F r a n c is c o G a r r id o , M a n u e l G o n z á l e z de M o l in a , J o s é L u i s S e r r a n o y J o s é L u i s S o l a n a (ed s.) EL PARADIGMA ECOLÓGICO EN LAS CIENCIAS SOCIALES F r a n c is c o G a r r id o M a n u e l G o n z á l e z d e M o l in a E d g a r M o r in G iu s e p p e M u n d a M ic h e l a N a r d o A l ic ia P u l e o J o sé L u is S e r r a n o J o sé L u is S o l a n a V íc t o r T o led o ángel Va l e n c ia Icaria § A n tra z y t e c o l o g ía Libro Amigo de los Bosques El papel de este libro es 1 0 0 % reciclado, es decir, procede de la recuperación y el reciclaje del papel ya utilizado. La fabricación y utilización de papel reciclado supone el ahorro de energía, agua y madera, y una menor emisión de sustancias contam inantes a los ríos y la atmósfera. De manera especial, la utilización de papel reciclado evita la tala de árboles para producir papel. Diseño de [a colección: Josep Baga Fotomontaje de la cubierta: Adriana Fábregas © Francisco Garrido, M anuel González de M olina, Edgar M orin, Giuseppe Munda, M ichela Nardo, Alicia Puleo, José Luis Serrano, José Luis Solana, Víctor Toledo, Ángel Valencia © De esta edición Icaria editorial, s.a. Are de Sant Cristófol, 11-23 / 0 8 0 0 3 Barcelona www.icariaeditorial.com Fundación Gondwana e l Gracia, 19, 2 o izq. / 18 0 0 2 Granada www.fundaciongondwana.es Primera edición: septiembre 2 0 0 7 ISBN: 97 8 -8 4 -7 4 2 6 -7 5 6 -3 Depósito legal: B. 2 5 .6 5 4 -2 0 0 7 Impreso en Romanyá/Valls, s.a. Verdaguer, 1, Capellades (Barcelona) Todos los libros de esta colección están impresos en papel reciclado. P rin ted iti Spain. Im preso en España. P ro h ib id a la rep ro d u cció n to ta l o p a rcia l. ÍNDICE Introducción de los editores. Nuevas ideas, nuevos enfoques... 7 PRIMERA PARTE DE LA CIENCIA Y DEL SABER I. Sobre la epistemología ecológica, Francisco Garrido Peña II. La epistemología de la complejidad, Edgar M orin 31 55 SEGUNDA PARTE DE LA SOCIEDAD Y LA ECONOM ÍA III. El metabolismo social: las relaciones entre la sociedad y la naturaleza, Víctor M. Toledo y M anuel González d e M olina 85 IV. Instrumentos económicos para políticas de sustentabilidad, Giuseppe M unda y M ichela Nardo 113 TERCERA PARTE DE LA POLÍTICA Y DEL ESTADO V. Nuevos enfoques de la política, A ngel Valencia 155 VI. Pensar a la vez la ecología y el estado, José Luis Serrano 181 I. SOBRE LA EPISTEMOLOGÍA ECOLÓGICA Francisco Garrido Peña, Universidad de Jaén La crisis ecológica como crisis civilizatoria La evidencia y los efectos de la crisis ecológica La crisis ecológica es un proceso planetario de deterioro acelerado de los ecosistemas donde la vida humana es factible. Este deterioro ambiental está causado por el impacto negativo de actividades hu­ manas. De tal magnitud es este proceso de destrucción del equili­ brio de los ecosistemas naturales que se abre la posibilidad, avalada por numerosas evidencias empíricas, de la desaparición de nuestra especie, y con ella de otras muchas formas de vida sobre la tierra. El origen histórico y social de la crisis ecológica hay que situarlo en occidente (Europa y Norteamérica) y en el momento histórico de la revolución industrial allá por los comienzos del siglo XIX. Esto no implica afirmar que otras culturas y en otras épocas hayan man­ tenido una relación con la naturaleza idílica y equilibrada. Muchas de las culturas que hemos conocido han tenido un fuerte impacto ambiental y en todo caso no hay cultura humana sin algún tipo de coste o deterioro ecológico. Pero el modelo productivo y económico basado en el uso inten­ sivo de energía exosomática (combustibles fósiles: petróleo y carbón) y en el consumo de recursos naturales (suelo, masas forestales, agua, minerales) inaugurado por el capitalismo industrial occidental no tiene precedentes en la historia de la humanidad. La crisis se expresa por medio de tres tipos de procesos: Agotamiento de recursos disponibles (reducción de la biodiversldad, agotamiento de los combustibles fósiles, del agua, del sue­ lo, de los minerales). Contaminación de los ecosistemas, del agua y de la atmósfera con sustancias tóxicas. Saturación de residuos de los procesos productivos y de consu­ mo que superan la tasa de asimilación de los ecosistemas. Entre estos tres tipos de procesos de degradación (agotamiento, contaminación y saturación) se establece una diabólica sinergia des­ tructiva que acaba generando efectos como el cambio climático de consecuencias fatales para muchas formas de vida sobre la tierra. La evidencia de los daños al medio y del deterioro de las con­ diciones de vida sobre el planeta, respaldados por numerosos estu­ dios e investigaciones, encontró en algunos trabajos un punto de inflexión en la aparición de la conciencia de la crisis ecológica. En este sentido destaca sobremanera un estudio publicado en 1972: Los lím ites d el crecim iento. Encargado por el Club de Roma, reali­ zado en el MIT y dirigido por Dennis Meadows, este estudio puso de manifiesto la insostenibilidad del actual modelo de desarrollo. El colapso y agotamiento aparecen en este informe como horizonte factible y probable si no se produce un cambio drástico hacia la sos! tenibilidad. Y es en este contexto en el que otro informe («Nuestro futuro común») también conocido como Informe Brundtland (fue dirigido por la que fuera primera m inistra noruega Gro Harlem Brundltland, en el marco de Naciones Unidas) formuló la que sería la primera definición canónica del desarrollo sostenible (Brundt­ land, G., 1989). En la actualidad existe un amplio consenso dentro de la comu­ nidad científica internacional sobre algunas de las consecuencias de la crisis ecológica como son la creciente pérdida de biodiversidad, el cambio climático, el previsible agotamiento de los combustibles fósiles, la imparable erosión de los suelos, la pérdida de calidad del agua y de la atmósfera, la contaminación y la inseguridad en los productos alimentarios y otros impactos ambientales que tienen repercusiones muy graves sobre la salud del planeta y de los indi­ viduos. La percepción social de la crisis ecológica ha producido un am­ plio movimiento intelectual, ético y político de revisión del conjun­ to de condiciones históricas que nos han conducido ante esta ante­ sala de la catástrofe. El cuestionamiento abarca desde la ontología (representación de lo real y por tanto también de lo social y de lo natural), la epistemología (la Formas y las vías del conocimiento), la ética (los valores, los límites de la comunidad moral) hasta la políti-1 ca (la acción colectiva y la organización del poder) y la economía (los modos producción distribución y consumo). Por tanto, la ciencia, la tecnología, la economía, la ética, la filosofía y la teoría política se han sentido zarandeadas y sometidas a evaluación crítica por una nueva conciencia social ecológica que coloca bajo sospecha a toda la cultura moderna industrial y capitalista. La constatación del «callejón sin salida» en que la representa­ ción humanista y mecanicista del mundo ha conducido a la especie situándola ante el horizonte de su propia extinción; nos obliga a repensar los fundamentos de esta civilización racionalista y productivista. No sólo estamos impelidos a cuestionar las acciones y programas políticos y económicos o los valores morales, es también necesario poner en «tela de juicio» las mismas formas que condicio­ nan la percepción y representación de lo reaLEs esta profundidad óñtdlógíca la que no sin dica Ta dimensión real de la crisis ecológica como crisis civilizatoria. La imagen de la naturaleza, del tiempo, de la relaciones entre so­ ciedad y medio natural, del valor, de la vida y de la humanidad mis­ ma que subyacen en el interior del mecanicismo, del humanismo, de productivismo tecnocrático, del mercantilismo capitalista son el sustrato ideológico que han impulsado esta enorme m aquinaria de transformación y de destrucción que se ha desarrollado desde la pri­ mera revolución industrial. El pensamiento ecologista ha localizado e identificado en estos dispositivos ideológicos e institucionales los responsables directos de la crisis ecológica. El mecanicismo: la naturaleza muerta y atomizada El mecanicismo y el pensamiento analítico-parcelario han construido una imagen del mundo y de la naturaleza como un conjunto de partes elementales, articuladas jyor relaciones de fuerza (acción, reacción, inercia) sometida a una^ temporalidad reversible e inerte (como simples magnitudes físicas encarnadas en formas digitales). Bacon, Descartes, Newton formularon esta visión de lo real que prepara el camino para la dominación tecnocrática del mundo y su explotación como recurso mercantil. En el mecanicismo y en el pensamiento analítico hay un error de idealismo pues se confunde un movimientojr momento intelectual (el del análisis) con la constitución misma de lo real, de tal modo que se produce una doble confusión; por un lado de entre el plano c<dSPÍE^vo_Z_S^-^5L1:ol-9S^EiP> Y Por otro entre un momento del conoci­ miento y la totalidad compleja de este. De esta forma se simplifica lo real en un imagen ideal (racionalista) y se simplifica también el mismo conocimiento de lo real fijando éste en el momento de la se­ paración (disección) y el análisis. Pero ni la naturaleza, ni el mundo, ni el conocimiento tienen necesariamente que ser así y reducirse a esta imagen simplista. El mecanicismo crea las condiciones para una representación social del mundo y de la naturaleza apta para su colonización indus­ trial y para la explotación y manipulación mercantil. Las ilusiones deEproductivismo tecnocrático cobraran cuerpo sobre los supuestos ontológicos mecanicistas. La influencia del paradigma mecanicista se extendió también al campo de las ciencias sociales. La epistemolo­ gía liberal (individuos atomizados luchando unos contra otros) en­ cuentra también en el pensamiento analítico-parcelario una fuente de legitimación poderosa. No debemos confundir la ciencia con el mecanicismo. Éste es sólo un paradigma científico históricamente dominante, pero ni agota ni resume toda la aventura intelectual y material de la cien­ cia moderna (Khun, Th., 2000). La crítica al mecanicismo puede ser hecha desde distintas instancias (política, ética, social) pero un lugar fundamental para su ejercicio; es la misma ciencia. El para; digma ecológico funda en la misma ciencia el núcleo central de las objeciones y críticas^rm ecanicism o.XaEfftici ecológica al mecani­ cismo no implica áñticíentifismo, es sólo la crítica a un paradigma científico concreto que ha mostrado ser muy poco científico y sí muy ideológico. El humanismo antropocéntrico Paralelo a la emergencia del mecanicismo aparece el humanismo con el consiguiente giro antropocéntrico. El proceso de seculari­ zación que conllevó la ilustración comportó una entronización del Hombre racional, masculino occidental como el centro de lo real. El abismo entre hombre y naturaleza se agrandaba hasta convertirse en un abismo ontológico que trasmutaba a la naturaleza en un mero escenario de recursos económicos disponibles para la explotación humana. EfTuimanismo presupone la supremacía absoluta del individuo humano (con distintos sesgos de género, de clase, étnico añadidos a los largo de la historia) sobre cualquier otra forma de vida y de exis­ tencia en el planeta. El dualismo cartesiano establecerá la primacía de la res cogitans sobre la res extensa y con ella de una cierta forma de humanidad (racionalista) sobre cualquier otra materia (res extensa). Este desprecio de todo lo que no encaje en la definición humanista de lo humano (Heidegger, M ., 2000) y que implicaba también el desprecio y la ignorancia de la naturaleza, creó un caldo de cultivo óptimo para la destrucción del medio natural y la ignorancia de la posición interdependiente de la especie humana dentro del planeta. Paradójicamente este proceso antropocéntrico se desarrolla tam­ bién en paralelo con otro proceso de sentido inverso, de descentra­ lización del mundo, impulsado por la ciencia que se venía alum­ brando desde Galileo y' que pasa por Darwin, Freud y llega hasta nuestros días con el desciframiento del genoma humano. Ni la tierra es el centro del universo (Galileo), ni el hombre es el rey de la crea­ ción (Darwin), ni la razón es el soberano del individuo (Freud), ni somos ontológicamente distintos a las restantes especies (genoma). El antropocentrismo humanista tiene hoy menos bases empíricas que jiu n ca para sustentar su delirio excluyente. Pero el fundamento del antropocentrismo no hay que buscarlo en el movimiento de la ciencia sino la visión del mundo que el mecanicismo produce una visión que ya está lastrada por el idealismo racionalista y analítico. El mercantilismo fetichista de la forma capital La hegemonía de las formas mercantiles de producción y de valori­ zación con la consiguiente destrucción de los viejos lazos feudales, implicó un desplazamiento radical del valor de uso sobre el valor de cambio. Una forma inmaterial, abstracta e infinita de encarnación del valor (el capital) se situó en el centro de la producción materia], de su distribución y circulación. Todo valor pudo ser convertido en capital. Esta convertibilidad uniforme destruyó los límites y las con­ triciones del antiguo régimen y revolucionó por completo las relacio­ nes sociales y las relaciones de la sociedad con el medio natural. Al carecer la forma capital de cualquier límite físico, la ficción de una riqueza y de un crecimiento infinito cobró cuerpo institucional. El fetichismo de la mercancía que enmascara en las cosas (en este caso abstractas: el dinero) las relaciones sociales que subyacen a la producción también oculta y mistifica la relaciones socioambientales (sociedad-naturaleza) que subyacen, y más radicalmente todavía, a la producción. Si el trabajo como forma viva de la produc­ ción material humana es explotado y subordinado a la forma inerte y cosificada del capital; la naturaleza (los ecosistemas, las especies, la materia y la energía) sufren también un proceso de cosificación y explotación por el fetichismo de la mercancía capitalista. El me­ canicismo y el humanismo antropocéntrico se fraguan, y al mismo tiempo son producto, de esta eclosión de la forma mercantil más poderosa, autónoma y abstracta que se ha conocido: el capital. Si la naturaleza es un conjunto de recursos inertes y manipulables (manufacturable) en cualquier dirección (mecanismo); si sólo el hombre (y un tipo de hombre) es sujeto y tiene una existencia ontológicamente real (racionalismo humanista) y moralmente dig­ na (antropocentrismo) están dadas todas las condiciones culturales para que los valores naturales o sociales sean reducidos a meros valo­ res mercantiles. Sólo así será factible que toda relación social o socioambiental sea vista y contemplada como una relación mercantil. La racionalidad tecnocrática El uso que el mecanicismo y el capitalismo realiza de la aplicación tíe la ciencia a las actividades productivas ha dado lugar a la raciona­ lidad científico-técnica y a la tecnocracia productivista. Esto ha su­ puesto de hecho la reducción de la ciencia a la técnica y la colocación de la técnica como criterio de legitimación política y ética. En esto consiste la tecnocracia en el «gobierno del martillo sobre el brazo», cuando el instrumento se impone como fin sobre los fines mismos (Mundford, L.). Un nuevo imperativo se abre paso, es el imperativo tecnocrático que dice «todo lo que puede técnicamente ser hecho debe moral y políticamente ser realizado» (Jonas, H, 1995) La dinámica que la tecnocracia impone está directamente impulsada por la necesidad de crecimiento y de aceleración de la circulación del capital. En este sentido, la tecnocracia, que se disfraza de ciencia por medio del me­ canicismo, juega un papel parecido al de la religión en el antiguo régimen: legitimar, por medio de formas mistificadas de la verdad, las necesidades del sistema productivo dominante y la consagración de las desigualdades sociales como algo natural e inevitable. La ra­ cionalidad tecnocrática es una forma de derecho natural que preten­ de hacer pasar como objetivamente necesario aquello que no es sino ideológicamente oportuno. El crecimiento por el crecimiento, la manipulación y la transfor­ mación de todas las relaciones (naturales o sociales) sin ningún ob­ jetivo salvo el mismo movimiento de la manipulación, ésta es la éti­ ca performativa del capital que se ve perfectamente reflejada en uso ideológico que la tecnocracia realiza tanto de la ciencia como de la técnica. Pero todo este festín ideológico no sería posible sin el enor­ me poder de trasformación que la ciencia y la técnica moderna han alcanzado. El hecho de que esta ciencia y esta técnica no satisfagan todas sus posibilidades tecnológicas no depende de éstas, sino de las relaciones sociales y de la ideología tecnocrática, que les imponen un freno objetivo. Hoy podemos decir que el conocido axioma marxista de los Grundisse sobre la contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción cobra una nueva dimensión aún más verosímil y significativa. Si confrontamos las posibilidades del ac­ tual estado de desarrollo de la tecnología y el grado de satisfacción de necesidades sociales y ambientales básicas, tenemos que concluir que el modelo político y económico dominante es un freno para el desarrollo de las utilidades sociales y ecológicas de la tecnología. La colonización del tiempo: el mito del progreso El mito del nroereso consiste, paradójicamente y al contrario de lo que aparentemente pudiera sugerir, en un olvido del pasado (tra­ dición) y del futuro (la previsión y la planificación) en favor de un presente eternizado e inmediato. La confianza en un avance auto­ mático e irrefrenable hacia lo mejor de la mano de la tecnocracia se convierte en el refugio para la irresponsabilidad organizada (Beck, U„ 1998). Para que el mito de progreso, tan unido al racionalismo hu­ manista, tuviera éxito social ha sido necesario Lóifsfruíinoda una precómprensión de la temporalidad que conlleva la ignorancia y el olvido del tiempo físico mismo. La exclusión del tiempo de las cosas, de la naturaleza y de la misma sociedad, realizada por el racionalisi mo y el voluntarismo ilustrado con la excusa de la lucha contra las cadenas de la tradición, es inherente al paradigma mecanicista. La concepción kantiana del tiempo como intuición a priori (espacio del espacio) niega la naturaleza ontològicamente constituyente del tiem|po. La complejidad y la radical contingencia del tiempo ontològico (aquella concepción del tiempo como constituyente de lo que hay) es sustituida por el tiempo ilusorio del progreso como una pobre reencarnación desacralizada de la eternidad y la escatologia salvifica cristiana. El único vector que el tiempo del progreso reconoce e incentiva es el de la aceleración. Desconectado del pasado (la tradición) y olvi­ dando en la ilusión del progreso, el futuro; la irresponsabilidad y el inmediatismo encuentran un situación idónea para su proliferación. Una civilización así ni se hace cargo del legado de los antepasados ni se siente tutora del futuro de las generaciones venideras. Sin padres y sin hijos, instalados en la orfandad y la infertilidad, sólo el aquí y el ahora valen, sólo la aceleración del crecimiento (destrucción) y de la producción (explotación) son valorados. La colonización del tiempo es la precondición ontològica y, a la par, la última consecuencia de la colonización de la vida. Hans Joñas enunció el que es el principio central de la ética eco­ lógica: el Principio de Responsabilidad. Éste viene definido como la obligación moral de hacernos cargo de las consecuencias futuras de nuestras acciones, de ser capaces de prever y evitar los efectos destructivos del presente sobre las generaciones futuras. El mito del progreso representa todo lo contrario, nubla la compresión del futu­ ro y elude la responsabilidad sobre el presente; es el antídoto contra el Principio de Responsabilidad Estos cinco horizontes de compresión y de percepción de la realidad (mecanicismo, humanismo, mercantilismo, tecnocracia y progreso) establecen las condiciones subjetivas (que aparecen como objetivas, en esto reside su naturaleza ideológica) que hacen factible, legítimo y comprensible socialmente, un tipo de relación social con las naturaleza de carácter extremadamente destructivo. La puesta en crisis de esta percepción de lo real no puede ser efec­ tuada sino como puesta en crisis de la'totalidad de esta forma de comprender el mundo, es decir, como crisis de civilización. En la oposición y en la crítica de esta visión del mundo surge el paradig­ ma ecológico. La crítica filosófica del «alma de un mundo sin alma» Desde al menos Giordano Bruno hay otra modernidad crítica, o al menos ajena al racionalismo analítico y parcelario y al mecani­ cismo atomista. El romanticismo supondría en cierta medida una reacción contra el dominio del humanismo racionalista y antropocéntrico. M arx realizó una operación de inversión materialista e historicista de la dialéctica hegeliana tratando de escapar de cerco filosófico del idealismo alemán. Suya es la expresión que califica al mundo de la técnica y del capital como «un mundo sin alma». Pero la crítica marxista del capital estaba infestada fatalmente de la ilusión tecnocrática y progresista. M arx acertó a detectar la alie­ nación mercantil de lo social pero no pudo ver la alienación social de la naturaleza. Por otro lado, el modelo científico dominante encontró en la crítica fenomenológica del último Husserl un punto focal con la recuperación del problema y de la pregunta por el sentido. Husserl también reclama la recuperación del espíritu de una epistemología que parece, definitivamente, haber cobrado una autonomía sin lím i­ tes hasta incurrir en el absurdo. La consigna fenomenológica de «ir a las cosas mismas» debe ser interpretada también como un intento 'delEsafpítP‘dePéslrecho marco del idealismo y el racionalismo hegemónico en el paradigma científico y filosófico dominante (Husserl, E„ 1994). De esta matriz fenomenológica surgió un potente pensamiento crítico con la modernidad y la racionalidad científico-técnica en la obra de M artín Heidegger. La colonización y el dominio de la na­ turaleza y del ser por obra de la racionalidad científico-técnica es deconstruida en la crítica de Heidegger con una radicalidad y nove­ dad hasta él desconocidas en el pensamiento occidental. El «olvido del ser» que realiza la ontoteología y la metafísica tradicional (el pensamiento teológico y filosófico occidental desde Platón hasta el idealismo racionalista) encuentra en la racionalidad científico-técni­ ca su culminación final con la reducción del mundo y de la tierra a mero cálculo y objetualidad cuantificable. La novedad de la crítica de Heidegger reside en gran medida en dos cuestiones: una, la on- tologización del tiempo; y dos, el pensamiento analítico-parcelario, causante de la destrucción de la vida, no aparece como producto de una ruptura con la tradición sino como su culminación. (Foltz, B.V., 1995) (Taylor, C., 1997). El pensamiento de Heidegger sería en gran medida la fuente de gran parte de la filosofía crítica posterior en especial de la llamada escuela de Frankfurt. Autores como Walter Benjamin, Adorno y Horkheimer, o Herbert Marcuse, siguiendo la senda abiertas por M arx, Freud o Heidegger, construyeron una po­ tente crítica a la alienación del individuo en el seno del capitalismo desarrollado, tecnocràtico y consumista. En la tradición anglosajona surgió también una crítica de me­ nor calado filosófico, si se quiere, pero muy vinculada a las ciencias sociales y a la experiencia cotidiana de la crisis ecológica. En este aspecto destaca la figura de L. Munford, que fue uno de los precur­ sores de la crítica a la sociedad tecnocràtica y sus efectos ecológicos. Gregory Bateson aportó una visión ecologizada de la teoría de siste­ mas. Entre otros trabajos decisivos de orientación multidisciplinar ha sido capaz de formular una epistemología sistèmica y ecológica capaz de introducir del enfoque y el pensamiento sistemico en las ciencias sociales (Bateson, G., 1993). Por último es también dig­ na de reseñar la innovadora obra de Arnold Leopold, uno de los primeros éticos ambientales y pionero del pensamiento y la acción ecologista en Estados Unidos. El paradigm a ecológico El paradigma ecológico se construye sobre la base de numerosas aportaciones provenientes tanto de la crítica de los modelos domi­ nantes (paradigma mecanicista) como de la aparición de nuevas dis­ ciplinas científicas. En este apartado hemos optado por resumirla en las aportaciones de tres disciplinas como son la ecología, la termodi­ námica y la teoría de sistemas. La ecología como ciencia El nacimiento de la palabra «ecología» se la debemos a E. Haeckel, discípulo de Darwin, que en 1866 uso por vez primera el término para sustituir a la palabra biología. Esta sustitución, aunque pueda seguramente deberse a motivaciones bastante azarosas, no deja de ser todo un símbolo del futuro que le aguardaría a la nueva ciencia como evolución de la antigua biología taxonomista y mecanicista. Haeckel acuñó hasta cinco definiciones del término ecología que describen la evolución original del concepto: 1. «Ciencia del hábitat o de las comunidades» (Acot, P., 1990). En esta primera definición se hace especial hincapié en el aspecto sistèmico y totalizador de la ecología (el hábitat) o la interrelación (las comunidades). 2. «Por ecología entendemos la totalidad de las ciencias de las rela­ ciones del organismo con el medio, que comprenden, en sentido amplio, todas las condiciones de existencia» (Acot, P., 1990). En esta definición se incorpora el concepto de relación y el de am ­ biente. La idea de ambiente representa un concepto más amplio y abstracto del sistema natural que la de hábitat o comunidad. La interdependencia y la interacción entre organismo y ambien­ te son cualidades de la ecología incorpora al paradigma ecológico. 3. «La ecología o distribución geográfica de los organismo [...] la ciencia del conjunto de las relaciones de los organismos con el mundo exterior ambiental, con las condiciones orgánicas e in­ orgánicas de la existencia; lo que se ha llamado la economía de la naturaleza, las relaciones mutuas de todos los organismos vivos en un único lugar, su adaptación al medio que los rodea, su transformación a través de la lucha por la vida, los fenóme­ nos del parasitismo, etcétera» (Acot, P., 1990). La influencia de la biogeografia en esta definición es notable en cuanto que in­ corpora «las condiciones inorgánicas de la existencia». También hace referencia directa a conceptos darwinistas como son los de «adaptación» o «lucha por la vida» que remiten directamente a la teoría de la selección natural. 4. «La ecología es el estudio de las interacciones complejas a las que Darwin se refiere mediante la expresión de condiciones de lucha por la existencia». (Acot, P., 1990). En esta cuarta defini­ ción Haeckel establece un vínculo directo entre las interacciones complejas (relaciones, interdependencia) y la selección natural darwiniana. Es decir, las relaciones entre organismo y ambiente, la vida interior en los hábitats y las comunidades está presidida por una regla de hierro: la selección natural («las condiciones de lucha por la existencia»). 5. «El con ju n to de las múltiples y diversas relaciones entre ani­ males y plantas, y de éstos con el mundo exterior, todo lo que concierne a la ecología de los organismos (Acot, P., 1990). En esta última definición se añade una visión de la ecología como una categoría observacional, aplicable a distintos niveles y esca­ las (ecología de poblaciones, de biorregiones, de comunidades, de hábitat o de organismos). Por último aporta también una interpretación pre-sintética de la evolución, entendida ésta como el resultado de las interacciones basadas en la adaptación al am­ biente y la herencia genética. Por medio de estas cinco definiciones de Haeckel podemos obser­ var las notas fundamentales que van a definir el giro ecológico que la irrupción tanto de la ecología como ciencia, como de la crisis ecológi­ ca como horizonte problemático y del ecologismo como movimiento social introducirán en la epistemología y, en general, en la visión del mundo, de la que nace el concepto de sosteniblidad que es uno de los objetivos operativos más importantes del pensamiento ecologista. El segundo principio de la termodinámica: la lógica de la finitud y de la irreversibilidad Junto con la aparición de la ecología como ciencia, es la termo­ dinámica la disciplina científica que más ha contribuido al «giro ecológico». Y en especial el denominado «segundo principio» de la termodinámica (el principio de la entropía). Si la ecología ha con­ tribuido a comprender las formas y las reglas de los seres vivos, de la biomateria, la termodinámica nos hace comprender las leyes de la última fuente de la vida y de la materia: la energía. Todo comienza, a principios del siglo XVI, con la necesidad de construir máquinas térmicas. Hasta esos momentos las fuentes de energía mecánica eran exclusivamente las endosomáticas (la fuer­ za corporal de hombres, mujeres y animales), la energía hidráulica (molinos de agua) y la energía eólica (velas para la navegación y los molinos de viento para el grano). La necesidad creciente de madera, motivada por el comercio y los viajes atlánticos, para la construcción naval llevó a explotar los yacimientos de carbón mineral que se conocían desde la antigüedad pero que casi no se usaban, pues era más sencillo quemar la madera. Sin embargo la explotación del recurso carbón implica la necesidad imperiosa de poder bombear el agua que normalmente abunda en estas minas. Sin una fuente adecuada de energía mecánica la pro­ fundidad máxima a explotar en una mina quedaba muy limitada. Este cambio dará lugar a la aparición de la máquina de vapor. El primer intento fue la M áquina de Sávery a inicios del siglo XVII. Es la primera máquina a vapor práctica que sólo sirve para bombear agua. La eficiencia de esta primera máquina es muy baja, pero permitía bombear agua desde las minas de carbón. A medida que la máquina de vapor adquiere utilidad se empieza a plantear el problema de cuánto es el máximo rendimiento que puede obtenerse con una máquina de este tipo. Es de esta forma como llegamos a Carnot, que en el siglo XIX llegó a formular el segundo principio: «No es posible construir una máquina cíclica y motriz que sólo haga subir un peso y enfriar una fuente única de calor». Carnot buscaba conocer las claves técnicas para mejorar el rendimiento que definía como: n= w/q. En que W es el trabajo mecánico producido por la máquina y Q el calor absorbido por la máquina. La termodinámica surge pues sobre preocupaciones técnicas muy precisas y ligadas a la búsqueda de rendimiento de las máquinas térmicas (básicamente la máquina de vapor). Pero la termodinámica contiene un primer principio denominado de la conservación de la energía y que en su . definición más vulgarizada dice así: «La energía ni se crea ni se des- ' truye sólo se transforma», pero dicho de forma más exacta podemos decir que las cantidades de energía almacenadas en un sistema son iguales a las cantidades de energía intercambiadas dentro de un sis-1 tema determinado. Para entender mejor esta formulación del primer principio de la termodinámica es conveniente describir los tres tipos de sistemas posibles en cuanto al intercambio de materia y energía con ei am­ biente. Tenemos sistemas abiertos (intercambian materia y energía con el ambiente, así se comportan muchos de los ecosistemas natu­ rales), sistemas cerrados (sólo intercambian energía y no materia, éste es el caso del planeta Tierra) y, por último, sistemas aislados (no intercambian ni materia ni energía, se trata de sistemas artificiales creados en laboratorio). Para un sistema cualquiera, la energía que entra (E) es igual a la energía que sale ÍE') más la variación de energía dentro del sistema (V) (E = E' + V). En el caso de los sistemas abiertos hay que calcular la energía que entra y sale en las masas de materia. Por el contrario en los sistemas cerrados este cálculo es mucho más simple pues sólo se ha de tener en cuenta las cantidades de calor y de trabajo intercambiado y las variaciones de la energía interna, cinética y potencial. La primera ley de la termodinámica refleja el aspecto cuantita­ tivo de la energía pero es incapaz de dar cuenta de aspectos cualita­ tivos en la transformación del calor en trabajo y del trabajo en calor. Pues hay procesos que tienen lugar en una dirección o sentido deter­ minado pero son imposibles en una dirección inversa. Así la energía que hemos proporcionado en forma de trabajo eléctrico al llegar a una resistencia produce calor, pero ese mismo proceso no se da a la inversa (el calor de la resistencia no es capaz de producir trabajo eléctrico). De igual manera, si colocamos dos sistemas a diferen­ te temperatura, sabemos que pasa calor del de mayor temperatura (disminuyendo así la energía interna) al de menor temperatura (au­ mentando la energía interna), pero este mismo proceso de transfor­ mación y de transferencia no es posible en sentido inverso de manera espontánea: dos sistemas a igual temperatura no se modifican uno a otro la energía interna de forma espontánea. Estos ejemplos no son explicables a partir de la primera ley de la termodinámica (conservación), es necesario un nuevo principio y ésta es la segunda ley de termodinámica, que tiene una primera definición histórica (la ya mencionada de Carnot) y otras posterio­ res, y totalmente equivalentes, como son la de Clausius (para las bombas de calor) y la del Kelvin-Planck (válidas para las máquinas térmicas). La definición de Kelvin-Planck afirma que: «No es posible que una m áquina térmica, funcionando cíclicamente, produzca trabajo intercambiando calor con una sola fuente térmica» La definición de Clausius nos dice: «No es posible una bomba de calor que, funcio­ nado cíclicamente, produzca trabajo intercambiando calor con una sola fuente térmica». De estas tres formulaciones (Carnot, Clausius y Kelvin-Planck) de la segunda ley de la termodinámica se deduce el principio de entropía: o la tendencia creciente a la degradación de la calidad (u orden) de la energía en cada proceso de trasformación de ésta. En cada trasformación se produce un cierto grado de pérdida o degra­ dación de la energía disponible. Por el contrario, la variable de la exergía mide la calillad de la energía que se emite al ambiente. La exergía es el grado de energía del total de energía introducido en un sistema que es utilizable o disponible en forma de calor. Desde un criterio ecológico la exergía es un indicador muy relevante, pues mide el volumen de energía (calor) de baja calidad que es emitido al ambiente y que al estar disponible para su reutilización se torna contaminante con un alto impacto ambiental. Un sistema o una máquina serán más eficientes en el grado en que generen menos entropía y más exergía. La eficiencia es el in­ dicador de rendimiento desde un punto de vista termodinámico. Un sistema o una máquina que sea poco eficiente (muy entrópico y poco exergético) será un sistema más insostenible (durará menos y dañará más el ambiente) que otro que sea más eficiente (menos en­ tropía y más eficiencia). En todo caso, la termodinámica nos enseña que ningún sistema o máquina puede obtener un rendimiento 0 de entropía y 1 de exergía (por cada unidad que entra sale una unidad de energía disponible). Las dos leyes de la termodinámica implican una serie de cons­ tantes de la energía aplicables también a la materia viva: - La finitud de la energía y de los recursos naturales (conserva­ ción). La irreversibilidad de los transformaciones energéticas y de los proceso de cambio de los seres vivos. La pérdida que se produce en todo proceso de transformación de la energía y de la materia viva en general (la tasa decreciente marginal). La termodinámica nos muestra una representación de la natu­ raleza, de la vida y de la energía marcada pues por la finitud, la irreversibilidad y la entropía (coste y degradación) inevitablemente unida al cambio y al movimiento. El «giro ecológico» se nutre de esta segunda fuente conceptual que junto con la ecología diseñan las estructuras del paradigma ecológico. ¿Pero el proceso de degradación entrópico es un proceso irre­ versible en todos los sistemas? En un sistema aislado la entropía es creciente e irreversible y la muerte térmica fatal. Si interpretamos el universo como un sistema aislado, la entropía de éste es creciente, irreversible y fatal. Pero dentro de un sistema cerrado o abierto hay una posibilidad de darle la vuelta al proceso entrópico: la neguentropía. Esto es lo que hacen las plantas por medio de la fotosíntesis. La neguentropía consiste en disminuir la entropía interior del sistema aumentado la entropía exterior del ambiente (expulsar entropía ha­ cia fuera). Se trata de una neguentropía local pero que puede resul­ tar muy efectiva para el mantenimiento de sistemas locales cerrados o abiertos. La sostenibilidad consiste, en gran medida, en imitar estos sistemas naturales de producción de neguentropía aplicándolos a sistema sociotecnológicos artificiales (fotosíntesis industrial). Un economista, físico y teórico ecologista, Georgescu-Roegen, logró elaborar una teoría ecológica de la ecoiKÍhna a partir de la aplicación de las leyes de la termodinámica, en especial del segundo principio, a la economía y a la ecología. (Georegescu-Roegen, N., 1996). El filósofo francés George Bataille desarrollará por medio de la teoría del «derroche improductivo» un correlato antropológi­ co de las tesis termodinámicas de Georgescu-Roegen. La obra de Georgescu-Roegen describe los límites, las reglas y la lógica de una ontología ecológica del mundo físico. La teoría de sistemas La ecología junto con la teoría de la evolución y la termodinámica han contribuido de manera esencial a la introducción del tiempo y de la complejidad en la percepción y representación científica de los sistemas biológicos. La ciencia mecanicista tenía una visión simplificadora y reduccionista (átomos, fuerzas), e inmutable de la natu­ raleza y la materia (la mecánica celeste). Pero esta introducción del tiempo y de la complejidad no se produce de igual manera entre la teoría evolucionista y la termodinámica: mientras que el darwinismo representa la evolución como un progreso en ascenso de creci­ miento en la complejidad y el orden; la termodinámica contempla la evolución como un proceso de degeneración creciente y de entropía en aumento. Esta aparente contradicción complica la comprensión sobre las influencias de estas disciplinas en la conformación del pa- radigma ecologico, pues éste ha recibido influencias determinantes tanto del evolucionismo ecológico como de la termodinámica. ¿Que es entonces el paradigma ecológico un paradigma optimista (evolu­ cionista) o pesimista (termodinàmico)? ¿Quién tenía razón Carnot o Darwin? ¿La evolución progresa hacia la complejidad o avanza hacia el caos entròpico? La respuesta ecológica a este dilema hay que situarla en el marco de la tercera aportación relevante al «giro ecológico»: la teoría de sis­ temas. Desde la Teoría General de Sistemas de _Bertalanfly Trasta la teoría dé los sistemas sociales de Luhmann, la teoría de sistemas ha construido un potente instrumental conceptual capaz de dar cuenta de ìa interrelación entre complejidad, sistemas y entropía. Utilizare­ mos las tesis de Luhmann para considerar este problema y con ello avanzaremos los fundamentos de una teoría ecológica de los siste­ mas (Bertalanffy L. van, 1976) (Luhmann, N., 1998). Un sistema es una organización de elementos cuya finalidad es el control y la reducción de la complejidad de un entorno. No hay sistema sin entorno. Y no hay sistema sin un diferencial negativo de complejidad con respecto al am bienterei sistema es siempre menos complejo que el entorno). Todo aumento de complejidad conlleva necesariamente un aumento de entropía paralelo. El sistema reduce la complejidad ambiental a costa de aumentar la complejidad inter­ na (reduce por tanto la entropía ambiental a condición de aumen­ tar su complejidad interior). La complejidad, en cuanto conlleva un grado mayor de elementos y de interacciones entre estos, comporta un mayor coste y una mayor generación de entropía. La evolución de un ser vivo implica aumento de complejidad para controlar la complejidad ambiental. La teoría de sistemas ha posibilitado un marco conceptual in­ tegrado y holístico que permite interconectar, de forma operativa, dentro de un mismo programa teórico conceptos provenientes de la teoría de la evolución (adaptación, selección, evolución, morfo­ génesis), de la ecología (ecosistema, medio, entorno, ambiente, in­ terdependencia, relación, equilibrio, estructura, frontera o ecotono, función, organización circular, sinergia, autopoyesis, variabilidad) y de la termodinámica (energía, entropía, exergía, neguentropía). Este ensamblaje metateórico se realiza sobre los ejes de tres conceptos centrales. El primer concepto es el de sistema que viene definido por las propiedades emergentes que nacen de su relación e interacción con los elementos. Estas propiedades emergentes no son la simple suma aritmética de las propiedades de los elementos sino que otorgan una identidad propia y singular al sistema en cuanto tal. Por tanto lo determinante en el sistema no es tanto su universo (el conjunto de elementos que lo componen) cuanto su estructura (la relaciones es­ tables entre esos elementos). La teoría de sistemas es pues panrelacional y no atomista. Y es en la estructura donde nace el segundo concepto central, la complejidad que no es meramente cuantitativa aditiva (número de elementos) sino también relacional (número de relaciones efectivas y potenciales) y cualitativa (número y tipos potenciales y efectivos de estados posibles del sistema como resultado de las interacciones entre los elementos). El tercer concepto básico de la teoría de sistemas es el de medio, entorno o ambiente (umwelt). Este término es común tanto a la ecología como a la termodinámica y está descrito como el conjunto de sucesos y de condiciones que influyen sobre los estados y los com­ portamientos de un sistema. El ambiente es siempre, como ya hemos dicho, más complejo que el sistema, pero dicha complejidad aparece ante el sistema como desorganizada y caótica (con un alto nivel de entropía). El hecho de que el ambiente sea caótico sólo en relación a un determinado sistema es debido a la naturaleza observacional de las categorías de la teoría de sistemas. Esto no es contradictorio con el concepto de entropía termodinámico pues, como hemos indicado anteriormente, éste era un concepto cualitativo en virtud del uso y disponibilidad de la energía. El ambiente se define por dos variables: una cuantitativa (mayor complejidad que el sistema) y otra estricta­ mente cualitativa (una complejidad desorganizada y caótica frente al sistema). Los sistemas intentan por medio de la organización captar la máxima información del ambiente y expulsar la máxima entropía hacia este mismo ambiente. Veamos un ejemplo de aplicación de la teoría de sistemas a la comprensión de la crisis ecológica. Un sistema abierto no tendrá grandes problemas de sostenibilidad pues intercambia materia y energía con el ambiente y pude cumplir la doble función de extraer orden (materia, energía, información del ambiente) y expulsar des­ orden (residuos, calor energía degradada). Más complicado lo tiene un sistema cerrado, e imposible, un sistema aislado. La Tierra, la biosfera, es un sistema cerrado de tal modo que las posibilidades de expulsar la entropía hacia el ambiente del sistema son muy limitadas y el esfuerzo ha de dirigirse hacia la reducción en la producción de entropía y hacia el fomento de la negentropía. Pues lo que en ecología denominamos ambiente (la atmósfera, el suelo, los otros ecosistemas, etcétera) es én realidad'una parte interna del sistema cerrado que es la tierra. Por tanto, cualquier aumento de la entropía de la atmósfera supone un aumento de entropía interna del sistema Tierra. Hemos caracterizado a la Tierra como un sistema cerrado (inter­ cambia materia pero no energía con el ambiente) y por tanto no como un sistema aislado (entonces la vida hubiese sido imposible en el planeta) y no como un sistema abierto (la Tierra no puede extraer materia del ambiente y tiene que disponer de la materia existente en el interior del sistema). Esta materia sometida a procesos de trans­ formación implica degradación entròpica (pérdida de calidad) por medio de la pérdida de rendimiento, el aumento de la toxicidad y de los residuos: Este proceso ocurre tanto en tierras para uso agrícola, en la pérdida de biodiversidad o en el empeoramiento de la calidad de las aguas. El sistema del planeta Tierra sí puede extraer energía del ambiente (y de ahí proviene la inmensa mayoría de las fuentes energéticas utilizadas como la madera, el carbón o el petróleo) pero no puede expulsar energía sobrante y degradada (calor) y no puede, porque mantiene unas fronteras rígidas (por medio de una campana calorífica) que evitan la fuga del calor y crean las condiciones cli­ máticas que han hecho posible las formas de vida imperante en la Tierra. Por tanto, las fronteras cerradas del sistema Tierra que hacen posible la vida son también la trampa fatal para la expulsión de la energía degradada al ambiente. Si descartamos que el sistema Tierra pueda expulsar materia y energía degradada (residuos) hacia el ambiente por los costes y los riesgos que conllevaría, entonces lo más probable es que se produzca una situación de colapso, agotamiento y calentamiento del sistema (un aumento peligroso de entropía interior). ¿Cómo es posible que la Tierra haya sobrevivido a pesar de esa imposibilidad de expulsar la energía y la materia degradada? Por medio de un mecanismo natu­ ral de neguentropía: la fotosíntesis que realizan las masas forestales y vegetales. Pero la producción industrial de calor ha superado en volumen y tiempo la capacidad de neguentropía de los subsistemas vegetales de la tierra y el efecto invernadero ha elevado la temperatu­ ra media del planeta: es lo que se denomina el cambio climático. Si hemos seguido el recorrido de este ejemplo podemos ver cómo la teoría de sistemas es un instrumento magnífico para la compren­ sión de los mecanismos que desatan la crisis ecológica. A la pregunta original sobre quién tenía razón, si Carnot o Darwin, tenemos que responder que ambos, y por ello es posible y necesario el desarrollo sostenible. Si Carnot sólo tuviera razón la sostenibilidad sería impo­ sible. Si, por el contrario, fuera Darwin al que finalmente le asistiera el acierto, entonces, la sostenibilidad sería innecesaria e implanteable. Pero como la vida es un proceso continuo de tensión entre la evolución hacia la complejidad y hacia la entropía, las estrategias de desarrollo sostenible son necesarias y posibles. En lo que se refiere a la integración del enfoque y de la teoría sis­ tèmica en el paradigma ecológico, hay