La cruz de la ejecución de sentencias en materia urbanística

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La cruz de la ejecución de sentencias en materia
urbanística: ponderación o ejecución de las
sentencias en sus propios términos
Ferran Torres Cobas
Vicesecretario general de la
Diputación de Barcelona.
Profesor de Derecho Constitucional
en la Universidad Pompeu Fabra
1. Ejecución de sentencias, Estado de derecho y corrupción urbanística.
2. La demolición como única terapia de los males urbanísticos en nuestro positivismo jurídico.
3. La necesaria ponderación de los derechos en conflicto.
4. A modo de conclusiones.
1. Ejecución de sentencias, Estado de derecho y corrupción urbanística
Es sabido que el artículo 118 de la Constitución española establece, entre otras
cosas, que es obligado cumplir las sentencias y demás resoluciones firmes de
los jueces y tribunales, como también lo es que el artículo 18.2 de la LOPJ dispone que las sentencias deben ejecutarse “en sus propios términos”.
Para clarificar el significado y alcance de estos dos preceptos vale la pena
tener en cuenta la trascendental doctrina contenida en la sentencia del
Tribunal Constitucional 67/1984, de 7 de junio, la cual comparto plenamente,
en la medida que determina la importancia que tiene para nuestro Estado de
derecho la ejecución de las sentencias, en particular cuando dice (FJ 2):
“La ejecución de las sentencias –en sí misma considerada– es una cuestión
de capital importancia para la efectividad del Estado social y democrático de
derecho que proclama la Constitución –artículo 1–, que se refleja –dentro
del propio título preliminar– en la sujeción de los ciudadanos y los poderes
públicos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico, cuya efectividad –en caso de conflicto– se produce normalmente por medio de la
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actuación del Poder Judicial –artículos 117 y siguientes de la Constitución–
que finaliza con la ejecución de sus sentencias y resoluciones firmes. Por
ello, difícilmente puede hablarse de la existencia de un Estado de derecho
cuando no se cumplen las sentencias y resoluciones judiciales firmes, y de
aquí que el artículo 118 de la Constitución establezca que ‘es obligado cumplir las sentencias y demás resoluciones firmes de los jueces y tribunales, así
como prestar la colaboración requerida por éstos en el curso del proceso y
en la ejecución del mismo’. Cuando este deber de cumplimiento y colaboración –que constituye una obligación en cada caso concreto en que se
actualiza– se incumple por los poderes públicos, ello constituye un grave
atentado al Estado de derecho, y por ello, el sistema jurídico ha de estar
organizado de tal forma que dicho incumplimiento –si se produjera– no
pueda impedir en ningún caso la efectividad de las sentencias y resoluciones judiciales firmes.”
Además, ese mismo fundamento jurídico remarca, acertadamente, la íntima
relación existente entre el derecho a la tutela judicial efectiva reconocido en el
artículo 24.1 de la Constitución y la obligación de cumplir las sentencias y
demás resoluciones firmes de los jueces y tribunales contenida en el artículo
118 de la CE. En palabras del alto tribunal:
“El artículo 24.1 de la Constitución, al establecer el derecho a la tutela judicial efectiva –que comprende el de ejecución de las sentencias según hemos
indicado– viene así a configurar como un derecho fundamental de carácter
subjetivo lo que, desde una perspectiva objetiva, constituye un elemento de
trascendental importancia en el sistema jurídico.”
En el orden jurisdiccional de lo contencioso-administrativo, el artículo 103.2
de la LJ concreta, a su vez, que “las partes” están obligadas a cumplir las sentencias en la forma y términos que en éstas se consignen. Así pues, la interpretación literal y sistemática de los artículos 24 y 118 de la Constitución, 18.2
de la LOPJ y 103.2 de la LJ no puede provocar duda alguna: las sentencias judiciales firmes, versen o no sobre materia urbanística, deben ser ejecutadas por
ser ello consustancial a un Estado de derecho.
Pasa generalmente desapercibido pero nótese que el deber de ejecutarse las
sentencias en “sus propios términos” es un deber legal, dispuesto por el
artículo 18.2 de la LOPJ, y no un deber constitucional que derive del tenor literal de los artículos 24.1 ó 118 de la Constitución. Eso, al menos, es lo que tiene
declarado el Tribunal Constitucional en diversas sentencias, entre las que
constituye una buena muestra la STC 194/1991, de 29 de octubre, en la que desestimó el recurso de amparo interpuesto por el recurrente con la pretensión de
que le devolvieran un terreno de su propiedad comprado por una sociedad a
un tercero que aparentaba ser su dueño; el terreno estaba valorado en poco
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más de 100.000 pesetas, mientras que las tareas de desescombro y de volver la
finca a su estado original suponían un valor aproximado de cincuenta millones
de pesetas. De acuerdo con estas circunstancias, el juez y la Audiencia estimaron que configuraba un abuso de derecho, o un ejercicio antisocial del derecho de propiedad, la pretensión del recurrente de que la sentencia se ejecutara en sus propios términos por sus desproporcionadas consecuencias,
estableciendo la ejecución por sustitución o equivalente pecuniario mediante
el pago de una indemnización.
