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ISSN: 0185-3716
SUMARIO
del Fondo de Cultura Económica
Veinticinco años
sin Carlos Pellicer
Zaid, Pellicer López y Ramírez Monroy
•Manuel Ulacia
por Adolfo
Castañón
•De la barbarie
a la imaginación
por R. H. Moreno
Durán
•Óscar
Altamirano
Un profeta en Erewhon
•Aline Pettersson
Una mirada a
Nervo
•Poesía de
Pellicer, Kozer
y Muñiz Huberman
•Ana Clavel
Romper los contratos
Moreno Villa
por James Valender
SUMARIO
SUMARIO
FEBRERO, 2002
del Fondo de Cultura Económica
DIRECTOR
Gonzalo Celorio
SUBDIRECTOR
Hernán Lara Zavala
EDITOR
Francisco Hinojosa
CONSEJO
DE REDACCIÓN
Ricardo Ancira, Adolfo Castañón,
Joaquín Díez-Canedo,
María del Carmen Farías,
Mario Enrique Figueroa,
Daniel Goldin, Josu Landa,
Philippe Ollé-Laprune,
Jorge Ruiz Dueñas
ARGENTINA: Alejandro Katz
COLOMBIA: Juan Camilo Sierra
ESPAÑA: María Luisa Capella,
Héctor Subirats
PERÚ: Germán Carnero
CARLOS PELLICER: Dos poemas • 3
GABRIEL ZAID: Homenaje a la alegría • 4
CARLOS PELLICER: Dos cartas inéditas • 6
CARLOS PELLICER LÓPEZ: Hora y 20 en Las Lomas • 7
GERARDO RAMÍREZ MONROY: Carlos Pellicer:
a 25 años de su muerte • 11
R. H. MORENO DURÁN: De la barbarie a la imaginación • 13
ANGELINA MUÑIZ HUBERMAN: Pavesa • 15
JAMES VALENDER: Jacinta, otra vez • 16
ALINE PETTERSSON: Una mirada a Nervo • 19
ÓSCAR ALTAMIRANO: Retrato de un profeta
en Erewhon • 21
JOSÉ KOZER: Plegaria • 25
ADOLFO CASTAÑÓN: Algo luminoso que se pierde.
Manuel Ulacia (1953-2001) • 26
ANA CLAVEL: Romper los contratos • 28
REDACCIÓN
Marco Antonio Pulido
DISEÑO, TIPOGRAFÍA
Y PRODUCCIÓN
elδorado
Snark Editores, S.A. de C.V.
IMPRESIÓN
Impresora y Encuadernadora
Progreso, S.A. de C.V.
La Gaceta es una publicación mensual, editada por el
Fondo de Cultura Económica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal,
Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor respon-
‹ ‹ ILUSTRACIONES: CARLOS PELLICER LÓPEZ › ›
sable: Francisco Hinojosa. Número de Certificado de Licitud
(en trámite); Número de Certificado de Licitud de Contenido (en trámite); Número de Reserva al Título de Derechos
FEBRERO, 2002
SUMARIO
de Autor (en trámite). Registro Postal, Publicación Periódica:
PP09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.
Correo electrónico: [email protected]
LA GACETA
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SUMARIO
Dos poemas
✸Carlos Pellicer
✸✸
RECUERDOS DE IZA
(UN PUEBLECITO DE LOS ANDES)
ESTUDIOS
1 Creeríase que la población,
después de recorrer el valle,
perdió la razón
y se trazó una sola calle.
Relojes descompuestos,
voluntarios caminos
sobre la música del tiempo.
Hora y veinte.
Gracias a vuestro
paso
lento,
llego a las citas mucho después
y así me doy todo a las máquinas
gigantescas y translúcidas del silencio.
2 Y así bajo la cordillera
se apostó febrilmente como la primavera.
3 En sus ventas el alcohol
está mezclado con sol.
II
4 Sus mujeres y sus flores
hablan el dialecto de los colores.
Diez kilómetros sobre la vía
de un tren retrasado.
El paisaje crece
dividido de telegramas.
5 Y el riachuelo que corre como un caballo,
arrastra las gallinas en febrero y en mayo.
Las noticias van a tener tiempo
de cambiar de camisa.
6 Pasan por la acera
lo mismo el cura, que la vaca y que la luz postrera.
La juventud se prolonga diez minutos,
el ojo caza tres sonrisas.
7 Aquí no suceden cosas
de mayor trascendencia que las rosas.
Kilo de panoramas
pagado con el tiempo
que se gana
perdiendo.
8 Como amenaza lluvia,
se ha vuelto morena la tarde que era rubia.
III
9 Parece que la brisa
estrena un perfume y un nuevo giro.
Las horas se adelgazan;
de una salen diez.
Es el Trópico,
prodigioso y funesto.
Nadie sabe qué hora es.
10 Un cantar me despliega una sonrisa
y me hunde un suspiro.
• Tomados de Antología mínima, libro que nuestra casa editorial pondrá en circulación por estas fechas.
LA GACETA
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SUMARIO
SUMARIO
Homenaje a la alegría
✸ Gabriel Zaid
El siguiente texto aparece como
introducción de la Antología mínima de
Carlos Pellicer (selección, notas y
prólogo de Gabriel Zaid), libro que
nuestra casa editorial publicará
próximamente en la colección
Letras Mexicanas.
arlos Pellicer nació en Tabasco, lugar de selva y ríos, en un momento en que estaba muy vivo el sueño de una patria perfecta. Llegó
al Valle de México en 1908 (a los once años), a
tiempo de internarse en otra selva: la Revolución, el cuartelazo, la guerra civil, la guerra europea. Desarticulación de la familia:
su padre toma las armas. Acogida favorable
en la nueva “familia” que soñaba con hacerse cargo del país: los estudiantes y los grandes maestros de la Escuela Nacional Preparatoria.
Estaba vivo entonces el sueño de una
transformación social que superara todos los
egoísmos, hasta los nacionales. En las letras
españolas, América había tomado la iniciativa con Darío y Rodó, y, en vez del repliegue
y la autocrítica peninsular que siguió al 98, se
afirmaba una actitud emprendedora y visionaria que llegaba a soñar con que “los hom-
C
bres del futuro, preguntándonos cuál es el
nombre de su país no contesten con el nombre de
Brasil, con el nombre de Chile, o con el nombre de México, pero que contesten con el
nombre de América” (Rodó). En México,
Vasconcelos pasaba del pensamiento a la acción e inspiraba a los jóvenes no sólo grandes
vuelos continentales sino un espíritu de injerencia directa en la creación del México por
venir. Pintores y poetas, novelistas y arqueólogos, buscaban lo nacional en el pasado indígena o colonial, en el presente revolucionario, en el futuro socialista o comunitario
hispánico. “Bebiendo la atmósfera de su propio enigma, la nueva patria no cesa de solicitarnos” —escribía López Velarde—.
La poesía consagrada por entonces andaba en otras búsquedas. Los dioses del momento son Nervo y González Martínez. El tono que domina es elegante y doliente. La
hora, vesperal. Hay un desasimiento que no
acaba de ser desasimiento, hay una cierta
complacencia en la propia tristeza. Jardines
tristes, pálido hechizo del mundo que atrae,
pero finalmente menos que la propia inclinación, que ese dulce declive hacia el jardín del
alma. Jardines interiores, Senderos ocultos, Lámparas en agonía. Los títulos hablan por sí solos.
Los autores son distintos, pero el protagonista es el mismo. Un personaje del cual pudiera
hacerse este epitafio: hizo una religión de su
melancolía y en su seno murió.
En 1913, tanto Henríquez Ureña como Urbina, buscando una herencia específica de la
LA GACETA
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poesía mexicana, creyeron encontrarla en su
carácter melancólico. Tres jóvenes poetas,
que bien pudieran llamarse de la Revolución,
con la misma latitud con que se habla de novelistas de la Revolución, iban a romper, cada uno a su modo, el cerco de esa estrecha
definición nacional, y a encarnar nuevos personajes poéticos: Ramón López Velarde
(1888-1921), Alfonso Reyes (1889-1959) y Carlos Pellicer (1897-1977), precedidos por un
poeta veterano que rejuveneció: José Juan Tablada (1871-1945). Ninguno de ellos quiso hacer
el papel de poeta fino y melancólico. Ninguno
hubiera podido escribir como Amado Nervo:
Enrique González Martínez y yo padecemos de ese delicioso mal (o bien) de la filosofía: “Una filosofía que se sueña”, como dijera Novalis. Queremos los dos
llegar en la entraña del misterio y auscultar el dulce y tembloroso corazón de la
naturaleza. Paseamos, pensativos y enamorados, frente al zócalo de granito en
que la esfinge, nuestra hermética ciencia,
ostenta su doncellez inmortal, y tenemos
los ojos cansados de mirar sus ojos inmóviles y profundos...
López Velarde, yendo al encuentro de su
novia imposible hasta el fondo de la conciencia, descendiendo al infierno de la contradicción, buscó y halló la realidad de su patria: la
nueva patria cuyo concepto era “hoy hacia
adentro”.
Alfonso Reyes, como Goethe en su situación de alemán, para no sentirse en el aire,
vuelve a las fuentes clásicas en busca de expresión nacional, y así también al Siglo de
Oro español.
Pellicer busca su patria hacia fuera y halla
tierra firme en la plataforma del continente.
Mucho antes que Neruda, empieza a cantar
los puertos y las playas de América. Vive en
Colombia y Venezuela, de 1918 a 1920, enviado como líder estudiantil por el gobierno de
Carranza. En 1922, acompaña por América a
Vasconcelos, quien prologa más tarde su segundo libro (Piedra de sacrificios. Poema iberoamericano, 1924): “Pertenece Carlos Pellicer a la
nueva familia internacional que tiene por patria al continente y por estirpe la gente toda
de habla española”.
Pellicer busca la nueva patria hacia fuera,
en la novedad primigenia de la Creación que
SUMARIO
SUMARIO
•Marcapasos•
empieza a ser poblada. Tiene la confianza
creadora de un fundador de ciudades, el optimismo cristiano de la generación del Ateneo, los grandes vuelos de Vasconcelos, la
desenvoltura de un ciudadano del mundo.
Tiene ojos para ver la hermosura de lo concreto, alegría de estar vivo y humildad para
ser natural en la naturaleza, para aceptar los
límites como formas gozosas. Ni los fracasos
ni las decepciones son capaces de cerrarlo a
la gracia. Su obra es ante todo homenaje; fresco, desgarrado, reconciliado, homenaje a la
alegría.
La frescura, el desgarramiento, la reconciliación, pueden señalar tres etapas en su
poesía.
1. Los libros escritos antes de los treinta
años: Colores en el mar (1921), Piedra de sacrificios (1924), 6, 7 poemas (1924), Hora y 20 (1927),
Camino (1929) y Exágonos (1941). Estos libros
son una explosión, un giro tan inusitado en la
historia de la poesía mexicana, que bajo cualquier previa definición de nuestra poesía habría que excluirlos o cambiar de definición.
En el cauce de una tradición que se iba ensanchando o alisando por erosión, son una voladura que abre nuevos cauces, la alegría desbordante y revolucionaria, la destrucción
creadora. Y esto, sin conspiración y sin cálculo, sin manifiestos y sin ismos: por expansión
vital. Imágenes sorprendentes, ritmo, frescura, agilidad, sentido del humor, ocurrencias,
el mar, el sol, América, irrumpen como nunca, o por primera vez, en la poesía mexicana.
2. La segunda etapa, que ya se anuncia en
Camino, está en los libros publicados a los
cuarenta años: Hora de junio (1937) y Recinto
(1941). A la explosión sigue un repliegue. La
voz se vuelve íntima. Después de algunos
años en silencio, habla “la silenciosa música
de callar un sentimiento”. En vez de la imaginación y la inventiva, predomina el corazón.
Desaparecen los discursos. El soneto adquiere una importancia especial: de recogimiento
en formas delimitadas. La naturaleza no se
desdibuja, pero el paisaje humano es el que
cuenta.
3. El último Pellicer empieza a publicar a
los cincuenta años: Subordinaciones (1949),
Práctica de vuelo (1956), Material poético (1962),
Esquemas para una oda tropical (1976), Cuerdas,
percusión y alientos (1976). Tiene la voz de un
joven poeta que recobra su alegría, pero que
ya no puede olvidar el silencio. El gran
aliento se vuelve magistral en el “Canto del
Usumacinta”, en el “Discurso por las flores”. El soneto se vuelve religioso y brota
con abundancia. El repliegue se vuelve recogimiento para cantar la Navidad: la perpetua renovación.
Los diversos estudios sobre Pellicer han
ido acumulando observaciones y puntos de
vista dignos de reconocerse. A pesar de su
buena prosa, concentración en la poesía. Longevidad poética (perpetua juventud). El más
americano de nuestros poetas. El de obra más
vasta y variada. Poesía de grandes monumentos y delicadas miniaturas. Nuestro primer poeta realmente moderno. Nuestro Huidobro. Renueva la tradición de los poetas
para los que el mundo exterior existe (Balbuena, Othón). Pero su poesía pertenece al
porvenir, inicia un nuevo diálogo con la naturaleza. Franciscanismo, alegría de estar vivo. Connaturalidad con las cosas: ve en la naturaleza expresiones de persona, y en su
persona el agua, ceibas, pájaros. Capacidad
de juego y entusiasmo, libre trato de tú con la
poesía, gusto por lo sensual de la palabra.
Sentido del humor, vuelo de imágenes.
Por la poesía, el hombre va poblando el
planeta, ha dicho, más o menos, Hölderlin.
Entre el puñado de grandes poetas que han
ido haciendo habitable el continente, Carlos
Pellicer es el más animoso. Le ha puesto casa
a la alegría, y nos invita a avanzar, a la confianza creadora sin la cual no se extiende el
reino del hombre.
LA GACETA
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Publicado hace 50 años, en
1951, cuando Octavio Paz contaba 37 años y ya había publicado
Libertad bajo palabra (1949) pero no todavía Piedra de sol
(1957), el breve libro de poemas
en prosa, narraciones, fábulas y
fantasías que lleva por título
¿Águila o sol? se encuentra en
el mediodía creador del poeta y
no sólo marca la intensidad de
una búsqueda personal “Hacia
el poema” —como se titula la
serie de aforismos con que concluye el libro— sino que perfila
esa reinvención de la persona y
el quehacer poético que es uno
de los rasgos de la obra poética de
Octavio Paz. En ¿Águila o sol?
el signo ascendente del surrealismo cristaliza en un conjunto
de prosas de rara intensidad y
perfección en los que el paisaje
mexicano se transfigura en ardiente puerta visionaria.
En ¿Águila o sol? alternan
las corrientes de “el canto poético y la reflexión analítica”, como supo señalar en su “Homenaje a una estrella de mar” Julio
Cortázar. La marcha “hacia el
poema” emprendida por el autor
entraña no sólo una transgresión y reinvención de los géneros sino también la realización
plena —a la vez nocturna y solar— de una gramática de la
creación donde los objetos cobran vida y el tiempo y la historia
son presa de una metamorfosis
liberadora que parte de la constatación de la desnudez y de la
soledad del poeta que se levanta entre el mediodía y el llano,
entre el páramo y la plenitud.
SUMARIO
SUMARIO
Dos cartas inéditas
✸ Carlos Pellicer
Villahermosa, Tab., a
2 de abril de 1952.
Sr. Gral.
Julio Pardiñas Blancas
Comandante de la XXX Zona Militar.
Presente
Respetado y fino amigo:
Hoy en la tarde tuvimos la pena de escuchar los estruendos de las trompetas y cajas militares que nuevamente están trabajando en el callejón posterior del edicio del Museo Tabasco. Durante hora y media aproximadamente tenemos que abandonar nuestra tarea y sacar a la Plaza de Armas
todo el material arqueológico, pues el sonido tremendo ha roto más de 500
objetos.
¿Sería posible que tan diabólica música encontrara otro lugar para sus
ensayos?
Dejo a la consideración muy fina y discreta de usted, tan grave problema que puede afectar, sin duda alguna, los destinos de Tabasco.
Un apretón de manos de su humilde amigo,
México, D. F., a 16 de diciembre de 1956.
Carlos Pellicer Cámara.
Sr. Lic. Don Enrique Sosa.
Secretario Particular del
Sr. Ministro de Hacienda.
Presente
Muy estimado y recordado amigo:
Mis ausencias tabasqueñas me han impedido tener el gusto de ir a saludarlo y ahora distraigo su atención rogándole de la manera más encarecida
se sirva usted decirme si el señor Clemente Peredo Ugalde podría ocupar
no exactamente el puesto de Secretario de Hacienda, pues me parece que
está ocupado ahora, pero sí una plaza de guardián nocturno en esa supermillonaria Secretaría. En caso de que esto fuera posible, lo confirmaría mi
invitación para ver el Nacimiento de mi casa y que usted recuerda hace cinco años no lo hago.
De todos modos tenga usted la bondad de recibir mis anticipadas felicitaciones por Navidad y Año Nuevo para usted y todos los suyos, en particular para el señor su padre a quien siempre recuerdo.
Cualquier noticia, sobre el asunto que motiva este extraño documento
sírvase usted dirigirla a Sierra Nevada 779 Zona 10 (Lomas) donde vive este su pobre y humilde amigo que tanto lo estima.
Carlos Pellicer Cámara.