que destacar tres autores. En primer lugar el ya citado G. Bateson, que contribuyó a la formación de una teoría ecológica de los sistemas simbólicos (lenguaje, mente, comunicación, cultura, etcétera). En segundo lugar, el filósofo, an­ tropólogo y sociólogo francés Edgar Morin. Este autor ha realizado una obra enciclopédica donde ha tratado cle sentar las bases para un nuevo método, una «ciencia con conciencia», centrada en la relación y la complejidad capaz de dar lugar a un pensamiento ecologizado (Morin). Por último la obra del físico norteamericano F. Capra ha contribuido a construir una teornfecológica general de Tos sistemas vivos (incluido los sistema sociales), donde se propone una nueva síntesis entre las distintas ciencias sociales, formales y físicas (Capra, F., 1998). De la ciencia posnorm al al principio de precaución Como hemos tratado de mostrar hasta aquí, el pensamiento eco­ logista no se ha limitado a ejercer una crítica radical a la raciona­ lidad científico-técnica, al humanismo al antropocentrismo o a la tecnocracia, sino que ha elaborado un corpus teórico alternativo. El paradigma ecológico es el resultado de todo este enorme esfuerzo de crítica y de búsqueda de alternativas. Pero el paradigma ecológico es un paradigma científico. No es un alternativa a la ciencia, sino otra forma de percibir y hacer ciencia. Las diferencias del paradigma ecológico con respecto a otros paradigmas científicos no residen sólo en su corpus teórico interior (la ontología y la epistemología), sino también en la forma en que se relaciona y se autositúa con los otros paradigmas y en la relación con el campo extracientífico (por ejem­ plo, con lo social y lo político). Con respecto a los otros paradigmas el tipo de relación que es­ tablece no es de superación, ni de sustitución sino de integración y de cooperación. El mecanicismo, el método analítico parcelario o el reducionismo son integrados dentro del paradigma ecológico como momentos e instrumentos cognitivos útiles y legitimados en cierta disposición y funcionalidad. Por ejemplo, el paradigma ecológico integra la reformulación del principio de causalidad de la mecáni­ ca clásica (unidireccional y necesario) a un principio de causalidad contingente, pluralista (polígono causal) y equifinalista (una misma causa produce distintos efectos y un efecto es producto de distintas causas). La relación con lo social o con lo político es postulada por el paradigma ecológico como una relación de mutua imbricación y sinergia. Alejado del mito de la «inmaculada percepción», como dijo Nietzche, o de la asepsia valorativa del científico. El paradigma eco­ lógico plantea, como dirán Funtowicz y Ravetz, «una ciencia con la gente» y una «epistemología política» (Funtowicz, S.O. y Ravetz, J.R., 2000). Estos autores han elaborado una propuesta que denominan un «ciencia posnormal» siguiendo el esquema de transformación y evolución histórica de los paradigmas científicos propuesto por Th. Khun en La estructura d e las revoluciones científicas (Khun, Th., 2000). La «ciencia posnormal» sería aquella que es capaz de estable­ cer sistemas de evaluación y control, donde la comunidad de evalua­ ción ya no está «restringida a la comunidad científica de expertos, sino que se extiende a «la comunidad extendida de pares», es decir, a toda la comunidad. La ciencia posnormal es la ciencia que ha asumido las conse­ cuencias, la incertidumbres y los riesgos de la crisis ecológica y toma medidas tanto de orden epistemológico como práctico (aplicativo) para garantizar que si las incertidumbres y los riesgos son globales, si toda la biosfera se ha convertido en un inmenso laboratorio, es toda la comunidad la que debe participar en la evaluación y el control de la ciencia y la tecnología. Funtowitz y Ravetz proponen cambios de orden epistemológicos: modificar la relación entre hechos y valores, fomentar el pluralismo axiológico y estratégico, introducción de la incertidumbre y de los procesos caóticos, enfoque sistèmico, arti­ culación de métodos cualitativos y cuantitativos, etcétera. Y en el plano de la evaluación, introduciendo una redefinición del concepto de calidad al que sitúan en el centro de la valorización científica-técnica. La calidad de la ciencia y de la tecnología tiene dos planos: inter­ no y externo. La calidad interna viene medida por valores de habili­ dad, eficacia, eficiencia, es decir, de valores internos a la comunidad restringida de los expertos y de la práctica científica. El modo en que la ciencia posnormal integra modelos de evaluación de la calidad tan distintos es, a su vez, un modelo de integración que el paradigma ecológico realiza con postulados y métodos provenientes de paradig­ mas extraños. Funtowitz y Raetz ponen como modelo ejemplar de ciencia posnormal a la economía ecológica. Uno de los principios centrales de la ciencia posnormal es el principio de precaución según el cual la ausencia de certidumbre, habida cuenta los conocimientos científicos y técnicos del momento, invalida el desarrollo cuyo efecto sobre el medio ambiente y la salud puede conllevar riesgos de daños graves e irreversibles. La aplicación de este principio implica que la carga de la prueba está invertida y que es aquel que quiere introducir una nueva tecnología, sobre cuyas consecuencias existe un alto nivel de incertidumbre y una sombra de riesgo verosímil, el que debe probar su inocuidad. Este principio es un desarrollo concreto del principio de responsabilidad de H. Joñas que establece cuáles deben ser las prioridades éticas a la hora de la toma de decisiones científicas y técnicas que pueden hipotecar el futuro y dañar irreversible y fatalmente a las generaciones venideras y a otras muchas formas de vida. Esta simbiosis entre epistemología (ciencia posnormal) y ética (principio de responsabilidad) en la ela­ boración y el uso del principio de precaución es otro buen exponente del modo integrador de operar del paradigma ecológico. El paradigma ecológico no se detiene, como hemos podido ver, en las fronteras tradicionales jde loa paradigmas científicos, sino que establece un fructífero intercambio y diálogo con los movimientos sociales y las comunidades de ciudadanos. El paradigma ecológi­ co no es imaginable sin un movimiento social y un pensamiento ético y político crítico y alternativo. A lo largo de todo el siglo XX se ha venido forjando una potente conciencia sobre los límites del crecimiento y los efectos indeseables y catastróficos del modelo de desarrollo puesto en marcha en la industrialización. Esta crítica so­ cial, política y ética al crecimiento y al despilfarro ha estado estre­ chamente vinculada con la aparición de movimientos sociales eco­ logistas que han llevado al ámbito de la lucha social y política los conceptos y los instrumentos de análisis que el paradigma ecológico había introducido. El impacto del paradigma ecológico en las ciencias en general y> en especial en las ciencias sociales ha sido creciente, i a sociologia, lapsicoíogía, la economía, el derecho han sido revisados y rcíórmulados desde la visión ecológica del mundo que el paradigma ofrece. Las mismas ciencias naturales han sufrido también la influencia del paradigma ecológico de tal modo que no existe hoy campo del co­ nocimiento científico donde la perspectiva ecológica no esté presen­ te en un grado o en otro. II. LA EPISTEMOLOGÍA DE LA COMPLEJIDAD1 Edgar M orin La cuestión de la complejidad, ¡es compleja! En una escuela, la cuestión fue planteada a niños: «¿qué es la com­ plejidad?». La respuesta de una alum na fue: «la complejidad es una complejidad que es compleja». Es evidente que se encontraba en el corazón de la cuestión. Pero antes de abordar esa dificultad, es ne­ cesario decir que el dogma, la evidencia subyacente al conocimiento científico clásico es, como decía Jean Perrin, que el papel del cono­ cimiento es explicar lo visible complejo por lo invisible simple. Más allá de la agitación, la dispersión, la diversidad, hay leyes. Así pues, el principio de la ciencia clásica es, evidentemente, el de legislar, plantear las leyes que gobiernan los elementos fundamentales de la materia, de la vida; y para legislar, debe desunir, es decir, aislar efec­ tivamente los objetos sometidos a las leyes. Legislar, desunir, redu­ cir, éstos son los principios fundamentales del pensamiento clásico. En modo alguno pretendo decretar que esos principios estén a partir de ahora abolidos. Pero las prácticas clásicas del conocimiento son insuficientes. Mientras que la ciencia de inspiración cartesiana iba muy lógica­ mente de lo complejo a lo simple, el pensamiento científico contem­ poráneo intenta leer la complejidad de lo real bajo la apariencia sim- l.P p .4 3 -77 de L‘in te llig e n ce d e la com p lex ité, L’Harmattan, París, 1999. Tra­ ducción y adaptación de José Luis Solana Ruiz. Agradecemos a Edgar Morin su amable autorización para traducir y publicar este texto. pie de los fenómenos. De hecho, no hay fenómeno simple. Tómese el ejemplo del beso. Piénsese en la complejidad que es necesaria para que nosotros, humanos, a partir de la boca, podamos expresar un mensaje de amor. Nada parece más simple, más evidente. Y sin em­ bargo, para besar, hace falta una boca, emergencia de la evolución del hocico. Es necesario que haya existido la relación propia de los mamíferos en la que el niño mama de la madre y la madre lame al niño. Es necesaria, pues, toda la evolución complejizante que trans­ forma al mamífero en primate, luego en humano, y, anteriormente, toda la evolución que va del unicelular al mamífero. El beso, ade­ más, supone una mitología subyacente que identifica el alma con el soplo que sale por la boca: depende de condiciones culturales que favorecen su expresión. Así, hace cincuenta años, el beso en Japón era inconcebible, incongruente. Dicho de otro modo, esa cosa tan simple surge de una hinterland de una complejidad asombrosa. Hemos creído que el conocimiento tenía un punto de partida y un término; hoy pienso que el conoci­ miento es una aventura en espiral que tiene un punto de partida his­ tórico, pero no tiene término, que debe realizar círculos concéntricos sin cesar; es decir, que el descubrimiento de un principio simple no es el término; reenvía de nuevo al principio simple que ha esclarecido en parte. Así, piénsese en el caso del código genético que, una vez descubierto, nos reenvía a la pregunta: ¿por qué existe esa diversidad extraordinaria de formas en los animales y vegetales? Cito una frase de Dobzhansky, el biólogo, que dice: «Desgraciadamente la naturale­ za no ha sido lo bastante gentil como para hacer las cosas tan simples como nosotros quisiéramos que fuesen. Debemos afrontar la comple­ jidad». Un físico, que es al mismo tiempo un pensador, David Bohm, y que ataca ya el dogma de la elementalidad — sobre el que retorna­ ré— , dice: «Las leyes físicas primarias jamás serán descubiertas por una ciencia que intenta fragmentar el mundo en sus constituyentes». Aunque Bachelard dijese que, de hecho, la ciencia contemporá­ nea buscaba — porque él pensaba en la física— la complejidad, es evidente que los científicos desconocían que eso era lo que les con­ cernía. Frecuentemente tienen una doble consciencia; creen siempre obedecer a la misma vieja lógica que han recibido en la escuela; pero, de hecho, sin que lo sepan, en su espíritu trabajan otra lógica y otros principios de conocimiento. Pero a la complejidad le ha costado emerger. Le ha costado emerger, ante todo, porque no ha sido el centro de grandes debates y de grandes reflexiones, como por ejemplo ha sido el caso de la racionalidad con los debates entre Lakatos y Feyerabend o Popper y Kuhn. La cientificidad, la falsabilidad, son grandes debates de los que se habla; pero la complejidad nunca ha sido debatida. La bi­ bliografía sobre la complejidad es, al menos por lo que yo conozco, muy lim itada. Para mí, la contribución importante es el artículo de Weaver, colaborador de Shannon, como es sabido, en la teoría de la información, quien, en 1948, escribió el artículo «Science and complexity» en el Scientific American, artículo que es un resumen de un estudio más extenso. Es von Neumann quien, en la teoría «On self reproducing autómata» aborda con una visión muy profunda esa cuestión de la complejidad de las máquinas, de los autómatas naturales en comparación con los autómatas artificiales. Se refirió a ella Bachelard en Le n ou vel esprit scientifique', von Foerster en diver­ sos escritos, particularmente en su texto, ahora bien conocido, «On self organizing systems and their environment». Está H.A. Simón: «Architecture of complexity», que fue primero un artículo autóno­ mo y que fue luego compilado en su libro. Podemos encontrar la complejidad, en Francia, en las obras de Henri Atlan: Entre le cristal et la fu m ée, y estaba Hayek quien escribió un artículo titulado «The theory of complex phenomena» en Studies in philosophy, politics a n d econom ics, que es bastante interesante. Desde luego, se ha tratado mucho de la complejidad en el do­ minio teórico, físico, en el dominio sistémico; pero con frecuencia, en mi opinión, se ha tratado sobre todo de lo que Weaver llam a la com plejidad desorganizada, que hizo irrupción en el conocimiento con el segundo principio de la termodinámica, el descubrimiento de ese desorden microscópico, microcorpuscular, en el universo. Pero la complejidad organizada es, con frecuencia, reconducida a la com­ plicación. ¿Qué es la complicación? Cuando hay un número increí­ ble de interacciones, por ejemplo, entre moléculas en una célula o neuronas en un cerebro, ese número increíble de interacciones e interretroacciones sobrepasa evidentemente toda capacidad de compu­ tación — no solamente para un espíritu humano, sino incluso para un ordenador muy perfeccionado— y entonces, efectivamente, es mejor atenerse al i n p u t y al output. Es decir, es muy complicado; la complicación es el enredamiento de interretroacciones. Ciertamen­ te, es un aspecto de la complejidad, pero creo que la importancia de la noción está en otra parte. La complejidad es mucho más una no­ ción lógica que una noción cuantitativa. Posee desde luego muchos soportes y caracteres cuantitativos que desafían efectivamente los modos de cálculo; pero es una noción de otro tipo. Es una noción a explorar, a definir. La complejidad nos aparece, ante todo, efecti­ vamente como irracionalidad, como incerddumbre, como angustia, como desorden. Dicho de otro modo, la complejidad parece primero desafiar nuestro conocimiento y, de algún modo, producirle una regresión. Cada vez que hay una irrupción de complejidad precisamente bajo la forma de incertidumbre, de aleatoriedad, se produce una resis­ tencia muy fuerte. Hubo una resistencia muy fuerte contra la fí­ sica cuántica, porque los físicos clásicos decían; «es el retorno a la barbarie, no es posible situarse en la indeterminación cuando desde hace dos siglos todas las victorias de la ciencia han sido las del determinismo». Ha sido necesario el éxito operacional de la física cuántica para que, finalmente, se comprenda que la nueva indeter­ minación constituía también un progreso en el conocimiento de la misma determinación. La idea de la complejidad es una aventura. Diría incluso que no podemos intentar entrar en la problemática de la complejidad si no entramos en la de la simplicidad, porque la simplicidad no es tan simple como esto. En mi texto «Los mandamientos de la com­ plejidad», publicado en S cience a vec conscience, intenté extraer trece principios del paradigma de simplificación, es decir, principios de intelección mediante simplificación, para poder extraer de modo co­ rrespondiente, complementario y antagonista a la vez — he aquí una idea típicamente compleja— , principios de intelección compleja. Voy simplemente a retomarlos y a hacer algunos comentarios. Esa será la primera parte de mi exposición; la segunda parte estará con­ sagrada un poco más precisamente al problema del conocimiento del conocimiento o a la epistemología compleja que está relacionada con todo eso. Mandamientos dei paradigm a de simplificación y principios de intelección compleja 1. Podemos decir que el principio de la ciencia clásica es: «legislar». Corresponde al principio dei derecho, quizás. Es una legislación, pero no es anónima, que se encuentra en el universo, es la ley. Y ese principio es un principio universal que fue formulado por el lugar común: «Sólo hay ciencia de lo general», y que comporta la expulsión de lo local y de lo singular. Ahora bien, lo que es intere­ sante es que, en el universo incluso, en lo universal, ha intervenido la localidad. Quiero decir que hoy parece que nuestro universo es un fenómeno singular, que comporta determinaciones singulares, y que las grandes leyes que lo rigen, que podemos llamar leyes de interacción (como las interacciones gravitacionales, las interacciones electromagnéticas, las interacciones tuertes, en el seno de los núcleos atómicos), no son leyes en sí, sino leyes que sólo se manifiestan, sólo se actualizan, a partir del momento en que hay elementos en inte­ racción; si no hubiese partículas materiales, no habría gravitación, la gravitación no existe en sí. Esas leyes no tienen un carácter de abs­ tracción, y están ligadas a las determinaciones singulares de nuestro universo; hubiese podido haber otros universos posibles — quizás los haya— y que tuviesen otros caracteres singulares. La singula­ ridad está a partir de ahora profundamente inscrita en el universo; y aunque el principio de universalidad reside en el universo, vale para un universo singular donde aparecen fenómenos singulares, y el problema es combinar el reconocimiento de lo singular y de lo local con la explicación universal. Lo local y lo singular deben cesar de ser rechazados o expulsados como residuos a eliminar. 2. El segundo principio era la desconsideración del tiempo como proceso irreversible; las primeras leyes físicas pudieron muy bien ser concebidas en un tiempo reversible. Y, de alguna manera, la expli­ cación estaba depurada de toda evolución, de toda historicidad. Y también aquí hay un problema muy importante: el del evolucionis­ mo generalizado. Hoy el mundo, es decir el cosmos en su conjunto y la materia física en su constitución (particular, nuclear, atómica, molecular), tiene una historia. Ya Ullmo, en esa epistemología piagetiana a la que François Meyer colaboró, decía muy firmemente: «La materia tiene una historia»; hoy, todo lo que es material es pen- sado, concebido, a través de su génesis, su historia. El átomo es visto históricamente. El átomo de carbono es visto a través de su forma­ ción en el interior de un Sol, de un astro. Todo es profundamente historizado: la vida, la célula; François Jacob lo subraya con frecuen­ cia, una célula es también un corte en el tiempo. Dicho de otro modo, contrariamente a esa visión que ha reina­ do durante un tiempo en las ciencias humanas y sociales, según la cual se creía poder establecer una estructura por eliminación de toda dimensión temporal y considerarla en sí fuera de la historia, hoy de todas las otras ciencias llega la llam ada profunda para ligar lo es­ tructural u organizacional (prefiero decir esto último y diré por qué) con lo histórico y evolutivo. Y lo que es importante, efectivamente, es que el problema del tiempo se ha planteado de manera totalmente paradójica durante el siglo veinte. En efecto, en el momento mismo en que se desarrollaba el evo­ lucionismo ascensional bajo su forma darwiniana, es decir, una idea de evolución complejizante y diversificante a partir de una primera protocélula viviente; en el momento en que la historia humana era vista como un proceso de desarrollo y de progreso, en ese mismo momento, el segundo principio de la termodinámica inscribía, él mismo, una especie de corrupción ineluctable, de degradación de la energía, que podía ser traducida bajo la óptica botzmaniana como un crecimiento del desorden y de la desorganización. Estamos con­ frontados a una doble temporalidad; no es una flecha del tiempo lo que ha aparecido, son dos flechas del tiempo, y dos flechas que van en sentido contrario. Y, sin embargo, es el mismo tiempo; y, sin embargo, es la misma aventura cósmica: ciertamente, el segundo principio de la termodinámica inscribe un principio de corrupción, de dispersión en el universo físico; pero, al mismo tiempo, este uni­ verso físico, en un movimiento de dispersión, se ha constituido y continúa formándose. Se constituye de galaxias, de astros, de soles, dicho de otro modo, se desarrolla mediante la organización al mismo tiempo que se produce mediante la desorganización. El mundo biológico es un mundo que evoluciona; es la vida; pero la vida, al mismo tiempo, se hace a través de la muerte de individuos y de la muerte de especies. Se ha querido yuxtaponer esos dos principios; es lo que Bergson hizo; Bergson, uno de los raros pensadores que han mirado de fren­ te el segundo principio; pero, según él, este principio era la prueba de que la materia biológica era diferente de la materia física, puesto que la materia física tiene algo de corrupto en ella, mientras que la sustancia biológica no padece el efecto del segundo principio. Des­ graciadamente para él, se descubrió a partir de los años cincuenta que la originalidad de la vida no está en su materia constitutiva, sino en su complejidad organizacional. Estamos, pues, confrontados a ese doble tiempo que no sólo tiene dos flechas, sino que además puede ser a la vez irreversible y reiterativo. Ha sido, evidentemente, la emergencia del pensamiento cibernético la que lo ha mostrado. No era solamente el hecho de que, a partir de un flujo irreversible, pueda crearse un estado estacionario, por ejemplo el del torbellino; en el encuentro de un flujo irreversible y de un obstáculo fijo, como el arco de un puente, se crea una especie de sistema estacionario que es al mismo tiempo móvil, puesto que cada molécula de agua que torbellinea es arrastrada de nuevo por el flujo, pero que manifiesta una estabilidad organizacional. Todo esto se reencuentra en todas las organizaciones vivientes: irreversibilidad de un flujo energético y posibilidad de organización por regulación y, sobre todo, por recursión, es decir, autoproducción de sí. Luego, tenemos el problema de una temporalidad extremamente rica, extre­ mamente múltiple y que es compleja. Nos hace falta ligar la idea de reversibilidad y de irreversibilidad, la idea de organización por complejización creciente y la idea de desorganización creciente. ¡He aquí el problema al que está confrontada la complejidad! M ientras que el pensamiento simplificador elimina el tiempo, o bien no concibe más que un solo tiempo (el del progreso o el de la corrupción), el pensamiento complejo afronta no solamente el tiempo, sino el pro­ blema de la politemporalidad en la que aparecen ligadas repetición, progreso, decadencia. 3. El tercer principio de simplificación es el de la reducción o tam­ bién de la elementalidad. El conocimiento de los sistemas puede ser reducido al de sus partes simples o unidades elementales que los constituyen. Sobre esto, seré muy breve. Resumo. Es en el dominio físico donde dicho principio parecía haber triunfado de modo incontestable, dominio que, evidentemen­ te, se encuentra más afectado por ese principio. He hecho alusión al problema de la partícula que es aporética (onda y corpúsculo), y, por tanto, la sustancia es fluctuante; nos dimos cuenta de que en lo que se creía ser el elemento puro y simple, a partir de ahora existía la contradicción, la incertidumbre, lo compuesto — aludo a la teoría de los quarks— y quizás lo inseparable — aludo a la teoría del «Bootstrap». Hay límites a la elementalidad; pero esos límites no son solamente intrínsecos; tienen también que ver con el hecho de que, una vez que hemos inscrito todo en el tiempo, la elementalidad aparece también con carácter de evento, es decir, que el elemento constitutivo de un sistema puede también ser visto como evento. Por ejemplo, existe una visión estática que consiste en considerarnos nosotros mismos en tanto que organismos; estamos constituidos por 30.000 o 50.000 millones de células. En modo alguno, y creo lo que Atlan justamente precisó: no estamos constituidos por células, estamos constituidos por interacciones entre esas células. No son ladrillos unas al lado de las otras; están en interacción. Y esas interacciones, son acontecimientos, ellos mismos ligados por acontecimientos repetitivos que son martilleados por el movimiento de nuestro corazón, movimiento a la vez regular e inscrito en un flu­ jo irreversible. Todo elemento puede ser leído también como even­ to. Y está sobre todo el problema de la sístematicidad; hay niveles de emergencia; los elementos asociados forman parte de conjuntos organizados; en el plano de la organización del conjunto, emergen cualidades que no existen en las partes. Cierto, hemos descubierto que finalmente todo eso pasa en nuestro ser, no solamente en nuestro organismo, sino incluso en el pensamiento, en nuestras ideas, en nuestras decisiones, que pueden reducirse a torbellinos de electrones. Pero es evidente que no se pue­ de explicar la conquista de las Galias por Julio César sólo por los movimientos de torbellinos electrónicos de su cerebro, de su cuerpo, y de los de los legionarios romanos. Incluso si un demonio consi­ guiese determinar esas interacciones físicas, nada comprendería de la conquista de las Galias, que sólo puede comprenderse en el plano de la historia romana y de las tribus galas. Del mismo modo, diría que, en términos de cambios bioquímicos, los amores de César y Cleopatra son totalmente ininteligibles. Así, pues, es cierto que no reduciremos los fenómenos antroposociafes a los fenómenos biológi­ cos, ni éstos a las interacciones físico-químicas. 4. El cuarto principio simplificador es el del Orden-Rey. El uni­ verso obedece estrictamente a leyes deterministas, y todo lo que parece desorden (es decir, aleatorio, agitador, dispersivo) sólo es una apariencia debida únicamente a la insuficiencia de nuestro co­ nocimiento. Las nociones de orden y ley son necesarias, pero insuficientes. Sobre esto, Hayek, por ejemplo, muestra bien que cuanta más com­ plejidad hay, menos útil es la idea de ley. Hayek piensa, obviamente, en la complejidad socioeconómica — es su tipo de preocupación— , pero él se da cuenta de que es muy difícil, porque son complejos, predecir los fenómenos sociales. Es evidente que las «Leyes» de la Sociedad o las «Leyes» de la Historia son tan generales, tan triviales, tan planas, que carecen de interés. Hayek dice: «Por lo tanto, la búsqueda de leyes no es marca del proceder científico, sino sola­ mente un carácter propio de las teorías sobre fenómenos simples». Vincula muy fuertemente la idea de leyes con la idea de simplici­ dad. Pienso que si esta visión es bastante justa en lo que concierne a los fenómenos sociales, no lo es menos que, en el mundo físico o biológico, el conocimiento debe a la vez detectar el orden (las leyes y determinaciones) y el desorden, y reconocer las relaciones entre orden y desorden. Lo que es interesante, es que el orden y el desor­ den tienen una relación de complementariedad y complejidad. To­ memos el ejemplo, que frecuentemente cito, de un fenómeno que presenta, bajo una perspectiva, un carácter aleatorio sorprendente, y, bajo otra perspectiva, un carácter de necesidad; ese fenómeno es la constitución del átomo de carbono en las calderas solares. Para que ese átomo se constituya, es necesario que se produzca el encuen­ tro, exactamente en el mismo momento, de tres núcleos de helio, lo que es un acontecimiento completamente aleatorio e improbable. Sin embargo, desde que ese encuentro se produce, una ley entra en acción; una regla, una determinación muy estricta, interviene; el átomo de carbono se crea. Así, pues, el fenómeno tiene un aspec­ to aleatorio y un aspecto de determinación. Además, el número de interacciones entre núcleos de helio es enorme en el seno del Sol; y, además, ha habido muchas generaciones de soles en nuestro sistema solar; finalmente, con el tiempo se crea una cantidad considerable de átomos de carbono, se crea en todo caso una amplia reserva necesaria para la creación y el desarrollo de la vida. Vemos cómo un fenómeno que parece ser extremamente improbable, por su carácter aleatorio, finalmente es cuantitativamente bastante importante y puede entrar en una categoría estadística. Todo lo cual depende, pues, de la pers­ pectiva desde la cual se mire; y diría, sobre todo, que es interesante — es necesario— reunir todas esas perspectivas. Es en este sentido que propongo un tetragrama, que en modo alguno es un principio de explicación, sino que es mucho más un recordatorio indispensa­ ble; es el tetragrama orden-desorden-interacciones-organización. Esto debo también precisarlo bien; cuando se dice tetragrama, se piensa en un tetragrama muy famoso, aquel que, en el Monte Sinaí, el Eterno proporcionó a Moisés para revelarle su nombre, nombre sa­ grado e impronunciable; J.H.V.H. Aquí el tetragrama del que hablo no es la Fórmula suprema: expresa la idea de que toda explicación, toda intelección, jamás podrán encontrar un principio último; éste no será el orden, ni una ley, ni una fórmula maestra E= MCE, ni el desorden puro. Desde que consideramos un fenómeno organizado, desde el átomo hasta los seres humanos, pasando por los astros, es necesario hacer intervenir de modo específico principios de orden, principios de desorden y principios de organización. Los principios de orden pueden incluso crecer al mismo tiempo que los de desor­ den, al mismo tiempo que se desarrolla la organización. Por ejemplo, Lwoff escribió un libro titulado L’o rdre biologique , es un libro muy interesante porque, en efecto, hay principios de orden que son válidos para todos los seres vivientes, para toda organización viviente. Sólo que esos principios de orden válidos para toda organización viviente pueden existir si las organizaciones vivientes son vivientes; así, pues, no existían antes de la existencia de la vida, sino en estado virtual, y cuando la vida se extinga cesarán de existir. He aquí un orden que tie­ ne necesidad de autoproducirse mediante la organización y ese orden es bastante particular puesto que tolera una parte importante de des­ orden, incluso hasta colabora con el desorden, como von Neumann lo vio acertadamente en su teoría de los autómatas. Así, pues, hay, al mismo tiempo que crece la complejidad, crecimiento del desorden, crecimiento del orden, crecimiento de la organización (y perdonen que use esa palabra cuantitativa de «crecimiento»). Es cierto que la relación orden-desorden-organización no es solamente antagónica, es también complementaria, y es en esa dialéctica de complementariedad y antagonismo donde se encuentra la complejidad. 5. La antigua visión, la visión simplificación, es una visión en la que evidentemente la causalidad es simple; es exterior a los objetos; les es superior; es lineal. Ahora bien, hay una causalidad nueva, que intro­ dujo primeramente la retroacción cibernética, o feed-back negativo, en la cual el efecto hace bucle con la causa y podemos decir que el efecto retroactúa sobre la causa. Este tipo de complejidad se m ani­ fiesta en el ejemplo de un sistema de calefacción de una habitación provisto de un termostato, donde efectivamente el mismo termostato inicia o detiene el funcionamiento de la máquina térmica. Lo que es interesante, es que no es solamente ese tipo de causalidad en bucle el que se crea; es también una endo-exo-causalidad, puesto que es efectivamente también el frío o el calor exterior lo que va a desen­ cadenar la detención o la activación del dispositivo de calefacción central; pero en este caso, la causa exterior desencadena un efecto interior inverso de su efecto natural: el frío exterior provoca el calor interior. Porque hace frío fuera, la habitación está caliente. Desde luego, todo esto puede ser explicado de manera muy simple cuan­ do se consideran los segmentos constitutivos del fenómeno del bucle retroactivo; pero el bucle que liga esos segmentos, el modo de ligar esos segmentos, deviene complejo. Hace aparecer la endo-exo-causa­ lidad. La visión simplificadora, tan pronto como se trata de máqui­ nas vivientes, busca primeramente la exo-causalidad simple; ésta ha sido la obsesión behaviorista, por ejemplo. Se piensa que el estímulo que provocó una respuesta (como la saliva del perro) produ jo casi esa respuesta. Después, nos dimos cuenta de que lo interesante era saber también lo que pasaba en el interior del perro y reconocer cuál era la naturaleza organizadora de la endo-causalidad que estimuló al perro a alimentarse. Todo lo que es viviente, y a fortiori todo lo que es humano, debe comprenderse a partir de un juego complejo o dialógico de endo-exo-causalidad. Así, es necesario superar, incluido en el desarrollo histórico, la alternativa estéril entre endo-causalidad y exo-causalidad. En lo que concierne a la extinta URSS, por ejem­ plo, dos visiones simplificadoras se enfrentan: la primera concibe el estalinismo según una causalidad puramente endógena que va de Marx a Lenin y de éste a Stalin como una especie de desarrollo cuasi deductivo a partir de un cuasi-gen doctrinal; al contrario, otros lo ven como un fenómeno accidental, es decir, ven en el estalinismo el efecto de las determinaciones del pasado zarista, de la guerra civil, del cerco capitalista, etc. Resulta evidente que ni una ni la otra de esas visiones son suficientes; lo interesante es ver la espiral, el bucle de fortalecimiento de causas endógenas y de causas exógenas que hace que en un momento el fenómeno se desarrolle en una dirección más que en otra, dando por presupuesto que existen desde el comienzo virtualidades de desarrollo múltiples. Tenemos, pues, sobre el tema de la causalidad una revisión muy importante por hacer. 6. Sobre la problemática de la organización, no quiero insistir. Diré que en el origen está el principio de emergencia, es decir, que cua­ lidades y propiedades que nacen de la organización de un conjunto retroactúan sobre ese conjunto; hay algo de no deductivo en la apa­ rición de cualidades o propiedades de todo fenómeno organizado. En cuanto al conocimiento de un conjunto, es -necesario pensar en la frase de Pascal que suelo citar: «Tengo por imposible concebir las partes al margen del conocimiento del todo, tanto como conocer el todo sin conocer particularmente las partes». Esto remite la cuestión del conocimiento a un movimiento cir­ cular ininterrumpido. El conocimiento no se interrumpe. Conoce­ mos las partes, lo que nos permite conocer mejor el todo, pero el todo vuelve a permitir conocer mejor las partes. En este tipo de conocimiento, el conocimiento tiene un punto de partida cuando se pone en movimiento, pero no tiene término. Tenemos que vérnoslas en la naturaleza, no solamente biológica sino física, con fenómenos de auto-organización que plantean problemas enormes. No insisto sobre ello. Los trabajos de Pinson, que conocemos y que encuentro muy notables, dan nacimiento, desde el punto de vista organizadonal, a una concepción que podemos llam ar hologramática. Lo inte­ resante es que tenemos de ello un ejemplo físico, que es el holograma producido por el láser; en el holograma, cada parte contiene la in­ formación del todo. No la contiene, por lo demás, totalmente; pero la contiene en gran parte, lo que hace que efectivamente podamos romper la imagen del holograma, reconstituyéndose otros microtodos fragmentarios y atenuados. Thom dijo: «La vieja imagen del hombre-microcosmos, reflejo del macrocosmos, mantiene todo su valor; quien conozca al hombre conocerá el universo». Sin ir tan lejos, es notable constatár que, en la organización bio­ lógica de los seres multicelulares, cada célula contiene la informa­ ción del todo. Contiene potencialmente el todo. Y en este sentido es un modo hologramático de organización. En el lenguaje, el discurso toma sentido en relación a la palabra, pero la palabra sólo fija su sen­ tido en relación a los discursos en los que se encuentra encadenada. Aquí también hay una ruptura con toda visión simpíificadora de la relación parte-todo; nos hace falta ver cómo el todo está presente en las partes y las partes presentes en el todo. Por ejemplo, en las socie­ dades arcaicas, en las pequeñas sociedades de cazadores-recolectores, en las sociedades que llamábamos «primitivas», la cultura estaba impresa en cada individuo. Había en ellas algunos que poseían la to­ talidad de la cultura, esos eran los sabios, eran los ancianos; pero los otros miembros de la sociedad tenían en su espíritu el conocimiento de saberes, normas, reglas fundamentales. Hoy, en las sociedades-naciones, el estado conserva en él las nor­ mas y leyes, y la universidad contiene el saber colectivo. No obstante, pasamos, tras numerosos años en la fam ilia primero, y luego sobre todo en la escuela, a integrar la cultura del todo; así cada individuo porta prácticamente, de un modo vago, inacabado, toda la sociedad en él, toda su sociedad. Los problemas de organización social sólo pueden comprender­ se a partir de este nivel complejo de la relación parte-todo. Aquí interviene la idea de recursión organizacional que, a mi parecer, es absolutamente crucial para concebir la complejidad de la relación entre partes y todo. Las interacciones entre individualidades autó­ nomas, como en las sociedades animales o incluso en las células, puesto que las células tienen cada una su autonomía, producen un todo, el cual rettoactúa sobre las partes para producirlas. Dicho de otro modo, las interacciones entre individuos hacen la sociedad; de hecho, la sociedad no tendría ni un gramo de existencia sin los in­ dividuos vivientes; si una bomba muy limpia, como la bomba de neutrones, aniquilase toda Francia, permanecerían todos los monu­ mentos: el Elíseo, la Cám ara de los Diputados, el Palacio de Justicia, los Archivos, la Educación Nacional, etc.; pero no habría ya socie­ dad, porque, evidentemente, los individuos producen la sociedad. No obstante, la sociedad misma produce los individuos o, al menos, consuma su humanidad suministrándoles la educación, la cultura, el lenguaje. Sin la cultura, seríamos rebajados al más bajo rango de los primates. Dicho de otro modo, son las interacciones entre individuos las que producen la sociedad; pero es la sociedad la que produce al in­ dividuo. He aquí un proceso de recursividad organizacional; lo re­ cursivo se refiere a procesos en los cuales los productos y los efectos son necesarios para su propia producción. El producto es al mismo tiempo el productor; lo que supone una ruptura total con nuestra lógica de las máquinas artificiales en la que las máquinas producen productos que les son exteriores. Ver nuestra sociedad a imagen de esas máquinas, es olvidar que esas máquinas artificiales están en el interior de una sociedad que se autoproduce ella misma. 7. El pensamiento simplificador fue fundado sobre la disyunción entre el objeto y el medio ambiente. Se comprendía el objeto aislán­ dolo de su medio ambiente; era tanto más necesario aislarlo como era necesario extraerlo del medio ambiente para colocarlo en un nuevo medio ambiente artificial que se controlaba, que era el medio de la experimentación, de la ciencia experimental. Efectivamente, gracias a la experimentación se podían variar las condiciones del comportamiento del objeto, y, por lo mismo, conocerlo mejor. La experimentación ha hecho progresar considerablemente nuestro co­ nocimiento. Pero hay otro conocimiento que sólo puede progresar concibiendo las interacciones con el medio ambiente. Este problema se encuentra en física, donde las grandes leyes son leyes de interac­ ción. Se encuentra también en biología, donde el ser viviente es un sistema a la vez cerrado y abierto, inseparable de su medio ambiente del que tiene necesidad para alimentarse, informarse, desarrollarse. Nos hace falta, pues, no desunir, sino distinguir los seres de su me­ dio ambiente. Por otra parte, el pensamiento simplificador se fundó sobre la disyunción absoluta entre el objeto y el sujeto que lo percibe y con­ cibe. Nosotros debemos plantear, por el contrario, el principio de relación entre el observador-conceptuador y el objeto observado, con­ cebido. Hemos mostrado que el conocimiento físico es inseparable de la introducción de un dispositivo de observación, de experimentación (aparato, desglose, reja) y por esto incluye la presencia del observa­ dor-conceptuador en toda observación o experimentación. Aunque no hubiese hasta el presente ninguna virtud heurística en el conoci­ miento astronómico, es interesante apuntar aquí el principio antró- pico extraído por Brandon Carter: «La presencia de observadores en el universo impone determinaciones, no solamente sobre la edad del universo a partir de la cual los observadores pueden aparecer, sino también sobre el conjunto de sus características y de los parámetros fundamentales de la física que se despliega ahí». Añade que la versión débil del principio antròpico estipula que la presencia de observado­ res en el universo impone determinaciones sobre la posición temporal de estos últimos; la versión fuerte del principio antròpico supone que la presencia de observadores en el universo impone determinaciones, no solamente sobre su posición temporal, sino también sobre el con­ junto de propiedades del universo. Es decir, que el universo pertenece a una clase de modelos de universos capaces de abrigar seres vivien­ tes y de ser estudiados por ellos. Lo que es una cosa extraordinaria, puesto que todo nuestro conocimiento del cosmos, efectivamente, hace de nosotros seres cada vez más periféricos y marginales. No solamente estamos en una estrella de extrarradio, de una galaxia del extrarradio, sino que además somos seres vivientes, quizás los únicos seres vivientes del universo — por abreviar, no tenemos prueba de que haya otros en él— , y desde el punto de vista de la vida, somos la única rama donde ha aparecido esa forma de conciencia reflexiva que dispone de lenguaje y que puede verificar científicamente sus conoci­ mientos. El universo nos margina totalmente. Ciertamente, el principio antròpico en absoluto suprime esa marginalidad; pero dice que es necesario, de una determinada ma­ nera, que el universo sea capaz, incluso de un modo altamente im ­ probable, de hacer seres vivientes y seres conscientes. Desde la ver­ sión débil, el ejemplo que da es bastante interesante; dice; «Nuestro Sol tiene 5.000 millones de años; es un adulto; tiene asegurado, salvo error, 10.000 millones de años. La vida comenzó tal vez hace 4.000 millones de años, es decir, prácticamente al principio del sis­ tema solar. Nosotros, seres humanos, aparecimos en el medio de la edad solar». H ay aquí algo que no es puramente arbitrario, al azar. Suponiendo que la vida hubiese comenzado mucho antes, no habría tenido, sin duda,-condiciones de desarrollo posible; pero, si la vida hubiese empezado más tarde, la consciencia humana habría apare­ cido en el momento en que el Sol hubiese comenzado a extinguirse, es decir, en el momento en que quizás no habría sido más que un relámpago antes del crepúsculo final. Dicho de otro modo, tiene cierto interés intentar pensar nuestro sistema en relación a nosotros y nosotros en relación a nuestro sistema. Y es una invitación al pensamiento rotativo, de la parte al todo y del todo a la parte. Ya la reintroducción del observador en la observación había sido efectuada en micro-física (Bohr, Heisenberg) y en la teoría de la información (Brillouin). Aún de modo más profundo el problema se plantea en sociología y en antropología: ¿cuál es núestro lugar, nosotros observadores-conceptualizadores, en un sistema del que formamos parte? Tras la noción de observador se esconde la noción, aún deshonrosa, de sujeto. Sin duda, en física puede prescindirse de la noción de sujeto, a condición de precisar bien que toda nuestra visión del mun­ do físico se hace mediante la intermediación de representaciones, de conceptos o de sistemas de ideas, es decir, de fenómenos propios del espíritu humano. Pero, ¿podemos prescindir de la idea de observador-sujeto en un mundo social constituido por interacciones entre sujetos? 8. a 11. Hay también otra cuestión que me parece importante, es que, en el conocimiento simplificador, las nociones de ser y de existencia estaban totalmente eliminadas por la formalización y la cuantificación. Ahora bien, creo que han sido reintroducidas a par­ tir de la idea de autoproducción que, ella misma, es inseparable de la idea de recursion organizacional. Tomemos un proceso que se autoproduce y que así produce el ser; crea el «sí mismo». El proce­ so autoproductor de la vida produce seres vivientes. Estos seres son, en tanto que sistemas abiertos dependientes de su medio ambien­ te, sometidos a aleatoriedades, existentes. La categoría de existencia no es una categoría puramente metafísica; somos «seres-ahí», como dijo Heidegger, sometidos a las fluctuaciones del medio exterior y sometidos efectivamente a la inminencia a la vez totalmente cierta y totalmente incierta de la muerte. Dicho de otro modo, estas cate­ gorías del ser y de la existencia que parecen puramente metafísicas, las reencontramos en nuestro universo físico; pero el ser no es una sustancia; el ser sólo puede existir a partir del momento en que hay auto-organización. El Sol es un ser que se autoorganiza, evidente­ mente no a partir de nada, sino de una nube cósmica; y cuando el Sol estalle, perderá su ser... i í [ ! ■ : j j i ¡ j Si podemos referirnos en lo sucesivo a principios científicos que permiten concebir el ser, la existencia, al individuo, al sujeto, es cier­ to que el estatus, el problema, de las ciencias sociales y humanas se modifica. Es muy importante, puesto que el drama, la tragedia, de las ciencias humanas y de las ciencias sociales especialmente, es que, queriendo fundar su cientificidad sobre las ciencias naturales, encontraron principios simplificadores y mutilantes en los que era imposible concebir el ser, imposible concebir la existencia, imposible concebir la autonomía, imposible concebir el sujeto, imposible con­ cebir la responsabilidad. 