponga un paso al frente. Y salieron pocos, entre ellos yo también. Para esto, todavía estaba atrás de mí el director y me jaló del saco, en el momento que el oficial me preguntaba, y me hacía la seña de que no saliera; porque comprendía que yo era uno de los buenos cabos que iba a salir; y él insistía en que no perdiera esa oportunidad. Pero yo siempre tenía en la mente «primero mi padre que está enfermo y después lo demás». Y salí, expuse mi problema, me cedió él permiso y me preguntó: —¿Cuántos días necesitas, muchacho, para ir a Salónica a ver a tu familia? Dije: —Son suficientes tres días, mi coronel un día para ir, un día para estar ahí y otro para regresar. Porque el tren salía de Drama y llegaba a Salónica y eso lo hacía en cuatro horas; y lo mismo de Salónica a Drama. Entonces me dijo: —Que te den seis días, porque tres días no te son suficientes, posiblemente tu padre necesite alguna cosa ahí, y con un día no puedes resolver tu problema. Y así sucedió y por tal motivo no me dieron el nombramiento de cabo. Pero con eso yo le agradecí ya que no llegué a ser cabo. 129 Al regresar a mi compañía de ametralladoras el capitán me nombró subcabo (por haber estado en la escuela de cabos), que quiere decir “buen soldado”. Ya después por mi preparación y comportamiento me nombró cabo de la comida. Y eso de cabo de la comida pos es un descanso en que el cabo la pasa muy bien ahí. Porque el regimiento se componía de tres compañías; entonces tenía que nombrar un oficial, cuatro cabos de comida y ocho ayudantes cocineros y los cocineros, esos los nombraban diariamente de la misma compañía; había también un cocinero de planta que dirigía la comida; y los soldados esos estaban para comprar los alimentos. Previamente cada compañía se juntaba los sábados en la tarde en el salón; entonces el primer sargento tomaba la palabra y se dirigía a la compañía para que expusieran los soldados qué comidas deseaban comer, para así formar un programa por cada día de la semana; ya fueran frijoles, lentejas, papas. Tres veces a la semana se daba carne, que eran los días martes, jueves y domingos, y éste último día hasta dulces y pasteles se repartían. Ya una vez hecho el programa entonces se publicaba y se ponía en la puerta del salón, para que cada soldado viera qué comida teníamos para equis día. Sobre ese programa se iban a comprar los materiales al mercado y teníamos que llegar a la plaza a comprar carne, frijoles o según la época. En tiempos de verano se compraban legumbres, fruta, en fin. Y para la legalidad de la compra, tenían que firmar tanto los soldados, que se nombraban diariamente en la cocina, como ayudantes, el cabo y el oficial que acompañaba a las tres compañías para saber que aquello fue legalmente comprado y de acuerdo con los que acudían a la compra. Y así duré seis meses como cabo de la comida. En eso (como ya dije) sucedió la invasión de Grecia a Bulgaria. Nuestro cuarto cuerpo se movilizó pero sin invadir el territorio búlgaro; tan sólo llegamos hasta la frontera, hasta una población que se llamaba Zirnobon que hoy se llama Neurocópi; su nombre era en búlgaro porque había en esa región, en la montaña, unos pueblos búlgaros que posteriormente unos se quedaron allá y otros se fueron a Bulgaria. En esa población de Neurocópi permanecimos todo el tiempo durante el acontecimiento, que fue en otoño. Y tuve que dejar la 130 compañía, una sección de ametralladoras que se componía de un oficial, un sargento, dos cabos y diez soldados. En eso tuvimos que ocupar una casa de altos; que como dije algunas familias ya se habían ido a Bulgaria, por lo que estaban algunas casas desocupadas. Entonces en la parte de los salones, en los cuartos de arriba ocupábamos nosotros trece (las dos secciones, que eran doce soldados y el sargento) dos cuartos. Y abajo teníamos las mulas que transportaban las ametralladoras y los cartuchos. Y nos favorecía tener animales abajo, porque con la respiración de éstos se calentaban nuestros cuartos arriba. En ese pueblo hacía un frío muy duro, había tan bajas temperaturas que teníamos que quebrar el hielo del río para darles agua a las mulas. Y así permanecimos todo el invierno ahí. Durante el día, pos, salíamos en las calles a caminar, a distraernos, con permiso naturalmente. Y siempre teníamos que dejar una parte de la sección para que estuvieran al pendiente de las armas, de los animales y de todo el equipo. Y al salir a las calles, como se acostumbraba allá, teníamos a veces que ir caminando por la calle y las muchachas desde los balcones nos tiraban pelotas de nieve y nosotros les contestábamos inmediatamente, entonces cogíamos nieve y la apretábamos hasta que hacíamos que se metieran o se escondieran; eso era una jugareda que hacen con frecuencia los muchachos cuando hay nieve. Por ejemplo: en una ladera se hace una bola, de diez o quince centímetros de diámetro que le dan vueltas y vueltas y cuando va bajando, y aquello llega a enrollarse, en poco trecho hasta hacerse una bola grande entonces cuando llega abajo se ve un risco enorme. En esas cosas nos divertíamos en tiempo de invierno. Pero al llegar la primavera otra vez nos concentraron a la base de nuestra compañía que estaba en Prosotsáni. Ya teníamos nosotros más de un año en el ejército, entonces les tocaba estar a los nuevos reclutas de 1926. Nosotros, al completar un año, ya teníamos los ejercicios necesarios y entonces hacíamos simulacros de una división contra otra; y el alto mando determinaba en dónde debían ejecutarse esos simulacros. Y ahí tuvimos que pasar dos meses en la época de otoño. 131 Generalmente nos deteníamos a comer en una parte donde hubiera agua y arboleda en donde pudiéramos descansar después del entrenamiento. El cuerpo del ejército era bastante numeroso, por lo que se necesitaba de agua suficiente para todos y ahí se arrimaban los cocineros de las compañías y hacían la comida. Una vez que comíamos, seguíamos después otra vez con los movimientos que se hacían en distintas horas del día y de la noche. En verano estábamos en el salón del cuartel. Como esos días son bastante largos, pues sale el sol a las cinco de la mañana y se mete a las nueve de la noche. Entonces nos daban una hora después de comer, nos acostábamos cada quien en su cama. Y en eso empiezan las campanas de la iglesia a repicar y a repicar, como señal de que algo había pasado. Por cierto que nosotros siempre nos acostábamos con camisa y calzoncillo y en ese momento gritaron: —¡Que se está quemando una casa! Y naturalmente, como soldados disciplinados, para que no sucediera algún robo y hubiera más orden, inmediatamente nos dieron la orden de acudir. Y todos fuimos hacia la casa, que para entonces ya se había quemado junto con unos muchachos que vivían ahí. Uno de ellos, que era el mayor, en el instante en que llegamos nosotros ya lo habían levantado vivo aún y llevado en una ambulancia a la capital del estado (que estaba a quince kilómetros) o sea Drama. Los otros dos estaban bien quemados, como dice la palabra, achicharrados; bueno, hasta con las costillas por fuera. Esos tres muchachos eran hijos de una viuda que trabajaba en la tabacalería de una empresa. Y ella para tener seguros a los hijitos los dejó en el patio, porque era verano. Pero la división era de unos carrizos tejidos, desde luego que enteros (no como el petate) y entretejidos y amarrados. Y los pobres muchachos, pues hicieron lumbre y prendió todo eso, ¿verdad?, que era muy flamable, muy fácil de quemarse; y no pudieron salir de ahí, y se quemaron los pobres. Fue una cosa muy triste al ver a los chamacos quemados. Y regresamos a nuestro cuartel. 132 Los últimos meses en mi pueblo Una vez que regresé del ejército (para entonces yo tenía veintiún años y medio de edad) pos ya pensaba en mi futuro. Y que por cierto se me presentó un horizonte bastante cerrado, pero no me importó porque luché y busqué la manera de abrirme paso. En esta época yo tenía ya comunicación por carta con mi tío Ángel (hermano menor de mi padre) que estaba en California, como ya dije. Mi tío me mandaba revistas que estaban publicadas en abecedario, no en alfabeto. Y me fui penetrando en esto y aunque se me dificultaba el inglés fui familiarizándome en la lectura a través de este idioma. Cuando me escribía mi tío Ángel me contaba a qué se dedicaba, cómo trabajaba en California, la gente que había, los griegos que trabajaban allá. Motivado por mi situación tan difícil y por las cartas de mi tío Ángel, decidí ir a investigar, fui a preguntar en las oficinas del gobierno de Salónica cómo podía ir yo a Estados Unidos; y me dijeron que podía inscribirme y esperar el turno de mi número. Porque según me informé, los griegos que emigraban a Estados Unidos tenían el tres por ciento de opción para poder ir a ese país. Y para que sucediera eso tenía uno que esperar siete u ocho años para poder ir legalmente a Estados Unidos. Después de esto decidí terminar el invierno preparándome en la geografía de América y trabajando en la casa. Sembramos trigo, cebada, habas, avena para la cosecha de primavera. Una vez que llegó la primavera ya no había trabajo de siembras, ya no había qué hacer, por lo que decidí ir a buscar trabajo en la ciudad. Recorrí todos los comercios, carpinterías, herrerías y demás lugares en donde pensaba podía ser ocupado. Y todo era negativo, que no tenían necesidad de empleados. Se me cerraron las puertas y pensaba «¿pos qué voy a hacer, si tengo ganas de trabajar en qué me voy a ocupar?». Antes de llegar la primavera mi padre había insistido en que hiciéramos una cría de gusano en mayor escala. Mi padre me dijo: 133 —Mira, hijo, para poder hacer el cultivo a una escala mayor es necesario un mayor número de hojas de morera y no tenemos. ¿Cómo crees que podemos resolver ese problema? —Papá, me voy a Epanumí, por ellas. Epanumí es una población grande que está frente a Olimpo, distante a unos treinta kilómetros de mi pueblo, o sea antes de la entrada al Golfo Thermáico, que por cierto ahí es lo más estrecho del Golfo, es decir es la entrada al puerto de Salónica. Y encontré muchas moreras, en Epanumí, de dos y tres años que no se habían cortado. Pregunté de quién eran esas moreras; y me dieron el domicilio. Ya entonces fui con los dueños y los entrevisté: —¿Oigan, tienen ustedes la intención de vender la hoja? —Sí señor, ¿cuántas moreras necesita? Así que encontré un campo abierto para que fuéramos a criar gusano. Regresé a mi pueblo con buenas noticias y le platiqué a mi padre con detalle lo que había sucedido e incluso le comenté que vi unas gentes que nos rentaban casa. Y así nos trasladamos a Epanumí y ahí hicimos una cría de gusanos de mayores proporciones que las que acostumbrábamos. Levantamos una buena cosecha, nos hicimos de algunos centavitos; y regresamos otra vez a Surotí (mi padre, mi hermana María, mi hermanito y yo). Teníamos una mula, un macho que tuve que amansar, porque era salvaje. Un día llevé al macho a un barbecho, donde cerraba la melga, en donde es el centro, el lugar más hondo en donde se había acumulado el agua de una lluvia; y ahí lo monté, brincó y se paró de manos, me tumbó, me enlodé, volví a levantarme, volví a montarlo hasta que cedió el pobre animal bañado en sudor. Al regresar a la casa me dio un trepe, una regañada fenomenal mi padre, porque no podía pegarme por ser mayor de edad. Una vez amansado el animal ya tenía mejor precio, pero yo lo 134 usaba para que cargara leña, le ponía su silla y encima la carga. Tenía un primo que era mayor que yo y siempre hacíamos buena compañía, íbamos juntos a la leña y él me ayudaba a cargar a la bestia de leña. Por cierto que me tocó vender la bestia ya cuando me estaba preparando para el viaje al nuevo mundo. Durante el último invierno me dediqué a la compra y venta de algunos productos. Teníamos un burro, un buen burro que era fuerte, entonces iba yo de Surotí a Salónica a comprar manzanas en el mercado de mayoristas, que las vendían de los caiques, que son unos barquitos chicos de vela, que los traen de distintas partes del litoral de Grecia para venderlas en el puerto de Salónica. Y ahí acudía donde podía comprar más baratas las manzanas, y así cargaba en mi burrito todo lo que podía el pobre. Y luego regresaba al pueblo para después al día siguiente llevar en dos cajas la mercancía (amarraba una caja de cada lado del burro), que iba a vender en los pueblos turcos. Esa mercancía la vendía por especie, ya sea por trigo, por huevos que nos hacían falta para hacer pan, o bien si no los necesitábamos los vendía después en el mercado. Y pos les voy a contar un poco de mi experiencia como comerciante, que por cierto era un gran sacrificio ir a comprar el producto a la ciudad para ir después a distribuirlo a los pueblos. Como ya sabemos que las turcas no salen de sus casas sin tener cubierta la cara, porque su religión no se lo permite, ellas tienen un ropón largo que les cubre desde la cabeza hasta los pies; ese ropón lo cogen con la mano izquierda y lo llevan hasta tapar la nariz a manera que los ojos queden descubiertos; y así sostienen por dentro aquel ropón a manera de que vean, pero que los demás no las reconozcan. Entonces cuando iba yo a vender o a comprar, no salían ellas de sus casas, sino mandaban chamacos a comprar. Y les decía son tantos kilos de trigo en una bandeja, y así les daba siempre un poco menos; en vez de ser tres kilos yo se los tomaba por dos kilos. En cuanto a la manzana esa sí les daba el peso correcto, lo que me pedían, y ya les decía la manzana vale tanto y me preguntaban ellas también: 135 —¿A qué tanto tomas tú el trigo? Me hablaban de tú porque era yo joven, chamaco. Y ya les contestaba: —El trigo vale tanto y la manzana tanto. Y así me iba de casa en casa ofreciendo mis manzanas y recogiendo el trigo o huevos. Ya cuando anochecía, que no podía regresar a mi pueblo tenía que buscar alojamiento en el lugar donde se me hacía tarde. A propósito de esto hay la costumbre muy sana, filantrópica, de los turcos, para atender a los extraños cuando llegan a un pueblo, en donde no tienen a dónde acudir para dormir y comer. Entonces en los pueblos chicos tienen un mandadero que está al pendiente de vigilar la entrada de extraños al pueblo; ya sea que vayan en caballo o en burro como iba yo de comerciante. Y le preguntaban a uno: —¿Oiga usted va a pernoctar aquí en la noche? —Pos sí, joven —le decía— porque, ¿a dónde puedo ir de aquí en adelante? pues ya se me va a hacer noche y no alcanzo a llegar al otro pueblo. Ya entonces el mandadero turco fue a avisar a la familia (porque están por turnos también las familias esas) a quien le tocaba mandar cobija, colchón, leña y la comida para las personas que llegaban. Cuando eran un número mayor de tres, entonces acudían a otra familia para llevar mayor abastecimiento para atender bien a todos. Durante la noche, cuando regresan todos los turcos de sus quehaceres, acudían a ese salón que era del pueblo, que tenía chimenea; ahí el mandadero prendía el fuego y se sentaban todos al rededor en petates; tenían también algunos almohadones, porque los turcos en aquella época no se sentaban en sillas, sino con las piernas cruzadas o inclinadas en un brazo o en el otro, o bien en alguna almohada o recargados en la pared; así era la postura que conservaban los turcos en el rato que duraba la conversación. 136 Y así pasé una noche en ese pueblo turco. Ya al día siguiente regresé otra vez a seguir mi recorrido en otros pueblos hasta terminar mí mercancía; yo entonces regresaba a mi pueblo. De esta forma ganaba algunos centavos y me apuraba más tener ganancias, porque ya tenía proyectado mi viaje a América. Ya cuando terminó la temporada de la manzana, alguien me dijo: —¡Hombre! ¿Por qué no vas a traer pescado fresco de la laguna de San Basilio? Y para llegar a ese lugar tenía que atravesar la cordillera Jortiati y tenía que caminar aproximadamente más de treinta kilómetros de subida y bajada para llegar a la laguna. Eso tenía que ser a más tardar como a las ocho de la mañana, cuando los pescados se vendían a mejor precio. Esa vez me fui en mi macho para poder caminar más aprisa. Y como era distante (y como no tenía la experiencia suficiente para trabajar esa mercancía) se me echó a perder el pescado y comenzaron a decirme los clientes, pues que el pescado ya estaba descompuesto. Y efectivamente me di cuenta de eso y por más que quise hacer tonta a la clientela no pude y tuve que tirar los pescados, vaciar mis dos cajas de pescado y me regresé al pueblo sin nada. Y, pos, fue una cosa triste, que me sucedió y que la recuerdo para que ustedes se den cuenta de lo que es trabajar por la necesidad de vivir. Porque el trabajo es muy sagrado, no una vergüenza. En el último año que estuve en mi pueblo, que fue en 1927, recuerdo que la pasaba bien con mis amigos. Éramos un grupo de muchachos jóvenes, amigos desde la infancia naturalmente; entre ellos estaba Dimítrios Guentzoglou, otro era primo hermano de él y se llamaba Dimitrós Nalbandoglou, otro era primo segundo mío Jaralambos Tzingózis. Y entre los cuatro o cinco nos divertíamos. Para esto yo pretendía a una muchacha que se llamaba Fotiní (que quiere decir Luz); ella también tenía un abuelo que era sacerdote, pero él se había quedado en Mandritza y sólo su padre estaba en Surotí. Uno de tantos días, Fotiní había tendido las ropas de su casa en un mecate 137 para que se secaran y entonces me dicen mis amigos: —Oyes, Theodoro, por qué no vamos y recogemos toda la ropa y la mandamos a planchar para que el sábado en la noche la pongamos en la puerta de Fotiní y el domingo al abrir la puerta la encuentre bien arregladita. Y así lo hicimos, y desde luego que quedé muy bien con la muchacha, aunque al principio se había asustado por no ver la ropa en donde la había tendido. Era muy sana la forma en que nos divertíamos; en ocasiones nos reuníamos un grupito entre siete y ocho muchachos y muchachas también, que teníamos necesidad de reunimos como lo hacíamos en Mandritza. En ocasiones, cuando no había música, pues comenzaban a cantar las muchachas, que se ponían adelante, y esa misma canción la repetían otros dos atrás; y así continuaba el ritmo del baile, que consistía en cogerse de las manos y hacer un círculo, según la cantidad de gente que se agregan en el baile. Y cuando teníamos música, ésta dependía de una terna, que era un instrumento parecido al cilindro (conocido en México); era un aparato muy bonito, muy adornado, y había una persona que tenía ese aparato. Así que esa terna la sacábamos en una era grande que estaba en las orillas del pueblo y así bailábamos todos, hasta cuando comenzaba a meterse el sol, entonces se agregaban hasta los ancianos y las ancianas todos gustosos bailando. Y como ya dije, dos muchachas bailaban adelante y cantaban y dos muchachos bailaban atrás y repetían la canción para alargar más el baile; bueno pues una de esas canciones decía así. Ten salud desesperado mundo, ten salud dulce vida y tú, patria destronada, ten salud para siempre; tengan salud ustedes: súles. armas, montes, breñas. En la tierra no vive el pez ni la flor en la arena 138 ni las souliotices pueden vivir sin la libertad tengan salud ustedes: súles, armas, montes, breñas. Y así continuaba el baile y después de esto descansábamos un rato mientras pensábamos qué otra canción íbamos a cantar; y así continuaba la diversión. Había varias canciones, por cierto recuerdo una que trataba de un muchacho que cuando vio a varias muchachas dijo: Pónganme, muchachas, en el centro para ver cuál escojo de todas a ver cuál de todas escojo una vestida de rojo me tiene el corazón quemado. También me viene a la memoria una canción que cantaba mi madre en idioma albanés. Esta canción narraba la historia de una muchacha que se enamoró de un joven viudo; y empezaba así. Anita bonita de nueve pueblos te llegaron nueve peticiones. ¿A quién vas a tomar? Que sepas madre, si tres días que viva así y todo yo voy a tomar a Theodoro a Theodoro el guapo, a Theodoro el viudo. Se novió* Anita, se casó pasaron unos dos, tres días a Anita empezó a dolerle la cabeza Para bailar la canción de Anita, se cogían las muchachas de los cintos, cruzados los brazos una con la otra, como si formaran una * Que andaba de novia. 139 cadena. Y una vez cogidas todas se ponían dos muchachas adelante y otras en la parte de atrás en medio, naturalmente de los que se sabían la canción para que la repitieran. Esta canción se bailaba en Mandritza a principios de este siglo. En Mandritza, las mujeres usaban su vestido ajustado con un escote en forma de U y en el pecho, dos aberturas para amamantar a los bebés; todas las orillas estaban adornadas con cordel, estos vestidos eran de algodón y lana. En el interior usaban una camisa larga hasta el tobillo y las mangas largas y anchas y adornadas con encaje; ellas mismas hilaban y tejían el algodón, la lana y la seda. Tejían en telares, que en todas las casas había. En la cintura usaban su cinto con dos placas en frente adornadas con piedras preciosas y donde se enganchaban y alrededor se colocaban plaquitas de dos centímetros de ancho por siete u ocho de largo, con doble pared. También en la cintura se colgaban un mandil muy adornado de dibujos y flores que ellas mismas tejían en los telares. Usaban aretes de oro muy visibles; y en el pecho una sarta o dos de flezime; y en los brazos un brazalete de oro o plata tejidos de chaquira y hacían también bolsas de mano. En los dedos de la mano usaban anillos las casadas, y las solteras su anillo de compromiso. En la cabeza se ponían una pañoleta de distintos colores, floreadas; peinadas todas ellas, partido el pelo a la mitad de la cabeza y la pañoleta doblada en triángulo y puesta en la cabeza más atrás de la frente, pasando las puntas por la nuca y estas se regresaban amarradas a un lado de la cabeza sostenidas con una flor natural o de seda. Medias no usaban, ni había; usaban calcetines de algodón o de lana, que ellas mismas tejían de distintos colores y dibujos. El calzado era de tipo mocasín, de tacón bajo o pantuflas. Cuando hacia frío usaban un chaquetín o saco corto hasta la cintura abierto de enfrente, de cuello parado de dos centímetros; mangas hasta la muñeca de la mano. Y en la parte de atrás sobre la cintura tenía unas aletas a uno y otro lado. Talcos y colorete no se usaban y no había necesidad, por el clima todas estaban rozagantes, de color natural. Pues esa era la indumentaria. Pero hay muchas canciones muy 140 bonitas. Ahora mismo recuerdo otra que se refería a una muchacha llamada Angélica y que le preguntó su amiga: Angélica pequeña muchacha qué haces tú ahí muchacha a la orilla del mar a la orilla del mar sobre esa peña. Me senté aquí para ver los pescados del mar los pescados del mar, palamidas. Y palamidas es un pescado que se da en el Mar Negro, en la desembocadura del río Danubio y del río Nieper que baja del norte de Ucrania, que atraviesa también la ciudad de Kiev de Rusia. Hay una canción de nuestra historia, de los mandrichotas; como he mencionado que dependemos de un pueblo que se llama Súlio, que está en la orilla del mar y que durante la invasión turca quisieron amenazar ahí a las muchachas y que por honradez de cristianas, ellas no se dejaban. Y entonces esas muchachas cantando se iban tirando de un precipicio al mar para ahogarse, antes que entregarse en manos de los bárbaros, de los turcos, que eran mahometanos, de otra religión naturalmente. Y esta canción la cantaban bailando las muchachas cogidas de la mano y así cuando cada quien llegaba al precipicio se tiraba al mar; y esto era para salvarse de la deshonra de los turcos y decían así: Tengan salud montes y barrancos tengan vida montes y barrancos. Y esto lo decían porque abandonaban aquella tierra. Y luego decían: El pescado no vive en la tierra como tampoco la rosa en la arena así también las suliotas no pueden vivir sin la libertad. Esas eran las últimas palabras y se tiraban del precipicio al mar. 141 Baile chámico. Estas canciones ya se cantaban en 1821. Hay una canción que se refiere a los combatientes de las montañas; pero antes quiero decir que durante toda la época de la esclavitud de los griegos, bajo el dominio turco, andaban los jóvenes en las montañas y ahí pasaban años enteros hasta que se envejecían combatiendo a los turcos en donde los encontraran, fue por eso que éstos llegaron al pueblo de Súlio a cometer esas barbaridades; bueno pero relacionado con esto está esa canción que dice: Este pobre joven, más bien anciano que estuvo 40 años combatiendo en las montañas ahora se encuentra cansado y falto de sueño se encuentra agotado para seguir combatiendo. 142 Detalles del patriotismo de esa época Los pobres griegos combatían para la independencia eternamente. Recuerdo también que en mi país la entrada de la primavera se festeja el primero de marzo, ese día es de fiesta porque se realiza el cambio de estación de invierno a primavera, ya desde entonces se esperan días soleados en que la gente sale de su encierro para ver el campo libre. Y la forma de celebrar la primavera es haciendo en la calle echones, o sea lumbradas grandes, que los muchachos brincan sobre de ella agarrando vuelo para atravesarla, esto se hace como tradición, que significa dejar atrás el invierno y empezar la primavera. Durante el invierno no hay hojas en los árboles, no hay pasto, todo está desierto y durante los meses de invierno en ocasiones se blanquea hasta por varios días y a veces por meses; todo aquello está blanco que no se puede ni ver por la blancura de la nieve que deslumbra. Es por eso que cuando la primavera llega es muy notoria porque se descubren los árboles de nieve y comienzan a retoñar las hojas, y desde luego la gente comienza a salir, entonces todo aquello es un gusto porque empieza la belleza de la primavera. Y ya que estoy hablando de la primavera, recuerdo un detallito que sucedió en esos días soleados precisamente. En las afueras de Atenas se encontraron dos personas, uno que entraba a la ciudad, que era filósofo, y el otro que salía de la ciudad y que era ganadero de ganado chico. Y, pues, desde luego que por su indumentaria supo que era ganadero propietario porque llevaba bastón propio para agarrar a los animales de la pata trasera, que está en forma de una “Z”; entonces por esa indumentaria el filósofo se dio cuenta de la actividad del que salía y le pregunta: —¿De dónde a dónde, quién y cuántas? Y el ganadero que iba de Atenas a Libadiá le contesta en la misma forma: —De Atenas a Libadiá, Theodoro y quinientas. 143 Que quería decir: vengo de Atenas, voy a Libadiá, me llamo Theodoro y tengo quinientas borregas. Por supuesto que Libadiá existe desde los tiempos antiguos y aún todavía existe y significa pastoreo, es decir “lugar en donde hay terreno especial para pastorear ganado”. A propósito de Libadiá, recuerdo una canción de una pastorcita muy bella que andaba en el campo y que la vio un joven y le preguntó: Dime bella muchacha si tienes vecinos, si tienes padre y madre y herencia. Y ella le contesta: Ni madre, ni padre, ni herencia. Perdí mis borregas y vine a buscarlas. El muchacho, al ver a la joven muy bella, con buena indumentaria y que iba caminando por el campo, pues le hizo esas preguntas con el propósito de iniciar una plática para entrar en amoríos. Y como ya he dicho, allá siempre se busca el interés para el casorio, es por eso que el muchacho le hacía esas preguntas. Así la pasábamos en el pueblo entre pequeñas diversiones y grandes trabajos para ahorrar para mi viaje hacia México y, ¿por qué a México? Pos pensé que llegando a México no había dificultad, pues ya me habían dicho que el gobierno daba permiso para emigrar libremente a ese país y que había un representante de México en Salónica, que era un doctor griego; también me dijeron que al llegar al puerto de Veracruz tenía que presentar cien dólares, que era un requisito del gobierno mexicano para que uno tuviera que comer en los primeros días mientras uno se puede acomodar a trabajar en alguna parte. Entonces yo había oído que en México había escasez de albañiles, y yo pensé que como ya tenía práctica, podían emplearme en albañilería, por lo que puse en el pasaporte que era albañil, puesto que era un joven de principios de trabajo. Por supuesto que no mencioné nada de sericicultura, porque en México pos no se usaba 144 eso y tenía que decir en qué podía ocuparme en México. Fui a una agencia de viajes para preparar mi salida; ya que no había encontrado más trabajo en mi país. A raíz de tanta guerra, el horizonte para mí estaba cerrado tanto en la sericicultura como en la agricultura y en otras cosas. Como ya he dicho, a los ocho años fui exiliado y exiliado llegué para encontrar la guerra de los Balcanes, de la Primera Guerra Mundial. Y después de esto se viene la guerra greco-turca y luego otro acontecimiento contra Bulgaria y después de eso, fui soldado y luego pos a qué me quedaba si ya no había visto día blanco en toda mi juventud, desde mi nacimiento hasta el exilio. Eso, precisamente, eso fue lo que yo gocé en mi niñez, en la casa de mi padre y de mis abuelos. Rumbo a México Yo partí a México un jueves primero de septiembre de 1927. Para esto yo había ya anunciado mi partida entre la gente que me conocía del pueblo y entre mis familiares; porque cada vez que iba yo a Salónica, que es la capital de Macedonia, siempre alguien me preguntaba: —Oyes, pues, ¿a qué tanto vas a la ciudad? Pues naturalmente yo, franco, les contestaba. —¡Hombre! es que ya estoy tramitando mi viaje a América y me voy a ir a México. —Y, ¿qué vas a hacer a México? —¡Hombre! voy a ir a México porque ya he estudiado bien su geografía y sé que puedo atravesar la frontera y llegar a California, que no está lejos de este país. Y así todo el mundo se dio cuenta que ya se aproximaba el día de mi partida. Y tuve que ir a despedirme de mis amigos, de mis pa145 rientes y de mi tío Basilio; quien había regresado de América después de la Primera Guerra Mundial; él se casó en Grecia con su novia Magdaliní y tuvieron dos hijas, una se llamaba Anna y la otra Dominga, o sea Kyriakitza en el idioma griego. Pues tuve que despedirme de mis tíos y mis primitos, que para entonces estaban muy pequeños. Después me fui a despedir de mi tío Gregorio, que tenía tres hijos: uno se llamaba Ángel, otro Jrístos y otro Spyros. Jrístos tenía la edad de Basilio, mi hermano, y eran compañeros en la escuela. Que por cierto para estas fechas ya habían instalado una pequeña escuela en Surotí. Enseguida fui a saludar y a despedirme de los hermanos Tzingózis, de Juan Lambros y Jrístos. Y luego fui con los Dimítrios Guentzoglou y de Nalbandoglou, de Dimítrios y de otras tantas personas también me despedí, desde luego todas cercanas a mí y de mi completa estimación. Y así, ese jueves por la mañana partí del pueblo de Surotf, besé a mi padre; en ese momento mis hermanitos no se encontraban en la casa, andaban jugando por ahí; pero cuando vieron que me alejaba de la casa y que llevaba conmigo una mochila pequeña (porque no tenía gran cosa que llevar, por la pobreza en que vivíamos) entonces me alcanzaron cerca de un arroyo que había en la orilla del pueblo, me alcanzaron y me interrogaron: —Oyes, Theodoro, ¿a dónde vas con esa mochila? —Ya me voy a América. ¿Qué quieren que les traiga cuando regrese? —Pos a ver qué nos traes con tu regreso. Y así los abracé, los besé y continué mi camino pues había que recorrer a pie más de treinta kilómetros. Al salir del pueblo, ya distante un kilómetro aproximadamente, me encontré a un paisano que se llamaba Elías Péicoglou, ya de edad él; tenía dos hijos pequeños, entonces él me gritó a cierta distancia: —¡Theodoro!, ¿a dónde vas? —Ya me voy a América, con destino a México, Elías. —¿Qué estás diciendo ¡hombre!? Yo creía que todo lo que hablabas eran mentiras. 146 —Pos no señor. Voy a encontrarme con mi tío Ángel. —Siquiera Dios ya estás preparado. Y dime, ¿tienes pasaporte y boletos? —Sí, ya tengo todo listo. Conforme él me preguntaba se iba acercando, nos encontramos, nos dimos un abrazo, nos besamos en una mejilla y en la otra (porque es costumbre que la gente se bese cuando se encuentran después de largo tiempo). Y así me despedí de Elías y continué mi camino a Salónica. Entonces ya sabía que el lunes salía el barco de Salónica a Piréo, que es el puerto más grande de Grecia, que está pegado a Atenas y que hoy es una sola ciudad la capital con el puerto. Ese barco se llamaba Kanáris, así se llamaba el barco, que no era muy grande, que hacía el recorrido Salónica-Piréo. Al día siguiente, como ya no tenía muchos recursos (nada más lo necesario, porque no pude tener más como para hospedarme en un hotel) dormí en un pandojíon o mesón, que generalmente estaban en las orillas de las ciudades y además tenían lugar para bestias y algunos cuartos para los mismos caminantes que llegaban con bestias y ahí se alojaban, y por supuesto les costaba menos dinero. Al día siguiente, no llevaba ningún compañero, tuve que ir a Atenas a ver al cónsul que representaba al gobierno de México ante el gobierno de Grecia; él me dio la visa y me selló el pasaporte, me dio hasta una carta y un domicilio de un griego que estaba en Veracruz y que tenía una refresquería, para que al llegar a Veracruz fuera a entrevistar a esa persona y él me orientara para otro domicilio situado en la capital de la República. Al tercer día, los empleados de la agencia me dijeron cuándo iba a zarpar el barco de Piréo para Marsella, Francia. Era un buque francés, no muy grande, que se llamaba Unión, el cual venía del Mar Negro. Ya listo yo de los asuntos del consulado, fui otra vez a Piréo con la carta en la mano y el boleto para el día siguiente abordar el buque que se dirigía a Marsella. Al día siguiente subimos al buque y lo mismo, también ya tarde, serían las ocho. Yo no sé por qué los buques zarpan siempre después de medio día o ya en la noche. Y así 147 Ángel Pappatheodorou en California, 1928. 148 navegamos de Piréo hasta Marsella cuatro días y sus noches. Pasamos por el Canal de Corinto y al llegar a la entrada del Canal ahí se paró el buque; llegó un barquito chico y lo engancharon al buque y jalándolo lo atravesaron al canal del Golfo Sarónico al Golfo de Corinto. Ya al salir al otro lado entonces echaron a andar los motores, porque como está estrecho el canal no pueden trabajar las hélices de los buques grandes, porque hace mucha turbulencia y por no averiarse alguna cosa, entonces los jalan de un lado a otro. Estando en el otro lado entonces continuó el recorrido. Pasamos entre Sicilia y la punta de la bota italiana para llegar a Marsella. Llegamos en la mañana y nos desembarcaron. En este barco viajé solo, no encontré ningún paisano que se dirigiera hacia México. Pero al llegar a Marsella me pusieron una señal metálica que indicaba que era pasajero del trasatlántico Espagne (España) que hacía el recorrido Francia-México y al llegar yo a un hotel que también era de un griego para el que ya me había dado un papelito el cónsul de Atenas, para que fuera ahí y él me pudiera orientar en qué forma iba a tomar el trasatlántico de Francia a México, a Veracruz. Pero al llegar al hotel, ahí encontré varios muchachos griegos que iban también a México. Ahí tuvimos que estar tres o cuatro días hasta que tuviéramos noticias del barco que iba a salir del puerto Saint Lazaire, o San Lázaro, rumbo a México en el trasatlántico Espagne, o sea España. Posteriormente a ese buque le cambiaron por el nombre de Mexique, o sea México. Pasamos un rato en el Puerto de Marsella. Éramos como doce muchachos y por nuestra seguridad nos aconsejó el hotelero: —Miren muchachos, pórtense bien aquí en el puerto si no quieren que les roben el dinero; porque aquí las muchachas malas les pueden robar todo, ¡bueno! hasta la ropa. Dos de ellos no oyeron y se fueron, pero al regresar, tristemente, tal como nos lo había narrado, tal como nos lo había dicho el paisano, el hotelero, salieron con calzoncillos de esas casas. Todos los centavos se los robaron, pensábamos que cómo haríamos aquello puesto que tenían que comer mientras llegábamos a Veracruz, 149 donde ellos dos tenían parientes. Pero la dificultad era al llegar a México que por leyes del gobierno mexicano todo extranjero, todo emigrante, al desembarcar tenía que presentar cien dólares con el fin de tener algunos días qué comer mientras se acomodaban en alguna parte donde pudiera trabajar. De Marsella tuvimos que tomar el tren en la tarde y viajamos toda una noche para llegar al puerto de San Lázaro, Saint Lazaire, al llegar a Saint Lazaire ya el buque estaba ahí, así es que bajando del tren inmediatamente subimos al trasatlántico que se llamaba España; de Saint Lazaire tocamos Coruña, el puerto de Coruña, pero ahí no nos bajamos, se paró poco rato el barco para bajar y recibir unas mercancías y de ahí seguimos a Santander, en España; llegamos a medio día. Primero nos dijeron que no íbamos a bajar porque íbamos a permanecer corto tiempo ahí, pero después nos avisaron… ¡Ah! En eso estando ya parado, atracado el buque porque no nos permitían salir, oíamos unas muchachas con canastas que vendían, puesto que era ya septiembre en tiempo de las uvas y gritaban: «¡Hay uvas! ¡Hay uvas!». Yo no sabía ni una palabra, mas que las letras latinas, y pregunté a mis compañeros: —¿Que quiere decir uvas? —Pos no ves hombre están vendiendo uvas. Y entonces tenían ellas mismas unas canastitas con unos mecatitos que tenían preparados, y entonces así aventaban un costalito que tenían amarrado en la punta del cordón para que alcanzara la gente del buque a cogerlo para poner ahí los centavos, y así poníamos los centavos y después nos ponían las uvas y las jalábamos arriba y a comer uvas. Ya a media tarde nos dijeron que podíamos salir a la ciudad. Bajamos, recorrimos ahí las calles, lo mismo, también como todas las ciudades de Europa, con las calles angostas y quebradas, subidas y bajadas, mas lo único que vi plano fue el malecón, en donde atracó el buque. Un poco tarde zarpó otra vez el buque rumbo a América. Estu- 150 vimos tres semanas de día y de noche navegando para llegar primero a La Habana. Por cierto que teníamos boleto de tercera y varias personas dormíamos en un sólo salón, desde luego que cada quien en su cama. Los primeros días me mareé, porque no estaba acostumbrado a viajar; estuve tres días con sus noches en la cama agarrándome de uno y otro lado. A propósito, les diré que las camas eran de tercera, pero eso sí, nos daban bien de comer. Desde luego que por lo mareado no apetecía cosa alguna, mi estómago no lo admitía, por lo que uno de mis compañeros se acercó y me dijo: —¡Hombre Theodoro! Estaría bueno que tomaras té y vas a ver qué bien te cae. Y le hice caso, pues era lo único que podía tomar; en cuanto a mis alimentos, ellos los aprovechaban. Yo veía que a mis compañeros no les afectaba el viaje. ¿Pues cómo? Si ellos procedían de litorales de Grecia, de islas; algunos provenían de Peloponeso y pues de cualquier forma estaban familiarizados con el agua. Pero eso del mareo me duró pocos días, ya al cuarto día se mejoro el tiempo y salimos a cubierta; entonces comencé a comer normalmente y a tomar mi vinito; porque nos daban vino también. En cubierta platicábamos, cantábamos, pasando así el rato hasta llegar a La Habana. En La Habana no nos permitieron salir; llegamos una tarde y ahí cargaron y descargaron. Y lo único que nos dijeron fue que el Golfo de México era un lugar en donde se movía mucho el buque, que quién sabe cómo la pasaríamos. Y naturalmente nosotros nos quedamos temerosos por la travesía de La Habana a Veracruz. Sin embargo, no nos pasó nada y llegamos felizmente a Veracruz. 151 152 CAPÍTULO SEGUNDO MÉXICO Los primeros contactos y mi experiencia como comerciante A l llegar el buque a Veracruz no atracó, sino que se quedó retirado. Ese día, como ya era tarde no nos permitieron salir; sino hasta el día siguiente, que subieron los empleados de migración y pusieron una mesa, a la cual tuvimos que pasar de uno en uno, para que presentáramos nuestros documentos y nos dejaran salir a la ciudad. Pero antes de eso tuvimos que juntar los centavos entre varios de nosotros para entregarles a los muchachos aquéllos que les habían robado el dinero, para que así presentaran a las autoridades los centavos necesarios que estipulaba la ley; y así los dejaron pasar. Ya una vez dentro de la ciudad les pedimos nuestro dinero. Pero desde luego que les cubrimos los gastos hasta que llegamos a la ciudad de México. Bueno, al llegar a tierra inmediatamente tuvimos que preguntar en dónde se encontraba el puesto de refrescos del griego, que por cierto no estaba lejos del puerto. Y sí lo encontramos, y ya nos dijo a qué hotel podíamos llegar, porque no era muy caro y había buen servicio. Cada uno de nosotros tenía un domicilio para ir a la capital, porque todos nos dirigíamos a la capital. Pero sucedió, según supimos por las noticias, que en el mes de septiembre (para esto nosotros desembarcamos el 6 de octubre de 1927) habían matado a dos generales en el camino de México a Cuernavaca, que eran Gómez y 153 Serrano.27 Y pues por tal motivo se interrumpieron las comunicaciones de la vía férrea de Veracruz a México durante una semana. Y por tal motivo tuvimos que pasar varios días en Veracruz, mientras se normalizaba la situación. Y andábamos por toda la ciudad de Veracruz conociendo todo lo que estaba a la vista. Y lo primero que a mí se me ocurrió fue: «¡Hombre! voy a comer bananas, pos es México, hay muchas y baratas». Y ya fuimos a visitar el mercado y la gente gritaba: «¡Hay bananas, baratas las bananas!». Pos comimos bananas hasta que nos hartamos. Y, pues, generalmente salía a pasear por las calles con mis compañeros de viaje, y una de esas veces vi con extrañeza que pasaban dos o tres personas juntas y muy parecidas, y yo mismo me decía: «Mira nomás qué parecidos son esos, seguramente han de ser hermanos o parientes». Luego veía más, tres, cuatro, cinco, seis muy parecidos. Y pensé: «Pos serán otros hermanos». Hasta que por fin les dije a mis compañeros: —Oigan, miren cómo se parecen aquí las gentes. Miren van cinco o seis hermanos muy parecidos. —¡Hombre! No seas tonto, son chinos, son chinos; por eso se parecen. Que no ves los ojos cómo los tienen todos ellos. ¡Válgame Dios! Pos sí, si yo había visto a los chinos, pero no sin melena, no sin bigote. Yo en los libros había visto a los chinos con los bigotes muy colgados, con trenza y sus kimonos. Por tal motivo, ¿verdad?, me extrañaba a mí verlos así y por eso creía que eran hermanos. 27 El general Arnulfo R. Gómez había sido designado el 23 de junio de 1927 candidato a la Presidencia por el Partido Nacional Antirreeleccionista. Al levantarse en armas el general Héctor Ignacio Almada, el general Gómez se unió a su movimiento en contra de la reelección del general Obregón. Al enfrentarse a las tropas de los generales Gonzalo Escobar y Jesús Aguirre, fue capturado y fusilado el 6 de noviembre de 1927 en Coatepec, Ver. El general Francisco R. Serrano fue fusilado también en 1927, al pretender levantarse en armas en contra de la reelección de Obregón: figuró como candidato presidenciable. Enciclopedia de México. ( 1977). Méx., Impresora y Editora Mexicana, t. 5, p. 874. 154 Después de andar conociendo las playas de Veracruz, sus templos y sus mercados, por fin a la semana de estar ahí, nos dijeron que ya podíamos salir del estado rumbo a México, por cierto que fue un lunes cuando salió el tren. Compramos nuestros boletos y nos fuimos a la estación a abordar el tren; y en eso vimos muchos soldados. Y supimos que estos soldados iban a escoltar el tren para seguridad de los pasajeros, para evitar alguna dificultad en el camino. Pos nosotros subimos al tren un poco temerosos porque había dificultades; pero no nos sucedió nada. Llegamos a México al día siguiente por la noche. Y como era ya tarde fuimos a dar a un hotel que se llamaba Buenos Aires (no sé si existirá todavía, ya no lo he oído mentar). Por cierto, está por aquél rumbo de la colonia de los Doctores. Pasamos la noche en ese hotel. Y al día siguiente me dediqué a buscar la calle de Colón (que era el domicilio que traía yo para conectarme con otros paisanos). Pero pensaba «Cómo ir a ese lugar, si no sé decir ni buenos días, ni pan, ni agua, ni nada». Lo único que había aprendido era «¡uvas! ¡hay uvas!». Y como tenía escrito el domicilio, entonces pensé que lo mejor era preguntarle a los gendarmes y me dije: «Los gendarmes son empleados y por consiguiente son servidores del pueblo y me tienen que decir con seguridad por dónde debo irme». Pues llegué a la esquina y encontré un gendarme y le enseñé el domicilio. Él se dio cuenta que era extranjero y que no sabía el idioma y entonces con la mano él contaba: «uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis cuadras» y me hacía la seña con la mano de torcer a la izquierda. Caminé, pero antes de llegar a las seis cuadras, volví otra vez a preguntar y ese otro gendarme me dijo, que en la siguiente esquina volteara a la izquierda y ahí me dijeron cuántas cuadras tenía que voltear a la derecha. Y así llegué al domicilio, que estaba a espaldas del Hotel Regis, en una calle llamada Colón, que es muy corta y que empieza hoy de la continuación de Reforma y termina en la Alameda. El domicilio a que iba era una casa de huéspedes que era de un francés soltero y ahí se quedaban varios griegos. Y porque estaba muy en el centro de la ciudad pues les quedaba muy cerca para ir a sus negocios. 155 Y ya platiqué con mis paisanos y me presentaron con el dueño y él me dijo que sí tenía un cuarto para mí. Y no recuerdo con precisión cuánto me cobraba, pero han de ver sido unos ocho o diez pesos mensuales. Pues me relacioné con los paisanos y me di cuenta que se dedicaban a un negocio sencillo, pero con el que sacaban el diario para comer. Ellos ya me dijeron qué hacían, cómo lo hacían y a dónde se dirigían. Y entonces me di cuenta que había un paisano que se llamaba Benito Afendúlis, él era de Asia Menor y había huido durante la guerra greco-turca (1921-1922). Se encontraba en México con su madre y una hermana; él era soltero. Pues este paisano tenía una tienda de dulces en donde se vendía al mayoreo, y que les surtía a todos nuestros paisanos, que serían unos diez o doce. Ellos llenaban dos canastas con doble piso, abajo acomodaban una canasta como almacén y arriba tenían bien acomodadita la otra con dulces, chicles, chocolates, camote de Puebla, cigarros, cerillos, en fin, con muchas cosas. Y salían con las dos canastas cargadas y se iban muy temprano a vender en las escuelas o la entrada. Una vez que se cortaba el hilo de entrada de los muchachos, entonces se cambiaban a las agencias de automóviles (que había pocas) o en un taller, en fin, que cada uno de ellos tenía su itinerario para ir a vender. Pero yo, al principiar en el negocio, encontré dificultades porque no sabía a dónde ir a vender. Desde luego mis paisanos se reservaban el lugar a dónde iban y no me decían. Yo tenía que salir a la Alameda por los alrededores de ésta, pero poco vendía. A los pocos días me dice el paisano Benito Afendúlis: —¡Hombre, Theodoro!, en vez de estar aquí, ¿por qué no te vas a Toluca? Aquí está cerca y aquí yo te mando la mercancía por tren. Ya vez que está muy competido aquí y cada quien ha escogido un buen itinerario para vender y sacar más o menos para vivir y ahorrar algunos centavitos. Y le contesté: —¡Hombre! si crees que pueda hacer más trabajo allá, pos me iré. 156 Siempre y cuando tú me mandes oportunamente la mercancía. Me dijo: —Sí, como no. Ya que somos los dos exiliados yo te voy a atender bien. Tú eres de Tracia y yo soy de Asia Menor. Y aquí hay que trabajar y hay que ayudarnos hasta donde sea posible. Y así me trasladé a Toluca. Al llegar a ese lugar, pues anduve preguntando en dónde podía instalarme pues no conocía nada, ni siquiera el idioma y no sabía preguntar. Pero al sentarme en una banca en la plaza un bolero me preguntó: —¿Qué idioma habla? Le dije: —Griego. —¡Ah! —dice— aquí hay un griego. —¿Puede llevarme? —Pos es muy fácil ¡hombre!. Mira, atraviesas el portal, cuando llegues al portal volteas a la derecha y enfrente está, él se llama Alberto Capone. Y el muchacho como ya empezaba a trabajar no me llevó, pero por las señas que me dio sí di con la tienda de ropa de Alberto Capone, que era un poco mayor que yo y originario de Salónica, Grecia. Así que hablaba perfectamente el griego, y él me orientó en muchas cosas, ya que los judíos son comerciantes. Pues Alberto Capone tenía un tío que había prestado servicios en el ejército griego como sargento. A los judíos no les estaba permitido llegar a grados mayores, solo podían aspirar a cabo y sargento; ni siquiera a sargento primero, porque a éste se le llama la madre de la compañía, ya que duerme en la oficina del salón en que está instalada la compañía, los demás oficiales tenían sus casas independientes en la ciudad; por tal motivo no permitían que fuera de otra raza, ni turco, ni judío. 157 El tío de Alberto Capone era importador de telas al por mayor, tanto en casimires como en sedas de Lyon, Francia y también de casimires ingleses que se importaban. Él traía cantidades mayores y las distribuía entre los comerciantes establecidos, ya fueran judíos o mexicanos. A propósito, recuerdo que cuando llegué a México me encontré con una gran cantidad de judíos; como en esa época no había tantos requisitos para entrar al país pues había un número grande de inmigrados que se podían dedicar a cualquier cosa. Había judíos en la ciudad de México, desde luego, Morelia, Uruapan, en esta última ciudad conocí a unos judíos que tenían unas tiendas de ropa, que prosperaron y se fueron a radicar a la ciudad de México; que por cierto una vez que andábamos con mi esposa de compras en La Lagunilla, lo vi y nos preguntó: —¿Qué andas buscando Theodoro? —Pues una telita que quiere mi señora. ¿Qué no nos la podrás vender tú? —Pues sí quisiera venderte, pero tendría que abrir una pieza y es cosa de echarla a perder; porque yo vendo al mayoreo. Pero inmediatamente me llevó con otro judío y le dijo: —Mira, Theodoro anda buscando una tela ahí te lo recomiendo es paisano de nosotros viene de Salónica. Y así me atendieron muy bien y me surtieron la mercancía a buen precio. Porque eso sí, cuando se trata de un amigo, ¡uh! es una cosa que ellos estiman mucho. Pero todo es un interés, a nadie le regalamos algo a cambio de nada; le regalamos una cosa para ver si algún día se nos ofrece y aprovechemos esa situación. Pero sí me atendieron bien, pero lo que me interesa resaltar es que en esa época había mucho judío en México; que entonces, según yo oía, había cuatrocientos mil habitantes en la ciudad y el país tenía dieciséis millones de habitantes en 1927. Y me acuerdo perfectamente de eso, porque veía las estadísticas y tenía mi geografía en griego y pues todo eso me interesaba preguntar. Así que era una ciudad, pues desde luego más tranquila que aho158 ra, en donde se podía ir caminando a todas partes; recuerdo que yo caminaba de la Alameda a la Estación Colonia, que entonces era de ladrillo rojo, cerca del monumento a Cuauhtémoc, donde hoy se encuentra el monumento a La Madre. Atravesaba toda la ciudad, pasando por el Zócalo, para llegar a la Estación de San Lázaro y hasta La Villa a pie. ¡En fin!, que a los judíos sólo se les encontraba en las ciudades grandes de entonces. Hoy ha cambiado la cosa, pues se han concentrado en la ciudad de México, Guadalajara, Monterrey; y a Morelia, Uruapan, creo que pasaron a segundo término para ellos. Y para qué decir más: Estados Unidos, ¿de quién depende? El judaísmo es lo que manda allá ¿cuántos presidentes han sido judíos en Estados Unidos? ¿Y cómo era en Alemania, Inglaterra y Francia? Ya no digamos en España. Así que el judaísmo explota a la humanidad y los llamamos judíos errantes porque eternamente los corren de un lado y van a dar a otro lado y siempre con su misma misión: explotar a los pueblos. Ellos no salen al campo, se dedican nada más a quitarle los centavos al otro por medio del comercio. Desde luego que los griegos también son comerciantes, pero hay más variedad en la actividad, se dedican a otras cosas como la agricultura; ellos prácticamente trajeron el cultivo del tomate en Sinaloa (como lo explicaré más adelante) y todavía lo están explotando en Sinaloa; pero ellos explotan la tierra, producen para todos. Antes, en Alaska, los griegos eran los que comerciaban con las pieles de osos, ¡en fin! De esos animales del norte, esas pieles las introducían a Nueva York e inclusive las exportaban directamente hasta Grecia, en una población que se llama Castoriá, cerca de Epiro, al norte de Grecia, puesto que en esa población, aproximadamente de veinticinco mil habitantes, se dedican a confeccionar indumentarias de pieles. Hacen unos trabajos finísimos y exportan a todo el mundo; tienen agencias que surten abrigos, sacos, ¡en fin!, que son unos trabajos perfectos. Por cierto que llegué a conocer algunos talleres en donde trabajaban hombres y mujeres en la costura de las pieles. Pues llegó un momento en que los judíos se dieron cuenta del buen comercio que los griegos tenían en Alaska, que intentaron 159 comprar acciones; pero los griegos se pusieron de acuerdo para no venderles ninguna acción, mucho menos darles información sobre la compra y venta de las pieles. Y no es de esconderse pero los judíos siempre han querido acaparar toda clase de negocio próspero; por ejemplo se dice que la fábrica de zapatos Canadá y la de tequila Sauza ya la adquirieron los judíos; y es que no les importa pagar lo que sea con tal de adquirir aquel negocio, aquella industria. Yo no tengo nada en contra de ellos; con los judíos que he tenido amistad siempre se han portado bien conmigo. Una vez mi hermana me platicó que llevaban de Salónica furgones, trenes enteros, de judíos hacia Alemania y que ella tuvo que esconder a un judío que tenía una fábrica de muebles, porque tenía amistad con él, y lo escondió en la casa para salvarle la vida. Y ya después que terminó la Segunda Guerra Mundial y que crecieron los hijos de aquél judío, volvió a trabajar en su fábrica y hoy uno de sus hijos es el que atiende; él se llama Nicos Kampuzídis. Hoy en Salónica casi no hay judíos. Pues en México en los años treinta o cuarenta, pues, no tenían los judíos competencia en el comercio con los mexicanos, casi la mayoría de comercios ya establecidos y de prestigio eran principalmente franceses, como el Palacio de Hierro, Las Fábricas de Francia, así que la competencia los judíos se la hacían a los franceses. Los mexicanos más bien los condenaban por la religión y no admitían que los mexicanos se casaran con judíos; lo mismo sucedía con los turcos, con los árabes; pero era más posible encontrar matrimonios entre mexicanos y turcos o árabes que con israelitas, que en aquélla época los condenaban, no los querían por la religión. Con los griegos no era tanto, aparte de que éramos muy pocos los que estábamos en México, pero siempre se tenía que pedir el permiso del sacerdote mexicano para poder casarse, como ya lo narraré en su oportunidad cuando yo me casé. Pero volvamos con la narración sobre los judíos. Cuando recién llegué a México me fijé que los judíos tenían a la vista el negocio de la venta de suéteres y el taller donde los hacían, ahí tenían un telarcito, y en la parte de atrás, o sea en la trastienda, como se llama en Méxi160 co, tenían los dormitorios, la cocina, ¡en fin!, todo. Y de esa forma pues ellos ahorraban mucho; ya que ese es un principio de ellos (y mío también): ahorrar y economizar como base de la prosperidad. Pues hasta ellos mismos se condenan si no se aplica eso. Por ejemplo: ayudan a un judío hasta tres veces para que se supere y si no lo consigue lo abandonan; primero le dan mercancía, se la fían para que luche, pero sí se volvió borracho en México (que son muy pocos los borrachos entre los judíos, pero si había alguno) pues lo ayudaban, como ya dije hasta tres veces, porque la ley judía así lo especifica. Así que encontramos judíos en todas las grandes ciudades. No vamos muy lejos: en Guadalajara hay un negocio que se llama Chalitay, lo anuncian en la televisión, pues ése es de judíos; yo conocí al viejo que en aquélla época tenía un changarrito de ropa, así empezó a fabricar ropa y ahora tiene varios negocios como ése que menciono. Y pues la verdad a mí el comercio nunca me ha gustado; porque me da mucho coraje con los comerciantes porque venden a como se les da la gana, de un negocio a otro ya encuentra uno precios diferentes y pues eso es un robo al consumidor. Y en cambio, sí yo he hecho algo ha sido escarbando la tierra con las uñas y no solo eso, sino que he ayudado a otros individuos asesorándolos. Yo no escondo nada, de lo poco que sé a todo mundo le digo la verdad de lo que debe de hacer. Y además, ¿qué es lo que hacemos? Pues explotar la tierra, producir, eso es todo. Aquí me siento yo tranquilo de no haber molestado a nadie y no tengo enemistades con nadie. Yo me siento bajo la sombra de cualquier huizache y ahí me duermo tranquilamente, todos son mis amigos. Volviendo a la narración. Fui a rentar un cuarto en una casa de huéspedes cerca de la Plaza España; en esta plaza se hacía tianguis, creo que todos los viernes. Ahí acudía toda la indiada de los alrededores, a vender ollas, fruta, verduras, gallinas, huevos. Y ahí empecé a vender cuando me llegó la mercancía de México; también fui a las escuelas. Recuerdo que una de estas escuelas era un instituto que estaba cerca de un cuartel. Primero me paraba en la escuela y ahí me compraban los muchachos; ya cuando terminaba me cambiaba al cuartel, que por cierto me permitían entrar y ahí vendía. Algunas 161 veces tenía que fiar, desde luego a aquéllos que ya tenía algunos días de conocerlos, de ser mis clientes. Había ocasiones en que algunos soldados no querían pagarme, entonces yo acudía con los oficiales y estos hacían presión, ¿verdad?, para que me pagaran, y así nunca me quedaron debiendo. Permanecí algún tiempo trabajando de esta forma. Y se preguntarán, y ¿cómo hacía para comer? Por indicaciones de Alberto Capone fui al mercado: —¡Hombre! ya que no sabes hablar, pos te vas al mercado; allá hay cocineras que son señoras muy limpias, muy buenas, que tienen la comida a la vista al estilo turco. Tienen unas ollas grandes y ahí puedes ver su contenido. O si no, tienen un cucharón grande y con ése te enseñan la comida. Y efectivamente, fui al mercado y ahí recorrí varias fondas hasta que me gustó una. Había una señora gorda bien vestida con su mandil, con su gorro blanco todo muy arreglado, muy limpio. Y me dije: «Aquí me voy a sentar». Y que me pregunta: «¿Qué quiere comer?». Y me dije «Y ahora qué le digo qué quiero comer, si no conozco el nombre de las comidas». Y pues les indicaba con el dedo unos chiles rellenos, que ya los conocía porque allá en Grecia también los hacían. Y ya comí la primer vez eso y frijolitos. De esta forma continué comiendo varios días ahí. Me costó mucho trabajo pedir las cosas. Un día me puse a pensar: «¿Cómo haré para aprender un poco el idioma con más rapidez?» Fui otra vez con Alberto Capone y le dije: —Oyes, Alberto Capone, he pensado coger una cuchara, un tenedor, un cuchillo, y enseñárselos a las personas indicadas para que me digan cómo se pronuncian correctamente las palabras y pues creo que a fuerzas tienen que contestarme correctamente, ¿no crees? —Claro que sí. 162 Y así empecé a aprender tres, cuatro o cinco palabras que me ayudaron mucho. Al día siguiente que llegué a comer empecé a pedir y la gente se reía por alguna cosa que decía, de las palabras que había aprendido. Y pues yo también me reía porque me contagiaban con sus risas. Y pues durante el desayuno, la comida y la cena, cogía cosas y les preguntaba cómo se llamaban, entonces yo hacía una lista de palabras en español y griego y en la noche las estudiaba hasta que se me grababan algunas; otras no se me grababan pero siempre aventajaba mucho. Y como ya sabía leer también las letras latinas pues empecé a ver por ejemplo qué es hotel, qué es restaurant, qué es fonda y cómo se escribía, y así progresaba bastante. En Toluca con la única persona con la que podía conversar era con Capone, y a veces salíamos de paseo. A propósito, un día me dijo: —¡Hombre!, mañana va a haber toros. —¿En dónde va a haber toros, y qué es eso? —¡Pos, hombre!, toros, tauromaquia (esto me lo dijo en griego). —¡Ah!, ¿dónde, dónde van a combatir con los toros? —A Tenancingo, es una ciudad que está cerca y hay tranvía eléctrico que nos lleva. Y me llevó a Tenancingo. Conocí el pueblo y fuimos a los toros. Fue la primera vez que vi la tauromaquia, que por cierto no me gustó nada ver que mataran a los toros. ¿Por qué? Porque pensaba: «Aquel animal tan bonito, de mucha vida, de mucha energía, no es posible que le hagan sufrir tanto para después matarlo». Bueno, pues, vi que lo soltaron de los corrales e inmediatamente le clavaron una alezna con una bandera en la cruz de su cuerpo y chorreando sangre. Luego de esto lo jugaban de un lado a otro, con una capota colorada, y en eso ahí venían las banderillas que le clavaban en el lomo. Y por el otro lado venía el del caballo clavándole una garrocha con punta de alezna. Y aquél animal chorreando sangre. Ya cuando llegaba el torero a clavarle la espada, pues aquel animal estaba prácticamente muerto de cansando; y entonces por fin le 163 clavaban aquella espada que le destrozaba los intestinos. Y venían después el par de mulas, lo enganchaban y lo echaban afuera. Y vuelta, otra vez la misma cosa: entraba otro torero con otro toro. Y pues eso es muy triste y no me gustó, ni me gustará. Al tener ya un mes en Toluca, ya había adelantado mucho en el aprendizaje del idioma y había ganado algunos centavitos. Un día un muchacho indígena que se llamaba José, muy correcto, me preguntó que si no podía darle trabajo para que vendiera dulces, y le dije que sí. Ya le preparé a él dos canastas con dulces y con cigarros. Como ya conocía la ciudad, entonces yo nada más le indicaba en qué parte se fuera a vender. Y tenía que ir también a la estación a la hora de la llegada del tren y recorría por ahí los alrededores, en donde también quedaba cerca una escuela. Los domingos los dos nos íbamos al Tívoli, que allí iba mucha chamacada, mucha gente, y pues siempre vendíamos bastante. Pasó el tiempo y un día de tantos recibí una carta de México en donde se me informaba que en diciembre se vendían las castañas asadas y me decían que si no me regresaba para entrarle a ese negocio. Y pues sí, me regresé con el muchacho, que me siguió. Él era muy cariñoso y, pues, yo lo tenía como si fuera mi hermanito. Por las mañanas le contaba toda la mercancía y cuando regresaba por la tarde también para sacar las cuentas de lo que había vendido y así le daba diariamente su participación y estaba contento. Una vez que ya estuvimos en México fuimos otra vez a la misma pensión de la calle Colón y allí encontré al otro amigo que también vendía castañas y que se ponía en una esquina y a mí me dijo que me fuera a la esquina 16 de Septiembre y San Juan de Letrán. Era una esquina muy buena porque allí transitaba mucha gente que iba hacia el centro y que venían del centro. Allí teníamos nuestras estufas de carbón y, pues, trabajamos algún tiempo y nos fue bien, tanto a mí como al muchacho que trabajaba en la esquina de Madero y San Juan de Letrán. Y pues estábamos cerca, se puede decir, uno del otro. En algunas ocasiones él dejaba sola su estufa y corría a verme a mí para saber cómo me había ido con la venta: —¿Oye, cómo te ha ido? 164 —Pos ya me quedan poquitas, ya voy a acabar. —¿Y a ti, cómo te va? —Pues bien, ya casi termino. Esas castañas las comprábamos en los comercios españoles. Una de esas tiendas era La Sevillana. Comprábamos las castañas y las poníamos a remojar en agua, rayadas; luego las tostábamos cuidando de que no tronaran, porque como es la cáscara dura, a veces hay castañas que truenan, ¿verdad?, y pues con peligro hasta de quemarse uno. Y así duramos trabajando unos quince o veinte días, hasta que mi compañero Ponallotís Dantcs, o sea Pedro Dantes, me dijo: —¡Hombre!, vamos a Guadalajara, es la dudad más grande después de la capital. Y allá hay paisanos y estoy enterado que tienen muchos cines. Así que ahí podemos hacer algo. Y pues decidimos ir y cuando ya nos estábamos preparando para el viaje me dijo: —Mira, podemos llevar hasta pantuflas, que fabrica aquí un paisano y tienen mucha demanda; son pantuflas que aquí nunca se han fabricado. Tienen esas pantuflas una mota enfrente en la parte de adelante del zapato y se ven muy llamativas y les gustan a las señoras. Mira, nos llevamos unos cien pares y vamos de calle en calle y de casa en casa. Y así lo hicimos. Llenamos una parte de la caja con los zapatos esos y en la otra parte pusimos nuestros trapitos. Y ahí vamos. Tomamos el tren a Guadalajara. Tuvimos que paramos en Irapuato porque ahí se transbordaba, y pensamos que era conveniente quedamos ahí algunos días y rentamos un cuarto en ocho pesos, que pagábamos entre los dos. Estuvimos una semana y anduvimos de casa en casa vendiendo pantuflas, peines (que en un cartoncito estaban pegados varios tipos de peines, unos grandes y otros chicos) que vendíamos a cincuenta centavos el cartoncito. Pero como molestábamos muy temprano a las amas de casa, pues llegaron algunas 165 veces, ¿verdad?, que nos dieron en las narices con la puerta, porque molestábamos muy temprano a la gente; pero en realidad las que se portaron mal fueron muy pocas, generalmente nos compraban nuestras mercancías. En eso que andábamos en la calle me encontré un bolerito que me dijo: —Aquí está un paisano de usted que tiene una tienda de ropa y tiene hasta la bandera de su país. Le pregunté: —Oiga y ¿cómo se llama? —Se llama Levy, la tienda se llama Casa Levy. Ya nomás al oír el apellido yo me dije: «Es otro judío, otro israelita». Y fui a verlo; me recibió muy bien, muy amable. «En todo lo que se te ofrezca —me dijo— yo te puedo ayudar aquí». Por cierto que fui solo, pues mi compañero no estaba. Ya le dije a Levy que tenía que retirarme puesto que mi destino era Guadalajara, en donde tenía que trabajar. Después nos fuimos a Guadalajara. Al llegar a esta ciudad nos encontramos a un paisano que se llamaba Jorge Nicolópolus. Era un hombre ya grande de edad, que tendría entonces unos cincuenta años. Él se dedicaba al comercio: exportaba a Estados Unidos limones de Colima. Tenía una casa grande en donde quebraban piñones, tenía muchas empleadas que quebraban el piñón con un aparatito y lo empaquetaban y también lo envasaban, para exportarlo a Estados Unidos. Estuvimos en esa casa algunos días y pues le ayudábamos en algo; pero después tuvimos que rentar un cuarto en una casa. Aparte del negocio de las pantuflas y los peines, vendíamos hotcakes* que hacíamos. Teníamos ya una estufa con su plancha y preparábamos los cakes y los vendíamos en la esquina de la calzada * Panqueques. 166 Independencia y la calle de Pedro Moreno, ahí estaba una esquina cerca donde estaba el Teatro Obrero, en el cual estaba actuando Palillo y ahí lo conocí en aquél entonces. En la función le llamaban Palillo Flaco, y como él se preparaba tan bien, pues resultaban funciones muy divertidas. Nosotros no entendíamos gran cosa, pero tan solo de ver las pantomimas que hacía, pues nos divertía mucho. A veces uno de nosotros entraba y el otro se quedaba afuera a cuidar las cosas y después entraba el otro, con el mismo boleto. Los cakes pues no nos dieron resultado porque no los hacíamos bien y tuvimos que fracasar porque mi compañero era despilfarrado, gastaba los centavos como joven. Yo por mi parte siempre tenía escondidos los centavos en una bolsita que tenía un cordón que me cruzaba por el pescuezo y debajo del brazo, a la altura de mi sobaco, guardaba la bolsita en donde tenía mis centavitos en dólares para que no me hicieran bulto, pues andaba de un lado para otro y ahí tenía mi banco que podía cuidar más fácilmente. A él se le acabaron los centavos, era más adelantado que yo en algunas cosas (pero sin orden); preguntaba aquí y allá y averiguó en dónde podíamos ver al señor Demetrio Demos, que era empresario de los cines Demos y Cía. El tenía diez cines en Guadalajara. Y según supimos él con otro compañero llegaron de Buenos Aires, Argentina, y se establecieron en Guadalajara. Pues al día siguiente fuimos a ver al señor Demos a sus oficinas. Y efectivamente lo encontramos sentado en su silla tras de una mesa que tenía allí, como escritorio. Pues llegamos y lo saludamos en griego y pues le extrañó vernos, pero nos recibió con muy buen humor y nos preguntó que de dónde veníamos y qué hacíamos. En fin le narramos todo, hasta que mi compañero tomó la palabra y le mencionó el desastre que teníamos y que nos habíamos quedado sin centavos, que no encontrábamos qué hacer y que acudíamos a él para ver si nos ocupaba aunque fuera de barrenderos, barriendo los cines. Entonces don Demetrio tomó la palabra y nos dijo terminantemente: —Trabajo para ustedes no tengo. Ustedes me encontraron a mí, aquí, pero cuando fui a Argentina no encontré a nadie y así tuve que batallar 167 centavo por centavo: ahorrando y haciendo. No crean que yo me vine de Grecia con la bolsa llena de dinero. Tenemos que batallar, tenemos que trabajar y sobre todo tenemos que ahorrar para poder ser útiles más adelante. Y ya les digo para ustedes no tengo trabajo, ni les doy trabajo. Inmediatamente abrió el cajón y empezó a sacar pesos grandes, de los 0.720, y nos hizo un montoncito de cincuenta pesos para cada uno. —Aquí tienen este dinero. Yo no les voy a decir qué van a hacer con él, porque debe salir de su propia cabeza en qué lo van a usar. Y así nos dio una lección muy grande, por lo menos así lo comprendí. Por otro lado, yo no estaba agotado, tenía valor porque tenía mis centavitos; pero no se los había enseñado a mi compañero para que no me pidiera prestado y se me acabaran. Pues mi compañero tomó la iniciativa, con esos centavos, de regresar a México y de ahí irse a Pachuca. Porque en Pachuca había muchos griegos contratistas en las minas; uno de ellos era don Jorge Psíjas (que posteriormente fue muy mi amigo). Él creía que ahí en las minas era fácil, y que le iban a dar un buen lugar, yo no sé de qué, para ganar centavos; y se fue. Me quedé yo solo en Guadalajara y ahí permanecí algún tiempo más. Y conocí ahí también a Gregorio Pappademetrio y a Luis Lünberópulos, que posteriormente se llamó Luis Limber, nomás cortó el apellido. Y más adelante tuvo un gran negocio que era un restaurante llamado La Copa de Leche. Los dueños de los cines Demos eran sus tíos. Esto que les estoy contando sucedía en diciembre de 1927. Por cierto que en casa de Jorge Nicolópulos pasamos el año nuevo. En esa época existía el cine Ópera, que estaba sobre la avenida 16 de Septiembre, creo que era la que conducía a la estación del ferrocarril que allí estaba cerca. Ellos hacían nieves en el sótano del cine y la vendían en los cines de sus tíos; de esa forma hacían un 168 buen negocio. Yo iba con ellos para ver si aprendía a hacer nieve. Un día estando arriba en el salón del cine tocaron el Himno Nacional griego, que ahí lo tenían ellos. Y me dijeron: —Oyes, ven, mira para que te acuerdes de nuestro país. Tú acabas de salir del ejército y para que oigas y veas que aquí también nosotros escuchamos nuestro himno. Y al oír el Himno Nacional se me soltaron las lágrimas. Y así fuimos muy buenos amigos con todos ellos. Y había otro paisano que hacía carnes frías; por cierto que hasta tenía un puesto en los portales en 16 de Septiembre y Juárez. Y me dijo: —Hombre, te vendo fiado este puesto. Yo te voy a pasar las carnes frías y me las pagas cada sábado. Vas a ver que te va a ir muy bien; porque por aquí no hay más que mi fabriquita. Como ves, aquí tengo el empleado. Si quieres saber lo que vendo, puedes quedarte y así verás si puedes hacer negocio. Pero no quise amarrarme y me regresé a México. En México otra vez me concentré en el lugar de siempre. Y pensé: «Si no encuentro cuarto para que me renten pos me quedaré con un paisano». Pero sí encontré lugar dónde quedarme y me estuve un tiempo. Y en eso que me encuentro allí a Pedro Dantes, quien me sugirió que fuéramos a Orizaba. Para esto habíamos aprendido el negocio de reventar maíz para hacer palomitas. Entonces nos preparamos y nos abastecimos de bastantes chucherías: anillitos, soldaditos de plomo, aretitos y cosas de esas y nos fuimos a Orizaba. Nos dijeron que en Orizaba había una fábrica de hilados y tejidos de Río Blanco y que ahí estaba la cervecería y que ahí había también un paisano. Al llegar a Orizaba encontramos al señor don Demetrio Franco, un hombre muy preparado, un químico que preparaba jarabes para todos los refresqueros y los mandaba en garrafas a distintas partes. Allí nos dedicamos también a vender dulces y llenábamos bolsi169 tas con palomitas y les poníamos sus premios adentro, y los muchachos de las escuelas, por los premios, compraban las bolsitas y había ocasiones en que no se comían las palomitas y las regalaban a otro chamaco y compraban una tras otra. Así que fue una temporada muy buena para nosotros. Y conocimos también a don Demetrio, que se portó muy bien con nosotros. E íbamos hasta la fábrica de Río Blanco y nos regresábamos en tranvía, pues radicábamos en Orizaba. Y así transcurrieron algunos días. No nos fue mal en Orizaba, ganamos algunos centavitos, pero Pedro ya se quiso regresar a México. Yo me quedé en Orizaba. Un día me encontré con don Demetrio (como él me veía más juicioso) y me dijo: -—¡Hombre!, ya que se fue Pedro a México te comunico que va a venir un amigo de Tapachula, Chiapas, que es cliente mío y tiene un hermano que anda enfermo y se va a regresar a nuestra patria. Ellos tienen dos puestos de refrescos en Tapachula y en Jalisco de Arriaga (que es otra población) y hacen muy buen negocio ellos. Entonces estoy seguro que va a necesitar un compañero para que atienda una de las refresquerías. Y me gustaría que tú fueras a ayudarle a él. Y me quedé unos dos o tres días hasta que vino el paisano a Orizaba, que por cierto ya se dirigía a Grecia, todo enfermo. Ya él me explicó las cosas y me dijo: —Allá hace mucho calor, pero también es un buen negocio con los refrescos, porque se vende mucho el refresco. Y de aquí llevamos nosotros los jarabes de don Demetrio, él nos lo manda en ferrocarril allá. Y te conviene que vayas allá. Mira te vas a Tapachula. Ahorita mi hermano, pos, ya tiene a una persona atendiendo el puesto de Jalisco de Arriaga; entonces tú te puedes quedar en mejor lugar en Tapachula, porque es una ciudad más grande y ahí hay muchos extranjeros; hay alemanes, franceses, italianos y muchos chinos. Vas a estar a gusto, te vamos a dar un sueldo y también una participación de las ventas, para que tengas empeño en atender el negocio. 170 Y me fui a Tapachula. Al llegar a este lugar me bajé del tren y tomé un tranvía que conducía al centro; era el único tranvía que conducía al centro y estaba abierto. En la calle por donde transitaba el tranvía había dos rieles de cemento y el resto era por donde pisaban las llantas del camión y el resto del piso era empedrado, y así se deslizaba ese tranvía sobre el riel que llegaba hasta el centro. Al llegar con el paisano me llevó a un lugar en donde debía dormir, pues estaba cerca del puesto que se encontraba instalado en la plaza. Pues me quedé en ese hotel, que sólo tenía corredores, hamacas y catres. A mí me acomodaron en una hamaca, porque era más fresca. Y allí (verán) que me encontraba envuelto como en la niñez, cuando en mi pueblo usaban también las cunas en esa misma forma, en hamacas, que por cierto ponían un palito en la cabecera y otro en la parte de los pies para que no se juntara la hamaquita aquélla. Pero ahí en ese lugar no la usaban así. Y entonces yo apliqué ese invento de los palitos que separaban la hamaca; le hice una ranura a un palo, para uno y otro lado y lo amarré de un lado (en la cabecera) y del otro lado. De esta forma ya no me tenía aprisionado la hamaca, y allí dormía. En el día iba al puesto que abríamos a las ocho de la mañana y hacía un calor infernal; pero el agua se vendía mucho. El tiempo que permanecí allí fue a principios de agosto hasta fines de septiembre de 1928. 171 INMIGRADOS GRIEGOS DEL AÑO 1910 A 1930 NOMBRE ESTADO CIVIL Kamelópoulos Aristídis Petrolias Konstantinos Gatziónis Basilios Gatziónis Ioánnis Gatziónis Aléxandros Zulas Jrístos Pappás Konstantínos Zafíros Konstantínos Sirmalís Aléxandros Ifantóroulos Dimítrios Ifantóroulos Konstantinos Dimiroútis Anguelos Dimiroútis Ioánnis Dimiroútis Dimítrios Fafútis Anguelos Krínis Pétros Kariótis Ioánnis Louloúdis Ioánnis Sklíris Ioánnis Jatzalís Athanásios Stámos Ioánnis Stamátis Jarálampos Bilbárdis Nikólaos Karamános Gueórguios Papachóris. Gueórguios Korasídis Panaguiótis Fríkas Gueórguios Antonópoulos Gueórguios Mazoménos Jrístos Bríñas Gueórguios Jronópoulos Panaguiótis Casado Casado Casado Casado Soltero Casado Casado Soltero Casado Casado Casado Casado Casado Casado Casado Casado Soltero Soltero Soltero Casado Casado Casado Casado Casado Casado Casado Casado Casado Casado Casado Soltero 172 HIJOS HIJAS 3 1 3 0 0 2 2 0 0 2 0 2 2 1 2 0 0 0 0 0 0 4 3 33 2 1 0 3 1 0 0 4 0 3 0 0 2 2 0 2 0 0 0 2 1 1 0 0 0 0 0 0 5 0 5 2 3 2 0 2 0 0 ACTIVIDAD ECONÓMICA Agricultor Agricultor Agricultor Com. y agricultor Agricultor Nevería y agricultor Nevería Com. y agricultor Com. y agricultor Restaurant Restaurant Minero y agricultor Minero y agricultor Agricultor Minero y agricultor Minero y agricultor Agricultor Agricultor Agricultor Agricultor Agricultor Agricultor Agricultor Agricultor Lic. y Agricultor Agricultor Agricultor Agricultor Agricultor Agricultor Lic. y agricultor NOMBRE ESTADO CIVIL Blastós Ioánnis Kaloguerátos Grigórios Athanasákis Gueórguios Kúsulas Konstantinos Karipópoulos Simón Afentoúlis Benitos Markákis Théodoros Nikolópoulos Gueórguios Anguelópoulos Panaguíotis De Ballester Pablo Soltero Soltero Soltero Casado Soltero Casado Casado Soltero Casado 0 0 0 1 0 1 3 0 0 0 0 0 1 0 2 1 0 0 Játzos Panaguíotis Pappadimitríou Grigórios Limperópoulos Lámpros Dímos Dimítrios Dímos Konstantinos Kaliánis Gueórguios Panaguís Jrístos Panas Ioánnis Dántis Panaguiotis Mórris Jarílzos Glaros Gueórguios Strimbopoulos Jrístos Lámprou Konstantínos Lámprou Sotírios Ralis Lámpros Pappatheodórou Théodoros Casado Casado Casado Casado Soltero Soltero Soltero Casado Casado Casado Soltero Soltero Soltero Casado Casado Casado 0 1 2 1 0 0 0 1 4 2 0 0 0 2 2 5 0 1 2 1 0 0 0 2 4 1 0 0 0 1 2 3 Ya murieron. 