LA GACETA
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SUMARIO
SUMARIO
Hora y 20 en Las Lomas
✸ Carlos Pellicer López
principios de 1925, la familia Pellicer Cámara emprendió una
nueva mudanza. El matrimonio
del profesor en farmacia Carlos
Pellicer Marchena y doña Deifilia Cámara
Ramos, con sus dos hijos, Carlos y Juan José,
cambiaban por cuarta vez su domicilio. Dejaban el apartamento de Moneda 12, donde habían vivido los últimos 10 años, muy cerca de
la segunda vivienda que ocuparon en la ciudad de México, en el número 1 de la calle del
Seminario, prácticamente contigua a la Catedral. Desde 1908, cuando dejaron San Juan
Bautista y su casa de Sáenz 35, habían vivido
en el mero centro de la ciudad. Pero esta vez,
el cambio era a un barrio lejano y despoblado, en una nueva urbanización por el sur-poniente, más allá del ya retirado Bosque de
Chapultepec. El nombre de la colonia era
presuntuoso y anunciaba el nuevo rumbo
que marcaba la moda. Ya no se trataba de
imitar a los europeos, sino a los norteamericanos. De seguro, para ninguno de los Pellicer Cámara fue fácil aceptar que aquellos lomeríos vecinos al centenario bosque se
llamaran “Chapultepec Heights” y desde un
principio —como el resto de los capitalinos—
ignoraron esa denominación y para abreviar
familiarmente se refirieron al presuntuoso
barrio como “Las Lomas”.
Alguna vez escuché, como curiosa razón
para este cambio radical, la falta de un espacio
donde sembrar un huerto de verduras y flores
y criar unas gallinas, gustos que doña Deifilia
no pudo darse en tantos años. Sin embargo,
hay una contradicción entre este afán campirano de mi abuela en el retrato que hace de
ella el poeta en el “Nocturno a mi madre”:
“Mi madre es alegre y adora el campo y la
lluvia, / y el complicado orden de la ciudad”.
Creo que hay una idealización —con licencia poética— en esta señora que quiere vivir en el campo y en el bullicio de la ciudad.
Tal vez el hijo quería verse reflejado en la madre y así quiso verla como otra “ayudante de
campo del sol”. No dudo que gran parte de la
iniciativa para comprar un lote en aquellas
laderas inhóspitas y construir una casita —la
séptima que se levantó en Chapultepec
Heights, según me contaron— haya sido precisamente del poeta, que se reconocía en los
paisajes de Tabasco y Boyac, en los mares de
Campeche y Río de Janeiro, en las aguas del
Iguazú y el Tequendama. La ciudad que tan-
A
to le había ofrecido, donde había aprendido a
mirar el Valle, paradójicamente le impedía
ver su paisaje. El apasionado excursionista,
de pronto, se veía apresado tras las rejas de
un balcón, en un domingo gris, con sólo automóviles ante su mirada que chocaba contra la
catedral... ¡hipotecada!
La única solución —continúa el poeta—
sería convertirse en pintor, para recrear el
paisaje ausente o, mejor aún, instalar un estudio en los llanos de Apam. En la “Elegía” de
1922, nos queda claro no sólo el fastidio que
producía el entorno urbano en el joven viajero que pedía los ojos en las manos, sino la necesidad de ejercer esa refinada sensualidad,
aprendida en los cuadros magníficos de José
María Velasco, desde un mirador apropiado.
El cambio de domicilio implicaba grandes riesgos, como el que corría don Carlos al
instalar una botica en la trastienda de la nueva casa, esperando que pronto creciera el vecindario para subsistir. (Aunque no dependía
económicamente sólo de ese trabajo, ya que
por las mañanas atendía su empleo en el laboratorio de la Secretaría de Guerra y también en la botica de su hermano Tomás.) Otro
problema era el de la distancia a las fuentes
de trabajo —para los dos Carlos— y lo mismo sucedía con el colegio de Juan y el mercado donde se surtía doña Deifilia. A todo esto
hay que añadir la necesaria hipoteca de terreno y construcción. Pero la familia estaba bien
curtida por las aventuras que la Revolución
le había generosamente deparado, y una
más, con promesa poética, fue aceptada. A
quien parecía más ilusionado con la nueva
vivienda, poco le duró el gusto del estreno.
A los cuantos meses, en una conversación
con José Ingenieros, éste le “disparó” —en
el doble sentido del término— un viaje a París, “para conocer la Victoria de Samotracia”.
Carlos apenas había tenido tiempo para
cuidar los detalles de la casa —que eran muchos—. Naturalmente el presupuesto inicial
había sido rebasado. El 724 de la calle de Sierra Nevada era una construcción económica
y sencilla; se destacaba no sólo por su aislamiento sino por un sorprendente color ultramar (“Trópico, para qué me diste las manos
llenas de color”) que la hacía visible desde
muy lejos y que pronto le dio nombre entre el
creciente vecindario como “la casa azul”.
En una sola planta se distribuían la sala,
el comedor y la cocina, con dos baños y dos
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Con motivo de este aniversario el Fondo de Cultura Económica ha lanzado dos ediciones:
una conmemorativa de lujo, cuya edición es única, limitada y
numerada; más otra edición bilingüe, en español y portugués,
traducida por el poeta y crítico
brasileño Horácio Costa.
Ambas fueron presentadas
con gran éxito en la XV Feria Internacional del Libro de Guadalajara.
Felicidades a Enrique Florescano, autor y amigo de nuestra casa editorial, por haber obtenido
recientemente el Premio Francisco Javier Clavijero, que otorga el gobierno del estado de Veracruz, a través de su instituto
cultural, como reconocimiento
a quienes han hecho aportaciones importantes a la cultura y el
arte en nuestro país.
Múltiple es el nombre de la nueva revista que dirige, desde Perú, Germán Carnero, representante de nuestra editorial en ese
país y miembro del Consejo de
redacción de La Gaceta. Abre
su primera entrega con un ensayo de Ricardo González Vigil,
titulado “Dos ínsulas extrañas”,
sobre dos de nuestros dilectos
autores: Emilio Adolfo Westphalen y Blanca Varela. Deseamos desde estas páginas larga
vida a la revista.
En nuestra entrega anterior relacionamos algunos aniversa-
SUMARIO
SUMARIO
recámaras. Como ya dije, por un costado se
tenía acceso a la botica que formaba parte de
la misma construcción. El estudio del poeta
era el único “lujo” de la casa, ya que estaba
solo en el segundo piso y ahí lucían los estantes con libros y toda clase de objetos junto,
ante y sobre ellos; las reproducciones en yeso
de figuras de Chichen-Itzá y los auténticos
sarapes de Saltillo, la incipiente colección de
pintura y las artesanías en madera, barro y fibras en las que mucho habrá influido el ejemplo y el consejo de Roberto Montenegro. El
estudio desembocaba por un extremo a un
pequeño mirador que ofrecía bajo sus tejas y
entre sus arcos de juguete un lugar estratégico para divisar los horizontes perfectos del
gran Valle.
A principios de octubre el poeta se despidió de sus padres y de su hermano y de su
casa azul de Las Lomas. La tristeza era grande, pero más la ilusión por “ver de tocar” el
mundo europeo. Pellicer abría el último capítulo de su juventud que se prolongaría por
cuatro años, recorriendo Francia, Italia, Grecia, Egipto, Turquía y Tierra Santa, España,
Inglaterra y los Países Bajos.
De estos años no existe correspondencia
del poeta con su familia, salvo dos cartas a
Juan y algunas tarjetas postales. La explicación parece ser la persecución y encarcelamiento a los vasconcelistas en 1929-1930. Entonces mis abuelos entregaron un paquete
con esa correspondencia a un vecino para
guardarla, pero éste no quiso arriesgarse y la
quemó. Así se habría perdido una parte del
epistolario, pero en cambio se conservó, entre
los baúles que Pellicer regresó de Europa, toda la correspondencia de don Carlos, doña
Deifilia y Juan.
Juan José Pellicer Cámara fue el último de
los hijos del matrimonio. Luego de Carlos,
que nació en 1897, nació Ernesto al año siguiente. Ernesto, de quien se conservan objetos personales y algunas fotografías, vivió
hasta los siete años y murió por alguna enfermedad infecciosa. Mi tío contaba que Ernesto
era un niño de un talento excepcional y el día
de su sepelio suspendieron labores todas las
escuelas de San Juan Bautista. En ninguna de
las fotografías deja ver ni un asomo de sonrisa: unos ojos melancólicos en un rostro finamente dibujado y una larga cabellera de oro,
ondulada, hasta los hombros. Fue el compañero natural e íntimo de juegos de Carlos,
quien hasta su muerte lo recordaba con rara
nitidez. Los tres o cuatro embarazos siguientes de doña Deifilia terminaron mal, ninguno
sobrevivió. Debe haber sido un tiempo difícil y amargo para el joven matrimonio, y para el primogénito, solo. Luego de abandonar
en 1908 la futura Villahermosa, ya instalados en
la ciudad de México, probarían nuevamente
y por última vez, fortuna para lograr otro hijo.
Así nació el 2 de junio de 1910 un niño rubio, a quien bautizaron con el primer nom-
bre de Juan, en memoria del abuelo materno
—don Juan Cámara—, añadiendo el de José,
santo muy venerado por doña Deifilia y en
cuya fiesta había sido bautizado Carlos.
Cuando Carlos, 13 años mayor, partió para Europa, dejaba a un hermano de apenas
15, de temperamento fuerte, delgado (podía
sostener el libro de geografía entre los omóplatos), con una mente clara y un corazón
más claro todavía. Sorprende la prosa del
muchacho que es capaz de poner en el papel
lo que siente y describir la vida que se va
abriendo en la familia, en la escuela, en su
gran afición taurina, en sus estudios de violín, en sus balbuceos poéticos. Por donde camina su paso es franco, seguro. Se atreve, con
toda humildad, a dialogar con el poeta. Alguna vez hasta lo intenta ejercitando su francés
de colegio. En repetidas ocasiones, describe
la casita azul de Las Lomas, con sus alrededores, sus mañanas y sus atardeceres, su vegetación, los grupos de palomas y de ranas,
en fin, se refiere a muchas cosas que el poeta
ha descrito en sus poemas y más aún, que el
mismo poeta ha procurado y construido.
Aquí quiero hablar en especial de las cartas de Juan porque creo que iluminan el entorno que rodeó al poeta en Las Lomas y de
cómo éste se reflejó en buena parte del poemario que publicaría en París dos años más
tarde —1927— bajo el atractivo, desenfadado
y muy cubista título de Hora y 20.
Si todos los sentidos eran transmisores de
privilegio para el poeta, los ojos —“por donde todo bien y mal nos llega”— ocupaban la
primera línea. La imagen visual es la materia
prima fundamental de toda su poesía, y esto
explica en buena medida su estrecha relación
con el mundo de las artes plásticas y su amistad con pintores, escultores, grabadores, fotógrafos y arquitectos. Pellicer reacciona casi de
modo automático al medio visual que lo rodea y hasta en su poesía introspectiva o religiosa mira, descubre elementos plásticos para construir el poema.
Desde su primer libro Colores en el mar y
otros poemas el poeta nos cuenta lo que ve. En
Hora y 20, el recuento nos muestra lo que vio
aquí en Las Lomas y lo que vio al principio
de su estancia europea. Entre los primeros
hay un grupo de seis poemas, fechados en
1925, y es curioso encontrar en cada uno de
ellos una o más referencias a la nueva casa y
su entorno. Esto queda bien claro gracias a
las descripciones de las cartas de Juan, que
forman un verdadero diálogo fraterno cuando se leen en contrapunto con dichos poemas.
Los grupos de palomas aparecen casi al
inicio de la correspondencia. Juan cuenta
también de su queridísimo perro Duque, que
murió al poco tiempo causándole gran dolor,
y el “viejito” es naturalmente su padre, don
Carlos, del que toma una cariñosa distancia
para describirlo. El hermano menor encuentra metáforas afortunadas y afila su mirada
LA GACETA
8
para descubrir sesgos poéticos en las descripciones. A sus 15 años es, indudablemente, un
discípulo aventajado.
Ahora el Duque está atrás de mí, hecho un garabato. La tarde es muy linda.
El sol gasta mucho en iluminar las nubes
que, como son de vapor, aprovechan su
fuerza elástica, moviendo la luz y los colores.
Un viejito muy simpático está arreglando el jardín (?). El tiempo está muy
agradable. Los días son bonitos, mañanas
frescas y claras, tardes azules y crepúsculos en sol mayor.
[Fragmentos de la carta del
3 de noviembre de 1925].
Un mes más tarde, el 7 de diciembre, Juan
vuelve a ponderar el campo que lo rodea, pero alerta de la soledad que pesa sobre doña
Deifilia.
Yo no quisiera irme pues el campo me
atrae y tu estudio me hace pasar horas sosegadas, arreglándolo y leyendo y estudiando. Si vieras qué arreglado está y qué
limpiecito. Me gusta mucho estar allá, solo, oyendo el viento que silba encajonado
en la barranca. Pero mamacita ya no debe
estar aquí, tan lejos, tan sola. Yo por mi
parte viviría aquí, viendo los cerros tan
grandes y llenos de color y la ciudad a la
vista, lo mismo de día que de noche.
Otro fragmento de la carta, escrita el 7 de
agosto de 1929, dice así:
La colonia está poblándose mucho, pero
por nuestro rumbo no hay más que dos o
tres construcciones que están algo cerca
de la casa. Mejor que sea así, pues nosotros
seguimos viviendo enteramente en el campo. Hoy es domingo en la mañana, el día
está maravilloso y aquellas montañas
que están atrás del Country Club se ven
clarísimas, dejando ver sus bosques de
verde obscuro, sus lomas de pastos muy verdes y aquellas barrancas y empedrados de
un color rojizo tan hermoso. El cielo está
profundamente azul y hay muchas nubes
blanquísimas. Todo lo veo limpio y nuevo.
Da gusto respirar el aire tan puro y siente
uno deseos de vivir siempre aquí, en esta
casita tan limpia, tan arregladita, con nuestros dos viejos que nos quieren tanto.
Las palomas están allí en el caminito
que va para la calzada. Son unas treinta,
blancas, negras (aquellas que trajiste), grises y que ahora de repente vuelan todas
ruidosamente y van a ponerse en el pretil
de la azotea.
Hay muchas flores: mirasoles, bugambilias, rosas (aquellos dos rosales que
SUMARIO
SUMARIO
compraste, están preciosos), geranios que
están alrededor de la casa y que en el fondo azul de las paredes ponen su color rojo, rosa y solferino. La madreselva que está a la entrada de nuestro cuarto está muy
grande y ya va cerca de la ventana de tu
estudio. En las noches de luna abro la
puerta del cuarto para que entren la luna
y el santo olor de la madreselva. Los pinos que están frente y a la derecha de la
casa, están crecidísimos, los otros también pero no tanto. Ya hay banqueta desde la casa hasta el Paseo de la Reforma y
también hay ya árboles en toda la orilla
de la banqueta. En fin hermanito querido,
tú siempre estás aquí en la casa, todo, todo trae tu recuerdo. Allí en el comedor,
las bellísimas bandejas de Uruapan, los
juguetes, los cuadros, me hacen acordar de
tus gustos por los colores fuertes y bellos.
Ahora sabemos que los “Grupos de palomas” no sólo fueron cazados por el ojo del
poeta, sino criados a propósito para esta cacería. La descripción que hace Juan de las palomas termina con un giro paralelo al del automóvil que irrumpe de improviso en el grupo
haciéndolas volar hasta regresar a posarse en
el alero. Y el recurso del fotógrafo en el poema
no habla sólo del ojo cazador del poeta, sino
de un gusto compartido entre hermanos.
Te darás cuenta por las fotografías, que la
casita sigue igual que antes, que yo nada
he descuidado y procuro que todo esté
arreglado. [Fragmento de la carta de 26 de
febrero de 1927].
Te mando otra fotografía de la casa. Si tuviera tejas se vería encantadora. [Fragmento de la carta del 31 de octubre de 1926].
GRUPO DE PALOMAS
1
Los grupos de palomas,
notas, claves, silenciosas, alteraciones,
modifican el ritmo de la loma.
La que sabe tornasol afina
las ruedas luminosas de su cuello
con mirar hacia atrás a su vecina.
Le da al sol la mirada
y escurre en una sola pincelada
plan de vuelos a nubes campesinas.
2
La gris es una joven extranjera
cuyas ropas de viaje
dan aire de sorpresas al paisaje
sin compradoras y sin primaveras.
3
Hay una casi negra
que bebe astillas de agua en una piedra.
Después se pule el pico,
mira sus uñas, ve las de las otras,
abre un ala y la cierra, tira un brinco
y se para debajo de las rosas.
El fotógrafo dice:
para el jueves, señora.
Un palomo amontona sus erres
cabeceadas,
y ella busca alfileres
en el suelo que brilla por nada.
Los grupos de palomas
—notas, claves, silencios, alteraciones—,
modifican lugares de la loma.
4
La inevitablemente blanca,
sabe su perfección. Bebe en la fuente
y se bebe a sí misma y se adelgaza
cual un poco de brisa en una lente
que recoge el paisaje.
Es una simpleza
cerca del agua. Inclina la cabeza
con tal dulzura,
que la escritura desfallece
en una serie de sílabas maduras.
5
Corre un automóvil y las palomas vuelan.
En la aritmética del vuelo,
los ochos árabes desdoblándose
y la suma es impar. Se mueve el cielo
y la casa se vuelve redonda.
Un viraje profundo.
Regresan las palomas.
Notas. Claves. Silencios. Alteraciones.
El lápiz se descubre, se inclinan las lomas,
y por 20 centavos se cantan las canciones.
Al final del fragmento de la carta anterior,
hay una rápida mención del comedor y sus
decorados. Es importante porque ahí podemos imaginar la naturaleza muerta con “colores fuertes y bellos” que inspiró el sonriente y gozoso estudio, visto a través de una
ventana:
ESTUDIO
La sandía pintada de prisa
contaba siempre
los escandalosos amaneceres
de mi señora
la aurora.
Las piñas saludaban el medio día.
Y la sed de grito amarillo
se endulzaba en doradas melodías.
Las uvas eran gotas enormes
de una tinta esencial,
y en la penumbra de los vinos bíblicos
crecía suavemente su tacto de cristal.
¡Estamos tan contentas de ser así!
Dijeron las peras frías y cinceladas.
Las manzanas oyeron estrofas persas
cuando vieron llegar a las granadas.
Los que usamos ropa interior de seda...