12. y 13. Ahora, llego al último punto, que es el más dramático. El conocimiento simplificador se funda sobre la fiabilidad absoluta de la lógica para establecer la verdad intrínseca de las teorías, una vez que éstas están fundadas empíricamente según los procedimien­ tos de la verificación. Ahora bien, hemos descubierto, con el teore­ ma de Godel, la problemática de la limitación de la lógica. El teorema de Godel ha demostrado los límites de la demostración lógica en el seno de sistemas formalizados complejos; éstos comportan al menos una proposición que es indecidible, lo que hace que el conjunto del sistema sea indecidible. Lo que es interesante en esta idea es que se la puede generalizar: todo sistema conceptual suficientemente rico incluye necesariamente cuestiones a las que no puede responder des­ de sí mismo, pero a las que sólo se puede responder refiriéndose al exterior de ese sistema. Como dice expresamente Godel: «El sistema sólo puede encon­ trar sus instrumentos de verificación en un sistema más rico o metasistema». Tarski lo dijo también claramente para los sistemas se­ mánticos. Los metasistemas, aunque más ricos, comportan también una brecha y así consecutivamente; la aventura del conocimiento no puede clausurarse; la limitación lógica nos hace abandonar el sueño de una ciencia absoluta y absolutamente cierta, pero es necesario decir que no era sólo un sueño. Era el sueño finalmente de los años veinte, el sueño del matemático Hilbert que creía efectivamente que podía probarse de modo absoluto por la metamatemática, matemá­ ticamente, lógicamente, formalmente, la verdad de una teoría. Era el sueño del positivismo lógico, que creyó fundar con certeza la teoría científica. Ahora bien, Popper, después Kuhn, cada uno a su modo, han mostrado que lo propio de una teoría científica es ser biode­ gradable. Hay aquí una brecha en la lógica, a la que se añade otra brecha, que es el problema de la contradicción. Es un problema muy viejo, puesto que lo contradictorio o el antagonismo está presente en Heráclito, Hegel, Marx. La cuestión está en saber si la aparición de una contradicción es signo de error, es decir, si es necesario abandonar el camino que ha conducido a ella o si, por contrario, nos revela niveles profundos o desconocidos de la realidad. Existen contradicciones no absurdas, a las que nos conduce la observación, así la partícula se presenta al ob­ servador tanto como onda, tanto como corpúsculo; esta contradic­ ción no es una contradicción absurda; se funda sobre una andadura lógica; partiendo de determinadas observaciones, se llega a la con­ clusión de que lo observado es algo inmaterial, una onda; pero otras observaciones, no menos verificadas, nos muestran que, en otras condiciones, el fenómeno se comporta como una entidad discreta, un corpúsculo. Es la lógica la que conduce a esa contradicción. El verdadero problema es que es la misma lógica la que nos conduce a momentos aporéticos, los cuales pueden o no pueden ser superados. Lo que revela la contradicción, si ella es insuperable, es la presencia de un nivel profundo de la realidad que cesa de obedecer a la lógica clásica o aristotélica. Diría, en dos palabras, que el trabajo del pensamiento, cuando es creador, es realizar saltos, transgresiones lógicas, pero que el trabajo de la verificación es retornar a la lógica clásica, al nudo deductivo, el cual, efectivamente, sólo opera verificaciones segmentarias. Pode­ mos formular proposiciones, aparentemente contradictorias, como por ejemplo: yo soy otro. Yo «soy» otro, como decía Rimbaud, o esa hermosa frase de Tarde, por citar a un precursor de la sociología, que reza: «Lo más admirable de todas las sociedades, esa jerarquía de consciencia, esa feudalidad de almas vasallas de la que nuestra persona es la cima», es decir, esa multiplicidad de personalidades en el yo; en la identidad existe un tejido de nociones extremamente diversas, existe la heterogeneidad en lo idéntico. Todo esto es muy difícil de concebir, pero es así. Así, en el corazón del problema de la complejidad, anida un problema de principio de pensamiento o paradigma, y en el corazón del paradigma de complejidad se presenta el problema de la insufi­ ciencia y necesidad de la lógica, del enfrentamiento «dialéctico» o dialógico de la contradicción. La epistemología compleja El segundo problema es el de la epistemología com pleja, que, en úl­ tima instancia, es aproximadamente de la misma naturaleza que el problema del conocimiento del conocimiento. Continúa cuestiones de lo que he dicho, pero sobrepasándolas, englobándolas. ¿Cómo concebir ese conocimiento del conocimiento? Podemos decir que el problema del conocimiento científico po­ día plantearse a dos niveles. Estaba el nivel que podríamos llam ar empírico, y el conocimiento científico, gracias a las verificaciones mediante observaciones y experimentaciones múltiples, extrae da­ tos objetivos y, sobre estos datos objetivos, induce teorías que, se pensaba, «reflejaban» lo real. En un segundo nivel, esas teorías se fundaban sobre la coherencia lógica, y así fundaban su verdad los sistemas de ideas. Teníamos, pues, dos tronos, el trono de la realidad empírica y el trono de la verdad lógica, de este modo se controlaba el conocimiento. Los principios de la epistemología compleja son más complejos: no hay un trono; no hay dos tronos; en modo alguno hay trono. Existen instancias que permiten controlar los conocimientos; cada una es necesaria; cada una es insuficiente. La primera instancia, es el espíritu. ¿Qué es el espíritu? El espíritu es la actividad de algo, de un órgano llamado cerebro. La complejidad consiste en no reducir ni el espíritu al cerebro, ni el cerebro al espí­ ritu. El cerebro, evidentemente, es un órgano que podemos analizar, estudiar, pero que nombramos tal cual por la actividad del espíritu. Dicho de otro modo, tenemos algo que podemos llamar el espí­ ritu-cerebro ligado y recursivo, puesto que uno coproduce al otro de alguna manera. Pero de todas formas, este espíritu-cerebro ha surgi­ do a partir de una evolución biológica, vía la hominización, hasta el hom o llamado sapiens. Por lo tanto, la problemática del conocimien­ to debe absolutamente integrar, cada vez que ellas aparecen, las ad­ quisiciones fundamentales de la bio-antropología del conocimiento. Y ¿cuáles son esas adquisiciones fundamentales? La primera adquisición fundamental es que nuestra máquina cerebral es hiper-compleja. El cerebro es uno y múltiple. La menor palabra, la menor percepción, la menor representación, ponen en ¡ juego, en acción y en conexión miríadas de neuronas y múltiples j estratos o sectores del cerebro. Este es bihemisférico; y su funcio- j namiento favorable acontece en la complementariedad y el antago- ■ nismo entre un hemisferio izquierdo más polarizado sobre la abs­ tracción y el análisis, y un hemisferio derecho más polarizado sobre la aprehensión global y lo concreto. El cerebro es hipercomplejo, igualmente, en el sentido en que es «triúnico», según la expresión de Mac Lean. Porta en sí, no como la Trinidad tres personas en una, sino tres cerebros en uno, el cerebro reptiliano (celo, agresión), el cerebro mamífero (afectividad), el neo-córtex humano (inteligencia lógica y conceptual), sin que haya predominancia de uno sobre otro. Al contrario, hay antagonismo entre esas tres instancias, y a veces, a menudo, es la pulsión quien gobierna a la razón. Pero también, en y por ese desequilibrio, surge la imaginación. Lo más importante, quizás, en la bio-antropología del conoci­ miento nos retorna a las críticas kantianas, en mi opinión inelu­ dibles; efectivamente, se ha descubierto mediante medios nuevos de observación y experimentación lo que Kant descubrió mediante procedimientos intelectuales y reflexivos. Nuestro cerebro está en una caja negra que es el cráneo, no tiene comunicación directa con el universo. Esa comunicación se efectúa indirectamente, vía la red nerviosa a partir de las terminales sensoriales. ¿Qué es lo que llega a nuestra retina, por ejemplo? Son estímulos, que en nuestro len­ guaje actual llamamos fotones, que van a impresionar la retina, y esos mensajes van a ser analizados por células especializadas, des­ pués transcritos en un código binario el cual va a llegar a nuestro cerebro donde, de nuevo, van, según procesos que no conocemos, a traducirse en representación. Es la ruina de la concepción del cono­ cimiento-reflejo. Nuestras visiones del mundo son traducciones del mundo. Tra­ ducimos la realidad en representaciones, nociones, ideas, después en teorías. Desde ahora está experimentalmente demostrado que no existe diferencia intrínseca alguna entre la alucinación y la percep­ ción. Podemos efectuar determinados estímulos sobre determinadas zonas del cerebro y hacer revivir impresiones, recuerdos, con una fuerza alucinatoria sentida como percepción. Dicho de otro modo, lo que diferencia a la percepción de la alucinación es únicamente la intercomunicación humana. Y quizás ni eso, pues hay casos de alu­ cinación colectiva. A menos que se admita la realidad de la aparición de Fátima, es cierto que miles de personas, que una muchedumbre, pueden producir una misma alucinación. Así, del examen bio-antropológico del conocimiento se despren­ de un principio de incertidumbre fundamental; existe siempre una relación incierta entre nuestro espíritu y el universo exterior. Sólo po­ demos traducir su lenguaje desconocido atribuyéndole y adaptándole nuestro lenguaje. Así, hemos llamado «luz» a lo que nos permite ver, y entendemos hoy por luz un flujo de fotones que bombardean nues­ tras retinas. Es ya hora de que la epistemología compleja reintegre un personaje que ha sido ignorado totalmente, es decir, al hombre en tanto que ser bio-antropológico que tiene un cerebro. Debemos con­ cebir que lo que permite el conocimiento es al mismo tiempo lo que lo limita. Imponemos al mundo categorías que nos permiten captar el universo de los fenóm enos. Así, conocemos realidades, pero nadie puede pretender conocer La Realidad con «L» y «R». No hay sólo condiciones bio-antropológicas del conocimien­ to. Existen, correlativamente, condiciones socioculturales de pro­ ducción de todo conocimiento, incluido el científico. Estamos en los comienzos balbucientes de la sociología del conocimiento. Una de sus enfermedades infantiles es reducir todo conocimiento, in­ cluido el científico, únicamente a su enraizamiento sociocultural; ahora bien, desgraciadamente, no se puede hacer del conocimiento científico una ideología del mismo tipo que las ideologías políticas, aunque — y volveré sobre ello— toda teoría sea una ideología, es decir, construcción, sistema de ideas, y aunque todo sistema de ideas dependa a la vez de capacidades propias del cerebro, de condiciones socioculturales, de la problemática del lenguaje. En este sentido, una teoría científica comporta inevitablemente un carácter ideológico. Existen siempre postulados metafíisicos ocultos en y bajo la activi­ dad teórica (Popper, Holton). Pero la ciencia establece un diálogo crítico con la realidad, diá­ logo que la distingue de otras actividades cognitivas. Por otro lado, la sociología del conocimiento está aún poco de­ sarrollada y conlleva en sí una paradoja fundamental; sería necesario que la sociología fuese más potente que la ciencia que estudia para poderla tratar de modo plenamente científico; ahora bien, desgra­ ciadamente la sociología es científicamente menos potente que la ciencia que examina. Lo que quiere decir, evidentemente, que es necesario desarrollar la sociología del conocimiento. Existen estu­ dios interesantes, pero muy limitados, que son estudios de sociología de los laboratorios; ponen de manifiesto que un laboratorio es un micro-medio humano donde bullen ambiciones, celos, rivalidades, modas... Se dudaba un poco de ello. Es cierto que esto vuelve a sumergir la actividad científica en la vida social y cultural; pero no se trata sólo de eso. H ay mucho más que hacer desde el punto de vista de la sociología de la cultura, de la sociología de la intelligent­ sia (M annheim). Hay todo un dominio extremamente fecundo por prospectar. A este nivel es preciso desarrollar una socio-historia del conocimiento, incluida en ella la historia del conocimiento científi­ co. Acabamos de ver que toda teoría cognitiva, aun la científica, es coproducida por el espíritu humano y por una realidad sociocultu­ ral. Eso no basta. Es necesario también considerar los sistemas de ideas como rea­ lidades de un tipo particular, dotadas de una determinada autono­ mía «objetiva» en relación a los espíritus que las nutren y se nutren de ellas. Es necesario, pues, ver el mundo de las ideas, no sólo como un producto de la sociedad o como un producto del espíritu, sino ver también que el producto tiene, en el dominio complejo, siempre una autonomía relativa. Es el famoso problema de la superestruc­ tura ideológica, que ha atormentado a generaciones de marxistas, porque, evidentemente, el marxismo sumario y cerrado hacía de la superestructura un puro producto de las infraestructuras, pero el marxismo complejo y dialéctico, comenzando por M arx, percibía que una ideología retroactuaba, evidentemente, y jugaba su papel en el proceso histórico. Es necesario ir todavía más lejos. M arx creyó volver a poner la dialéctica sobre los pies subordinando el papel de las ideas. Pero la dialéctica no tiene cabeza ni pies. Es rotativa. A partir del momento en que se toma en serio la idea de recur­ sion organizacional, los productos son necesarios para la producción de los procesos. Las sociedades humanas, las sociedades arcaicas, tienen mitos fundacionales, mitos comunitarios, mitos sobre ances­ tros comunes, mitos que les explican su situación en el mundo. Aho­ ra bien, esas sociedades sólo pueden consumarse en tanto que socie­ dades humanas si tienen ese ingrediente mitológico; el ingrediente mitológico es tan necesario como el ingrediente material. Puede de­ cirse: «no, por supuesto tenemos primeramente necesidad de comer y luego... los mitos»; sí, ¡pero no tanto! Los mitos mantienen la co­ munidad, la identidad común, que es un vínculo indispensable para las sociedades humanas. Forman parte de un conjunto en el que cada momento del proceso es capital para la producción del todo. Dicho esto, quiero hablar del grado de autonomía de las ideas y tomaré dos ejemplos extremos; un ejemplo que me ha impresionado siempre resulta evidente en todas las religiones. Los dioses que son creados por las interacciones entre los espíritus de una comunidad de creyentes tienen una existencia plenamente real y plenamente objetiva; ellos no tienen ciertamente la misma objetividad que una mesa, que la caza; pero tienen una objetividad real en la medida en que se cree en ellos: son seres que viven por los creyentes y éstos operan con sus dioses un comercio, un intercambio de amor pagado con amor. Se les demanda ayuda o protección y, a cambio, se les dona ofrendas. Mejor aún: hay muchos cultos en los que los dioses aparecen, y lo que me ha fascinado siempre en la m acum ba es ese momento en el que llegan los dioses, los espíritus, que se apoderan de tal o cual persona, que bruscamente habla por la boca del dios, habla con la voz del dios; es decir, que la existencia real de esos dio­ ses es incontestable. Pero esos dioses no existirían sin los humanos que los protegen: ¡he aquí la restricción que es necesario hacer a su existencia! En el límite, esta mesa puede aún existir tras nuestra vida, nuestro aniquilamiento, aunque no tuviese ya la función de mesa; eso sería lo que continuaría su existencia. Pero los dioses mo­ rirían todos desde que cesáramos de existir. Entonces, ¡he ahí su tipo de existencia! Del mismo modo, diría que las ideologías existen con mucha fuerza. ¡La idea trivial de que podemos morir por una idea es muy verdadera! Claro está, mantenemos una relación muy equívoca con la ideología. Una ideología, según la visión marxiana, es un instru­ mento que enmascara intereses particulares bajo ideales universales. Todo esto es verdad; pero la ideología no es solamente un instru­ mento; ella nos instrumentaliza. Estamos poseídos por ella. Somos capaces de actuar por ella. Así, pues, existe el problema de la autono­ mía relativa del mundo de las ideas y el problema de la organización del mundo de las ideas. Hay necesidad de elaborar una ciencia nueva que sería indis­ pensable para el conocimiento del conocimiento. Esa ciencia sería la noología , ciencia de la s cosa s del espíritu, de las entidades mitoló­ gicas y de los sistemas de ideas, entendidos en su organización y su modo de ser específico. Los problemas fundamentales de la organización de los sistemas de ideas no resultan solamente de la lógica, existe también lo que llamo la paradigm atología. Ésta significa que los sistemas de ideas obedecen a algunos principios fundamentales, principios de asocia­ ción o de exclusión que los controlan y comandan. Así, por ejemplo, lo que podemos llamar el gran paradigma de Occidente, bien formulado por Descartes, ya citado, que consiste en la disyunción entre el objeto y el sujeto, la ciencia y la filosofía, es un paradigma que no sólo controla la ciencia, sino que controla la filo­ sofía. Los filósofos admiten la disyunción con el conocimiento cien­ tífico, tanto como los científicos la disyunción con la filosofía. He aquí, pues, un paradigma que controla tipos de pensamiento total­ mente diferentes, incluso antagónicos, pero que le obedecen igual­ mente. Ahora bien, tomemos la naturaleza humana como ejemplo del paradigma. O bien el paradigma hace que esas dos nociones, las de naturaleza y hombre, estén asociadas, como ocurre de hecho en Rousseau, es decir, que sólo puede comprenderse lo humano en relación con la naturaleza. O bien, esas dos nociones están disjuntas, es decir, que sólo puede comprenderse lo humano por exclusión de la naturaleza; éste es el punto de vista de la antropología cultural aún reinante. Un paradigma complejo, por el contrario, puede comprender lo humano a la vez en asociación y en oposición con la naturaleza. Es Kuhn quien ha puesto de relieve fuertemente la importancia crucial de los paradigmas, aunque haya definido mal esa noción. Él la uti­ liza en el sentido vulgar anglosajón de «principio fundamental». Yo la empleo en un sentido intermedio entre su sentido lingüístico y su sentido kuhniano, es decir, que ese principio fundamental se define por el tipo de relaciones que existen entre algunos conceptos maes­ tros extremamente limitados, pero cuyo tipo de relaciones controla todo el conjunto de los discursos, incluida la lógica de los discursos. Cuando digo lógica, es necesario ver que de hecho creemos en la lógica aristotélica; pero en ese tipo de discurso que es el discurso _de nuestro conocimiento occidental, es la lógica aristotélica la que nos hace o b ed e cerán saberlo, a ese paradigma de disyunción, de simplificación y de legislación soberana; y el mundo del paradigma es evidentemente algo muy importante que merece ser estudiado en sí mismo, pero a condición siempre de abrirlo sobre el conjunto , de las condiciones socioculturales y de introducirlo en el corazón ! mismo de la idea de cultura. El paradigma producido por una culj tura es al mismo tiempo el paradigma que reproduce a esa cultura. Hoy, el principio de disyunción, distinción, asociación, oposición que gobierna la ciencia, no solamente controla las teorías, sino que al mismo tiempo comanda la organización tecno-burocrática de la sociedad. Esa división, esa hiperdivisión del trabajo científico, apa­ rece de un lado, evidentemente, como una especie de necesidad de desarrollo intrínseco, porque, desde que una organización compleja ! se desarrolla, el trabajo se especializa mientras que las tareas se mul­ tiplican para llegar a una riqueza más compleja. Pero ese proceso no solamente es paralelo, sino que está ligado al proceso de la división del trabajo social, al proceso de la heterogeneización de tareas, al proceso de la no-comunicación, de la parcelación, de la fragmen­ tación de las actividades humanas en nuestra sociedad industrial; resulta evidente que hay en ello una relación muy profunda entre el modo como organizamos el conocimiento y el modo como la socie­ dad se organiza. La ausencia de complejidad en las teorías científi­ cas, políticas y mitológicas está ella misma ligada a una determinada carencia de complejidad en la organización social misma, es decir, que el problema de lo paradigmático es extremamente profundo porque remite a algo muy profundo en la organización social, que no"es evidente en principio; remite a algo muy profundo, sin duda, en la organización del espíritu y del mundo noológico. | Concluyo; ¿qué sería una epistemología compleja? ■ No es la existencia de una instancia soberana que sería el Señor epistemologo controlando de modo irreductible e irremediable todo saber; no hay trono soberano. Hay una pluralidad de instancias. Cada una de esas instancias es decisiva; cada una es insuficiente. Cada una de esas instancias comporta su principio de incertidumBre. He hablado del principio de incertidumbre de la bioantropología del conocimiento. Es necesario también hablar del principio de incertidumbre de la sociología del conocimiento; una sociedad produce una ideología, una idea; pero eso no es signo de que ella sea verdadera o falsa. Por ejemplo, en la época en que Laurent Casanova (es un recuerdo personal) estigmatizaba al existencialismo sartriano diciendo de éste: «Es la expresión de la pequeña burguesía laminada entre el proletariado y la burguesía», el desafortunado Sartre decía: «Sí, quizás; es verdad; pero eso no quiere decir, sin embargo, que el existencialismo sea verdadero o falso». Del mismo modo, las conclu­ siones «sociológicas» de Lucien Goldmann sobre Pascal, incluso si ellas están fundadas, no afectan a los Pensées. Lucien Goldmann decía: «La ideología de Pascal y de Port-Ro­ yal es la ideología de la nobleza de toga lam inada entre la monarquía y la burguesía ascendente». Quizás, pero, ¿es que la angustia de Pas­ cal ante los dos infinitos puede reducirse al drama de la nobleza de toga que va a perder su toga? No está tan claro. Es decir: incluso las condiciones más singulares, las más loca­ lizadas, las más particulares, las más históricas, de la emergencia de una idea, de una teoría, no son prueba de su veracidad — claro está— ni tampoco de su falsedad, p ich o de otro modo, hay un principio de incertidumbre en el fondo de la verdad. Es el problema de la epistemología ; es el problema de la dialéctica; es el problema de la verdad. Pero también aquí la verdad se escapa; y también aquí el día en que seTiaya constituido una facultad de noología, con su de­ partamento de paradigm atología , éste no será el lugar central desde donde se pudiese promulgar la verdad. Hay un principio de incertidumbre y, como decía hace un ins­ tante,""Hay un principio de incertidumbre en el corazón mismo de la lógica. Ño Hay incertidumbre en el siIo^stiTo; pero eh ti momento del ensamblaje en un sistema de ideas, hay un principio de incerti­ dumbre. Así, hay un principio de incertidumbre en el examen de cada instancia constitutiva del conocimiento. Y el problema de la episte­ mología es hacer comunicar esas instancias separadas; es, de alguna manera, hacer el circuito. No quiero decir que cada uno deba pasar su tiempo leyendo, informándose, sobre todos los dominios. ¡No! Pero lo que digo es que si se plantea el problema del conocimiento, y por tanto el problema del conocimiento del conocimiento, estamos obligados a concebir los problemas que acabo de enumerar. Son ine­ luctables; y no porque sea muy difícil informarse, conocer, verificar, etcétera, hay que elim inar esos problemas. Es necesario, en efecto, darse cuenta de que es muy difícil y que no es una tarea individuaTT es una tarea que necesitaría el encuentro, eí intercambio, entre todos Tos’Investígadorcs y universitarios que trabajan en dominios disjun­ tos, y que, poraesgracia, se encierran como ostras cuando se les solicitaTATmismo tiempo, debemos saber que no hay más privilegios^, más tronos, más Soberanías epistemológicas; los resultados de las cienciasdeT cerebrojdcí espíritu, de las ciencias sociales, de la his­ toria d elas ideas, etcétera, deben retroactuar sobre el estudio de los principios que determinan tales resultados. El problema no es que cada uno pierda su competencia. Es que la desarrolle bastante para articularla-con otras competencias, las cuales, encadenadas, forma­ rían un~bucle ¿ompleto y dinámico, el bucle del conocimiento del conocimiento. Ésta es la problemática de la epistemología compleja y no la llave maestra de la complejidad, de la que lo propio, desgra­ ciadamente, es que no facilita llave maestra alguna. SEGUNDA PARTE DE LA SOCIEDAD Y LA ECONOMÍA III. EL METABOLISMO SOCIAL: LAS RELACIONES ENTRE LA SOCIEDAD Y LA NATURALEZA Víctor M . Toledo y M anuel González de M olina Introducción La práctica dominante en las ciencias sociales procede considerando a los seres humanos como situados en el vacío, como si la satisfacción de sus necesidades no obligara a utilizar, manipular y transformar la naturaleza, como si sus acciones no tuvieran impactos muchas veces decisivos sobre ella. Postura tan común evidencia una desconexión, hoy insostenible, de la sociedad con sus fundamentos físico-bioló­ gicos, es decir, con el mundo natural. En ese sentido, la mayoría de las teorías hegemónicas en las ciencias sociales son tributarias de la ilusión metafísica que embargó la modernidad y que separó al ser humano de la naturaleza, generando una ficción antropocéntrica que aún persiste entre pensadores y en las corrientes más avanzadas de la ciencia contemporánea. La mutua relación entre sociedad y naturaleza estuvo ausente de la mayoría de las teorías de raíz ilustrada como el liberalismo, el marxismo, el anarquismo, etcétera, que justamente por ello podrían calificarse de idealistas. Un ejemplo evidente se puede encontrar en la noción de «sistema económico» que todas esas teorías han com­ partido de una u otra forma y que coloca la economía en un mundo ideal donde los recursos naturales son ilimitados y los servicios am ­ bientales nunca se degradan (Naredo, 1987). El ejemplo es significa­ tivo porque la economía se ocupa de la manera en que reproducimos la sociedad en términos materiales. La necesidad de reconciliar las ciencias sociales con el mudo físi­ co y biológico resulta, pues, urgente. Los enfoques ambientales que están prosperando en el ámbito de la Sociología, la Antropología o la Historia pueden cooperar eficazmente al logro de ese objetivo, entre otras cosas porque restituyen la naturaleza y todo lo que ello supone al interior del discurso. También porque se fundamentan en una axiomática, una nueva epistemología, en nuevas teorías del cambio social y en nuevas metodologías que, entre otras cosas, rom­ pen con la parcelación típica del conocimiento científico tradicional y restituyen la necesaria unidad que debe existir entre las ciencias naturales y las ciencias sociales. Por ello conviene despejar algunas dudas que se han planteado respecto a estos nuevos enfoques. En primer lugar, no pretenden explicarlo todo desde el prisma ambiental ni piensan que todos los fenómenos sociales tengan una explicación de esa índole. Las rela­ ciones sociales están presididas por la complejidad y no pueden ser reducidas a análisis físico-biológicos. Se ocupan esencialmente de la base material de las relaciones sociales, y no aspiran a explicar cualquier práctica social desde el punto de vista ecológico. En ese sentido, el enfoque ambiental en las Ciencias Sociales provee de un conocimiento necesario, pero parcial e incompleto. En segundo lugar, se fundamentan en una adecuada compren­ sión de las relaciones entre sociedad y naturaleza. Se ha de reco­ nocer, en este sentido, que no todas las teorías que aparecen con el marchamo de «ambientales» pueden restituir adecuadamente el vínculo entre el mundo social y mundo natural, ni todas las teorías que incorporan el mundo físico biológico lo hacen considerando el nivel de complejidad que ello supone. Parece obvio el rechazo a cualquier tipo de determinismo, especialmente aquel de raíz deci­ monónica y adscripción geográfica que pretendía comprender las distintas culturas e incluso el «genio» de las naciones a través de su hábitat. Rechazan el carácter unidireccional con que a menudo se entiende la relación entre naturaleza y sociedad, como si el medio ambiente explicara el comportamiento humano. El entorno físico y biológico establece, a través de las leyes de la naturaleza, lim ita­ ciones o constricciones a la acción de los seres humanos, pero nada más, y tampoco nada menos. Y esta precisión resulta esencial, por cuanto se suele descalificar la Historia o la Sociología Ambienta­ les tachándolas despreciativamente de «deterministas», adjetivo éste que excusa y excluye cualquier refutación seria y fundamentada de sus argumentaciones. Este enfoque ambiental de las ciencias sociales rechaza también aquella versión más moderna del determinismo que amenaza igual­ mente su coherencia científica. Nos referimos a la pretensión de al­ gunos «ecólogos sociales» de entender la dinám ica de las sociedades con supuestos y metodologías propios de la etología o de la ecología de poblaciones. De esa manera, la historia, por ejemplo, sería histo­ ria natural, y la sociobiología (W ilson, 1980) su entramado teórico, pensando que hay leyes que rigen el comportamiento humano y que éstas no son muy diferentes a las de las demás especies. Pero la dinámica de las sociedades humanas difícilmente puede explicarse en función de las leyes de la Ecología; ello es tan absurdo como pen­ sar que pueden explicarse sin su influencia. Variantes de este reduccionismo ambientalista pueden encontrarse también en los intentos de explicar la evolución humana en términos energéticos (Odum, 1972) o en el fatalismo a que aboca la aplicación mecánica de la Ley de la Entropía (Rifkins, 1990). Tampoco se compadecen mucho con las pretensiones de este nuevo enfoque y con sus bases epistemológicas, aquellas corrientes que desde la Antropología Cultural intentaron explicar la confor­ mación de la sociedad como una mera respuesta adaptativa de los distintos grupos humanos a sus respectivos ambientes. Muchos fue­ ron y muy importantes los logros alcanzados dentro de esta corriente que sirven de guía a no pocas investigaciones en el campo de la Historia y de la Sociología Ambientales o de la propia Antropología Ecológica, aunque realizados hoy con un enfoque menos unilate­ ral. Las prácticas sociales no son reductibles en toda su complejidad al análisis ambiental. Constituye un contrasentido sostener que las relaciones sociales se mueven por condicionamientos físicos. Como afirma Georgescu-Roegen refiriéndose a uno de ellos, la ley de la Entropía impone límites materiales a los fenómenos sociales pero no los gobierna. Ultimamente se ha propuesto entender la relación entre natura­ leza y sociedad como un proceso co-evolutivo, en que ambas interaccionan a lo largo del tiempo, siendo imposible entender una sin el concurso de la otra. Aunque este enfoque, que tiene bastante fortuna en las ciencias sociales, quizá porque no cuestiona sino que agrega una nueva variable al análisis convencional de la sociedad, reconoce un principio esencial: la doble determinación de ambos mundos, no obstante, los concibe como separados uno del otro, cuyo interior puede explicarse separadamente por las ciencias sociales y por las na­ turales. La Ciencias Sociales Ambientales se fundamentan también en el principio de co-evolución social y ecológica (Norgaard, 1994), pero entiende la relación entre naturaleza y sociedad de manera inte­ grada, esto es, parte de la consideración del sistema social como una parte más de los sistemas naturales. Para describir esta relación de mutua determinación a todos los niveles se ha propuesto el concepto de metabolismo social que constituye el núcleo central de este nuevo enfoque y al que dedicaremos la mayor parte de este capítulo. En tercer y último lugar, cualquier discurso renovado y, por tan­ to, consecuentemente reconciliado con la naturaleza debe replan­ tearse los objetivos que han presidido hasta hoy en el quehacer de los científicos sociales. La creación de riqueza o el crecimiento económi­ co de las naciones, su desarrollo tecnológico, o la igualdad social han constituido el objeto de estudio principal hasta hace pocos años. Son éstas aspiraciones legítimas. Pero el enfoque ambiental de las ciencias sociales debe ocuparse también de si el logro de tales aspira­ ciones se ha hecho sin poner en riesgo su supervivencia a lo largo del tiempo, es decir, su sustentabilidad. Coherente con el enfoque me­ tabòlico y con el rechazo de las visiones excesivamente naturalistas o antropocéntricas de la naturaleza, dicho enfoque sigue teniendo a las sociedades humanas en el centro de su análisis, pero contextualizadas en su medio ambiente. De esa manera, la sustentabilidad se configura como uno de los principales criterios de análisis. No se trata, sin embargo, de una mera sustitución de los objetos tradicionales por este nuevo. Lo realmente distintivo del enfoque ambiental es la atención que presta a la base material de la sociedad, sean cuales sean los criterios culturales que se usen para enjuiciarla. Un ejemplo puede encontrarse en el cambio que está experimen­ tando el abordaje que los sociólogos realizan sobre las aspiraciones lógicas de la especie humana a mejorar su situación. Éstas ya no se circunscriben al aumento de la riqueza de un país o de sus in­ dividuos. Desde Naciones Unidas y ciertos medios académicos se ha propuesto el concepto de «desarrollo humano» como un con­ cepto alternativo que hace hincapié en factores de calidad de vida, considerando tanto los económicos, sociales y culturales como los ambientales. Lo que el enfoque ambiental aporta a las ciencias so­ ciales es la preocupación por la sustentabilidad, en coherencia con su vocación consecuentemente materialista y con la condición material de toda relación social. Al hacerlo, se vuelve una ciencia comprome­ tida con los innumerables^ movimientos sociales y políticos que a lo largo y ancho del mundo luchan por construir una nueva «sociedad sustentable» (Toledo, 2003). El concepto de metabolismo Las sociedades humanas, cualesquiera sean sus condiciones o niveles de complejidad, no existen en un vacío ecológico, sino que afectan y son afectadas por las dinámicas, ciclos y pulsos de la naturaleza. La naturaleza definida como aquello que existe y se reproduce indepen­ diente de la actividad humana, pero que al mismo tiempo representa un orden superior al de la materia (Rousset, 1974). Ello supone el reconocimiento de que los seres humanos organizados en sociedad responden, no sólo a fenómenos o procesos de carácter exclusiva­ mente social, sino que son también afectados por los fenómenos de la naturaleza, pues, para utilizar las palabras de Kosik (1967), «...el hombre no vive en dos esferas distintas: no habita con una parte de su ser en la historia y con la otra en la naturaleza. Como ser humano está siempre y a la vez en la naturaleza y en la historia. Como ser histórico, y por tanto como ser social, humaniza a la naturaleza, pero también la conoce y reconoce como totalidad absoluta, como causa sui que se basta a sí misma, como condición y supuesto de la humanización». Las sociedades humanas producen y reproducen sus condi­ ciones materiales de existencia a partir de su metabolismo con la naturaleza, una condición que aparece como pre-social, natural y eterna (Schmidt, 1976). En otras palabras: «El metabolismo entre la naturaleza y la sociedad es independiente de cualquier forma histó­ rica porque aparece previamente bajo las condiciones pre-sociales o histórico-naturales de los seres humanos» (Schmidt, op. cit.). Dicho fenómeno implica el conjunto de procesos por medio de los cuales los seres humanos organizados en sociedad, independientemente de su situación en el espacio (formación social) y en el tiempo (mo­ mento histórico), se apropian, circulan, transforman, consumen y excretan, materiales y/o energías provenientes del mundo natural. Al realizar estas actividades, los seres humanos consuman dos actos: por un lado «socializan» fracciones o partes de la naturaleza, y por el otro «naturalizan» a la sociedad al producir y reproducir sus vínculos con el universo natural. Asimismo, durante este proceso general de metabolismo, se genera una situación de determinación recíproca entre la sociedad y la naturaleza, pues la forma en que los seres humanos se organizan en sociedad determina la forma en que ellos afectan, transforman y se apropian a la naturaleza, la cual a su vez condiciona la manera como las sociedades se configuran. El resultado de esta doble conceptualización (ecológica de la sociedad y social de la naturaleza) toma cuerpo en una visión cua­ litativamente superior de la realidad en razón de dos hechos. Por un lado, porque deriva de un abordaje que supera el conocimiento parcelado y la habitual separación entre las ciencias naturales y las sociales y humanas, al que nos tiene condenado la práctica domi­ nante del quehacer científico; es decir, permite adoptar un «pensa­ miento complejo» (Funtowicz y Ravetz, 1993; Morin, 1984; 2001; Leff, 2000). Por el otro, porque inserta esta visión abstracta en la dimensión concreta del espacio (planetario), es decir, sitúa cada fe­ nómeno social y natural en un contexto donde la posición y la escala se vuelven también factores determinantes. Las relaciones que los seres humanos establecen con la natu­ raleza son siempre dobles: individuales o biológicas y colectivas o sociales. A nivel individual los seres humanos extraen de la natura­ leza cantidades suficientes de oxígeno, agua y biomasa por unidad de tiempo para sobrevivir como organismos; y excretan calor, agua, bióxido de carbono y substancias mineralizadas y orgánicas. Al nivel social, el conjunto de individuos articulados a través de relaciones o nexos de diferentes tipos se organiza para garantizar su subsistencia y reproducción y extrae también materia y energía de la naturaleza por medio de estructuras meta-individuales o artefactos; y excreta toda una gama de residuos o desechos. Estos dos niveles corresponden a lo que M argalef (1993) ha lla­ mado energía endosomática y energía exosomática, una distinción que es crucial para los fundamentos de la nueva economía ecológica (Martinez-Alier y Roca-Jusmet, 2000). Éstos representan además los flujos de energía «bio-metabólica» y «socio-metabólica» respec­ tivamente, y juntos constituyen el proceso general de metabolismo entre la naturaleza y la sociedad. La historia de la humanidad no es más que la historia de la expansión del metabolismo social más allá de la suma de los me­ tabolismos de todos sus miembros. En otros términos, a través del tiempo las sociedades humanas han tendido a incrementar la ener­ gía exosomática sobre la energía endosomática, de tal suerte que el cociente exo/endo puede ser utilizado como un indicador de la com­ plejidad material de las sociedades. Mientras que en los primeros estadios societarios, la energía endosomática fue casi la única clase de energía arrancada a la naturaleza, con una mínima cantidad de energía transformada en instrumentos de uso doméstico, en las ac­ tuales sociedades industriales la energía exosomática sobrepasa de treinta a cuarenta veces la suma de la energía utilizada por los indi­ viduos que las conforman. Lo anterior queda corroborado por el hecho de que hoy en día, a nivel global, la extracción de recursos minerales (combustibles fósiles y minerales metálicos y no metálicos), medida en tonelaje, triplica la extracción de la biomasa (los productos de la fotosíntesis) obtenida a través de las prácticas agrícolas, pecuarias, forestales, pesqueras y de recolección y extracción (datos para 1995 en Naredo, 2000). Los orígenes del concepto de metabolismo En analogía con la noción biológica de metabolismo, el concepto utilizado en el estudio de las relaciones entre la sociedad y la natura­ leza, describe y cuantifica los flujos de materia y energía que se inter­ cambian entre conglomerados sociales, particulares y concretos, y el medio natural (ecosistemas). Este concepto ha sido denominado «metabolismo social», «metabolismo socio-económico» o «metabo­ lismo industrial». La idea de utilizar el concepto de metabolismo en el abordaje integrado o socio-ecológico de la realidad, ha ganado terreno en la última década por su creciente importancia como herramienta teó­ rica y metodológica (Fisher-Kowalski, 1997). Este concepto ha sido utilizado recurrentemente desde el siglo XIX por varios autores (véase una revisión histórica en Fisher-Kowalski, 1998 y Fisher-Kowalski y Hüttler, 1999). Todo indica que el primero en utilizar este concepto en las ciencias sociales fue K. M arx. El concepto de metabolismo fue adoptado por M arx a partir de sus lecturas de los naturalistas de su época, principalmente del holandés Moleschot, y constituyó una herramienta fundamental en su análisis económico y político del capitalismo (Schmidt, 1976). El concepto, sin embargo, permaneció en estado latente hasta finales de la década de los sesenta del siglo pasado, cuando algunos economistas como K. Boulding y R. Ayres lo «re-inventaron». La mayoría de los análisis que utilizan este concepto se han concentra­ do en cuantificar más los flujos de energía que los de materiales, por­ que aparentemente su cálculo resulta más fácil. En los últimos años el número de estudios que utilizan este concepto se ha incrementado de manera notable, abordando aspectos tales como la salud humana, el desarrollo social y el crecimiento económico (v.g. Ayres y Simonis, 1994; Opschoor, 1997). En la actualidad se dispone ya de metodologías que ofrecen mé­ todos, índices y fuentes de información estadística para calcular con detalle los flujos de materia y energía a escala nacional, de tal suerte que se ha logrado cuantificar el metabolismo energético y material de algunos países (Matthews, et al., 2000; Haberl, 2002) y sus cam­ bios a través del tiempo, logrando realizar un análisis histórico (v.g. Krausnrann y Haberl, 2002). Los cinco procesos metabólicos El metabolismo entre la naturaleza y la sociedad comienza cuando los seres humanos socialmente agrupados se apropian materiales y energías de la naturaleza ( input ), y finaliza cuando depositan de­ sechos, emanaciones o residuos en los espacios naturales {output). Entre estos dos fenómenos ocurren además procesos en las «entra­ ñas» de la sociedad, por medio de los cuales las energías y materiales apropiados circulan, se transforman y terminan consumiéndose. Por lo anterior, en el proceso general del metabolismo social existen tres tipos de flujos de energía y materiales: los flujos de entrada, los flujos interiores y los flujos de salida. El proceso metabòlico se ve entonces representado por cinco fenómenos que son teórica y prácticamente distinguibles: la apropiación (A), la transformación (T), la distribu­ ción (D), el consumo (C) y la excreción (E). El acto de la apropiación (A) constituye, en sentido estricto, la forma primaria de intercambio entre la sociedad humana y la natu­ raleza. M ediante A, la sociedad se nutre de todos aquellos materiales, energías y servicios que los seres humanos y sus artefactos requieren (endosomática y exosomáticamente) para mantenerse y reproducir­ se. Este proceso lo realiza'siempre una unidad de apropiación P, la cual puede ser una empresa (estatal o privada), una cooperativa, una familia, una comunidad, o un artefacto (por ejemplo, un captador de energía solar). El proceso de Transformación (T) implica todos aquellos cam­ bios producidos sobre los productos extraídos de la naturaleza, los cuales ya no son consumidos en su forma original. En sus formas más simples T incluye las modalidades más elementales de la ali­ mentación (por ejemplo, el cocimiento de elementos vegetales o animales por medio del fuego). A lo largo del tiempo, T se ha ido volviendo gradualmente una actividad más compleja, conforme el proceso se ha vuelto menos intensivo en trabajo y más intensivo en el empleo de energía y materiales (artesanía, manufactura, fábrica, etcétera). El proceso de Distribución (D) aparece en el momento en el que las unidades de apropiación dejan de consumir todo lo que produ­ cen y de producir todo lo que consumen. Con ello se inaugura, en sentido estricto, el fenómeno del intercambio económico (Toledo, 1981). Los elementos extraídos de la naturaleza comienzan entonces a circular, y en el devenir de la historia se incrementan no sólo los volúmenes de lo que circula, sino las distancias que recorren antes de ser consumidos. Los cambios en los patrones de comunicación territorial logrados a través de formas cada vez mas eficientes de transporte (humano, anim al, fluvial, marino, aéreo, etcétera.) fue­ ron amplificando su radio de acción. La magnitud de D ha ido evo­ lucionando desde la asignación (o el intercambio) no mercantil ni monetario hasta el intercambio mediado por el dinero, la propiedad privada y los mercados. En el proceso metabòlico del consumo (C) se ve envuelta toda la sociedad, incluidos los distintos tipos de P. Este proceso metabòlico puede ser entendido a partir de la relación que existe entre las nece- sidades del ser humano, social e históricamente determinadas, y los satisfactores proporcionados por medio de los tres primeros procesos (A+T+D). No obstante, en muchas sociedades (sobre todo en socieda­ des de base energética orgánica) el nivel de consumo ha determinado, el esfuerzo de A, T, D (en sociedades campesinas, por ejemplo). De nuevo, en el proceso de excreción (E), que es el acto por el cual la sociedad humana arroja materiales y energía hacia la natu­ raleza (incluyendo substancias y calor), también se ve envuelta toda la sociedad, incluidos los distintos tipos de A. Las dos cuestiones básicas que hay que considerar aquí son: la calidad de los residuos (si son asimilables o no por la naturaleza) y su cantidad (si sobrepasa o no su capacidad de reciclaje). Quizá sea E el proceso metabòlico más dependiente de los anteriores, si bien el escenario que comienza a dibujarse habla de que el volumen y la cantidad de E están con­ virtiéndose en un fenómeno que requiere —para su tratamiento, para su eliminación o para su almacenamiento— de nuevos proce­ sos metabólicos (captación, transformación, transporte y almacena­ miento de residuos) que en muchos casos terminan condicionando aA+T+D+C. La apropiación de la naturaleza El acto de apropiación que inicia todo metabolismo entre la sociedad y la naturaleza, definido como «el proceso por medio de cual los miembros de toda sociedad se apropian y transforman ecosistemas para satisfacer sus necesidades y deseos» (Cook, 1973), se refiere al momento (concreto, particular y específico) en el que los seres huma­ nos se articulan a la naturaleza a través del trabajo. En otro sentido, la apropiación conforma la dimensión propiamente ecológica del pro­ ceso de producción reconocido por los economistas, un aspecto que ha sido largamente olvidado por la gran mayoría de sus analistas. La apropiación califica el acto por el cual un sujeto social hace suya una «cosa», y se aplica en este caso a la acción por la cual los seres humanos extraen un fragmento de la naturaleza para volverlo un elemento social. Es decir, se trata del acto por el cual los seres humanos hacen transitar un fragmento de materia o energía desde el espacio natural hasta el espacio social. En tal sentido, la apropiación de la naturaleza es un acto de internalización o asimilación de ele­ mentos naturales al «organismo» social. Esta acción que determina a y es determinada por, las fuerzas naturales representadas por los ecosistemas (véase más adelante) es al mismo tiempo un acto que determina y es determinado por el resto de los procesos que con­ forman el metabolismo general: la circulación, la