173 HIJOS HIJAS ACTIVIDAD ECONÓMICA Agricultor Agricultor Agricultor Agricultor Comerciante Comerciante Comerciante Comerciante Comerciante Primer obispo griego de México y Centroamérica. Asesinado por un general mexicano. Catedrático de la UNAM Comerciante Comerciante Comerciante Comerciante Comerciante Comerciante Euvangelistis Comerciante Barquero Comerciante Comerciante Agricultor Agricultor Comerciante Comerciante Agricultor Un día estando yo en el puesto empezó una corredera de gente por todos lados y las campanas repicando. ¿Qué había pasado? Que habían matado al general Obregón en México. Y encuartelaron a los soldados; creo que fue un 15 de agosto, no me acuerdo muy bien, pero creo que sí, y así supe yo que habían matado al general Obregón.28 En general no me acuerdo que haya existido algún movimiento allá; nada más me acuerdo que todo transcurrió en paz; porque nada más encuartelaron a los soldados por si hubiera alguna cosa, pero todo pasó en tranquilidad. Yo además no estaba penetrado en aquel entonces en cosas de política de México, ignoraba yo todas esas cosas; supe nomás que era presidente electo de México y que lo habían matado en la plaza de La Bombilla, en San Ángel, y eso nada más supe yo en aquel entonces. Un día estando ahí en la plaza sucedió otro acontecimiento. La gente decía «que ahí vienen los chochos, los chochos». Eran langostas que en aquellas latitudes se levantaban como nubes y que hasta sombrean por donde pasan, y había, desde luego en Tierra Caliente, muchas palmas en la plaza de Tapachula y en ese momento que se posaron, que sería, unos quince o veinte minutos, desaparecieron las hojas y quedaron los puros garrotes de las hojas. Y así continuaban en todos los demás arbolitos y por donde pasaban en todo lo que había hojas lo comían y dejaban los palos como si fueran secos. Pues así me la pasé como mes y medio, pero durante ese transcurso del tiempo no me sentía yo bien, y tuve que ver algún médico para ver qué mal tenía yo. En eso había conocido yo a un estudiante de medicina en México y acudí a él, pues ya lo conocía. Y le pregunté: —Hombre, me siento mal, me siento mal, no sé que tengo. Ya me examinó y me dice: —Tú no tienes nada, lo que te hace mal es el calor, si no aguantas, si te sientes mal, pues no hay más que te vayas a la capital o a la ciudad de 28 El general Álvaro Obregón fue asesinado el 17 de julio de 1928 en el restaurante La Bombilla, Villa de San Ángel, después que había sido electo como Presidente de la República. 174 Toluca, que es más alto todavía que México y allí no necesitas médico ni medicinas. Y así me tuve que preparar para abandonar Tapachula. Ahí conocí yo varias personas, españoles como ya dije, alemanes, franceses, hasta un polaco. El polaco era un anciano que posiblemente tendría unos sesenta años y hacía jabón en su casa y lo vendía en la plaza, allí hacía jabón y ahí lo cortaba en partes. Y yo me interesé y le dije que si no me enseñaba a hacer jabón y cuánto quería que le diera por la enseñanza; y me dijo que no me cobraba nada ya que no iba a hacer yo competencia allí en la plaza, pues yo pensaba salirme de ahí por el exceso de calor que no lo aguantaba. Y así me enseñó cómo se hacía el jabón, pero no llegó el tiempo que yo fuera fabricante de jabón. Luego fui a ver a un español que hacía unos pastelitos que él vendía bastante, de esos que se llaman pie con dulce, en unos platos que los horneaba y que, pos, vendía mucho. Y entonces le dije: —¡Hombre!, ¿no me puedes enseñar cómo se hace? ¿Cuánto quieres para que me enseñes cómo se hacen esos dulces? —Mira, te voy a cobrar veinticinco pesos, por la enseñanza. Y pos según me enseñó cómo se hacían esos pastelitos y pensé que al regresar a Toluca, que ya conocía la plaza, que los podía cortar en triangulitos y podía vender ya dulces fabricados por mí mismo, y posiblemente haría negocio. Y anoté la receta. Y luego otra vez regresé a Toluca porque ahí tenía una persona conocida, pues me sentía malo y a ver qué hacía. Además ya tenía unos centavitos que había ganado allí, los cuales fui al banco y todos los cambié por monedas de cincuenta pesos de oro, y para transportarlos no confiaba más que en mí y tuve que hacer unas víboras (que así les llaman aquí) de cuero pero yo no las hice de cuero, las hice de manta de primera. Hice unas tripas y metía una moneda y las separaba y las cosía, metía otra moneda y otra vez las cosía y así me traje como más de dos mil pesos en aquel entonces a Toluca. Ya tenía algún capitalito para poder enfrentarme a hacer algún negocito de mayor escala pensaba (para esto) en el jabón y en los pasteles. 175 Pero al regresar a Toluca otra vez me entrevisté con Alheño Capone y llegué otra vez a la misma casa y quise hacer otra vez los pasteles, pero no los pude hacer como los había visto allá en Tapachula con el español. Y como no gustaron pos ya fue un fracaso para mí y dejé de fabricarlos. Y otra vez a regresar a México. Al regresar a México me encontré con Simón Karipópulos. Inicialmente fue socio con Benito Afendúlis con la tienda de dulces, pero él se había separado de Benito y se había asociado con un judío para hacer otro negocio, pero desgraciadamente para él y para los dos, el judío a los quince días muere del corazón y se queda otra vez Simón sin sociedad, sin negocio y entonces me dice: —Oyes, Theodoro, ¿no quieres que vayamos a Morelia? —¡Sí hombre!, y ¿qué vamos a hacer? Él estaba en contacto con las fábricas de dulces y estaba en contacto con las fábricas de galletas. —Mira, yo tengo conocimiento para eso ya sé donde se compran los dulces y las galletas. Vamos a ver si Lara Hermanos nos da la representación de las galletas a que las distribuyamos en Morelia. Y así tuvimos que ir ya preparados, y consiguió la representación. Lo mismo sucedió con algunas fábricas de dulces, fuimos y llevamos una fabriquita de paletas, que esa fábrica de paletas se movía con la mano, no era de motor; poníamos a un muchacho y les daba vuelta, y con ese movimiento se congelaban las paletas. Llevamos también la fabriquita esa a Morelia y logramos un lugar cerca de donde se encuentra la plaza de toros de Morelia y allí la instalamos. Llegamos con mercancía también de galletas a Morelia y él se encargaba de distribuir las galletas y yo me encargaba de la paletería. Para esto mandábamos de diez a doce muchachos para que vendieran en el centro de la ciudad, en el correo y en las escuelas, en fin, en varias partes, porque en aquél entonces no había paleterías. Ese negocio lo hicimos algún tiempo. 176 Y por fin Simón Karipópulos se tuvo que ir otra vez a México, y así me tuve que quedar yo en Morelia. Continué con el negocio de una cosa y la otra cosa, pero había otro paisano allí que era Theodoro Markákis, un cretense que ya tenía una dulcería y que a la vez mandaba muchachos a vender en canastas, porque él también así había principiado con canastas vendiendo dulces en Morelia. Y ya posteriormente abrió una dulcería en los portales, cerca del hotel Casino. Por cierto, todavía existe esta dulcería, pero Theodoro ya no existe, la manejan sus hijos. Así continué algún tiempo hasta que un día me dice Theodoro Markákis: —Hombre, tocayo, aquí en Morelia no es para dos, nos hacemos competencia. Tú bien sabes que yo vine primero aquí y batallé, sufrí mucho, ya he conocido la gente, la gente me conoce, ya tengo ahora un negocio de planta y pago renta y contribuciones y eso. ¿Por qué no te vas tú a otra plaza, y me dejas aquí solo? Porque ni para ti ni para mí las ganancias las distribuimos entre los dos. Y lo pensé y dije: «Pos, hombre, tiene razón, para qué nos molestamos aquí». Y de buena manera, ya me decidí a salir. Vendí toda la mercancía que tenía allí, y me preparé para ir a Uruapan. La cría del gusano de seda en Uruapan En Morelia con las únicas personas que tenía yo con quien platicar y en lengua española (que por cierto no estaba muy adelantado) era con los estudiantes de San Nicolás de Hidalgo, que me compraban mi mercancía y recuerdo que a algunos de ellos llegué a fiarles. Uno de esos estudiantes (sin imaginarme que posteriormente íbamos a ser grandes amigos) fue el licenciado Victoriano Anguiano, que era muy simpático; a él lo veía en la Universidad y ahí me compraba chicles, camote, dulces y con quien después nos vimos en Uruapan. En esas fechas creo que don Dámaso Cárdenas estaba de interino como gobernador del Estado de Michoacán y el general Lázaro 177 Cárdenas se había hecho cargo de la División del Norte.29 Bueno pues, al salir yo de Morelia, no recuerdo la fecha, pero de lo que sí me acuerdo es que al estar yo en Uruapan, me di cuenta que había un tren especial en la estación de Uruapan, ya que había llegado el general Cárdenas. Para entonces yo no sabía quién era el general Cárdenas, ni quién era don Dámaso Cárdenas como gobernador del estado, no sabía yo de esos asuntos. Y también recuerdo que pocos días después vi al general Cárdenas con su Estado Mayor hospedados en el Hotel Progreso; porque yo llegué al Hotel América, que estaba distante a unos treinta o cuarenta metros del Hotel Progreso y en la misma calle 5 de Febrero. A propósito, lo que me llamó mucho la atención fue un militar (que no es para molestar) que tenía los pies chuecos y era capitán, que por cierto fue muy amigo, posteriormente; él era Guillermo del Río, originario de Jiquilpan y primo hermano o primo segundo del general Cárdenas. El general Cárdenas había llegado del norte con su Estado Mayor, no me acuerdo si traía a todo el ejército o parte; pero sí me consta bien que estaba indultando a toda la indiada que se había lanzado a la cristeriada y me acuerdo que traía un cerco de fusiles que los depositaban ahí y los dejaban libres. Yo continué instalado en el Hotel América, donde vivía y tenía mi mercancía, que seguía vendiendo con la ayuda de varios muchachos en la plaza de Uruapan o en las escuelas, los cines, en la estación, pues en todas partes donde hubiera posibilidades de vender. Para entonces yo comía en una fonda, se puede decir que diario; y un día por la mañana estaba yo almorzando cuando vi a dos agrónomos y entomólogos que habían llegado de la ciudad de México y que ya los conocía. Y cuando me vieron me preguntaron: —¿Qué estás haciendo tú aquí? 29 En esa época el general Cárdenas ocupaba el cargo de gobernador constitucional del Estado de Michoacán (1928-1932). El 21 de enero de 1929 se separó de su cargo para combatir nuevos brotes de grupos cristeros que operaban en la región. En marzo y abril de ese mismo año se enfrentó a los rebeldes escobaristas. (Op. cit, T. 2, pp. 722-726). 178 El joven teodoro en 1929. 179 —Pos, ¡hombre!, como siempre, yo de comerciante ambulante vendiendo dulces aquí en la plaza. Y ustedes, ¿qué hacen por estos rumbos? —Nos enviaron de la Secretaría de Agricultura para visitar las huertas de cítricos y aguacates que parece ser tienen la plaga de la mosca del mediterráneo y otras enfermedades. —Oigan, ¿y no quieren que yo los acompañe para conocer las huertas que hay en esta ciudad? Yo estoy desocupado, nada más a medio día espero a los muchachos de las ventas. Y así fuimos los tres. Había infinidad de huertas, por algo le decían a Uruapan la ciudad de las huertas. Andábamos de una huerta a otra huerta, ellos trabajando y yo nada más viendo para uno y otro lado los árboles, la fruta, en fin. Y en una de las huertas encontramos moreras plantadas y pensé «¿Estas moreras serían plantadas intencionalmente?» Y les dije: —Oigan, yo en Grecia me dedicaba al negocio de la morera y la cría del gusano de seda. ¿Cómo no preguntan de quién es la huerta y quién puso las moreras aquí y con qué objeto? Pos luego se presentó ahí el encargado de la huerta y le preguntaron: —Oiga, ¿con qué propósito se plantaron esos árboles de morera? —Pos el doctor Rafael Alvarado, que es muy amigo del dueño de la huerta, le pidió permiso para plantar esas moreras para hacer cría de gusano de seda. Como experimento para ver si daba o no resultado. —Oiga, y ¿en dónde podemos ver al doctor Alvarado? Y nos dijo: —En 5 de Febrero, número 5. Esa dirección estaba cerca de donde yo estaba hospedado. 180 Ya después fuimos al consultorio del doctor Alvarado. Y los jóvenes ingenieros le dijeron el motivo por el cual lo molestábamos. —Mire doctor, aquí está este joven griego que nos acompañó a visitar las huertas, y en la huerta de don José nos encontramos unas moreras y quiere saber por qué usted las plantó. Y se interesa, porque él en su tierra se dedicaba a la cría del gusano de seda. El doctor se interesó tanto que dejó de atender a los enfermos para oír mi narración sobre las moreras y el gusano de seda. Pues así fue como conocí al doctor Alvarado y pues nos seguimos tratando. Por cierto que el doctor Alvarado me preguntó: —¿Y cómo te llamas? ¿De veras te llamas Theodoro Pappas? Y me dio risa porque en realidad yo había sintetizado mi apellido tiempo atrás y le había puesto una marca a unos dulces que fabriqué y que se llamaban “Atenas” y el firmante era Theodoro Pappas. Y eso lo hice porque mi tío me había mencionado que al llegar a Estados Unidos él había cortado su apellido y pues me dije «Yo también lo corto». Entonces le dije al doctor. —No, mi apellido es Pappatheodorou. Y dijo: —¡Hombre!, tan bonito apellido y lo reduces a Papas. ¿Pues qué no sabes lo que quiere decir aquí? —Pues ya lo sé, por eso le puse una doble p, en vez de Papas es Pappas. El doctor Alvarado se interesaba mucho sobre la cría del gusano de seda y me comentó que él tenía tratados (francés, italiano y japonés) sobre la cría del gusano y sobre la plantación de moreras, y que le habían mandado huevecillos de México y que con ellos había hecho un experimento, pero que sólo llegaban hasta cierto periodo los gusanos y que nunca había llegado a ver los capullos, que a pesar 181 que se dirigía con los tratados, no había tenido éxito. Y me preguntó: —Oiga, ¿y qué opina de las moreras? ¿Tienen las hojas adecuadas para la cría del gusano de seda? Le contesté: —Pues las moreras están buenas, y más si son de variedad japonesa, pues estas moreras se multiplican por medio de codos, que prenden con mucha facilidad como si fueran sauces o álamos. Y pues al siguiente año se puede tener suficiente alimento para criar gusano de seda. Y me dice: —¿Qué podemos hacer? —Pues yo no sé con quién dirigirme ni con quién conversar al respecto, al único que encontré es a usted que se interesa por la cría y me platica cosas tristes, cuando pienso que no hay razón para que los gusanos no se den aquí. Sin embargo, considero que hay que estudiar temperatura, humedad, cuánto llueve, cada cuándo llueve y ver sobre todo si en la época que usted crió el gusano había muchas lluvias, mucha humedad, o si las hojas se las suministraba húmedas. En fin hay que ver varias cosas que pueden intervenir en un fracaso de la cría del gusano, puesto que es un animal muy delicado; más delicado que un niño. Y así seguimos platicando. Ya después nos pusimos de acuerdo y me comentó que él tenía contactos en México en la Secretaria de Agricultura con un señor entusiasta que se llamaba don Homobono González, que radicaba en esa ciudad. Y me dijo también que ese señor había experimentado con la cría del gusano de seda y que estaba encargado en San Jacinto. Supe también que él encargaba el huevecillo a Francia y a Italia, y que había hecho crías sin buenos resultados. Y pues yo tan sólo le comenté que para esto se necesita estudiar 182 muchas cosas, sobre todo climatológicas. Entonces el doctor Alvarado me dijo: —¿Cuándo cree que sea conveniente que se haga la cría del gusano de seda? Y entonces le pregunté: —Doctor, ¿en qué meses del año es el invierno y en cuáles meses llueve? Y me dice: —Cuando llueve aquí es en el mes de mayo en adelante, y con mucha frecuencia, y se puede decir que está saturado de humedad. —¿Y antes de mayo qué temperaturas han tenido o tienen aquí? —Pues tenemos de dieciocho veinticinco, veintiséis o veintisiete grados en el día, y en la noche baja la temperatura de diez a doce grados. Por supuesto, yo atento a la plática iba tomando los datos que me proporcionaba el doctor: —Bueno y aparte de eso, ¿en qué mes retoñaron las moreras? Y dígame si usted se fijó con precisión cuando hizo la cría del gusano. —Sí, en marzo ya empiezan a retoñar algunas moreras; porque hay también moreras silvestres de aquí de la región y que sería conveniente ir a verlas porque ahorita ya no tienen hoja, es una morera de color negruzco, o sea verde subido, con hoja chica y áspera y de árbol robusto. —Pues mire doctor, precisamente la clase de seda que se obtenga depende de la morera con que se alimenta al gusano. Pero esa morera sí puede servir para que el gusano la coma de la tercera edad en adelante. Ya después le comenté al doctor que tenía que regresarme a México y me dijo: 183 —Váyase a México, yo le voy a dar el domicilio donde puede ver al señor González, que es un viejito muy simpático, muy platicador, él le puede explicar mejor de los trabajos que ha desarrollado y así le puede orientar para que usted pueda tener una base más firme, para ver qué se puede hacer para el futuro. Regresé a México y desde luego antes de tiempo porque me interesaba tener esas pláticas con el señor Homobono. Él me recibió muy contento y estuvo muy atento conmigo. Empezamos a platicar y él comenzó a recordar algunos intentos que se hicieron anteriormente sobre el cultivo del gusano de seda, y me comentó sobre un francés que se llamaba Hipólito Chambón, que había plantado bastante moreras en Irapuato, Silao y León, Guanajuato.30 Y 30 A principios del siglo XIX, en México, el beneficio de la seda —como entonces de le llamaba— fue considerado como una importante actividad productiva, comparada con el beneficio de metales preciosos. Personajes como Miguel Hidalgo y Costilla y el obispo Abad y Queipo, entre otros, prestaron atención a esa actividad económica que representaba un futuro promisorio para los habitantes de esta tierra. Miguel Hidalgo emprendió el primer intento de plantío de moreras en el pueblo de Dolores. Otro de los intentos fue el realizado por el señor Ignacio Navarro y Cansino, en Irapuato, en donde ocupó más de ocho mil pies para el cultivo de la morera. Después al canónigo Abad y Queipo le fue concedida una franja de terreno para el cultivo de la morera en las orillas de Valladolid, que comprendía desde la loma de Santa María hasta las tierras del Molino de Parras, ocupando un total de «900 vs de largo por 500 vs de ancho». Otro de los intentos fue la orden que extendió el intendente interino de Valladolid, Terán, a varios jueces de esa provincia para que se extrajeran todas las moreras que se encontraran y que se pagara cada una de ellas de acuerdo a la calidad de la misma. Para entonces se tenían noticias de que las moreras se encontraban dispersas tanto en «Tiripetío, Tacámbaro, Pátzcuaro, Angamacutiro, Puruándiro, Vaniueo, Tiríndaro, Chucándiro, Cuitzeo, Copándaro, Yndaparapeo, Charo y Zinapécuaro». Esas moreras tenían que ser llevadas al llano de Santa Catarina, propiedad del señor obispo electo, Abad y Queipo, quien para entonces ya tenía «algunos miles» de moreras plantadas. Y por último, tenemos el esfuerzo realizado por la Compañía Michoacana, representada por un grupo de asociados que se hacían llamar «Junta Administrativa para la Explotación del Ramo de la Seda en Morelia», quienes en 1841 giraron un oficio al obispo de Michoacán, don Juan Cayetano Portugal, para que protegiera la empresa del ramo de la seda. 184 entonces recordé que yo había visto moreras en Irapuato, pero no se me había ocurrido preguntar, pero como no sabía hablar el idioma español entonces de todas maneras hubiera sido inútil. Así que don Homobono ya me narró minuciosamente el fracaso del gusano de seda: —Mire, las moreras se desarrollaron muy bien, pero al llegar a la cría del gusano de seda ya no encontramos gente adecuada como en Europa, porque allá la gente humilde tiene sus casas más amplias, más limpias y ordenadas. En los pueblos, naturalmente, es donde se desarrolla el gusano de seda, y desde luego son gentes que comprenden lo que es temperatura, hidrómetro y la higiene principalmente. Y, pues, aquí en México la gente humilde está más atrasada y además no tienen las casas adecuadas que se necesitan para el cultivo del gusano. —Y continuó diciendo—. Por tal motivo no se puede desarrollar esta actividad. Tropezamos con muchas dificultades. Los gusanos se dieron mientras se pagaba a la gente, mientras rentábamos salones higiénicos, que destinábamos a la cría del gusano. Pero nuestra intención era introducir a la gente humilde en esta nueva actividad, pero no se pudo. Nuestro plan era trabajarlo como se hacía en Europa, que cada quien se interesara por producir determinada cantidad de kilos de capullo y venderlos después a los industriales. Así que no se pudo desarrollar, además resultaba incosteable ocupar maestros pagados, que hicieran la cría del gusano. Y así fracasó y nos dedicamos después a importar seda cruda de Europa, de Francia, y hacíamos aquí telas y corbatas. Y según pude advertir que don Homobono estaba relacionado con los comercios franceses, porque de ellos eran los principales, como Las Fábricas de Francia, El Palacio de Hierro y otros comerEste fue el único intento qué llegó a la producción de seda en 1844. Los directores de la «Compañía Michoacana» se dirigieron a los gobernadores de Mitra, en forma optimista, puesto que junto con su misiva enviaron cinco muestras de productos hechos con seda. Importantes revelaciones históricas. CERMLC/AH, F: A.A.O. Caja 6, carp. 16, doc. 11. Muy a pesar de estos resultados la industria de la seda no llegó a prosperar, ni en el siglo XIX, ni en el siglo XX; esto quizá obedeció a que dicho cultivo era ajeno a la tradición cultural de nuestro pueblo. 185 cios. Entonces quisieron adaptar la producción de la seda en México, para no importar la seda de Europa. Como bien sabemos los franceses eran los primeros comerciantes en ropa, las principales tiendas en México eran de ellos. Por lo que algunas fábricas que comenzaban le encargaron a don Hipólito Chambón para que él se dedicara al campo del cultivo de la morera y por consiguiente del gusano de seda. Interesado don Homobono por mis preguntas y por ser extranjero me preguntó: —¿Usted se ha dedicado a la cría del gusano de seda? A lo que contesté: —Sí, toda mi vida, desde que yo tengo conocimiento no he hecho otra cosa, más que la cría del gusano de seda y la plantación de árboles. En la casa de mi abuelo se hacía también; mi tío Jrístos fue titulado en la Escuela del Imperio Otomano en Brusa, de Asia Menor; que por cierto allí se dedicaban varias muchachas a la cría del gusano para la producción del huevecillo y separaban las mariposas cuando nacían y luego acoplaban el macho con la hembra en determinadas horas y después las separaban; entonces luego a las hembras las encerraban en una bolsita de gasa en donde tenían que depositar sus huevecillos. Así que como ve, don Homobono, en toda mi vida no he visto más que mariposas, gusanos, capullos y árboles. Y, pues, don Homobono escuchó con interés mi plática. Por cierto que recuerdo que nuestra entrevista fue en el mes de noviembre de 1928. Y desde luego el propósito fundamental de mi visita era el de poder adquirir a través de él el huevecillo. Entonces quedamos que en el mes de febrero él me comunicaría si ya tenía el huevecillo, para regresar a Uruapan. Don Homobono vivía por San Jacinto, cerca de Tacuba. Y fui a entrevistarlo en la fecha que me indicó y me dijo: —¡Hombre, Theodoro, tengo el huevecillo! ¿Para cuándo lo quieres? 186 Pues yo le contesté: —Don Homobono, yo creo conveniente irme varios días antes de que iniciemos la incubación del huevecillo. Porque como es la primera vez que vamos a hacer la cría del gusano de seda, no sé bien todavía cómo está la temperatura y en qué días de marzo empiezan a retoñar las moreras. Por tal motivo necesito precipitar un poco mi regreso a Uruapan. —¿Entonces no vas a querer más huevecillo? —No, con una onza es suficiente, porque no sé qué cantidad de hojas de moreras podemos reunir en la población de Uruapan. Como ya le digo, para empezar con eso es suficiente. Y así quedamos. Me entregó el huevecillo y me preparé para regresar a Uruapan. Naturalmente el viaje se hacía por tren vía Celaya-Morelia-Uruapan. Al llegar a Uruapan colocamos el huevecillo en un refrigerador, para conservarlo; mientras nos preparábamos para la incubación del mismo. Para desarrollar esa actividad primero tuvimos que conseguir una casa. El doctor Alvarado era muy conocido en el círculo de la mejor sociedad de Uruapan, aun cuando él era originario de Taretan, Michoacán, que estaba a unos cuarenta kilómetros distante de Ziracuaretiro, que quiere decir “Entre tierra caliente y tierra fría”. Y como decía, era muy conocido y muy querido, aparte de ser el mejor médico de la población; él tenía amistad con toda la gente. Entonces el doctor Alvarado me dijo: —Parece que ya tenemos una casa que nos van a facilitar los señores Jesús y don Leopoldo Magaña. Estos eran ricos, aparte de que poco antes ya se había sacado don Jesús la lotería por doscientos mil pesos. Pues sí, nos facilitaron una parte de la casa, que por cierto era bastante grande, porque ocupaban la parte posterior de la misma, por que los señores Magaña eran comerciantes exportadores de la raicilla que se conoce por todo México, con la que se hacen esco187 bas, escobetas y cepillos, e inclusive ese material lo llegaron a exportar a Alemania; así que en la parte posterior tenían un horno para darle un color amarillento a la raicilla por medio del azufre. Pero en realidad la parte de la casa que nos proporcionaron estaba independiente. Ya cuando me di cuenta que teníamos hojas tiernas de morera, entonces empecé a incubar los huevecillos en un cuarto bien abrigado que calentábamos por medio de carbón, que encendíamos en el pasillo, una vez ya prendidos los pasábamos adentro y así conservábamos una temperatura de veintidós a veinticinco grados, tanto de día como de noche. Y así antes de la semana ya empezaban a nacer los gusanitos y en ese momento extendíamos todos los huevecillos a que se separaran y formaran una capa delgada, para que no estuvieran encerrados y recibieran de esta forma la temperatura uniformemente y así para que todos los gusanitos nacieran en el mismo tiempo (más o menos); después se ponía sobre los huevecillos una gasa o tul (de ese que se ponen las novias cuando se casan) en forma hexagonal. Esa tela no debía tener pelitos para que el gusano pudiera traspasar los agujeritos y se subiera a las hojas que se ponían previamente. Pero esa gasa o tul servía también para que no arrastraran los gusanitos a los huevecillos atrasados, que aún no habían nacido; porque si los arrastraban nacía unos dos o tres días después, y ya perdía la edad con que iban los primeros gusanitos. Ya una vez que los gusanitos nacieron durante el día y que se subieron en las hojas, desde ese momento ya empezaron a comer las hojitas más tiernas de la morera. Y según se iban llenando las hojas de muchos gusanitos, sin que estuvieran apilados, los cambiaba poco a poco en una cama que arreglaba previamente con papel, que no debía ser periódico, porque expedía un olor la tinta del periódico y era perjudicial sobre todo al principio de la edad; entonces debía ser papel de envoltura o cualquier otro papel que estuviera limpio. Ya después ponía los gusanitos que se juntaban durante el día y así ellos conformaban una edad, es decir que ellos ya debían seguir su curso hasta el final. Y al día siguiente que nacieran otros gusanitos, durante la noche, se sigue el mismo proceso que con los 188 anteriores, pero los ponía en otra cama, porque formaban otra edad. Y así se seguía con los demás gusanitos que nacían otros días. Este proceso duraba más o menos entre cuatro o cinco días, pero ya los últimos gusanitos ya los consideraba raquíticos y se suspendía el nacimiento de los gusanitos. Con los que nacieron primero, al día siguiente les picábamos las hojas hasta que quedaran pequeños cuadritos que pudiéramos distribuir sobre los gusanitos, lo más uniforme que se pudiera, porque si quedaban partes abultadas, entonces la hoja no se secaba y transcurriendo los días se podía enlamar, ya que los gusanitos comían muy poco en estos días y les resultaba perjudicial para la vida; por esa razón debíamos tener cuidado. Los alimentos debían ser cada tres horas, para que fuera una buena alimentación y también para que durara menos la cría del gusano de seda. Naturalmente que hay que tener mucho cuidado con la temperatura para evitar que el primer alimento enlame la cama; que llamamos así al sobrante de los alimentos del gusano. ¡Ah!, el gusano nace con unos pelitos de una longitud de unos tres o cuatro milímetros, es prietito pero al alimentarse en los primeros seis días, comienza a cambiar de color, empezando desde la cabeza hacia la parte de atrás del cuerpo. Al llegar a los seis días de vida la piel del gusanito comienza a brillar y esto significa que se restiró, que se desarrolló, y entonces viene el cambio de piel para que siga creciendo. A esta parte le llamamos sueño, porque el gusanito no se mueve durante veinticuatro horas que es durante el tiempo que se inicia la preparación de la nueva piel, en donde se va formando un líquido entre las dos pieles la vieja y la nueva que se va haciendo, entonces cuando ya se formó el gusano comienza a deshacerse de la piel vieja haciendo unos movimientos hacia delante de tal forma que la piel vieja va quedando atrás, poco a poco. Como hace un esfuerzo para poder abandonar aquélla piel, entonces reposa un ratito para después continuar. Y así en unas horas se libra por completo de aquella piel, que queda pegada en el lugar en donde él estaba sentado. El gusano queda inmóvil porque ese esfuerzo le ha causado un cansancio; ya después de algunas horas de reposo empieza a comer pero no con mucho apetito, pero conforme va pasando el 189 tiempo al cabo de dos horas entonces ya empieza a comer con voracidad. Para la segunda edad del gusano la hoja de morera se pica un poco más grande, porque el gusanito está más grande y ya puede él sujetar el pedazo de hojas con sus seis patitas, que usa como si fueran sus manilas y va comiendo el filo de la hoja (no la aportilla) de arriba hacia abajo; cada vez que termina, vuelve hacia arriba come, come, come, come y corte, corte, corte y llega hasta abajo y luego levanta otra vez el hocico y vuelve a empezar. Y así sucesivamente. Muchas de las veces la parte de arriba se queda delgadita y se cae un pedacito, pero él sigue comiendo hasta que se satisface. En la segunda edad el gusanito vuelve a cambiar de piel, es decir entra a la etapa de sueño, con este abandono de piel el gusanito ya entra a la tercera edad. En la tercera edad el gusanito ya es más grande y mide unos tres centímetros. A propósito, en la primera edad crece aproximadamente un centímetro, en la segunda edad se dobla generalmente esta medida. En la tercera edad vuelve a entrar en la etapa de sueño. Ya en la cuarta edad el gusano ha crecido bastante, ha engrosado, ha tomado el color blanquizco, que fue adquiriendo gradualmente. Durante la tercera y cuarta edad empezamos a darle hojas enteras porque ya el gusano no puede sujetar las hojas cortadas y necesita que le demos hojas más enteras. A propósito de las hojas (como ya dijimos), en la primera edad debe de ser muy tierna; en la segunda edad se les suministra hojas más sazoncitas; y así conforme va creciendo el gusano la hoja debe ser más sazona. Así que, en síntesis, los cambios de la piel son cuatro, y al llegar a esta cuarta edad ya no sólo le echamos hojas, sino ramitas, retoñitos de la misma rama y en la quinta y última edad le echamos ramas enteras, pero no precisamente como las cortamos de la morera, sino que las trozamos para que queden de un tamaño apropiado para que el gusano se trepe y de esta forma se aleje de la humedad de la cama y de los excrementos, porque para entonces ya empiezan a formarse unos hilos de lama; por lo que con las ramitas se forma una especie de emparrillado que favorece la circulación del aire y así el gusano se encuentra en un ambiente más sano. 190 Y así pues en cada una de las edades se le cambia la cama, es decir, cuando cambian de piel (que nosotros decimos el despertar del gusano); entonces los gusanos se suben a esas nuevas hojas y una vez que ya hemos cambiado a todos (excepto a los que están golpeados o muertos, enfermos o atrasados en su crecimiento) se juntan los desperdicios con mucho cuidado sin levantar polvo y se tira todo aquello en un corral. Y así se pone un nuevo papel para iniciar una nueva edad. Ya al llegar a la quinta edad (como ya dije) se cortan ramas de unos cuarenta o cincuenta centímetros y a veces en el cuarto o quinto día les ponemos ramas hasta de un metro de largo, que se ponen paradas para evitar que el gusano vaya subiendo la cama, es decir los desperdicios, que a veces llegan a formar un espesor de treinta o cuarenta centímetros; y así todo el excremento y todos los desperdicios que come el gusano caen en el fondo. Algunos gusanos, por flojos o por alguna otra razón, a veces forman el capullo entre las mismas ramas de la cama que se formó con los mismos alimentos que fueron sobrando. A los seis o siete días ya empezamos a notar (esto es en la última etapa del gusano) que algunos de los gusanos se están transparentando, y esto sucede porque el gusano deja de comer y desaloja el intestino o sea como que se está preparando para una metamorfosis y, lógicamente, lo que es la naturaleza, lo que es la phisis, el gusano tiene que encerrarse en una casa que él mismo va construyendo, y por tal motivo si tuviera alimentos en el intestino posiblemente le harían daño y se moriría. Así es que nada más con el cuerpo y una gomita que hace en forma de tripita, que es la seda que ha acumulado a través de treinta o cincuenta días, según la temperatura de la región. Por ejemplo en Mandritza duraba hasta cincuenta días y terminaba la cría del gusano, o sea la recolección, hasta los sesenta o sesenta y cinco días. Pero aquí en México a los treinta y cinco días ya teníamos gusanos maduros. Estando en la casa del señor Magaña, el primer día en que nos instalamos llegó don Jesús Magaña quien al ver los gusanitos me preguntó: 191 —Oiga Pappatheodorou, ¿dónde están los gusanos? Él me estaba preguntando por fuera de la ventana porque teníamos las ventanas abiertas en el preciso momento en que la temperatura de la casa era similar a la del exterior con la finalidad de cambiar el aire del interior de la casa o como se suele decir, cambiar de atmósfera. Entonces desde fuera don Jesús preguntó y le invité a que pasara para que viera a los gusanos recién nacidos. Y me preguntó nuevamente: —¿Dónde están los gusanos? Y le dije: —Mire don Jesús estos prietitos que ve son los gusanos que acaban de nacer y están en su primer día de vida. Y por cierto no se despidió, se le olvidó, al ver a aquéllos animalitos tan pequeños; yo creo que se desilusionó y se fue. Al llegar a la máxima edad los gusanos, teníamos nuevamente abiertas las ventanas y los gusanos se veían perfectamente y pues el cuarto estaba lleno de gusanos, porque los había colocado en una parte alta y otra baja y hacia uno y otro lado del cuarto (que era la sala de la casa). Así es que volvió a pasar don Jesús y al ver los gusanos me preguntó: —¿Oiga Pappatheodorou y eso qué es? ¿Esos animales que son? Le dije: —Son aquellos gusanitos que usted vio don Jesús. Y que por cierto usted ni se despidió de mi, y yo me imagino que usted se fue desilusionado y que pensó «pues este señor no está en sus cabales, ¿a poco esos animalitos van a llegar a crecer y a dar capullos y seda?» 192 Y turbado me contestó: —No, no pensé eso, no pensé eso; pues en realidad no sé en que pensé ¿verdad? Pero dispénseme que no me haya despedido de usted en esa ocasión. Bueno, volviendo un poco atrás. Como les decía, el doctor Alvarado era muy conocido entre la sociedad uruapense, invitó a señoritas de las casas de las mejores familias, llegando de esta forma a integrar un grupo de veintiocho señoritas con las cuales, antes de iniciar la práctica del cultivo del gusano de seda, hicimos un pequeño curso respecto a todo lo relacionado con dicho cultivo. Esto lo hicimos en un salón independiente, en donde ya teníamos unas bancas en las que se sentaban las señoritas. Para iniciar las clases les indiqué el material que necesitaban y les dije: —Ustedes van a traer cada una un cuaderno y su lápiz, yo les voy a platicar qué es lo que vamos a hacer de aquí en adelante. Y así al final de estas clases ustedes van a tener un libro para que puedan criar los gusanos de seda. Y así le hicimos todas las mañanas (naturalmente no todo el día). Unas muchachas venían a una determinada hora y otras en horas distintas y así se turnaban; y ellas mismas participaron en la cría del gusano de seda, separaban la hoja, la limpiaban de los tallitos ásperos. La hoja naturalmente nos la traían unos muchachos que ya de antemano les había enseñado cómo se debía recoger y qué tipo de hojas; en algunas ocasiones yo también los acompañaba y les decía qué hojas eran necesarias. Y las muchachas picaban la hoja, para esto teníamos un cuchillo bien filoso; y pues ellas tenían que hacerlo despacio porque había ocasiones en que se cortaban una uña o un dedo, pero lo hacían con mucho gusto porque tenían ganas de conocer cómo se producía la seda. Así continúanos trabajando entre todos logrando llegar a la madurez del gusano y para esto nos preparamos e hicimos unas 193 escobas de ramas de encino, que por cierto habíamos cortado con quince días de anticipación para que ya estuvieran secas para no introducir humedad al colocarlas en las camas de los gusanos. Las llamo escobas porque así tienen la forma, son escobas silvestres que se hacen esponjosas al amarrarse todas las ramas de un extremo, ya sea con un hilo o con las mismas tecatas de las ramas de la morera. Estas escobas las colocamos en hilera, primero en el fondo de la cama. A propósito de la cama, no he mencionado cómo son (bueno desde luego que cada criador tiene su criterio para hacerlas): al principio los gusanitos como son chiquitos debemos formar unos tres o cuatro departamentos de tres centímetros de longitud, para hacerlo más práctico, y de ancho que sean de ochenta a un metro, para que la mano alcance a distribuir la hoja picada por uno y otro lado ¿verdad? Otro detallito es que las camas ya en la última edad son más amplias, es decir más anchas; por ejemplo si hay un salón de cinco metros, se reparte y se deja en el centro medio metro, nada más para poder transitar con el alimento de los gusanos. Respecto a los departamentos, el primero puede estar veinte centímetros separado del suelo y los que siguen deben estar a una altura de cuarenta o cincuenta centímetros separados uno del otro; para poder meter bien la mano e inclusive la cabeza para observar bien cómo se esparce la hoja picada. Y pues el número de departamentos oscila entre cuatro y cinco, esto depende más que nada del espacio con que se cuente en la casa. Recuerdo que en la casa desde mi abuelo se había creado una táctica para que los gusanos en la quinta edad no huyeran por la pared; ésta consistía en separar las camas de la pared unos veinte centímetros y además mantener las camas inclinadas; es decir, en el frente las poníamos a un metro o a uno veinte y atrás las poníamos hasta uno cuarenta y así quedaba inclinada y así había la posibilidad de ver mejor aquello y daba buen resultado pues los gusanos se criaban más sanos. Bueno, como les decía: colocábamos las escobas en el primer día pegadas a la pared. Y desde luego no colocábamos todas las escobas sino hasta ver qué cantidad de gusanos comienzan a trepar 194 en las ramas. Se va observando cuántos quedan en la cama y así se van colocando las demás ramas conforme haya necesidad; porque no todos los gusanos maduran igual. ¿Y por qué sucede esto? Pues porque muchas veces hace falta espacio entre los gusanos y no se alimentan adecuadamente por estar muy tupidos o apretados y también se molestan entre sí y se distancian hasta tres días y pues hay necesidad de seguir alimentándolos hasta que se maduran bien. Así que ya en el segundo día en que los gusanos han trepado hacemos cuentas y nos precipitamos a hacer la colocación de las escobas, separadas unos cuarenta o cincuenta centímetros una de la otra, para tener oportunidad de colocar otras para los gusanos atrasados. Y así de esta forma llegaron a feliz término los gusanitos a formar su capullo. Al ver el doctor Alvarado los capullos me dijo: —Oyes, ¿qué no podemos llevar arbolitos en los aparadores del portal de la ciudad? Y le contesté: —Cómo no doctor, el gusano ya no se alimenta. Lo único que sí vamos a dejar un poco abiertos los aparadores para que los gusanos respiren porque el gusano que está dentro del capullo también tiene necesidad de respirar. Regresó al siguiente día y me dijo: —¡Hombre!, Pappatheodorou, toda la gente está gustosa y con ansias de ver los capullos de seda, hay que acelerar esto. Y así con las muchachas trasladamos las ramas con los capullos; cada una de ellas llevada dos arbolitos, como si fuera un arbolito de navidad, pero desde luego con un adorno muy superior. Pues así escogimos con las muchachas los mejores aparadores para que el gusano no se perjudicara. Y parecían adornados esos 195 aparadores con los arbolitos. Y en seguida comenzó la aglomeración, toda la gente quería ver los capullos. Esa curiosidad de la gente se debía a que poco sabían de cómo se producía la seda y en realidad creo que hasta ese momento realmente se dieron cuenta sobre la cría del gusano de seda. Sólo las familias de las muchachas que trabajaban con nosotros estaban enteradas de esto porque les preguntaban cómo iba el asunto ése. Y un día de esos el doctor me habló y me dijo: —Oyes Theodoro, ¿no te has arrimado a los portales? Porque, la verdad, poca gente me conocía y como hablaba poco el español, pero lo entendía pues permanecía callado. Y así me di cuenta de algunos comentarios. Y continuó el doctor: —¿No has oído algo que diga la gente sobre los capullos? O algún elogio… —Pues sí he oído comentarios, pero no son muy agradables; por ejemplo, un muchacho dijo: —Dizque el doctor Alvarado junto con un griego criaron gusanos de seda y que son esos los capullos. Y otro le contestó: —No se crean, no son capullos de gusanos los que están ahí, son de cartón. Al oír esto el doctor me dijo: —Oyes, ¿y cómo podemos hacer para que se convenza el público que sí son capullos de seda naturales? Y le contesté: —Pues muy sencillo, doctor, muy sencillo: vamos a traer gusanos maduros y les ponemos algunas hojas, pero como ya no come el gusano 196 maduro van a ver cómo transita y bueno sería poner gusanos que sigan comiendo y que estén a punto de dejar de hacerlo para que vean cómo suben a las ramas y empiezan a construir su casa. Así lo hicimos. Y ¡válgame! Fue una apoteosis. Había gentes que dormían allí para ver la «iniciación del capullo por el gusano y veían cómo empezaba a cruzar los primeros hilos distantes de una ramita a otra y después cómo lo iba haciendo cada vez más cerca hasta que el gusano demostrara que era el mejor arquitecto y formaba su capullo en forma de cacahuate bastante inflado, con su cinturoncito en medio y los extremos abombados. Y el gusano desde el momento en que sacaba la hebra continuaba con ella trabajando sin parar hasta que terminaba su casita. Así que incansablemente trabajaba de día y de noche. Hubo gente que comenzó a ver cuando el gusano inició el cruce de los primeros hilos y se quedó observando hasta en la noche para ver si efectivamente el gusano se encerraba en el capullo. ¡Vaya! Hasta se dormían al pie de los aparadores. El hilo de la seda, desde luego es más grueso que el hilo de la telaraña, por eso el gusano puede meterse en su capullo, porque tiene más consistencia, aunque es muy fino, es más grueso y elástico. El capullo es transparente y se puede ver al gusano dentro cómo sigue trabajando, como si escribiera puros ochos. Así que con esta demostración la gente se convenció de que realmente eran gusanos y que sí era seda lo que producían. Cómo conocí al general Lázaro Cárdenas Duramos algunos días (como decía) con esta demostración en los aparadores. Y toca un día, creo que era lunes, que llegó el general Lázaro Cárdenas a Uruapan. Por cierto que con frecuencia el general llegaba a Uruapan, porque tenía un primo político ya que una de las hermanas de José María del Río (primo del general) estaba casada con don Valentín Garibay y radicaban en Uruapan. Y otra de las hermanas de Chema 197 del Río vivía en Apatzingán y estaba casada con Mister Hiell, que era texano; él era un hombre chaparrón y tenía una hacienda que se llamaba San Antonio; que se iniciaba en las orillas de Apatzingán y se extendía hasta las márgenes del Río Tepalcatepec. Bueno, al pasar el general Cárdenas por Uruapan, pues se detuvo a visitar a su prima y a comer con varios políticos que eran los más cercanos a él, y pues tenía que llegar a una casa particular y pasó por los portales y caminando muy erguido —como siempre— y les preguntó a los que le acompañaban: —Oigan, ¿qué pasa ahí?, ¿por qué hay tanta gente aglomerada en los aparadores de los portales? Pues inmediatamente le dijeron de qué se trataba: —Mi general, están viendo gusanos que hacen capullos de seda. —¿Y de quién son? —Pues verá que el doctor Alvarado y un joven griego son los que han hecho eso. Al llegar a la casa de don Valente, se sentaron en la mesa y continuaron con el comentario: —Oyes Valente y ¿cómo empezó esto? —Pues mira, la verdad es la primer vez que nos damos cuenta de eso y no sabemos. Entonces, inmediatamente ordenó que fueran a buscar al doctor Alvarado, quien ya tenía anteriores contactos con el general Cárdenas, porque había estado bajo sus órdenes como médico militar. Pues bien, al llegar el doctor Alvarado, éste se sentó en la mesa (que por cierto lo estaban esperando para empezar a comer) y comenzó a platicar y a dar detalles sobre el cultivo de gusanos de seda que habíamos realizado. Y le preguntó el general: 198 —¿Y dónde está ese joven griego de quien hablas? —Pues ahorita posiblemente aún esté en el salón donde estamos criando a los gusanos. —¿Y en dónde está eso? —Pues en una casa de don Jesús Magaña, que nos prestó para iniciar esta actividad. —¿Crees que se pueda mandar por él para que nos platique?, ¿o estará muy ocupado? —Pues no, yo creo que sí puede venir porque allá hay muchas muchachas que él enseñó y están muy al pendiente de los gusanos, porque ahorita están en las ramas y ya se encuentran recolectando los capullos y pues están muy entusiasmadas; que no quieren ni despegarse de allí. Y así mandaron por mí y al llegar comencé a narrarle en forma lacónica, superficial. Y comenzamos a comer, ya al terminar me dijo: —Bueno, ¿cómo se llama usted? He oído que le dicen Pappatheodorou. ¿Cómo es eso de Pappatheodorou? Pues ya le expliqué a grandes rasgos que yo era nieto de un sacerdote y que nuestra religión ortodoxa permitía que se casaran los sacerdotes y pues que por tal motivo yo era nieto de un sacerdote que había formado su propio apellido, que es el que llevaba yo. Entonces dijo. —¡Bueno hombre! Aquí nos vas a obligar a que te digamos todo el tiempo de papá. —Bueno, los que quieran que me nombren por mi apellido y los que no que me hablen por mi nombre que es Theodoro. Y después de comer me dice el general (stratige-mu): —Bueno, joven Pappatheodorou, ¿no quisiera usted desarrollar lo que sabe sobre el cultivo del gusano, aquí en nuestro Estado? —Cómo no, mi general, con mucho gusto. 199 Y menciono la palabra stratige-mu porque en griego quiere decir “mi general” y como yo había sido recientemente licenciado del ejército, pues sentía mucho respeto al estar ante un general de división. Y continué: —Me encuentro fuera de mi país y aquí en México donde estoy, en adelante debo considerarlo como si fuera mi país y obedecer a las autoridades. Así que usted ordene, que así lo haré. Y agregó: —Bueno joven Theodoro, yo me voy a Apatzingán, que es tierra caliente. Tengo algunos asuntos allá y regresaré a fines de la semana. Pero cuando regrese a Morelia a usted se le van a facilitar los medios para que se traslade a la capital del estado y allá nos vamos a entrevistar. En la reunión se encontraban algunos diputados, también estaban don Váleme Garibay y don Rafael Tinajero, que era el Administrador de Rentas de Uruapan, a quien le dijo el general Cárdenas: —Aquí a este joven Theodoro le vas a facilitar los medios para que se traslade el viernes o el sábado a Morelia; para que cuando regrese yo nos encontremos en Morelia. Después que terminamos de comer salimos juntos y me dijo: —Por la noche vamos a tener una cena y un bailecito en la casa de los Hurtado, me gustaría que fueras. —Cómo no, mi general, por ahí estaremos. Por cierto que los Hurtado eran de los ricos de Uruapan y tenían hilados y tejidos de algodón, que aprovechaban la caída del agua del Cupatitzio. Tenían una casa en una huerta a la salida de la ciudad hacía el norte, frente al Parque Nacional, y era la casa grande en donde se iba a celebrar la fiesta. Pues acudí a la reunión con el doctor Alvarado, quien desde 200 luego sabía en dónde se encontraba esa casa. Menciono esto, no tanto por el baile sino porque estando en la fiesta, después de cenar, el general Cárdenas me cogió del brazo y me condujo hacia un balcón y me dijo: —¡Hombre!, se me había olvidado darte una tarjetita para cuando llegues a Palacio, allá en Morelia. Presentando la tarjeta te van a conducir a mi presencia. Y así me dio la tarjeta, que es por demás mencionar lo que había escrito, pues no era más que la misma cosa. Regresamos después del baile a la ciudad. Ahí nos despedimos: —Pues hasta el lunes Theodoro, nos vemos en Morelia. —Hasta el lunes mi general. Y me quedé toda la semana en Uruapan. Pensaba en irme el sábado, pero reflexioné «para qué me voy con anticipación, si él me dijo que nos íbamos a ver hasta el lunes» y pues me quedé. Pero don Rafael Tinajero ya desde el viernes por la mañana me estaba buscando para entregarme dinero para los gastos de mi traslado a Morelia. Y así lo hizo. Me entregó el dinero. Ya el sábado fui a la estación y tomé el tren, que creo regresaba a las tres de la tarde. Llegue a Morelia y me hospedé en el Hotel Oceguera, que según decían era de un marqués; es un edificio muy bonito. Ahí cerca estaban el Hotel Europa y el Hotel Afórelos; en estos dos se juntaban todos los políticos. Yo me hospedé en el Hotel Oceguera que está casi en contraesquina del Palacio de Gobierno. En Morelia tenía varios conocidos, pero no los pude encontrar; al único que entrevisté fue al paisano Theodoro Markákis. Fui a su dulcería y me preguntó: —¿Y por qué has regresado? ¿Qué asuntos te traen por acá? Y pues le platiqué todo aquello para pasar el rato. Y como habíamos quedado, un lunes de 1929, me presenté en Pala201 cio de Gobierno. En la antesala mostré la tarjeta a unos oficiales que permanecían ahí; uno de ellos era don Miguel Jiménez, originario de Jiquilpan, que era teniente y el otro era Honorato, que también era teniente, y el otro que estaba era Manuel Núñez, que era teniente coronel, quien era el jefe de ayudantes del general Cárdenas. Bueno, pues inmediatamente me pasaron con el secretario particular del gobernador; y efectivamente ahí estaba el general Cárdenas, quien me recibió con una sonrisa y me dio un abrazo; me ofreció que me sentara para que platicáramos acerca de lo que íbamos a trabajar. Ahí le hice un programa superficial sobre cómo debía comenzar mis trabajos. En ese semiprograma le indiqué que debía conocer el estado, sus municipios, los distritos, las regiones de los distritos, con el propósito de conocer los climas, el terreno, en fin. Porque yo ya sabía que había distintas alturas sobre el nivel del mar y por tanto los climas eran variados; fríos, templados o calientes. Esos tres climas estaban localizados en mi geografía griega, que todavía me acompañaba hasta México. Y él después me hizo doce cartas para los distritos que se encontraban en tierra fría y tierra templada, los de tierra caliente no los incluimos, porque no se prestaban para ello. Y pues en la plática el general me pidió que le explicara con más detalle cómo se desarrollaba la cría del gusano de seda y desde luego me preguntó qué posibilidades tenían sus paisanos en las regiones para trabajar la cría del gusano, a lo que yo le contesté: —Pues, mi general, es una cosa muy fácil, porque ni el terreno se desperdicia con la plantación de los árboles; porque en la época en que tienen que sembrar maíz y otras cosas en el mismo terreno, los árboles están pelones, porque para entonces ya se ha cortado todo el follaje para el alimento de los gusanos; y así se puede sembrar otra cosa en el suelo, sin desperdiciar terreno. Y, pues, mi general, la ventaja que tienen los pueblos que cultivan el gusano de seda es que de los árboles tienen un ingreso efectivo y a corto plazo, pues entre cuarenta y sesenta días se hace la cría del gusano y se venden los capullos, de los cuales obtienen un ingreso del cincuenta por ciento, aproximadamente, de los ingresos generales o anuales de una familia. Allá en mi tierra, pues, 202 utiliza la gente todas las ramas que quedan como desperdicios, para hornear pan y para calentarse porque allá hace mucho frío. Pues creo que el general Cárdenas se interesó mucho en esto, porque era un trabajo para los pueblos, para los que tenían pocos ingresos. Y pues la cría del gusano significaba una buena ayuda para mejorar la vida de la provincia. Después de algunos días me dio el nombramiento, por conducto del oficial mayor, que era don Efraín Buenrostro. El secretario de Gobierno era el licenciado don Agustín Leñero, un hombre también muy recto y que posteriormente fue muy amigo mío, y por cierto, llegué a conocer a su hermano Rubén Leñero (que en la actualidad existe hasta un hospital con el nombre de él, en la ciudad de México). Ellos tenían otro hermano que se llamaba Alfonso Leñero, quien posteriormente también fue diputado. Así que por conducto de don Efraín me extendieron mi nombramiento de Profesor en Sericicultura. También se me autorizó mi sueldo que era de cinco pesos diarios o sea ciento cincuenta pesos mensuales, más tres pesos de viáticos, porque tenía que trasladarme y hacer gastos de pasajes, hotel, comida, pero era suficiente eso que me daban. Desde luego que yo acepté con mucho gusto, con entusiasmo y cariño porque iba a trabajar en algo que ya conocía, en un ambiente muy sano, pues tenía que relacionarme con gentes de todos los pueblos. Y pues tenía grandes esperanzas de una prosperidad, puesto que no se cultivaba la morera, ni se criaba el gusano de seda. Y pues no olvidaba que después del oro estaba la seda, y soñaba yo con el día en que llegaríamos a tener una producción regular con la cual empezaríamos a fabricar medias de seda. Con el nombramiento en la mano comencé a visitar los distritos. Fui a Zinapécuaro, Maravatío, Zitácuaro, Zamora y Jiquüpan. Debía de ir a Coalcomán pero como estaba muy distante y había que atravesar Tierra Caliente, no fui, aunque me habían dicho que estaba en la sierra y que era un clima muy bonito. Así que tenía que empezar a plantar moreras, formar viveros; y en los lugares en que había moreras plantadas acordamos que se 203 experimentaría con el cultivo del gusano en la próxima primavera. Y así empecé a recorrer los distintos lugares del estado de Michoacán. ¡Ah!, naturalmente que de esto nosotros instalamos un vivero en las afueras de Morelia del cual estuvo a cargo del señor José Aguilera. Empezamos a poner almácigos con codos de ramas de morera. Don José, pues, era un hombre experimentado, muy práctico en el vivero. Y así comenzamos a poner plantas para posteriormente distribuirlas en algunos pueblos. Durante todas las aguas me dediqué a la preparación de viveros; pero esto no sólo lo hicimos en Morelia, sino también en Uruapan. Tuvimos que poner viveros hasta en Jiquilpan y varios en Zamora, siempre buscando el clima más adecuado. Durante esos años que estuve radicando en Morelia, por indicaciones también del general Cárdenas, di algunas clases en la Escuela Normal de Morelia, que estaba cerca del Parque Cuauhtémoc, en una esquina, que por cierto ahí cerca también estaba la casa del general Cárdenas y que después se cambió frente al hospital, hacia el sur del mismo Parque Cuauhtémoc. Y allí di algunas clases y varios alumnos se recibieron de profesores. Recuerdo que llegué a encontrar a algunos de ellos, que aún se acordaban de mí y de las clases que les daba. Por ejemplo, uno de ellos fue el licenciado Miguel Manzo, que ya tiene muchos años radicando aquí en Jiquilpan. Un día me dice: —Oiga profesor, ¿pero no se acuerda de mí? Yo me acuerdo perfectamente que iba a damos clases sobre la cría del gusano de seda y las moreras y todo eso en la Escuela Normal de Morelia. Pos le dije: —¡Hombre!, de tantos muchachos, dónde me voy a acordar. —Yo soy su alumno, yo fui su alumno. Y así tengo repartido por todo el Estado muchos que fueron mis alumnos. 204 CAPÍTULO TERCERO MI EXPERIENCIA EN JIQUILPAN Una nueva etapa en mi vida C on este trabajito de las moreras tenía que ir muy seguido a Uruapan y, pues, me atraía porque allá tenía conocidos y amigos. Y con frecuencia me encontraba con el general Cárdenas en el tren pues, él solía ir a Pátzcuaro y pues yo a Uruapan. Y siempre que nos encontrábamos en el tren me preguntaba: —¿De dónde, Pappatheodorou? —De Uruapan, mi general. Y pues en un día de tantos que nos encontrábamos, se detuvo a decirme: —Oyes, Pappatheodorou, yo soy de un pueblo que se llama Jiquilpan, que está en los límites del estado de Jalisco y naturalmente me interesa mucho que allá en mi pueblo se desarrolle la cría del gusano de seda, tal como me los has narrado; para que la gente humilde pueda trabajar en una industria, no sólo en la cría y la producción de la seda, sino también que se vea la posibilidad de extendernos en el campo de la industrialización. Porque mira, allá hay varias pequeñas industrias de rebozos, de sarapes, de huaraches, en fin; también hacen cigarros en una fábrica. Y así quiero que también la industria de la seda se desarrolle allá en mi pueblo. Y mira, ya sé a lo que vas a Uruapan, es lo mismo a lo que voy yo a Pátzcuaro, pero ¿sabes? allá en Jiquilpan hay muchachas ¡hombre! y hay unas muy guapas. Así es que ve tomándole interés 205 para que te vayas allá. Mira, muy pronto mi hermano Dámaso va a ser diputado, y pues se van juntos para que él te presente con las autoridades de Jiquilpan y con otras gentes que te pueden ayudar. Y así empiezas a instalar viveros. Bueno, tú ya sabes lo que se debe hacer, pero tómalo en cuenta. Y así llegó el día en que ya me comunicaron que don Dámaso ya tenía que ir a Jiquilpan, porque él era diputado local de esa región. Tomamos el tren de Morelia a Celaya y de Celaya hasta Yurécuaro y de ahí transbordábamos al ramal que va de Zamora-Los Reyes para bajarnos en la Estación Moreno, que era la estación más próxima a Jiquilpan, que estaba a treinta kilómetros de distancia. Pues nos bajamos ahí. Se había anunciado nuestra llegada por telégrafo del Estado (porque teléfono no había)31 y así fue que mandaron a unas personas con caballos, que nos recibieron en la estación. Nos bajamos del tren, montamos los caballos, pasamos por la hacienda de Guaracha. Por cierto, recuerdo que no había carretera, todo el camino era de herradura, como para transitar en caballos y carretas. Y por fin llegamos a Jiquilpan. Como ya había mencionado, yo llevaba cartas para presentar a los presidentes municipales. Al llegar a Jiquilpan, don Dámaso me llevó a la Presidencia Municipal para presentarme con el presidente; pero él no se encontraba en ese momento. Entonces me tocó buscarlo en su casa y lo encontré y le entregué la carta para que la leyera y supiera el motivo de mi visita. Y al terminar de leerla me dijo: —¿Usted es griego, verdad? —Sí señor, soy griego. Y así fue como conocí al doctor Amadeo Betancourt, quien era 31 En 1891 las líneas de telégrafos se habían instalado en Jiquilpan y Sahuayo. La hacienda de Guaracha tenía cinco líneas de teléfono. Sánchez, Ramón. Bosquejo Estadístico e Histórico del Distrito de Jiquilpan de Juárez. (1896). Morelia, Im. de la EIM Porfirio Díaz, pp. 202-203. 206 presidente municipal de Jiquilpan y quien posteriormente sería mi suegro. Busqué en dónde hospedarme y fui a dar a la casa de don Antonio Martínez, que se llamaba Casa de Huéspedes. En ese lugar encontré a dos odontólogos que ahí se alojaban. A la hora de la comida nos juntamos en la mesa con el doctor Jesús Vela, originario de Colima, y con Joaquín Alcocer, que era yucateco. Y pues ahí me hice de amistad con ellos. Ya después el doctor Betancourt me presentó con un señor que se llamaba Jesús Vargas, que se encargaba de suministrar el agua en el pueblo, que por cierto en aquella época el agua era muy escasa. Pues este señor Vargas fue quien me indicó en dónde podía poner los almácigos. Por cierto que este señor era muy flaco, muy parecido a Don Quijote de la Mancha, y le apodaban “El Kilómetro”, por aquello de flaco y largo. Así que don Jesús me llevó a un lugar en donde había una noria, en donde hoy es el Bosque Cuauhtémoc y allí tuvimos que empezar a preparar el terreno para los almácigos, pero el agua seguía siendo escasa. Sin embargo, logramos obtener varias plantas de morera en ese lugar. Comentando otra cosa, en una ocasión, a mediodía, a la hora de la comida, nos juntamos en la mesa los doctores Joaquín Alcocer y Jesús Vela. Platicando, el doctor Vela me dijo: —¡Hombre!, yo ando de novio aquí en la plaza. En la tarde, después de la cena, si quiere salimos los dos para que vea a las muchachas del pueblo. —Bueno, pero yo voy primero al vivero para ver cómo andan las cosas que están haciendo. Y pues aquí nos vemos a la hora de la cena. Así lo hicimos. En esa época era verano y tiempo de lluvias. Después de cenar nos fuimos a la plaza y efectivamente, en esas horas (entre siete y ocho de la noche), pues las muchachas, como era costumbre, se juntaban en los zaguanes de las casas y ahí se encontraban paradas o sentadas en sus equipales. Ahí se reunían para platicar, probablemente de los muchachos que veían ¿verdad? 207 o pues no faltaría en que se ocuparan. Nosotros nos sentamos en una banca de la plaza frente a la casa de los Quiroz. Había una bugambilia muy anciana y hacía una especie de pestañita, y como estaba lloviznando muy menudito, pues ahí nos sentábamos y en esa parte no nos molestaba la llovizna, y así seguíamos viendo a las muchachas. En eso me dice el doctor Vela: —¡Mira, Theodoro! Allá la que está a la derecha es mi novia y la de en medio es la prima de ella, se llama Margarita y por cierto ahora no tiene novio y es la hija del doctor Betancourt. La otra es la hermana, se llama Rosalía. Así fue como conocí a mi futura esposa y a mis primas Lolita y Rosalía, quien tuvo un novio que era de Uruapan, pero que para entonces creo que no tenía novio. Pues, naturalmente, también las muchachas nos vieron que estábamos ahí, y pues se preguntaban ¿quién era yo?, ¿de dónde sería?, en fin. Ya después que el doctor se entrevistó con su novia, le dijo que yo venía de Morelia y que era griego, etcétera, etcétera. Y a otro día fuimos por la tarde al mismo lugar y comentando con el doctor la salida a la plaza del día anterior y le dije: —¡Hombre!, pues me parece muy guapa, muy bonita Margarita, pues ¡ojalá!, ¡ojalá fuera mi novia! Y él me contestó: —Pues yo creo que sí puede llegar a ser. Y así, desde el primer día en que nos conocimos empezó a realizarse el sueño que ambos esperábamos. Y nos hicimos novios. Naturalmente en esos días tenía yo que regresar a Morelia. Para esto ya le habían dicho al doctor Vela que tenía que ir a Morelia; porque allá tenía también asuntos oficiales con otros distritos, en donde tenía que hacer plantaciones de árboles, viveros y toda esa organización. Porque ellos acostumbraban ir temprano a la punta 208 del cerro de San Francisco, hacían sus días de campo ahí y se iban en bestias, burros o caballos, a pasar el día allá en la punta de ese cerro, tanto muchachas como muchachos. Y pues me dijo el doctor: —Oyes, ¿platicaste con tu novia?, ¿le dijiste algo? —¡Hombre!, No le dije nada. Para entonces yo poco sabía leer y escribir y expresarme correctamente. Y agregó: —Mira, ¿por qué no le haces un papelito?, yo te voy a indicar cómo lo hagas, pero tú con tu puño y letra lo vas a escribir. Y así, al pie de un farol, escribí en un pedazo de papel que arrancó el doctor de su libreta y sobre de ésta comencé a escribir. En ese recadito le decía que me iba a Morelia y que iba a estar unos quince o veinte días, pero que luego regresaba. Pues me fui durante tres semanas a Morelia y de ahí me pasé a Uruapan para ver la plantación de árboles, que teníamos con el doctor Alvarado, para continuar con la cría del gusano de seda en la próxima temporada, que sería en 1931. Pero no sólo en Uruapan se hizo cría de gusanos para 1931, sino también en Taretan, que era el pueblo del doctor Alvarado, pues le interesaba que en su pueblo también se criaran gusanos y que viera la gente de ese lugar, cómo se hacía la cría del gusano de seda. Entonces, el doctor Alvarado me presentó con don Eliseo Vidales, que pertenecía a una de las principales familias de Taretan, pues sus antepasados habían sido ricos hacendados. Él también tenía una huerta ahí de limones y era un hombre de centavos, tenía una casa muy grande. Por cierto que en esa casa hicimos cría de gusanos, bajo el cuidado personal de don Eliseo Vidales. En Taretan conocí a otras personas, como a doña Magdalena Betancourt, hermana del doctor Amadeo Betancourt. Ella tenía relaciones con la familia Vidales e inclusive se iba a caballo desde Jiquilpan atravesando la sierra de Uruapan para llegar a Taretan y 209 pasar algunas temporadas en la casa de los Vidales. Bueno, pues como les decía, una vez que revisé las plantaciones de Uruapan, tuve que trasladarme a caballo a Taretan para entrevistarme con don Eliseo. Recorrimos allá algunas huertas en donde se habían plantado moreras con anterioridad. Ese recorrido de Uruapan a Taretan lo hacía a caballo; hubo ocasiones en que me agarró la noche en el camino y así tenía que continuar. Por cierto que me llamaba mucho la atención ver todo aquello, porque era la primera vez que salía a caballo por el campo y a través de la sierra. Veía el ganado pastando en el campo sin estar acorralado, sin que los cuidara alguien. Y me preguntaba: «¿cómo es posible que los animales anden solos en el cerro?, ¿qué no hay lobos aquí?» Como allá en mi tierra sí había lobos y uno tenía que encorralar a los animales en las casas o bien en un lugar propio en las afueras. Y así seguí caminando. Por cierto que la primer vez que salí tuve que llevar un muchacho para que me acompañara, pero ya después no había necesidad de que fuera conmigo y además significaba un gasto doble. Así que ya iba y venía solo en el tiempo en que duró la cría del gusano de seda. En Uruapan también había un señor llamado Rodolfo López con su familia y ellos eran de Taretan; este señor era cuñado de don Elíseo Vidales. Don Rodolfo después fue mi amigo. Él tenía una imprenta, que por cierto era la única que había; era Imprenta y Papelería López, que estaba a unas tres cuadras de la plaza. Y pues toda esa gente de quien hablo era muy amigable, muy cariñosa. Y siempre cuando estaba desocupado iba a platicar con ellos un rato. Pues ya después regresé de mi viaje de trabajo a Jiquilpan. Recuerdo perfectamente que no me extrañó mucho ver el panorama que rodeaba a Jiquilpan, puesto que ya conocía otros pueblos que con anterioridad había visitado en búsqueda del clima apropiado para la cría del gusano. Todos los pueblos estaban distantes de las ciudades, faltaban vías de comunicación, todos los viajes se hacían a caballo, o en mula o bien en burro. Como ya les platiqué, al llegar yo a la Estación Moreno, ahí me estaba esperando un señor que se llamaba Antonio 210 Gudiño, quien tenía como sobrenombre “El Mogotes”. Era él un hombre muy atento, muy servicial, tenía tres o cuatro bestias para trasladar a los pasajeros que llegaban a la Estación Moreno. Los treinta kilómetros que les digo que se recorrían para llegar de esa estación a Jiquilpan, se hacían en seis horas. En las aguas desde luego era un poco más pesado, porque se hacía un lodazal, pues se hacían charcos y arroyos, ¡en fin! Y, pues, este señor me esperaba en Moreno y nos veníamos a través de varios ranchos que eran dependencias de la hacienda de Guaracha, del Cerrito Pelón, del Cerrito Colorado, del Capadero y El Salitre que pasaba por debajo también del camino, pues también era un lodazal. Había unos fangos hondos que se hacían por el paso de las mismas bestias. Por debajo de Guarachita y por el lodo plano también de Guaracha y por el ingenio, seguía un camino cercado para uno y otro lado; se pasaba también por un lado de Totolán para llegar a Jiquilpan. Me acuerdo que una de tantas veces que viajaba, me tocó salir en tiempo de aguas, y al llegar a Jiquilpan me encontré con que estaba lloviendo y yo no tenía impermeable, pero sí cargaba paraguas (ya que en la ciudad se usaba paraguas para esas emergencias). Pues bien, abrí mi paraguas y conforme se presentaban las gotas de lluvia también yo les enfrentaba mi paraguas ya fuera a la derecha, a la izquierda, en frente, arriba y así me la pasé hasta llegar a Jiquilpan; y al atravesar la plaza, pues a mucha gente les extrañó que yo venía con el paraguas abierto y sobre el caballo; desde luego que todo mundo se reía de mí. Pero eso que me sucedió fue la primera y última vez; porque al regresar nuevamente a Morelia me compré una pelerina y así me defendía mejor de las lluvias. Quiero que conozcan un poco también de la familia Martínez, dueños de la casa donde me hospedé, como ya les mencioné. Don Antonio Martínez era el jefe de la casa, doña María era la esposa, o sea el ama de casa; ellos tenían seis hijos, tres hombres y tres mujeres. Los hombres eran Ramón, que por cierto ya no existe, él era catedrático en la Universidad de Morelia; Enrique, que le hacía a la poesía igual que su padre y que trabajó en los municipios como secretario municipal y en otros trabajos de oficina; estaba también 211 Gilberto, que era el más joven de los tres y muy simpático por cierto, él trabajó con el general Múgica en Comunicaciones. Pero le tocó la desgracia de que lo mataron, porque él era pagador en el Estado de Chiapas. De las mujeres estaban Teresa, Angelina y de la otra no recuerdo su nombre. Pero era una familia muy grande. Estaba también la abuela, doña María Gálvez, una persona muy simpática, pero que había ocasiones en que no se ponía de acuerdo con su hija. A propósito, les voy a narrar un poquito de aquéllos años, de las pláticas que tenían en algunas ocasiones, que desde luego a mí me interesaban porque se referían a mi novia. Un día doña María, la chica, entró diciendo: —¡Ay mamá!, esa muchacha Margarita ni se ocupa en quehaceres de la casa; todo se lo hacen las criadas y ella no hace nada. Y María la grande le contestó: —¡Ay María!, ni te das cuenta, no te imaginas cómo trabaja esa muchacha. A mí me consta, que en su casa son ocho muchachos y que todos ellos necesitan atención; que los calcetines, que la ropa, que la comida y pues has de ver cómo trabaja esa muchacha. Pues naturalmente yo me inclinaba del lado de doña María la grande porque elogiaba a mi novia, y pues me daba ánimos, ¿verdad?, porque pensaba que probablemente me llegaría a casar con ella. Por otro lado, diariamente salía a la plaza a ver a la gente, convivía y me la pasaba bien. Recuerdo que el general Lázaro Cárdenas nos destinó un terreno que formaba parte de la beneficencia de doña Octaviana Sánchez, era un terreno aproximadamente de cien hectáreas o tal vez más. Y esto se hizo por un convenio que hizo el general Cárdenas con varios vecinos para que ese terreno se vendiera a colonos y con ese dinero se hiciera un hospital y que a la vez éste se mantuviera con los recursos de esa entrada de dinero. El general Cárdenas asignó el primer lote, el más cercano y el 212 más grande que era de dieciséis hectáreas, comenzaba en la orilla del río y llegaba a Los Camichines, cerca del Cerrito Pelón. Ese terreno lo dedicamos para el cultivo de la morera. Para entonces yo tenía unos muchachos que trabajaban conmigo plantando moreras. Teníamos el terreno marcado en cruz cada seis metros y así empezábamos a plantar las moreras. ¡Ah!, el agua era un problema. Con mucho trabajo encontró mi general, por allá, una caldera; creo que pertenecía a una hacienda que ya no la ocupaban. Y la trajeron de allá y la instalamos en la orilla del río. La bomba la pusimos al pie del agua e hicimos ahí una presita para que se acumulara el agua. Pues siempre el río traía agua todo el año, pero había necesidad de bombearla; porque estaba a una profundidad de tres a cuatro metros. Y así pusimos la caldera la instalamos y la pusimos a funcionar, naturalmente, con leña. Eso resultaba muy bromoso porque constantemente se tenía que traer la leña, los leñadores en sus bestias, y pues ahí teníamos una trinchera de leña todo el tiempo de secas, porque ya entrando el agua, pues no era necesaria; por lo tanto dejábamos de utilizar la leña quince o veinte días antes de las lluvias, porque ya no había necesidad de regar los arbolitos. Esa caldera la manejaba don Jesús Vargas, alias el Kilómetro, como era el dictador del agua, tenía algunos conocimientos de fontanería y traía sus herramientas para arreglar la caldera. Y la echamos a andar, pero como estaba vieja, pues cada rato se rompían los tubos adentro y se apagaba la lumbre; y volvíamos otra vez a recuperarla. Y así continuamos, hasta que llegó un momento en que se dio cuenta el general Cárdenas, pues de que se estaba destrozando el monte con el corte de leña (que por cierto a él también le dolían mucho los árboles). Pero antes no había electricidad y había necesidad del agua y por esa razón se había instalado la caldera. Posteriormente llegó la luz hasta donde estábamos y se compró un motor eléctrico e hicimos una caseta y se fue haciendo más cómodo el riego de los arbolitos. Ahora bien, respecto a la población de Jiquilpan, yo quedé muy sorprendido y satisfecho, porque en aquel entonces había orden, muy a pesar de que había mucha pobreza, porque no había trabajos 213 bien remunerados. Aunque desde luego había algunas pequeñas industrias, que ahora han desaparecido, pues no se ampliaron y no se mejoraron. Pero de cualquier forma la gente estaba muy pobre, demasiado pobre, porque apenas sí comía tortillas, frijolitos con chilito. ¿Y qué puedo decir del modo de vestir? Pues yo creo que muchos se acuerdan ¿verdad? que todos los hombres usaban calzones de manta; que yo creo que compraban sus dos metros de manta para el calzón y otros dos metros para su camisa. Sólo los que tenían un poco más de dinero usaban una faja como cinto. Yo tenía un amigo que se llamaba José Mora, él era alfarero y para lucir mejor en los domingos se ponía sus calzones blancos, bien planchados y su camisa también planchadita; además se ponía un sombrero, que arriba tenía un ribete alrededor con unas motitas de pelos de cerdo, muy bonito, y tenía además estrellitas y unos garbancitos ahí alrededor del cinto. Y se ponía el sombrero hasta un poco agachado de lado, ¿verdad?, y pues sus huaraches estaban muy nuevos, muy nuevos y tenían también sus iniciales, una J y una M, como con garbancillos, como agujeritos; y hasta les echaba a los huaraches petróleo, para que rechinaran. Me acuerdo que siempre que él venía a la plaza, se juntaba con otros amigos, ya fueran dos o tres, y él iba siempre en medio y empezaba a caminar y ¡rum, rum, rum, rum!, cada paso que daba rechinaban sus huaraches. Y él desde luego pasaba muy orgulloso y hasta se encodornaba más. Así eran algunos de los riquillos. Pero puedo asegurar que el noventa y cinco por ciento de los hombres usaba calzones de manta. A propósito de José Mora, aparte de hacer tepalcates, cántaros, era apastero. Él nos hizo unos apastes para defender a las moreras de las hormigas arrieras (en otras partes les llamaban mochomos); esas hormigas son muy voraces, muy trabajadoras, se suben a los árboles y no dejan ni una hoja. Entonces él hizo esos apastes de barro, como si fuera una cazuela con un orificio grande en medio, entonces esta se metía por arriba del arbolito y se colocaba en el piso, y se le ponía agua para que se les dificultara a las hormigas pasar entre la orilla del apaste y el espacio que quedaba entre éste y el árbol. Pues como les estaba diciendo, también había charros, ranche214 ros que eran más bien los que tenían propiedades, que tenían ranchos, como don Agustín Orozco, que lo llamábamos “el Charro Blanco” porque él durante el año salía impecablemente vestido. Yo creo que hasta todos los días se cambiaba la ropa; iba limpio desde las uñas hasta los cabellos. Él siempre estaba muy erguido, era blanco y se vestía de blanco. Y ya cuando empezó a envejecer hasta la cabeza la tenía blanca. Se colgaba su sombrerete en el brazo izquierdo y otras veces se lo colgaba en la pistola. Y así caminaba muy erguido desde su casa hasta el portal de la plaza. Y así había varios charros, como don Miguel Pérez. Había otros charros que ya se habían modernizado un poco; entonces usaban pantalones de dril y un saco que también era de dril; y que por cierto los hacían sastres de aquí del pueblo. Recuerdo que unos de esos sastres eran los hermanos Salvador y José Herrera y ya que toco este punto les cuento que yo también me mandé hacer un traje con José Herrera a quien le dije: —¡Qué tal José!, ¿me podrás hacer un traje? —¡Cómo no, hombre!, pues a eso me dedico. —Bueno pues te voy a traer el corte. Ya le llevé el corte. Pero pasó una semana y pasó el mes y no me terminaba mi traje. ¡Y por fin! me lo entregó. Yo gustoso me lo medí, pero al ponérmelo, pues los pantalones estaban muy estrechos, el saco, pues, lo mismo; así que no lo pude usar. Pero había un señor que se llamaba don Elías Cepeda, pues él era un hombre con padres ricos, por cierto su padre se llamaba Jesús Cepeda; y ese Elías era un hombre delgaducho pero no tonto, era inteligente, pero, pues, le gustaba mucho la copa y se emborrachaba muy seguido. Y pues un día me animé (como andaba un poco andrajoso por las borracheras y no porque no tuviera centavos) y le dije: —¡Hombre, don Elías! ¿Qué no le parecerá mal si le regalo un traje? ¿Sabe?, me lo hizo José Herrera y no me vino. Así que no es viejo, sino nuevecito, ¿lo quiere? —Sí, cómo no. Muchas gracias. 