LA GACETA
9
rios de autores que se celebrarán este año. José Aníbal Campos, quien ya ha colaborado en
estas páginas con una traducción, nos manda un correo para
decirnos que habrá que recordar también al austriaco Herman Broch, a cincuenta años de
su muerte. Esperamos dedicarle al autor de Los inocentes algunas páginas en una próxima
entrega.
Otros aniversarios que no incluimos en la lista del mes pasado los encontramos en las
páginas de cultura de La Jornada: seis siglos del nacimiento
de Nezahualcóyotl, 400 años del
Otelo de Shakespeare y 150
años del nacimiento de José
Guadalupe Posada y Leopoldo
Alas “Clarín”. Y varios centenarios más: el fotógrafo Manuel
Álvarez Bravo, el arquitecto
Luis Barragán, los pintores María Izquierdo y Wifredo Lam, el
cineasta italiano Vittorio de Sica
y el norteamericano Langston
Hughes.
Al cierre de este número de La
Gaceta nos enteramos de la
muerte de Guadalupe Dueñas a
los 93 años de edad. Su libro de
cuentos Tiene la noche un árbol, premio José María Vigil, fue
publicado en nuestra colección
Letras Mexicanas en 1958. Descanse en paz.
SUMARIO
SUMARIO
dijo una soberbia guanábana.
Pareció de repente que los muebles
crujían...
Pero ¡si es más el ruido que las nueces!
Dijeron los silenciosos chicozapotes
llenos de cosas de mujeres.
Salían
de sus eses redondas las naranjas.
Desde un cuchillo de obsidiana
reía el sol la escena de las frutas.
Y la ventana abierta hacía entrar la
montaña
con los pequeños viajes de sus rutas.
De igual modo, encontramos en el fragmento de la carta anterior muchas referencias
a los paisajes de “Las colinas”, capturadas
por la mirada del poeta para dibujarlas “de
un solo trazo”, mojando largo el pincel ...
LAS COLINAS
Dibujar las colinas
de un solo trazo,
aquietar las palabras y unirlas
debajo de los árboles;
ponerlas a pacer o esparcirlas
entre las huellas de todos los caminantes
de la dulce vereda que declina,
o comprar palabras nuevas
en las tiendas de colores con brisa,
en fin, salir a la puerta y en el aire,
sencillamente,
dibujar las colinas.
Sus viajes son tranquilos y pequeños.
Son viajes a tres tintas
a flor y fruto de senderos
por donde pasa el arco iris
sin paraguas. El azul que da el cielo
por ese lado,
juega algunas veces a ser verde.
Y hay un don de amistad en las colinas
desde mi casa, en los atardeceres.
Conversación.
—Nosotras estamos aquí siempre.
Nunca vamos a la ciudad.
Estamos convencidas de la belleza
del Iztaccíhuatl y el Popocatépetl.
Cuando seamos grandes aprenderemos
también a patinar sobre la nieve.
—Pero si ustedes son más hermosas;
son la sonrisa
de mi caja de lápices. Ahora
mismo me lo decían
las palomas.
La opinión de las águilas
claro está que es muy otra.
Pero esos zopilotes estandartes...
Les envidio a ustedes la tarea
de recoger las estrellas
que quedan tiradas en la mañana.
—Sí; tenemos ya una colección bastante
completa.
Dicen que las pagan muy bien en
Groenlandia.
¡Dibujar las colinas!
Repartirles los ojos
y llevarles palabras finas.
Mojar largo el pincel; apartar la neblina
de las nueve de la mañana,
para que el vaso de agua campesina
se convierta en alegre limonada.
(Estos mismos elementos de su entorno
siguieron apareciendo en poemas de Hora de
junio y Subordinaciones).
Hay un comentario en la carta del 25 de
junio de 1926 que nos hace sonreír doblemente, pues no sólo nos descubre que Carlos además de las palomas y el loro, los árboles y las
flores, el mirador y los paisajes, había ideado
una fuente ¡con ranas de verdad! Juan usa una
feliz descripción de doña Deifilia, llena de sol
tropical:
Las ranas que pusiste en la fuente, o sus
descendientes, nos dan unos ratos terribles
pues con su ruido de hamaquero, como dice mamacita, meten una bulla horrorosa.
Ahora sabemos por qué llegaron las asonancias y los versos —sin ruido de hamaquero— al poema “Estudio”:
ESTUDIO
Esta fuente no es más que el varillaje
de la sombrilla
que hizo andrajos el viento.
Estas flores no son más que un poco de
agua
llena de confeti.
Estas palomas son pedazos de papel
en el que no escribí hace poco tiempo.
Esa nube es mi camisa
que se llevó el viento.
Esa ventana es un agujero
discreto o indiscreto.
¿El viento? Acaba de pasar un tren
con demasiados pasajeros...
Este cielo ya no le importa a nadie;
esa piedra es su equipaje. Lléveselo.
Nadie sabe dónde estoy
ni por qué han llegado así
las asonancias y los versos.
El primer día de agosto de 1927, Juan deja
correr largo la escritura y habla también de
sus paisajes interiores. Sus metáforas son
arriesgadas y sorpresivas. Es claro que ha estado ejercitando la poesía y muy pronto se
atreverá a someter algunos ejercicios poéticos
al hermano y poeta mayor. Sus modelos son,
naturalmente, Lugones y López Velarde. (Estos ejercicios los abandonará poco tiempo
después, probablemente al regreso de Carlos.
Juan debe haber comprendido que su talento
poético estaba a la sombra de su hermano y
prefirió transplantarlo al periodismo, en especial a la crónica taurina donde cosechó los
LA GACETA
10
mejores frutos.) En la tarde húmeda del verano, frente a aquel maravilloso panorama, el
adolescente solo, desborda melancolía.
La tarde está magnífica, bellísima; llovió y luego salió el sol. Hay en la tierra, en
los árboles, en el cielo, una sensación de
frescura que refresca todo y lo aparece lavado, limpio, casi nuevo. El sol poniente
rasa los campos verdes de las lomas de
enfrente, haciendo los prados de un verde transparente y luminoso. Las montañas están fuertemente azules y sus perfiles limitan el cielo con gran precisión.
Hay muchas nubes blancas, luminosas,
otras casi negras color pizarra y muchos
pedacitos de nube muy blancos, alineados, que hacen una marimba en el cielo
azul pálido.
El sol ya se oculta tras de los montes.
Es un gran foco que resalta entre nubes
negras que lo aprisionan. Ya anochece y
aquí sentado en la escalerita de la puerta
oyendo el fresco chasquido de la fuente
y mirando este magnífico paisaje de cielo
y de montañas, siento una tristeza juvenil
inexplicable. La tarde se acaba y dora dulcemente redondas nubes de suaves cursos. La neblina está transparente y gris
sobre la ciudad. La perforan columnas de
humo que se inclinan perezosamente y se
desbaratan luego.
Hay fresco olor de tierra mojada y
madreselva y algunos mosquitos me pican y siguen rondando como si estuviesen colgados de un hilo invisible y se
balancearan. Una luciérnaga no responde por las interferencias o fallas de luz.
La mancha de un mosquito la distingo
sobre el cielo cada vez menos. Los silbatos negros y tristes del ferrocarril me
dan nuevas y fuertes ansias de vida, de
viajes.
1 de agosto 1927
Apenas dos años antes, Carlos había padecido, ahí mismo, la ausencia de quien fuera su única novia. Al anochecer, frente al mismo ambiente que nos describe Juan, Carlos
vio vacío el paisaje por culpa del saqueo de
las nubes. La causa es bien distinta, pero la
melancolía es familiar.
EL RECUERDO
En las horas
en que el paisaje se vacía
—todo se lo han llevado las nubes—,
los objetos de familia,
las palabras íntimas.
En una soledad de todas las cosas,
ciego, mudo, sólo me quedan unos
cuantos dedos
para tocar las piedras y las rosas
SUMARIO
SUMARIO
que tú tocaste
o que solamente rozó el viento
de suave gloria que te trajo.
En la desaparición del panorama que
fueron mis ojos;
en la interrupción del viaje de música
que fueron mis oídos;
en la pérdida de todo idioma
(acaso por una bagatela de ortografía),
me rodean las horas
sin tiempo y sin clima
para entregarme
el tacto de las piedras y de las rosas
que tus pies y tus manos
tocaron
o que apenas rozó el viento
de suave gloria que te trajo.
Tu ausencia ha dejado sobre las piedras
una florecita que tal vez sea negra.
Y en la vida
de la piedra y la flor tras de tu sombra,
mis manos ven y oyen y graban un signo
que compendia todas las cosas.
En las horas,
en que se perpetúan los instantes
de tu ausencia presente de paloma.
Carlos y Juan se reencontraron en septiembre de 1929. Carlos regresó de Europa
para jugar su destino en la campaña política
de Vasconcelos. Por esto sufrió cárcel y torturas. Finalmente, en el mes de mayo de 1930
fue liberado y empezó a reconstruir su vida,
dedicándose a la enseñanza. Por muchos
años fue “maistrito de secundaria”, como
gustaba recordar. Los hermanos pudieron
conversar y compartir al menos parte de
aquellas ilusiones que soñaron durante los
cuatro años de separación. Carlos encontró a
su hermano Juan, ni mayor ni menor que él,
sino como a un “amigo singular”. Por esto, el
libro de madurez plena, que Carlos vislumbra en aquella carta de 1928, resultó ser Hora
de junio y la dedicatoria, sencilla y rotunda
(“A mi hermano”), cifra en un breve epígrafe “sé cariño único en la búsqueda de ‘la belleza sin nombre, oh infinito’”.
Los hermanos convivieron 12 años en la
casa azul, hasta que Juan se casó y dejó por
10 años la calle de Sierra Nevada. Don Carlos, el boticario, murió en 1935 y doña Deifilia, en 1949. Entonces los recuerdos hicieron
imposible para el poeta continuar viviendo
solo en el 724. La casa se vendió, para construir, a pocos metros, en la acera del frente,
las dos casas donde vivirían, puerta con
puerta y corazón con corazón, hasta la
muerte, Juan (1970) y Carlos Pellicer Cámara (1977).
Carlos Pellicer: a 25 años de
su muerte
✸ Gerardo Ramírez Monroy
on la poesía de Carlos Pellicer1
vuelven a nacer las cosas, todo lo
que nos rodea y existe vuelve a
nacer: las nubes, las palomas, las
flores, las rocas, los luceros adquieren una
personalidad distinta a la propia. El efecto de
creación artística hace que concibamos las cosas como si las viéramos por vez primera. Su
poesía es una constante transgresión a la realidad ya que al ser poetizada se vuelve más
plástica y con vida propia. Para Carlos Pellicer la vida fue una contingencia de sorpresas,
una metamorfosis, un acontecer diáfano y
dialéctico.
C
El campo y yo estábamos ya listos
Para que tú y yo
Pusiéramos la mano en una flor
cualquiera.
Cada cosa en su sitio, sin nosotros
Equivale al desorden.
[...]
Por las paredes
el tacto de la noche va pasando
No tengo nada que decir. Regresan
Las pálidas palabras:
Vuelvo a ti, soledad, agua vacía,
agua de mis imágenes, tan muertas;
nube de mis palabras, tan desierta,
sombra de la implacable poesía.
Este poema, inédito en la vida del poeta,
pertenece a la última etapa de su poesía y es-
tá fechado en junio de 1967. He querido citar
este poema2 porque creo que no marca, como
es el caso de muchos otros poetas, una culminación coronada en comparación a sus primeras poesías.
Carlos Pellicer publicó en vida más de
quince libros. Sus primeros poemas coleccionados, escritos entre 1915 y 1920, aparecen en
su libro Colores en el mar. De este libro el poema “Estudio”, dedicado a Pedro Enríquez
Ureña, llama la atención por la magia evocadora de sus imágenes, imágenes en donde la
fuerza emotiva del poeta se presenta como
torrente de sensaciones que dan vida y movimiento a sus palabras. Si buscamos diferencias entre los dos poemas veremos cómo la
poesía de Pellicer muestra una constancia en
su producción. El poema “Estudio” dice así:
Jugaré con las casas de Curazao,
pondré el mar a la izquierda
y haré más puentes movedizos.
¡Lo que diga el poeta!
estamos en Holanda y América
y es una isla de juguetería,
con decretos de Reina
y ventanas y puertas de alegría.
Con las cuerdas de la lira
y los pañuelos del viaje,
haremos velas para los botes
que no van a ninguna parte.
La casa de Gobierno es demasiado
pequeña
para una familia holandesa.
Por la tarde vendrá Claude Monet
Lomas de Chapultepec, 1997.
LA GACETA
11
SUMARIO
SUMARIO
a comer cosas azules y eléctricas.
Y por esa callejuela sospechosa
haremos pasar la Ronda de Rembrandt
¡...pásame el puerto de Curazao!
isla de juguetería
con decretos de Reina
y ventanas y puertas de alegría.
Sesenta y dos años de distancia existen
entre el poema “Uno” (1967) y el poema “Estudio” (1915-1920).
En 1924, Pellicer publica Piedra de sacrificio
y 6, 7 poemas; en el primero incluye un poema
sobre Iberoamérica que prologa José Vasconcelos. En los dos libros nuevamente el talento
y la magia desbordante del poeta se detiene en
las cosas, en esas minúsculas impresiones que
nos va dando la vida a cada instante, una mirada a la luna o el detalle del andar silencioso.
¿Recordáis a la luna
la que en las manos de la amada
como una cosa matutina
crecía y se alejaba?
O bien:
No tengo tiempo de mirar las cosas
como yo lo deseo.
Se me escurren sobre la mirada
y todo lo que veo
son esquinas profundas rotuladas con
radio
donde leo la ciudad para no perder
el tiempo.
Esta obligada prisa que inexorablemente
quiere entregarme al mundo con un dato
pequeño.
¡Este mirar urgente y esta voz en sonrisa
para un joven que sabe morir por cada
sueño!
No tengo tiempo de mirar las cosas
casi las adivino.
Una sabiduría ingénita y celosa
me da miradas previas y repentinos
trinos.
Vivo en doradas márgenes; ignoro el
central gozo
de las cosas. Desdoblo siglos de oro en
mi ser.
y acelerando rachas —quilla o ala
de oro—,
repongo el dulce tiempo que nunca he
de tener.
En toda su poesía está presente el detalle
por las minúsculas y las grandes cosas —el
amor, la vida, la muerte—. Ese “Vivo en doradas márgenes; ignoro el central gozo / de
las cosas“ es la ironía más grande que he encontrado en toda su poesía, ya que Pellicer,
todo Pellicer, toda la obra de Pellicer es una
reflexión al instante, y citando a Neruda
¿quién no recuerda el poema Walking
around?, en donde el “Sucede que me canso
de mis pies y mis uñas / y mi pelo y mi sombra” resulta la modestia menos creíble en un
poeta. En esa avasallante y constante actitud
del “No tengo tiempo de mirar las cosas”, deberíamos decir que Pellicer dedicó toda su vida a la observación de la magia de la vida
porque todo siempre está sucediendo, siempre están pasando cosas a todo.
En 1927, la editorial París-América publica Hora y 20, texto en el que, pienso, Pellicer
es menos filósofo y más terrenal, más fino en
sus rimas, más alegórico, más amoroso:
poético, trabaja cada elemento moldeándolo,
dándole sus contornos más íntimos. El “Poema elemental” sobre los cinco elementos —la
muerte es el quinto— es un poema que recorre todos los estadios de la naturaleza, pasando del fino y minúsculo componente a la
grandiosidad de la naturaleza. Poético en el
sentido en que transgrede la realidad para regresarla transparente e, insisto, como si la
descubriéramos por vez primera. La muerte
como elemento de la gran naturaleza se presenta “como sombra de Dios”. Al hablar de la
muerte, dice:
Semejante a la sombra de Dios
Circula entre nosotros imponderable
y fecunda.
No olvidemos que Carlos Pellicer fue
profundamente católico, no obstante, supo
equilibrar la concepción del mundo y el sentimiento íntimo hacia Dios. Cada año, Pellicer montaba un Nacimiento en su casa, también cada año escribía un poema sobre la
natividad.
Este material está coleccionado en Cosillas
para el nacimiento, poemas en donde cobran
vida, con inigualable belleza, las partes todas
del nacimiento: imitación y a la vez creación
inventiva del autor.
Un fragmento del poema número XII de Recinto podría demostrarnos el binomio de símbolo eterno por la vida: el amor y la naturaleza / movimiento y gracia.
[…]
todo a puertas cerradas, la quietud
de esperarte es vanguardia de heroísmo,
vigilando el ejército de abrazos
y el gran plan de la dicha.
Ya no sé caminar sino hacia ti,
por el camino suave de mirarte
poner los labios junto a mis preguntas
—sencilla, eterna flor de preguntarte—
y escucharte así en mí ¡y a sangre y fuego
rechazar, luminoso, las penumbras!
NOTAS
Por ese instante he de ceñirme
laurel, espina, manos, flor
resucitando y sucumbiendo
por la victoria del amor.
A la preocupación de dar alma a las cosas, Carlos Pellicer se suma a las sensibilidades más delicadas de nuestra época. Como
motivo y figura retórica en toda la obra de
Pellicer aparece la prosopopeya. En “Nocturno”, poema de contornos plásticos y sensibles, Pellicer detiene la mirada, reflexiona y
evoca al tiempo que se nos escurre cual granos de arena en la playa.
Así, toda la luna y todo el campo
y todo el corazón
Así la tristeza de no estar contigo
bajo el sutil imperio de los dos.
[...]
En el caos eras la siembra en orden,
en el dolor, una nube de instantes.
Asimismo, en 1929 aparece su libro Camino; en él, el poema elemental, sobre el aire, el
agua, el fuego, la tierra y la muerte, Pellicer
aborda estos elementos con singular cariño
LA GACETA
12
1. Este artículo sobre Carlos Pellicer escrito en
1986 ha sido modificado para esta publica-
ción.
