Selección de textos - Museo Thyssen

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SELECCIÓN DE TEXTOS DEL CATÁLOGO
“Creo que encontré pronto mi mundo, pero he tardado mucho
en hacerme, en purificarme y ser yo mismo”
Antonio López, mayo de 2011
MARÍA LÓPEZ: Sobre mi padre, Antonio López.
“(…) En la cocina era donde nosotras comíamos y cenábamos, y durante mucho
tiempo he visto a mi padre en ese espacio realizar las pinturas de la ropa en remojo dentro del
pilón y de la nevera abierta. El tiempo que a veces dejaba una obra parada, o tardaba en
concluirla, le obligaba a reemplazar los elementos que se estropeaban. Cuando pintó el
conejo desollado, tenía que congelarlo y sacarlo en cada sesión. Me encantaba verlo, al
principio tan blanquecino y luego tomando color a medida que se derretía. Vació en escayola
un pollo y lo pintó de su color, en sustitución del real, cuando trasladó la nevera abierta fuera
de la cocina. Hoy día esos objetos, que a lo largo del tiempo han formado parte de sus obras o
de sus recreaciones de espacios, han acabado reunidos en un rincón de la buhardilla
formando un misterioso grupo de seres inertes casi parlantes: escayolas de calabazas,
granadas, membrillos, el pollo… tan quietos que asustan. No me extrañaría que un día quisiera
pintar esa escena.
(…) Por primera vez quise ordenar mentalmente lo que había vivido a lo largo de esos
años. Encontrar claves para ordenar las ideas, el pasado y el presente. Si ordenaba este puzle,
me daría seguridad para enfocar el futuro. Yo ya veía mi vida en pasado, presente y futuro, y
este último me ponía los pelos de punta. Me di cuenta de que durante todo ese tiempo
pasado, mi percepción había sido la de estar viendo a unos padres dedicados casi
exclusivamente a pintar, dibujar o esculpir. Ahora me hacía preguntas sobre el sentido que
tiene pintar, algo tan irreal. Ya no me pasaba desapercibida la lucha diaria, la concentración
extrema y obsesiva en el hecho pictórico que provoca que todos los mecanismos perceptivos y
conceptuales estén desplegados en un estado de alerta permanente; la disección extrema de
lo que nos rodea. Empecé a comprender que la emoción podía encontrarse en la luz, en los
objetos, en las paredes, en los rostros o en las flores. Es decir, el mundo entero podía estar en lo
más próximo.
El resultado de esta búsqueda de las emociones y de este análisis no siempre es algo
que guste ver. A veces la verdad es áspera, incómoda, ya la tenemos demasiado cerca y en
permanente contacto. Nos puede atraer por el misterio que encierra, por el deseo de saber el
porqué, pero puede producirnos rechazo cuando no alcanzamos a descifrar ese misterio de
1 una forma tan inmediata como nos gustaría. La llave que nos abre estas puertas es el tiempo, y
también la capacidad de sentir y de creer. Por eso ahora veo la obra de mi padre siempre en
presente y siempre cambiante. Es el tiempo presente su verdadero motor y lo que le mueve a
transformar y revisar tantas veces una misma obra, cambiar la escala de una vista de Madrid
cuando lleva ya dos años pintándola, comenzar una misma obra varias veces, aumentarla de
tamaño, seguir con ella años después, ver ahora lo que no vio claro antes… Su presente
contiene todo su pasado. Lo ha engullido, gestado y ha alumbrado hoy un proyecto
esplendoroso de trabajo.”
GUILLERMO SOLANA: El viaje sin fin de Antonio López.
“(…) Cuando Antonio López, tras una larga reflexión, aceptó la idea de una exposición
en el Museo Thyssen-Bornemisza, expresó su deseo de que no fuera una retrospectiva en el
sentido habitual de la palabra. Nuestro punto de partida fue escuchar al artista y tratar de ser
intérpretes de su voluntad. María López, su hija, ha jugado un papel decisivo en la generación y
el desarrollo del proyecto. Ella nos propuso la selección de obra e incluso los primeros bocetos
de instalación, atendiendo a las ideas de su padre y discutiendo con él cada detalle. El valor
singular de esta exposición consiste en ser, no una interpretación más de la obra de Antonio
López, sino la versión del artista: una suerte de autorretrato.