En la referida sentencia el Tribunal Constitucional denegó el amparo con el
argumento de que “todo ello, como señalan en sus alegaciones el Ministerio
Fiscal y la parte demandada, constituye un problema de legalidad ordinaria
que encuentra su apoyo legal en lo dispuesto en el artículo 18.2 de la LOPJ, precepto del que hacen aplicación”, si bien en el fundamento jurídico segundo
recordaba su doctrina de la forma siguiente:1
“Este Tribunal ha sostenido en casos anteriores la siguiente doctrina: Que la
tutela judicial efectiva garantizada por el artículo 24.1 de la Constitución comprende el derecho a la ejecución de las sentencias en sus propios términos, sin
el cual carecerían, precisamente, de efectividad las resoluciones judiciales;
que, no obstante ese principio general, hay casos en los que, en trámite de ejecución de sentencia, la transformación de una condena establecida en su parte
dispositiva por su equivalente pecuniario podrá ser más o menos acertada en
el plano de la legalidad ordinaria, o si se quiere, contrario a la misma, pero ello,
por sí solo, no vulnera el derecho fundamental recogido en el artículo 24.1 de
la Constitución (STC 58/1983, fundamento jurídico 3; razonamiento que se reitera en STC 69/1983, fundamento jurídico 3); que, en principio, corresponde al
órgano judicial competente deducir las exigencias que impone la ejecución de
la sentencia en sus propios términos, interpretando en caso de duda cuáles
deben ser éstos y actuando en consecuencia, sin que sea función del Tribunal
Constitucional sustituir a la autoridad judicial en este cometido (STC, 125/1987,
fundamento jurídico 2, reiterada en STC 167/1987, fundamento jurídico 4), y, en
definitiva, que tan constitucional es una ejecución de sentencia que cumple el
principio de identidad total entre lo ejecutado y lo establecido en el fallo como
una ejecución en la cual, por razones atendibles, la condena sea sustituida por
su equivalente pecuniario (ATC 528/1986, fundamento jurídico 2, y 700/1986,
fundamento jurídico 2).”
1. En idéntico sentido de que tan constitucional es una ejecución en la que se cumple el principio de la
identidad entre lo ejecutado y lo estatuido en el fallo como una ejecución en la que, por razones atendibles, la condena es sustituida por su equivalente pecuniario o por otro tipo de prestación, puede consultarse el F 4.a) de la STC 67/1984, de 7 de junio, con cita de jurisprudencia anterior.
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Lo cierto es que la obsesión del legislador ordinario porque las sentencias
se cumplan en sus propios términos incluso en materia urbanística, donde frecuentemente la restauración del orden jurídico infringido obliga a derribar las
construcciones realizadas y pagar elevadas indemnizaciones, contrasta con
una realidad empírica, a saber: numerosas sentencias no llegan a ejecutarse
porque el cumplimiento en sus propios términos del veredicto crea más problemas que los que la sentencia trata de resolver.
No obstante ello, desde muchos sectores se aboga por tener mano dura contra
las infracciones urbanísticas para que cunda el ejemplo, cuando no el pánico.
Hace poco más de dos meses me conmocionó la lectura de una noticia referida al tema que nos ocupa y que por su rotundidad no puedo por memos que
reproducir en este trabajo. Así, bajo el título “200 penalistas exigen demoliciones y penas más duras contra la corrupción”, en el diario El País de 5 de diciembre de 2007, se transcriben las siguientes consideraciones:
“El Estado, las autonomías, los ayuntamientos y los jueces son ineficaces para
combatir el creciente fenómeno de la corrupción urbanística. Con esa tesis, el
Grupo de Estudios de Política Criminal, formado por 200 fiscales, jueces y catedráticos de Derecho Penal de tendencia progresista, ha elaborado un manifiesto en el que proponen que las administraciones actúen con mano dura. Ese foro
propone medidas ejemplarizantes como la demolición de edificios ilegales y el
endurecimiento de las penas para los delitos relacionados con el fenómeno.”
El documento recorre las distintas instituciones competentes para atajar el
fenómeno proponiendo a cada una una serie de medidas. Además de la disolución de ayuntamientos corruptos, al Estado le sugiere que refuerce la independencia y autoridad de los órganos técnicos de los ayuntamientos (secretarios, interventores y tesoreros) cuyas facultades se han recortado, así como un
mayor control de los notarios y registradores de la propiedad, que a veces,
según el documento, actúan con “connivencia, complacencia, negligencia u
omisión” en estos casos.
Las autonomías, según el manifiesto, deben acotar las competencias urbanísticas de los ayuntamientos con la aprobación de planes que engloben a
varios municipios, estableciendo “límites más estrictos sobre reclasificaciones
y recalificaciones de suelo” y obligando a que los planes municipales se basen
en “necesidades reales, y no especulativas” de crecimiento de la población. Las
comunidades deben controlar especialmente los convenios entre municipios
y particulares que, en muchos casos, condicionan construcciones a la recalificación de suelo.
El informe señala como principales responsables del fenómeno a los ayuntamientos. Considera “mera arbitrariedad” su resistencia a los controles de otras
administraciones amparándose en la autonomía local y les pide que ejerzan
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“sus competencias disciplinarias”, en muchos casos abandonadas por impopulares o por el miedo al castigo electoral.
Los jueces de lo contencioso-administrativo tienen que dar preferencia a los
casos más trascendentes con el fin de restaurar “la situación original dañada”
aunque para ello sea necesario llegar a la demolición, que debe ser obligatoria
en caso de que se haya cometido un delito. El manifiesto propone que el Código Penal considere prevaricación el informe o voto favorable de cargos públicos a planes manifiestamente ilegales, así como la elevación de las penas de
prisión en los delitos contra la ordenación del territorio.
Para prevenir el blanqueo de dinero, muy ligado al urbanismo, defienden
que los políticos y funcionarios también estén obligados por ley a informar de
operaciones sospechosas.
Propuestas para sanear el urbanismo
–Demolición obligatoria de construcciones ilegales en caso de delito para
“restaurar la situación inicial dañada”.
–Disolución “sin vacilar” de ayuntamientos corruptos.
