nuestra generación no sabe escribir cartas

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NUESTRA GENERACIÓN
NO SABE ESCRIBIR CARTAS
NUESTRA GENERACIÓN
NO SABE ESCRIBIR CARTAS
Ricardo Cartas
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla
Dirección de Fomento Editorial
BENEMÉRITA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE PUEBLA
Enrique Agüera Ibáñez
Rector
José Ramón Eguíbar Cuenca
Secretario general
María Lilia Cedillo Ramírez
Vicerrectora de extensión y difusión de la cultura
Carlos Contreras Cruz
Director de fomento editorial
Diseño de portada: Mayra Elisa Flores Carrillo
Fotografía de portada: Luis Rodolfo Toquero Cartas
Primera edición, 2011
ISBN: 978-607-487-352-8
DR © Benemérita Universidad Autónoma de Puebla
Dirección de Fomento Editorial
2 norte 1404, CP 72000
Puebla, Pue.
Teléfono y fax 01 222 2 46 85 59
Impreso y hecho en México
Printed and made in Mexico
a Indirititita
¡CORRE GICHA!
II
Algunos
abren su puerta
para dejar entrar a los demás
Otros
la cierran
por temor de que alguien entre
Pocos
muy pocos
los que no tienen casa
Alberto Blanco.
I
Y así: ¡Pum! Todo comenzó:
Entramos a la puerta del pacífico. El camión rodaba
por las covachas de la sierra. Desde la altura de los cerros se observaba el volcán muerto.
Caían las gotas y un fuerte viento acariciaba las
piedras del río, hace años que la roca descansa. Después de muertos nos convertimos en piedras, nos salen
patitas y nos hundimos en el río para que nadie vea
cómo nos pasa el tiempo, allá abajo sólo vemos pasar el
agua y miramos el cielo.
Aún se oye el silencio de los muertos, de los cuerpos colgados en cada esquina por órdenes del General
Charis. Fue un día santo, miércoles de primavera.
Seguí oyendo voces. Dean y yo entramos a la casa
oscura en donde se encontraban mesas repletas de
hombres morenos empinando cerveza. Ixtepec había
dejado de ser una ciudad con vida. El último tren que
pasó por acá se lo llevó todo. Se llevó la historia, el ritmo y las bugambilias de la avenida Joaquín Amaro. Se
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llevó el puente y el canto de los hombres. Ixtepec se
había convertido en la ciudad de las piedras. Por todas
las calles se hallaban piedras como caídas del cielo, algunas eran grandes y otras pequeñas. Las piedras esperaban pacientemente el momento en que no hubiera
ningún ruido para poder avanzar hacia la orilla del caudal. De un tiempo para acá las piedras transitan a toda
hora. Los ruidos de la gente cada día son más extraños.
Lo único que se oye es el caminar de los muertos convertidos en piedras hacia el fondo del río de los perros.
El barullo estaba concentrado en la casa gris. Gritos
y baile. Dean y yo nos sentamos en la única mesa que
estaba vacía. El calor hacía calentar la piel. Esperábamos la llegada de algún mesero para pedir algunas
cervezas y conversar sobre la muerte de mi abuelo. Los
antros botaneros han sido el regalo más moderno que
ha llegado de las grandes ciudades. El mesero nunca
llegó; pero en su lugar se empinó una enorme mujer
con escote en “w”. La mirada de Dean y mía con un
poco de descaro se clavaron en la carne.
―¿Qué van a querer?
—(¿Y todavía pregunta?)
Las interrogantes de los meseros siempre son estúpidas; ya es más que sabido lo que un hombre quiere
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de un bar. Uno no viene a pedir nada, sino a esperar
todo. Las cervezas y el ron son lo de menos, esperamos
que alguien nos sonría, esperamos el silencio perpetuo,
esperamos cualquier ola, nadar en cualquier pecho, en
cualquier cuerpo.
―¿Cervezas?
Dean pidió dos. Yo miré su cuerpo. La música sonaba, enredaba las ansias de todos los presentes. Los
clientes comenzaron a pararse de sus lugares, despegando el polvo de sus suelas haciendo alfombra de
honor al ritmo. Dean se paró a bailar con la primera
que se le cruzó.
Él me había invitado a desayunar, pero los faroles y
las largas zapatillas de las muchachas me provocaban
cierta duda, miraba alrededor y nadie tenía la mirada
limpia, aquí nadie está desayunando. Seguramente la
costumbre era otra; cada quién tiene su hambre.
La mesera era una mujer grande y de muy buenas
formas; cada cinco minutos insinuaba su llegada a la
mesa y se secaba el sudor con un paño que guardaba en
su pecho; yo prendía un tabaco y ella al instante cambiaba mi cenicero, me paraba al baño y me seguía, la
miraba y me miraba.
Dean estaba raspándole al tacón con gusto. Las parejas aplaudían, reían. Los hombres solos estaban para13
dos en la pista de baile, sin que la música les provocara
el menor efecto. Dean era un trompo alrededor de todo
el lugar. Cambiaba de pareja, arrebataba a cualquier
mujer. Corría sin descuidar el ritmo hasta la cocina y
sacaba a todas las gordas bofas de los anafres y las llevaba a bailar. Ese sí que bailaba: son, rumba, tango,
quebrada, mambo y cumbia. Las muchachas hasta se
formaban para poder bailar con él. Ahí lo veías al condenado culo bajito agarrando al por mayor a toda la
muchachada. Los hombres ni se inmutaban, sólo miraban al choncho chaparrón bailar con sus mujeres. Yo
pedí otra cerveza.
Llegó y con ella una excelente mirada que se fue esparciendo poco a poco. El pachangón fue bajando de intensidad, la música se tornaba suave. Algunas parejas
comenzaron a huir. Dean ya no estaba, lo buscaba con la
mirada y él simplemente había desaparecido, así: ¡Pum!
Se fue. Quise engañarme, quise suponer que Dean
había tomado de la cintura a cualquier mujer y en este
mismo instante le estuviera haciendo el amor: “racarraca”, vaivén, hambre de lobo por el bosque fémino, sed
de ellas. Dean había huido otra vez, así como si nada.
La fiesta seguía y mi preocupación se desbordaba.
Dean siempre tenía esa maña de huir. Se escapaba de la
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escuela, de la casa, del hambre, de las mujeres, de todo.
Después de media tonelada de vidrio de cerveza arrumbado sobre la mesa, la niña de la “w” (y no era genio)
por fin accedió a sentarse en mis piernas a platicarme su
vida. Yo también se la platicaba, es más, nos platicábamos todotodito hasta llegar a preguntarnos los nombres.
—Andrea es mi nombre.
Hablé de mis impresiones sobre su pueblo, del mío
hablé muy poco. La tomé de la cintura, paseándola por
toda la pista de baile. Ella estaba risa y risa su boca.
Nos sentamos al terminar la canción, la mayoría de las
parejas lo hacían. A pesar de que existían tres sillas
dispuestas a recibir sus nalgas, ella prefirió mis piernas.
Sus grandes caderas hervían, al pasar de los minutos
adormecieron mis extremidades, pero qué importaba,
su cuerpo estaba tan dispuesto que pensaba o suponía
que si 2x2=4, seguro que esta mujer quiere algo conmigo. Pero mejor...
―me voy.
—¿A dónde?
―A dormir
—¿Tienes dónde llegar?
Tenía cerca de diez casas en donde pasar la noche.
Mi tía Hortensia seguramente ya me estaba esperando
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con una enorme cena de mondongo y estofado. Mis
hermanas también me estaban esperando en casa de tía
Lucrecia junto con mis demás primos. Pero creo que no
era conveniente usar esas posibilidades. Y menos en
una noche de primavera.
―Si quieres quédate en la casa.
(Ándele muchachón,
la puerta está abierta)
Yo seguía escuchando voces; no ecos, algo adentro
rebotaba por todos lados y sólo yo podía escuchar y se
burlaban.
Caminamos lo que restaba de la noche. Andrea me
iba señalando los lugares en donde algún día hubo vida. Los grandes hoteles, en donde se hospedaban los
ingenieros norteamericanos, y que se encontraba enfrente de la estación del ferrocarril. Caminos que habían visto volar las enaguas de miles de vendedoras.
Enaguas verdes y moradas como las de Aurelia Espinosa. Dijo Andrea, iniciando su historia. Ella bajaba cada madrugada del cerro Xadani a ofrecer sus menjurjes
e iguanas. Eran los años de vida, cuando grandes hombres visitaban la cintura del mundo: Tinna Modotti,
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Serguei Eisentein. Llegaban de sus guerras y descubrimientos para asombrarse de nuestro sueño y armonía.
Aurelia descansaba en la orilla del río tras haber
caminado algunos kilómetros, miraba los engranes de
las nuevas máquinas, su velocidad. Miró a un hombre
enorme, empolvado y encamisado a cuadros. Él se
acercó hacia ella, quedó profundamente asombrado al
mirar los ojos negros de Aurelia. Para ella, aquel hombre era un sol, alguien que la poseyó desde el primer
instante de su encuentro. Aurelia y el ingeniero norteamericano hallaron ese espacio que le hace falta a la
luna cuando está mocha.
Y del tiempo para qué hablar; si no hubo. Sobre los
ojos de las iguanas de Aurelia se reflejaron dos cuerpos
tibios, desnudos, en el amanecer, a la orilla del río. El
hombre supo lo que era mojar sus pies en agua dulce,
llevar el paso de las olas en su caminar; ella sólo se
quedó con un ajolotito en su vientre que al pasar de los
meses estallaría en colores y en olvido. Cuando Aurelia
se enteró de su partida sus ojos se quebraron. No llores,
—le decía el ingeniero, regresaré.
Doña Aurelia peló siete árboles de Guieehshuubba. El
río entero estaba lleno de las flores que había aventado
Doña Aurelia. Sobre el agua caminaba su pasado. Las
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flores tenían que llegar hasta el islote al pie del volcán
muerto. Era la ofrenda y es el destino: llorar. Dicen que
en San Francisco el mar está todo lleno de flores y de
lágrimas.
El ingeniero norteamericano partió hacia su país un
día sin lluvia. Pero por aquí abandonó el pueblo, y por
acá que se suelta el norte, y la tormenta.
—¿Y regresó? ―pregunté ya picado por la historia.
—Cómo crees, ya parece que iba a regresar.
―Bueno, todo hace suponer que regresaría.
—Pobre gringa, aún se oyen sus quejas.
―¿Gringa?
—Sí, así le apodaron en el pueblo: la gringa del
monte Xadani. La gente se burlaba de ella, y nunca se
pudo recuperar, nunca volvió a vender iguanas, ni los
menjurjes. La gringa se quedó en el monte y olvidó las
caminatas. Después llegaron otros hombres al monte
Xadani y ella se dedicó a darles cervezas y juego.
Cuando vienen los nortes, el viento trae algunas voces
que se quejan desde allá: es el grito de Doña Aurelia
Espinosa, decía mi madre.
18
II
Caminamos por las oficinas postales en donde trabajó
su papá por casi cuarenta años. Caminamos hasta el
amanecer. Al llegar a su casa quise encontrar algún
pretexto para dormir con ella; pero la noche había terminado y lo demás ya no importaba.
—Hasta luego, Andrea.
―Nos vemos, ¿regresarás?
—Claro, mañana paso a tu trabajo.
Sobre mi cuerpo caía el calor, la humedad de la brisa. Me sentía como caballo amarrado. Ella y su enorme
cuerpo, ella y sus pequeñas gotas de sal rodeándole el
cuello.
Llegué a la casa de tía Lucrecia y se oyeron los
gritos de toda la familia.
―¡Ya llegó!
— ¿Dónde andabas cabrón chamaco? ¿No te da pena? Antes pensaba que el único mal viviente de esta
familia era tu tío Torpezas, pero ahora veo que apren19
des muy rápido, de veras que ya no respetas a nadie,
mira que apenas acaba de morir tu abuelo y tú como si
nada, hasta parece que lo vienes a celebrar, por lo menos ten compasión de tu tía. Ándele, vaya a quitarse el
polvo del cuerpo y baje a desayunar.
Mis hermanas me miraban desde un rincón, movían
su cabeza en forma de negación tapándose la boca. Me
siguieron hasta la recámara. Vieron caer mi ropa, me
pasaron la toalla y me acompañaron hasta el baño. Caía
el agua, pensaba en las lágrimas de doña Aurelia, en el
polvo que caía de mi cuerpo. Todo él se arremolinaba
en el piso del baño y se iba.
El desayuno estaba puesto en la mesa. Desde ahí se
veía la calle. Flotaba la gente hacia el mismo lugar,
siempre hacia el sur. Dean llegó con sus ojos rojos y su
sonrisa.
—¿Cómo te fue?
—Bien, y ¿a dónde te fuiste?
—A ningún lado, sólo te dejé solo.
—Pero me hubieras avisado, caray.
—No te preocupes, estás aquí.
Calentamos el motor del coche y nos fuimos. Visitamos el bar Jñaa Bii (madre de todos los vientos) que
se encuentra en la quinta sección de Juchitán. Nos sentamos en la barra y Dean llamó al cantinero:
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―Ey, Sadam, deme dos cervecitas. Pues sí, ―me decía. —Yo te dejé solo ayer, porque vi las intenciones
que tenías con Andrea. ¿A poco crees que no me di
cuenta cómo se miraban? Hasta tuve que sacar a bailar
a las cocineras para que no me aburriera. Pasaban
horas enteras y tú no podías articular palabra. Te platicaba de los últimos días de tu abuelo y tú ni en cuenta.
—¿Qué sabes de mi abuelo?
—Sólo tomabas y fumabas, claro, sin despegarle la
mirada al cuerpo de Andrea. ¿De plano te gustó mucho?
—¿Qué sabes del abuelo?
―Tu tía Lucrecia dice que Andrea es una negra patas de zanate. A mí también me gusta, pero no es para
tanto.
—¿Qué sabes del abuelo?
—Te lo juro que estabas como ido, embrujado por
esa mujer. Y todavía me reclamas de por qué te dejé.
Ahora que me acuerdo, yo sí te avisé que me iba, pero
no me hiciste caso. ¿Quieres otra? ¡Ey Sadam, busque
dos bien frías! Si quieres no me creas, pero es verdad.
—¿Qué sabes del abuelo?
—A mí se me hace que algo te dio esa mujer. Porque de plano era mucho, ¿no crees? Ándele beba más
rápido, acuérdate que aquí no se debe de esperar tanto:
todo se evapora.
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¿Era verdad lo que decía Dean? ¿No vi pasar el
tiempo? Visitamos más centros botaneros y de mi abuelo nada. ¿Qué sabía del abuelo?
Nos aburrimos de la vanguardia y entramos al chiquero: vacas, patos, caballos, toros, pollos, pollitos y
desde luego cerdos. Toda esa fauna se hospedaba en el
patio trasero, adaptado como cantina. Era la señora
Beatriz la que preparaba todos los menjurjes. La brisa
se mezclaba con los olores fétidos, la risa de los borrachos y los cacareos de las gallinas. Tomamos más cerveza hasta que llegó la noche.
El auto vomitaba humo. Recorrimos todos los bares
de la zona hasta llegar a la misma casa gris. Andrea nos
vio llegar y nos señaló nuestra mesa. Las mismas personas, la misma música y las mismas ganas de tenerla
en mi cama.
Bebimos hasta el cansancio y platicamos sobre los
ojos verdes del abuelo. De su encorvada espalda, de su
terquedad. Sus últimos minutos de vida fueron los más
brillantes, el abuelo nunca había contado nada acerca
de sus padres, ni de su pasado. Sólo se sabía que tenía
los ojos verdes y nunca se le preguntó de dónde vinieron. En el momento de su muerte toda la familia estaba
alrededor de la cama, oyendo la historia de su éxodo.
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Nació en el Barrio Soledad, lugar sin epidermis y sin
alma. El tren trajo a una partida de negras y negros a
poblar aquel llano, no sé qué es lo que hacía el abuelo
en medio de los esclavos y su tristeza. Nunca supo de
qué vientre vino, ni qué hombre lo engendró. Sus apellidos fueron puestos a capricho de un tío suyo: Figueroa – Figueroa. No se sabe nada más, sólo que estuvo
en la Ciudad de México hasta los veinte años. El tren
trajo esa sangre y él se la llevó. El último tren partió con
su humareda hacia el otro lado del río, llevándose los
ojos verdes. Ahora sólo quedan las lágrimas y los montones de sal. Andrea nos sirvió las últimas cervezas.
—Tomen esto en lo que acabo de hacer las cuentas.
Empinamos con velocidad hasta llenarnos las bocas.
Andrea se desprendió de su falda decolorada y se montó en sus jeans azules. Limpió la ceniza que se derramaba de nuestro cenicero y nos fuimos.
23
III
Llegamos a casa del abuelo, reconocimos el olor del
combustible, fierros y talachas. Los perros llegaron a
darnos la bienvenida. Dean y yo nos mirábamos, recordábamos los momentos más hermosos de nuestra
niñez en este rancho. Yo sólo llegaba en temporada de
vacaciones y Dean se quedaba. Aquí donde el tiempo
no importaba. Aquí en la mitad de este llano donde cae
la luna, donde llegaban los pasos detrás de mis pasos,
siempre húmedos; el limo lo inundaba todo.
Ya no oigo ladrar a los perros; oigo a las sombras
que nos persiguen, oigo muerte. Oigo a la niña de nahua de olán, oigo al que llora, al que camina rompiendo el silencio de la luna.
A la mitad del llano no hay nada; sólo el capricho
de su luz, sólo el río; sólo a la mujer que nos recuerda.
Era noche. La casa estaba convertida en un gallinero. Los libros del abuelo se habían convertido en alimento de esas aves. Por todo el piso se podían ver
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pedazos, párrafos, líneas que el abuelo había conquistado con sus ojos verdes. Ahora ya no hay nada, nadie
más tuvo el valor para enfrentar esas líneas.
Todo era un desierto; la luz nos sorprendía por la
espalda. Los gritos de los zanates alumbraban el nuevo
día.
Dean desapareció otra vez.
Andrea y yo caminamos de vez en cuando por las
veredas delimitadas por hierba de espinas. Era la segunda noche. Las ropas de Andrea quedaron pinchadas en las tunas, su olor y sus suspiros se elevaron.
Hicimos el amor en soledad, en medio del camino. Sus
ojos eran lunas, mi cuerpo era un llano vacío, lleno de
ecos y fantasmas, de recuerdos que querían tragarse
todo. A pesar de la luz que nos alumbraba, existía la
oscuridad en nuestros ojos, esa oscuridad que viene del
fondo y que nadie se atreve a iluminar. Hicimos el
amor por donde había pasado la mirada del abuelo,
donde sus ojos verdes exploraron nidos, hormigueros,
cuevas. La tierra era tersa, recientemente humedecida
por el sereno de lágrimas. Quise encontrar razones para
volver a tener su cuerpo, pero sólo había silencio y el
crujir de nuestros pies llegando hacia el final.
—¿Regresarás?
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¡¡¡¡¡¡¡¡¡Silencio!!!!!!!!!
Llegué a casa de la tía, su silencio valió más que el regaño de la noche anterior. Mis hermanas habían desaparecido, sólo habían dejado el recado que se irían desde
temprano al cine: al cine Mabe.
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IV
Me bañé y salí corriendo hacia la plaza de la tlayuda,
en donde se encontraba el galerón-cinema. Los puestos
de elotes con chile se vislumbraban desde lejos, el vapor de los anafres y las señoras gordas riendo con dentadura de metal. En la cartelera del cine se anunciaba la
más reciente producción de Andrés García: “El macho
biónico” los Hermanos Almada que no podían faltar,
“Tango y Cash” con Rambo-Cobra-Stalone y para rematar, sólo para adultos o en su defecto diez pesos de
mordida al de la entrada: “Suizas Eróticas”. Quién dijo
que esto era un cine, por Dios, esto más bien es una jaula
de peleas, una arena. Apenas di el primer paso hacia la
“sala” y los olotes me pasaban volando por la cabeza.
Mis hermanas seguramente estaban en la primera fila,
siempre han tenido ese sueño, imaginar que los músculos de Andrés algún día estarán acariciando su piel.
Los elotes seguían cayendo, eran estrellas muertas
sobre la alfombra chiclosa. La niña Teresa había rogado
por semanas enteras a su madre para que la llevara a la
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triple función del domingo. La mesa que se proyectaba
en la pantalla comenzó a temblar, las cervezas se derramaban sobre la pierna del consentido de Dios, como se
le llamó tiempo después, por haberse salvado de cáncer
en la próstata. Andrés veía las curvas, su sangre biónica
corría alrededor de todo el cuerpo biónico. Todas las
damas que colmaron la sala, incluyendo a mis hermanas sentían, cómo sus sexos comenzaban a soltar gotitas. La cámara se acercaba a los músculos, y las gotas se
convertían en chisguetes: flujo, olas, cascadas, cataratas, que buscaron caminos por los puntos donde se
unen las paredes y el piso. Ahí quedaban todos los
sueños, siempre en el camino hacia el borde, donde todo es sal, donde la espuma traga la dulzura.
Vino el silencio de expectativa.
¡¡¡¡¡¡¡¡¡cácaro!!!!!!!!!!
El Güero Vidaña se levantó de su hamaca con los
pelos de punta. Sabía que la revolución estaba a punto
de estallar. La imagen desvió su curso. Andrés caminó
con todo y escenografía hacia las paredes de metal, el
público la seguía; pero llegó el momento en que fue
imposible girar el cuello más de 150°. La revuelta co28
menzó. El bombardeo hacia la cabina no se hizo esperar: elotes, mangos, palos y coca-colas volaron por el
espacio. El cañonazo de luz huyó: nadie puede luchar
contra un pueblo enardecido. Pueblo contra pueblo; los
de arriba contra los de abajo.
Postal:
La madre de la niña Teresa se encontraba en el balcón del bando arribeño: insultaba al por mayor a todos,
hervía su boca de tanta lumbre hasta que un susodicho
de buena puntería derribó el diente frontal de la madre,
ese diente por el cual navegaba el agua de horchata, ese
diente que acompañaba al deseo de los labios y de la
lengua, sueño de recorrer el pecho poblado de Andrés
García.
El cine quedó vacío en quince minutos; a pesar de
los hechos, la gente salía sonriendo de la sala, a ellos no
les importaba que la mitad de los asistentes salieran
con la cabeza descalabrada o por lo menos con manchas en sus ropas. Ellos eran felices: el espectáculo no
los defraudó.