El foco de nuestro proyecto es la obra reciente, la producción de los últimos veinte años.
Los historiadores tienden a referir lo actual a sus orígenes más o menos remotos; los artistas
saben que el pasado sólo puede comprenderse a partir del presente. María y Antonio
aceptaron configurar el proyecto, adaptándolo al espacio disponible en el Museo, en dos
mitades. La primera parte, instalada en las salas de la planta baja, repasa los grandes temas y
líneas de la creación de Antonio López en las últimas décadas, señalando a la vez la
continuidad y el contraste con la etapa anterior a 1990. Después de dos salas preliminares, esos
temas se reducen a tres: la ciudad, el árbol y la figura humana, en correspondencia con los tres
grandes medios artísticos que Antonio ha cultivado paralelamente: la pintura, el dibujo y la
escultura.
La segunda parte de la exposición, en las Salas Moneo, viene a ser una mirada
retrospectiva, en orden cronológico, de la obra de Antonio López, que resultará más familiar a
los espectadores, desde sus pinturas italianizantes de los años cincuenta hasta los primeros
pasos de su realismo mágico, desde una sensibilidad trágica a un objetivismo casi minimalista
en sus interiores de los años sesenta.
2 ‘Nunca he hecho bocetos, ni siquiera cuando no he tenido claro lo que quería pintar. En
el cincuenta y cinco empecé pintando una mujer cogiendo el tranvía y, en sucesivas
transformaciones, acabó siendo dos mujeres sentadas en una habitación. Ahora eso no
puede ocurrir porque parto de un motivo preciso. Aun así, surgen cambios en la
elección de la luz, en la escala de los tamaños, de los elementos que componen la
escena, que puedo desplazar hacia arriba o hacia abajo, a izquierda o derecha. Con
frecuencia tengo que alargar por un lado el lienzo o la tabla’.
(…) Según observó el crítico Michael Brenson, Antonio López decidió una vez invitar al
tiempo a instalarse en su obra como en su casa y el tiempo aceptó la invitación, vertiendo la
vida en su interior pero también amenazando con desgarrarla. El arte de Antonio no consiste,
para Brenson, en detener el tiempo (como suele decirse), sino que al contrario, ‘permite al
tiempo entrar y habitar esa obra. Así que la pintura, aunque sea reposada, sigue moviéndose’.
Cuando Brenson, en fin, le pregunta a Antonio por el papel de la memoria en lo que hace, el
artista responde: ‘Yo intento siempre reflejar el presente. Un presente que quizá contenga esa
memoria del pasado. El cuadro es el resultado de un extenso espacio de tiempo, siempre en el
presente’. La obra de arte es un acumulador de tiempo, que nos ofrece en un instante,
condensados, los días, meses y años que el artista fue depositando en ella.
La ciudad
(…) Las vistas de Madrid son obras de larga y compleja elaboración. En los temas que
no requieren luz natural, el pintor es dueño del tiempo y puede trabajar a cualquier hora. Pero
la pintura al aire libre depende absolutamente de la luz natural, que varía constantemente, y a
la que hay que sorprender en el momento preciso. Para captar una cierta luz, el pintor tiene
que trabajar a cierta hora, durante cierto tiempo cada día y durante sólo unas semanas al año,
porque la luz cambia y con ella el paisaje. En este empeño, la discontinuidad del trabajo no es
un accidente sino un hecho habitual. Cada vista de Madrid ha crecido a través de muchas
interrupciones: dejar el trabajo y retomarlo es, como dice Antonio, ‘una gimnasia de años muy
unida al carácter de mi pintura. Aunque hayan pasado meses desde la última sesión, puedo
reanudar el trabajo sin ninguna dificultad’.
‘Sólo podrás reanudarla unos meses después, cuando todo vuelva a coincidir. Y otra vez
lo mismo, trabajas otra temporada y vuelves a detenerte, y así año tras año hasta que la
das por buena. Este proceso tiene dos riesgos: que cambie el tema o que cambies tú en
relación con él. Si esos cambios no te impiden seguir, los vas introduciendo en el cuadro,
que puede quedar enterrado bajo la nueva pintura’.
