La conciencia ajustada al contexto el fenecimiento de la verdad

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Ensayo
por
Juan Pablo Aranda
La conciencia ajustada al contexto:
el fenecimiento de la verdad
Célebre es la frase, atribuida a Voltaire —aunque otros fijan su autoría
en la persona de Evelyn Beatrice Hall—, según la cual la conducta
del ilustrado debe apostar por la defensa de la libertad de todos los
hombres a decir lo que cada uno tiene en mente. Esto, por supuesto,
no omite el derecho absoluto a disentir de las opiniones de los demás.
C
omúnmente esta famosa cita:
“Puedo no estar de acuerdo
con lo que piensas, pero
defenderé con mi vida tu derecho
a decirlo”, es ensalzada más en su
final (la libertad de expresión —así
como de credo y pensamiento—
es condición fundamental de las
democracias modernas), olvidando a
veces la fuerza de la primera idea.
Sin osar contradecir la premisa
anterior, deseo en este espacio
tomar un momento para reflexionar
sobre el derecho de disentir, mismo
que, desde mi perspectiva, ha sido
pobremente entendido y, hasta
la fecha, produce confusiones y
absurdos que en nada abonan a
una correcta interpretación de
este derecho.
I
Echemos mano de la historia para
ejemplificar el asunto en comento.
Entre los siglos XV y XVI Inglaterra fue
testigo (digo “testigo”, y no “actor”)
32 ENTORNO
de una disputa religiosa que terminó
por producir uno de los cismas
más importantes en la historia de
la cristiandad. Enrique VIII, segundo
monarca de la dinastía de los Tudor,
protagonizó una encarnizada lucha
en contra de la curia papal. Aunque
siempre fue enunciado como
una petición de anulación de su
matrimonio con Catalina de Aragón,
hija de los reyes católicos, Fernando
e Isabel, bajo el argumento de la
invalidez de tal matrimonio, el alegato
del rey inglés buscaba, en última
instancia, quedar libre de cualquier
compromiso, a fin de casarse con Ana
Bolena, simpatizante de las recientes
ideas del excomulgado monje
agustino Martín Lutero.
La negativa papal para ceder a las
peticiones del monarca culminó en la
promulgación de la llamada Acta de
Supremacía, que otorgaba al rey el
poder absoluto, en materia política
y religiosa, en Inglaterra. Enrique
VIII ordenaría, posteriormente, que
todos los súbditos ingleses juraran
la validez de su matrimonio, su
autoridad en materia eclesiástica
y el reconocimiento del linaje de
Bolena como únicos herederos al
trono inglés. Dos importantes figuras
se opusieron a dicho juramento:
el obispo John Fisher, quien sería
nombrado cardenal poco antes
de su muerte, y el político católico
Tomás Moro.
Tomás Moro fue condecorado como
Sir (caballero) y alcanzó el puesto
de Lord Canciller del rey Enrique
VIII en 1529. Al negarse a reconocer
la validez de los reclamos del rey
en la materia de su matrimonio con
Catalina, se ganó la enemistad del
rey. A fin de cuentas, Moro terminaría
encarcelado en la Torre de Londres,
tras su negativa de aceptar el
juramento para reconocer a Enrique
VIII cabeza suprema de la Iglesia de
Inglaterra. Unos días después sería
decapitado, el 6 de julio de 1535.
El argumento presentado por Moro
era cercano al siguiente: siendo él
un católico romano, convencido
de la autoridad absoluta de la
Santa Sede en materia religiosa, las
pretensiones luteranas de rechazo al
papado y, más que nada, la acusación
según la cual el papado se habría
identificado con el anticristo, no
tenían cabida. De igual manera, el
Acta que establecía a Enrique VIII
como supremo dirigente de la Iglesia
representaba, en términos de Moro,
una violación a sus ideas. Su muerte,
pues, tuvo como causa la defensa
de su propio derecho a mantener
la creencia que consideraba mejor.
No obstante, Enrique VIII utilizó todos
los mecanismos legales y humanos
necesarios para conseguir su muerte.
Esto, por supuesto, no debe
confundirnos respecto del hecho
de que la persecución que realizó
la Iglesia Católica en contra del
protestantismo fue, no cabe
duda, violatoria de los derechos
humanos. Así, y no obstante que no
profundizaré en la problemática de
las persecuciones religiosas, desearía
dejar asentado que, por definición,
una persecución por motivos
religiosos me parece contraria a los
derechos humanos, aunque, como en
todos los asuntos humanos, existen
excepciones a la regla como, por
ejemplo, la persecución de alguna
religión de caníbales, en el sentido
que expuse en mi artículo anterior
La (im)posibilidad de los derechos
humanos (ver ENTORNO, febrero
2009).
Para terminar esta sección, desearía
resaltar el carácter de Enrique VIII,
además de la ironía que terminaría
siendo la vida de Ana Bolena. Su
matrimonio con Enrique VIII fue
declarado válido por el arzobispo
de Canterbury, Thomas Cranmer, en
1533, dando la reina Bolena a luz el
mismo año a su hija Isabel. Incapaz
ENTORNO 33
de procrear hijos varones —y luego
de dos abortos—, Bolena perdió
paulatinamente el favor del rey.