215 Y así fue como me deshice del traje que me hizo José Herrera. Aunque este señor a todos los demás les hacía bien los sacos, que le mandaban hacer toda la gente. Desde luego que eran muy pocos (como ya dije), eran nada más los que tenían ranchos en los alrededores del pueblo. Bueno ya hablé de los hombres, ahora voy a hablar de cómo eran y cómo vestían esas mujeres de Jiquilpan que vivieron su juventud y su madurez entre las dos décadas de 1920 y 1930. Pues empezaré por las mujeres ricas. Ellas eran mucho más elegantes que las de ahora, desde luego. Porque ahora los vestidos se han popularizado y todo mundo usa la misma moda. En aquella época había una distancia muy elevada: las ricas tenían unos vestidos muy elegantes, usaban medias de hilo torcido de Egipto o algunas también las usaban de seda, los zapatos que usaban los mandaban traer desde México, de una de las zapaterías llamada El Borceguí, de don Lucas, que en este momento no me acuerdo del apellido, pero fui cliente de su zapatería; este señor mandaba folletos con el precio de sus zapatos y por medio de éste era como se encargaban los zapatos a la capital. Pero la gente humilde, pues la vi yo entonces muy pobre. Vestían puros percalitos y pocos usaban huarachitos; que por cierto había muchas mujeres que iban descalzas a traer agua de la plaza, agua de El Zalate, de la pila. Y no sólo descalzas las pobres en verano, sino en invierno también y no sólo la gente de los ranchos que llegaba hasta el río a pie, ahí se lavaban los pies en el río, y luego se ponían sus medias, (si tenían) y sus huarachitos o zapatitos humildes que trajeran y se vestían así para entrar al pueblo. Pero generalmente eran muy humildes las vestiduras de las mujeres. Y naturalmente que no faltaba el rebozo, el rebozo no les faltaba; pero aparte de usarlo por tradición o por costumbre, muchas pobres carecían de peines y siempre se ponían el rebozo nomás para taparse los pelos. Y pues triste es mencionarlo (y no sólo aquí en Jiquilpan sino tantito peor en Europa) había piojos y las pobres mujeres después de tener cubierta casi la media cara metían por un lado un dedito por debajo de la oreja y ahí se rascaban, y luego por otro lado se rascaban también y así en diferentes partes de la cabeza 216 se rascaban. Y es que era muy difícil tener limpieza, pues no había agua. Toda esa gente humilde tenía que acarrear el agua de un pozo; pero en realidad eran unos cuantos pozos los que tenían los ricos en sus casas, y la verdad estaban muy antihigiénicos. Y esto es cierto porque habría unos cincuenta pozos en la población, pero sucedía que tenían casi siempre el excusado a una distancia de tres a cinco metros del pozo. Y digo que son excusados porque no había baños, como los llamamos y conocemos ahora. Las regaderas eran nulas. Para bañarse la gente calentaban el agua en una olla y en una pieza ponían una tina y ahí echaban el agua caliente y la regulaban con agua fría, y con una jarra se echaban el agua; la gente se sentaba en un banquito y se bañaban en un cuartito que tenía generalmente el piso de ladrillo y pues ahí se consumía el agua o bien había un agujerito por la puerta y el agua salía por ahí hacia el patio. En Europa la gente no se bañaba con frecuencia porque el clima es muy frío y duraban hasta seis meses sin hacerlo; hasta que venía el verano, pero aquí pues la gente tampoco se bañaba por falta de agua corrediza; como les digo, tenían que acarrear en botes o en cántaros el agua de las norias. Recuerdo también que todas las casas de los hacendados, de los ricos, de los rancheros, estaban en un perímetro reducido, generalmente alrededor de la plaza y la espalda de sus casas (en la mayoría) daba a una segunda calle. En realidad esta forma de construir las casas no era privativa de Jiquilpan, sino que en todos los pueblos que llegué a conocer prevalecía esta forma de construir de los ricos. Generalmente eran casas con portales alrededor o uno o dos o tres y hasta cuatro portales, por dentro, al entrar se podía apreciar lo altas que eran esas casas, y que a la vez tenían refugios para defenderse de invasiones, de robos o de bandidos. Además tenían una puerta ancha; y, como ya les dije, llegaban esas casas hasta otra calle, pues ahí había otra entrada, que era un portón por donde entraban las carretas, que quedaban instaladas en el interior de la casa, en un patio que estaba empedrado o con ladrillo de barro. Ahí se vaciaban las carretas de mazorcas y éstas después las pasaban en canastas a las trojes. 217 Pues generalmente todos los ricos tenían ese sistema. Y no sólo eso, sino que en la segunda cuadra, o sea en el segundo perímetro de las calles, instalaron unos corrales, en donde tenían unas vacas que ordeñaban, y la leche se usaba para uso doméstico o bien se vendía a la gente del pueblo. Pero eso no duró mucho porque por 1936 ó 1938, don Dámaso Cárdenas ordenó que todos esos corrales, que estaban en el segundo perímetro, los retiraran por considerarlos antihigiénicos. Y así se hizo. Todo el tiempo, en todas las épocas, en todos los siglos, los ricos siempre han vivido bien. Siempre han tenido en donde dormir, han tenido sus camas ya en una o en otra forma. Fíjense, como yo siempre les he dicho a mis amigos, cuando llegué a Jiquilpan posiblemente máximo habría alguna docena de mesas, de la gente que acostumbraba comer en ellas. Y así era en todas las casas, hasta en las de los ricos; y esto sucedía así, porque el rico tenía que ir a atender su rancho a una distancia de medio día, que recorría a caballo en cinco o seis horas; y pues tenía que levantarse de madrugada y almorzar, porque en el camino no había dónde hacerlo. Entonces hasta el patrón tenía que comer sentado en un banquito, en una sillita; que por cierto hacían aquí en el pueblo, tejidos con un mecatito y otras con tule torcido. Y ahí se sentaban en un banquito y juntaba las piernas y la criada le servía en un plato de barro sus frijolitos, con carnita frita y su taza de café, que también era de barro. Y desde luego no podrían faltar las tortillas, ahí en la cocina tenían su fogón y a un lado tenían su metate en donde ponían la masa y aplastaban porciones pequeñas y luego las cogían y las torteaban con las manos, después las ponían en el comal y las sacaban calientitas; así que tortilla que consumía aquel individuo, tortilla que le reponían. Y como les digo, no sólo los pobres, sino hasta los ricos comían así, porque era una costumbre general. Y pues el ranchero rico tenía que sujetarse a eso, porque diario salía de su casa y al llegar a su rancho así comía la gente. Las mesas las utilizaban, pues, gentes que eran profesionistas, como el doctor Betancourt; y como ya les dije, los rancheros ricos poco las usaban. 218 De las cocinas, puedo decir que en casas ricas y pobres estaban limpiecitas, aun y cuando con puro barro las embarraban ahí y las alisaban. Y el agua para beber, siempre la acostumbraban depositar en cántaros, algunos tenían filtros de piedra (destiladera) en un soporte de cuatro patas y ahí ponían la piedra en la parte de arriba, le echaban el agua y la tapaban con una tapadera de madera; y esa piedra terminaba en punta redondeada, por donde goteaba el agua, que iba a caer en un cántaro, que se ponía en la parte baja del soporte, para que recibiera gota a gota el agua. Y pues muy pocos tenían esas destiladeras, es por eso que iban a acarrear agua de la pila de El Zalate. A propósito del Zalate, recuerdo que en la columna del centro, o pedestal de la pila, había cuatro salidas del agua y que esos orificios tenían cada uno un tubo de media pulgada que sobresalían de la columna lisa, la cual estaba algo retirada del borde de la pila, a una distancia de dos metros, por lo que la gente para poder coger agua con sus cántaros, llevaba un pedazo de carrizo aportillado por el centro, que lo encajaba en el tubito que sobresalía y así hacía llegar el agua hasta el borde de la pila y llenaba sus cántaros. Pero además como se escaseaba el agua, sobre todo en tiempo de primavera, pues la gente tenía que hacer fila y se formaban unas colas largas, largas, y la gente dejaba formados sus cántaros como señal e iban avanzando y cuando le tocaba el turno a su cántaro pues ya pasaba a recoger el agua. Y esa agua del Zalate la utilizaban exclusivamente para beber. Recuerdo que la gente iba a lavar al río y cuando había poca agua en éste, tenían que ir más arriba. Y ahí lavaban las mujeres, unas detrás de la otra, así que el agua sucia que corría de la primera que lavaba, la recibía la de más abajo, aun y cuando se ponían un poco distantes una de la otra; pero no había más remedio que utilizar el agua. Después tendían su ropa por ahí cerca y la recogían en la tarde ya seca y regresaban al pueblo. El pueblo era muy ordenado; la placita siempre estaba muy limpia. Toda la gente barría la parte de calle que le correspondía y cuando ya venían las aguas pues todo mundo tenía que barrer, y el que no lo hiciera lo multaban con un foco, un gendarme que recorría el pue219 blo para ver si estaba limpio. Así que ese foco tenían que dárselo al municipio, para que se disciplinara la gente. Y esos focos que almacenaban en la Inspección de Policía, los ponían en el alumbrado público. En tiempo de aguas nacía mucho zacate, entonces la gente ocupaba hacia el mes de octubre a niños o viejitos para que arrancaran el zacate que crecía entre las piedras, y desde luego que esto lo hacían con unos ganchitos. Y pues verán que el pueblo quedaba muy bonito, se veía una cosa muy provinciana. ¿Y ahora?, ¡lástima!, ¡lástima! Eso sí, todo lo que es el perímetro del pueblo está muy limpiecito. Y he visto gente humilde lavar sus banquetas y hasta con Fab, se nota que les gusta la limpieza afuera y dentro de sus casas, pues hasta tienen flores. Pero todo lo que es el centro está falto de limpieza, no hay disciplina, no hay orden porque en las plazas no se respetan las flores, ni los árboles. La gente quiebra las ramas, arranca las flores, no respetan a la naturaleza. ¿Por qué? ¿Quiénes son ellos para hacer tal destrozo? ¿Por qué no se disciplinan? Pues muy sencillo, porque no hay quien multe a esa gente y no es por molestar, sino que creo que en todos los países hay leyes para que se respeten y haya disciplina. Entonces, aunque fuera una pequeña multa, hay que poner a aquel que hace ese mal, para que sienta una carguita y no vuelva a incurrir en ello. Bueno, aparte de esto, recuerdo que al llegar yo a Jiquilpan todo mundo estaba armado, todos los pudientes tenían pistolas. A mí me extrañó mucho, porque era la primera vez que yo llegaba a un pueblo, que tenía cerca de cuatro mil habitantes, y que jóvenes y viejos estuvieran todos empistolados. La gente humilde tenía su daga, que por cierto un día le pregunté a uno: —Oyes, ¿y para qué quieres ese cuchillo tan puntiagudo? Y me contestó: —¡Hombre, Pappatheodorou!, pa’ remendar mis huaraches. Me sirve de alesna. 220 Con esa respuesta quedaba conforme yo porque no me convenía averiguar más adelante y pues posiblemente podía echarme enemistades si andaba preguntando más. Otra cosa que les quiero decir es que en las cocinas de las gentes se utilizaba mucho el carbón o la leña y por eso es que había rancheros de los pueblos, de las orillas y de los cerros, de los que se dedicaban a cortar y transportar leña para vender. Esta gente tenía una higiene muy atrasada, porque se les veía el cuello y las manos cargadas de costras de mugre. Pues esa gente de plano no tenía dónde asearse. Hoy podemos decir que estamos en la cumbre, porque no hay pueblo que no tenga luz, agua. Hoy no hay ciudadano que esté esclavizado, que no pueda trasladarse a dónde él quiera ir. Yo llegué a conocer gentes que querían ir de un rancho a otro y no podían; porque el dueño de aquél rancho preguntaba al que llegaba de otro lugar a pedir trabajo: —¿Y de dónde vienes? —Pos vengo de El Sabino (por decir algo). Ya entonces el ranchero ese investigaba con el dueño de dónde provenía aquél pobre individuo; para cerciorarse si había cometido alguna anomalía o por qué había salido de ese rancho. Así que esos procedimientos los conservaban en una esclavitud; y prácticamente así era y me daba mucha lástima. Pero eso hoy lo he contado en pláticas que he sostenido con algunos amigos, y les digo que desde la iniciativa de don Lázaro, fue la liberación del pueblo mexicano; porque hoy toda persona a donde quiera ir es libre, trabaje o no trabaje. Y como ellos mismos dicen: «A ti qué te importa.» Y así debe ser. Porque la libertad es lo más sano que hay; como decían los griegos en el tiempo de la esclavitud bajo el imperio turco: «Prefiero una hora de vida libre, contra cuarenta años de esclavitud». Esas son las cosas tristes de la vida. Pero ahora les quiero contar de los festejos que se hacían en algunas casas de familias acomodadas. Se festejaban casorios, santos o alguna otra cosa. A mí me tocó 221 asistir por primera vez a un baile en la casa de don Luis Quiroz, que por cierto tenía una hija, muy bonita, morena; bueno que parecía una estatua. Ella se llamaba Nacha. Y un profesor que se llamaba José Palomares Quiroz32 le hizo una canción que decía: Nacha, la más linda muchacha Nacha, añoranza gentil eres capullito de rosa, suave como brisa de abril. En ese baile estaban muchas jovencitas y todo el centro de la población. Porque, como he mencionado, había una gran distancia entre los ricos y los pobres. Y siempre los ricos eran quienes hacían los festejos, los recordatorios, las fiestecitas en casas particulares. Bueno, en ese baile pues estaba mi novia Margarita Betancourt Villaseñor. Y por primera vez baile unas dos piezas con ella. Y pues como era yo extranjero a la gente le llamaba mucho la atención que yo bailara con Margarita. Y pues creo que ella pensó en qué diría la gente, porque estaba bailando conmigo y pues ya no bailamos. Esa casa de don Luis Quiroz era grande, amplia, tenía portales alrededor. Por cierto está ubicada esa casa en donde hoy es el Banco Nacional de México. Ya después de algún tiempo hubo otro baile, en donde fue el Cine Hidalgo y hoy Casa de la Cultura; pero que antes había sido una escuela, que por cierto tenía unos sesenta alumnos, en aquél entonces todos los de la ciudad de Jiquilpan; y me acuerdo muy bien de esto porque ahí estudiaron dos de mis cuñados: Alejandro y Juan. En ese lugar, en donde se hizo ese baile, había unos salones. Y 32 José Palomares Quiroz (1906-1954) profesor y poeta. Participó en la fundación de varias escuelas secundarias en el Estado de Michoacán. Además fue una persona de profundas convicciones democráticas. Participó en el movimiento de Reforma Socialista en la Educación durante el periodo presidencial del general Lázaro Cárdenas. Op. cit. T. 10, p. 218. 222 Profesor José Palomares Quiroz, director de la Escuela Agrícola Industrial, 1934. 223 nuevamente se volvió a reunir ahí la gente del centro y desde luego la gente que ya conocía ya la trataba; pues bailamos todos. En ese tiempo los bailes no se prolongaban mucho. Terminaban a más tardar a las diez u once de la noche, porque la luz era muy débil, ya que venía de Los Reyes, y a veces la quitaban temprano y, pues, no había seguridad. Por cierto, me acuerdo que en esa noche se apagó la luz y se prendieron ahí velas, y por tal motivo la gente se desmoralizó y empezó a irse, y así terminó el baile. Había desde luego otros festejos, como los de Navidad y Año Nuevo. Recuerdo que en navidad paseaban al Niño Dios por varias calles del pueblo; partían de una casa e iban cantando por la calle todos los que acompañaban. Por fin regresaban de donde salían y ahí se hacía una fíestecita. Y así se festejaban los días de las posadas, creo que esto se hacía hasta el mes de enero. En esta misma época de Navidad salían por las calles unos danzantes que se llamaban “Los negros”, que se vestían con unas zaleas en las cabezas, con máscaras y pantalones como de charro; cogían unos chicotes grandes y gritaban ahí. Y pues así bailaban por las calles y la gente se aglomeraba en las banquetas para ver a aquellos danzantes. Me acuerdo que un año fuimos con mi esposa Margarita a visitar varios nacimientos. Y uno de los nacimientos que era de fama en todo el pueblo, era el de don Cayetano. Don Cayetano era un hombre muy curioso y sus hijos también muy hábiles. Y don Cayetano ponía también el nacimiento pero era un nacimiento mecánico, muy bonito. Tenía un hachero, un machetero en el monte que levantaba la mano y cortaba un árbol, había otro que tenía un serrucho y estaba cortando ahí un trozo de madera, y esto era todo mecánicamente. Por debajo de todo esto ponía a un chamaco para que le diera vueltas, ¿verdad?, y una rueda movía todos esos personajes. Y me acuerdo yo que un año, al ver don Cayetano al monito que era el leñador, dijo: —¡Ah, fregado!, ya estás cortando el palo. 224 Y don Cayetano para eso cobraba, naturalmente, cobraba creo que un centavo o dos centavos por cada persona porque eso era como en 1931 ó 1932, en esas fechas la moneda, el dinero, estaba muy caro y muy escaso. Y así había muchas cosas en que se divertía la gente. En las casas hacían después las piñatas; en fin cosas de la región. Porque en aquél entonces no había vías de comunicación, y lo más cercano que visitaban era a Zamora, a Cotija, a Quitupán, en fin, a La Barca, Ocotlán, y era una cosa muy reducida, eran cosas netamente regionales y costumbres, pos, tradicionales de muchos años atrás. Recuerdo que estaba la banda que la dirigía don Jesús Quiroz, que era un músico entusiasta; estaba también don Salvador Herrera y José Herrera, que tocaban en el templo y cantaban; Manuel Gálvez y muchos otros que no me acuerdo, así que era una banda bien formada, y para que tocaran se cotizaba todo el comercio, de un tostón de a setenta y cinco centavos de a un peso o en fin según la magnitud del comerciante del negocio, así colaboraban y había audición a mediodía, de las doce a las dos de la tarde; y en la noche de las ocho a las diez de la noche. Había entonces mucho entusiasmo por asistir a la plaza Colón, en donde daban vuelta en un sentido y en otro sentido. Había vueltas para los más catrines y había vueltas para los más humildes. Aparte de eso se acostumbraba también aventar serpentinas y confeti. Tiraban serpentinas los muchachos a las muchachas y a veces hasta alguna muchacha también se atrevía a aventar una serpentina a algún muchacho, que eso era una cosa muy rara porque no se permitía esa libertad de que una muchacha prefiriera a un muchacho, eso lo tenían como mal. Y se daban unas cartitas ya impresas. En algunas cartas había dos palomas y en otras había las manos que se saludaban, que pedía una mano a la otra mano. Había la primera carta para iniciar la relación, y segunda carta para contestar; así que el muchacho se atrevía a escribirle la carta. Eso, naturalmente, la redacción, era pues ya hecha de tiempo, ¿no?, de antemano, porque entonces el analfabetismo era muy extendido. Pocos muchachos sabían leer y menos las muchachas, y así daban 225 las cartas, y al otro domingo entonces ya descifraban lo que decía la carta del muchacho. Luego la muchacha iba, compraba una carta, también la primera de contestación, y así se formalizaba el noviazgo. Así es que si la muchacha contestaba, entonces el muchacho volvía otra vez a mandarle otra carta y así se hacían novios y seguían el sistema, el modo de conocerse los muchachos. Ya una vez que se hacían novios, que simpatizaban, entonces la muchacha esperaba en la puerta, en el zaguán de la casa al muchacho a determinada hora de la noche. Generalmente procuraban que los padres estuvieran ausentes, y más todavía los hermanos porque eran muy celosos y a veces, ¿verdad?, se hacían pleitos y pues en algunas ocasiones hasta terminaba en tragedia. Por cierto, yo llegué a saber de un hermano que llegó a matar por la espalda al novio de la hermana. Yo también fui novio y así principié también a mandar una cartita. Pero la carta la tenía que mandar con algún bolero o con algún chamaco; que a veces no se atrevían, tenían miedo de que los amenazaran, que por qué llevaban la carta, pero así se lograba de todos modos con mucha insistencia a que llegara alguna misiva o alguna cosa a manos de la muchacha. Y la muchacha después contestaba afirmativamente o negativamente a la insistencia del muchacho. Recuerdo algo que me sucedió una vez que ya me iba a ir a Morelia. Entonces le dije yo a un muchacho que era bolero que se llamaba Carlos (que ya lo he perdido de vista hace muchos años) le dije: —Mira, toma esta carta y se la das a mi novia. Aquí está también un tostón (o sea cincuenta centavos). Era una moneda muy grande un tostón, en ese tiempo tenía valor la moneda; por cierto, al llegar yo a Jiquilpan, los trabajadores del campo, yo les llegué a pagar hasta treinta y siete centavos y medio por día, y los días de trabajo naturalmente eran de más de doce horas. Tenían que empezar de las seis de la mañana, o antes, para regresar seis, siete de la noche. Bueno, yo creí que ya había llegado la carta a manos de mi novia y le pregunté: 226 —¿Ya entregaste la carta? —Sí ya se la entregué. —¿Qué te dijo?, ¿te dijo alguna cosa? —Me dijo que lo esperara aquí enfrente en la casa de don Feliciano Moneada. Esa casa estaba enfrente del correo entonces, y era un zaguán que está precisamente frente a las ventanas donde vivía mi novia, o sea la casa del doctor Betancourt. Y ahí estuve yo, espere y espere a que se abriera la ventana a ver cada movimiento; cada ruidito que oía volteaba a ver si se abría la ventana y nada, hasta que llegó la hora de que teníamos que partir en bestias a la estación de Moreno. La salida era hasta la una de la mañana; así tuve que hacer yo esa espera, sin esperanza alguna. Ya que vi que Antonio Gudiño tenía las bestias listas, entonces me tuve que separar, para ir a montar las bestias para irnos a Moreno y tomar el tren a Morelia. Y mi novia no salió. Cuando regresé me dijo el doctor Vela (que era un amigo mío, que ya lo he mencionado). —Mira, ¿sabes lo que pasó con la carta que tú le diste a Carlos? Tuvo miedo de entregar la carta, porque me dijo que si llegaba a saber el doctor que había llevado la carta a su hija lo mandaba fusilar. Y por tal motivo no entregó la carta; pero me hizo el favor el doctor Vela de entregarla. Pues el doctor, como se tenían confianza, ya amigos, ¿verdad?, con la novia que tenía, eran primas, y así entregó la carta a mi novia. Ya de regreso supe yo de esas noticias. Y así eran los noviazgos entonces. A veces que salía en la ventana mi novia al acercarme, a veces ni intercambiaba palabra ni alcanzaba a saludarla, cuando ya me decía «Ahí viene mi mamá» o «Ahí viene mi papá» o «Ahí viene mi hermano»; y así cuando mucho lograría medio minuto intercambiar algunas palabras. Y como eran ocho hermanos, mi suegro o sea el doctor Betancourt, ya había asignado dos de ellos que se turnaran, que eran Alejandro y Juan, que tendrían entonces unos once, doce años, y no debían de dejar el 227 zaguán sin que estuviera uno de ellos para que yo no me acercara a platicar con mi novia. Y no sólo eso, había otras costumbritas con los novios. Una vez estaba yo en el billar que tenía don Leopoldo Pulido, en el mismo portal Hidalgo, al fondo del portal al norte, o sea contra esquina del cine Hidalgo, o de la Casa de la Cultura que es hoy; y ahí estaba el billar y en tiempo de invierno que entonces sí hacía un poco de friyecito, y andaba yo con mi abrigo. Llega y me dice un bolero: —Oiga, Pappatheodorou, su novia lo está esperando por la segunda ventana de la calle de al lado. Ya fui corriendo para poder lograr verla. Ella estaba distante y en el momento que yo me acercaba hay vienen los cubazos de agua de la azotea; no sólo me echaron agua Alejandro y Juan, sino también José, el mayor de los dos, y otro que se juntaba que era Luis Fernando Méndez. Y por cierto una vez me dijo: —No sólo fue agua, sino que echamos orines en el agua, para que así te mojaran. Y entonces yo dije: —Eso no es cierto. —Sí, pregunta y verás que así lo hicimos una vez. Yo, el pobre, pues ya medio mojado tuve que ir a la casa a cambiarme. Vivía solo entonces y tenía una casa rentada de don Ignacio Marín, que estaba distante como dos cuadras y tenía una nana, una señora muy buena que se llamaba Luisa, pos, anciana de unos cincuenta o sesenta años, y ella me hacía cosas, me arreglaba toda la casa y vivía a gusto. Por cierto que en aquél entonces los pollos estaban baratos y era la comida, podría decirse, más suntuosa; seguido me hacía pollo (un pollo valía veinticinco o treinta centavos). Hay que continuar, ya que se trata de pollo, que a veces le compraba algún pollo o algún 228 gallo a don Rosendo Gudiño. Don Rosendo Gudiño era un hombre bastante anciano que posiblemente en aquellas fechas tendría más de setenta años y rifaba muchas veces un gallo grande, y entonces decía: «Bueno, este gallo se va a rifar en un peso, el boleto es de diez centavos». Pero muchas veces, como ya había oído decir, a mí no me constaba ni me consta, pero sí decían que no lo rifaba y entonces recogía el peso que lo rifaba y lo volvía a rifar el gallo. Don Rosendo era también padre de Baltasar Gudiño y tenía otros dos hijos, Melchor y Gaspar. Y don Baltasar Gudiño pues era un hombre culto que ayudaba mucho a los pobres, llegó a ser Presidente Municipal y fue también diputado al Congreso de la Unión, y se dedicaba también mucho en dar facilidades, ayudar a los agraristas que en aquél entonces necesitaban de personas que los orientara. Volviendo a mi noviazgo, ya en estas fechas (nos retrocedemos un poquito a 1930) tenía un año yo de novio con Margarita y entonces ya teníamos algunas relaciones, ya nos veíamos por allí, a veces nos saludábamos en la calle, y ya habíamos determinado que yo la pidiera en matrimonio. Yo para entonces ya tenía conocidos como don Dámaso Cárdenas, que era diputado local al Congreso del Estado; el administrador de Rentas, don Zenón Ayala, que era el que me pagaba, allí cobraba en la Administración de Rentas, y don Pancho Quiroz, que eran parientes con el señor Betancourt; los Villaseñor con los Cárdenas tenían relaciones y eran personas honorables, de buenas familias, que eran varios hermanos, don Pancho, don Luis, don Adolfo, don Enrique; en fin, eran cuatro o cinco hermanos ellos, y una de las familias más ricas de Jiquilpan; y a ellos nombré y les dije que si me hacían el favor de ir a pedir a mi novia en matrimonio, y así fueron los tres a entrevistar al doctor Betancourt y a la esposa, doña Amelia Villaseñor, a su casa y dieron un plazo de un año, el año siguiente de 1932. Pero como que no tenían ganas, porque no me conocían, y que no sé qué y que había necesidad de que yo me identificara más todavía, que si era casado o no era casado, tuve que traer una carta de la mutualista helénica de Grecia de México, otra carta después del consulado, que lo representaba entonces en aquéllas fechas el 229 consulado francés al gobierno griego; pero que no era suficiente, que debería tener una carta desde Grecia, pos hasta Grecia tuve que mandar traer una carta, un certificado de que era soltero; aparte de eso fue una cosa muy prolongada. El doctor Betancourt tenía un hermano que se llamaba Luis Betancourt, un jurisconsulto que representaba a la casa Cusi en México en todas las dificultades que se presentaban, era el apoderado de la casa Cusi, y él se tuvo que informar en el consulado, en la Mutualista Helénica y en muchas partes de que este señor Theodoro Pappatheodorou había entrado a México legalmente. Y así, al reunir todos esos documentos todas esas informaciones, se logró que yo pudiera casarme con mi novia. Pero aún así, como era una sola hija, doña Amelia se ponía muy triste y no quería y además tenía un dolor que le daba muy fuerte, que a veces hasta llegaba a llorar la pobre, y por tal motivo no se quería desprender de la hija, no se animaba a que se casara la hija. Pero llegó un momento, como sucede con los enamorados, pues dije: —¡Hombre!, pos si no me la dan me la voy a robar. —No, no —ya me dijeron los tres que había mandado—. No, así no, hay que hacer las cosas legalmente, una cosa bonita, casorio, porque de otra manera no, es feo, eso de robar la muchacha, ¿verdad?, entonces sería peor y nosotros no lo admitiríamos, no lo aceptaríamos, entonces vamos a volver a insistir. Y así fueron también otra vez. Ya entonces dieron la última palabra para la fecha que debíamos de casarnos. Ahora la dificultad se presentaba religiosamente. En aquél entonces la religión católica con la ortodoxa, pues no estaba muy bien; no tenían el contacto como lo hay hoy. Fui a ver al señor cura, que era el señor don Jesús Arroyo, una persona muy fina que era a la vez amigo mío, por ser extranjero, por ser griego ya tenía unos contactos con él, ya platicaba con él que cómo era de la religión ortodoxa, cómo hacíamos las fiestas, en fin, que él ya estaba más penetrado que yo, pero teníamos amistad con él y me orientó y me dijo: —Mire, Pappatheodorou, para eso vamos a hacer una carta que 230 diga que usted va a dejar libre a su esposa, en caso de que tengan hijos (que quiera Dios) para educarlos bajo la religión católica. Pues no me quedaba más que otra cosa. Ya le contesté: —Señor Cura, pues estamos aquí en el país, aquí vivo, aquí tengo que casarme, desde luego acepto. Y así tuve que firmar la carta. Pero por otro lado, no había culto, más bien los templos estaban cerrados, estaba el señor cura, pero los templos estaban cerrados, así es que no se podía hacer el casorio en el templo, y entonces se tuvo que hacer en la casa de mi suegro, o sea del doctor Amadeo Betancourt. Primero asistió el presidente municipal, que era Salvador Lozoya, y, pues, lo llamo yo de confianza así porque era más o menos de mi edad y nos tratamos de mucha confianza. Fue y nos leyó la cartilla de Melchor Ocampo, y todos los requisitos oficiales, y firmando los testigos allá y terminando eso vino el señor cura y también nos casó eclesiásticamente en la misma casa, en el mismo salón, y así quedamos casados. Y ese mismo día tuvimos que partir rumbo a Morelia en un carro que nos llevó Benjamín Herrera. Los templos estaban cerrados porque en aquél entonces, toda vía no terminaba la cristeriada y ese era el motivo. Creo precisamente que estaban cerrados desde el general Plutarco Elías Calles.33 Después se vino la revolución de los cristeros.34 Ya que llegamos en ese punto, me tocó un día estar enfrente a la Presidencia Municipal cuando llegaron ahí dos mulas cargadas con costales. ¿Y qué traían? Traían las cabezas de unos cristeros, y esos costales adentro cada costal tenía tres cabezas y los descargaron y los pusieron en el portal de la Presidencia Municipal, en donde había ahí una banca 33 34 En 1926 el presidente Plutarco Elías Calles expidió una ley que incluía las infracciones en materia de culto como delito. (Ley Calles.) Y como respuesta a esta ley, el 31 de julio de ese mismo año, los obispos mexicanos suspendieron el culto. Ramón Aguilar y Anatolio Partida fueron los principales cabecillas del movimiento cristero en la región; operaron en la zona comprendida entre Cojumatlán y Zirándaro. Meyer, Jean. La cristiada. (1974). Méx., S. XXI, t. I. p. 278. 231 larga en donde se sentaban los gendarmes y ahí pusieron todas las cabezas con las caras hacia el jardín Zaragoza, o sea hacia afuera que (según oí decir) para que los dolientes de los familiares fueran a reconocerlos y recogerlos y les dieran sepultura. Eso fue lo más triste que me tocó ver en esas fechas en Jiquilpan. Creo que uno de ellos era Francisco Meza, que estaba en las estribaciones, más bien en las partes altas del cerro de San Francisco, al sur de la población de Jiquilpan, y que era uno de ellos y otros que lo seguían, que eran colaboradores, o sea cristeros. Supe que la cosa de los cristeros era precisamente por el motivo de que, según el presidente Calles, no estaba de acuerdo por muchas cosas con la religión católica. Que parece que mucho dinero de México iba a dar al Vaticano y que por tal motivo, ¿verdad?, no debía de salir el dinero del país, que debían de solucionar las diferencias pacíficamente gobierno y pueblo. Cerraron los templos. Entonces el pueblo se levantó para defender su religión, como en muchas partes, no sólo aquí, sino que las religiones en muchas partes han sido cosas muy arraigadas de los pueblos, como en Grecia también. En Grecia en la época de la Independencia de 1821 los turcos cogieron a un diácono, que querían que se convirtiera a la religión mahometana y él les contestó con estas palabras heroicas: «Griego he nacido, griego he de morir». Entonces lo tuvieron que quemar en una pira que hicieron y así murió don Atanasio Diáko así se llamaba, Atanasio Diáko, un religioso griego. Lo mismo también en México, por todo el pueblo, entonces como ahora, pues es muy católico, hasta fanático y que era su religión. Y es una gran creencia que todos debemos de respetar, como yo respeto todas esas cosas en un país que hay libertad; así deben de ser las cosas, cada quien que crea en lo que le han inculcado sus padres, si le han inculcado la religión. Es una fe, una esperanza en la vida, en fin, todas esas cosas son muy bonitas, y así con una ilusión, con una esperanza vivimos en este mundo. Eso de las cabezas, pues eran ya los últimos acontecimientos del movimiento cristero. Ya he mencionado que el general Cárdenas llegó a Uruapan en aquellos tiempos, que tenía su cuartel general en la estación de 232 Uruapan, y allí empezó a indultar a todos los cristeros que depusieron las armas y que ya había tranquilidad. Que él se comprometía a que ya no iba haber dificultades religiosas, y que los templos pronto se iban a abrir. Yo me acuerdo bien precisamente que cuando fue Presidente de la República, el general Cárdenas, inmediatamente entonces (según mi opinión) se pusieron de acuerdo el general Cárdenas y el Arzobispo de Michoacán, don José María Martínez; de eso no sé yo, de la política en los arreglos que tuvieron tanto los civiles como los eclesiásticos. Pero sí me consta que don José María Martínez se trasladó a México como Arzobispo Primado de México. Y desde entonces se vino la tranquilidad y tenemos paz desde el tiempo del general Cárdenas para acá. Bueno, como ya les digo, por causa de ese movimiento cristero tuvimos que hacer la boda en casa particular; por cierto que nuestros padrinos fueron Alfonso Novoa, que era pariente político de mi novia y esposa y lo acompañó una cuñada que fue Lolita Gudiño, un año mayor que mi esposa. Otra pareja de los padrinos fue Pedro Marín con Elisa Villaseñor Villaseñor, que es prima hermana de mi esposa también, y Pedro Marín es un año mayor que yo. Tenía entonces la edad de veintiséis años y don Alfonso Novoa tenía treinta y seis años, que eran parientes con el general Cárdenas, así que era un año menor que el general Lázaro Cárdenas. Debo de mencionar, y con mi agradecimiento también, al general Cárdenas o sea el señor gobernador de Michoacán, a quien informé que ya me iba a casar, entonces pocos días antes ordenó a la Administración de Rentas que me entregaran doscientos pesos para nuestro viaje de luna de miel. Y así que fue un día jueves, nos llevó en el automóvil de don Juan del Río que también era pariente de don Lázaro, y tenía él camiones que hacían el servicio (en las secas, naturalmente) hasta Zamora, destinaban un camión a Zamora y otro camión a Ocotlán, y tenía un auto Ford modelo 30 ó 29 y con esos hacía servicios particulares, y el que lo manejaba era Benjamín Herrera. Entonces Benjamín Herrera nos llevó hasta la Barca, ya en abril, pues, ya era todo seco, y nos condujo hasta la Estación para tomar el tren. El pago del traslado de Jiquilpan a la Barca fue de tres pesos. 233 Llegamos a La Barca, nos llevó hasta la estación y ahí esperamos el tren que iba hasta Pénjamo; en Pénjamo teníamos que trasbordar y ahí permanecer en la noche y al día siguiente tomar el tren (que es un ramal de Pénjamo-Ajuno, Michoacán). Al día siguiente llegamos a Ajuno temprano, y ahí teníamos que esperar otra vez el tren, que regresaba de Uruapan-MoreliaAcámbaro-Celaya. Hacía en Ajuno mucho frío en aquel entonces y de Ajuno a Morelia, al llegar a Morelia tuvimos que instalarnos en el Hotel Oceguera, que ya estaba yo familiarizado con ese hotel y ahí permanecimos una semana. Entrevistamos al general Cárdenas (y otro agradecimiento más), quien me regaló otros doscientos pesos para que continuáramos y me dio permiso de un mes para que visitara las poblaciones que yo creía conveniente, que a la vez me servía de paseo de bodas, y me servía también de conocer esas poblaciones con el objeto de ver si era posible el cultivo de la morera. Estando en Uruapan nos instalamos en el Hotel América, que ya también había permanecido yo largo tiempo ahí en ese hotel. Un Alumnas de la Escuela Josefa Ortiz de Domínguez, en Morelia, Mich., desarrollando la cría del gusano de seda en 1932. 234 día, me acuerdo, un sábado en la tarde, salimos con mi esposa a dar la vuelta a presentarle toda la gente que conocía en Uruapan, y encontramos a Eva Méndez de Jiquilpan, y luego luego le llamó mucho la atención que yo anduviera en la calle y me dijo: —¿Oiga por qué usted anda en la calle? —¡Ay, señorita!, ¿pos qué cree que estamos encarcelados en el hotel? —No, no, no usted lo toma por otro lado. Me refiero que allá en Jiquilpan dicen que usted podó las moreras y que estaban muy bonitas antes. Y que ahora que llegó el general lo llevó el señor Dámaso para que viera las moreras y encontró aquello todo podado. Y se rumora allá que ordenó que lo encarcelaran. —No, señorita, yo no he hecho ningún mal, la poda de las moreras es dentro del trabajo que estoy desarrollando, las moreras que son de un año aprovechamos el follaje, todas las hojas para alimentar la cría del gusano que felizmente terminamos, y me casé y estamos por aquí de paseo. Y esa poda era indispensable que se hiciera así, y en primavera, para que en lo futuro pudiera formar un tallo recto; ya que el árbol tiene sus raíces ya fortalecidas. Entonces, a la altura adecuada, ahí se vuelve a podar, y empieza a formarse la copa adecuada. Así es que me asustó y creía la señorita Eva Méndez que ya estaba encarcelado. Pero el general le contestó a don Dámaso: —Mira, Dámaso, no te preocupes para eso tenemos aquí a Pappatheodorou, para que él los haya podado es que así debía de ser. —No, pero que estaban muy bonitos, que no se qué. Otra vez le contesta el general. —Pos, así, pero él sabe lo que hace. Voy a mencionar también unas cosas en aquel entonces en que pasábamos también el tiempo. Tenía un amigo muy bueno, un hom235 bre muy culto, que era el padre don Enrique Villaseñor, con quien me gustaba platicar porque sabía el griego antiguo, lo había estudiado, porque él estudió con los hermanos Betancourt, con Luis, que fue licenciado, y Pepe, que así lo llamaban Pepe Betancourt que también se recibió de sacerdote allá en Roma, en el colegio Piolatino que está en Roma, y con don Enrique, que tenía su casa cerca de la plaza, y siendo él también avanzado de edad se sentaba siempre en una ventana y ahí cada vez que pasaba ya me hacía la señal, ¿verdad?, para que me acercara con él y así durábamos largo rato platicando. Don Enrique Villaseñor, que era también primo hermano de mi suegro, o sea del doctor Betancourt, tenía una capilla; él no prestaba servicios al clero, sino que oficiaba en su capilla y como en aquel entonces los templos estaban cerrados, todos los domingos él oficiaba en su capilla; entonces todos los familiares y amigos acudían ahí a su casa a la capilla a oír misa. Tenía dos hermanas y una sirvienta que se llamaba Modesta, que más bien era ama de llaves, pues tenía a su cargo toda la casa. La señorita Modesta Magallón era como ama de llaves y administradora ahí en la casa del padre Villaseñor. El padre Villaseñor, al regresar de Roma, pues como eran hacendados, tenían la hacienda en Jalisco, en el municipio de Quitupán, tenía extensas propiedades por allá y tenían desde luego bastante dinero. En sus viajes vio un castillo en Europa y así se le ocurrió a él también construir en su hacienda, en un promontorio, en un lugar alto, un edificio de más de tres pisos, en forma de castillo, que prácticamente se divertía allá, y que duró algún tiempo. Dicen las malas lenguas, que en vez de primero meter el agua para edificar la construcción, lo hizo acarreando el agua en botes con bestias para hacer la mezcla, para hacer la edificación. Ya una vez terminada la casa entonces hizo la instalación del agua. Yo cuando ya llegué aquí, ese edificio ya estaba en medias ruinas y como ya había pasado la revolución y todas esas cosas así que ya estaba en destrucción no alcancé el esplendor de ese castillo. El mismo padre Villaseñor también construyó una casa en Jiquilpan, que es el edificio más bonito de Jiquilpan, que como ya he mencionado hasta con su capilla adentro en la casa, empapelado 236 el cielo y todo, en fin, un palacio. Ya transcurriendo los años, como ya murieron todos, el padre, las hermanas y todo, y por último se quedó Modesta y después también se murió Modesta y se quedó la casa; no sé quién heredaría eso; pero sí llegó a manos de una prima hermana de mi esposa, que tenía lo necesario para conservar bien la casa. Por cierto, un día le propuse que si me vendía la casa (porque aspiraba a aquella casa, yo estaba más o menos económicamente en condiciones de arreglarla para que permaneciera) y no quiso vendérmela. Le dije: «Le doblo el precio, usted diga, dígame cuánto quiere». Pos no me la quiso vender. Posteriormente murió su esposo, dividió la casa: la mitad la vendió a otra personas y se concentró en la otra mitad; y por último vendió aquello y se retiró a una propiedad que tenía su esposo por ahí en otro lado, y así se acabó ese edificio que es una joya. Bueno sería que algún día se reuniera de nuevo ese edificio, que está en tres partes, una tercera parte la tiene Alberto Villaseñor, que también es sobrino de segundo grado del padre Villaseñor. La casa está a media cuadra al poniente o sea a media calle, en donde se divide y que llega a la Trasquila, o sea hacia el poniente, partiendo del portal Hidalgo a la derecha; la esquina era casa del doctor Betancourt. La casa del doctor Betancourt colinda con la casa del padre Villaseñor; la mitad es del padre Villaseñor y la otra parte es del doctor Betancourt. Creo que ya he mencionado que el padre Villaseñor y el doctor Betancourt eran, creo, primos hermanos o primos segundos, porque aquí en Jiquilpan todos se componen de Villaseñor, todo el centro, si no es por un lado es por otro lado, pero tiene que tener apellido Villaseñor lo más lejano tercer grado. Recuerdo que cuando el general era gobernador, conocí al general Múgica; ellos en esa época aún estaban en contacto. Por esas fechas se construyó la primer carretera de Morelia, que fue Chupícuaro, que está adelante, cerca de la población de Quiroga, y hacia el norte de Tzintzuntzan; más bien Chupícuaro está enfrente, al norte de Tzintzuntzan. Oía las pláticas de los proyectos que tenían en aquél entonces para que tuviera una salida la capital de Michoacán a una playa, y que ya habían conocido esa parte de Chupícuaro. 237 En Chupícuaro, al llegar al lago, inmediatamente se ve ahí la quinta del general Francisco J. Múgica, que creo que todavía es de la familia, y ahí se hicieron plantación de árboles, arreglaron un parque y parece que hasta arrimaron parte de la arena para la playa, que por cierto quedó una playa chica muy pintoresca. Y entonces estaba de moda ese lugar para la capital de Michoacán y no estaba pavimentada la carretera, sino estaba con grava nada más; eso sucedía por ahí de 1930 a 1932 y… ¡Ah!, esa carretera tenía una curva muy cerrada y esa curva siguió cerrada, no abrieron línea recta para que la gente que venía de fuera, los turistas, tenían que pasar frente de la playa de Chupícuaro y ya después pasaban por un puente para continuar a Morelia. Y lo mismo también de Morelia tenían que bajar y pasar por la playa y continuar rumbo a Zacapu, Zamora y Jiquilpan. También durante el gobierno del general Cárdenas se construyó la quinta Eréndira. Ahí me tocó estar pues me mandó llamar de Morelia el general Cárdenas para que asistiera yo con mi esposa, que estábamos recién casados, al casorio civil de ellos. El general, para entonces, ya había entregado el gobierno del estado, que fue el 15 de septiembre. Nosotros nos casamos el 21 de abril y ellos se casaron en octubre, y por tal motivo querían que yo también asistiera con mi esposa al casorio de ellos, porque me quería mucho y sería porque yo me portaba bien, y me mandó llamar y tengo hasta una fotografía en el momento que yo llegaba con mi esposa a la Quinta Eréndira. Ahí estaba también José Raymundo Cárdenas, don Dámaso Cárdenas, Alberto Cárdenas, Francisco Cárdenas; todos los hermanos. Josefina y todos los hermanos estaban ahí y estaba hasta una tía de él, ya anciana la señora, que no me acuerdo en estos momentos cómo se llamaba. Me acuerdo que me firmó dos contratos de unos lotes; porque el gobierno del Estado había formado una colonia en Morelia para los empleados, y me dijo el general Cárdenas que escogiera algún lote o dos si quería, que tenía que pagarlo a plazo después. Y aproveché la ocasión porque no me los había firmado, puesto que andaba yo fuera, y entonces los llevé en esa ocasión a que me firmara esos documentos de los lotes. Y así con frecuencia visitábamos el lugar. Mientras vivieron allí, 238 íbamos los sábados y permanecíamos una noche y el domingo en la tarde otra vez regresábamos a Morelia, con mi esposa. Un día el general Cárdenas me dijo: —Mira, Pappatheodorou, ahora ya vas a estar en otro gobierno, ahora está el general Serrato. Pero ahí tienes un buen amigo que es Victoriano Anguiano, sin embargo el día que te molesten, el día que te digan que ya no hay trabajo para ti, inmediatamente me comunicas. Ahora me destinaron como Jefe de Zona en la ciudad de Puebla, así es que allá diriges los telegramas, las cartas y lo que se te ofrezca. Pero si te cortan, tú te vas a Jiquilpan a radicar, puesto que ya se casaron, ya tienes tu esposa, y te vas a dedicar de lleno a la región de Jiquilpan, a desarrollar la sericicultura. Y así yo me quedé algún tiempo en Morelia, pero empezaron algunos políticos a molestarme. Uno de ellos fue el tesorero, que en tiempo del general Cárdenas fue diputado, él era Ernesto Ruiz Solís, y fue nombrado entonces Tesorero del Estado y un día después de un mes que ya me hacían falta centavos, fui a cobrar y me dice don Ernesto: —¿Qué quieres que te dé? Mira ahí están las cajas vacías, no nos dejaron ni un centavo. Y así fui a ver después al Secretario General, que era el licenciado Victoriano Anguiano (que ya he mencionado antes cuando todavía era estudiante), que era de San Juan de las Colchas o Parangaricutiro, ya me dijo: —Pues qué quieres, Theodoro, que hagamos. Escríbele al general Cárdenas a ver que te dice él. Y así muchas veces nos encontrábamos en Uruapan, y de ahí nos íbamos hasta Parangaricutiro y ahí permanecíamos dos, tres días, y regresábamos a Morelia. Una vez en Uruapan nos quedamos una noche porque a veces yo tenía unos trabajitos ahí, y después regresamos. 239 Todavía en 1931 frecuentaba yo Uruapan y tenía naturalmente varios amigos allá, principalmente el doctor Alvarado y a Rafael Béjar, que era originario de Parácuaro; ahí él sembraba arroz y tenía un molino también de arroz. Para entonces ya el general Cárdenas había construido una carretera para llegar a Apatzingán, que no era por donde va ahorita la carretera, por Lombardía y Nueva Italia, Apatzingán, sino era por el lado de Jicalán, Jucutacato, por el nuevo San Juan de las Colchas, o sea Los Conejos, y ladeando la sierra llegaba a la hacienda de Los Bancos, que también ahí había un ingenio, y de ahí se iba a Parácuaro. En Parácuaro llegábamos a la casa de Rafael Béjar, en donde permanecíamos un tiempo, ya fuera para distraernos o bien para atender a unos enfermos que el doctor Alvarado veía cada vez que iba a Parácuaro. La carretera esa era de tierra; en muchas partes había grava colorada, porque hay algunos volcanes viejos por ahí de tierra colorada y de grava colorada y negra, y todos los puentes eran de madera; todos eran de madera puesto que ahí nomás tumbaban los pinos y atravesaban en los arroyos, pero ya había comunicación hasta Apatzingán. Esa carretera nos sirvió alguna temporada dos, tres años hasta que se hizo la carretera después por Lombardía y Nueva Italia. Y el doctor Alvarado, como era de Tierra Caliente, en todos alrededores tenía amigos y a todo mundo le prestaba servicio, lo mismo también Rafael Béjar que era un amigo muy bueno. Creo que todavía vive, es un hombre industrial que ha de tener un capital fuerte; eran muy amigos con el general y con el doctor Alvarado. Pero en una de esas ocasiones que fueron (eso sucedía ya como en 34 o 35) con don Rafael Béjar a Parácuaro, al regresar le dio pulmonía al doctor Alvarado y de ese mal perdió la vida. Me da mucha lástima, mucha pena; era un gran amigo, era un hombre muy franco, muy demócrata, no sé como mencionarlo porque nos quisimos como hermanos, puesto que de él fue toda la iniciativa para la primera cría de gusanos que hicimos en Uruapan. El doctor Alvarado vivía en una casa que está cerca de la plaza principal de Uruapan, donde principiaba la calle 5 de Febrero, en el número 5; ahí tenía el consultorio y ahí también vivía su familia, 240 que consistía en su padre, su madre y una hermana que se había casado con un militar pero se habían separado y tenía dos hijos ella. Pero transcurriendo el tiempo, llegó el día en que el padre se enfermó gravemente y pues ya estaba en los últimos momentos, y el doctor pos no quería que muriera el padre. Y ya tenía varios días así nomás respirando profundamente; ya la madre le decía: —¡Ay hijo!, ya déjalo, déjalo que descanse tu padre, ya ves que ya está en los últimos momentos, ya para qué lo sacrificas, ya déjalo que se duerma. Y así con esas súplicas, con los ruegos de su madre, dejó que se muriera su padre. Yo estaba presente en ese momento, en los últimos instantes en que murió el papá del doctor; y estaba ahí presente, porque ahí vivía yo, ahí sentía yo todos los dolores que sentían ellos en los últimos momentos de la muerte de su padre, porque tenía un cuarto en la casa donde vivían ellos. Me acuerdo que en los primeros años en que viví en Jiquilpan existía la “Palomilla Espinaca”, que la formábamos un grupo de veinticinco muchachos aproximadamente; y teníamos por costumbre reunimos en la plaza. Ya nos parábamos en un rincón o en otro rincón en las bancas, y así cada quien ¿verdad? desarrollaba una plática y nos carcajeábamos porque platicábamos de distintas cosas. Entre ellos estaba el de mayor edad, Salvador Orozco, que era hermano de dos señores curas, uno de ellos se llamaba Herminio Orozco y prestaba su servicio aquí en Jiquilpan, Michoacán; posteriormente lo cambiaron a Guarachita, hoy Villamar, y ahí murió prestando servicio largos años; el otro era don Francisco Orozco, que vive todavía pero ya muy agotado de una vida de más de noventa años y que está en Guadalajara y ahí lo están atendiendo unas sobrinas. Salvador Orozco, por ser hermano de dos sacerdotes, pues era un joven medio chiqueado y con medios económicos; ¡ah! tenían otro hermano también, Federico, ese Federico tiene muchos dichos, muchas averías que ha hecho en la sociedad, pero unas cosas chuscas ¿no? no molestas, ni malas; después está “el Títere” 241 José Orozco; también Fernando Sandoval y dos hermanos de apellido Vargas, José y Manuel; estaban los Barrera, dos hermanos también, Enrique y Ricardo; estaba Manuel Méndez y Manuel Valencia. ¿Quién más? Pos éramos muchos, Manuel Anaya, Alfonso Quiroz, José y Enrique Villaseñor, Amadeo y Othón Betancourt, y yo también; ¡ah! estaban los doctores Vela, Jesús Vela y Joaquín Alcocer, que esos eran también de fuera, uno era colímense y el otro era yucateco. Y así formamos esa palomilla. ¡Ah!, aparte esa Palomilla Espinaca también jugaba béisbol. Por cierto que tenían un grupo ahí bastante fuerte y tenían el campo que jugaban en la Trasquila ya subiendo, donde está hoy el monumento de los generales Ornelas y Rioseco; atrás había un llanito y ahí se había emparejado y todas las tardes salían, ¿verdad?, los muchachos y muchachas y ahí jugaban béisbol. Por cierto que estaba muy adelantado en aquel entonces. Con ese grupo recuerdo que con cierta frecuencia sacábamos serenatas, como se acostumbra; nos juntábamos y entonces llevábamos la música, el mariachi, por ejemplo: a la casa de la novia, después de la novia del otro y así recorríamos hasta dos, tres de la mañana. Naturalmente llevábamos nuestra botellita y nos servíamos nuestras copitas, igualmente hacíamos también «Las Mañanitas» con ese mismo objeto cuando era el día de su nacimiento o el día de su santo de la muchacha; entonces nos juntábamos, ya íbamos y dábamos «Las Mañanitas» a la novia de uno de los compañeros de la Palomilla Espinaca. Por estas fechas, recuerdo que nos reuníamos afuera de la casa de don Vicente Otero, en una de sus ventanas, que estaba ubicada precisamente en contraesquina de la casa del doctor Betancourt. Pues nos reuníamos a platicar, con el doctor Betancourt (como intelectual que era, podía platicar con él de muchas cosas de Europa), con don Vicente Otero. Él padecía de poliomielitis y no podía andar; era por eso que nos reuníamos cerca de su ventana; él siempre se sentaba en un sillón a la orilla de la ventana y el doctor Amadeo Betancourt también traía de su casa un sillón de respaldo, cómodo; también se nos acercaba Leopoldo Pulido, cuya ocupación era ser administrador de billares; él rentaba un salón de don Vicente Ote242 ro, estuvo ahí algunos años. Ya después se compró un pedazo de salón, que también lo acondicionó para eso; por cierto que estaba al norte del portal Hidalgo que colinda con la casa de don Ignacio Gudiño. El lugar en donde nos reuníamos era una casona, un zaguán grande que todavía existe y probablemente sea el edificio más viejo de la población. Disfrutábamos mucho las pláticas y los recuerdos; siempre me preguntaban sobre cosas de mi país. La hacienda de Guaracha35 Yo conocí al administrador de la hacienda de Guaracha, que se llamaba Eudoro Méndez. Supe que él se quería retirar de ese cargo pero que no pudo hacerlo porque su familia tenía estrechos lazos de amistad con los dueños de la hacienda; y pues además muchos de los Méndez habían nacido en Guaracha y pues estaban muy encariñados con ese lugar. Me di cuenta que don Amadeo Betancourt, en el mismo tiempo que don Eudoro era administrador, visitaba la hacienda de Guaracha cada quince días para ir a ver a los enfermos y desde luego que su viaje lo hacía en caballo. Todos los servicios se hacían por conducto de Jiquilpan. Por ejemplo, había un correo que diariamente venía de Guaracha hasta Jiquilpan para llevar cartas o algunas cosas que necesitaran allá en la hacienda y se regresaba a Guaracha. Ese servicio lo hacía el señor 35 Durante el siglo XVI esta hacienda se caracterizó por ser una propiedad nominal, de hacendados de tipo ausentista. El 24 de noviembre de 1791, el comerciante Victoriano Lazo adquirió dicha propiedad a través de un remate por la cantidad de 209,000 pesos. Entre los propietarios de esta hacienda se encuentran Diego Moreno Lazo, Antonia de Depeyre, Diego Moreno Leñero, Manuel F. Moreno y Luisa Moreno. Su extensión no es precisada con exactitud, y oscila entre las 34,890 hectáreas y más de 50,000 hectáreas. Moreno García, H. Op. cit. pp. 72-92. Sánchez, Ramón. Op. cit. p. 77 y Fernando Benítez. «El joven Cárdenas». Cuadernos Mexicanos. (1982). SEP/Conasupo, pp. 6 y 7. 243 Tránsito Talavera, era padre del doctor Margarito Talavera (que por cierto fue muy querido por el general Lázaro Cárdenas, porque estudió en Morelia y él lo protegió). Margarito era unos dos años menor que yo. Bueno, la hacienda de Guaracha tenía un casco grande y una huerta que estaba frente a la hacienda. En esa huerta había árboles de limones, naranjos, membrillos, mangos, guayabos; en fin que hasta tenían unas puertas con arcos frente a la hacienda y había una ventanita y ahí vendían la fruta para todo aquél que quería comprar fruta de la temporada. Y el camino real pasaba entre el casco de la hacienda y la entrada a la huerta, al norte. Esa hacienda también tenía un ingenio, del que todavía existe el chacuaco. Se regaba con la presa de San Antonio Guaracha (que también era un anexo de la hacienda) que era otro rancho que estaba al sur de Guaracha. Y en ese lugar había un ojo de agua, que no permitía que se secara la presa. Había un canal que llegaba por todas las laderas hasta Totolán; todas esas laderas estaban sembradas de caña, y en lo plano también tenían sembrado. Había una calzada que llegaba al cerrito de Cotijarán (que también era rancho de Guaracha). Entre la calzada que iba de Guaracha a Cotijarán hacia el poniente, todo era caña; porque todo ese llano era un terreno muy fértil, bañado por el río de Jaripo, así que se bañaba con el limo del río. Y en el llano de molino había una vía de un trenecito, que eran unas plataformas chicas, parecidas a la plataforma de un camión; así que enganchaban varias plataformas y así se transportaba la caña del llano, a través de ese trenecito hasta el molino.36 Todo lo que era el resto de las laderas de la hacienda, que eran cañaverales, llegaban hasta la orilla del panteón de Guarachita. Por- 36 El 1º. de julio de 1899 se puso a funcionar la sección del ferrocarril YurécuaroZamora y el 1º. de enero de 1900 se prolongó la vía desde Chavinda a Estación Moreno. Esto fue aprovechado por el dueño de la hacienda para trasportar internamente las materias primas que producían y al mismo tiempo para darles salida. Moreno García, Heriberto. Guaracha tiempos viejos, tiempos nuevos. (1980). Méx., FONAPAS/COLMICH, p. 114. 244 que Guarachita no tenía propiedades, tenía tan sólo unos echaros en el cerro que sembraban en las laderas del cerro de Guaracha. Todo el llano pertenecía a la hacienda: los alrededores de Guarachita, Totolán y Los Remedios, nada más, se puede decir, Guarachita era un pueblo, y todo lo demás se sembraba de trigo, que se alcanzaban a regar con las presas de la hacienda de San Antonio. Más abajo de los llanos, lo que se sembraba era maíz, primeramente en las aguas, y luego garbanzo, en tiempo de invierno. Así es que Guaracha se componía de San Antonio, Cerrito Pelón (casi la totalidad pertenecía a Guaracha porque un rinconcito que daba al sur oeste, era de don Porfirio Villaseñor quien tenía ahí magueyes), Las Zarquillas, El Capadero (que ahí capaban todos los becerros y de ahí tomó el nombre), en este lugar tenían ordeñas; sigue El Platanal, La Hierbabuena… Bueno, se puede decir que las propiedades llegaban hasta Briseñas, en toda la Ciénega. Con esto podemos imaginarnos que los pueblos estaban estrangulados por las haciendas. Aparte había algunos ricos no hacendados, pero que tenían propiedades en la Ciénega de Chapala; eran los señores Arregui, los Sánchez y otros pequeños agricultores (pequeños ante la monstruosidad de Guaracha). ¡Ah!, también estaba don Rafael Quiroz, que era de Jiquilpan y que tenía el monte ralo que está cerca, hacia el sur de San Pedro. En la hacienda de Guaracha se hacían los cultivos en los terrenos parejos, los hacían con mulas los barbechos; ahí tenían lo más moderno en arados, pero no tenían tractores. Los arados se llamaban arados de carro, porque tenían una reja grande y estaban montados sobre ruedas, tenían un asiento metálico en donde se sentaba el mulero; este señor uncía dos mulas atrás que llevaban la guía del arado y tres mulas adelante. Como eran potreros grandes, cortaban primero alrededor la primera raya; y así seguían después los otros tiros de mulas. Había ocasiones en que el mulero estaba tan bien adiestrado que llegaba a manejar hasta seis yuntas ese mulero, con un chicote nada más los guiaba, porque las mulas ya estaban acostumbradas a no salirse de la raya del barbecho. Así nomás seguían dando vueltas y vueltas y hasta que al último quedaba un poco te245 rreno sin barbechar; entonces se quedaba un sòlo tiro de mulas para cerrar; se hacía una besana en un terreno de veinte, cincuenta o más hectáreas. En las siembras también se empleaban bueyes para cultivar el maíz, lo mismo para las siembras del garbanzo; después del maíz sembraban trigo, garbanzo y frijol. Yo no llegué a ver siembras de frijol, pero decían que se sembraba. Recuerdo un poco sobre las condiciones en que vivía la gente que trabajaba en las haciendas o hasta en un rancho. La gente generalmente trabajaba a medias o a la cuarta, según el trato que hicieran con el dueño de la hacienda o del rancho. Considero que era más productivo para el dueño de los terrenos pagar directamente el jornal a los trabajadores; porque ahí el administrador era el agricultor, conocedor de cómo debía cultivarse la tierra, la época en que se debía sembrar, la clase de semilla. Y así de esta forma todas las cosas andaban bajo una jerarquía, desde el hacendado, administrador, hasta el trabajador. Naturalmente que el hacendado tenía sus capataces en primer lugar, después estaban los mayordomos, que tenían cada uno su grupo, ya fuera a los muleros, a los bueyeros; otro dirigía las siembras; en fin, que todo estaba ordenado bajo un sistema jerárquico-administrativo. Y de esa forma marchaba mejor la producción de cosechas. Los trabajadores lo que hacían era reunirse; iban tres o cuatro a juntar los bueyes o las mulas, las uncían, agarraban las riendas o la garrocha y a barbechar. Pero ellos lo hacían despreocupados, porque no se preocupaban por lo que se fuera a sembrar, ni cómo se iba a sembrar, puesto que de estos trabajos el yuntero o el mulero no estaban al tanto, ignoraban lo referente a las técnicas del cultivo. Es como decir, ¿quién construye un edificio? Pues el que lo construyó es el arquitecto, conocedor y responsable; los otros son todos ejecutores. Pero en la actualidad hasta eso ha mejorado mucho, porque cada quien tiene una especialidad, por ejemplo: hay uno que se dedica exclusivamente a colar; otro a poner la obra falsa, el que pone la instalación eléctrica, el que enjarra las paredes, el plomero, en fin, que cada quien tiene una función y lo hacen mejor; en cambio, antes todo lo hacia un albañil. 246 Como ya he mencionado, tuve la oportunidad de estar en contacto con varias regiones de México, como Uruapan, Jiquilpan y hasta llegué a conocer las haciendas de Lombardía y Nueva Italia, que vi cómo se manejaba; y pues todo era bajo una disciplina estricta. No había de que «yo no voy», «yo no puedo», porque como hasta en el ejército, el que decía «pues no puedo», enseguida lo mandaban al médico y si no tenía nada lo castigaban severamente. Aquí, pues, muchas veces la gente no quería ir al trabajo. Así conocí yo México, al llegar a esas regiones. Aunque yo no llegué a ver la tienda de raya de la hacienda de Guaracha, supe por buena fuente cómo se hacía el trabajo con los medieros. El ranchero tenía naturalmente escogido quiénes eran los mejores yunteros, los mejores cuidadores para la siembra de maíz y les daba a medias la siembra, pero esto consistía en darle maíz; es decir, que el ranchero era el comerciante y el mediero el cliente, puesto que también negociaba el ranchero con el abastecimiento de ropa, huaraches, alimentos, maíz, frijol, arroz, sombreros, correas para los huaraches, hasta suelas; porque los trabajadores más humildes del campo, no podían comprar huaraches, sino que les fiaban (si el ranchero creía conveniente) un par de suelas y correas para que aquél pobre hiciera sus huarachitos. Así que el ranchero le apuntaba al mediero cuánto maíz quería para la temporada, ya fueran dos, tres o cinco hectolitros para las tortillas, frijol, petróleo, en fin, lo que necesitara. Y así semanariamente el mediero iba a la tienda a ver qué necesitaba, ya fuera sal, velas, arroz. Como la siembra era a medias, también le facilitaban la yunta de bueyes y todos los aperos. Se hacía la siembra y llegaba el tiempo de la cosecha; entonces tocaba la hora de pagar. Parece ser que el ranchero le daba un hectolitro de maíz para sembrar al mediero, ya después cuando cosechaba, este tenía que regresarle dos hectolitros de maíz al ranchero. Y ese pago se hacía al montón al momento de la cosecha. En algunas partes tenían las yuntas, que le llamaban yuntas de siembra; o sea que también llegaba a ser de cinco hectáreas. Y así era el trabajo en los ranchos. Como ya mencioné, en Guaracha toda la actividad se hacía bajo administración directa, en forma jerárquica. 247 En la hacienda de Guaracha había otros trabajos, como la ganadería. Para esto tenían sus capataces que administraban y cuidaban el ganado; a esos capataces les llamaban vaqueros y había otros que se encargaban de las ordeñas, a éstos les decían ordeñadores. Por cierto, una de las ordeñas estaba entre Totolán y la hacienda, en una curva antes de llegar a Guaracha; y estaba también El Capadero, en el otro lado al oriente de Guarachita. También había personas que se dedicaban a pastorear los becerros, las vacas y los bueyes; a estos trabajadores les decían becerreros. El número de ganado que tenía la hacienda no lo sé, pero supongo que han de haber sido miles. Por otro lado, cuando llegaba el tiempo de cosechar, se hacía a fines de año porque dejaban que el maíz se secara en la mata. Entonces sacaban a la gente de sus casas y cada mayordomo se encargaba de un número determinado de trabajadores; entonces éstos iban con sus canastas y un aditamento que hacía más fácil la tarea de separar las hojas de las mazorcas para dejarla limpiecita; después de esto echaban las mazorcas en una canasta que traían colgada en la espalda con dos correas sostenidas de los hombros, y cada mazorca que limpiaban la echaban atrás en la canasta. Y así los pobres iban cargados hasta salir el zureo y vaciaban en una carreta el contenido de la canasta. Entonces ahí se clasificaban las mejores mazorcas, las más desarrolladas, y que separaban dejándoles dos hojas para uno y otro lado de la mazorca; estas hojas se amarraban con la finalidad de ensartarlas en una vara y las colgaban en donde hubiera un techo ventilado; y así se conservaban hasta la llegada de la próxima siembra. Esa clasificación se hacía con el resto de maíz que quedaba; a éste se le llamaba maíz “rayado”, que se usaba para los animales. Así que el “bueno” y el “rayado” se medían en una canasta («medias»), que tenía la capacidad de medio hectolitro de maíz en mazorca, que en realidad ya desgranado pesaba treinta y cinco kilos. Estaba también el maíz que tenía granos o comido por gusanos o por la humedad; éste se usaba como forraje para las vacas, puercos, gallinas, etcétera. En las carretas transportaban las mazorcas a la bodega. Bueno, aquí en Guaracha no tenían bodegas especiales como en otras regiones o como en otros países acostumbraban; pero este dependía 248 también del clima; si era tierra fría, se conservaba más fácilmente el maíz y, pues, siempre lo que tenían eran bodegas de cajas, es decir, bien ventiladas, que están hechas con franjas de tablas y en ese lugar las mazorcas se almacenaban, pero también se ventilaban a la vez. Pero siempre se conservaba el maíz en la planta, hasta los meses de diciembre y enero debe estar bien seco porque se calienta y se corre el peligro de perderse. Después el maíz bueno y rayado se desgranaba, con una especie de piedra que se formaba con encinchados de los mismos elotes, que los juntaban a un diámetro de cincuenta centímetros o sea una rueda de diez o doce centímetros de espesor y que era por el lado del tupo que era más resistente y ponían enfrente de las piernas la rueda y con las dos manos agarraban las mazorcas y las rozaban en esa rueda, o piedra, como la llamaban, y así era el sistema de desgranar el maíz. Ahora les voy a platicar un poco sobre la siembra del garbanzo. Ésta generalmente se hacía en otoño, cuando todavía estaban las lluvias. Como por el mes de septiembre comenzaban a barbechar las tierras y las dejaban así para que penetrara más la humedad en la tierra, hasta que se deshacían los terrones. A mediados de septiembre (o según la época en que se retiraban las lluvias) se empezaba a sembrar el garbanzo. Esta actividad se hacía con bueyes o con muías y generalmente se usaba el arado de palo. Había arados para bueyes con un timón largo, que llegaba hasta el yugo, y que se enganchaba por medio de unas correas de pieles de reses sin curtir; y pues el arado de mulas tenía sus collares, sus cadenas y unos palotes atrás para distribuir el peso del jalón del arado y se les enganchaban también arados de palo; y así iban abriendo surco. Conforme se iba abriendo el surco, el muchacho que tenía la tarea de sembrar el grano tenía una bolsa colgada del hombro y cogía con la manita los granos y le indicaban primeramente la distancia entre grano y grano a que debían caer, luego los sembraba. El muchacho venía atrás porque cada tercer raya se sembraba un surco y se dejaba un surco vacío. La siembra del garbanzo era de temporal; el garbanzo no se regaba por que no había agua. Y regar el garbanzo era peligroso porque se pudría el maíz y moría la planta. Antes no sabían la técni249 ca del riego del garbanzo; hoy sí se riega. Bueno, llegaba la cosecha y todo lo hacían a mano. Llegaban cuadrillas, les daban determinados surcos, o un cuadro de terreno, para cada individuo. Después empezaban a arrancar el garbanzo y hacían montoncitos y se dejaban algunos días o un mes para que se secara; entonces llegaban los trabajadores con unas horquillas de madera de puntas largas, y como por la mañana el garbanzo se encontraba húmedo por la brisa y estaba tan apilado, entonces se entrelazaba y se apretaba entre sí, por esto resultaba fácil agarrarlo con unas horquillas de madera y transportarlo a una distancia de cien metros o más en dónde estaba la era. Rara vez se transportaba en carretas el garbanzo, o sea la gavilla, porque tenían las eras, que resultaba muy fácil hacerlas; para esto se emparejaba un terreno de unos seis u ocho metros de diámetro, lo mojaban y lo pisoteaban y ahí hacían un pilón alto de gavilla de garbanzo. Luego pegaban cinco o seis bestias, mulas o caballos y las amarraban de una gamarra a otra gamarra, es decir de rienda de cabezal a cabezal, para que fueran juntos todos. Y así el encargado de esa tarea arriaba a los animales alrededor, porque en el centro se clavaba un palo y de ahí se amarraba un mecate y de esta forma los animales corrían alrededor, ya cuando se aplanaba un poco, agarraban las horquillas y les daban una vuelta, ya cuando se desgranaba bien echaban otra parte encima y así hasta terminar todo el pilón de garbanzo que había en la era esa, y luego se aventaba y se hacía un chorizo, frente de donde venía el aire y así se separaba el grano de la paja. El jornal recuerdo que era de cincuenta centavos y llegó hasta los tres pesos. Este aumento se dio entre los años de 1930 a 1945, año que por cierto me retiré de Jiquilpan. Bueno ya que empecé a hablarles de estos cultivos quiero decirles que en Tracia y Macedonia había un sistema para trillar garbanzo, trigo o cualquier otra semilla. Este consiste en hacer un aparato formado por dos tablas unidas de un largo aproximado de tres metros, con la punta de adelante torcida hacia arriba, para que pudiera deslizarse la gavilla, con la finalidad de que no la arrastre, sino nada más que la pisoteé; y las 250 tablas por debajo estaban tapizadas con una piedra filosa negra o blanca, y su función era cortar la gavilla. Recuerdo que cuando yo empecé a trabajar en la agricultura aquí, no encontré una piedra como la que les mencionaba; entonces opté por diseñar unas cuchillitas que mandé hacer con Francisco Gutiérrez, que era herrero; esas cuchillas en la parte de abajo eran muy filosas y para el otro lado se hicieron unas puntas que se clavaron debajo de unas tablas a una distancia de cinco centímetros una de la otra, pero paralelas, y a lo largo se separaron otro tanto y estaban entreveradas; de tal forma que si la primera no cortaba, la segunda sí lo haría. Esas cuchillas naturalmente también con la parte de adelante se sumían un poco más arriba para que no juntaran la gavilla, sino a manera de que nada más la trozara. Y hacía el trabajo de trilla como se acostumbra allá. Ese aparato que mencioné lo pueden usar pequeños y grandes agricultores. La diferencia consiste en el número de tablas que se pongan para trillar, según la cantidad de gavilla que sea y superficie de era. Bueno, por otro lado, recuerdo que la vida en la hacienda cambió mucho después de 1936; pues se expropió la hacienda, se repartieron las mulas o se dejaron al ejido de Guaracha.37 Una vez formado el ejido de Guaracha, no recuerdo si fue en 1936 ó 1938, se hizo una especie de cooperativa del cultivo de caña, porque el general Cárdenas quería que continuara la siembra de caña; así que se instaló una oficina del Banco Ejidal aquí en Jiquilpan.38 Se les pagaba a los mismos ejidatarios que cultivaban la caña un sueldo de un peso cincuenta centavos aproximadamente; eso les pagaba el Banco para que limpiaran el cultivo de la caña. Y recuerdo que ellos no atendían bien la caña, y yo me daba cuenta porque también me dedicaba a la agricultura. Y creo que ese descuido obedecía a que de ellos era la caña, porque una vez procesada tenían derecho a la repartición de utilidades a que tenían dere37 38 El 29 de octubre de 1935 se dio la resolución presidencial del reparto de Guaracha entre los solicitantes de tierras. En 1935 se instaló en Jiquilpan el Banco Nacional de Crédito Ejidal. 251 cho. Después de que sacaron los gastos se repartieron las utilidades entre los ejidatarios. Pero como no habían atendido bien el cultivo de la caña, no obtuvieron ganancias y creo que entonces fue cuando tomaron la determinación de quitar la fábrica y de mandarla a Taretan; creo que sí fue ahí donde instalaron las máquinas del ingenio. Y así fue como se terminó con el ingenio de Guaracha. El doctor Amadeo Betancourt El doctor Amadeo Betancourt era un profesionista muy bueno, un hombre muy preparado. Y por algunos motivos que me di cuenta, no estoy de acuerdo en los acontecimientos posteriores, pienso que debieron tratarlo mejor porque era una de las personas más preparadas de Jiquilpan, y no sólo de Jiquilpan sino del contorno, de los alrededores. Y además de ser un cirujano de renombre, que lo reconocían, me enteré, me di cuenta, que muchos que iban a México de la provincia de aquí a buscar mejoría en sus enfermedades les preguntaban en México: —¿De dónde vienen? Y contestaban: —De Jiquilpan. —Pero señor, señora, si allí tiene el mejor médico, ahí está Amadeo Betancourt, qué mejor que él los atienda; él fue nuestro compañero, a él lo reconocemos como el mejor médico, el mejor compañero; estuvimos estudiando juntos aquí en la Universidad en México. A un hermano de don Efraín Buenrostro que lo querían asesinar, le metieron un cuchillo en el intestino, y tuvo que operarlo aquí sin haber los medios necesarios como hoy, y le salvó la vida sacándole las tripas y lavándolas, limpiándolas y cosiéndolas y así el hombre vivió. A él lo conocíamos como “el Chiquitín”; todo mundo aquí en Jiquilpan lo conocía. 