El cine Mabe quedó solo, mirando los cerros de basura y sobre el ojo-pantalla una botella de coca-cola. A
la semana siguiente la botella estaba en su mismo lugar, nadie tuvo la molestia de quitarla. El Güero Vida29
ña sufrió un cardiacaso cuando se exhibía Verano Peligroso con Alejandra Guzmán. Nadie pudo interrumpir
el alboroto. Esa tarde el cine Mabe también murió.
En ciudad Ixtepec todo lo que se olvida se convierte
en gallinero. Los productores de huevo, desde hace
tiempo, miran con hambre el galerón del cine Mabe.
Cuando mis hermanas se enteraron de las negras
intenciones de los empresarios hueviles, organizaron al
club: Istmo-Macho-Biónico para realizar marchas por
todo el pueblo y así luchar en contra del imperio del
huevo: ya estamos hartos de que todos los monumentos históricos de nuestro pueblo se convierta en cagadero de gallinas, ¡Con el Mabe no podrán!
Y no pudieron. Más tarde el pueblo entero pidió
otra fuente de entretenimiento. Llegaron algunas compañías de teatro, pero la gente quiso aventarles botellas
y cáscaras de mango, como lo solían hacer con los personajes de cine. Después llegó la lucha libre, pero hasta
los más rudos como Emilio Charles “El rey del Biutiful”, Fuerza Guerrera y los Tres Capos salieron corriendo a la primera cuando Doña Aflegunda salió a
defender a Octagón. Salieron huyendo con todo y capas al ver la furia de las enormes mujeres. El cine Mabe
se fue llenando de polvo hasta desaparecer.
30
V
Había esperado algunos días en el balcón de la casa, el
viento lo movía todo. En este pueblo todo estaba inclinado: las palmeras, antenas de televisión, piernas, nahuas, gobiernos y los etcéteras también.
Dicen que pasó el tiempo: sólo unas semanas. Muy
pocas veces veía a Andrea; sólo cruzábamos miradas y
nos saludábamos.
Una iguana corría y corría en el suelo de polvo de
mi habitación. Caminé hacia la cantina donde trabajaba
Andrea. Busqué por debajo de las mesas, pregunté a la
cocinera con la que había bailado la noche en que llegué, nadie sabía nada o nadie quería decirme nada.
Andrea se asombró al verme todo asustado y con los
labios partidos por la sed. Limpió la mesa y puso sobre
ella un plato de camarones pequeños con un bote de
salsa tabasco; destapó la cerveza y con su mano helada
se rascó el seno izquierdo en forma de preocupación.
Sabía que ella estaba enterada de todo. Me paré y la
tomé de la cintura. Ella me dijo con la cabeza sobre mi
barbilla: Dean está muerto.
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De un trago acabé la cerveza y salí a caminar. Observé a dos perros persiguiéndose. Las puertas en el
pueblo permanecían abiertas, la gente platicaba a gritos. Caminaba por una pequeña avenida, alejándome
de los postes de luz eléctrica; tres pasos más y regresé.
El camino había cambiado, ahora las puertas estaban
cerradas y todo permanecía en silencio. Sólo un viejo
estaba sentado en la orilla de su balcón componiendo
una vieja máquina de escribir. Cuando se dio cuenta de
mi caminar distraído él me llamó.
—Hombre, ¿usted no es de acá?
—No, señor.
—Ah, oiga. Buscaba esto, ¿verdad?
—No, yo no busco nada.
—Ándele, es vieja, pero aún sirve.
Yo no sé qué habrá pasado, no sé cómo le hizo para
convencerme, pero ahí andaba yo caminando con la
máquina de escribir más vieja que yo había visto en la
vida.
Cuando llegué a la casa, la tía Lucrecia estaba platicando con una iguana, mis hermanas y mis primos me
esperaban para que fuéramos a dar de vueltas en la
camioneta del primo Manuel.
Al principio sus miradas se desconcertaron con la
noticia; pero bastó con que la tía Lucrecia preguntara:
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¿Y cómo a qué hora regresan? Miren que por ahí anda
el desgraciado ese que se dedica a matar señoritas.................y novietes valentones......
Xetk.....(tituwawa)....informa:
El Enmascarado Culiador sigue
haciendo de las suyas. Ayer tarde que
temprano cayó en sus manos señorita
decente no reconocida. Sólo se encontró
sus ropas interiores a la orilla del río.
Por favor muchachitas si ustedes gustan de hacer cochinadas díganles a sus
quereres que al río no. Los galanes ni se
pongan bravos cuando, si Dios no lo
quiere, sean sorprendidos con las manos en la masa o en la esbeltez...
Run, run........ sonaban los motores, el aire de shampoo y las piernas disecadas a la crema estaban esperando el momento en que el primo galán con sueños de
Rambo hundiera el pie sobre el pedalito de velocidad.
Ya estábamos en el cajón trasero de las camionetas esperando el momento. Sólo esperábamos a la prima del
humo. Así era nombrada por sus orígenes citadinos.
Ella no se ponía huarachitos, ni andaba con la mirada
33
perdida sobre los polvos tristes del pueblo. Ella miraba
desde arriba a toda la paisanada. La gran conquistadora de erecciones y suspiros. Subió su estupendo cuerpo
y nos despedimos con una línea de ruido hacia el infinito.
El desierto guarda sus aventuras bajo las piedras,
las mismas que sólo son movidas por gente en busca de
alimento. Los expendios estaban cerrados. El primo decente con sueños de Rambo empezaba a desesperarse
por la falta de líquido, rondábamos las calles como gatos, siempre con agilidad y elegancia. La gente del pueblo sentía miedo de abrir sus puertas por temor a que el
Enmascarado se presentara con cara de muy buena persona o de gentil hombre y después se descubriera como
maniático. Las señoritas estaban cerradas bajo llave,
encadenadas alrededor de sus hamacas.
—¡Vamos con J.J. ...Terror!
John Jiménez Terri de terrible era el único hombre
de la ciudad que arriesgaba el pellejo para salvar a los
sedientos de la noche. La camioneta avanzaba con gran
velocidad. El vestido de mi prima Smog volaba haciendo que sus piernas abrieran sus ojos como ave en medio del aire. Ella me observaba y reviraba hacia sus
piernas, me invitaba a deglutirlas con la mirada. El
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viento electrizaba nuestros cabellos. Llegamos al portón mágico de J.J. Terror. Primo decente y yo nos bajamos a comprar las cervezas. Tocamos.
Terror esperaba a los clientes sentado en su mecedora a la entrada de su casa. Terror tenía la fama en todo el
pueblo de consejero familiar. Los padres confundidos y
paniqueados por el mal comportamiento de sus varoncitos corrían despavoridos a los brazos de Terror para
pedir ayuda. Bastaba con que cualquier muchachito le
dijera que no a una hembrita para que el pueblo entero
anotara en su larga lista: otro putito más.
—Ya estamos hasta la madre, decía el primo. Con
razón las mujeres están que revientan de alegría por la
presencia del Enmascarado Culiador, en lugar de ser
una persona odiada por la gente, la mitad de las mujeres sueñan con perder la vida en los brazos del Enmascarado.
Pero bueno, afortunadamente Terror tenía una mano casi mágica. A la mayoría de sus pacientes les resolvía sus problemas psicosexuales de una manera eficaz
y casi instantánea. Terror era una persona de respeto.
Él repartía el alcohol en las horas peligrosas, salvaba el
honor de los hombres y la mediana felicidad de las mujeres.
35
—¿Cuántas van a querer? Sólo eso, ¡ah! bueno. Oigan y se puede saber a dónde van a ir. No, no, cómo se
atreven a planear tan estúpida muerte. Mejor quédense
aquí, la noche es caliente, pero con la cerveza se hace
menos pesada. Pasen, siéntense donde quieran y enciendan los cigarrillos.
Sobre la espalda de prima Smog-fumarola se formaba una mancha pequeña de agua. Su piel brillaba de
hambre. Fumarola de tren siempre en despedida,
siempre yéndose hacia donde el viento lo mande. Terror era muy amable, nos platicaba sobre el descubrimiento de un pueblo. Todos estábamos alrededor de la
silla en donde estaba sentado Terror. Mi prima de
Smog-fumarola se levantó y caminó hacia el balcón que
tenía la casa en la parte trasera. Ella me miró. Esperé a
que se acabara de consumir el cigarrillo, ya sin humo y
sin lumbre me paré y seguí los pasos de la prima. Su
olor, su humedad se quedaba unos instantes en el vuelo, justo el tiempo para que la persiguiera sin necesidad
de adivinar por dónde se había ido. Ella estaba mirando el cielo, sus codos descansaban sobre la cornisa y su
cuerpo me esperaba. Caminé hacia ella, la tomé de la
cintura haciendo que mi pene se hundiera en medio de
sus nalgas. Nuestra ropa estaba mojada. El viento es36
pantó el pequeño pedazo de tela que ocultaba sus nalgas. Su carne estaba hirviendo. No vi sus ojos, no vi su
cara, no vi las estrellas que ella veía. Veía la oscuridad,
veía mis dientes en su cuello. La prima fumarola recargaba sus codos en la cornisa, hacíamos el amor a medias y algo muy tibio caminó de su bosque al desierto
de sus tobillos.
Juan Terror hablaba: bla, bla,
bla, bla, bla,
bla
Bla, bla,
Bla, bla,
Bla, bla
Bla, bla, bla, bla:
Agua Tibia, señores. Llegué como zanate sobrevolando
la montaña. Aún no sé qué es lo que me llevó a ir tan
lejos. Alguien me había hablado sobre ese pueblo, pero
nunca imaginé llegar, yo creo que se llega así, de pronto. Ahí siempre se encuentran cosas, y siempre lo que
uno anda buscando. Yo llegué como ave, sobrevolando
la montaña, deberían de caminar un poco sobre la vía
de tren, la que cruza el río, a ver si el camino los quiere
llevar.
37
VI
¿Camino? A dónde nos puede llevar. Se sabe que todos
llegan a Roma, pero después. ¿El camino del zanate será igual al de la iguana? Los dos se aparecen en la noche, en los sueños. A qué camino se refirió el J.J. Terror.
Pero ya no nos metamos en más problemas, sólo hay
cuatro maneras de llegar: el aire, el agua, la tierra y el
hierro de las vías. Por aire es difícil, por tierra podría
ser, pero es menos literario, por agua no puedo llegar a
ninguna parte y da la casualidad que siempre había soñado viajar por las vías del tren; más bien caminar sobre ellas, porque del tren sólo existen algunos vagones
descarrilados por las orillas.
De la estación hasta el río y puente de los perros,
trescientos metros y la llegada a Cheguigo. Pueblos pequeños de mirada hosca y calor. Calor de tierra, agua,
aire y de vías de tren, los bueyes pasan y tiran los pocos
pastos que se arrojan bajo las sombras.
La humedad vuela, se escapa del camino, ella prefiere los lugares santos. Las aves siempre vuelan bajo
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las vías, ellas creen que pronto caeré, pero no. Su suerte
es que las siga hasta llegar al cerro quebrado. Ahí donde dijo J. J. Terror que se encontraba el lugar donde se
hallaba todo.
Ser vuelo de zanate, ser piel seca de iguana, ser tierra y volar con el viento: llegar al pequeño río donde
bautizaron a mi padre. El pitayal es el bordo del camino. Pasa la noche, pasa el día y los árboles de pitallas
están ahí, siempre viéndome, siempre cuidando el destino. La basura, los cartones de cerveza, las bolsas de la
tienda SEDENA, las de gracias por su compra, pañales de
los hijos, pañales de los abuelos, papeles, novelas,
cuentos, partituras, todo es detenido por las espinas del
pitallal, ellos son los encargados de cuidar el orden,
que nada interrumpa el camino.
Nada, ni nadie, podía detenerme. Cada vez que el
sol tentaba mi cuerpo a desmayarse, el vapor que salía
de los poros de la tierra me llevaba entre sus nubes y
me adelantaba kilómetros y kilómetros. Quise suponer
que eso pasaba, porque cuando ya no podía más, algo
me decía que avanzaba mucho en mi destino.
Llegué en la noche. El sudor caía de mi cuerpo, los
riachuelos causaban murmullos, los pájaros, todos los
movimientos de los animales, por mínimos que fueran,
se oían de manera clara. No quise perder más tiempo.
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Avancé, siguiendo el sentido contrario del agua. Hundí
mi mano en la corriente: ya es tibia, ya es tibia.
El cerro estaba en el fondo, con sus extremidades
abiertas, en medio de ellas estaba la luna, que anunciaba la totalidad.
La bola blanca se fue caminando por el cielo; la tierra despertaba, salían todos los animales a tomar agua,
a bañarse, a perseguir hembra o comida. Yo andaba en
el camino, sin saber qué buscar. J.J. Terror nos había dicho que por aquí se encontraba todo lo que buscáramos, pero ¿qué buscar?
Caminé por la única vereda limpia; delante de mí
caminaba un hombre con bultos en la espalda. Recordé
las páginas de Pedro Páramo y su encuentro con aquel
medio fantasma y medio hermano. Aquél arriero caminaba como todo un fantasma de alcurnia, de esos que
uno los ve y dice: ¡ah chingá, chingá! Pero este hombre,
no, definitivamente no puede ser un fantasma. Es más,
hasta camina como si estuviera imaginando adoquines;
o lo que es peor, pareciera estar esquivando las divisiones de las piedras, esos caminos por donde caminan las
hormigas.
Pero yo lo seguía, era el único humano que había
visto en quién sabe cuantas horas. Caminamos por largo tiempo hasta que el arriero reviró hacia atrás. Se de40
tuvo y me detuve, intentó correr y yo lo seguí en el intento. Quería desviarse hacia los pitallales, pero ese
hombre no era nada tonto. Caminó hacia mí, y yo lo
esperé con miedo.
—¿Qué buscas por acá?
—(eso mismo me he preguntado) Nada, sólo camino.
—Pues por acá no hay nada, más adelante está
Agua Tibia, pero nada más.
—Pues para allá voy.
—¿Y luego?
—Cómo que y luego. Pues nada más quiero conocer, necesito buscar unas cosas.
—Ah, usted viene por las niñas rubias.
—¿Niñas rubias?
—No se haga de la boca chiquita, es más, ya sé
quién le dijo el secretito.
—¿Lo conoces?
—Claro, así como te encontré a ti, así mismo lo encontré a él. Aquí vagabundeando, dizque tratando de
encontrarse. Yo no sé para qué tanta faramalla, lo que
buscan los hombres aquí, es lo que buscamos todos en
cualquier lado. Pero vamos, sigamos caminando, yo me
quedo en la cuchilla. Allá usted sigue derecho.
El hombre me platicaba sobre las grandes personalidades que habían llegado acá. Un tal Pedro Páramo,
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pero no el de la novela, sino el real. Muchos Juanes de
la historia han estado por aquí –me decía el arriero–,
tantas que cualquiera se sorprendería. Pero sabe joven,
cómo es que se llama usted, ah, sí, bueno. Ya vio esas
nubes por allá. Ándele, pues ahí, debajo de las nubes
está Agua Tibia. La tradición de ese pueblo es echar
humo, sí, sí, así como lo oye, la única tradición de esa
gente es quitarse la vista con el humo de sus anafres.
Yo no sé por qué lo hagan. Las mujeres de Agua Tibia
son bellas cuando apenas están emplumando, ya después con el uso se ponen feas. Yo creo que no lo soportan y por eso pierden al propósito la vista. Tenga
mucho cuidado con las hembritas de ahí, no son malas,
pero siempre hay que tener cuidado. Y ni se preocupe
por los hombres, creo que el último macho que había,
tiene más de cinco años que se fue. Ya sabe usted, la
tierra por aquí cada vez está peor, más seca. Éntrele con
las niñas, es lo que todos buscamos en cualquier lado.
Yo no sé para qué tanto teatro, mira que venir hasta acá
por ellas. Ese J.J. Terror siempre llenando de misterio
todo. Ah, pero usted sabe quién fue la primera personalidad que llegó al pueblo. Fíjese, eran años aún, en
donde se veía el cine en blanco y negro. Con los anafres
de las ancianas se provocó un incendio tremendo, las
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nubes que adornan la cabeza de las casas estaban convertidas en nubes enormes. En ese mismo momento
venía de la estación Nonoalco-Tlatelolco el express presidencial. Ruiz Cortines era el presidente por aquellos
años. Dicen que el hombre se quedó mudo al ver tan
enorme nube de humo. El express presidencial venía
cargado de monedas de plata y efectivo para repartir en
todo el sureste. El presidente no podía parar, así que tiró
por los bordos muchos costales llenos de monedas de
plata y billetes. Así se pudo reconstruir el pueblo. Yo estaba presente cuando se oyeron los gritos de la gente:
¡¡¡Máándahi!!!! Está lloviendo, está lloviendo el billete....
―O sea que la primera personalidad que pisó Agua
Tibia fue el presidente Ruiz Cortines.
—No, el que pisó el pueblo fue el Express presidencial y el dinero que iba a ser destinado para la siembra
en el Soconusco.
Después la gente de allá vino a reclamar su dinero,
pero ya todo estaba gastado. Inmediatamente se llegó a
un acuerdo de intercambiar la deuda por mujeres, ya
vez que es lo único bueno que tiene este pueblo.
El camino se hizo corto, subíamos y bajábamos
cuestas hasta que llegamos a la desviación. Pedro el
“Fantasma” Páramo me miró fijamente.
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―Mire usted, muchacho, antes de tomar cualquier
decisión, piense en el camino que le falta. Aquí se han
quedado muchos, un hombre no puede vivir en este
pueblo, esas niñas lo acaban a uno, te chupan todo y
después te olvidan. Pero ande, ande, todos tenemos
que buscar nuestro camino, usted siga derecho, mi
rumbo es por allá. Mucho gusto, y que le haga provecho su estancia, y cuando vea a J.J. Terror me lo saluda,
le dice que aún se oyen sus pasos por acá.
Juntamos nuestras manos para despedirnos y cada
quién agarró camino sin voltear. Me gusta oír mis pasos chocando contra el polvo seco. Siempre imagino ser
algún explorador de película extranjera, siempre en
busca de alguna esmeralda o de cualquier cosa. Soy un
hombre más que llega a este pueblo preguntando.
La humedad regresó. El camino se iba llenando,
conforme avanzaba, de plantas y árboles extraños. Detrás de los arbustos y plantas se oían vocecitas de niñas
cuchicheando, mi llegada. Saltos y correderas me seguían por toda la entrada del pueblo.
Poco a poco se fueron descubriendo los cuerpos desnudos de las niñas rubias. Salían de sus sombras, de la
espalda de algún árbol, de las casas. Me miraban y sonreían, sin sentir la menor vergüenza por su desnudo. Sin
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embargo, nunca dejaron que mi cuerpo se acercara a
ellas. En el primer intento que hice, una niña enorme sacó un grito de su boca que hizo que todas las mujercitas
se escondieran tras las sombras e inmediatamente salieron de las casas mujeres ancianas con la mirada perdida.
Sobre las casas se erguía humaredas enormes, era el
sombrero del que me había platicado el arriero.
La misma niña que lanzó el alarido tomó de la mano a la mujer más robusta y la acercó hacia mí:
—Hombre, lo que ande por aquí buscando lléveselo
y regrese por donde llegó.
—No sé qué es lo que busco señora.
—Todos vienen por lo mismo. Ande, llévese a cualquiera. El humo nos quita la vergüenza. Ande, llévese
una. Que su trabajo le costó llegar hasta acá.
Las niñas comenzaron a rodearme. Sonreían. Las
señoras volvieron a esconderse dentro de sus casas. Las
niñas me tomaron de la mano y caminamos hacia una
enramada. Ahí, ellas, me sentaron y me ofrecieron algo
de comer. Yo acepté de manera amable su invitación.
Después me ofrecieron una hamaca para que descansara. Y así lo hice durante toda la tarde. El silencio de
Agua Tibia era el más callado de todos, interrumpido
sólo cuando la luz comenzó a desaparecer.
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Las miradas estaban puestas sobre mí, sentía cómo
ellas traspasaban la oscuridad. Por los hoyitos de la
hamaca, ahí donde se siente correr los aires, fragmentos
de piel comenzaron a caminar. Carne a paso de gato se
acercaban. Dedos tibios, lengua y saliva me tocaba,
suavemente, pidiendo alguna respuesta.
Las lenguas: marcharon con su única pierna desde
mi barbilla hasta el vientre. Bailaron arremolinadas por
mis vellos, mojando los pequeños cerros de mi pecho.
Quitaron la sal que se escondía desde hace tiempo.
Imaginaron subir montañas, imaginaron ser las primeras en clavar su pierna en el cerro más flácido del
mundo. Imaginaron su foto en primera plana de todos
los diarios del sureste. Imaginaron ser las lenguas que
soñaba un hombre tendido en busca de lo que nadie
sabe, sólo las lenguas tibias.
Rodillas: amenazantes se acercaron al lugar de descanso. Debajo de la hamaca se sentían pedazos de rodillas, empujaban mi espalda, mis piernas, mi cabeza
hacia el cielo. La piel de las rodillas era fuerte, áspera,
como son las de las niñas que aún no aprenden lo que
es el camino. Las rodillas se doblan a cada instante y
ahora que tocan otra piel, la empujan hacia el cielo.
Pestañas: vuelan sobre el aire tibio, escobas de los
brujos ojos que aran la humedad de mis propios ojos.
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Saludan a las camaradas cejas y levantaron los hombros al encontrarse con mis propias cejas. Por el tabique
de mi nariz hicieron el campamento, esperando a que
dejara de molestar la respiración agitada, todo por culpa de una lengua indecente que se coló abajo del pantalón del susodicho. Ya pasó, ya pasó –gritan las pestañas
vigías. Caminemos hasta llegar al centro. Para ellas los
días pasaron con sus noches, atravesando los territorios
de las lenguas y las rodillas. Para ese entonces el pantalón sólo era un recuerdo. Y cada una se fue insertando
por el túnel: Ayyyyy. Caían como lo hacían los mejores
temerarios de la televisión: Altazhor, Tribilín, Bird Man,
cuando la luz solar se le iba de las manos, y entonces el
buen vengador lo tenía que rescatar. Como todos ellos
caían las pestañas, una a una, en el fondo del abismo.
La boca: qué se puede contar del ejército de bocas.