Esta situación, aunada al carácter
adúltero de Enrique VIII, terminaría
por separar a la pareja por cuya causa
se habría gestado un cisma religioso
cuyas consecuencias permanecen
actualmente.
la juventud a la igualdad, la tolerancia
y el respeto por las diferencias
son cada vez más comunes. No
obstante, lo anterior no implica que
los genocidios —impulsados, en
muchas ocasiones, por cuestiones
ideológicas— permanezcan, así como
la discriminación y marginación por
las propias ideas.
El 2 de mayo de 1536, apenas pocos
años después de su controvertido
matrimonio, Ana Bolena fue detenida
y lleva a la Torre de Londres, acusada
de llevar una vida adúltera, una
acusación falsa, igual que la acusación
que esgrimió el rey inglés en contra
de su primera esposa, Catalina,
apoyado por Bolena. El 19 de mayo
fue trasladada a la Torre Verde,
donde fue decapitada. Así las cosas,
vale reflexionar lo que el poder
concentrado en manos únicas es
capaz de producir en la historia de los
hombres: el capricho de un hombre
terminó por destruir la vida de dos
mujeres, provocar un cisma religioso y
obligar a miles de hombres a cambiar
sus convicciones religiosas de un
momento a otro.
Adicionalmente, tampoco podemos
decir que la forma en que se ha
defendido la libertad de expresión
sea del todo óptima. Desde mi
perspectiva, estamos arribando más
a la configuración de sociedades
indiferentes que a sociedades
realmente respetuosas y promotoras
de ideas. Lejos de construir una
cultura de diálogo y progreso
intelectual, nos vemos abrumados
por la apatía de un laissez-faire
exacerbado, a tal grado que amenaza
con vetar, en términos prácticos,
cualquier diálogo entre ideologías
distintas o, incluso, rivales. Finalmente,
nos topamos de frente a un
complejo fenómeno que dificulta el
florecimiento intelectual de los seres
humanos: se trata de la idea
de conformidad con el contexto, al
que me referiré en lo que resta de
este texto.
34 ENTORNO
Para explicar esta idea de
“conformidad con el contexto”
recurriré a quien, desde mi
perspectiva, es el exponente más
acabado de dicha concepción. Es a
Richard Rorty, filósofo norteamericano
seguidor de John Dewey y William
James, a quien se le atribuye
el desarrollo más radical del
pragmatismo moderno. Destacaré
aquí tres ideas de la que considero
su mejor obra, Contingencia, Ironía y
Solidaridad:
El mundo no habla. Sólo nosotros
lo hacemos. El mundo, una vez que
nos hemos ajustado al programa
de un lenguaje, puede hacer que
sostengamos determinadas creencias.
Foto: Santiago Arvizu
II
¿Existe algún paralelismo entre la
historia del inicio del anglicanismo
y los tiempos reales o, más bien,
nos encontramos frente a una
situación plenamente superada por
las conquistas de la libertad y la
tolerancia? Desde mi perspectiva,
muchos han sido los avances
en el terreno de la libertad de
expresión y de pensamiento mas,
con toda seguridad, no suficientes.
Hoy, cada vez en más lugares se
reconoce el derecho de la prensa
a la libre opinión y exposición de
las ideas; las persecuciones por las
ideologías son cada vez menores
en las sociedades democráticas
occidentales; de igual manera, los
programas que alientan a la niñez y a
“El significado completo de la libertad de expresión es que,
a través del lenguaje, nos vemos obligados a acercarnos a
los demás en diálogo, buscando no convencer, sino
encontrar las formas ideales de convivencia posibles”
Pero no puede proponernos un
lenguaje para que nosotros lo
hablemos.
Si las exigencias de una moralidad
son las exigencias de un lenguaje,
y si los lenguajes son contingencias
históricas, y no intentos de captar la
verdadera configuración del mundo
o del yo, entonces, el “defender
resueltamente las convicciones
morales propias” es cosa de
identificarse con una contingencia así.
El ironista […] es nominalista e
historicista. Piensa que nada tiene una
naturaleza intrínseca, una esencial real.
El ironista pasa su tiempo preocupado
por la posibilidad de haber sido
iniciado en la tribu errónea, de haber
aprendido el juego de lenguaje
equivocado […]. Pero no puede
presentar un criterio para determinar
lo incorrecto.
El argumento de Rorty, tal y como
se destaca en las ideas previas, es
que lo único que tenemos por cierto
es nuestra imposibilidad de hablar
en términos de “verdadero-falso”,
“bueno-malo”, “objetivo-subjetivo”:
nuestra única posibilidad se encuentra
en el camino de la elección de juegos
de lenguaje. La “conformidad con el
contexto”, creo, nace de la aplicación
del entramado ideológico de
Rorty en el día a día. Si la verdad es
imposible —o un tema “irrelevante”
y “carente de sentido”— entonces
sólo nos quedamos con nuestras
opiniones.