252 Dr. Amadeo Betancourt en la huerta El Bajío, Jiquilpan, Mich., 1905. El doctor Betancourt (y lo digo no por ser mi suegro, porque fue mi suegro) era un hombre muy recto. Por otro lado, algunas personas aquí (porque él era muy justo en todas las cosas) dicen que era masón y que no se qué y más allá; no era nada de masón; sino que él veía las cosas a su modo de ser, no pertenecía a ningún organismo o club de esa naturaleza. Y ya lo conocemos todos, y no sólo aquí sino en el país, que el doctor Betancourt fue Constituyente de 1917, que estaba al lado también del general don Francisco Múgica, que estudiaron en el Seminario de Jacona, cerca de Zamora, Michoacán, ahí terminaron los estudios preparatorianos y de ahí después se fue el doctor Betancourt a México y ahí terminó y se recibió de cirujano. El doctor Betancourt en su juventud, cuando era estudiante, iba a Jacona y a veces cuando regresaba a Jiquilpan se la pasaba a gusto, libre de estudios, y tenía su abuelo hacendado rico, se iba a la hacienda de San Antonio de Quitupan, Jalisco, distante de Jiquilpan tres horas a caballo y su abuelo lo quería mucho. Él se sentía hacendado, montaba buenos caballos. Todo mundo, los trabajadores, lo querían y lo respetaban porque era nieto del hacendado dueño 253 de hacienda y ranchos y de mucho ganado, y su padre ya había muerto, era huérfano y su madre sufría mucho porque era viuda, se llamaba Luisa. Así que el doctor Amadeo quería ser ranchero libre, mandar gente en el campo; pero la madre decía que no, que su hijo estudiara e insistía que fuera a Jacona, volvieron a llevarlo a Jacona y otra vez se escapaba y regresaba a Jiquilpan. Esto sucedió varias veces y gracias a la mucha insistencia de su madre terminó los estudios preparatorianos en Jacona, ya después tomó interés por los estudios y lo mandaron a México, a la Facultad de Medicina. En México, entre sus compañeros en la Facultad, tuvo al doctor Alfonso Ortiz Tirado y a él mismo oí decir que se juntaban varios compañeros que iban a dar «mañanitas» a sus novias y el que encabezaba los cantos era el doctor Ortiz Tirado. Mencioné este detalle porque quise en vida a los dos personajes, y los dos personajes obraron muy sanamente en su vida. El padre del doctor Amadeo Betancourt era licenciado, Amadeo Betancourt Cárdenas, se había casado con una hija de don Manuel Villaseñor, con la señorita Margarita Villaseñor; tuvieron tres hijos: Luis, José y Magdalena. A los dos primeros los mandaron a Roma a estudiar; el primero se recibió de licenciado y el segundo, José, de sacerdote; Luis fue el apoderado de la Casa Cusi y a José lo nombró párroco de Jiquilpan el Señor Obispo de Zamora; y Magdalena vivió soltera hasta la edad de setenta y siete años y murió en Jiquilpan. Ya después, bueno cuando se fue, cuando ya se instaló mi general Lázaro Cárdenas en la presidencia, llamó al doctor Amadeo Betancourt a México para que colaborara en el gobierno de la República en alguna dependencia y lo nombró director de Higiene Industrial. Esta oficina no existía, la creó el general Cárdenas, dependiendo de la Secretaría de Salubridad y esto le sirvió mucho a él, porque en 1937 hubo una convención de higiene industrial en Bruselas, en la capital de Bélgica, y lo mandó el general Cárdenas para que asistiera a esa convención, que se trató sobre el desarrollo de la higiene en las fábricas, en las industrias. Me acuerdo que estando en México él, vivía en la calle de Niágara, número 7, en la colonia Cuauhtémoc, cerca de Chapultepec. Y me acuerdo de aquellas fechas porque no había aviones. En 254 1937 tenía que viajar en tren a Nueva York y de Nueva York en buque, que entonces en los trasatlánticos de vapor se hacía aproximadamente, al partir desde México para llegar a Europa, más o menos de veinte a veinticinco o treinta días, porque tenían que esperar para tomar el tren y los trasbordos, que no se qué; al llegar a Nueva York tenía que esperar el buque para Europa. Me acuerdo que preparó hasta un baúl de esos grandes que se usaban en aquél entonces para llevar ropa en tiempo de calor y de fríos, porque él tenía que estar como tres meses en Europa. El doctor Betancourt, como todos los profesionistas en aquel entonces, en medicina, pues, tenían que estudiar el francés y tenían que traducirlo perfectamente. Y según nos platicaba después cuando regresó de Europa, que al llegar a París creía que él dominaba perfectamente el francés. Pues al llegar ahí quiso hablar ¿verdad? y no pudo, y no le entendían. Porque una cosa es leerlo y otra cosa es el modo de hablar, porque en las voces en francés o en alemán o en inglés son tan suaves, tan fáciles, tan blandas, tan dulces como el español. Como una vez yo tuve que preguntar, cuando iba de París a Grecia, en una gasolinería, por Dijón porque por ahí tenía que pasar; entonces me paré y le pregunté al muchacho que atendía la gasolinería, en señas y le decía: —¿Dónde está Dijón? Y no, no me entendía. Entonces le saqué el mapa y le enseñé el lugar, y me dice: —¡Ah! «Diszón». Y así me di cuenta ¿verdad? que estaba muy atrasado pues Dijón, así se escribe, pero se pronuncia diferente. Pero por otro lado los franceses son muy orgullosos y no hacen por ayudarlo a uno, sino que quieren que uno se exprese bien en francés. Otra cosa me pasó también al llegar de España a Versalles, pues mi señora se interesaba en visitar ese lugar. Llegamos a Versalles, 255 ahí dormimos una noche y al día siguiente, al salir me dice: —¡Hombre! Vamos a visitar el palacio donde vivía Josefina la esposa de Napoleón. Preguntamos ahí en Versalles por dónde debíamos de ir para visitar el palacio de Josefina, que fue la primera esposa de Napoleón; y le interesaba a mi esposa conocer ahí el palacio porque había leído de Josefina y de muchas obras francesas de la revolución, y ya nos dijeron por dónde. Ya llegamos en un lugar que está muy cerca y ahí volvimos a preguntar que dónde era el palacio que se llama Malmesón; pues de ninguna forma nos entendían. Por fin ya desmoralizados de que no nos entendían y nos encontramos otra persona que nos orientara, y como ya estaban los últimos días y teníamos que entregar mi carro que tenía rentado para el viaje, llegamos a una gasolinera y pensé «Hombre, dije hay que lavar el carro para entregarlo en buenas condiciones». Y ahí, al lavarlo, llegó un muchacho que hablaba español y era español, y entonces a él le pregunté: —¿Oyes, no sabes aquí cerca si hay un palacio que se llama Malmesón? —Pues aquí está a dos cuadras. —Pero, ¿cómo es posible?, ¿cómo? —¡Ay!, estos franceses son rete brutos, no, no, para contestar correctamente a nadie le contestan, parece que son ellos dioses, yo tengo dos meses aquí, ya hablo francés y ellos no se atreven, no quieren aprender otro idioma. Esto fue un paréntesis largo, pero volvamos al doctor Betancourt, que lo dejamos en París. Había llegado al hotel y no entendía francés. Llegó a la conclusión de que no hablaba el idioma francés. Pero gradualmente, poco a poco, ya empezó a penetrarse en cuáles eran las voces más propicias del francés y así poco a poco empezó a entenderlo. Y de ahí se fueron de París a Bélgica. Ahí estuvieron en la convención, que creo fue una semana o quince días, y de ahí se fue a Alemania, a 256 Berlín, se fue a Holanda, a varios países y regresó naturalmente muy contento. Voy a mencionar una cosa, que él mismo lo decía: —Oiga doctor, ¿pero qué no va a llevar a su esposa? —No, no la voy a llevar. —¿Por qué doctor? —Porque mira, si va uno solo, se gasta la mitad y se divierte el doble, y si llevo a la esposa me gasto el doble y me divierto la mitad. Y eso lo decía con mucha frecuencia cuando le preguntaban que cuándo había ido a Europa y que si había ido solo, o se había llevado a su esposa. Era un hombre muy recto el doctor Betancourt. Muchas veces algunos enfermos humildes que iban a consulta o hacerle alguna pregunta, alguna consulta, así de pie, y que no tenían con qué pagar y le decían: —Oiga, doctor, me recomendaron esto. Y les contestaba: —Eso no sirve para nada, no se hagan tontos, hay que tomar cosas que sirvan y no nomás porque les recomiendan fulano o mengano o perengano. Y así era él en las últimas fechas que yo llegué a conocerlo aquí, cuando llegó a Jiquilpan. Estaba también el doctor Raymundo Casillas. El doctor Raymundo Casillas se casó también con una señorita de la familia, o sea sobrina de don Amadeo y sobrina de su esposa,39 porque estaban casados dos primos, entonces era doble parentesco. Se casó con doña Carmen Sandoval Villaseñor, y hoy doña Carmen vive y el doctor Casillas hace dos años que murió, ya está en mejor vida. 39 Doña Amelia Villaseñor era la esposa de don Amadeo Betancourt y esta señora era tía materna de doña Carmen Sandoval Villaseñor. 257 Hasta qué grado estaba entonces la escasez, la falta de dinero, la falta de trabajo que el doctor Casillas (era joven naturalmente) hacía las visitas por cincuenta centavos a domicilio (esto sucedió entre 1930-1935) y en el consultorio cobraba veinticinco centavos. Pero el doctor Casillas en aquél entonces había sustituido al doctor Betancourt en la hacienda de Guaracha y prestaba servicios también periódicamente e iba a Guaracha, y creo que hasta una temporada vivió con su esposa en Guaracha, recién casados. Y pues el doctor Betancourt no era competencia porque él decía: «Yo no voy por un tostón, no me conviene caminar varias cuadras para ver un enfermo.» Y así además el doctor Betancourt ya estaba económicamente bien porque ya había heredado de su suegro, que era su tío y se llamaba don Porfirio Villaseñor, un ranchero que tenía varios ranchos y que representaba el segundo capital de la población. Ya dije que primero era don Rafael Quiroz y el segundo era don Porfirio Villaseñor, que a cada uno de sus hijos le tocó un rancho y creo que varios miles de pesos en aquél entonces, y por ello el doctor estaba en buenas condiciones económicas y por tal motivo no iba a hacer visitas ¿verdad? y que según su modo de pensar, su criterio, se debía de cobrar un peso por consulta. Estaba también otro doctor, el doctor Maciel, que era también mucho más anciano que el doctor Betancourt. Fue uno de los primeros. Yo lo conocí: era un hombre delgado, ya anciano, que siempre andaba con su bastoncito. Y mientras el doctor Betancourt estaba en México con el empleo, el doctor Maciel ya había regresado a Jiquilpan y era el director del hospital que hoy es “Lázaro Cárdenas”, en la ciudad de Jiquilpan, Michoacán. El doctor Betancourt era un hombre muy recto y de valor también, pues cuando regresó después de muchos años el general Irineo Contreras (que era su cliente) en un encuentro en la plaza se cruzaron, y le dice el general Contreras al doctor Betancourt: —Oyes Amadeo, ¿por qué no saludas? —Pos no saludo porque no te tengo miedo. Tú crees que porque ahora veniste de general que te tengo miedo y debo de saludarte, ¿por qué no me saludas tú primero? 258 Era un hombre que se hablaba con todas las personas; y así no se humillaba por ningún motivo con ninguna persona y en todas las cosas él se enfrentaba a su modo de ser y a su rectitud. El doctor Betancourt prestó también servicios en el ejército, que en una época estuvo comisionado por allá hasta en Ciudad Juárez, en la frontera, acompañando personajes allá del gobierno, y sé también que cuando el general don Porfirio Díaz ya iba al exilio, el doctor Betancourt fue nombrado para que lo acompañara en el viaje de México a Veracruz en el tren. Hasta ahí sé de los servicios que ha prestado el doctor Betancourt. Ya que estamos ahorita con el doctor Betancourt, debo de mencionar también cuántos hijos tenía y los nombres naturalmente, porque fueron mis amigos y mis cuñados y que siempre los he querido y los quiero, y dos de ellos han desaparecido: el cuarto y el quinto de ellos. Fabián, que murió de veinticuatro años, y José, que prestó servicios al Departamento Agrario y después en Hacienda, en México. El mayor es Amadeo, que es dos años menor que yo. Sigue José Othón, que vivía en México, en la casa de su tío don Luis Betancourt, y ahí estudió preparatoria y posteriormente medicina y prestó muchos años de servicio en el Seguro Social y actualmente está jubilado y se dedica a la astronomía; parece que es hoy el secretario de la estación astronómica de México y ahora ya tiene nuevos aparatos, que ya se han cambiado a un cerro en el Estado de México, porque ya autorizó el Presidente José López Portillo una cantidad para el mejoramiento de la estación. Luego de José Othón sigue mi esposa, Margarita, y de ella seguía Fabián, que ya murió como mencioné; José, lo mismo, también murió; sigue Alejandro, que es ingeniero astronauta; luego sigue Juan, que es médico y que también ya está retirado, es osteólogo, ya lo he mencionado; y luego sigue Max, que es ingeniero militar y arquitecto y que tiene ahorita tres hijos también todos recibidos de ingenieros y arquitectos y todos están muy prósperos en México; de Max sigue Cosme, que es contador público y que trabaja también muy bien. Así que esos son mis cuñados, los ocho cuñados que yo conocí, menos dos que ya se nos han ido. 259 Reforestación en Jiquilpan Sobre la reforestación, primero empezamos a plantar las moreras que ya mencioné. Teníamos nuestro lote especial de dieciséis hectáreas que todo mundo en aquel entonces lo conocía como La Morera. —¿A dónde vas?, ¿por dónde? —Por La Morera. Estaba al noroeste de la población, o sea a un costado del Cerrito Pelón. La reforestación se empezó cuando fue presidente el general Cárdenas; entonces empezó a hacer la reforestación. Yo le sugerí que podíamos plantar árboles, también moreras a uno y otro lado de la carretera, porque ya en 34 se inició la construcción de la carretera, desde Morelia hasta Guadalajara. Y como yo ya he mencionado que de la sericicultura me hicieron un poco a un lado, que nombraron delegado aquí, yo era agente de quinta con cinco pesos diarios o sea ciento cincuenta pesos mensuales. Entonces se me nombró también aquí sobrestante de primera, de la Comisión Federal de Caminos, para que plantara moreras desde Zamora hasta Cojumatlán. Y así empezamos, como ya teníamos bastante planta de morera en los viveros, empezamos a plantar desde Zamora árboles de morera. A los pocos días ordenó el Presidente de la República que mandaran un furgón de alambre de púas a la estación de Moreno; se descargaron y los trajeron aquí a Jiquilpan, a una bodega. Teníamos que cercar para uno y otro lado de la carretera a las moreras para que no se perjudicaran por el ganado y por la gente. Y así empecé a plantar yo las moreras en la carretera. Posteriormente vi al general Cárdenas y le dije que si era posible que me consiguiera una motocicleta, pues era joven, tenía entonces como veintiocho años, ya a los veintisiete años estaba casado; y entonces ordenó que se me mandara una motocicleta de México, del Departamento de Tránsito. Era Director de Tránsito el mayor Rafael Pedrajo, que fue amigo mío desde Morelia, lo conocía desde cuando estaba ahí en el gobierno del estado, cuando era Gobernador el general Cárdenas. 260 Pero como no me mandaban la motocicleta y decían que hoy, que mañana, en una ocasión mi cuñado Amadeo Betancourt fue a México, hasta Palacio, y ahí entrevistó al coronel Manuel Núñez, que era jefe de ayudantes de la Presidencia y le dijo: —Dice Pappatheodorou que cuándo le mandan la motocicleta a Jiquilpan. Que el presidente don Lázaro ya ordenó. ¿Y qué creen que le contestó el coronel Núñez? —¿Y quiere que yo se la lleve en la cabeza? Y así le contestó mi cuñado al coronel Núñez: —Yo no sé nada mi Coronel, yo nomás le traigo un recado de Pappatheodorou y es todo, usted sabrá lo que hace. Si se la va a llevar en la cabeza o se la va a llevar a pie, eso es cosa suya. Pero ya comprendiendo, ya reflexionando el coronel Núñez, a los pocos días ya la mandaron por tren a la estación de La Barca, y fuimos a recibirla en La Barca. Con la motocicleta hacía el servicio a Zamora hasta Cojumatlán y cuando terminamos la plantación a Cojumatlán y de cercar los árboles de uno y otro lado, entonces se regaban, teníamos una pipa también de la Comisión Federal de Caminos, para regar los arbolitos en tiempo que había necesidad. Posteriormente prolongamos la plantación de árboles hasta Guadalajara y empezamos desde la glorieta de Minerva (o Atenea, en griego) que está a un lado de los arcos de Guadalajara. De ahí para acá empecé a plantar eucalipto, y llegamos hasta Santa Anita. Todos esos árboles posteriormente los arrancaron, los tumbaron para ampliar la autopista que construyeron últimamente. Esos árboles yo los planté llevando una cuadrilla de aquí de Jiquilpan a Guadalajara. Por cierto que hubo un incidente con el personal que llevaba de aquí para allá. Ya los trabajos de la carretera se habían prolongado hasta el plan de Barrancas. Para entonces el personal de 261 ingenieros se habían trasladado a la Magdalena y estaban por ahí en Ixtlán, Nayarit. Y había un salón desocupado con unos catres; entonces le sugerí al residente, que era un ingeniero que se llamaba Manuel Esperón, amigo mío y le dije: —Oiga, ingeniero, ¿aquí está ese salón desocupado?, ¿por qué no nos permite que los muchachos, que son veinte o veintidós, duerman aquí en los catres en vez de dormir en el suelo abajo en los corredores? —Bueno, pero no vayan a hacer alguna avería. —Pierda cuidado, yo los instruiré y les indicaré que cómo deben de portarse aquí, para que se porten bien. Y así permitió que durmieran ahí. Voy a mencionar lo que sucedió con uno de los muchachos, porque fue una buena clase para los demás. Al instalarse los muchachos en el salón y tomando cada uno su catre para dormir, entonces uno de ellos le aprieta el estómago y pregunta a su compañero que dónde estaba el excusado (porque no existía para él la palabra baño como hoy) y le indicó una puertita, «Ahí en esa puertita.» Él, necesitado, corrió hacia aquella puertita y al abrir vio enfrente el lavabo; pero el excusado se tapó al abrir la puerta y como estaba muy apurado de dolor de estómago no hubo más remedio que treparse sobre el lavabo y descargar ahí su necesidad muy apremiante. Pero al instante de haberse librado del dolor, en ese momento ve enfrente el excusado y asustado por lo que había hecho se faja los calzones y sin esperar un segundo se pone a cambiar el material que había descargado del lavabo al excusado con las manos. Como no se habían dado cuenta sus compañeros al día siguiente él les contó y eran una de carcajadas que, bueno. Pero eso sí, sirvió mucho para todos y para el futuro que se portaran bien y disciplinados. Bueno, regresando a mi relato, debo decir que hacía el servicio en motocicleta, desde Guadalajara hasta Zamora y tenía la residencia en Jiquilpan, Michoacán. De eso debo de mencionar también que estaba yo en la región en donde me dedicaba a la sericicultura. En aquél entonces era el Ministro de Comunicaciones el general don Francisco J. Múgica, que era conocido mío también porque 262 una vez estando yo en Cuernavaca, en el rancho del general Cárdenas, y al regresar con él a México me dijo: —Mira, Pappatheodorou, ahora ha regresado el general Múgica de Europa y ha traído unas películas que vamos a ver, que son de allá, y tú ya conoces algunos lugares de Europa. Y así, ya al regresar de Cuernavaca del camino viejo de aquella carretera angostita de muchas curvas (por cierto que yo me mareaba mucho), me marié, hasta me vomité en el carro presidencial. Y volteó el general que iba en el asiento de adelante; yo iba atrás con un ayudante del general: Y me preguntó: —¿Qué pasa, Pappatheodorou?, ¿qué te pasa? —Mi general, me marié. Ya no soporté y la ventana cerrada también, que no hallé cómo abrir, pues me tuve que vomitar. Ya al llegar a México fuimos directamente, me llevó a la casa del general Múgica, donde nos pasaron ahí unas películas documentales sobre el ejército alemán, cómo hacían los movimientos, a caballo, los brincos, los obstáculos y muchas cosas. Y algunas ciudades y todo. Y después de ahí ya nos retiramos y me dejó en el Paseo de la Reforma, frente a un hotel, y me dice: —Tú estás aquí cerca de tu hotel, yo aquí voy a entrevistar unas personas. Y así nos separamos en esa vez. Estando en Cuernavaca (tenía ahí un rancho el general Cárdenas, ya de presidente electo), me había hablado el general para que fuera allá para que plantáramos algunos árboles. Por cierto que ahí tenían también propiedad el general don Francisco J. Múgica, un general Velázquez, y otros generales; estaban en un barranco, en un terreno quebrado, pero cada quien tenía su rancho, su propiedad. Y ahí me había hablado el general Cárdenas para que plantáramos algunos árboles en unas calzadas, y estando en las afueras de su casa, platicando sobre esos trabajitos, llegó, se presentó ahí el gene263 ral Calles que estaba al otro extremo de la carretera, en un terreno muy quebrado, y me acuerdo que una vez fuimos a visitarlo también con el general Cárdenas y tenía plantadas parras ahí, en un terreno muy colgado y muy accidentado. Pero en esta vez, al llegar el general Calles ahí a visitar al general Cárdenas, que era ya presidente electo, y al llegar ahí que estábamos platicando los dos, entonces tomó la palabra el general Cárdenas y le dijo al general Calles: —Aquí le presento al joven griego, Theodoro Pappatheodorou, a quien tenemos en Michoacán dedicado a la sericicultura, a la cría del gusano de seda. Y así se despidieron los dos, me estrecharon la mano y entraron a las oficinas del general Cárdenas a arreglar sus asuntos. Después me retiré a atender los trabajos que ya me había encargado el general Cárdenas con un ayudante llamado Lino Salcedo, que era ayudante del general Cárdenas, y otro Guadalupe; ellos me ayudaban. Entre los tres estábamos arreglando las cosas ahí en el jardín del general. En busca del tesoro de Martín Toscano40 Recuerdo que en 1934, un día por la tarde al regresar de trabajar, mi señora me dijo: 40 Mucho se oye hablar a los mayores las historias del tesoro de Martín Toscano, bandido que asolaba la región en la segunda mitad del siglo XVIII y quien se supone fue capturado entre los años de 1803 y 1805 y fusilado en México. Sánchez, R. Op. cit. p. 106. Se conocen varias versiones de la vida de este personaje, quien llegó a la categoría de leyenda entre los pobladores de la región. Se le adjudican poderes de encantamiento. Cuando escucho las anécdotas de Toscano y lo cuantioso de su tesoro que espera en una gruta, no dejo de pensar en cómo se funde la realidad con la fantasía para ofrecer una bella historia. «Todo o nada» —dice una voz— y el que no puede llevarse todo el tesoro queda encantado en la misma gruta. 264 —Oyes, que te están buscando dos paisanos que están aquí en Jiquilpan. —¿En qué parte? —pregunté—. —Están en la casa de huéspedes de don Antonio Martínez. —¡Ah! sí, voy a ver que quieren esos amigos. Y sí, me dirigí hacia la plaza Zaragoza y de buenas que los vi ahí de frente, sentados en una banca. Y pensé «esos deben ser por el color de sus trajes y el estilo de sus facciones; esos han de ser los griegos que busco». Y al llegar ahí pues no les hablé en español, sino que me dirigí a ellos saludándolos en griego y ellos también me contestaron en griego y así supe que uno de llamaba Jarálambos Stamatis y que se puso en español Enrique, que no coincide con Jarálambos, porque éste quiere decir “refleja gusto”: Jará, es gusto, Lambi, “brilla”, pero más bien es “refleja”. El otro se llamaba Mijaíl Stafilaquis; desde luego cretense, porque todos los apellidos que terminan con “quis” son de cretenses; así que él se puso Miguel que sí corresponde a su nombre. Pues ya me dijeron: —¡Hombre!, te estamos buscando. Ya tenemos toda la mañana preguntando aquí, preguntando allá. Y que no estabas en tu casa y que tampoco tu señora; total que no dejamos con nadie recado. —A ver, a ver en qué les puedo servir. Qué les trae por aquí. —Pues mira —me dijo uno de ellos—, ¿quieres regresar a nuestro país? —¡Hombre, como no! Sueño con regresar pero así como estoy ahorita pues no, porque me van a decir, ¿a qué fuiste a México? Se supone que vine a buscar trabajo a hacer algunos centavos. Porque esa es la misión de todo el que sale al extranjero. Así que sí me gustaría ir, pero sin dinero… —¿Con cuánto te irías? —Pues con unos veinte mil pesos me regresaría inmediatamente. —¿Con tan poquito? —me dijo. —Pues a no tener nada, pues con eso está bien. —Mira, te vamos a dar cien mil pesos. —Oyes, estás soñando —le contesté asombrado— ¿Sabes lo que son cien mil pesos? ¿A quién voy a matar? ¿O en qué complicidad quieren meterme? 265 Esta pregunta se las hacía porque yo estaba aquí en Jiquilpan bajo la sombra de don Lázaro y pues pensé «no vaya a ser que estos sean espías». Y pues no me imaginaba precisamente que mal querían hacer. Sabrá Dios, tantas cosas que me imaginé. Y continué: —Pues ese dinero de dónde lo van a agarrar para que den cien mil pesos. A ver, a ver, explíquenme —les volví a decir—, ¿cómo es que me van a dar esa suma de dinero? ¿de dónde me van a dar esos cien mil pesos? Y muy tranquilos me dijeron: —Mira, venimos de Guadalajara, allá estamos radicando y un viejito que se llama Rafael Contreras nos dijo en donde estaba enterrado un tesoro. Posteriormente supe que ese señor Rafael Contreras era papá de un señor que tenía un mesón en Jiquilpan donde llegábamos con las bestias. El señor Rafael Contreras (según supe después también) era un anciano que se dedicaba a rondar en los parques de Guadalajara. Yo no supe cómo se conocieron él y mis paisanos; tal vez le gustaba sacar algún tostón narrando la historia del tesoro de Martín Toscano, contándoles que cuando él fue joven anduvo con los bandoleros de Martín Toscano y pues que él sabía dónde estaba el dinero enterrado. Y para entonces eso de enterrar el dinero sonaba lógico, puesto que no había bancos, no había nada; así que hasta los hacendados escondían su dinero debajo de la almohada, debajo del colchón o en una olla que enterraban en un rincón. Y esto hasta en Mandritza mi padre lo hacía. Pero ellos (mis paisanos) continuaron con la narración: —Mira, Theodoro, ese viejito nos dio toda la explicación donde está ese tesoro. Mira desde aquí de la plaza se ve. 266 Para esto ellos ya habían andado examinando, para ver qué veían desde la plaza hacia el occidente. Y ellos insistían en que el tesoro se encontraba por allá. —Fíjate bien lo que te vamos a decir: El tesoro, según nos dijo el señor Contreras, está por allá cerca de un rancho que se llama El Güiro y que cerca de ahí está una planicie y en un rincón sobre de ésta hay unas canteras labradas, que según son muy notorias y al sacar una de estas lozas aparece un hueco y ahí abajo al entrar está una puerta de fierro; abriendo esa puerta ahí ves, dice, barras de oro y cueros de buey llenos de plata y de oro. Así que, mira —dice—, la primer noche vamos a sacar todo lo que podamos traernos al hotel en un costalito cada quien. Yo para entonces era enclenque, delgaducho, pesaba sesenta y dos kilos, y pensé «Pues, ¿qué tanto podré cargar? Pero… le haré toda la lucha yo, a ver… además siendo oro, pues, ¡hombre!, unos treinta o cuarenta kilos sí los puedo traer en el lomo (me dije); con dos o tres viajes que echemos», mientras ellos seguían hablando. —Y al día siguiente le ponemos un telegrama al general, porque generalmente el quince por ciento —dice— pertenece al gobierno. Y ya una vez que las autoridades ya tengan posesión de eso, tienen que autorizarnos muladas, ¿verdad?, para ir a traer todo el tesoro aquí al pueblo y el gobierno va a recoger el tanto por ciento y lo demás va a ser de nosotros. Pues me la platicaron tan bonito que yo estaba muy entusiasmado. Y al regresar a casa le platiqué a mi señora el motivo por el cual me andaban buscando mis paisanos y me dijo: —Ay, desde chiquilla yo he oído esos cuentos, por cierto que don Jesús Quiroz tiene unos papeles de allá, que quién sabe quién lo escribió, que dicen en qué lugar está el tesoro, que no sé qué más allá. No, no, no te vayas porque todavía hay gavillas en el cerro por ahí y hasta te pueden matar y entonces quedo viuda. 267 Pero… tan bonito me platicaron que pensé «Si no voy y estos amigos, efectivamente, encuentran el tesoro, ¿cómo les voy a reclamar si no fui con ellos la primera vez?» Y sí me animé a ir, le hablé a Antonio Gudiño, quien acostumbraba llevarme cuando salía de Jiquilpan a la Estación Moreno, o bien a La Palma, para de ahí tomar el barquito a Ocotlán, Jalisco, para tomar el tren. Al día siguiente ahí vamos con cuatro bestias, todos trepados arriba. Ya llegamos al lugar y le preguntamos a Antonio Gudiño que dónde era la parte que buscábamos y nos dijo: —Yo sé dónde es, vamos por aquí. Nos dirigió hacia el lugar y al andar cerca del lugar del tesoro; para que no se diera cuenta del asunto que nos traía me dijeron mis paisanos en griego. —¿Cómo le haremos para que este amigo se retire de aquí mientras nosotros escarbamos y buscamos el tesoro? Entonces le di esta idea: —Pues miren por qué no le decimos que por aquí hay unos árboles que se parecen al olivo que se llaman acibuches y que por tal motivo mientras nosotros vamos a buscar los acibuches, que él vaya a traernos herramienta. Y según nosotros lo engañamos, pero después él mismo Antonio Gudiño me dijo que él sabía a qué íbamos. Se regresó Antonio montado en una bestia para traernos picos y palas para arrancar los acibuches. Mientras Antonio iba a Jiquilpan (que para entonces duraría un par de horas porque siempre estaba algo retirado a unos cuatro o cinco kilómetros) nosotros empezamos a escarbar en donde ellos creyeron que era el lugar. Pero escarbamos tanto que no encontramos ninguna piedra; bueno, sí encontramos una piedra, pero no era cantera. 268 Hasta me salió sangre de las manos, de las ampollas que se me hicieron; porque andábamos desesperados golpeando ahí con todas nuestras fuerzas, escondidos allá para que la gente no se diera cuenta. Pues no hubo nada, regresó Antonio con las herramientas, con los picos y barras. Y dijo: —Pues aquí tienen los picos que necesitan. —¡Hombre!, Antonio, no hemos encontrado —le dije— aquí ningún acibuche, anduvimos en los barrancos buscando y nada. Lógicamente que Antonio se dio cuenta de lo que habíamos hecho al vernos las manos. Naturalmente que nos habíamos retirado del punto donde estábamos escarbando para otra vez regresar a ver si era posible encontrar en otro lado el famoso tesoro. Esa vez dimos por terminada la tarea, porque estábamos cansadísimos y regresamos al pueblo. Después me dijeron de otra narración que señalaba un tesoro en un lugar llamado Las Bufas, en el cerro que está al suroeste de Jiquilpan, porque al oeste exactamente está San Francisco y un poco al occidente está Santa María. Pues había ese lugar, al sur del cerro, en la cumbre del mismo, donde teníamos que ir en bestias y ahí vamos otra vez los cuatro montados en los animales. Y uno de mis paisanos dijo: —Pues que allá vamos a ver como señal un templo viejo y que el tesoro está en una de las esquinas. Efectivamente, al llegar vimos una especie de cimientos hechos de piedra que señalaban una construcción alargada y angosta; pero no vimos nada de altar, tan sólo era un rectángulo señalado y estaba en un buen punto del cerro porque desde ahí se podía ver el camino por donde transitaban las recuas de bestias que llevaban la mercancía a Manzanillo, Colima, y viceversa y también los que pasaban a México por ese camino. Entonces desde ese lugar se alcanzaba a ver todo hacia el norte. 269 Pero antes de llegar a ese lugar que les digo, al ir cuesta arriba entre los encinales oímos unas voces de gente que venía de arriba. Y Miguel Stafilaquis traía una pistola y nos dijo: —Oigan, tengo aquí una pistola, no vaya a ser que me la quiten si son federales o si son cristeros ¿quién sabe qué serán?; ¿dónde la esconderé? ¿Dónde será bueno?, ¿dónde será bueno? En eso le dije: —¡Hombre!, Miguel aquí está un encino en horcón, en doble, qué mejor señal y así la podemos encontrar fácilmente. Y sí, porque si la poníamos en cualquier árbol pues difícil era encontrar después el lugar donde escondiéramos el arma. Pues Miguel hizo a un lado las hojas al pie de ese encino y después puso la pistola y luego la tapó con las hojas y ahí la dejó. Seguimos cuesta arriba y encontramos a aquélla gente que habíamos escuchado. Era gente pacífica, eran rancheros que venían de un rancho que estaba allá arriba del cerro. Pues llegamos al punto señalado buscamos en un lado, buscamos en otro lado y nada, no encontramos nada. Ya con eso, pues, yo me desengañé tanto de un lado, como de otro. Pero ellos no conformes se fueron a Guadalajara, hicieron los gastos para traer al viejito y les dijera en dónde estaba el tesoro. Para esto ellos ya no me avisaron se fueron por su cuenta. Pero yo me enteré porque tenía muchos amigos y uno de ellos era Miguel Muratalla, quien entonces era cabo de policía y como él sabía que yo trabajaba con el general Lázaro Cárdenas, pues me tenía aprecio y me hacía favores; entonces yo le dije: —Oyes, Miguel, supe que mis paisanos —para esto ellos ya sabían que anduvimos buscando el tesoro de Martín Toscano— se fueron por una vereda de Sahuayo a La Bufa. Yo pienso que por allá han de estar, ¿no me acompañas a ver qué están haciendo? —Si, cómo no, vamos. 270 Pues fuimos pero no los encontramos y así quedó ese cuento. Yo creía que iba a regresar a mi pueblo millonario. Hasta llegué a pensar: «Pues me compro hasta un rancho aquí, con unos ocho o diez mil pesos. Y con el resto del dinero voy a Grecia a mejorar a todas mis gentes». Pues ese es un cuento para mí, pero cuento que en aquél entonces, cuando me lo platicaron y me dijeron de los cien mil pesos, me estremeció completamente. El reparto agrario Como me dedicaba a trabajar en el campo, tenía muchos amigos que eran medieros; porque para entonces ya tenía un terreno rentado que se llamaba Los Camichines, ese terreno pertenecía a una tía de mi señora; y ahí sembraba yo con unas mulas que también rentaba. Ya después pude comprar un par de mulas de la hacienda de Guaracha, pues cuando se inició el reparto se vendieron mulas, bueyes, arados; por cierto también compré un «arado carro» que se jalaba con cinco mulas. Así que ya había empezado a sembrar por mi parte algunos terrenos que rentaba por aquí y me ayudaban algunos campesinos, y desde luego yo también agarraba una yunta y comenzábamos a sembrar garbanzo; o bien arábamos después para la preparación del maíz. Por estas fechas me di cuenta de que algunas personas querían entrar a la cuestión del reparto y otras no querían entrar. Según me daba cuenta, esta actitud obedecía a que estaban trabajando con los patrones, y pues se sentían un poco mal de quitarles la tierra a sus patrones, porque si les quitaban la tierra a los patrones, entonces ¿qué iban a hacer ahí ellos? Y también había quienes no tenían conocimiento alguno sobre la agricultura, pues se metieron de agricultores. Pues hasta entre los beneficiados había pleitos, disgustos; que unos querían recibir tierra y otros también, que tenían la tierra que trabajaban como medieros y pues con el reparto estaban con el peligro de perderla. Y desde luego hubo posteriormente otras dificultades. Por ejem271 plo: como en la ciénega se regaban las tierras, no podían entenderse los ejidos unos con los otros de que en la noche unos agarraban el agua y les quitaban a los otros, y el canalero pues no podía impartir orden ahí porque él transitaba nomás de día y en la noche no intervenían. Así que el agua corría libremente pero intervenían los ejidos de un lado y del otro lado, y hubo momentos hasta que hubo riñas ahí en la toma del agua y a veces llegaban hasta herirse, pelear ahí, en fin. Ya después se tomaron otras medidas para seguir adelante y poner en orden las cosas. Pero yo, como agricultor, creo que el individuo que va a trabajar la tierra, pues debe de tener un previo conocimiento y necesita tenerle amor a la tierra, a las plantas y a todo para que el negocio prospere; como cualquier otro negocio necesita hacer la cosa en su debido tiempo: barbechar, nivelar, hacer canales, conocer el terreno perfectamente bien; en excesos de agua donde va a desaguar, en caso de riego se necesitan los canales y tantas cosas que he visto desde aquel entonces. De 1934 para acá, toda mi lucha ha sido escarbar la tierra y haber qué provecho le saco. La agricultura es una cosa muy difícil, y más en la actualidad; en aquel entonces, según mi penetración, pues los rancheros eran los que trabajaban la tierra; sí, la gente humilde, pero los que dirigían el trabajo era un mayordomo, un hombre preparado. Así me di cuenta en aquel entonces hasta en la actualidad, donde cultivamos la tierra el que agarra el tractor no es el que siembra, porque sembramos hoy hasta con avión el arroz en extensiones de más de cien hectáreas; así es que no es el aviador el agricultor, sino que el aviador nomás maneja el avión para esparcir la semilla. El muchacho yuntero echa la semilla tras del surco para que nazca, pero ignora también qué semilla es, qué variedad es, en qué época debe de sembrarse. Todas esas cosas necesitan una preparación, así como en la escuela: empezamos con la letra alfa y seguimos con la omega y nunca se termina de aprender, hay que continuar. Así los conocimientos de aquel entonces a esta parte de hoy es un desarrollo enorme, enorme. No podemos decir que los agricultores de aquel entonces hoy no podrían vivir, ¿por qué? Porque ya en aquel entonces la ecología era virgen, como ya sabemos las plagas entre sí se comba272 tían, pero en la actualidad, conforme fueron penetrando los insecticidas, muchos insectos o pájaros disminuyeron y entonces las plagas se aumentaron y si no fuera por los insecticidas hoy no levantaríamos cosechas. Y por el otro lado, hoy hacemos dos cosechas. ¿Por qué hacemos más cosechas? ¿Qué no se agota la tierra? Sí se agota pero le damos de comer. Por eso tenemos hoy los fertilizantes, por eso hoy hacemos análisis de la tierra para darnos cuenta qué clase de fertilizantes necesita la tierra y qué cantidad también sin pasar de exceso, porque es perjudicial para la planta y para el bolsillo. Entonces, para todas esas cosas necesitamos tener una preparación, un conocimiento que nos costó mucho trabajo, y ser autodidactas. Así nosotros mismos, los agricultores, cuando principiamos en el campo, cada día tenemos que estudiar las plantas ¿por qué esto?, ¿por qué aquello?, ¿por qué esta mata está aquí aislada y está tan robusta, tan negra de color? La cosa era muy sencilla y así penetraban los conocimientos; porque en esa mancha había una boñiga, se había ensuciado una vaca y aquella boñiga se desbarató y aprovechó la planta y hasta el zacate. Y entonces esas son las investigaciones que hacíamos. Y aparte de eso la tierra también tenía que prepararse. Había que barbecharse un poco más profundo, que dejarla que se ventilara, que le entraran los rayos solares, que se secara la tierra para que tuviera apetito de beber agua, pero no con exceso. Porque también no todas las plantas viven con exceso de humedad. Y hay que saber todos esos conocimientos, que muchas veces por flojera o por falta de recursos para hacer canales, desagües, etc. Y hay veces también que la ambición nos perjudica, pues queremos sembrar mucho, para cosechar mucho. Pero ahí está un error grande. Es preferible sembrar la mitad, la cuarta parte, pero hacer la cosa bien, y tener éxito en las plantas y en la producción. Ahora bien, el reparto de las grandes propiedades, se hizo gradualmente; primero se juntaron las solicitudes en las haciendas, en los ranchos; se formaron grupos pequeños de solicitantes que empezaron a crecer. Al realizarse el reparto de tierras se enfrentaron a un problema muy fuerte; ¿quién los iba a refaccionar? Y este fue uno de los obstáculos más fuertes para trabajar bien la tierra; por273 que en primer lugar se necesitaba tener bueyes, buenos aperos y semillas de calidad. Bueno, se fundó el Banco Ejidal, se instaló en Jiquilpan y trajeron tractores, eran más de veinte; pero la gente no sabía qué hacer con aquellos tractores, no había tractoristas, no había mecánicos; llegó un momento en que esos tractores se inutilizaron. Trajeron a un mecánico que no tenía conocimientos plenos, entonces desarmaron aquellos tractores, hicieron un presupuesto, que llegaba entonces a veinte mil pesos. No hubo presupuesto, no hubo dinero para traer las refacciones que se necesitaban y así esos tractores estuvieron abandonados. Así que el reparto se vino en forma gradual porque necesitaban ver si el ranchero que se hacía de tierra tenía prosperidad, si había logrado hacer algo; era como un ejemplo. Y ya los demás, si veían que había prosperado, entonces se sumaban y hacían su solicitud de tierra. Y así fueron poco a poco extendiéndose y hubo enormes dificultades. Una de esas dificultades (que yo me di cuenta) fue en la hacienda de Guaracha con el molino. El Banco Ejidal se hizo cargo del molino y se formó una sociedad para abastecerlo de caña. Y como ya dije (en otra parte de estas memorias) a los que formaban parte de esa sociedad les daban un sueldo de un peso y tareas por uno cincuenta; para que ganaran un poquito más; así que se les motivaba mucho para la siembra de caña que tenía que ir a dar al molino; y ya una vez elaborada la caña, esas ganancias que se generaban serían repartidas entre los socios que formaron la cooperativa. Pero no, no fue así. Era gente ignorante, no entendían que debían defender aquello con mucho ahínco; puesto que tenían que esperar un beneficio mayor de aquellos cultivos. Esas gentes en vez de desarrollar el trabajo en cinco o seis o hasta ocho horas; porque así lo requería aquello; pues no, se ocupaban en la tarea esa una hora y media o dos y salían de trabajar; el trabajo lo dejaban mal hecho. Ahora yo pregunto a algunos agricultores que tengan conocimiento: ¿Es posible en ese corto tiempo salir de una tarea? Yo sé que no era posible. Entonces, ¿qué sucedía? Hacían un trabajo malo y la caña no se desarrollaba, porque se llenaba de hierbas, por lo tanto la producción era poca, raquítica. Y llegó el mo274 mento del fracaso; por lo tanto, tuvo que cambiarse el molino a otra región, a la región de Taretan, y allá está toda esa maquinaria. ¡Lástima que aquí se abandonó todo ese equipo!, era un ingreso muy bueno; porque en toda la región contaban con azúcar y además era una buena fuente de trabajo, pues era numeroso el grupo que trabajaba en el ingenio, ya fuera en la preparación de la tierra, en la siembra de la caña, en la cosecha, en el transporte, en fin, en todas esas cosas. La caña llegaba hasta Totolán, o sea a unos tres o cuatro kilómetros de Jiquilpan; por el otro lado llegaba hasta Guarachita, y por el norte llegaba hasta Cotijarán, hasta el Cerrito de Cotijarán. Todas esas cosas las narro para que cualquier trabajo que se pretenda instalar se inicie con buenas bases; ya que para todo hay que poner buenos cimientos, si no se empieza con poco para ir mejorando gradualmente se llega al fracaso, las cosas no se deben hacer bruscamente. La Escuela Agrícola Industrial de Jiquilpan41 Recuerdo que tanto en Jiquilpan como en Morelia, como en todas partes, los edificios más grandes eran el curato, la iglesia y el convento. Como todos los sabemos y la historia lo dice: todo estaba en poder del clero. Escuelas en edificios propios, adecuados, no había. Había una escuela particular que sirvió por cinco generaciones y fue la escuela de la señorita Marín. La señorita Marín la trajeron de otra parte para 41 Fue inaugurada el 5 de marzo de 1934, bajo los lineamientos de la política educativa del general Lázaro Cárdenas, cuyos objetivos fundamentales eran hacer extensiva la educación a las clases populares, la educación elemental y técnica, con la finalidad de que en un tiempo corto se incorporaran a la producción industrial o agrícola. En el artículo «La Escuela Agrícola Industrial de Jiquilpan…» se exponen testimonios de jiquilpenses que vienen a completar la visión que Pappatheodorou expone sobre esta escuela y esta época. Guadalupe García Torres. «La Escuela Agrícola Comercial e Industrial de Jiquilpan. Una aproximación a su historia basada en testimonios orales», en Desdeldiez. Boletín del CERMLC. Jiquilpan. Diciembre de 1985. pp. 131-160. 275 que aquí diera clases en casas particulares; una de esas casas era de don Eudoro Méndez, que era un segundo hacendado, o sea el administrador general de la hacienda de Guaracha. Él radicaba en Jiquilpan. Y en la casa donde es ahora la Biblioteca Pública Gabino Ortiz, puso don Eudoro a la señorita Marín a que diera clases a sus hijos, y ya posteriormente se incorporaron también los hijos del doctor Betancourt: Amadeo, Othón y Margarita. Posteriormente se cambiaron a una casa que estaba frente al atrio de la parroquia de Jiquilpan. Ahí iban, pues, lógicamente todos los hijos de los ricos de Jiquilpan. Pero escuela, escuela del municipio oficial yo no conocí; conocí una escuela oficial en donde asistían muchachos y niñas hasta el sexto grado de primaria y estaba instalada en la casa de Mauro Méndez, después fue cine y se llamaba Hidalgo y hoy es Casa de la Cultura Libertador Miguel Hidalgo. Pues sí, en esta escuela asistieron mis cuñados Alejandro, Juan, José y Max, y en total eran setenta alumnos. Esa casa tenía un corredor y todas las piezas de una calle hasta la otra. Así que Jiquilpan no tenía propio edificio para una escuela. Cuando ya fue Presidente de la República don Lázaro Cárdenas, se vino una vez a Jiquilpan y resolvió que se formara una escuela; ya que los templos y el curato estaban cerrados. No me acuerdo quién tenía las llaves del curato, pero yo creo que se encargaba la presidencia municipal, que en esos tiempos estaba como presidente municipal el señor Alfredo Pérez, tío de la esposa del general Dámaso. Así que fue presidente en el tiempo que se inauguró la escuela y, naturalmente, la presidencia tendría las llaves del curato. Se abrió la escuela. Entonces teníamos la necesidad de un salón de actos, porque hacíamos las reuniones los profesores y los alumnos; entonces tuvieron que hacer un arco entre dos piezas para formar un solo salón. Eso lo hizo el albañil José Rivas, me acuerdo bien porque yo visitaba a veces a José Rivas y veía que tumbaban ahí las piedras que estaban tan bien construidas que por cierto me dijo: —Mira, Pappatheodorou, fíjate nomás qué construcciones hacían en aquél entonces, es que la cal la apagaban con anterioridad en unos pozos. 276 Yo no sé qué técnicas de albañilería usaban, pero el asunto es que se quebraban las piedras pero no se despegaban donde estaban unidas con mezcla. Y así sin poner puntales, sin poner nada, tumbó las piedras ahí con mucho trabajo y formó un arco para unir las dos piezas y hacer un salón, y así se ordenó para que iniciara, que se formara y se nombrara, por indicaciones del general Cárdenas, Escuela Agrícola Industrial. El que encabezó esta escuela fue el profesor José Palomares Quiroz, que durante la gubernatura del general Cárdenas en Michoacán era el Director de la Escuela de Maestros o Escuela Normal de Morelia. Y así nombró el general Cárdenas al profesor José Palomares Quiroz, que era un profesor muy culto, poeta, y de letras profundas, de historia y todo. Él fue el director de la Escuela Agrícola. Después tenemos ahí voluntarios que daban clases porque así lo quiso el general; que se iniciara la escuela con la voluntad de todo el pueblo, aunque fueran empleados del gobierno estatal o no. Profesores de la Escuela Agrícola, Industrial y Comercial de Jiquilpan. De izquierda a derecha, sentados: Profr. Daniel Mora Ramos, Dr. Margarito Talavera, Director Profr. José Palomares Quiroz, Profra. Tomasa Villanueva, Dr. Amadeo Betancourt y Antonio Martínez. Parados: Juventino Aguilar, Ing. Arturo Calderón, José Cisneros, Lic. Capdeviel, Profr. Theodoro Pappatheodorou, Dr. Raymundo Casillas y Leopoldo Pulido. 277 Están el profesor José Palomares Quiroz; la profesora de primaria Tomasa Villanueva; el doctor Amadeo Betancourt, que daba Historia de México, Historia Universal; también don Antonio Martínez, éste daba clases de Correspondencia; luego el doctor Margarito Talavera; y Leopoldo Pulido, que daba Música; el doctor Raymundo Casillas, que fue también concuño de prima porque se casó con Carmen Sandoval Villaseñor; Theodoro Pappatheodorou; don Pepe Cisneros, que era contador Administrador de Rentas; el ingeniero Arturo Calderón, ingeniero minero de Zacatecas, que aquí daba clases de matemáticas; Juventino Aguilar. A propósito, recuerdo que formamos un grupo de masonería y que nos instruían tanto Juventino Aguilar como el ingeniero Calderón; eran ellos masones y sabían toda la historia de la masonería y formamos un grupo de varios vecinos de aquí y nos daban en un salón ahí clases sobre masonería, que permaneció unos tres meses; me acuerdo que a mi esposa no le gustó esa cosa pero ni a mí tampoco no me gustó. Y además, según mi modo de pensar, en todos esos organismos, como dice el dicho: “El que tiene más saliva, traga más pinole”; unos cuantos son los que manejan todo aquello y todos los demás son oyentes y durmiendo levantan el dedo para aprobar cualquier iniciativa que se les parezca a unos cuantos. Pues bien, ese fue parte del profesorado de la Escuela Agrícola, faltan, aparte, de cocina, de costura, de pastelería. A propósito, recuerdo también que impartía clases la hermana del profesor José Palomares Quiroz, que era Jesusita, que por cierto vive en La Barca; ella se casó con un alumno mío que se llamaba Jesús Vázquez. Un día fui a visitar a Jesusita y a su esposo, y me dio mucha lástima (después de que yo los conocí jovencitos, hace cincuenta y dos años) porque estaban muy ancianos y sin hijos. También estuvo como profesora Adela Marrón, de unos cincuenta años de edad; ella daba clases de cocina y de pastelería. Recuerdo a Josefina Cepeda, que pertenecía a una de las familias más ricas del pueblo; daba clases de costura. Por otro lado, quiero decirles que nosotros teníamos en un salón una máquina para sacar la seda de los capullos. En varias partes nosotros criamos gusanos de seda; en el primer 278 lugar en donde hicimos esa actividad fue en la casa donde yo vivía, en la calle Fajardo, que estaba ubicada en la segunda cuadra partiendo del atrio y caminando hacia el norte, hacia el panteón; esa casa era propiedad de Nacho Marín, ahí fue en donde criamos los primeros gusanos. Después, en el segundo año, me tocó vivir en una casa que me cedió don Dámaso y que estaba a un costado de la casa que hoy se llama Casa Verde. Pues esa casa en donde viví había sido propiedad de los padres de los Cárdenas, y don Dámaso me dijo: «Para que no pagues renta aquí puedes vivir en esta casa». Y ahí tuvimos que criar también gusanos; después criamos gusanos en la casa del señor Méndez, donde era escuela primaria y que por cierto hoy es la «Casa de la Cultura»; luego al edificio donde hoy es la biblioteca; ahí criamos durante dos años; todo el templo lo cubrimos con armazones para la cría del gusano de seda. Después el general Cárdenas ordenó que se construyera el centro de sericicultura, que quedaba en la esquina del edificio ese que es de dos pisos; pero ese edificio, a un lado hacia el oriente, tenía un salón de seis metros por veinte de largo, y al lado norte (quedaba frente a lo que es hoy el molino) tenía otro salón con las mismas dimensiones. Ahí se hicieron las crías del gusano de seda de los últimos años, cuando ya dejé de pertenecer a ese trabajo. Todos los alumnos varones (excepto los que aspiraban ser profesionistas en otras ramas) continuaron tomando clases superiores, porque posteriormente se formó la secundaria, que se cambió a la casa de doña Octaviana Sánchez, que fue la donadora tanto de la casa como de los terrenos que he mencionado en donde se cultivaron las moreras, ahí el ingeniero Matos construyó unos tejabanes, unos salones en los corredores y ahí se instaló la Escuela Agrícola Industrial, ya con secundaria. Esta escuela se inauguró en marzo de 1934. Recuerdo que cuando íbamos al campo a trabajar, teníamos un grupo muy numeroso; todos, sin excepción, íbamos cantando en el camino, para darle más valor a nuestro trabajo; porque se trataba de formar agricultores (en esta escuela se les dieron las bases, nociones de agricultura y posteriormente algunos jóvenes se fueron a las escuelas de agricultura). 279 Así que íbamos con el director, José Palomares Quiroz, los muchachos y yo; cogíamos nuestros azadones. ¡Ah!, pero para esto, de México nos habían mandado vestuario del ejército (posiblemente de los trabajadores), de la marina. La mayor parte de los muchachos se vistieron con pantalones y camisas de blanco; y nosotros los profesores (el ingeniero Calderón y yo) nos pusimos de pantalones y camisas del ejército. Estudiantes en las prácticas de campo, 1934. En la escuela teníamos nuestros instrumentos de trabajo: azadones, palas. Y así salíamos de la escuela de dos en dos, uniformados, marchando felices por las calles hasta que llegábamos a la morera. Y como estaba de moda, en esos años, la repartición de las tierras, los ejidos, teníamos nuestro himno del agrarista, que cantábamos todos a viva voz: Marchemos, agraristas, a los campos a sembrar la semilla del progreso; marchemos siempre unidos, sin tropiezo, laborando por la paz de la nación. 280 No queremos ya más luchas entre hermanos; olvidemos los rencores, compañeros, que se llenen de trigo los graneros y que surja la nueva redención. Ay, ay, ay, ay murieron muchos hermanos, que Dios los tenga en sus brazos; ay, ay, ay, ay murieron muchos hermanos, que Dios los tenga en sus brazos Y así íbamos hasta el campo, cuando llegábamos a cada uno le asignábamos lo que debía hacer y les daba por tarea cuatro o cinco cepas. Generalmente permanecíamos en la práctica un par de horas; después que terminábamos nuestra tarea de plantar árboles, nos poníamos a jugar fútbol. A propósito de esto, recuerdo a Luis Canela Abarca, en aquél entonces era un muchacho gordito, medio chaparrón; él en Guaracha prestaba servicio (según él mismo me lo platicó) y limpiaba los canalitos del ingenio de los desperdicios, y creo que le pagaban treinta o cuarenta centavos por día; entonces lo recuerdo muy bien porque era muy reservado, y una vez jugando fútbol le dieron un balonazo y que lo tumban y que empieza a chillar; y por más que quisimos consolarlo, no quiso. Y entonces decidió regresarse a Guaracha, pero inmediatamente su padre volvió a traerlo. Por cierto que él terminó su primaria en la Escuela Agrícola Industrial y de ahí se fue a preparar como médico a Morelia. Y hoy es uno de los buenos médicos que tiene Jiquilpan. Por otro lado, nosotros además de plantar la morera, dedicamos un espacio de terreno para la siembra de legumbres, como tomates, chiles para rellenar, cebollas y otros productos. Ahora quiero hablarles un poco sobre la educación socialista, cuyos antecedentes ya existían, pero había llegado el momento oportuno. Y una vez que el general Cárdenas llegó a la presidencia, ya se sabía y se esperaba que los pasos que había dado la Revolución Mexicana en el aspecto agrario se tenían que realizar, en el sentido de hacer valer aquello de «La tierra es de quien la trabaja». Era un camino muy largo que preparar, pues si se tomaba en 281 cuenta que en el mundo el número de gente pobres se incrementaba alarmantemente, y que tenía (como ya lo he dicho) mucha necesidad de independizarse, de ver un día más claro, de hacer algo para sí mismo. ¡Por fin!, llegó el reparto de las tierras de la hacienda de Guaracha. Y toda la juventud, pues, ya sabía también cuál era la ideología del general Cárdenas y cuáles eran los pasos a seguir. Toda esa juventud estaba impregnada de esa ideología, de ese espíritu, y por eso en las mañanas estudiaban las muchachas y en la tarde se hacían las prácticas de campo. Pero llegó un momento en que la efervescencia de los jóvenes llegó a tal grado (y como estaba instalada la escuela en el curato) que una mañana nos dimos cuenta que varios jóvenes (principalmente los que se dedicaban a la agricultura conmigo) habían abierto y destruido una puerta del templo y habían sacado varios santos y los habían quemado en un patio que teníamos (hoy es ahí el edificio del Correo). Y pues eso llamó mucho la atención y lógicamente a toda la población eso les pareció muy mal; entonces el profesorado, el director de la escuela y la presidencia municipal intervinieron para parar esas cosas que eran indebidas, y con los que posiblemente el pueblo se lanzaría a cometer actos indebidos también. Y así se aplacó la cosa esa y no siguió más adelante. Pero como podemos ver, esa escuela se hizo con la esperanza de iniciar las bases de la educación regional; porque de allí surgió la escuela secundaria, en donde inclusive llegaron a inscribirse muchachos de todos los contornos de la provincia, hasta de Sahuayo; bueno, llegó a venir hasta gente del estado de Chiapas. Pues considero que trabajamos bien en esa escuela, pero el profesor José Palomares tuvo que retirarse y se trasladó a México; puesto que el general Cárdenas había formado allá las escuelas Hijos del Ejército y al profesor Palomares lo había nombrado director de la escuela de Hijos del Ejército de la Ciudad de México. Y a propósito de la estancia del profesor Palomares Quiroz, recuerdo que casi todos los años (estando yo en Culiacán) hasta allá me mandaba una tarjeta cada año al finalizar los cursos de la Escuela Hijos del Ejército porque éramos íntimos amigos. 282 283 Estudiantes en la sección comercial tomando clases de mecanografía, 1934. 284 Taller de corte y confección Rosa Luxemburgo, 1934. 285 Alumnas tomando clases de cocina y repostería, 1934. 286 Camas de los gusanos de seda en el edificio que hoy ocupa la biblioteca pública de Jiquilpan. 287 Taller de sericultura en 1934. Alumnas devanando la seda. Por otro lado, la Escuela Agrícola Industrial permaneció con ese nombre durante todo el periodo de la presidencia del general Cárdenas. Y debo mencionar que cambió de director al trasladarse la escuela a la casa que era propiedad de doña Octaviana Sánchez y donde hoy es el Centro Recreativo; para entonces ya era director el profesor Alvarado, quien era chiapaneco. Él (por cierto) trajo varios estudiantes de Chiapas. Así que el valor de esa escuela fue infinito; y no podemos hablar de la Secundaria Número 1, de la preparatoria y del tecnológico sin hacer mención de la Escuela Agrícola Industrial. El valor de aquella escuela es infinito. No se puede mencionar el valor, el inicio de aquella escuela, porque hoy tenemos la Secundaria Número 1 aquí y tenemos la preparatoria, y tenemos hasta el tecnológico. Lo único que me duele, ya tratándose del tecnológico y la preparatoria, es que existe maquinaria, muchos tornos, pero eso me duele a mí porque yo mismo he mencionado en las mismas escuelas, en donde he platicado hasta con los directores que por qué no se ponen a funcionar todas esas máquinas, ya que en toda la región no se encuentran, excepto en Zamora. Habrá tornos; hay como treinta tornos en un salón que están inutilizando, que utilizarán uno que otro, ¿verdad?, para cosas insignificantes. Hasta los mismos ingenieros me han dicho que piden a veces una cosa u otra cosa de México y que no se los mandan y he oído y he visto en otras partes, no quiero mencionar dónde, pero que las escuelas éstas no sólo se mantienen así, sino que dan ganancias y preparan, arreglan motores, arreglan arados, arreglan carretas, hacen muchas cosas; sin embargo, aquí no se hace nada de esas cosas, y a mí me duele y cada rato insisto y platico con los profesores a ver si logran un poco poner en marcha toda esa maquinaria que tienen. La Sericícola Los trabajos en la Sericícola se iniciaron sin fondos. El único que tenía sueldo era Jesús Vargas, que era fontanero (como ya le he mencionado) y prestaba servicio en el municipio. Esto que estoy 288 narrando sucedió antes de que el general Cárdenas fuera presidente; es decir, entre 1930 y 1934. También como ya mencioné, don Dámaso Cárdenas era diputado local. Entonces hubo la autorización de que se sacara gente de la cárcel (los que tenían un delito menos grave) para que nos ayudaran. Y ahí en la cárcel les explicaban: —Miren, muchachos, los vamos a sacar a que trabajen en una actividad que se está haciendo para el pueblo. Ustedes cada día que trabajen ahí se les va a pagar un sueldo de cincuenta centavos y además, los que trabajen, aquí en la cárcel se les va a descontar dos días de la condena que tienen. Como ya he dicho, se pagaban treinta siete centavos y medio, o sea tres reales, pero al llegar don Dámaso autorizó que fueran cincuenta centavos, o sea un tostón. Y así estaban trabajando en el campo. En la mañana salían de la cárcel y llegaban al campo, acompañados por algún gendarme; pero los gendarmes eran nada más de sombra porque en caso de que los presos quisieran escapar, pues en realidad no podían detenerlos; algunas ocasiones eran hasta diez presos, así que fácilmente entre todos esos lo podían amarrar, quitarle la pistola y no podía hacer nada. Pero pues era una orden de traerlos y llevarlos en la tarde otra vez en la cárcel; y hasta en el medio día las esposas de los presos les llevaban de comer en donde ellos estaban trabajando. De esta forma hicimos los trabajos del cultivo de la morera, y también después los ocupamos para que nos cortaran la hoja y nos la transportaran en el hombro, en manojos, que eran llevados en donde estaba la cría del gusano de seda. Por cierto que a la hora de comida me ofrecían y yo comía con ellos, pues con mucha confianza, y simplemente ellos me llamaban Pappatheodorou (hasta hoy) y me tenían confianza porque yo no era ni patrón ni jefe. Y un día uno de estos señores que se llamaba Antonio Cabrera me dijo: 289 —Oyes, Pappatheodorou, yo tengo ganas de enseñarme a leer. Y le contesté: —Pues lo puedes hacer si tú tienes ganas. Mira te traes tu cuaderno, tu lápiz y podemos empezar mañana en la hora que tenemos de descanso, bajo la sombra de los mezquites. Ahí puedes empezar a aprender y yo te voy a decir cómo. Y así empezó a escribir las letras y le decía: «Mira, esta es la A, a, y esta es la B, b». Y así a los pocos días ya sabía leer. Por cierto un día lo encontré en el centro del pueblo y él se encontraba viendo hacia una pared de un negocio y me acerqué tras de él y estaba con la mirada hacia arriba leyendo el anuncio del negocio que decía “Restaurant” y no podía descifrarlo muy bien y oía yo que decía: «re-re-res-res-tauuu-ran» y otra vez repetía un poco más rápido «restauuurán». Y así, verdad, hasta que logró bien sacar la palabra y con satisfacción dijo “restauran”, la palabra la dijo sin la «t», como se escribe. Y así, al medio día varios se me acercaban para que juntos con Antonio Cabrera aprendieran a leer y a escribir. Pero un día, recuerdo que había dos presos muy famosos, uno de ellos muy peligroso (porque ya había matado a varios) y los llevaron a trabajar con nosotros. Era Pepe Mendoza y Anas, así lo llamaban, y éste era muy alto y fornido, medía uno ochenta. Pepe Mendoza era más delgado, pero de la misma estatura. Pues me los mandaron para que los pusiera a trabajar; pero ellos eran un poco trabajosos; no les podía decir nada porque no trabajaban, porque les tenía miedo. Ni modo, era todo por la buena. Pues que llega un día don Dámaso, en esos momentos, al campo de la morera y me dice: —¿Dónde están? ¿Qué no te mandaron trabajadores? —Sí me mandaron. —Pero, ¿dónde están? —Pues ahí sentados bajo la sombra del mezquite. —Y, ¿por qué están ahí? —Porque no les puedo yo mandar a trabajar. 290 —¿Cómo que no puedes mandarlos a trabajar? —Sí, no puedo mandarlos a trabajar señor, porque están armados y además tienen una botella y ahí están tomando. —¿Cómo es posible eso? —Sí señor, así es. Entonces llamó a José Barrera, que era comandante de la Policía y lo manda: —Anda, ve, José, a ver a aquéllos. Hasta él tenía miedo. Pero don Dámaso comprendió que aunque iba armado debía acompañarlo otra persona, porque no fuera que le sucediera algo. Pero antes de que llegaran ahí donde estaba el árbol, se levantaron esos señores para encontrar de píe al que iba a entrevistarlos, y así sin llegar el inspector hasta ellos, éstos se alejaron de la sombra del árbol para que no les fueran a descubrir sus armas y las botellas. Entonces los llevó el comandante frente al señor diputado y él les dijo: —¿Qué están haciendo ahí? —Señor estamos descansando. —¿Cómo que están descansando? ¿Acaso no es hora de trabajo ahorita? —Sí, pero está haciendo un poco de calor y nos sentamos ahí en la sombra. —Y, ¿qué no tienen alguna arma? —No señor, no tenemos nada. Entonces les dijo: —Ustedes se quedan ahí. Ahora vete José, a ver que encuentras ahí en el lugar donde estaban. Y pues fue natural que encontraron las dos pistolas, porque yo ya les había advertido sobre eso. Entonces se trajeron la botella, sus copitas, porque elegantemente estaban tomando con todo y copi291 tas. Y continuó don Dámaso: —¿Pero cómo es posible que hagan ustedes esto? ¡Hombre!, no saben que ya les he explicado que este trabajo es en beneficio de todos, tanto de ustedes como del pueblo. —Pos sí señor… Bueno, pues ya en la tarde nos regresamos y me fui separado con un primo de don Dámaso que se llamaba Alberto Valencia del Río, pues creo que eran primos segundos y, pues, eran parientes por la madre, y, pues, ya nos retiramos. Al día siguiente. ¡Ah!, para esto vivía yo en una casa (que posteriormente la compró Juan del Río, quien también era primo de los Cárdenas) donde está el portal, en donde hoy se paran los camiones en la carretera; pues ahí vivía en esa casa vieja, que tenía varios cuartos y yo vivía en un cuarto solo, por cierto que tenía hasta una cría de pichones en uno de los cuartos. Recuerdo que una señora me hacía de comer y llegaba como a las ocho de la mañana. Y como les decía, me tocaron la puerta a las cuatro de la mañana y, pues, con mucha confianza, sin preguntar “¿Quién es?” abrí la puerta y que voy viendo a Pepe Mendoza enfrente. Entonces me estremecí, por lo que había sucedido el día anterior y pensé: «Éste vendrá con malas intenciones». Puesto que era preso y le gustaba tomar y andaba bien armado. Yo estaba nada más con un abrigo encima y pues entonces le dije con mucha precaución, pero además no sacaba la mano de la bolsa del abrigo porque traía una pistolita, entonces le dije: —¡Hombre!, siéntate en esa silla. Se sentó en la silla que estaba en el corredor y yo me senté frente a él y desde luego yo siempre con la mano metida en la bolsa del abrigo, teniendo la pistola cogida, por cualquier cosa que pudiera suceder. Y pues estuvimos bastante tiempo platicando, hasta que llegó Alberto Valencia, que siempre iba en las mañanas por mí, y en 292 eso nos levantamos; entonces le llamé a Valencia para que fuera a mi cuarto y le dije: —Alberto, ten mucho cuidado. Yo como jefe, pues, lógicamente, pues, voy a ir adelante, ¿verdad?, y tú te vas atrás y estás al pendiente para que observes a Pepe, no sea que vaya a querer hacer alguna tontería en contra de mí. Tú ya te diste cuenta de lo que pasó ayer. Y me contestó: —Está bien, tienes razón en tomar esas precauciones. Alberto Valencia trabajaba conmigo como yuntero, parece ser que estaba como de planta y pues era de mis confianzas. Pero no pasó nada, pues según supe su actitud había obedecido a que por cumplir con los consejos de don Dámaso, quiso presentarse a tiempo para reivindicarse de su actitud anterior. Pero no volvió a presentarse otra cosa parecida en todo el resto del tiempo en que me trajeron presos al trabajo de la morera. Bueno, pues la cría del gusano de seda se hizo ya en forma cuando se organizó la Comisión Nacional Sericícola, al iniciarse el periodo presidencial del general Lázaro Cárdenas. El doctor Raúl Argudín fue quien tomó las riendas de la Comisión Sericícola. Como ya he mencionado, este doctor era originario de Jalapa, Veracruz. Con esa forma de organización pudimos iniciar el cultivo del gusano en varias partes, para esto yo seguía pidiéndole al señor Homobono González el huevecillo. Siempre le hacía el encargo de cinco o seis o siete onzas; desde luego que lo hacía con tiempo. De esta forma llegamos a iniciar cultivos en Morelia, Uruapan, Taretan, Jiquilpan y Zamora. A propósito de Zamora, iniciamos una cría en una escuela secundaria que era de muchachas y muchachos un poco ya grandecitos; por cierto que estaba ahí un señor que era muy entusiasta, que no tenía la menor idea de cómo se hacía la cría del gusano; entonces yo le di la teoría al respecto para que cuidaran aquellos. Como yo 293 tenía que estar en varias partes vigilando, checando cómo iban los trabajos, pues nada más le dije que cada semana o cada quince días los visitaría para ver los avances o las dificultades que se presentaran. Y así le hicimos. Por otro lado, recuerdo que cuando estuve en Morelia hicimos un folleto en donde se hablaba de todo lo relacionado con gusano de seda y la morera, e inclusive hacía las veces de un manual para desarrollar el cultivo; este folleto lo hice con la colaboración de Manuel Villa, un joven estudiante que trabajaba en el Departamento de Agricultura, del cual era jefe el señor Manuel Cárdenas, que no era pariente del general. Así que este pequeño manual lo distribuimos en donde teníamos pensado hacer las crías de gusano de seda. Pues ya que estamos tratando este tema, recuerdo que un día partí de Uruapan en bicicleta por San Juan de las Colchas a Peribán, Los Reyes, y me fui por Tocumbo, Santa Inés para llegar a Cotija en bicicleta y sin tener bomba para echarle aire. ¿Cómo me atreví?, ¿qué pensamiento de la juventud? Pues nomás me acuerdo de eso y me estremezco. Bueno, pues llegué a Cotija (que por cierto ya la conocía con anterioridad) y me encontré a conocidos que habían ido a jugar béisbol, como a José Orozco, Fernando Sandoval a José, Manuel Enríquez y Ricardo Barrera, a los Vargas, en total eran como diez muchachos. Y pasé la noche ahí en Cotija. Al día siguiente seguí mi camino en bicicleta de Cotija a San Antonio Guaracha, Estación Moreno, Chavinda por San Simón, que era una hacienda para llegar a Ixtlán de los Hervores (que hoy pasa la carretera Zamora-La Barca-Guadalajara); pues al llegar ahí noté que una llanta venía ya baja y pues me tuve que parar a revisar mi bicicleta y se me acercaron unos muchachos y me dijeron: —¿Qué le pasa, señor? —Pues, miren, tengo la llanta baja y no se qué hacer. —Sabe qué, el señor cura tiene bicicleta a lo mejor él puede ayudarlo. —Acompáñenme por favor. 294 295 Lugares que menciono en esta narración, y en los que trabajé como comerciante y agricultos Y, pues, sí me llevaron ante el señor cura que estaba en el curato. Me recibió muy amable y contento. Y al saber que yo era griego, pues se interesó en platicar sobre mi estancia en México; y después de la plática le dije: —Señor Cura, pues, fíjese nomás lo que me pasa. No tengo bomba ni para echar aire y el alma está mala. —¿Alma? —Sí, ¿no tiene usted almas? —Pos, no, no. Bombas sí tengo, pero almas no tengo. Y nos reímos un poco. Ya después el señor cura me sugirió que para que el aire no botara la válvula le pusiera una liga (de esas que usaban las mujeres para sostenerse las medias; las usaban cerca de la rodilla y eran unas ligas rojas y anchas); pues le di vueltas, vueltas y vueltas hasta que no pude ya más, entonces aprisioné todo aquello, le eché aire y emprendí mi viaje hacia Zamora. Al llegar a Zamora que me voy dando cuenta, al entrar en el local donde se estaba desarrollando la cría del gusano de seda, que los muchachos estaban bailando alrededor de las camas de los gusanos y tenían levantada una nube de polvo. Cosa que era demasiado peligrosa para los animalitos. Y lógicamente este tipo de descuidos condujeron al fracaso de la cría, aunque logramos obtener algunos capullos, no volvimos a criar gusanos en Zamora. Pues como les decía, iba o mandaba yo a traer a México la dotación de onzas del huevecillo para repartirlo en Morelia, Uruapan, Taretan y Jiquilpan, que eran los lugares en donde más se criaban gusanos, pero siempre en pequeña escala: de media onza o de una onza, nada más para practicar, porque la intención era nada más enseñar para que tomaran interés algunos vecinos entusiastas para que hicieran las cosas tal como eran. Y también para que algunos muchachos y muchachas se animaran, una vez que tuviéramos las hojas suficientes para una mayor cantidad de gusanos. Pero no llegamos a ese punto porque los que tenían terreno o casa adecuadas no se interesaban en el cultivo. Y la gente humilde (como ya he dicho), pues no tenía lugar suficiente en sus casa para tener en condiciones higiénicas al gusano de seda. 296 Pappatheodorou hacía el trabajo de plantación de moreras, de Zamora a Cojumatlán, en motocicleta, 1935. 297 La intención era que esos muchachos, una vez que aprendieran bien lo del cultivo, fueran a otros lugares como profesores o instructores. Pues estos muchachos no recibían ninguna paga, porque la economía municipal no lo permitía, ni tampoco la Administración de Rentas, puesto que en esta época había mucha escasez, una crisis (peor todavía que la actual) y llegó el momento en que el frijol no se vendía y tenían que tirarlo en el paredón del río; bueno hasta algunos ganaderos cocían el frijol para que se ablandara y se lo dieran a las vacas; pero ni siquiera eso lograron. Valía el hectolitro de frijol (o sea ochenta kilos) cinco centavos, o sea un centavo menos; el maíz, $2.50. En aquél entonces no había pesas, todo era medida, todo eran almudes, litros, hectolitros o medio hectolitro; tanto el maíz como el garbanzo, el trigo nada más eran por cargas, que parece ser se componían de ciento sesenta kilos la carga. Y, pues, esa era la situación de una crisis terrible y entonces, pues, se le tuvo que pagar a la gente, porque no había quien los ocupara y, pues, tenían urgencia de cubrir determinadas necesidades y, pues, así fue como les pagamos treinta y siete centavos en los primeros meses aquí en Jiquilpan y ya después (como ya lo mencioné) fueron cincuenta centavos. Así fue que continuamos con las crías de los gusanos. Por cierto que ya para 1940 (fecha en que el general Cárdenas iba a entregar la presidencia), por el mes de marzo, me preguntaron que si ya teníamos madejas de seda. Desde luego que ya se habían dado cuenta que sí teníamos porque don Dámaso y otras gentes se encargaban de la producción, yo no era nada más que el profesor y enseñaba todo el proceso para sacar en madejas la seda. Por cierto que hice una maquinita de pedal con una máquina de coser vieja y allí tuve que poner una bandeja y todo lo que se necesitaba para imitar el modelo de una máquina devanadora, propia para sacar la seda del capullo; pues fui con el carpintero Juan Martínez, que era muy bueno en su oficio, para que me hiciera todas las piececitas para poder acomodar una rueda con una banda, de manera que ésta se pudiera mover con el pedal de aquélla máquina de coser; así que la banda iba desde el pedal a la polea de la máquina y de ésta hasta una polen298 ta en la que se formaba la madeja. Y así fue como les enseñé a las muchachas a que sacaran la hebra del capullo de seda para formar la madeja; cada capullo de seda llega a veces a tener hasta mil quinientos metros de hilo de seda; desde luego que hay ocasiones en que el hilo se rompe por la velocidad de la rueda. Para pegarlo era muy sencillo: se arrimaba de nuevo el cabo y se juntaba. Pero antes de esto poníamos a calentar agua en una olla, después la echábamos (empíricamente) en una bandeja en donde poníamos los capullos para que se ablandaran. Generalmente poníamos ocho o diez capullos y con una escobeta le raspábamos ligeramente a que se pegara la hebra en ésta; ya entonces comenzábamos a jalar y ya que veíamos que cada capullo tenía su propio cabo entonces ya lo poníamos en la máquina para devanar; pero nos dábamos cuenta que ése era el cabo porque al jalarlo todavía en el agua, el capullo bailoteaba para un lado y para otro lado; es decir, que el capullo se estaba deshaciendo y así juntábamos los seis u ocho cabos, según del grueso que queríamos hacer el hilo. Al principio hacíamos las madejas con menos cabos, para que las muchachas pudieran apreciar los capullos que bailoteaban, que giraban al estar bailoteando porque se estaban enmadejando. Siempre se alcanzó a hacer un buen trabajo. Bueno, pues con decirles que llegué a llevar capullos que se produjeron en Jiquilpan a la ciudad de México en una exposición que se hizo en San Jacinto. Era la Exposición Agrícola Industrial y Ganadera. Me parece que todavía viven algunas personas que se acuerdan de esa exposición. Pues, sí, ahí me instalaba yo con mi maquinita, con mis capullos. Y ahí me veía la gente. Tenía un ayudante y mucha gente me preguntaba sobre la cría del gusano de seda. También iba a visitarme don Homobono González y algunos italianos que iban a ver el resultado de la cría del gusano de seda y me preguntaban: —Oiga, ¿y dónde se desarrolla esta actividad? Y yo orgulloso les decía: —En Jiquilpan, Michoacán, señores. 299 Bueno hasta mandamos a analizar seda a una casa japonesa en Los Angeles, California, y resultó de mejor calidad en elasticidad que la propia seda japonesa. Pues hasta me dieron una medalla de oro como premio al finalizar la exposición. Desde luego que las trabajadoras no eran muchas. Más o menos eran como dieciséis; ellas nada más se ocupaban en los trabajos directos de la cría del gusano de seda porque poco antes teníamos que preparar la habitación: barrer, limpiar, lavar y hasta blanquear alguna pieza, pero esto sucedió antes de que tuviéramos un lugar apropiado, como lo fue el edificio que se le llamó Centro Sericícola de Jiquilpan, en donde construimos dos salones dedicados a la cría del gusano y luego adaptamos otro en la parte baja para instalar la maquinita devanadora. Como ya lo he mencionado, ese local se encontraba en una esquina sobre la carretera que va a Sahuayo, frente al molino de trigo. Yo en una temporada viví en esa casa, por cierto que ahí nació mi primera hija, Anna. Ya después nos cambiamos porque construí una casita. Como ya les he narrado, el general Lázaro Cárdenas me había asignado el lote más grande para la plantación de moreras, en donde plantamos como cuatro hectáreas de lo que se le llamó “El Campo de la Morera”, pero como el terreno era de dieciséis hectáreas, entonces la diferencia de hectáreas las aprovechaba para sembrar frijol, garbanzo, maíz y trigo; y esto sirvió en mi tiempo para la Escuela Agrícola Industrial, cuando yo estuve, como campo experimental. Pusimos camote un año. Y entonces como estaba la construcción de la carretera Morelia-Guadalajara ya había aquí mucho trabajo en Jiquilpan: para hacer las alcantarillas, para el puente, para la escuela Francisco I. Madero, para la casa del general y otras obras, pero se necesitaba mucha arena. Y un día un trabajador comenzó a barbechar en mi terreno y profundizó un poco el arado, el caso fue que se dio cuenta que había arena bastante limpia, entonces comenzamos a abrir y a sacar la arena y profundizamos hasta tres metros en un diámetro de tres o cuatro metros, así que era una veta bastante gruesa. Y pues le ofrecí si me querían comprar arena; y como ya 300 no había arena por aquéllas cercanías, pues me la compraron a peso el metro cúbico, y como los camiones eran chicos, con una capacidad de carga de tres o cuatro metros cúbicos, entonces yo recibía tres o cuatro pesos. Después se introdujeron también en el terreno que tenía don Dámaso Cárdenas, que formó la huerta que se llamó La Selva; en la actualidad está fraccionado. Y así, con ese dinero que obtuve con la venta de la arena, logré juntar una buena cantidad para comprar un lotecito, que está ubicado donde está hoy la bodega de la tienda del ISSSTE, avenida Lázaro Cárdenas número 20; ahí yo construí mi casa en 1939, también con dinero de la venta de arena. Y ya que estamos hablando de construcciones, les quiero platicar, para que se den cuenta, que en la construcción del edificio de la Sericícola los tres o cuatro albañiles que trabajaron ahí fueron pagados por la Administración de Rentas; también por esas fechas se construyó la plaza de toros y para esto traían madera de la sierra; eran unas vigas grandes de cuatro por seis pulgadas de grueso y por cinco metros de largo. Esa plaza de toros se construyó en un establo de don Dámaso Cárdenas, y esas vigas que menciono, con las lluvias, el sol y el sereno, se fueron torciendo; viendo esto, un día me animé y le dije al Administrador de Rentas, que era don Zenón Ayala, que era el encargado de la plaza: —Oiga, don Zenón, ¿qué no podría venderme unas vigas de la plaza de toros? ¡Hombre!, veo que se están torciendo ahí; pues yo estoy haciendo mi casita y necesito madera. Y me contestó: —¡Cómo no, hombre!, anda escoge las que quieras. Entonces le dije: —¿Y a cómo me las va a dar, don Zenón? —Te las voy a dar a peso. —¡Ay!, don Zenón, ¡hombre!, usted ya ve que con mucho sacrificio 301 Pappatheodorou con una de las trabajadoras de la Sericícola. 