transformación, él consumo y la excreción. Dependiendo del momento histórico en el que se realiza el análi­ sis, la apropiación será, según sea el caso, el elemento determinante o determinado del proceso metabòlico general. Por ejemplo, mientras que en las sociedades agrarias la apropiación fue (y es) el elemento determinante, en las sociedades industriales son la transformación, el consumo y cada vez mas la excreción, los procesos que determi­ nan a aquélla. Por otra parte, desde un punto de vista meramente ecológico, la forma que toma la apropiación, esto es, la acción por la cual los seres humanos extraen elementos naturales, determinará los efectos que esta operación tenga sobre la naturaleza, que, como sabemos, es la base material de toda producción (social). En tal sentido, el calificativo de productor que reciben los seres humanos desde una óptica estrictamente económica cuando éstos ejecutan el proceso del trabajo, se traduce en el de apropiador, cuando el acto de la producción se enfoca desde una perspectiva primordialmente ecológica (es decir, de sus relaciones con los procesos naturales). Esto es así porque, en últim a instancia, los seres humanos son a un mismo tiempo especie biológica y especie social, un supuesto que se confirma por el carácter bifacético del trabajo (Schmidt, 1976), el cual encarna tanto en intercambio ecológico (las relaciones materia­ les con la naturaleza) Como en intercambio económico (las relacio­ nes materiales entre los propios seres humanos) (Toledo, 1981). Por todo lo anterior, utilizamos aquí el término de apropiación de la na­ turaleza de manera diferente a como lo han utilizado otros autores, notablemente aquéllos ligados con la corriente del estructuralismo marxista. Por ejemplo Terray (1972), quien ha empleado el término para diferenciar formas tecnológicas de uso de la naturaleza; o Godelier (1978), quien lo utiliza en relación con las formas jurídicas de propiedad y acceso a los recursos; o en fin, Ingold (1987) quien lo emplea para diferenciar lo humano de lo animal. La apropiación es una categoría tanto teórica como práctica, de tal suerte que dicho proceso puede ser empíricamente reducido a fluj os de materiales, energía, trabajo, servicios e información (véase Cook, 1973; Grünbühel, 2002). Una manera adecuada para com­ prender y explicar dicho proceso consiste, entonces, en describir las formas como esos flujos se estructuran e integran en la realidad con­ creta. Al adoptar un abordaje socio-ecológico de la apropiación, se hace necesario elaborar una topología del proceso, tal y como fue sugerido por Godelier (1978: 764) hace más de dos décadas, es de­ cir, se vuelve obligatorio el espacializar dicho fenómeno. Los ecosistemas Todo espacio natural puede ser descompuesto en unidades-totali­ dades con una determinada arquitectura, composición y funciona­ miento. La naturaleza es entonces una matriz heterogénea formada por un sinnúmero de ensamblajes, los cuales presentan una misma estructura y una misma dinám ica que les permite reproducirse o renovarse a través del tiempo, y cada uno de los cuales constitu­ ye un arreglo o una combinación única de elementos bióticos y no-bióticos, y posee una historia particular que los hace diferentes de los otros. Estas unidades han sido definidas como ecosistemas y una vez espacializadas alcanzan su expresión concreta en los llamados siste­ mas o unidades de paisaje. Mientras que el concepto de ecosistema constituye la principal aportación teórica y práctica de la ecología, las unidades de paisaje son su expresión concreta en las diferentes escalas del espacio, una contribución de las diferentes corrientes de la eco-geografía o ecología del paisaje (v.g. Tricart y Killian, 1982). Se trata en ambos casos de dos elaboraciones de un mismo fenó­ meno; la una abstracta y por lo mismo aespacial, la otra concreta y determinada por la escala. Lo anterior, fue el resultado de más de un siglo de investiga­ ción científica dirigida a integrar los conocimientos biológicos, físi­ co-químicos y geológicos. En tal sentido, tanto la ecología como la eco-geografía realizaron tareas similares y paralelas al develar una visión integradora del «mundo natural», que logró cristalizar en un solo concepto los diversos aportes provenientes de las diferentes ciencias ocupadas de estudiar los fenómenos de la corteza terrestre, la atmósfera, la hidrosfera y los seres vivos (Deléage, 1993). Más aún, cuando la investigación científica demuestra que todo ecosistema es un conjunto identificable en el espacio planetario, en el que los organismos y sus interacciones, los flujos de materia y energía y los ciclos biogeoquímicos se hallan en un «equilibrio di­ námico» (es decir, que son entidades capaces de auto-mantenerse, auto-regularse y auto-reproducirse independientemente de los seres humanos y sus conjuntos societarios, y bajo leyes y principios de carácter meta-social), no hace más que revelar los mecanismos por los que la naturaleza se renueva continuamente. El reconocimiento de esta dinám ica en el ecosistema que opera como el objeto de la apropiación (y el depósito último de la excreción), resulta entonces vital para mantener un metabolismo social ecológicamente adecua­ do, pues toda sociedad sólo es sustentable cuando logra funcionar sin afectar la reproducción de su base material. Al postular el concepto de ecosistema, la ecología no sólo des­ cubrió la «estructura interna» de la naturaleza, al lograr identificar la unidad en la compleja e intrincada diversidad de los paisajes na­ turales, sino que hizo evidente que los llamados recursos naturales (el agua, el suelo, la energía solar, los minerales y las especies de or­ ganismos) conforman elementos o componentes que aparecen arti­ culados e integrados los unos con los otros en conjuntos o unidades con una presencia real por las diferentes escalas del espacio. Esto ha tenido repercusiones inmediatas sobre los análisis dedi­ cados a estudiar la apropiación, pues lo que en última instancia las sociedades se apropian no son elementos aislados y desarticulados, sino conjuntos o totalidades ecosistémicas. Ello obliga a reconocer que toda teoría del manejo de los recursos naturales, que no es sino el análisis de la apropiación como primer acto del fenómeno general de metabolismo entre la sociedad y la naturaleza, sólo será efectiva cuando tome en cuenta las dinámicas, capacidades y umbrales de los ecosistemas que forman la base material de la producción, es decir, del metabolismo (Toledo, 2003, Holling, 2001). Por todo lo anterior, los procesos productivos que realizan los seres humanos agrupados en sociedad suponen la apropiación, no de recursos natu­ rales, sino de ecosistemas. Hoy en día se reconoce que los ecosistemas no sólo proveen de materiales y energías a los seres humanos, también les ofrecen «ser­ vicios ambientales» tales como un ambiente propicio para la super­ vivencia de la especie humana, mecanismos reguladores de la tem­ peratura y la humedad o del equilibrio de la atmósfera (dado que mantienen balances geo-químicos y físicos), espacios para el espar­ cimiento, la educación o la contemplación, y ámbitos para alimentar valores espirituales o estéticos. Existen por lo menos tres supuestos derivados de la teoría ecoló­ gica que marcan las pautas que debe seguir una apropiación adecua­ da. En primer término deben reconocerse los paisajes o las unidades ambientales que conforman el predio, parcela, área o espacio (terres­ tre o acuático) que se pretende apropiar, lo cual se logra a través de la identificación de ciertos factores (geomorfológicos, bióticos, climá­ ticos, pedológicos, de vegetación) sobre una determinada escala. Lo anterior permite concretar el segundo supuesto, que consiste en reconocer el potencial productivo de cada una de las unidades previamente distinguidas. Si aceptamos que cada ecosistema par­ ticular ofrece una cierta resistencia al uso humano resultado de su estructura, funcionamiento e historia, entonces debe reconocerse que una tarea crucial es la de identificar sus límites, umbrales y po­ tencialidades. Ello permite finalmente reconocer lo que en la jerga geográfica se denomina «la vocación de los espacios naturales». El líltimo supuesto incluye la «optimización» de la apropiación con base a los supuestos anteriores. Ello implica obtener el máximo flujo de energía o materiales del ecosistema apropiado con el mínimo de esfuerzo y sin poner en peligro su capacidad de renovación. De todo lo anterior se desprende que toda apropiación que, por alguna razón, se efectúe por encima de la vocación productiva de los ecosistemas, estará realizando un cierto forzamiento ecológico. Este forzamiento conlleva un cierto coste que termina expresándose bien por la baja de la producción a corto, mediano o largo plazo, bien por los efectos directos o indirectos de los mecanismos utilizados para evitar el descenso de la producción (por ejemplo, el uso de agro-quí­ micos que busca atenuar la pérdida de la fertilidad natural de los suelos). En ambos casos se trata del castigo con que la naturaleza pe­ naliza la decisión equivocada del productor. Y es la acumulación de decisiones equivocadas, en el espacio y en el tiempo, lo que conduce al colapso de la base material del metabolismo social y, finalmente, al decaimiento e, incluso, a la desaparición de determinados conglo­ merados societarios (pueblos, estados, civilizaciones). f La magnitud del coste dependerá por supuesro de cada situación concreta y particular, de tal forma que se hace teóricamente posible distinguir los umbrales o límites de los ecosistemas apropiados, y por consecuencia el realizar una apropiación adecuada capaz de auto-re­ gularse («adaptive management»); es decir, de ajustar la magnitud, duración e intensidad del acto de apropiación a los ritmos, límites y capacidades de los ecosistemas que operan como la base material de dicho proceso (Holling, 1978). En resumen, cada fragmento del espacio natural posee un límite (teóricamente reconocible) para su adecuada apropiación, más allá del cual se atenta contra su capaci­ dad de renovación y, finalmente, contra su existencia misma. Las formas básicas de apropiación de los ecosistemas Como una «célula» ubicada en la membrana o en la periferia de la sociedad, las unidades de apropiación P operan como los transfor­ madores de los recursos (renovables y no renovables) ofrecidos por la naturaleza a través de los ecosistemas, convirtiéndolos en un flujo de energía socialmente consumible. Dado que no todo lo que produce lo consume, ni todo lo que consume lo produce, P lleva a cabo dos tipos esenciales de intercambio: con la naturaleza (ecológico) y con los sectores urbanos e industriales (económico). Además de lo anterior, es necesario introducir una distinción fundamental en el caso del intercambio ecológico, el cual es bá­ sicamente una apropiación de ecosistemas, es decir, de conjuntos o totalidades de organismos vivos y elementos físicos, químicos y geológicos. Los seres humanos, es decir P, realizan entonces tres ti­ pos básicos de intervención en los ecosistemas, los cuales terminan teniendo una expresión territorial o paisajística. En el primer caso, la apropiación se realiza sin provocar cambios sustanciales en la estructura, arquitectura, dinám ica y evolución de los ecosistemas que se apropian. Aquí se incluyen todas las formas conocidas de caza, pesca, recolección y pastoreo, así como ciertas formas de extracción y de ganadería por forrajeo en las vegetaciones originales. ' En el segundo caso, se trata de actos de apropiación donde P desarticula o desorganiza los ecosistemas que se apropia, para in­ troducir conjuntos de especies domesticadas o en proceso de do­ mesticación, tal y como sucede con todas las formas de agricultura, ganadería, forestería de plantaciones y acuacultura. La principal diferencia entre estas dos modalidades de apropia­ ción de la naturaleza radica en que, mientras en el primer caso los ecosistemas se apropian sin afectar su capacidad intrínseca o na­ tural de auto-mantenerse, auto-repararse y auto-reproducirse, en el segundo los ecosistemas apropiados han perdido tales habilidades y requieren a fortiori de energía externa (humana, anim al o fósil) para mantenerse. En ausencia de la fuerza humana, estos ecosistemas o bien se regeneran y retornan mediante los mecanismos de restaura­ ción ecológica a las formas originales de las cuales surgieron, o bien derivan en formas bizarras, atípicas e impredecibles. En el primer caso, se trata de una «naturaleza manejada»; en el segundo, de una «naturaleza domesticada». En las últimas décadas, el movimiento conservacionista, que busca la preservación o protección de áreas naturales intocadas o en proceso de regeneración, ha dado lugar a una tercera forma de apropiación en la que los ecosistemas se conservan con fines de pro­ tección de especies, patrones y procesos, además de otros servicios tales como el mantenimiento del clim a local, regional o global, la captación de agua, el esparcimiento, la educación y la investigación científica. Hoy en día existen en el mundo unas 30.000 áreas naturales protegidas con una superficie equivalente al 8,8% de la superficie planetaria (World Conservation Monitoring Centre, 2000), de las cuales 440 son Reservas de la Biosfera. A diferencia de los dos mega-paisajes anteriores, en esta tercera modalidad la apropiación no supone la remoción de materiales o energías, sino solamente de lo que se han llamado «servicios ambientales», como los arriba cita­ dos. Estas tres modalidades de apropiación de los ecosistemas, permi­ ten distinguir en el espacio planetario tres grandes tipos de ambien­ tes o mega-paisajes y sus correspondientes formaciones transicionales o intermedias: el medio ambiente natural, el medio ambiente transformado (o domesticado) y el medio ambiente conservado. Estas tres expresiones paisajísticas, más la presencia de espacios de­ dicados a agrupar poblaciones humanas de carácter rural y urbano (poblados, ciudades y, en fin, megalópolis), o al establecimiento de industrias, han terminado por configurar la topología actual del pla­ neta. Y es en estos cinco sectores (el industrial y urbano, el rural y los tres principales tipos de medio ambiente) donde tiene lugar el metabolismo entre la sociedad humana y la naturaleza de manera concreta y específica. Lo duro y lo blando Hasta hoy en día, el proceso general de metabolismo ha sido aborda­ do como un fenómeno meramente material (y ello se explica porque sus principales analistas han sido economistas de la nueva corriente de la economía ecológica). Sin embargo, un abordaje sociológico completo obliga a considerar aquellas instancias y mecanismos de carácter no material con los cuales y dentro de los cuales el metabo­ lismo tiene lugar. Desde las sociedades tecnológicamente más sim­ ples, el proceso metabólico siempre ha ocurrido dentro de determi­ nadas relaciones sociales, es decir, siempre ha estado condicionado por diversos tipos de instituciones sociales. Los cinco procesos metabólicos (apropiación, circulación, trans­ formación, consumo y excreción) se articulan de manera específica, particular y estable a lo largo del tiempo, lo que permite hablar de formas específicas de articulación entre ellos y entre la sociedad por entero con la naturaleza. Las instituciones, que expresan relaciones estrictamente sociales como la familia, el mercado, las reglas de ac­ ceso a los recursos, el poder político, la fiscalidad, el parentesco, el apoyo recíproco, etcétera, suelen organizar socialmente esa articula­ ción de los procesos metabólicos. Mientras que los primeros procesos operan como la «parte dura» o visible de las sociedades humanas, como su blindaje material y energético; las instituciones, y sus consiguientes sistemas simbólicos y reglas jurídicas y sociales, funcionan como la «parte blanda» invi­ sible e inmaterial. Por lo anterior resulta pertinente afirmar que todo metabolismo social tiene un «hardware» y un «software», los cuales se determinan recíprocamente a lo largo de la historia en procesos que hoy resultan aún incomprensibles y que es necesario descubrir y ana­ lizar. Esta distinción recuerda, y en cierta forma reproduce, la antigua separación entre la «infraestructura» y la «superestructura» postulada por el estructuralismo marxista (v.g. Godelier, 1978; Fossaert, 1977). Eli cada sociedad dada existe, por Io tanto, una articulación es­ pecifica de los cinco procesos metabólicos, y una constitución espe­ cífica de las relaciones sociales que configuran cada uno de ellos, que tienden a la reproducción, a la continuidad en el tiempo, al mostrar cierto consenso social a la hora de satisfacer las necesidades básicas. No obstante, creemos que se pueden singularizar, sin afán ontològi­ co alguno, formas más o menos estables de configuración y articu­ lación de los cinco procesos metabólicos y su contraparte simbólica o institucional, que podemos designar de manera tentariva, como «sistema social» («social stages»). En ningún caso esa designación iría más allá de una caracterización meramente descriptiva, nunca prescriptiva. Los flujos de materia y energía La porción «dura», visible y tangible del proceso general de meta­ bolismo social se encuentra representada, en último instancia, por los flujos de materia y energía. Dicho de otra manera, los acros de apropiación, transformación, circulación, consumo y excreción, que conforman los cinco procesos particulares del fenómeno de meta­ bolismo social, pueden descomponerse en dos flujos: el material y el energético. En la literatura sobre el tema existen estudios que con­ tabilizan el «metabolismo material» y el «metabolismo energético» a diferentes escalas. No obstante que en los últimos años han aparecido estudios que cuantifican el flujo de materiales a nivel nacional, existe una tradi­ ción de análisis energético de lo social que se remonta al siglo dieci­ nueve (Martínez-Alier, 1987). En las últimas tres décadas los análisis energéticos fueron utilizados por los seguidores de la antropología ecológica, comenzando por el estudio pionero de Rappaporr (1971), en el análisis de sociedades tribales y agrarias. El estudio de los flujos energéticos de los sistemas sociales fue estimulado por las aportacio­ nes de los «ecólogos humanos» (esencialmente Odum, 1972), y el enfoque ha sido utilizado por algunos autores en el análisis histórico de las sociedades (v.g. Debier, et al., 1986; Smil, 1994). A pesar del interés por los flujos de energía en los conglomerados sociales, estos se analizaron sin considerar el concepto de metabo­ lismo social. Sólo recientemente Haberl (2001 a y 2001 b) ha pro­ puesto una metodología y ha mostrado ejemplos de su aplicación. En este caso se trata de contabilizar los flujos de todas las formas de energías utilizadas (electromagnética, química, térmica, eléctrica, mecánica y nuclear) y sus conversiones, más la energía nutricional de los seres humanos y los animales domesticados, desde su entrada a la esfera social hasta su expulsión hacia los ecosistemas. El metabolismo a través del tiempo: la historia ambiental La historia no es sino aquella parte del conocimiento que hace hin­ capié en la dimensión temporal de la existencia humana. Es, como todo conocimiento, un discurso socialmente construido, que como tal forma parte del «software» con que funciona el metabolismo en­ tre la sociedad y la naturaleza. En ese sentido, el discurso histórico se asemeja a la memoria de un colectivo social y funciona de modo análogo a la memoria del individuo. El metabolismo entre la sociedad y la naturaleza ha ido variando desde la aparición de las primeras sociedades hasta la época contem­ poránea. En consecuencia, la principal tarea de una historia am­ biental es la de estudiar los principales patrones y tendencias que van tomando estas configuraciones a lo largo del tiempo, así como la de reconocer una cierta sucesión entre estadios de estabilidad de «longe dureé» y estadios altamente inestables de cambios bruscos y de corta duración. En esta nueva perspectiva teórica, la historia ambiental se vuelve un enfoque integrador de los social y lo ecológico porque considera a los procesos naturales y sociales como «agentes activos» en perma­ nente acción recíproca (Sieferle, 2001). El estudio del metabolismo entre la naturaleza y las sociedades humanas a lo largo del tiempo, considerado como objeto central de la historia ambiental, se torna entonces en la vía para la recuperación de la memoria social frente a la naturaleza y, de manera especial, en un valioso instrumento para dimensionar las alternativas societarias que se debaten y se proponen (Dovers, 2000). La unidad básica de análisis de la historia ambiental debiera ser entonces la sociedad en metabolismo con la naturaleza; pero no la sociedad en su noción general y abstracta, sino las diversas socie­ dades que han existido, y existen, en el espacio y en el tiempo. La teorización de la evolución del proceso metabólico entre S y N, de­ biera contemplar una teoría de la amplitud o magnitud (creciente o decreciente) de dicho metabolismo. Ello permitiría no sólo captar el nivel de apropiación humana del suelo (captura de la productividad primaria neta o biomasa) y del subsuelo (fuentes fósiles de energía o de materiales), sino también del grado de intervención humana en los procesos físico-biológicos que tienen lugar en N. Ello daría, al mismo tiempo, una idea de las necesidades territoriales y del control de los recursos de los casos estudiados, todo lo cual ofrecería ele­ mentos para regular, modular y modificar ese metabolismo. El estudio de la historia del metabolismo entre la sociedad y la naturaleza implica también el análisis de la dirección, modo y ritmo del cambio. En el primer caso, se trata de indagar si existe o no una direccionalidad en el cambio histórico. Lo segundo se refiere al papel jugado por los factores internos de carácter social y los fac­ tores externos o naturales. Finalmente, el ritmo del cambio atañe a si los cambios son de carácter gradual o bien por medio de grandes saltos. Hasta la fecha, la búsqueda de los grandes cambios cualitativos en el tiempo histórico desde una perspectiva de historia ambien­ tal, se han centrado en las mutaciones ocurridas en el proceso de apropiación, adoptando lo que Worster (1990) ha denominado un «abordaje agro-ecológico» de la historia. Estos grandes saltos en el devenir del tiempo, que implica modificaciones cualitativas en el proceso de apropiación de los ecosistemas, se han identificado como «revoluciones ecológicas» (Merchant, 1987), «modos de transforma­ ción» (Turner, et al. 1990), «modos de uso de los recursos» (Gadgil & Guha, 1992), «modos de apropiación de la naturaleza» (Toledo, 1994 y 1995) y «regímenes de metabolismo social» (Sieferle, 2001). En otra dimensión, los orígenes y usos de la energía en las dife­ rentes sociedades humanas han recibido especial atención por parte de varios autores, entre los que destacan Adams (1975), Debier et al., (1986), y Smil, (1994). En este caso, se han intentado explicar los cambios de la sociedad a través de la historia en función de las fuentes energéticas y de las modalidades que toma el flujo de ener­ gía en cada sociedad analizada, es decir, se busca una explicación en el estudio del metabolismo energético. No obstante todos estos intentos, en sentido estricto, el estudio del cambio histórico toman­ do como marco conceptual el metabolismo social es una tarea que apenas se inicia (véase González de Molina y Toledo, 2003) Tanto Gadgil y Guha (1992) como Toledo (1994) han coincidi­ do en distinguir al menos tres grandes modos de uso de los recursos o de apropiación de la naturaleza que corresponderían a otros tres grandes tipos de organizar el metabolismo social con la naturaleza: modo primario o propio de los cazadores-recolectores, en el que la apropiación de los recursos no consigue transformar la estructura y la dinámica de los ecosistemas; de hecho los seres humanos podrían considerarse como una especie más dentro de cada ecosistema. El modo secundario, campesino o agrario establece un tipo de meta­ bolismo que produce aún transformaciones ciertamente limitadas sobre la dinám ica de los ecosistemas; no obstante se domestican plantas y animales, se m anipulan especies y se transforman — aun­ que de manera muy lim itada— determinados materiales en objetos útiles (aperos agrícolas, arados, arneses, herraduras y por supuesto armas). Esta capacidad lim itada de intervención en los ecosistemas y en el propio planeta es producto de la base energética sobre la que se asientan este tipo de sociedades: la energía solar. En cualquier caso, este tipo de metabolismo coexistió con una gama muy amplia de sistemas sociales que, pese a tener distintos grados de complejidad, tenían como base de su economía las actividades agrarias, desde la aparición de la agricultura hasta el feudalismo, los sistemas tributa­ rios asiáticos o el propio capitalismo. El metabolismo propio de las sociedades industriales utiliza como base energética los combustibles fósiles o la energía atómi­ ca, lo que le proporciona una alta capacidad de intervención en la dinámica de los ecosistemas, una enorme capacidad expansiva, su­ bordinante y transformadora (a través de máquinas movidas por combustibles fósiles). Ello explica que se haya producido con su in­ troducción un cambio cualitativo en el grado de artificialización de la arquitectura de los ecosistemas. La investigación, aplicada a los suelos y a la genética, ha dado lugar a nuevas formas de ma­ nipulación de los componentes naturales al introducir fertilizantes químicos y nuevas variedades de plantas y animales. Por primera vez, con la promoción de este tipo de metabolismo, la producción de residuos — producto de toda transformación de la energía y la mate­ ria— superó la capacidad de reciclaje, y la velocidad en la extracción de recursos comenzó a ser muy superior al tiempo de producción. El tipo de organización propio de este modo de uso es bien conocido por actual; sólo resaltar que se basa en criterios esencialmente ma­ teriales de clasificación social, en la promoción de valores culturales antropocéntricos, en pautas de conducta urbanas y en lógicas o ra­ cionalidades maximizadoras, muy alejadas de las propias de los dos modos de uso anteriores. Con estos tres grandes tipos de metabolismo social no se preten­ de reconstruir una nueva línea evolutiva más o menos lineal, entre otras cosas porque los tres coexisten en la actualidad. El primero es, no obstante, residual, en tanto que el segundo sigue siendo — si tomamos en cuenta el conjunto del planeta— la forma más nume­ rosa en que se organiza el metabolismo con la naturaleza; aunque su hegemonía está amenazada por la capacidad expansiva del meta­ bolismo industrial, que ha hecho que sea dominante en Occidente y que se encuentre en plena expansión por el Tercer Mundo tanto en número de los que se ven involucrados en él como en superficie controlada (véase un análisis de este proceso para el caso de México en Toledo et al., 2001). Estos no son sino ejemplos del modo de proceder de la Historia Ambiental, que estudia y clasifica las sociedades en función de su base material (flujo de energía y materiales) y de los límites que im­ pone a la práctica humana. Práctica que, al mismo tiempo, modifica y transforma el propio metabolismo hasta cambiarlo totalmente. La Historia Ambiental proporciona, pues, conocimientos imprescindi­ bles para entender el escenario en el que la acción humana se de­ sarrolla. En conclusión, el concepto de metabolismo como eje del análisis socio-ecológico o socio-ambiental no sólo promete ser de enorme utilidad en la dimensión meramente teórica o académica; más que eso, las aportaciones que se hagan teniendo como marco este concepto, serán seguramente decisivas para los debates políticos y los procesos sociales del presente y el futuro inmediato. Los cambios en el metabolismo social Es misión de los historiadores describir, tal y como hemos sugerido, el curso evolutivo que ha seguido la humanidad, distinguiendo la existencia de líneas evolutivas múltiples. La evolución no ha sido unilineal ni forzada por ninguna ley predeterminada, al margen de la voluntad de los propios seres humanos, sino multilineal y en bue­ na medida azarosa. La evolución ha tendido hacia un grado mayor de complejidad, pero al contrario de lo que ocurre en la naturale­ za, la complejidad no ha sido garantía de estabilidad, sino todo lo contrario. El 99% del tiempo que lleva la humanidad en el mundo ha transcurrido con formas más o menos simples de organización social, en tanto que el 1% restante ha visto aumentar de manera es­ pectacular la complejidad social y con ella la inestabilidad (la prueba más evidente es la actual crisis ecológica y el peligro, aún existente, de destrucción nuclear). Las sociedades evolucionan, pues, de acuerdo con designios no escritos de antemano, que dependen de un conjunto de circunstan­ cias y factores que los historiadores se afanan por entender. Es tarea de la Historia Ambiental aportar construcciones teóricas que hagan compresible la complejidad que comporta toda mutación de una for­ ma de metabolismo a otra. La historia de las sociedades en su medio ambiente en el pasado podría contemplarse de modo general como la descripción de sus distintos metabolismos sociales, de su tamaño, del impacto que tuvieron sobre el medio ambiente y cómo transita­ ron de unos a otros. Frente a lo que ocurre en la Naturaleza, en los procesos evolutivos o sucesionales (nacimiento, desarrollo, madurez y muerte), en los que el mayor consumo de energía se da durante la fase de desarrollo frente a la madurez en que el gasto es mucho menor, el crecimiento en complejidad de la organización social se ha hecho a base de consumir cantidades cada vez mayores de energía. Si consideramos que este recurso ha constituido la clave principal (110 la única, pero sí el soporte esencial de cualquier otra motivación) que hizo posible el cambio de algunas sociedades hacia un nivel de complejidad mayor, debemos preguntarnos qué tipo de factores desencadenaron una demanda mayor de energía y de materiales pre­ ferentemente para el consumo exosomático de determinadas socie­ dades a lo largo de su evolución en el tiempo. El cambio social muestra la complejidad del objeto con el que tiene que tratar el científico social. No obstante, el cambio socio-am­ biental se puede entender con el auxilio de construcciones teóricas y herramientas metodológicas en las que la mutación experimentada por uno o varios factores de los que hablaremos enseguida resultan especialmente relevantes. Tanto los factores mencionados como la teoría que los articula carecen de cualquier estatus normativo u on­ tologico, evitando con ello cualquier ordenación o predeterminación de la importancia de cada uno al margen de la propia experiencia humana. Sólo desde esta perspectiva se puede defender la existencia de factores relevantes a la hora de construir una explicación de los cambios socio-ambientales y de las mutaciones de un tipo de meta­ bolismo social a otro. Entre ellos, podríamos destacar los siguientes. En primer lugar, y como expresión de las limitaciones que, es­ tablece el medio ambiente sobre la dinám ica de las sociedades, los cambios en la dotación de los recursos y servicios ambientales sobre los que éstas se asientan resultan de especial significación. Tales cam­ bios son inducidos por la propia dinám ica de los ciclos físico-bioló­ gicos, pero también por las interferencias que las propias sociedades u otras ajenas pueden ejercer sobre ellos. Los efectos de la dotación de recursos y funciones ambientales, y de los cambios habidos en la misma, se manifiestan socialmente hablando en forma de limitantes al proceso metabòlico, por ejemplo, en la cualidad y cantidad de biomasa recolectada, en el nivel de extracción de materiales o ener­ gía, etcétera... Las respuestas sociales pueden ser de adaptación o de «superación» de tales limitantes mediante tecnologías. Las peculiari­ dades de cada ecosistema hacen, pues, que el proceso metabòlico sea más o menos dificultoso, tenga que vencer más o menos obstáculos, acelerando o retardando el cambio. En segundo lugar, debe tenerse en cuenta la dinám ica demográ­ fica, que afecta directamente al tamaño de la población. Tamaño que tiene dos impactos claros sobre el metabolismo social: aumenta o disminuye la fuerza de trabajo que lo hace funcionar y constituye el factor explicativo más relevante, aunque no único, de la envergadura que alcanza el consumo endo y exosomático de los individuos que lo componen. Entender las motivaciones del cambio demográfico se antoja una de las tareas más importantes que deben abordarse. En tercer lugar, el cambio tecnológico se convierte en una varia­ ble de primer orden que modifica al alza o la baja los dos primeros factores enunciados. Pero a condición de que el análisis del mismo huya de las simplificaciones economicistas o poblacionistas que han salpicado su estudio en las últimas décadas. Un determinado eco­ sistema o grupo de ellos puede sostener en principio, de acuerdo con sus características físico-biológicas, una determinada cantidad de individuos, designando un tamaño específico de su metabolismo. Sin embargo, determinadas soluciones tecnológicas pueden aumen­ tar la capacidad de carga por encima de sus posibilidades, a costa de aumentar la eficiencia metabólica en la utilización de la energía y de los materiales disponibles. Del mismo modo, un determinado metabolismo social puede crecer por encima de su dotación de recursos si es capaz de captar fuera de su entorno los recursos necesarios para su funcionamiento. En efecto, el intercambio económico constituye el cuarto factor que la Historia Ambiental considera relevante para explicar el cambio socioambiental. En realidad, es un instrumento de transferencia de energía y materiales entre distintas sociedades, que a su vez consume energía y materiales y produce residuos. A lo largo de la historia han existi­ do formas diversas de intercambio, la más característica de las cuales ha sido el mercado, primero como espacio físico de intercambio, y después como forma predominante de relación entre A+T+D+C+E. Como vía de transferencia o intercambio de energía y materiales, el intercambio económico es capaz de transmitir necesidades metabólicas de una sociedad a otra, o entre unos agentes sociales y otros dentro de una determinada sociedad. En sociedades con un alto grado de desarrollo del mercado, la competencia mercantil entre los distintos agentes que intervienen en el proceso de apropiación, transformación y distribución provoca incrementos en el metabolismo social. Pero, para que una determinada sociedad franquee los límites de su dotación de recursos, incrementando el tamaño de su meta­ bolismo, es preciso que los individuos no los perciban como tales, es decir, que dominen ideas y concepciones sobre la naturaleza y la sociedad que legitimen una presión mayor sobre ellos o sobre otras sociedades que los poseen. Por ello, la «cosmovisión» de una deter­ minada sociedad y los cambios que en ella se pueden operar resultan fundamentales para entender el funcionamiento y las transforma­ ciones de su metabolismo social. Las ideas sobre la naturaleza, y la percepción humana que de ésta se deriva, influyen de manera decisiva en la conformación del metabolismo y en las tendencias hacia el cambio. La actual crisis ecológica sería incompresible sin el cambio producido en el campo de las ideas desde finales del siglo XVIII, que facilitó el paso de un antropocentrismo biocéntrico a un antropocentrismo autorreferenciado en el propio ser humano. In­ fluenciado por la cosmovisión, debe tenerse en cuenta el sexto factor relevante para explicar el cambio: el desarrollo del conocimiento, especialmente el científico, del que ha dependido, especialmente en los últimos dos siglos, la capacidad de innovación tecnológica y, por tanto, la propia conformación del proceso metabolico. En séptimo lugar, las formas de acceso y de distribución de los recursos y servicios ambientales y de los satisfactores creados para atender las necesidades históricamente cambiantes de los compo­ nentes de cada sociedad tienen una influencia a veces decisiva sobre el tamaño y dimensiones del metabolismo social. Este acceso ha sido condicionado por las formas de apropiación de los flujos de energías y materiales y de los satisfactores o de su expresión abstracta a través del dinero. Una distribución desigual del acceso y disfrute de tales objetos presiona hacia un esfuerzo metabòlico mayor que el que provoca una distribución más igualitaria. Las relaciones entre A, T, D, C y E están condicionadas por una asignación más o menos asimétrica de los recursos y de los satisfactores. En este sentido, la distribución desigual de los recursos ha constituido históricamente una fuente permanente de conflictos y de búsqueda de lo que hoy se denomina «justicia ambiental», que han constituido un poderoso motor de la evolución histórica de las sociedades no sólo desde el punto de vista ecológico. En cualquier caso, parece claro que tales conflictos han tenido también una influencia a veces decisiva en el diseño del metabolismo social. En octavo lugar deben tenerse en cuenta las decisiones dimanan­ tes del poder y, en general, de las instituciones creadas en el interior de cada sociedad para regular las relaciones sociales y también el uso de los recursos y funciones ambientales. Nos referimos al conjunto de relaciones de poder estables (regulaciones y normas jurídicas) o pun­ tuales (decisiones), que tiene como misión la reproducción tanto del metabolismo entre la naturaleza y la sociedad, como de las formas en que éste se organiza y, por tanto, como transitan los flujos de energía y materiales en su interior. Influido por los demás factores, este factor influye a su vez de manera decisiva sobre ellos. Ello implica la formu­ lación de una nueva teoría del poder político y de las instituciones en términos ambientales. También del impacto que el conflicto social tiene sobre el propio metabolismo y en su dinámica evolutiva. En noveno lugar, la cantidad y la calidad de los residuos ge­ nerados en el proceso metabólico resultan también relevantes para explicar el cambio. Bien es cierto que este factor tiene escaso poder explicativo en la dinám ica social y en la dotación de los recursos con anterioridad a la civilización industrial, pero desde el siglo XIX ha ido ganado en capacidad explicativa hasta convertirse hoy en uno de los factores más relevantes para comprender el cambio y, sobre todo, el conflicto ambiental (lucha contra la contaminación, contra la instalación de industrias contaminantes e insalubres, etcétera). Su dimensión concreta acaba por afectar al primero de los facto­ res considerados, bien es verdad que de una manera positiva o nega­ tiva. Positiva, cuando los residuos entran de nuevo en el metabolis­ mo como recurso (reciclaje) o cuando se depositan en la naturaleza en un estado en el que el reciclaje resulta imposible y suelen requerir de más recursos para reacomodarse, disminuyendo las potencialida­ des del medio ambiente. El efecto invernadero y sus previsibles con­ secuencias para la fachada mediterránea de la península Ibérica, una acusada disminución de las precipitaciones y la consiguiente dismi­ nución de la capacidad productiva de la agricultura o del turismo constituyen un buen ejemplo de la relevancia que este factor puede tener en el cambio tecnológico, en el reacomodo de la población, en definitiva en el diseño del metabolismo social. Finalmente, y en décimo lugar, los historiadores ambientales deben prestar atención al azar, factor, éste, ignorado por las cien­ cias sociales. Puede interpretarse en un sentido lato: un fenómeno que ocurre por azar, sin una causalidad lógica, y que no puede ser previsto. Pero puede interpretarse también como el resultado lógico (aunque también imprevisible) de las interacciones entre los nueve factores anteriores (lo que daría más de un millón de posibilidades). En el primero de esos factores se incorpora — para complicar y hacer más impredecible el fenómeno— el propio azar que genera la recombinación de los componentes del medio físico-biológico. Es lo que H olling (1998) llam a una «sorpresa» en la propia dinámica interactiva entre la sociedad y la naturaleza. Un ejemplo de ello puede encontrarse en la estrecha relación que en los últimos tiem­ pos está teniendo el crecimiento en intensidad del metabolismo so­ cial y el aumento de fenómenos aparentemente azarosos como las catástrofes. En coherencia con lo dicho, el análisis de los cambios en el me­ tabolismo social encuentra sentido en la combinación de los diez criterios o factores enunciados, cuya articulación y jerarquía espe­ cíficas son privativas de cada lugar y circunstancia histórica. En ese sentido, el curso evolutivo de la humanidad se asemeja al crecimien­ to en ramas de diverso grosor, que expresan diferentes niveles de apropiación de la savia (recursos) y cuya representación geométrica sería, nada más y nada menos, que fractal. IV. INSTRUMENTOS ECONÓMICOS PARA POLÍTICAS DE SUSTENTABILIDAD Giuseppe M unda y M ichela Nardo El concepto de desarrollo sustentable En los años ochenta, la conciencia de conflictos reales y potenciales entre el crecimiento económico y el medio ambiente dio lugar al concepto de «desarrollo sustentable». Desde entonces, los gobiernos han declarado, y siguen haciéndolo, que están dispuestos a intentar llevar a cabo un crecimiento económico orientado hacia un desarro­ llo sustentable, a pesar de que desarrollo y sustentabilidad suelen ser a menudo términos contradictorios. El concepto de desarrollo sus­ tentable teóricamente no plantea una oposición entre crecimiento económico y conservación medioambiental, sino que más bien con­ lleva el ideal de una armonización o realización simultánea del cre­ cimiento económico y los intereses medioambientales. Por ejemplo, Barbier (1987, p. 103) escribe que el desarrollo sustentable implica: «maximizar al mismo tiempo los objetivos del sistema biológico (di­ versidad genética, resiliencia, productividad biológica), los objetivos del sistema económico (obtención de las necesidades básicas, au­ mento de la equidad, incremento de bienes y servicios útiles), y los objetivos del sistema social (diversidad cultural, sustentabilidad ins­ titucional, justicia social, participación)». Esta definición indica con claridad que el desarrollo sustentable es un concepto multidimen­ sional, pero, como puede observarse en nuestra vida diaria, suele ser imposible maximizar diferentes objetivos al mismo tiempo (intente imaginar una conciliación entre precio y calidad al comprar una casa o un coche). Cuando se tienen en cuenta objetivos en conflicto entre sí debe buscarse una solución intermedia. El argumento de la «realización simultánea» esconde trampas e inconsistencias, pero también enormes retos. Sin embargo, intentemos aclarar algunos puntos fundamentales del concepto de «desarrollo sustentable». En economía, se entiende por «desarrollo» «el conjunto de cambios en la estructura económi­ ca, social, institucional y política necesarios para llevar a cabo la transición de una economía precapitalista basada en la agricultura a una economía capitalista industrial» (Bresso, 1993). Esta definición de desarrollo tiene dos características principales: - - Los cambios necesarios no son sólo cuantitativos (como el cre­ cimiento del producto interior bruto), sino también cualitativos (sociales, institucionales y políticos). El concepto de desarrollo está considerado como un proceso de fusión cultural hacia el mejor conocimiento, el mejor conjunto de valores, la mejor organización y el mejor conjunto de tecno­ logías: el de los países industrializados occidentales. Añadir la palabra «sustentable» al «conjunto de cambios» (primer punto) supone añadir una dimensión ética al desarrollo. La cuestión de la «distribución equitativa», tanto en la misma generación (equi­ dad intrageneracional; por ejemplo, el conflicto Norte-Sur) como entre diferentes generaciones (equidad intergeneracional) es crucial. Yendo un poco más lejos, podríamos plantearnos una cuestión le­ gítima: desarrollo sustentable, ¿de quién? Norgaard (1994, p. 11) escribe: «los consumidores quieren un consumo sustentable; los tra­ bajadores quieren trabajos sustentables; los capitalistas y socialistas tienen sus «ismos», mientras que los aristócratas y los tecnócratas tienen sus «eradas». Podemos deducir que la gestión y planificación de la sustentabilidad es esencialmente un análisis de conflictos. Martínez Alier y O'Connor (1996) proponen el concepto de dis­ tribución ecológica para sintetizar estos conflictos. El concepto de distribución ecológica hace referencia a las asimetrías o desigualda­ des sociales, espaciales y temporales del uso que hacen los humanos de los recursos y servicios medioambientales. De esta manera, las asimetrías territoriales entre emisiones de S 0 2 y las consecuencias de la lluvia ácida son un ejemplo de distribución ecológica espacial. Las desigualdades intergeneracionales entre los beneficios de la ener­ gía nuclear y las consecuencias de los residuos radioactivos son un ejemplo de distribución ecológica temporal. En los Estados Unidos, el «racismo medioambiental», que significa colocar las industrias contaminantes o los lugares de eliminación de residuos tóxicos en áreas en las que vive la gente pobre, es un ejemplo de distribución ecológica social. La segunda característica del término «desarrollo» hace referen­ cia al sistema occidental de producción industrializada como sím­ bolo de todo proceso de desarrollo próspero. Sin embargo, de esta visión se derivan graves problemas medioambientales. Por ejemplo, según los valores sociales actuales de los países occidentales, el tener un coche cada dos o tres personas podría considerarse un objeti­ vo razonable en los países menos desarrollados. Esto implicaría un número de coches diez veces mayor al actual, con posibles conse­ cuencias sobre el calentamiento global, las reservas de petróleo, la pérdida de tierras agrícolas y el ruido. La contradicción entre los términos «desarrollo» y «sustentable» no desaparecerá si no se tienen en cuenta otros modelos de desarrollo. Tener en cuenta seriamente la sustentabilidad supone incluir una valoración física de los impactos medioambientales en el siste­ ma socioeconómico. Los enfoques sistémicos sobre las cuestiones de sustentabilidad estudian las relaciones que hay entre tres sistemas: el sistema económico, el sistema humano y el sistema natural (Pas­ set, 1996). El sistema económico incluye las actividades económicas de los humanos, como la producción, el intercambio y el consu­ mo. Teniendo en cuenta el fenómeno de la escasez, el sistema está eficientemente orientado. El sistema humano comprende todas las actividades de los seres humanos de nuestro planeta. Puesto que está claro que el sistema económico no constituye la totalidad del siste­ ma humano, debería asumirse que el sistema económico es un