–Controles para evitar la “connivencia, complacencia o negligencia” de notarios y registradores de la propiedad.
–Preferencia en los juzgados para los procesos urbanísticos más trascendentes.
–Castigar como prevaricación el voto o informe favorable a planes manifiestamente ilegales.
–Elevación de las penas para los delitos urbanísticos.
El lector podrá comprobar a lo largo de este trabajo mi profunda y respetuosa
discrepancia con las propuestas para sanear el urbanismo contenidas en dicho
manifiesto, no porque no esté de acuerdo en que algo hay que hacer para combatir el fenómeno de la corrupción urbanística –fenómeno que a mi juicio irá
disminuyendo por sí solo con la nueva coyuntura económica y las medidas anticorrupción contenidas en la nueva Ley de suelo–, sino porque a mi juicio las
medidas legislativas a adoptar no pueden ser el derribo de construcciones, la
disolución de ayuntamientos o la elevación de penas por la comisión de delitos
urbanísticos; todo eso ya está en la Ley y de muy poco ha servido.
En este orden de cosas, creo que vale la pena traer a colación la atinada opinión del profesor Tomás Ramón Fernández2 sobre la introducción de los delitos urbanísticos en el Código Penal de 1995. Dice el insigne profesor que:
“Del delito de prevaricación se ha hecho en los últimos años uso y abuso en
circunstancias y con resultados que cualquier jurista sensato debería considerar preocupantes en la medida en que la acción penal se ha dirigido en estos
2. Manual de Derecho Urbanístico. Editorial La Ley-El Consultor, 20ª edición, 2007, p. 264 y ss.
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casos contra alcaldes (de todos los colores políticos, por cierto), que se habían
mostrado electoralmente imbatibles en las cuatro primeras elecciones municipales celebradas desde la restauración democrática. Los casos de Burgos (PP),
Pinto (IU) y Tacoronte (PSOE) son definitivamente expresivos al respecto. En
todos ellos, las sentencias fueron de condena y se produjeron a propósito de
actos administrativos firmes y consentidos, dictados incluso varios años antes
de que la acción penal fuera ejercitada, actos que fueron declarados nulos por
dichas sentencias con efectos en cadena sobre terceros y sucesivos adquirentes y acreedores hipotecarios de las viviendas e instalaciones construidas a su
amparo a quienes los tribunales no llamaron al proceso. En todos ellos, la normativa urbanística de referencia se prestaba a todo tipo de discusiones […]. En
estas circunstancias, el Derecho se convierte fácilmente en un ‘arma arrojadiza’
susceptible de ser utilizada en la lucha política con efectos letales, tanto más
cuando se lanza ante unos tribunales, como los penales, cuyos miembros carecen de la preparación y de la experiencia necesaria para valorar con exactitud
el complejo (artificialmente complejo, desde luego, pero eso es culpa del legislador) mundo del urbanismo y la forma en que los actores se ven obligados a
desenvolverse en él […]. El nuevo Código Penal, aprobado por Ley orgánica de
23 de noviembre de 1995, cediendo a una cierta demagogia que reclama con
insistencia la criminalización de ciertas conductas antisociales hasta ahora
reprimidas por la propia Administración, ha incluido un nuevo título, el XVI del
libro II, en el que se incluyen unos delitos de nuevo cuño, entre ellos los relativos a la ordenación del territorio, que se añaden a los tipos tradicionales en
los que hasta ahora podía encontrar encaje la actividad urbanística irregular.”
Efectivamente, que transcurridos más de doce años desde la aprobación del
Código Penal de 1995, si algo ha quedado demostrado es que el mismo no ha
servido en modo alguno para prevenir las conductas irregulares en materia de
urbanismo.
Por lo tanto, a mi juicio, en materia penal las modificaciones legislativas no
debieran ir mucho más allá de corregir los deficientes tipos penales existentes
como sugiere el profesor Tomás Ramón Fernández en la obra citada, con la salvedad de que al final de este trabajo indicaré, en mi más modesta opinión,
otras medidas que considero pudieran ser eficaces para intentar combatir la
corrupción urbanística.
A modo ilustrativo de lo anteriormente expresado, téngase en cuenta que ya
en la actualidad el apartado d) del artículo 30 de la Ley de suelo de 2007 dispone que en todo caso da derecho a indemnización la anulación de títulos administrativos habilitantes de obras y actividades, así como la demora injustificada
en su otorgamiento y su denegación improcedente. Si se generalizasen las
acciones de responsabilidad de regreso contra las autoridades y/o funcionaAnuario del Gobierno Local 2007
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rios por esta razón, combinado con la tipificación como delito –artículo 320 del
CP– de informar favorablemente proyectos de edificación o concesión de
licencias contrarias a las normas urbanísticas vigentes, el resultado podría ser
tan letal que ningún funcionario o autoridad querría realizar dicha función.3
2. La demolición como única terapia de los males urbanísticos en nuestro
positivismo jurídico
El Tribunal Supremo mantiene una jurisprudencia muy radical y reiterada respecto de las consecuencias de la anulación de licencias de obras, haya o no terceros de buena fe interesados y sea el acto nulo o anulable. Dicha jurisprudencia se encuentra compendiada en la STS de 9 de julio de 2007 (recurso
núm. 6317/2004), donde entre otras cosas se dice:
“Séptimo. Pues bien, llevan razón los recurrentes cuando alegan que el
punto de partida de los autos que se impugnan parten de la existencia de partes (y propietarios) afectadas/os –y no afectadas/os– por la declaración de ilegalidad en cuya fase de ejecución nos encontramos; debe, por tanto, insistirse
en que estamos en presencia de una declaración de ilegalidad de las licencias
que posibilitaron la construcción del denominado Edificio Bernat de Oropesa
del Mar y de sus aparcamientos. En consecuencia, anuladas las licencias, la ilegalidad debe ser proclamada de la totalidad de lo construido con base en las
citadas licencias anuladas.