302 estoy haciendo mi casita con los centavitos que voy obteniendo de la venta de arena. Déjemelas más baratas. —¿A cómo se te hace bueno? —Pues, mire… déjemelas a ochenta y cinco centavos. —Ándale, pues, llévate las que quieras. Y así me llevé cien vigas a ochenta y cinco centavos cada una. Por cierto, todavía esa casita está en pie, solo que ya no me pertenece porque la tuve que vender porque había necesidad para poder introducirme en la agricultura. Bueno, pues, ahora voy a seguir con la narración de la sericicultura. Verán, como ya les dije, que estábamos en el año de 1934 y el general Cárdenas estaba a punto se ser Presidente de la República; y, pues, desde luego que aquí Jiquilpan estaba de fiesta. Y para estas fechas nosotros, en la Sericícola, ya habíamos producido seda; entonces doña Amalia, esposa del general Cárdenas, me dijo: —Mire, Pappatheodorou, queremos que con la seda que se está produciendo en Jiquilpan, se haga la banda del Presidente; esperamos que haya suficiente seda para este trabajo. Y le contesté: —Pues yo creo que sí. Y así le mandé yo toda la seda que teníamos en madejas y las mandamos a México, en donde hicieron la banda tricolor que portó el general Cárdenas en su pecho cuando fue presidente. Pero en esa época no sólo se mandó a hacer la banda en la casa Chambón, sino que se hicieron telas (y creo que ésta fue idea del general Cárdenas) para premiar a las muchachas que se dedicaban a la cría del gusano de seda. Entonces les regalamos un corte a cada una de ellas. Recuerdo que una parte de esos cortes fue de color amarillito y otra parte verdecito, no fueron telas estampadas con dibujos, fueron lisas. Y pues de ese hecho tenemos el testimonio de algunas personas que todavía viven en Jiquilpan, como la señora 303 Esperanza Flores Ceja,42 que se acuerda muy bien de esas regalías. Pero también los muchachos entusiastas que participaron en la sericicultura obtuvieron su regalo, pues les mandamos hacer unas camisas y les regalamos a cada uno una camisa de distinto color. A propósito de esto, recuerdo que un día nos pusimos a regalar las camisas que nos habían sobrado y en ese momento llegó mi cuñado Juan y me dijo: —Oyes, Theodoro, ¿y para mi no sobra una? Y pues al ver que sí sobraba una le dije: —Mira, sí, aquí tienes esta verdecita. Bueno, ahora vamos con lo triste del asunto. Estando el general Cárdenas en la presidencia, pues tal vez sería en 1937 ó 1938, mandó el general Cárdenas a don Efraín Buenrostro a Jiquilpan a supervisar el asunto de la Sericícola. Pero para esto, yo ya estaba un poco retirado del asunto de la Sericícola y para entonces las riendas las tenía el doctor Raúl Argudín, quien era el director en México de la Comisión Nacional Sericícola; y por tal motivo yo estaba un poco desmoralizado, y naturalmente hasta disgustado, porque no coincidimos en el programa del desarrollo Sericícola en México; tema que se desarrolló en la ciudad de México. En esa época yo les propuse el sistema de buscar regiones propicias para sembrar las moreras (este plan se hizo en Jiquilpan y fue el mismo que le planteé al general Cárdenas), con clima apropiado, terrenos, vientos y demás, para que ahí se formaran las primeras estaciones sericícola, y así a la par que se obtuviera la hoja se fuera desarrollando poco a poco en pequeña escala la cría del gusano, que se iría incrementando conforme se obtuvieran más hojas de more42. … Una vez que estuvo la seda —dice la señora Esperanza—, la llevaron a México e hicieron telas […] esas telas que trajeron […] fueron regaladas ahí a las mismas trabajadoras (de la sericícola), porque (nos) regalaron (un) corte a cada una de nosotras… Esperanza Flores C./Guadalupe García T. AHOCLC-Z1-E: 135. 304 ras. De tal forma que pudiéramos comenzar con la industrialización de la seda. Para esto (como ya mencioné), en México las medias de seda se importaban de Europa y salían carísimas. Y pues en aquélla época había unas máquinas sencillas, bastante prácticas, con las que se podían hacer esas medias, por lo que yo les propuse iniciar la industrialización de la materia prima con la elaboración de medias de seda. Pero al parecer ellos tenían otro programa muy diferente al mío. Verán que como en este periodo presidencial del general Cárdenas se había dado paso al reparto de tierras en el país, entonces también a las escuelas se les donó una hectárea de terreno; entonces el programa del doctor Argudín tenía contemplado ocupar esa hectárea para la plantación de moreras, que se haría sin gasto alguno, sin presupuesto, pues se tenía pensado utilizar el trabajo de los alumnos de las escuelas bajo la supervisión de los maestros. Y así lo hicieron, pero no les dio resultado porque, en primer lugar, esta actividad no debía ser dirigida por el profesor, quien por supuesto ignoraba el cultivo de la morera y además se tenía que tener una experiencia, empeño y cariño para hacer la plantación de la morera y se obtuvieran buenos resultados. Bueno, pues, inclusive yo visité varias escuelas que habían iniciado el cultivo de la morera y, pues, andaban ahí los muchachitos con un azadoncito, escarbando y ponían una plantita aquí, una estaquita allá y, ¡claro!, era una cosa indebida, que no iba a tener buen término. Y así fue: un fracaso redondo porque el asunto no es nada más tener la teoría en la cabeza, sino que hay que saber llevar a la práctica todos esos conocimientos. Y así fue que yo me retiré de la sericicultura por no estar de acuerdo con el programa del doctor Argudín; entonces, para no involucrarme en éste (como ya he mencionado), me dediqué a plantar moreras en la carretera. Pero como les dije al principio, el general Cárdenas había enviado a don Efraín Buenrostro, quien para entonces era Secretario de Industria y Comercio. Pues bien, al llegar don Efraín a Jiquilpan yo no me encontraba en el pueblo, pero al regresar a la casa mi esposa me dijo: 305 306 Exposición de productos sericícola de la Estación Superior Sericícola de Jiquilpan, en la Feria de Sahuayo, Mich., del 8 al 16 de diciembre de 1936. —Mira, mandó hablarte Dámaso, que fueras a la Sericícola porque está aquí Efraín Buenrostro. Y pues lógicamente como eran mis jefes acudí allá. Y pues en la Sericícola también estaba el doctor Argudín. Me presenté, los saludé y don Efraín me dijo: —¿Cómo te ha ido?, ¿qué estás haciendo? Yo le contesté: —Pues yo ahorita me dedico a plantar moreras desde Zamora hasta Cojumatlán. Y acabo de llegar y me muevo con una motocicleta que me mandó el general de México. —Bueno, queremos saber qué se ha hecho sobre la sericicultura en Jiquilpan. Entonces yo le contesté: —Don Efraín, usted ya sabe que empezamos con esto de la sericicultura desde Morelia, cuando usted era Oficial Mayor en el gobierno del general Cárdenas en Michoacán; entonces yo me dediqué en cuerpo y alma a esta actividad, porque tenía mucho interés para que se lograra la cría del gusano de seda en México. Y como usted lo ha visto, desde Morelia, Taretan, Uruapan y Jiquilpan se han desarrollado los cultivos de la morera, por ser los lugares más propicios. Y pues de todos estos lugares aquí en Jiquilpan es donde hemos encontrado más posibilidades porque encontramos también unas pocas moreras en la huerta de Elena Villaseñor y, pues, esas moreras se han estado aprovechando para la cría del gusano. Y, pues, de todo esto el pueblo se ha estado dando perfectamente cuenta, ¿verdad? —Está bien, pero nosotros queremos saber últimamente, ¿qué se ha hecho en la sericicultura?, ¿qué avances se han obtenido? Y entonces le contesté: —Pero esa información que usted requiere, don Efraín, conviene que se la pregunte al doctor Argudín, que se encuentra aquí presente; yo 307 no se la puedo proporcionar porque yo estoy trabajando aquí con una categoría muy ínfima. El doctor Argudín es el director de la Comisión Nacional Sericícola43 y aquí ha nombrado a su cuñada como delegado de la Comisión Nacional Sericícola; por tal motivo yo tan sólo soy un servidor de ella. Entonces la explicación se la puede dar el doctor Argudín o su cuñada, porque ellos están al frente de toda la dirección; yo estoy en quinto lugar. Y además, tal vez sepa usted sobre el pago. La delegada gana veinte pesos diarios y yo tengo nombramiento de la Secretaría de Agricultura, de agente de quinta con cinco pesos diarios; y por tal motivo yo ignoro. Pero si usted quiere saber lo que yo he desarrollado es otra cosa. —Pues, sí, explíqueme usted qué es lo que usted ha desarrollado aquí. Entonces yo empecé a explicarle desde la incubación de los huevecillos del gusano hasta que estos producían seda. Y desde luego que el doctor Argudín no pudo decir nada al respecto porque su programa (como ya he dicho) era plantar moreras en los ejidos, en los lotes de las escuelas, y cuando ya tuviera dos millones de moreras, entonces se iba a dedicar a la cría del gusano de seda. Así que desde ese momento yo dejé de pertenecer a la Comisión Nacional Sericícola, puesto que no nos entendíamos padre e hijo, y así lo consideraba posiblemente el doctor Argudín puesto que me tocó bajo su mando y yo no me dejaba y rompía con la estructura de su programa. Entonces, desde ese momento yo empecé a ampliar mi horizonte. Vendí la casa y comencé a dedicarme a la agricultura. 43 La Comisión Nacional de Fomento y Control de la Producción Sericícola fue creada por decreto el 31 de enero de 1935. Durante el periodo 1936-1940 se distribuyeron 3’635,092 árboles de morera y se plantaron 4’602,100, con un costo de $0.86 cada árbol. Esta actividad productiva se inició «con la idea de dar a los campesinos una industria auxiliar que contribuyera al incremento de sus posibilidades económicas, pero los resultados han sido poco favorables». Seis años de gobierno al servicio de México 1934-1940. (1940). Méx., Secretaría de Gobernación, p. 132. 308 Introduciéndome a la actividad agrícola ¡Ah!, cómo batallé para llegar a tener una estabilidad económica para mi familia. Me costó mucho trabajo, muchos desvelos y, sobre todo, saber en qué destinar las pocas ganancias con que contaba. Al llegar a Jiquilpan tenía un sueldo de ciento cincuenta pesos mensuales, que distribuía como toda una ama de casa: en renta de casa, alimentación, vestido y, pues, principalmente tenía que economizar porque yo aquí en México no tenía parientes; eso sí, tenía algunos amigos, como el doctor Rafael Alvarado, que me ayudó mucho cuando estuve en Uruapan, pero desde luego cuando trabajé con él en lo del cultivo del gusano de seda, no era con la intención de que yo obtuviera alguna ganancia de esa actividad; sino más bien esto fue para poner una cuña para una nueva industria en México, como lo era la producción de seda. Pero, bueno, como les dije anteriormente, al tomar las riendas el doctor Argudín de la sericicultura yo tuve que retirarme, pues ya no era nadie para opinar en este campo, y por tal motivo empecé a rentar terrenos, pero desde luego que antes de esto yo empecé a rentar parcelas y a sembrar en el propio terreno que me había asignado el general para sembrar moreras; desde entonces empecé a sembrar frijol, maíz, garbanzo y hasta camote y empecé a ahorrar algunos centavitos. Y pues yo hacía mis trabajos con mucho cuidado, con mucho cariño y mucho empeño, con los pocos conocimientos que en aquél entonces contaba, pero sin embargo me daba buen resultado. Por cierto, en este momento se me viene a la memoria que aquí en Jiquilpan en esa época estaba recién construido el molino y teníamos entonces que aportar todos los de los alrededores, los que producíamos trigo teníamos que entregar el trigo para abastecer el molino, quien nos refaccionaba; yo tenía como seis hectáreas que me había refaccionado el molino. Y, bueno, pues, me acuerdo que un 20 de noviembre, fecha en que todo el pueblo se encontraba de fiesta, yo fui a ver cómo estaba mi trigo y pues al ver yo que mi trigo carecía de humedad, de agua y, pues, fui a ver quién regaba ese 20 de noviembre y, pues, no, nadie regaba y entonces vi que el agua iba a 309 dar al río. Me regresé, revisé la compuerta y analicé cómo podía abrirla y no, me encontré con que la rueda que quería mover tenía un candado con una cadena. En ese momento me acordé de la punta de la barra, que era una cuerda sin fin, que había arriba una palanquita antes y que esa palanquita hacía que subiera y bajara la compuerta. Entonces pensé qué podía servirme y encontré un pedazo de tubo de media pulgada; ese tubo lo machuqué por un lado para darle la medida del cuadrito que tenía el fierro de arriba, doblé el tubo formando una “L”, lo metí y así empecé a darle la vuelta arriba y cedió, puesto que abajo había un retén que era circular, que no subía; entonces le di vuelta y jalé la compuerta para arriba y empezó a entrar agua. Inmediatamente volví a cerrar aquello y fui a buscar algunas gentes para que me ayudaran a regar el trigo. Ya encontré la gente, volví otra vez, abrí la compuerta y entró el agua, toda el agua que necesitaba yo, y así, en veinticuatro horas, regué las seis hectáreas de trigo. Pero al darse cuenta el canalero, que por cierto era conocido y amigo mío, pero como que era empleado y como tal tenía que sujetarse a las órdenes de sus superiores y, pues, me amenazó y me habló en un tono poco apropiado. —¡Cómo!, ¿por qué te has robado el agua? Y le contesté: —Mira yo no he robado nada, el agua entró, yo no moví nada; el agua entró y yo regué. Yo no hice ningún mal, puesto que el agua se estaba tirando y ustedes no se dieron cuenta. Hay gentes que encontré y perfectamente ellos pueden decir que se estaba tirando el agua del río y al ver esto no hice más que aprovecharla para regar mi trigo, que por cierto le hacía mucha falta. Pues fue y dio parte al ingeniero Murfí, quien era el encargado en la región, y, pues, se entrevistó con el Juez de Letras, a quien dio parte que Pappatheodorou se había robado el agua; pero el licenciado Juez de Letras era amigo mío, ya nos conocíamos y pues todos 310 estábamos bajo el mismo mando y teníamos como protector y jefe al general Cárdenas, y él dijo, el licenciado, al señor ingeniero: —¡Cómo es posible que haya robado el agua!, ¿a quién se la vendió? o ¿qué hizo con el agua que robó? —Pues no, fue y regó su trigo. —Bueno, ingeniero, pues yo no le veo ningún delito. Mire, ya regó el trigo y al regarse el trigo éste produce y eso es lo que nosotros esperamos de nuestras tierras. —Pero no, licenciado, eso que hizo es indebido. Y pues ahí discutieron y el licenciado le desbarataba sus argumentos. Por lo que el ingeniero entonces se dirigió al canalero y le dijo: —Mira, Jesús, ve a ver a Pappatheodorou y dile que tú te acuerdas que tenías cerrada la compuerta y le preguntas que cómo le hizo para meter el agua. Seguramente debe tener llave. Pues, sí, vino el canalero y me dice: —Si tú me dices cómo hiciste para abrir la compuerta para regar, te perdona el ingeniero. Y entonces le contesté: —Mira, yo no tengo llave, lo que pasa que ustedes ignoran el mecanismo de la compuerta. Y, pues, como a mí me dolía ver el trigo casi seco, tuve que buscar la forma de abrir la compuerta hasta que encontré cómo podía hacerlo; entonces hice una llave con un tubo (que lo tenía tapado con unas piedras que estaban en el mismo lote). —Mira, esta es la llave que hice y vas a ver cómo se abre la compuerta y ahí vas a ver que el candado no se va abrir y nadie lo va a tocar. Al hacer la operación con mi llave maestra, que se abre la compuerta y el agua entró. 311 Y, pues, un poco asombrado al ver aquello, el canalero me contestó: —¡Pero, hombre!, mira nomás. Cómo es posible que nosotros no nos hayamos dado cuenta de este mecanismo, y nosotros poniendo candado. Y así quedamos otra vez amigos con el ingeniero. Y así logré levantar una buena cosecha de trigo y, pues, éste fue un medio que utilicé, pero sin molestar a nadie y sin que se me pudiera realmente acusar de robo ni nada parecido, y logré regar mi trigo y obtuve una buena cosecha. Pues en realidad pienso que no hay cosa difícil en este mundo que no se pueda lograr teniendo empeño. Recuerdo que al llegar a Jiquilpan y cuando comencé a andar de novio de Margarita, pues pensaba que, pues, al casarme con ella su familia, pues, nos ayudaría económicamente. Y creo que todo es un interés. En algunas ocasiones, platicando con mi esposa Margarita, ella me ha dicho: —Me vas a decir que yo me casé contigo por interés. Y yo le he contestado: —Pues, sí, posiblemente tú también te casaste por interés, porque veías en mí a un joven griego que era trabajador, dedicado en sus asuntos. Pues en realidad no sé, tal vez sería guapo, esbelto, no sé, pero todo eso en que se fija uno es un interés. Así que pienso que no hay cosa que no se haga por interés. Y, pues, efectivamente yo sí me casé por algún interés. Como es costumbre en nuestras tierras que al casarse, previamente se fijan qué dote va a recibir el muchacho por parte de la familia de la muchacha, y naturalmente también el muchacho debe llevar su dote al matrimonio. Así que como todo es un interés, según como vea el muchacho cómo se encuentra económicamente su familia, así se 312 busca una muchacha de la misma condición económica. Yo aquí no tenía condiciones económicas, no era más que mi persona y mi trabajo. Pero en mi pensamiento decía «yo creo que sí me van a ayudar mis suegros a salir adelante, se ve que son una buena familia». Mi suegro era médico y fue constituyente, tenía un rancho, ganado y casa; en fin, estaban en buenas condiciones y decía yo: «¡Hombre!, algún día me darán algo al casarme, puesto que son ocho hombres y Margarita es la única mujer y, pues, al ser la única hija tratarán de ayudarme». Pero en sí, yo no estaba esperanzado a esto, yo seguí trabajando, haciendo mi lucha, no estaba esperando «panza arriba» la herencia; sino que trabajaba, y muy duro, sembrando aquí, sembrando allá, rentando lotes en los ejidos, porque en esa época había iniciado el reparto agrario y, pues, mucha gente prefería rentar porque no tenían conocimientos de la agricultura, ni empeño para cultivar la tierra. Y yo con poco dinero pude rentar una parcela, porque en ese entonces una parcela me la rentaban por cuarenta pesos al año; ya después fueron subiendo a sesenta, a ochenta y a cien pesos por año. Y como ya les dije que me compré dos mulas de la hacienda de Guaracha, con las que empecé yo a sembrar y así continué. En algunas ocasiones llegué a rentar un tiro de mulas o una yunta de bueyes para que me ayudaran durante algunos días, ya fuera una semana o quince días, para preparar la tierra para sembrarla y así, de esta forma, sembraba una mayor superficie; y naturalmente obtenía mayores ingresos. Uno de los trabajadores que me ayudó mucho en mi trabajo fue un joven de apellido Bayola; él era muy fornido y trabajador; era originario del Cerrito Pelón. Y pues también hubo otras gentes que llegué a ocupar en la plantación de morera y que muchos de ellos eran gentes de mis confianzas. Posteriormente ya renté un terreno que pertenecía a Los Camichines, ese terreno pertenecía a una tía de mi señora, por cierto que se llamaba Esther Villaseñor, y ella, antes de casarme con su sobrina, me quería mucho, por ser novio de Margarita, y siempre me llamaba para platicar. Y sí, ella me rentó por tres años un terre313 no de cuarenta hectáreas, en el cual desarrollé el cultivo del garbanzo y del maíz. Y para no gastar en peones hice un trato con medieros y uno de éstos fue Antonio Olloqui, un hombre muy experimentado que era del rancho La Yerbabuena, que estaba en las inmediaciones de Jiquilpan y Sahuayo. Ese Antonio era un hombre muy experto, ya de edad, pues para entonces contaba con sesenta años y, pues, conmigo no fue sólo mediero, sino administrador, así lo nombré para que estuviera al pendiente de los cultivos. Él era como yo: muy experimentado y trabajador. Por cierto que él no quiso ser ejidatario porque sentía feo ¿verdad? quitarle terreno al patrón, por lo menos ese era el pensamiento de él. Entonces hicimos buen equipo de trabajo con Antonio y nos pusimos a sembrar garbanzo y maíz, y como esas tierras eran muy buenas (según supe habían pertenecido a don Porfirio Villaseñor, padre de la señora Esther) pues levantamos buenas cosechas, tanto de garbanzo como de maíz. Y así poco a poco empecé a juntar centavitos, hasta que llegó un momento en que en vez de rentar yuntas (por tantos hectolitros por la temporada y que se pagaban en la cosecha) me fui a Zacatecas a comprar mulas y me traje treinta mulas y un caballo en una jaula y las descargamos en la Estación Moreno y allí los arriamos hasta el rancho Los Camichines. Naturalmente que todas las mulas eran cerriles, pero en esto me ayudaron varios amigos, como Fernando Sandoval “el Títere”, José Orozco, los hermanos Manuel y José Vargas, que entendían de amansar caballos; en fin, que ellos los lazaron y los amarramos de dos en dos y así poco a poco fuimos amansando esas mulas, que llegaron a servirme por varios años sembrando mayores extensiones de terreno. Pero para esto ya no sólo tenía rentado el rancho de Los Camichines, sino que empecé a extenderme al Cerrito Pelón, que para entonces eran mis amigos los directores de ese ejido, que eran los hermanos Juan, Darío y Andrés Amescua; Luis Gómez, que todavía vive, “el Güero”; y pues a través de ellos conseguía lotes de ejidatarios para rentar, que ellos me recomendaban con anterioridad. 314 Y así, ya rentaba una parcela en un lado, otra más allá, en fin, que llegué a juntar de seis a ocho parcelas que variaban entre cuatro y treinta hectáreas, y ahí sembraba garbanzo y trigo y así fui poco a poco mejorando. Pero la base es la economía y el mucho empeño. Pasó el tiempo, pasaron los años y llegamos al año de 1940; para entonces varias de mis mulas, pues, se brincaban y hacían daño a siembras ajenas y eso me molestaba mucho porque tenía que enfrentarme con la gente a quienes les hacían daño estos animales y, pues, eran disgustos y cosas así, ¿verdad? Por cierto que un día al tener yo las cuarenta hectáreas de garbanzo sembradas en Los Camichines, una noche se metieron cuarenta bueyes ejidales y me hicieron mucho daño en la siembra (ahora pueden imaginarse, los que son agricultores, el daño que pueden hacer los bueyes en una siembra de garbanzo); pues al día siguiente, como llegaba muy temprano, a eso de las cinco de la mañana, me di cuenta del desastre, entonces me dijo don Antonio: —¿Qué hacemos con estos animales? Mire nomás, don Theodoro, lo que está pasando. Y entonces le dije, basándome en que podía encontrar apoyo oficial, porque había sido empleado y, pues, todavía eran mis amigos y mis jefes tanto don Dámaso (que siempre estaba radicando aquí) como el general Cárdenas también, y le dije: —Mire, don Antonio, hábleles a sus hijos. A Toño, a Jesús, a José Luis, a todos, para que encierren los bueyes en el corral y no los vamos a soltar hasta que nos paguen diez pesos por cabeza. En aquel entonces, Baltasar Gudiño era diputado de la Unión del Centro y entonces que viene y que me dice: —¿Oyes, Pappatheodorou, que encerraste indebidamente los bueyes de los ejidatarios? Entonces le contesté: 315 —No, Baltasar, no indebidamente, no, ¿te animas a caminar? —Sí, como no. —Acompáñame, pues. Mira, aquí está don Antonio y aquí están los muchachos, testigos de los daños. Y allí están los bueyes encerrados y no los voy a soltar si no me pagan los daños. Y, pues, ya fuimos. Él vio aquello y, pues, como él conocía de agricultura, entendió el problema. Y sí tuvieron que pagar, aunque diez pesos por animal era una suma muy elevada para entonces, pero los daños eran superiores, puesto que al entrar los animales al terreno sembrado le dieron una poda que atrasó la siembra. Pero eso fue lo de menos. Al día siguiente juntaron todas mis mulas (que entre mulas y caballos llegaban como a treinta y cinco animales) y los metieron en un garbanzo (que por incosteable lo habían vendido para agostarlo a un ganadero) para decir que se habían metido mis mulas en propiedad ajena a hacer daños en la siembra. Pues otra vez fui a buscar al diputado Baltasar Gudiño y le dije: —Oyes, Baltasar, ¡qué bien lo saben hacer, hombre! —¿De qué se trata? —Pues, de que ayer me pagaron el daño que me hicieron, pero ahora es al revés, metieron mis mulas en un garbanzo que lo tenían vendido para agostadero, y eso no se puede dejarlo pasar. ¿Cómo es posible que hagan esas cosas? Y, pues, como dice el dicho: «Lo que se hace de noche aparece en el día», ¡hombre! Entonces fue una cosa muy vergonzosa, llamó otra vez a los ejidatarios y les dijo: —Pero, ¿por qué hicieron esa cosa? Y le contestaron: —No, pos lo hicimos pa’ que nos pague también él. Y un poco serio les contestó: —Sí, pero ustedes habían vendido el garbanzo para agostadero. 316 Total que al final los convenció y me soltaron mis mulas. Y esto lo cuento porque en la agricultura se sufre mucho y todo mundo come del agricultor sin compasión ninguna y, sin embargo, todo mundo trata de amolarlo. Pero también encontraba muchas dificultades con los trabajadores que me ayudaban a uncir o pegar las mulas en el trabajo; casi siempre pegábamos diez, doce tiros diarios, pero lo malo consistía en eso, en que cuando en las tardes soltábamos las mulas, lógicamente cada quien tenía sus ajuares completos; el arado, la chicola, las riendas, los cabezales, los collares, los palotes, los balancines, en fin, todo. Pero al día siguiente al llegar otra vez para pegar las mulas me encontraba con que uno me decía: —Pappatheodorou, a mí me faltan las riendas. Y otro decía: —A mí me falta un cabezal. —Pero, muchachos —les decía—, cómo es posible, si cada quien de ustedes soltaron y soltaron completo, porque de otra manera no podían trabajar. ¿Qué se hicieron todas esas cosas? ¿Por qué faltan esas cosas? Y pues todo eso era algo indebido, que ocasionaba pérdida de tiempo; porque se dejaban de pegar dos o tres tiros de mulas y a veces hasta me exigían que les pagara porque habían perdido el día. Y les decía: —Pero yo no tengo la culpa, yo les he entregado a cada quien el ajuar completo y hasta dobles implementos para trabajar. Y ahora me resulta con que no saben quién se los llevó. —Pos no sabemos quién se los llevaría. Y así pues todo eso era pérdida de tiempo y de dinero y pensé un día: «Por qué no estudio la cosa, para que en vez de tener treinta y tantas mulas, que me ocasionan a veces gastos porque se pasan a 317 siembras ajenas, y pues problemas con los trabajadores, con quienes se batalla mucho. Creo que lo mejor será ir a México para ver cuánto cuestan los tractores». Pues sí, hice mis cálculos sobre la utilidad que me podía dejar un tractor, qué tanto podría barbechar al día; y animado me fui a México. En la calle de Zaragoza se encontraba ubicaba la International Harvester, y ahí pregunté sobre los precios de los tractores y les dije que mi intención era comprar uno porque lo necesitaba. Entonces ya me explicaron: —Mire, señor, venga a ver este tractor, este es el más chico que tenemos, es el W-4. Aquí nosotros contamos con tres tamaños, que son el W-4, W-6 y W-9, que es el más grande de los tres. Pues sí, veía todo aquello con mucho interés y había hecho mis cálculos de que vendiendo las mulas (que para entonces tenían demanda) con los ejidatarios, me alcanzaría para comprar el tractor, un arado de dos rejas, una rastra de doce discos (seis y seis en “V”) y una rastra de fijar, que era necesaria para desmenuzar terrenos después de los barbechos y que a la vez me sirviera para juntar la grama o los zacates, porque era seccional, tenía cuatro o cinco secciones que se ponían según el trabajo que se fuera a realizar. Y pues me animé y les pregunté: —¿Cuánto vale todo esto? —Mire usted, todo esto se lo podemos dejar en seis mil pesos, pero si no tiene todo el dinero, se lo podemos fiar por seis meses o por un año, pero tiene que pagar, naturalmente, intereses por el dinero que nos va a quedar debiendo. Según echando mis cálculos y más cálculos de cuánto barbechaba con diez tiros y que cuánto podía hacer con el tractor en un día. Pues volví a Jiquilpan, vendí las mulas, regresé a México, pero no me alcanzó el dinero para pagar el tractor con los implementos que necesitaba, pero quedé debiendo dos mil pesos que pagaría en cuanto levantara la cosecha. Ya ahí mismo en el patio de la Agencia International, ahí me 318 pusieron a que lo echara a andar, a que lo moviera hacia atrás, hacia adelante, que mete la velocidad de primera, segunda, que tercera y que cuarta y que hasta quinta; me dieron las instrucciones de que en caso de carretera tenía para caminar recio o arrastrar alguna carreta. Así que ahí me enseñé a manejar el tractor. Desde luego que yo sabía ya manejar otro tipo de vehículos, como la motocicleta que manejé como diez años, y en ese momento yo tenía un carrito Ford, del año de 1930 y que por cierto se lo había comprado a José Orozco en cuatrocientos pesos. Pues así fue como compré mi tractor, que a propósito fue el primer tractor de la comarca. Y en un camión cargamos todo y venimos a Jiquilpan, descargamos. Y desde luego yo me sentía feliz. Pero debo aclarar que ni yo era tractorista, ni había tractoristas en la región, así que tuve que echarlo a andar personalmente con las instrucciones que me dieron en la agencia. Al regresar a Jiquilpan yo me sentía muy feliz y muy próspero porque nadie tenía tractor y yo sí tenía un tractor. Para entonces ya había rentado Palos Altos, que eran otras treinta hectáreas de terreno, un terreno muy bueno porque llegaba el agua; entonces me gustó y lo renté para sembrar trigo (ese terreno lo manejé durante dos años aproximadamente). Aparte de ese terreno también rentaba parcelas de los mismos colonos de la beneficencia; porque según me dijeron no podían cultivar, así que de esta forma amplié el área de cultivo. Y, pues, lógicamente que iba a necesitar más instrumentos de trabajo para poder trabajar mejor la tierra. Entonces pensé en ir a Guadalajara a ver qué podía encontrar allá en instrumentos. Pero para esto yo debía dejar el tractor trabajando y un día le dije a un joven que era mulero, llamado Ezequiel Rodríguez, que era también de la familia de los Cárdenas y de Guarachita, era, por cierto, un muchacho muy inteligente y le dije: —Mira, Ezequiel, ahora vamos a dejar las mulas y te vas a montar en el tractor y vas a barbechar con el tractor. Y me contestó: —No, yo le tengo miedo. 319 Y le dije entonces: —No, mira es lo más fácil. El tiro de mulas, como animales que son, a veces jalan para un lado o jalan para otro lado, tú tienes que llevar el tiro a la raya y con el tractor tú solamente lo vas a girar y además no vas a pisar ni lodo, ni espinas, ni nada. Mira siéntate aquí. Pues, sí, se subió, ¿verdad?, y dice: —No, pero ¿cómo le hago? —Mira, aquí te voy a decir, así es que siéntate, agarra el volante (lo echamos a andar), tú nomás agarras la rueda con la dirección y te fijas que no se salga de la raya. Y así lo hizo. Yo estaba parado atrás de él para ver cómo hacía las cosas. Llegamos a la orilla, levantaba yo el arado y continuábamos; daba la vuelta y hacía una melga grande. Por cierto que el primer día que fuimos a barbechar fue en un lote de mi cuñado Amadeo Betancourt, que tenía unos ciento cincuenta metros de ancho por quinientos de largo; así lo agarramos para no tener que cerrar melgas un día o dos días; que les diré hacía de tres a cuatro hectáreas diarias, desde que salía el sol hasta que no se veía el tractor y éste seguía dando vueltas. Al mediodía no se paraba el tractor; mientras Ezequiel se sentaba a comer yo manejaba el tractor. Y pues le decía: —Mira, Ezequiel, el tractor no se cansa; el tractor tan sólo necesita lubricación y combustible y sigue dando vueltas. Y así, trabajando con el tractor, llegamos a sembrar suficiente trigo, que ha de haber llegado a unas ochenta hectáreas de trigo sembrado. Al aproximarse la temporada de trillar el trigo, me fui a Guadalajara a visitar una agencia de maquinaria que se llamaba Minneapolis Moulines. Sus oficinas estaban casi frente al Hotel Morales, y que entonces se llamaba Casa Morales; yo siempre llegaba a hospedar320 me a ese lugar y, pues, con frecuencia había visto el equipo que tenían en exposición, como tractores, trilladoras chicas de 1.80 de ancho. En esta agencia el gerente era el señor Carlos Félix, hermano de la artista de cine María Félix, y, pues, este señor tenía mucha amistad con don Dámaso Cárdenas. Para esto don Dámaso me había recomendado que fuera a esa agencia y me dijo: —Mira, Pappatheodorou, yo puedo intervenir para que Carlos te dé facilidades de pago. Y sí fui. Ya saludé al ingeniero y le dije: —Pues aquí me manda don Dámaso Cárdenas y me dijo que yo podía platicar con el señor ingeniero Carlos Félix. ¿Es usted? —Efectivamente, ¿en qué le puedo servir? —¡Hombre!, vengo aquí para ver qué puedo comprar para la agricultura. —Pues para la agricultura, como ahorita es temporada de trilla, puede llevarse una trilladora que le será muy útil, ¿tiene usted tractor? —Sí, si tengo un tractorcito. —Pues, mire, este tractor, esta trilladora es muy buena. Ya me enseñaron ahí que esta trilladora hace tanto, en tantas horas, que aquélla hace más, en fin. Y continuó: —De aquí le vamos a mandar a un mecánico y le vamos a entregar la trilladora trabajando en el campo. Sin pensarlo mucho la adquirí, porque veía que en las trillas se desperdiciaba mucha espiga cortándola a mano y en algunas ocasiones venía el viento y desparramaba aquello y tenía uno que volver a juntar la espiga. Pero no había visto antes, sino hasta esa fecha, que había una trilladora combinada que cortaba y trillaba. Había visto trilladoras estacionarias, que se paraban en alguna parte y trillaban nada más. Pero aquélla trilladora que compré tenía su propio motorcito y era independiente y daba movimiento a la máquina. 321 De esta forma llegué muy feliz a Jiquilpan con mi trilladora. Pero me molestaba y me decía «¿Me dará resultado?, ¿tendrá muchas dificultades?, ¿y si se me descompone?», en fin; pero descansaba y me decía: «Bueno, pues, aquí tengo cerca un mecánico de la agencia de Guadalajara, cada vez que se me ofrezca, pues, vendrán aquí a componerla». Y así empecé la trilla. Por cierto que también fue la primera máquina trilladora combinada que entró a la región de Jiquilpan, Sahuayo y de otras partes, puesto que ni las conocían por estos rumbos. Trillé mi trigo felizmente. Poníamos a un muchacho para que encostalara. Y dando vuelta hacíamos una orilla, dando vuelta alrededor, con uno o dos cortadores; puesto que tenían que hacer lugar para el tractor para que no pisoteara el trigo; de lo demás se encargaba la máquina hasta terminar, pues no había desperdicios, no había nada. Y pues la gente comentaba: —Oye, Pappatheodorou dice que tiene una máquina que corta y trilla. Y el otro contestaba: —Pos estará loco, dónde se han visto esas cosas. —Pos no sé, pero la verdad es que yo vi la máquina que está cortando y está trillando y está encostalando y no deja ni una espiga atrás. Ya al terminar de trillar lo mío, empezaron las gentes a ir en donde estaba trillando trigo de otras gentes, para percatarse cómo trillaba la máquina y en qué condiciones, si desperdiciaba o no trigo. Una vez que se convencieron que trillaba bien, me pidieron que fuera a sus terrenos a trillarles; para esto yo cobraba el doce por ciento de la producción, que era lo más razonable, porque naturalmente la persona que manejaba la trilladora ponía más empeño en trabajar para que no se desperdiciara nada, porque así le tocaba más y había un mejor rendimiento tanto para el dueño de la siembra como para el dueño de la trilladora. 322 Pues primero le trillé al doctor Margarito Talavera, que tenía un terreno pegado al lote de Amadeo Betancourt, y quedó muy contento con el trabajo. Después mi primo político que se llamaba Leopoldo Villaseñor tuvo problemas al estar cortando el trigo a mano, vino un remolino y le desparramó todo aquello, y entonces le dijo a su mayordomo: —Oyes, Leonardo, anda a ver a Pappatheodorou y ves cómo trilla su máquina. Ya vino Leonardo a percatarse del funcionamiento de la máquina. Porque los patrones antes no se molestaban en ir a ver las cosas, nada más ordenaban a sus mayordomos. Pues sí, Leonardo vio aquello, vio que andaba bien y me dijo: —Oyes, Pappatheodorou, me dijo don Leopoldo que si le trillas su trigo. Ellos tenían un terreno propio que colindaba con Los Camichnes, que era de su madre, y pues sí tenía un trigo bonito; entonces le dije a Leonardo: —Mira, Leonardo, de aquí le voy a trillar a otra persona con la que tengo compromiso; después de esa persona le podré trillar a Leopoldo. Si les conviene bien y si no pues ustedes verán. Y además cobro el doce por ciento sobre la producción, pero por ser parientes, por ser primo Leopoldo le voy a cobrar el once por ciento. Ya convenimos en que sí le trillaría después que me desocupara del compromiso contraído; en ese lugar que trillé quedaron muy contentos. Pero al llegar con Leopoldo, en una parcela que hacía un bajo, que estaba húmedo el terreno y, pues, por el exceso de humedad el trigo no se desarrolló, se quedó chaparro y pues claro que maduraría más tarde, pero cuando metimos la trilladora estaba chico y, pues, como teníamos que atravesar ese pedazo de unos tres metros, para no perder tiempo y hacer dos pedazos; pues el que 323 manejaba la máquina no supo regular la altura para trillar y la dejó en los veinticinco o treinta centímetros, que es el desarrollo normal del trigo, para no moler mayor cantidad de paja y que solamente caiga la espiga; pero no sucedió así por falta de experiencia, pero de cualquier forma, aunque hubiera cortado la espiga, ésta no se desgranaba porque estaba verde y, pues, ese trigo no debería haberse trillado hasta que no estuviera maduro. Entonces vino Leonardo y me dijo: —Oyes, Pappatheodorou, ¿que tira espiga la máquina en el bajo? —Eso es imposible, eso sí ni ustedes lo van a juntar, porque si lo juntan verde, tan sólo van a obtener grano verde que al secarse se hace pachiche. Se va a perder de todos modos eso, tiene que esperar de quince a veinte días para que madure y cortarlo. Pero se desmoralizó y fue a decirle a su patrón que no siguiera con la trilla, que porque tiraba espiga, que no sé qué y que más allá. Pues sí me la suspendieron. Muy bien, le dije, nos vamos. Pero para esto ya tenía otro cliente que era don Agustín Orozco, quien para entonces tenía rentado Los Camichines, que había dejado yo porque ese terreno me resultaba un poco más cara la renta y yo busqué algo más económico en la Ciénega de Chapala, en donde encontré terreno más barato con los ejidatarios y también bajo la operación del tanto por ciento, sin necesidad de invertir. Bueno, pues, don Agustín Orozco había sembrado una gran extensión de trigo, en la parte plana del terreno y la ladera la dejó sin sembrar por ser difícil de regar. Para no hacer más larga esta narración, el caso fue que yo tenía que pasar por terrenos de Leopoldo Villaseñor y, pues, tenía que poner dos tablones anchos para que pasara la trilladora. Primero los ponía para que pasara el tractor y luego cambiaba los tablones a las ruedas de la trilladora, que estaba más atrás. Bueno pues al llegar a los límites del terreno, que era una cerca doble de piedra, empezamos ahí a abrirla rompiendo la cerca para poder entrar con don Agustín, en eso que llega Leopoldo Villaseñor en su caballo brioso y me dice: 324 —¿Por qué te metiste por mi terreno? —¡Hombre!, Leopoldo, somos parientes, qué mal te he hecho para que me hables así. —Pues nada más que me dejaste mi trigo sin terminar de trillar. —Mira, no tengo yo la culpa. Tú me mandaste suspender la trilla, porque dizque tiraba el trigo. Por tal motivo mi máquina no puede perder el tiempo y pues tengo que seguir atendiendo a todos mis clientes. —No, tú tienes que trillarme primero aquí y ya después pasarás con don Agustín. —Eso es imposible porque ya tengo trato con él. Además a ti te trillamos con el once por ciento y a don Agustín le voy a trillar con el trece por ciento, porque el hombre está apurado, porque quiere trillar cuanto antes. Y además, para que sepas, ahora no te trillo con el once por ciento, ya ves que te había considerado por ser primos, pero ahora si quieres que no pase por tu terreno, pues me regreso y entro por otro lado, lo único que me vas a hacer es perder un par de horas, pero lo demás no vale nada. —Está bien, pero después de don Agustín te vienes a trillar mi trigo. Y así quedamos. Después que terminé de trillar con don Agustín fui al terreno de Leopoldo Villaseñor. Al año siguiente me fui a trillar a otros lugares, como el ejido Las Arenitas, que estaba cerca de La Palma; en ese lugar estaba el hijo de don Antonio Olloqui, que era el mayor, y José María también; y como ya tenía amistad con su papá y sus hermanos pues fui a ayudarles porque necesitaban la ayuda de tractores y de trilladoras. Pues sí, fui a sembrar unas dos o tres parcelas. En eso que se me presenta José Moreno, un joven menor que yo, de La Palma y me dice: —Oye, Pappatheodorou, yo tengo una trilladora vieja de madera, pero no tengo tractor; mira, la máquina es muy buena y podemos trillar más. Pues me entusiasmó al decirme: —Si tú puedes conseguir algún tractor, aquí tenemos mucho trigo. Yo te aseguro que hasta este año le sacas el valor del tractor. 325 Y le dije: —Bueno, déjame pensarlo, ¿dónde está la máquina? —Pos la tengo en un corral, ahí en La Palma. Ya fuimos a verla y me dice: —Mira, mano, pues está muy bien, ya tiene las bandas, tiene todo listo; nosotros teníamos un Fordson que no desarrollaba las revoluciones adecuadas para mover la trilladora y pues teníamos que echarle un poco de grano y con pocas gavillas tenderlas, de esta forma perdíamos las dos terceras partes de la trilla. Entonces le dije: —¡Hombre!, déjame pensarlo. Voy a ver a don Dámaso a ver si puede darme una ayudadita; y en dos o tres días me traigo un tractor. Pero, ¿tú me aseguras que la trilladora trabaja bien? Dice: —Si, está buena la trilladora. Y con cierto entusiasmo le dije: —Bueno pues, aquí nos vemos. Voy mañana a Guadalajara, pero primero voy a ver a don Dámaso, para ver qué me dice, y pues si recibo una contestación favorable, entonces sí me voy a Guadalajara. Pues así lo hice, fui a ver a don Dámaso y como él ya se había dado cuenta de los trabajos que desarrollaba con mi tractor y con mi trilladora, entonces como él me había ayudado en esto, me dijo: —Pues ve a ver al ingeniero Félix y dile que le voy a hablar por teléfono a él. 326 Y así fui a Guadalajara y me presenté con el ingeniero, quien me dijo: —Mira, aquí tenemos el tractor V-T, de Minneápolis, nada más tenemos este de triciclo, no tenemos de ruedas. Y pues yo tenía el International que era con llantas y el Minneápolis era de ruedas metálicas; pero de cualquier forma lo compré en facilidades y me traje el tractor de Guadalajara; por cierto que lo descargamos en la Palma. Al día siguiente echamos a andar la trilladora estacionaria y, efectivamente, era una máquina buena, era una máquina inglesa que la habían tenido mucho tiempo sin trabajar, porque no había máquinas apropiadas; sí había los Fordson, pero no daban el rendimiento adecuado. Bueno, pues efectivamente, como me dijo José Moreno, ese año hubo bastante trigo sembrado en el ejido de La Palma y sacamos buen provecho puesto que no sólo logré sacar el valor del tractor (que me había costado seis mil quinientos pesos), sino que me sobró dinero después de haberlo pagado. Y así que seguimos trabajando con esas máquinas y el tractor hasta Pajacuarán; allá también había unos montes, porque para entonces todo se cortaba a mano y los arrimaban en la trilladora de montón en montón. Pero había unas ocasiones en que queríamos trabajar un poco más tarde para aventajar y si el trabajo era fuera de horario les pagaba horas extras. Pero sucedió que a veces los chamacos hacían malcriadeces, como aventar manojos a la plataforma de la trilladora, que era de una longitud de más de dos metros, que corrían los manojos, o sea de las gavillas, al llegar a los cilindros. Y una de esas veces, por parar la máquina, uno de los muchachos aventó el bielgo, que era de metal, y oímos el tronidazo dentro y se paró la máquina. —¡¿Qué pasó?! —Se me fue el bielgo. —¡Ah, que caray! 327 Ya así para el futuro no quedó más remedio que tener más cuidado para seleccionar el personal y en este caso pues se contrataron parientes de José Moreno y así no tuvimos más contratiempos de esa naturaleza. Pues recorrí toda la Ciénega de Chapala y en distintos ejidos sembré trigo, garbanzo; el maíz no lo sembré porque habían muchas dificultades, porque había necesidad de cuidar largo tiempo, hasta el tiempo de la cosecha; porque la gente generalmente se los robaba por la noche en costales y pues todo eso era pérdida; y era tantito peor si uno se ponía a cuidar en la noche con alguna arma aquélla cosecha porque se generaban dificultades hasta entre ejidatarios. Por cierto que un día me encontré a un trabajador mío que se llamaba Jesús Amescua. Él era de Sahuayo. Pues lo encontré en las puertas del Banco Ejidal y le pregunté: —Oyes, Jesús, ¿qué estás haciendo aquí? —Pues mira, Pappatheodorou, vine a pedirle permiso al Banco para que me permitan vender el maíz en elote, para llevarlo a Guadalajara. Y le dije: —¡Pero, hombre!, ¿qué no te costea mejor que se haga maíz? —Pues sí, sí sería mejor, pero te voy a platicar lo que me sucedió: un día estando en mi casa, en la puerta llegó mi vecino y me dijo: —Oyes, Jesús, ¿no has traído elotes de tu parcela? Entonces le contesté: —No, hombre, todavía no hay, está muy tierno. Y me dijo: «No, mira, ya me traje un costalito, estos son de tu parcela». Y así, se imagina, Pappatheodorou, pues antes de que uno coseche, pues otros cosechan. Por eso quiero deshacerme de esto y ven328 derlo en elote, para ponerme a trabajar por otro lado. Por ese motivo yo tampoco sembraba maíz; nada más garbanzo y trigo, que llegaban bien a la cosecha; porque a la gente no le convenía llevar gavillas de trigo para machacarlo. Así, pues, pasé algún tiempo sembrando en la Ciénega y el trigo que cosechaba lo mandaba al molino Germania, que era el dueño don Eduardo Colligñon, alemán naturalmente. Pues mandé varios años el trigo a ese molino, a tal grado que llegó un momento en que nos hicimos muy buenos amigos con don Eduardo, quien también mandaba a un representante para que comprara trigo y naturalmente que refaccionaba; por cierto que a mí también me llegó a refaccionar porque no tenía lo suficiente para independizarme y sembrar directamente con recursos propios. Así que ellos me ayudaban y durante la temporada de cosecha, recogían ésta y hacíamos liquidación al terminar la cosecha; y uno de ellos, el encargado, el comprador de trigo, me dijo en una ocasión: —Oiga, Pappatheodorou, ¿por qué no va a La Calera? Para esto, ya le había platicado a él de que aquí en la Ciénega tenía muchas dificultades con los ejidatarios; porque siempre me pasaban terrenos llenos de grama para trabajar con los tractores, y los trabajaba, los arreglaba, pero al año siguiente, después, sin que me avisaran a mí, iban por cinco o diez pesos por hectárea a avisarle a otra persona, que naturalmente aquél terreno estaba bien arreglado con canales, con barbechos; entonces (como les digo) se lo ofrecían a otra persona y a mí al siguiente año me volvían a tocar terrenos difíciles, con tierras brutas. Por tal motivo ese señor encargado del trigo se dio cuenta de mis dificultades y de que en La Calera había más oportunidad para mí, porque ahí también sembraban grandes extensiones de garbanzo y de trigo y pues todo ese trigo iba a dar al Molino Germania. Don Eduardo Espinoza era teniente coronel y dueño de la hacienda La Calera, también supe que había sido yerno del general Obregón. Y así un día nos entrevistamos en Guadalajara, precisamente en el molino, porque él también había ido a hacer liquida329 ción; por cierto que allá en Guadalajara estaba don Felipe Rodríguez, que era el contador y apoderado del Molino Germania y, pues, ya ahí en la plática don Felipe me dijo: —¡Hombre!, si viene por acá a la hacienda de mi teniente coronel tengo una casa, le podemos rentar la parte superior del dúplex porque la parte de abajo está ocupada. Y, pues, yo le pensaba un poco porque me daba tristeza de encontrarme aislado, de no practicar el griego; que por cierto sólo lo hacía cuando iba a Guadalajara, en donde me encontraba con mis paisanos. Y pues les había agarrado cariño. Pero a fin de cuentas me decidí, después de haber platicado con el teniente coronel, que era el dueño de la hacienda La Calera. Ya platicando con él me enteré que tenía terreno suficiente e inclusive me sugirió que fuera a verlo para que así me pudiera dar una idea con qué maquinaria podía trabajar ese terreno. Y así lo hice, fui a La Calera vi el lugar en donde iba a usar mis máquinas; por cierto que aún había tiempo para la próxima siembra; para esto tenía yo mis dos tractores, mi trilladora y me ofreció una persona un Fordson, lo calamos y pensé «Pues, este tractor me puede ayudar cuando menos para las siembras, para jalar la rastra de picos y así tengo las máquinas suficientes para sembrar allí». Entonces me trasladé a Guadalajara con mi familia. ¡Ah!, por cierto que tenía mi casa aquí en Jiquilpan, que estaba recién construida. Al llegar a Guadalajara inscribí en la escuela a los muchachos, que para entonces eran Stéfanos, Ángel, Basilio y Anna, que era la más chica. Para esto, en la época que les estoy narrando, era ya tiempo de guerra, entre 1940-41 y también estaba eso que se llamó «Economía del hule». Así que yo comencé a trabajar con un “Foringo” en el cual llevaba la semilla, la tractolina o lo que se necesitara para las máquinas. Con ese Foringo hacía todos los movimientos, me ayudaba bastante. Por cierto que un día al salir de Guadalajara rumbo a La Calera, 330 a medio camino de Chapala, al salir directo a la altura de Agua Azul, me paró uno de Tránsito y me dijo: —Oiga, usted infringió el reglamento de la economía del hule. —Yo no, hombre, pues ya son las ocho. —No, no, faltan diez minutos. Entonces le dije: —Y además, pues el día no sabes tú cuándo empieza. —No, el día empieza a la una de la mañana, a las cero horas en adelante, pero el reglamento para la economía del hule empieza de las ocho en adelante y usted salió antes de las ocho de su casa, por tal motivo es infracción y es una infracción de ciento cincuenta pesos. —No la amuele, ¡hombre! ¿De dónde saco yo ciento cincuenta pesos para pagar la multa? Pero yo también me puse un poco bravo porque yo me basaba en otra hora en que empezaba el día y él que no, que empezaba a las ocho, y así estuvimos, tanto que hasta tuvimos que ir a la Delegación de Tránsito. Ya por indicaciones de don Dámaso me perdonaron la mitad y solo tuve que pagar setenta y cinco pesos. Y pues ese fue un pequeño incidente; ya después continué mi camino y llegué al campo. Con el mayordomo revisé el terreno, las condiciones en que se encontraron y ese año tuve que barbechar. Puse los tractores a barbechar y sembré, naturalmente, con refacción del molino, pero el agua estaba un poco escasa; por cierto que llegaba de una presa de Cajititlán y teníamos que hacer canal, y esto desde luego generaba gastos. En fin, que ese año ya para febrero el trigo carecía de humedad. En eso leí en el periódico El Informador las predicciones meteorológicas, que estaban a cargo de un padre Díaz, que era una especie de meteorólogo que predecía las lluvias, el tiempo; entonces leí que los primeros días de febrero que iba a haber lluvias torrenciales y como carecíamos de agua dije «Aquí me salvé, si va a haber lluvias torrenciales, pues ya para qué hago canal». Pues yo no sé porque de 331 todas maneras no inicié la construcción de los canales; sería porque ya tenía esperanzas que ya con esa lluvia el trigo se daría bien. Pues no, ni se nubló siquiera y así el trigo no desarrolló debidamente. Hice todo lo posible por regar, pero ya era tarde. Entonces le dije al teniente coronel: —Mire don Eduardo, ya que mi trigo está un poco raquítico, qué le parece si me llevo mi máquina a trillar el trigo de la Ciénega, que llega más temprano, para no perder tiempo. Ustedes tienen aquí personal y además el trigo de usted y el mío va a dar al mismo lugar en el molino. ¿Por qué no me hace un favor? —A ver, dígame. —De que hable con su mayordomo para que me corten el trigo, me lo trillen y lo manden al molino y de esta forma no pierdo tiempo, porque no tengo personal a quien mandar para que manejen la trilladora. Pues, sí me hizo el gran favor porque me hicieron todos esos trabajos y yo tranquilamente me trasladé a la Ciénega con mi tractor chico y dejé el grande para lo que se ofreciera allí. Así, pues, me vine a Jiquilpan porque para esto aún tenía mi casa y tan sólo me traje a mi señora con la niña y a los chicos los dejé con la sirvienta para que siguieran yendo a la escuela, puesto que era poco el tiempo que le iba yo a dedicar a la trilla del trigo, sería mes o mes y medio más o menos. Pues al llegar a Jiquilpan empecé a trillar; por cierto que don Agustín Orozco ya tenía cuarenta hectáreas sembradas de trigo en Los Camichines, pero para esto él había traído dos trilladoras grandes de dieciséis pies de corte; esas trilladoras eran de la marca Key y tenían tractores de oruga y, pues, ahí estaban paradas. Pasó una semana y no las pudieron echar a andar; pasó otra semana y tampoco. Y pasaba eso porque no había gente que entendiera de máquinas, de trilladoras. Entonces un día que me encuentra don Agustín y me dice: —Oiga, Pappatheodorou, ¡hombre!, ahí tengo dos máquinas monstruo, pero ahí están paradas, ya tienen quince días pero no las podemos mover porque nadie las entiende y no las pueden echar a andar. 332 ¿No quiere encargarse usted para ver qué se puede hacer? Yo le pienso pagar por esa molestia. Y pues considero que usted sabe porque se ha dedicado a esas cosas y seguramente ha de tener alguna experiencia. —Bien, don Agustín, pues voy a darle una vuelta a ver cómo están esas máquinas. Ya me llevé un mecánico de los que yo tenía contratados por cuatro pesos al día y que por cierto, pues, me servían bastante. En esa época ganaba igual el mecánico y el tractorista, con la diferencia de que este último al estar trabajando se cansaba bajo los rayos del sol y el mecánico tan solo estaba al pendiente por si alguna máquina empezaba a fallar, ya fuera el tractor o los motores de las trilladoras; tenía que acudir inmediatamente a reparar aquello en el menor tiempo posible. Y así fuimos con él a ver las máquinas trilladoras, pero el mecánico no entendía de trilladoras, él entendía del motor nada más; pero de cualquier forma me ayudó para mover los elevadores, las bandas, a echar a andar los motores para ver cómo funcionaban y así detectar en dónde estaba la dificultad. Y eran unas cosas muy sencillas; pero que ante todo se necesitaba la experiencia. Durante todo el día pusimos a andar las dos máquinas, los tractores; todo quedó listo. Entonces ya fui a ver a don Agustín: —A ver, don Agustín, yo le trillo con esas máquinas, pero quiero tener un arreglo con usted. ¡Ah!, para esto, por conducto de un señor llamado Luis Soulé, que era del Banco Ejidal, le había dicho que había unas máquinas allá y que fuera a hablar con el gerente del Banco a ver si podía trillar con esas máquinas, pero al no poder ponerlas a funcionar, don Agustín prefirió hacer un trato conmigo, pues a él lo que le interesaba era que se trillara cuanto antes porque no quería contratar hombres para cortar el trigo y no quería tampoco máquinas estacionarias que supuestamente tardarían tiempo en llegar a trillarle su trigo; por lo que él me dijo: 333 —Mire usted, yo pago por las máquinas cien pesos diarios por cada una; asimismo creo que es justo que usted los pague, porque si usted me trilla yo le voy a dar el doce por ciento de la producción. Entonces usted se encarga de pagarle los cien pesos de cada máquina al Banco Ejidal, porque ellos me las trajeron de Briseñas. Y así quedamos y en una semana con las dos máquinas le trillé todo. Entonces ya de ahí me trasladé al Cerrito Pelón, en donde había unos terrenos difíciles para trillar porque se hacían unas lagunas. En esos terrenos sembraban garbanzo a veces y en otras ocasiones sembraban trigo. Pero como era un barrizal muy pesado, se agrietaba tanto la tierra que las rajaduras llegaban hasta diez centímetros, a tal grado de enfangarse hasta los tractores de banda. Pero yo les dije que les iba a cobrar un poco más caro porque había muchas dificultades y en realidad otros tractores no entraban ahí a trillar, ni de ruedas, ni de ningún otro, nada más de banda, y pues el que yo tenía era de banda y por eso les iba a cobrar un quince por ciento. Tuvimos dificultades, pero resolví esos problemas por medio de unos tablones de la siguiente forma: cuando veíamos que el tractor se quería enfangar, entonces inmediatamente se hacía un poco para atrás, metíamos adelante el tablón, lo mordisqueaba y salía adelante. En esa forma trillamos ese año todo el trigo que me ofrecieran del Cerrito Pelón. En ese año, en la región de Jiquilpan, nada más en las trillas gané más de veinte mil pesos, y desde luego que esa cantidad junta para mí significaba un buen capital. Al terminar entregué las máquinas al Banco le liquidé y me trasladé a Guadalajara. Cuando regresé a Guadalajara fui a liquidar el trigo que había sembrado en La Calera, pues como ya les dije tuve una siembra raquítica; pero de cualquier forma alcancé a pagar todos los gastos y me sobraron dos mil pesos de ganancia de esa cosecha. Un día me mandó llamar don Dámaso Cárdenas, que vivía en Guadalajara con su familia y me dice: 334 —Oyes, Pappatheodorou, hay una oportunidad para ti. En vez de sembrar en La Calera por qué no vas a ver un rancho que es de la señora viuda de Pérez Monroy, que ahorita está desocupado. Es un rancho muy bueno y está cerca de Poncitlán, Jalisco, al norte, sobre la vía entre Atequiza y Ocotlán, o sea pasando el río Santiago, a ocho kilómetros de Poncitlán. Creo que sería bueno que fueras a verlo, a ver qué te parece. Pero yo te advierto que te va a convenir y vas a hacer un buen negocio allí. Entonces le dije: —Puede ser que sí me convenga y habrá que ir a verlo. Después él ya me indicó cómo debía hacerle: —Mira, te vas a Poncitlán, ahí están los hijastros de la dueña del terreno (que era la señora María de Pérez Monroy quien vivía en Guadalajara con un hijo y dos hijas, una hija casada y una hija y un hijo solteros); mira, ahí te vas a entrevistar con tres hermanos, ellos son Nacho, Áureo y Alfredo, los tres hermanos viven ahí. Ves a Nacho, ¡ah! pero él no puede ir a acompañarte porque tiene mal un pie y cojea, pero Áureo sí te puede acompañar. Y así lo hice, fui a Poncitlán y al día siguiente me entrevisté con ellos y Áureo me dijo: —Sí podemos ir, pero hasta mañana porque hoy es muy tarde. Mire, se queda aquí a dormir en nuestra casa y ya mañana conseguimos bestias y nos vamos, al fin que no está lejos. Al día siguiente fuimos al rancho La Soledad, recorrimos los linderos, llegamos a ver las presas que eran tres, que juntaban agua naturalmente en la época de lluvias, y en la parte baja se sembraba trigo, garbanzo y maíz; así que con la presa regaban el trigo, el cual sembraban calculando la cantidad que podían regar con esa agua, y el resto conforme iban bajando los niveles de las presas; los litora335 les (si así se pueden llamar) los sembraban de garbanzo y se daba muy bueno. Ya me di cuenta del rancho, que se componía de ochocientas hectáreas planas de cultivo y trescientas hectáreas de cerro. El cerro más bien servía para captación de agua, que tenía sus cuencas pequeñas, pero todo eso lo conducían hacia el valle de las ochocientas hectáreas del plano donde estaban las tres presas para juntar agua para las siembras de riego. El rancho se componía de un edificio de dos pisos, una hacienda completa, que en la parte de arriba tenía cuatro recámaras, su cocina, una sala y también un balcón; la mitad era un corredor con un balcón que daba hacia el interior, hacia el patio, y al exterior todas las ventanas tenían antepechos, o sea balcones. En la parte de abajo, al entrar al edificio, a mano izquierda había una capilla, que tanto la familia como los trabajadores, en los domingos iban a misa ahí. Y a mano derecha tenía (como todos los hacendados o rancheros) su local de tiendas. Ese local de tiendas lo ocupaba un trabajador, que lo respeté, que lo dejé durante el tiempo que estuve ahí, porque era un hombre de confianza, un hombre que me ayudaba a mí también. Bueno, luego de la capilla estaba la cochera, que tenía un zaguán grande y ahí se encerraban (lógicamente) coches que se jalaban con caballos; por cierto que yo tenía mi carrito y tenía mis tres tractores, que ahí los alzaba. Más a la izquierda estaban las caballerizas, porque este hombre dueño del rancho, era un ranchero entusiasta, un ranchero muy nombrado de la región: don Ignacio Pérez Monroy. Bueno, hasta el nombre me suena de grande. Así que tenía sus caballerizas. Además tenía unos caballos muy finos y en la parte de abajo ponía los caballos y tenía un segundo piso de tablas y para cada pesebre, para cada bestia tenía un embudo de madera y desde arriba les echaba la paja, sin que hubiera necesidad, en tiempos de fríos, de invierno o de lluvias, de salir a acarrear en costal el alimento para los animales, porque subía un peón y desde ahí soltaba la cantidad de alimento adecuado para cada bestia. Luego, enfrente, hacia la derecha y hacia la izquierda, había recámaras y al fondo un portal; ahí estaba el comedor, que era muy elegante, y en medio del patio había una pequeña fuente. Así que 336 ese era un edificio muy bonito, medio deteriorado; naturalmente faltaba blanquearlo y remendarle algunos lugares, pero de eso yo me hice cargo posteriormente. ¡Ah!, había también un salón que conectaba con el patio de la casa, hacia el sur del edificio, o sea al fondo a la derecha, que era la escuela; que por cierto atendía una profesora que venía de Poncitlán del Rey, una población que se encontraba a unos cuatro o cinco kilómetros del rancho La Soledad. Bueno, pues, aparte de lo que ya he mencionado, tenía ese rancho su taller de carpintería, que aún pertenecía a la hacienda y que me proponían en renta; así que en ese taller arreglaban las carretas y otros implementos, los arados, los yugos. Todos los cultivos se hacían con arados de madera. En mi tiempo cuando yo fui sí había arados de fierro, pero también eran escasos. Principalmente se sembraba y se cultivaba con arados de palo. Bueno, después de recorrer las presas que estaban (por cierto) un poco deterioradas, que les faltaba levantar un poco el bordo y tenían mucho huizache, carecían de limpieza, después de esto, repito, me dijeron qué superficie se podía sembrar de trigo y hasta qué hectariaje se sembraría de garbanzo al ir vaciando las presas para el riego del trigo. Así, ya una vez recorriendo los cercos y dándome cuenta de todo me entró el entusiasmo porque hasta las gentes que encontré ahí se prestaron amablemente. Una de esas personas fue don Gerardo Serrano. Él tenía dos hijos: uno se llamaba Ramón y el otro Felipe. Ese señor Gerardo era el hombre más sano y trabajador del rancho, que no era ejidatario, y con él platiqué y pues a él le tenía confianza doña María Pérez Monroy. Fue por eso que yo me dirigí a don Gerardo y él me explicó la situación del rancho y me dijo: —Si usted renta el terreno, pues aquí estamos a sus órdenes; nosotros no sembramos en el ejido, pero si se viene usted aquí, pos sembramos con usted como siempre. Antes estábamos como medieros o usted dirá qué arreglo podemos tener. 337 Y así me fui enterando de todas las cosas y de que había también unos muchachos que manejaban tractor, que habían aprendido en Tototlán. Y pues ya sabía que en Tototlán también vivían unos cuñados de don Dámaso, que se llamaban Nacho, Rafael, José Luis y Efraín Castellanos. Como estaban ahí esos cuatro cuñados de don Dámaso, pues yo me entusiasmé porque ya tenía a mi alrededor gente conocida; lo mismo los señores Guerrero, que también eran parientes; ellos eran Cenobio y Jesús Guerrero, que vivían en Poncitlán. Don Cenobio tenía la agencia de gasolina y de petróleo y como yo me tenía que abastecer de gasolina en Poncitlán, así es que todas las puertas las encontré abiertas. Y pues todos ellos me ofrecían ayudarme en lo que podían. Pues, así fue que regresé, entusiasmado, con los hermanos Pérez (Nacho, Áureo y Alfredo, quien, a propósito, fue presidente municipal aquí en Jiquilpan). Entonces me regresé a Guadalajara para entrevistarme sobre el trato con don Dámaso. Al regresar a Guadalajara ya le platiqué a mi señora a dónde había ido y cómo estaban las cosas allá y le dije: —Mira, hay una casa cómoda para vivir. Voy a ver cómo arreglo el trato, a ver si me conviene el pago de la renta y otras cosas que tengo que estudiar. Así que al día siguiente fui a la casa de don Dámaso, pero primero hablé por teléfono a ver si estaba ahí en su casa. Como sí estaba fui, me recibió y empezamos la plática sobre cómo iba a estar el asunto del pago de la renta del terreno, entonces me dijo don Dámaso: —Mira, Pappatheodorou, la señora María tiene tres hijos, tiene un muchacho ya grande y tiene una hija casada con el ingeniero Alfredo Gómez, así que te voy a llevar con la señora para que veamos ese asunto de la renta. El ingeniero Gómez tenía un negocio en donde vendía alimentos para gallinas y pollos, que estaba a un lado de la plaza de San 338 Francisco y vivía con el hijo soltero y la hija también soltera. Y fuimos precisamente con don Dámaso, me llevó a la casa de la señora doña María para que tuviéramos un intercambio ahí de pláticas sobre el arreglo de la renta del rancho. Don Dámaso comenzó por presentarme con la señora María y dio algunas referencias de mí, como que me conocía hacía varios años, que yo radicaba en Jiquilpan y últimamente estaba radicando en Guadalajara y agregó: —Mire, Pappatheodorou, va a cumplir con el pago de la renta y parece que todavía él no sabe cuánto es lo que va a pagar. Puede quedar, como hemos convenido con usted, en cuatro mil pesos anuales; que se van a distribuir en mensualidades. Y él como no tiene suficiente dinero, entonces el pago será mensual conforme a la cantidad que corresponda a los cuatro mil pesos en doce meses. Así que me dijeron que era de cuatro mil pesos, yo pensé un rato ¿verdad? Eché mis cálculos y por fin ya les contesté: —Me parece bien. Y entonces dijo don Dámaso: —Si está también de acuerdo doña María, entonces iremos a ver al licenciado. Que por cierto don Dámaso le tenía siempre a doña María un licenciado que le defendía el rancho del reparto agrario. Y sí, fuimos a ver el mismo día a ese licenciado, José López Portillo (que creo que son parientes con el ex presidente José López Portillo, porque parece que son originarios de Guadalajara). Pues ya platicamos con él sobre qué bases se tenía que hacer el contrato y por cuánto tiempo. Entonces se definió un trato por tres años. Pero como el señor don Felipe Rodríguez, que ya he mencionado que era apoderado de la casa Colegnon, me había dicho que procurara que pusiéramos 339 una cláusula para que hubiera una opción de compra de ese terreno porque el molino Germania recibía de toda esa región de Zapotlán del Rey y de Poncitlán y de Tototlán, porque era una región en donde se producía un trigo que llaman colorado, muy bueno. Y así me sugirió don Felipe Rodríguez que pusiéramos esa cláusula, para que el término del contrato si a mí me convenía hacer la compra de ese terreno, siguiera mejorando el rancho con las presas y otras cosas, porque estaba semiabandonado. Entonces le comentamos al licenciado de esa cláusula, que si la aceptaba, y don Dámaso no se opuso. Entonces quedamos de que se pagarían cuatro mil pesos al año distribuidos en doce meses y al término del contrato pusimos la cantidad que ellos dijeron, naturalmente la dueña y don Dámaso, que fue de ochenta y cinco mil pesos el valor del terreno de las mil trescientas hectáreas, con las pertenencias de la casa y todo lo que pertenecía al rancho. Pues se firmó el contrato y quedó como testigo don Dámaso. Y ya una vez concluido el trámite, yo ya me sentía ranchero. Porque anduve de un lado para otro lado durante más de ocho o diez años y por fin veía algo más estable, pero esto que les estoy contando es ya por 1942. Y regresé a mi casa, nos separamos ahí con don Dámaso, quien se despidió diciéndome: —Vas a ser muy cumplido con la señora porque no tiene más ingresos que los que recibe de aquí del rancho. Porque hace tiempo que se estuvo rentando a otras personas y no recibía la renta adecuada. Y la pobre sufre para cubrir sus necesidades. Y le contesté: —Mire, yo haré todo lo posible por cumplir primero que nada con ella; yo tengo un apoyo de la refacción que me proporciona el molino Germania, así es que creo que cumpliré bien. Así quedamos. Ya empecé yo a preparar mi cambio con todo y familia de Guadalajara al rancho. 340 Todavía la casa de Jiquilpan aún no la había vendido y tuve que regresar a la familia a Jiquilpan para que los hijos siguieran en la escuela. Yo seguí en mi trabajo, preparé las máquinas y como vi que el terreno era amplio, que podía extenderme más en la agricultura, tuve que comprar otro tractor y fue el más grande de aquél entonces. Era un tractor Oliver-9. Que por cierto me lo vendió un señor que se llamaba Max Ladman, que era el representante o el agente de los Oliver. Quien me tenía confianza, y hasta llegó a elogiarme porque ya me conocía en el aspecto de mi trabajo y además porque tenía relaciones con don Dámaso, así que por todo eso no hubo problema alguno en la adquisición de esa máquina. Así que tuve que comprar también una rastra sembradora de trece discos con su caja sembradora y que pensé, desde luego, que me sería muy útil en la siembra del garbanzo y del trigo. Para esto ya tenía mis tractoristas que me ayudaron cuando sembré en La Calera y así con todos ellos llevamos por tierra los tractores hasta La Soledad. Al llegar a La Soledad, pues ya tenía conocidos, como don Gerardo Serrano, que era un viejito muy simpático, muy trabajador y conocedor también de la región y de los cultivos que se hacían ahí. Tomamos posesión de la casa y las familias que tenían los tractoristas, que eran tres ellos: Ezequiel Rodríguez, Jesús Sánchez y Benjamín, que en este momento se me escapa de la memoria su apellido. Y pues sí, entre las señoras, incluyendo mi esposa, se dedicaron a arreglar cada quien el lugar que iban a ocupar. Mi señora iba a traer al rancho a los más chicos, porque los mayores, Stéfanos y Ángel, tenían que quedarse en la casa en Jiquilpan con una sirvienta que teníamos y que se llamaba Julia. Ella ya tenía varios años con nosotros y era de confianza. Así que nos distribuimos y empezamos ya con los cultivos en el rancho La Soledad. En el rancho, desde luego, empezamos con indicaciones para trabajar de don Gerardo Serrano, que era el conocedor de ranchos y que desde chamaco él tenía perfecto conocimiento del terreno, y él había conocido a don Ignacio Pérez Monroy. Así que don Gerardo 341 me sirvió perfectamente como administrador y me servía como mediero con sus hijos. Empezamos ya a barbechar las tierras, algunas que eran poco limpias, porque en la mayor parte ya se habían desarrollado los huizaches y, pues, resultaban bastante trabajosos para los tractores, porque no se podía torcer el arado de un tronco a otro tronco. Entonces teníamos dificultades y se nos rompían las brocas y se enchuecaban algunas cosas y se rompían tornillos, en fin. Empezamos a ocupar los terrenos más limpios y sembramos el maíz (porque era la temporada del maíz) después el trigo; puesto que ya no teníamos terrenos de garbanzo, sino terrenos ya vírgenes, o sea que ya tenían varios años que no se ocupaban para la siembra del maíz. Sembramos aproximadamente unas cincuenta o sesenta hectáreas de maíz. Para hacer los barbechos ocupábamos los tractores, pero en aquel entonces en primer lugar estaban los terrenos entronconados y en segundo lugar no había los implementos para el cultivo del maíz (como ahora que todos los trabajos se hacen con maquinaria); entonces tuvimos que rentar bueyes. Desde luego que don Gerardo tenía tres yuntas de bueyes que eran de su propiedad, pero de cualquier forma nosotros teníamos esa necesidad; entonces nos llevó a un pueblo indígena que estaba cercano y como conocía mucha gente y en Zapotlán del Rey estaban los señores Guerrero, conocidos de él también, entonces ellos nos orientaron en dónde podíamos conseguir bueyes rentados para el cultivo del maíz. Y sí conseguimos bueyes, por cierto que la siembra prosperó, levantamos buena cosecha de maíz; y a finales de las lluvias ya empezamos a preparar también terreno para la siembra del garbanzo de temporal. Y hubo siembras de garbanzo de temporal, porque es costumbre que en los terrenos que no son de riego, no se puede regar puesto que para sembrar tiene que barbecharse oportunamente al terminar las lluvias, en el mes de septiembre; entonces se barbecha el terreno y se espera a que finalicen las lluvias. Como hay buena humedad todavía en el mes de octubre se siembra el garbanzo, y hay veces que se hace, según el término de las 342 lluvias, hasta mediados de septiembre, también ya hay siembras de garbanzo, pero sí se puede sembrar todo octubre. Y esos terrenos, naturalmente, se sembraban de garbanzo para preparar la tierra para el futuro, que se iban a sembrar de maíz y, como ya he mencionado, el garbanzo se sembraba ahí después de vaciar, para regar el trigo, e inmediatamente que daba punto la tierra se sembraba de garbanzo. Ya una vez sembrado el garbanzo no había más que cuidarlos, cuando ya estaban en bota, o sea en grano, de los pájaros, de los zanates que perjudican mucho. También teníamos que barbechar la tierra en donde se sembraba el trigo, porque había que barbecharlos igualmente terminando las lluvias. Antes de que se secara la tierra se barbechaba, se rastreaba para tenerla preparada para la siembra del trigo. Algunas veces caía alguna lluvia en forma extemporánea, entonces se aprovechaba esa humedad para sembrar el trigo. Pero si no había humedad entonces se empezaba a sacar agua de las presas para regar la tierra y se venía sembrando después, o también la siembra se hacía en seco pero era un poco más arriesgado porque al sembrarlo en seco al mismo tiempo nacían las malas hierbas y era eso más perjudicial que regar y sembrar. Todos esos trabajos se hacían en La Soledad durante tres años. Pues el maíz lo vendíamos cuando llegaba la cosecha. Por cierto que como se sembraba con medieros, cuando llegaba la cosecha se tenía que repartir una parte, según el trato que se hiciera. Por ejemplo, en este caso, un mediero puso sus bueyes y su trabajo, y yo el terreno y los gastos, y me parece que fuimos a medias; había otros casos en que el patrón ponía los bueyes, la semilla y otras cosas y el mediero ponía el trabajo nada más; en ese caso el mediero tenía derecho a la cuarta parte de la producción. Ese era el sistema que prevalecía en los cultivos, de todas las siembras que tenía. Por otra parte, quiero comentarles que mi familia ocupó la parte alta de la casa, y como les comenté, ahí en el rancho había una profesora que les daba clases; entonces mis hijos más chicos asistían con ella. Los otros dos estaban en Jiquilpan, como ya mencio343 né, y periódicamente nos íbamos de La Soledad a Poncitlán, ahí tomábamos el tren, nos bajábamos en La Barca y de ahí (como ya había camiones que hicieran el servicio La Barca-Sahuayo-Jiquilpan) hasta de la estación nos íbamos en camión a Jiquilpan y nos regresábamos otra vez al rancho a trabajar. Recuerdo que un 16 de septiembre quisimos venir a las fiestas de Jiquilpan, para ver también a los otros muchachos que teníamos, pero que nos toca la de malas y que nos da gripa a la señora y a mí, de manera que tuvimos que estar recluidos los dos durante quince días en la casa aquí en Jiquilpan. Pero como había necesidad de ir a sembrar garbanzo, tuve que enviar a mi hijo mayor, quien para entonces tenía doce años, que estaba en sexto año de primaria. Entonces le di una carta a mi hijito Stéfanos y le dije: —Mira, hijo, te vas de aquí a Sahuayo; ese camión que tomes ahí te va a dejar hasta la estación; ahí tú compras el boleto y te vas a Poncitlán. Al bajarte del tren ahí vas a entrevistar a don Cenobio Guerrero, que está cerca de la estación que tiene ahí la gasolinera, y a él le preguntas cómo puedes ir a La Soledad, que está a seis u ocho kilómetros de ahí. Naturalmente que se podía ir a pie, pero si uno podía conseguir una bestia, pues era mucho mejor. Pero muchas veces en las horas en que se llegaba era difícil encontrar bestias, pues la travesía se tenía que hacer caminando. Así que llegó mi hijo con don Cenobio, quien le dijo que era difícil conseguir bestia, y Stéfanos emprendió el viaje a pie a través de un pueblo que se llamaba Ahuatán de Indios, que está a inmediaciones de Poncitlán; así que pasó por ahí y llegó a La Soledad. Les dio la carta, en la cual yo le daba una serie de instrucciones para continuar la siembra y que de ahí donde estábamos sembrando continuaran las otras parcelas y que no pararan de sembrar, porque peligraba de que se fuera la humedad y que no naciera el garbanzo. Pues así como les cuento, todo era difícil, complicado, no había camiones en aquel tiempo, no había carreteras; había nada más que un tren y un camión hasta La Barca. ¡Ah!, y en La Barca había un trenecito que se comunicaba con otras poblaciones, como con 344 Pénjamo, Ocotlán. De la estación, como era distante el pueblo, había una vía angosta. Y antes de que hubiera máquinas, motores, los vagoncitos los jalaban con mulas que iban del centro de la población a la estación. Pero ya cuando yo tuve rentado La Soledad, en La Barca habían montado un motor Ford con el cual movían los dos vagones, o sea que era el vagón donde iba el motor y el otro que se enganchaba para hacer el servicio. Todas esas cosas las pasábamos con mucho trabajo, que cuando llovía crecía el arroyo… que ya no podíamos pasar. ¡En fin!, y así transcurrió el tiempo. Pero mi estancia en La Soledad, no fue muy favorable, puesto que en tiempo de lluvias, éstas estaban muy escasas y pues siempre en esas épocas de lluvias nos la pasábamos viendo las nubes, ¿verdad?, a ver si de casualidad se soltaba lloviendo o que si se iba a un cerro por un lado o que si se pasaba la lluvia a otro lado. Pero generalmente en donde necesitábamos más la lluvia no la teníamos y para esos casos no podíamos aprovechar lo máximo de las presas porque no acumulaban el agua necesaria para ampliar los cultivos de trigo y lo mismo también de garbanzo. Bueno, pero no me fue del todo mal porque estaba entusiasmado con todo el terreno y además en la región había hecho muchos amigos en los alrededores de La Soledad. Recuerdo que hasta un día en que estaban de fiesta en el pueblo de Ahuatán, fue una comisión a invitarme para que asistiera con mi familia a una comida que formaba parte de los festejos del pueblo; por cierto, noté que hasta me vigilaban los mismos indios para que no me fuera a pasar alguna cosa; pero yo no le temía a nadie, porque a nadie le debía y con nadie me había peleado, como toda mi vida. Y así ellos, como a eso de las diez de la noche, se puede decir, me escoltaron y me acompañaron a regresar al rancho. Otras veces íbamos a Zapotlán del Rey, que distaba un poquito más y que estaba al poniente de La Soledad, pero que para nosotros no significaba problema porque yo tenía un Foringo y en él nos íbamos a hacer las compras. Pero principalmente teníamos más contacto con Poncitlán porque ahí estaba el tren; a veces esperábamos a alguna persona que iba de Guadalajara o de Jiquilpan y ahí comíamos al mediodía. Pasábamos el día, visitaba a mis amigos, a los 345 Guerrero, a los Pérez, y así volvíamos otra vez temprano al rancho. En esa época yo llegué a cultivar doscientas hectáreas o doscientas cincuenta hectáreas lo máximo, los terrenos estaban más o menos limpios porque no estaban en condiciones de desmontar; el resto de terreno se los rentaba a los señores Guerrero, de Zapotlán del Rey. A propósito de esto, recuerdo que un día que tenía que regar y no tenían con qué sacar el agua, ya que el tractor se les había descompuesto y no tenían con qué sostener la bomba; entonces acudieron a mí a ver si yo les rentaba el tractor o si les iba yo a bombear el agua, a lo que yo les contesté: —Llévense este chico, gasta menos combustible, con él será suficiente para realizar ese trabajo. Y así quedamos, pero sucedió que la persona que supuestamente estaba vigilando el bombeo y el tractor, se durmió y el tractor se calentó demasiado y se quemaron unas dos válvulas, no fue gran cosa; pero no hubo problema porque ellos eran buenos vecinos y eran buenos conmigo; siempre me orientaban en toda la región para contratar peones para arrancar el garbanzo, porque en aquel entonces el garbanzo se arrancaba a mano por tarea. Entonces por todo eso yo quedé muy agradecido con los vecinos porque más me ayudaban ellos a mí que yo a ellos. Pero cuando se podía acudía yo a ayudarles a todos ellos. Así pasó el tiempo… Un día vino Nacho Castellanos, que era cuñado de don Dámaso y me dijo: —¡Hombre!, necesito un tractor, ¿no me podrías vender alguno de los tractores? Yo tenía tres tractores: el Minneápolis, el Triciclo y el International. E inmediatamente le contesté: —Posiblemente yo necesite un tractor más grande, porque pienso ampliar mi trabajo aquí, ya que me sobra terreno. Te vendo el Minneápolis. 