3 El árbol
(…) En 1961, llegarán los primeros membrilleros pintados al óleo, donde la materia
pictórica es como la carne de la fruta: madura, opulenta, generosa. En estas pinturas, el artista
parece seducido por todas las sensaciones: la vista, el tacto, el aroma, el gusto....Y por algo
que está más allá de esas sensaciones, porque Antonio ha hablado de los sentimientos casi
religiosos que inspira en él la cercanía del árbol frutal. Se diría que el árbol constituye para él
algo así como el reverso y acaso el antídoto de la ciudad. Ahí fuera está Madrid, el membrillero
aquí dentro. Frente a los vastos paisajes urbanos, con su mar de casas, la intimidad del
pequeño huerto doméstico. En contraste con la visión aérea y lejana, esta visión cercana,
táctil, que palpa los contornos de las ramas, las hojas y las frutas. Si la ciudad es el
macrocosmos, el huerto el microcosmos. Dos infinitos: uno de extensión y el otro de
concentración. (…)
La escultura
‘No creo ser un verdadero pintor, un pintor puro. Desde siempre, la forma de las cosas,
su volumen, su materia, la distancia entre los diferentes términos han sido, más que el
color, los estímulos a partir de los que he elaborado el cuadro, y todo eso, seguramente,
es lo que me ha permitido hacer escultura, una escultura que quizá no sea la de un
verdadero escultor, pero que necesito hacerla. […] Si la pintas [la figura humana] tienes
que elegir un solo punto de vista, y eso me inquieta mucho, porque todos los puntos de
vista de esa figura me parecen igualmente atrayentes, y eso te lo da la escultura.
Aparte de esto y aunque sé que la pintura y la escultura son incomparables, para mí no
hay nada tan fascinante como una escultura. Una buena escultura egipcia o griega es
lo más hermoso, lo más enigmático que el hombre ha podido hacer’.
El más ambicioso proyecto escultórico en la carrera de Antonio López ha sido sin duda
Hombre y mujer (1968-1994), dos figuras talladas o más bien construidas en madera de abedul y
otros materiales en las que trabajó discontinuamente a lo largo de veintiséis años. Antonio
López explica el origen de esta obra refiriéndose a los ejercicios en la clase de pintura del último
curso en la Escuela de Bellas Artes, donde se proponía a los alumnos que pintasen una extraña
pareja integrada por una mujer desnuda y un maniquí articulado, cuyo contraste siempre le
intrigó. Ya hemos citado también toda su dedicación de los años cincuenta a la pareja
humana: los retratos de sus abuelos y de sus padres, su autorretrato con Mari, etcétera. En torno
a 1960, el interés de Antonio por la pareja evolucionaría del retrato al desnudo y de la pintura al
medio escultórico.
(…)Antonio soñaba con un cuerpo de grandeza intemporal, como la escultura antigua,
y ningún modelo le satisfacía: uno era muy alto, otro muy bajo, uno demasiado grueso y el otro
demasiado delgado. Cada nuevo modelo aportaba algo y a la vez introducía un nuevo
4 desorden. El artista realizó muchos dibujos de las medidas de diferentes modelos para descubrir
los invariantes en las proporciones (en la exposición tenemos los dibujos basados en los diversos
modelos). De modo que la figura del Hombre terminó siendo una síntesis entre los deseos del
artista y los cuerpos reales que había tenido ante sus ojos. Y le salió, como él dice siempre, una
suerte de autorretrato, un autorretrato interior.”
JAVIER VIAR: Los lugares y el tiempo
La realidad
“Su capacidad asombrosa de reproducir la realidad y de convertir ese recurso en su
más clamoroso reclamo y signo de identidad es la mayor certeza en la obra de Antonio López.
Sin ese don no sería tan clara la entrada a esa obra que, sin embargo, es ‘más profunda que el
aire y más oscura que la sombra’. La condena de ser el supremo pintor realista del arte español
contemporáneo y de levantar un realismo que no se parece a ningún otro, basado en la grave
contemplación de la materia y de la forma con que se muestran las cosas y en la sumisión al
tiempo y la revelación de los misterios cotidianos, ha sido muchas veces suficiente para justificar
su genio y provocar la admiración. Es la abrumadora presencia de espejo que detiene el
espacio del espectador y lo llena de un mueble, un niño, una pareja o un horizonte la que
sorprende y la que deslumbra, y la que puede impedir que se entre en otras consideraciones al
abordar su obra.