“Baste ahora con reiterar que el destino, natural y legalmente obligado, de lo
construido con base en una licencia declarada ilegal es su demolición; cuestión
distinta, como decimos, será la relativa a la posibilidad de su conservación por
declaración parcial de legalización, pero –se insiste– no es la cuestión con la que
ahora nos enfrentamos que se limita a la determinación de existencia –o no– de
causa de imposibilidad material para proceder a la ejecución de la sentencia,
esto es, para impedir el derribo o demolición de lo indebidamente construido.”
Entre otras muchas en la STS de 4 de octubre de 2006 (RJ 2007, 4579) –cuya
doctrina reitera la posterior de 9 de noviembre de 2006– recordamos que:
“En la STS de 7 de febrero de 2000 (RJ 2000, 1937), entre otras muchas, señalamos, siguiendo una reiterada doctrina de la Sala, que la demolición de lo
3. En Cataluña, por ejemplo, el plazo para conceder una licencia de obras mayores es muy corto, de dos
meses. Si no se concede la licencia y tenía que concederse, si se concede y no tenía que concederse, o
si se concede o deniega tarde se genera responsabilidad y si se informa favorablemente contrariando las
normas urbanísticas, con dolo pero también por ignorancia inexcusable, se puede ir a prisión, pues como
indica el profesor Tomás Ramón, la expresión “a sabiendas de su injusticia” contribuye a acotar el tipo
penal, pero no es menos verdad que esa misma expresión, utilizada en el delito de prevaricación, se ha
extendido jurisprudencialmente a la negligencia o ignorancia inexcusable.
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construido es la consecuencia impuesta legalmente en el caso de anulación de
una licencia concedida con infracción de la normativa urbanística.
“Como hemos señalado en otras ocasiones, ello es así ‘aunque el derribo sea
una medida gravosa y suponga en sí misma costos elevados’; son, sin duda, los
invocados con base en los argumentos expresados, derechos respetables y
argumentaciones dignas de consideración, pero sin potencialidad jurídica suficiente para enervar la ejecución de una sentencia firme. La propia exposición
de motivos de la vigente LJCA señala que la misma ‘ha realizado un importante esfuerzo para incrementar las garantías de ejecución de las sentencias,
desde siempre una de las zonas grises de nuestro sistema contencioso-administrativo’. Y en tal sentido, añade que ‘el punto de partida reside en la imperiosa obligación de cumplir las resoluciones judiciales y colaborar en la ejecución de lo resuelto, que la Constitución prescribe’, lo cual, a su vez, entronca
‘directamente con el derecho a la tutela judicial efectiva, ya que, como viene
señalando la jurisprudencia, ese derecho no se satisface mediante una justicia
meramente teórica, sino que conlleva el derecho a la ejecución puntual de lo
fallado en sus propios términos’, por cuanto ‘la negativa, expresa o implícita, a
cumplir una resolución judicial constituye un atentado a la Constitución frente al que no caben excusas’.
“Noveno. Y, por último, y en tercer lugar, igualmente aciertan los recurrentes cuando en el desarrollo de los motivos de casación critican e impugnan la
toma en consideración, por la sala de instancia, en los autos que se revisan,
acerca de la existencia de terceros adquirentes de los apartamentos que integran el edificio, y que se califican de ajenos a la cuestión del proceso.”
Debemos, en este particular, limitarnos a dejar constancia de la reiterada doctrina de esta Sala, citando, por todas la STS de 12 de mayo de 2006 (RJ 2006, 3646):
“los terceros adquirentes del edificio cuyo derribo se ordena, o de sus elementos independientes, ni están protegidos por el artículo 34 de la Ley hipotecaria (RCL 1946, 342, 886), ni están exentos de soportar las actuaciones materiales que lícitamente sean necesarias para ejecutar la sentencia; su protección
jurídica se mueve por otros cauces, cuales pueden ser los conducentes a dejar
sin efecto, si aún fuera posible, la sentencia de cuya ejecución se trata, o a
resolver los contratos por los que adquirieron, o a obtener del responsable o
responsables de la infracción urbanística, o del incumplidor de los deberes
que son propios de dichos contratos, el resarcimiento de los perjuicios irrogados por la ejecución. No están protegidos por el artículo 34 de la Ley hipotecaria porque éste protege el derecho real, que pervive aunque después se
anule o resuelva el del otorgante o transmitente; pero no protege la pervivencia de la cosa objeto del derecho cuando ésta, la cosa, ha de desaparecer por
imponerlo así el ordenamiento jurídico. Y no están exentos de soportar aqueAnuario del Gobierno Local 2007
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llas actuaciones materiales porque el nuevo titular de la finca queda subrogado en el lugar y puesto del anterior propietario en sus derechos y deberes
urbanísticos, tal y como establece el artículo 21.1 de la Ley 6/1998 (RCL 1998,
959) y establecían, antes, los artículos 22 del Texto refundido aprobado por el
Real decreto legislativo 1/1992 (RCL 1992, 1468 y RCL 1993, 485) y 88 del aprobado por el Real decreto 1346/1976 (RCL 1976, 1192).”