346 —¿En cuánto me lo das? —Te lo voy a dar… pues ahorita están mucho más caros, pero te lo voy a dar en lo que me costó; te lo voy a dar en seis mil pesos. Entonces me dijo: —Bueno, pero no tengo todo junto. Te puedo dar ahorita tres mil pesos y cuando esté la cosecha de garbanzo te pago el resto. Quedamos en eso, y se lo llevó. A mí el tractor no me hacía falta, él quedó contento y cumplió, desde luego. Recuerdo que en el último año de la trilla, al terminar yo de trillar trigo y el garbanzo, don Carlos Fernández, que era agente de la Massey Ferguson de Etzatlán, Jalisco, de donde era originario, y por cierto también era hacendado, y me dijo un día: —Oiga, Pappatheodorou, ¿ya terminó de trillar? —él sabía que yo tenía trilladoras—. Porque si terminó, usted tiene trabajo. En vez de encerrar las máquinas puede llevarlas a Etzatlán, porque ahí hay garbanzo hasta trillar todas las aguas. Ahorita todavía están trillando en el campo. Está el señor Romero, que siembra mucho garbanzo; él tiene dos trilladoras, pero no le son suficientes. Y me ha dicho que si no conozco a alguien que tuviera máquinas para que fuera a trabajar. Tomé la decisión, como no tenía otra cosa qué hacer, y le dije a Ezequiel, que era la persona a quien yo le tenía más confianza y que siempre manejaba la trilladora: —Nos vamos, Ezequiel, a Etzatlán. Me contestó él: —¿Dónde está eso? —Está un poco retirado, pero ahorita hay carretera allá. Nos vamos de aquí a Guadalajara y de ahí continuaremos hasta La Magdalena, que por cierto una parte aún no está pavimentada, pero ya tiene grava, 347 pero todo el camino está bueno. El tractorcito chico tenía todavía llantas porque, como he mencionado, estaba la economía del hule y las llantas estaban no sólo caras, sino escasas también por falta de hule. Y así emprendimos el camino llevando pala, pico, machete y una hacha; porque el camino hasta Atequiza era un camino en donde transitaban carretas y pensamos que habría muchas ramas que le estorbarían a la trilladora y tenía que abrir brecha, y en caminos con piedra teníamos que cambiar piedras, pues a veces teníamos que tapar zanjas. Así, con muchas dificultades alcanzamos a salir a Atequiza. Ya de Atequiza en adelante era un camino plano, transitable, en donde podían pasar hasta automóviles; era un camino angosto. Continuamos el camino con el tractorcito y la trilladora que, por cierto, llegamos tarde al terreno en donde se iba a hacer la trilla. Pasamos La Magdalena y de ahí cogimos un bordo, porque había un canal de desagüe y pues nos fuimos preguntando hasta que logramos llegar al terreno de la trilla. Por cierto, que hasta comenzamos a trillar un poco; pero era un terreno bajo que era laguna antes y que habían disecado. Ese es un terreno riquísimo y más en aquella época en que estaba recién disecado. Para dar una idea, el garbanzo que se sembraba crecía tanto que nunca maduraba o sea que nunca dejaba de florear, como guía seguía creciendo, y ahí el garbanzo no lo arrancaban, sino que lo macheteaban y hacían unos montones grandes y ahí arrimaban la trilladora para trillar. Y cuando no se podía trillar el garbanzo (así se acostumbraba) lo almacenaban en bodegas, en greña, o sea con ramas el garbanzo, para que no se pudriera en el terreno y se sacaban después de los días de lluvia, cuando hacía sol, por la mañana; entonces arrimaban la trilladora hasta la bodega y ahí sacaban la greña. Trillaban lo que podían trillar y ya cuando se aproximaba la lluvia paraban, y seguían trillando al día siguiente. En ese lugar permanecimos dos meses y durante ese tiempo me costeó y alcancé a ganar siempre unos buenos centavitos; para esto trabajaba conmigo un tractorista. Por cierto que a los quince días 348 también llegó mi señora para acompañarme y a conocer dónde vivía y qué hacía. Ahí estuvimos en una casa de huéspedes donde había un comedor. Yo tenía mi cuarto y ahí comían varios rancheros que tenían propiedades en ese terreno, en la laguna de La Magdalena, y venían desde Guadalajara a trabajar durante la semana para atender los trabajos de agricultura y se regresaban los sábados. Un día me dice un amigo: —Oiga, ¿que usted es griego? —Sí, soy griego. —¿Sabe qué? Aquí está don Jorge Psijas, él es el contratista de las minas de Etzatlán. Entonces yo interesado le pregunté: —Y, ¿dónde podría verlo? —Pos, él casi no baja. O sólo que usted quiera ir a verlo. Mire, seguido hay góndolas en la estación que transportan mineral de la mina a los furgones, a las plataformas que cargan ahí en la estación. Pues pasó el tiempo y un día le dije a mi señora: —¡Hombre!, tengo ganas de conocer a don Jorge Psijas, porque he sabido que es uno de los más expertos en minas y que ese hombre ha ganado mucho dinero; y supe también que él estuvo en Pachuca y después en Fresnillo. En Fresnillo lo conocieron, doña Dora Pappas, ahí tenía una nevería su hermano Jrístos Zulas y seguido iban a tomar nieve. Y sí tenia ganas (como le dije a mi señora) de que fuéramos a verlo, aunque tuviéramos que ir hasta la mina, ya que iríamos en una góndola de la compañía. Lo hicimos así, fuimos a la estación, y les preguntamos: —Oigan, ¿van a la mina? —Sí señor. —Y, díganme, ¿conocen a don Jorge Psijas? 349 —Sí, cómo no, pos es nuestro patrón. —Pues, hombre, quisiéramos ir, ¿no nos podrían llevar? Aquí nomás a mi señora y a mí. —¡Cómo no! Fuimos y nos llevaron a través de una brecha de subida y con unas curvas tan peligrosas que a la subida no me llamó tanto la atención. ¡Por fin llegamos hasta donde estaba don Jorge!, a eso del medio día. Ya llegamos, nos presentamos ante él y naturalmente nos invitó a comer. Después nos llevó a la mina, pero yo de ninguna manera quise bajar, no quise conocer la mina porque tenía miedo entrar. Con don Jorge platicamos de todo lo que teníamos que platicar y ya como a las cinco o seis de la tarde, entonces le dijimos que ya nos íbamos a regresar. Pero de regreso nos acompañó don Jorge hasta donde teníamos que subirnos a la góndola y él ya le encargó mucho al chofer que tuviera mucho cuidado en la bajada, porque muchos de los camiones se iban al precipicio cuando les fallaban los frenos. Efectivamente, al empezar la bajada y al pasar las curvas tan cerradas, patinaban las ruedas de los camiones para agarrar la curva y uno se estremecía ante esto, pero felizmente regresamos, nos fue bien y, pues, nos despedimos y nos dirigimos a Etzatlán a continuar con nuestro trabajo. Un día de tantos, recuerdo que a la hora de comer, ya para empezar a hacerlo, mi señora estaba sentada platicando con un señor muy simpático, y su modo de estornudar era muy ligero, hacía siempre tres ¡chis! ¡chis! ¡achis!, al último lo hacía más fuerte; el señor le dijo: —¡Ay, señora! Dispénseme usted. —Yo creía que estaba espantando al gatito, no sabía que estaba estornudando para decirle salud. Y así pasábamos los días en un ambiente prácticamente de mucha amistad, de mucha familiaridad. Porque todos los que nos jun350 tábamos ahí éramos como diez o doce, así que se ocupaba una mesa larga; en algunas ocasiones la mesa se alargaba más porque se asistía más gente en esa casa. Pero la pasábamos a gusto. Después de todas esas cosas, se terminó el contrato del terreno, que como ya les había comentado no me fue muy bien que digamos, pero tampoco puedo decir que me fue mal. Tenía esperanzas para el futuro y estaba yo contento ahí, porque estaba cerca de Guadalajara y frecuentaba a mis amistades, llevaba a mi familia con mis paisanos. Por otro lado, los ganaderos de la región (como creían que yo posiblemente me quedaría con el rancho), me decían que si vendía y que en caso que yo quisiera deshacerme de algunas partes del terreno, ellos me las comprarían. ¡Bueno!, ya hasta ellos habían pensado cómo repartirlo; uno decía: —Yo me quedaría con la parte del cerro. Otro me decía: —Aquí al oriente del camino yo compraría. Y otro decía: —Pues yo al poniente. Así que todo ese terreno que yo no pensaba ocupar en las siembras estaba prácticamente vendido. Entonces yo hacía mis cálculos que con ese terreno que me comprarían esos ganaderos, como eran prósperos, pues me pagarían al contado y con ese dinero yo pagaría todo el terreno del rancho. Regresé a Guadalajara y al terminar el contrato fui a entrevistarme primero con la señora dueña del terreno y le dije: —Mire, señora, yo pienso quedarme con el terreno. Pero para esto yo tenía el apoyo de los dueños del molino 351 Colignon, puesto que ya había hablado con don Eduardo Colignon de que en caso que yo me decidiera a comprar el terreno y que los ganaderos no me compraran o no me pagaran inmediatamente, pues ellos de todas maneras me iban a prestar dinero para adquirir el rancho. Y es que yo siempre les llevaba el trigo a su molino y ellos estaban satisfechos con mi producto y pues nunca tuvieron dificultades conmigo. Y pues yo casi volaba de entusiasmo porque pronto me iba a hacer ranchero y dueño de una propiedad que se encontraba más o menos comunicada y cercana a Poncitlán. Así que, como les comentaba, me entrevisté con doña María, quien estuvo de acuerdo y conforme y me dijo: —Estoy muy contenta y usted se ha portado bien y queremos que cuanto antes se haga el trato de la compra, antes de que otro se quede con el terreno. Y aquí van las malas noticias para mí. Al ir a entrevistar a don Dámaso, de quien no esperaba esas cosas, me preguntó: —Y ahora, ¿qué piensas hacer? Pues le contesté: —Pienso quedarme con el rancho, don Dámaso. —¡¿Cómo?!, ¿ya sabes lo que cuesta el rancho? —Sí, pues sí sé. Está escrito y a usted le consta también, que está especificado en el contrato por ochenta y cinco mil pesos, que es la opción. Y que me contesta negativamente: —No, no puede ser, porque hay otro que ofrece ciento treinta mil pesos. —Bueno don Dámaso, yo me baso nada más por lo que hemos platicado, como en lo que habíamos quedado y además porque ya está escrito en el contrato. 352 Y entonces que me dice: —No, no. De ninguna manera. No puede ser. Cómo vamos a perjudicar a una señora, cuando ya ves lo que es la diferencia. Bueno, hasta me propuso que me hiciera socio de un Higareda de Sahuayo. El señor Higareda estaba trabajando en carreteras, era contratista y naturalmente era una persona que tenía bastante dinero, pero que estaba enfermo de Lázaro y por tal motivo no podía yo aceptar un socio así, porque yo tenía cuatro hijitos que quería mucho y yo tenía miedo de que algún día, al tener contacto él con los muchachitos les hiciera algún cariño o les regalara dulces o golosinas o alguna cosa y, pues, sí pensaba que sí se podrían contagiar y por tal motivo pensaba no aceptar. Pero no podía ser de otra manera, yo no tenía los derechos, bueno posiblemente sí los tenía, pero tenía que comprometerme con una persona que, según don Dámaso, así tenía que ser. Pero posteriormente fui a entrevistarme con doña María y su yerno, el ingeniero, y les conté lo que había pasado en la plática que sostuve con don Dámaso, entonces ellos me dijeron: —No, es imposible eso, porque nosotros somos gente honrada, gente que debemos de cumplir con nuestras palabras y nuestras firmas. Y nosotros ya nos hemos comprometido con usted. Y entonces agregó el ingeniero: —Cuando mi suegra me dijo que usted pensaba quedarse con el terreno, nos dio mucho gusto, porque se iba a quedar en manos de un trabajador (así me consideraban), conocedor del campo. Y por tal motivo, de ninguna manera, nosotros no aceptaríamos que quedara en otras manos, aunque el precio fuera mayor. Pero no, no fue así. Posteriormente yo me retiré, porque no podía insistir ante don Dámaso, yo respetaba lo que decía, y pues no había otra palabra. 353 Ya transcurrido el tiempo supe que el terreno se lo habían vendido al señor Higareda de Sahuayo, porque tenía bastante dinero ese hombre, pero el valor del rancho fue el mismo que a mí me habían pedido en la opción del contrato: ochenta y cinco mil pesos. ¿Cómo? y ¿por qué?, eso hay que juzgarlo cada quien como se lo imagina. Yo, desmoralizado, completamente destrozado de mis ilusiones no hice más que volver a trasladarme a Jiquilpan con mis máquinas. Un día (esto sucedió en vísperas de la marcha hacia Jiquilpan) estando aún trabajando en Etzatlán, trillando garbanzo, recuerdo que me dijo el tractorista: —Oiga, Pappatheodorou, recibí una carta en donde dice que mi hermano está en el hospital de Morelia, que está malo. Y pues yo quiero ir a ver cómo está mi hermano. Entonces yo le contesté a Ezequiel, el tractorista de que sin él el trabajo se tenía que parar… Mira, Ezequiel, qué te vas a ganar con ir a ver a tu hermano que está enfermo en el hospital. Mira, allá están tus padres, allá están tus hermanos, allá tienes hermanas. Creo que para eso no necesitas ir… Si tú quieres ver a tu hermano, si quieres ayudar a tu hermano, pues mándale unos centavos. Fíjate en esto, tu hermano tiene más necesidad de los centavos, que tú vayas a perder el tiempo y a gastar tu dinero inútilmente al ir hasta Morelia. A ver dime ¿cuánto te cuesta? Posiblemente ya no regresarías y aún así, en caso de hacerlo, nosotros nos atrasaríamos mucho en el trabajo, perderíamos tiempo. Yo podría encargarme de la máquina, pero tengo otras cosas que atender. ¡Quédate, hombre! Quédate a trabajar mejor y mándale, y mañana si quieres le ponemos un giro telegráfico. Yo te anticipo dinero de lo que te pago y asunto terminado. Primero mandé a mi señora con los chamacos (de buenas que todavía teníamos casa) y las esposas de los tractoristas. Yo me quedé con los tractoristas y emprendimos el viaje un día a través de Ocotlán, por Jamay, y había una panga en la desembocadura del río Lerma, que por ahí tuvimos que pasar. Al llegar a Ocotlán ya se nos hizo de noche y tuvimos que parar354 nos en una orilla del camino, porque entonces no había carretera, era una brecha que en las secas se transitaba, desde luego, hasta Guadalajara, pasando primero por Poncitlán, Atotonilquillo, Atequiza y de ahí se iba uno hasta la carretera que iba a Guadalajara, a Chapala, y continuaba por todos los llanos hasta la Ciénega de Chapala. Y al llegar ahí separamos los tractores (como les digo) a una orilla y fui a buscar un hotel para dormir, pedí un cuarto para dormir, pero al verme sucio de la ropa, de grasa y de aceite, no me admitieron, me dijeron que no tenían cama. Ahí pregunté, que dónde había otro hotel, fui y tampoco tenían. ¡Por fin! llegué al hotel donde otras veces había ido y ahí me identifiqué: —Yo soy Pappatheodorou, otras veces he estado hospedado aquí, yo tenía un rancho que se llamaba La Soledad y tenía negocios en Poncitlán, por eso venía por acá. ¡Y por fin me reconocieron! Entonces me dieron cuarto y al estar platicando les comenté lo que me había pasado en los otros hoteles y me contestaron: —Pues, señor, creemos que no lo aceptaron, que no le dieron cuarto por las condiciones en que usted viene, sucio de grasa y, pues piensan que les va a manchar las sábanas y, pues, que se puede echar a perder algo por eso. Pero nosotros lo conocemos y sabemos quién es y en qué forma viene usted, porque posiblemente está muy ocupado. Y así me admitieron y me dieron cuarto para dormir. Al día siguiente muy de mañana continuamos el camino para llegar a Jiquilpan. ¡Ah!, a propósito de esto, recuerdo que un día de nuestra travesía, cuando llevaba la máquina directamente a Jiquilpan, me sucedió en el camino de Guadalajara a Jiquilpan (carretera que para entonces estaba ya terminada y que continuaba por Plan de Barrancas, adelante de La Magdalena), así que poco antes de pasar por San Luis Soyatlán, que por cierto pasa la carretera internacional a Jiquilpan, se me rompió la banda del abanico del tractor y en aquel 355 entonces para conseguir una banda era muy trabajoso. No era como hoy, ¿verdad?, que hasta en los restaurantes se puede encontrar uno bandas de automóvil. «¿Qué hago? ¿Abandonar ahí la máquina?», pensaba. Para esto me acompañaba Ezequiel y entonces le dije: —Mira Ezequiel, hay unos cordones, unos mecatitos que son de colores, son muy rígidos y delgaditos. Mira los hay de color verde, rosa, ¡en fin!, de varios colores. Anda a comprar unos mecatitos de esos. Entonces valían diez centavos. Se trajo tres y entonces tuve que poner la banda de mecate, lo más que pude lo restiré. Para esto teníamos siempre un bule donde llevábamos agua para beber, entonces mojé el mecate con esta agua una vez que lo torcí bien, bien, bien, hasta que quedó ajustado en las poleas, después echamos inmediatamente a andar el tractor; y así continuamos el camino, pero después de varios kilómetros ya se restiraba aquello, y otra vez teníamos que desenvolver el mecate y retirarlo para volver a estirarlo. Y así en esta forma tuvimos que llegar a Jiquilpan. Al llegar ya a Jiquilpan con la máquina «Y ahora qué has pensado hacer», me dijeron. Pues continuar otra vez ahí rentando parcelas en la Ciénega de Chapala, puesto que ya tenía amigos conocidos y no sólo eso, sino que en 1941 habían llegado también unos alemanes que los habían retirado de los litorales de México por la guerra; pero no sólo a los alemanes, los italianos y los japoneses. Los alemanes estaban dedicados a la agricultura y a otros trabajos en Sonora; muchos de ellos tuvieron que llegar a Guadalajara y algunos se desplazaron hacia la Ciénega de Chapala, puesto que eran agricultores (aunque hubo quienes no lo eran, pero tuvieron que hacerse agricultores en Sonora) así que tenían conocimiento del trigo, del garbanzo, hasta del cultivo del arroz, porque allá tenían agua suficiente y sembraban arroz y desde luego que las tierras que se trabajaban eran de menor superficie y no como ahora que se han ampliado demasiado y les hace falta agua en Sonora. Pues a mí me tocó conocer a varios alemanes, recuerdo a uno que se llamaba Juan Laurents, un hombre muy culto, muy prepara356 do, que en Sonora se dedicaba (y se dedicó después de la guerra) a cultivar trigo, principalmente para semilla, o sea mejorando las variedades de trigo. Bueno, pues llegaron a la Ciénega a sembrar, compraron unos tractores usados, viejos y los acondicionaron y empezaron a sembrar trigo. Juan Laurents tenía su familia y sus hijos estaban chamacos. Juan tenía una casa en Berlín, de varios pisos, y había mandado dos hijas para que se educaran allá, puesto que allá estaba la madre y, pues, también para que estuvieran al cuidado de la madre. Y, pues, los hijos estudiaron allá pero no pudieron regresar sino hasta que se terminó la guerra. Aparte de Juan conocí también a Herman Richter, con quien trabajé en Tierra Caliente. Pues volví a la Ciénega de Chapala a rentar parcelas en los ejidos para dedicarme al cultivo del trigo y del garbanzo. Yo, por supuesto, para estas fechas tenía mis tractores, tenía el Oliver, el International y luego compré otro tractor Internacional usado, el W-6. Ahí en la Ciénega trabajé un año y después nos asociamos con Germán Richter, ya que él había cultivado arroz en Sonora, era conocedor de ese trabajo y nos fuimos a Apatzingán a desarrollar el cultivo del arroz bajo el sistema moderno. 357 358 CAPÍTULO CUARTO TIERRA CALIENTE Cómo se vivía en Tierra Caliente A ntes de continuar con la narración d e mi estancia en Los Charcos, quiero primero narrar sobre mis primeras impresiones que tuve al visitar Tierra Caliente. Bueno, cuando estuve radicando en Uruapan, una de las cosas que hicimos con el doctor Alvarado fueron viajes frecuentes a Taretan y a Tierra Caliente, también íbamos a Lombardía y a Nueva Italia, que eran dos haciendas que pertenecían a unos italianos llamados Dante Cusi.44 Ellos tenían unos almacenes cerca de la estación donde transportaban el arroz de Lombardía y de Nueva Italia en bestias. Ya blanqueado el arroz, se embarcaba en vagones para distintas partes. Así que con el doctor Alvarado visitaba Lombardía para ver a los enfermos ahí, cada mes. Nos íbamos a caballo y al llegar a Lombardía ahí nos destinaban un cuarto y al día siguiente comen44 Dante Cusi (originario de Milán, Italia) compró en 1903 la hacienda de La Zanja, que después le llamó Lombardía. Esta hacienda tenía una extensión de veintiocho mil hectáreas, que compró en ciento cuarenta mil pesos. Sus límites eran los ríos Marqués, al oeste, y el Parota-Cajones, al este y al sur. Y en 1909 los Cusi compraron a la familia Velasco, de La Piedad, la hacienda Ojo de Agua de la Cueva, de treinta y cinco mil hectáreas, con un valor de trescientos mil pesos, a la cual llamaron Nueva Italia. Estas dos haciendas sumaban una extensión de sesenta y tres mil hectáreas de las cuales treinta mil tenían sistema de riego, cultivando sólo la séptima parte y el resto se usaba para potreros. En 1938 el presidente Lázaro Cárdenas expropió las dos haciendas. Barret M., Elionore. La cuenca del Tepalcatepec. (1975). Méx., (Col. Sep-Setentas Núm. 177-178), pp. 34-36. 359 zaba a inyectar a mucha gente. Ahí estaba don Sebastián Rodríguez, que era un hombre corpulento, grandote, con una voz muy gruesa. Y recuerdo que le decía al doctor Alvarado: «Doctor, dame una jeringa» (se trataban de tú porque eran conocidos de mucho tiempo), y decía: «Yo también puedo inyectar». Y, pues, principalmente se inyectaba para el “mal del pinto” o sea Nuevo Sarvasán. Así que don Sebastián cogía la nalga del trabajador y decía «Agáchense un poco», y cogía la jeringa como si fuera una daga, entonces así le clavaba la aguja, ¿verdad?, «No se mueva» les decía. Y así formaba parte para que los inyectaran. En Lombardía las noches eran un poco insoportables, en el cuarto en donde dormíamos el doctor Alvarado y yo, naturalmente, había zancudos y a pesar de que había telas de alambre en las ventanas, éstos siempre se metían en la habitación. Y como es una zona calurosa, siempre estábamos en calzoncillos y, pues, se la pasaba el doctor con una escoba queriendo matar a los zancudos y, pues, al ver que era una lucha inútil yo le decía «¡Hombre!, déjalos, también tienen derecho a comer». Y así pasamos la noche entre dormir y matando zancudos. Al día siguiente ya que habíamos terminado ahí de atender los enfermos en Lombardía, en un carrito Foringo, de esos abiertos, sin lona arriba (porque ya estaba viejito), nos íbamos por un caminito, que por cierto todavía existen los pilares de aquel puente sobre el río del Marqués, que atravesamos entonces por donde pasaba también el sifón que daba agua a la hacienda de Nueva Italia. Así que pasamos el río del Marqués, un puentecito angosto y continuamos para llegar a Lombardía, en donde teníamos que ver a don Guido, que era el administrador; estaba también don Pancho Chibelini, un viejito que se encargaba de las palmas y de la huerta de limón, porque exportaban muchos limones a Estados Unidos y todo ese limón lo transportaban a lomo de bestias hasta la estación de Uruapan. Con ellos pasábamos en cada hacienda tres o cuatro días y, pues, veíamos que ahí procesaban el arroz o sea el palay, lo blanqueaban (como ya dije) para transportarlo en arroz blanco a la estación de Uruapan. Recuerdo que la gente vivía en unas casas (pues como era Tierra Caliente) que no necesitaban ni paredes ni ventanas. 360 Posteriormente voy a narrar más minuciosamente por qué regresé después de varios años a sembrar yo también arroz a la orilla del río Tepalcatepec, en el rancho o hacienda de los señores Valencia, Los Charcos. Pues esas haciendas (Nueva Italia y Lombardía) las hizo don Dante Cusi, porque antes de hacer las haciendas, antes de introducir el agua a esos llanos, tenia unas siembras cerca de Uruapan, más bien en las estribaciones de la sierra donde podía meter las siembras de arroz; así que al ver los llanos tan inmensos, más abajo y que no había agua; digo que no había agua arriba en la superficie, pero el agua del río Cupatitzio toda se desperdiciaba. Así que don Dante, hombre de mucha visión, queriendo ver cómo era posible mejorar aquello (porque ya estaba a la vista que nadie se ocupaba de esos terrenos), logró por medio de préstamos de los bancos hacer unos sifones, que por cierto hoy los mismos sifones que construyó don Dante Cusi para pasar el agua del Cupatitzio al otro lado del río del Marqués se encuentran paralelos a los construidos por Recursos Hidráulicos; ahí se introduce en un túnel de más de ochocientos metros para continuar después por la ladera de la sierra hasta llegar a la planta de luz que se llama El Cubano, de ahí una vez ya saliendo de las turbinas para la electricidad, continúa después un canal para llegar a la margen izquierda del río del Marqués y ahí entra en el túnel, en el sifón que pasa al otro lado del río y llega, entonces, a todos los llanos aquellos de Nueva Italia. Hoy no sólo pasa por ahí la misma agua, que es bastante, sino que hasta los llanos de Antúnez llegó a beneficiar. Los llanos de Antúnez eran de un señor llamado Francisco, que por cierto radicaba en Uruapan; era un buen hombre y rico, tenía muchas propiedades. A propósito de este señor, recuerdo que una vez vio una fotografía de una señorita que se llamaba Nacha Ceja y que era originaria de Jiquilpan; como era muy guapa, don Francisco hizo un viaje a caballo de Uruapan a Jiquilpan para conocerla personalmente y ofrecerle matrimonio. Al entrevistarse con ella, la muchacha le dijo a don Francisco que sí se casaría con él pero que debía comprender que tenía que ayudar a sus hermanos. Y don Francisco aceptó y se 361 casaron y se la llevó a Uruapan. Pero como tenía mucho dinero, después de los movimientos de la Revolución tuvo que trasladarse a Guadalajara y ahí radicaban en un palacio. Ahí en esa casa tenían una escultura de Nuestro Señor Jesucristo con su madre, representando la escena, que se conoce como La Piedad, la tenía (por cierto) en una capilla en esa casa de Guadalajara. Esa escultura era de un mármol muy fino. Posteriormente, ya cuando murió Nacha en Guadalajara, como la había donado, entonces la trajeron a la parroquia de Jiquilpan, escultura que pusieron a la entrada a mano izquierda; está instalada en la cruz del templo; es una escultura muy bonita, muy fina. Nacha Ceja tenía un hermano (que creo todavía vive); él se llamaba Jesús Ceja, era mi amigo y era muy conocido en Uruapan, Michoacán. Durante este tiempo también estaba un doctor Hernández, originario de Jiquilpan y radicado en Uruapan, todas esas gentes las traté y todas me querían, ¿verdad?, porque como todos tenían parientes en Jiquilpan, pues nos reuníamos y hacíamos recuerdos cada vez que nos entrevistábamos. Bueno, pero seguiré con mi relato de Tierra Caliente. Como ya les dije, el doctor Alvarado visitaba esas haciendas de los señores Cusi cada mes y a él le pagaban mensualmente un sueldo. Pues, de lo poco que pude observar, recuerdo que los trabajadores tenían un barrio, porque lógicamente todo lo que había de construcciones comprendía el casco y el molino en donde procesaban el arroz; todo lo demás eran casas humildes donde vivían los trabajadores que eran del molino, pues servidores ahí de la oficina. Y, pues, naturalmente los empleados ya tenían unas casas un poco mejor; después estaban los campesinos que tenían casas de inferior calidad, aunque no estaban mal. Ellos tenían ahí sus huertitas, sus limones; tenían sus plátanos; tenían sus papayos y de todo lo que se produce en Tierra Caliente. Así es que no estaban en un chorizo las casas, sino que estaban diseminadas alrededor de la hacienda. No me acuerdo del sueldo que ganaban, pero entonces pagaban aproximadamente unos cincuenta centavos, porque yo, al llegar a Jiquilpan, pagué a los primeros trabajadores treinta y siete centavos 362 y medio, o sea tres reales; aunque cuando yo llegué ya no había monedas de reales. La jornada de trabajo no tenía límites, generalmente era de sol a sol, pero a veces cuando había necesidad de más tiempo, que había necesidad de terminar equis labor, pues se aumentaba a una media hora más la jornada, pero eso era a criterio de los capataces que dirigían los trabajos. Yo no conocí a los señores Cusi, nada más llegué a conocer a los administradores de las haciendas Lombardía y Nueva Italia. Nombro primero Lombardía porque primero se construyó esa hacienda y después la de Nueva Italia, que fue nombrada así por ser los señores Cusi italianos. Así que el administrador de Lombardía era el señor Sebastián Rodríguez y el de Nueva Italia era el señor Guido y Francisco Chibelini, los dos italianos. Tenían una hacienda muy extensa y era donde había huerta de limón, limonares grandes, y cocos también, que exportaban. Así que los dueños tenían ahí sus buenas casas y un número muy grande de empleados, naturalmente, porque había una extensión muy grande y pues necesitaban muchos empleados, aparte de los jornaleros y trabajadores del campo. Quisiera hablar con precisión de la extensión de esas dos haciendas, pero nunca la he sabido; mas, sin embargo, podría hacer un cálculo de más de diez mil hectáreas para cada una de las haciendas, aunque desde luego la hacienda de Nueva Italia era la más grande. En cuanto al sistema de riego que se aplicaba (como eran campos con piedra no se podía aplicar el sistema de bordos, con el que en la actualidad explotamos el arroz en Sinaloa), consistía en que no saliera el agua del terreno, y una vez que se sembraba con la mano y al voleo, entonces se metía el agua y no la quitaban hasta que el arroz ya estaba prendido de la tierra, es decir, cuando ya estaba retoñando, o sea naciendo. Una vez que nacía el arroz lo dejaban algunos días sin agua y después volvían a meter otra vez el agua para que agarrara más cuerpo la planta del arroz. Al llegar a la altura de unos treinta centímetros, los riegos más bien eran por baños; pero ya al llegar a los treinta centímetros o cuarenta, entonces tenían que meter ganado a pastear el arroz, pues la finalidad de esto 363 era una escarda. La escarda consistía en que al comer el ganado todo el follaje, entonces daba más hijos la raíz, y aparte de esto todas las pisadas del ganado, o sea las huellas, eran pocitos en los cuales se conservaba el agua en forma más permanente. Entonces la función de los regadores consistía en vigilar que no se saliera el agua del terreno, que iba por franjas muy largas que a veces llegaban hasta varios kilómetros de terreno. Por ejemplo, en Pátzcuaro había unas franjas largas de terreno entre un barranco y otro y entonces el que pasara de una propiedad a otra, procuraba que el agua no cayera al barranco, porque entonces ya no la volvían a subir. Así que ese era el sistema del cultivo del arroz. La preparación del terreno se hacía nada más cortando los huizaches, todas las ramas, todos los arbustos y quemarlos; así se preparaba el terreno, sin meter algún arado, nomás aventar el arroz y agua. En cuanto a la recolección, o sea la cosecha, se hacía a mano con hoces. El arroz no se transportaba inmediatamente a donde tenía que trillarse, sino que se trillaba ahí mismo. Esa era una variedad de arroz muy sensible; para sacudirse se hacían unos muros juntando las espigas con espigas y en la parte alta después se hacía una especie de techito, ponían un cordón en medio de punta a punta y después colgaban las espigas hacia afuera para formar un techo (en el caso de los pequeños propietarios) y cada vez que necesitaban vender arroz iban allá y sacudían determinada cantidad de arroz y la paja la utilizaban para los animales. Pues ese era el cultivo y cosecha de arroz. Después de varios años (como ya dije) regresé a Tierra Caliente y esto sucedió porque al año en que estuve sembrando trigo y garbanzo en la Ciénega de Chapala me dijo un día Herman Richter (como él no tenía trilladora y ya se aproximaba el tiempo para sembrar el arroz) que el arroz era más costeable y que podíamos ir a Apartzingán. ¡En fin!, que me entusiasmó. —Mira —me dijo— tú te quedas aquí (creo que ya tenía dos máquinas) mientras tú trillas lo tuyo y lo mío; yo me voy a llevar los dos tractores grandes, el tuyo y el mío, y empiezo a preparar la tierra. Pero antes de eso él fue a conocer el terreno y a entrevistar ahí al licenciado Valencia, que era originario de Colija y, pues, él tenía ahí, 364 en Tierra Caliente, un rancho que se llamaba Los Charcos. Pues sí se hizo el trato y nos hicimos socios con Herman y él me había platicado que el terreno ese tenía un canal propio, con una concesión de la Secretaría de Agricultura por cincuenta años, así que tenían propio canal y toma para conducir el agua al terreno del rancho de Los Charcos. Y así se fue él, adelante con los tractores, para empezar a preparar la tierra; se llevó a dos muchachos, al Güero y al Pancho Sánchez, que los llevó para que barbecharan y nivelaran el terreno, de acuerdo al sistema moderno como se cultivaba el arroz en Sonora. Yo me quedé a terminar las trillas y una vez que terminé, junté todas las máquinas, los tractores y los encerré y me fui a Apatzingán. El rancho de Los Charcos lo teníamos rentado por tres años y era una propiedad de cuatrocientas hectáreas, pero una gran parte era selva y si acaso habría unas ciento veinte o ciento cincuenta hectáreas cultivables. Pues yo en realidad no tenía conocimiento preciso sobre el cultivo del arroz y, pues, Herman me entusiasmaba siempre y me decía que podríamos llegar no sólo a producir ahí arroz, sino que posteriormente, ya teniendo una producción regular, podríamos comprar una maquinita para blanquear el arroz y así podríamos venderlo blanco directamente al comercio sin que nos explotaran los molinos. Como él ya vivía en Los Charcos, me escribía que ya había empezado a regar el arroz. Entonces yo me fui a ayudarle. Me trasladé solo, a mi familia la dejé en Jiquilpan porque primero quise ayudarle en lo que estaba haciendo. Pues me trasladé en camión hasta Uruapan y de ahí, como aún no había carretera (aunque sí la había por el lado de la hacienda de Los Bancos), teníamos que tomar el tren en Uruapan para llegar a Apatzingán. El tren hacía seis horas de camino porque era un camino nuevo y accidentado de cuesta abajo. Y así llegué al día siguiente a Apatzingán. Pero sin tomar en cuenta y sin tener la experiencia real de lo que era Tierra Caliente, de los bichos que había, de los alacranes, me puse inmediatamente a trabajar; agarré una pala y me metí en el 365 terreno al ver que en un pedazo pequeño no subía agua, que no se mojaba, y como sí tenía experiencia para regar, pues comencé a hacer una rayita aquí, otra rayita allá; pero como les digo, sin darme cuenta, en un pedacito que estaba seco se habían acumulado varios alacranes. ¡Y que me dan un piquete! Para qué les digo. ¡Una cosa terrible! Y es que el piquete de los alacranes de por allá es muy doloroso. Y al principio de las aguas es cuando más abundan y se encuentran principalmente en el terreno, pero más en las partes secas o en algún árbol donde se seca la tecata y se hace un huequito, ahí se acumulan. Había gente que trataba de quitar alguna de esas tecatas y salían tres, cuatro, bueno hasta diez alacranes. Pues ese día que me picó el alacrán la pasé muy mal; de buenas que Herman tenía camioneta, aunque yo tenía un Foringo, pero la camioneta estaba en mejores condiciones. Pero Herman en ese momento no estaba ahí, sino que había ido a la toma de agua para aumentar el volumen de agua que hacía falta. Y pues yo me fui a la casa que estaba cerca y algunos vecinos me recomendaban que me frotara, que comiera ajo y que también machacara ajos y que me los pusiera en el dedo en donde me había picado el alacrán. Y otra señora me dijo: —Mire, báñese ahí en el canal y en donde está lodoso revuélquese y se le va quitar. Nomás usted salga a respirar. Con eso se le quita. Y así todos los remedios regionales los hice, pero sentía el pie como si fuera un garrote, como si se hubiera aumentado ¡quién sabe cuántas veces! Y así llorando y aguantando estuve hasta que llegó Herman. —¿Qué te pasa? —me dijo. —Pues mira —le contesté—, me picó un, un alacrán y me voy a morir. —No, no te mueres, cuántos alacranes me han picado a mí. No te imaginas, cada rato me pican, pero no les hago caso. —Pos serás tú, pero yo me voy a morir. ¡Hombre!, llévame a Apatzingán, llévame a Apatzingán a ver si me salvo. 366 Ya, pues al ver, ¿verdad?, que de veras estaba yo muy angustiado, me subió en la camioneta y nos fuimos a Apatzingán. Al llegar a Apatzingán ya teníamos ahí un amigo médico, de la región, muy conocedor de todas las enfermedades que padecía la gente en Tierra Caliente y con más razón los piquetes de alacrán y de víbora. Así que el médico nos conocía porque también comía en el mismo restorancito que nosotros frecuentábamos ahí en un hotel. Y en eso que me ve y que se mete al consultorio y salió con una copita en la mano y me dice: —Tómese esto. —¿Qué es, doctor? —Es mezcalito, mezcalito muy bueno, tómeselo. —¡Ay doctor!, Yo nunca acostumbro tomar y menos estos vinos fuertes. Yo nunca los tomo porque parece que me queman la garganta. Entonces pacientemente me dice: —Bueno, se toma un poquito de agua; pero no mucha, porque eso es precisamente lo que hay que tomar, el vinito. Si puede aguantarlo sin agua, tómeselo sin agua. Me tomé la copa. Pero al ver el doctor que ya me había tomado la copa, cogió otra vez la copa él y se metió en la parte de atrás del consultorio y regresó con la copa llena y me dice: —Tómeselo, esto también tómeselo, porque todavía la jeringa no está hervida, lo voy a inyectar, pero mientras se hierve la jeringa tómese esta copita. Y así me tomé (por la insistencia del doctor) la otra copita. Pues ya cuando me terminé esa segunda copa, pues yo prácticamente ya no me sentía yo, estaba bien borracho y, pues, ya después quién sabe qué me inyectó. En esa época no era como ahora; entonces no había medicinas, 367 y si había eran muy escasas; pero posiblemente el doctor estaba preparado para esos casos. Pues ya antes de inyectarme (prácticamente yo borrachín) no sentía ni el dolor. Y así salí con Herman del consultorio y saludamos al doctor dándole las gracias. Ya fuimos al restorán a comer. Yo desde luego ya no tenía el dolor. Desde entonces tomé la experiencia y cuando me picaron en otras ocasiones los alacranes, inmediatamente le decía a mi señora: —¡Calienta agua!, ¡calienta agua! Hazme un café. Y siempre teníamos alcohol y le agregaba al café el alcohol. Y esa experiencia también la conocía Herman. Entonces yo me tomaba el café y me iba cantando por todo el bordo de la siembra de arroz y al poco rato ¿verdad? ya no sentía nada. Así que ya después de comer regresamos al campo y continuamos los demás días regando y en la preparación del resto del terreno que aún no estaba preparado. El rancho estaba como a veintidós kilómetros de Apatzingán, en la orilla del río Tepalcatepec, y llegaba hasta un lugar que se llama El Catire; en ese punto había un lugar propio que todos los años en aquel entonces se hacía un puente provisional con pilotes que clavaban a determinadas distancias en el río y entonces tendían unas vigas haciendo un puente para pasar al otro lado hasta automóviles. En aquel entonces, pues, sí había automóviles, pero escasos; pero como había varios pobladores al otro lado, pues era el punto indicado para que en tiempo de secas tuvieran comunicación por medio de automóviles y de camiones, puesto que del Capire estaba ya cerca otro puente sobre el río San Antonio, que por cierto ese puente lo habían hecho los señores Valencia. En ese puente se pusieron dos vigas de pino a un lado y dos vigas al otro lado, que posiblemente tendrían (yo creo) más de veinte metros y cuando pasaba yo el tractor hacía todo lo posible para pasar despacito. Estaba cubierto arriba con tablones, aproximadamente de cuatro metros, pero de cualquier forma no era suficiente 368 y con mucho cuidado reduje lo ancho de la trilladora, porque la jalaba el tractor y tenía que estar a lo ancho de la trilladora; y así en la mera orillita centímetro a centímetro tenía que pasar ese puente al otro lado, porque era peligrosísimo, si una llanta me fallaba, pues, simplemente me iría al río con todo y tractor y trilladora. ¡Tomen en cuenta qué tan peligroso sería! Afortunadamente pasábamos felizmente porque yo tenía un guía magnífico, que era Herman, hombre de experiencia, mayor que yo por cuatro años; él conocía de máquinas y así siempre pasábamos esos lugares difíciles, muy difíciles. Pero había necesidad de pasar por ahí porque no había otro lugar en donde hacerlo. El río San Antonio venía de unos ojos de agua desde la sierra del Cerro Grande, o del Tancítaro, y arroyos y ríos desembocaban en el río Tepalcatepec. Y ahí más arriba era donde estaba la toma de agua que recibíamos nosotros para la siembra del arroz. Como vivíamos en el rancho, en el campo, había necesidad de estar pegado a las siembras que más nos interesaban. Y sí, ahí tenía una casa sobre pilotes a una altura de unos ochenta centímetros y cercada con postes pegados unos con otros, amarrados con alambre y clavados con grapas. Era un patio reducido pero cercado para que no se metieran los animales, los puercos, que muchas de las veces se metían por debajo de la casa y ahí estaban gruñendo toda la noche y no nos dejaban dormir. La casa era de tejamanil,45 paredes y techo; el piso nomás era de tablas. La casa estaba dividida en dos partes una reducida y otra más amplia, en la más amplia vivía y dormía mi socio, en la otra vivía yo con mi familia, con mi hijo más pequeño, porque los otros estaban en el colegio en Jiquilpan, eran los más grandecitos: Stéfanos, Ángel, Basilio. Anna estaba en una escuela particular en Uruapan y ahí la teníamos, ya iba en primaria, no recuerdo si estaba en segundo o en tercer año de primaria. Así que estaba en el rancho con mi seño- 45 El tejamanil se hace de trozos de pino de hilo recto de ochenta centímetros, hasta de un metro. Una vez cortados los trozos, se rajan a lo largo de un espesor de medio centímetro por ocho, diez o doce centímetros de ancho. O sea que se sacan tablas o rajas por medio de cuñas. 369 370 Rancho Los Charcos. Pappatheodorou haciendo un baño de tejamanil sobre el canal que servía para regar el arroz. 371 Pappatheodorou, Theodoro (hijo) y su esposa Margarita Betancourt en Los Charcos, 1947. ra y mi hijo el más chico, Theodoro, que lo llevamos de año y medio. Por cierto que una vez se enfermó del estómago y en esos lugares solitarios, sin médico, sin nada, pues no sabíamos qué hacer para curarlo. Había una señora que era esposa de un encargado de ganado y ahí esa señora María le dijo a mi señora: —Mire, doña Margarita, yo le voy a traer queso fresco todos los días al niño para que se cure de su estomaguito. Y, pues sí, efectivamente, el niño se curó sin medicinas. Y Theodoro, o Eros, como le decíamos de cariño, siguió bien. Pues en ese cuarto angosto que era de tres metros por uno sesenta de largo, allí dormíamos las tres personas, porque en el cuarto grande, donde estaba mi socio, ahí alzábamos la semilla, lo teníamos como bodega y guardábamos implementos. ¡En fin!, todo lo que necesitábamos. La cocina, ¿cuál cocina? Teníamos ahí un tejaban que también era de tejamanil y no había cocina. Yo encontré unos ladrillitos que eran triangulares y ese molde lo habían hecho con el fin de hacer una noria, como la noria era circular, entonces una parte era más ancha (el exterior) y otra más angosta (el interior). Pero yo los ponía en inversa, uno a la derecha y otro a la izquierda, entonces al cruzarlos tomaban el mismo cuadro y así yo mismo hice el piso, sin albañiles. Hacía todo con la pala y en pocos días ya tenía piso de ladrillo. Por cierto que el lado en donde había quemado el ladrillo estaba distante algunos ochenta o cien metros; pues ahí habían quedado algunos desperdicios que aproveché para ponerle piso a la cocina y hacer un fogón, en donde tenía que cocinar mi señora. Eso sí, teníamos una mesa que los señores Valencia nos habían heredado junto con unas sillas que generalmente venden los indios ahí de la sierra de Uruapan. Pues ahí nos sentábamos a comer. Como por allá había mucho bambú con éstos y unos clavos que compré en Apatzingán le hice un fregador a mi señora donde lavara los trastes. Pero, ¡ay señor!, que no se me pierda el sol. Había tantos zancu372 dos, pues yo no sé, tenían unas patas muy largas, pues yo no sé si los veía así por el miedo, pero no nos dejaban en la noche dormir, así que teníamos que usar pabellones, pero no de esos de agujeritos, sino de gasa, porque en los otros se penetraban los zancudos y sólo con la gasa podíamos dormir más tranquilos. Esa era la vida en una selva de Apatzingán, y digo selva porque en aquél entonces los terrenos descubiertos cultivables eran muy escasos. Y todo lo demás eran unas selvas llenas de árboles muy altos en donde colgaban bejucos; aunque les diré que ahí conocimos monos, pero sí llegamos a ver panches, que había en gran cantidad; andaban ahí de varios colores y subían esos árboles enormes, ya fuera por el tronco del árbol o por los bejucos. Pero no sólo eso había, también cocodrilos, naturalmente que éstos estaban en los lugares mansos del río, pero salían a asolearse y muchas veces se llegaban a confundir con un trozo de palo, pero no, eran cocodrilos asoleándose. A propósito de los cocodrilos, Herman se había dado cuenta que en una parte del ramal del río San Antonio que siempre tenía agua, existía una cueva en donde había un cocodrilo y, pues, varias veces lo había visto dentro, pero nunca lo había sorprendido en un buen punto para poder matarlo. ¡Por fin!, un día llegó Herman y me dijo: —Oye, Theodoro, ¡ya maté!, ¡ya maté al cocodrilo! Pero necesitamos ir varios para cargarlo en la camioneta. —¡Hombre!, pues qué sorpresa, pues sí, cómo no. Fuimos entre cinco o seis y llevamos unos palos, como guangoches para amarrarlo con el mecate por delante y por detrás y pasarlo en dos palos, y así entre cuatro personas pudimos sacarlo y llevarlo en la camioneta. Lo trajimos al rancho y lo tuvo que abrir de la panza al cocodrilo o caimán (como le llamaban ahí) y nos dimos cuenta que entre los órganos intestinales tenía una bolsa como las gallinas que muelen sus alimentos, pero el cocodrilo tenía piedras hasta de un diámetro de cinco centímetros, en una bolsa aproximadamente… cómo podré decir… en centímetros, pues podríamos 373 decir de más de treinta centímetros de largo por otros veinte centímetros de ancho. Así que era una bolsa entera que está llena de piedras y ahí muelen los alimentos, los digiere. Pues ese animal medía más o menos dos metros con cuarenta centímetros. Por otro lado, recuerdo que un día ya teniendo el arroz que le caen los patos; desde luego que Herman tenía una escopeta de retrocarga de tres tiros y era un buen tirador, entonces al verlos en un rincón que andaban en el arroz a la orilla del arroyo, pues que llega y que mata a más de cuarenta patos. Pues fueron varios muchachos a ayudar para recoger los patos, porque ahí en el rancho había varias familias nativas, que eran servidores también de la hacienda. Pero qué hacienda, qué cultivos, qué servidores, porque no se cultivaba nada ahí. Eran ganaderos, había puercos, ganado, gallinas, pero no había siembras. El poco terreno que habían abierto ese era el que cultivábamos nosotros. Pues, como les decía, esos muchachos llevaron costales, entre cuatro o cinco se trajeron los patos, porque tenían que atravesar pura agua, porque el arroz no se sembraba bajo el sistema que se usaba en la región de Apatzingán, sino que nosotros teníamos el arroz sembrado en cajas, enlagunado todo, y para caminar un trecho de un kilómetro pues era muy pesado. Pero con todo los muchachos sacaron los patos y así toda la vecindad comió pato ese día. Pero no sólo había patos, sino también conejos y liebres. Como dije, Herman era muy buen tirador y cuando había luna y la noche era fresca salíamos a darnos un paseíto por los alrededores, que por cierto había un cerrito ahí cerca, y así íbamos caminando con los muchachos y mi señora, en eso Herman acostumbraba preguntarle a mi señora: —¿Qué le gusta más, señora, la liebre o el conejo? Y así escogía ella. Luego, pues, andaba buscando al pobre animal y no faltaba quien viera alguna y gritaba: «¡Aquí va una liebre!». «No, no —decía Herman—, lo que quiere la señora es un conejo». Herman, naturalmente, tenía una linterna de tres pilas que alumbraba lejos y aluzaba 374 al animal, a veces llegaba a matar a dos o tres y así regresábamos con alimento a la casa. Ahora, ¿de dónde tomábamos agua? Pues del río, sí, sí; pero en el río también había animales que se metían y pues eso era un poco sucio. Había un ojo de agua al pie de un árbol grandote, creo que era sáuz, al pie del sáuz había un ojo de agua en donde brotaba el agua. Ahí en el terreno había una carreta, pero como no teníamos bestia para engancharla, pues pegábamos el tractor chico y ahí se subía toda la chamacada, mis hijos y los hijos de los vecinos y, pues, nos íbamos a acarrear el agua en tres botes de leche, esa agua era, naturalmente, para beber. Pues íbamos distante como a dos kilómetros y ahí cargábamos los botes de agua y al regresar siempre pasábamos por las huertas de los plátanos y cortábamos racimos; porque este terreno era propiedad de los dueños del rancho que rentábamos y teníamos permiso de coger fruta y toda la que quisiéramos para comer, naturalmente. Al llegar a la casa colgábamos los racimos y a veces eran tan grandes que llegaban a medir más de un metro los racimos, así que los colgábamos cerca del comedor o de la cocina. Muchos de los vecinos que pasaban (como era parte del camino) frente a la casa a veces nos pedían que les vendiéramos plátanos. Y, pues no, siempre les decíamos «Cojan los que quieran ustedes». Nosotros generalmente teníamos abundancia de plátanos. Y no sólo eso, también la leña, la había por todos lados. Recuerdo que había también una fruta que se llamaba cirules, que es una fruta del cactus; es parecida a la pitaya, pero el cactus es delgado en forma de guía. Mientras que la pitaya es un árbol grande con los tallos gruesos, y como era llano había también muchos pitayos. Cuando salíamos con la familia de paseo a lo lejos veíamos lo rojo de los pitayos y nos acercábamos a uno, a otro y a otro a cortar pitayas para comerlas, pero también juntábamos algunas pitayas en una canastita que llevábamos a propósito para recogerlas y llevarlas a la casa para seguir comiendo allá. Esos eran nuestros paseos en los alrededores del rancho. Desde luego que había otros paseos, por ejemplo al Capire, en donde ha375 bía una tiendita y muchas de las veces los chamacos se juntaban con mis hijos y a veces llegaban hasta reunirse diez chiquillos y se iban a comprar sus dulces a la tiendita. Pero no sólo iban a comprar pasteles o dulces, sino que iban a ver a la gente que transitaba por el puente, ya sea para un lado o para otro lado. Un día nos visitaron los tres muchachos que estaban en Jiquilpan, porque tenían unos días de vacaciones, y Herman nos invitó a la huerta de plátanos. Pues sí fuimos y entramos y la altura de los vástagos ha de haber sido de unos ocho o diez metros de alto y las hojas cubrían todo aquello sin que pudiéramos alcanzar a ver el cielo y, ¡claro!, había muchos racimos de plátanos, por aquí, por allá. «Que mira este racimo», «No que mejor aquél» y así estábamos, en eso nos dijo Herman: —Mucho cuidado, muchachos, porque aquí hay avispas, que las llaman emborrachadoras. Y al picar pierde uno los sentidos, lo emborrachan a uno completamente. Y pues los muchachos se pusieron alerta para ver si localizaban a alguna avispa que volara por ahí cerca. Y Herman agregó «Son amarillas las avispas». Efectivamente, de lejos se veían esas avispas y los muchachos se cuidaban, ¡claro!, pero en eso ¡tócale al que nos hizo la advertencia! «¡Ay! —gritó— me picó una avispa». Inmediatamente, como teníamos la camioneta en la entrada, pues lo conducimos hacia el vehículo. Y en eso que me dice: «Agarra tú la camioneta porque yo no voy a poder manejar». A Herman ya le habían dicho cómo se curaba el piquete de avispa. Pero quiso sentirse muy valiente (porque él decía que no le hacían los piquetes de avispa, ni de alacrán) y no quiso ir a Apatzingán a que lo inyectara el doctor; pero me dijo que lo llevara a un arroyo de agua corrediza y que mientras más violenta el agua corrediza, dizque mejor; y así lo amarramos en un mecate de la raíz de un árbol del arroyo y por donde corría el agua lo amarré de la cintura y lo sostuve con el mecate. Y ahí se volteaba para un lado y se volteaba para otro lado. Y así resistió el dolor, las molestias del piquete de 376 la avispa. Y se curó. Esa fue la única vez que sentimos ese dolor de la avispa. ¡Pobre Herman!, cómo sufrió esa vez. En otra ocasión, un día cualquiera de trabajo, fuimos a la toma de agua que estaba distante a dos kilómetros de donde estaba el río San Antonio (como ya lo he mencionado) ahí siempre clavábamos unos troncos y poníamos allá ramas de distintos árboles: pinos, sauces, y ahí arrimábamos tierra y de esa forma hacíamos la desviación del agua a la toma del canal. Bueno, pues llegamos a la toma y, pues, vimos que todo estaba normal y volvimos por la orilla del canal, en donde había una veredita por donde transitaba la gente de los ranchos cercanos. Pues llegamos a un rancho que era ejido, en donde estaba el encargado o comisario llamado don Pancho Gómez, quien era un hombre de unos cuarenta y cinco años, un hombre entendido que sabía leer y escribir, por eso era el comisariado de ese lugar. Pero con frecuencia se emborrachaba y cada vez que se emborrachaba, a veces nos molestaba; sobre todo a Herman, porque él tenía una camioneta en mejores condiciones y como nosotros lo queríamos tener de buen vecino, pues siempre le hacíamos el servicio, bueno, sobre todo Herman. Pues una de tantas veces mandó a un muchacho para que le dijera a Herman que se fuera por él en la camioneta para llevarlo a Apatzingán. Y como Herman ya sabía de que muchas de las veces por borracho se lo llevaba a Apatzingán, entonces le dijo al muchacho (bromeando, desde luego): «Dile que así como se emborrachó que se cure». Y ese muchacho, naturalmente, le dio el recado a don Pancho, y lo tomó él en serio y se enojó. Pues cuando pasamos por el rancho, don Pancho, con pistola en mano y queriendo amenazar a Hermán por ese incidente que les platico. Bueno, para esto, don Pancho a mí sí me respetaba, porque sabía que yo había sido empleado del general Cárdenas y que él a mí me quería mucho y que por ese motivo habíamos ido a trabajar ahí a la siembra de arroz; así de que teníamos de protector al general Cárdenas. Pero a Herman lo tomaba como una persona ajena y quiso molestarlo y no sólo eso, sino quién sabe hasta qué grado llegaría la cosa cuando se salió y se dirigió a Herman, pero al mismo tiempo yo me dirigía a él… 377 —Mire, don Pancho, don Pancho mire, la razón que le dieron, yo creo que no se la transmitieron bien. Herman no lo dijo en serio y además nosotros no nos imaginábamos en qué condiciones estaba usted. Mire, Herman ya se iba a venir por usted pero le sucedió un accidente y por eso no pudo venir… Traté de convencerlo por todos los medios y no lo lograba. —No, ahora mato a este alemán como perro, para que no crea que nosotros que siempre estamos borrachos, que por eso pedimos una ayuda. —No, no, don Pancho… Y don Pancho por allá y don Pancho para acá. Y ya ¡por fin!, lo cogí del brazo y lo desvié. Véngase para acá. Déjeme aquí explicarle. Mire, vamos a su casa y mientras platicamos nos tomamos un café —yo todo esto se lo decía con calma— para que se le baje un poco, porque está usted nervioso y un poco tomado. Mire no hay que hacer las cosas con violencia. Ayúdeme, óigame y verá cómo se va a convencer lo que pasó. ¡Ah!, para esto, no solamente íbamos Herman y yo, sino que también nos acompañaban dos de mis hijos, que por cierto andaban asustadísimos. Entonces al ver Herman que yo lo desvié para otro lado, aprovechó el momento se fue con mis hijos. Yo me quedé ahí platicando hasta que se convenció, se tranquilizó y ya le ordenó a su señora que hiciera café y trajera un poco de ponche que tenían ya hecho, con el cual se había emborrachado. Y me insistió para que yo tomara, pero como yo nunca he tomado le dije: —Mire, don Pancho, yo estoy malo del estómago y por eso no tomo, no porque no me guste. Me gusta mucho pero cuando tomo me pongo muy malo y por eso no tomo. Así que permítame que yo me tome un refresco si es que tiene o un vaso de agua simplemente. Y así lo contenté, pero no sucedió nada. Pero pienso que si hu378 biera ido solo Herman, quién sabe en qué hubiera concluido esta cosa. Pues siguiendo con la plática de don Pancho, después, al siguiente año, un día don Pancho que no aparecía, que estaba perdido, que no lo encontraban; durante una semana buscaron a don Pancho y no lo encontraban. Tenían entendido que se había ido a un rancho. Pero don Pancho no había regresado. Y recados para acá y búsquedas por allá; pero no encontraban a Pancho. Y en aquella época había muchos zopilotes, porque ahora han disminuido considerablemente por los insecticidas. Y sobre todo en Sinaloa han disminuido porque comen hasta ratas envenenadas por allá en los cañaverales y así han muerto los zopilotes. Y un día un ganadero que había perdido un vaca se puso a buscarla entre la selva y aquel vaquero que andaba buscando el ganado vio que estaban revoloteando los zopilotes y fue hasta el punto ese y cuál sería su sorpresa que en vez de ver un animal, una vaca, que encuentra a un ser humano y ese ser humano era don Pancho Gómez. Y así el pobre de don Pancho terminó con su vida, porque cuando se emborrachaba, pues, como lo hacen muchos, insultaba, agredía, amenazaba. Y probablemente tenía por ahí algún amigo al que había molestado y así fue como perdió la vida en la selva. Pues sí lo encontraron al pobre, porque a mí me dio lástima. Conmigo siempre se portaba bien, porque cuando necesitaba gente para la escarda del arroz, así se llamaba a la poda del arroz, él siempre conmigo se portaba bien; y me dio lástima que así haya terminado su vida. Y así nos sucedían cosas en esas tierras. Numerosas veces le había prohibido a mi hija Anna que fuera al río Tepalcatepec, porque (como ya he dicho) había cocodrilos y se escondían también en los matorrales y eso resultaba muy peligroso para cualquiera. Y mi hija siempre salía acompañada de doña María, la vecina. Pero un día que la vio mojada hasta la cintura (como usaba pantalones por los zancudos) y traía los pantalones arremangados hasta la rodilla, me imagino que se los levantó para pasar el río, que era peligroso tanto por las corrientes como por los animales y por la soledad en que se encontraba uno, de no poder pedir 379 auxilio. Bueno, pues al preguntarle que por qué estaba mojada, mi señora me dijo: «Tú veras, otra vez se fue Anna a pasar el río». Y en ese momento estaba yo sentado ahí con puros pantalones cortos, descalzo, pero tenía cerca unos zapatos suecos, que había hecho para no tener calor en los pies y no pisar el suelo caliente; esos suecos los hice con una correa adelante que metía los dedos de los pies. Y pues en ese momento felizmente estaba en esas condiciones. Y al ver yo que Anna me había desobedecido, y se había ido al río, traté de corretearla para alcanzarla, para castigarla, para pegarle. Pero como ella era delgadita (por cierto que la llamaba “Zancuda” por delgaducha) y corría como zancuda alrededor de la casa, la corretié, dos vueltas le dimos a la casa ¡y no la alcancé! felizmente no la alcancé porque tropecé con los suecos y caí. Y así desistí y pienso que si la hubiera alcanzado, posiblemente sí le hubiera pegado. Esto se los narro porque yo nunca les he pegado a ninguna de mis tres hijas, nunca las he tentado. Los castigos que les he aplicado han sido diferentes, de privaciones, de otras cosas. A mis hijos sí les he pegado, y severamente, porque han hecho cosas indebidas que merecen el castigo como disciplina, como orden. Ahora quiero contarles otro incidente que me sucedió en esas latitudes. Bueno, Los Charcos era un rancho muy conocido por todos los vecinos de los alrededores de Apatzingán, porque estaba a las inmediaciones del paso de La Higuera, que era paso al otro lado; así que se conocía muy bien y teníamos el arroz cerca de la casa, serían algunos cincuenta metros, porque ahí estaba alguna ladera, que por ahí pasaba el canal cerca. El arroz ya estaba grande y espigado. Ahí los vecinos no hacían siembra, ni de azadón, ni de bestias, ni bueyes, ni nada. Así que siembras no tenían. Había otro rancho pero no sembraban, los vecinos que radicaban ahí se dedicaban a cuidar ganado y de eso vivían. Tenían criadero de puercos grandes, tenían puercas que daban hasta dieciocho crías y naturalmente se alimentaban en la selva, en el monte y estaban cerca del río, en donde iban a reposar en algún charco en donde los mismos animales sabían defenderse de los cocodrilos, de los caimanes, y naturalmen380 te que había otros charcos porque había terrenos quebrados y se formaban charcos en distintas partes. Y naturalmente, estaba (como digo) a cincuenta metros el arroz que sembramos y que ya estaba en espiga. Lógicamente los puercos, pues se metían en el arroz y lógicamente (también) nos hacían muchos destrozos. Y ya habíamos corrido la voz entre los rancheros, pues, que tuvieran cuidado durante un mes o mes y medio, mientras empezábamos nosotros la cosecha; que desviaran a sus animales por otro lado; que los cuidaran para que no dañaran las espigas de arroz. Pero no, no dejaban de meterse. Y así, a veces a garrotazos nosotros mismos los sacábamos y estábamos al pendiente cuidando el arroz. Y un día me dice mi socio Herman: —¡Hombre!, Theodoro, a ti te quiere mucho el general, por qué no vas a decirle, a ver si le pone algún remedio a esta situación, a ver si les dice que amarren los puercos o que los encierren o alguna cosa. Entonces yo le expliqué a Herman cuáles eran las razones de estos señores para tener a los animales libres: —Mira, Herman, estos hombres son nativos de aquí y no tienen recursos. Tú mismo ves cómo viven, en qué casas viven… Tenían casas ligeras, con techo con hojas de cactus, o sea de maguey, o de cualquier otro zacate. Y así no tenían ni paredes, había unos palos parados que tenían nomás como límites de la casa; adentro tenían todo colgado. La gente dormía en catres o hamacas según el tiempo, ya fuera fresco o caluroso; por ejemplo, en tiempo de invierno la gente dormía en catres y en tiempos de calores dormía en hamacas y pues todos se defendían de los moscos con pabellones. Entonces continué diciéndole a Herman… —… mira, cómo vamos a privarlos, ellos son nativos, aquí viven, es su medio de vida el ganado. —Y bueno, cómo le haremos, entonces. —Pues, así como le estamos haciendo, por la buena, que ellos cuiden 381 sus animales. Y por otro lado también nosotros tenemos que cuidar para que no nos hagan daño mientras levantamos la cosecha. —¡Hombre!, pero por qué no vamos con el general a ver si la palabra de él, pues, vale más, para que tengan más cuidado. Y así lo hicimos. Fuimos hasta el rancho, hasta la quinta que se llama Galeana, que por cierto no estaba muy cerca, pero que teníamos que irnos por el camino de Apatzingán, porque por ahí había camino. Llegamos allá, felizmente lo encontramos y le dio mucho gusto porque ya sabía en dónde estábamos, porque él ya nos había visitado por allá, así que ya se había dado cuenta cómo trabajábamos, cómo eran nuestras cosechas, nuestro trabajo, en fin… —A ver, a ver, ¿a que vienen?, ¿cómo han estado?, ¿cómo está la siembra…? Como siempre él era muy amable para tratar a todo mundo, a toda la gente, a ricos y pobres, a cada quien le daba su lugar y a cada quien le daba la solución cuando le iban a pedir alguna ayuda. Yo lo conocía perfectamente bien; ya había oído ciertos consejos que daba a mucha gente. Así es que yo sabía que me iba a contestar así: —A ver, ¿qué les pasa?, por algo vienen aquí a visitarme. —Pues sí, mi general. Y el alemán hablaba poco español, no se le entendía. Y como yo hablaba un poco mejor el idioma y ya sabía como dirigirme al general, pues tomé la palabra: —Mire, mi general, vinimos aquí con usted a ver si hay algún modo de arreglar un problema. Tenemos unos vecinos, creo que usted ya se habrá dado cuenta, que tienen muchos puercos y tenemos la siembra pues casi a la orilla de la ranchería y se meten los puercos ahí y, pues, siempre nos hacen un daño considerable. 382 Y en eso me dice: —Oye, ¿y no les han dicho a ellos algo para que cuiden sus animales? —Sí, mi general, ya me he dirigido con ellos y les he explicado por las buenas que mientras el arroz esté en espiga, pues que tengan cuidado un poco de los animales, para que no nos hagan daño. Pero a veces se escapan y en la noche que no es posible cuidarlos se meten los animales y nos hacen daño. Entonces me contestó: —¡Hombre!, Pappatheodorou, por qué no ponen una cerca de piedra. Yo aquí también tenía el mismo problema con la ranchería La Colonia, que es un ejido nuevo. Lógicamente se metían a la huerta los animales —Él ahí tenía limones, naranjos, cocos; ¡en fin!, productos de la región. Y continuó: —Pues hicimos una cerca de piedra doble de unos dos metros de alto y así se evitó el daño. Y le contesté: —Mi general, en primer lugar no hay piedra allá y en segundo lugar el tiempo apremia; porque ahorita el arroz está en espiga y no sería posible hacer una cerca de piedra. Y además el terreno es ajeno y hacer una obra de esa naturaleza, pues cuesta mucho y nosotros no estamos en posibilidades de hacer un trabajo de esos. Y vuelve a tomar la palabra y dice: —¡Hombre!, hay también un alambre, una tela de alambre, que poniendo postes se hace una cerca y se pueden evitar los problemas más rápido. —Pues sí, mi general, es lo más factible. 383 Yo de antemano sabía la contestación que nos iba a dar mi general, pero fuimos nada más para hacerle el gusto a mi socio y que se convenciera de los caminoS que el general creía debíamos seguir. Porque Herman creía que por ser un gobernante él tenía derechos de poner orden aquí y allá a su antojo sin consultar antes cómo estaban los problemas. Pero no era así. Como yo conocía al general, para dejarlo contento le dije: —Pues vamos a ver cómo le hacemos y qué solución le damos a ese problema. Mi general, yo creo que lo más indicado es tela de alambre. Y así quedó contento él y nosotros también. Mi socio no tomó la palabra para nada porque ya le había indicado que él me dejara hablar, puesto que yo conocía al general y sabía cómo debía tratarlo. Entonces, ya no se dijo más nos despedimos y regresamos al rancho. Y así, precisamente desde ese momento ya empecé a formarme una idea del problema, puesto que el derecho lo tenían los vecinos, los nativos de ahí, porque era imposible (repito) imposible que nosotros dos extranjeros que íbamos a trabajar allá y a explotar la tierra fuéramos a privar a los nativos de sus libertades. Puesto que no tenían recursos ellos para hacerlo de otro modo. Pero antes de retirarme recuerdo que el general nos dijo: —Voy a mandar al coronel de la zona. Pues era un jefe que se encargaba de los ejidatarios armados. Entonces él lo iba a mandar para que viera el problema y se pusiera en contacto con los vecinos allá para ver hasta donde sería posible poner remedio para que nos molestaran lo menos posible. Hasta eso que lo pensó muy maduramente, muy humanamente, cómo solucionar el problema. Al día siguiente llegó el coronel y naturalmente se dirigió a mí: —Pappatheodorou —bueno, ya nos conocíamos, muchas de las veces nos habíamos saludado y habíamos platicado precisamente en el ran- 384 cho de La Galeana del general—, aquí me manda mi general. Parece que usted tiene un problema de algunos animales con los vecinos y a ver cómo solucionamos este problema. Vamos a ver quién es el encargado del orden de la ranchería, para tener una plática con él para ver lo menos que puedan hacerles daño a ustedes. Se hizo una junta y los vecinos quedaron en que cuidarían sus animales para que no hicieran daños mientras nosotros levantábamos la cosecha. Pero esas dificultades que tuvimos con don Pancho, como la de los puercos, pues yo las tenía muy presentes y almacenadas en mi mente; yo las tomaba muy en serio y pensaba que estábamos en un lugar muy difícil y que no había más solución que cambiarnos de lugar. En aquel entonces (como ya he mencionado) desde La Soledad habíamos notado que las lluvias eran escasas. Y el general Cárdenas, interesado por las siembras de Apatzingán y de la Ciénega de Chapala, como se había bajado mucho el nivel de la laguna de Chapala por falta de avenidas del río Lerma, pues carecían también de agua para regar la Ciénega de Chapala y de toda la región. Entonces el general había arreglado que un avión volara para tirar hielo seco y provocara las nubes para que lloviera. Pero, pues, falló el asunto porque la corriente de aire, de viento, condujeron las nubes hacia la región de Apatzingán, y eso pasó a amolar el asunto tanto en la Ciénega, porque no llovió, como en Apatzingán, que llovió, cuando no debería. Desde luego que eso nosotros no lo sabíamos, porque para entonces estábamos en plena cosecha y desde luego en dificultades por esas lluvias inesperadas. Esa parte de siembra del arroz estaba en Jojutla, eran unas seis u ocho hectáreas que se suponía tenía que darnos una producción de ocho toneladas por hectárea. Este arroz lo sembramos por vía de experimentación por ser de mejor calidad. Nosotros habíamos pensado ahorrarnos el trabajo de hacer el amarre de manojos y ponerlo en montones sin amarrarlo, puesto que queríamos inmediatamente meter la máquina fija para trillarlo. 