No deja de ser verdad que Antonio López está poseído por una especie de hechizo de
la realidad, de deseo de la realidad, de la manera en que los objetos y las personas se
aparecen como fenómenos, y que la descripción veraz de esas apariencias es una actividad
que se identifica con su acto de pintar. La intensidad con que es capaz de revelar las cosas
reales a través de la pintura es sorprendente, y a ello aplica todo un sistema de mediciones al
espacio y de atención al curso del tiempo —la identidad de las estaciones y las horas, con la
luz como gran protagonista de los periodos perceptivos; el cambio paulatino de las personas y
las cosas—, y una sabiduría maestra para la descripción del mundo visible. No es extraño que
los resultados de su pintura y toda una mitología en torno a su relación con los modelos —su
lentitud, sus pentimenti derivados de las transformaciones reales— hayan acaparado el interés
del público por su virtuosismo y por su obsesión de la realidad. Otras cuestiones, como la
profunda evolución de su obra en los cerca de sesenta años en que se está produciendo, y
que afecta a la diversa naturaleza de su concepción de la realidad y de la pintura, o la
enorme carga simbólica que pesa sobre ella, más allá de la evidencia de lo inmediato, quedan
más escondidas.
5 El tiempo
(…) El tiempo cronológico de las estaciones del año y el de las horas del día están
representados en toda su múltiple variedad —hay amaneceres y atardeceres, mediodías y
noches—. Y está la presencia temporal de la simultaneidad vertebrando la influencia cubista
de la reunificación de los espacios fragmentados. Muy cercana debe situarse la naturaleza
secuencial, ‘cinematográfica’, que hemos visto en la representación reiterada de algunos
motivos —su estudio, Tomelloso, Madrid— como planos de un documental de esencial,
descarnada temática espacio-temporal. Una compleja polifonía de temas referidos al tiempo
caracterizan, pues, el trabajo de Antonio López.
Está el tiempo lento de un pueblo como Tomelloso, con la pesada soledad de sus calles
y la parsimoniosa manera de habitarlas de su gente, sin prisa, sin aspavientos, como solemnes
actores de un drama sin estridencias que desgranan en las calles eternos coloquios sin
importancia. (…) El tiempo de Tomelloso es el de la infancia, dilatado, sin límites. El tiempo de
las siestas y el de los señalados y separados eventos que configuran el calendario
imperecedero de los años iniciales: los nacimientos, las primeras comuniones, las bodas y las
muertes. En el Tomelloso que nos describe Antonio López puede bajarse a la calle sin miedo a
que la prisa destruya el paso imponente de las horas. Ese latido cósmico del tiempo lento se
percibe mejor en las aceras del pueblo manchego que en los espacios interiores del estudio.
Pero también, con una proporción épica, se encuentra en los horizontes de Madrid, aunque en
la ciudad haya que colocarse muy alto para recuperar el silencio y la lentitud. Hay que situarse
frente al horizonte y eludir a los habitantes que hormiguean abajo. Se necesita una ciudad
deshabitada para sentir el peso del tiempo.
El itinerario
(…) Da la impresión de que un invencible pudor le mantiene dentro de un círculo muy
cerrado de temas, que, sin embargo, le son suficientes para desarrollar una visión totalizadora
de la existencia. La geografía de sus viajes comienza en el lugar de partida más íntimo, desde
el principal refugio, desde el que el hombre emprende cada día su camino cotidiano. Ese lugar
es la cama, de donde se traslada al resto del espacio de la alcoba y al de las demás
habitaciones de la casa, particularmente las de uso común. En su caso existe también el
estudio como centro primordial de intimidad. Luego está la ventana, por la que realiza su
primera apertura a la realidad exterior, y luego la puerta, la de la terraza, la del jardín, la de la
calle, a través de las cuales se accede al territorio del riesgo, las calles, el pueblo, la ciudad, y
finalmente, como última frontera, se asoma a la contemplación del horizonte. Por otra parte, la
imagen de los muebles, sobre todo la de aquellos que se manifiestan con sombría profundidad,
la de la buhardilla o la del sótano estimulan el itinerario en sentido contrario, hacia una
clausurada intimidad. Este recorrido que parece elemental, este mundo cerrado contiene todo
el mundo y describe la esencia de un espacio antropocéntrico.”
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