Todas ellas siempre insistiendo sobre la mía. Duro y
dale, y yo, tome que tome. Y como la boca, mi boca, no
se daba abasto ante tanta succión, la cuadrilla brava de
ellas se cansó y comenzó a chiflar la orden: ¡Sobre su
sexo! Y fueron, y lo devoraron.
Las vaginas: como suele pasar, tardaron mucho vistiéndose de agua. Cuando llegaron a ver qué les tocaba,
las manos ya estaban haciendo de las suyas. Las vaginas se quedaron sentadas como buenas mujeres tradi47
cionales, viendo cómo los demás se daban tremendo
festín. Pasaron las pestañas, la boca, y hasta las rodillas.
Todas sintieron lástima de su compañera natural. Pase
usted, pase usted, le toca por derecho de antigüedad. Y
las vaginas con mucha pena respondieron: lo que pasa
es que sólo una puede pasar. Eso no importa gritaron
todas las pestañas. Las damas húmedas echaron un volado a ver quién era la ganadora.
Voló la moneda y ya.
Ella entró con mucha pena. Déjenlos solitos, ya saben que se necesita eso que dicen.
—Intimidad.
—Eso mismo.
—¿Qué se sentirá ser vagina?
—No sé, pero tienen una cara de pendejas que ni
Dios se las quita.
—Pero ha de ser bonito, ¿no crees?
—Ni modo, a mí me tocó ser mano, y créeme que
me siento orgullosa de serlo.
—Pues yo también, soy boca, y también sé hacer de
las mías.
—Oye, pues ya se tardaron.
—Tenemos que estar atentos a la respiración
—Sí, parece que ahí viene.
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—¿Tan rápido?
—Ahí viene, ahí viene.
—¡¡¡Corre!!!!!
—¡¡¡Vamos!!!
Espermas: nosotros formamos mares, formamos tibias lagunas sobre los vientres, pueblos enteros. Fecundamos dentro de la gran naranja y tralalalalá.
Somos el centro del mar, pero ahora nos han convertido en espuma. Nos han dejado morir en las orillas de
las banquetas, nos rodean los espermaticidas, los policías nos bloquean la entrada a nuestro tibio hogar. Viajamos como estornudo erógeno a ciento sesenta
kilómetros por hora. Todos, de un tiempo a la fecha,
tenemos que salir protegidos con cascos y hombreras.
Sin embargo hoy todo fue distinto. Fuimos expulsados
y volamos hacia el cielo. Pero en secreto se los digo,
nuestro batallón secreto siempre se suele adelantar, por
cualquier cosa que pueda pasar, ellos ya están adentro
de la gran naranja. Los demás aterrizamos en el vientre.
Nos mezclamos con el sudor, algunos se insertaron en
los poros, intentando destrozar la piel en busca de los
demás compañeros. Sólo unos instantes nos quedamos
en el vientre. Las manos, las pestañas y las rodillas fueron en busca de la blanca leche.
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Las manos comenzaron a rondar por mi cuerpo,
eran cien manos tasajeando mi pecho, nadando bajo mi
piel, haciendo que mi sexo reventara. Son sólo niñas,
son sólo niñas ―repetía en silencio—, pero sus manos
continuaban tomando mi cuello, rasgando mi piel con
sus uñas.
Una lengua empezó a caminar por mi talón, sus
dientes se encajaban en mis dedos. Sobre mi espinilla se
resbalaba un sexo de agua y espuma. Llegó a mi rodilla. Podía tocar su cabello, era largo, ausente de todo,
simplemente caía. Más manos, más sexos, más cabello.
Las risas y gimoteos de las niñas llenaban todo el espacio de la noche. Una mano fría comenzó a caminar por
mi espalda, descansó unos instantes en mis nalgas y
después fue directo hacia mi sexo. Las demás manos,
los demás sexos eran el coro. Las tragedias siempre llevan música de fondo. El silencio se rompió con la respiración de las niñas, con el sonido de sus sexos, con el
caer del agua.
Wuiki, wuiki sonaba el mecate que sostenía la hamaca y la luz aparecía reventando mis sueños. Las niñas
seguían corriendo desnudas de la cintura para arriba,
mostrando sus pequeños senos de tierra fértil. Sus nahuas eran de colores, cada brinco que daban, las flores
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que llevaban pintadas en sus faldas se movían y giraban por todos lados.
Conocí a un amigo que había hecho todo una teoría
sobre el comportamiento de las mujeres a partir del tipo de zapato que usaba. Por ejemplo, las mujeres que
usan zapatos abiertos se distinguen por ser medianamente tradicionales, es decir, en su juventud dan la finta de vivir como cualquier persona desenfadada y hasta
liberal, pasa el tiempo y llega un hombre con bigotes
largos, porte de gentilhombre y casi siempre portando
un tacuche pagado en abonos. Se casan muy felices, ella
piensa que toda cambiará, que descubrirá su clítoris
cualquier día de estos. Pasan los meses, exactamente
los tres, cuando recibe su primera friega del alcohol, y
ella se siente, por fin, amada entre las amadas.
Las mujeres que usan tenis Converse son las peores
mujeres que uno se pueda encontrar en la vida. Enumeremos: 1) son las más problemáticas, 2) son las que
carecen de personalidad, pero eso no implica que sean
dejadonas. En ningún instante dejan que la voz de algún hombre las opaque. Pero eso no es todo, aún falta
el tercer punto. Todo lo contrario pasa con las hembritas que tienen entre su diverso stock de calzado las clásicas botas negras de “obrero” y entrecomillo la
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anterior palabra porque en realidad ellas nunca en su
vida se pondrían botas “Comando de obrero”. La moda
industrial y la solidaridad con las clases desprotegidas
forjaron esta moda que, desde luego, llegó para quedarse. Bueno, ¿en qué íbamos? ¡Yaaaaa!: las mujeres
que usan estas botas se caracterizan por ser unos auténticos ángeles, quizá les guste fumar un poco de mota e
ir a conciertos del Transmetal, pero créanme que en estos tiempos es lo mejor que se puede encontrar.
No estaría nada mal encontrar a una mujer que pudiera combinar estas tres clases antagónicas de zapatos:
El tradicional y secretarial zapato abierto (ya sea de
pulserita o de tirantitos), con los irreverentes e intelectualoides tenis Converse, y para el fin de semana o para
las tardes lluviosas las hermosas botas negras.
Aquí en el sur, se podría hacer una teoría similar,
pero con los olanes de las mujeres. El alma se ve en los
olanes, nos había dicho Juan Terror. Jugaba a adivinar
qué niña había sido la que tocó mi sexo. O qué sexo
había sido el que se derramó sobre mi rodilla. O qué
rodilla se había metido en mi boca.
Miré por largo tiempo el comportamiento de las niñas. Supuse que las de olán corto eran las más serias, si
es que esta palabra cabe, y las de olán largo eran de las
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que tocaban con gusto. Me pasé la mañana inventando
teorías sobre el comportamiento de las mujeres. Todo
se interrumpió cuando una fémina puberta se acercó
hacia mí para preguntarme si quería desayunar algo.
Yo que no tengo pelos en la lengua, (¿dónde habrán
quedado las pestañas?), acepté de inmediato.
Nos sentamos todos en la mesa, las niñas, las ancianas ciegas y yo. Preguntaron, preguntaron y preguntaron. Yo respondía, respondía y respondía.
—¿Qué anda buscando por acá?
—¿De dónde viene?
—¿Su mamá sabe que está por aquí?
—¿Tiene usted televisión con cable?
—¿Y su perro cómo se llama?
—¿Qué soñó anoche?
—¿No sintió algo raro?
Y respondía. La amabilidad de estas mujeres me estaba preocupando. Mi padre siempre me había dicho que
desconfiara de la gente amable. Cuando dije: ¡ya!, fue
cuando una de las ancianas ciegas se me acercó y viendo
hacia donde algunos años hubo telarañas, me dijo:
— Hoy las niñas se dormirán temprano, pero nosotras, las que no tenemos luz nos confundimos con la
noche y salimos. No se vaya usted tan lejos, a ver si nos
encontramos.
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A ver madres –dije entre mis adentros. Me acordé
de las palabras del arriero: no son peligrosas, pero son
de cuidado. Y era verdad, seguramente me mandaron
ayer a las niñas para que me estuviera feliz y confiadote, y ahora me quieren mandar a los vejestorios, pero
están bien retorcidas de su cabeza si piensan que me
voy a quedar hasta la noche. No se vaya tan lejos, no se
vaya tan lejos, sólo eso me faltaba...
Las mujeres notaron mi disgusto ante tan amenazador comentario. No tardaron en tratar de remediar su
propuesta:
―No tenga miedo, aquí, los poquitos hombres que
llegan les va muy bien, son como nuestros reyes, los tenemos bien alimentados, bien vestidos y bien calzados,
pero eso sí, y de una vez se lo decimos: aquí nos cumple porque nos cumple. Ya sabemos que somos muchas, pero bueno, ser rey no es cualquier cosa. Así que
si usted piensa quedarse con tan hermosas hembras ya
sabe a lo que le tira. Y para que vea que no lo presionamos, lo vamos a dejar solito en esta mesa, para que
piense y decida con conciencia su futuro.
Las viejas y niñas se fueron inmediatamente. Terminé de comer y miré todas las sillas vacías que estaban alrededor de mí. Realmente podría ser un rey,
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quedarme en casa todos los días con mi bata de terciopelo rojo, ordenar a cualquier hembra ciega que me
haga de comer, no arreglaría la cama, tendría sexo después de cada alimento y con todas las mujeres que yo
quisiera, me podría bañar con quince féminas al mismo
tiempo, como lo hacía Mick Jagger en sus años mozos.
Pero ¿y si no aguanto? Por las ciegas no hay problemas,
como quiera, uno les puede meter cualquier cosa picudita por ahí, y seguro que se van contentas y hasta piden más; pero las demás, las niñitas que traen entre sus
piernas una Picalica Mulinex, y que seguramente a los
primeros días me exigirán sexo a cada instante, y luego
que son tantas. Si fueran en total unas treinta, pues
bueno, uno a ver cómo le hace y como va, pero todo ese
ejército quien lo aguanta.
Ni modo, mejor ve recordando los caminos para regresar, llévate unos cuantos panes para el camino y
huye.
Cuando salí del cuarto que usaban de comedor, las
chimeneas de las casas comenzaron a vomitar humo,
pero no era cualquiera; éste era blanco, como si fueran
nubes. Bajo las copas de los Guieehshuubbaa caían las
flores blancas, flor agria de tabaco, todo en humo era
envuelto. Arriba ya no se sabe qué es lo que nos está
mirando, si nubes, humo, Dios.
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Nadie salió a despedirme, sólo se veían los ojos detrás de las ramas, detrás de las cortinas. El cielo se estaba cargando, no tardó para que se tatuaran las raíces
blancas, pronto lloverá, caerá la lluvia en el camino.
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VII
Los regresos siempre son más fáciles de narrar. Uno
simplemente llega a la casa, donde las colillas del cigarro nos miran, donde está todo lo que somos; mirar las
viejas máscaras.
Después de haber tocado el agua tibia todo será regreso. Después del caminar de sexos sobre mi rodilla
todo será costumbre. En Ixtepec los zanates vuelan entre los alcaravanes, justo cuando el sol estira sus rayos.
Él bosteza sobre los lomos verdes de los montes.
La prima fumarola deseaba ser humo y enredarse
entre los brazos negros del enmascarado culiador. Tanto habían hablado de él, tanto habían construido a su
alrededor que hasta a mí me comenzaron a dar ganas
de conocer al tan bien nombrado héroe de las que no y
nada de nada (ustedes entienden).
En las oficinas del municipio de ciudad Luz (mi
padre nombraba de esa manera a la ciudad de Ixtepec,
por su perecido con la original ciudad Luz: París. ¿Ustedes pueden creer eso?).
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Lo más increíble sobre el caso del enmascarado es la
muestra de agradecimiento de parte de las ciudadanas.
En las oficinas de la policía no existía ni una sola denuncia contra aquel hombre, el buen enmascarado.
Ninguna mujer en su sano juicio podía acusarlo; en
cambio, los hombres eran los más indignados y ya estaban pensando muy seriamente cómo detener esa ola
de favores; perdón, delitos.
Mientras tanto, la prima salía todas las noches, casi
encuerada de la casa para ver si encontraba al enmascarado. Él nunca se le presentó. La que se le presentó fue
otra. El enmascarado sabía oler qué tipo de mujer era la
indicada. Él tenía, al parecer, muy buen gusto para
sorprender a sus víctimas. Sabía quienes eran las muchachas que necesitaban de sus servicios; lo de la prima
fumarola sólo era un capricho, y eso lo sabía de sobra el
enmascarado. Todos sus crímenes sucedían en las orillas del río de Los Perros. La mayoría de los clientes
eran parejas muy jóvenes; tal pareciera que el enmascarado era como un coleccionista anónimo de virgencitas,
recién saliditas del capullo. Él era el elegido para romper las buenas costumbres de las istmeñitas. Porque eso
sí, a las mujeres que venían de otro lado, ya sea para
vacacionar, para escribir novelas, o para lo que sea, no
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les tocaba ni un pelo; y nada que ver con el viejo dicho
de magnífica puntería.
La mayoría de los muchachos sorprendidos en el
asunto eran asesinados y luego tirados en el río. Las
muchachas eran violadas de una manera muy particular. El Enmascarado Culiador no acostumbraba amarrar a sus víctimas, ni sujetarlas con los lazos burdos de
los aficionados a este tipo de actos. Él simplemente las
congelaba con su mirada, obligaba a las muchachas a
observar el asesinato de sus novios e inmediatamente
iba sobre las damas. Les alzaba el olán cubriendo todo
el tórax con la tela, dejándolas inmóviles de sus extremidades superiores. Vulgarmente esto se conoce como
dejarla de “cebollitas”, posteriormente, cuando la falda
estuviera a la altura de la cabeza, la falda era amarrada
con los propios cabellos de la víctima.
Fue casi una década de terror para todos los pobladores de la zona, hasta que llegó Chendito Super Star. Él
vivió desde un inicio todo el terror del enmascarado, su
hermano fue víctima del multi-asesino. Y fue en ese
momento cuando decidió juntar a los hombres más valientes de todo el pueblo para agarrar de una vez por
todas al Enmascarado Culiador.
Tres días de búsqueda fueron suficientes, y pudieron ser menos, pero se atravesó la boda de la hija de
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Doña Venecia, y si tomamos en cuenta que las bodas de
por aquí duran entre dos o tres días, y bueno, creo que
ese no es el problema. Ahí mismo cuando estaban celebrando la unión de los muchachitos se empezaron a oír
gritos, muchos gritos en dirección hacia el río de Los
perros.
Chendo se fue corriendo con los hombres valientes
en busca de los gritos. El enmascarado estaba ahí, justo
donde se le esperaba, pero entre sus brazos tenía a mi
prima la fumarola. No eran gritos de dolor, pero sus
ojos vestidos de humo pedían la presencia de alguien.
El Enmascarado estaba montado en ella a plena luz del
día, en el lugar de todos los hechos, y con la mujer que
nunca deseó.
El Enmascarado fue río cristalino, dulce, hasta que
llegó la presencia de la gota rancia del humo. La gente
intentó quemarlo, pero sólo lograron quitarle una oreja
y bañarlo en su propia sangre.
La prima fumarola regresó a su ciudad sin decir
una sola palabra. Creo que ella encontró por fin lo que
andaba buscando desde hace tiempo. Aquí se acabó su
camino.
Todas las tragedias llevan música de fondo. Mi
prima se está yendo con los sonidos que extraña, con
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turbio mover de caderas, con su velocidad, con los gritos de algún cantante harto de la vida.
Aquí se oye el sonido de la espera. Las piedras esperan noches para caminar hacia el río. Ahí descansarán para siempre.
Chendito es el nuevo héroe de la ciudad. Está atrapado el que le robó el sueño al pueblo.
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VIII
El pueblo no cerró los ojos, hicieron fiesta e intentaron
quemar el cuerpo del enmascarado. Yo como la verdad
ya estaba bastante cansado, ni tiempo tuve para sorprenderme y me fui a dormir a casa de Andrea.
Sus voces, gritos y la chismería total se oían y explotaban en mis oídos: bla, bla, bla, bla y fíjate que no sé
qué tanta madre, y el chiste es que no dormí nada; y
pues ya se imaginarán, pues yo bien contento, nombre
si estaba yo que me rellevaba el mismísimo carajo, pero
pues que me paro y cuando vi: ¡Órale!, todavía seguían
los muy descarados celebrando el triunfo de los hombres valientes del pueblo.
Andrea se paró del sillón, me miró como me suele
mirar, me abrazó como nunca lo había hecho, tomó mi
mano y me dijo: amorcito, vámonos al mar porque en
la tierra no hay justicia.
(Así como lo oyes)
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Andrea y yo salimos un jueves en la madrugada a
la playa. Para esto, ella ya había hecho las compras correspondientes y pidió prestado un bikini que me juró
me iba a encantar.
—Mi amor y me vas a hacer el amor todas las noches
—¡Se!
—Imagínate los dos caminando por la playa. Hasta
vamos a parecer recién casados.
—¡Se, se!
—Nos vamos a tomar muchas fotos juntos, ¿verdad?
—¡Se, se, se¡
—Eres un encanto, güerito.
—¡Claro!
—Me voy a dormir un rato, eh.
—Bueno.
Andrea estaba durmiendo sobre mi pecho con la
boca abierta. La gente que estaba viajando en el camión
nos veía con cara de: miren a esos dos incrédulos que
se acaban de casar. En realidad pensaban que éramos
novios o algo por el estilo. Yo les decía con la mirada:
¡Quieren ver una pareja cagada, pues véanse las nalgas,
bola de ojetes¡
A la gente no le importaba; ellos seguían pensando
que éramos un matrimonio feliz. Afortunadamente la
63
playa no estaba muy lejos y en menos de media hora el
sol quemante estaría sobre nuestras caras. Andrea despertó con una sonrisa.
—¿Ya llegamos?
Yo no sé qué pensar de esta mujer: ¿En realidad estaba bastante acotada del cerebro? ¿Cómo, cómo, cómo? Una cosa es que platique con iguanas, pero esas ya
son, pues sí, ya son.... ¡Ya casi nos ahogábamos en el
mar y ella estaba preguntando si ya habíamos llegado!
(Glup, glup)
—¿Ya llegamos?
—Pues yo creo que sí, Andrea.
(Te comprendo)
Andrea no soltaba mi mano.
La brisa del mar refrescaba nuestra estancia. Caminamos un rato, tratando de buscar alguna cabaña no
muy cara. Andrea no dejaba de sonreír.
—¡A qué hora vamos a hacer el amor!
—Tranquilo Nerón, tranquilidad ante todo que todo llega en la vida.
Por fin encontramos una cabaña que resultó ser la
más cara de todas, pero bueno, todo sea por Andrea. La
64
pobre ya no aguantaba. Cuando el encargado nos dio
las llaves, Andrea pegó un brinco y amarró sus dos largas piernas en mi cintura. La misma noche nos llevó a
penetrarnos. Andrea era un monstruo. Su saliva espumosa escurría por todos lados. Su cabello largo y negro
era un roble de nostalgias.
No hubo tiempo de nada, sólo cerré los ojos y ya.
Soñaba que moría, pero ella estaba ahí, desnuda, envolviéndome con su cuerpo de sal. Sus piernas se enrollaban por mi cuello. No hubo tiempo de nada, sólo de
arrancar los gritos de las tumbas y salir volando por el
ventanal.
Toda la mañana se nos fue chapoteando en el mar.
Andrea nadaba muy bien. Sumergía su cuerpo y se extendía por todo el azul inmenso. A lo lejos sólo se podía
ver su extenso cabello y su sonrisa. Su cuerpo moreno
daba la espalda al sol. Su mano se asomaba al cielo pidiendo compañía.
Yo estaba debajo de una sombrilla de sol, viendo los
culos pasar, fomentando el morbo. El mar es un paraíso; la gente se veía feliz. En lo que Andrea estaba tragándose el mar, yo fui a dar una vuelta al pueblo. Las
veredas estaban llenas de hombres y mujeres.
—Dulce de coco, güero.
65
—Agua de coco güero
—Coco güero
—Totopo güero –Pescadogueroguerogueroguerogue
roguerogueroguerogueroguerogueroguerogeuroguero
guerogueroguerogueroguerogueroguerogueroguerogu
erogueroguerguerogueroguerogueroguerogueroguerog
ueroguerogueroguero… (¿Dulce de coco, güero?)
Llegué corriendo al sitio donde Andrea estaba nadando. Ella seguía chapoteando con su bikini prestado,
sonreía cuando las olas arrastraban su cuerpo y me miraba con las cejas en alto.
—Ven.
—Ven tú.
Fui al mar a taganear su cuerpo mojado. Regresamos a la cabaña que se mantenía abierta. Comimos sobre la arena, mientras unos niños sepultaban a su
padre. Los días pasaron recargados sobre los hombros
de Andrea. Llegó la mañana y llegó el día de volver.
Los cuerpos requemados pedían auxilio, Andrea empezaba a recoger nuestra ropa que habíamos dejado tirada por toda la habitación.
(¿No se olvida nada?)
66
Cerramos la cabaña y entregamos las llaves al encargado, Andrea estaba un poco triste por el regreso;
yo no.
El mar nos miraba.
67
IX
¡Brongombó!
Los sonidos aún estaban presentes, el recuerdo de las
olas, las piernas clavadas sobre mi cintura, los dulces de
coco. Ya estábamos de regreso. Andrea y yo coincidíamos
en las miradas. La pena nos colmaba y nuestras miradas buscaban lo que nunca existe. Las líneas blancas
del pavimento arrullaron a Andrea, el calor de pronto
se hacía insoportable, poco a poco el camión se iba llenando. En la séptima parada subió un señor con su hija
en brazos, un par de adolescentes y un ejército de gordas meneando el culo. La gente comenzó a gritarles y
las señoras en todo su derecho, se defendieron. El camión se quejaba balanceándose. Los pasajeros preocupados se tomaban de los tubos mientras el chofer y el
cobrador cambiaban de color al ver la cantidad de mercancía que portaban las señoras.
Andrea comenzó a roncar. Todos estábamos furiosos ante la incomodidad que provocaban las gordas. El
fin del camino estaba cerca. La niña comenzó a chillar,
68
Andrea seguía roncando; yo sudaba y sudaba. Andrea
despertó preocupada.