sub­ sistema del sistema humano. Por último, el sistema natural incluye tanto el sistema humano como el sistema económico. La economía está arraigada no sólo en la percepción social de los flujos de energía y materiales (que está cambiando con la historia), sino que también está arraigada en las instituciones sociales, en la distribución de los derechos de propiedad, la distribución del poder, la distribución de los ingresos. Desde una perspectiva ecológica, la expansión del subsistema económico está limitada por el tamaño del ecosistema global limitado, por su dependencia del soporte de la vida, que se apoya en intrincadas conexiones ecológicas que se perturban más fácilmente cuanto más crece la escala del subsistema económico en relación a la totalidad del sistema. El punto de vista de la economía sobre el crecimiento económi­ co es optimista. La escala ecológica no es un problema, ya que siem­ pre habrá una tecnología de vanguardia que resolverá los problemas medioambientales. Si el mundo se queda sin petróleo, habrá otra fuente de energía que permita el crecimiento; si se producen muchos residuos, se encontrará sin duda una manera de deshacerse de ellos. Pero a medida que la economía crece, aumenta en escala. En un planeta físicamente limitado no puede tener lugar un crecimiento ilimitado. Sin duda la tecnología es una herramienta importante para conseguir un desarrollo verdaderamente sostenible, aunque no se debería confiar ciegamente en ella. La escala de la actividad humana tiene una posibilidad de expansión máxima definida por la capacidad del ecosistema de regenerarse o de absorber. Esto nos conduce a un concepto diferente de sustentabilidad, el de sustentabilidad fuerte, según el cual determinados tipos de capital natural se consideran críticos y no sustituibles inmediatamente por capitales creados por el ser humano (Barbier y M arkandya, 1990). También hay que tener en cuenta que otra dimensión importante del «desa­ rrollo sustentable» es el tiempo. A menudo, cuando decidimos sobre problemas que pueden tener consecuencias a largo plazo, estamos frente a cuestiones «donde los hechos son inciertos, los valores están en desacuerdo, los intereses son altos y las decisiones urgentes» (Funtowicz y Ravetz, 1991, 1994). Un primer paso importante a la hora de establecer una defini­ ción operacional viable de desarrollo sustentable es medir las inter­ dependencias que hay entre el medio ambiente y la economía. Tra­ dicionalmente, se ha considerado al Producto Interior Bruto (PIB) como el mejor indicador de producción para medir la economía y la riqueza nacional. Un aumento del PIB siempre se ha considerado como algo muy positivo y deseable. Sin embargo, el crecimiento de la población mundial y el incremento de la actividad económica han causado tensiones medioambientales en todos los sistemas socioeco­ nómicos. Hay un amplio consenso científico sobre el hecho de que problemas como el efecto invernadero (y el cambio climático), el desgaste de la capa de ozono, la lluvia ácida, la pérdida de biodiversidad, la contaminación tóxica y el agotamiento de los recursos renovables y no renovables son claros síntomas de insustentabilidad. Siempre que el crecimiento conlleve explotación de los recursos, el PIB, tal como se mide actualmente, sólo enmarca una parte del pa­ norama total. Los problemas principales de esta forma de medir la riqueza son los siguientes: 1. La degradación y la destrucción del medio ambiente no se tie­ nen en cuenta; 2. los recursos naturales com o tales están valorados en cero; 3. los gastos para reparar y corregir, com o las medidas para redu­ cir la contam inación, la asistencia sanitaria, etcétera, se cuentan com o contribuciones positivas en el PIB en la m edida en que im plican gastos en bienes y servicios. El primer punto conduce a la cuestión de la divergencia entre costes sociales y privados. Recientemente, en Cataluña ha habido graves problemas de contaminación de los acuíferos subterráneos. La principal causa hay que atribuirla a los cerdos que, traídos de Holanda, se crían en Cataluña y posteriormente se envían de nuevo a Holanda para las matanzas. ¿Quién saca provecho de esto? Sin duda, los holandeses dado que en este país hay graves problemas de contaminación del suelo y la cría de cerdos se ha vuelto casi imposi­ ble, y también algunas familias catalanas que deben su prosperidad económica a esta actividad. Pero, ¿quién paga los costes de esto? Toda la sociedad catalana, a la que los holandeses han consegui­ do transferir los costes medioambientales, y que está perdiendo un recurso de vital importancia como es el agua potable. Los costes privados para los criadores son, así pues, muy diferentes de los costes para toda la comunidad catalana. El segundo punto plantea la cuestión de si el mercado es la única fuente de valor económico. Pensemos por un momento en el trabajo de un ama de casa. ¿Es un trabajo como éste positivo para la socie­ dad? Sin duda, sí. Actividades como cuidar y educar a los niños son vitales para el futuro de un país. ¿Es un trabajo como éste conside­ rado positivamente en el PIB? Sorprendentemente, no, porque el PIB considera sólo los factores de producción que tienen precios visibles en el mercado y esto no se aplica al trabajo de un ama de casa, que no suele percibir ningún salario. La mayoría de los recursos naturales se encuentra en la misma posición que la del ama de casa: se considera que tienen un valor económico cero (como, por ejemplo, el aire que respiramos) o muy bajo (como sucede con el agua potable). El tercer punto, los costes del daño’ medioambiental, introduce aspectos paradójicos, como los que señala Leipert (1989). Conside­ remos un ecosistema en buen estado sin ningún uso económico; su valor económico es, pues, aproximadamente cero, aunque su valor ecológico sea muy alto. Supongamos ahora que ese mismo ecosis­ tema esté contaminado. Para poner un ejemplo reciente, pensemos en el accidente, a finales de 2002, del petrolero Prestige cerca de la costa de Galicia, que provocó enormes daños. Sin duda, desde el punto de vista medioambiental, es una catástrofe; pero, sorpren­ dentemente, desde el punto de vista económico, pueden encontrar­ se algunas consecuencias positivas (al menos, a corto plazo). La reducción de la contaminación implica gastar dinero en técnicos, trabajadores, materiales, etcétera. Esto cuenta positivamente en el PIB como producción de bienes y servicios, por lo que la contami­ nación de un ecosistema en buen estado puede provocar, aunque resulte paradójico, crecimiento económico. Según Leipert, este fe­ nómeno es muy frecuente en los países desarrollados, en los que los llamados gastos defensivos se convierten en un motor de crecimien­ to económico. La construcción de carreteras, por ejemplo, conlle­ va crecimiento económico, pero también contaminación acústica; para proteger a las personas del ruido, se construirán barreras, que producirán más crecimiento económico. Y se crea, entonces, un círculo vicioso. El concepto de sustentabilidad fuerte ofrece una justificación para el desarrollo de indicadores no monetarios de sustentabilidad ecológica basados en una medición física directa de las cantidades y flujos importantes (Faucheux y O’Connor, 1998; Munda, 1997). Es obvio que no todo puede verse desde una perspectiva del indi­ cador físico. Los aspectos sociales, económicos e institucionales de la sociedad humana no pueden ser reducidos a medidas de stocks (cantidades) y flujos físicos. Sin embargo, lo que debemos constatar es que, si se reduce todo a una única medida como el PIB, se cae en el fatal error de simplificar la realidad a una única dimensión. Esto es peligroso, no sólo porque impide a los científicos ver el panorama global, sino también porque es la causa de decisiones políticas erró­ neas, limitadas, y a menudo irreversibles. Economía de la sustentabilidad: conceptos principales Un paso fundamental para introducir el concepto de sustentabilidad en el marco económico es definir un valor para el medio ambiente. Es imposible hablar sobre el concepto de «valor económico» del me­ dio ambiente como una categoría objetiva. El desarrollo económico implica la creación de nuevos elementos en lo que se refiere a estruc­ turas físicas, sociales y económicas. En un proceso de «destrucción creativa», los elementos tradicionales medioambientales, sociales y culturales provenientes de nuestra herencia común pueden desapa­ recer. En un mundo donde todo cambia y se transforma, también la definición de valor debe de ser dinámica. De hecho, tal como comentábamos en la sección anterior, la cuestión clave es: ¿valor para qué y para quién? Por ejemplo, si el objetivo es reducir la pre­ sión turística en Venecia, podemos pensar en lim itar el número de visitantes mediante la imposición de pagar un ticket de entrada, y utilizar el dinero recogido para mantener la herencia cultural de la ciudad. Sin embargo, podemos argüir que debido a la «relativa esca­ sez» de un bien económico como Venecia, la gente estará dispuesta a pagar igualmente el precio del ticket. De esta manera, el instrumen­ to económico «ticket de entrada» será útil para recoger dinero, pero no para reducir la presión turística. Como consecuencia, debería determinarse el número máximo de visitantes permitido por día, y esto sólo se puede hacer con métodos heurísticos. La capacidad de recibir a turistas apenas puede calcularse con precisión. Pasemos ahora a otra cuestión fundamental: ¿tiene la gente que no visita Venecia un interés en su conservación? Si la respuesta es afirmativa, el concepto de «valor económico total» pasa inmedia­ tamente a ser relevante. El atribuir valores monetarios a la heren­ cia histórica implica capturar valores de usuario (real, opcional y herencia) y de no usuario (existencial, simbólico, etc.). Sin duda, calcular valores económicos totales no tiene nada que ver con el valor «auténtico» o «correcto». Cualquier intento de hacer una valo­ ración monetaria tendría que hacer frente a dudas como qué técnica de valoración monetaria utilizar, qué horizonte temporal tiene que considerarse, o qué tipo de descuento social aplicar. Además, ¿podemos utilizar valores monetarios como una herra­ mienta de d ecisión social para políticas de sustentabilidad? Si la res­ puesta es positiva, deberían medirse los costes y beneficios sociales basándose en el llamado «principio de compensación» (generalmen­ te asociado a los nombres de Hicks y Kaldor). Según este principio, el coste social de un accidente concreto (por ejemplo, el Prestige en Galicia) se define como la suma de dinero pagada como compensa­ ción a aquellos que han sido perjudicados. El nivel de utilidad que los perjudicados tenían antes de que tuviese lugar el accidente debe­ ría determinar la cantidad compensatoria que pagar. El fundamento económico general de una compensación mo­ netaria a las víctimas de una destrucción medioambiental o de cual­ quier otro tipo es el concepto de externalidades negativas. Según Baumol (1969), el aspecto relevante de las externalidades es que la actividad de un sujeto interfiere negativamente y de forma involun­ taria en la función de utilidad de otro sujeto sin una transacción económica entre ellos. Experimentamos externalidades negativas en nuestra vida diaria: los ladridos de un perro por la noche, el humo de la persona de nuestro lado en un restaurante o el volumen alto de la música preferida del vecino (que nosotros consideramos horrible) son sólo algunos ejemplos. En muchos casos relacionados con el medio ambiente, esta interferencia está en la función de utilidad de una co­ munidad entera, como por ejemplo el caso de los vertidos de residuos o la contaminación de una fuente de agua o de zonas costeras. Las políticas de sustentabilidad que se basan en principios de compensación y sustitución a veces pueden ser operativas, pero hay que ser prudente a la hora de aplicar esos principios como norma ge­ neral. Deberían considerarse explícitamente las dificultades de sus­ tituir la pérdida de bienes medioambientales como la biodiversidad (que ni siquiera está inventariada), o de compensar a las generacio­ nes futuras por las externalidades inciertas, irreversibles y negativas que hoy estamos provocando. ¿Quién estaría dispuesto a aceptar una compensación por la destrucción de la Sagrada Familia, la Estatua de la Libertad o el Coliseo? Podemos sostener que la presencia de la irreversibilidad y la incertidumbre nos conduce a transformar el principio de compen­ sación en el principio de precaución (es más prudente una actitud social conservacionista). Por supuesto, este principio implica que la mayoría de la sociedad (principalmente, los que no son expertos) fuera del sistema económico (por ejemplo, fuera de los mecanismos de mercado) decidiría sobre la «cantidad» de capital cultural o natu­ ral deseada. Esto resulta evidente si se habla de la Sagrada Familia. Aunque algunos expertos están de acuerdo en que no tiene que ter­ minarse, la mayoría de la sociedad se siente muy comprometida e in­ volucrada con su construcción como un símbolo de la identificación catalana. En este contexto, desde un punto de vista económico, el único instrumento que queda es el «coste-efectividad»; esto es, dado un determinado objetivo «físico» (como, por ejemplo, la cantidad de herencia cultural que ha de conservarse o la cantidad de contamina­ ción que puede aceptarse), es lógico intentar alcanzarlo utilizando los mínimos recursos (por ejemplo, al mínimo coste social). Obvia­ mente, hay varios objetivos posibles. Esto es sabido explícitamente en muchos ejemplos de la gestión medioambiental, como los están­ dares de la calidad del agua (Funtowicz et al., 1999). De lo comentado anteriormente, puede sacarse la siguiente con­ clusión: el atribuir precios a los bienes fuera del mercado (como la mayoría de los bienes medioambientales y culturales) es una señal positiva para la sociedad y puede contribuir a un uso más racional que aumente las posibilidades de una mejor conservación. Cuando se quiere conservar un monumento o un área natural, una pregunta fundamental es; ¿existe algún recurso que la sociedad esté dispuesta a asignar a este objetivo? Para responder a la pregunta, es convenien­ te y útil el uso de técnicas monetarias como los precios hedónicos, los costes del viaje o una valoración contingente. Sin embargo, deberíamos recordar que es posible que el mercado sólo consiga una asignación eficiente de los recursos, pero no ofrece ninguna garantía de que vaya a conservar de algún modo la herencia natural o cultural. Una vez algo entra en el mercado, puede ser com­ prado o vendido, por tanto la disposición a aceptar y el principio de compensación pueden causar fácilmente la destrucción de cualquier bien. La compensación monetaria es sin duda la única herramienta en el caso de que se provoquen daños irreparables o irreversibles. Así, si tiene lugar un accidente que cause una grave contaminación (como en el caso de Seveso en Italia en 1976, de Bhopal en la India en 1984, de Exxon Valdez en Alaska en 1989, o, más recientemente, del Prestige en Galicia en 2002) sería correcto y oportuno indemni­ zar a las víctimas de esa contaminación. Queda aún por verificar si, a largo plazo, la compensación es una herramienta efectiva para impedir la contaminación, dado que no garantiza la conservación de los bienes naturales o artísticos. Pensemos en el caso de los acuíferos catalanes. El pagar una com­ pensación monetaria a las víctimas no implica necesariamente con­ secuencias positivas para el medio ambiente ni, a largo plazo, para los habitantes de la región que se ha quedado sin agua potable. El valor económico es diferente del valor medioambiental o artístico y cultural. Si tuviésemos que decidir entre salvar las Islas Galápagos o salvar el mar interior de Holanda, ¿a qué valor recurri­ ríamos? El valor económico preferiría el mar interior, que, desde que está totalmente eutrofizado, ofrece un importante servicio económi­ co, ya que recibe todos los nutrientes provenientes de la actividad humana. El valor ecológico, en cambio, optaría sin duda por las Islas Galápagos. ¿Es la elección de los valores que deben considerar­ se como valores socialmente predominantes un asunto científico o sociopolítico? La aplicación del principio de precaución presenta sin duda cos­ tes elevados, pero ¿cuánto costaría el no aplicarlos? La responsa­ bilidad sería enorme, como admite la Agencia Europea de Medio Ambiente. Hasta The E conomist (sin duda una revista lejos de ser ecologista) señaló hace poco, como posible consecuencia positiva del accidente del Prestige, un endurecimiento de la legislación eu­ ropea en materia de transporte marítimo (The Economist, 23-29 de noviembre de 2002, página 79). Si extraemos una conclusión lógica, no cabe duda que para la sociedad es más conveniente ecológica y económicamente que se aplique el principio de precaución que se den una serie de catástrofes. Por esta razón, cuando la incertidumbre y la irreversibilidad están presentes, se necesita cambiar el prin­ cipio de compensación por el de precaución. Sintetizando lo comentado, podemos decir que «internalizar» las externalidades en el sistema de precios tendrá en general conse­ cuencias positivas desde el punto de vista de la sustentabilidad. Pero no deberíamos olvidamos de las incertidumbres y complejidades que hacen difícil evaluar física o económicamente las externalidades. Además, vale la pena recordar que los valores económicos dependen de desigualdades Ínter e intrageneracionales en la distribución de las consecuencias de la contaminación y en el acceso a los recursos naturales. Así, pues, las externalidades pueden verse como «conflic­ tos de distribución ecológica» (M artínez-Alier y O’Connor, 1996). En general, si las personas perjudicadas son pobres (o si ni siquiera han nacido aún), el coste de la interiorización de la externalidad será bajo. Esta es la razón por la que muchas multinacionales sitúan las plantas de producción especialmente peligrosas en los países en desarrollo, en los que, en caso de accidentes, suelen estar obligadas a pagar compensaciones monetarias mucho menores que en los países occidentales. El accidente de la planta química Unión Carbide en Bhopal, India, en 1984, es un triste ejemplo (Jasanoff, 1994; Rajan, 2002). Sin duda, es fundamental el contexto institucional y jurídi­ co. En el caso de la contaminación de petróleo causada por Texaco en Ecuador (con graves consecuencias en la salud humana), el punto fundamental del proceso fue decidir si el tribunal competente debía ser de Estados Unidos o de Ecuador. Texaco insistió en que tenía que ser de Ecuador... (Martínez-Alier, 2002, pp. 102-107). Aceptar valores bajos por una externalidad negativa que ha pro­ vocado un impacto en una comunidad pobre es una «decisión polí­ tica» que está lejos de ser neutra éticamente. Hace algunos años, un documento interno del Banco M undial, que posteriormente se hizo público, sugería que los residuos tóxicos se llevasen a Africa, puesto que el coste de la compensación era enormemente bajo y por consi­ guiente esa solución tenía que ser considerada como la más eficiente (convendría recordar que se supone que el Banco M undial tiene que actuar en favor de los países pobres...). Alien et al. (2002) resumen las cuestiones básicas de la susrentabilidad en las siguientes preguntas. Sustentabilidad de: 1. 2. 3. 4. Qué? Quién? Cuánto tiempo? A qué precio? Está claro que los instrumentos económicos están diseñados sólo para responder a la cuarta pregunta, por lo que necesitan ser completados por otros enfoques, si se desea tratar la sustentabilidad de una forma extensa. Los métodos de valoración monetaria se ba­ san en fenómenos como los excedentes del consumidor y las curvas de demanda, y constituyen un punto de vista parcial puesto que tie­ nen que ver sólo con una institución, los mercados. Desde el punto de vista de la sustentabilidad, también deberían tenerse en cuenta los asuntos relacionados con acciones externas a los mercados y el comportamiento de las personas que no pertenecen a la clase de los consumidores (Duchin y Lange, 1994). Teniendo esto en cuenta, en las siguientes secciones profundiza­ remos en la explicación del papel y las características de los instru­ mentos económicos. La internalización de externalidades Si a una compañía de cerámica responsable de la fuga de sustancias tóxicas en un lago se le pidiera que tuviese en cuenta las externalida­ des negativas causadas por la fuga (por ejemplo, para la pesca, para la comunidad local que vive alrededor del lago, para los turistas que van de vacaciones, etcétera), el precio de la cerámica de la compañía sería entonces mucho más alto de lo que realmente es. En otras palabras, si a la empresa se le exige que internalice las externalidades negativas, el precio de su producto aumentará aún más y, en consecuencia, la cantidad vendida será más pequeña que si no se internalizara ninguna externalidad. Esto también significa que los precios de mercado no suelen ser un buen parámetro para distribuir los recursos, porque no reflejan todos los costes (o los beneficios) de la producción. Los economistas llam an costes sociales a todas las externalida­ des negativas que generalmente los precios de mercado no reflejan, y costes privados a todos los costes que los precios sí representan. Cuando las externalidades no se internalizan, los costes privados son mucho más bajos que los costes sociales. Por lo tanto, una norma que obligue a una compañía a pagar la externalidad provocada, de­ bería modificar la estructura del coste para poder hacer que el precio sea un mejor indicador del coste social. Esto se hace obligando a la compañía a internalizar la externalidad medioambiental mediante impuestos, subvenciones o estándares. Al interiorizar los costes de la externalidad, se obtienen dos efec­ tos. El primer efecto es que la compañía estaría obligada a asumir todos los costes de su actividad. El segundo efecto es que se reduciría la cantidad producida, lo que reduciría entonces los daños medio­ ambientales y favorecería finalmente la distribución de la demanda hacia productos más ecológicos, y cuyo coste medioambiental se­ ría menor. Esto tendría también consecuencias desde el punto de vista del cambio tecnológico, puesto que, con la internalización, la compañía se vería forzada a encontrar soluciones tecnológicas que respetasen más el medio ambiente. Los argumentos anteriores nos permiten hacer algunas consi­ deraciones relacionadas con la política medioambiental. En primer lugar, debe conocerse la externalidad medioambiental y su cuantificación. No siempre una comunidad puede ver el daño m edioam­ biental, sino que a veces los efectos son visibles sólo varios meses, años o décadas más tarde. Es decir, la percepción del daño im plica un elemento de incertidumbre temporal. El daño, una vez percibi­ do, debe ser valorado para poder construir una curva de los costes sociales. Evaluar el daño desde un punto de vista físico puede re­ sultar muy complicado. Pensemos, por ejemplo, en las emisiones de C 0 2. Todo el mundo está de acuerdo en que las emisiones de C 0 2 contribuyen a aumentar el efecto invernadero, pero nadie es capaz de cuantificar la relación precisa entre el efecto invernadero y la emisión de una única sustancia contaminante. Además, inclu­ so si fuese posible hacer una medición física, su traducción en va­ lores monetarios, que debería añadirse a la curva del coste privado sería difícil y, a veces, incluso imposible (pensemos en la erosión que produce la lluvia acida en los monumentos, o en los efectos que tienen determinadas sustancias como el amianto en la salud pública). En otros casos, los bienes dañados son los bienes públi­ cos, sin un precio de mercado, lo que hace muy difícil una cuantificación monetaria. Más adelante estudiaremos los métodos que se utilizan para expresar los daños físicos en términos monetarios. Una cuestión importante es la manera como se elim ina el daño. Los economistas opinan que el coste de elim inar un daño debería incluirse también en los costes sociales. Si el daño es pequeño, podríamos pensar en compensar a las personas afectadas, pero si el daño es de grandes proporciones (como el efecto invernadero), internalizar el coste social carecería de sentido. La única cosa que se puede hacer es imponer una prohibición (prohibir el uso de gases de efecto invernadero), o una cuota (lim itar las emisiones a una cantidad fija). Sin duda, la manera como se evalúa el daño medioambiental y decidir quién debe pagar el coste puede producir redistribuciones de los ingresos y un cambio en la estructura del mercado. Por ejemplo, si el coste medioambiental para internalizar una externalidad es de­ masiado alto, la compañía que ha contaminado podría abandonar el mercado, o, peor aún, en vez de invertir dinero en producir pro­ ductos más ecológicos, la compañía podría utilizar ese dinero para esconder su actividad contaminante. Algunos casos conocidos de este tipo de cambio en los costes son el vertido de contaminantes industriales en carreteras o en pozos, o enviar por barco residuos tóxicos a países con poco o ningún control medioambiental. Detrás de este conflicto está el principio de que el que conta­ mina tiene que pagar los costes de su actividad contaminante, el famoso principio de «quien contamina, paga». Pero éste es sólo uno de los posibles criterios para decidir quién asume la carga de la ex­ ternalidad negativa. El coste podrían pagarlo los usuarios o incluso las víctimas. Ese es el caso de Finlandia, que concede subvenciones a los países formados tras la Unión Soviética para reducir los daños medioambientales causados por las tecnologías antiguas cuyos re­ siduos afectan en gran medida a Finlandia. No cabe duda de que la decisión sobre quién paga la carga es un problema en gran me­ dida político. Ante las imperfecciones del mercado, el uso de un impuesto, una subvención o un sistema de permisos, es fácil que se produzcan diferentes distribuciones de los costes medioambientales entre los actores sociales. Además, cuando la externalidad es fácil de identificar (como el vertido de residuos en un lago) y el número de contaminadores y de perjudicados es pequeño, es relativamente fácil identificar las responsabilidades y compensar a los damnificados. En algunos casos, por contra, puede resultar difícil identificar quién asume la responsabilidad de la externalidad o a quién hay que com­ pensar por los daños. Los argumentos presentados arriba, nos permiten plantear al­ gunas cuestiones interesantes sobre cómo medir un daño medioam­ biental y sobre los instrumentos para las políticas medioambientales que se utilizan para hacer frente a la externalidad negativa y a los problemas que estos instrumentos conllevan. Estas cuestiones son el objeto de un análisis más detallado en las dos siguientes seccio­ nes. La primera sección contiene una descripción de los métodos utilizados para evaluar el daño económico que se deriva de las ac­ tividades contaminantes, así como una descripción de los proble­ mas que dichos métodos conllevan. La segunda sección trata de los instrumentos políticos cuyo objetivo es elim inar la diferencia entre el coste social y privado, es decir, obligar a los contaminadores a internalizar la externalidad medioambiental. En esta segunda sec­ ción, se revisan los instrumentos políticos, subrayando las ventajas y desventajas de cada uno. Los instrumentos son básicamente de dos tipos: instrumentos de regulación y control, e instrumentos de mercado o económicos. Valoración de los costes y beneficios Los costes y beneficios de la protección medioambiental pueden divi­ dirse, en general, en dos categorías: de mercado y fuera del mercado. Por ejemplo, la limpieza de un río puede tener como consecuencias un aumento de la pesca comercial, un mayor uso turístico, y también un aumento del uso recreativo o una mejora de la diversidad de las especies. Los dos primeros son beneficios de mercado y tienen un valor directamente medido en dinero, mientras que el uso recreativo o la diversidad de las especies son beneficios fuera del mercado y su valor no se expresa directamente en dinero. No obstante, su uso en el modelo económico requiere que se les atribuya algún tipo de valora­ ción económica. Esta es la razón de que la valoración de los beneficios y costes fuera del mercado consista en definir un valor económico para los bienes y servicios que no tienen precio. Se han propuesto varios métodos para realizar una valoración monetaria de un bien medioambiental. El primer conjunto de métodos pretende valorar un producto mediante la construcción de una curva de la demanda. El segundo conjunto de métodos, en cambio, pretende que se provea una valoración monetaria heurística del bien medioambiental. Valoración a través de la curva de la dem anda El primer conjunto de métodos de valoración se basa en la construc­ ción de una curva de la demanda. La demanda se mide examinando las preferencias por los bienes medioambientales que los individuos expresan. Pueden obtenerse estas preferencias de diferentes formas: directamente, a través de cuestionarios que muestren una valora­ ción contingente, o indirectamente en las preferencias observadas. Esto se hace examinando las adquisiciones que las personas hacen de bienes con precios de mercado que son necesarios para disfrutar del bien medioambiental asociado. Otro enfoque es el método de los precios hedónicos, que mide las preferencias de las personas a través del análisis de los bienes de mercado que están afectados por el elemento medioambiental. Un ejemplo de método para analizar las preferencias reveladas es el método del coste del viaje (MCV). La idea consiste en que el coste de viaje refleja el valor recreativo de un lugar: cuanto más va­ lorado sea ese lugar, más personas estarán dispuestas a pagar, en términos de costes de viaje, para visitarlo. La curva de la demanda se construye mediante cuestionarios, obteniendo información sobre el número de visitas que han tenido lugar en un determinado período de tiempo y la distancia recorrida. Los factores que han de tenerse en cuenta para definir la función de la demanda son los ingresos de los visitantes, el número de lugares alternativos que visitar y el interés personal sobre el lugar. Aunque el MCV parece relativamente fácil de aplicar, presenta di­ versos problemas. El primero está relacionado con el coste temporal: realizar un viaje a algún lugar no sólo implica costes monetarios, sino también el coste del tiempo empleado en el viaje y las visitas. El coste temporal debería formar parte de la estimación del valor económico. Otro problema surge con los viajes con visitas múltiples: cuando el visitante visita varios lugares en un día, se debería poder distinguir la porción de costes de viaje que hay que atribuir a cada lugar. En gene­ ral, se hace el porcentaje del coste del viaje de todo el día, aunque el margen de error sea alto. Por último, también debería tenerse en cuen­ ta la presencia de opciones de visita sustituías. A veces, una persona visita un lugar porque le gusta especialmente, otras veces porque no tiene nada mejor. Por lo tanto, el valor de las opciones sustitutas es im­ portante para determinar el valor del lugar en cuestión. Sin embargo, esto es complejo desde un punto de vista estadístico, y es fácil que se den errores. A veces, hay personas a las que les gusta verdaderamente un lugar y se compran una casa cerca de ese lugar, de forma que el cos­ te del viaje de esas personas no refleja totalmente su valor recreativo. El método de los precios hedónicos (MPH) evalúa los costes o be­ neficios medioambientales indirectamente a través de la evaluación de determinados bienes y servicios que tienen precios de mercado y que están afectados por el bien medioambiental. Lo más usual, con diferencia, es aplicar este método a la propiedad (precios de las casas), relacionada a la calidad medioambiental local. Por ejemplo, es probable que el ruido de un aeropuerto baje el precio de una casa, y Garrod y W illis estimaron, en 1991, que la presencia de aguas abiertas cerca de una casa suele traducirse en un 5% más en el pre­ cio de la casa. Por lo tanto, la variación en los precios de las casas se utilizará como una valoración indirecta de los costes y beneficios del elemento medioambiental (o de su modificación). La aplicación práctica del MPH se ha simplificado gracias al uso de Sistemas de Información Geográfica (SIG), que contiene mapas digitalizados del territorio. El SIG permite determinar al investigador el precio de la casa como función de informaciones, como, por ejemplo, su distancia de los equipamientos locales, carreteras, fuentes de ruido, etcétera. Este método requiere un determinado grado de habilidad en estadísticas para separar la influencia de cada bien o servicio (como el tamaño de la casa, el acceso, etcétera) sobre el precio. El inconveniente es que este método supone que las personas eligen la combinación casa-características que más les gusta, y adecuada a sus ingresos. Sin embargo, el mercado inmobiliario puede estar influido por el gobierno a través de beneficios fiscales o tipos de interés, o puede haber rigidez en la oferta. Así como el MCV y el MPH se basan en algunas formas de me­ dir la valoración que hace la persona del elemento medioambiental como se refleja en sus adquisiciones reales de bienes de mercado, el método de valoración contingente (MVC) se basa en repuestas ex­ plícitas sobre valores medioambientales individuales. Hay que ob­ servar que el MVC es el único método de valoración que tiene en cuenta valores de opción, de legado y de existencia, siendo por lo tanto la técnica de valoración más general. La versión usualmente más aplicada del MVC se basa en entrevistas personales en las que se pregunta al entrevistado cuánto estaría dispuesto a pagar para conservar el bien medioambiental. Se calcula entonces la media de la disposición a pagar generalizando (haciendo el promedio) los da­ tos individuales. Una ventaja del MVC sobre el MCV y el MPH es que puede aplicarse en casos en los que el entrevistado da un valor a un bien medioambiental aunque nunca lo haya usado directamente. Este método presenta varios problemas. Los entrevistados han de estar familiarizados con el bien en cuestión y con los medios hipoté­ ticos de pago (vehículo de pago). La calidad de los resultados de este método depende de lo bien informada que la gente esté; además, el problema con estas técnicas es que puede que los entrevistados respondan «estratégicamente». Por ejemplo, si piensan su respues­ ta aumentará la posibilidad de que ideen un proyecto que desean, puede que fijen un valor más alto que su valor auténtico (problema del «free rider» o efecto polizón). Para evitar el comportamiento del «free rider», las personas deberían pagar de verdad la cantidad de dinero que indican. Pero por desgracia, en este caso la disposición a pagar depende de poder pagar, de manera que los proyectos que beneficien a los grupos con mayores ingresos serán considerados ge­ neralmente como los mejores. Además, la sociedad puede tener va­ lores distintos de los valores individuales generalizados. La sociedad tiene una expectativa de vida mucho más larga que la de los indivi­ duos, por lo que es probable que el valor que la sociedad atribuye a los recursos naturales y al medio ambiente sea muy diferente de los valores individuales, puesto que la simple suma de las preferencias individuales implicaría la extinción de especies y ecosistemas. Un aspecto interesante de los estudios de valoración contingente es la diferencia empíricamente encontrada entre la disposición a aceptar pagos como compensación por un daño (DAC) y la disposición a pa­ gar para evitar ese daño (DAP). ¿Cómo se explican estas diferencias? Hay varias opciones (Pearce y Turner, 1990; Hanley, 1992). 1. Las personas valoran una ganancia o una pérdida de forma «asi­ métrica», ya que no les es indiferente una ganancia y una pér­ dida equivalente. Los psicólogos explican este comportamiento con la teoría de la perspectiva (Kahneman y Tversky, 1979). Según la teoría de la perspectiva, las valoraciones de las personas están en relación con las ganancias y pérdidas en comparación con ciertos puntos de referencia. Esto contrasta con la suposi­ ción económica de que los individuos maximizan la utilidad. Lo que cuenta es el punto desde el que sfe evalúan las ganancias y las pérdidas. 2. Las ofertas de DAP están restringidas por los ingresos, mientras que las ofertas de DAC no (mi DAP para salvar mi vida está lim i­ tada por mis ingresos y mi posibilidad de pedir préstamos; en cambio, mi DAC es probablemente infinita). 3. Existen problemas empíricos a la hora de calcular la DAC me­ diante la valoración contingente. Los economistas defienden que el conjunto de ofertas de DAC sale enormemente perjudicado por las imperfecciones del mercado hipotético, a los entrevistados les resulta difícil entender la noción de compensación por daños medioambientales, o por mejoras que no tienen lugar. Se obser­ va constantemente un importante «comportamiento de protes­ ta» en casos de DAC. Sagoff (1998) comenta que lo que quienes protestan señalan al rechazar fijar las sumas de compensación mínima por una pérdida de calidad medioambiental es que nin­ guna cantidad de dinero puede compensarles por tales pérdidas. «Si algunos bienes medioambientales no tienen precio, según la DAC, entonces esto descarta el ACB (Análisis coste-beneficio) como método para decidir sobre su nivel de disposición, al apo­ yarse el criterio de Kaldor-Hicks en la posibilidad de compensar a los perjudicados» (Hanley, 1992, p. 37). Enfoques que prescinden de una curva de demanda Los grupos de métodos heurísticos que encontramos bajo este nom­ bre no pretenden identificar la curva de la demanda, sino que su objetivo es únicamente establecer una valoración monetaria exacta de los bienes medioambientales. De estos métodos, los más conoci­ dos son: - Método de dosis/respuesta. Este método implica la existencia de un vínculo entre el nivel de contaminación y la respuesta fisio­ lógica de plantas, humanos y animales. Si, por ejemplo, la con­ taminación del agua conlleva una disminución de la producción agrícola, esta contaminación se puede evaluar en términos de disminución de cosechas producidas. Ahora bien, esta valoración es mucho más complicada cuando hablamos de la vida huma­ na. Se ha intentado calcular el incremento del riesgo de contraer enfermedades o la cantidad de gastos médicos ocasionados por determinados tipos de sustancias contaminantes. - - - Coste de sustitución. Según este método, el valor de los bie­ nes medioambientales es igual al coste que supone sustituirlos o restituirlos. Este método se aplica principalmente cuando los estándares de calidad o las restricciones de sustentabilidad están presentes, pero no se puede aplicar a los daños medioambienta­ les permanentes. Comportamiento de alivio. En algunos contextos, una enfer­ medad medioambiental causada, por ejemplo, por el ruido, se puede evaluar observando el dinero gastado para protegerse de él comprando, por ejemplo, materiales aislantes para la casa. Costes de oportunidad. Este método, en lugar de realizar una valoración directa del coste o beneficio medioambiental, calcula los costes/beneficios de la actividad que produce el daño medio­ ambiental. De este modo se proporciona un punto de referencia que indica el umbral por encima del cual la actividad económica no merece la pena debido a sus efectos medioambientales y por debajo del cual las ventajas (económicas, sociales, etcétera) ha­ cen que la cuestión medioambiental no sea relevante. Instrumentos de política económica para la sustentabilidad Con los sistemas económicos modernos es imposible obtener bene­ ficios materiales sin causar cierto grado de daño medioambiental. En consecuencia, tanto la actividad económica como la protección medioambiental se obtienen a partir de compensaciones entre los intereses económicos y los medioambientales y, de este modo, entre los diferentes actores sociales. Estas compensaciones serán explícitas o implícitas en función del enfoque político adoptado. Existen bá­ sicamente dos enfoques de política económica: el enfoque de mer­ cado y el de mando y control. El primero lleva a cabo la protección medioambiental principalmente a través de los impuestos medioam­ bientales y las negociaciones entre el contaminador y la víctima. El* segundo enfoque, esencialmente inspirado por el principio de pre­ vención, conduce al uso de estándares físicos. La principal diferencia entre los instrumentos económicos y los regulatorios es que, con los últimos, el contaminador no puede elegir: tiene que cumplir o hacer frente a las penas de los procesos judiciales y administrativos. En cambio, los instrumentos económicos implican la posibilidad de una elección entre diferentes comportamientos, ya que el resultado de todos ellos es el previsto por el instrumento. Centrémonos pri­ mero en los instrumentos de mando y control, y pasemos después a los basados en el mercado. Instrumentos de mando y control El principio de precaución pone de relieve la prevención de la con­ taminación a través de aquellas medidas que reducen el origen de la misma (cambios en los productos o en los procesos de producción). Funciona mediante instrumentos como los estándares. Básicamente hay tres grupos diferentes de estándares: estándares de emisió, es­ tándares de calidad y estándares de proceso. Los estándares de emisión definen la cantidad máxima de sus­ tancias que se pueden em itir en un determinado ambiente (un curso de agua, el aire, etcétera). Estos estándares son individuales para cada empresa, la cual no puede sobrepasar los límites defini­ dos y debe pagar los gastos del tratamiento de sus residuos hasta los límites establecidos. Para que un estándar sea efectivo, debe ser controlado periódicamente y debe existir un sistema de multas que desaliente de manera efectiva el incumplimiento del mismo. Estas multas las imponen las autoridades públicas y deben ser bastante elevadas. Ésta es la razón por la que en algunos casos se prefie­ re un sistema de limpieza colectiva proporcionado directamente por las autoridades públicas. El principal problema de este tipo de estándares es que la concentración de sustancias contaminantes aumenta a medida que aumenta el número de empresas, incluso si estas empresas respetan el estándar. Evidentemente, siempre es posible establecer estándares más restrictivos, algo que tiene varios inconvenientes. Implica que las empresas existentes deben realizar constantes revisiones de la tecnología y la producción, lo que supo­ ne un aumento de los gastos. Esto podría acarrear consecuencias en la estructura del mercado, puesto que unos estándares gravo­ sos harían que algunas empresas tuvieran que salir del mercado e impediría a otras poder entrar. Sin mencionar el hecho de que un estándar aún más estricto podría no servir de nada cuando existen muchas empresas contaminadoras. Todos estos problemas hacen que los estándares para las emisiones vayan generalmente acompa­ ñados de estándares de calidad. Los estándares de calidad definen la cantidad máxima de sus­ tancias contaminantes que puede recibir un determinado ambiente (un río, un lago, el mar, el acuífero, etcétera). Este tipo de estánda­ res debe definir diferentes límites en función de dónde se emitan las sustancias contaminantes, y en función de las actividades pro­ ductivas de la empresa. Un aspecto interesante es que este tipo de estándares puede combinarse con instrumentos de mercado, como los permisos de emisión. Los estándares del proceso de producción obligan a que la maqui­ naria cumpla determinadas características impuestas por la comisión de control. Un ejemplo es el uso de un tipo de filtro en lugar de otro para limpiar un río, o el uso de un convertidor catalítico con deter­ minadas características para la producción de vehículos. Un estándar de proceso garantiza que, una vez instalado un determinado tipo de maquinaria, si la tecnología es la óptima, la limpieza se hará de mane­ ra adecuada. Un estándar de proceso muy utilizado, sobre todo en Es­ tados Unidos, es «la mejor tecnología disponible», que asegura el uso de la tecnología más nueva y eficiente. El inconveniente de este tipo de estándares es que pueden ser económicamente gravosos, puesto que pueden impedir que la empresa escoja soluciones más económicas y más adecuadas (para ella). Los estándares elevados implican grandes inversiones cuya cantidad depende, entre otras cosas, de la edad de la maquinaria y del tipo de proceso de producción. Una característica positiva de los instrumentos de mando y con­ trol es que son las únicas normas que se pueden imponer cuando una emisión o un producto implican efectos nocivos duraderos e irrever­ sibles (las llamadas externalídades dinámicas). En este caso, la deci­ sión no se puede dejar en manos del contaminador o del mercado, sino que es necesario actuar rápidamente para prohibir, mediante los instrumentos de mando y control, que se siga contaminando. Entre los diferentes inconvenientes de estos instrumentos, los más importantes son los relacionados con los incentivos. Los están­ dares no hacen que el contaminador se sitúe por debajo del umbral impuesto y tampoco da un plus a aquellos que lo hacen. Además, las empresas contaminadoras no tienen ningún incentivo que les motive a buscar tecnología y productos que sean más limpios y respetuosos con el medio ambiente, ya que ello se deja en manos de los poderes públicos, que son quienes establecen los estándares. Finalmente, un estándar muy estricto podría inducir a algunas empresas a salir del mercado (o evitaría que otras entraran en él), mientras que unos estándares más permisivos podrían causar daños medioambientales y hacer que el producto no se vendiera bien en mercados con un con­ trol medioambiental más estricto. Aparte de los costes privados, los estándares también implican costes públicos: cuanto más restrictiva sea la norma, mayor será el incentivo de incumplimiento. La con­ secuencia será un incremento en los costes de control a cargo de los poderes públicos. Indudablemente, el éxito de una norma de mando y control depende en gran medida de la existencia de una adminis­ tración pública eficaz que sea capaz de establecer controles rápidos y eficientes y que pueda seguir las mejoras tecnológicas. Disponer de un instrumento político que tenga en cuenta las diferencias entre las empresas es también fundamental. Enfoque basado en el mercado Este enfoque compara los costes y beneficios de una empresa repre­ sentativa con los daños medioambientales causados por la actividad de dicha empresa. De acuerdo con el enfoque de rentabilidad, la internalización de la externalidad medioambiental se consigue me­ diante instrumentos políticos que inducen al sistema a establecer el óptimo social. Esto se puede llevar a cabo de dos maneras: mediante instrumentos de incentivación económica que, directa o indirecta­ mente, alteran los precios o costes de las empresas, y