Y en la STS de 26 de septiembre de 2006 (RJ 2006, 6665), en la misma línea
señalamos que:
“El que los propietarios, que forman parte de la comunidad recurrente, tengan la condición de terceros adquirentes de buena fe carece de trascendencia
a los efectos de impedir la ejecución de una sentencia que impone la demolición del inmueble de su propiedad por no ajustarse a la legalidad urbanística,
pues la fe pública registral y el acceso de sus derechos dominicales al Registro
de la Propiedad no subsana el incumplimiento del ordenamiento urbanístico,
ya que los sucesivos adquirentes del inmueble se subrogan en los deberes
urbanísticos del constructor o del propietario inicial, de manera que cualquier
prueba tendente a demostrar la condición de terceros adquirentes de buena
fe con su derecho inscrito en el Registro de la Propiedad carece de relevancia
en el incidente sustanciado.
“Frente a los deberes derivados del incumplimiento de la legalidad urbanística no cabe aducir la condición de tercero adquirente de buena fe amparado
por el acceso de su derecho de dominio al Registro de la Propiedad, puesto
que, conforme al principio de subrogación de los sucesivos adquirentes en el
cumplimiento de los deberes impuestos por el ordenamiento urbanístico, la
demolición de lo indebidamente construido no sólo pesa sobre quien realizó
la edificación ilegal sino sobre los sucesivos titulares de la misma, sin perjuicio
de la responsabilidad en que aquél hubiese podido incurrir por los daños y
perjuicios causados a éstos”.
En consecuencia, debemos acoger los motivos planteados por los recurrentes, anular los autos impugnados y declarar que no concurre causa de imposibilidad material para la ejecución de la sentencia dictada por la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad
Valenciana, de 30 de marzo de 1994, y confirmada por la de este Tribunal Supremo de 7 de febrero de 2000 (RJ 2000, 1937).
La cita, aunque larga, me parece imprescindible para dar a conocer la contundente doctrina que el Tribunal Supremo mantiene sobre la ejecución de
sentencias en materia urbanística.
El Tribunal Constitucional, por su parte, no concede los amparos que le piden cuando los dueños de los inmuebles a derribar no son los promotores o
constructores sino terceros afectados que no han podido participar en el proAnuario del Gobierno Local 2007
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ceso jurisdiccional de anulación de las licencias por haber adquirido sus respectivos inmuebles en fecha posterior a la impugnación jurisdiccional, y no
haber sido llamados al proceso. A título de ejemplo, la STC 18/2002, de 28 de
enero, contiene la siguiente doctrina:4
“2. Los demandantes de amparo denuncian la vulneración del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva (artículo 24.1 de la CE [RCL 1978, 2836 y ApNDL
2875]) basándose en que, pese a haber adquirido durante los años 1991 y 1992 las
viviendas construidas en virtud de la licencia litigiosa, no recibieron ninguna
comunicación, notificación o emplazamiento en relación con el recurso contencioso-administrativo seguido ante el Tribunal Superior de Justicia de Cantabria, ni
por parte del propio órgano judicial, ni por el Ayuntamiento de Santander, ni por
la empresa inmobiliaria que les vendió las viviendas y fue parte en el proceso.
Manifiestan que, debido a ello, no han podido participar en éste ni en el posterior recurso de casación ni, por tanto, han tenido la posibilidad de formular las
alegaciones oportunas en defensa de sus derechos e intereses legítimos, pese a
que las resoluciones judiciales recurridas les afectan muy directamente, como
titulares del derecho de propiedad sobre las viviendas cuyo derribo se ha acordado como consecuencia de la anulación de la licencia de obras. En conclusión,
consideran que tal situación les ha impedido comparecer en el recurso contencioso-administrativo, causándoles una evidente indefensión.
“8. […] En concreto, hemos afirmado en la referida sentencia que la obligación de emplazar personalmente se refiere únicamente a quienes constan
en las actuaciones judiciales o en el expediente administrativo como titulares
de derechos o intereses legítimos y, por tanto, no se extiende a los que, después de haberse resuelto éste e iniciado el proceso contencioso, adquieren
fuera de él la antedicha cualidad en virtud de actos posteriores. La adquisición de derechos subjetivos y de intereses legítimos sobrevenidos después
de la interposición abre a los titulares la posibilidad de comparecer o actuar
en el procedimiento ya en marcha como codemandados o coadyuvantes en
virtud del emplazamiento edictal o por propia iniciativa, pero carece de relevancia en la fase inicial para imponer a la oficina judicial la obligación de
emplazar a quien no se conoce.
“[…] En suma, y como ellos mismos reconocen, los recurrentes adquirieron
sus derechos con posterioridad a la iniciación del proceso judicial y fueron
absolutamente ajenos al procedimiento administrativo en el que fue dictado el
Acuerdo municipal recurrido en vía contencioso-administrativa.
“[…] Es de reseñar, incluso, que, a los efectos de la salvaguarda del derecho
a la tutela judicial efectiva, se ha aceptado por el Tribunal Superior de Justicia
4. Vid., en el mismo sentido, la STC 192/1997, de 11 de marzo, fundamento jurídico 5.
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de Cantabria la personación de los recurrentes en el trámite de ejecución de
la sentencia y, a la vista de ésta, se ha paralizado la orden de demolición de las
viviendas para evitar perjuicios irreparables.”
En consecuencia, se constata que la actuación de los órganos judiciales que
dictaron las sentencias recurridas ha sido no sólo procesalmente correcta, sino
incontestable desde la perspectiva de la tutela judicial, por lo que el amparo
carece de fundamento para prosperar.