—¿Ya llegamos?—me preguntó.
De pronto se vio el señalamiento: “Ixtepec 10 Km.”
Circo, maroma y teatro, y en menos de quince minutos
estábamos afuera del autobús. Andrea y yo nos quedamos parados en la acera viendo como se alejaba el
camión. Por los cristales se veían las manos de todos los
pasajeros discutiendo con las gordas que aún tenían
bastante camino por recorrer.
Al llegar a la casa de Andrea sintonicé la “XeTK”, la
voz del Istmo. Puse un pañuelo sobre mi cabeza y comencé a limpiar todo el polverío que estaba asentado sobre la casa. Casi, casi me estaba sintiendo como mi madre.
Cómo odiaba a mi madre cuando le daba por limpiar todo; en esas ocasiones los habitantes de la casa teníamos
que salir a buscar refugio para no ser tragados por la aspiradora de mamá. Andrea me miraba incrédula, sonreía
al verme tan hacendoso. Yo le preguntaba de qué reía,
pero ella sólo se tapaba la boca con su mano morena.
Los sones seguían volando por la atmósfera de la
casa.
El locutor de la XTK anunciaba: “Hoy Ciudadana
Eustolia de Jesús Cortés ofrece gran fiesta para toda la
raza”.
69
(Cierra)
—¿Vamos a ir a la fiesta, verdad?
—No sé.
—Bueno.
Y corriendo busqué una de mis mejores guayaberas,
uno de mis mejores pantalones y tuve que lustrar mis
únicos zapatos. Frente al espejo modelaba mis miles de
perfiles y ya convencido de que era un bombón, pero
de aquellos bombonazos, comencé a rodear mi cuerpo
de talco, rasuré mi bigote y escribí un poema sobre la
luna del espejo.
(Cierra)
—Andrea, nos vamos.
—Ay, adivina qué.
—¿Qué?
—Se me hace que ya me dio flojera.
—(Y a mi se me hace que eres una hija de toda tu
re…) ¿Cómo, cómo, cómo está eso? ¿Flojera?
—Sí, sí, huevita.
—O0o°.{1{ tabueno}}
70
—Definitivamente yo no voy, pero si quieres date
una vuelta para que conozcas a la Ciudadana Eustolia.
—(Silencio)
Y mientras la lamentación llegaba a su clímax, Andrea alcanzaba ya su quinto sueño. La ventana estaba
abierta y puse mis codos sobre la cornisa. Observaba a
unas cuantas familias que ya empezaban a encaminarse
hacia la plaza mayor donde se había instalado el barco
ebrio. Las mujeres llevaban una canasta llena de comida y los hombres a parte de traer una borrachera impresionante, llevaban en ancas un cartón de cerveza. El
mismo cuadro se comenzó a repetir una y otra vez. Mi
pie izquierdo ya estaba bastante deseoso, yo le insistía
en que debería de esperar. Nunca es bueno que se llegue demasiado temprano a las fiestas y más cuando
uno va solo. Mi pie no entendía, cada vez estaba más
nervioso. Me paraba en ocasiones, merodeaba el terreno, me convertía en sapo mirando el ventanal y Andrea
seguía durmiendo.
71
X
Cuarenta grados centígrados, justo el punto de ebullición que necesito. Ahora estoy en camino con mi cartón
de cerveza hacia el jolgorio.
En mi cerebro se podía oír alguna tonada conocida.
La guayabera comenzaba a humedecerse por todos lados, incluyendo las comisuras, la música comenzaba a
oírse, la gente que también caminaba, sonreía; yo lo intentaba también, pero el cansancio me lo impedía, el calor estaba destrozando mi pecho.
Antes de llegar al barco ebrio me senté en una banqueta donde había unos hombres tomando cerveza. Mi
corazón se recuperaba. Los hombres empezaron a
murmurar sobre mi presencia, uno de ellos se me acercó ofreciéndome un sorbo de su botella. Por razones
lógicas acepté.
—¿Cómo ve la fiesta, güero?
—¡Eeh!…muy bien.
—¿Usted era amigo de Dean?
72
—¡Eeh!… sí. ¿Cómo sabe?
—Me parece que una noche lo vi a usted con él.
—Ah, sí y qué noche.
—Tome, tome.
—Está bien.
—Así me gusta.
—Esperemos que no.
—¿Qué?
—¿De qué?
—¿Qué quería que le dijera?
—No sé, pero salud.
—Oiga, güero, ¿y cómo va con las mujeres?
—¡EeEeEeEeEeee!… Pues cómo le diré.
—Ya ni me diga.
—¿Por qué?
—Aquí es difícil.
—Ey.
—Hay algo, ¿verdad?
—No, sólo es esa Ciudadana Eustolia.
—Salud.
El viejo y yo tomamos una buena cantidad de cerveza, los demás platicaban sobre el último partido de
beisbol y de mujeres. El viejo hablaba y hablaba sobre
sus encuentros amorosos con la Ciudadana Eustolia;
vaya que si tenía historias este viejo.
73
Pensé en Andrea, ella no era así. En cambio, según
la historia del anciano, aquella Ciudadana resultó ser
toda una fichita, mira que cambiar el amor maduro de
un abuelo por el verdoso, potensísimo y degeneradísimo amor de un jovenzuelo. Realmente hasta yo estaba
comenzando a odiar a la tal Ciudadana Eustolia. Uno
de los muchachos gritó: ¡ya comenzó!
—¿Va a ir don, güero?
—Claro, por supuesto, pero no me diga güero. Mi
nombre es…
—Ah…Vámonos, vámonos
El viejo se quedó solo, yo intentaba despedirme de
él, pero no me contestaba. Un muchacho me jaló de la
camisa diciéndome: déjelo, está enfermo, el pobre ya no
puede hacer otra cosa más que contar sus recuerdos.
Vámonos, ya déjelo, está loco.
Nos alejábamos lentamente, el viejo se paró y comenzó a platicar con un niño, éste al verlo salió corriendo. El viejo regresó a su sombra, hablando.
El tipo que me estaba acompañando resultaba ser
un negrón de esos que suelen vivir en las costas. El
muchacho era muy alegre, cualquier palabra que decía
la relacionaba con sexo, sexo y más sexo. A mí no me
molestaba que siempre estuviera hablando de lo mis74
mo, al contrario, yo estaba risa y risa todo el tiempo. En
un momento de silencio el negroide empezó a platicarme sobre las truculentas historias de la Ciudadana
Eustolia de Jesús Cortés. Yo atento escuchaba todo.
Al llegar a la fiesta, lo primero que hizo el negro fue
enseñarme a la tal Ciudadana. Yo no podía identificarla, había muchísima gente y todas las hembras se confundían entre tanta flor.
75
XI
Pasaron algunas canciones, comimos, fumamos hasta
que pasó por fin enfrente de nuestras sillas la famosísima y muy bien comentada susodicha Ciudadana y la
verdad, aquí entre nos, no era la gran cosa, hasta se
podía decir que era bastantito fea, feíta pues.
La Ciudadana Eustolia pasaba por todas las mesas
para ver si les faltaba algo para algún invitado. Chendo, su corpulento amante, la acompañaba. Según el negro y disculpen que lo siga nombrando así, pero la
verdad es que nunca le pregunté su nombre; bueno,
mejor vámonos al tema ¿en qué íbamos? ¡Ah si!, en que
según el negro su nuevo amante era uno de esos muchachitos locos que se la pasan viajando y contando
historias (es broma), lo que sí es verdad es que el amante de la Ciudadana es el tal Chendo, era el mismo que
había atrapado al Enmascarado Culiador. La gente
murmuraba mucho sobre la nueva elección de la Ciudadana Eustolia; pero por lo que se ve a ella no le importaba gran cosa y a él ni qué decir. Sin embargo, la
76
mirada de Chendo era extraña, se disolvía la mirada de
valiente en el espacio.
Y como les decía, la tal Eustolia de Jesús Cortés no
figuraba por su belleza, tal vez lo que llamaba más la
atención era su fama de auténtica come hombres o camashtrona.
Pasaron canciones, cervezas, pomos, comida, mujeres, perros, borrachos, viento, aromas, otro perro, iguanas, procesiones, milagros, uno que otro ratón y yo
seguía observando a la mujer. Era impresionante la
cantidad de hombres que poco a poco se iban instalando en lugares estratégicos para poder observarla. Chendo no decía una sola palabra, permanecía en silencio
todo el tiempo, sin ni siquiera verla. Cuando quise preguntar al negro sobre el comportamiento de Chendo, él
ya no estaba, lo busqué con la mirada por toda la estratosfera del barco ebrio, pero no lo hallaba por ningún
lado.
Ciudadana Eustolia de Jesús Cortés estaba en busca
de algo, su cuello se estiraba con regularidad. Un grupo
de soldados llegó a la fiesta. Me saludaron en buena
onda y como no los puedo ver ni en pintura me hice
pendejo, raro en mí.
En un rato de coincidencia la mirada de Ciudadana
Eustolia de Jesús Cortés se cruzó con la mía, de pronto
77
me sentí un poco extraño, sentí miedo, después de lo
que me contaron y de lo poco que he visto, quién carajo
no siente miedo ¿o no?
Los soldados ya se habían dado color de la existencia de Eustolia. Uno nada perro se levantó y le regaló
su pañuelo; ella sonrió y le regaló un adorno de esos
que suelen llevar las tehuanas en la cabeza. El soldado
regresó a su mesa consagrado como todo un galán, y
presumiendo con una sonrisa inmensa el adorno que le
había regalado la ciudadana. Sus amigos lo felicitaban
y brindaban por la decadencia nacional. Yo siempre
había pensado que los soldados representaban la decadencia de los países.
(Ya, ya, síguele)
Bueno, bueno, la Ciudadana Eustolia de Jesús Cortés no pensaba lo mismo, ella pelaba la mazorca al
méndigo guacho. Hasta se daba el lujo de darle de picotazos en la cresta cuando besaba al pobre de Chendo.
Era divertido poder observar el comportamiento. Los
demás aficionados a la Ciudadana Eustolia sabían que
en cualquier momento todo podía comenzar.
El soldadito se paró por una cerveza e inmediatamente la Ciudadana de Jesús salió tras él. Ya estaba
78
comenzando la acción. La respuesta de todos los observadores fue la misma, aprovechamos el receso para
darle un trago a nuestras cervezas que estaban a punto
de hacerse caldo.
El soldado metía su mano a la tina donde estaban
las cervezas, Eustolia estaba detrás de él. Cuando se
encontraron ni una sola palabra dijeron; simplemente
huyeron de la fiesta. Chendo ya se había dado cuenta
de todo, se paró y comenzó a buscar por todos lados.
Por dónde se fue, nos pregunta con la mirada. Y nosotros le contestábamos en voz de coro y también con la
mirada, por allá, por allá. Chendo empezó a correr, se
notaba desconcertado y bastante enfurecido, corrió y
corrió. Algunos mirones se fueron a bailar, yo prendí
un cigarro y los seguí.
Chendo ya se estaba alejando. Eustolia de Jesús
Cortés y el guacho caminaban lentamente por la acera
izquierda de la calle, pronto, dieron la vuelta hacia la
izquierda en dirección a la estación de ferrocarriles nacionales. Cuando di la vuelta los personajes se me
habían perdido.
Saqué un cigarrillo de mi bolsa y me senté sobre la
barda de una casa. ¿Dónde podían estar? Mi reflexión
era acompañada por los ecos lejanos de la música;
79
Chendo también estaba perdido, caminaba desesperado por todos los alrededores de la casa donde estaba yo
sentado.
Unos hombres montados en sus bicicletas rondaban
el lugar. Yo no entiendo cómo la gente se atrevía a manejar bicicleta completamente ebria. Si con decirles que
por cada calle que avanzaban se caían unas tres veces,
si no mal recuerdo. Lo peor de todo es que hasta risa
les daba a los muy infelices.
Ya me había cansado de suponer dónde podrían estar la Ciudadana Eustolia de Jesús Cortés y el soldado.
Chendo pasó otra vez por la calle. Se quitó el sombrero
y preguntó:
—También la estás buscando.
—¿A quién? (¿esperando a la virgen?)
—¿Para qué la buscas?
—No te entiendo (re: esperando a la virgen)
—Disculpe.
—Oye, ¿te sientes bien?
—Olvídalo.
—¡Oye, no te vayas!
Chendo apresuraba su paso, apagué mi cigarro y
sin que él se diera cuenta lo comencé a seguir. Calles y
calles pasaron hasta que por fin me pude dar cuenta
80
que las veredas nos llevaban al río; ¡claro! Dean y el
mundo entero me había dicho que en el río es lo mero
macizo para tragedias maritales. Cuando llegamos,
Chendo bajó muy de prisa sobre una barranca. Yo lo intenté seguir, pero la verdad es que estaba medio peligroso y aquí entre “nos” todos sabemos lo que pasará.
El sol se comenzaba a ocultar, ya no podía ver
dónde se había metido Chendo. Muy cerca de donde
estaba, se podían oír ciertos cuchicheos. El sonido me
llevó hacia el ancho tronco de un viejo árbol: ¡aja, já!
Mi búsqueda había terminado. La Ciudadana Eustolia de Jesús Cortés estaba recostada sobre el pasto reseco; el guacho husmeaba el sexo de la ciudadana
Eustolia de Jesús Cortés, ella cerraba los ojos, gritaba
no sé qué madres en zapoteco. El hombre estaba hambriento, desataba los converse de Eustolia.
¿Alguna vez habían visto a una tehuana con converse?
Yo nunca, desde ahí la Ciudadana Eustolia comenzó a caerme bien, me gustaba que la gente rompiera la
estética tradicional. Ya me imagino si algún funcionario
retrógrada de Instituto Nacional Indigenista la viera.
Yo creo que cagaría para adentro o mejor aún renuncia
o se suicida. Bueno, pero no nos distraigamos. El chiste
81
es que a Eustolia le estaban besando hasta lo que no se
imaginan. Ella se comenzaba a desnudar. El guacho la
miraba impresionado, le intentaba arrebatar la ropa,
pero ella se escurría. Al quedar completamente desnuda experimenté una erección reseca y dolorosa.
Vaya hembra que tenía ante mis ojos. La acción
comenzaba: las piernas de Eustolia se abrían de extremo a extremo, podía decirse que ocupaban el istmo entero, desde Coatzacoalcos hasta el puerto de Salina
Cruz, todo cabría entre las largas dagas de la ciudadana Eustolia, ella era mar violento, su vientre se convulsionaba cuando el guacho con enfurecida hambre
mordía sus labios. Sus piernas enraizadas una a la otra,
gritos que sucumbían en el vacío del río. El cabello de
la ciudadana se trenzaba en las bocas, todo llevaba un
ritmo. Las estrellas bajan a alumbrar el acto.
82
XII
Algo refrescó los nervios, yo sabía que el éxtasis de esta
aventura estaba llegando cuando el guacho cerró los
ojos mientras tomaba las nalgas de la Ciudadana de Jesús. Yo no sabía qué hacer, me sentía bastante débil, el
aroma del sexo llegaba hasta a mí.
Chendo aparecía en la cumbre de un pequeño cerro,
él estaba ahí viendo como Eustolia se derretía en los
brazos del soldado. Ellos no se habían dado cuenta de
su presencia. El destino tendría que hacer lo demás.
Eustolia de Jesús Cortés comenzaba a recoger su cabello, el acto estaba a punto de terminar, los pasos de
Chendo se oían correr hacia los amantes. Minutos después, los tres se estaban mirando frente a frente y antes
de que el soldado buscara su revólver; Chendo había
cortado la cabeza del soldado.
Saqué otro cigarro de la bolsa y miré: pun, pas, tras y
hasta por allá fue a dar la pobre cabeza del soldadillo.
Aquí no hubo silencio, la risa de Eustolia fue lo único que
se oyó. Ella recogió sus tenis y emprendieron la fuga.
83
—¿Viste cómo rodó la cabeza?
—Sí, qué lástima, no había nada de malo en él.
84
XIII
Al llegar tomaron el mismo lugar. Los compañeros del
soldado ya se habían ido. Eustolia de Jesús Cortés sonreía a cualquiera que pasara enfrente de ella y Chendo
con su cara toda estirada sólo miraba a su próxima víctima. Buen gusto de estos tipos, pero de ninguna manera quería terminar rodando en una barranca llena de
basura.
La música continuaba. Cuando llegué a mi mesa
descubrí que había muchos perros rondando por ahí.
Los espantaba, pero a los cinco minutos regresaban.
Qué pasará, por qué tanto perro, y cuando alcé el mantel para ver lo que les llamaba la atención pude observar que el plato suculento de los perros era mi amigo,
el negro que aún permanecía tirado. Yo lo intentaba
despertar, pero era imposible. Muchos borrachos se detenían a platicar conmigo, y de manera muy diplomática los mandaba al carajo.
—¿Güerito, cómo está?
85
—Bien.
—Ah que mi güero siempre tan platicador.
—Se, se, se.
—Oiga, pero lo he visto bastante solitario.
—Se, yo también.
—Si quiere yo le puedo conseguir a una muchachona, usted entiende.
—¡Claro¡
—Bueno y ¿cómo le gustan?
—Pues no sé (me conformo con que no me corten la
cabeza).
—Ah, lo bueno es que no es exigente.
—No, la verdad no.
—¡Salud!
—¡Salud! ¡Salud!
Estos hombres para todo decían salud, pero nunca decían ten; ese era su principal deficiencia. Y con toda la
pena del mundo me paré por cerveza. Tenía miedo de
pararme y no es de a gratis aquel miedillo. ¿Ustedes
saben el terror que se siente pasar por una tehuana
posmoderna y un asesino tradicional? Disimulando y
reculando, reculando pasé frente a ellos. Desde luego
las rodillas tenían una tembladera reumática y para
86
acabarla de joder se me ocurrió darle las buenas noches
a la querida Ciudadana Eustolia. Ya que había hecho
gala de mi estupidez le dije en forma de secretito en el
oído:
(un oído: ¿Nos escapamos?)
Ella quería conservar su seriedad a través de una
pequeña sonrisa. En ese momento la mirada de Chendo
estaba clavada sobre mí. Hay que recordar que nos
habíamos visto antes; este hombre ya sabía mis intenciones.
—Usted sabe quién soy.
—No (Ja, como jijos no).
—Yo no le recomendaría mucho mi compañía.
—¿Por qué? (hasta eso es considerada la muy…)
—Siéntate, aquí junto a mí.
—Claro.
—Yo te he visto por acá; ¿de dónde vienes?
—Ah pues fíjate: yo vengo de donde no existe el
mar, atrás de las montañas. Del valle de las serpientes
llamada Cuidad Perla.
—¿Y está muy lejos?
—Algodón con papas señorita.
—Y son grandes.
—¿Las papas?
87
—No, las serpientes.
—Ah, pues fíjate, que desde hace rato se extinguieron.
—¿Las papas?
—También.
—¿Y cómo es que se llama?
—¿La serpiente?
—No, las papas. No, no, usted.
—Ah yo me llamo Ricarte, pero creo que aquí soy
mejor conocido como el “güero”.
—Qué bonito nombre.
—Cuando quiera ¿y usted?
—No, el mío es muy feo, imagínate: Ciudadana
Eustolia de Jesús Cortés.
—Ja, ja,ja,ja.
—No se ría.
—No me río.
A Chendo ya no le estaba cayendo nada en gracia
que yo estuviera parlando con aquella. ¿Qué tanto
amor tendrá ese hombre para soportar tanta cosa?
Aunque reflexionándolo bien, pues no estábamos
haciendo nada. Quizá lo planeábamos, pero nada más.
Y con aire temerario seguí platicando con la ciudadana
Eustolia.
88
—Oiga, yo le quiero hacer una pregunta.
—Sí, dígame.
—Yo he visto que aquí todas las muchachas son
muy especiales, no sé, hasta mágicas. Sus miradas son
tan expresivas, tan misteriosas. Yo pienso que es por el
clima. Fíjate que me he encontrado con miradas enojadas, pero aún así conservan su estilo. Es como el mar.
Ah, Ciudadana si yo te contara del mar y de todos los
recuerdos que me traen.
—Ah, y cuál era la pregunta (sonso).
—Ah, sí. ¿Por qué en lugar de huaraches usas unos
tenis converse?
—Ah, se llaman converse, fíjate ahora me vengo enterando.
—No me vengas con ese cuento.
—Bueno, la verdad es que nunca me gustaron los
huaraches, y me gustan mucho estos cacles: tengo de
todos colores.
—¿Quieres hacer el amor?
—¿Qué te hace pensar que iría a la cama contigo?
—(
)
—¡Contéstame!
En ese momento pensaba en todo lo que me llevaría
a la cama con Eustolia. Desde sus tenis hasta sus largas
89
piernas o qué decir de sus ojos. Ella estaba muy cerca
de mí, su cuerpo estaba hirviendo, lo podía sentir y
también sentía que Chendo me estaba comiendo con
los ojos. Yo quería decirle a Eustolia todo lo que sentía
al verla, ella estaba esperando mi respuesta.
—¿Quieres bailar?
En silencio me ofreció su mano. La orquesta abrió
los abanicos de Son: Chu Rasgado y la Última palabra,
Chu Rasgado y Somos tres en este mundo, Chu Rasgado y
Naela, Cenobio López y la Iguana Rajada, Cenobio López y Perro del Diablo, Cenobio López y el Alcaraván.
¿Quién va a tocar el son del ombligo, caramba?
La única diferencia entre la música del istmo y toda
la demás, es que lo más importante es estar en la cachondería absoluta. El sudor que provocaba los cuarenta grados y el cuerpo de Eustolia pegado como
calcomanía, me hacía olvidar la cabeza rodando en la
barranca y la mirada perdida de su hombre. Ella no se
separaba de mí y volvió a insistir.
—¿Qué te hace pensar que yo me acostaría contigo?
—(Ahora sí le iba a contestar) Tantas cosas Ciudadana.
—Sí, pues acláramelas.
—Todo ( mientras recargaba mi cabeza en su frente).
90
—Quizá…
—¿Qué?
—Quizá sea todo y nunca nos volvamos a ver.
—Tal vez nada y muramos juntos.
—¿Piensas en la muerte?
—Casi siempre.