385 Pero no fue así; como ese arroz creció demasiado y su espiga llegó a tener hasta cuarenta y cinco centímetros de longitud y por consecuencia el grano también era grande y la caña pesaba bastante, puesto que medía aproximadamente un metro o más, entonces como esa caña larga no se podía sostener fácilmente cuando había viento o lluvia o aunque fuera una pequeña brisa porque se acamaba el arroz. Y esas eran las razones fundamentales por las que tuvimos que hacer el corte a mano y hacer los manojos amarrados, puesto que empezó a llover y teníamos que voltear los manojos para un lado y para otro para que se secaran, para que no se enmohecieran y se manchara el arroz. Pero en la noche que vuelve a llover, cayó otra vez una tormenta y así nos duraron unos quince días las lluvias. Y en esos quince días no sólo no podíamos trillar sino que se mojó tanto la tierra que no podíamos mover las máquinas de un lado a otro y por tal motivo ese año no sólo no nos fue bien, sino que perdimos por ese motivo. Ya más tarde nos dimos cuenta cuál había sido el motivo de las lluvias. Ya dije que ese año nos fue mal. Recuerdo que un día andábamos por el canal, reparando algunos desperfectos del canal porque íbamos a meter agua para la soca; a esto se le llama “soca” porque sin sembrar se puede cosechar, aunque resulte inferior en producción, pero los gastos son mínimos; entonces se aprovecha siempre bastante, es decir, que en vez de dar cinco toneladas se obtendrán tres o tres y media toneladas y a los dos o dos y medio meses ya tenía uno una cosecha. Así que ese día andábamos con mi socio por todo el canal para meter ya el agua, cuando en eso que encontramos atravesando nuestro terreno a unos diez o doce paleros que eran aspirantes al reparto de tierra como ejidatarios. Pero para esto aún no había orden para que les dieran posesión. En eso vimos que eran, pues, vecinos; nos acercamos y les preguntamos: —¿Señores a dónde van con sus palas? Y nos contestaron: —Pos aquí, vamos a trabajar, vamos a meter el agua aquí en el arroz 386 para aprovecharnos también nosotros de la soca. Sorprendido desde luego les dije: —¡Pero, cómo es posible, si a eso vamos! De ahí venimos nosotros, fuimos precisamente a echar agua para hacer el mismo trabajo, puesto que todo esto es de nosotros, nosotros lo sembramos. —No, pero a nosotros nos van a dar posesión ya. —Bueno, muchachos, ya cuando les den posesión eso es otra cosa. Pero ellos no entendían esas cosas, por su modo de pensar querían apoderarse y hacerse como que era de ellos la tierra para aprovechar la cosecha. Viendo este problema, pues tuvimos a fuerza que buscar alguna solución y tuvimos que acudir otra vez al general Cárdenas. Y así lo hicimos. Nos fuimos al rancho La Galeana a entrevistarnos con él y mandó otra vez al coronel para que les diera una explicación. Entonces el coronel fue, los reunió y les dijo: Miren, muchachos, ustedes sí hicieron la solicitud de tierras, pero todavía no les han dado la orden de posesión. El general Cárdenas les manda decir que esperen, que así no deben de hacerse las cosas por la fuerza, porque estos señores ya han hecho gastos allá, y por el otro lado el gobierno todavía no les ha dado posesión. Ya cuando les dé posesión, entonces tienen derecho a tomar posesión de las tierras. Y así se solucionó el problema y volvimos a meter agua para ver qué aprovechábamos de esa soca. Después que terminamos con muchas dificultades allá, me trasladé a otros lados con las máquinas a trillar a particulares y a ejidatarios. En uno de esos traslados tuve algunos problemas, como llevaba la máquina Oliver, que era muy pesada y que era de más longitud el corte de la cuchilla, tuve que irme trasladando a un lugar de un arroyo a otro arroyo o más bien de un río; y pasamos por un lugar muy inclinado y a medio trecho había un canalito que pasaba agua a una huerta. Pues sin tomar en cuenta yo que la máquina era más pesada que el tractor entonces les dije a los muchachos: 387 —Miren, muchachos, pongan ustedes troncos delante de las ruedas para que vayamos poco a poco bajando aquí. Desde luego que yo iba manejando el tractor y pues los muchachos no tenían experiencia en estas cosas. Y así lo hicimos, pero muchas de las veces fallan las teorías y en la práctica sucede otra cosa. Pues mientras ponían un tronco para un lado en una rueda, fallaba del otro lado, hasta que llegó un momento en que la trilladora empujó el tractor y ya no hallaba qué hacer; frené todo lo que pude, pero el tractor empezó a resbalarse empujando la trilladora hasta que llegó felizmente a donde estaba el canalito y ahí se atoró el tractor. Pero ya del canalito para abajo hacia el piso del arroyo resultaba corto el tramo; entonces continuamos con ese sistema para llegar al terreno de la trilla. Pasé minutos angustiosos con el riesgo de que me aplastara la trilladora sobre el tractor. En ese incidente pude haber perdido la vida, quizá por eso lo conservo en mi memoria y lo narro. Pues sí trillamos con mis máquinas, porque eran mías y no de mi socio, porque la sociedad la tenía nada más en las siembras. Y entonces como yo tenía las dos trilladoras me dediqué a trabajar con ellas para obtener un poco más de dinero, por lo que mandé una máquina a un lado y la otra máquina a otro lado y así trillamos y me hice de algunos centavos. Como mi socio era soltero y no tenía familia, pues se atenía en el arroz que habíamos sembrado; mientras que yo tenía más gastos más pesados porque tenía a mi familia dividida en tres lugares y por lo que yo siempre trataba de sacar el mayor provecho de mis máquinas. Y me decidí por trabajar en Sinaloa Siempre los campesinos, lógicamente, están con recursos muy reducidos y llegan a la conclusión de que alguien los tiene que refaccionar. Entonces en Apatzingán me encontré a un amigo que lo conocía desde chamaco; él pertenecía a la familia de los Guízar, 388 que fundamentalmente se encontraban en Cotija, Michoacán, pero también había una rama que vivía en Los Reyes, que es una zona semicalurosa y templada, ahí había un ingenio, que era Santa Bárbara, y había otro ingenio que se llamaba San Sebastián, y aparte de esto la gente también sembraba arroz. Pues esas gentes se fueron a Apatzingán para aprovechar el agua y el calor para producir arroz. Entonces (como les decía) Pancho Guízar se fue a radicar a Apatzingán y ahí tenía en sociedad con un español instalado un molino de arroz; así que compraban arroz a los pequeños agricultores y a todo el que les vendía, blanqueaban el arroz y lo mandaban afuera. Como era mi amigo desde Jiquilpan, que por cierto con él intentamos poner cría de gusanos de seda en Los Reyes, él nos refaccionaba y se portó muy bien con nosotros, porque no teníamos que hipotecar más que las máquinas. Pero él, desde luego, se daba cuenta que por poca que fuera la producción se sacarían los gastos para pagar la refacción. Y así seguimos con él refaccionándonos, nosotros nos portamos muy bien el primer año, y el segundo año ya fue otra cosa pues al ver yo tanta dificultades entonces pensé (como ya he dicho) en dejar la región por todo eso que nos pasaba. Pero coincidió la cosa en el restorán de Apatzingán, donde siempre comíamos, que era de don Baltazar Arroyo, un hombre de unos sesenta o sesenta y cinco años que tenía una esposa muy buena, muy cariñosa y quien con mi esposa había hecho una buena amistad, puesto que hacía tiempo que nos conocíamos; por cierto que el tío de ellos, don Jesús Arroyo, fue el cura de Jiquilpan que nos casó y ahí fue donde nos conocimos. Entonces cada vez que íbamos a Apatzingán íbamos a comer a ese restorán, que estaba en una casona grande con sus corredores alrededor, y ese restorán era casero; todo eso lo dirigía su señora. Y cuando llegamos, ahí pasamos la noche; ya al medio día comimos. Había un buen servicio y se venían vecinos de Uruapan, lo mismo allá había mucha gente de Uruapan, y así al comer se reunía como una familia, como si fuera una casa. Entre amigos charlábamos distintas cosas. Y esa vez que les pregunto por don Baltazar, porque no estaba, y me dijeron: 389 —Ya se fueron a pasear por el norte, por Mazatlán, por Culiacán, pues parece ser que van a llegar hasta Hermosillo, Sonora. Bueno, pues al regresar de su viaje, don Baltazar empezó a platicar lo que había visto por allá, los terrenos, los cultivos de arroz, los cañaverales, los tomates. Bueno, pero para entonces la cuestión del tomate estaba en muy pequeña escala, son los griegos quienes desarrollan ese cultivo. Pues al regresar con mucho entusiasmo don Baltasar platicaba estas cuestiones y con mucho interés para mí me dijo: —¡Ay, Theodoro!, pero pos que estás haciendo tú aquí, ¡hombre!; mira, vete a Sinaloa para que veas ahí campos, arrozales; para que observes todo el desarrollo agrícola, ahora tienen la presa nueva de Sanalona. Yo me di cuenta, hasta me fui en algunos empaques de tomates y vi ahí cómo estaban empacándolo. Pues yo me entusiasmé con todo lo que me dijo don Baltasar. Entonces recordé a mis paisanos que estaban en Guadalajara, como el señor Aristeo Canelos, que ya no existe, con el cual fuimos muy buenos amigos; el señor Constantino Petrulias, que ahí también estaba convalenciendo en el hotel Fénix y que, por cierto, siempre nos reuníamos en la nevería Acrópolis, que era de Constantino Pappas, que nada más tenía a su señora. Pues sí, siempre nos juntábamos y ahí platicábamos y ellos muchas veces me invitaron para que fuera a Culiacán a trabajar allá con ellos al tomate. Y esas pláticas las tuve cuando yo estuve en La Soledad. Así que cuando don Baltazar me dijo esto, pues me entusiasmó y recordé que allá en Sinaloa ya tenía gente conocida. Entonces le dije a don Baltazar: —¡Hombre!, sí me gusta tu idea y antes de que empecemos aquí. Tu ya te has dado cuenta de las dificultades que hemos tenido ahí en Los Charcos, con los vecinos y con tantas cosas que te he platicado. Siempre que teníamos algún problema acudíamos a los amigos a 390 contarles lo que nos pasaba, por eso Baltasar estaba enterado de las dificultades. Así tomé la iniciativa y empecé a prepararme para irme a Culiacán. Para esto, como habíamos hecho trato con Pancho Guízar, como nos teníamos confianza, se hizo la liquidación con ellos; por cierto, que generalmente cuando hacíamos la liquidación y que nos sobraba dinero a él se lo dábamos a guardar en vez de tenerlo en un banco; así, cuando lo necesitábamos, pues íbamos a retirar dinero, porque él tenía un contador que llevaba la cuenta. Para ir a Culiacán tuve que llevarme a la familia a Jiquilpan, una vez que estuve seguro de irme. Esto sucedió en un primero de agosto, cuando dejé a mi familia en Jiquilpan y me fui a Culiacán. En Culiacán llegué al hotel Los Rosales; ya sabía que todos los griegos se juntaban ahí porque en ese hotel era el centro de operaciones tanto como de casados como de solteros; todos acudían ahí. Entonces no eran un grupo muy numeroso de griegos, pero sí había bastantes y el que manejaba el hotel Rosales era también un griego que se llamaba Juan Crisanthes, que por cierto aún vive el hombre y tiene una edad de ochenta y seis años; también tiene un hermano que se llama Miguel, que es menor que yo. Bueno, pues al sentarme en la sala de espera del hotel, estaba platicando con un paisano cuando en eso que llega un hombre medio chaparrón y medio moreno, así como somos nosotros los griegos y con un pistolón ¿verdad? colgado del cinto. Y entonces bajé la voz al verlo y le pregunté a mi paisano: —Oyes, ¿quién es ese? ¿Qué será el comandante de policía de aquí? —¡No, hombre! Es Caramanos, Jorge Caramanos, es paisano nuestro. Y estaba con su cigarro colgado, porque él fumaba hasta cuatro cajetillas diarias de cigarro; por cierto que un día (ya después de algún tiempo ya que nos conocíamos) como tenía los dedos amarillentos por la nicotina y los dientes también los tenía amarillentos, le dije: 391 —Oyes, Jorge, mira si mandas tú a que te hagan un cigarro a una compañía, hasta va a ser una gran propaganda para ellos, al hacerte un cigarrillo de unos dos metros de largo, y te lo envuelves en el pescuezo y verás que una vez que lo enciendas te pones a chuparlo todo el día, sin molestarte en prender tantos pedacitos. Porque este hombre después de que llegaba a la colilla del cigarro con ésta prendía el nuevo cigarro pero antes de tirarla le daba otro chuponcito, así que le sacaba todo el jugo del cigarro. Y así que por allá me encontré varios paisanos, entre éstos a unos que conocí en Guadalajara, otro de Fresnillo. De Guadalajara era Constantino Pappas, cuñado de Jrístos Zulas. También estaba Juan Gatzionis y Alejandro Zafiros; eran los cuatro que habían formado una sociedad y habían rentado cien hectáreas. Pero ninguno de ellos sabía del cultivo del tomate; sólo sabían que se comía y así sabían distinguir si era un tomate o era otra cosa; ignoraban por completo la cuestión del tomate. Y me vieron a mí, ellos tenían antecedentes de que yo me dedicaba a trabajar el campo y que había sembrado arroz y que me había dedicado en la Ciénega de Chapala a sembrar trigo y maíz y garbanzo, y pues me propusieron: —Oyes, Theodoro, ¿no quieres trabajar con nosotros? Yo entusiasmado les dije: —¡Hombre, sí! Yo creo que sí puedo. ¿Cuánto me pueden pagar? —Pues te podemos dar veinte pesos diarios y te vamos a dar el cinco por ciento de las ganancias. Yo lo pensé, puesto que iba a traer maquinaria, con la cual tenía que trabajar. Y también pensé que si había mucho arroz cuánto pagarían por trillar una hectárea. Y pues me dijeron que pagaban doscientos pesos por hectárea. Y pensé que podría trillar cuatro hectáreas y así mínimamente me ganaría ochocientos pesos y suponiendo que me gastara doscientos pesos en mantenimiento y otras cosas en las máquinas, pues me quedarían seiscientos pesos, que 392 significaban una entrada muy grande y pues pensé que mientras me contactaba con otras gentes me convenía hacerlo. Y así preparé el camino. ¡Ah!, pero no sólo fue eso, sino que al entrevistarme con esas cuatro personas que menciono, ellos tenían madera del monte, horcones y fajillas para hacer unas casitas de lámina de cartón, que así se acostumbraba en aquél entonces (y ahora también) y como no ignoraba de esas cosas la tuve que hacer de carpintero algunos días para dirigir la construcción de las casas. Pero después de unos diez o quince días ya me decidí y les dije que sí me quedaría a trabajar. Entonces me regresé a Apatzingán para despachar las máquinas y otras cosas que creía conveniente enviar a Culiacán. Así me regresé a Jiquilpan con mi familia. Ya le conté a mi señora y le dije que sí nos íbamos a Culiacán. Porque ella también conocía ya a Aristeos, a Canelos, a Constantino Pappas, ¡en fin!, a varios; así que estábamos prácticamente entre gente conocida e íbamos a ir a un lugar que no era del todo desconocido porque ya teníamos contactos. Ya de Jiquilpan me trasladé a Apatzingán y me llevé un joven que se llamaba José Mejía, él era arriero y había trabajado conmigo como mulero en los barbechos con los tiros de mulas y, pues, al contratarlo pensé que él ya conocía algo de mundo como arriero, puesto que iba a Colima y a distintas partes para acá y para allá. Así que nos fuimos hasta Apatzingán juntos. Yo le expliqué que tenía que mandar una plataforma con máquinas de Apatzingán a Culiacán y que yo quería que él se fuera en la plataforma para que estuviera al pendiente de las máquinas; porque así lo exigían también los ferrocarriles, que debía una persona acompañar las máquinas. Pues llegamos a Apatzingán y conseguí la plataforma; montamos dos tractores, el Oliver y el International, porque el tractor W6 lo vendí en Apatzingán, también envié la trilladora; amarramos toda la maquinaria. Y, pues, estaban tan escasos los centavos que le di cincuenta pesos. Porque el sueldo de entonces en el campo era de tres pesos; pagábamos cuatro pesos cuando se trataba de tareas que eran reglamentarias. Calculé yo que duraría unos diez días en el viaje y que, por ejemplo, gastaría unos tres pesos, pero que eso en aquél 393 tiempo era mucho porque tan solo ganaba tres pesos un trabajador y mantenía toda una familia y para un soltero como él, pues, estaba bien y le sobraba, pero le di cincuenta pesos. Y le dije: —Yo creo que cincuenta pesos están bien. Te alcanzan estos, ¿verdad? Me contestó: —¡Sí, hombre!, pos cuánto gastaré diario, no creo que gaste más de un peso. Pero más vale que tenga dinero no vaya a ser que haya necesidad de comprar algún pedazo de alambrón o alguna cosa que se necesite para asegurar las máquinas. Y así quedó contento y se fue a la plataforma con José Mejía. Yo tenía un Foringo que me servía para trasladar semilla, en fin, para muchas cosas; era un carrito, pues, barato pero me servía, así que me quedé algunos días en Los Charcos y en ese Foringo acomodé algunas cosas. Vendí la trilladora Oliver, para hacerme de algunos centavos y para pagar algunas deudas que tenía en Apatzingán. Así que ese carrito tenía una plataformita atrás y ahí formé todos los enseres que teníamos, nos llevamos también algunas gallinas. Resultaba un peso poco excesivo y así fue que llegamos a Apatzingán a un hotel. Por cierto que por el calor algunas gallinas se murieron y el resto, al llegar a Apatzingán, las vendimos. Esto fue cuando trasladé a mi familia a Jiquilpan. Tenía una pistolita que la ofrecí después a un amigo: —¡Hombre!, tengo una pistolita, ¿no me la compras? —Sí, ¡hombre! Pues me compraron también la pistola y el carrito que tenía también lo acomodé ahí, lo vendí y me hice de algunos centavos para mi regreso por ferrocarril hasta Uruapan y de ahí a Jiquilpan en camión. Toda mi familia ya la tenía en Jiquilpan y a la niña también la trajimos de Uruapan. 394 Antes de irme a Culiacán me estuve unos días en Jiquilpan. Una mañana salí de Jiquilpan temprano y se me descompuso por allá en el campo el tractor, entonces me regresé por un mecánico que se llamaba Jesús Murgo, que era el hermano menor de Juan Murgo, quien tenía un taller en aquellos tiempos en frente de donde se encuentra hoy el monumento de don Lázaro Cárdenas, en Jiquilpan. En ese punto, entonces, había una gasolinera y enfrente tenía el taller Juan Murgo y trabajaba también Jesús, pero como Juan no pudo ir al campo a ver mi tractor cómo estaba para repararlo, pues mandó a su hermano. Salimos un poco tarde porque teníamos que preparar algunos empaques y cosas que necesitábamos para reparar el tractor. Pues llegamos al campo en donde estaba el tractor y ahí empezamos a desarmarlo y pusimos un retén y otro retén y varios de estos; calamos y volvimos a echar a andar y el tractor no se reparaba, seguía tirando aceite. En eso tomé una decisión: —Mira, Jesús, toma el carrito y vete a Sahuayo, que está cerca, y búscate el corcho más grueso que haya, a ver si le ponemos una hoja o dos, a ver si así evitamos que tire el aceite. Tomó el carrito y al llegar, en el crucero del cerrito de Los Puercos que un camino va a La Palma y el otro a San Pedro o Venustiano Carranza, rumbo a la Ciénega de Chapala. Pues en ese punto encontró a don Dámaso, acompañado de varios carros con gente, con familias, con gendarmes, ¡en fin!, era una cola larga. Entonces al ver a Jesús don Dámaso lo reconoció y le preguntó: —¿Oyes no has visto a Pappatheodorou? —Sí señor. —¿Dónde está? —Pos lo dejé ahorita donde estamos reparando su tractor. —¿Y qué está haciendo ahí? —Pos ahí se quedó y me mandó a Sahuayo para que lleve ahí unos empaques que me encargó. —¿Y está vivo? 395 —Sí señor, sí señor. —Pero él está… —Sí señor… Se puso a temblar él mismo y pensó en voz alta: «Dios mío no vaya a ser que al decir que estaba vivo Theodoro, no vaya a ser que al momento que yo venía algo le haya pasado y no me doy cuenta…» Entonces dice don Dámaso: —Vete a traerlo. —Pero señor me mandó urgentemente por un… Y lo interrumpió. —Tú vete a traer a Pappatheodorou aquí. Y entonces más nervioso se puso y tuvo que regresar. Y desde el bordo de un desagüe de Guaracha me gritó: —¡Has vuelto a vivir!, ¡has vuelto a vivir! Y le contesté: —¡Déjate de tonterías! ¿Qué, trajiste los empaques? —¡Ya te dije que volviste a vivir! —A ver, pues, arrímate y platícame qué pasa. Ya llegó hasta mí y entonces me platicó lo que pasaba en el crucero del Cerrito de Los Puercos y continuó diciéndome: —Me encargó don Dámaso llevarte allá. —¡Pero, hombre!, ¿tan seria está la cosa? —Pos yo no sé, ahí hay mucha gente, familias y varios carros, soldados y gendarmes, el presidente municipal y mucha gente que es del pueblo. 396 Pues yo empecé a sentir una cosa rara y me dije «¿Qué pasará?” Al llegar al crucero saludé a don Dámaso, a Salvador Lozoya, que era el presidente municipal, al comandante, ¡en fin!, a todas las personas que ahí se encontraban; también estaba mi cuñado Amadeo Betancourt, su esposa, mi señora. Traían sábanas. Y yo me preguntaba «¿Para qué traerán sábanas?» Después me dijeron que se rumoró que me habían matado. Unos decían que a cuchilladas otros a pedradas. ¡En fin! Una alarma muy grande de todo el pueblo. Don Dámaso me preguntó que qué pasaba, qué dificultades había encontrado. —Pues, señor, pacíficamente venimos aquí con Jesús a reparar el tractor, porque desde ayer no lo podemos reparar y tira aceite; por lo que mandé a Jesús para que fuera a traer unos empaques a Sahuayo. Y pues regresó gritándome que yo volvía a vivir. —Pues sí, es cierto. Todo el pueblo está inquieto, hubo una gran alarma porque según te habían matado que a cuchilladas, que a pedradas y quien sabe cuántas cosas… —Pues aquí me tiene, señor, aquí estoy bueno. Yo les agradezco mucho todo esto porque veo que se preocupan por mí. Y, pues, yo estoy muy preocupado por mi tractor. Y, pues… Señor, voy a regresar con mi trabajo. —No, no te vas a regresar. Tenemos que ir al pueblo porque todo el pueblo está alarmado. Quieren saber cómo estás, cómo te mataron. Se imaginan que estás muerto, así que nos tienes que acompañar al pueblo. Y una vez que se tranquilice el pueblo entonces vuelves a regresar a tu trabajo. Y así me monté en el carrito, se subió mi señora a mi lado y Jesús Murgo se fue atrás. Y ahí venimos con toda la cola. Adelante don Dámaso con el carro, yo atrás. Y desde que entramos a la altura del molino de trigo para llegar al centro del pueblo todas las banquetas estaban llenas de gente que se imaginaba que yo iba tendido ya o algo parecido, ¿verdad?, pero no, yo iba sentado manejando el carrito, mi señora a un lado sonriéndome y saludando a todos. Pues, la gente abría muy grande los ojos porque se habían imaginado una 397 tragedia muy grande. Así fue ese incidente, que agradezco a todo el pueblo y que sigo agradeciendo después de cincuenta y cinco años que he vivido en este pueblo. Pero eso sucedió porque un mecánico que se apellidaba Bayola venía del mercado y al pasar por el portal, según después se investigó, preguntando aquí y allá por la tienda de Rodolfo Padilla, ahí soltó el borrego y le dijo a otro: —¡Hombre!, ¿no supiste que a Pappatheodorou lo mataron? —No, ¿cómo lo mataron? —Pues a cuchilladas, allá muy temprano, ahora en la mañana. Y como era la hora en que toda la gente, sobre todo las amas de casa, iban al mercado a comprar su mandado pues al regresar oyeron esa plática y la difundieron como una llamarada por todo el pueblo. Y llegó a oídos de mi familia. Al saberlo Amadeo cerró la tienda e inmediatamente fue a avisarle a don Dámaso y así fue que me buscaron en la Ciénega. Esto sucedió en 1937. 398 CAPÍTULO QUINTO SINALOA Los griegos y el paraíso del tomate A ntes de narrarles sobre los trabajos que realicé en el campo agrícola en Sinaloa, quiero hablarles un poco más de mis paisanos.Pues bien, entre los paisanos que recuerdo están Demetrio Demus, que tenía la empresa llamada Demus y Compañía, y quien tenía como socio al señor Norris; este señor tenía unos hijos (que todavía viven) que se llamaban Nicolás y Alejandro, ellos tenían un motel que se llamaba California a dos cuadras aproximadamente antes de llegar a la fuente de Minerva, o Atenea en griego. Y luego sigue Pedro Angelópolus, quien era una buena persona, muy simpático. Él tenía un negocio de boliches frente a Catedral, en el edificio del Cine Lux, que era un edificio muy bonito de mármol o forrado de mármol; pues ahí frecuentemente nos reuníamos a platicar entre los paisanos. Otro era Luis Limberópolus o como lo conocían Luis Limber (ya murió el hombre). Limberópolus era el que tenía La Copa de Leche, que comenzó en un pasillo en el portal de la calle Juárez. Ahí comenzó a vender dumeraki, por primera vez que aquí se preparaba el dumeraki y que consistía en asar la carne ensartada en una varilla vertical y se ponía en la lumbre y se le daba vuelta, ¿verdad?, y así se iba asando la carne y al mismo tiempo se iba cortando con un cuchillo en trocitos muy menudos, que se podían servir en platos, en tacos o en tortas. Así permaneció algunos años y fue muy famoso ese negocio de La Copa de Leche, que triunfó desde entonces y todavía existe en la avenida Juárez al pasar la calle Colón, a mano derecha. Todo mundo en Guadalajara sabe 399 dónde está La Copa de Leche. Posteriormente pusieron una sucursal en Mazatlán, que aún funciona. Otro de los paisanos que fue muy popular era Constantino Pappas, quien tenía una nevería ubicada un poco antes de la esquina Juárez y Colón. Su nevería se llamaba Acrópolis, que estuvo funcionando desde 1929 ó 1930 hasta 1981, que murieron los dueños; ellos no tuvieron hijos porque la señora se casó ya grande; ella se llamaba Theodora o Dora y dos herederos de ellos fueron los hijos de Jrístos Zulas, hermano de doña Dora, que yo poco los conozco. Otro era Luis Ralis, quien se cambió varias veces de lugar en Guadalajara; él tenía un café al que acudían muchachos y muchachas con la finalidad de que les leyera la suerte. Una vez que se tomaban el café, que era abundante, espeso de café, entonces lo embrocaban en el plato y según las líneas que escurrían en la taza, esas eran las líneas que indicaban la suerte de aquella persona; y eso lo descifraba Luis Ralis o sea Landres Ralis. Pues en ese café Landros tuvo algunos incidentes. Supe que una vez fue una señora de un general a que le leyeran el café y pues él tuvo que decir la verdad o la mentira, pero el asunto fue que llegó a oídos del general y un día fue y lo regañó severamente y le dijo que no hiciera esas cosas porque descomponía los matrimonios. Recuerdo también a Pedro Jachos; era una persona muy fina, muy recta, estuvo soltero muchos años; él tenía dos refresquerías o como les llamaron después, fuentes de sodas; fue muy popular también. Prosperó, hizo centavos y no sólo eso, sino que ayudó a varias personas, a varios griegos; por cierto que entre esas personas se encontraba Constantino Pappas, quien decidió instalar unos aparatos de aguas en los portales, porque él había recibido una dote de su señora de unos cuatro mil pesos y en aquel entonces con ese dinero quiso establecerse e instalar una nevería en Guadalajara, porque la señora, junto con su hermana, tenían una nevería en Fresnillo, Zacatecas, en un lugar donde entonces florecía la minería. Y ahí estaban ellos. Por cierto que también estuvo allá Jorge Psijas, que ya lo he mencionado. Luego, al instalar los aparatos pidió la ayuda de Pedro Jachos, quien con mucho gusto fue a ayudarlo. Y una vez que instalaron todos los aparatos les faltaron algunos centavos y le dice Constantino a Pedro: 400 —¡Hombre!, si tienes a alguien que me ayude para que de una vez terminemos la instalación de esto y echemos a inaugurar la nevería. Pedro le contestó: —Cómo no, en todo lo que pueda te voy a ayudar. Así, hasta económicamente le ayudó a Constantino Pappas, hasta que ya inauguraron la nevería. Esto lo narro porque muchos de nosotros cometemos faltas después de recibir alguna ayuda de alguna persona. Transcurre el tiempo y regresamos y mejoramos económicamente y no nos acordamos de aquella persona que nos ayudó; por eso narro esto, y fíjense muy bien. Pues llegó el tiempo de la guerra y Constantino Pappas tenía sus primos hermanos en México, que eran Nicolás y Jorge Pappas; ellos tenían dos comercios también de nevería y dulcería y además se dedicaban en ese tiempo a la compra-venta de carros usados. Y ellos, sus primos, le enviaban a Constantino, periódicamente algunos carros a Guadalajara y los vendía ahí. Porque entonces había escasez de carros y había también escasez de llantas. Pues un día llegó a la nevería Pedro Jachos y vio un carrito Roster, un Foringo muy bonito y le dijo a Pappas: —Oyes, Consta, hombre, ¿ese carro lo tienes en venta? —Sí, Pedro. —¡Hombre!, qué bonito está, quisiera que me lo vendieras a mí. —Pues ándale, te lo vendo. —Pero, oyes, pues hazme una consideración y quiero saber primero cuánto vale. —Pues vale tres mil pesos. —Bueno. Oyes, te parece que te dé los mil pesos ahorita, porque no tengo los tres mil pesos, los tengo invertidos en otras cosas y te voy a dar quinientos pesos mensuales. ¿Qué te parece? —Es tuyo el carro. 401 Pero a los pocos días llegó un joven rico, que había visto el carrito y que le había gustado. Y entonces que le dice a Constantino: —Oyes, Constantino, ¿qué hiciste con el Foringo que tenías aquí? —Ya lo vendí. —¿En cuánto lo diste? —Lo di en tres mil pesos. —¡Ah!, ¡qué bárbaro! Mira, yo te voy a dar cuatro mil pesos. Y a ver cómo le haces para que te devuelvan el carro. Pues Constantino, por la ambición de los mil pesos, que en aquél entonces mil pesos eran una fortuna, fue un día con Pedro Jachos y le dice: —Oyes, Pedro, ¿no quieres devolverme el carro? Te voy a traer otro. —Hombre, no. Yo te dije desde el primer momento que me enamoré del carrito y además como yo soy soltero, pues, ya con el carrito, después de que cierro mi comercio, en la tarde me doy una vueltecita por allá, y en estos días así lo he hecho. Salgo a las afueras, ¿verdad?, y respiro un poco de aire. Pues, Constantino se convenció y lo dejó así. Pero al volver a los tres días el joven insistió y le ofreció quinientos pesos más. Bueno, otra vez fue a molestar Constantino a Pedro. Qué no sé qué, que más allá, que a ver si le devolvía el carro, que pronto le iba a traer otro. Y Pedro otra vez suplicándole y diciéndole que él lo necesitaba. Pues se regresó Constantino otra vez. Y el muchacho insistiendo y le dice: —Mira, Consta, te voy a dar los mil pesos que te dieron de adelanto por el carro para que se lo devuelvas y así te regresen el carrito. Y por tercera vez vuelve Constantino con Pedro para insistir sobre el mismo asunto. Entonces que se indigna Pedro y que le dice: 402 —Mira, Consta, mira. Tú eres un desgraciado. ¿No te acuerdas cuando yo te ayudé a instalar todos los aparatos para poner a funcionar tu nevería? Y además te presté dinero sin intereses y nunca te molesté y me pagaste cuando tú quisiste. Mira Constantino, el dinero es lo que descompone a la gente, cuando no tenías eras buena gente; pero ahora que tienes estás moliendo a la gente. ¡Mira nomás lo que me estás haciendo! Bueno, pues, seguiré mencionando a otros paisanos como los hermanos Ifantópulos, que eran Demetrio, el mayor, y Constantino, que también le ayudaba a su hermano en el restorán que tenían y que se llamaba Apolo. Este restorán estaba ubicado en la Avenida Juárez, a dos cuadras de Colón, rumbo a los arcos, antes de llegar al Cine Variedades. Pues ahí duraron muchos años ellos; yo los llegué a conocer muy bien, por cierto que un 16 de septiembre tenían en una pared del restorán, enfrente de la entrada, una bandera mexicana, porque eran fiestas nacionales, fiestas de la Independencia de México. Entonces me dijo Demetrio, el mayor: —Oyes Theodoro, ¿de casualidad no tienes tú la bandera griega? —¡Hombre, sí!, sí la tengo. La tengo porque significa el amor a nuestro pueblo, a nuestra patria y la tengo en la casa. Pero, ¿por qué me preguntas? Y me dijo: —¡Hombre!, porque aquí tenemos la bandera mexicana, pero quisiéramos también al otro lado colocar la bandera griega, ¿no me la prestas? —¡Sí, como no, para eso es, para lucirla! Entonces fui a la casa y les llevé la bandera y la pusieron en la pared y se veía bonito. Y así toda la gente hasta preguntaba: «¡Ah!, ¿es la bandera de ustedes?» Y contestábamos: «Sí, esta es nuestra bandera». Y así estuvo a gusto Demetrio; bueno, hasta yo por hacer ese favor y esa presentación de las banderas el día de la Indepen403 dencia Mexicana. Posteriormente esos hermanos se fueron a Culiacán y ahí pusieron un restorán que se llamaba Sonia. El porqué del nombre no lo sé. Pero todos los griegos que he mencionado tenían por centro de reunión el Hotel Rosales, pero que fue decayendo poco a poco ese restorán. Y resultó más adelante que el centro de todos los griegos lo hicieron, en Culiacán; en donde se reunían tanto griegos como mexicanos agricultores a platicar y a hacer consultas sobre el cultivo del tomate. Bueno, volviendo a mi narración de mi traslado a Culiacán (como ya les había mencionado) me preparé para adelantarme y llegar a Culiacán. La familia la había dejado provisionalmente en Jiquilpan mientras preparaba yo el lugar a donde la iba a instalar, que la escuela de los muchachos, ¡en fin!, tantas cosas. Y me fui a Culiacán. Al llegar a Culiacán me enteré que aún no había llegado la plataforma que había mandado con José Mejía, cargada de los dos tractores y de la trilladora y con algunos implementos, como arados y cosas por el estilo. Y eso lo envié pensando en que posiblemente me decidiera a rentar algún terreno para trabajar independientemente. A propósito de esto, recuerdo (como ya les dije) que yo estaba muy amolado al salirme de Apatzingán, a tal grado que debía como treinta mil pesos que les debía a varias personas. Entonces, al llegar a Culiacán y al saber que las plataformas con mis máquinas ya habían llegado, pensé que si no encontraba algún paisano me dedicaría a la trilla de arroz. Pero al llegar al Hotel Rosales encontré a Constantino Petrulias, que era conocido mío porque estuvo alguna temporada en Guadalajara convaleciente de una herida que le habían provocado; entonces, como ya nos conocíamos, él posiblemente no se daba cuenta que yo estaba quebrado, que no tenía centavos. Él me había conocido allá, próspero, que tenía máquinas, que sembraba y que cultivaba ¡en fin! Entonces, en seco, le dije: —Oyes, Consta, necesito mil quinientos pesos. Y me contestó rápidamente: 404 —¡Hombre!, en efectivo no los tengo, te doy un cheque. —Bueno, pues, dame un cheque. Yo creo que él pensó que yo tenía dinero y que no lo podía sacar o no sé qué se imaginó. Pero inmediatamente me extendió el cheque y me dijo: —Mira, yo creo que no tienes ni donde llevar las máquinas. Por ahí tenemos nosotros el campo de San Juan; que está de la estación a seis kilómetros. Les puedes llevar toda tu maquinaria, allá estará muy segura porque ahí tenemos velador continuamente y además yo ahí vivo, puesto que tenemos una casa. En esa casa también vivía Basilio, su socio, cuando llegaba de Nogales; como los dos eran Solteros, pues ahí vivían. Y fui y cambié el cheque. Inmediatamente me dirigí a la estación a pagar para desembarcar mi maquinaria. Y así bajé mis máquinas y fui y las llevé al campo de San Juan y asimismo descansé, puesto que ya no me sentía con problemas. Después me encontré con el tercer socio, Aristeo Canelos o Canelópolus (que ya lo conocía desde Guadalajara) en Culiacán y me dijo: —¿Qué has pensado hacer? Ya sabemos que has llegado aquí y me dice Petrulias que ya has traído hasta máquinas de allá, tractores y trilladoras e implementos. Mira, he sabido también que ya has hecho trato con unos paisanos que también están recién llegados, que quieren dedicarse a las legumbres, al cultivo del tomate. Pero mira, Theodoro, ya nos conocimos en otras ocasiones y yo he simpatizado contigo. Y además tú ya conoces lo que es el campo, porque ya nos hemos enterado en qué te has ocupado allá en Michoacán y en Jalisco, ¿por qué no te vienes con nosotros? 46 Aquí me parece importante ampliarle el panorama al lector. Hacia 1972, el señor Aristeo Canelos poseía una extensión de tierra de 865 hectáreas. Ceceña Cervantes, 405 Ellos, entre los cuatro, van a cultivar cien hectáreas de terreno de tomate. Y nosotros tenemos cerca de mil hectáreas de terreno propio ahorita46 y nos falta, naturalmente, un compañero de confianza para que él se dedique en una parte. Y nosotros los socios, que somos tres, nos llamamos ABC, que quiere decir A de Aristeo, B de Basilio Gallolis y C de Constantino Petrulias. Así que coincidían las primeras letras de sus nombres y formaron la sociedad ABC, como una empresa superficial, que cada quien al iniciarse en el cultivo del tomate cada quien tenía que aportar igual cantidad de dinero y hacían los cultivos. Los terrenos cada quien los tenía a su nombre. Tenían ciento setenta y cinco hectáreas cerca de Bachihualato y de Culiacán, a siete kilómetros de Culiacán. Según supe después que esas tierras las compraron en cuarenta mil pesos, que juntaron entre los tres y los repartieron en tres pedazos, para no tener dificultades después y enredos en la sociedad. Y a pesar de que habían aportado tanto dinero, aportaban el terreno y los implementos cada quien, como mulas, dos tractores viejos. Por cierto que allá también los tractores estaban muy escasos. José Luis y otros. Sinaloa: crecimiento agrícola y desperdicio. Méx., UNAM, 1974, p. 95. Y para 1986, en un reportaje sobre los «Mixtecos en la Frontera Norte», se estimó que los hermanos Constantino y Alejandro Canelos tenían plantaciones en Sinaloa, Baja California Sur y Norte, en Hawai y algunas islas del Caribe y que en San Quintín, B C N, cultivan ocho mil hectáreas, dedicando seis mil al cultivo del tomate; además, se dijo, por concepto de exportaciones obtienen un ingreso de cincuenta mil millones de pesos. También se habla de la suma de cien mil mixtecos que forman parte de la mano de obra «errante» y que van de Sinaloa a Baja California, a San Quintín y al Norte. La Voz de Michoacán, Morelia, junio 12-26, 1986. 406 LOS PRIMEROS GRIEGOS EN SINALOA, DE 1911 A 1920 NOMBRE ESTADO HIJAS HIJOS CIVIL Ióannis Arétos Moráchis Konstantinos Gueorguiélos Konstantínos Gótzis Nikólaos Crisántis Ioánnis Crisántis Mijaíl Barélas Konstantinos Chaprális Gueórguios Makrís Nikólaos Mános Gueórguios Koutrouláris Gueórguios Koutrouláris Jrístos Zajapópoulos Thomas (vivió 114 años). Dablántis Jaralampos Dablántis Fótios Iliópoulos Basilios Gikas Gueórguis Zájos Konstantínos Siamandúras Konstantinos Psíjas Gueórguios Psfjas Pandelís Karamanos Gueórguios Gutos Oiánnis Kirkos Gustávo ACTIVIDAD ECONÓMICA Casado Casado 0 0 0 24 Mecánico y agricultor Mecánico Casado Casado Casado Casado Casado Casado Casado Casado 2 2 3 1 2 0 1 0 1 2 3 3 3 0 2 1 Agricultor Agricultor Agricultor Agricultor Agricultor Agricultor Agricultor Agricultor Casado Casado 3 0 3 0 Agricultor Agricultor Casado Soltero Casado 2 0 0 2 2 0 0 2 Médico y agricultor Agricultor Agricultor Comerciante, fabricante y cine Casado 3 1 Agricultor Casado Casado Casado Casado Soltero 2 1 1 5 0 0 1 1 0 3 0 0 Agricultor Minero Minero Agricultor Agricultor Agricultor Ya murieron 407 NOMBRE ESTADO HIJAS HIJOS CIVIL ACTIVIDAD ECONÓMICA Petrídis Jrístos Primer. Importador de cigarros americanos Bourboúlias Leandros Primer cónsul griego ebanquero Agricultor Kondós Perikiís Dimopoulos Konstantinos Capitán del Ejército Griego y agricultor Agricultor Químico catedrático UNAM Comerciante Pantoulias Fílippos Fránkos Dimítrios Bekris Konstantínos Drakátos Guerónirnos Baroútsos Oréstis Pappadópolous Theofánis Denis Dimítrios Comerciante Agricultor Comerciante Fabricante de carnes frías Ya murieron Pero antes quiero decirles que para que estos tres griegos llegaran a su sociedad, tuvieron que trabajar muy duro. Para empezar trabajaron como tomadores de tiempo con otros paisanos. Basilio Gatzionis estuvo trabajando con Juan Crisantes, quien había venido de Estados Unidos, durante la primera Guerra él se vino a México. Esos griegos que se vinieron se introdujeron a México porque durante la Primera Guerra Mundial, cuando Grecia tuvo necesidad para enfrentarse contra los alemanes; como, naturalmente, estaba al lado de la Entente, o sea de los aliados ingleses, franceses e italia408 nos, entonces a Grecia le hicieron presión para que aportara un mayor número de soldados para la defensa de su propio territorio y en general de la Entente; así que el gobierno griego ordenó a los consulados griegos en Estados Unidos que reclutara a todos los griegos que estaban en ese país (que por cierto eran bastantes), desde luego a los jóvenes que estaban en edad de prestar servicio militar, y así lo hicieron. Entonces reclutaron a los griegos y formaron tres batallones, que los mandaron a Grecia. Pero algunos griegos que estaban al suroeste de Estados Unidos y en California, Arizona (y que muchos de ellos estaban en edad de reclutamiento) algunos para no ir a Grecia como soldados se fueron a trabajar a las minas que estaban cerca de Sonora, en Hermosillo, y también trabajaron en la agricultura, y de ahí muchos fueron a dar a Culiacán. Estos griegos de quienes hablo, entre otros, son Juan Crisantes Ileópolus, que significa “hijo del sol” y quien después cortó su apellido y es conocido como Polos. Otro de ellos fue Constantino Gueorgelos. Pero en realidad el principio del cultivo del tomate en Sinaloa proviene desde dos griegos que naufragaron en un barco que pasaba por las costas de Sinaloa (esos griegos no fueron del periodo de guerra). La razón del naufragio no la sé, pero lo interesante es cómo iniciaron el cultivo del tomate. Pues bien, estaba el señor Morachis, uno que era mecánico del buque y otro que se llamaba Arretos, se separaron los dos. Uno fue a dar a Navolato y otro al Dorado y ahí se pusieron a trabajar como mecánicos de los ingenios y un día de tantos, Arretos se fue a California, naturalmente en un buque, en donde llevaban azúcar que se exportaba de Navolato, se exportaba por Alzata. Es cierto que ya había una vía de ferrocarril que llegaba desde Culiacán hasta Alzata y de ahí se embarcaba después a buques que llevaban a distintas partes del mundo el azúcar, pero principalmente a Estados Unidos porque era el mercado más interesante y más cerca. En California conoció Arretos a Gueorgelos, que en aquel entonces andaba en un carrito vendiendo tomates en las calles, en las colonias, o sea en la ciudad de Los Angeles y fue ahí donde se pusieron de acuerdo: —Hombre, Arretos —le dijo Gueorgelos—, por qué no te pones a 409 cultivar tomates. Ya que ustedes exportan azúcar y que vienes con frecuencia, pues traes tomate. Yo aquí sé todo el movimiento de la venta del tomate. Yo ahorita vendo al menudeo y traigo algunos centavos, pero puedo extenderme; yo conozco muchos comerciantes al por mayor y podemos aquí vender todo el producto que puedas traer o mandar aquí conmigo. Esa es la versión que se supone es la más precisa en cuanto al origen del cultivo del tomate de la región de Sinaloa. Regresemos ahora con el señor Canelos, compañero y amigo mío y de la misma edad. Bueno, en realidad era tres meses mayor que yo; él era del mes de febrero y yo de mayo y también éramos de la misma región. Y así me dijo Aristeo… Como ya te dije, en pocas palabras: ellos tienen pocas superficies y nosotros tenemos mucha superficie y necesitamos gente también que nos ayude y por lo que consideramos que tienes que irte a vivir a ARBACO*. ARBACO estaba cerca del ingenio de Costa Rica, que estaba recién inaugurado porque éste se inició en 1946, yo llegué en 1948, así que fue la segunda zafra de caña. Así que el campo ese se llamaba ARBACO y tenía dos años de desmontado. Otro de los paisanos que primero estuvo ahí fue Jorge Calliani, quien fue a conocer a todos los paisanos allá y lo emplearon en la ABC para que trabajara un año ahí, pero no tenía conocimientos de agricultura y él nada más estaba de paso, así que de ahí se trasladó a Nueva York, siguiendo el comercio y ahí se quedó. * Palabra compuesta con las primeras dos letras de sus nombres. 410 411 Entonces yo tenía que radicar en ARBACO, pero al llegar ya a Culiacán, ya al hacer el trato con Aristeo, quien era el socio principal porque era él quien tomaba más iniciativas en varios sentidos y en muchas cosas; él era más comerciante y tenía también más preparación que los otros dos. Entonces me vine con Aristeo y me dijo: —Mira, te vamos a dar el mismo sueldo que trataste allá, veinte pesos. Pero te vamos a dar un siete por ciento de legumbres y cinco por ciento te vamos a poner en el próximo año en que vamos a tener el programa de cuatrocientas hectáreas que pensamos sembrar de arroz. Yo creo que te va a ir mejor con nosotros que con ellos, además vas a tener vehículo ahí porque nuestro terreno es muy grande. Pues sí acepté y al día siguiente me fui con Canelos en su camioneta a San Juan; ahí le enseñé las máquinas que había traído y en el camino yo ya le platiqué, ya le narré cuáles eran mis intenciones con respecto al trabajo. Pues al llegar a San Juan vimos las máquinas y nos fuimos a ARBACO, ahí tenían seiscientas hectáreas que habían dividido en una proporción de doscientas cada uno. De ahí nos fuimos a Mezquitillo y en este lugar tenían cuatrocientas hectáreas, cien para cada quien; ya después compraron otras cien hectáreas a bordo de carretera, que por cierto partía de la carretera Culiacán-El Dorado, a la altura del poblado Mezquitillo, en donde estaba a un lado un arroyo; antes de llegar a Mezquitillo parte de la desviación que conduce a la estación de Alhuate. Así es que tenían tres lotes a bordo de carretera y un lote más al interior. Aparte de esas cuatrocientas hectáreas también habían comprado otras doscientas hectáreas en la estación de Alhuate, que era un terreno semipobre, pero de todos modos de riego, y que a propósito aún no llegaba el agua del canal principal para regar esas tierras. Pero esas hectáreas las compraron con la finalidad de tener terreno cerca de la estación, en donde proyectaban construir el embarque para tener el producto inmediatamente ahí de la estación. Pero esos programas posteriormente se modificaron. Así que 412 nada más por eso le compraron cien hectáreas a un general, quien les ofreció el terreno. A ese campo de cuatrocientas hectáreas le llamaron Mezquitillo, porque ahí cerca estaba un poblado del mismo nombre. De manera que me puse a trabajar, sí señor, me puse a trabajar primero conociendo los terrenos, el personal, quiénes eran los mayordomos, el agua de los canales, ¡en fin!, todo lo que concernía al trabajo de las tierras. En eso que me escribe mi señora diciéndome que ya iba a salir, equis día, de Guadalajara en tren para llegar a Culiacán. Ella viajaría con los muchachos chicos, Basilio, Anna y Theodoro, porque los dos grandes estaban estudiando en México. Los tenía en una casa donde había varios muchachos jiquilpenses. Por cierto que esa casa sirvió por generaciones a estudiantes jiquilpenses. Bueno, pues al salir el tren de Guadalajara, pasando Magdalena y antes de llegar a los túneles, en un llano que había, se descompuso el tren y ahí tuvieron que pasar más de veinticuatro horas, sin agua y sin alimentos. Y según me contó mi señora que ahí cerca, en los alrededores, había unas rancherías y que al ver que el tren se quedó ahí parado un buen tiempo, pues se corrió la voz en las rancherías que toda la gente tenía necesidad de comer y de beber, y narraba mi señora, que un taquito se lo vendían muy caro y que pasaban hambre y que pasaron sed. ¡Por fin!, partieron de ahí y ya después al llegar a Tierra Caliente, antes de Acaponeta, ¡otra vez se paró el tren! Y así por esa clase de problemas tardaron tres días para llegar de Guadalajara a Culiacán. Al llegar a Culiacán fui a recibirlos. De antemano ya le había platicado a Canelos que mi familia llegaría posiblemente ese día. Y no sólo eso, sino que desde el día anterior los estábamos esperando y no llegaron. Y supimos por el jefe de la estación que el tren había tenido algunas dificultades, algunas descomposturas, y que tardaría en llegar. Pues ya hasta me dijeron el día y la hora en que posiblemente llegaría a Culiacán. Nosotros teníamos preparado hasta un camión para descargar las cosas que traía mi familia para conducirnos hacia donde nos íbamos a quedar. ¡Por fin llegaron!, pero tristes, hambrientos, cansados, con sue413 ño. Porque tres días de viaje no era para menos. Se bajaron y preguntó mi señora que a dónde íbamos a vivir y le contesté: —Pues, vamos a ir a un rancho. Ya estaba acostumbrada la pobre, pues nos la habíamos pasado de rancho en rancho. Así que no respingó, no presentó dificultades, porque ella sabía que esta búsqueda era con la intención de mejorar, de sacar para vivir. Si bien en algunas partes nos había ido bien y que estuvimos bien, de hecho, en Jiquilpan. Pero en ese afán por superarnos quedamos en quiebra. Pero pues en ese momento en que llegaron a Culiacán no había que mencionar nada de esas cosas tristes puesto que teníamos que seguir adelante. Pues así echamos las cosas arriba del carro y nos fuimos a Mezquitillo. ¿Y qué era Mezquitillo? Pues un llano, un desierto. Como un día le preguntó mi señora a mi hijo: —¿Qué es Sinaloa, hijito? —Madre, Sinaloa es un desierto plantado de tomate. Porque no había otra cosa. Donde se desmontaba la tierra ahí se sembraba tomate. Y como era virgen el terreno de miles y de millones de años desde que se hizo el mundo se había acumulado la tierra y sin lluvia. Porque en esas partes no llovía, ni llueve, o muy poco. —¿En dónde está Mezquitillo? —Más adelante, más adelante. Pasamos por Costa Rica y seguimos el bordo del canal que llegaba, que era el último canal lateral, que era un canal angosto, que lo habían hecho con buldózeres para hacer llegar el agua, prácticamente, hasta Mezquitillo y un kilómetro más adelante. El final del canal es precisamente un canalito chico que llegaba a Mezquitillo y lo tenían taponeado con riscos de piedras y ahí se derramaba el excedente del agua, caía a un arroyo que se llamaba también 414 Mezquitillo y que llegaba por el poblado de Mezquitillo. Bueno, llegamos al rancho: —¿Dónde y en qué casa nos vamos a quedar? —me preguntó mi señora. —Pues la mejor que ves aquí —le contesté. Y ahí pasamos el invierno, porque mi familia llegó un invierno de 1948. Al llegar a Mezquitillo me puse a hacer una casa de cuatro por ocho metros, dividida en dos cuartos, las paredes eran de petate de carrizo, no de tule. Esos petates de carrizo los traían de Sonora en furgones. Así eran las casas de los trabajadores, las mejorcitas. Casas que se bardeaban con petates de carrizo, el techo era de cartón enchapopotado, o sea láminas de cartón de chapopote. La división de adentro también era de petate. El piso era de tierra, que mi señora empezó a emparejar con una tablita y con la escoba y lo regaba a mano, porque no había regadera; después lo dejaba que se oreara un poco y entonces lo pisoteaban para que amacizara un poco. Pero comenzaba a llegar el invierno y las puertas eran también de petate. Háganse de cuenta que eran dos agujeros. Y me dice mi señora: —Pero… ¿y cómo vamos a vivir aquí? Y yo le tuve que decir: —Pues no hay remedio, aquí tenemos que estar. Porque hasta los dueños viven en una casa en el campo, ahí no hay lugar. Aristeo, pues, tiene mucha familia y habita en una casa muy reducida. Así que era principio también del progreso de Sinaloa. Como yo le hacía y le hago un poquito de electricista, carpintero, albañil, ¡en fin!, a todo lo que se necesita reparar en una casa. Entonces le dije a Aristeo: 415 —¡Hombre!, mándame siquiera en un camión algunos quinientos ladrillos. Yo personalmente me puedo poner a acomodar el ladrillo en las horas que no tengo trabajo. —Cómo no, vamos a ver eso. Y así, me mandó no quinientos, me mandó mil ladrillos y con ellos tapizamos todo el interior de la casa. Para esto, mis hijos Stéfanos y Ángel estaban de vacaciones y habían ido a Sinaloa a visitarnos. Y, pues, se pusieron a trabajar. Yo la hacía de albañil y ellos me hacían el lodo. Y así pusimos todo, no sólo las dos recámaras, sino el corredorcito que había, también lo tapizamos de ladrillo. Baño de tubería no había. Como el canal estaba a unos cincuenta metros de donde vivíamos, de ahí acarreábamos el agua para todos los usos, menos para beber; el baño lo hice con tubos de carrizos, o sea con petates de carrizos, y ahí también lo enladrillé y puse un canalito hacia afuera en terreno inclinado, y nos bañábamos en una tina, con una jarra sacábamos el agua. ¡No había regadera! Así pasamos el invierno. Pero en aquel entonces todavía había mucho monte y luego se levantaban unas brisas muy espesas, muy densas, que llegaban en la madrugada. Cuando despertábamos nos caía la brisa en la cara donde dormíamos; porque una parte de arriba (unos treinta o cuarenta centímetros) no estaba tapado con los tapetes de carrizo porque no habían alcanzado. Por otro lado, en Culiacán íbamos a comprar los comestibles para toda la semana e íbamos en una camioneta que había sido del ejército, que compraron terminada la guerra. Era un comando con doble tracción, unas llantas balón muy grandes y con eso hacíamos el servicio de todo lo que se nos ofrecía. Nosotros comprábamos los víveres en el negocio de Alfonso Zaragoza, quien ya desde entonces y hoy tiene varios supermercados, tres o cuatro, todos en Culiacán. Yo me hice amigo de ellos puesto que iba seguido a comprarles comestibles. Y pues en una de esas iditas al supermercado les pregunté: —¡Hombre!, muchachos, ¿no tienen por ahí cartones grandes? 416 —Sí —me dijo uno de ellos. —Los necesitamos porque vivimos en el campo y en la noche la brisa nos moja las caras y quiero tapizar las paredes para que no penetre el frío, ni la brisa. Y así hicimos dos rollos grandes de cartón que tenían como canutillo o algo así. Pues con eso tuve que forrar todo el interior de las dos recamaritas para que no nos mojáramos. Todo esto lo narro para que la gente se dé cuenta cómo es que empieza uno cuando anda de un lado a otro. Esta es la quinta o la sexta parte de refugiado de Theodoro Pappatheodorou. Bueno… pasamos el invierno en Mezquitillo. Una vez que llegó la primavera terminó la zafra de tomate. Ese año no vi nada claro sobre el famoso siete por ciento que me habían ofrecido en caso de ganancias. Pero no hubo ganancias ese año. No porque me lo dijeron, sino que no las hubo en general y todos los tomateros se daban cuenta, ¿verdad?, de que no hubo precio ese año en Mezquitillo. Recuerdo que por estas épocas mi hijo Ángel me escribió una carta en donde me informaba que Stéfanos, el hijo más grande, no estudiaba y decía claramente: «Stéfanos no está estudiando, está nomás vagando». Yo, viendo esa situación, le ordené a Stéfanos se fuera a Culiacán y en Mezquitillo lo puse a manejar un tractor, un Ford de cultivo que tenía sus implementos hidráulicos que se le ponían para escardar los tomates, los surcos del tomate y después se le ponía doble vertedera para hacer un surco para regar el tomate. Pero el pobre, como era chico, tendría unos catorce o quince años, pues no tenía la práctica ni la fuerza suficiente para manejar esa máquina hidráulica, en donde se debía bajar y subir y naturalmente los canales estaban borrados, pero de todas maneras no era el terreno parejo para que continuara el tractor y había necesidad de levantar el implemento y volver a bajar. Y tanto se cansaba el pobre que le decía a su madre, quejándose: —¡Ay!, mamá, en la noche me canso más que en el día, porque no dejo toda la noche que levanto el implemento y suelta el implemento y que 417 se me atasca el tractor y que lo levanto otra vez y que continúo… Así se la pasó mi hijo. Naturalmente que con su trabajo había mayores ingresos, tan sólo un tractorista ganaba seis pesos diarios por ocho horas, allá nunca ha habido que se trabaje de sol a sol, se trabajan las ocho horas divididas de siete a una y de dos a cinco. Ya después que se terminó el cultivo y empezó la cosecha del tomate fue Stéfanos con Basilio, que era el menor, para que se pusieran a remendar cajas de tomate. Y es que la cosecha de tomate se hacía en cajas de madera. Cada trabajador se llevaba su caja y caminaba en los surcos de tomate; el tomate se cortaba sazón, pero no pintado; porque se tenía que exportar verde para que cuando llegara al mercado no estuviera flojo, o sea maduro. Esas cajas que se utilizaban en las cosechas eran de tablas gruesas, pero de tanto aventar de acá para allá se quebraba alguna tablita o se desclavaba por el mal trato que siempre les daban los piscadores. Total que mis hijos se dedicaban a remendar las cajas (porque había necesidad de ellas) en el caminito de la guardarraya. Se le llama guardarraya a una parte que se deja como camino por donde se saca el producto; hasta allí llega el camión y de ahí sale ya hasta el empaque. Pues Stéfanos y Basilio tenían un baulito de la misma madera, con una asa arriba, que lo llevaba Basilio y Stéfanos con el martillo en la mano y con los clavos en la bolsa; se iban caminando por toda la orilla de las guardarrayas y ahí se iban remendando todas las cajas que lo necesitaban. Y así se terminó la zafra sin ganancias, como ya he dicho. Al terminar la zafra tuvimos que cambiarnos y concentrarnos al centro de operaciones que era ARBACO o sea más cerca de Costa Rica, porque para ir a Costa Rica tenía uno que recorrer a pie dos y medio kilómetros. Llegamos a una casa construida de ladrillo, el techo era de lámina de zinc; eran dos casas, una de ellas la usaba Constantino Petrulias, en donde se quedaba cuando se le hacía tarde y se quedaba ahí a dormir. Había otra casa distante algunos cincuenta metros y ahí nosotros nos acomodamos. Cuatro años pasamos en esa casa, que 418 también se componía de dos cuartos. Tuve que hacer el trastero porque ya teníamos ahí madera; porque también estaba ahí el empaque del tomate y del chile y otros productos. Hice un tejaban, un baño. Pasaba por ahí el canal principal que venía de una distancia de dos kilómetros y llegaba hasta el terreno de ARBACO haciendo un codo, porque torcía hacia el sur el canal. Había ahí una compuerta para elevar el nivel del agua para introducirlo al campo de ARBACO, que de ahí para abajo eran cuatrocientas hectáreas y de ahí para arriba era otra toma que venía directamente del canal principal y se regaban doscientas hectáreas. Así que en esa parte hice un baño. Allá en esa época los canales se hacían con un tractor que tiene hidráulico, se enganchaba atrás un arado de doble vertedera de unas alas de más de cincuenta o sesenta centímetros lateralmente y así se formaba un triángulo en la tierra, que se llamaba canal; ese canal pasaba a unos cinco o seis metros de la casa y continuaba para abajo el agua en donde se regaba el terreno. Pues el baño (como ya tenía práctica) lo hice clavando cuatro horcones gruesos y sobre de estos puse unos travesaños, los amarré con alambres de púas, de esos que se usan para las cercas, macizos, y después puse unos tablones y ahí subí un tambo galvanizado de petróleo de cuatrocientos litros, lo puse en el centro y ahí lo soldaron, porque ya teníamos soldadura propia y en el campo teníamos otro taller para reparar los tractores, y así soldamos ahí un niple y ahí pusimos una cebolla grande con su llave. Así que en ese lugar nos bañábamos, puesto que frío muy pocas veces hacía al año. Para llenar el tinaco ponía a un peón para que con un balde lo llenara de agua cada vez que se necesitara. Como a la orilla del baño pasaba el canal, hicimos un agujero de un metro por un metro y lo ademamos alrededor con ladrillos para que no se derrumbara la tierra ni se enlodara y para que siempre permaneciera limpia el agua; así que de ahí se llenaba el tinaco. El peón que hacía ese trabajo se llamaba don Martín Solís; era un zacatecano viudo, que tenía dos hijos, un muchacho y una niña chica; él cocinaba en aquél entonces y les daba a sus hijos de comer. Nosotros lo teníamos como velador y además él también encendía y apagaba el motor de la planta de luz, que estaba en un cuartito. Ya 419 cuando se daba cuenta que nosotros en la casa ya habíamos apagado la luz, para él era señal de que ya nos habíamos acostado e inmediatamente don Martín iba y apagaba la planta de luz. El pobre de Martín quería mucho a sus hijos, que se quedaron huérfanos muy chicos porque ya hacía años que su señora había muerto. Pero era un hombre tan honrado, tan cumplido, tan atento que todavía me acuerdo de él. Y cada vez que voy a Sinaloa y encuentro a su hijo, siempre hacemos recuerdos de él. A la hija ya no la he vuelto a ver porque vive distante de ahí. Y don Martín era un hombre muy pacífico y todos los domingos, a eso del medio día, se iba a Costa Rica a pasear a sus hijos, a comprarles algunas golosinas y a surtirse para la semana, porque en toda la semana el que más estaba ocupado era don Martín porque «Martín ven acá», «Martín ve allá», «Martín la luz». Total, era el amo de llaves de todo el campo. Ya se imaginarán la magnitud de ese campo. Pasó el tiempo y un día vi a don Martín con un burrito y le pregunté: —¿De quién es ese burrito? —Lo compré yo, don Theodoro. Porque, ¿sabe?, ya compré unas ruedas y quiero hacer un carrito para ir a Costa Rica, pues, a traer lo que necesitamos para aquí y para la casa. Y sí, no pasó mucho tiempo cuando veo a don Martín que ya tenía el carrito hecho con sus ruedas y su eje de un automóvil viejo y tenía una plataforma; ya le había puesto también las redilas alrededor y no sólo eso, sino que también le había puesto un arco adelante y otro atrás con unas varas atravesadas, que eran de carrizo, y arriba había puesto una lona; al burrito le compró su collar, su cabezal y sus riendas. Entonces que lo veo pasar por el camino en su carrito, iba toda su familia y dije: —Ahí veo un “lando”. Qué lando ni que nada, era don Martín que tenía uncido su burrito y tenía sus siglas y se dirigía a Costa Rica. 420 Así era de cariñoso don Martín con sus hijas, siempre buscaba la mejoría para ellos y le tocó verlos grandes hasta casados. Pero una temporada que me retiré de ahí supe que don Martín ya había muerto. Bueno, pero como les decía, al instalarnos nosotros en ARBACO no éramos los únicos que vivíamos ahí; había un galerón grande, como de unos cincuenta metros de largo, en el cual vivían varias familias; distribuidas cada cuatro metros con una división de petate (y esos cuatro metros eran para una familia), bueno de petate no, porque en esa época era elegante y un poco caro; no, no, como había monte cerca en donde crecían unos arbustos que desarrollaban unas varas, entonces esas varas las cortaron y las transportaron a los campos en camiones. Esas varas aproximadamente medían de metro a metro y medio, así que cada setenta y cinco centímetros se ponía un poste de pical y ahí se entretejían las varas para formar la pared de las cabañas en donde vivía la gente trabajadora. Pero no había, era insuficiente; entonces tuvimos que hacer otras fuera del campo. Como el canal había afectado el terreno, había dejado también unos veinte metros de terreno baldío, que era propiedad de Basilio Chionis, por tal motivo teníamos derecho en ese terreno, que era propiedad del mismo lote, y entonces hicimos ahí otra galera más grande, porque ese año tenía que ampliar los cultivos de tomate y tenían pensado sembrar cuatrocientas hectáreas de arroz y doscientas hectáreas de tomate, ahí en ARBACO. Allá en los campos se acostumbraba tener una tiendita con lo más indispensable para los trabajadores, como el pan; que por cierto lo entregaban por cantidades conforme cada quien quería; este pan lo traían de Costa Rica. Pues como yo había enviado de Apatzingán a Sinaloa en la plataforma, junto con las máquinas, ochenta tablas porque tenía la intención de hacer una casita para el velador, ¡en fin!, pero no la hice. Entonces pensé en hacer una tiendita y le pedí permiso a la sociedad para hacerla. Esa tienda era para que comprara la gente que tenía necesidad de maíz, frijol, arroz, azúcar, sal, galletas saladas, galletas marías, dulces para los chamacos, etcétera. 421 Pero el campo estaba plagado de ratas y ahí teníamos que poner a mi hijo mayor, a Stéfanos, por seguridad y dormía ahí en un catre de lona. En algunas ocasiones al amanecer se encontraba con la novedad de que las ratas habían roto las sábanas. Y ese negocio lo administraba mi esposa Margarita. Hacía buen negocio; mientras yo ganaba veinte pesos, que no se me alteraron al cambio de Mezquitillo a ARBACO, mi esposa en la venta del pan y otros alimentos que mencioné llegaba a acumular diariamente de cien a ciento veinte pesos de ganancia. Posteriormente la tiendita la pusimos en la misma casa donde vivíamos. Entretejimos varas y esas varas las llenamos de lodo e hicimos con ellas una pared y dejamos una ventana a través de la cual se despachaba a los clientes. De esa forma ya no se corría ningún peligro y se despachaba más fácilmente. Después el maíz me lo traían en camión y ya teníamos un cuarto para almacenar el maíz y lo vendíamos a mejor precio porque lo comprábamos directamente con un cliente que era productor, él nos surtía. Por otro lado, en aquella época no había un avance tecnológico, no había el modernismo que ahora hay. Inclusive para sembrar se hacía en una forma tradicional, por ejemplo, para hacer los almácigos se hacían unos bordos cerca del campo, o sea de la ranchería, para estar cerca de ahí para la vigilancia de los almácigos. En cada metro que se surcaba se levantaba un bordo, que se hacía con anticipación para que si llegaba alguna llovizna o lluvia se mojaran aquellos terrenos y posteriormente se desbarataban. Para los almácigos tenían que hacerse unas camitas de cincuenta o sesenta centímetros de ancho por ocho o diez metros de largo. Para esto se tenía que buscar un terreno bien nivelado y muchas de las veces se tenía que abonar de antemano con estiércol en polvo. Al echarlo en el almácigo se le daba una picada menudita menudita con azadón y después lo volvíamos a emparejar con rastrillos, bien arregladito, bien nivelado, sin terrores y sin nada y ahí se sembraba. Ya cuando llegaba el mes de julio empezábamos a sembrar el almácigo en el terreno. Muchas veces el negocio de las legumbres es como el bandido, 422 Casa en el campo ARBACO, en Costa Rica, Sinaloa, en donde vivió Pappatheodorou con su familia durante seis años. no sabe uno si el producto prospera o no o si hay mercado. Y si no hay mercado ahí está la tristeza porque ¿a quién vender el tomate? Hoy en día las cantidades que se producen en Sinaloa, son enormes. Salen más de trescientos trailers diarios de Culiacán. Y pues en aquel tiempo la cosa era raquítica, pero también hay que considerar que la importación de Estados Unidos era menor; cuando mucho llegaban unos setenta, ochenta, hasta cien furgones con una trayectoria que empelaba desde la Cruz de Elota, que llegaba hasta Guaymas y a veces hasta de Sonora, desde Hermosillo. Ya cuando no había peligros de heladas desde ahí se mandaban furgones de tomates. Pero el ombligo del tomate, el mejor clima para producir el mejor tomate está en Culiacán. Ya que llegué a este punto quiero decirles que los griegos escudriñaron desde Sonora hasta Nayarit. En todas partes había griegos que tenían contactos y facilidades (que les daban los hacendados mexicanos) para cultivar el tomate. Así que desde 1925 o antes había griegos que se cambiaban de un lado para otro en donde encon423 traban pedazos de terrenos regables; entonces regaban con calderas que instalaban en las márgenes de los ríos y así bombeaban el agua para regar distintos cultivos, entre ellos para el frijol y el garbanzo, que en aquél entonces eran famosos todavía y que eran el principal producto que exportaba Sinaloa. Bueno, pues esto vino a propósito de los almácigos. Pues en aquella época la semilla se importaba. Todo era americano. Venían en botes cerrados. Anualmente las casas ofrecían semillas mejores. Casi siempre se sembraban primero los almácigos de chiles, que eran de una variedad llamada bell-pepper o sea chiles de campana. Ese chile en México no se acostumbraba, el que más se utilizaba era el chile pasilla. Y el bell-pepper era más carnoso, grueso y grande y era el que acostumbraban en Estados Unidos para la cocina. Y sembrábamos primero el chile porque su tallo era más resistente para soportar los golpes de las gotas de lluvia, vientos y tormentas. Ya después de diez o quince días empezaba la siembra de los almácigos del tomate, bajo el mismo proceso; con un pedazo de rama se forma un ángulo y se deja una parte más larga, que es el maneral, y la otra punta del ángulo se deja más corto unos ocho o diez centímetros. Es como formar un aradito de palo y con ese se corta la tierra al ancho del almácigo transversal. Y un chamaco (el más experto) va adelante rayando la tierra cada veinte centímetros distante un surquito de otro; hay veces en que se pasa un poco de los veinte centímetros, pero el muchacho ya sabe qué cantidad de semilla debe poner. Así que uno adelante va rayando y otro atrás va sembrando y otro más atrás va emparejando, quitando con la manita los terrones de manera que quede parejito, parejito. De esta forma se termina un almácigo, ya después se mete el agua, pero no se riega con regadera porque la tierra se deslava, se erosiona. Mientras se mete el agua con su pie se van llenando los huecos de agua en los almácigos, de tal forma que quede el agua a unos dos o tres centímetros, cuidando que no suba el agua a la cama del almácigo, porque de lo contrario se forma una costra dura; en cambio si el agua queda abajo, con esa cantidad de agua llega la porosidad y se negrea toda la tierra y donde está la semilla queda una tierra porosa no se forma 424 costra y así la semilla brota sin dificultad, y ese es el mejor nacimiento. Pero los almácigos tienen muchas dificultades y le hacen a uno pasar muchos dolores de cabeza. Para lograr en aquella época almácigos se tenían que poner a veces tules atravesados para conservar más uniforme la humedad, porque el sol en Sinaloa es muy fuerte, entonces la humedad pronto se va y se empieza a agrietar, y poniendo una sombrita ligera de tules extendidos a lo largo del almácigo se conserva mejor. Y así con el primer riego, comienza a nacer la planta y antes de que empiece a doblar por el peso del tule que se le puso hay necesidad de quitarlo y de ponerlo a un lado provisionalmente, para ver si hay necesidad de volver a tapar. ¿Cuáles son esas necesidades? Infinidad. Muchas veces también al tenerlo tapado hay que tener cuidado de fumigarlo, echar DDT o Folidor, BHC, ¡en fin!, tantas cosas que ahora hay nuevas. Y eso hay que hacerlo porque muchas de las veces hay grillos debajo del tule y conforme va naciendo la semilla la va trozando. Entonces necesita uno estar constantemente al pendiente de los almácigos. Al nacer la semilla vienen muchas más dificultades, como cuando estamos en tiempo de aguas, por ejemplo, en Sinaloa a veces caen tormentas que parece que van a terminar con el mundo, son ciclones que llegan a borrar los almácigos y ante esto no hacíamos más que volver a tapar aquello; entonces sólo se usaba tule. Yo después tuve la idea de poner cartón de lámina, hacer unos cuadritos largos; entonces teníamos los “estucus”, que eran unas tablitas delgadas de medio centímetro por dos pulgadas o pulgada y media y de largo dos metros o dos cuarenta y así poníamos los travesaños de lámina de cartón. Cuando veíamos que se aproximaba una tormenta, corríamos todos los que estábamos en el rancho a tapar los almácigos, y a veces a media noche nos levantábamos cuando empezaban los truenos y los relámpagos; nos levantábamos en calzoncillos (puesto que era en tiempo de calores) y descalzos, porque allá no hay piedras, no hay espinas, hay más bien clavos en los empaques, y a correr se ha dicho. La siembra de los almácigos en Grecia era muy sencilla, muy fácil. Se puede decir que en Grecia y en toda Macedonia y parte de 425 Tracia, en Misenia y en Peloponeso se cultivaba el tabaco y desde entonces se sembraba en almácigo y esa era la técnica que se usaba entonces. Pero esos almácigos de tabaco se tenían que hacer temprano, cuando todavía hacía frío, pero al sembrar la semilla del tabaco directamente, tal como estaba cosechada, tardaba mucho en nacer y a veces se pudría y no nacía por el frío; para esto se usaba una técnica que consistía en poner en una bolsa de manta (de veinte por quince centímetros), en pequeñas cantidades, las semillas del tabaco y se mojaba y se colgaba en un clavito en la pared a un lado de la chimenea; ya con el calorcito que expedían las llamas que permanecía encendida, puesto que ahí la gente cocinaba, en aquella época no había cocinas, en los pueblos hasta en el mismo cuarto donde dormían tenían la chimenea y cocinaban también. En algunas partes tenían una cadena, un travesaño de fierro y ahí se colgaba con un asa de cobre y en esa se colgaba la olla para cocinar; en otros lugares tenían en la chimenea, en el piso, un tripié metálico de fierro y ahí ponían la cazuela sobre las brasas y ahí cocinaban y así se calentaba aquella bolsita; desde luego que se tenía pendiente que no le fuera a llegar el fuego y como había dos o tres clavitos lateralmente, se cambiaba de un clavito a otro y se embrocaba para que se cambiara un poco la semilla. Y cuando empezaba a reventar la semilla, eso indicaba que era ya conveniente sembrarlo y entonces se mezclaba con arena finita toda esa semilla, para que se haga más fácil el esparcimiento, ya que se pegan entre los dedos, en los almácigos, sin necesidad de dañar la plantita del tabaco. Así que esos eran los procedimientos que había por allá en Europa. Pero aquí en México también continuaron los mismos procedimientos, sólo que cambiaban las cuestiones de temperatura, el ambiente, los vientos y tantas cosas de una región a otra. Muchas de las veces de un terreno a otro se encuentran cosas diferentes. Aquí (como ya dije) se buscó la forma de proteger lo mejor posible el almácigo: de los vientos, las lluvias, de las tormentas y de los ciclones. Muchas de las veces llegamos a plantar chile, por ejemplo, en octubre y a veces se presentaba una tormenta o un ciclón que llenaba los terrenos de agua, que muchas de las veces llegaban a formar 426 corrientes que por la fuerza que llevaban arrancaban las plantas de chiles que plantábamos en el lugar definitivo; porque cuando llegaba a una altura de quince o veinte centímetros, tanto el tomate como el chile se plantaba en su lugar definitivo, del tal forma pensando en lo menos que pudiera afectarle las lluvias. Entonces, cuando se arrancaba aquello con los ciclones uno tenía que mochar los tallos y plantar hasta troncos que volvían a retoñar de nuevo. Pero era en situaciones extremas cuando veíamos que en ninguna parte había almácigos, y sobre todo cuando sabíamos que había necesidad de tomate tardío, pues entonces no había más remedio que hacer plantas de esa naturaleza. Para plantar el chile, los surcos tenían que ser distantes ochenta centímetros uno del otro, en ocasiones eran hasta de un metro; pero ésta era según la clase de terreno y de acuerdo a los conocimientos del agricultor, según la capacidad de éste para aplicar las técnicas adecuadas. Pero, bueno, ya que estoy narrando la cuestión de los cultivos. En las huertas de legumbre de una población que se llama Basilika, en Grecia, cerca de Salónica, a unos treinta kilómetros distante de ese pueblo (que hoy es un pueblo de más de diez mil habitantes) y que en aquella época tendría unos tres mil habitantes. Bueno, pues, de Basilika se llevaban todos los productos a Salónica, ya fueran legumbres, sandías, melones. Las huertas eran muy pequeñas. Allá media hectárea era mucho terreno. La medida griega eran mil metros cuadrados, que se llamaba strema, o sea treinta y tres por treinta y tres y pico de metros. En aquella época se hacía el bombeo del agua por medio de unas cubetas que tenían una cadena que se iba por medio de unos engranes horizontales y verticales y que tenía una rueda atrás y otra rueda arriba, donde giraban las cubetas, que eran cuadradas o semicirculares y se ponía un palo en un cuadrado del centro de esa maquinaria que a su vez estaba en el centro de la noria, o aunque fuera río se usaba el mismo sistema, que desde luego era más moderno que el que usaban los egipcios. El sistema de los egipcios consistía en uncir a un caballo adiestrado al que se le amarraba un trapo en los ojos; se uncía con dos 427 cadenas tirantes con su pechera o collar; entonces un hombre le gritaba «¡Ándale!» y le daba un picotazo en las nalgas y el caballo empezaba a dar la vuelta alrededor de la noria. Poco a poco empezaban a vaciarse las cubetas en el surquito. Por cierto que estos surquitos se formaban con azadón, que era el implemento ideal. Entonces el huertero tenía que formar unas camitas de unos seis u ocho metros de largo que formaban una especie de «N» y se metían en canalito que entraba en una camita, que era de seis a ocho metros de largo por un metro de ancho; pero después al llegar al otro extremo, al otro lado, daba curva y formaba otra camita de la misma longitud y del mismo ancho y después tenía otra salida al otro lado y así era que formaba una «N» o «M», que entraba la agüita, toda la que sacaban las cubetas hasta que se llenaba aquello. Entonces ahí había otra «M» o «N», según la inclinación del terreno y así el mismo huertero sacaba el caballo del agua y él mismo regaba y él mismo dirigía todas las cosas. Ese era el sistema de las huertas que sembraban tomate, ejote, chiles, chiles largos, berenjena, ¡en fin!, todos los productos. Cuando el tomate se maduraba, entonces se arrancaban y les daban un piquete, y muchas veces antes de arrancar el tomate ya habían puesto otras matitas de otra clase, como puerros, que son una especie de cebollas que se usaban en tiempo de invierno. El puerro tiene un tallo hasta de treinta o cuarenta centímetros de largo y las hojas parecidas a las del ajo, así dobladas; así que el puerro se arrancaba y se vendía en manojos, la gente los compraba y los ponía en el interior de las casas desde el otoño y les duraban todo el invierno. Los puerros no se pudren ni en tiempo de frío, se conservan bien, así que se usaba en vez de cebolla puerro. En Basilika eran los más adelantados en cultivar sandías y melones. Para producir en horas tempranas no ponían en surcos las semillas, como los normales para otras semillas, sino que hacían cada nido en un promontorio o sea en un montoncito de tierra para que aquella tierra se calentara más fácilmente y siempre buscando las inclinaciones del sureste y así se calentaba la tierra y en lo altito ponían un puño o dos de estiércol, porque calentaba más la tierra 428 (esa era la técnica de ellos) y la planta prosperaba más rápido y producía más temprano fruta, tanto la sandía como el melón, porque si pone uno el surco al nivel de la tierra la producción llega un mes más tarde, así que esa era la técnica de esos individuos. Y esa técnica la apliqué yo en Sinaloa. Por otro lado, regresando a la narración de los cultivos en Sinaloa. El chile entonces lo sembrábamos, lo plantábamos (como ya he mencionado) de ochenta a noventa centímetros y hasta un metro distante de un surco a otro surco. Cuando llegué a Sinaloa hacían las divisiones de los surcos, las tablas que llamamos; eran formadas como los lotes de mil hectáreas en terrenos amplios, abundantes; todavía bajo ese sistema se cultiva. Entonces se rayaban, se marcaba un lote de ciento cincuenta metros de ancho por quinientos metros de largo, no se tomaba en cuenta la inclinación del terreno, ni había tampoco nivelación de la tierra. Se dejaba un camino de ocho metros donde tenían que voltear los tractores para hacer el cultivo de los surcos de ciento cincuenta metros de largo y en medio de éstos había un canal; los riegos se hacían de una longitud de setenta y cinco metros. Había dos problemas grandes y peligrosos para los cultivos. El primero, que no se fijaban y tomaban como una base general la inclinación del terreno, que debía de ser horizontal; los surcos eran rectos y con cualquier pequeña inclinación que hubiera tenían que hacer varias presas o tacos. O sea que llega el agua del canal que riega de la cabecera hasta el fin de los setenta y cinco metros, pero como había diferentes inclinaciones, unas veces al principio, otras en medio y algunas al final, puesto que no había nivelación de la tierra sino que nada más se barbechaba, entonces había necesidad que las plantas tomaran la humedad adecuada, que por cierto nunca llegaba, por esto tenían que hacer una presita, otra presita y otra presita; bueno hasta a los setenta y cinco metros a veces se llegaba a poner tres o cinco o diez o doce presitas, por lo que resultaba un trabajo agobiante para el regador; además había ocasiones en que se le rompían las presitas y volvía a cargar el agua. ¡En fin!, que era un trastorno muy grande. El otro problema consistía en que las tablas las hacían en línea 429 recta. Entonces yo pensé: «No, aquí está mal en lo ancho y en lo recto». Y es que muchas veces el terreno, a los setenta y cinco metros de ancho, no se alcanzaba a ver el agua que corría, en cambio cuando lo disminuí a cincuenta metros, entonces sí, el regador alcanzaba a ver el agua que llegaba a la orilla y corría a hacer la presita. Pero a los setenta y cinco metros no alcanzaba a ver y tan sólo se imaginaba si había o no llegado el agua y en ocasiones sucedía que el agua llegaba y se desbordaba y en ese preciso instante se perdía mucha agua, porque no tenía tiempo suficiente para meter el agua en otro surco; esto iba en perjuicio del cultivo porque se humedecía demasiado, y con esas alteraciones la planta no se desarrollaba con uniformidad, ya fuera por escasez de humedad o por exceso de humedad. Ya después de los cincuenta metros de ancho los reduje a cuarenta metros para poder meter un riego más perfecto. Como había necesidad de sembrar más terreno, pues se rentaba algún terreno nuevo que estaba inclinado. ¿Y cómo resolver ese problema? Entonces las tablas se hacían curvas, o sea que los surcos de la plantación se hacían según la inclinación, conforme al criterio del agricultor; porque no había topógrafos entonces; bueno, sí los había pero eran muy pocos. Y, pues, costaba mucho que el topógrafo fuera a hacer tabla por tabla, hacer las inclinaciones o las curvas que tenían para los cultivos de legumbres y se hacían esas curvas. Porque la base de cualquier planta es suministrarle la humedad adecuada, porque cuando no se hace así la planta y el fruto lo resienten; por ejemplo, en el caso del tomate, cuando se le pone más agua cambia de color, en vez de verde toma un color morado y eso significa atraso de la planta y no sigue su curso adecuado; y no sólo eso, sino que esto se nota también en el tallo que se da más delgado porque la raíz de estas plantas no deben de trabajar en el lodo, para eso están otros tipos de plantas que se desarrollan por completo en la humedad, como el tule y el arroz. Así que el agua adecuada es importante, lo mismo la clase de terreno. Por ejemplo, en los aluviones la tierra no es porosa, el terreno no es permeable, la humedad se va vertical, o sea, es como 430 echar agua a un filtro. A propósito de esto, quiero contarles una experiencia que tuve con el cultivo de la sandía. Sería por 1957 cuando hubo mayor escasez de agua en la presa de Sanalona, que por cierto aún no estaba construida la presa Adolfo López Mateos. Yo tenía rentadas doscientas hectáreas y me autorizaron sembrar nada más cincuenta hectáreas, las otras ciento cincuenta se quedaron baldías porque no podía atender una cosa y otra cosa; quiero decir, sembrar legumbres o semillas: arroz, trigo, sorgo, etcétera. Entonces nos cambiamos a un terreno que nos rentó Heriberto Rosas, que estaba al sur de Culiacán, en Constancia, que era una ranchería; pues ahí renté ochenta hectáreas y Canelos rentó ciento veinte hectáreas al mismo Heriberto Rosas. En ese terreno sembramos tomate, chile, melón y sandías; estas últimas las sembré en un espacio de quince hectáreas y el terreno estaba un poco quebradizo, o sea, inclinado. Pero ya mis conocimientos me permitieron tener una buena aplicación de técnica en este caso del terreno sembrado de sandías. Bueno, los surcos se hacen dos metros y medio distante uno del otro, mientras que las matas se siembran cincuenta centímetros una de la otra. Entonces yo había sembrado quince hectáreas de sandía en ese terreno, que era arenoso. Y como en todos los riegos el agricultor tiene conocimientos de las hojas, al ver la planta, el color de ésta, se da cuenta, ¿verdad?, si carece o no de humedad. Bueno, pues nosotros regábamos y la planta seguía en las mismas condiciones. Pero mi mente estaba trabajando «¿En qué consiste esto?» Y a la semana otra vez les decía a los muchachos: «Vuelvan a meter el agua porque la planta carece de humedad». Pues otra vez regábamos y volvíamos al día siguiente y la planta, igualmente. Entonces se me metió en el cerebro en qué consistía el problema, por qué no cambiaba de color y por qué la planta no había robustecido. Inmediatamente comprendí que el mal consistía en que estaba distante el surco donde estaba la raíz y la humedad de los riegos no llegaba hasta ese lugar; entonces inmediatamente le grité al encargado del riego: «¡Vayan y me traen todas las palas que haya y todos los azadones porque vamos a hacer un movimiento 431 aquí entre toda la gente, porque urge el riego a la sandía, de otra forma no vamos a ver sandías!». Entonces todos nos movilizamos e hicimos unas entradas formando una especie de «U», o de una «Phi» griega, con la finalidad que la humedad llegara hasta la planta. Y así, al día siguiente, ya llenando todos esos agujeros, procurábamos que al irnos acercando a la planta hacer más honda la zanjita para que se acumulara el agua y durara más tiempo para que se humedeciera la tierra. Y así, efectivamente, la planta desarrolló y nos dio sandías. Pero han de saber que en terreno arenoso el agua no traspasa, sino que se va vertical. Había un vecino cerca que se llamaba Isidro Escoboza; él tenía ochenta hectáreas de sandía y el pobre no tenía más que ese cultivo, porque muchos se dedicaban exclusivamente al cultivo de la sandía porque en aquella época sólo se sembraba en tierras arenosas en las márgenes de los ríos, donde había profundidad, donde había humedad y la raíz de la sandía penetra más fácilmente que en terreno barrial. Entonces me dijo Isidro: —Oyes, Pappatheodorou, ¿por qué no vas conmigo a que veas mi sandía? Yo le riego y le riego y la misma cosa. Ahora veo tu planta muy bonita y no entiendo cuál es la diferencia. —Vamos a ver tu terreno. Pues sí, fui a ver y era la misma cosa, que no le llegaba la humedad. El pobre hacía los gastos regaba y volvía a regar pero la humedad se iba vertical; entonces había necesidad de acercar más la humedad para que le llegara a la planta. Y le dije: —Vamos para que veas lo que hice yo. Ya fuimos a mi campo a ver la sandía y se admiró, pues ni se imaginaba lo que en estos casos se debía hacer, bueno pues ni yo tampoco me imaginaba, pero al final, de tanto estar quebrándome la cabeza, pues di con la solución. 