Es cierto que tanto el Tribunal Supremo como el Tribunal Constitucional
mantienen la doctrina que si esos terceros son conocidos por el Tribunal o,
simplemente, tienen un conocimiento extraprocesal del asunto, pueden comparecer en cualquier momento del proceso e incluso en la fase de ejecución
de la sentencia para hacer valer sus derechos, pero es más cierto que cuando
lo hacen sus alegaciones ante el Tribunal Supremo son sistemáticamente desestimadas sobre la base que la obligación a ejecutar las sentencias en sus propios términos prevalece sobre cualquier otro derecho o norma constitucional
que se alegue como infringida.
Para extender los efectos de las sentencias anulatorias a terceros, que no han
sido parte en el proceso, el Tribunal Supremo acostumbra a echar mano al
tenor literal del artículo 72.2 de la Ley de la jurisdicción, en virtud del cual la
sentencia que declara la inadmisibilidad o desestimación de un recurso contencioso-administrativo sólo produce efectos entre las partes, mientras que la
anulación de una disposición o acto produce efectos para todas las personas
afectadas, siendo ello una excepción a la regla general5 de la Ley de enjuiciamiento civil, conforme a la cual las sentencias sólo producen efectos en las
partes o sus causahabientes.
A salvo de una mejor interpretación, creo que esta doctrina es francamente
discutible cuando lo que se anula no es un reglamento, que forma parte del
ordenamiento jurídico, sino un simple acto administrativo que dentro de las
denominadas relaciones triangulares puede tener efectos favorables para algunos ciudadanos pero perversos para otros.
No me parece verosímil que la extensión in malam partem de los efectos de
las sentencias estimatorias en el orden contencioso-administrativo fuera lo que
quería el legislador a la hora de aprobar dicho precepto, sino más bien lo con5. La STC 314/1994, de 28 de noviembre, F 2, declara que “el procedimiento de ejecución de las sentencias en la jurisdicción civil, tiene como destinatarios únicos y únicos protagonistas a ‘las partes’ y más
concretamente al ‘condenado en la sentencia’ y que “en ningún caso cabe derivar la acción ejecutiva
hacia personas distintas ni agravar la condena cuantitativa o cualitativamente, alterando su elemento
causal y, por tanto, la calidad por la que fueron condenados, sin destruir la misma esencia de la cosa juzgada, cuya ‘santidad’ en un lenguaje hoy obsoleto refleja no obstante con gran expresividad el respeto
absoluto que merece en un Estado de derecho”.
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trario. Con esta medida se intenta favorecer a todos los ciudadanos evitando
que se vean obligados a recurrir actos administrativos que ya han sido anulados. Por ello, a sensu contrario, cuando un juzgado o tribunal avale la legalidad
de un reglamento o acto administrativo, que también puede favorecer a unos
ciudadanos y perjudicar a otros, la sentencia sólo produce efectos entre las
partes (artículo 72.1 de la LJ).
Es más, el apartado 3 del artículo 72 de la Ley de la jurisdicción establece claramente que la estimación de pretensiones de restablecimiento de una situación
jurídica individualizada sólo produce efectos entre las partes, aunque pueda
extenderse a terceros en los términos previstos en los artículos 110 y 111 de dicha
Ley, por lo que soy del parecer que el reestablecimiento del orden jurídico infringido contenido en la sentencia anulatoria de un proyecto o licencia no debe producir efectos negativos sobre terceros6 si previamente no se ha advertido de ello
mediante la correspondiente inscripción en el Registro de la Propiedad.
Ciertamente, no alcanzo muy bien a comprender por qué la extensión de
una sentencia civil a un tercero infringe el artículo 25 de la Constitución, y
cuando ello se hace en el orden jurisdiccional contencioso-administrativo no
se produce la vulneración. Eso es, al menos, lo que parece desprenderse de la
doctrina contenida en la sentencia del Tribunal Constitucional 229/2000, de 2
de octubre, cuando dice:7
“5. Lo que se deja expuesto evidencia, sin mayores razonamientos, que las
resoluciones que son objeto del recurso de amparo acuerdan una serie de medidas dirigidas a dar cumplimiento a la sentencia recaída en el juicio de menor
cuantía cuya efectividad práctica, de llevarse a cabo, perjudicarían notablemente los derechos e intereses de los ahora recurrentes en amparo, pese a no
haber sido parte en el proceso ni haber sido condenados en la sentencia firme.
Además, el juzgado les negó legitimación para hacer valer sus legítimos derechos e intereses en el propio proceso de ejecución, impidiéndoles recurrir
contra las resoluciones judiciales que les afectaban, en virtud de una interpretación de la normativa procesal contraria a las exigencias del artículo 24.1 de la
6. Téngase en cuenta que la jurisprudencia sobre la extensión in malam partem a terceros de los efectos
de las sentencias anulatorias en materia de urbanismo se gestó con la vieja Ley de la jurisdicción, norma
que no contenía ninguna previsión similar a la que hoy contiene el apartado 3 del artículo 72 de la LJ.
7. El resultado en vía civil es distinto. Así, el artículo 704.2 de la LEC dispone que si el inmueble a cuya
entrega el título ejecutivo estuviera ocupado por terceras personas distintas del ejecutado y de quienes
con él compartan la utilización de aquél, el tribunal, tan pronto como conozca su existencia, les notificará el despacho de ejecución o la pendencia de ésta, para que, en el plazo de diez días, presenten al tribunal los títulos que justifiquen su situación. Y añade, que el ejecutante podrá pedir al tribunal el lanzamiento de quienes considere ocupantes de mero hecho o sin título suficiente (pero entiendo que no sobre
los que sí tengan título suficiente y no hayan sido parte en el proceso a los cuales, como ya sabemos, no
puede afectar la sentencia civil por extensión).
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CE y, más concretamente, al principio de interpretación más favorable al acceso a la jurisdicción para la defensa de los derechos y libertades. Por todo ello
debe otorgarse el amparo.”