Era imposible que la mujer que tenía entre mis brazos
fuera tan perversa. Digo, yo no soy una blanca palomita, pero nunca había matado ni a una mosca. Ya era
tarde y la gente comenzaba a irse. Chendo estaba parado buscando a su mujer. La Ciudadana y yo, nos escondíamos detrás de las parejas que bailaban, Chendo
se metía entre toda la gente. Después de un buen rato,
yo creo que se dio por vencido y se fue. El tiempo pasaba y nosotros seguíamos bailando. La Ciudadana
Eustolia de Jesús Cortés nunca preguntó por él, ella estaba completamente feliz besando mi pecho. La pista
de baile se quedó vacía
—Ya es hora de irnos, Eustolia.
—(Mirando su entorno) Yo creo que sí.
—Vamos.
Tomamos el camino más largo hacia la casa de la
Ciudadana Eustolia de Jesús Cortés, nuestras manos es91
taban juntas, sus converse tenían el mismo paso de los
grillos. Al llegar a su casita, ella comenzó a tocar mi espalda como una invitación. La detuve y le besé la mano, ella me miró entre sus cabellos.
—Tal vez sea todo y nunca nos volvamos a ver.
Ella besó mi frente.
(La frente, frente de ella, de todo. Por qué la frente,
caray. No te vayas, no cierres…
92
XIV
Observé a dos paisanos que platicaban:
—¿Para che u?
—Voy centro.
—¡Ah! Okey.
—¿Y Dean?
—¿Y Andrea?
—¿Y la Ciudadana de Jesús?
—¿Y las niñas de Agua tibia?
El tiempo se había terminado. Quizá había sólo el
necesario para despedirme, pero ellos ya no estaban.
Cómo es la vida de ingrata, caray. Uno que los viene a
ver desde quién sabe dónde y ellos huyen sin la más
mínima consideración. Carajo, bola de ojetes ( y como
suele ser la costumbre, en el preciso momento en que
me estaba acordando de los que tanto quiero, una señora pasó en medio de mi pensamiento en voz alta) No
usted no señora, cómo cree que le voy a hablar a usted
así. Y pues madre y media que me avienta. Mientras
93
corría, la señora recitaba unos versos excelsos en plusperfecto. Yo no quise humillarla con mi casta de buen
versificador, pero la señora continuaba insultándome
con rabia de aquellas espumosas, espumosas. Corrí, corrí, hasta llegar a mi casa de mi tía Hortensia, puse la
tranca, y con el cuerpo hecho agua me senté en la orilla
de mi cama. Definitivamente ya era tiempo de partir.
Recogí mis calcetines que estaban tirados alrededor
del pasillo, mis zapatos, pantalones, calzones, libros y
fotografías. Cuando me di cuenta, la maleta estaba
completamente llena, y al mirar alrededor de la casa
había dos cosas que se me estaban olvidando: mi ligerísima y consentidísima Remington y la iguanita que me
había regalado Andrea. La suerte (de un volado) decidió que se tenía que quedar adivinen quién. Pues se
equivocan, la suerte decidió que las dos se quedaran. Y
es que la cochina moneda rodó y rodó hasta que fue a
dar a la coladera; en ese momento reflexioné: ¿Qué
mierda tendría que hacer una coladera en el centro de
mi recámara?; tal vez la arquitectura zapoteca había
impuesto este tipo de elementos en forma de protesta
por la falta de lugares alternativos. Ya ven que por aquí
todo está alrevesado, bueno, el chiste es que tuve que
dejarlas; solamente trocé un pedazo de su cola y me fui.
94
Un taxi colectivo pasó en ese momento y me trepé.
Un par de tehuanas atascaban los asientos con sus
grandes caderas, todo un sandwich. Hasta eso, venía
cómodo, sus grandes carnes eran unos almohadones
repletos de manteca. Yo recargaba mi cabeza en el
hombro de una de ellas, me revolvía entre sus capas.
Más adelante fueron subiendo más y después más y
más. La comodidad se acabó y se convirtió en un martirio, suerte que la estación de autobuses estaba bastante
cerca. El chofer se reía de mí y me decía:
—Las mujeres del Istmo son las más cariñosas,
¿verdad?
—Yo creo que sí, ojalá sea eso.
—¿A dónde va?
—A la terminal de autobuses.
—¿Cómo?, pero si esa ya la pasamos.
—No la chingue.
—No se preocupe, de regreso lo paso a dejar.
—Bueno.
Las gordas una a una se fueron bajando, hasta quedarme solo con el chofer. Él era un istmeño clásico:
chaparro, moreno, con bigote, huaraches y un pañuelo
rojo amarrado en el pescuezo. Manejaba como todo un
cafre, pero muy amable el señor. Tan amable fue que
95
esa noche nos pusimos una buena briaga que nunca en
mi vida voy a olvidar. Y es que fue tan especial que
cuando abrí mis ojos ya estaba en camino a mi valle, al
bien conocido valle de Perla.
96
XV
A mi lado reposaba un niño que roncaba como todo un
cerdo. Las curvas que íbamos transitando se me hacían
un tanto desconocidas. El niño dormía sobre mis piernas, se estiraba, hablaba, chillaba, fue corriendo tres veces al baño; el cabrón chamaco se encargó de hacer del
viaje todo un suceso y si a eso le sumamos la hinchazón
de mi cerebro por el exceso de cerveza, imagínense.
Cuando por fin mis ojos se estaban cerrando y el
niño estaba en su quinto sueño, la alarma por exceso de
velocidad sonó. Una mujer bastante ponderable y por
supuesto de no mal ver se asomó al asiento y puso un
sarape sobre el niño; yo salía aventajado de esta situación, pues el infante estaba acostado sobre mis piernas.
La señora, no tan señora, me miró.
—No le molesta ¿verdad?
—No, cómo cree (cómo jijo de su rechingadamadre
no. Y sabe qué, si no me lo quita en este instante, lo tiro
por la ventana y después a usted y a toda la bola de
macuarros que viajan en esta madre)
—Ay, se ven muy tiernos los dos juntos.
97
—Ay, no sea mamila (entre dientes)
—¿Qué?
—¿De qué?
—¿Dónde se baja?
—¿A dónde va el camión?
—¡Qué simpático!
—Sí, ya ve, así nací.
—¿Le molesta que me siente aquí un rato? La verdad es que estoy bastante aburrida.
—De que moleste, moleste; pues no. Pero mejor vaya a un circo (entre dientes)
—¿Qué?
—¿De qué?
—¿Que si me puedo sentar con usted?
—Claro, ya sabe, sólo que no creo que quepamos
los tres.
—No se preocupe, ahorita quito a mi hijo y lo mando a mi lugar.
—Perfecto.
Y mientras la seño movía cielo, mar, tierra e hijo; yo
me empezaba a frotar las manos.
—Ya llegué
—¿A poco?
—No sea payaso. Yo me llamo Inés.
98
—Qué tal, yo me llamo Goalberto Castro, para servirle a usted (y a su esplendoroso cuerpecito)
—Ay, cómo es, usted no más me está cotorreando.
—¿Qué le hace pensar eso?
—¿A poco así se llama?
—Aunque usted no lo crea…
—Ja,ja,ja,ja
—¿El niño es su hijo?
—Ajá
—Es usted muy joven como para andar criando
chamacos, no.
—Sí, yo lo sé; pero ya ve, son errores que uno comete en la juventud.
—Eso sí.
—Pero ya no hablemos de eso, mejor cuénteme algo
de usted.
—¿Cómo de qué?
—No sé, como qué hace, a qué se dedica, cuánto
gana, de lo que sea.
—Pues mire: en las mañanas duermo, por las tardes
también, en las noches me visto de vieja y me prostituyo. Ahora vengo de un viaje que me gané en la tele.
¿Usted conoce al tal Chabelo amigo de todos los niños?
—¿Chabuelo? El de los colzonsotes.
99
—Ándele, ese mismo.
—¿Y a mazinger Z?
—¿Cuál?
—El de los vientos huracanados...
—Ah, ya, más o menos me acuerdo.
—¿Y a Koji Kabuto?
—¿Quién, pues en qué primaria iba usted?
—En esas que hicieron con Solidaridad.
—Se nota, pues Koji Kabuto era el que manejaba a
Mazinger Z.
—Ahh, sí, el que tenía los pelos como pleito de gallinas.
—Ese mismo, y a ver, sabe usted algo de León
Ohhh.
—¿El que se andaba rebanando a Chitara?
—¿A poco se la andaba rebanando?
—Sí, lo vi por televisión por cable, pero aquí en
México nunca pasaron esas escenas.
—Sí, siempre supe que me perdía de algo.
—¿Y sobre el Fantasma qué me puedes decir?
—Mire, a ese sí que no lo recuerdo en la tele, una
vez vi en la lucha libre a un tipo que andaba con el
mismo traje, pero está muy monón, la verdad, pero nada como los músculos de Canek.
100
—¿Le gustaba Canek? A mí también, sólo que era
medio autóctono y esas cosas no me gustan. Cómo que
príncipe maya, mejor se hubiera puesto astroboy o el
cemental de palo alto, algo con más carga semántica.
—Bueno, eso lo dice usted, porque es todo un conocedor de los haberes de la palabra y los significados,
pero debe de entender que la gente es burra, burra como sólo ellos.
—Eso sí, no se lo puedo negar.
—Oiga, pues qué mal gusto tiene usted.
—Bueno, ya sabe cómo es el destino. Uno no más se
pone flojito y mire lo que pasa.
—¿Oiga, y a poco sí se prostituye? Porque la verdad, su vida se parece mucho a la mía: yo también en
las mañanas duermo, en las tardes también, pero yo no
me tengo que vestir de vieja.
Mi mirada de extrañeza se notó y la señorita comenzó a reírse casi hasta ahogarse. Yo ya estaba medio
sacado de onda, la ruca me estaba agarrando de bajada;
pero pues hay me ven, valiéndome madres y cagándome de la risa.
—¿De verdad se viste de mujer en la noche?
—Cómo cree. Y usted ¿De verdad es prosti?
—No.
101
—Pues sí parece (entre dientes)
—Sí, eso es lo que me han dicho. Y entonces qué es
lo que hace.
—Según yo, intento ser escritor. Y cuando llegue, lo
primero que voy a hacer es buscar alguna casa.
—Guau, un escritor, ya decía yo que tenía una facha
medio rara ¿Y de qué?
—¿Ha leído a Octavio Paz?
—Claro, el del Libro Vaquero.
—Ándele, pues algo por el estilo.
—Oiga, ¿Y qué tal gana?
—Pues, dos-tres, casi me muero de hambre, imagínese
—Oiga, ¿Y no me va a declamar un poema en el oído?
—Claro ¿no importa que sea uno a la bandera?
—No, ¿cómo a la bandera? ¿pues cara de qué me vio?
—¿A poco es usted apátrida?
—No, pos sí me gusta el fut, pero cómo me va a declamar un poema a la bandera.
—Pues es que no me sé de otros.
—Ay, bueno, entonces mejor deme un beso.
—Bueno
—Ah, caray, pos muy bien dado, pero la verdad,
como que le ruge medio gacho la boca.
102
—¿Sí?
—Pues algo, así como centavo de cobre.
—Pues en este momento me voy a lavar la boca.
—Ya, ya; no es para tanto...
Una mosca rondaba sobre nuestras cabezas, los ojos
de la señorita iban cayendo, mi antebrazo estaba a punto de estallar, pues casi todo el cuerpo de ella descansaba sobre él. No hallaba el modo de sacarlo y peor
aún; ella no daba indicios de despertar. Al poco rato ya
no sentía nada y el camión paró.
Los pasajeros comenzaron a bajar sus maletas, la
mosca había desaparecido. El niño comenzó a gritar el
nombre de su madre. Ella abrió los ojos y buscó con su
mirada a su hijo, bajó la maleta y los dos se fueron caminando por el pasillo. Yo no me pude mover, por más
que quería, mi brazo estaba de mil colores. El camión se
estaba vaciando, ejercitaba mi brazo para poder salir.
Busqué en el porta-equipaje mi maleta, que por su
puesto nunca estuvo ahí.
Yo no sé que tengan las terminales de autobuses,
pero siempre me deprimen.
Gentegentegentegentegentegentegentegentegentegent
eGentegentegentegentegentegentegentegentegentegente
103
Un niño llora
Manos sudorosas
Un perro persiguiendo su cola
Gris
Gris
Gris
Madre persignando a su hija
Humo
Feliz encuentro…
Peregrinar.
Yo formaba parte de ese mar.
Había llegado al valle, al bien conocido valle.
Los anuncios cantaban:
“Tenga usted su coca-colota, para qué sale a buscar”
Que ondiux mi güero, otra vez por acá”
“Juar, juar otra vez acá”
“Otra vez acá”
“¿vez caca?”
“acá la caca”
“No se deje sorprender, todo el mundo come caca”
“Disfrute y coma caca”
“Acompáñelas con caca”
“con caca”
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Los ángeles aún están gobernando la ciudad. ¿La
ocho? ¿Antiguamente qué? Sobre esta acera, bajo esta
sombra de dulce, la casa de dulce, con mucha gente
dulce pasando, comiendo, tragando el dulce. Todas las
mañanas mi padre miraba la fachada de dulce. Los
mismos nombres, las mismas grecas, los mismos colmillos, la misma maldición. Bienvenido al valle, señor Ricarte, al bien conocido valle. Bien-venido sobre río
entubado, bienvenido al camino, bienvenido a la sombra, bienvenido, Wellcome, bienvenido al vientre de tu
madre, bienvenido al útero donde todo está bien, donde hay que nadar en agua tibia.
Lo inevitable: en una esquina, de cualquier historia,
tomé la ruta que me llevará a casa de mi madre. La
gente me miraba por el color de mi piel. ¿En verdad
habrá cambiado? Cada esquina, cada alto, cada siga,
cada váyanle pasando para atrás, cada ya me quemó,
cada órele pinche chofer, pos si no trae burros, cada
hembra de blanca piel, cada tambor, tambor, tambor:
cumbia. Cada centímetro, cada línea blanca, cada línea
amarilla no respetada, cada anuncio de clases de inglés
sin tareas, sonreían: ¿no que no Ricarte?
106
Bajé y comencé a pensar en mi madre, ella de seguro se iba a poner muy contenta de ver a su hijo de regreso. El dedo índice de la mano izquierda tilinteleaba
por los barrotes del hospital que quedaba en el camino
hacia la casa. Todo estaba pintado del mismo color. La
Chipileña de la óptica ya estaba embarazada, Lucas
(Lucas, el pelucas, no tiene pelo, pero tiene corazón) me
saludó como si ayer mismo nos hubiéramos visto: Qué
pasó may. La esquina de los choques, la sastrería accidentada, el taquero electrónico (dedicado a las técnicas
de curación de los aparatos electrodomésticos, por las
mañanas; y por las noches repartía enfermedad con sus
tacos de machitos y maciza) abrió los ojos (más que de
costumbre) cuando me vio llegar.
―Isssssss, sazzzzzz, pero si vienes bien tarumbeado
del pueblo, verdá, caon. Sí caon, si todos andábamos
bien preocupados. ¿Onde andaba el Ricarte? ¿Onde,
onde, onde? Todo el mundo se preguntaba. ¿Y qué onda caon, ya lánzate con tu jefa que te está esperando
desde hace tiempo? ¿Oye caon, a ver si el domingo nos
vamos para allá, ya sabes, allá donde os fuimos caon,
ey, estuvo dos-dos?, ¿no caon?, pero ya vete, después
pasas para que te platique lo de la muerte del Cachetes.
Ey estuvo severo, dos días en el Guadalupe tratando de
107
sacarle la caña de la garganta Y sabes cómo era de atascado el canijo cachetón. Ey, estuvo caon.
Unos pasos y como fue. Mi madre abrió la puerta y
saltó hacia mí. Para mi suerte toda la familia estaba
presente a mi llegada.
—¡Ricarte! ¿Cómo te fue? Vienes bastante requemadito.
—Sí, verdad.
El teléfono sonó a esa hora. Yo mientras fui a la cocina a robarme un plátano. En el refrigerador había una
fotografía mía de cuando mi madre me llevó al mar por
primera vez, la misma madre que escogió el jobi hard
core de asesinar gatos al por mayor. La primera víctima
fue una gatita que por error había entrado en las fronteras de la casa, caminó sigilosamente, como lo suelen
hacer los gatos, buscando algún lugar cómodo para pasar la noche; el instinto comodino que suelen tener los
gatos lo llevó hacia la muerte. La gata reposó su última
siesta sobre la ropa recién lavada de la familia. Mamá,
como todas las mañanas, acostumbra pararse a eso de
las cinco y media de la mañana, entre otras cosas, para
regar sus plantas, barrer la calle en medio del amanecer, mirar a sus hijos cómo duermen, y sobre todo para
cachar en plena maldad a los gatos. Mi madre aún tenía
108
pegado sobre su tocador todas las fotografías de la familia. Los recuerdos que le hice durante la primaria del
día de las madres, mis fotos de cuando era futbolista,
de cuando salí de gitano, de maestro, de padrecito, de
payaso y un sinfín de sinvergüenzadas, pero nada más,
mi madre sólo tenía una pasión: asesinar gatos.
Ella los ha matado de todas las maneras posibles,
desde la primitiva reacción a palazos de escoba, hasta
el más fino y europeo sadismo. Quizá ya le perdone lo
que hizo con Becker, él era un gatito de no menos de
tres meses. Me lo había regalado un amigo de la secundaria y yo felizmente lo llevé a la casa. Mi madre desde
que me vio entrar con la bolita de pelos incendió los
ojos.
Las primeras semanas yo mismo lo alimentaba, lo
bañaba y hasta le daba en su biberón la leche en las
mañana. Después todo fue tomando su rumbo. Veía el
fútbol los domingos y el gato de pronto ya no ocupó
ningún lugar en mi memoria. Tiempo después, mi madre me mandó a llamar, como lo hace cuando está enojada: “¿Ricarte, qué vamos a hacer con ese gato? Y yo,
entre mí, qué gato, qué gato. Mi madre me tuvo que
llevar a un rincón, muy dentro de la enredadera verde
en donde se ha perdido todo a lo largo de mi vida. Ahí
109
estaba el gato, a duras penas pudiendo sostenerse, con
el cuerpo lleno de moscas y gusanos entre sus comisuras. Mi mamá puso una cara verde olivo al ver tal porquería. ¿Qué hacemos? –me decía. Lo intenté bañar con
los jabones especiales que me había recomendado el
novio de mi hermana, que por ese entonces se dedicaba
a curar animales de cuatro patas.
Todo fue inútil, y mientas veía el ir y venir de los
gusanos por el cuerpo de Becker, una sombra por detrás, y el resoplar de unas chanclas, comenzaban a llenar la atmósfera. Era mi madre, era su sombra que se
acercaba.
Las manos de mi madre cogieron el cuerpo del gato.
Me miró y sonrió. En ese momento le tronó el pescuezo
al gato y lo botó en una bolsa de plástico al camión de
la basura.
En realidad no causó gran conflicto la muerte del
gato, es más, hasta ahora lo cuento a la gente que me
cae gorda y que necesito que se lleven una mala impresión de mí, y desde luego de mi madre.
Salí corriendo de la casa al ver las lágrimas de mi
mamá, algo me hacía pensar que me extrañaba. Me fui
directito a la azotea, al lugar donde se está más cerca de
las estrellas. Mi padre siempre miraba las estrellas, él
110
decía que cada uno de nosotros era una estrella, un microcosmos. Todas las revoluciones son alteraciones a la
naturaleza del hombre. Siempre me decía: armoniza tu
universo, no hay nada más qué hacer. Las antenas
habían aumentado, las construcciones también, todo
había crecido.
Ya estoy en el valle, en el conocido valle. Pensaba
en las grandes murallas de libros verdes de mi padre.
El volumen inconcluso de toda su obra es: La ciudad y
las estrellas. Él tenía la idea que toda la tierra era un reflejo exacto del universo. Pone de ejemplo las ciudades
antiguas mexicanas, en donde los indios, al tener un
cielo claro y estrellado, hacían de sus ciudades un reflejo nítido de las constelaciones
Nunca tuvo presencia entre los intelectuales de la
ciudad, más bien era considerado como un hombre lleno de curiosidades; y nunca le creyeron nada.
Mi padre decía que el valle estaba maldito, que algo
crecía debajo de la ciudad, algo que corría por debajo
del río entubado, que tarde o temprano iba a estallar.
Él estaba esperando las grandes explosiones del
volcán, el temblor del noventa y nueve. Todo esto, mi
padre, lo había descubierto a lo largo de sus observaciones a las estrellas. Esperaba el amanecer en la azotea,
111
en donde el cielo está un poco más cercano que a nuestros pies. Él ya estaba muerto, y se hubiera vuelto a
morir si viera lo que está pasando ahora. Los cerros explotaron, la ciudad y la historia se cayeron y todo sigue
igual en el valle, todo.
El olor de las azoteas es igual en todo el mundo,
siempre llenas de soledad, de bicicletas olvidadas, ganchos de ropa oxidados, botellas descontinuadas y mucho olor a gas. Desde aquí todo se mira distinto, desde
aquí veo el menear de las ramas, de las antenas de televisión, veo las ventanas y sombras desnudas, veo los
volcanes, veo las nubes. Ahí estaba, sentado en una pequeña barda de mi azotea, intentando digerir mi regreso. Saqué uno de mis últimos cigarros y lo encendí. El
humo vuela, hasta dónde puede llegar, en realidad contaminaré haciéndolo. Y lo que son las cosas, en medio
de mi reflexión acerca de la ecología, una voz rompió
con todo, y me hizo recordar el motivo...
Yo no sé cómo mi madre se había dado cuenta de
que estaba fumando cerca de la cochina de gas. Si me
había preguntado hasta dónde puede llegar el humo,
queda comprobado que por lo menos a la nariz de mi
madre llegó. Sus gritos se hacían presentes:
(en tono de ya saben)
112
—¡Ora, cabrón chamaco, ni cinco minutos tienes acá
y ya nos quieres volar a todos!
El gran cuadro ultracostumbrista que veía en las
azoteas, de pronto se manchó de tinta verde. Los gritos
de mi madre son insoportables. Saqué el cigarro de mi
boca y lo aplasté. Oí los pasos de alguien subiendo las
escaleras.
Mi hermana apareció con una sonrisa:
—Hola, ¿ya nos extrañabas?
—Algo así.
—Regálame un cigarro.
—Claro (a ustedes no les molesta que les quiten su
último cigarro)
—Oye, te tengo una sorpresa.
—Ah, qué bien.
—Ya no hay sorpresas, ¿verdad?
—No muchas, creo que nada cambia.