432 Y así fue como me salvé y se salvó Isidro Escoboza. Y pues cada vez que nos encontrábamos me daba un abrazo en muestra de agradecimiento por el favor que, según, le había hecho. La Confederación de Asociaciones Agrícolas del Estado de Sinaloa Al llegar a Culiacán, contaba entonces, con setenta mil habitantes. Era un pueblo reducido. Hoy se cree que llega a un millón de habitantes. Sinaloa entonces tenía una población aproximada de setenta mil habitantes, en 1948.47 Entonces, lógicamente, la agricultura era un principio, como ya dije. En aquélla época en Sinaloa, no se desarrollaban más que los ingenios, de los cuales se conocían el de Los Mochis, que era el ingenio más grande. Y recuerdo que hace más de cincuenta y tantos años que traían el azúcar de allá en cuadritos; luego estaba como segundo ingenio el de Navolato, luego El Dorado, le seguía El Roble más al sur, que estaba en el río Piaxtla. AÑO P O B RURAL 1940 1950 61442 79256 % DEL TOTAL L A C I Ó N URBANA TOTAL DEL ESTADO 31904 67854 93346 148106 18.9 23.2 Así es que todo lo que se desarrollaba en aquellas regiones era la caña, el garbanzo, el frijol y, en poca escala, el maíz. ¡Ah!, el ajonjolí era una de las semillas que más prosperaba en tiempo de lluvias. Naturalmente hay que mencionar cómo se organizaron en aquel entonces, las asociaciones agrícolas. Se formaron unas asociaciones en cada río y naturalmente todo eso era para defenderse del reparto de las tierras. Entonces varios agricultores se empezaron a reunir 47 Los censos de 1940 y 1950 arrojaron las cifras del recuardo. Ceceña, J. L. Op. cit. 433 en asociaciones para defender sus propiedades que efectivamente se estaban trabajando. Y así fue que se formaron las once asociaciones de los once principales ríos de Sinaloa, cuya cabeza era la Confederación de Asociaciones Agrícolas de Sinaloa. La Confederación de Asociaciones Agrícolas del Estado de Sinaloa (CAADES) hoy es un organismo bastante fuerte y la asociación de Culiacán es la más fuerte, puesto que cuenta con mil novecientos cincuenta y tantos asociados; por cierto que el 24 de junio, que es el día del agricultor, se hacen unas fiestas grandiosas.48 Hace pocos años que hubo algunas dificultades, que quisieron afectar tierras tanto en Sonora como en Sinaloa. Entonces enviaron algunos representantes, tanto de la Asociación de Sinaloa como de la Confederación, a estudiar el problema y ellos con estadísticas en la mano pudieron comprobar que en el treinta por ciento de la superficie que tienen los pequeños agricultores desarrollan una producción del setenta por ciento, y que a la inversa sucedía con los campos ejidales, que tenían un setenta por ciento de superficie y el treinta por ciento nada más producía. Como siempre, hemos pensado que necesitamos producción, entonces creemos que no se puede afectar la producción simplemente, nada más, para repartir la tierra. La tierra, ya se ha dicho desde hace muchos años que, es de quien la trabaja. Entonces debemos de apoyar a los que trabajan la tierra y no al que no sabe trabajarla. Porque el que sabe trabajarla da trabajo a mucha gente y el trabajo además da a muchos también qué comer. Las ciudades han crecido enormemente y ¿de dónde van a mantener a esa gente? si no hay producción. Ahí está el problema 48 La primera organización de agricultores que se formó, amparada por la ley federal, fue la Asociación de Productores de Legumbres del Río Culiacán, en 1932. Pocos días después se reunieron los agricultores del río de Sinaloa, río Culiacán, río Fuerte, río Elota y río Mocorito para formar la Confederación de Asociaciones Agrícolas del Estado de Sinaloa (CAADES). Los motivos que empujaron a estos agricultores a organizarse fueron: disminuir la dependencia financiera de los agricultores con respecto al capital norteamericano y de la participación de intermediarios en la exportación de sus productos. 434 más grande y hay otros problemas que se pueden mencionar; pero eso les toca a los políticos, a los estadistas y a otras gentes más, pero no a mí, porque a mí me gusta nada más hablar de lo que veo, tal como son las cosas en la práctica. Las mismas asociaciones fueron las que programaron las necesidades del campo de Sinaloa. Y, ¿cuáles eran esas necesidades? Bueno, por ejemplo: como ya veíamos desde la primera presa de Sanalona, cuando se llevó a efecto la segunda zafra del ingenio de Costa Rica, bajó el agua en esa presa y por tal motivo se construyó ese ingenio con una superficie de diez mil hectáreas, que tenían que estar a un perímetro de quince kilómetros de distancia del molino. Así que todos estos terrenos (no todos) sembraban caña para tener el transporte más económico, o sea el abastecimiento del ingenio de Costa Rica. Ya que estoy hablando del ingenio de Costa Rica quiero platicarles un poco más sobre cómo se trabajaba. En ese ingenio se trabajaba a base de pago: el molino tenía sus técnicos, que eran ingenieros, que visitaban los campos y veían las necesidades que tenían que resolver; entonces les resultaba más costoso al ingenio hacerlo directamente que repartir las tierras a colonos, por lo que optaron por dárselas a colonos que habían sido en su mayoría trabajadores del campo de Costa Rica, o sea del ingenio mismo; así que a todos ellos les dieron de veinte a veinticinco hectáreas de terreno ya plantadas de caña y les dijeron: «En esos terrenos tienen ustedes la obligación de cultivar la caña, esta superficie es para el abastecimiento de materia prima para el ingenio. Anualmente se les va a descontar, tanto más cuánto, para que a los veinte años se liquide esta deuda con el ingenio.» Pero se vio prácticamente que ya los nuevos dueños de las tierras, o sea los colonos, ya no eran peones como antes cuando regaban, sino que recibían el dinero del ingenio para hacer los gastos de cultivo, de riego, de corte: tanto de esto, tanto de aquello (es decir, la refacción), que llegaba a sumar una cantidad equis, dos o tres mil pesos por hectárea. Pero no hacían trabajo ellos, ya no agarraban la pala. Si autorizaba el ingenio que el riego debía de hacerse por hectárea con veinte pesos, ellos pagaban a regadores (que desde luego, 435 anualmente venían gentes de distintas partes de la República a trabajar), entonces pagaban diez o doce pesos; así que ellos se beneficiaban con ocho o diez pesos. Aparte, ellos también debían de trabajar para aprovechar íntegro ese dinero, pero no lo hacían. Pasado el tiempo no sólo hacían eso, sino que iban a las cantinas del pueblo de Costa Rica y firmaban vales por cerveza, por tequila, por mezcal, por todas esas bebidas; entonces ahí les cargaban el dos por ciento de intereses, y quién sabe qué más trucos les hacían los cantineros. Llegó un día, en que el diputado local, que era Pancho Soto Leyva, se dio cuenta de lo que pasaba con los colonos y los cantineros y que muchas veces gastaban más en vino que en darles de comer a las familias. Así que se dio cuenta don Francisco Soto Leyva, como dirigente que era de los trabajadores del ingenio, fue y les dijo a los cantineros: —¡Hombre, pues eso es una barbaridad! ¿Cómo es posible que esos individuos gasten más en alcohol, en bebidas que en comidas? Y además ustedes les cobran el dos por ciento de intereses. Bueno, pues, hizo que les rebajaran los intereses por las bebidas. Posteriormente no sólo quedó allí la cosa; conforme los colonos iban liquidando la deuda de los lotes, empezaron a vender y a decirnos a particulares y a colonos (porque había unos más dedicados que otros al trabajo y otros más a la vagancia): «Ahí les vendo veinte hectáreas». Y así los terrenos casi la mayor parte han cambiado de dueño. Todas esas cosas las menciono porque el que tiene tierra necesita tener interés para trabajarla. Y para que produzca la tierra necesita atenderse con mucho celo y cariño. Así que al llegar yo a Culiacán empecé a dedicarme a las legumbres, con mis compatriotas; y había necesidad de que también nosotros estuviéramos agrupados. Porque según cada individuo que se dedicaba al cultivo del tomate se le asignaba la cantidad de agua 49 La capacidad de las presas en millones de metros cúbicos es la siguiente: Sanalona, 485; Josefa Ortiz de Domínguez, 500; Miguel Hidalgo, 3250; Guamúchil, 343. Op. cit. p. 68. 436 que necesitaba, de acuerdo a la superficie que tenía que sembrar de legumbres, y por tal motivo debía pertenecer yo también a la Asociación de Agricultores. Así que desde 1948 soy socio activo de la Asociación de Agricultores de Río Culiacán. Pero llegaron años de escasez de agua y la superficie cada día aumentaba, porque desmontaban terrenos cada vez más; entonces el agua ya no era suficiente. Así que tenían que limitar la distribución de agua según las posibilidades y según también las necesidades de cada familia; de esa forma la cantidad de agua se asignaba de acuerdo a la superficie que debía cultivar. El primer presidente de la Asociación de Agricultores de Río Culiacán fue don Emilio Gastelum, un hombre de pensamientos firmes (que ya murió el pobre, que Dios lo tenga en sus brazos, fue un hombre muy recto). Él fue el que inició la Asociación de Agricultores. Por cierto que su hijo también se llama Emilio Gastelum y también prestó servicio tres años en la Asociación. Y así siguieron varios, hasta hoy que es presidente de la Asociación el ingeniero Enrique Duarte. Hasta este último periodo los presidentes duraban dos años en el cargo y se consideró que era muy poco el tiempo y se prolongó a tres años. Así que desde 1948 hasta la fecha soy miembro activo de la Asociación de Agricultores de Río Culiacán. La formación de la Asociación de Agricultores fue principalmente el de tener un cuerpo, una voz unida para poder defendernos los pequeños agricultores (como ya les dije), pero además de eso, ya formada la Asociación se fueron resolviendo muchas necesidades que al agricultor se le fueron presentando y en la Asociación se fueron creando condiciones para poder tener una alternativa para la defensa del cultivo; así que dentro en la Asociación había gente de mucha experiencia. Que necesitamos semilla. ¿Qué semilla usan los americanos? Pues la Ferry-Morse o la Asgrow... ¡En fin!. Semillas que son de prestigio, que tenían y siguen teniendo variedades híbridas que proporcionan una mayor producción. Para el arroz se usaba como semilla el arroz Blue Bonnet, que era de Lousiana, de ahí se importaron las primeras toneladas. Y esos 437 movimientos de importación los podía hacer la Asociación porque ya tenían recursos propios que se asignaban de la misma producción que tenían los agricultores. Se destinaba determinada cantidad por tonelada para cubrir las necesidades de la Asociación. Así sucedía con todos los cultivos que se hacían, por ejemplo, con el garbanzo, el cártamo, se importaban también las semillas, de las mejores. Para esto se nombraba una comisión de tres o cuatro personas para que fueran a investigar sobre las variedades de semillas, naturalmente que se le pedía permiso al gobierno federal para hacer esa importación. Bueno, pues cada uno hacíamos una solicitud de los kilos y la clase de semilla que necesitábamos y la Asociación también resolvía el problema de almacenamiento de estas semillas. Pero así se fueron presentando problemas que resolver, no sólo de semillas, sino que después se presentó la necesidad de instalar una estación de gasolina, de tractolina, de diesel y de aceite para suministrarle a los tractores y a los camiones. Así que contamos con eso. La estación tiene dos camiones con sus tanques, que va a distribuir en los campos; para esto, cada uno de los agricultores que tiene necesidad de este servicio hace una solicitud, paga la admisión, y de esta forma nos beneficiamos, porque se compra al mayoreo. La Asociación tiene los tanques en donde se almacenan los combustibles. Ese lugar se llama Las Flores. Después de resolver el problema de los combustibles se planteó la necesidad de los implementos, ya fuera de discos, palas, azadones, tornillos de distintos tamaños, etcétera. Así que la Asociación instaló una tienda en donde comenzamos a adquirir estos implementos a un costo menor. Luego se planteó la necesidad de los fertilizantes. Para esto la Asociación envía circulares en donde pide la superficie del terreno que se va a fertilizar; entonces uno va a las oficinas de la Asociación y hace su solicitud de la cantidad de fertilizantes. Así que la asociación es hoy un organismo bastante extendido, que tiene cerca de dos mil miembros. Ahí en la Asociación existen varias oficinas en donde se tratan distintos asuntos y ahí mismo 438 tenemos un licenciado que se ocupa de los problemas que se refieren a la defensa del pequeño agricultor. Y así, en este organismo nos consideramos todos como hermanos. Ahí en el local de la Asociación también hay unas bodegas en donde se pueden almacenar semillas, sin tener necesidad de ir uno a rentar a otro lado. Tenemos también auditorio, que resulta ya pequeño, para los pequeños agricultores. En este local, cada vez que hay alguna reunión invitan al gobernador, al jefe de la Zona Militar, a las autoridades civiles y militares para que estén presentes y se enteren de lo que se va a tratar ahí; también acuden a estas reuniones los periodistas, para difundir los asuntos que se tratan. Todo esto es una cosa muy bonita, hay una hermandad entre todos los asociados y no sólo entre nosotros, sino también llegamos individualmente a apoyar a aquel que no está asociado. En algunas ocasiones se ha presentado que alguien tiene necesidad de terminar su siembra o un barbecho y no tiene los suficientes tractores, entonces me dicen: —¿Pappatheodorou, no me puedes facilitar tu tractor dos o tres días? Tú me dices cuánto te pago. —Manda por él, ¡hombre! Mira aquí está este papelito y ahí te entregan lo que necesitas. Tal amistad se tiene, tal hermandad prevalece en Sinaloa. Bueno, ya que estoy hablando de la Asociación de Agricultores, recuerdo que el año pasado, el 24 de junio de 1984, el día de San Juan, me hablaron desde Culiacán para que asistiera a los festejos del agricultor, porque me iban a honrar con un pergamino como uno de los agricultores buenos, que le ha tenido cariño a la tierra, que por cierto aquí en mi casa tengo colgado ese diploma. Recuerdo también que en 1932, cuando el general entregó la gubernatura de Michoacán, me extendió un diploma por los trabajos que desarrollé sobre la industria sericícola en Michoacán. Después de este pequeño paréntesis quiero continuar con la 439 narración de la Asociación. Así que la misma asociación de agricultores y la confederación tenían que hacer presión también ante el gobierno federal. Y el gobierno federal también se daba cuenta de los progresos graduales que surgían en Sinaloa, porque siempre en la Cámara de la Unión, con los diputados federales, siempre exponían ahí las necesidades del estado de Sinaloa, por ejemplo, les decían que para tener una mayor producción se necesitaban más presas. Por cierto que la segunda presa, la de Miguel Hidalgo y Costilla, en el río Fuerte, es una de las presas más grandes. Después de esa presa del norte, del municipio de Ahome, de allá del Fuerte, entonces se proyectó también la presa del río Humaya, que se unen los dos ríos precisamente en la estación del ferrocarril de Culiacán; pues ahí en donde se unen los dos ríos que van hacia el mar se forma el río Culiacán. Estando como presidente el licenciado López Mateos, iniciaron los trabajos de esa presa y que también se conoce con el nombre de Adolfo López Mateos, que resulta ser cinco veces más grande que la presa de Sanalona. La presa de Sanalona tiene setecientos cuarenta millones de metros cúbicos.49 Y naturalmente al haber agua en toda la margen derecha del río Culiacán, llegó al canal alto, en la Angostura y hasta Guamúchil. Y toda esa superficie que abarcó pasa también por el pueblo de Pericos, hasta Guamúchil; por cierto que ahora todas esas superficies son vergeles. Hay muchas huertas que son cítricos de naranjos, mangos y de tantos otros árboles y siembras como del sorgo, cártamo, maíz, ¡en fin!, muchos otros productos. Y así siguieron las cosas desarrollándose; cada periodo presidencial que pasaba se insistía en que se hiciera otra presa. A propósito, con López Portillo también se benefició Sinaloa, porque se hizo otra presa en El Barejonal, que estaba sobre el río San Lorenzo, que ya tenía una presa derivadora a la altura del mismo pueblo 49 La capacidad de las presas en millones de m3 es la siguiente: “Sanalona” 485; “Josefa Ortiz de Domínguez” 500; “Miguel Hidalgo” 3250; “Guachichil” 343. Op. cit., p. 68. 440 441 442 San Lorenzo, ahí precisamente, poquito más abajo donde pasa el puente de la carretera; esa presa tenía un canal alto que no sólo regaba de ahí para abajo, sino que se conectó hasta el canal 10 de Culiacán; hacia el sur tuvo que verter sus aguas al canal principal de Sanalona; entonces, al llegar ahí a vaciar las aguas al canal bajo del río de la presa Sanalona; uno iba hacia el norte y el otro hacia el sur. Quiero decir que uno era canal más alto y el otro más bajo, pero con el canal alto aumentó enormemente la superficie de riego. Y ahora con la presa López Portillo, que tiene más de tres y medio millones de metros cúbicos y que se están haciendo los canales que van a llegar hasta La Cruz, la extensión de superficie de cultivo resulta también bastante grande. Y así, constantemente se va incrementando esa superficie. Pero necesitamos técnica y buenos técnicos para aumentar las producciones. Pero ahora quisiera continuar narrándoles sobre los cultivos. Como ya he mencionado, los primeros que empezaron los cultivos en Sinaloa fueron Aretos, Morachis y Georgelos y después de éstos fueron los griegos del norte, que estaban en algunas minas y que empezaron a dedicarse a la agricultura; después bajaron hacia el sur, gradualmente, en donde podían encontrar apoyo, porque eran gentes de escasos recursos económicos y, naturalmente, con ambiciones de trabajar, de producir, de mejorar, de prosperar; así que después de Georgelos llegaron Nico Goches y luego Constantino Dimópulos, que era mayor del ejército griego; también, como ya he mencionado, estaba Juan Crisantes. Bueno, pues esas gentes se acercaron con los paisanos Aretos y Morachis, que estaban en los ingenios de Navolato y El Dorado, que tenían como patrón a Jorge Almada, que era el dueño del ingenio de Navolato. Y ahí encontraron apoyo los griegos, que empezaron ahí a rentar al hacendado pequeñas superficies para sembrar tomate y chiles Bell pepper. Lo mismo sucedió hacia el sur en el ingenio El Dorado, en donde estaba el señor Alejandro Redo, un hombre muy próspero que había viajado varias veces al Oriente, a China y a varios lugares más, de donde trajo muchos árboles exóticos que plantó en la hacienda El Dorado, que por cierto yo todavía alcancé a ver calzada de guamúchiles, calzada de mangos, calzada de guayabos, calzada de bambús; ¡en fin!, de varias frutas. Los canales que tenía tomaban 443 el agua del río San Lorenzo y por ahí tenía plantaciones de bambú, porque parece ser que querían abrir una industria que pensaba establecer ahí. Así que con don Alejandro Redo los griegos encontraron apoyo porque les dio facilidades para plantar el tomate. Pero como el río de La Cruz tenía poca agua, tuvieron que sembrar pocos años tomate y volvieron a concentrarse en Navolato. Y ya cuando hicieron la presa de Sanalona se fueron a concentrar a Culiacán. Pero eso no fue todo, sino que se dieron cuenta que la tierra más propicia para el tomate era la de Culiacán, y principalmente un pedazo de terreno que está hacia el poniente, que se llama Betauco, porque esa tierra no es barrial, ni arenosa y es un terreno semihúmedo y poroso y ese lugar es el más propicio para el desarrollo de la planta de tomate, que por cierto de ahí es el tomate más excelente que hoy se produce.50 Hubo un griego que estuvo en Guasave, en Los Mochis, en Gorrión y en Guamúchil; ahí estuvieron los hermanos Cutrulares, por cierto hace poco murió el último de ellos. En Gorrión estuvo Constantino Barelas, Pedro Corasides, que estuvo mucho tiempo en Guasave hasta que ya se hizo viejo el hombre, porque sus hijos se prepararon y se vino a radicar a Guadalajara, en donde terminó sus días. Lo mismo también Gustavo Quircos, quien estuvo casado pero no tuvo hijos; ya cuando llegó a cierta edad se retiró y se fue a vivir a Nogales y ahí terminó sus días también. Bueno, ya ni para qué decir quién terminó sus días, basta mencionar que en los años cincuenta había más de ochenta griegos, de los cuales quedamos hoy ocho o nueve griegos. Pero regresando a lo del cultivo de tomate, recuerdo que trabajan muchachos de diez, doce o quince años, pero no sólo chamacos, sino que también las mujeres, que eran un poco más efectivas, más 50 Los griegos que encabezan la producción de tomate y poseen las empacadoras más grandes en el Valle de Culiacán son: Arístidis y Konstantinos Kamelópoulos, Ioánnis Stámos, Mijaíl Crisántis, Georgelos Chaprális y Jaralambos Stamatis. Op. cit. p. 95. 444 dóciles para el trabajo y que lo hacían mucho mejor. Cuando se plantaba un surco, cuando ya estaba el agua, no usábamos ni palito, sino que los muchachos usaban sus manos porque eran más delgadas, que penetraban en el lodo en la tierra mojada con más facilidad para plantar, y con mucha práctica y velocidad que lo hacían. Así que llegaba a plantar diariamente hasta cuatro o cinco hectáreas de tomate, naturalmente, de acuerdo a las cuadrillas de gente que se ponían para la plantación. Así se dejaba la planta durante diez o quince días, según si venía o no una llovizna, y luego se le daba una poca de tierra con azadón, o sea tapando un poco el cuerpo del tomate y si era grande y por el peso se caía el tallo, entonces lo enderezábamos con tierrita alrededor formando un montoncito de tierra, ya después de eso se metían los arados (y ahora con tractores) uno a la derecha y otro a la izquierda y así uno en cada lado echaba la tierra formando un surquito, una raya que defendía a la planta al formar un bordito. En esas condiciones se volvían a regar dos entradas de agua, dos surquitos en cada hilera. Luego que la tierra estaba en un punto, entonces entraban los borderos, que se les llama así a tres discos para un lado y tres discos para otro lado; igualmente unos echaban la tierra hacia la derecha y otros hacia la izquierda y de esa manera se formaba una cama que era como un caminito o un bordito muy parejito, siempre y cuando la tierra estuviera con la humedad apropiada. Bueno, pues se volvía a regar y después de este riego entraba el tractor alto, porque para entonces el tomate estaba ya grande; luego se metían dos arados o el tractor zancón ya fuera el International o el John Deere u otro de cualquier marca; porque el tomate lo requiere así, no por lo crecido en sí, sino porque está floreando y ya comienza a tener tomatitos cerca del tallo. Este era el trabajo definitivo, pero debo mencionar que antes de que hubiera tractores, este mismo trabajo se hacía con dos mulas: una se ponía a la derecha y otra a la izquierda y se les ponía un arado de doble vertedera, movido por bestias en vez de tractor. Por cierto que hoy en día las mulas sólo se emplean en el cultivo del pepino y del chile, porque necesitan de un cultivo ligero y volver a abrir el surco porque así penetra mejor la humedad y respira también la raíz. 445 Recuerdo que cuando llegué a Culiacán ya había tractores International y John Deere que eran de dos pistones, que les llamaban top, top, top, top, top; eran unos tractores, para esa época, muy violentos, que desde luego ahora serían tractores lentos. Y hacían un trabajo más ligero, más superficial, no como los de hoy. La gente más activa y más próspera fueron los hacendados, los rancheros de menor superficie y los extranjeros más viejos, más antiguos en la región, que fueron una familia francesa de apellido Clouthier; que por cierto yo alcancé a conocer al más viejo, que era papá de los señores don Manuel, Briano y Carlos. A propósito, nos estamos emparentando con ellos, pero además somos muy amigos. Así que el señor Manuel Clouthier tenía una extensión desde las orillas de Culiacán hasta el ingenio de Costa Rica; todas esas tierras eran ganaderas, tenían como centro el rancho de San Rafael. Por cierto que creo que aún tienen cuatrocientas hectáreas de propiedad, que ahora se divide entre las familias de los cuatro hermanos y vendrán tocándoles unas veinte hectáreas por cada uno, siendo de esta forma pequeños propietarios. Pero ellos no explotan la tierra individualmente, sino que formaron una sociedad, porque así les resultaba más fácil explotar la tierra y administrarla, que hacerlo en pequeñas propiedades. Y después de los franceses siguen los alemanes, que hoy son más numerosos; después de los alemanes había, en menor proporción, italianos (que por cierto hoy ya no hay); también había árabes, o sea siriolibaneses, israelitas judíos, naturalmente que la mayoría eran de origen español. Los griegos nacidos en Grecia sumamos más o menos aquí unos ochenta. Y ya que estoy platicando sobre esto, quiero decir que los griegos llegaron a esta región con mucha ansiedad; al ver aquellas extensiones de tierra con agua se pusieron a trabajar con todas sus ganas, hasta uncían ellos mismos, personalmente, porque eran también muchos desde la patria, gente trabajadora que pegaban tiros de mula o bueyes para barbechar por surcos y para cultivar las legumbres que empezaron desde una superficie de cinco, ocho y diez hectáreas. Pues llegó un momento en que empezaron a vender la tierra los 446 hacendados, o sea aquéllos ganaderos que se apellidaban Clouthier Gastélum, de los tantos ricos que tenían superficies grandes; entonces tuvieron que lotificar por cien hectáreas la tierra. Entonces vendieron, en esa época a cuarenta mil pesos el lote o sea a cuatrocientos pesos la hectárea. Y naturalmente, al ver los griegos esa baratura (porque en Europa todos sabemos que la tierra está escasa y muy cara) compraron suficiente superficie y no sólo de los lotes, sino también de monte, que desde luego tenía que destroncarse para abrirse al cultivo. Por ejemplo, el señor Aretos tenía la hacienda de El Limoncito, al otro lado del río Culiacán, cerca de Navolato, pero como no la podía trabajar solo, la comenzó a trabajar con medieros. Pero a pesar que se trabajaba la tierra con medieros, la gente se dio cuenta de que los griegos se hacían de mucho terreno y que prosperaban y para entonces ya se decía que los griegos se habían apoderado del Valle de Culiacán. Ese fue el motivo para que comenzaran a hacer varias reuniones para hostilizarnos y si era posible hasta expulsarnos de la región. Y esto lo hacían los rancheros prósperos, los terratenientes, porque veían que los griegos habían comenzado por la alfa y ya casi iban en la omega o sea a medio alfabeto y pues los molestaban por esa prosperidad que estaban logrando.51 Bueno, llegó un momento candente en una reunión, en eso se presentó el licenciado Alejandro Barrantes (que por cierto hace varios años que murió), fue presidente municipal en Culiacán y secretario general en el gobierno del general Leyva Velásquez. El licenciado Barrantes era una persona culta y un hombre de buenos pensamientos, honrado, trabajador y fílogriego; sus antepasados habían sido hacendados, por cierto que me tocó ver el casco de la hacienda que se encontraba cerca de Quila; todas esas tierras habían sido repartidas y toda esa gente se dedicaba a cultivar tomate bajo la ayuda de los griegos, porque ellos tenían la mejor técnica del 51 Poseen en conjunto 60,000 hectáreas las siguientes familias: Tamayo, Clouthier, Martínez de Castro, Armando Robles, Rincón, Francisco Ritz, Gastélum, Carrillo, Raúl Ávila, Redo, Almada, Calles, Cárdenas Mora. Op. cit. p. 95. 447 cultivo del tomate. Y como les decía, llegó a esa reunión el licenciado Barrantes y les dijo a los compañeros: —Compañeros, están ustedes en un pensamiento muy malo; están pensado muy mal contra los griegos. Como todos lo sabemos, los griegos comenzaron a trabajar con sus propias manos, manejando mulas, cultivando ellos mismos la tierra y ellos gradualmente fueron abriendo el mercado de los Estados Unidos. Así que no tenemos por qué quejarnos, sino que debemos de elogiarlos porque ellos nos han abierto los ojos y nosotros todavía los tenemos cerrados. Si ellos se levantan a las cinco de la mañana, entonces nosotros, para ganarles tiempo, debemos levantarnos más temprano. Pero no, nosotros hacemos lo contrario. Ellos se levantan a las cinco de la mañana y nosotros llegamos a las nueve de la mañana y ni siquiera bajamos del caballo, sino que preguntamos desde la orilla de la propiedad, según el nombre, Pancho o José, le preguntan al mayordomo: «¿Cómo están las cosas?» Y el otro les contesta: «Bien, patrón, todo está bien». «¡Ah!, bueno, hay nos vemos, ¿eh?» Ese es el sistema de nosotros. En cambio estos señores atienden directamente las cosas. Pues con el tiempo empezaron a cambiar de modo de pensar; pero al principio hasta en los periódicos nos atacaban y en todas partes. Así como expulsaron a los chinos por toda la costa, así pensaban hacer también con los griegos. Pero la salvación de los griegos y para el progreso de Sinaloa, fue el cimiento de los griegos, como ellos mismos lo reconocen. Gradualmente (como ya dije) el problema se resolvió, las cosas poco a poco fueron cambiando. Crecieron nuestros hijos y, como era lógico, al ver la prosperidad de los griegos entonces empezaron a emparentarse las mejores familias de los sinaloenses con los hijos de los griegos y hoy es una sola familia, no hay distinción ni de griegos, ni de sinaloenses, ni de culiche. Eso sí, hemos perdido nuestra lengua porque a donde quiera que vamos tenemos que topar con parientes de nuestros hijos y tenemos que hacer la conversación en español, así que el griego se está borrando en el estado de Sinaloa. 448 Muchos me preguntan que si todavía hablo el griego y les contesto: —Sí, sí hablo el griego, porque yo siempre leo, tengo libros griegos, recibo el periódico de Nueva York y por tal motivo, ¿verdad?, no se me ha olvidado el griego. Y, lógicamente, le tengo cariño a mi lengua. Hoy no hay división alguna en Culiacán. El presidente de la Asociación de Agricultores de Río Culiacán es un hijo de griego, se llama Theojaris Crisantis, así que él es el presidente de nuestra Asociación, que aglutina a más de dos mil miembros agricultores. No tenemos por qué decir que es griego, no, simplemente es agricultor, ni culiche, porque hoy la agricultura está extendida en todo Sinaloa y es hoy el estado más próspero en agricultura. Y todo mundo estamos trabajando para el bien, para el progreso, para alimentarnos. 449 450 EPÍLOGO ¿Qué es el socialismo? C omo fui el primer nieto, mi abuelo me tenía mucho cariño y siempre, a la hora de comer, me tenía que poner en sus piernas para comenzar a comer. Ya cuando crecí tenía que estarme sentado a su izquierda, porque a la derecha se sentaba mi abuelo. Y así me tenía a su alcance y siempre me preguntaba qué quería. Siempre tenía que acompañarlo a donde iba, desde luego que esto era fuera de las horas de escuela. Me llevaba a caballo al campo y después íbamos hasta donde él tenía un rancho con ganado. Los sábados por la tarde me llevaba al templo al rosario, porque es costumbre de la religión ortodoxa ir los sábados a las seis de la tarde al templo a rezar el rosario. Entonces me llevaba a mí siempre al templo y el domingo a misa. Había cuatro sacerdotes en mi pueblo, que eran Pappajarálampos, Pappatanasios, Pappajristos y Pappatheodoros. Mi abuelo era como la cabeza de esos sacerdotes, así que cada quien tenía su barrio y cada primero de mes bendecían con agua bendita las casas; iban caminando de casa en casa. En aquella época no tenían sueldo los sacerdotes sino que recibían ayuda del pueblo. Llevaban un barro con bolsas grandes colgadas para uno y otro lado y en cada casa les tenían que hacer un regalito, ya fuera en efectivo o con semillas, pan. Y los sacerdotes les vendían estos productos a los que tenían más necesidad, que desde luego, ya sabían que el primero de mes siempre había que ir 451 con los sacerdotes a ver qué vendían. Y todo eso que juntaban, naturalmente, era para beneficio propio, porque la Iglesia, ya lo he dicho, tenía sus propios recursos, tenía bienes propios y hacía los gastos. Pero sucedía que muchas de las veces los sacerdotes se reunían en un salón que tenían anexo al templo (y yo chamaquito, como mi abuelo me llevaba, me enteraba de sus pláticas) y ahí discutían, bueno, no se peleaban a manotazos pero sí de palabra, porque había invadido un sacerdote tantas casas de su barrio y aparte la discusión sobre las colectas que cada uno hacía, y así no se podían entender entre los cuatro. Yo siendo chamaquito, me acuerdo que pensaba: «¿Cómo es posible que siendo cuatro sacerdotes no se puedan entender entre ellos?» «¿Cómo es posible entonces hacer justicia entre la población?» Y ese fue mi primer pensamiento sobre la equidad en la vida humana. En nuestro pueblo, en los albaneses, no había latifundistas, no había hacendados, no había rancheros. Desde luego que uno tenía ganado, pero sólo en cantidad suficiente, nada más para poder vivir; terreno, igualmente. Había diferencias pequeñas; no había muy ricos ni muy pobres; en mi pueblo no había limosneros. Si había un pobre con necesidades, acudía al patronato del pueblo, no hay que olvidar que estábamos bajo el yugo turco, o sea bajo el dominio del imperio otomano; todas esas ayudas se hacían por medio del patronato y desde entonces le oía platicar a mi padre sobre el socialismo. ¿Y cómo era el socialismo? (se preguntaban), pues que era la equidad, que no debía haber pobrezas y que si todos trabajábamos todos tendríamos. Así que desde entonces comencé a pensar en una equidad, todos tenían sus oficios en Mandritza y no había gente que no tuviera qué comer, ni dónde meterse; todos tenían casa. Cuando llegué a Salónica, que era la segunda ciudad de Grecia, veía unos palacetes de dos, tres pisos: —¿Y ese palacete de quién es? —¡Ah?, pues de un rico. —¿Cuántos viven ahí? 452 —Pues viven tres, cuatro gentes. —¿Y para qué quieren ese edificio tan grande? —¡Ah!, pues porque son ricos. Entonces me ponía yo a pensar: «¿Pero cómo pueden ser ricos esos?”, si uno que trabaja con sus propias manos, pues no puede enriquecerse; ni el sastre, ni el carpintero, ni el carretero, ni el hojalatero, ni el agricultor ¿por qué este amigo se hizo tan rico y se hizo de ese palacio? Y en cambio, donde vivíamos, en Sorotí, teníamos dos cuartitos con una altura de dos y medio metros y pues hasta dormíamos en el suelo, porque ni siquiera teníamos petate, ni suelo, ni jardín, ni nada. Desde entonces yo estaba pensando en una justicia, en una equidad… Y cuando oía, ya estando en el exilio en la ciudad de Salónica, que se había hecho la revolución en Rusia y se preguntaban ¿por qué se hizo? Y desde entonces decía yo: tienen razón, ¿Como es posible que un rey, un ministro, un industrial o un comerciante tengan tantos bienes, tantas riquezas, tantas cosas, y qué será de la gente pobre que no tiene ni para medicinas, ni dónde dormir? Así que ese es el socialismo, que ofrece una equidad y así debe de ser. Después de Francia, nuestro país se llegó a nombrar socialista. Francia que fue siempre el primer país, no sé si todavía continuará o cambiaría; porque es un socialismo democrático tanto en Francia como en Grecia. Igual sigue la religión, no hay prohibición de creencias; pero eso sí: todo el pueblo, todas sus gentes, ambicionan una equidad, un mejoramiento: que cada quien tenga su casa, que cada agricultor tenga su terrenito. En Grecia (para el que no lo sabe que lo sepa) no hay trabajadores. El trabajo de campo se presta, entre hermanos, entre parientes, entre amigos. No hay criadas, no hay sirvientes. Sí hay ricos (y es precisamente lo que se combate), pero se busca que haya una distribución de la riqueza, una distribución en las fábricas, que tengan dividendos todos los trabajadores. Porque, ¿quiénes dirigen una fábrica? Muy sencillo, la dirige el patrón. Pero no, señor, el patrón a veces es un analfabeto, como a mí me ha tocado conocer a muchos. Y, ¿cómo lo logró? Pues hay una astucia natural. Pues que ese indi453 viduo ha sido muy económico, muy trabajador y ha logrado a través de los años, acumulando y acumulando, que llegó a tener algo. Uno de esos soy yo, aunque no soy rico. A propósito de esto, una vez le dije a mi señora: —Ya no quiero dinero, ya no quiero dinero. ¿Qué me contestó ella?: —Dámelo a mí. —Pues tú serás ambiciosa, yo no soy ambicioso. De aquí en adelante voy a trabajar de balde; el que venga a consultarme para alguna cosa, con mucho gusto le explicaré y le enseñaré en la práctica, en el terreno, cómo se hace aquello. Así siempre lo he hecho, con mis amigos y hoy también trabajo de balde. ¿Cuál es mi trabajo? Después de atender mi huertita en mi casa y en mi campo, que no es mucho como la gente cree, piensan que soy millonario. No señor, no soy millonario, tengo lo suficiente nada más para vivir mi vejez cómodamente, sin necesidad de molestar a nadie. Con tan sólo no deberle a nadie estoy satisfecho. Así soy yo, Pappatheodorou, todavía a los ochenta años fui a atender un jardín en Jiquilpan, y así hago trabajitos. Así que esas ideas del socialismo las tengo de muy atrás. El principio fue mi padre. Él siempre pensaba con una equidad, para que todo mundo fuéramos amigos, sin diferencias. Y comentaba: —Que vamos a la casa fulana. ¡Mira nada más qué espléndido, cuánta riqueza! Y mientras vamos a la otra parte y no tiene el pobre pan ni para ofrecer. Y así era mi padre, era muy justiciero, buscaba un socialismo. Mi padre era letrado, no era universitario, pero por naturaleza tenía una inteligencia. Y como mi abuelo tenía muchos libros eclesiásticos él leía todo y se había adelantado mucho y había estudiado 454 (lógicamente) el griego antiguo; aunque no teníamos Universidad, él se había hecho autodidacta y se había penetrado mucho sobre lo que era la humanidad y de cómo debía de vivir. Y también se había penetrado en las cuestiones del comunismo, sobre el socialismo de Engels y de Marx. Así que todo esto él lo predicaba entre los amigos cuando platicaban. Y decía: «Va a llegar un día en que todas esas cosas ventajosas de la humanidad se pongan en orden». Y así es, todos debemos admirar, y así lo hago yo, lo que es comunismo y socialismo. Tienen algunas cosas malas, pero el noventa por cuento son buenas. Y gradualmente tienen que ir cambiando conforme van avanzando. Pero lo más malo que tenemos los humanos es que somos muy agresivos, pero esa agresividad creo que cuando toda la tierra se haga socialista se ha de quitar; entonces no va a haber dificultades entre los humanos. Hoy las hay porque uno quiere pisotear al otro. Hay dos países imperialistas (como dicen) pero no es así uno nada más es imperialista. El otro es justiciero. Porque toda la gente humilde busca una razón, un modo de vivir. No es justo que un individuo tenga una hacienda en donde trabajan equis cantidad de gentes y ese rico sea la cabeza y gaste todo el dinero en ir a pasearse a Nueva York, a Londres, a París. Así como estaba México antes de la Revolución; todos los hacendados vivían en París, en Londres y los trabajadores vivían en unas chocitas, durmiendo en petates y por las mañanas sacándolos con chicotas los capataces, quienes andaban de casa en casa sacando a la gente a las cuatro de la mañana para que fueran a la pizca de maíz en los llanos, no importando que fuera invierno, ni que helara; ellos tenían que salir a trabajar. Mientras los hacendados venían con lando, con automóvil, tenían un palacete ahí en la hacienda; invitaban a la gente de los alrededores, que eran sus amistades, hacían bailes. Y los trabajadores, los muchachos, ahí nada más se arrimaban a contemplar, ¿verdad?, como unos animalitos, cómo se divertían los ricos. ¿Es justo esto? En Grecia estuve el año pasado y fui precisamente para ver a mis gentes, sobrinos, primos y amigos, para penetrarme de su opinión sobre la vida, e inclusive tengo amigos intelectuales, pero allá 455 todo intelectual es un hombre sencillo, humilde, práctico; un hombre que ve lejos, un hombre que ve en la profundidad, en lo antiguo, en lo presente y para el futuro, en cómo deben de ponerse en orden las cosas. Y todos ambicionan (como lo he dicho) en un equilibrio entre todos los aspectos. En Grecia, sin ser comunistas, hay cooperativas en todas las ramas de la producción, como la azucarera, todos los que aportan la materia prima tienen dividendos. Todos los que están en la agricultura tienen sus organismos, sus empaques, todo es una equidad. Los lecheros, los ganaderos también tienen su cooperativa. Así es que sin ser comunistas buscan la manera de cómo defenderse y es así que el producto va directamente del productor al consumidor, para que no haya intermediarios, que no haya comerciantes. ¿Qué significa ser comerciante? Pues tratar de explotar al otro sin sudar. No queremos, no debemos de ser judíos todos; porque el judío está explotando a la humanidad. El judío en ninguna parte produce. Bueno, sí producen en Israel a base de sus compatriotas que viven en el extranjero, que aportan grandes cantidades para que desarrollen sus trabajos allá. Así que necesitamos afilar nuestras uñas y producir. Necesitamos enseñar a la gente que trabaje y no que sea holgazana; que no haya billares, que no haya cantinas; las cantinas son igualmente como el narcotráfico, lo mismo si permitimos que haya mucha propaganda como la de la Coca-cola, que se vende, que el coñac, que el whisky, etcétera. Cuántas familias están en la miseria porque el trabajador, al finalizar la semana de trabajo, antes de llegar a su casa a dejar el dinero a la familia, a su esposa para la comida y otras necesidades de la casa, se va primero a la cantina. Eso que no me lo platiquen a mí; eso lo siento, lo conozco y me duele cada rato al ver cómo está la gente humilde. Pero, ¿quién tiene la culpa? Necesitamos ordenarnos, necesitamos disciplinarnos, tanto el gobierno civil como el eclesiástico. Necesitamos poner cada quién de su parte, pero con ganas para buscar una equidad en el pueblo. Tenemos a los industriales y comerciantes en México; todos somos de los mismos huesos, de la misma carne. Porque no sabe456 mos si mañana vamos a morir, puesto que sabemos que hasta cierta edad llegamos a vivir, más o menos; entonces para qué ambicionamos tantos millones. ¿Por qué los políticos también se llevan miles de millones de pesos y van y los depositan al extranjero? En vez de poner aquí fábricas y decir: «¡Hombre!, voy a poner una fábrica». «Yo tengo tanto dinero. ¿Cuánto gasto para comer?, ¿cuánto gasto para pasear?» Y pregunto también a mis trabajadores a ver si se han paseado como yo. Entonces, para qué acumular ese dinero y llevarlo a los bancos en Suiza, a los bancos de Londres, de Nueva York. Por qué no dejar entonces ese dinero aquí en México para que prospere nuestro pueblo; si tener que apremiar otros pueblos. Si aquí los producimos, aquí que los tengamos; si estamos prósperos, pues hay que llevar a otros pueblos la idea de cómo vivimos mejor (como nosotros lo hicimos) para que ellos también lo hagan. Y no ir a otras partes a poner fábricas en beneficio de nosotros para explotar aquellos pueblos y venderles mercancías de menor calidad a doble precio. La familia Pappatheodorou Betancourt Ahora quiero hablar de mis hijos. Margarita y yo tuvimos ocho hijos. El primero fue Stéfanos, le pusimos el nombre de mi padre; luego siguió Ángel, a quien le íbamos a poner Amadeo como mi suegro, pero en aquel entonces, como no había sacerdote aquí en Jiquilpan ni culto, los templos estaban cerrados y como había necesidad de registrarlo, pues le puso Ángel que es el nombre de mi tío que se emigró a Los Angeles, California, y que murió en 1928, sin llegar a reunirme con él en los Estados Unidos. Después sigue Basilio, que lleva el nombre de mi hermano, quien murió en la Segunda Guerra Mundial; luego está Anna, que lleva el nombre de mi madre; sigue después Theodoro, que también lleva el nombre de mi abuelo el sacerdote; después está Fabián, nombre que tenía uno de mis cuñados que murió a los veinticuatro años, él trabajó conmigo en agricultura aquí en Jiquilpan. 457 Mi hijo Fabián murió a los siete meses de edad; es el único que tenemos en el panteón de Jiquilpan. En su sepulcro le coloqué una cruz en donde le puse el Alfa en un extremo del brazo de la cruz y la Omega en el otro extremo, luego la fecha de nacimiento y muerte en una placa, luego su nombre Fabián Pappatheodorou Betancourt, en español y griego. Así que él descansa en esa bóveda perpetua, a ver quién de los dos va a acompañarlo primero. ¡Ah!, después vino mi hija Margarita, que tiene el nombre de mi señora y de una tía de ella que fue superiora de un convento en Puebla. Y por último está mi hija Magdaliní, quien lleva el nombre de dos tías, de una tía de mi señora, que era muy cariñosa con nosotros y que murió a los setenta y siete años, era hermana de mi suegro, y también llevaba ese nombre de Magdalena por una tía mía, hermana menor de mi madre, que se llamaba Magdaliní. Ahora cada uno de mis hijos e hijas que viven han formado sus Familia Pappatheodorou Betancourt. Sentados: Margarita (mi esposa), Theodoro hijo, Pappatheodorou y Margarita. Parados: Basilio, Stéfanos, Ángel y Anna. 458 459 Margarita Betancourt, Anna y Theodoro Pappatheodorou. familias, excepto Anna, que aún sigue soltera haciéndonos compañía. No es por que sea mi hija, pero es una muchacha muy noble y muy trabajadora. ¿Por qué no fui latifundista? Yo me río porque reconozco que no soy ambicioso; desde luego que uno tiene ambiciones de llegar a una meta; por ejemplo, yo siempre quise tener un terrenito desde que vivía en Mandritza, porque veía que mi abuelo tenía su ranchito, una huerta y unos chivos, y un muchacho que le ayudaba. Como él (mi abuelo) tenía entre semana el tiempo libre, ya que sólo oficiaba los domingos, que él se dedicaba a atender su huertita, sus animalitos y así yo me fui familiarizando con el campo, sobre todo con el cultivo de los árboles, porque mi abuelo tenía ciruelos, manzanos, nogales, chabacanos. Entonces yo ambicionaba tener algo parecido a la huerta de mi abuelo. Cuando llegué a México, vine con la ambición de progresar, de hacer unos centavos, y al llegar a Jiquilpan escuchaba pláticas de que los rancheros en tiempo de lluvias se llevaban a sus familia y cargaban sus bestias con colchones y sarapes para pasar la temporada allá y unos se iban a un rancho y se juntaban todos, después iban a otros y así sucesivamente, se divertían, y pues eso era una cosa muy bonita que yo tomaba en cuenta para no perder la esperanza de llegar a tener un ranchito, que más adelante llegué a tener en La Soledad, en Poncitlán. Otra de mis ambiciones fue llegar a tener varones y los tuve. Ésta, desde luego, es una costumbre griega: ambicionar tener varones; pues Dios me dio cuatro hijos varones. Poco a poco iba logrando mis objetivos, pero fue hasta que llegué a Sinaloa que mis ambiciones quedaron más satisfechas. En esa época, cuando se construyó la primera presa que se llamó Sanalona y que se estaba desmontando, apenas si llegaba a veintitrés kilómetros el canal principal, donde yo empecé a trabajar, hasta que llegó un año bueno para la venta de las cosechas y fue hasta entonces que 460 pude adquirir doscientas hectáreas. Esto fue entre 1956 y 1957, que le dimos por nombre “el año de oro”, porque el tomate en ese año se vendió a doce dólares la caja de catorce kilos y el chile llegó hasta veintidós dólares. En aquel tiempo era poca la producción, pero ese año nos limitamos mucho por falta de agua; para esto, yo había rentado doscientas hectáreas para cultivar, pero por esa escasez de agua la Asociación de Agricultores no me autorizó más que cincuenta hectáreas para el cultivo, desperdiciándose ciento cincuenta hectáreas; pero yo seguí buscando la forma de cultivar más extensión y fue así que con mi muy buen amigo Aristeo Canelos (que ya falleció hace trece años) nos dirigimos hacia el sur de Culiacán, a unos cincuenta kilómetros, a rentarle a un amigo doscientas hectáreas. Yo me quedé con ochenta hectáreas porque tenía menos recursos y Aristeo con ciento veinte. Pues yo sembré chiles, tomates y melón. En ese año hicimos buenos centavos que me permitieron adquirir doscientas hectáreas en quinientos cincuenta mil pesos y el dueño de ese terreno era don Roberto López y quería que me quedara con cien hectáreas más de terreno plano, pero no quise, a mí me bastaba con eso, el terreno que compré estaba pegado a la carretera que va de Culiacán-El Dorado, porque me interesaba tener acceso a la carretera puesto que tenía la intención de construir una casita ahí, que quedaría a treinta y dos kilómetros de distancia de Culiacán. Así que no quise más terreno, ¿para qué tanto? Mi intención era dejarle cincuenta hectáreas a cada hijo y así lo hice. El terreno desde un principio no estuvo a mi nombre porque no estaba yo nacionalizado y era muy engorroso andar haciendo trámites con Relaciones Exteriores. Pues mis hijos, como todo buen agrarista se casaba y se apoderaba de su parte de terreno y, pues, tenían razón puesto que ¿con qué iban a mantener a sus familias? Y como una parte del terreno se lo escrituré a mi señora, pues al más chico le dijo: —Mira, hijo, este terreno te lo voy a rentar; ya cuando desaparezcamos es tuyo. 461 Y es que ese muchacho ha sido muy activo, desde chico él se independizó, prácticamente comenzó como tomador de tiempo, mayordomo y ahora es gerente general de una empresa que maneja miles de millones de pesos obtenidos del cultivo de más de mil hectáreas de cultivo de legumbres, que naturalmente esa extensión en parte la rentan y parte es propiedad que está distribuida cincuenta hectáreas por persona. Pero eso ha formado una empresa poderosa que llega hasta cultivar en Baja California y las Antillas. Pero no, yo insisto, ¿para qué querer tanto? Yo seguí el ejemplo de un alemán que vivía en Los Mochis, Sinaloa; para entonces el terreno estaba baratísimo. Y le dijeron al alemán: —Oyes, ¿por qué no compras unas cien hectáreas? Él tenía una huerta de naranjas y legumbres en una extensión de quince hectáreas y contestó. —¿Para qué quiero cien hectáreas?, si con quince vivo como rey. Así yo, ¿para qué esa ambición de enriquecerme? Además los ricos, ya los he visto en la forma como terminan sus hijos, porque los ricos se dedican ciegamente a enriquecerse y no les ponen atención. Por eso yo con lo que adquirí me quedé y era mucho, porque en Grecia no se permite una extensión mayor de diez hectáreas, que es mucho para allá; por eso digo que son socialistas en mi pueblo. Yo en realidad ya no trabajo como antes; ahora me dedico a mi huertita que tengo en Culiacán y que le puse Tracia, por amor a la provincia donde yo nací. La provincia de Tracia se limita desde el monte Rodopi, del río Néstos, del Mar Egeo, del Mar de Mármara, del Mar Negro, hasta el Danubio, toda esa porción de territorio es Tracia, y como es un territorio fértil en donde se cultiva todo menos los cítricos, los olivares se dan todo el litoral del Mar de Mármara y de Egeo toda la orilla del mar está cubierta de olivos, pero ya en el interior no hay. Así que por ser yo nativo y por ser muy próspero ese lugar le puse a mi huertita Tracia que no son más que dos hectáreas. 462 Mi hijo Basilio compró una propiedad y le puse Mandritza, por cariño a mi pueblo. Y mi hijo Theodoro, el menor, a su hija le puso también Mandritza. En mi huertita tengo ciento cuarenta y tantos naranjos, también tengo toronjo (de ese colorado), once árboles de chico zapote, es un árbol precioso con un follaje muy bonito verde subido y cubre hasta abajo; ahí mis nietos, los más chicos, juegan a la casita. Pues también tengo tamarindos, unos árboles preciosos que pusimos en el interior de la cerca de la huerta, a una distancia de ocho o diez metros uno del otro, a principios de las aguas se cosecha tamarindo; también tengo guayabos, guanábanos, plátanos, papaya. También tengo un acibuche, que es una fruta del Oriente, de China, pero es muy rica y muy solicitada. Todo aquello es mi vida. Aparte de eso yo he formado una huerta en un terreno de uno de mis hijos; ese terreno tiene una extensión de treinta hectáreas que están cerca del río de Sinaloa, en Guasave; creo que está a quince kilómetros del pueblo, hacia el norte. Pues ahí desmontó, emparejó, por cierto que atraviesa el terreno el tren de desagüe, y ahí pusimos más de cuatro mil naranjos. Apartamos una hectárea en donde estaba un pozo que renovó e instaló una bomba para que abasteciera de agua a la alberca, que mide diecisiete por siete de ancho y por un metro y medio de profundidad. También está haciendo una casita y plantando diversas variedades de árboles para uso de la casa, como papayos, guayabos, mangos, y pensamos plantar limones como defensa alrededor y además como producto. Así que esa es mi vida. Aquí en Jiquilpan tengo dos mil metros cuadrados en mi casa, y ahí también tengo un museo de árboles, a los que les dedico todas las mañanas con mucha atención y amor. Desde que empecé a trabajar con mucho ahínco por mejorar la vida decía: «Dios mío, yo lo que pido para la vejez es tener en qué entretenerme, así como se entretenía mi abuelo el sacerdote con su huertita». Y parece que Dios me hizo ese favor, porque así ha sido. Si voy a Culiacán, ahí tengo qué hacer; lo mismo si voy a Guasave, ahí tengo mi huerta también, y no se diga aquí en Jiquilpan, también 463 tengo mis arbolitos a quienes dedicarle mi tiempo libre, y así me paso el tiempo. Ya mis años son bastantes. Hoy cuento con más de ochenta y un años y no dependo de nadie porque cubro mis gastos con lo poco que he ahorrado y con la renta del terreno que nos da mi hijo, creo que es suficiente. Allá en Culiacán, en mi huertita, tengo una casa de mil metros cuadrados. Alguna vez pensé venderla, cuando el dólar estaba a doce cincuenta, pero no, la conservé y ahí llego a pasar el invierno. Yo le tengo mucho cariño a los árboles, porque durante mi trabajo de agricultura los animales me han perjudicado, me han hecho mucho daño y además el animal vive por sí mismo, él busca su comida o el agua. Pero el árbol es lo más sagrado porque desde que nacemos nos da la sombra y hasta que morimos nos da las tablas. Sin embargo, hay muchas personas que persiguen a los árboles, los maltratan, los cortan, los destruyen, sin tener la idea de lo que es un árbol. Así que el árbol desde que nace uno le tiene que arrimar el agua, si le echamos un traguito agradece, si le echamos agüita reverdece, eso es que agradece, nos da tantos beneficios con muy poco trabajo. Cuando pasan los niños por aquí me dicen: —¡Ay!, Pappatheodorou, dame una manzanita; anda, una. Y yo les contesto: —¡Ay!, niño, si a cada uno le diera una manzana en un momento se acabarían. Mi intención es que ustedes y todos vean las manzanas para que se den cuenta que en Jiquilpan sí se dan las manzanas. Mira, dile a tu papá que plante un manzano en el corral, así como lo tengo yo. ¿Por qué no puedo darte?, porque se acaban y los tengo como museo. Y así es, hay que tener mucho cariño para cuidar a los árboles y ellos sabrán agradecer dándonos sus frutos, su sombra. 464 El pueblo de Mandritza hoy Ya he platicado esto y pienso que el pueblo de Mandritza se va a borrar. Está en un ángulo en donde está completamente cerrado; antes tenía un perímetro grande y asistían todos los pueblos de los alrededores todos los domingos. Recuerdo que el valle que atraviesa el río Servia se había reducido en determinado cauce más o menos en cien o ciento cincuenta metros y en todo lo demás se había formado valle para el cultivo de productos que necesitaba el pueblo y de moreras, que había en abundancia. Hoy, el río llega hasta el centro del pueblo, encontrándose derrumbado casi la mitad del mismo. Hoy en día la población que queda en el pueblo en su mayoría son ancianos y algunos familiares de búlgaros, que son gente atrasada, que no ambicionan educación ni nada. Todos los jóvenes han salido al interior; están en Sofía, Jascobu, Plovdiv, en Barna. Mis familiares se fueron también al interior de Bulgaria. Desde luego que quedaron algunos familiares míos en Mandritza, como dos primos que son hijos de unas hermanas de mi madre; ellos ya son ancianos; pero los más jóvenes partieron porque mis gentes son personas emprendedoras. Por qué no me he nacionalizado En 1959 tomé la decisión de ir a Grecia visitar a mis gentes. Tomé esta decisión después de treinta y dos años. Como no había tenido la necesidad de nacionalizarme hasta me atrasé de no sacar la Forma 14, y fue precisamente en 1959 que empecé a realizar este trámite. Pero antes de continuar quiero decirles que no tenía necesidad de nacionalizarme porque no había encontrado en ningún lado dificultades; muchos de mis amigos políticos, generales, senadores, hasta ministros, diputados, ¡en fin!, me decían: 465 —¡Hombre!, cuando quieras vamos a que tomes la nacionalidad mexicana. Y yo les contestaba: —Pues no tengo necesidad, no he encontrado ninguna dificultad; ni nadie me pregunta de dónde vengo, ni quién soy, ni qué hago. No conozco ni la Inspección de Policía, menos las cárceles. Y así transcurrieron los años, sin sentirlo yo, y llegó el momento (como ya dije) de viajar y de tener en orden mis papeles. Entonces tuve la necesidad de ir a México al Departamento de Población Demográfico, que quiere decir inscripción del pueblo. Pues ahí en ese Departamento estaba un señor de apellido Gómez, quien me dijo: —Necesita ahora presentar cartas, documentos de dónde ha trabajado, de dónde ha tenido negocios, de un periodo de cinco años de antigüedad, por lo menos. Así llegué yo a Culiacán y naturalmente ahí todos los que me conocían de la Asociación, que tenía toda clase de documentos, me dieron una carta, que la firmó el licenciado Alejandro Barrantes, que entonces era secretario general de gobierno de la Presidencia Municipal; llevé también una carta de la Sociedad ABC y de pilón, al regresar a Jiquilpan, entrevisté a don Dámaso Cárdenas y él me dio una carta, en donde decía que me conocía desde 1929. Fui a la Cámara de Senadores y me entrevisté con Enrique Bravo Valencia, quien entonces era senador y me extendió un documento en donde decía que me conocía. Después fui a Gobernación y yo pensé que ese trámite sería más fácil porque conocía a una empleada que trabajaba ahí que se apellidaba Carreen, que pertenecía a la familia Carreen que yo conocía desde el padre, que se llamaba Agustín Carreen, que fue jefe de Hacienda del Estado; y pues yo le llevé los documentos para tramitar la Forma 14. Pero no, no fue posible. Fui dos, tres veces con el 466 señor Gómez y nada. Él me decía que iba con el oficial mayor, Gustavo Díaz Ordaz, y que le decía que no eran suficientes esos documentos. Y en la tercera vez que platiqué con el señor Gómez, que era un hombre ya de experiencia, de unos sesenta o sesenta y cinco años, me dijo: —Mire, señor Pappatheodorou, yo creo que todo lo que ha presentado es suficiente, porque me doy cuenta que otros extranjeros han presentado documentos en menor cantidad y han adquirido la Forma 14. Entonces le dije preocupado: —¿Qué debo hacer? —Pues, por qué no va a ver al oficial mayor. Y le contesté: —Pero, señor Gómez, para ver al oficial mayor es difícil; si muchas veces para verlo a usted se me dificulta, ¡ahora imagínese para ver al oficial mayor! Cuánto tiempo debo de estar por aquí subiendo y bajando. —Mire yo le voy a llevar y le voy a abrir la puerta, lo voy a introducir. Y así lo hizo. Me llevó ante el licenciado Gustavo Díaz Ordaz, del cual me imaginaba que era originario de Michoacán, por tal motivo me desenvolví y lo primero que le dije fue: —Mire, licenciado, yo he prestado servicios oficiales en el estado de Michoacán, con mi general Cárdenas, cuando era gobernador. Esto se lo dije para que me tomara un poco en cuenta y de confianza (por lo menos eso creía) y que dijera a este hombre hay que darle ya facilidades para que adquiera su Forma 14. Pues se puso como si le hubiera prendido fuego, se puso inquieto, no sé si tendría sus problemas o se puso así porque le dije en pocas palabras que era cardenista. Y continué: 467 —Señor, licenciado, usted como funcionario, pues, ¡hombre!, debe orientarme, por favor, y decirme qué clase de documentos debo presentar para que se me dé la Forma 14. Y me contestó: —Yo no puedo saber, yo no sé; usted debe presentar nada más toda la documentación necesaria para que satisfaga a la Oficina Demográfica para que le den su Forma 14. Al recibir esta contestación, entonces yo también me puse desesperado, puesto que no encontraba ya con qué palabras satisfacerlo. Y le dije desalentado: —Bueno, señor licenciado, entonces voy a ver en qué forma satisfaceré sus deseos. Y así me retiré. Al salir de la oficina de Gobernación, en el patio que me encuentro a un paisano de Jiquilpan que era Alfredo Anaya, que tenía mucho tiempo trabajando ahí, y me dijo: —¿Oyes, Theodoro, pues qué te pasa? Te veo muy agitado, ¿qué peleaste con alguien? —¡Hombre!, pues sí vengo muy disgustado. No encuentro la puerta cómo arreglar lo de la Forma 14. Y dice: —Pero me extraña. Teniendo tenazas en las manos, estás agarrando las brasas con los dedos. Intrigado le dije: —A ver, a ver explícate. —Mira, aquí está un pariente de tu esposa, es Carlos Gálvez Betancourt, 468 son primos con tu señora Margarita. Y él está en el Departamento de Personal. —¡Hombre!, qué bueno que me dices esto, muchas gracias. Inmediatamente fuimos con él y me condujo hasta donde estaba ese departamento, en la primera planta del edificio; y ahí preguntamos por el licenciado Carlos Gálvez y nos dijeron que había salido. Entonces preguntamos que cuál era el horario en que se le podía encontrar en la oficina. Ya nos dijeron que a las nueve de la mañana llegaba puntualmente. Entonces tomé la palabra y le dije al empleado: —Es pariente de nosotros, por favor le dice que vino el señor Pappatheodorou, de Jiquilpan, y que mañana vendremos con su prima hermana Margarita, que es mi esposa. Y así al día siguiente, sin perder tiempo, me llevé a mi esposa y llegamos a la oficina en donde trabajaba Carlos Gálvez Betancourt. Y ahí nos estaba esperando porque tenía él también deseos de ver a su prima, que ya hacía tiempo que no la veía y quería hacer recuerdos con ella. Pues inmediatamente nos introdujo en la oficina me dio una tarjetita para el señor Gómez; platicó un rato. Y después salimos con mi esposa y fuimos a la oficina del Departamento Demográfico y ahí en menos de quince minutos ya tenía yo mi Forma 14, y naturalmente, ya estaba muy contento, muy tranquilo. Y salimos muy sonrientes de ahí y saludando cariñosamente al señor Gómez, porque se había portado muy bien; era un hombre razonable. Y así nos fuimos a la casa de mi cuñado Othón Betancourt, que vivía en la Colonia Jardín, en donde llegábamos con mi esposa cada vez que íbamos a México. Así fue como conseguí la Forma 14, y no me he preocupado por nacionalizarme porque además no he tenido ninguna dificultad y así he vivido cincuenta y siete años desde que llegué a México. Estoy feliz, estoy tranquilo, tengo lo suficiente para vivir. Mis hijos, pues todos son mexicanos; cuando yo me casé acepté que fueran educados bajo la religión católica; algunos ya han dejado hasta de ser católicos. Pero yo creo que cada quien debe ser libre y vivir como mejorar le parezca. 469 Bueno, pues ¡por fin! que me fui a Grecia en 1959. Al entrevistarme con mis sobrinos, hijos de mi único hermano, Basilio Pappatheodorou, que era estudiante entonces y que estaba trabajando en un centro de maquinaria del gobierno; él estaba chamaco y tenía necesidad, por eso estudiaba y trabajaba. Entonces le pregunté que si quería venir a México. Y me dijo que sí. Y le contesté: «Bueno, ahora que regrese a México voy a gestionar para que legalmente puedas tú entrar». Pues para entonces existía un expediente, porque en 1939 yo hice gestiones en Relaciones Exteriores para traer a mi hermano, poco antes de que se iniciara la guerra. Fui con mi general Cárdenas, que era Presidente de la República, y le dije que pensaba traer a mi hermano porque era el único que me quedaba y que aún podía salir de Grecia. El general ordenó a Gobernación y a Relaciones Exteriores, y hasta las órdenes llegaron a Nápoles, Italia, porque no había cónsul de México en Atenas, sino que debía de abordar mi hermano el barco en Nápoles y de ahí tomar el trasatlántico italiano rumbo a México. Y así todo estaba listo para que llegara mi hermano de Grecia a México; pero sucedió que cuando mi hermano quiso salir de Grecia le comunicaron que la frontera de Italia estaba ya cerrada, que no se podía ir a Nápoles, así que por tal motivo se suspendió el viaje de mi hermano. Pero quedó abierto su expediente y por eso fui con un cuñado mío, que se llamaba Max, fuimos a Gobernación y preguntamos cuál era la oficina más adecuada para encontrar el expediente y seguir la gestión, pero ahora para mi sobrino. Al andar en el corredor de arriba del edificio nos encontramos con el licenciado Cazares, de Jiquilpan, que había sido compañero en la escuela de Max; entonces él era secretario particular del viceministro de Gobernación, licenciado Luis Echeverría Álvarez. Y como Cazares ya le había platicado al licenciado Echeverría de mí, que había un griego que se había dedicado al cultivo del gusano de seda en Jiquilpan, cuando el general Cárdenas había sido gobernador del Estado de Michoacán, etcétera, etcétera. Entonces me dijo Cazares: 470 —El licenciado Echeverría quisiera platicar con usted sobre el empleo que usted tuvo en la industria del gusano de seda en Michoacán. Yo le pasaré con mucho gusto y ahí le expone usted el problema que tiene sobre su sobrino. Y así inmediatamente nos introdujo a los dos a la oficina de él, porque en ese momento estaba ocupado el licenciado Echeverría y nos ofreció asiento Cazares. Nos sentamos un rato ahí hasta que se desocupó. Entonces se paró y se dirigió a donde estábamos nosotros. Nos paramos y nos saludó y lo primero que dijo fue: —¿Usted es Pappathedorou, el que desarrolló la cría del gusano de seda en Michoacán? —Sí, yo soy en persona, licenciado. Entonces nos ofreció que nos sentáramos en un sofá y él se sentó en un sillón cerca de mí. Comenzamos a platicar y lacónicamente le platiqué acerca de los trabajos que se habían desarrollado en la sericicultura en Michoacán. Al terminar aquello, entonces me dijo el licenciado Echeverría: —Ahora, dígame en qué puedo servirle. ¿Cuáles son los problemas que tiene que le han hecho venir hasta aquí? Y le dije: —Mire, licenciado, he venido aquí porque precisamente cuando yo estaba haciendo esos trabajos en Michoacán, antes de que se iniciara la Segunda Guerra Mundial, quise traer a un hermano mío, pero no se pudo porque eran las últimas fechas y en Italia había entrado la guerra, así que no pudo llegar porque él tenía que tomar el barco en Nápoles y así quedó interrumpido su traslado a México. Pero pasando los años dejó un hijo en Grecia y el año pasado yo estuve allá y le ofrecí a mi sobrino que yo gestionaría aquí su traslado, puesto que había un expediente de su padre y le comenté que a ver si lográbamos que él entrara 471 al país legalmente a vivir conmigo. Entonces me dijo: —Mire, Pappatheodorou, estamos ahora a finales del año, estoy seguro que hay números para introducir extranjeros legalmente al país el próximo año. ¿Por qué no se viene en febrero, una vez que ya se hayan establecido las órdenes de todo? Así que viene usted y estoy seguro que logramos introducir a su sobrino. Yo haré todo lo posible con mucho gusto, a que venga otro griego para que lo acompañe a usted, porque he tenido muy buenas noticias de usted. Y así nos despedimos del licenciado Echeverría y salimos muy contentos también. Y es que la gente que nos conoció y nos conoce sabía que los griegos somos gente trabajadora, que estamos regados por el mundo entero, que nos dedicamos principalmente al trabajo agrícola en México, producimos para comer. Y por ese motivo no me he nacionalizado. Y soy griego y más mexicano. ¿Qué espero en mi futuro? Ya estoy muy maduro a los ochenta y un años, soy la cumbre de mi familia, de todos mis antepasados yo he vivido más años y me siento todavía bastante fuerte. Mi vida, de aquí en adelante, espero pasarla activamente. No hace mucho me operaron, y como es natural ya a esta edad es imposible que uno quede completamente bien, pero no me echo a la pena, sino que por el contrario, tomo mis precauciones para seguir activo. A la muerte no le tengo miedo, a la enfermedad sí; porque he visto yo tanta gente cómo termina sus días sufriendo. Que curaciones y que más curaciones. ¿Cómo voy a terminar yo? No lo sé. Ojalá y muriera yo primero y después mi señora; porque ¿qué haría yo solo? Las mujeres siem472 Este es mi pequeño paraíso. 473 pre, pues hasta por viejitas que sean, están en la casa, en su cuartito, arreglándolo, tienen hambre, pues hacen su comidita. ¿Y el hombre en dónde se refugia? Por eso es importante el sistema que se seguía en mi pueblo con los ancianos para que no sufrieran abandono. Así que mientras viva yo seguiré trabajando, visitaré a mis gentes, siempre y cuando Dios me conceda salud para hacer todo lo que pueda y quiera hacer. Mientras viva tengo que ocuparme en algo, porque de otra manera, hago de cuenta que ya estoy medio muerto. Así que yo le hago de albañil, de electricista, de fontanero, hasta de costurero; yo mismo pongo los botones a mis camisas, a veces remiendo mis zapatos. Lo que es en arboricultura y agricultura, pues también estoy ocupado, que ya me piden un consejo para fertilizar o para fumigar, pues ahí voy a ver cuál es el problema. Y así acuden a mí, tanto viejos como jóvenes, éstos por indicaciones de los primeros; de esa forma me conocen y me tienen confianza para pedirme un consejo. La vida es ocuparse en algo, el que no se ocupa, el que se desmoraliza, es cadáver. Necesita cada uno de nosotros armarse de valor. Eso sí, hay que cuidar mucho los pies. Porque pienso yo que el día que me falte un pie, entonces sí me amolé; en un caso dado preferiría mejor estar sin brazos que sin un pie. Y es la realidad, cómo camina uno o como hace la necesidad. Cada vez que me subo a un avión me da mucho miedo, me sudan las manos y las aprieto. Pero por otro lado pienso: «Por qué me mortifico yo. ¿Y el capitán? que todos los días anda volando, ¿y el ayudante?, ¿y el mecánico?, ¿y las azafatas?, ¿y toda esta gente?» Pero, por último, lo que más me consuela es que va a ser una muerte sana, que no voy a estar en cama. Porque por mucho después de tanto tiempo que uno esté enfermo, pues llega un momento en que la esposa o los hijos llegan a decir: «Pobre de mi padre, qué le hacemos, no llega el final.» Y por eso yo quisiera mejor un accidente aéreo, ahí en un momento. 474 Lo que sí no he pensado, ¡ni lo quiera Dios!, porque soy cristiano, como digo, en lo que no he pensado es en el suicidio, porque eso es una cosa fatal para la familia. —Mira nada más se mató mi padre. —¿Por qué se mató? ¿Por qué se suicidó? o ¿Por qué se envenenó? Ese pensamiento nunca lo debemos tener, el que lea esto y tenga un problema no lo tome, porque es muy doloroso para la familia. Lo mejor es armarse de valor. Decir “Estoy bien”. Y si vemos a alguien que está mal, hay que decirle que se ve bien; hay que darle ánimos. 475 476 BIBLIOGRAFÍA Barrett M., Elionore. La cuenca del Tepalcatepec, Méx., (Col. Sep-Setentas Núm. 177178), 1975. Beauvoir, Simone de. La vejez. Méx., Hermes/Sudamericana, 1985. Ceceña Cervantes, José Luis y otros. Sinaloa: crecimiento agrícola y desperdicio. Méx., UNAM/IIE, 1974. Diccionario Enciclopédico Abreviado, Madrid, Espasa-Calpe, 1954. Gringberg, León y Rebeca. Psicoanálisis de la migración y del exilio. Madrid, Alianza Editorial, 1984. Magrassi, G. Rocca M. La historia de vida. Buenos Aires, Argentina, Centro Editor de América Latina, 1980. May, Georges. La autobiografía. Méx., F.C.E., (breviario 327), 1982. Meyer, Jean. La cristiada. Méx., S. XXI, 1974, 3 T. Moreno García, Heriberto. 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Mugica (F: FJM); Fondo Antonio Arriaga Ochoa (F: AAO) y Fondo Centro de Estudios de la Revolución Mexicana Lázaro Cárdenas (F: CERMLC). También se consultó el archivo de historia oral de este Centro de Estudios. (AHOCLC). 477 Carta del general Francisco J. Múgica al general Lázaro Cárdenas. Isla María Madre, junio 10 de 1931. CERMLC/AH, F: F.J.M. Vol. 16, doc. 29. Diploma de Pappatheodorou expedido en 1932 por el general Lázaro Cárdenas. CERMLC/AH, F: CERMLC. Caja 5, carpeta 2, doc. 27. Theodorakis (recorte de periódico). CERMLC/AH, F: CERMLC, caja 11, carpeta 1, doc. 38. Entrevista con la señora Esperanza Flores Ceja, realizada por G. García Torres el 19 de marzo de 1985, en Jiquilpan, Mich., (AHOCLC-Z1-E:135). Fernando Benítez. «El joven Cárdenas». Cuadernos mexicanos. SEP/Conasupo, 1982. Guadalupe García Torres. «La escuela agrícola industrial y comercial de Jiquilpan. Una aproximación a su historia basada en testimonios orales», en: Desdeldiez. Boletín del CERMLC, diciembre de 1985, pp. 131-160. Juan Bautista. «Mixtecos en la frontera Norte», en: La Voz de Michoacán. Morelia, del 12 al 26 de junio de 1986. 478 Índice PRÓLOGO ......................................................................................... 11 INTRODUCCIÓN ............................................................................................... 13 CAPÍTULO PRIMERO MI VIDA EN GRECIA Nuestro origen, costumbres y otros recuerdos ................................... 59 La guerra de los Balcanes y el exilio ..................................................... 90 Llegó la guerra de 1914-1918 .............................................................. 102 La guerra de Grecia contra Turquía 1921-1922 ................................ 117 Mi experiencia como soldado .............................................................. 123 Las últimos meses en mi pueblo ......................................................... 133 Rumbo a México ................................................................................... 145 CAPÍTULO SEGUNDO MÉXICO Los primeros contactos y mi experiencia como comerciante ......... 151 La cría del gusano de seda en Uruapan .............................................. 175 Cómo conocí al General Lázaro Cárdenas ........................................ 195 CAPÍTULO TERCERO MI EXPERIENCIA EN JIQUILPAN Una nueva etapa en mi vida ................................................................. 205 La hacienda de Guaracha ..................................................................... 243 El doctor Amadeo Betancourt ............................................................ 252 Reforestación en Jiquilpan ................................................................... 260 En busca del tesoro de Martín Toscano ............................................. 264 El reparto agrario .................................................................................. 271 La Escuela Agrícola Industrial de Jiquilpan ...................................... 275 479 La sericícola ............................................................................................ 288 Introduciéndome a la ciudad agrícola ................................................ 309 CAPÍTULO CUARTO TIERRA CALIENTE Cómo se vivía en tierra caliente .......................................................... 359 Y me decidí trabajar en Sinaloa ........................................................... 388 CAPÍTULO QUINTO SINALOA Los griegos y el paraíso del tomate ..................................................... 399 La Confederación de Asociaciones Agrícolas del Estado de Sinaloa ....................................................................... 433 EPÍLOGO ........................................................................................................ 451 BIBLIOGRAFÍA ................................................................................................ 477 480 Esta segunda edición de Memorias de un inmigrante griego llamado Theodoro Pappatheodorou, de Guadalupe García Torres, se terminó de imprimir en los talleres de High Print, S.A. de C.V., en el mes de diciembre de 2005. La edición estuvo al cuidado de Pedro Cortés; el diseño de la portada y la formación de interiores fueron realizados por Francisco Javier Galván Castillo; la captura por Ricardo Hernández. En su composición se usaron tipos Garamond de treintaiséis, dieciocho, catorce, once, diez, nueve y ocho y medio puntos. Se tiraron 500 ejemplares en papel cultural de 90 gr (interiores) y cartulina sulfatada de 12 puntos (portada), plastificada mate, más sobrantes de reposición. 481 482