2. Publicado en el libro Reincidencias, 1978.
El poema sólo lleva el nombre de “Uno”.
✸
SUMARIO
SUMARIO
De la barbarie a la imaginación
✸ R. H. Moreno Durán
Texto “Liminar” de De la barbarie a la
imaginación, libro que el FCE pondrá en
circulación por estas fechas en la
colección Tierra Firme.
A mis padres.
A Mara Viveros. Por su irrevocable confianza
y su constante solidaridad
V
iene usted de un mundo que pronto existirá: con estas palabras no
desprovistas de un sutil paternalismo que, como era de rigor,
pronto se habría de transmutar en una casi
irrechazable invitación erótica, madame de
Staël recibió a fray Servando Teresa de Mier,
prófugo venerable de todas las mazmorras
españolas y emisario de la nueva conciencia
que, a caballo entre las postrimerías dieciochescas y el advenimiento del pasado siglo
[XIX], no vacilaba en enjuiciar la cada vez
más insoportable realidad ultramarina. Contra lo que hubieran podido admitir Cornelius von Pauw, el abate Raynal y toda la horda usufructuaria del más acendrado y terco
eurocentrismo, la ilustre Mandarina franqueaba por fin las puertas de su prestigioso
Salón —que las damas mentales de la oposición no vacilaban en denominar Establo— y
sancionaba con su accolade la rebelión del
Buen Salvaje americano.
Atrás quedaba la Colonia con su oscurantismo regulado por decreto, sus boatos domésticos, sus miserias, sus osadas transgresiones y la ingenua pero firme voluntad de
acceder algún día a esa madurez que secular
y sistemáticamente le había sido escamoteada. Y si con la llegada de una controvertida
emancipación política los pueblos de América se enfrentaron a la poco amena responsabilidad de establecer para siempre su consolidación republicana, la literatura, al frente de
las demás manifestaciones artísticas y culturales, postuló también su aspiración al reconocimiento de una identidad propia, fruto de
la nueva situación social y temprana pretensión de eso que ahora ha dado en llamarse,
tal vez pomposamente, escritura en libertad.
La configuración de una especificidad dentro
del ámbito de la literatura castellana de la
que forma parte esencial, no fue, empero, resultado de la espontaneidad ni acierto feliz
de unos cuantos talentos inspirados, sino la
lenta decantación de un concurso de circunstancias históricas y sociales bajo cuyo patrón
es necesario inscribir sus más válidos y sugestivos logros. “Ponga aquí el dedo el lector
y espéreme adelante”…
Hace aproximadamente quince años, el
texto preliminar de este ensayo invocaba a
manera de pórtico una frase de Jorge Luis
Borges y recordaba cómo la escritura alucinante de Tlön establecía una sola e incontrovertible pretensión: la de que “El libro que
no encierra su contralibro es considerado incompleto…”
Este libro ha conocido una suerte diversa
a lo largo de todos estos años y, al amparo de
las reacciones que su lectura engendró, siempre me acompañó la certeza de que un día
vería cómo surgiría su “contralibro”, bien
fuera su réplica, bien su complemento.
Réplica y al mismo tiempo complemento,
la nueva edición de este ensayo me permite
cuestionar algunas de las ideas inicialmente
formuladas, rebajar tempranos aunque excesivos entusiasmos, enmendar deliberadas ausencias y, sobre todo, explayar gran parte de
las ideas, entonces apenas sugeridas pero
que aún así mantienen hoy toda su vigencia.
LA GACETA
13
Durante los años transcurridos —en ritmo
paralelo a la gestación de mis obras de ficción—, el ensayo creció gracias a la reflexión
constante que mantuve sobre su asunto central. Cursos y conferencias en diversas universidades europeas, monografías y artículos
escritos para enciclopedias y revistas especializadas, prólogos y reseñas, entrevistas y notas de diverso cariz me permitieron profundizar aún más en el debate que preside la
edición original. El resultado es probablemente más ambicioso y polémico pero al mismo tiempo más selectivo y certero, y el lector
puede advertir la diferencia al confrontar las
líneas presentes con el prólogo inicial, donde
no en vano se consignaban ya, en pleno ejercicio de la prolepsis, las razones del “contralibro”. Como afirmaba Julio Cortázar a propósito de la multiplicidad de lecturas de
Rayuela: “a su manera este libro es muchos libros, pero sobre todo dos libros”: complemento esencial del primero, el lector puede
consultar por fin esta versión que no sólo le
da unidad al original sino que busca también
justificarlo. Porque los prospectos de este ensayo pretendieron siempre confluir en un
punto al que sólo es viable llegar en virtud de
un recorrido preciso, y ese punto no es otro
que el de la formulación de una identidad, de
una ontología cultural, de una antropología,
aunque el esfuerzo culmina en el momento
SUMARIO
SUMARIO
en el que la cultura, revertida en imagen,
anuncia su advenimiento.
América Latina accedió a una forma particular de cultura —híbrida, mestiza o falazmente “bárbara”, según se piense— a partir
de otra que, a su vez, estaba henchida de valores completamente originales y propios. La
singularidad del caso radica en que, a través
del proceso de configuración de nuestra actual identidad cultural, superamos aquellas
etapas que nos permitieron conquistar espacios más homogéneos y sugestivos ya no en
el plano de la realidad sino en el de la imagen, pues la cultura, una vez despojada de su
sentido antropológico, deviene metáfora.
Así, al penetrar en esa era imaginaria que José Lezama Lima llamó “La biblioteca como
Dragón”, penetramos también en la infinita
biblioteca que esconde el palíndromo de Osman Lins y, por supuesto, en ese laberinto, en
esa dimensión ab aeterno que Borges denominó “La biblioteca de Babel”.
De esta forma, la imaginación que vislumbramos al final de la discutible historia
de nuestra “barbarie” corre el riesgo de confundirse con la imaginación que encontramos en los ambiguos predios de la “civilización”. El punto común es la metáfora que, al
actuar como instancia, nos revela la verdad y
la mentira de cada una de las fases de nuestra
cultura. Pero a nosotros sólo nos importa
aquella que intenta precisar el recorrido que
nos enseñó a soñar y, soñando, a comprender. La frase final de “La esfera de Pascal”
confunde las identidades y tanto Lezama Lima como Lins y Borges la reivindicarían como suya: “Quizá la historia universal es la
historia de la diversa entonación de algunas
metáforas”. Y es paradójicamente la metáfora
la que, al determinar las diferencias, rompe el
acuerdo: Luis de Góngora y Snorri Sturluson
no sólo reconocen sus afinidades, sino que
también asumen bandos irreconciliables pese
a la obligada filiación y deuda.
A lo largo de las secuencias que constituyen el discurso central de este ensayo es pertinente advertir cómo en la primera parte priva un aparato teórico cuya función es la de
ilustrar el corpus crítico que integra la segunda parte, en un proceso en el que la idea irradia a la imagen y el juicio corresponde al hecho. Los presupuestos formulados en torno a
lo universal, valga el ejemplo, afectan por
igual a todas aquellas obras cuyos elementos
apuntan hacia un ámbito preciso de ecumenismo y las inscriben, en consecuencia, en el
rango de validez correspondiente. “Civilización” o “barbarie”, regionalismo o cosmopolitismo, recreación arcádica o prospección
contemporánea, son algunas de las cuestiones tratadas en un libro centrado en un análisis ambivalente: la genealogía de dos grandes
ideas, la vivisección de dos tipos de novela y
la meditación sobre las dos variantes de una
ideología sospechosa.
Comprometido, pues, con esta preocupación específica, algunos temas han sido tratados en forma ancilar y a veces panorámica, lo
cual me obliga a reconocer una serie de preferencias, cuestionamientos parciales y definitivos rechazos en la totalidad del informe.
Uno de estos inevitables y no del todo exhaustivos enfoques ha sido el tema de la narrativa en expresión portuguesa, aunque dicha expresión constituye ya un elemento
inexcusable de la identidad latinoamericana.
De todas formas, el énfasis dado respecto a la
novela brasileña se orienta siempre a tratar
los aspectos que afectan directamente la problemática central del ensayo —de ahí la atención brindada a Joaquim Maria Machado de
Assis y Euclides da Cunha, a João Guimarães
Rosa y Osman Lins—, en detrimento de asuntos que corresponden más al análisis de una
LA GACETA
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historiografía local o a una diferente perspectiva crítica. Igual cosa cabe decir acerca de las
referencias a España, país al que Domingo
Faustino Sarmiento alineó por razones de
cultura en la zona de la “barbarie” y que, a lo
largo de casi medio siglo de narrativa provinciana, ha permanecido carpetovetónicamente
sumido en una escritura en la que fácilmente
se advierten ecos de un naturalismo pudibundo y torpe, situación de la que hay que
descontar, obviamente, varias novelas de incuestionable valor contemporáneo. Recuperar parte de nuestra expresión, desmitificar
falsos complejos de superioridad y romper la
traba ideológica que, paradójicamente, impide que nos entendamos hablando al menos
en principio el mismo idioma, son algunas de
las cuestiones de más urgente atención por
parte de los escritores de habla castellana.
Finalmente, y sobre esta misma preocupación, la aproximación al crisol de las Antillas se torna perentoria, ya que no constituye
una boutade afirmar que si hemos descubierto
aquel archipiélago ha sido gracias a una conflagración surrealista, conflagración que desde el Aimé Césaire de Cahier d’un retour au
pays natal ha intentado reconciliar la concepción del mundo de su pueblo con el fasto de
lo imaginario y la cotidianidad de un trópico
real. Prueba de tales intentos son, por igual,
Los gobernantes del rocío, de Jacques Roumain,
y La pérdida de El Dorado, de V. S. Naipaul;
Vasto mar de los sargazos, de Jean Rhys, y El siglo de las luces, de Alejo Carpentier. Y así como ocurrió con algunos de los temas mencionados pudo ocurrir también con ciertos
autores, aunque en este caso la lista de ausentes —nada es tan ingrato como el catálogo, el
breviario o el manual— es deliberadamente
más grande que la de los convocados. Con
este memorial de aclaraciones que, si se quiere, bien pueden ser consideradas como confesiones de parte, este ensayo postula sus aspiraciones pero admite también sus extravíos.
Como decía Julien Gracq, en la línea del “contralibro” sugerido por la escritura de Tlön,
“en cada rincón del libro, otro libro —posible
y a menudo incluso probable— ha sido lanzado a la nada…”
Me restan una aclaración y un reconocimiento. Contra mis previsiones y proyectos,
este ensayo se convirtió en texto de consulta
en diversas universidades. Reacio a todo lo
académico, he modificado en esta edición la
estructura del libro —la atipicidad del enfoque cronológico en parte lo demuestra—; he
afianzado al máximo la opinión personal, no
siempre compatible con las verdades generales o tópicas; he eliminado los tics propios
del mal didáctico (nacionalidades, fechas,
generaciones, escuelas) y para facilitar el orden de la lectura he suprimido el denso aparato de notas y referencias bibliográficas,
que para la presente edición se habían multiplicado de forma comprensible aunque alar-
SUMARIO
SUMARIO
mante. En cualquier caso, el lector interesado
puede consultar el amplio repertorio que figura a pie de página en la primera edición de
este libro.
Asimismo, debo agradecer de forma muy
especial la generosa colaboración de los escritores José Miguel Oviedo, Mario Vargas Llosa y José Ma. Carandell, quienes leyeron el
original en sus diferentes versiones y aportaron valiosas sugerencias que, en cierta medida, fueron acogidas en la redacción final. Lo
mismo debo decir de las opiniones de José
Ma. Valverde, Rafael Gutiérrez Girardot y
Jordi Estrada. Igualmente extiendo mi reconocimiento a Montse Genovés, por su ayuda
y estímulo constantes, y a la editorial RBA,
de Barcelona, por permitirme utilizar aquí
gran parte del material que, bajo mi nombre
o con seudónimo, escribí para su extensa y
ambiciosa Historia de la literatura latinoamericana. Por supuesto, mi gratitud se dirige también a las revistas Camp de l’Arpa, El viejo topo
y Quimera, entre otras, en cuyas páginas buena parte de esta nueva edición cobró forma.
Gracias a su imaginación, el Buen Salvaje
ha vuelto a Europa, esta vez bajo el pretexto
editorial, aunque, por mal que le pese, descubre que el paternalismo con el que durante
tanto tiempo fue obsequiado marca aún la
pauta de los hiperbóreos. Madame de Staël,
embelesada tal vez ante los atributos de algún exótico varón americano, decía algo que
—aforismo elocuente y feliz— alguien anticipa en boca de Chamfort aunque no falta
quien se lo endilgue a un tal Émile Faguet:
“L’etranger c’est notre postérité anticipée…”
Hoy, so pena de dejar de lado lo realmente
esencial, cierta crítica europea continúa a la
caza de un exotismo que le sirva de relax y no
ha encontrado coto mejor que el que le ofrece
ese mínimo predio atiborrado de “magia” y
folclorismo y con el cual se pretende involucrar al resto de la vasta producción literaria
latinoamericana. Siempre considerado objeto
de transacción —en el pasado el hombre, luego sus materias primas y su obra—, el Buen
Salvaje, ese extranjero que para la Gran Dama del ayer encarnaba la posteridad anticipada, corre el riesgo, merced a sus delirantes
fantasías, de convertirse en poco menos que
en el ancestro tardíamente recuperado del
crítico europeo de hoy. Queda, por supuesto,
la fecunda perspectiva de una obra, compleja
y diversa, cuyos resultados y valoraciones últimos tendrán que inscribirse necesariamente
en el porvenir.
Sea como sea y para efectos de calibrar la
obligada reflexión sobre una literatura cada
vez más dinámica y auténtica, es el lector
quien, ahora como siempre, tiene la palabra.
“Con lo cual podrá usted quitar el dedo de
donde lo puso, pues está entendida la ceremonia…”
Pavesa
✸ Angelina Muñiz Huberman
pavesa incendiada que acabará en ceniza
alta chispa inalcanzable, magnificada,
breve esperanza que se astilla sin remedio:
de la materia inflamable surgirá la ruina
tanta pavesa desperdiciada en un tris
como el rictus sobre la madera de otros tiempos
por dondequiera que miro es la destrucción
cayeron al pie las columnas de alabastro
la enredadera ya no halló pared alguna
todo punto de apoyo se desvaneció
entre los resquicios se perdió el tutelaje
y ningún mensaje podía ser interceptado
¿qué hacer con el arrancado tiempo de los tiempos?
si todo era un debatir de remos sin barca
y el posible rumbo desconocía el imán
para que el dolor fuera la corrupción del día
y el arco sin flecha, la corrupción de noche
entretelas del corazón sin piel que embeber:
ahora comprendo el vuelo de la pavesa.
Barcelona, noviembre, 1986
LA GACETA
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SUMARIO
SUMARIO
Jacinta, otra vez
✸ James Valender
Las páginas que ofrecemos a
continuación son una reseña del libro de
José Moreno Villa Jacinta la pelirroja
(edición de Rafael Ballesteros y Julio
Neira), publicado recientemente por
Clásicos Castalia en Madrid.
on esta nueva edición de Jacinta
la pelirroja, libro de José Moreno
Villa publicado por primera vez
en 1929, sus editores, Rafael Ballesteros y Julio Neira, han hecho un servicio
importante a la poesía de lengua española al
hacer disponible al lector, y sobre todo al estudioso universitario, uno de los textos ya
clásicos de la vanguardia peninsular. Si bien
es cierto que en los años setenta la editorial
Turner ya había realizado una reedición facsimilar de la publicación original, hacía tiempo que se resentía la necesidad de una edición comentada que ubicara el texto en su
momento histórico y que explicara al lector
no sólo su curiosa genealogía vanguardista,
sino también las causas más permanentes de
su atractivo para el lector.
En su introducción, una vez establecida la
cronología de la vida de José Moreno Villa,
Ballesteros y Neira ofrecen una descripción
detallada de la historia del texto y, sobre todo, del asunto amoroso en que el libro se inspira. Para ello acuden no sólo a la crónica que
el propio Moreno Villa incluyera, en 1944, en
su autobiografía Vida en claro, sino también a
las hermosas páginas de Pruebas de Nueva
York, librito publicado en 1927, íntimamente
relacionado con Jacinta la pelirroja, pero extrañamente postergado por los estudiosos de la
obra del malagueño, y eso a pesar de la publicación en 1989 de una reedición del texto
promovida y prologada por Juan Pérez de
Ayala. A todo ello agregan, por otra parte,
datos interesantes rescatados de la prensa de
la época (de La Gaceta Literaria, de la revista
mexicana Contemporáneos e incluso de Residencia, la revista cultural de la Residencia de
Estudiantes de Madrid). Pero lo que más llama la atención tal vez sea la publicación de
dos cartas de la señora Florence Stoll, alias Jacinta la pelirroja, enviadas a Moreno Villa en
la década de los cuarenta, cartas que dan tes-
C
timonio elocuente de la huella honda y duradera que la relación con esta joven yanqui,
rubia y admirablemente formada y vestida,
dejara en el espíritu del poeta español. Huella que queda reflejada asimismo, claro está,
en la poesía de Moreno Villa, en la que el recuerdo de Jacinta sigue a flor de piel durante
muchísimo tiempo, dejándose percibir en las
Carambas de 1931, en Puentes que no acaban de
1933, lo mismo que en Salón sin muros, de
1936; incluso en 1952 el poeta sigue pensando
en ella, sigue reflexionando sobre “la equivocación favorable” que la relación había sido para él, tal y como señalan Ballesteros y
Neira en otra sección muy interesante y novedosa de su introducción. Como afirma el
poeta en el último libro mencionado, Salón
sin muros:
Aquella mujer última que quise
arrebató mi cuerpo.
Después de aquel combate
vivo en las cosas sin notarme figura.
O como dice, más escuetamente, en Puentes que no acaban: “Después de todo eras tú lo
que yo buscaba”.