mediante la creación de mercados o el sostenimiento de mercados. Entre el pri­ mer tipo de instrumentos encontramos los impuestos, los sistemas de depósito-reembolso (instrumentos directos), y las subvenciones, los créditos y los incentivos fiscales (instrumentos indirectos). La creación de mercado hace referencia al intercambio de emisiones (permisos de emisión), las subastas de cuotas y los sistemas de se­ guros, mientras que el sostenimiento de mercado se da cuando las agencias públicas o semipúblicas se responsabilizan de estabilizar los precios o los mercados (por ejemplo, de materiales secundarios como el papel o el aluminio reciclados). Im puestos m ed ioa m b ien ta les: las tasas d e P igou La idea que hay tras la fiscalidad medioambiental es que diferen­ tes empresas probablemente tienen diferentes costes de limpieza de sus residuos y que socialmente es más eficiente convencer a aquellas empresas cuyos costes de limpieza son inferiores. Al imponer un impuesto a las emisiones, el poder público decide la tasa por unidad de residuos emitidos. El tipo de impuesto dependerá del nivel de protección medioambiental deseado y del nivel de internalización del coste social deseado. El impuesto medioambiental más famoso y polémico es la tasa de Pigou, que obliga a los consumidores y productores a internalizar la externalidad medioambiental gravando las emisiones de elementos contaminantes. Los agentes económicos están inducidos a producir y consumir la cantidad de bienes y servi­ cios socialmente óptima. Cuando el gobierno aplica un impuesto, la empresa tiene dos opciones: o paga la tasa o reduce la contaminación hasta los límites que están exentos de impuestos. La empresa optará por una opción u otra en función del importe de la tasa que deba pagar y del coste que le suponga comprar e instalar la tecnología para reducir las emi­ siones. Podemos ver cómo la tasa de Pigou constituye un incentivo para que la empresa reduzca la contaminación, siempre que el coste de dicha disminución sea inferior a la carga del impuesto. Por norma general, la tasa constituye un incentivo para modificar la estructura de la producción para que sea más respetuosa con el medio am­ biente. La amenaza de una tasa probablemente también fomentará la investigación y el desarrollo de productos menos contaminantes, haciendo que la reducción de las emisiones sea económicamente más atractiva respecto de la tasa. Observen que cuando se impone una tasa, el desarrollo de tecnologías más respetuosas con el medio ambiente se deja en manos de las empresas, mientras que, con un estándar, la actualización de la tecnología está a cargo del poder público y constituye un pre-requisito para establecer los límites de contaminación. También podemos preguntarnos qué pasa cuando diferentes empresas tienen diferentes costes de reducción de las emisiones. El aspecto positivo es que con el sistema de la tasa de Pigou, las empre­ sas con unos costes de reducción de contaminación relativamente bajos preferirán reducir la contaminación, mientras que las empresas cuyos costes de reducción sean más altos preferirán pagar la tasa. Al introducir equipos de descontaminación, una empresa eficiente, que utilice maquinaria actualizada, probablemente deberá afrontar me­ nos gastos que una empresa que funcione con maquinaria antigua y poco eficiente, la cual posiblemente antes preferirá pagar la tasa que afrontar los elevados gastos que supondría actualizar su estructura de producción. Un estándar, dado que impone el uso de determi­ nada tecnología, obligará también a la empresa menos eficiente a actualizar su maquinaria, pero, desde el punto de vista social, será menos eficiente que una tasa. Ello se debe a que, mediante el uso de estándares, los objetivos medioambientales se consiguen pero con­ llevan costes más elevados para la sociedad (el coste de actualización de las empresas menos eficientes) que la tasa. Por consiguiente, el tema de la eficiencia es un aspecto crucial para la aplicación de ins­ trumentos de mercado. La idea básica de los instrumentos económicos o de mercado en general y, en este marco, de las tasas de Pigou, es obtener resul­ tados eficientes en el sentido de minimizar el coste social global del tratamiento de los residuos y los contaminantes. En este contexto, la eficiencia tiene dos dimensiones. Las tasas permiten obtener be­ neficios de la eficiencia estática, en el sentido de que inducen a los contaminadores a escoger el sistema de reducción de emisiones más eficiente y más rentable (la empresa más eficiente reduce la conta­ minación y la menos paga la tasa) en respuesta a la señal de precios recibida. De este modo es posible que las empresas que tengan dife­ rentes tecnologías para reducir sus emisiones y diferentes niveles de preocupación por el medio ambiente vivan en el mismo mercado. Las tasas también crean eficiencia dinámica porque crean un incen­ tivo para la investigación y el desarrollo de las tecnologías que redu­ cen las emisiones. La empresa que tiene que hacer frente a una tasa, de hecho tiene el incentivo de desarrollar tecnologías nuevas y más económicas que reducirán sus emisiones para disminuir su curva de costes. Unos costes marginales de reducción de emisiones inferiores permitirán que la empresa no tenga que pagar la tasa. Sin embargo, las tasas de Pigou presentan algunos graves proble­ mas de viabilidad. La principal dificultad es la cantidad de informa­ ción necesaria para calcular la carga óptima del impuesto. Se supone que el gobierno puede transformar los daños medioambientales en valores monetarios. Esta valoración implica recopilar datos sobre la producción de la empresa, la cantidad de contaminación que dicha producción origina, los efectos de la acumulación de contaminación a largo plazo, el grado de exposición humana a la contaminación global, el daño que causa esta exposición y su valor monetario, las curvas de costes netos de la empresa y la demanda del mercado. Evi­ dentemente resulta una tarea muy compleja, si no imposible, llegar a obtener toda esta información. Además, la eficiencia requiere que la tasa varíe en función de la estación del año, la hora del día o con los cambios en las condiciones medioambientales. Para complicar un poco más el asunto, normalmente no es una sola variable la que hay que controlar (como en el caso del agua o de las emisiones de humos). Esto significa que una política fiscal tendría que soportar unos elevados costes de control. Observen que el nivel de la tasa de Pigou se calcula según el óptimo social. En caso de que el óptimo social no se pueda encon­ trar, la tasa debe calcularse según la producción real y los niveles de costes, perdiendo así la virtud de la eficiencia que la hacía tan atractiva. La imposibilidad práctica de calcular el tipo óptimo de la tasa de Pigou hizo que Baumol y Oates (1972) propusieran otro tipo de instrumento: la combinación entre impuesto y estándar. De acuerdo con este enfoque, el gobierno debería establecer un «están­ dar de aceptabilidad» para las emisiones de contaminantes, imponer un impuesto para reducir las emisiones hasta el nivel decidido y, con el tiempo, ajustar el impuesto si el objetivo no se cumple. Este tipo de tasas tiene el atractivo de la viabilidad, ya que sólo requieren información sobre el nivel real de contaminación y un objetivo de calidad medioambiental con el que cumplir. A diferencia de las tasas de Pigou, estas no necesitan un cálculo de la función de daños. Sin embargo, no aseguran la optim alidad porque puede que el objetivo no sea (y normalmente no lo es) el nivel de producción socialmente óptimo. No obstante, las cargas y estándares son «rentables» en el sentido de que minimizan el coste de alcanzar un determinado ob­ jetivo de reducción de la contaminación. Otra ventaja es que el obje­ tivo medioambiental se decide mediante un proceso sociopolítico en lugar de uno técnico como ocurría con las tasas de Pigou. O tros tipos d e tasas Im puestos sobre los produ ctos Los impuestos sobre los productos se útilizan para disuadir el uso o la producción de bienes contaminantes. Estos impuestos se pue- den imponer a los factores de producción, como las tasas sobre el aceite combustible con un alto contenido en azufre que se aplican en Noruega, Suecia y Suiza, o en los productos terminados, como las tasas sobre las bolsas de plástico en Italia o sobre el carburante (según el contenido en carbono). El objetivo debería ser que en el precio final se incluyeran todos los costes, incluidos los medio­ ambientales, que forman parte del ciclo de la vida del producto. La tasa actúa como una señal para los consumidores: el producto es contaminante y se debe encontrar un sustituto. Así pues, estas tasas son útiles cuando existe un sustituto menos contaminante o cuando la demanda del mercado es elástica. Normalmente, los impuestos sobre los productos se utilizan cuando el daño derivado de la producción o la venta del bien no es lo suficientemente serio como para justificar una prohibición o un estándar, sino sólo una reducción del consumo, y también cuando controlar la cadena de producción es más difícil que controlar el producto final. A veces, los impuestos sobre los productos se utilizan antes de prohibirlos, de modo que la tasa actúa como elemento disuasorio para la venta durante un determinado período de tiempo, hasta que se aplica la prohibición (es el caso del convertidor catalítico). También se pue­ de contaminar con el uso de bienes duraderos o bienes de equipo. A veces es más fácil imponer una tasa al equipo que a las emisiones. Este es el caso de las tasas sobre los coches más contaminantes que existen en Noruega y Finlandia, y la tasa sobre los coches que con­ sumen mucha gasolina que existe en Estados Unidos y en Ontario (Canadá). . Cuando 110 es posible imponer una tasa directa a las emisiones, una posible solución es imponer una tasa a los bienes complementa­ rios o de sustitución. El clásico ejemplo es el tráfico en las ciudades, que genera congestiones y costes de contaminación. La tasa a la en­ trada de la ciudad para intentar reducir el tráfico se ha aplicado en Singapur, Cambridge, Bergen y, recientemente, en Londres, pero es difícil pensar en un uso más generalizado de este tipo de medidas. Tanto desde el punto de vista político como administrativo es más fácil actuar a través de complementos y sustitutos como, por ejem­ plo, subvenciones al transporte público (un sustituto del transporte privado), o tasas sobre las plazas de parking. Otra acción en este sentido (que, sin embargo, no tiene una evidencia empírica) podría ser dar subvenciones para el mantenimiento y la reparación de vehí­ culos cuando el impacto medioambiental de la reparación es inferior al de la compra de un coche nuevo. Im puestos sobre los usuarios Los impuestos sobre los usuarios reflejan en cierta medida la reti­ rada y el tratamiento de los residuos y las emisiones en estructuras colectivas (públicas o privadas), como las tasas para la recogida de basuras en los Estados Unidos, Canadá, Irlanda y Alemania o la tasa sobre el petróleo y los productos químicos en Estados Unidos, donde los ingresos que provienen de las tasas financian la limpieza de viejos vertederos de residuos tóxicos y de derrames de petróleo. Para que estas tasas sean un incentivo efectivo para encontrar pro­ ductos alternativos y menos contaminantes, deberán ser establecidas de acuerdo con la cantidad y la calidad de los residuos que deberán tratarse. Un ejemplo típico de las tasas sobre los usuarios son aque­ llas que cubren los gastos para el tratamiento del agua. Dichas tasas normalmente son proporcionales al tamaño de la casa, al área en que se encuentra y al consumo de agua. Tasas d e depósito-reem bolso La tasa de depósito-reembolso normalmente se aplica a algunos pro­ ductos (como, por ejemplo, latas, botellas de cristal, pilas usadas, embalajes, papel, etcétera) en el momento de la venta y es (parcial­ mente) reembolsado cuando los productos son devueltos después de usarlos: con una tasa de cinco céntimos, el estado de Nueva York ha podido devolver el 80% de los envases de refrescos vacíos. Este tipo de impuestos se utiliza ampliamente para los envases de bebidas, pero también es apropiado para los envases de lubricantes, petróleo, productos químicos clorurados, disolventes, baterías, refrigerantes y, en general, de todos aquellos productos cuyo uso indebido tenga un coste medioambiental elevado. Las tasas de depósito-reembolso se distinguen de las medidas de diferenciación fiscal, cuyo objetivo es favorecer el consumo de los productos que son más respetuosos con el medio ambiente, porque conducen a unos precios más ventajosos para estos productos. Mientras que los sistemas de diferenciación fiscal y depósito-reembolso son neutros respecto del presupuesto (la tasa es parcialmente reembolsada a los productores o consumido­ res), las tasas aplicadas a los productos y consumidores tienen por objetivo aumentar la renta pública. Finalmente, las tasas administrativas son pagos que se efectúan por ciertos servicios de la autoridad como, por ejemplo, el registro de determinados productos químicos o la implementación y ejecución de determinadas regulaciones. El tradicional argumento de la teoría económica para poner én­ fasis en la virtud de las tasas es que las subvenciones a actividades, empresas o sectores específicos pueden distorsionar la competencia, fomentar el lobby político así como la discreción y la arbitrariedad, y dar como resultado el desaprovechamiento de los recursos cuando las asimetrías de la información dificulten el control del comporta­ miento de los agentes económicos. En cambio, las tasas presentan la ventaja de la eficiencia económica ya que «dejan que el mercado decida», y no es necesario verificar su eficacia. En pocas palabras, «al igual que la muerte, las tasas han demostrado realmente que son ra­ zonablemente seguras» (Baumol y Oates, 1972). Se aplican a todos los objetos gravables y no únicamente a algunos de ellos y pueden ser defendidas ante un tribunal de justicia. El problema reside en que su virtud sólo es tal en un mundo en el que todo pueda ser medido y controlado de modo que, al aplicarlas al mundo real, surgen algunos inconvenientes. AI determinar el tipo de impuesto medioambiental, el poder público debe saber el efecto probable de dicho impuesto, es decir, cuánta contaminación se elim ina por cada tipo de impuesto. Esto implica saber cómo reaccionarán los agentes económicos ante la tasa. Evidentemente es bastante incierto, y las consecuencias de es­ tas tasas podrán ser mayores o menores de lo previsto. Otro pro­ blema es que, de hecho, quienes al final paguen realmente las tasas dependerá de la estructura de la industria. Si la tasa en el petróleo se impone para fomentar la introducción de tecnologías ecológicas y el mercado del petróleo y su principal subproducto, la gasolina, está controlado por una (monopolio) o varias (oligopolio) empresas confabuladas, el resultado más probable es que la tasa pase a los conductores de los coches, por lo que se perderá cualquier efecto de incentivar tecnologías más limpias. Además, es probable que las ta­ sas sean distribucionalmente regresivas. Dado que tanto los conduc­ tores de coches, tanto los de ingresos elevados como los de ingresos bajos, deben comprar gasolina, entonces el aumento en los precios a consecuencia de las tasas afecta más a estos últimos que a los pri­ meros. En consecuencia, los grupos sociales más pobres son los que pagan la mayor proporción de sus gastos globales en tasas. El problema de coordinación entre los países también surge cuando los conductores de vehículos de un país viven cerca de la frontera con otro país en el que la gasolina es más barata: dicho conductor probablemente considerará que merece más la pena viajar al país vecino para comprar carburante más barato. Por tanto, es po­ sible que la tasa sitúe a los productos nacionales en desventaja frente a los competidores externos, ya que los productos nacionales serán más caros (por tanto, menos atractivos) que las importaciones. Fi­ nalmente, un impuesto sobre la gasolina probablemente modificará los hábitos de nuestros hipotéticos conductores de vehículos, quie­ nes probablemente utilizarán menos el coche y más otros medios de transporte, el dinero extra gastado en carburante probablemen­ te implicará menos actividades de ocio, hecho que distorsionará el comportamiento de consumo de su familia. En otros términos, las tasas medioambientales producen efectos en la renta de las personas, en su comportamiento de consumo, en sus hábitos de ocio, etcétera. Los impuestos medioambientales «no son simplemente tasas sobre las actividades contaminantes, sino que también son tasas implícitas sobre los factores primarios de produc­ ción — mano de obra, capital y (según sea aplicable) reservas de recursos naturales» (Goulder, 1998, 47). Otro aspecto es el aumento de ingresos mediante las tasas. Estos ingresos se pueden usar para rebajar otros impuestos, con una posible reducción de sus efectos distorsionadores en el mercado laboral, el consumo y el capital. Un grupo de economistas manifiesta que el diseño de una política medioambiental global sin incurrir en distorsiones supondría rediseñar todo el sistema fiscal. La dirección no debería ser interiorizar la externalidad, sino más bien utilizar los impuestos sobre la renta y los impuestos sobre los gastos para orientar la actividad económica hacia nuevos objetivos respetuosos con el medio ambiente. Sólo en estas condiciones la actividad económica podrá ser globalmente sostenible. A este concepto se le denomina la Reforma fiscal ecológica. Aunque teóricamente las tasas sé consideran un instrumento mejor que los estándares, las políticas regulatorias siguen estando en el centro de la política medioambiental. Pero ¿por qué las tasas se usan menos que los estándares cuando los economistas las defien­ den? Steve Kelman (1981) en un estudio realizado entre ecologistas, políticos, empresarios y funcionarios sobre las tasas medioambien­ tales, encontró opiniones contrarias: «por un lado los ecologistas están convencidos de que el medio ambiente no puede ser objeto del comercio. Por otro lado, los empresarios no quieren ni oír hablar de tasas. En medio, los políticos y los funcionarios manifiestan saber poco sobre tasas y prefieren las regulaciones más sencillas. El he­ cho sorprendente es que nadie menciona la razón por la que, según los economistas, uno debería preferir las tasas, es decir, la mayor eficiencia, lo que permite m inim izar los costes del control medio­ ambiental». Otros tipos de incentivos económicos: las subvenciones Las subvenciones hacen referencia a diferentes formas de asistencia financiera que deberían ayudar al contaminador a fabricar produc­ tos más respetuosos con el medio ambiente o a usar tecnologías más limpias. Las subvenciones se pueden conceder en forma de: - contribuciones para la reducción de los futuros niveles de conta­ minación; créditos con un tipo de interés por debajo del tipo de interés del mercado para emprender iniciativas ecológicas; reducciones fiscales, que permitirán acelerar la depreciación de las tecnologías más contaminantes, o garantizar privilegios fis­ cales siempre que se emprendan determinadas actividades con­ tra la contaminación. Aunque en principio no hay ninguna diferencia teórica entre usar el palo (impuestos) o la zanahoria (subvenciones) para inducir al com­ portamiento deseado, se acusa a las subvenciones de inducir a una contaminación excesiva. Esto se debe a que las subvenciones suponen unos ingresos netos para el contaminador y son un incentivo para que otros contaminadores entren en el mercado. A largo plazo, la situación probablemente conllevará un mayor número de empresas, una mayor producción de la industria, un precio inferior del producto contami­ nante y un aumento global de las emisiones. Además, una subven­ ción para disminuir los futuros niveles de contaminación deberá ser calculada más bien sobre las unidades de contaminación reducidas que sobre las unidades de contaminación emitidas. Esto implica que es necesario definir un punto de referencia para las emisiones con el que se deberán comparar los niveles reales. Un aspecto relacionado con la reducción fiscal es que la depreciación acelerada tenderá a tener impactos no-neutrales en la elección de la tecnología para reducir las emisiones, decantando la elección hacia las inversiones a largo pla­ zo de control de la contaminación. Por otro lado, el efecto inverso es posible mediante créditos. En este caso, las elecciones tecnológicas pueden orientarse hacia las inversiones a corto plazo que permitirán beneficiarse más veces de los créditos. Existe otro argumento en contra de las subvenciones: la preocu­ pación por el gasto público. Las subvenciones suponen una carga para las finanzas públicas y es probable que se paguen aumentando otros impuestos, con los derivados efectos distorsionadores. Además, con las subvenciones se corre el riesgo de que, a lo largo del tiempo, se conviertan en una forma de proteccionismo para las industrias afectadas. Por este motivo, la OCDE promovió la adopción del prin­ cipio de «el contaminador paga» como una manera de lim itar las subvenciones en política medioambiental. A pesar de las críticas, existen algunos casos en los que las subvenciones están justificadas como, por ejemplo, cuando: • • • • • • Está demostrado que las políticas basadas únicamente en gravá­ menes no son viables. La carga del impuesto es tan elevado que puede originar la crea­ ción de lobbies de contaminadores. El gobierno no desea una disminución de la competencia a nivel internacional. Las empresas no consiguen realizar inversiones en tecnologías para reducir Ja contaminación debido a fallos en la información, imperfecciones en el mercado de capitales y dificultades en los créditos de compromiso Consideraciones sociales y de distribución inducen al gobierno a reducir los gravámenes. El tipo de gravamen no se puede cumplir y constituye un incen­ tivo para la evasión de impuestos. Todos estos argumentos sugieren la posibilidad que no se pue­ da establecer un tipo de gravamen a su nivel óptimo, y que el crea­ dor de políticas puede verse obligado a considerar las alternativas secon d best (sub-óptimas) y mezclar el gravamen no-óptimo con otras medidas políticas. Además, si las tasas de emisión deben es­ tablecerse por debajo del nivel óptimo, entonces los instrumentos que pueden aumentar los efectos medioambientales del nivel ac­ tual de gravamen serán importantes para conseguir los objetivos de calidad medioambiental. Las subvenciones en forma de pos­ poner el pago de los impuestos o los créditos fiscales podrían ser medidas de sostenimiento para diseñar las adecuadas políticas de second best. Una cuestión importante de la implementación de las segundas mejores políticas medioambientales es el nivel de sub­ vención fiscal que se puede garantizar al contaminador. De hecho, la subvención sólo debería cubrir (total o parcialmente) la parte «medioambiental» del total del coste de inversión. Evidentemente, existen casos en los que es difícil determinarlo ya que la cantidad a subvencionar está muy ligada al impacto en el nivel de inversión de los incentivos para las medidas de reducción de la contaminación (la subvención fiscal). C reación d e m erca d o o co n tro l Los incentivos económicos para un comportamiento más respetuo­ so con el medio ambiente se pueden proporcionar creando mercados artificiales en los que los contaminadores (reales o potenciales) com­ pren o vendan los «derechos» para la contaminación real o poten­ cial. El típico ejemplo de la creación de mercado es la compra-venta de permisos de emisión. Este instrumento concuerda con el llamado teorema de Coase, que trata sobre los problemas de contaminación en términos de derechos de propiedad y costes de transacción. La compra-venta de permisos de emisión implica (i) la defini­ ción de los derechos de propiedad de los bienes públicos objeto de la externalidad negativa (por ejemplo, un lago o un río); (ii) la defini­ ción de un determinado estándar de calidad para los bienes públi­ cos; y (iii) la creación de permisos de emisiones (proporcionales al nivel máximo de contaminación permitido) que se repartirán entre los diferentes interesados. Estos, a su vez, podrán comprar o vender libremente estos permisos en función de si la cantidad de contami­ nantes emitida sobrepasa el nivel permitido (y es más barato que una inversión en medidas para reducir la contaminación) o de si la can­ tidad emitida está por debajo de dichos límites. Este es el principio de los permisos de emisiones vendibles. Con este sistema el propietario de los derechos de propiedad del bien público (normalmente el gobierno) determina la cantidad máxima de emisiones para el bien, y traduce la cantidad de emisio­ nes en cantidad de permisos, creando un mercado para ellos. Nor­ malmente, un permiso garantiza el derecho a emitir cierta cantidad de sustancias contaminantes para un determinado período de tiem­ po. En general, el comercio de permisos actúa junto con un estándar de calidad. Los contaminadores no pueden superar el estándar, pero si emiten por debajo de este límite, pueden vender la diferencia. Por tanto, para el contaminador, la única posibilidad de emitir más residuos de los límites permitidos es comprando permisos de emi­ sión a otro contaminador. La ventaja de este sistema de comercio de emisiones es que el poder público puede controlar directamente la cantidad global de emisiones. Sin embargo, este mecanismo con­ lleva unos elevados costes administrativos y de control, por lo que depende del número y el tamaño de los participantes y del tipo de bien público implicado. Finalmente, el impacto distributivo también depende de si la distribución inicial de los permisos se realiza mediante una subasta o si los permisos se conceden a los contaminantes sin carga alguna. La experiencia práctica con los permisos de emisiones sugiere la exis­ tencia de graves problemas de aplicación. A menudo los permisos no se comercializan sino que se usan como una herramienta para limitar la entrada de competidores en el mercado del producto. Otros instrumentos de mercado Existe otra categoría de instrumentos que se encuentra entre el in­ centivo económico y el legal. Se trata de los incentivos de aplicación económica que son de dos tipos: - Cargos por incumplimiento, que se imponen cuando el conta­ minador no respeta una determinada regulación, y cuya canti­ dad debería ser proporcional a los béneficios obtenidos a través del incumplimiento. - Garantías de cumplimiento, que son pagos que se devuelven cuando se cumple con la regulación impuesta. Finalmente, debemos mencionar la responsabilidad legal como un instrumento económico para la protección medioambiental. Es la transferencia del principio de «el contaminador paga» al ámbito legal. Según la responsabilidad legal, el contaminador es financie­ ramente responsable de los daños causados por su actividad. Tal y como mencionan Cropper y Oates (1992, página 693), «la imposi­ ción de esta responsabilidad atribuye de manera efectiva un ‘precio estimado’ a las actividades contaminantes». Observe que una dife­ rencia importante entre las tasas y la responsabilidad legal es que las tasas son un gravamen para el contaminador pero no un pago a la víctima. En cambio, la responsabilidad legal debe producir los mismos efectos de incentivación que las tasas y, al mismo tiempo, asegurar el pago del daño a las víctimas. Instrumentos basados en la información delproducto La última categoría de instrumentos de política medioambiental no está incluida ni en los de mando y control ni en los de mercado. Está relacionada con la modificación del estilo de vida de las personas y con el incremento de su preocupación por el medio ambiente. El pri­ mer tipo de instrumentos es la información del producto. La idea es que la información es un medio para incrementar la preocupación por el medio ambiente por eso en Estados Unidos utilizan grandes adhesi­ vos en los nuevos coches y en los refrigeradores que indican su consu­ mo de energía comparado con otros modelos. La preocupación por el medio ambiente es algo estrechamente relacionado con los programas de educación y persuasión (campañas publicitarias). Evidentemente estos últimos instrumentos son bastante caros y su eficiencia parece que depende del problema medioambiental en cuestión, del grado del peligro implicado y de temas sociales y culturales. Otro instrumento prometedor es el etiquetado ecológico (o eco-etiquetado), que cons­ tituye un intento público o privado de aumentar la disponibilidad de información. Este instrumento conlleva unos complejos proce­ dimientos de análisis con el objetivo de certificar la compatibilidad medioambiental de todo el ciclo de vida del producto en cuestión. Las eco-etiquetas son frecuentes en el aprovechamiento de los recursos naturales (programa de certificación forestal y agricultura ecológica, por ejemplo) y están creciendo mucho en los contextos de control de contaminación (en las industrias textiles y de muebles, por ejemplo). Cuestiones de sustentabilidad y evaluación de proyectos: Evaluación m ulticriterio social Cualquier problema de decisión social se caracteriza por los conflic­ tos entre los valores e intereses contrapuestos y los diferentes grupos o comunidades que los representan. Por ejemplo, en las políticas de uso de la tierra, los objetivos de conservación de la biodiversidad y del paisaje, los servicios directos de diferentes ambientes como recursos, el significado histórico y cultural de los lugares para las co­ munidades o las opciones de recreo que proporcionan los ambientes son una fuente de conflicto (M artínez et al., 1998; O ’Neill, 1993). Como hemos destacado anteriormente, la elección de una definición operacional particular para valorar y su técnica de valoración corres­ pondiente implica tomar una decisión sobre qué es lo importante. Las cuestiones de distribución desempeñan un papel fundamental. Cualquier opción política siempre implica ganadores y perdedores, de modo que es importante comprobar si una opción política es pre­ ferible sólo porque algunas dimensiones (como la medioambiental) o algunos grupos sociales (como los grupos con menos ingresos) no se toman en cuenta. Tal y como hemos señalado en el apartado se­ gundo, la sustentabilidad se debería abordar de manera exhaustiva. El marco político y social debe encontrar su lugar en la evaluación de las opciones políticas. En España, hace cuarenta años, existía un importante criterio político: la seguridad de la frontera del Norte con Francia. Actualmente ya nadie se acuerda de la existencia de esta actitud de Franco con las fronteras. De hecho, los criterios po­ líticos son la consecuencia del marco social y político que existe en un determinado período histórico. Otro ejemplo es la dimensión medioambiental, cada vez más importante en la evaluación de los proyectos, mientras que hace cuarenta años era prácticamente irre­ levante. Cuando la ciencia se utiliza para decidir políticas, una gestión adecuada de las decisiones implica incluir esta multiplicidad de par­ ticipantes y perspectivas. Esto también implica la imposibilidad de reducir todas las dimensiones a una simple unidad de medida. «La cuestión no es si el valor sólo lo puede determinar el mercado, dado que los economistas siempre han debatido otras formas de valorar; nuestra preocupación es la suposición de que en cualquier diálogo, todas las valoraciones o «numerarios» deberían reducirse a un solo estándar unidimensional» (Funtowicz y Ravetz, 1994, p. 198). Para dirigir las cuestiones contemporáneas, la economía debe expandir su relevancia empírica introduciendo en sus modelos su­ posiciones cada vez más realistas (y, por tanto, más complejas). Sin embargo, las herramientas estándares de maximización de los bene­ ficios y minimización de los costes no pueden manejar por completo la complejidad y multidisciplinariedad. Deben usarse otras herra­ mientas; una de ellas es la evaluación multicriterio social (EMCS). La idea principal del EMCS es que los resultados de un ejercicio de evaluación dependen del modo en que se represente un determi­ nado problema político y de las suposiciones que se hagan. En con­ secuencia, los intereses y valores considerados deben quedar claros (Munda, 2003). Los intereses de los diferentes participantes y las diferentes dimensiones del problema (económica, medioambiental, social, política) se transforman en alternativas y criterios. Las alter­ nativas son los diferentes escenarios posibles y los criterios son las consecuencias de las decisiones económicas, sociales, medioambien­ tales y políticas de cada escenario. La evaluación de cada alternativa no se realiza reduciendo todas las dimensiones a la misma unidad de medida, sino manteniendo diferentes numerarios y, finalmente, aplicándoles pesos. Estos pesos valoran la importancia de cada crite­ rio respecto de la alternativa en cuestión. Una manera de ordenar las alternativas se realiza comparando cada par de alternativas de acuer­ do con los diferentes criterios y estableciendo una clasificación: la alternativa clasificada en primer lugar de acuerdo con la mayoría de los criterios considerados es la que gana. Las convenciones de agre­ gación matemáticas juegan un papel muy importante para asegurar que las clasificaciones obtenidas son coherentes con la información y las suposiciones utilizadas. Las principales características del EMCS se pueden resumir de la siguiente manera: - El uso de un marco multicriterio es una herramienta muy efi­ ciente para implementar un enfoque multi/inter-disciplinario. - - La participación pública es un componente necesario pero no suficiente. Las técnicas de participación constituyen una herra­ mienta para mejorar el conocimiento del problema, y no para recibir aportaciones que se usen sin sentido crítico en el proceso de evaluación. La participación social no implica una falta de responsabilidad. Los juicios éticos son componentes inevitables del ejercicio de evaluación. Estos juicios influyen en gran medida en los resul­ tados. Como consecuencia, es esencial que las suposiciones sean transparentes (Stiglitz, 2002). Ésta es la principal ventaja (y también puede ser la principal desventaja) del EMCS. Conclusiones Un modelo matemático de, por ejemplo, un ecosistema, aunque es legítimo en sus propios términos, puede que no sea suficiente para realizar un análisis completo de sus propiedades complejas, que in­ cluyen la dimensión humana del cambio ecológico y la transfor­ mación de las percepciones humanas a lo largo de este cambio. Las diferentes dimensiones no son del todo inconexas, de ahí que la perspectiva institucional pueda ser la base para el estudio de las re­ laciones sociales de los procesos científicos. Si se considera cualquier perspectiva particular como la imagen verdadera, real o total, se ob­ tiene una descripción completamente inadecuada del problema. En la mayoría de los casos, las perspectivas sacrificadas son aquellas que definen el problema de manera fundamental pero son difícilmente identificables y mesurables. No obstante, la reducción de la complejidad es una pre-condición necesaria para las acciones de gestión. La reducción del nú­ mero de representaciones no equivalentes introduce el problema de los descriptores: indicadores e índices. Atribuir un valor monetario al medio ambiente es una de estas posibles descripciones, pero no la única. La expresión «Tener en cuenta la naturaleza» (muy usada en el sistema de Naciones Unidas y en la Unión Europea) esconde la tensión entre la valoración monetaria y la valoración a través de índices físicos (los cuales ellos mismos pueden mostrar tendencias contradictorias). Hasta ahora, la preguntá elemental sobre si la eco­ nomía europea se acerca o se aleja de la sustentabilidad no se puede responder con un consenso sobre la(s) «unidad(es) de medición» que debe emplearse. Los economistas intentan «internalizar» las externalidades en el sistema de precios. Estos intentos se logran en algunos casos especí­ ficos sólo porque las incertidumbres y las complejidades dificultan aplicar medidas físicas y monetarias de las externalidades. Subra­ yamos cómo los valores económicos dependen de las desigualdades inter e intra generacionales en la distribución de los efectos de la contaminación y en el acceso a los recursos naturales. Deberíamos recordar que nos encontramos en un mundo second best y que un proceso de experimentación a menudo es el único camino posible. Por este motivo el principio de precaución debe jugar un papel cen­ tra] en la definición de las estrategias políticas. Dado que las técnicas de evaluación multicriterio permiten tener en cuenta los efectos conflictivos, multidimensionales, inconmensu­ rables e inciertos de las decisiones, parecen un marco metodológi­ co prometedor para la política (micro y macro) medioambiental en condiciones complejas. Las técnicas de evaluación multicriterio no pueden solucionar todos los conflictos, pero pueden ayudar a pro­ porcionar más conocimientos sobre la naturaleza de los conflictos y los caminos parra llegar al compromiso político en caso de pre­ ferencias divergentes, de modo que aumente la transparencia de los procesos de elección. TERCERA PARTE DE LA POLÍTICA Y DEL ESTADO V. NUEVOS ENFOQUES DE LA POLÍTICA Ángel Valencia Hoy, más que nunca, lo medioambiental es un eje fundamental de vertebración de lo político en las sociedades contemporáneas. De hecho, la dimensión política medioambiental se manifiesta de un modo creciente en el ámbito del estado a través de la acción política de los movimientos y partidos ecologistas y, más allá del propio ecologismo político, en los propios programas de los partidos políticos tradicionales y también en las políticas públicas medioambientales de los gobiernos de los sistemas políticos democráticos. Además, en el ámbito de la sociedad se percibe una mayor visibilidad de los grandes problemas medioambientales, lo que se traduce en una opi­ nión pública y en una ciudadanía en la que surge y se extiende con fuerza una importante conciencia ecológica. Todos estos elementos han hecho en estos últimos veinticinco años que lo medioambiental sea, simultáneamente, un auténtico principio articulador y un reto para la política del siglo XXI. Una de las claves de la dimensión ecológica de la política reside precisamente en el reconocimiento de la vulnerabilidad del mun­ do natural como consecuencia de la acción humana. De hecho, la relación del hombre con la naturaleza constituye una de las dimen­ siones institucionales de la modernidad, estrechamente vinculada ah impacto de la industria, la ciencia y la tecnología en el mundo mo­ derno. Lo que ha cambiado en el último cuarto de siglo es nuestro desacuerdo con la visión que emanaba del pensamiento ilustrado. Así, hemos pasado de una noción ilustrada de una naturaleza ame­ nazante y sujeta al dominio humano, a otra en la que se muestra vulnerable a la acción humana. Lo decisivo, pues, es la percepción de un mundo vulnerable y, por tanto, «la aparición de la biosfe- ra como una entidad finita, moral, vulnerable y amenazada por la acción humana» (Riechmann, 2001: 26). De este modo, el rasgo característico de la civilización moderna, desde la industrialización hasta nuestros días, es que su impacto ambiental es tal que pone en peligro la supervivencia de las formas de vida donde la sociedad humana puede vivir y reproducirse. Lo que se denomina crisis eco­ lógica, dentro del pensamiento político verde, es, pues, «una crisis de supervivencia planetaria y afecta a la subsistencia de la especie. Y en ello reside su singularidad con respecto a otras formas de im­ pacto social en el medio ambiente (Garrido, 1997: 303). Este hecho es decisivo por entroncar lo político con lo medioambiental, ya que la crisis ecológica es el resultado de conductas que se derivan de los propios sistemas sociales; y, por ello, la centralidad de la dimensión ecológica de la política en nuestras sociedades y la necesidad de for­ mular respuestas a través de la acción política dentro de un mundo vulnerable y cuya conservación será un ejercicio tan delicado como complejo. Como ha señalado acertadamente uno de los representan­ tes más destacados de la teoría política contemporánea, «si queremos que el planeta siga siendo habitable durante el próximo o los dos próximos siglos (no hablemos ya de más tiempo), tendrá que ser, en última instancia, a base de habilidad y de su suerte política... En la economía y la ecología globales prietamente enlazadas en las que en 'a actualidad vivimos, nadie es capaz de saber siquiera si es en prin:ipio posible que los seres humanos aprendan a entender las conse­ mencias generales de sus actos con la rapidez suficiente como para joder ponerles freno; si el impacto potencialmente destructor de lo ]ue tenemos que hacer ahora no superará siempre nuestra capacidad ie comprenderlo y ajustarlo. Pero incluso si aprendemos a comprenler a tiempo, también necesitaremos, si es que hemos de actuar con :ficacia, la más espectacular mejora de nuestras capacidades políti­ cas y de nuestra sabiduría práctica (Duna, 1996: 213-214). En consecuencia, en este difícil ejercicio de conservación de un mundo vulnerable, lo nuevo es la dimensión global tanto de los prodemas ecológicos como la adopción de nuevas fórmulas y decisiones eolíticas que hay que arbitrar para afrontarlos. Uno de los efectos más importantes de la globalización es la pérdida' de centralidad del estado-nación como eje vertebrador de la comunidad política frente a un creciente aumento de la dimensión internacional de la política. Así, parece emerger una concepción de la política global que exige soluciones también globales y plantea nuevos problemas, en particular, desde donde actuamos y establecemos la nueva legiti­ midad. Desde esta perspectiva, los problemas medioambientales se han convertido en uno de los principales temas de lo que hoy se denom ina gobernación global. Así, por ejemplo, el cambio climático o ladestrucción de la capa de ozono, formarían parte de aquellos pro­ blemas derivados de la aparición de nuevos bienes públicos globales; es decir, aquellos que no pueden ser satisfechos por cada estado de forma individual, sino que exigen colaboración entre ellos (Vallespín, 2000:147). A esto habría que añadir Ja dimensión globajjle los riesgos que generando que convierte a jos problemas ecológicos en amefiazaFsuí enemigos (Strange, 1999). En este sentido, esta doble cara de lo medioambiental, como bien público a defender y como amenaza potencial más allá de estado-nación, hace necesario, por un lado, nuevos espacios teóricos que justifiquen la legitimidad, la conservación de la naturaleza y la prevención ante las posibles con­ secuencias de las catástrofes ecológicas; y, por otro, nuevas fórmulas políticas en los ámbitos estatal e internacional, en un proceso de toma de decisiones en el que lo global y lo local están estrechamente relacionados. En este contexto, la cuestión fundamental aquí es reflexionar sobre cuál es el papel de la jiim ensión ecológica de la política en las sociedades contemporáneas. Sin embargo, para entender esto es necesario comprender el significado del ecologismo político. En prin­ cipio, se trata de un fenómeno político multifacético caracterizado por una diversidad de teorías y prácticas que lo convierten en una nueva forma de movimiento descentralizado, multiforme, articula­ do en red y omnipresente (Castells, 1998: 137), que está creando, a su vez, una nueva identidad, identidad biológica, una cultura de la especie humana como componente de la naturaleza (Castells, 1998: 151). La cuestión aquí es dotar de sentido a un fenómeno diverso que es, simultáneamente, una ideología, una teoría política, un conjunto de movimientos sociales y partidos políticos que además influyen en las políticas medioambientales tanto de los estados como de diver­ sos organismos de carácter supranacional, en un momento en que la problemática medioambiental se ha convertido en uno de los prin­ cipales temas de la gobernación global. Desde esta perspectiva, se ha producido un cambio sustantivo en el ecologismo en los últimos años. Así, mientras en la década de los sesenta, el ecologismo, junto a otros nuevos movimientos sociales, constituyeron uno de los retos a los que se enfrentan las democracias contemporáneas, sobre todo porque abrieron el espacio político democrático a nuevos sujetos y nuevas contradicciones, representando proyectos políticos alternati­ vos que iban más allá de los de la izquierda tradicional (Valencia, 1997: 451), hoy asistimos a la aparición de lo que he denominado un nuevo espacio político del ecologismo (Valencia, 2000 a, 2001a). Una recomposición del espacio político verde que viene definida por dos hechos que surgen desde mediados de la década de los noventa: por un lado, la consolidación electoral de los partidos ecologistas en Europa, que se produce gracias a un pragmatismo ideológico que les alejaba definitivamente de las posiciones fundamentalistas manteni­ das en la década de los ochentaT yj"por otro, poí una reformulación de la izquierda, que desde una definición teórica de una política radical (Valencia, 2001b) está posibilitando una convergencia entre ecologis­ mo y socialismo (Valencia, 2000b), lo cual se traduce en una serie de experiencias muy diversas de los partidos ecologistas en los gobiernos nacionales (Muller-Rommel y Poguntke, 2002). A esto habría que añadir un factor nuevo, y que no podemos tratar aquí, la transnacio­ nalización de la política que, sin duda, está transformando tanto las ideas como las acciones del movimiento ecologista (Doherty, 2002). De forma simultánea al ámbito de la política práctica, la di­ mensión ecológica está adquiriendo un nuevo espacio en la teoría política contemporánea, gracias a dos factores: por un lado, la apari­ ción de una serie de interpretaciones de la modernidad que desde la teoría sociológica contemporánea sitúan a la dimensión ecológica de la política como uno de los ejes interpretativos fundamentales de un concepto de modernidad emergente, que constituyen la base de una nueva política radical y fundamentan algunos de los planteamientos de la izquierda actual; y, por otro lado, lo que he denominado la incorporación definitiva y con voz propia de la teqnáijtolítica verde como una disciplina emergente dentro de la teoría política contem­ poránea (Valencia, 2000c), lo cual se expresa en una participación crítica y reconstructiva en los principales temas, corrientes y debates de esta disciplina, en un intento de fundamentar un modelo teórico acorde con la construcción de una sociedad sustentable. Recapitulando, el punto de partida de nuestro análisis en este ca­ pítulo es que las cuestiones medioambientales constituyen un eje de vertebración de lo político cada vez más decisivo dentro de la teoría y la práctica políticas actuales, dentro de lo que hemos denominado la dimensión ecológica de la política. Tomando como objeto algu­ nas tendencias de evolución del ecologismo político contemporáneo que, sobre todo, afectan a las sociedades occidentales, sostenemos la hipótesis de que existe un nuevo espacio del ecologismo que de­ muestra esta creciente influencia de lo ecológico en lo político. Para ello, nos vamos a centrar en cinco aspectos: en primer lugar, una re­ visión sinte'tica de algunos de los enfoques y temas que caracterizan a la actual teoría política verde; en segundo lugar, bajo qué criterios podemos definir al ecologismo como una ideología contemporánea; en tercer lugar, discutir el sentido actual de vinculación entre el eco­ logismo y la izquierda; en cuarto lugar, entender el porqué y algunas de las claves del diálogo del pensamiento verde con el liberalismo; y, por último, reflexionar sobre la evolución de los partidos verdes en el contexto europeo. Teoría política verde: una disciplina emergente dentro de la teoría política contemporánea Es indudable que dentro de la teoría política actual asistimos desde hace tres décadas al desarrollo de una auténtica disciplina emergente, la teoría política verde (green political theory) o el pensamiento verde (green political thought), que es el resultado de una presencia cre­ ciente de la dimensión ecológica de la política en el ámbito del pensa­ miento político. Su rasgo más característico como disciplina es la gran pluralidad de teorías, posiciones metodológicas, enfoques, corrientes de pensamiento y debates dentro de una literatura muy amplia que sólo en la última década ha crecido a un ritmo extraordinario (Barry, 2002). Por ello creemos que un tratamiento analítico clarificador de un estado de la cuestión de la teoría política verde debe partir de una triple estructura temática: qué principios delimitan su objeto de cono­ cimiento, cuáles son sus relaciones con otras corrientes de pensamien­ to y cuáles son los principales debates que polarizan su atención. En el plano metodológico es evidente que pensar sobre el ecolo­ gismo exige usar algún tipo de criterio epistemológico que dé orden a un corpus tan diverso y delimite su conocimiento. En este sentido, creemos que la distinción analítica entre ecologismo y ambientalismo (Dobson, 1997) es sumamente útil, tanto para justificar el esta­ tuto ideológico de ecologismo como para delimitar los perfiles de la teoría política verde, convirtiéndose en un referente imprescindible dentro de la literatura anglosajona, porque establece y clarifica, al menos, el marco del debate y las diversas posiciones epistemológicas dentro de esta disciplina. En cuanto a su relación con otras disciplinas y corrientes de pen­ samiento, es obvio que la naturaleza y las relaciones entre el hombre y la naturaleza han sido objeto de atención por parte de la política. No hay ninguna verdad única acerca de la política que la naturaleza pueda o deba revelar, pero, desde luego, a cierto nivel, el peso de la biología en la humanidad — y, por consiguiente, en la ciencia po­ lítica— resulta innegable. Finalmente, considerando el abuso que del mundo natural realiza en la actualidad el ser humano, la deter­ minación de nuestra posición colectiva en relación con ese mundo resulta, sin duda alguna, crucial (Dryzek y Scholsberg, 1999: 166). Así, uno de los rasgos del pensamiento verde es su intervención y apertura con voz propia tanto con otras corrientes clásicas del pen­ samiento político como en los debates más actuales de la teoría po­ lítica contemporánea. Este hecho no elimina la identificación del ecologismo como una ideología de izquierda y su imbricación con la teoría política marxista, anarquista o feminista que han dado lugar a auténticas corrientes dentro de la teoría política verde, como el ecoanarquismo, el ecosocialismo y el ecofeminismo. Sin embargo, quizás lo más novedoso en este campo lo constituyen dos planteamientos recientes y sumamente interesantes: por un lado, el acercamiento entre las tradiciones teóricas del ecologismo y del liberalismo dentro de un debate de reinterpretación de los conceptos fundamentales de la teoría política liberal, que está dando lugar a una teoría de la ciu­ dadanía (Dobson, 2001; Valencia, 2002) y de la democracia propias (Barry y Wissenburg, 2001) dentro del propio pensamiento político verde; y, por otro, y dentro de la teoría sociológica contemporánea, el papel creciente que las cuestiones ecológicas ocupan dentro de ciertas interpretaciones o lecturas de la modernidad que se mani­ fiestan a través de conceptos como sociedad del riesgo (Beck, 1998; 2002) y modernización reflexiva (Beck, Giddens y Lash, 1997). Si bien es cierto que en este último caso existe un consenso menos unánime con respecto a su aportación al pensamiento político verde (Bluhdorn, 2000; Irwin, 2001). Por último, y en cuanto a las principales controversias que pola­ rizan la atención de la teoría política verde reciente, distinguiríamos siete grandes debates que se articulan alrededor de una serie de te­ mas o cuestiones fundamentales. De modo muy sintético serían los siguientes: 1. El debate ideológico se caracteriza por discutir la definición del ecologismo como ideología contemporánea y su compatibilidad con otras ideologías. A pesar de mantenerse su tradicional vin­ culación con las izquierdas, están adquiriendo una especial rele­ vancia los análisis que relacionan los principios del ecologismo con el liberalismo y el conservadurismo. 