De lo expuesto hasta ahora pudiera parecer que estoy responsabilizando a
nuestras más altas magistraturas de la injusticia que a mi juicio supone que un
tercero de buena fe, que no tiene ninguna culpa ni ha intervenido en el proceso edificatorio, se vea privado de su propiedad –domicilio muchas veces– sin
causa de utilidad pública o interés social alguno y sin percibir indemnización
previa alguna. Nada más lejos de la realidad, creo que nuestros tribunales
hacen lo único que creen que pueden hacer con el ordenamiento jurídico
actual8 y a la vista de lo que parece reclamar no sólo la ciudadanía sino también
la doctrina, como ha quedado expuesto en el inicio de este trabajo.
En mi opinión, el auténtico responsable de dicha “injusticia” es el legislador
o, mejor dicho, los legisladores estatal y autonómico, por lo que enseguida
diré. De entrada, a la hora de interponer el recurso me parece que la opción
adoptada por el artículo 67 del Real decreto 1093/1997, de 4 de julio, sobre inscripción en el Registro de la Propiedad de los actos de naturaleza urbanística,
es la peor de todas. Dispone este precepto que el que promoviere recurso
contencioso-administrativo contra los actos de la Administración pública que
tengan por objeto la aprobación definitiva de los planes de ordenación, de sus
instrumentos de ejecución o de licencias, podrá solicitar, con el escrito de
interposición o después, si existiese justificación suficiente, que se tome anotación preventiva sobre fincas concretas y determinadas que resulten afectadas por el acto impugnado, ofreciendo indemnización por los perjuicios que
pudieron seguirse en caso de ser desestimado el recurso, de tal forma que la
falta de caución que, en su caso, exija el Tribunal para evitar daños al titular de
la finca o derecho anotado impedirá la práctica de la anotación.
O sea, que si no se ofrece caución para indemnizar los posibles perjuicios no
se produce la inscripción en el Registro de la Propiedad, lo que, como sabemos, produce unos efectos letales para el tercero adquirente de buena fe. Al
recurrente le da lo mismo, puesto que sabe que si se anula la licencia o el instrumento urbanístico impugnado la consecuencia será la demolición aunque
existan terceros de buena fe afectados; por lo general no solicita la inscripción
del recurso en el Registro de la Propiedad y tampoco pide la suspensión del
acto impugnado –por idéntica razón de evitar indemnizar los daños y perjuicios que la adopción de la medida pudiera llevar aparejada si no obtuviera sen8. Que les obliga a ejecutar las sentencias en sus propios términos (artículo 18.2 de la LOPJ) y que dispone (artículo 109.1 de la LJ) que las partes sólo puedan plantear incidentes de ejecución de sentencias
“sin contrariar el contenido del fallo”.
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tencia favorable a su pretensión–;9 por ende, tampoco solicita la publicación
del edicto previsto en el artículo 47.1 de la Ley de la jurisdicción, puesto que el
mismo es opcional y va a cargo del actor.
En estas circunstancias es normal que en la práctica el promotor no paralice
la obra, la reparcelación o la operación urbanística a realizar sino que, contrariamente, la acelere porque si se anula la licencia o el instrumento de planeamiento el responsable será la Administración y no él, aunque haya sido él el
redactor del instrumento de planeamiento, de gestión o el proyecto de obras
correspondiente. El resto lo hace la lentitud de la justicia. Hasta que recaiga
sentencia firme transcurrirá el tiempo suficiente para que las fincas, parcelas,
etc., hayan sido enajenadas y entonces el problema ya no es del promotor sino
de la Administración y de los adquirentes.
Otra vez, se protege más a los operadores económicos (promotores, constructores e incluso a los denunciantes o perjudicados, es decir, a los litigantes)
que a los ciudadanos consumidores y a la propia Administración pública.
Es más, en este tipo de procesos los litigantes, que son el actor y el promotor de la obra o el plan, no arriesgan absolutamente nada; toda la responsabilidad y las consecuencias del proceso recaerán sobre la Administración pública demandada, que una vez aprobado el instrumento urbanístico o concedida
la licencia siempre tendrá que pagar si se ha equivocado. Los otros perjudicados serán los incautos ciudadanos consumidores que han adquirido los respectivos bienes inmuebles fiándose de una aparente seguridad jurídica que en
realidad no existe puesto que el propio legislador le oculta deliberadamente la
existencia del proceso en beneficio del promotor, al que no se le puede afectar de ninguna manera.
A mi juicio, la concesión de una licencia de obras o la aprobación de un plan
o instrumento de gestión por parte de la Administración no debería comportar para el promotor/constructor una patente de corso que le libere de toda
responsabilidad, sino que en caso de anulación de una licencia, plan o proyecto urbanístico la responsabilidad de la Administración que lo aprobó debería limitarse a los daños y perjuicios devengados desde su aprobación hasta la
fecha en que el promotor tiene conocimiento de la existencia del pleito; después, si el promotor decide seguir con la ejecución de las obras o no es decisión suya, por lo que debe ser él quien corra con los riegos de la posible estimación del recurso. No veo por qué en estos casos el promotor debe estar en
9. Téngase en cuenta que el artículo 133.1 de la Ley de la jurisdicción establece que “cuando de la
medida cautelar pudieran derivarse perjuicios de cualquier naturaleza, podrán adoptarse las medidas que
sean adecuadas para evitar o paliar dichos perjuicios. Igualmente podrá exigirse la presentación de caución o garantía suficiente para responder de aquéllos”.