Al hablar de los poemas de Jacinta la pelirroja, y siguiendo en esto al propio Moreno
Villa, Ballesteros y Neira empiezan por seguir una lectura biográfica, identificando el
aspecto vanguardista de estos versos con la
actitud antisentimental y de good-sport con
LA GACETA
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que el poeta asume y dramatiza su doloroso
fracaso amoroso. Pero como los editores se
apresuran a señalar, la compleja estructura y
textura del libro no se agota, ni muchísimo
menos, con este tipo de acercamiento. Si bien
algunos de los poemas parecen evocar momentos clave en la historia de la relación, hay
también numerosos poemas, sobre todo en la
segunda sección (“Jacinta es iniciada en la
poesía”), cuyo desarrollo no parece estar vinculado en absoluto con dicha historia. Los
editores hasta señalan la posibilidad de que
algunos de estos versos últimos hayan sido
escritos antes de que Moreno Villa llegara a
conocer a Jacinta. Sea cierta o no esta hipótesis, la verdad es que si bien en los poemas
más directamente biográficos abundan las referencias a la mitología de lo moderno (el
jazz, Picasso y el cubismo, el cine, los ballets
rusos, los automóviles, el deporte, etc.), es en
los poemas menos apegados a la pequeña
historia, y por lo tanto de más libre inspiración, donde encontramos la parte más honda
y más duradera de la lírica de Moreno Villa.
Diría más: que en la medida en que Jacinta
representa para el poeta la repentina encarnación de dicha mitología de lo moderno, el
conflicto amoroso lleva también a un desencanto con estos mismos motivos, en cuanto
expresión, muchas veces, de una vida superficial y deshumanizada, sostenida no por la
vida del espíritu, sino por la vanidad, el aburrimiento y el dinero.
SUMARIO
SUMARIO
En una nota escrita en el exilio mexicano,
Moreno Villa habría de reflexionar sobre el
hecho curioso de que, entre sus conocidos,
nada menos que diecisiete escritores y artistas españoles se hubieran casado con extranjeras. (Si incluimos también a la musa clandestina de Pedro Salinas, la norteamericana
Katherine Whitmore, entonces la lista se eleva a dieciocho.) “¿Hay en este fenómeno algo
de desdén para la mujer española?”, se preguntó, algo sorprendido. Para luego contestar: “Creo que, en el fondo, y en muchos casos, sí. Es doloroso decirlo. La culpa no es de
la índole femenina de la mujer española, sino
de la educación que se le daba entonces. La
mujer española tiene condiciones inmejorables, pero no para compañera de intelectuales, artistas y escritores. En el orden intelectual o artístico estaban sin lastre, no podían
ser compañeras, no pasaban de aburridas
amas de casa. […] Las ‘niñas’ burguesas españolas de nuestro tiempo eran muy aburridas y a cualquier cosa de orden espiritual que
se les comunicaba respondían con un ‘no
seas bobo’. Era imposible hablar con ellas de
otros motivos que los sociales más inmediatos y corrientes” (Los autores como actores,
Fondo de Cultura Económica, México, 1976).
El hecho de que en este texto Moreno Villa concibiera a la mujer, cuando mucho, como compañera de los intereses intelectuales
y artísticos de su marido y no como creadora
por su propia cuenta refleja los prejuicios que
entonces existían hasta en los ámbitos más liberales de la sociedad española. Pero, en fin,
si he citado este párrafo es sólo para contextualizar el entusiasmo con que Moreno Villa
seguramente se habría acercado a su musa
neoyorkina: una mujer físicamente muy
atractiva, sin duda, pero con quien evidentemente quiso compartir su intensa pasión por
la poesía y las artes plásticas. Jacinta la pelirroja es la historia de este intento de diálogo: un
intento que se frustra porque la propia Jacinta vive atrapada y sofocada por ese mismo
dinero que le permite aparentar intereses culturales de todo tipo. Aunque hace alarde de
una vida independiente, en realidad vive casi tan sometida a los valores paternos como la
mujer española de la misma época. Y si bien,
en un principio, los poemas de Jacinta la pelirroja encarnan una celebración de la típica
flapper norteamericana de los años 20, a la larga resultan ser también, y sobre todo, una
triste comprobación de la superficialidad de
este prototipo de mujer, de la precaria base
personal en que se sostienen sus aspiraciones de independencia intelectual y moral.
Leamos, como ejemplo de la iniciación artística
que Moreno Villa propone a Jacinta, el poema
XVII de la primera parte, titulado “Jacinta en
Toledo” (el lugar no deja de ser muy significativo ya que la ciudad medieval de Toledo no
podía ofrecer un escenario más distante, artísticamente, de los rascacielos de Nueva York):
El instinto le anuncia lo insólito.
Tensamente, Jacinta, espera lo
insospechado.
No sabemos a dónde van las calles, qué
honduras tienen.
Bate un esquilón. Se arrastran y rozan
cordeles secos.
Gruñen todos los ejes y bisagras de
Toledo.
Falto de secreción el Tiempo está
oxidado.
La bujía de un farolillo marca dos
columnas y un alero.
De súbito, en la tirantez de la nada viva,
voces tapiadas, vocecitas de mujeres
niñas.
Vemos el color de sus tocas,
sentimos la esperanza y el olor de sus
hábitos.
Vemos sus penitentes lechos durante las
pausas del cántico.
¿Es esto? — ¿Es aquello? —¿Cuándo
vivimos? —¿En dónde?
¿Por qué? —¿Para qué? —¿Bizancio?
¿Roma?
Esperar que Jacinta le acompañara en esta desconcertante aventura en la “nada viva”,
seguramente era injusto por parte de Moreno
Villa. Porque, en el fondo, él sabía que una
condición sine qua non para esta inserción en
la creación poética o artística, era la soledad.
Es decir, la contemplación desinteresada de
la vida. Y todo parece indicar que Jacinta no
estaba en condiciones para aspirar a este tipo
de contemplación. De ahí, por ejemplo, el
poema XIX de la segunda parte, “Jacinta me
culpa de dispendioso”, donde el poeta denuncia la forma en que la preocupación monetaria la enajena de ese mundo artístico al
que, con el dinero, pretende afanosamente tener acceso:
Que se caigan y se pierdan los dólares.
Hay un dólar de más alta valía,
el que no resbala de la bolsa de cuero;
el que se acuña y sale nuevo cada
mañana;
el que viaja sin la rosa de los vientos;
el que pone su voluntad en la Indias
El poema hace explícito lo que en otras
composiciones permanece implícito o latente y es la inseguridad e incluso el conflicto
que caracterizan la intuición poética y artística, tanto en quien crea como en quien revive lo creado mediante una recreación posterior. El poeta, lo mismo que su lector,
pierde pie en el momento de iniciarse en la
experiencia poética. ¿Es esto? ¿Es aquello?
¿Cuándo vivimos? ¿En dónde? El iniciado
sale de su mundo cotidiano de identidades
seguras y se encuentra “de súbito”, como
dice Moreno Villa, “en la tirantez de la nada viva” (un concepto, por cierto, que sirvió recientemente como punto de partida
de una brillante exégesis del libro por parte de Humberto Huergo: NRFH, LXVI,
1996, pp. 489-540).
LA GACETA
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SUMARIO
SUMARIO
tentan expresar, por otros medios, la misma
intuición claroscura del mundo que los poemas. Creo que incluso, dentro de su propio
ámbito expresivo, los dibujos representan un
esfuerzo aún más radical que el llevado a cabo por el poeta por captar y comunicar esa
“nada viva” de que nos habla en uno de sus
versos.
En un poema publicado en La Gaceta Literaria en enero de 1927, es decir, por las fechas
en que acababa de conocer a Jacinta, Moreno
Villa hizo la siguiente reflexión sobre la interrelación que existía entre las dos artes según
su propia experiencia como creador:
ocultas;
el que concuerda lo lejano;
el que esclarece lo confuso;
el que no miente;
el que no baja;
el que sigue tirante una raya en la
soledad.
Aunque Moreno Villa (como tantos otros
poetas románticos y posrománticos) haya soñado con una comunión de almas entre él y
un ser amado, finalmente se impuso la verdad más profunda de todo auténtico creador:
la absoluta soledad a la que su trabajo lo condena. En este sentido, repito, Moreno Villa tal
vez no haya sido del todo justo en reclamar
tanto a Jacinta sus muchas diferencias.
O ¿es que, en el fondo (y tal como el malagueño confesara muchos años después), lo
único que realmente le interesaba en Jacinta
era su cuerpo y todas las elucubraciones culturales no resultaban más que un mero pretexto para justificar ante sus propios ojos esta
pasión sexual? “A mi edad —escribió en Vida
en claro (El Colegio de México, México, D. F.,
1944)— debería haber escogido una mujer
sensata y un tanto madura. No lo hice y lo
pagué. No lo haré nunca. No quiero compañeras pasadas, ni sensatas. Siempre me he
enamorado de locas, tontas y brutas. Esto se
lo dije a ella en cierta ocasión. Y es verdad.
Me gusta la lozanía, me gusta la piel tersa,
me gusta la ropa bien cortada y la figura bien
trazada. ¿Ha sido pura sensualidad este
amor? Creo que sí. Pero qué es un amor sin
sensualidad? Conveniencia, cálculo frío.”
Finalmente, unas palabras sobre los dibujos. En la edición primera de 1929 el libro se
identifica como “poema de poemas y dibujos”, subtítulo importante y que, por algún
descuido, en esta nueva edición de Clásicos
Castalia, desaparece. En este mismo sentido
cabe señalar (y lamentar) la reducción del tamaño de varios de los dibujos; reducción tal
vez inevitable en una edición rústica y sencilla como ésta. Sea como sea, los editores
evidentemente sí reconocen la importancia
de estos dibujos como elemento fundamental de
la propuesta creativa del autor. Tal y como
ellos explican en su introducción: “el aprendizaje de Jacinta no podría ser sólo a través de
poemas, sino también a través de cuadros.
Ambos eran para Moreno Villa sólo distintos
modos de una misma expresión de la realidad”. Yo diría más: que fue sobre todo a través
de los dibujos que el malagueño pretendió
comunicarse con su novia norteamericana,
quien, según parece, sólo tenía un conocimiento muy rudimentario del español. No
cabe duda de que, en efecto, los dibujos in-
LA GACETA
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Mis dibujos cantan la quiebra del
corazón,
el quiebro y la salvación.
En ellos creo no llevar
cuarenta años de solterón
con canas votivas
y arrugas de devoción.
Ya que en el otro campo es la bella fonía
la que rige, y el gozo es gozo silabario,
y el anaglifo es una poesía
que dice: “Jazz-la gallina-y el
dromedario”;
en este dibujo será la novia la línea
que campea subyuga planicie y vericueto.
Un dibujo es un orden de barbas de
gramínea
que la gracia dispara y frena el intelecto.
Es evidente que en los dos campos de expresión artística, Moreno Villa se apoya en
recursos rítmicos paralelos, vacilando entre
la gracia del impulso inicial y la reflexión intelectual que lo frena y lo quiebra. Pero como
Moreno Villa insinúa en estos versos, es en
las artes plásticas donde logra más plenamente esa disolución de su personalidad cotidiana que lo convierte en creador; es decir:
esa fusión de su conciencia con lo que son sus
propios medios de expresión. En fin, así como en los casos de Lorca y de Alberti (por
ejemplo) se han tomado muy en serio las relaciones que se dan entre poesía y pintura, estoy de acuerdo con Ballesteros y Neira en que
habría que hacerle la misma justicia al estupendo poeta y pintor que fue Moreno Villa.
Esta edición de Jacinta la pelirroja resulta
muy bienvenida por estas y por muchas otras
razones. Al igual que las Poesías completas del
poeta reunidas en 1998 por Juan Pérez de
Ayala en una publicación auspiciada por la Residencia de Estudiantes y El Colegio de México, esta nueva edición del “poema de poemas
y dibujos” de 1929 ayudará de manera muy
sustancial, estoy seguro, a colocar la obra de
Moreno Villa en el lugar que le corresponde:
es decir, en el centro mismo del debate sobre
la compleja trayectoria seguida por la vanguardia artística y poética española. Nuestro
más sincero reconocimiento a los editores por
su oportuna labor.
SUMARIO
SUMARIO
Una mirada a Nervo
✸ Aline Pettersson
El deseo de poseer un alma y de no ser frente a la
inmortalidad más que alma es un deseo que por
fuerza debe palidecer ante el deseo de ésta
por poseer un cuerpo y una duración. Ella
cedería incluso su reino por un caballo.
O tal vez hasta por un asno.
PAUL VALERY
ace ya rato que pasó el furor por
la mirada estructuralista, que
descree de la palabra proveniente de un ser determinado,
buscando hallar otras maneras más científicas para abordar el texto. No soy experta en
teorías, sin embargo me parece que el escritor, y para el caso cualquier artista, y más
aún, cualquier persona en la comisión de actos donde va en pos de un asomo de trascendencia, lo hace con su humanidad a cuestas,
con su tiempo y con su estar en su propia casa del tiempo a cuestas, como el caracol con
su caparazón. Éste puede distanciarse por algunos instantes, el otro sueña con poder hacerlo, pero el molusco sólo estará completo
dentro de su casa y el escritor también.
Es obvio que un texto debe sostenerse por
sí mismo más allá de cualquier otra conside-
H
ración; pero esto es de tal manera inevitable
que no estaríamos aquí reunidos de no ser
porque la obra de Amado Nervo a un siglo
de distancia justifique el asomarse a ella. Con
todo, Nervo fue durante mucho tiempo referencia obligada, pero asimismo descalificada
por estudiosos que le negaron más importancia que la de la moda de tintes cursilones que
lo ha marcado.
En realidad, en mis épocas escolares yo
aprendí aquello de “ser arquitecto del propio
destino” y posteriormente no pude olvidar al
autor, ya que su nombre se asomó a las charlas en familia, porque Nervo había sido amigo juvenil de mi abuelo. Y aquí, apoyada en el
mórbido palidecimiento del estructuralismo,
debo decir que conservo algunas cartas suyas, así como el eco de las palabras de aquellos antepasados míos —extraordinariamente
longevos— que lo trataron hace ya más de
una centuria. Sin embargo, también debo decir que no he frecuentado sus páginas porque
el tono de su poesía, demasiado artificial para mi propio tiempo, y mi ignorancia del resto de su obra, no me invitaban a hacerlo.
La lectura de la antología de relatos fantásticos a cargo de José Ricardo Chaves ha sido para mí un muy grato descubrimiento.
Me ha puesto a la vista otras facetas de Nervo
que encuentro más que interesantes. Y ese señor de aspecto circunspecto y envarado que
cargaba yo en mi ignorancia cedió su sitio a
alguien con un grato sentido del humor y con
LA GACETA
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inquietudes frente al mundo no muy diferentes de las de ahora. La fuerza positiva de la
ciencia decimonónica que pretendía hallar
explicaciones racionales para todos los eventos echa su sombra sobre la mirada científica
de hoy. Lo hace también sobre quienes, si bien
no pueden negar ciertas verdades más que
evidentes, sabían entonces y saben hoy que la
condición humana sigue huyendo por intersticios que piden ser vistos y comprendidos
acaso de otra forma que amplíe ese registro.
En estas narraciones Amado Nervo toma
las herramientas de su tiempo y juega con
ellas. Y ésa, para mí, es una de las virtudes de
El castillo de lo inconsciente, conducir al lector
por los vericuetos donde se tocan los dos actos que completan el texto: escritura y lectura. Y la ironía que se cuela en muchos de ellos
—como por ejemplo en “El donador de almas”, donde los recursos extradiegéticos, sin
lastres pedagógicos o moralizantes, afloran
con frecuencia para provocar una sonrisa
cómplice— me parece tan viva como contemporánea.
Encuentro que el artificio está no en un
rebuscamiento del lenguaje, sino en un discurso que no se toma demasiado en serio para narrar una historia donde la verosimilitud
aquí es lo de menos. Finalmente la literatura
habla de otras verdades mal que le pese a la
ciencia. Aunque habría que señalar que Nervo echa mano de la vulgarización de tintes
científicos del conocimiento, así como de autores famosos entonces en ciencias ocultas
que buscaban esas otras explicaciones que
complementaran lo que se sabía. También
echa mano de escritores que le puedan servir
para ampliar el rango a sus historias y las citas son intercaladas con acierto. En ese sentido, con la salvedad del caso, además de modernista, Nervo resulta posmoderno. Están,
entre una constelación de nombres, presentes
el científico Ramón y Cajal, el filósofo Bergson, así como Baudelaire y los simbolistas, y
el admirado precursor de éstos, Poe, metidos
dentro de la ficción.
Es interesante reconocer, por ejemplo, en
“Amnesia” la descripción del narrador, apoyado en discursos médicos no sé si reales, pero
al menos cercanos a los criterios cientificistas
de entonces. Y verlo hurgando, asimismo,
por esas otras razones a la caza de alguna explicación a las múltiples almas de un sujeto.
No está de más señalar que se trata de un su-
SUMARIO
SUMARIO
jeto mujer, a cuyo género se le suele adjudicar
la locura con harta facilidad. Aquí se habla de
una multiplicidad de almas que conforman el
yo; y quizá en tiempos anteriores se hablaría
de posesión demoniaca y, después, el caso
tendría un nombre menos atractivo: esquizofrenia. Yo escuché palabras de mi bisabuela
espiritista dando explicaciones semejantes, y
ella era pocos años mayor que Nervo. Entre
la comunicación con el más allá a través de
sesiones propiciatorias y la “doble vista”, que
el poeta pone en boca del “doctor” E. Wilde,
los tiempos del mundo se empalmaban para
mi bisabuela y para quienes al igual que ella
tuvieran esa clase de fe. Y desde sus labios,
este entrecruzamiento temporal llegó hasta mí.
Algo más que me conmueve es la creación de atmósferas enrarecidas de tono romántico que ponen al lector en condiciones
de ensoñación y lo llevan a disfrutar de mundos que florecen a partir de la palabra escrita.