2. El debate estratégico-político se centra, sobre todo, sobre las cuestiones referentes a las estrategias más eficaces a seguir por los movimientos y partidos ecologistas. En el caso de los parti­ dos verdes, y aunque en muchos casos se mantiene su carácter de pequeños partidos que pretenden movilizar a la opinión pública en torno a las cuestiones medioambientales, lo nuevo es su par­ ticipación en el gobierno de algunos países europeos. 3. El debate sobre la tesis del fin de la naturaleza converge sobre la idea de que la intervención humana sobre la naturaleza deter­ mina que no podamos concebirla como algo ni independiente a nosotros ni recuperable con respecto al pasado; lo cual, por un lado, justifica su preservación y, por otro, estimula la discusión sobre los conceptos y las estrategias políticas a seguir dentro de la relación entre la izquierda y el ecologismo. 4. El debate sobre las generaciones futuras se desarrolla dentro del eje ecocentrismo versus antropocentrismo, referente funda­ mental en el ámbito de la ecofilosofía, discutiendo en el plano filosófico-ético cuál es el papel de la especie humana en sus re­ laciones con la naturaleza y si las razones para cuidar el mundo humano son tan importantes como las razones para cuidar el mundo natural no humano, y no sólo en el presente, sino te­ niendo en cuenta nuestra responsabilidad con las generaciones futuras. 5. El debate sobre ecologismo y democracia plantea dos grandes cuestiones: por un lado, el tema de la compatibilidad entre la noción y los principios de la naturaleza que sostiene el ecolo­ gismo político y la democracia; y por otro, la cuestión de si los intereses de las generaciones futuras deben ser representados democráticamente. La respuesta a ambas implica plantearse a través de qué definición normativa y empírica de la democracia, es decir, la construcción de una teoría de la democracia verde. 6. En el debate sobre la ciudadanía se plantean dos grandes temas: por un lado, los problemas de este concepto liberal y sus insu­ ficiencias en el tratamiento de las cuestiones ecológicas; y, por otro, la elaboración de una teoría de la ciudadanía compatible con los principios teóricos del ecologismo. 7. El debate sobre la justicia y el medio ambiente se centra en una serie de cuestiones tales como la compatibilidad entre la sustentabilidad y la justicia social, las relaciones entre la igualdad social y la sustentabilidad, o la discusión sobre qué criterios y conceptos debe representarse la posición de los ecologistas en relación con el mundo natural no humano. Obviamente, somos conscientes de que en la teoría política ver­ de se produce un entrecruzamiento de enfoques metodológicos, de corrientes de pensamiento y de debates que, sin duda, pueden difuminar esta triple distinción analítica y, sin duda, no agotan el objeto de esta disciplina. Sin embargo, creemos que este esfuerzo de diferenciación puede contribuir a un conocimiento y una presenta­ ción, aunque sea esquemática, del estado de la cuestión de la teoría política verde. Pensar el ecologismo como ideología contemporánea Como hemos señalado anteriormente, pensar sobre el ecologismo exige establecer algún tipo de criterio que defina un fenómeno teó­ rico y políticamente complejo. En principio, existe un consenso mayoritario sobre que las repercusiones de la acción humana en el mun­ do natural han sido mucho mayores en las últimas décadas, lo cual ha significado que el ecologismo se haya'convertido en un fenómeno que hay tomar muy en serio y, gracias a él, la defensa del medio ambiente, la conservación de la naturaleza y los valores verdes son ya lugares comunes en nuestras sociedades. Sin embargo, su recono­ cimiento como una ideología similar al socialismo, al liberalismo o al conservadurismo es relativamente reciente en los manuales sobre ideologías políticas contemporáneas. El problema comienza cuando intentamos precisar qué entendemos por medio ambiente y, más en concreto, por naturaleza dentro del pensamiento ecologista, porque de ella depende nuestra interpretación de la teoría y la práctica polí­ ticas del ecologismo. La solución para algunos autores estriba en una comprensión del ecologismo político que parte de distinguir entre ecologismo y ambientalismo, considerando el primero reformista y el segundo revolucionario. La distinción es similar a la que hace Ame Naess entre ecologismo superficial y profundo (Giddens 1996: 211). Sin embargo, creemos que esta interpretación es simplificadora y que más allá del uso de una distinción conceptual no es posible identificar ambas. Como es sabido, el ecologismo profundo (Naess, 1989) es una de las corrientes más influyentes de la teoría política verde en Es­ tados Unidos. Como hemos afirmado en otro lugar, el ecologismo profundo de Ame Naess pretende desarrollar una nueva filosofía po­ lítica y moral, basada en la igualdad del ser humano y de la naturale­ za — lo que denomina Naess, igualitarismo biosférico— , otorgando una teoría del valor intrínseco al medio ambiente, que necesita, por tanto, una ética que reconozca el valor intrínseco del mundo no humano. Esto implica recuperar los vínculos entre la naturaleza y la comunidad social que permanecen en las comunidades primitivas y han sido perdidos por las civilizaciones modernas debido al avance de la modernidad (Valencia, 1997: 461). Frente a esta postura, el ecologismo superficial partiría de una posición de superioridad del ser humano frente a su entorno natural y, por tanto, su misión sería la de controlar el daño producido por la actividad humana y no poner en peligro los recursos naturales del mundo físico, es decir, preservar y conservar la naturaleza. Este enfoque plantea dos tipos de problemas importantes en el ámbito político: en primer lugar, su crítica radical a la modernidad plantea problemas ideológicos serios, incluso hasta para su inserción dentro del discurso democrático; y, en segundo lugar, una disyunción entre la teoría de la ecología profunda y la posibilidad de articular una práctica política del mo­ vimiento verde a la hora de justificar la preservación de la natura­ leza, olvidándose de la resolución de los problemas prácticos como la polución, la deforestación o la lluvia ácida (Valencia, 1997: 461). En este sentido, su dudosa compatibilidad con la democracia, junto a su incapacidad para abordar de un modo práctico los problemas medioambientales, constituyen serios problemas de esta distinción interpretativa del ecologismo político. En este contexto, la distinción entre ecologismo y medioambientalismo constituye un marco teórico diferente. Es cierto que ambas distinciones pretenden clarificar la dispersión de las ideas medioambientales. Sin embargo, mientras que la distinción entre ecologismo profundo y ecologismo superficial intentaba justificar una concepción filosófica del ecologismo cuyo fin era la recupera­ ción de la naturaleza, el propósito de la distinción entre ecologismo y medioambientalismo era justificar qué conjunto de esas ideas po­ dían justificar la consideración del ecologismo como una ideología política radical. Así, el medioambientalismo aboga por una aproxi­ mación administrativa a los problemas medioambientales, conven­ cido de que pueden ser resueltos sin cambios fundamentales en los actuales valores o modelos de producción y consumo; mientras que el ecologismo mantiene que una existencia sustentable y satisfactoria presupone cambios radicales en nuestra relación con el mundo na­ tural no humano y en nuestra forma de vida social y política (Dobson, 1997: 22). Por ello, el medioambientalismo no constituye una ideología, aunque sea subsumido por otras ideologías, mientras que el ecologismo es una ideología porque implica un conjunto de ideas con las que los verdes radicales describen el mundo social y político, prescriben una acción dentro de él e intentan motivarnos para dicha acción (Dobson, 1997: 34). Dicho de otro modo, es posible ser so­ cialista, conservador o liberal y ser medioambientalista. En cambio, es menos fácil ser socialista, conservador o liberal y ser un ecologista político, porque el ecologismo pone en cuestión demasiados supues­ tos en los que están basados el socialismo, el conservadurismo y el liberalismo. Es verdad, por supuesto, que el ecologismo contiene ele­ mentos de estas tres ideologías, pero se mantiene diferente de ellas (Dobson, 2002: 148). En consecuencia, esto implica un giro político en la definición del ecologismo, que tiene dos consecuencias muy importantes: en primer lugar, tener una imagen más completa y clara del ecologismo como movimiento político; y, en segundo lugar, entender mejor el desafío que supone contra el consenso dominante. Un desafío críti­ co que no implica una ruptura con la herencia de la Ilustración y que permite, por tanto, identificar los fundamentos filosóficos y éticos, las implicaciones del modelo de sociedad sustentable, las estrategias políticas y las relaciones del ecologismo con otras ideologías. Se tra­ ta, pues, de un enfoque diferente y que no presenta los problemas de la distinción entre ecologismo superficial y ecologismo profundo, permitiendo no sólo discernir con claridad qué ideas verdes forman parte del ecologismo como una ideología radical, sino también iden­ tificar los temas de debate y de discusión dentro de la teoría política verde. Por todas estas razones, la distinción entre ecologismo y am ­ bientalismo se ha convertido en un punto de referencia fundamental sobre el que gira, con multitud de diferencias y matices, el debate sobre lo que entendemos por ecologismo político. El ecologismo y su lugar actual en la izquierda Una de las consecuencias de la distinción entre ecologismo y medio­ ambientalismo es definir al ecologismo como una ideología radical y transformadora. Esto hace que su lugar natural dentro del espectro político sea la izquierda. Sin embargo, ¿cuál es el lugar del ecologis­ mo político dentro de la izquierda? Para responder a esta pregunta es necesario tratar dos problemas: por un lado, la relación del eco­ logismo con tradiciones teóricas y movimientos sociales de la iz­ quierda tradicional, que podríamos denominar izquierda no verde; y, por otro lado, la incidencia que el tratamiento de las cuestiones ecológicas tiene dentro de algunas lecturas de la modernidad de la teoría sociológica contemporánea, que dentro de un pensamiento radical están contribuyendo a una convergencia entre ecologismo y socialismo. En el caso de la relación del ecologismo con la izquierda, existen tres grandes corrientes dentro del pensamiento político verde que son el resultado de su simbiosis con las tres grandes tradiciones de pensamiento e ideológicas de la izquierda no verde: el ecofeminismo, el ecoanarquismo y el ecosocialismo. El ecofeminismo parte del principio del respeto absoluto por la naturaleza, como base para la liberación tanto del patriarcado como del industrialismo. Considera a las mujeres víctimas de la misma violencia patriarcal que se inflin­ ge a la naturaleza. Y, por tanto, el restablecimiento de los derechos naturales es inseparable de la liberación de la mujer (Castells, 1997: 142). Por ello, una de las claves del pensamiento ecofeminista es reforzar la conexión entre mujer y naturaleza, un principio compar­ tido tanto por el movimiento feminista como por el movimiento ecologista dentro de un debate complejo en el que se buscan puntos de acción común entre ambos movimientos. En el caso del ecoanarquismo, se persigue que se pueda restablecer una sociedad ecológica en la que la conservación de la biosfera constituya un fin en sí mismo e inaugure una relación entre la naturaleza y el ser humano armó­ nica, dentro de una sociedad que combina los valores de la ecología y el anarquismo, favoreciendo la diversidad, la descentralización del poder hacia comunidades locales más autónomas basadas en el desa­ rrollo de tecnologías alternativas (Valencia, 1997: 461). Finalmente, el ecosocialismo intenta elaborar una crítica convergente al capitalis­ mo, tanto por su incidencia en la desigualdad social como en la de­ gradación medioambiental, que conduzca a una estrategia política y a un proyecto político dentro de la izquierda en el que el objetivo fundamental sea conseguir una sociedad sostenible e igualitaria. El problema aquí es articular una estrategia política que produzca una convergencia entre dos movimientos políticos tan diferentes. En este contexto, en el ecosocialismo se mezclan diversas posi­ ciones que podemos articular alrededor de tres grandes problemas: en primer lugar, la relación de la teoría política marxista con la ecolo­ gía; en segundo lugar, los planteamientos que desde el pensamiento de la izquierda se han desplazado hacia el ecologismo; y, finalmen­ te, el debate sobre la vertebración del ecologismo y del socialismo dentro de un proyecto político común, que se produce dentro de algunas posiciones del posmarxismo. En la discusión teórica actual entre marxismo y ecología (Benton, 1996) hay que destacar una línea de acercamiento, dentro de planteamientos muy sofisticados, después de una etapa muy larga de desencuentro e ignorancia mu­ tua marcada por estereotipos simplistas. En cuanto al paso del rojo al verde de antiguos teóricos marxistas y militantes de la izquierda hacia los ideales de ecologismo, expresa una creencia por la cual la nueva sociedad no se deriva ya exclusivamente de la crisis del capi­ talismo sino también de la crisis ecológica, lo cual genera nuevos ejes de conflicto y también una estrategia política y un modelo de sociedad diferentes de los de la izquierda tradicional. En su vertiente más radical esto implica una sustitución del movimiento obrero por el movimiento ecologista como nuevo sujeto político que vertebrará la crítica al capitalismo, y la aparición de una nueva utopía rojiverde. Sin embargo, dentro de esta línea común los planteamientos distan de ser homogéneos, dando lugar a posiciones teóricas y políticas muy diferentes, tanto en Europa (Altvater, 1994; Lipietz, 1997) como en Estados Unidos (O’Connor, 1999). Por último, el debate teórico so­ bre la vertebración del ecologismo y del socialismo es característico de algunos autores posmarxistas (Gorz, 1995)- En ese caso, la idea es redefinir el proyecto político del socialismo, intentando hacerlo compatible con el movimiento ecologista a través tanto de un aná­ lisis de la incompatibilidad de la racionalidad capitalista con la ra­ cionalidad ecológica como de nuevas propuestas teóricas y políticas que construyan ese nuevo concepto de socialismo. El problema de este tipo de planteamientos se centra tanto en la política de alianzas como en la dirección de un proyecto emancipatorio que responde a antagonismos diversos y no necesariamente reconciliables. Como hemos visto, uno de los principales problemas de la iz­ quierda en su relación con el ecologismo era encontrar un princi­ pio de articulación entre ecologismo y socialismo. Sin embargo, la teoría sociológica contemporánea, de la mano de conceptos como modernización reflexiva, puede que esté dando alguna salida a este problema. Así, hoy día la situación es diferente y nos encontramos con un fenómeno nuevo: una convergencia tanto teórica como po­ lítica del ecologismo con la socialdemocracia, a la que ha influido mucho el pragmatismo de los partidos verdes en la década de los noventa. En este contexto, una de las bases teóricas de esta con­ vergencia es la n o ció n de m od ern iz a ción reflexiva, porque dota a la problemática ideológica de un significado nuevo dentro de una interpretación diferente de la modernidad, pretende ser un estímu­ lo para la crítica activa y un punto de partida para la construcción de nuevos políticos de izquierda (Valencia, 2000b: 82). Así, mo­ dernización reflexiva significa un cambio de la sociedad industrial, que se produce de forma subrepticia y no planeada, a remolque de la modernización normal, de modo automatizado y dentro de un orden político y económico intacto, e implica lo siguiente: una radicalización de la modernidad que quiebra las premisas y con­ tornos de la sociedad industrial y que abre vías a una modernidad distinta (Beck, Giddens y Lash, 1997: 15). Se trata, pues, de un diagnóstico de las tendencias de cambio de una sociedad en muta­ ción, que surgen desde un esquema interpretativo más genérico de la modernidad, que tiene interés por dos razones: en primer lugar, por sus consecuencias políticas en la definición de la agenda de la izquierda; y, en segundo lugar, por la importancia que tienen las cuestiones ecológicas dentro de ese nuevo programa de la izquierda. Así, por ejemplo, Más allá d e la izquierda y la derecha (Giddens, 1996) no se puede entender sino como un profundo esfuerzo de imbricación de este concepto para definir la izquierda, un trabajo que va a servir muy bien para entender su evolución hacia la tercera vía (Giddens, 1999) En cualquier caso, más allá de la celebridad que han adquirido estas ideas, dentro de la teoría política verde hay críticas muy sólidas a este tipo de planteamientos (Benton, 1999). En este sentido, puede que exista una convergencia teórica y estra­ tégica dentro de la nueva socialdemocracia y el ecologismo, que además está teniendo un refrendo político real en la coalición roji­ verde en Alemania, pero esto no significa que los viejos problemas de vertebración entre el ecologismo y la izquierda, que hemos visto más arriba, hayan desaparecido del horizonte. Ecologismo y liberalism o: punto de partida hacia una teoría de la democracia verde En cualquier caso, el entendimiento de tradiciones ideológico-políticas no se acaba en la convergencia reciente entre el ecologismo y el socialismo. Precisamente, este acercamiento también es un rasgo que puede predicarse del ecologismo y del liberalismo (Wissenburg 1998; Barry y W issenburg 2001), estableciendo uno de los debates que está impulsando una teoría de la democracia verde dentro de una línea de revisión conceptual de la tradición liberal. En princi­ pio, se trata de averiguar si la democracia liberal puede servir para una democracia verde. Para el ecologismo político la respuesta es no. La crítica ecologista a la democracia liberal subraya cómo la demo­ cracia liberal no puede llegar a ser verde por razones que atañen tan- to a su fundamento normativo como a su funcionamiento político; razones de principio inhabilitan a la democracia como marco para la consecución de la sustentabilidad y como vehículo para llevar a cabo una verdadera democratización de la democracia (Arias 1999: 186). La idea es, pues, aprovechar la tradición democrática liberal para la construcción de un modelo democrático propio, y por eso la teoría política verde lleva a cabo una revisión de las instituciones y princi­ pios de la democracia liberal que es a la vez crítica y reconstructiva, y con ello sienta las bases de una democracia verde que trascienda, en sentido propio, la liberal (Arias 1999: 187). Los principales ele­ mentos de esta revisión de la democracia liberal por parte de la teoría política verde son los siguientes (Arias 1999: 187-191): 1. En primer lugar, la redefinición de la representación política li­ beral por la teoría política verde dentro de una línea de expan­ sión de la comunidad moral y política para incorporar a aquellos agentes subrepresentados: el mundo natural, las generaciones futuras y los extranjeros afectados por las decisiones nacionales en materia medioambiental. Se trata de una postulación moral y normativa que precede a su puesta en práctica dentro de las instituciones representativas. 2. En segundo lugar, el tema de los derechos visto desde dos perspec­ tivas: por un lado, como un instrumento para combatir la crisis ecológica y, por otro, como un discurso eficaz para conseguir la extensión de la comunidad moral y política. Esto implica una ampliación de los derechos humanos que dé cabida a los derechos de corte medioambiental y también de sus sujetos, en este caso las generaciones futuras y parte del mundo natural, los animales. 3. En tercer lugar, el principio de la autonomía del liberalismo se ve afectado en dos aspectos: por un lado, ampliado en lo referente a sus condiciones de aplicación a las que se añade las condiciones ecológicas — un medio ambiente sano es por definición con­ dición de aplicación de la autonomía individual— y, por otro, la identidad humana se percibe en términos relaciónales y, por tanto, no puede desligarse de sus vínculos comunitarios, tanto sociales como ecológicos. 4. En cuarto lugar, la reconstrucción del concepto de ciudadanía liberal hacia una ciudadanía ecológica que pone el énfasis en las responsabilidades y obligaciones del ciudadano en el marco de la sociedad sustentable y respecto a los colectivos subrepresentados, así como su papel socializador de ciudadanos ecoló­ gicamente conscientes. Se trata, pues, de una ciudadanía activa que debe ir de la mano de una ampliación de la participación política. 5. En quinto lugar, la comunidad constituye el espacio político predominante dentro de una democracia verde y de una socie-. dad sustentable. Sin embargo, en el mundo en que vivimos es necesario cumplir ciertos requisitos de pluralidad y viabilidad porque es imposible una vuelta a comunidades cerradas. La idea es construir un concepto de comunidad que respete esos princi­ pios. 6. Por último, en lo referente al tema del estado, el pensamien­ to político verde camina hacia el realismo que no expresa sólo una aceptación de su existencia, sino una tendencia a lim itar el discurso descentralizador. El estado sería así un elemento fun­ damental, tanto en la teoría política verde como del programa político de cambio del movimiento ecologista. En cualquier caso, el estado liberal deberá democratizarse y reestructurarse ecológicamente. En síntesis, esta revisión del modelo democrático liberal pro­ pugnada por el pensamiento político verde implica un acercamiento o un entendimiento limitado. Se trata de un punto de partida desde una revisión crítica y reconstructiva de la filosofía política liberal para construir un modelo democrático verde. Punto de partida y no de llegada para forjar una teoría democrática propia. Los partidos ecologistas: del rechazo antisistémico a la integración en el gobierno En el plano de la acción política uno de los fenómenos más rele­ vantes del ecologismo político, a nuestro juicio, fue «el proceso de institucionalización de los movimientos ecologistas que cristalizó en la aparición de los primeros partidos ecologistas en la década de los setenta. Así, por ejemplo, en 1972 se fun'dan los primeros partidos ecologistas del mundo en Tasmania — United Tasmania Group— y en Nueva Zelanda —Valúes Party. Este mismo año, en Europa se fundan partidos ecologistas regionales en Suiza y un año después nace el Ecology Party británico. Este proceso se consolida en los años setenta y ochenta, extendiéndose los partidos ecologistas en la mayoría de los países europeos, incluyendo también los estados del antiguo socialismo real y algunos del Tercer Mundo. Esta incorpo­ ración a los sistemas políticos democráticos ha venido acompañada de una representación parlamentaria, variable cuantitativamente según los países, pero sostenida y creciente teniendo en cuenta la novedad de estos partidos. Además de este auténtico salto cualitati­ vo en términos de representación política, estamos asistiendo simul­ táneamente a un proceso de creciente organización de este tipo de partidos» (Valencia, 1997: 467). En este contexto, lo que pretendemos mostrar a continuación es una serie de claves interpretativas y tendencias de su evolución den­ tro de una perspectiva comparada. La razón de este enfoque es que, aún reconociendo que «la diversidad de experiencias de los movi­ mientos medioambientales y de los partidos verdes en Europa es tal que es difícil generalizar» (Rootes 2002: 341), resulta más fácil ex­ traer algunas pautas generales de evolución de la evidencia empírica extraída de los datos electorales, de algunos elementos constitutivos de los sistemas políticos o también de algunas características de su participación en algunas de sus experiencias en el gobierno. Ob­ viamente, hay otras cuestiones fundamentales como, por ejemplo, si el origen de los partidos verdes es el resultado de una estrategia política que implica una determinada relación con los movimientos medioambientales o es el resultado de un factor estructural como un cambio en la cultura política de las sociedades occidentales. En el primer caso, plantea un origen y una definición de este tipo de par­ tidos como partido-movimiento, es decir, si los partidos ecologistas en Europa son el resultado de una traducción política partidista de los movimientos medioambientales o de una coexistencia, en difícil alianza, con movimientos verdes de organización más difusa. Ante este problema predomina una diversidad marcada por el estudio de caso y resulta muy difícil establecer alguna tendencia general. En el segundo caso, nos remite a la célebre, pero duramente criticada, tesis del politólogo norteamericano Ronald Inglehart, según la cual el surgimiento de los valores posmaterialistas nos ayuda a comprender el espectacular aumento de importancia de las cuestiones medioam­ bientales que se ha producido en las dos últimas décadas (Inglehart, 1999: 319) y también constituye la base de un nuevo y principal eje de polarización política en Europa Occidental y una realineación del sistema de partidos en una serie de sociedades. Durante la década de 1980 los partidos ecologistas surgieron en Alemania Occidental, los Países Bajos, Bélgica, Austria y Suiza. En los noventa irrumpieron en Suecia y Francia, y están comenzando a mostrar niveles de apoyo significativos en Gran Bretaña. En todos los casos, el apoyo a estos partidos procede de un electorado mayoritariamente posmaterialista (Inglehart, 1999: 319-320). Partiendo de la base de que es verosímil la tesis de Inglehart, es decir, que se produce un desplazamiento en la cultura política de las sociedades occidentales avanzadas de un énfasis en el bienestar material y la seguridad material hacia un én­ fasis en la calidad de vida y, por tanto, de los valores materiales a los posmateriales, lo cual explicaría, a su vez, la importancia de la pre­ ocupación medioambiental. Sin embargo, es menos evidente que de una mayor preocupación medioambiental derivada de un cambio en la cultura política se produzca una correlación en apoyo electoral e incluso en un realineamiento del sistema de partidos. Por todo ello, vamos a eludir deliberadamente estos planteamientos y vamos a cen­ trarnos en una explicación de la evolución de los partidos ecologistas europeos basada en la evidencia empírica, para observar la fortaleza o no de su representación en las instituciones parlamentarias, en ciertos elementos de los sistemas políticos que pueden favorecer su desarrollo y, finalmente, en un cierto balance de lo que han sido sus experiencias en el gobierno. Desde esta perspectiva, la historia de este tipo de partidos está marcada por tres fases: 1. Una etapa fundacional, en la década de los ochenta, en la que se produjo una sobreestimación de su potencialidad política, que coincidió con un discurso político radical, antisistémico y alternativo a la vieja izquierda. Se trataban, pues, de par­ tidos que se definían como partidos-movimientos y también de partidos-antipartidos, lo cual significaba un rechazo de la posibilidad de las coaliciones, como consecuencia, no sólo de definir un espacio político propio, sino también a un éxito par­ lamentario importante, propiciado en algunos casos por cir- cunstancias particulares y conyunturales del contexto político específico. 2. Una segunda etapa, en la década de los noventa, en la que se produce una moderación del discurso político radical, una es­ tabilización electoral y unos niveles de crecimiento pequeños, pero estables en términos de representación política, junto con una importante experiencia de gobierno a nivel local y regional, a lo que se unió un importante proceso de coordinación a nivel internacional, en el marco europeo — Federación Europea de Partidos Verdes (Los Verdes Europeos). 3. La etapa actual, desde finales de los noventa hasta hoy, marca­ da por las experiencias de los verdes en el gobierno en algunos países, como Alemania, Bélgica, Finlandia, Francia e Italia. Lo característico, en este caso, es que se producen una diversidad de niveles de colaboración en los gobiernos nacionales, que van desde el apoyo puntual, pasando por la participación con alguna cartera ministerial dentro del gobierno o el gobierno de coali­ ción. En síntesis, los partidos ecologistas europeos han pasado de ser abanderados de una política del rechazo y de la protesta antisistémica a ser interlocutores privilegiados en algunos gobiernos naciona­ les, entre otras cosas, como consecuencia de una línea de evolución hacia un pragmatismo ideológico y también como resultado de su experiencia en los diversos niveles de gobierno. Para llegar a este punto, es necesario analizar cómo se ha produ­ cido su consolidación electoral y, por tanto, los niveles de represen­ tación política de estos partidos tanto en los parlamentos nacionales como en el Parlamento Europeo. En este último caso, los datos nos muestran que en el período comprendido entre 1979-1995 han pasa­ do de no tener representación parlamentaria a oscilar entre los 21-27 escaños, lo que les dio derecho a tener grupo parlamentario propio en el Parlamento Europeo en 1989. En su punto más álgido, las elec­ ciones de 1989, los partidos europeos obtuvieron el voto de más de 10 millones de electores, un 7,7% de los 135 millones de sufragios, frente al 2,7% de las elecciones de 1984. En el período 1995-1996 en el que Suecia, Austria y Finlandia se incorporaron a la Unión Europea, las elecciones al Parlamento Europeo en esos países deter­ minaron un resultado de entre 24-27 escaños, aunque el número de escaños final fue de 26 por el abandono de Jup Weber (Déi Gréng, el partido verde de Luxemburgo) del Grupo Verde Europeo y su incorporación en diciembre de 1995 a la Alianza Europea Radical. En cuanto a las últimas elecciones europeas celebradas en junio de 1999 (10-13 de junio) nos encontramos con un avance significativo de 12 escaños, obteniendo 38 escaños sobre un parlamento euro­ peo cuya composición total es de 626 escaños, lo que representa un 6,07% del actual Parlamento Europeo (Valencia, 2001a: 149). Por otro lado, si pasamos de los datos globales a los resultados obtenidos por cada país dentro de los dos últimos comicios europeos, también se refleja esta consolidación del voto verde dentro de un panorama en el que a pesar de algún retroceso aislado (Alemania, Italia, Por­ tugal y Suecia), percibimos un cierto avance en casi todos los casos (Austria, Bélgica, Finlandia, Francia, Holanda y Reino Unido) y una persistencia de la tendencia de voto (Irlanda y Luxemburgo) entre los comicios de 1999 y la consulta anterior (Valencia, 2001a: 152). Una tendencia que se ve reforzada por un proceso de creciente coordinación y organización internacional de estos partidos. En este sentido, en la actualidad a la Federación Europea de los Partidos Verdes (Los Verdes Europeos) pertenecen 32 partidos de un total de 43, un número de miembros que puede ampliarse según vayan incorporándose los nuevos solicitantes. En cuanto a la evolución electoral y la representación obtenida en los parlamentos nacionales, a finales de la década de los noventa, los partidos ecologistas europeos estaban organizados a nivel na­ cional en 17 países — excluyendo los países pertenecientes la Euro­ pa Central y Oriental— obteniendo representación política en sus parlamentos nacionales en doce de ellos -—Alemania (47 escaños), Austria (9 escaños), Bélgica (9/11 escaños en el Parlamento Federal y 3/3 escaños al Senado Federal), Finlandia (11 escaños), Francia (7 escaños), Holanda (8/1 escaños en la Primera Cám ara y 11 escaños en la Segunda Cámara) Italia (14 escaños tanto en la Cám ara de los Diputados como en el Senado), Irlanda (2 escaños), Luxemburgo (5 escaños), Portugal (2 escaños), Suecia (16 escaños) y Suiza (10 escaños— y fracasando electoralmente en los cinco países restantes — Dinamarca, España, Grecia, Noruega y Reino Unido (Valencia, 2001a: 155). Desde 1999 hasta hoy hay algunas variaciones un cre­ cimiento significativo en Alemania (55 escaños) y Austria (16 esca­ ños), pequeños en Irlanda (6 escaños) y Suecia (17 escaños), además de obtener representación por primera vez en España (1 escaño). A esto habría que añadir, un descenso en Francia (3 escaños) y en Italia (17 escaños). Hasta aquí algunos datos que muestran un proceso de creci­ miento y consolidación, pequeño pero constante, de los partidos ecologistas europeos tanto en las elecciones europeas como en las nacionales. Sin embargo, la evidencia empírica en sí misma no muestra qué papel han representado en nuestros sistemas demo­ cráticos. Así, desde una perspectiva comparada, basada en mode­ los sumamente complejos, se ha demostrado que el papel de estos partidos ha cambiado y han asumido funciones dependiendo del lapso temporal que tomemos en consideración para el análisis. Por ejemplo, si tomamos desde su origen hasta mediados de la década de los noventa, los partidos verdes existían en casi todos los sistemas de partidos de la Europa Occidental. Participaron en cerca de dos­ cientas elecciones locales y regionales junto a ochenta y una eleccio­ nes nacionales en quince países. Habitualmente, los partidos verdes obtuvieron representación en diez parlamentos nacionales (Alema­ nia, Bélgica, Luxemburgo, Finlandia, Italia, Irlanda, Austria, Suiza, Grecia y Holanda), mientras que no consiguieron representación parlamentaria en los cinco países restantes (Francia, Suecia, España, Gran Bretaña y Dinamarca). En todos los países, los partidos ver­ des participaron en dos o más elecciones nacionales, siendo su nivel de apoyo electoral y su representación parlamentaria relativamen­ te pequeña. Pueden ser clasificados como pequeños partidos que tienen unos papeles específicos dentro de los sistemas de partidos europeos, que actúan en muchos casos como movilizadores de los conflictos sociales y políticos (Müller-Rommel, 1994: 20). Sin em­ bargo, si tomamos una segunda versión sofisticada de este modelo de análisis (Müller-Rommel, 1998) que amplía el período de análisis a los primeros años veinte años de historia de los partidos ecologistas europeos — entre 1978 y 1997— muestra un respaldo por parte de los ciudadanos creciente, que se expresa en un éxito electoral que se produce en nueve de los quince países donde han participado en elecciones generales o nacionales (Austria, Bélgica, Suecia, Sui­ za, Francia, Finlandia, Alemania, Luxemburgo y Holanda) y que ha producido importantes cambios, tanto en la organización como en los programas de los partidos políticos tradicionales como en la estrategia de la competición partidista (Valencia, 2001a: 160). Por otro lado, los factores que explicarían tanto el cambio de papel como el éxito de este tipo de partidos serían de distinta naturaleza. Así, parece que en aquellos casos en que la estructura territorial del esta­ do se corresponde con un estado federal, el sistema de partidos se ca­ racteriza por un pluralismo moderado, existe una cierta desafección política resultado de un agotamiento de los partidos tradicionales, unido a unas economías con tasas de desempleo bajas, el éxito elec­ toral de los partidos ecologistas es mayor. En síntesis, desde media­ dos de la década de los noventa los partidos ecologistas europeos han dejado de ser pequeños partidos movilizadores de conflictos y se han convertido en partidos que han introducido importantes cambios en la agenda política y en la competencia partidista de las sociedades occidentales. Sin embargo, la cuestión clave en este momento es si podemos establecer alguna tendencia de explicación ante la diversidad de ex­ periencias de gobierno de los partidos verdes en Alemania, Bélgica, Finlandia, Francia e Italia. Se trata de un fenómeno político muy interesante porque inaugura una nueva fase de evolución de este tipo de partidos, en este caso, como partidos bisagra que deben contri­ buir a dos grandes funciones no siempre compatibles: por un lado, la gobernabilidad del estado y, por otro, la defensa de las cuestiones medioambientales. Teniendo en cuenta la especificidad de cada caso y la prácticamente nula distancia histórica, es difícil formular una respuesta concluyente. Sin embargo, un análisis comparado muy reciente de otro politólogo (Poguntke 2002) nos propone avanzar hacia una serie de conclusiones tentativas en torno a dos grandes cuestiones: ¿Cuánto han podido cambiar los verdes las políticas nacionales gracias a su participación en el gobierno? Y, ¿cómo ha afectado a los verdes su participación en el gobierno? La respuesta a estas preguntas da lugar a una serie de conclusiones en torno a cinco grandes temas: 1. La experiencia en el gobierno y los cuadros políticos necesarios: Es obvio que la participación en un gobierno nacional se ve facilitada por una experiencia de gobierno dentro de un nivel regional o local. En este aspecto, se percibe que no todos los partidos verdes estaban igualmente preparados para participar en un gobierno nacional. En líneas generales, y aunque en el caso italiano estaba más justificado, en todos los demás se ob­ servó una falta de cuadros políticos suficientemente preparados en todas las áreas de la política nacional. Los cambios en la estructura y en la organización de los parti­ dos: Otro aspecto importante es la creencia de todos los partidos ecologistas en el principio normativo de una democracia de ma­ sas, lo cual significaba una estructura de liderazgo flexible que además conectaba con los movimientos sociales. Sin embargo, la participación en el gobierno ha supuesto un reforzamiento del liderazgo tradicional y una estructura similar a la de los partidos tradicionales. El gobierno de coalición como forma de participación en el go­ bierno: Se trata de una forma de participación en el gobierno que presenta numerosos problemas para este tipo de partidos, porque el poder de un partido en una coalición depende de su capacidad de presión o chantaje sobre sus socios. Desde esta perspectiva, los partidos ecologistas son pequeños partidos que tienen una mayor o menor capacidad de acción dependiendo de las opciones que tenga el socio mayoritario de la coalición — el caso alemán en la primera legislatura. Por otra parte, la credibi­ lidad de un pequeño partido para abandonar una coalición es lim itada. De los cinco países, en tres la coalición formaba parte de la izquierda (Alemania, Francia e Italia) y en dos la coalición formaba parte de la derecha (Finlandia y Bélgica). Esto implica que resulta difícil establecer una nueva alianza con otro partido del otro lado del espectro ideológico, lo cual lim ita la capacidad de los partidos verdes como partidos bisagra. En una palabra, llegar al poder como socio minoritario de una coalición y su es­ casa capacidad de maniobra para abandonarla y establecer otra con un parido o partidos de ideología diferente hace que los partidos verdes hayan llegado al gobierno por vez primera en una posición relativamente desfavorable. Estrategias en el gobierno y el impacto de las políticas: En este caso, los límites de la acción política de los partidos ecologistas vienen definidos por el nivel de participación y responsabilidad en el gobierno, por la forma de hacer política y por el éxito en la defensa de los temas medioambientales inherentes al ecologis­ mo. En el primer caso, la participación de los verdes ha sido muy limitada, fundamentalmente, los Ministerios de Medio Am­ biente con excepción de la cartera clásica de Asuntos Exteriores en el caso alemán. En cuanto a la forma de hacer política den­ tro de la coalición, ha sido siempre cooperativa — es decir, no conflictiva. Esto ha sido positivo porque sitúa su contribución dentro de las demandas más sociales de los ciudadanos — por ejemplo, inmigración. Por último, el éxito en la defensa de los temas medioambientales ha sido limitado, como por ejemplo en el caso de la energía nuclear — en Francia no pudieron hacer nada, en Finlandia se ha limitado pero sin un modelo claro a se­ guir, y en Alemania se introdujo una moratoria de treinta años. 5. Expectativas electorales de futuro: Resulta difícil hacer predic­ ciones. En principio, los partidos ecologistas se mueven entre aquellos votantes que no les votarán porque se sienten decep­ cionados por su acción política en el ámbito de las políticas de transporte o nuclear y aquellos que con una mentalidad más reformista sí lo harán. Por ejemplo, en el caso alemán las expec­ tativas de Die Grüne unos meses antes de las últimas elecciones eran muy pesimistas y, sin embargo, las predicciones electorales fueron mejorando según se fueron acercando los comicios. En síntesis, por ahora la experiencia de los partidos verdes en el gobierno ha afectado limitadamente a las políticas nacionales y más ampliamente a los propios partidos verdes. Por un lado, su ausencia de cuadros políticos suficiente preparados para la política nacional, los límites de su acción impuestos por su carácter de socios mino­ ritarios en los gobiernos de coalición, su escasa participación en cargos de responsabilidad en los gobiernos y sus también limitados éxitos en el área de la política medioambiental, junto a un electo­ rado sumamente volátil, hacen que su influencia en los gobiernos haya sido limitada. Además, este tipo de experiencias ha afectado su carácter como partido y su espacio político, acercándoles a una forma de liderazgo y a una estructura de partido tradicional. Sin