—¿Allá tampoco nada ha cambiado?
—Nada, siempre es lo mismo. Cualquier cosa te
hace pensar y pensar, pero nada más.
—¿No sirvió de nada?
—Sí, claro; o no sé, de todos modos estoy acá, y todo está igual: las mismas muertes, las mismas calles, las
mismas sombras, las mismas leyendas, la casa de dulce,
113
la torre de libros de mi padre, mi mamá y su gritos: ¿sigue matando gatos?
—Creo que sí, ya conoces a mamá.
—Y tú, ¿cómo estás?
—Ya ni preguntes, pasando el tiempo. Pero bueno,
te tengo una posible sorpresa.
—Ah, qué bien.
—Emociónate, cabrón.
—¡Ah, qué bien!
—¿Adivina quién está acá?
—Mi mamá, la torre de libros verdes de mi papá,
tú, el perro, mi computadora, mi guitarra, la tele y los
espíritus de los gatos.
—No sea mamón
—Hermana, tengo cerca de diez minutos en la casa.
¿Cómo voy a saber?
—Pues mira:
En ese momento mi hermana soltó un chiflido arriero, de aquellos que a mí nunca me habían podido salir.
Y poco a poco una cabeza, cejas, ojos, nariz, bigote rasurado, boca, barbilla, cuello, hombros, senos acotados,
vientre, caderas, piernas y unas lindas botas negras
¿Brenda? Apareció en las esquinas, en los ventanales
del café, en las mesas del bar, en mis sueños, en mi fu114
turo. Durante mucho tiempo miraba a Brenda, ella y su
vida, ella y sus lágrimas.
No moví un dedo; simplemente aparecía y nuestra
luz de mirar detenía el tiempo. Sólo eran algunos segundos, los suficientes para quedar atrapado en medio
de sus cabellos de nube y nunca más salir. Brenda estaba aquí, esperándome a diez metros de distancia.
Caminó lentamente y se sentó a mi lado. Aún recuerdo el viernes donde nuestros cuerpos reventaron
en la entrada de la plaza. Antes platicamos sobre las
mujeres de “Cien años de soledad”, sobre los muchachos que creían en las revoluciones, de las tantas veces
que nos habíamos visto por las mismas calles. Ella estaba ahí, aún recuerdo el número exacto de pasos, la
posición de los árboles y sus hojas que reverdecían en
las primeras noches de primavera. Llegó.
—Otra vez nos encontramos.
—No hay salida, Dios tira los dados.
—Han pasado cuatro años.
—Sí, y nunca supimos nada de nosotros.
—¿Cómo te fue?
—Bien.
—¿Y a ti?
—Bien, pero ya estoy de regreso.
115
—Todos regresamos, aquí es nuestra casa.
—¿Y cómo llegaste?
—Me habló tu mamá
—¿Qué te dijo?
—Nada, solamente que ya habías llegado.
—Brenda, lo intenté todo.
—No eres el único, todos lo hemos hecho.
—Ya viste cómo el viento mueve las antenas.
—Cada día hay más; y más cables, y más postes,
más luz.
—Aún está oscuro, las lámparas sólo alumbran las
calles.
—Todos te estábamos esperando.
—Estoy fastidiado.
—¿De mí?
—De todo.
—Yo también. Aquí todo sigue igual, siempre es lo
mismo. Después de todo, aquí lo único que cambia es
la piel. Ya ves que hasta la historia se cayó, y los santos,
y las campanas, y mira, todo lo han reconstruido.
—No entendieron nada.
—Nada, creo que ya no se puede hacer más.
—Mi padre dijo que era el ángel de la plaza.
—Él sigue ahí, viéndonos.
116
—Ya lo creo, nunca nos pierde de vista.
—Nadie entiende la señal.
—La ciudad sigue creciendo.
—Sólo los edificios, las calles; la ciudad no. Sólo
caen las ramas y se desparraman por donde se puede.
La ciudad no ha crecido.
—Mira cómo el viento mueve las antenas.
—¿Ya viste cómo corre la serpiente por los volcanes? Un día soñé un arcoíris enorme detrás de los volcanes. Era como un puente donde todos cruzábamos
algo, no sé, pero había luz, todo estaba lleno de luz.
—Es la luz, es la línea que nos separa, Brenda.
—Tu piel es diferente.
—Allá era negra, aquí todos cambiamos o regresamos a ser lo de siempre.
—Quisiera irme como tú, dejar todo el pasado en
medio de las piedras.
—El pasado siempre estará presente, nunca dejaremos de ser quien somos.
—¿A qué huele?
—A fin, es el gas.
—¿Es extraño, no?
—Todas las azoteas huelen igual.
—¿Prendemos la bachita?
117
—Bueno.
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum¡
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum¡
¡Pum!
¡Pum!
—¡Ese cigarro!
San Baltazar Campeche, Año de la Peste
118
NUESTRA GENERACIÓN
NO SABE ESCRIBIR CARTAS
Luis tocó a la puerta de Armando para llevarle todo lo
que tenía escrito de su novela. Cuatrocientas hojas escritas a mano por las dos caras y con una letra milimétrica imposible de captar por los miopes ojos del
escritor. Armando era el escritor, el que se supone le
pondría ese “toque” necesario para considerar obra literaria los pasajes de Luis. Armando la tocó, para
echarla junto al montón de papeles y olvidarla.
—No la vayas a perder, es mi última arma para que
se me haga con Mariana.
—No te preocupes, en un par de meses ya está lista
para la presentación, ¿has pensado en algo?
—Sí, desde luego, quiero que sea en el salón rococo;
y que haya una alfombra roja desde el inicio de la escalinata hasta el presidium.
—¿Rococo? ¿Presidium? Pinche abogado, no seas
burro, se dice Rococó ¿o prefieres que sea en el Barrocó? ¿Y luego presidium? ¿dónde escuchas esa palabra
tan horrorosa?
121
—Ya cabrón, no te burles, de verdad que es lo último que tengo para conquistarla.
—No seas delicadito, hombre, ¿y estás seguro de
que quieres hacer presentación y toda la cosa?
—Claro. Oye, y ¿cómo ves si ponemos una silla?, de
esas donde se sientan las reinas para que ahí esté ella,
en el centro, justo frente a mí, presenciando la palabra
de los escritores. ¿Crees que pueda venir el Gabo o Carlos Fuentes a presentarla?
Armando sonrió y prendió un cigarro. Leyó el título
y de inmediato la volvió a dejar junto con los pendientes. Jamás cambió de lugar.
Ocho años después, Luis volvió a tocar la puerta de
Armando para hablar con él acerca de su nuevo amor
imposible. Aunque lo disfrazó con un “sólo pasaba por
aquí”, Armando sabía que una visita inesperada de
Luis era sinónimo de una retahíla de lo mismo, pero
con distinto nombre. Por momentos era insoportable,
pero Armando por dentro tenía ganas de escucharlo,
para saber que las cosas no habían cambiado tanto, y
que a pesar del tiempo las cosas estaban en su lugar.
Luis representaba los sueños de cuando eran compañeros en la prepa; en ese tiempo todo lo que estaba por
122
delante eran sueños. Hoy eran hombres de silencios,
habían aprendido a guardar distancia con las ilusiones;
y cuando alguna se convertía en realidad todo estallaba, se convertía en pesadilla.
Luis se sentó y comenzó a leer:
Ana:
Aunque parezca extraño, tengo la impresión de que uno
siempre se enamora de la misma persona. Puede que tengan
distintos nombres, edades, formas, pero sigue siendo la misma; y para colmo es la persona que nunca tendrás. Espero
que me entiendas lo que quiero decirte. No tiene nada que ver
con tu bulimia, de verdad, sólo es que no entiendo por qué las
mujeres tienen que ser tan delgadas; perdón, quise decir, por
qué hay tanta preocupación por deshacerse de la grasa. Si te
sirve de algo, yo he vivido treinta años rodeado de grasa y la
verdad es que no me ha molestado en lo más mínimo, de verdad. No sé, a veces pienso que si me quitara todo este borde
de grasa me sentiría inseguro, como que algo me haría falta...
—¿Y qué pretendes con eso?
—Nada, te dije que sólo traía la introducción, no se
me ocurre nada.
—A ver, ¿qué es lo que quieres decirle?
123
—Oye, tampoco soy un tarado, se supone que la
quiero.
—Pues escribe eso y ya, no tienes por qué darle tantas vueltas al asunto; ve al grano.
—No, cómo me pides eso, hay que darle atmósfera,
estilo, no le puedo llegar como salvaje pidiendo que se
case conmigo.
—¡De plano! Mira Luis, es viernes y es hora de tirar
fiesta, ¿cómo me pides que te ayude a escribir una carta
para que la niña esta se case contigo?
—¡Chingao, no se supone que eres escritor y en el
aire la compones!
—Bájele que esos son los poetas. Pues sí, pero nadie
en su sano juicio escribe una carta para decirle a una lola que “la quieres”, mejor emborráchate, vete por unos
mariachis y se lo dices. Vas a gastar más, pero creo que
es más efectivo.
Luis se quedó callado, pensando en lo ojete que se
estaba viendo su querido amigo.
—¿Crees que no funcione?
—Mira, yo no sé cómo sea Ana, pero ¡es viernes!,
chingao, trabajo toda la semana para esperar este momento y tú me sales con esto.
—Es que ya lo hice
124
—¿Qué?
—Lo de los mariachis
—¿Y luego?
—No funcionó; y hubieras visto hasta los uniformé
de rosita, porque como le gusta el rosa; bueno, hasta
con decirte que eché cuetes y hasta tuve que cantar Cielo Rojo porque el sonso del cantante no se la sabía.
—No fue buena idea lo de los mariachis en rosa.
—Como no, si fue lo único que le gustó; bueno eso
fue lo que me dijo su mamá.
—¿Y qué tal está?
—¿La mamá?, buena, para su edad bastante buena
—Vamos a ver qué se puede hacer.
Armando comenzó a escribir.
Anita:
Tengo toda la seguridad de que uno se enamora de la misma
mujer siempre. Sin necesidad de cruzar palabra, uno huele
los códigos de esa mujer. Y lo peor de todo es que los finales
son tan conocidos como malos.
—¿Así quieres empezar?
—¿No vas a contestar el teléfono?
—¿Estás en tu casa?
125
—Sí
—Voy para allá
—¿Quién era?
—Rafael, dice que viene, ya vez, te digo que es mal
día para estas cosas, todo el mundo quiere fiesta, pero
ya, vamos a terminar tu carta.
Querida Ana:
Sé que es bastante raro que recurra a estos medios de
prehistoria, pero la ocasión lo amerita; el amor me orilla a
eso.
—No, así no puede ser, no puedo lanzar toda la
carne en el primer párrafo, necesitamos un poco de historia. No sé, de cuando la conocí, de la primera sensación, de sus ojos, algo más romántico.
Armando comenzó a frotarse los bigotes; señal de
que algo lo estaba poniendo nervioso.
—Muy bien, comencemos de nuevo.
Querida Ana:
Estas letras que se dibujan, sólo tienen la intención de hacer
un poco de memoria.
—¿Qué día fue?
—¿De qué hablas?
126
—¿El día en que la conociste?
—Sábado 13 de octubre entre 9 y 9: 10 de la noche,
en el Vips del Centro, con su uniforme de mesera. Traía
el pelo corto, porque esos hijos de la chingada así lo
exigen, pero yo ya le dije que se saliera de esa chingadera, no es para ella.
—¿Me dejas continuar?
Cuando te vi ese sábado, supe de inmediato que ibas a ser una
persona especial en mi vida. Con tus ojos tristes supe de inmediato que…
—¿Oye, y cómo sabes que tenía los ojos tristes?
Aunque le cayó de bomba la pregunta, ocultó muy
bien su proyección diciéndole que era algo predecible,
que todas las mujeres que lo habían encantado a lo largo de diez años tenían los ojos tristes.
—¿Tú crees?
—Lástima que no tenemos fotos.
Sonó el timbre.
—Ya llegó Raúl, voy a abrirle.
Luis prendió un cigarro.
Armando no preguntó a la puerta; abrió con toda la
confianza. No era Raúl, sino Carlos, otro de sus amigos
que seguramente andaba en busca de fiesta.
—¿Vienes pedo?
127
—Nada, nomás entonado. Vamos por un trago,
¿no? Ya sabes, algo tranquilo para no dejar vivo el
viernes.
—Claro, sólo acabo una carta para Luis y nos vamos.
—¿Una carta?
—Ya conoces a Luis, no aprende.
—¿Una vieja?
—Yes, ya sabes.
Luis y Carlos se saludaron y éste comenzó a leer lo
que habían avanzado de la carta.
—¿Sabes qué le debes decir a esa pinche vieja?
Inocentemente, Luis preguntó: ¿Qué?
—Que se vaya a chingar a su madre, que si no te
hace caso le vas a romper su madre a ella y a toda su
familia, sí, de verdad que eso es que lo quieren todas,
alguien que les esté rajando su madre a cada rato.
Los dos guardaron silencio. Armando sonrió después, pero Luis de inmediato cambió de color.
—Mejor me voy —dijo Luis, tomando su saco.
—Espérate, sólo es una broma, ya lo conoces.
—Qué broma ni qué la chingada, cuando le pongas
en su madre vas a ver que estará a tus pies.
—Tienes razón, habrá que madrearla un poco.
128
—Calma, calma, charritos monta perros, para qué le
hacen al pendejo, si ustedes no tienen sangre para esas
cosas.
—¿Y tú sí?
—Regresemos a la carta.
—Vas, pero dejemos la miel, vamos a aclararle a la
tal Anita de qué se trata el amor.
Ana:
—¿Tiene un segundo nombre?
—Patricia
—Póngale así
Ana Patricia:
Mi sangre hierve desde el primer momento en que te vi. Tus
largas piernas las he soñado todas las noches volando, intentando estrangularme. Lo nuestro es cuestión de carne, de entrañas y de sangre. No puede dejar de pensar en otra cosa más
que en tu cuerpo, demasiado cuidado, cubierto de lodo. El amor
es contradicción, blanco y negro, de juntar los imposibles. El
amor es el milagro de las bestias, de los exiliados, de los que no
tienen hogar más que el cuerpo del otro, el sexo del otro.
—¿En quién piensas? —preguntó Luis
—Estás cabrón
129
—Se me hace que Elsa aún te cala.
—No es ella; es lo que me hace falta
—¿A ti, qué te puede faltar?
—Nada, creo que me proyecté.
—Lo único que creo es que estás hasta el culo de jarioso por esa mujer.
—Más que eso, no puedo dejar de pensar en ella
—A ver, ¿no se supone que el enculado es Luis?
—Bueno, y qué, ¿sólo el gordo tiene la patente o
qué?
—¿Y qué fue lo que pasó?
—Lo de siempre, ya sabes, fantasmas.
—Ya cámbiale cabrón, siempre es lo mismo contigo.
—Siempre es lo mismo.
—Están tocando, ¿no piensas abrir?
—Sí, seguro es Raúl.
Luis y Carlos se quedaron pensando en sus fantasmas respectivamente. En ese momento escucharon el
grito de Armando. De inmediato se pararon para ver lo
que sucedía. No serviría de nada para esta narración
aclarar que Raúl llegó completamente borracho; bueno,
un poco más que eso. Raúl comenzó a beber desde la
tarde, después de que discutió con su querida Karla.
Nunca se supo cuál fue el conflicto a ciencia cierta, pero
130
los amigos lo sospechaban, siempre pasaba lo mismo,
también con él. Después de los gritos, Raúl se metió a
una cantina a beber con toda la fuerza que le quedaba,
que en ese momento era mucha, pero conforme pasaban las horas y los litros, ustedes entienden, todo va
para abajo. Cuando el dinero se le acabó, no tuvo de
otra que visitar a Armando, que entre los amigos era
reconocido por tener una amplia cava para los amigos
sedientos. Y el grito de Armando no fue otra cosa que
un gesto normal para todo aquel que recibe la sorpresa
de ser guacareado por su mejor amigo a la hora de abrirle la puerta: ¡Me lleva la chingada! Armando salió corriendo hacia el baño mientras Luis y Carlos miraban a
Raúl sacarse el último resto de su fosa nasal izquierda.
—¿Estás bien?
—Por lo menos ya puedo respirar ¿tienen una chela?
Luis fue por unos trapos para limpiar el piso y Carlos lo llevó al estudio.
Armando regresó con una playera limpia y con una
botella de whisky.
—Vamos a continuar; nadie sale de aquí hasta que
esa carta esté terminada.
—¿Cuál carta?
131
—Larga historia…
—¿Es de amor?
Después del silencio, Raúl gritó: ¡A huevo!
—Yo quiero una carta de amor; de seguro es para
Luis, ¿no?, lo sabía, quién más, por eso me caes re bien;
y no me digas, ¿quieres que te ayude el escritor? Pero a
qué buen árbol te arrimas, mano, este cabrón sólo sabe
escribir de nalgas y putas. Yo te voy a ayudar, a ver
quítense. ¿Cómo se llama la nena? ¿Anita? mmm, buena terminación querido anito, pues presta ¿no?
—Venga, échale de tu ronco pecho.
—A ver:
Ana:
Después de todo, pero después de todo, sólo se trata de
amor.
—No chingues, ese es un poema del pinche Sabines,
por lo menos hubieras puesto uno que estuviera menos
choteado.
—Sí, ese es puro choro apantalla lolitas de federal.
—Pero siempre funciona, además ya no es plagio,
una palabra cambia el significado de todo, qué nunca
has escuchado eso de que no es lo mismo los huevos de
132
la araña que aráñame los huevos. ¿A poco nunca lo has
hecho?
—No, pues sí, tienes razón, pero ¿a poco Luis es lolitero?
—Si no lo conocieras, nomás anda esperando que
alcancen el timbre para andarles rondando, ¿cuántos
años tiene?
—Dieciocho
—Pues lola, lola, no es, ya se lo ha de comer solita,
como becerro.
—No mames, cómo puedes decir eso.
—Pues yo conozco a varias que uh, mano, si te contara.
—Pero además, ese libro ya se lo regalé.
—¿Y qué? ¿le gustó?
—No sé, no me ha dicho nada; pero creo que no le
agradó la idea de que le regalaran un libro.
—También, cómo haces eso, además de que le
estás entregando las armas; cómo sabes si en este momento está con otro, metida en un motel leyéndole los
poemas que tú le regalaste.
—Es Sabines, no chingues.
—Pues por eso mismo, infalible el hijo de su puta
madre.
133
—De hueva
—Para ti que eres exquisitón, pero para el vulgo es
la neta, Dios hecho carne.
—Bueno, ya, tú sigue en lo que sirvo las otras.
—Me imagino que no te pela en lo absoluto, ¿verdad?
—Nada, como siempre.
—Okas, sólo quería asegurarme por eso de las cochinas dudas.
—Salud
Ana:
Han pasado años enteros en medio de la oscuridad; despertando entre pesadillas, en completa soledad, hasta que te conocí. Siempre he sido sensible a la belleza; mis ojos no
tuvieron de otra más que enmarcarte en mi memoria. Tu
sonrisa escasa fue lo que me hizo pensar que había algo que
impedía tu felicidad. De verdad que sólo me acerqué a ti para
tratar de ayudarte, pero uno qué puede hacer, apenas tengo
fuerza para sostenerme; nunca fue mi intención complicar
más tu vida, quizá el amor sólo haga eso, complicarnos la vida. Aún recuerdo la primera noche en que te quedaste a dormir conmigo, sin hambre de sexo, sólo con ganas de ternura,
ganas de descanso tras una larga noche de beats y colores inexplicables. Fue una de las noches más hermosas de mi vida,
134
y así continuaron hasta que lo convertimos en realidad, ya
sabes, todo se lo comió la cotidianidad, el sexo como si fuera
un programa en la tele, cambiar los canales sin el menor guiño de sorpresa; todo en normalidad. Nunca me hubiera imaginado el daño, ni las consecuencias que nos dejó el silencio,
tremendo martirio.
Armando, Luis y Carlos estaban metidos en la pantalla sin decir una sola palabra. Raúl los había dejado
sorprendidos; después suspendió un poco su escritura
para empinarse el vaso.
—¿Qué tal, se las leo en voz alta?
—No hay necesidad, creo que sí funciona, sólo
habrá que cambiarle el nombre, ¿no crees?
Raúl, desde que es Raúl ha tenido por costumbre amar
sin límites, con todas las consecuencias imaginables, así
pasó con Karla, Eloisa y otras. Los finales ya se los podrán imaginar. Toda la adolescencia se la pasó con Karla, mezcla entre niña y huesos que nadie en su sano
juicio se atrevería a voltear a ver; pero bueno, a veces
todo cambia de un momento a otro; esos huesos se fueron cubriendo de sensualidad. Los lobos comenzaron a
oler esa carne. Lo jodido fue que todo esto sucedió mientras Raúl era el burro oficial de la nena. Sensación agri135
dulce. Raúl era el macizo, pero ella no se quedó con las
ganas de aprovechar las punzadas de la adolescencia.
Después de varios años y muchas punzadas, decidió abandonarlo por un vocalista de un grupo de rock,
rubio y distribuidor de cualquier tipo de drogas; eso sí,
hubo boda y toda la cosa. Desde luego Raúl no fue requerido, pero eso no le impidió poder celebrar.
Eloisa ocupó su tiempo como estudiante de antropología; hay pocos datos sobre esa relación, lo que se
supo es que era bastante intensa y conflictiva. El alcohol era compañero de ambos, hasta cachetones y rojos
andaban. Pero también llegó a mal fin cuando ella comenzó a poner claros sus objetivos como mujer para los
próximos años. Ustedes saben bien a lo que me refiero:
como tapón de sidra. Y bueno, qué decir de Edna, ustedes ya son testigos de lo que piensa, y de cómo acabó
todo. Precisamente esta tarde todo había llegado al final.
—Nunca le mandé una carta
—Creo que ahora nos estamos dando cuenta de que
nadie de aquí lo ha hecho.
—Ahora entiendo todo. No les conté que mis papás
antes de casarse sólo se vieron una vez, y se la pasaron
escribiéndose cartas durante un año. Se enamoraron leyéndose.
136
—Pues han de ser extraterrestres, mano, porque eso
es imposible. Además se tardan mucho, no creo que alguien pueda llevar una relación por medio de cartas,
digo, para eso están los mensajitos, el mail, todo eso,
tampoco se pongan de nostálgicos.