Tal sería el caso de “El país en que la lluvia
era luminosa” o “El ángel caído” que invitan
a rescatar esa mirada fantasiosa que nace en
la infancia al interpretar lo que se ve y se
siente. Y me parece que en esa etapa de la vida se ve más, se siente más.
Por otra parte, Nervo es más que consecuente con su época, no sólo con la mexicana
sino también con la latinoamericana —con
Darío, por supuesto— o la europea (cuya influencia en él es fuerte). Así se explica su mirada hacia un Oriente reinventado, en busca
de aquellas formas del supramundo como los
ángeles —y aquí pienso en Rilke, su contemporáneo—. Sus ángeles son cristianos y, a la
vez, ajenos a dicha tradición. Son, más bien,
la figuración decantada del alma que transmigra y que, a veces, puede ser entrevista bajo condiciones de excepción.
En el prólogo de El castillo de lo inconsciente, José Ricardo Chaves habla del sustrato religioso, particularmente cristiano de Nervo.
En este sentido, me gustaría citar el fragmen-
to de una carta dirigida a mi abuelo, José Ferrel, fechada en Mazatlán el 19 de enero de
1894. Dice Nervo:
¡Es horrible sentir el alma henchida de
anhelos y encontrar, al tender aquélla el
vuelo para realizarlos, el eterno muro de
la pobreza, la implacable, la negra, la
que tiene continuamente en los labios el
fatídico never del “Cuervo” de Edgar
Poe! Si Dios no tenía dispuesto conceder
al hombre la cristalización de sus esperanzas ¿para qué darle tan inmensas aspiraciones? Ser Tántalo obligado de la
existencia es dura suerte. ¡Y sin embargo, sin aspiraciones, sin ensueños, la vida
sería una vulgar carrera hacia la nada,
una vía dolorosa sin sublimidad, sin calvario, sin Jesús!
La lectura de textos y cartas de finales del
siglo XIX me hace pensar que, pese al tiempo
más dilatado para el viajar de las noticias, éstas llegaban pronto, acaso más pronto que
ahora, cuando tienen peligro de naufragio en
un mar saturado de información irrelevante.
Así, eran más eficaces la transportación marítima y el telégrafo para acercar, en este caso,
lo literario a quien se interesa en ello. Y, de
cierta forma, entre la gente medianamente
ilustrada solía haber un interés mayor por
llegar a autores que apostaban por las bellas
letras. Y si bien se leían malos folletones y
muy mala poesía, los augurios de Baudelaire
acerca del ingreso a la era moderna apenas
comenzaban a asentarse. La condición del arte como mercancía aún no acababa de quedar
instalada del todo. Aún se buscaba la calidad.
Y Nervo fue adquiriendo calidad a medida
que se ejercitaba escribiendo. El mismo hato
de papeles nos ofrece la fecha casi exacta de
sus inicios. En carta del 29 de abril de 1893, éste afirma: “escribo de siete meses a esta parte
y aún incurro en muchos pecados literarios”.
LA GACETA
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Mas el escritor perseveró en el oficio.
Un último punto, de los muchos posibles
de tocar, es la mirada hacia las mujeres en la
que José Ricardo Chaves abunda y con cuya
opinión concuerdo. Se trata de la discrepancia para verlas. Entre seres casi etéreos incapaces de pecar y tremebundas carnes del demonio llenas de defectos. Pero por sobre
todo, son entes que no tienen profundidad
humana. Objetos frágiles o destructores que
se observan para luego disponer de éstos a la
mayor conveniencia del varón. Y la mejor receta para domar a la fiera será embarazarla.
La maternidad es, finalmente, la cárcel que
sujeta las debilidades propias del género.
Con todo, quizá el personaje femenino de facetas más elaboradas sea Mencía. Quizá puede ser delicada y sagaz para comprender a su
hombre porque no representa, ni siquiera en
la ficción, el peligro de ser una mujer de carne y hueso. Mencía habita un sueño pero, curiosamente, será ella la única con visos humanos.
Ahora que si por su época Nervo pudiera
ser ocultista, por la misma no puede evitar
cierta misoginia que cosifica a las mujeres.
Flota entre el amor cortés y el desprecio machista. Dos caras de una misma moneda. De
un lado dos muestras: “Luisa era frívola, desmoronada, amiga del lujo; muñeca de escaparate, incapaz de una sola virtud”. “Alda
era absorbente y caprichosa en todo: ¡una
mujer, al fin!” Del otro lado, voy de nuevo al
rimero de cartas. Ahí se habla de una muchacha, de nombre Domitila, a quien mi abuelo
cortejó. El poeta va a escribirle lo siguiente a
Ferrel, en aquel momento preso político en la
cárcel de Belén, a propósito de la próxima boda de la joven:
A ud., bien mirado, ¿qué le importa el tal
matrimonio? Juzgo que el cariño que usted
profesa a Domitila es una especie de culto
que no perderá su noble desinterés porque
la que de él es objeto se trueque de virgen
en esposa. Para usted sólo seguirá existiendo la virginal joven, la dulce Domitila. Cuando una mujer nos es cara por las
dotes de su espíritu que sólo se reflejan en
su fisonomía, como tenue rayo de luz, esa
mujer personifica el ideal acariciado con
fruición en el misterio del alma, y como
ese ideal y como el alma misma, disfruta
de una vida inmortal.
Me perturba acercarme a esa mirada. Y
me perturba preguntarme, mientras leo estas
páginas, si dicha visión reductora u otras que
simplifican igualmente han quedado hoy
atrás. Es cosa de reflexionar, de reflexionar
ampliamente con la lectura de este libro que
José Ricardo Chaves ha traído casi del inframundo para ponerlo ante nuestros ojos y dejarlo volar alto y lejos. Aunque yo, presa del
spleen, voy a tenderme en una chaise-long para cerrar los ojos y suspirar.
SUMARIO
SUMARIO
Retrato de un profeta en Erewhon
✸ Óscar Altamirano
A Paul Gillingham
Soy un enfant terrible de la literatura y la
ciencia. Nunca he escrito sobre ningún tema, a
no ser que haya creído que las autoridades
estaban irremediablemente equivocadas.
SAMUEL BUTLER
ntes de su muerte en 1902, Butler
dejó instrucciones precisas a su
albacea: su última novela, The
Way of All Flesh, no debería publicarse hasta después de la muerte de sus
dos hermanas. Sin embargo, para 1903, el albacea se olvidó de las hermanas, la novela
entró en órbita, y Butler salió del crepúsculo
para caer en la conspicua impopularidad que
lo distingue.
Los Bloomsbury critics —Virginia y Leonard Woolf, E. M. Forster y Desmond MacCarthy— reconocieron de inmediato el admirable revés que Butler le había propinado al
último templo de la virtud británica: la familia —esa peculiar institución que convierte al
individuo en siervo, al hogar en “cárcel”, y a
los padres no solamente “en carceleros sino
en torturadores”—. Incluso James Joyce vería
en la inventiva de Samuel Butler un precursor de los recursos que él mismo pondría a
prueba.
No obstante, entre 1920 y 1930, el eclipse
llegaba a su fin. El mundo salía de una desgracia para entrar en otra. Los carceleros y los
torturadores estaban en el frente, en las fábricas de armamento o en la lista de los desempleados, y todavía faltaba lo peor. Mientras
tanto, The Way of All Flesh sacrificaba el nombre de Butler en las cenizas del costumbrismo
victoriano, y la crítica social y políticamente
radical lo aplastaba infiriendo que no se trataba más que de un iconoclasta aberrante y
vulgar, que cometió el imperdonable error de
atacar a Darwin.
Así pues, la obra que pudo haber hecho
de Samuel Butler algo más que un perdigón
extraviado en el escopetazo de la literatura
británica del siglo XIX, más que The Way of All
Flesh, era Erewhon, una sátira excepcional que
A
Butler había publicado 30 años antes de su
muerte, bajo seudónimo, con dinero de su propio bolsillo; inspirada en un puñado de ensayos que cuestionaban a Darwin, justo en el
momento en que era urgente colocar un gigantesco signo de interrogación a un darwinismo que ya acuñaba su tautológico survival
of the fittest, por boca del sociólogo Herbert
Spencer.
Ahora bien, la eminente impopularidad
de Butler es un fenómeno que no se puede reducir a una simple explicación. Y una mirada
aguda deberá reconocer que lo de menos es
subir al desdichado profeta a un pedestal para proclamarlo escandalosamente, a la luz de
los acontecimientos que dejan en la penumbra la causa que ahora lo encumbra.
Butler fue todo un iconoclasta. A decir
verdad, fue el iconoclasta victoriano por excelencia, y si se desea rendirle homenaje con
un mínimo de justicia, es preciso eludir todo
convencionalismo que convierta al escritor
muerto en santo, al incomprendido en visionario, al olvidado en víctima; a los acreditados en seres indiscutibles que invariablemente
tienen la razón, y a los aniversarios de nacimiento y muerte en los relojes que marcan
puntualmente la hora del recuerdo con la
misma exactitud con que sus manecillas recorren el cuadrante del olvido. Más adelante
veremos lo que hacían los habitantes de
Erewhon con los relojes, las estatuas y monumentos.
Los viejos caminos de la concelebración
literaria, ante Butler, no sólo no conducen a
ninguna parte: nos llevan a traicionarlo irremediablemente con todas y cada una de las
faltas que denunció: estrechez, oportunismo;
apego a las opiniones acreditadas; sometimiento a las reglas de juego que las élites intelectuales imponen y, particularmente, la
costumbre de procesar el conocimiento por
medio de una maquinaria cuyo funcionamiento depende de la aniquilación intelectual de los operarios mismos. Faltas todas
que harían de la educación en la sociedad
moderna un callejón sin salida, y de Samuel
Butler el gran intruso; el hombre en exilio
que se llamaría a sí mismo Ishmael, una vez
que los dueños de la cultura británica le reservaran su sitio junto al hijo proscrito de
Abraham.
Pero el proverbial costumbrismo de la
academia británica tampoco puede ser desca-
LA GACETA
21
lificado sin reserva alguna. Y en pro de la coherencia por la que tanto batalló Butler, ¿no
debiéramos atribuirle a él la responsabilidad
de su propia y cabal desaparición de las esferas intelectuales a lo largo del siglo XX? Tal
vez sea esto lo que podría conferirle algún
sentido a su singular historia de autodestrucción póstuma.
Samuel Butler nació el 4 de diciembre de
1835, en Nottinghamshire, dos décadas después de que una banda de obreros enmascarados diera inicio a las legendarias operaciones de una organización famosa en el
condado por dedicarse a la destrucción de
máquinas textiles que remplazaban la mano
de obra.
Los “Luddites”, como se hacían llamar,
obedecían las órdenes de un líder que no se
sabe si fue real o imaginario, mejor conocido
como King Ludd. La banda gozó de gran
simpatía y popularidad en la tierra de Butler, y
se extendió a los condados de Yorkshire,
Lancashire, Derbyshire y Leicestershire, hasta
culminar en los hechos sangrientos, causa
del juicio masivo que llevó a la horca a varias
decenas de inconformes.
Samuel Butler, hijo de un clérigo anglicano bastante necio, nieto de un obispo del mismo nombre y homónimo del autor de Hudibras (poeta del siglo XVII que escribió la
primera sátira de la lengua inglesa que se
mofa de las ideas en vez de los personajes),
asistió a la famosa Shrewsbury School, en la
cual el abuelo Samuel (evidentemente se trata del obispo) se había encargado de hacerle
la vida difícil a quien sería un futuro dolor de
cabeza para su nieto: Charles Darwin. El
abuelo Samuel era el director de la escuela
cuando Darwin aún no era Darwin. Y como
Darwin no pasaba de ser un muchacho que
coleccionaba escarabajos y perdía el tiempo
con sus experimentos químicos, el intransigente director lo reprobó públicamente.
El doctor Butler —diría después Darwin
en su autobiografía— me reprendió públicamente por perder mi tiempo con materias inútiles; muy injustamente, me llamó poco curante, y como no comprendí lo
que quería decir, me pareció un reproche
terrible […] Nada pudo ser peor para el
desarrollo de mi inteligencia que la escuela del doctor Butler […] En ella no se enseñaba nada, salvo un poco de geografía
SUMARIO
SUMARIO
e historia antiguas […] Se dedicaba mucha atención a aprender de memoria las
lecciones de los días anteriores […] Como
medio de educación, la escuela fue sencillamente nula.
Darwin cuenta que su padre, “inteligentemente” lo sacó de la escuela a “una edad
bastante temprana” para enviarlo a la Universidad de Edimburgo. Sin embargo, ni siquiera esto logró impedir que el futuro
científico describiera sus lecciones como “intolerablemente aburridas”, y las clases de un
tal doctor Duncan, “a las ocho en punto, en
una mañana de invierno”, como “algo horrible de recordar”.
Un poco menos susceptible a la inteligencia de su hijo, el reverendo Thomas Butler le
deparó a Samuel, además de varias golpizas,
seis años en Shrewsbury, varios más en el St.
John’s College de Cambridge y, después de
su graduación en 1858, la noble senda hacia el
púlpito seguida hasta entonces por tradición
familiar.
De invencible paciencia, Butler siguió
adelante con los planes de su padre, hasta
que las cosas llegaron al límite. Luego de
asistir a unas cuantas lecciones de música y
dibujo, en Cambridge, se suscitó un altercado.
Todo lo que su padre representaba —anglicanismo, educación y hogar— era intolerable.
Tras una larga discusión en la cual se propusieron otras alternativas de estudio, se decidió que Butler, con una pequeña suma de dinero, emigrara a Nueva Zelanda para
dedicarse a la crianza de ovejas.
Butler llegó al distrito de Canterbury,
Nueva Zelanda, en 1860. Un año antes, Darwin había publicado en Londres el Origen de
las especies. Como la mayoría de los escritores
de su tiempo (tal vez Oscar Wilde sea la más
notable excepción), se interesó profundamente en el libro, que, por cierto, le cayó como anillo al dedo para despojarse de la ramplona espiritualidad de su padre.
De allí en adelante Butler escribió una serie de artículos sobre la evolución, uno de los
cuales (firmado con el seudónimo Cellarius)
resultó particularmente sugestivo: “Darwin
among the Machines”. Publicados por el
Press Newspaper en 1863, aquellos artículos
llamaron tanto la atención en Nueva Zelanda, que incluso Darwin escribió al Press elogiando a Butler por la atinada manera de
comprender su teoría. El idilio no duró mucho tiempo.
En 1879, Darwin redactó el prólogo a un
ensayo sobre su abuelo Erasmus, escrito en
alemán por un cierto Ernst Krause. Por su
parte, Krause agregó algunas observaciones
bastante negativas sobre las ideas de Butler, y
puesto que Butler había leído antes la versión
en alemán, creyó que las enmiendas provenían directamente de la pluma de Darwin. El
malentendido nunca se aclaró. Butler guardó
un profundo resentimiento por la supuesta
hipocresía de Darwin, y si Darwin no había
tenido suficiente con el obispo, ahora tendría
que vérselas con el nieto.
Años atrás, sin embargo, Butler había
considerado detenidamente la teoría en cuestión, y pensaba que Darwin no había logrado
identificar el mecanismo mediante el cual las
adaptaciones en la evolución podrían transmitirse de generación en generación. Según
Butler, los rasgos biológicos se heredan mediante una memoria inconsciente de las
adaptaciones generada por los progenitores
de un organismo, en respuesta a una necesidad o un deseo no determinados. Dicha memoria se incorpora en la estructura física del
embrión al momento de la concepción.
Más allá de las imprecisiones en el sentido puramente científico, la protesta de Butler
no estaba nada lejos del dilema. Y si el darwinismo estaba fundado en una teoría coherente desde el punto de vista biológico, era, a la
vez, una hermosa aberración que dejaba fuera, ya no digamos la existencia de Dios, sino
algo más sencillo y aprehensible, estudiado
LA GACETA
22
hasta la médula por Lamarck, Schopenhauer
y William Paley, en sus vertientes naturalista,
filosófica y teológica: la voluntad.
Esto fue justamente lo que Butler se propuso demostrar a su regreso a Londres. Había duplicado sus inversiones en Nueva Zelanda, y luego de considerar su escaso futuro
como pintor (dato curioso porque realmente
no era tan malo), se dedicó a escribir. Produjo su ficción utópica Erewhon, or Over the Range (1870) y Life and Habit (1878), la culminación
de una serie de ensayos con la cual se opuso
al incipiente dogma de la selección natural
diciendo que Darwin había “desterrado a la
mente del universo”.
Pero en aquel momento el mundo ya tenía puesto el ojo en el darwinismo: marxistas,
capitalistas, liberales, conservadores, radicales, todos encontraron en Darwin una explicación. En las bóvedas racionalistas comenzaría a escucharse el eco del darwinismo
social de hombres como Oswald Spengler, H.
S. Chamberlain y Walter Bagehot. La nueva
justificación filosófica había llegado muy a
tiempo para el imperialismo, el colonialismo,
el racismo; y la supuesta superioridad biológica de arios y anglosajones, tocaba la puerta.
Fue a raíz de Life and Habit que Butler cayó en manos de Bernard Shaw, su único
evangelista. Para Shaw, si hubo un “pionero
de la cruzada metabiológica en contra de las
consecuencias ambientales del darwinismo”,
ese pionero era Butler; un gran escritor moralista cuyo Erewhon “es el único rival de Los
viajes de Gulliver en la literatura inglesa”. Pero Butler, según Shaw, había cometido el
“craso error estratégico de tratar a Darwin
como un delincuente moral”; cosa que corrobora H. M. Tomlinson en su agradable pero
ordinariamente culpable introducción a una
bella edición de Erewhon que data de 1931.
Tomlinson admite que Butler fue “más sabio
que los darwinistas, aunque nos resulte difícil perdonarlo por no haber logrado ver la
importancia y el significado de Darwin”.