embargo, las últimas elecciones en Alemania y en Suecia muestran que hay un nuevo espacio para la izquierda, que consolida la defi­ nición de una izquierda verde, ai menos en ios países del norte de Europa. En este sentido, y por encima de la evidencia empírica y de la diversidad del estudio de casos concretos, la evolución de los par­ tidos ecologistas europeos, desde el rechazo a la integración en los gobiernos, representa una línea política de un gran interés no sólo para la izquierda sino también para la consecución de los fines del ecologismo político. A modo de conclusión: hacia un nuevo espacio para la dimensión ecológica de la política La tesis que hemos sostenido en este capítulo es que las cuestiones medioambientales constituyen un eje de vertebración de la políti­ ca, que implica una nueva relación entre lo ecológico y lo político y que hace cada vez más influyente lo que hemos denominado la dimensión ecológica de la política, tanto en la teoría como en la práctica políticas contemporáneas. La razón de fondo es que nuestra percepción de vivir en un mundo vulnerable y sometido a la crisis ecológica es cada vez más evidente como consecuencia, entre otras cosas, de la dimensión global de los problemas ecológicos y de la necesidad de articular nuevas fórmulas políticas para resolverlos. En este contexto, hemos centrado nuestro análisis en algunas tenden­ cias de evolución del ecologismo político, en concreto la existencia de un nuevo espacio político del ecologismo que se expresa tanto en la teoría política, como en su dimensión ideológica y finalmente en la acción de los partidos verdes en Europa. En el ámbito teórico, la consolidación de una teoría política que se inserta con voz propia en la teoría política contemporánea, ya sea desde el propio desarrollo con otras tradiciones vinculadas a la izquierda como a través de un diálogo crítico con el liberalismo. En el ámbito ideológico, porque la distinción entre ecologismo y medioambientalismo clarifica el es­ pacio político del ecologismo y su inserción dentro del pensamiento emancipatorio. En el ámbito político, porque la propia evolución de los partidos verdes desde el rechazo antisistémico hasta los gobiernos de coalición constituye una línea esperanzadora de futuro. Por todas estas razones, creemos que todos esos elementos son síntomas de que la dimensión ecológica de la política ocupa un papel cada vez más decisivo en la política de hoy y del mañana. VI. PENSAR A LA VEZ LA ECOLOGÍA Y EL ESTADO José Luis Serrano El binomio sociedad/naturaleza Hace apenas treinta años el título de este artículo hubiera provo­ cado extrañeza. Medido en tiempo histórico el tema de la relación entre ecología y estado es nuevo. En cambio, medido en tiempo sincrónico es, sin duda, un tema central: en todos los ámbitos de la comunicación social se habla de la crisis ecológica y, siempre que se habla de ésta, aparece antes o después la referencia al papel del estado en su solución, en su agravamiento, etcétera. Los discursos dominantes son el humanismo moralista, la alarma generalizada, el esoterismo estéril y — muy especialmente en el caso del estado— el tecnicismo optimista. La hegemonía de estos discursos se debe sin duda a la ausencia de elementos de prognosis en las ciencias sociales y en la teoría del estado. La tierra fértil de la que brotan esoterismos y optimismos injustificados está abonada por las resistencias de la sociología para concebirse a sí misma como ecología de la sociedad y por las carencias de la teoría tradicional del estado, también muy lejos aún de convertirse en una ecología de sistemas políticos o, al menos, de dejarse guiar en la práctica por una ecología política concebida como política de la vida, el tiempo y la duración. Las historias paralelas de la fundación de la sociología y de la ecología, su desencuentro histórico, han sido también determinantes de esta situación. La ecología como ciencia se fundó en torno al concepto de ade­ cuación. En un primer momento, adecuación significaba sólo la adaptación de un sistema vivo, a un entorno inanimado. Posterior­ mente, con el paradigma evolucionista, el concepto se expandió has­ ta abarcar no sólo la simple relación del sistema vivo con el entorno, sino también la necesidad de esa adaptación para la supervivencia del sistema. Poco después el concepto se redondeó definitivamen­ te al incluir la tesis en virtud de la cual el entorno también puede adecuarse al sistema y contribuir de esta forma a la evolución. Estas tres fases tuvieron lugar en el interior de las ciencias biológicas y hay que esperar bastante, casi un siglo, para asistir a lo que más abajo denominaremos el salto epistemológico. Antes se produjeron algu­ nos trasvases o filtraciones del caudal de la biología al de las ciencias sociales, pero estos regueros son más significativos del desencuentro que de la ecologización del paradigma: Darwin, por ejemplo, en un primer momento fue transferido a las ciencias sociales a través de un socialdarwinismo basado en la lucha por la supervivencia, entre in­ dividuos, empresas y estados. Este darwinismo se empantanó pron­ to en las arenas de una nueva moral social. En cambio, la idea fuerte de Darwin, el concepto de adecuación, la tesis en virtud de la cual el entorno decide selectivamente qué cosa puede desarrollarse como sistema no llegó a las ciencias sociales hasta los primeros desarrollos de la ecología política en los años setenta del siglo XX. Por los mismos tiempos que la ecología, la sociología se funda como física social. Esto es, como ciencia llam ada a estudiar la so­ ciedad desde dentro, a plantearse los problemas de la justicia y del orden social con un método empírico. Pero la sociedad, o sus partes, el orden social o los sistemas sociales como objeto de estudio de la sociología fueron definidos desde el principio en negativo, por opo­ sición: en una palabra, sociedad era todo lo que no era naturaleza. El binomio constitutivo, por lo tanto, del saber moderno era la diferen­ cia sociedad/naturaleza o, en el plano científico, el binomio ciencias sociales/ciencias naturales. Por su parte, la vieja teoría del estado partió también de esta es­ cisión, su prospectiva era la de la com munitas, la civitas , la polis... De la naturaleza extrahumana sólo se predicaba que quedaba al pruden­ te dominio del hombre (estoico o cristiano). El dominio de la tierra era así un concepto teológico preventivo que servía sobre todo para impedir la sacralización de la naturaleza, su conversión en dios. La naturaleza de los modernos era así en realidad naturaleza desacralizada. En la era de las revoluciones burguesas, el poder político se fue sumando a esta tarea de prevención teológica de la sacralización. El Derecho Natural — aquellas leyes inviolables que desde el naci­ miento de la burguesía como clase subsidiaria habían servido para poner coto al poder del tirano, del Papa o el emperador, del rey o de los nobles— se daba por positivado en las constituciones y en los códigos. La naturaleza de las cosas y de los hombres que inauguraba una segunda fuente del derecho por encima del derecho del rey se convertía en argumentos formales e internos. Las banderas de la razón, y en suma, todo el bagaje de veintitrés siglos de iusnaturalismo, se daba por realizado. Todo lo racional es ya real — decía Hegel (1821: prólogo)— y, por lo tanto había que remplazar las antiguas banderas de los derechos naturales por el nuevo código del derecho de propiedad, y había que sustituir a la antigua diosa Naturaleza por el nuevo dios-estado. Y en efecto, dos conceptos presidieron la secularización del po­ der separado ya de la naturaleza: por un lado la propiedad privada, como poder político de la forma dinero-capital y, por otro, la so­ beranía, el poder político público del estado-nación. Con la pro­ piedad, el sujeto-individuo proyectaba en la cosa poseída, a través del título de propiedad, su realidad como propietario de un cuerpo, de una identidad y de una conciencia única e indivisible. El amo político y el amo propietario son, en últim a instancia, poseedores de territorios y cosas. El poder político separado administra así la posición de los ciudadanos-siervos (Capella, 1993). Por su parte la nación-estado encuentra en el «ámbito de soberanía» del territorio marcado con fronteras, la realización fáctica y jurídica de su propio ser como hipóstasis sustancialista de la ocupación. La diferencia sistema/entorno Esta teoría del poder político separado, hispostasiado y topologizado sufrió el primer desafío cuando se produjo el salto epistemológi­ co desde la biología hacia la sociedad. La mutua adecuación entre sistema y entorno comenzó a predicarse como necesidad no sólo de sistemas vivos, sino también de sistemas sociales. Desde este mo­ mento, encadenados y sucesivos comienzan a aparecer los campos epistemológicos de la ecología humana, la ecología social, la ecología política, etcétera. De manera que hoy, el concepto de ciencia no da ya para abarcar todos estos planos de conocimiento y de producción de discursos. La ecología no es ya (sólo) una ciencia natural, sino (también) una cosmovísíón, una w eltam chauung, un paradigma, una hermenéutica, una pragmática, una nueva mirada sobre todo lo que acaece. La categoría diferencial sistema/entorno formuló así un cambio considerable en la visión del mundo. Los conceptos de oikos, m édium o am biens eran considerados por el pensamiento clásico y medieval como cuerpo circundante, soma periechon . El contenido y el límite de un cuerpo pequeño eran comprendidos a través de uno grande y concéntrico. Así el hombre como persona valor trascendental, uni­ dad que ya no podía dividirse más, célula o átomo, se agrupaba has­ ta formar el estado y la sociedad, circundados a su vez por la natura­ leza. La ecología como ciencia y el paradigma evolucionista fueron preparando el salto epistemológico. Los neologismos decimonónicos (;um welt, en viron nem en t ) apuntaban ya la gran transformación: que el sistema mismo define sus propios límites, que se diferencia de un entorno con el que se comunica y que el entorno es sólo y todo lo que está más allá de los límites de cada sistema. El entorno no es ya una clase particular de sistema, sino sólo aquello que la morfogéne­ sis del sistema delimita como totalidad de circunstancias externas. Su unidad es un correlato de la unidad del sistema. Dos importantísimas consecuencias derivaron de aquí: la socie­ dad y el estado no podían seguir siendo considerados por sus res­ pectivas teorías como todos. Ni el todo social, ni la soberanía (que enseguida veremos que era el todo estatal) podían seguir siendo con­ siderados como objetos de las ciencias sociales y la teoría política. La sociología y la teoría del estado debieron considerar que su objeto no era ya un todo compuesto de partes, sino unos sistemas complejos y sus entornos problemáticos. O, si se quiere, la unidad de esta dife­ rencia sistema/entorno. La segunda consecuencia no es menos importante. La teoría tradicional trabajaba con la diferencia todo/parte. Si el estado es un todo, entonces tenía partes, esto es, unidades o piezas que ya no podían descomponerse más: los hombres. Pero sólo los todos tienen partes y se pueden descomponer en piezas. Los seres vivos no tienen partes, su unidad no puede entenderse como suma de piezas, sino como suma de piezas y algo más. Un gato se puede dividir en ca- beza, tronco y extremidades, pero no se puede volver a recomponer. Un reloj sí. Si el estado es un reloj, podremos explicarlo con la me­ todología del relojero: si no descomponer — decía Hobbes— con­ siderar descompuesto al estado. Primero los animales, después la sociedad y el estado habían de dejar de ser considerados como todos descomponibles en unidades sustanciales (hombres). , En pocas palabras, el nuevo paradigma ecológico impide pen­ sar que los elementos del estado son piezas humanas. El estado, los sistemas políticos, como todos los sociales, constan de elementos que son operaciones autorreferenciales internas y sólo posibles en el interior del sistema. Ésta es la relectura ecológica de Darwin, cuya obra no se puede englobar en el paradigma ecológico, pero de la que no cabe duda que ocupa un lugar trascendental en la historia de la emergencia de éste. A Darwin le debemos en buena medida el progresivo desplaza­ miento de la física por la biología en el centro del campo epistemo­ lógico. Por ende, a la obra darwiniana se debe también la progresiva sustitución de la sociología como física social, por la sociología como ecología de la sociedad. Y por si fuera poco, el mecanicismo cons­ titutivo de la teoría moderna del estado, que pensaba en éste como algo mecánico, inerte, como un simple conjunto de masa y fuerzas debe ser también reconsiderado. El concepto-térm ino de soberanía Para el enfoque ecológico de la sociedad los problemas principales son dos: aprender cómo el poder político dejó de ser una función del sistema social y se convirtió en un sistema autónomo capaz de pre­ dicar de sí la incontinencia y la perpetuidad y de colonizar desde ahí su entorno social y, en segundo lugar, si es posible y cómo resocializar, lim itar y ecologizar el poder político. Para ello es imprescindi­ ble que la ecología política responda a la autoconcepción del estado moderno. Como explica Marramao (1989: 35), en sentido general, soberanía indica cualquier autoridad suprema: superiorem non recognoscens-. Pero, en el sentido específico del debate filosófico-político de estos tres últimos siglos, el concepto de soberanía designa a una auctoritas dotada de tres prerrogativas: lo absoluto (autonomía más exclusividad), la perpetuidad (es decir, la independencia respecto a la persona física que la encarna) y la indivisibilidad. Así especificado el concepto adquiere toda la significación que lo convierte en «tie­ rra de paso» (Marramao, 1989:44) obligado también para la teoría ecopolítica del estado. En efecto, si hay poder autónomo, exclusivo, perpetuo e indivisible, entonces hày: (a) un sólo poder que domina y posee todo cuanto existe y ocurre en un espacio geográfico delimi­ tado — el ámbito espacial de la soberanía— , y topologizado de ma­ nera que incluya dentro los procesos biológicos, la evolución de los ecosistemas, la extracción, el vaciado, la producción, la distribución, el consumo, la emisión y el vertido de «sus» recursos naturales; (b) poder sin rey, es decir, poder sin muerte, poder sin entropía, poder sin tiempo; y (c) poder sin contrapesos jurídicos, poder separado de la sociedad. En una palabra, el concepto moderno de soberanía implica p o ­ der sin límites, ni ecológicos, ni físicos, ni jurídicos. La ecología polí­ tica como política del límite debe confrontar estas tres deducciones del mito de la soberanía. La respuesta pudiera venir de tres enfoques ecológicos: el sistemico, el termodinàmico y el pluralista. Un enfoque sistemico de la cuestión de la soberanía debería ser­ virnos sobre todo para poner de manifiesto como el binomio hom­ bre/naturaleza debe ser entendido como paralelo al binomio estado/ sociedad y como ambos en conjunto resultan insostenibles para el discurso de la ecología política. En efecto, la concepción del poder político como encarnado en la «máquina» de un estado que domina un ámbito geográfico en exclusividad y no como una relación difusa que atraviesa el sistema social, conlleva la separación del estado no sólo de la naturaleza, sino también del individuo y el mercado. El estado así, a diferencia de la sociedad, se autorrepresenta como «algo construido, «máquina» que garantiza la vida, no es derecho natu­ ral, no está fundamentado en ningún orden cósmico ni en ninguna autoridad divina» (Barcellona, 1989: 49). Por un lado, «estado de naturaleza conflictivo», por otro «estado civil» pacificado en termi­ nología hobbessiana; de un lado «el mundo inteligible» al que perte­ necerían el estado y el derecho, de otro el mercado, la naturaleza y la sociedad civil: el «mundo sensible», en términos kantianos. Razón y libertad por un lado; intereses y pasión por otro. En este desplazamiento histórico sé fraguó la escisión del po­ der político y de la sociedad en dos: un estado artificial, fruto de un pacto y alejado de lo natural y una sociedad civil cuasi-natural, espontánea, competitiva voraz y conflictiva por su vinculación con una naturaleza humana individualista y posesiva. Esta dualidad estado/naturaleza es insoportable para la ecología política no sólo por lo que im plica de antropocentrismo, sino, sobre todo porque la desnaturalización del estado acompañada de la naturalización del mercado, justifica una supuestamente «inevitable» confron­ tación entre «progreso» y «naturaleza», entre valores universales, formales y evolucionados que conducen hacia la utopía y valores naturalistas, arcádicos, retrógrados y primarios que se atribuyen a lo ecológico. La ecología política sabe ya confrontar esta tesis y se convierte para ello en una teoría del sistema político a partir de las dos diferen­ cias principales de la teoría de sistemas: el concepto sistema/entorno de la teoría de la diferenciación y el concepto elemento/relación de la teoría de la complejidad.' Una utilización de la teoría de la diferen­ ciación y de la teoría de la complejidad por parte de la visión ecológi­ ca de la sociedad garantiza una adecuada comprensión del estado y contribuye a impedir de paso la tentación del «autoritarismo verde», enésima versión del mito de la soberanía perpetua del mecanicismo moderno. Los seres vivos se convierten en representación ejemplar del ser, de la entidad de lo real. La realidad se transforma de ser una realidad mecánica e inorgánica, a ser una realidad biológica. Esto comporta que lo real exterior es algo animado, autónomo, interacti­ vo, dinámico, sometido a la transformación y el cambio. En síntesis, la entronización de la diferencia sistema/entorno posibilita una débil pero importante descosificación de lo natural. Humanidad y natu­ raleza empiezan a resituarse en un mismo plano ontològico compar­ tido: el plano de la vida. Pero el paradigma ecológico no erige reglas universales a título de guía de las praxis de los movimientos sociales, sino a la inversa, reconoce el humus del que brotan esas prácticas para romper las antinomias principales entre ellas o, si se prefiere, 1. Jorge Riechmann (1997:211) ha escrito: «Creo que nos hace falta desarro­ llar masivamente dos formas de ver la realidad de crucial importancia para enten­ der y dar respuesta a la crisis económica global. Podemos llamarlas e l p u n to d e vista en trò p ico y el p u n to d e vista sistèm ico ». entre las principales visiones ecológicas. No se trata de la ingenui­ dad utópica que lleva a buscar una metodología analítica asegurada para erradicar en profundidad todos los conflictos ecocidas, sino de una generalización de las experiencias de análisis institucional en conflictos ambientales de todo tipo y con todo tipo de ingredientes sociales, mentales, antropológicos o científicos que podría modificar profundamente los datos de la crisis ecológica como problema. La ecología política no es una teoría crítica. Encerrada en su propia crisálida, la teoría tradicional del estado, generó en el siglo X X su propia oposición, la teoría crítica. Pero ésta no supo hacerse cargo de la alarma, del riesgo, de la finitud o del dato empírico pre­ vio a los valores de que la sociedad estaba actuando sobre su entorno de manera tal que ella misma ponía en peligro su reproducción y pervivencia. De esta fijación a los binomios todo/parte, sociedad/naturaleza y sociedad/estado se sale sólo a través de una transformación del para­ digma teórico central. Tal operación es delicada, son necesarios cortes radicales y después sólo se avanza despacio, es decir, de manera her­ menéutica. Así, como hermenéutica, la ecología política se comunica con una tradición de la que se diferencia. Entra en y permanece en diálogo con lo simbólico dado: con la memoria, con el texto, con la huella, con la ilusión del futuro (esperanza), con el deseo objetivizado, etcétera (Garrido, 1997). El nuevo paradigma sistémico/ecológico ha de vérselas así con la misma naturaleza hermenéutica del lenguaje natural, del cual sólo puede aspirar a ser una estructura redundante. Ha de ser, pues, un paradigma en continuo acto de interpretación (sin intrepretans ni interpretam dum ), sin esperanza alguna de fijación definitiva del sentido, el significado o la verdad. Un paradigma abierto y simbólico, porque abierta y simbólica es la estructura del lenguaje humano que dota de singularidad a la especie. El enfoque term odinám ico Encerrada en la crisálida de su binomio sociedad/estado la teoría tradicional del estado no se enteró de que las ciencias físicas acaba­ ban de comenzar una fuerte reorientación provocada por la termo­ dinámica y por la noción de entropía. Es decir por la constatación de la existencia de sistemas que eran, por una parte, abiertos, esto es, capaces de intercambiar materia y energía con su entorno y, por lo tanto, dependientes de éste y, por otra parte, al mismo tiempo sistemas abiertos pero capaces de mantener su autonomía a través de una autorregulación estructural. Pero la recepción de la termodinámica en ciencias sociales y teo­ ría del estado implica también un cambio paradigmático. Es im ­ prescindible que la ecología política confronte la «comprensión de la temporalidad como infinito actual que se da en toda la representa­ ción moderna del tiempo», (Garrido, 1997). Si frente a los atributos de unicidad y autonomía de la autoconcepción moderna del estado había que contraponer el punto de vista sistèmico, frente a la per­ petuidad la teoría ecopolítica del estado debe asumir el punto de vista termodinàmico.2 En efecto, la autoconcepción del estado como poder ilimitado supone la proliferación incesante de las funciones burocráticas, que como el cáncer sólo pueden frenar su expansión con la muerte del organismo que lo contiene. El entorno social del estado no puede soportar una proliferación ilim itada del poder polí­ tico. La institución de la soberanía es totalmente inútil para detener la entropía social creciente; y sólo sirve a la generación de un grado, mayor aún, de entropía social. Las instituciones del poder político separado actúan sobre una representación del tiempo como instan­ te-estático. El estado congela el tiempo en la lógica burocrática de la previsión, la planificación y el cierre. El estado soberano sólo conoce de la ocupación y expansión de este tiempo muerto del instanteeternidad. La institución del capital desconoce cualquier diferen­ cia en el tiempo, y vive un presente acelerado donde la memoria es sustituida por la acumulación y el proyecto por la velocidad. Ni en el estado ni en el capital hay mediación, porque no hay diferencia. Frente a la apertura al entorno de los sistemas termodinámicos, la clausura en la representación de los sistemas políticos o económicos en la forma de la soberanía o del dinero es total. 2. En buena medida ese es el desarrollo principal de la obra de Garrido (1997) y también en un plano más cercano a la programación de políticas públicas de Riechmann (1997). Ambas obras destacan por una excelente combinación de la ciencia con la opinión y suponen en nuestro ámbito lin­ güístico un desarrollo de esta faceta de la ecología política muy superior al alcanzado por la teoría clásica de «ecosistemas» de la ecología humana. El problema de la concepción termodinámica de la teoría del estado reside en que la emergencia de la conciencia ambiental no deja tiempo para reajustes teóricos de esta magnitud. Curioso pero la crisis ecológica no deja tiempo para el cambio en la concepción del tiempo político que exige la crisis ecológica. Es por esto por lo que se sigue pensando el problema dentro de las viejas teorías del estado, del derecho y del estado de derecho. Se promueven así versiones torpes del problema, por ejemplo: si la sociedad está en peligro corren peligro los derechos individuales a la vida y a la integridad física, y el estado debería dedicarse a buscar a los culpables, combatirlos y castigarlos. O esta otra: el estado — que no es un sistema político, sino que somos todos— tiene la obligación de enfrentarse a los destructores, y tiene derecho a hacerlo. Y así de esta forma un debate teórico se transforma en problemática moral del más bajo nivel. La ética — como moralina— se adueña del cen­ tro del campo y comienzan los problemas: se olvida la necesidad del análisis de sistemas (sobre todo del económico) y de estructuras de sistemas (el capital); comienza el baile de culpas (con particular relevancia del cristianismo y del humanismo pesimista: el hombre es malo y éste es el castigo de sus pecados); la retrospectiva histórica y la tradición sustituyen a la historia como ciencia total, el esta­ do-nación se convierte en eterno (no sólo existirá siempre, sino que existe desde hace tres milenios); aparecen los brotes del tecnicismo optimista: nos salvará la fusión fría; y la gran tarea que es la repro­ gramación ecológica del sistema económico se reduce a una serie de normas de comportamiento individual, tales como seleccionar la basura o no arrojar papeles a la vía pública... La ecología política propone una nueva forma de enfrentarse a la paradoja en virtud de la cual la crisis ecológica no deja tiempo para el cambio en la concepción del tiempo político que exige la crisis ecoló­ gica. Al igual que Heidegger definía a la muerte como «la condición de posibilidad de la imposibilidad de la existencia», y con ello convertía a la muerte misma («el ser para la muerte») en una condición ontològica del existir, así la amenaza de acabar con la duración de los sistemas vivos se convierte en una condición ontologica de la duración de esos sistemas. Vivir sin querer destruir la posibilidad de la destrucción, es la única posibilidad de no ser autodestruido. Y esa posibilidad no es ni técnica, ni teológica, sino política (o mejor dicho transpolítica en el sentido que al término le da Garrido 1997). Y tal opción por lo político está en abierta oposición con lo utópico, entendiendo por tal la ilusión de una planificación técnica de una sociedad perfecta y sin conflictos (incluido sin conflictos ecológicos). Que tal técnica sea la intervención burocrática del estado, o el «abandono» a la «mano invi­ sible» del mercado-capital, es indiferente a estos efectos. Pues en am­ bos casos o bien la planificación o bien la supuesta autorregulación, se convierten de facto en técnicas que prometen el fin de la inseguridad y de las tensiones. Tomarse en serio políticamente la crisis ecológica comporta rechazar activamente, combatir, la ilusión utópica como algo imposible e indeseable. La ecología política es antiutópica porque es pluralista y relativista, porque es cronopolítica y en virtud de ello le repugna toda construcción estática, cerrada y total. La comunidad en el tiempo deberá formarse sobre una consti­ tución abierta y entròpica del sistema político; el estado ha de ser superado por el derecho y la transpolítica, y la soberanía ha de ser superada por la legalidad. La idea de un poder sin límites jurídicos como tercer atributo del término-concepto de soberanía resulta in­ soportable para la Ecología política y convierte en imprescindible el abordaje por ésta del nada baladí problema de los modelos de estado o de la programación ecológica de la forma del estado. Este problema puede descomponerse en dos tareas para la mi­ rada ecológica de la sociedad: una primera tarea teórica consistiría en aprender de las limitaciones del estado para la gestión ambiental provenientes de su propia autorregulación. Una segunda tarea sería el desarrollo de una teoría ecopolítica del estado o de un modelo ecológico de estado. Si frente al atributo de la autonomía defendíamos el punto de vista sistèmico y frente al atributo de la perpetuidad el punto de vis­ ta termodinàmico, frente al tercer atributo — la indivisibilidad— me parece imprescindible el desarrollo de la ecología política por el ca­ mino de lo que podríamos llamar el pu n to de vista del pluralismo. De entrada y en el plano más general, con el término pluralismo puede designarse a lo contrario del monismo, esto es, a toda corriente de pensamiento que no parta de la vieja premisa escolástica en virtud de la cual el uno es ontològicamente superior a la relación porque el primero para existir sólo necesita de sí, mientras que la segunda para existir requiere de otro. En el plano de la razón práctica, pluralista es toda corriente de pensamiento político que eleva a valor el hecho de la pluralidad, es decir, que no entiende lo plural como valor negativo, ni siquiera como mal transitorio que conduce a la unidad, sino como valor en sí, esto es, como principio argumentativo que de no existir habría que fomentar.3 Y, en una última acepción más pegada a la for­ ma-estado del poder, pluralismo es la base de doctrinas políticas que prefieren las justificaciones no absolutas, no totales, no taxonómicas, sino contingentes, parciales, a posteriori y condicionadas del estado. En efecto, mientras que en toda cultura política monista habi­ ta de diversas maneras la idea de la autofundación y de la autojustificación del estado como valor en sí — no como medio sino como fin en sí mismo— , en toda cultura pluralista aparecerá, a contrario y por lo menos, la separación de la legitimación ¿id extra de la legi­ timación a d intra — que es la misma separación laica entre derecho y moral, entre lo legal y lo legítimo, entre las iglesias y los estados, entre los derechos y los deberes, entre lo justo y lo válido. Cuando el modelo ilustrado aplica este doble punto de vista al problema de los derechos subjetivos lo hace atribuyendo los derechos al pueblo y los deberes al príncipe; los derechos al hombre natural, los deberes al hombre artificial. El hombre natural existe y de ahí deduce derechos, el hombre artificial tiene deberes y de ahí deduce su existencia. La ecología política, al menos en su faceta de filosofía políti­ ca propia de los movimientos alternativos ecologistas, pacifistas y feministas, pertenece, sin duda, a este segundo campo opuesto al del autoritarismo autojustificativo. En este sentido, y tal vez sólo en este, la ecología política es moderna o, mejor dicho, el paradigma eco­ lógico puede asumir este punto de vista laico-moderno y esta con­ frontación entre los derechos y los deberes, sin afectar a los núcleos conceptuales de su autocomprensión. De esta forma, la opción por el pluralismo crea una unión, un nexo evolutivo entre el paradigma moderno y el paradigma ecológico. Este nexo vinculante de moder­ nidad y ecología sería el mantenimiento por parte de la segunda en 3. De forma bastante similar a esto, la Constitución española otorga al plu­ ralismo político la categoría de valor superior del ordenamiento junto con la liber­ tad, la justicia y la igualdad, lo que significa que crea la obligación de los poderes públicos de fomentarlo y de remover los obstáculos que lo dificulten. Su inclusión en el catálogo de valores superiores fue iniciativa de Enrique Tierno. su versión politica, de la separación entre el punto de vista interno y externo de la valoración. La ecologia politica, por exigencias que provienen de su propia naturaleza, asume la necesidad de un pun­ to de vista externo (o ambiental) de legitimación que acompañe al punto de vista interno (o sistèmico). Este doble punto de vista fue el propio del pensamiento de la Ilustración y durante toda la mo­ dernidad ha sido común a toda perspectiva no conservadora, sea reformista o sea revolucionaria. Se trata de un patrimonio civilizatorio que se halla en la base de toda doctrina democrática de los po­ deres del estado. Y ello en un doble sentido, en primer lugar, porque — como dice Ferrajoli (1989 p. 893-894)— el externo es el punto de vista del de abajo o ex p a rte populi, con relación al interno que es el punto de vista del de arriba o ex p a rte principis; y, en segundo lugar, porque lo externo expresa valores, intereses y necesidades que son individuales o colectivas, que son — en todo caso— difusas y transjurídicas en cuanto pertenecientes al mundo de la vida y cuya satisfacción representa la única razón de ser, el único sentido, de las cosas conceptuales, artificiales y maquinales, pertenecientes al mun­ do de la forma como son las instituciones jurídicas y políticas. Un modelo ecopolítico de estado En una de sus acepciones posibles el término ecología implica un determinado modelo de sistema jurídico-político. Este modelo se caracterizará por combinar los tres puntos de vista que antes enun­ ciábamos, es decir, por provenir de una doctrina pluralista, relativis­ ta y conflictual que admita las «leyes» centrales de la termodinámi­ ca y la teoría general de sistemas, leídas en clave ecológica.4 Como epistemología el modelo de sistema jurídico-político de entre varios posibles se caracterizará por provenir de una ontologia relativista y conflictual que admita las «leyes» centrales de la ecología y la termo­ dinámica, a saber: por un lado, que la vida es un conjunto móvil de 4. Para la genealogía de cada uno de estos conceptos clave de la Ecología m o­ derna y para la determinación de la carga polémica de cada uno de ellos debe verse el excelente trabajo de Deléage, 1991, especialmente los capítulos 3 a 6. Más breve pero también excelente, el de Grinevald, 1990. relaciones vítales en el que están implicados todos los organismos; que los organismos están implicados mediante un sistema de organi­ zación (metafóricamente una trama de la vida o w eb o flife) sobre la base de una lucha por la vida; que la trama de la vida y la lucha por la vida en su desarrollo permiten la adecuación de los organismos entre sí y de éstos al entorno; y que éste debe ser pensado como todos los factores externos al organismo que ejercen una influencia sobre su conducta. También en el plano epistemológico el modelo de sistema jurídico-político de la ecología política se caracterizará por ser un modelo tendencialmente adecuado a la asimetría de los ecosistemas, a la coevolución de los sistemas y sus entornos naturales, a la existen­ cia de límites temporales, y a la inconmesurabilidad de la realidad. Para decirlo brevemente, el modelo de sistema jurídico político de la Ecología política se caracterizará en el plano epistemológico por ser un sistema de poder mínimo y, por ello, adecuado a la vida o, con otras palabras, por ser «un sistema vivo que no pretende un punto cero de equilibrio y perfección» (Garrido, 1993) Si se admite que la relación sistema/entorno es bicondicional, es decir, si se admite que los sistemas sociales pueden modificar sus en­ tornos naturales y que éstos a su vez pueden modificar las relaciones sociales, entonces a fortio ri debe admitirse que de la misma forma que el estado «impacta» en el entorno, así también el entorno puede modificar al estado. De la misma forma que es indudable el impacto de lo político sobre el entorno natural, así también es indudable la influencia de las relaciones del entorno natural sobre la configura­ ción del sistema político. Tomar en serio esta bidireccionalidad en el terreno metodológico y epistemológico nos obliga a distinguir de inmediato entre la política ambiental — aquella que, desde el siste­ ma, se ocupa del entorno natural— y la ecología política — aquella que, desde el entorno, estudia las consecuencias para el sistema de la diferencia sistema/entorno y programa la refundación del sistema político o su transición hacia un modelo auto-equilibrado y equili­ brado en su comunicación con el entorno. De aquí derivan cuatro precisiones elementales; La primera es que la misma bidireccionalidad que predicamos del estado podemos predicarla de la economía, la ciencia, la política o el derecho, es decir de cualquier sistema social diferenciado; de forma tal que lo ecológico lejos de ser visto como una mera ciencia natural debe ser entendido como el paradigma que contiene en su interior un modelo de sociedad y un modelo para cada uno de sus sistemas. La segunda es que ecología política es sinónimo de modelo eco­ lógico de sistemas políticos o de programa de ecologización del es­ tado, pero de todo el estado y no sólo del subsistema de las políticas ambientales. La tercera es que si la teoría general del estado es una teoría con autoexigencias de universalidad — para todos los sistemas po­ líticos— y versa sobre sistemas reales del mundo real, entonces no puede ignorar este doble impacto. Y si el paradigma ecológico es la constatación de que todo está relacionado con todo lo demás (Com­ moner, Georgescu Roegen...), entonces no puede ignorar esta rela­ ción y debe preocuparse también por el estado. Por eso, la ecología política no es sólo política ambiental sino también política sanitaria, educativa, de la vivienda, etcétera... Y por eso también la ecología política mide el grado de legitimación ecológica de todos estos sec­ tores del sistema mediante parámetros que no son sólo de «medio ambiente». El intento de reducción de la ecología política a política ambiental es el intento de convertir una problemática civilizatoria y global en una subsistema sectorial secundario. Exactamente lo mis­ mo que decíamos cuando hablábamos de la reducción del problema metodológico a planteamientos morales. Y no se trata con estas observaciones de invertir la vieja premisa conceptual de la relevancia del estado sobre el entorno natural de suerte que ahora lo ecológico sea determinante de lo político. La bús­ queda de determinaciones unívocas es característica del paradigma mecanicista moderno y no del ecológico. Lo que pretendemos afir­ mar es exclusivamente que entre lo ecológico y lo jurídico, entre lo social y lo estatal hay una red de relaciones multidireccionales que in­ augura un juego inmanente y complejo de dependencias e influencias mutuas. Y que la presentación simple de estas relaciones es además de una intención ideológica de ocultamiento, un obstáculo epistemoló­ gico que el paradigma de la complejidad debería remover. Establecida la existencia de la relación entre paradigma ecológi­ co y teoría del estado el siguiente paso argumentativo es la delimita­ ción de las características de esta relación. En un primer momento podremos denominar «ecologista» a un sistema jurídico-político que se conforme normativamente al programa de la ecología política y que lo satisfaga efectivamente. Ahora bien, debemos apresurarnos a afirmar que la ecología política actúa aquí como un modelo límite y no como una directriz de desarrollo unívoco. La ecología política no es traducible sin más a la teoría del estado, ambos saberes se desbor­ dan y, por lo tanto, no es posible hacer una especie de ecología apli­ cada a la teoría del estado. La ecología política contiene propuestas para la reprogramación ecológica del sistema político. Ella misma es de naturaleza programática y por tanto su discurso habla más que de Estados ecológicos o anti-ecológicos de grados de ecologismo, de grados de ejecución del programa de la ecología política. Y, por eso mismo, habrá que distinguir siempre entre el modelo de sistema político ecológico y el funcionamiento efectivo del estado concebido como políticas públicas o prácticas legislativas, ju d icia les o adm inis­ trativas. Desde el punto de vista ecológico, como desde cualquier punto de vista garantista, un estado puede ser muy avanzado si se miran sus principios y términos constitucionales, y muy retrasado si se miran sus técnicas coercitivas o sea las garantías que permiten el control o la neutralización de los poderes ecocidas. Esta distinción entre legitimidad ecológica formal y legitim i­ dad ecológica sustancial o entre condiciones ecológicas formales y sustanciales impuestas al ejercicio del poder, es esencial para acla­ rar la naturaleza de la relación entre democracia y ecología política. Condiciones formales ecológicas son las reglas sobre quién puede y cóm o puede decidirse sobre la vida y la duración. Condiciones sus­ tanciales son las reglas sobre q u é se puede y q u é no se puede decidir en lo relativo a la vida y la duración. Las primeras reglas afectan a la forma del gobierno, las segundas a la estructura del poder. De la naturaleza de las primeras depende el carácter ecodem ocrático (o por el contrario ecoburocrático o ecoautoritario) del sistema político; de la naturaleza de las segundas depende su carácter de derecho (o por el contrario, absoluto u oligárquico).5 5. En la Constitución son reglas del primer tipo por ejemplo las que regulan la elección de los órganos legislativos, del gobierno, las competencias de las Comu­ nidades autónomas... en definitiva las que afectan al q u ié n -d e cid e y al có m o -se-d ecide. Las reglas del estado de derecho están, en cambio, en el titulo I que establece los derechos de los ciudadanos, el sistema de garantías etc. afectan al q u é-se-p u ed ed e á d ir y a q u é -n o -se -p u e d e-d ecid ir y a tal fin le establecen límites y obligaciones a Con relación a las reglas democráticas de un estado el enfoque ecológico introduce un q u id novum importante y, tal vez por ello mismo, sumamente problemático. Se dice que un estado es demo­ crático cuando la mayoría decide por mayoría. Se dice que un estado tiene legitimidad ecológica si y sólo si la mayoría cuando decide tie­ ne en cuenta los intereses y el patrimonio de las generaciones futu­ ras. Con otros términos, la legitimidad ecológica es compatible con la democrática si y sólo cuando las generaciones futuras co-deciden. Esta exigencia de la ecología política salta el plano del poder consti­ tuido y entra de lleno en el plano y la problemática del poder consti­ tuyente. Un contrato social es democrático cuando establece la regla de las mayorías, pero para la obtención de la legitimidad ecológica el pacto constituyente necesita además la consideración de los intereses de las generaciones futuras. Entendido como «pacto por la vida» el contrato social estará pues desprovisto del atributo del pacto entre sujetos propietarios (patriarcas) y será un pacto ampliado a todo lo que la cultura del capital ha considerado como bienes suscepti­ bles de apropiación (asalariados, mujeres, niños, pueblos coloniza­ dos, etcétera). La razón que justifica la exclusión del individualismo propietario parece obvia: el eje del nuevo pacto social no puede ser otro que la vida y sus cláusulas dirán que no todo es transferible en el mercado, que no sobre todo se puede decidir, que no siempre se puede crecer, que no todo es apropiable y que el tiempo forma parte de las imperfecciones del mundo que no debemos tocar. Puede discutirse si estas reglas pueden ser cumplidas por un mer­ cado autorregulado y heterolimitado, pero no cabe discusión sobre el hecho de que jamás pueden ser cumplidas por la lógica proliferante del capital que sólo puede obedecer la regla interna de la mercancía absoluta, del crecimiento ilimitado y del triunfo de su lógica en la muerte del sistema vivo que lo contenga. Por tanto, no puede ser la propiedad transferible sin límite, sino la vida limitada por el tiempo la que rija el nuevo pacto. Y por tanto sujeto de este pacto no es e l los poderes públicos: de un lado lim itan la injerencia de los poderes en los ámbi­ tos de libertad (personal, de opinión, de asociación, de movimiento, etcétera); de otro los obligan a remover la desigualdad, a promover las condiciones que hagan efectivo el derecho al trabajo, proteger el medio ambiente, mejorar la calidad de la vida, tutelar la salud, etcétera. que posee recursos (o mujeres, o asalariados, o colonias) que trans­ fiere sino e l que vive , es decir aquel que simultáneamente heredó la posibilidad de comunicación del pasado, el lenguaje del cofre de la muerte (Heidegger), aquel que lo posee sólo en fideicomiso y aquel cuyo deber principal consiste en transmitirlo al que nacerá. Por lo tanto, no se trata sólo de la refundación del estado, sino también de la refundación de lo social como lo global percibido.6 Con relación a las reglas que convierten a un estado en estado de derecho, los problemas no son tan agudos. Incluso podemos decir que de la misma forma que hay modelos ecológicos de organiza­ ción de ecosistemas, si hubiera modelos ecológicos de organización de sistemas sociales, estos responderían por analogía al modelo del estado de derecho. El término estado de derecho es utilizado aquí como gobierno sub lege en el sentido más fuerte del término y es casi sinónimo de modelo de sistema jurídico-político de la ecología política o de eco-legitimación en sentido sustancial. El modelo de la Ecología política no designa simplemente a un estado democrático que considere que también deben decidir las generaciones futuras o cuyos poderes estén regulados en su interacción por leyes, sino a un modelo de estado caracterizado por cumplir además un segundo requisito sustancial: que sus poderes estén orientados exclusivamente hacia la garantía de los derechos fundamentales de los ciudadanos, que existan sólo para eso. El cumplimiento de este segundo requisito exige la existencia de una constitución, entendida como la sede en la que se incorporan los deberes públicos que sintéticamente son dos: el deber de no lesionar ni los derechos de libertad ni el en­ torno; y el deber de satisfacer los derechos sociales y de mejorar el entorno. El primer deber exige no actuar, no decidir y es un límite; el segundo deber exige actuar, decidir y es un mandato. El control 6. Este pacto vital será todavía un pacto antropocéntrico, no androcéntric ni fuerte, sino un pacto de los que hablan con los que hablaron y los que habla­ ran. No será un pacto cuyos sujetos sean las otras especies y la nuestra, no hablará de derechos de la naturaleza o de derechos de los animales, porque los derechos son sólo de los que viven y lo saben, pero será también, por eso mismo, un pacto de comunicación ecológica entre la especie y su entorno, donde habitan las otras especies. Un ejercicio de antropocentrismo débil, un pacto cuya tensión será la reconstrucción de las relaciones ecológicas con las otras especies. del cumplimiento de ambos deberes debe ser otorgado a un poder independiente e ir acompañado por el derecho de los ciudadanos a recabar la tutela judicial efectiva (art. 24 C.e). Desde el punto de vista de la ecología política un modelo que cumpla el primer deber tendrá legitim ida d fo r m a l y un modelo que cumpla ambos tendrá legitim idad sustancial. La innovación constitucional que propone la ecología política consiste en la incorporación al catálogo de los derechos y, por tan­ to, al catálogo de los correspondientes deberes del estado, de los derechos del tiempo: los derechos del pasado, los derechos de los seres vivos y los derechos de las generaciones venideras. Con esta estipulación constitucional de los deberes ecológicos del estado y de los límites ecológicos al mercado, los derechos del tiempo devendrán derechos inviolables y cambiará, por ello, la estructura del estado ya no una máquina sin entorno ni tiempo, ya no una idea absoluta, sino un sistema comunicado, limitado y condicionado por su entorno.