—Pero es precisamente eso, la rapidez nos rompe la
madre; ya nadie quiere el fuego lento, todo es velocidad.
—A ver, pongamos en claro algo; sólo se trata de
sacar del bache a Luis, no tenemos por qué mal viajarnos con este tema, recuerden que es viernes.
—¿Sabes quién nos puede ayudar en esto?
—Cirano de Bergerac
—Neta pinche Armando, ese podría ser un buen
apodo, digo, haciendo tu nariz a un lado.
La risa fue explosiva; no hace falta más descripciones.
—No, de verdad, tenemos que hablarle a Francisco.
—Pero anda en casting.
—No importa, si hay alguien que sepa de mujeres
es él.
—Pues márcale.
Armando decidió marcar desde el local.
—Ey
—¿Qué pasó?
137
—¿Dónde andas?
—En Tijuana, vaya desmadre que es esta ciudad.
—Sip, me imagino.
—Oye, tenemos un problema. Aquí está Raúl, Carlos y Luis. Estamos intentando hacer una carta para la
nueva nena del gordo, pero no podemos… bueno,
Francisco…puta madre, se cortó la llamada.
—Márcale otra vez.
—Pero sirve otra, necesitamos que bajen las musas.
—¡Hasta el delirium compañeros!
—Nada, no me contesta.
—Pinche Pacho, seguro que le dimos hueva.
—Seguro, mándale un mensaje para que se comunique cuando pueda.
—¿Es cierto que las cartas se tardan más en el interior
que al extranjero?
—Mira a quién se lo preguntas.
—Pues es lo que me han dicho; yo sólo he mandado
una carta en toda mi vida, bueno, no fue exactamente
una carta, sino una postal de cuando fui a Veracruz,
pero más rápido llegué yo que la postal.
—Creo que es algo normal, ¿era para una mujer?
—No, para nada, era para mi compañero Billi, en la
primaria.
138
—Bueno, por lo menos no te provocó problemas.
—El teléfono
—¿Bueno?
—Qué pedo mi Armando, andamos en el madelas
¿no quieres venir? Anda preguntando por ti el Motor,
dice que ya tiene tu encargo.
—¿De verdad?
—Sí, está junto a mí, y con tu encargo, ¿dónde estás?
—En mi casa, está toda la banda
—Pinche ojete y ¿por qué no invitas?
—Nada, no fue planeado, sólo estamos haciendo
una carta para Luis.
—¿A la misma de siempre?
—Así es, creo que es otra, pero al fin y al cabo es la
misma
—Y mientras ¿qué hago con tu encarguito?, mira
que ya se anda mosqueando.
—Es temprano aún, sigan chupando, en un par de
horas estoy allá; dile al motor que no se desespere.
—No puedo mandarle eso; no tiene nada que ver
con nuestra historia.
—Es tu posible futuro
—Pues sí, quizá, pero no me sirve, sólo quiero que
sepa que la quiero, que daría todo por estar con ella y
hacerla feliz.
139
—Magnífico, por eso mismo no te hacen caso, eres
demasiado “ideal”, les causas pánico, no porque esté
mal, pero la mayoría son unas come mierda. Tienes que
tratarlas mal; no hay de otra.
—¡Cálmate, mi súper cabrón! Si Orquídea apenas te
puso tus chingadasos, no te hagas güey.
Una noche, platicando Armando, Carlos y Eleazar cayeron en una conclusión. A sus treinta años no tenían
opción que acabar con una mujer de pocas facultades
físicas; no como siempre la habían soñado. Con mucha
suerte iba a ser soltera, pero lo más probable es que ya
fuera divorciada o con algunos críos de distintos machos. Armando fue el que soltó la propuesta que de
inmediato fue aceptada. Siempre se dicen cosas durante estas reuniones: viajes, proyectos, negocios, pero nada se cumple; sin embargo, las palabras se quedaron
impresas en la memoria de Carlos. En quince días ya
estaba enredado con una mujer de esas características,
y como suele pasar, durante los primeros quince días
todo fue felicidad.
Carlos se había ganado el respeto de todos los amigos cuando contó la manera en que había terminado su
140
relación anterior. El dinero estuvo de por medio. Él le
había hecho un préstamo sencillo, unos cuantos miles
de pesos; por Carlos no había problema. La cosa se puso candente cuando vio en el celular de su novia un
mensaje en donde un tal Pedro le deseaba “buenas noches, mi amor”. Anotó el número y después de abandonar el departamento de Miriam marcó el número del
susodicho. Tres timbres y la función comenzó:
—Bueno, ¿quién habla?
—Mira, sólo te voy a decir una cosa.
—¿Quién habla?
—No la busques, no la llames
—¿Quién eres?
—No te hagas pendejo, habla el güey de tu vieja.
Este fue el primer momento en que todos los amigos se dieron cuenta que las tragedias de Carlos eran
un buen motivo para reírse, pasara lo que pasara.
La cosa no terminó aquí. Después fue a la casa de
Miriam para reclamarle, se discutió y para cerrar Carlos le pidió el dinero. Desde luego que ella no lo tenía.
Carlos no tuvo de otra que soltar un puñetazo a su ex.
Quién iba a decir que cinco años después los papeles se
iban a cambiar.
Orquídea tenía veintinueve años, de profesión abogada. Trabaja en la misma revista que Carlos; con una
141
hija de diez años y mantenía a su mamá, por cierto gustosa del alcohol y de la vida nocturna. Después de celebrar el cumpleaños de ella, quedaron de verse en su
casa, pero Carlos, por casualidad, salió antes y decidió
ir a la casa de Orquídea, aunque tuviera que esperar un
rato más.
La mamá abrió la puerta y sin decir con permiso
comenzó el recuento:
—Tienes que hacer algo con ella porque yo ya no la
aguanto, es una alcohólica, y estoy harta de sus hombres; además le pega a la niña, mira nada más cómo me
la dejó esta última vez; yo sé que tú la quieres, por eso
te digo todo esto.
Ya se imaginarán la cara del pobre Carlos; pero lo
peor vino cuando la puerta se abrió. Él vio cómo un
hombre ya de canas se despedía de ella con un beso
profundo, lleno de deseo. Cuando ella entró y vio a
Carlos sentado en la sala que le había regalado uno de
sus amantes, de inmediato le encajó las uñas en el rostro, gritándole que cómo se atrevía a entrar a su casa.
Carlos, cuando pudo salió corriendo, con las heridas
que sólo un amor salvaje puede dejar.
—Pues ahora estamos jodidos, ya no sé qué escribir.
—Nada, me he quedado seco.
142
—Pues creo que ahora sí me voy, no tiene caso, mejor váyanse de fiesta.
—Nada de eso, de aquí no salimos hasta que terminemos esta pinche carta, no chingues, sólo se trata de
una carta, lo que nos hace falta es crear la atmósfera de
cuando se escribían cartas. Voy por unas velas, apaga
la compu.
—¿No tienes una pluma de ganso?
—No seas mamón; sólo traigo pescuezo.
—Siéntese a escribir
—Qué pasó, después de usted.
—Venga
—Las nalgas
—No te digo, se supone que estamos en algo serio.
—No veo nada; además no puedo escribir a mano,
tiene años que no lo hago.
—Llegó alguien.
—No, son los vecinos.
—Pues parece que hay pleito. A ver asómate,
¿quién es?
—Es una ruca y un panzón.
—Sí, es la abogada; a ver cállense.
—¿Sabes cuál es la diferencia? Que a mí me quieren por
lo que soy, y a ti te quieren sólo por tu dinero.
143
—No manches, la está arrastrando; ya la tiró y en la
basura.
—De ahí nunca debiste de haber salido, de la basura.
—¿Están tocando?
—Sí, pero ni modo que salgamos.
—No tenemos de otra.
—No pues vamos todos.
Los cuatro bajaron conteniendo la risa; fingiendo no
saber nada. Era Manuel, Elías y el Motor con el encargo
para Armando. Éste antes de saludarlos, fue con su vecina para ver si todo estaba bien.
Ella se levantó sola en lo que su pareja arrancaba la
camioneta. El Motor meneó la cabeza y los demás
aguantaban la risa.
—Pues mira mi Armando, como te tardaste, mejor
decidimos traerte tu encargo, mírala, ¿qué te parece?
El tan nombrado encarguito era una teibolera del
Madeleine que le encantaba a Armando y que el Motor,
como capo de los antros le había prometido.
—Toda tuya, papá.
—Bueno, pues creo que ahora sí ya me voy.
—No, ahora te quedas y escribimos esa carta.
—Si yo fuera tú, mejor mandaba a la chingada la
carta y a todos nosotros, mira nada más lo que te trajo
Santo Clos.
144
—¿Qué carta, vecino?
—¿Cuántos años tiene?
—Eso no se le pregunta a una dama.
—¿Pero sí ha escrito una carta?
—Desde luego, ya tiene rato que no lo hago, pero sí,
a muchos los conquiste con mis cartitas.
—Perfecto, es usted un ángel.
Justo cuando iban a entrar al edificio llegó la camioneta del Gordo amante de la señora, derrapándose
justo enfrente de ellos. Abrió la puerta del copiloto para
que la abogada se subiera.
—Perdóname mi amor.
La mujer no la pensó dos veces. Y sin despedirse se
trepó, dejando a todos en silencio, hasta que la teibolera
le preguntó al Motor en voz alta.
—¿A todos estos me tengo que coger? Porque si es así,
vamos a empezar porque no creo que me de tiempo.
Luis de inmediato sacó su peine del bolsillo de atrás
para darse una manita de gato. Armando le preguntó:
—¿Has escrito alguna vez una carta?
De inmediato volteó a ver al Motor:
—¿De qué se trata esto? ¿Son claves para hacerme
cochinadas?, mira que el sindicato ya nos protege.
—Mira reina, tú estás para lo que diga Armando,
así fue el trato. Si te quieren hacer una cartita, pues ni
modo, te dejas, flojita y cooperando.
145
—Vamos adentro.
Como si fuera procesión fueron hacia el departamento de Armando.
—¿Cómo la ves?
—De lujo, y ¿hasta a qué hora se va a quedar?
—Pues tú, a la hora que le digas. Pero sabes qué
onda, yo ya me tengo que ir, tengo otro negocio pendiente. Ella ya sabe.
—Gracias mi Motor.
—Está pagada la deuda.
—Siéntate, ¿quieres una copa?
—Sí, pero cuéntame, ¿de qué se trata eso de la carta?
—Necesitamos escribir una carta para la nena de
Luis, pero por más que le hacemos no se deja. Manuel,
¿tú has escrito alguna?
—Pues sólo a los santos reyes.
—Buena idea, comencemos:
Anita:
Durante todo este año me he portado muy bien. Te he llevado
flores, te invito al cine con todo y palomitas y hot dog cuando
se te antoja. He perdido miles de pesos en llamadas a celular,
sin contar con las medicinas que me sacó tu mamá cuando te
enfermaste la última vez. He aguantado a tu hermano, que
146
para mí, es medio maricón porque siempre se me rejunta muy
extraño. Saqué a tu tío de la cárcel cuando lo agarraron orinando en la vía pública. Creo que nadie se ha portado tan
bien como yo, por lo tanto te pido lo siguiente:
1. Que seas mi novia a como de lugar.
2. Que dejes tu trabajo de mesera en el Vips a la brevedad posible.
3. Que me mandes a la chingada a tus demás pretendientes.
4. Que dejes de esconderme con tus amistades.
5. Que vayas planeando nuestra boda, porque el trabajo
no me deja hacer gran cosa
6. Y por último, ya presta ¿no?
Tu amado Luis
—¿Cómo ves?
—No jodas, yo creo que mejor me voy. Con esa carta me va a mandar directito a la chingada.
—No seas exagerado ¿tú lo mandarías a la chingada?
—No, para nada, si es lo que todas las mujeres queremos. Sólo que la forma está medio extraña, no me
gusta.
—Mejor le seguimos a la carta.
—Pues ustedes, porque la verdad yo ya estoy hasta
la madre.
147
Los demás apoyaron la propuesta. La teibolera gritó: ¡Fiesta! Y de inmediato se subió a la mesa para iniciar el show. Elías prendió el estéreo para que la nena
entrara en ritmo. Todos rodearon la mesa, menos Armando y Luis que aún seguían en la computadora intentando la carta.
—Es imposible
—No digas eso, Luis.
—¿Y Elsa?, ¿la has visto?
—Nada, se la ha comido la tierra; supongo que ya
no quiere verme.
—¿No la has ido a ver a su casa?
—No, prefiero quedarme así, no quiero ver cosas
que no deba, ya con Lucy aprendí.
—Tienes razón, lo que no entiendo es por qué
siempre nos pasa lo mismo.
—No lo sé.
Lucy es sólo un pretexto para hablar de un destino; de
cualquier historia de amor. Armando la conoció muchos antes de que pudieran dirigirse la palabra; eran
simples encuentros, cruce de miradas. Él sabía muchas
cosas de ella por amigos en común. Así se enteró de
que ya no estaba en México y que probablemente nun148
ca regresaría. Para su sorpresa, en lo que tomaba un café en el Vips de la Victoria, vio cómo pasaba por detrás
del ventanal. Él la saludó y ella le respondió con una
sonrisa. Pasaron un par de años y ella se volvió a desaparecer, hasta el día de su debut como bajista de un
grupo de Blues que se llamaba La Serpiente Soluble. Ella
estaba en el bar, y cuando lo vio, de inmediato tomó su
bolsa y se fue. Lo interesante es que ella estaba sentada
en la mesa de los amigos del guitarrista. Armando fue
hacia él para preguntarle quién era esa mujer, contestando que era su prima.
—No te vayas a encabronar —le dijo Armando al
guitarrista, pero te debo de confesar que llevo años
enamorado de tu prima.
El guitarrista que de por sí tenía cara de idiota, se
quedó pasmado, soltando la carcajada en ese mismo
instante.
—No jodas cabrón, ella me acaba de decir lo mismo.
Victoria. Para estas cosas no hay nada mejor que las
coincidencias. Armando se imaginó en el cielo, tocando
como un gran bajista, pensando en su mujer.
No hubo mayor trámite, la próxima vez que se vieron, la historia comenzó. Después de cuatro meses
hicieron el amor en casa de la hermana de Armando; y
149
de ahí como conejos. Pasaron cuatro años y medio hasta que ella soltó la frase prohibida:
—De una vez te digo que otro año de novia no voy
a pasar contigo.
Lo poco que quedaba, en ese momento, desapareció; y vino el declive. Para Armando, sin duda alguna,
sólo había una cosa que le causaba pánico: el matrimonio y cualquiera de sus derivaciones.
Trazó la estrategia. Lo único que Lucy no le perdonaría es la infidelidad. Armando consiguió una candidata y lo hizo. Se paseó por toda la ciudad con ella para
conseguir que ella o alguien conocido los viera, pero
nada. Lucy se enteró de todo gracias a un correo electrónico que la otra mandó a Armando, donde le decía,
entre otras cosas, que lo quería. Ahí fue donde todo llegó a su fin.
Miguel Ángel fue el que se lo comunicó a Armando
una noche en que coincidieron en el café de moda. Creo
que cuando se enteró Armando ya no tenía nada que
ver con su porrista.
Pasaron un par de semanas y a Armando le cayó la
cruda. Para ese momento, ya andaba metido entre otras
piernas. Después de comer con su hermana, acompañado de unas cuantas cervezas, hizo la llamada:
150
—¿Lucy?
—Corrí para contestar, ¿cómo estás?
—Bien, todo en orden.
—¿Y tú?
—Bien, tomando unas cervezas.
—¡Qué milagro! ¿Cómo está tu novia?
—¿Cuál novia?
—La porrista
—Nunca fue mi novia
—Pues parecía
—¿Y tú cómo estás?
—Pues hace algunas semanas casi muerta, pero
ahora estoy muy bien, acabo de regresar de Veracruz.
¿Y tú?
—Todo bien, parece que me van a dar el noticiero
de las mañanas; eso está de lujo, imagínate, voy a estar
en el mismo horario que todos los periodistas que son
mis ídolos.
—¿Quién es el director de comunicación?
—No sé, sólo fue una propuesta que me hicieron la
semana pasada.
—Perdón Armando, pero no es bueno que me
hables.
—¿Por qué?
151
—Tú y yo ya no tenemos nada.
—Sólo cuatro años de novios ¿te parece poco?
—Pero en este momento ya no hay nada; y tampoco
podemos ser amigos, tú no eres una buena persona,
mientes.
—Pero te quería.
—Pero eso no te da derecho a hacerle mierda la vida a los demás.
—Sólo quiero decirte que aquí no acaba la historia.
Y tenía razón. Con Luis continuó tomando cerveza
hasta que el sol se fue. Después hizo las llamadas a los
amigos para que hicieran la visita a la Cabaña Cubana.
Carlos fue con su nueva novia que era de otra religión,
y que por cierto no veía con buenos ojos que los amigos
de su novio tomaran con tanta destreza. Pero Armando
estaba en sus mejores días, no había copa que no le entrara; además había razones por las cuales hundirse.
Además de Lucy, ahora le pesaba que su actual novia,
la porrista ni siquiera se comunicara, a pesar de que
Armando le llamaba a cada hora. Así que decidió
hablar con Sara. Ella dijo que sí, y Armando pasó por
ella a las dos de la mañana. Continuaron la borrachera
en casa de Rubén que apenas regresaba de España. El
alcohol hizo lo suyo y después de regresar de casa de
152
Sara, Armando le dijo al Elías que le iba a enseñar la
casa de única mujer que había amado. ¿Cuál fue la sorpresa? Que a esa hora, hora no grata para la mujer
amada, ella estaba con otro hombre dentro de un auto.
Armando sólo alcanzó a decirle que la amaba y se fue.
Ninguno de los dos dijo nada; sin embargo, Armando,
a unos metros de llegar a su casa le advirtió a Elías que
esto no se podía quedar así. Hundió el acelerador, quitándose el cinturón de seguridad y pasándose todos los
altos que se cruzaban. Al llegar a la casa de Lucy, aún
estaba el auto con ellos adentro. Armando les echó encima el coche y de inmediato se quiso bajar, pero Lucy
lo detuvo. Su acompañante encendió el auto y comenzó
la persecución que se acabó hasta que Lucy y el perseguido pararon una camioneta de policías. Armando
también se detuvo. No hubo consecuencias, salvo las
palabras de Lucy: “Tu problema es que tienes una
enorme incapacidad para ser feliz”. Claro, después se
enteró de que había una demanda en su contra.
—Pues deberías de ir a verla, no está por demás
terminar las cosas bien.
—No tiene caso, prefiero ahorrarme ese mal momento; el final no es nada nuevo para mi.
—Es el destino.
153
—Estoy empezando a odiar esa palabra.
—¿Cuántos años tiene?
—Mejor continuemos con tu carta.
Anota:
Mejor anote lo siguiente. Venga, sobre lo que venga. Ahí mero, sin cerrar los ojos. Si quieres puedes cerrar la boca. Sí, y
los ojos también. Presta pa la orquesta que nada te cuesta,
chiquita, borreguita, ando en brava pasión, qué tanto es tantito, si hasta un viaje en globo te iba a disparar. Si estoy calvo
pues no hay fijón, digamos que nomás me adelanté, ya, ándale mi relojito que quiero despertar con tu ruido, qué más
quieres que haga por ti, si todo este magnánimo cuerpecito te
reclama, no seas, igual y en algunos años te pones igual que
yo, porque flacas no quiero, la carne es lo mío. Tu mami loca,
y tu carnal puñal que vayan y que se caigan en el globo que
les pienso disparar. Todo el mundo, todito te lo voy a regalar,
digo mundo porque se me hace mala broma eso del sol y las
estrellas, dame chance, Anita, o como quieras que te diga, es
más hasta mandamos a enmarcar tu uniforme del Vips, así
como mi playera de Cuauhtémoc Blanco, es cosa de que menees tu cabecita diciendo que sí, mira si es bien fácil, así como
siempre le hago yo, verdad que sí, tonces qué, ¿como para
cuándo?
—Espero que no lo estés diciendo en serio
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—Pues mira que ya lo dudo, ya no sé ni qué te pueda funcionar, mano.
—Sólo necesito una carta, una pinche carta.
—No pides nada, ¿quieres un trago?
—Y qué, esa muchachita se va a quedar así de seria.
—¿Te apuntas?
—Pues si quiera para inspirarme.
—¿Quién va primero?
—Venga muchachos que la casa pierde
—Vayan, la verdad yo ya estoy muerto, y esta pinche carta no sale
—Relájate, quizá después de un buen palo se arma
una obra maestra.
—No digas pendejadas, no te das cuenta que no
podemos
—No seas exagerado, son las musas, nomás no se
aparecen
—Oigan, ¿y yo qué, soy pendeja o qué?
—¿Están tocando?
—Ya, pues abre, pero primero asómate.
—Son unas botargas.
—No mames
—Bueno, asómate, vas a ver.
—Sólo eso nos faltaba; aunque la verdad ya no me
sorprende en nada.
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—Pero los conoces.
—Sí, creo que los he visto en la tele.
—No te digo.
—Pues cabrón ¿cómo quieres que te diga si los conozco, no estás viendo?
—¿Les abro o no?
—Pues ya, ábreles, quizá ellos sepan cómo se deba
de escribir una jodida carta.
—¿Y ustedes qué?
—Nada, me quedé pensando en la carta.
—¿Y qué?
—Pues nada, creo que nunca he escrito una.
—No chingues, ¿ni a los reyes?
—No, pues creo que no.
—Magnífico; ¿no se supone que eres escritor?
—Pues ahora ya lo estoy dudando.
—Mira, ya vienen, y Luis viene cagado de la risa.
—Quiúbolas, mira quién llegó.
Describir dentro de una novela lo siguiente podrá
ser un acto fallido. Pero bueno, habrá que hacerla. Resulta que el Dr. Jorge Luis, junto con el ex becario del
FONCA,
llamado Miguel Ángel, buen pintor de la locali-
dad, al ver que la academia y el terreno artístico de la
ciudad estaba de vacas flacas, llevaron a cabo un in156
creíble estudio de mercado para ver en qué podían
aplicar sus conocimientos “altamente académicos” para
emprender un negocio que les permitiera por lo menos
continuar con su vida en los cafés del centro. Miguel
Ángel decía:
—Si un gobierno no es capaz de mantener a sus artistas, está realmente jodido.
Creo que tardó mucho tiempo para darse cuenta. El
estudio que llevaron a cabo les arrojó que lo más rentable en estos días es la industria del entretenimiento.