Esto es cierto, pero sólo en parte. Si algo
percibió Butler fue el “significado” de Darwin. Lo que muy pocos percibieron fue el significado de Butler, cosa que también corrobora Tomlinson en su introducción a Erewhon
cuando dice que “ciertamente no podemos
comprender qué fue lo que pasó con (George) Meredith el día que rechazó un manuscrito tan original” por parte de los editores
Chapman and Hall.
Ciertamente no se comprende. Pues Butler no trató a Darwin “como un delincuente
moral” hasta después de 1879, y Meredith había rechazado el manuscrito de Erewhon en
1871, es decir nueve años antes de que sus
malos modales acabaran con su ambivalente
reputación.
He aquí el hermoso dilema que a Shaw le
ponía los pelos de punta. En 1887, a favor de
la cruzada metabiológica, Shaw escribió una
SUMARIO
SUMARIO
reseña sobre otro ensayo de Butler (“Luck or
Cunning”) para el Pall Mall Gazette. “Yo estaba indignado —decía Shaw— porque la reseña no se publicó completa probablemente
porque el editor no consideró a Butler lo bastante importante.”
Para Shaw, el rechazo a Butler se había
convertido en el síntoma inequívoco de algo
que andaba muy mal. Y ciertamente no se
trataba de una cuestión de gustos literarios,
ni de los absurdos o irrelevantes desplantes de
una megalomanía pisoteada por el desdén,
sino, y éste es el asunto, de la condensación
de un cúmulo de angustiantes aberraciones
(sutiles y no tan sutiles) en un dilema casi ontológico, pues así de profundo penetró Butler
en el modo de ser contra el cual protestó apasionadamente.
En la reseña del Pall Mall Gazette, después
de encumbrar a Butler y atribuirle un gran
mérito a sus ideas, Shaw ponía en claro la naturaleza de una disputa inquietantemente sutil ante la peligrosa moral acechante en los laboratorios del determinismo:
El asunto a discutir es éste —dando por
hecho la supervivencia del más apto—,
¿los supervivientes se hicieron más aptos
por pura suerte o se hicieron más aptos por
astucia? Butler está a favor de la astucia; y
supondremos que Darwin está totalmente a favor de la suerte […] Es una linda
disputa; porque si decides estar a favor
de la astucia, el darwinista va a contestar
que tuvo mucha suerte el superviviente al
tener esa astucia; mientras que, si apuestas
a la suerte, el Lamarck-Butlerista insistirá
en que el superviviente debió haber tenido la astucia de poner la suerte de su lado
[…] Se trata de una controversia en la
cual la última palabra lo es todo.
Más allá de la exégesis, el exilio intelectual de Butler se volvería casi una obsesión
para Shaw, quien viviría lo suficiente para
constatar “el indecible horror del insensato
mundo sin propósitos que nos había presentado la selección natural”.
En una carta dirigida a uno de los primeros biógrafos de Butler —Festing Jones—,
Shaw insistía en que era el conocimiento instintivo de la naturaleza humana, y no una
colección de especímenes en el laboratorio,
lo que hacía de Butler un escritor capaz de
“sostenerse con sus propias piernas y además llevarnos a todos sobre sus hombros”.
Pero Butler estuvo solo “ante un ejército de
naturalistas miopes”, y aun así —decía
Shaw— “ganó siempre”.
Casi siempre. Shaw terminó la carta con
un ataque definitivo al orgullo británico, afirmando que si el mundo no sabía nada de Butler, ello se debía a los falsos valores de la
educación impartida en las universidades y
escuelas públicas:
Inglaterra sigue siendo gobernada desde
Langar Rectory, Shrewsbury School y
Cambridge, con sus anexos de la bolsa de
valores y de las oficinas de sus agentes
[…] e incluso si los productos humanos
de estas instituciones fueran unos genios,
acabarían hundiendo todo país civilizado
[…] A no ser que quitemos el musgo de
los fundamentos morales en estos lugares
y los reguemos con sal, estamos perdidos.
Ésa —concluyó Shaw— es la moral de la
gran biografía de Butler.
Tendríamos que haber vivido aquellos
angustiantes años para comprender esta categórica afirmación de Shaw, quien, sin saberlo, estaba muy cerca del modo de ser que Butler odiaba, y del cual se mofó en Erewhon al
introducir un personaje “presidente de la
Sociedad en pro de la Supresión de Conocimientos Inútiles”. Este singular personaje
sostiene que no es el negocio de nadie
“ayudar a los estudiantes a pensar por ellos
mismos”, pues “es nuestro deber asegurar
que piensen como nosotros […] Y en verdad —decía Butler—, es difícil ver de qué
manera la teoría erewhoniana difiere de la
nuestra, pues la palabra ‘idiota’ sólo significa
una persona que forma por sí misma sus opiniones”.
Si acaso existe alguna “moral” en la obra
de Butler, esa moral es precisamente ésta: volverse idiota. Y el único personaje en Erewhon
detentador de tan eminente adjetivo es el extraño “Profesor de Sabiduría Mundana”, que
expulsa o niega títulos a los estudiantes por
estar “demasiadas veces y con demasiada seriedad en lo correcto”; o por demostrar “insuficiente desconfianza en la materia impresa”; llegando a ser mucho más rudo hacia
aquel que escriba un artículo sin “usar con
suficiente libertad las palabras ‘cuidadosamente’, ‘pacientemente’ y ‘honestamente’”.
Por otro lado, es de llamar la atención,
por no decir un alivio, que Shaw y Butler no
se cayeran nada bien. Después de la truncada
reseña del Pall Mall Gazette se reunieron varias veces. En sus Notebooks Butler reconocía
“tener aversión” por Shaw “desde hacía mucho”. Lo admiraba, e incluso tenía mucho
que agradecerle, “pero —decía— hay algo en
ese hombre que no congenia conmigo”.
Aunque no sabremos si Butler aludía a
otra serie de “sutilezas” que tiempo después
hicieron pensar a muchos, injustamente, que
Shaw había estado coqueteando con el fascismo, lo cierto es que Shaw veía a Butler como
la clase de hombre “en que él mismo se hubiera convertido” de no haber creado al inconfundible G. B. S. Y para G. B. S., Butler se
Efectivamente, todo era cuestión de selección natural. Apostarle a Darwin era apostarle a la suerte de algo que ya estaba determinado; apostarle a Butler era apostarle al
sentido y a lo que es posible determinar. El
mundo había seleccionado a Darwin y nadie
quería saber nada de Butler, porque, en palabras de Shaw:
La creciente marea del darwinismo lo sumergió tan completamente, que cuando
Darwin quiso aclarar la confusión en que
Butler basaba sus ataques personales, sus
amigos, muy tontamente y por esnobismo, lo convencieron de que Butler era un
hombre demasiado mal intencionado y
demasiado desdeñable para que se le
contestara. Importaba poco que fueran
capaces de reconocer que Butler era un
hombre genial; lo que importaba era que
no podían comprender la provocación
que lo enfurecía.
LA GACETA
23
SUMARIO
SUMARIO
había convertido en alguien que, habiendo
“minado cada institución británica, cada prejuicio británico, y ridiculizado a cada British
Bigwig con irreconciliable pertinacia”, fue
simplemente desechado como un verdadero
fenómeno de la vulgaridad:
[…] sus memorias lo muestran más bien
como un desagradable ejemplo de los
malos modales polémicos de un sacerdote rural en vez de un profeta que intentó
llevarnos atrás cuando, bailando alegremente, íbamos a nuestra condenación por
el puente de arco iris que el darwinismo
había tendido sobre el abismo que separa
a la vida y la esperanza de la muerte y la
desesperación. Nosotros éramos unos intelectuales embriagados con la idea de
que el mundo podía hacerse a sí mismo
sin designio, propósito, destreza o inteligencia: en pocas palabras, sin vida.
Aunque a muchos de nuestros maestros
pueda resultarles lógico, es difícil creer que
Butler haya adquirido las manías de un hooligan intelectual en la escuela. Y menos si se
trata de una escuela inglesa de la época victoriana, tan inglesa como Cambridge o Shrewsbury, cuya enseñanza no entusiasmó a Darwin. Pero Shaw no sólo creía en ello: estaba
convencido de que los “malos modales polémicos” de Butler eran, en efecto, “síntomas
de su educación escolar”.
Es muy probable, pues si algo hizo Butler
fue oponerse a las costumbres del sistema
educativo que Shaw ridiculizaría en su obra
Vuelta a Matusalén (1921), al presentar las escuelas como fábricas productoras de idealistas filisteos, “con una mentalidad tan anormalmente poderosa” que los hacía incapaces
de reaccionar a las brutales “dosis de falsa
doctrina que se dan en las escuelas preparatorias y en las universidades”.
Es obvio que no se lo deben a Butler, pero
un alto valor en las universidades inglesas de
hoy es, precisamente, tratar al oponente, si no
como un delincuente, al menos como un adversario muy equivocado. Y si ese adversario
es el maestro o el autor de un libro famoso,
tanto mejor.
Haya o no sido Butler un engendro de la
pedagogía victoriana, el hecho es que sus Notebooks también lo muestran como un ejemplo de los comprensibles modales de un
hombre que conservó la suficiente cordura
para enfrentar con humor la incipiente locura
encubierta en la naïveté de los protocolos británicos. ¿Hay algo más revelador de la puerilidad victoriana que reprender a un sujeto
públicamente? Todo esto a Butler le importaba un comino. Un día, por ejemplo, mientras
viajaba en barco, intentó fotografiar el rostro
de un cura mareado. En otra ocasión se le
ocurrió recompensar a una admiradora de
sus ideas antimodernas obsequiándole una
máquina de coser. Nunca se sumó al aplauso
de nada ni de nadie, y por si fuera poco propuso dos atrevidas teorías: en una refiere que
la Odisea de Homero no la escribió Homero,
sino una mujer joven que la tradición llama
Homero, y en otra sostiene la hipótesis (nada
ilógica) de que Shakespeare no escribió sus
sonetos a un joven de la nobleza británica, sino a un amante, más bien vulgar, al que deseó perpetuar como un noble en la memoria
del mundo.
Éste es el Butler genial que se asoma detrás de su profético Erewhon, en el cual se escucha el eco de los legendarios “Luddites”,
incorporados al imaginario contexto de su
ensayo Darwin Among the Machines.
Erewhon, anagrama de las palabras here /
now (aquí, ahora) o nowhere (ninguna parte),
es también el nombre del remoto pueblo al
que Butler nos lleva para conocer las sutilezas de una sociedad resultante de combinar
la seductora filosofía de un “Luddite”, con la
temible metafísica neodarwinista. La consecuencia: una civilización protofascista, paranoico-esquizofrénica, que al tiempo que cree
marchar hacia adelante, en realidad va hacia
atrás, y al tiempo que va hacia atrás, cree ir
hacia adelante.
Entre muchas otras cosas, la sátira de Butler tiene el enorme y feliz acierto de conducir
al lector por un mundo tan contradictoriamente perfecto y novedoso, que, cuando se
da uno cuenta, los erewhonians se han hecho
siniestros merecedores de nuestra simpatía,
en el afán, brutalmente sensual, de acabar
con el proyecto que la modernidad ha llamado progreso: destruyen las máquinas inútiles, desconfían de la razón, tienen “Bancos
Musicales”, veneran la belleza, pagan a los
escultores para que no hagan estatuas, acaban con los monumentos, admiran los relojes
y toda clase de inventos en el Museo Metropolitano y, por si fuera poco, nadie gana más
dinero del que necesita para vivir. Hacia las
páginas finales, sin embargo, sobreviene la
desilusión; la asfixia de un pueblo de idealistas prácticos, del cual no le queda más remedio al narrador que huir en globo.
La metrópolis de Erewhon, abundante en
fortificaciones, está poblada por una raza de
formidable salud y belleza —que no tiene
“para nada el tipo judío”—, y es el oasis de
una eugenesia donde el enfermo va a dar a la
cárcel y el criminal al sanatorio —para ser
“cuidadosamente atendido con el gasto público”—. Todo lo que debe hacer el malhechor es “decir a sus amigos que está sufriendo un fuerte ataque de inmoralidad […] y
ellos van a visitarlo con gran solicitud […]
Porque la mala conducta se comprende al fin
y al cabo como el resultado de una desgracia
ya sea prenatal o posnatal”.
Los erewhonians son súbditos de un rey
absurdo, y herederos de una revolución fundada en un libro escrito por un famoso profe-
LA GACETA
24
sor de “hipotética”, quien sostuvo, hacía mucho tiempo, que las máquinas suplantarían
tarde o temprano a la raza humana, una vez
que desarrollaran su propio instinto, conciencia y sistema evolutivo. La revolución, librada entre “maquinistas” y “antimaquinistas”,
arrasó durante años y redujo el número de
habitantes a la mitad, concluyendo con la victoria de los “antimaquinistas [al haber utilizado] cada nuevo adelanto en el arte de la
guerra”, a expresa recomendación de los
“Profesores de Inconsistencia y Evasión”.
Esta inconsistencia, que hace de Erewhon
una ficción utópica verdaderamente satírica,
es el artificio del que se vale Butler para descargar su arsenal de contradictorias ocurrencias a lo largo de una historia en la que coexisten, al menos, dos posibilidades de
lectura: una antes de las guerras mundiales, y
otra después. En ambos casos Erewhon es mucho más que una aproximación a la jugada
maestra con la que soñara Borges:
La ejecución de una novela en primera
persona, cuyo narrador, omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a
unos pocos lectores —a muy pocos lectores— la adivinación de una realidad
atroz o banal.
Tal vez sea éste otro punto clave en la hipótesis de un olvido. Pues, bajo la cómoda
luz del nuevo siglo, hemos de reconocer (honestamente) que si en todo profeta hay algo
trágico, ello se debe a la sencilla razón de que
un profeta no postula el acontecer: el acontecer lo postula a él. Y tal vez por esto vale la
pena recordar a Samuel Butler, ahora que está a punto de no ser su aniversario.
SUMARIO
SUMARIO
Plegaria
✸ José Kozer
Entregar el diezmo a manera de sístole movimientos peristálticos: no un domingo. De
ser posible (gate gate paragate) al pie de una ventana
(doble, visión) el sicomoro de Forest Hills el laurel de
Indias de Estrada Palma: a manera de postura las manos
en cruz sobre el vientre (mater dolorosa) visión del rubí
de la estrella de seis puntas del crucifijo (veteado) de
marfil de Filipinas que está en la repisa de la sala, a mi
lado: parasamgate. Y la madre venidera recostando mi
cabeza sobre la almohada de plumón con la funda orlada
por su pasada mano (madre, del arabesco): un costurón,
su quietud. Sabe. No interpreta. Y en lo que sabe al
instante en ese instante permite vislumbrar la caída
simultánea de una hoja del sicomoro concomitante el
laurel de Indias (léeme madre el Salmo 23 donde no
carezco de nada por dilatados días, se ve una mesa:
porvenir) la hoja cae, el libro se cierra, el poema fue
escrito (carece de interpretación) en alto (inscrito)
quizás, por mediación: bodhi, svaha. Quizás aún
conviene sedere un poco a mensa (Paradiso, V)
entregar (a su redil) el libro el atisbo a lo exterior la
misma celebración (interior): entregar (fajos) números
(y toda irritabilidad): no en desmesura. Un domingo, no:
de la mano de la madre la amada (luego de toda una
vida compartida en una sala una mesa un lecho
matrimonial) celebrar (sin reticencia) la separación: a
la otra orilla; ésta. A la otra orilla, sicomoro. Laurel. Y
la llaga. Su dedo índice (hálito) al óleo (hisopo, de
dimanaciones) a la frente (ceniza, un punto): diezmo,
retribuido. Recitación, completada. Consonancias a un
lado y otro de las sienes, disueltas: reposo. No respondo.
Responso de la amada en boca de la madre al recibir del
mismo modo indefectible en que fue en su momento,
recibida: ¿describirlo? Una descripción, no figurativa; una
consumación, no conmemorativa: consubstancial. Gota de
pálida espiroqueta oceánica. Y de consuno los tres a huestes.
LA GACETA
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SUMARIO
SUMARIO
Algo luminoso que se pierde.
Manuel Ulacia (1953-2001)
✸ Adolfo Castañón
ieto de Manuel Altolaguirre, el
poeta español trasterrado en México, Manuel Ulacia nació en la
ciudad de México el 16 de mayo
de 1953 y murió en el mar de Zihuatanejo,
Guerrero, el 12 de agosto de 2001. Al igual
que su abuelo, Manuel Ulacia era poeta y vivió desde sus primeros años en contacto con
el mito, el mundo y las voces de la poesía. Así
recuerda en Origami para un día de lluvia
(1990), quizá su poema más extenso y ambicioso, el encuentro que tuvo con Luis Cernuda, el alto poeta de La realidad y el deseo, el niño que fue Manuel:
N
De pronto, cesa el tiempo.
Eres el de antes y eres otro:
el visitante imperceptible
que llega desde el ahora,
al cuarto de antaño, donde te encuentras
a Luis Cernuda, Camisa azul, tweed
paraguas en el brazo,
te contemplo en la fuerza
tierna de tus siete años,
adivinando la perla que el tiempo
habría de formar en tu sombra.
Aquellas tardes de lluvia, idénticas,
en horas breves de un verano inmenso,
él te contaba historias
que te suspendían, hipnotizado:
la del viejo Noé,
mientras plegaba un papel
para hacer una barca;
la de Pegaso, al adherir las alas
azules de una libélula muerta
al lomo de un caballito de plástico.
Y al despertar del sueño te mostraba,
en fotos de revistas,
ciudades y puentes desconocidos.
¿Cuándo cruzarías los puentes
de Manhattan y San Francisco?1
A lo largo del poema, el autor explora su
propio pasado a través de un monólogo donde la lluvia le sirve como un espejo que le va
devolviendo, transformadas —papel transmutado en forma de poesía como el Origami— diversas imágenes de su propia vida, de
sus días y noches deseantes. La búsqueda del
amor, el deseo del deseo, la nostalgia de una
imposible unión con la fiel/infiel pareja homosexual da cuerpo y forma a este poema
que transpira deseo y nostalgia pero cuya
clave última es la búsqueda, a través de la
lluvia y de las letras, de ese que “escucha llover” y “ya es otro”, aunque la lluvia sea “la
misma de siempre”. Como todo poeta verdadero, Manuel Ulacia afincaba su verdad en el
fervor con que asumía su propia búsqueda
personal y literaria.