Esto, a la larga, y de conformidad
con lo expuesto por Lipovetsky
en La Era del Vacío y El Crepúsculo
del Deber, ha permeado las
sociedades democráticas en
la forma de despojamiento del
“yo” como unidad trascendental;
es decir, como un sujeto con la
capacidad de emitir juicios sobre
la bondad o malicia de las cosas.
Lo anterior, por consiguiente, nos
arroja a un mundo donde lo único
que podemos decir es algo así
como “esto es bueno para mí”. Y
esto elimina, particularmente, el
contenido más íntimo del derecho
a la libertad de expresión, incluido
su complemento, el derecho de
resistencia.
III
El acondicionamiento pragmático
de las sociedades democráticas
modernas tiene, empero, una
gran virtud: el reconocimiento de
que los seres humanos somos
incapaces de descubrir verdades
inmutables —como, por ejemplo, la
demostración racional de la existencia
de Dios— previene a nuestras
sociedades de caer en totalitarismos.
No obstante, tal ideología también
tiene su lado negativo: hemos
caído en una especie de tedio, al
sentirnos incapaces de tomar rutas
de comportamiento que podamos
considerar “correctas”; hemos
desistido por completo de la tarea de
convencer a los demás de nuestros
puntos de vista, obligándonos a
simplemente reconocernos “distintos”
(cuando no “extraños”); hemos,
finalmente, olvidado en el cajón de
la memoria la fortaleza y certidumbre
que otorgan los principios generales.
En el caso que me interesa,
sufrimos de amnesia respecto de la
posibilidad de elevar los derechos
humanos por encima del Estado.
Aquí topamos con una pregunta
crucial: si el argumento de la
imposibilidad humana de llegar
a verdades inmutables es válido,
¿bajo qué criterios podemos
afirmar que la aniquilación de los
juicios sobre la bondad y la maldad
es una consecuencia negativa
del pragmatismo? Creo que
pocas preguntas como ésta han
desilusionado a tantos filósofos que
sostenían la existencia de la verdad.
Pero, desde mi punto de vista, esta
pregunta toma un tono distinto
cuando enfocamos de cerca el
término “inmutable”: aunque somos
incapaces —y lo seremos siempre—
de conocer la secreta y perfecta
armonía del universo o de la
naturaleza, la norma moral perfecta
y otros elementos metafísicos, esto
nada dice de nuestra capacidad
de formar juicios argumentativos
capaces de promover o destruir
al ser humano. La búsqueda de la
verdad, pues, queda intacta frente a
la pregunta, e incluso mejor parada,
ya que ésta se manifiesta como la
ENTORNO 35
única herramienta disponible para
no caer en el nihilismo más destructor.
Y he aquí que hemos llegado al
meollo del asunto en comento: es
esta capacidad de buscar la verdad,
la privilegiada herramienta que nos
impulsa a salir de nosotros mismos
para ir en búsqueda del otro a
través del diálogo. Aquí podemos
ya observar el significado completo
de la libertad de expresión: a través
del lenguaje —y no, simplemente,
de juegos de lenguaje “rortyanos”—
nos vemos obligados a acercarnos a
los demás en diálogo, buscando no
convencer, sino encontrar las formas
ideales de convivencia posibles.
individuales de cada uno. Si Rorty
tiene razón, entonces todo es válido
excepto su prohibición (aunque
quizá Rorty me llamaría exagerado).
La libertad de expresión, como he
dicho, sólo puede encontrar su valor
fundamental cuando el hombre
no ha renunciado a encontrar la
verdad. Sólo dentro de un esquema
de búsqueda puede este valioso
derecho humano, como todos los
demás, promover el progreso de la
humanidad. E
Tomás Moro fue un hombre que
aceptó la muerte por mantener sus
creencias intactas. En la actualidad,
casi nadie está dispuesto a morir
por lo que cree: la creencia se ha
divorciado de la esfera pública, y
se ha recluido en las habitaciones
36 ENTORNO
El autor, Licenciado en Ciencia Política
por el Instituto Tecnológico Autónomo
de México (ITAM), labora en el Instituto
Federal Electoral (IFE).
Foto: Santiago Arvizu
Rorty atacaría inmediatamente esta
pequeña conclusión con la que,
ingenuamente, pude haber terminado
este documento: me diría que no
existe diferencia alguna entre esto
que yo llamo la búsqueda de la
verdad con la identificación a cierta
contingencia. La diferencia única,
tendría que responder, es el enfoque
del propio ser humano: mientras
que en el primero se observa una
tendencia y un esfuerzo racional
por encontrar las mejores “formas
de ser hombre”, el segundo es,
por definición del propio Rorty, un
individuo absolutamente escéptico,
incapaz de reconocer en sí mismo
ni en los demás capacidad alguna
para encontrar la verdad. Siguiendo
la terminología de Rorty, el ironista es
aquel hombre que ha renunciado a
entender, dedicándose, mejor, a crear
un mundo con el que simpatice: una
actitud que nos parecería decir que
la fantasía no está en los libros, que el
mundo es el que imaginamos.
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