Cuando el Dr. Jorge Luis leyó los resultados dijo:
—¿Tendremos que ser mimos?
Miguel Ángel hizo una expresión como si le hubieran echado limón en los ojos:
―No, si no es para tanto, estamos jodidos, pero no
es para tanto. El entretenimiento es un mercado muy
amplio. Además, de mimo sólo vamos a cazar moscas,
ahí no está el pan. Mira, la semana pasada se publicó
una nota en donde decían que los Dr. Simis, sufrían
depresiones severas debido al trato que les daba la gente. Pero los Simis no son cualquier cosa, es todo un sindicato con más de cinco mil agremiados en todo el país.
Y si esas farmacias se mantienen en primer lugar es por
las botargas, ¿o no? Es todo un mercado inexplorado.
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―¿Vamos a acabar de botargas?
―No seas güey, querido compañero, nosotros les
vamos a subir el auto estima a esos gordos simpáticos,
tenemos que enseñarles que el entretener a la gente no
es nada denigrante, ser un Dr. Simi es tan importante
como un doctor en letras ¿o no mi Jorge?
El proyecto fue un éxito. Y aunque Armando auguró fracaso total, los cursos para subir el auto estima a los
gordos, les dio mucho más que una vida de cafetín a estos hombres. Andan de convención en convención, por
todo el país de lo más felices. Pero lo que sí ha sido
realmente extraordinario es que hasta empresas extranjeras les han solicitado sus servicios. De hecho hace un
par de semanas, estuvieron con todos los Ronald Mc.
Donals de Estados Unidos, con muy buenos resultados,
desde luego.
Y bueno, los creadores de todo este amasijo de inteligencia se presentaron esa noche en el departamento
de Armando vestidos de Simis junto con sus mejores
alumnos. Miguel Ángel se quitó la cabeza para poder
gritarle a la ventana:
—¡Ábrenos, culero!
Luis ya estaba abriendo la puerta cuando Miguel
Ángel acabó de gritar. Los gordos se le fueron encima
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para abrazarlo mientras cantaban sinwicha, sanwicha,
sanwicha a la chichona. El pobre abogado estaba que se lo
llevaba el demonio, pues cualquier cosa podía aguantar
menos que le agarraran sus suculentas y caídas chichis.
—Ya mi aboganster, no se ponga fresa, si es de cariño.
—Pues no me quieras tanto cabrón
—Qué, ora qué ¿anda sentimental el gordito?
—Lo normal, ya sabes.
—A ver camaradas, descúbranse.
Y al instante casi todos los Simis se descubrieron.
Sólo faltó uno que comenzaba a tambalearse de forma
extraña. Miguel Ángel se dirigió directo a él para quitarle la cabeza. El hombre que de por sí tenía un color
extraño comenzó a dar muestras de que iba a expulsar
algún líquido extraño por la boca.
—Respira profundo –le dijo Miguel Ángel un poco
asustado.
—Ya, si sólo se está echando una oaxaquita, no seas
exagerado –comentó Luis con desenfado.
—No lo digas ni en broma, que así como ves es
nuestro Simi Couch, es el maestro de todos estos cabrones, no se me puede empedar…
—¿Si se te empeda? ¿Qué no lo estás viendo cómo
está? Si anda hasta la madre.
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—Tenemos que meterlo.
Los gordos en un acto de solidaridad lo alzaron de
las extremidades para llevarlo al interior del departamento. No les quiero describir las caras de todos al ver
la escena de rescate. Sólo les dejaré de recuerdo la expresión de la teibolera:
—¡No! ¿Hasta con botargas mantecosas?
Después de la tempestad viene la calma. El alboroto
terminó cuando Miguel Ángel preguntó al aire a qué se
debía la reunión con tanta celebridad. Armando contestó al momento:
—Luis está en problemas
—¿Mujeres?
—Mujer, en singular, tampoco seas exagerado.
—Siempre anda igual.
—Estamos de acuerdo, pero lo malo es que ahora
nos hizo participar, imagínate, quiere que le ayudemos
a hacer una pinche carta.
—Está bien, eso me parece muy cuqui.
—¿Cuqui? ¿De dónde sacaste esa palabra tan mamona?
—Oh, cómo se nota que no estás en el medio de la
empresa, caray. Mira, todas las palabras deben de ser
asombrosas y rentables, un slogan mi hermano, pero
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eso sí, debes de ver a quién está dirigido, porque una
palabra fuera de lugar te lleva a la quiebra; mira, como
en este momento, lo cuqui no es para este lugar, ¿estás
de acuerdo?
—¿Y ya no has amanecido en las barrancas?
—¡Cállate cabrón! Mira que los Simis no saben nada
de mi pasado oscuro.
—No mames pinche Miguel, perro que como mierda no se le quita la maña.
Rompió el diálogo para llamar a uno de los gordos
que ya estaba empezando a meter mano en el cuerpecito de la teibolera.
—A ver mi Luis, vente para acá y platícale el caso a
Simi redactor, vas a ver que en menos de una hora ya
está tu carta.
Luis no tuvo de otra que intentarlo; después de todo ya no tenía nada que perder. Simi escribano se sentó
frente a la máquina, mientras escuchaba el suspiro introductorio de la historia:
—Pues todo comenzó…
Mientras tanto la fiesta comenzaba a tomar cuerpo.
Los gordos le hicieron una rueda a la teibolera, mientras ésta intentaba guardar el equilibrio en la panza del
Simi Couch.
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—¿Y qué pasó con las musas?
—Ausentes.
Miguel Ángel había sido uno de los mejores pintores de su generación. Su locura, más allá de todo tipo
de técnicas fue lo que lo hizo distinguirse; hasta llegó a
vivir de la pintura, pero después de la huída de Alejandra, todo se volvió oscuridad, los trazos fueron oscuridad.
Ser joven y artista a veces no es una buena combinación. El mundo se aparece como un trago delicioso;
desde luego las consecuencias es en lo que menos se
piensa, afortunadamente. Y sí, Miguel Ángel era el señor de las consecuencias. Conoció a Alejandra en una
de las fiestas que organizaban los pintores de la ciudad.
Si había un grupo con altas calificaciones en la organizada de fiestas eran los pintores. Los toneles se llenaban de aguas locas de extraña proveniencia. Y al
desaparecer la luz la gente se dejaba caer de lo lindo.
Música toda la noche y el ridículo de todos los pintores,
como si presintieran que ahí, sólo en las fiestas se pudiera hacer algo realmente creativo, y sí, en verdad lo
eran. Esa noche, cuando Alejandra y Miguel Ángel se
conocieron, ellos junto con Leonel y David fueron los
últimos de la fiesta. La casa se la habían prestado a
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Leonel, pero no tenía la más mínima intención de ser
cuidadoso, así que de plano les dijo que se fueran a la
azotea; sin pensarlo, los cuatro ya estaban encaminados
en la angosta escalera de caracol. David comenzó a molestarse porque Leonel le venía pellizcando las nalgas a
la hora que estaban subiendo. Miguel Ángel y Alejandra se morían de la risa.
Cuando salieron de las escaleras David ya estaba
hecho un demonio, y con todo el alcohol que llevaba
dentro pues ni les cuento, comenzó a repartir patadas y
moquetazos al por mayor, pero eso sí, en cámara lenta.
Miguel Ángel y Leonel se divertían esquivando los intentos de golpes hasta que se hartaron. Miguel fue el
primero que le soltó un estatequieto, y Leonel un hasta
aquí. Al principio se medio espantaron porque David
no se movía, pero Alejandra se acercó para dejar en claro que sólo se estaba echando un sueñito: “ah bueno,
dijo Miguel Ángel”, mientras Leonel y Alejandra ofrecieron sus vasos de plástico para seguir brindando.
La noche para los tres personajes era su atmósfera,
donde se desplegaban con toda la naturalidad imaginable. La azotea en donde estaban daba perfectamente
a una escultura de un “brillante” escultor de la ciudad,
y que desde luego era el orgullo de los pobladores ran163
cios. Para Miguel Ángel y Leonel, la escultura de esas
gordas era motivo de vergüenza.
—A esa pinche escultura le apestan las covachas –
dijo Miguel
—Vamos a ponerle en su madre –propuso Leonel
Miguel Ángel tomó la mano de Alejandra para que
los siguiera en busca de la venganza. En el camino
Leonel se iba quitando la ropa.
—Vas a ver lo que sí es una escultura.
Y como auténtico mico, ya completamente encuerado, haciendo tilín, tilán su cosa que se trepa a la escultura hedionda. Le tocaba las chichis, simulaba estársela
tirando por detrás. Miguel Ángel y Alejandra no se soltaban de la mano, reían con toda la fuerza que sus
pulmones les permitían hasta que, como siempre, los
señores de la justicia hicieron su aparición.
Los amorosos salieron volados sin esperar cuál sería
el futuro de su amigo.
—¡Corran culeros, me dejan solo porque yo sí soy
una escultura, una verdadera escultura y no montones
de yeso como esto!
Alejandra se molestó un poco con Miguel Ángel por
haber huido, pero bastó que le explicara la lógica de la
amistad que llevaban para que se sintiera un poco más
tranquila.
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Como fue, en la siguiente semana los cuatro estaban
sentados en el café recordando la anécdota; aunque
David nunca creyó del todo que la pierna que traía rota
fuera porque se había caído de la azotea.
—Mira, yo me conozco, sé que soy un vale madres,
pero oye, uno tiene sus límites, ¿cómo crees que me iba
a aventar de la azotea? Si son dos pisos enormes, casi
quince metros.
—Pues yo que tú, como que iba pensando dejar de
tomar, ya te está haciendo daño.
—Daño mis huevos, a mí se me hace que mejor voy
a tener que cambiar de…
Los silencios en David eran normales, siempre hacía
lo mismo cuando platicabas con él, pero a los tres les
brincó la duda de que se acordara de lo que había pasado.
Sí, quizá tengan razón, lo que debo de hacer es
cambiar de alcohol, el Oso Negro no deja nada bueno,
ya vez lo que le pasó al colega.
—Bueno, pero eso era un exceso, a ese creo que hasta lo patrocinaban. Y yo no lo recuerdo tomando otra
cosa.
—Pues por ahí anda el Chivo.
—Pues por ahí andamos todos.
—Nada, mira que hasta en los perros hay clases,
cómo te vas comparar, digo sí eres borrachín, pero no
como aquellos.
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—Bueno, bueno, pero recuerda que todo cambio es
bueno.
David dejó de tomar Oso Negro, lo cambió por el
Anís del Mico. Y Miguel Ángel pensó que también podía cambiar. Se le olvidó decirles que esa noche, cuando David se quedó inconsciente y a Leonel se lo llevó la
policía por andarse fornicando esculturas apestosas,
Miguel Ángel y Alejandra pasaron juntos la noche en
un hotelucho que les quedó de paso.
Miguel Ángel pensó que podían cambiar las cosas,
que la vida con el amor tendría un nivel sublime el cual
siempre había deseado, pero lo sublime es lejano, por
lo menos para hombres como él.
La beca y los primeros trazos son peligrosos. La
admiración de los que nunca habían visto nada, lo del
agua al agua, los pesos por un proyecto, ayudaron al
viaje, a pasarla ebrio junto a Alejandra en los buenos
tiempos, pero todo termina. Miguel Ángel vendió el
auto y Alejandra quedó preñada. El artista comenzó a
morir, pero antes soltó sus últimas patadas de ahogado:
semanas sin llegar a la casa, sin dinero y con la advertencia a toda hora: “yo te lo había dicho, soy así”.
Alejandra salió rumbo a su país con todo e hija. Miguel Ángel nunca volvió a verlas, y siguió pensando
que era un artista con licencia para penetrar las noches.
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—No hemos cambiado mucho
—No puedes decir eso, mira, ya no eres el jodido de
siempre, eres todo un líder, y te diviertes con tus botargas.
—¿Quieres que te mate?
—Tranquilo
—Pues deja tus pendejadas ¿feliz? ¿Sabes cuando
fui realmente feliz? Cuando vi por primera vez a Alejandra, cuando corríamos juntos por la calle sin pensar
en nada más que en buscar a dónde íbamos a perdernos. La tengo aquí cabrón.
Luis prendió un cigarro y fue hacia Miguel.
—¿Todavía la amas?
—No sé, creo que amo ese momento, cuando todo
era distinto.
—¿Por ella era distinto?
—Quizá, ella era el símbolo de ese tiempo.
—¿Y si la tuvieras aún?
—Supongo que sería igual, quizá ya la hubiera matado.
—El amor tiene que ver con la muerte.
—Tranquilo –dijo Carlos, se están poniendo muy
románticos, vamos a brindar y déjense de pendejadas.
—Tienes razón, no vamos a terminar convirtiéndonos en chochos nostálgicos; estamos en plena fiesta y
nosotros aquí en el valle de lágrimas ¿no se dan hueva?
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—¡Vaya!, hasta que alguien pone orden –dijo la teibolera que en ese momento estaba enredada en el cuello de Elías.
—¡Vamos a escribir esa pinche carta!
—¡A la chingada!, sólo nos mete en problemas, vamos a tomar unos tragos y vamos a la casa de esa piche
vieja, pos qué se cree; si te manda a la chingada, pues
nos regresamos a seguir chupando y con la memoria en
blanco, como si nada hubiera pasado.
Todos aceptaron la propuesta. Miguel Ángel, como
en sus buenos tiempos, hizo espacio en el centro de la
sala para comenzar con los pasos que lo hicieron el más
famoso de los pintores de la ciudad; la chica le hizo segunda, y todos con el ¡eh!, ¡eh!, ¡eh!, clásico olvidaron la
carta del Gordo, olvidaron las historias de todos.
—Ya sé, –dijo una de las botargas, mejor le llevamos
un video y hasta lo podemos subir al youtube. Imagínate cuántos podrían entrar a verlo con el título: De lo
que es capaz un hombre por amor.
—Eres un pinche cursi, –contestó la botarga líder,
de lo que se trata es de no dejar huellas, pero se me
hace buena idea lo del video. Mira, entrevistamos a todos, y ya la presión siempre funciona para que le suelten las nalguitas al gordo.
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—¿Y sí está muy buena?
—Nadie la conoce, sólo Luis.
—¿Y estás seguro de que existe?
—Cómo no va a existir.
—Pues a ver, trae la cámara, vamos a empezar.
—No me gusta la idea, —dijo Luis, prefiero que sea
una carta, ya les dije, ella es muy romántica.
—A ver, ya estás en cuadro.
—Órale, no seas puto
Ana, querida Anita:
Ehh, mira pues estoy aquí con unos amigos, bueno, y ella
es amiga de Armando, ya sabes cómo es, te he platicado, ¿no?
Y mira, he tratado hasta el cansancio de escribirte una carta,
sí, de esas llegadoras.
—Órale cabrón, cuéntale cuando eras puto.
—No chinguen, así no se puede.
—Ya no sea chillón, lo editamos y ya, pero síguele.
Ana, desde muy pequeño, cuando mi padre nos abandonó
y mi madre se quedó sola, juré que iba a buscar a una mujer
para honrarla.
—¿Cómo dice el respetable?
—¡Qué chingue a su madre!
—Yo no sé qué madres hago aquí, todos ustedes
son una bola de ojetes.
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—No te digo Luis, es que también te la jalas, como
que honrar a una mujer, no se supone que la amas.
—Mira, hablar contigo y con una pared es exactamente lo mismo.
—Pero es que estás confundido, tú quieres una santa, un nicho para prenderle veladoras, pero las mujeres
necesitan porquería; no me lo tomes a mal hermano,
pero esa mujer va a salir huyendo cuando le salgas con
ese choro, de verdad, estas cosas son más sencillas.
—Sí, claro, ahora resulta que hasta me das consejos;
mírate cómo estás, según tú muy chingón, pero estás
más solo que yo, a ver dónde están tus viejas en este
momento. La porquería les gusta a tus mujeres, pero no
todas son iguales, eso lo debes de entender.
—Tranquilos muchachos, ya vamos a acabar con
todo este desmadre –dijo Miguel Ángel. Apaga esa cámara, vamos a escribir esa carta como lo hacen los artistas. A ver hagan una fila todos. Sí, también ustedes
pinches botargas.
—Pero no cabemos.
—Pues a ver cómo le hacen, pero ustedes también le
van a entrar, no se hagan pendejos. A ver, cada uno va
a escribir una oración pensando en su nena.
—¿Y yo? –preguntó la teibolera
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—¿Nunca has estado con una mujer?
—No, pues sí
—¿Entonces? Piensa en una de ellas
—Pero no me acuerdo de su nombre
—No te preocupes, no creo que seas la única.
—Estás pendejo, si no eres capaz de recordar el
nombre de alguien, de plano no existe; y ahora me dices que escriba algo sobre ella, vaya que si estás jodido.
—¿Jodido?, oye, esto no es más que retórica.
—¿Re… qué?
—De forma, si puedes darle a la forma perfecta, ya
estás del otro lado.
—Pregúntamelo, desde luego que sin esta forma no
sería nada.
—Bueno, pero ya escribe algo, no la pienses tanto.
—¿Cómo dices que se llama esa muchachita?
—Ana
—Muy bien, qué te parece si empezamos con un:
“Amada Ana”
—No puede ser, mejor le ponemos: “Amado Ano” –
dijo Armando, otra cacofonía y se chinga la cosa.
—Oye, pero qué culpa tiene la niña de tener nombre de culo o de cula. Caca Ana, Caco Ano, qué complicados son ustedes, eh, sólo se trata de una carta.
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—Oigan, ya déjense de pendejadas que ya queremos pasar.
—Vas, sólo tienen sesenta segundos, todos como
pedos arránquense con los versos más triste de esta noche.
Uno a uno fueron pasando, sin parar, con ritmo de
locomotora treinta-treinta, hasta llegar Luis que era el
último de la fila que sostuvo con sus dos manos la hoja.
—Te toca gordis, toda tuya.
Comenzó a leer el resultado y meneó la cabeza para
señalar el fracaso.
—¿Cómo es posible que puedan escribir esto? Se
supone que debe caer muerta.
Miguel Ángel tomó la hoja, leyó en voz alta y a toda
velocidad hasta quedar rojo del esfuerzo. Respiró profundo antes de dirigirse a todos.
—Ya vieron, Luis tiene razón, la pobre mujer esa va
a caer muerta, pero por leer estas porquerías, ¿no pueden ser románticos? Mira nada más pinches botijotes
quien los viera todos tiernos, eso no lo dicen en los cursos.
—Ohhh
—Nada de “Oh” ni qué la chingada; esto no es obra
de Simis con autoestima baja, no se hagan pendejos.
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—Bueno ya, mejor que muera, no podemos escribir
nada, ni una sola carta cursi para esa vieja.
—¿Y ahora, por qué tanta nostalgia?
—¿Has escrito una carta?
—Varias, y todas a las musas.
—¿Y tú?
—Sí, no muchas, como todo el mundo.
—¿Todos han escrito alguna?
Los Simis contestaron que sí en forma coordinada,
mientras los demás cruzaban la mirada para preguntarse qué era lo que le pasaba a Armando.
—¿Te sientes bien?
—No, estoy jodido, me podrían creer que nunca he
escrito una carta, así como la que nos ha estado pidiendo Luis; y saben qué es lo peor.
—Te cogiste a Raúl porque era de buena suerte.
—Esos son los enanos, no seas guey.
—A ver, qué estás diciendo que Raúl es un enanote
o ¿de plano sí te has echado a un enano?
—La primera
—Charros, aunque esté pedo te oye, y seguro quiere
que te lo cojas.
—Ya cámbiale.
—Bueno, por lo menos te rompe tu madre a lo cabrón.
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—¿Y qué es lo peor?
—Pues que tampoco he aprendido a nadar.
—No puede ser. ¿Has dormido bien últimamente?
—Es neta, eso me hace sentir mal.
Raúl despertó diciendo las incoherencias de siempre.
—Lupita…
—Neta, creo que a ella
—Ja, fue chistoso, ¿te acuerdas?
—Sí, ya sé, en este momento lo estoy haciendo.
—Déjame decirte que esa fue tu primer acto de
gandalla, ¿cómo le fuiste a bajar su nena al niño Escutia? Está bien que el otro estaba convertido en una piedra, pero no, ya sabes que eso no se vale.
—Bueno, si ya hasta se casó…
—Sí, hasta eso tienes buena mano, cabrón, todas las
mujeres que tocas, sufren un poquito contigo, pero
después a toda madre, se casan, son felices y hasta tienen niños, eso es increíble, como que pagan su cuota, y
ya después todo bien. Pero tampoco es para que te
pongas triste, la carta que le mandaste a Lupita, te juro,
que es de lo mejor que he leído, o por lo menos así la
recuerdo; estuvo bien ese detalle de recortar papeles de
colores, escribir fragmentos de poemas ¿la podías leer
174
en el orden que quisieras, no? Cómo no, si bien que me
acuerdo.
—Pues algo así deberías de hacer para Anita.
—Escribe lo que recuerdes.
—No, estoy en blanco.
—Pues entonces estamos jodidos.
—Como siempre.
Estaba amaneciendo. Las botargas con sus cabezas
bajo el brazo se enfilaron para despedirse de todos.
—¿Ya es hora?
—Sí, hay que trabajar mañana
—Vayan con Dios hijos míos, el mundo es suyo –les
dijo Miguel Ángel dibujando una cruz en el cielo.
Los demás también aprovecharon el momento para
zafarse, quedándose, como casi siempre, Miguel Ángel,
Raúl, la chica, Luis y Armando.
—Se hizo lo que se pudo ¿no?
—Eso nadie lo duda
Pero a Luis nada lo consolaba.
—Ya chiquito, a fuerza ni los calcetines –lo consolaba la teibolera.
Luis imaginó los pies desnudos de Ana, de Lucy,
Karla, Lupita, de todas las que se habían nombrado en
la noche. Tomó todos los fragmentos y salió del departamento. El amanecer no lo iba a encontrar derrotado.
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Nuestra generación no sabe escribir cartas
de Ricardo Cartas
se terminó de imprimir en diciembre de 2011
en los talleres de Siena Editores
con domicilio en Jade 4305
de la colonia Villa Posadas,
Puebla, Puebla
y con número de teléfono 012227568220.
El cuidado de edición es de Elsa Mendieta Parra
y la composición tipográfica
de José Luis Olazo García.
El tiraje consta de 1000 ejemplares.
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