A esa intensidad ha de añadirse una elegancia y una bondad naturales que prestan a
LA GACETA
26
sus otros libros (La materia como ofrenda [1980],
El río y la piedra [1989], El plato azul [1999])
exactitud y peso, gravedad y limpieza. Leo en
La materia como ofrenda este breve poema,
escrito, para evocar a Federico García Lorca,
en un alto idioma blanco:
En el jardín
la tortuga milenaria
se come la palabra hierba2
Incluso en los momentos más arriesgados
de fusión de comunión poética y comunión
amorosa, Manuel Ulacia es capaz de mesura
y extremo:
tu aliento toca mi piel
tus ojos
pronuncian el alfabeto de mi cuerpo
tus manos me sostienen
en el espacio donde me invento
tu deseo penetra la página
mi deseo penetra tus pupilas
te habito
me habitas
me disipo en el blanco advenimiento
soy el poema3
A flor de letra, se advierte, entre otros, el
eco ascendente de Octavio Paz —amigo y admirador de Luis Cernuda y de Manuel Altolaguirre—, amigo también de Manuel Ulacia.
Que se adviertan ecos de Paz en un joven
poeta mexicano, nacido en 1953 no es en modo alguno extraordinario. Esos ecos se pueden reconocer en otros autores de esta generación como Alberto Blanco y Luis Cortés
Bargalló, entre otros, con quienes Ulacia animó El Zaguán, la revista independiente de
poesía que ayudaría a dirigir entre 1975 y 1977
y a la cual Octavio Paz dio un poema titulado
“Primero de enero” para el primer número.
Además de ser una figura tutelar en lo lírico
y aun en lo personal, el autor de Salamandra
alimentará la reflexión y la curiosidad literaria de Manuel Ulacia quien en El árbol milenario4 ensaya Un recorrido por la obra de Octavio
Paz (1999). La obra es un intento de reconstrucción del itinerario poético y literario de
Paz; aspira a desvelar o revelar sus fuentes y
a reconstruir los diversos diálogos establecidos por Paz con las tradiciones poéticas y
poetas que lo alimentan: de Mallarmé y Ezra
Pound a la tradición tántrica budista, de Pessoa al budismo zen. El árbol milenario es un li-
SUMARIO
SUMARIO
bro vasto y ambicioso, pero escrito con llaneza y claridad. Es el libro de un profesor (Ulacia estudió y dio clases en Yale) pero también
de un poeta; el árbol milenario es también un
árbol transparente no sólo por lo que revela o
explica de la obra poética de Paz sino por lo
que deja ver de la curiosidad literaria de Manuel Ulacia, de su riguroso apetito de experiencia estética y conocimiento poético. Por
otra parte, sin ese fervoroso rigor no se podrían ni la antología La sirena en el espejo, de
poesía mexicana (hecha en colaboración con
Víctor Manuel Mendiola y con José María Espinasa) ni La fiesta innombrable (antología de
la poesía cubana en el exilio, en colaboración
con Nedda G. de Annhalt y Víctor Manuel
Mendiola) ni las Transideraciones de Haroldo
de Campos que vertió en colaboración con
Eduardo Milán ni mucho menos la traducción del gran poeta usamericano James Merrill: Casas reflejadas.5 Sabemos por Manuel
que Merrill (1926-1995) pudo leer antes de
morir la traducción de esa antología y que
luego de aprobarla le dio unos consejos. Me
gusta que Manuel Ulacia haya expresado que
James Merrill —un poeta próximo a Dante—
le hubiera dado algunos consejos. Una de las
virtudes de Manuel Ulacia era la de saber escuchar: por eso fue un buen discípulo de
Emir Rodríguez Monegal, por eso podía escuchar su propia historia contada por la lluvia en Origami para un día de lluvia o contar en
El plato azul6 una historia de amor sucedida
en Europa en la guerra como si fuese un poema (por cierto, me parece que existen entre el
poema “Bronze” de James Merrill y El plato
azul de Manuel Ulacia algunos puntos en común). Esa facultad para escuchar las voces de
los vivos y de los muertos, las voces del
adentro y del más allá es quizá una de las lecciones que se pueden desprender de la obra
interrumpida de Manuel Ulacia.
Manuel Ulacia murió devorado por el
mar una tarde de domingo en las playas de
Zihuatanejo en el estado de Guerrero en
agosto de este infausto 2001. Tenía cuarenta y
ocho años. Estaba en la plenitud de sus fuerzas y en los últimos años parecía más comprensivo y bondadoso pues se manifestaba
más y mejor. La última vez que lo vi fue en su
casa en una reunión del PEN Club mexicano
que él presidía con entusiasmo y desinteresado ánimo laborioso. Se encontraba organizando un magno congreso panamericano de
escritores. En su casa se había dado cita una
gran cantidad de escritores, signo de su poder de convocatoria y ¿por qué no decirlo? de
la estima y aprecio que muchos le teníamos.
Cuando me enteré de su muerte pensé en
Adonai, la elegía escrita por P. B. Shelley a la
muerte de su amigo John Keats y que luego
sería traducida por Manuel Altolaguirre:
Es una parte ya de la Belleza
que en otro tiempo él mismo cultivara
Pero cuando estaba escribiendo estas líneas llegó a mis manos el poema “Para entonces” de otro Manuel, Gutiérrez Nájera, y
me dije a mí mismo que le pertenecen esos
versos donde se advierte cierta impaciencia
vital:
cuando la vida dice aún: soy tuya,
aunque sepamos bien que nos traiciona.
NOTAS
1. Manuel Ulacia, Origami para un día de lluvia,
Pre-Textos/Poesía, Valencia, 1991, pp. 14-15.
2. Manuel Ulacia, La materia como ofrenda,
Universidad Nacional Autónoma de México,
México, 1980, p. 12.
3. Ibidem, p. 38.
4. Manuel Ulacia, El árbol milenario. Un recorrido por la obra de Octavio Paz, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 1999,
410 pp.
5. James Merrill, Reflected Houses (Casas
Reflejadas). Selección, traducción y prólogo de
Manuel Ulacia, Ediciones El Tucán de Virginia, Fideicomiso para la Cultura México-Estados Unidos, México, 1992, 295 pp.
6. Manuel Ulacia, El plato azul, Ditoria,
México, 1999, 34 pp.
Quiero morir cuando decline el día,
en alta mar y con la cara al cielo;
donde parezca sueño la agonía,
y el alma un ave que remonta el vuelo.
No escuchar en los últimos instantes,
ya con el cielo y con el mar a solas
más voces ni plegarias sollozantes
que el majestuoso tubo de las olas.
Morir cuando la luz triste retira
sus áureas redes de la onda verde,
y ser como ese sol que lento expira:
algo muy luminoso que se pierde.
Morir, y joven; antes que destruya
el tiempo aleve la gentil corona
LA GACETA
27
SUMARIO
SUMARIO
Romper los contratos
✸ Ana Clavel
A Miriam Grunstein, quien
me habló de la traditio romana
ntiguamente, la traditio era un
contrato de donación de la propiedad que se celebraba entre
dos personas. Se realizaba mediante una ceremonia en la que se pronunciaban palabras rituales y solemnes, capaces de
echar a andar la maquinaria del derecho romano. Cuando una de las partes incumplía
con la traditio, podían derivarse castigos tan
severos como la venta del deudor en calidad
de esclavo y, si nadie accedía a comprarlo, su
cuerpo podía ser destazado y vendido en los
mercados para alimentar a los perros.
Se me ocurre entonces que cada vez que
se lee o se escribe un libro, autores y lectores
pactamos una suerte de contrato silencioso,
tácito y, muchas veces, hasta inconsciente.
Las cláusulas quedan escritas en nuestro interior y cuando los antes lectores nos decidimos por la escritura, las traditio se desempolvan y revelan los compromisos adquiridos,
esas deudas de consanguinidad literaria con
los páter y máter familias que nos criaron y
alimentaron. Casi siempre y sobre todo al
principio, tales compromisos se perfilan por
el lado de la fidelidad, una emulación admirativa, el acto de feliz agradecimiento hacia
nuestros donantes. Pero muy pronto las búsquedas personales se imponen y casi involuntariamente se inician las transgresiones. A
diferencia del derecho romano, los “contratos” literarios parecieran amparar una cláusula escrita en caracteres menores pero que,
en realidad, casi ningún autor necesita leer.
Esa cláusula podría decir: “este contrato sólo
es válido si el deudor lo transgrede”, o “esta
traditio para ser válida deberá romperse”. El
castigo puede ser tan severo que el autor se
convierta en esclavo de una nueva tradición
por él inaugurada o que su cuerpo se destace en ediciones críticas, carne para estudiosos y mercaderes académicos. O simplemente, que se convierta en manjar o alimento
revulsivo para nuevos lectores con quienes,
de manera privada, silenciosa, tácita, establezca sus propios contratos.
Respetar, honrar, perpetuar... y romper
esos contratos, transgredirlos, infringirlos,
violentar la traditio... Los caracteres menores
están escritos con la tinta indeleble de la necesidad personal a la que obliga el legado
A
mismo y nuestras propias pulsiones. No creo
que muchos autores infrinjan los contratos
deliberada y gratuitamente —con la excepción de aquellos periodos reactivos de restauración o iconoclasia provocados por tiranías
canonizantes—, pero no pocos respondemos
al llamado luciferino de creer que la nuestra
es una verdad estética particular que necesita
ser expresada de una forma singular. Entonces escribimos, corregimos, si tenemos suerte
publicamos y así establecemos nuevos contratos de donación cuyo destino es, hoy más
que nunca, por demás incierto.
No por soberbia sino porque es el caso
que mejor conozco, voy a referirme a algunos
de mis propios contratos. Trataré de rastrear
algunos ejemplos en mi novela Los deseos y su
sombra. La novela inicia con un personaje que
se ha vuelto invisible en plena ciudad de México, que deambula por sus calles y por su
historia buscando un sentido a su propio pasado y a su vida actual. El recurso de la invisibilidad de Soledad García, el personaje central, es una ironía al cumplimiento textual de
los deseos profundos y partió de los cuentos
de hadas y los mitos pero fue la lectura de Los
recuerdos del porvenir (1963), de la mexicana
Elena Garro, lo que disparó la imaginación
en torno a los castigos que se derivan de la
decisión de cumplir nuestros deseos como un
destino propio. En la novela de la Garro, Isabel Moncada, después de traicionar y enfrentar a todo su pueblo entregándose al invasor,
es convertida literalmente en piedra. En el caso de mi personaje —que, por cierto, sufre un
proceso inverso a la petrificación de Isabel
pues Soledad se descorporiza—, no es que se
vuelva invisible o que se convierta en sombra
de sí misma por obra de un destino implacable y justiciero, sino por su propia capacidad
de sometimiento a los deseos de los otros.
Otro ejemplo: cuando instalé a Soledad
vagando cual alma en pena por la ciudad de
México, montándose en sus edificios altos como el Castillo de Chapultepec o hurgando en
sus subterráneos como los del Palacio de Bellas Artes, en un recorrido demencial, frecuentemente recordaba el comienzo de la
Odisea. Yo quería que mi protagonista navegara entre las procelosas aguas de su existencia y sus contradictorios deseos como Ulises
antes de retornar a Ítaca. De esta forma, retomé aquella invocación a la musa homérica
para cantar las aventuras de un “varón de
LA GACETA
28
multiforme ingenio que después de destruir
la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo... y padeció en su
ánimo gran número de trabajos en su navegación por el ponto...”, y lo adapté para resumir el recorrido de mi personaje por sus pasiones, su historia de deseos fallidos y su
viaje por la ciudad de México en busca de
una identidad. Así, en Los deseos y su sombra,
la última parte de la novela comienza diciendo: “Cuéntanos, Eco, de aquella doncella de
deshilvanado entendimiento y frágil voluntad que, después de destruir las murallas de
su cuerpo, anduvo peregrinando las noches
de claro en claro y los días de turbio en turbio... y padeció en su ánimo gran número de
trabajos en su navegación por las sombras...”
Ese peregrinaje, ese recorrido por la ciudad,
no es sólo el escenario de una búsqueda sino
que se convierte en la búsqueda misma y en
ese sentido, mi novela es deudora de La región más transparente (1958), de Carlos Fuentes, cuya traditio transgrede al llevar a extremo
la visión de la ciudad como la encarnación
para Soledad de un cuerpo propio y más
vasto.
Éstos son algunos de los contratos que firmé en silencio con fervor y que he renovado
con incertidumbre. Qué tanto respeté, transgredí o aproveché a mis donadores, qué tanto cumplí las traditio aun en esa cláusula que
les da verdadera vigencia, es algo que no me
toca responder a mí sino a los lectores. (Aunque yo sólo responderé a Cervantes...)
• Ponencia leída el 5 de octubre en la mesa redonda “Tradición vs. transgresión”, II Encuentro
de Nuevos Narradores Iberoamericanos, realizado en Madrid los días 3 al 5 de octubre pasado por
la Casa de América, Ministerio de Cultura de España, Instituto de México en Madrid, Secretaría de
Relaciones Exteriores. También participaron en la
mesa Lola Beccaria, Rodrigo Fresán, Ignacio Castillo, María Fasce y Luis Magrinyá.
✸
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1934
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¡Mira lo que tengo!
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Beisbol en abril y otras
historias
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Historia de la literatura
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Arte y poesía
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La intuición del instante
Educación y Pedagogía
• CECILE MAURICE BOWRA
Historia de la literatura griega
ROGER CHARTIER •
Cultura escrita, literatura e historia
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Infantería
CULTURA ESCRITA Y EDUCACIÓN •
Conversaciones con Emilia Ferreiro
• RAÚL DORRA
Hablar de literatura
Psicología, Psiquiatría y
Psicoanálisis
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Obras completas, XVIII
VIKTOR EMIL FRANKL
Psicoanálisis y existencialismo
• ALFONSO REYES
Antología de Alfonso Reyes
ERICH FROMM •
Ética y psicoanálisis
• JOSÉ LUIS MARTÍNEZ (COMP.)
El ensayo mexicano moderno I
A. S. NEILL •
Summerhill
Entre voces
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El desarrollo de la noción de tiempo
en el niño
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Jaime Sabines en Bellas Artes
(disco compacto)
Historia
Sociología
PIERRE ALBERT Y ANDRE-JEAN
TUDESQ •
Historia de la radio y la televisión
• JORGE PADUA
Técnicas de investigación
aplicada a las ciencias sociales
MARC BLOCH •
Apología para la historia o el oficio
de historiador
• NICHOLAS S. TIMASHEFF
La teoría sociológica
CHRISTOPHER DAWSON •
Historia de la cultura cristiana
[
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FCE
•SUGERENCIAS•
GENEVIÈVE DE GAULLE ANTHONIOZ
La travesía de la noche
[
]
Con este volumen, cuya publicación había
previsto, Castoriadis concluye la serie Las
encrucijadas del laberinto, inaugurada en
1978. En los textos aquí reagrupados, el autor profundiza algunos de los temas que ya
había trabajado anteriormente: los límites de
la racionalidad del capitalismo, la democracia como autoinstitución explícita de la sociedad, la interrogación filosófica sobre la
ciencia y la psique, así como aspectos de la
creación humana —los medios de expresión
de la poesía, la antropogénesis en los trágicos griegos del siglo V—, que si bien no son
completamente nuevos en su obra, rara vez
había tratado desde esta perspectiva.
Relato conmovedor de los campos de concentración de la segunda Guerra Mundial
escrito por la sobrina del general De Gaulle,
reportada a Ravensbrück, a más de cincuenta años después de su liberación. Es el relato de los meses pasados en secreto, en el
campo, excluida entre los excluidos. ¿Por
qué escribir hasta ahora? ¿Es acaso esta
travesía de la noche el origen de las elecciones de su vida posterior, esta atención dedicada a las víctimas de la exclusión? La autora no responde a estas preguntas. Su
testimonio consiste en la simplicidad del relato y en la insospechada frescura de una
memoria indeleble. De esta experiencia interior nadie puede salir indemne.
ALBERTO CLEMENTE DE LA TORRE
Física cuántica para filósofos
PAUL RICŒUR
Del texto a la acción
Del texto a la acción hilvana las etapas de un
recorrido original —de la fenomenología a la
hermenéutica, de la hermenéutica del texto
a la hermenéutica de la acción—, poniendo
el acento sobre las relaciones que intervienen entre una reflexión sobre el discurso y la
narración, y una interrogación sobre la ideología y la acción humana en el seno de la
Ciudad.
CORNELIUS CASTORIADIS
Figuras de lo pensable
En un estilo claro, despojado de términos
técnicos, Alberto Clemente de la Torre traza
un recorrido por los principales tópicos de la
física cuántica destinados a los filosofos, es
decir, a todos aquellos que quieren descubrir uno de los temas más sugerentes de la
ciencia contemporánea, sin exigirles para
ello conocimientos previos.
[
]
LA GACETA
31
SUMARIO
SUMARIO
Octavio Paz
¿Águila o sol?
Edición conmemorativa. 50 aniversario (1951-2001)
En la totalidad de la obra literaria de Octavio Paz,
¿Águila o sol? guarda un sitio preponderante. Escrito en prosa, este libro canta lo
circunstancial y lo anecdótico, y al mismo tiempo hace renacer constantemente,
mediante un alto sentido lírico, la sensibilidad, la belleza,
el reino secreto de la poesía...
Con motivo del 50 aniversario de esta obra, el FCE ha publicado dos ediciones: una de
lujo, en edición única, limitada y numerada; más otra edición bilíngüe, en español y
portugués, traducida por el poeta y crítico brasileño Horácio Costa.
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