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mejor posición que si el pleito fuera de orden jurisdiccional civil –por una servidumbre de vistas, por poner un ejemplo– donde el riesgo y la responsabilidad de obtener una sentencia desfavorable es del promotor.
Ello debiera ser así porque la presunción de legalidad del instrumento o acto
impugnado no tiene sustantividad propia cuando su legalidad es enjuiciada en
un juzgado o tribunal; dicho de otro modo, los jueces y tribunales no utilizan
la referida presunción de legalidad del acto o norma administrativa como parámetro para enjuiciar su legalidad.
Tampoco parece sensato que los actores de las impugnaciones no corran
ningún riesgo cuando lo que pretenden es la restauración in natura y no obtener una indemnización, porque ello puede dar lugar a que se cometan todo
tipo de abusos extraprocesales. Lo más adecuado en estos casos sería que si
pretende el restablecimiento del orden jurídico infringido que fuera obligado
solicitar la suspensión del acto o, al menos, la inscripción en el Registro de la
Propiedad de la impugnación realizada, con o sin fianza según los casos.
En el mismo orden de cosas, también parece digno de crítica la acción pública en materia urbanística que reconocen el artículo 4 de la Ley de suelo de 2007
y el artículo 304 de la Ley de suelo de 1992, no tanto por su existencia en sí
como por el largo plazo que el ordenamiento autonómico concede a los ciudadanos para ejercitarla. En Cataluña, por ejemplo, el plazo para su ejercicio de
la acción pública respecto de licencias y órdenes de ejecución es de seis años,
contados a partir de la finalización de las obras si el acto es anulable, mientras
que si el acto es nulo de pleno derecho no existe plazo de prescripción.10 No
creo razonable en estos casos que los adquirentes de inmuebles, que en
España somos casi todos, tengamos que correr el riesgo de que nos los derriben una vez adquiridos sin ser indemnizados previamente.
La existencia de un plazo tan prolongado para ejercer la acción pública en
materia urbanística contrasta mucho con el raquítico plazo de dos meses que
el artículo 91.1 del ROAS confiere a los ayuntamientos catalanes para otorgar o
denegar y notificar a los interesados, de forma motivada, las licencias de obras
mayores.11 También son muy cortos los plazos que confiere el ordenamiento
catalán a los ayuntamientos para tramitar el planeamiento o los instrumentos
10. Lo que contrasta enormemente con el estricto plazo de seis meses que concede el artículo 198 del
Texto refundido de la Ley de urbanismo de Cataluña a la Administración para dictar y notificar la resolución en los procedimientos de protección de la legalidad urbanística. Transcurrido dicho plazo, que puede
afectar a un edificio o reparcelación entera, el expediente caduca.
11. En dos meses para dictar y notificar no puede darse audiencia a los vecinos colindantes, lo que creo
que evitaría algunos pleitos posteriores, cuando el ayuntamiento ya ha concedido la licencia y ya no
puede rectificar sin indemnizar. Dos meses es muy poco tiempo si se quieren hacer las cosas bien y seis
años, a contar de la finalización de la obra es, a todas luces, un plazo excesivo.
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de gestión y, lo que es peor, las subrogaciones y silencios positivos en favor de
los particulares son la regla general.12 Todo ello para que luego se diga que los
ayuntamientos fomentan la cultura del ladrillo. ¿Es que son los ayuntamientos
los que hacen las leyes de suelo o urbanísticas? No, naturalmente, lo que
hacen los ayuntamientos es intentar cumplir y hacer cumplir un ordenamiento urbanístico mal diseñado y lleno de contradicciones que lo que fomenta,
precisamente, es la obra de urbanización y edificatoria.
Para acabarlo de arreglar, la Ley de la jurisdicción contencioso-administrativa
no ayuda nada cuando de lo que se trata es de enjuiciar las denominadas relaciones triangulares, es decir, aquellas en que el plan, proyecto o licencia ha
sido elaborado y presentado a la Administración por un promotor, cuya eventual aprobación por la Administración puede perjudicar a terceros, beneficiar
al promotor y, naturalmente, deja indiferente a la Administración, que más
bien aquí actúa como un árbitro imparcial.
En estos casos, el recurso contencioso-administrativo examina la legalidad
del plan o acto impugnado prescindiendo totalmente de la realidad fáctica que
se va transformando a medida que avanza el proceso, y cinco años después
–que es lo que acostumbran a tardar como promedio mínimo para agotar la
doble instancia y obtener una sentencia firme– la transformación urbanística
ya se ha consolidado y allá donde existía un propietario ahora hay muchos
adquirentes de viviendas o terrenos que han sido totalmente ajenos al proceso jurisdiccional. Convenientemente, nadie les ha informado de su existencia,
no hay ninguna advertencia en el Registro de la Propiedad y, posiblemente,
tampoco haya edicto alguno, pero al final serán esos terceros los que pagarán
las consecuencias de lo que de forma un tanto rimbombante se llama restablecimiento del orden jurídico infringido, pero que en realidad, al menos para
ellos, se convierte en su ruina y en una flagrante vulneración de sus derechos
fundamentales que a nadie parece importar.
El superprotegido promotor, en cambio, siempre se va “de rositas”, puesto que
una vez obtenida la aprobación del plan, proyecto o licencia por parte de la
Administración, la presunción de legalidad del acto administrativo impugnado
se traslada convenientemente de la Administración a él, y si luego el acto es anulado quien responderá será la Administración, aunque naturalmente ha sido él y
nadie más que él quien se ha enriquecido con una actividad urbanística que se
declarará ilegal a posteriori para no perjudicar sus expectativas de negocio.
Los juristas que tienen algo de sensatez acostumbran a recomendar a la
Administración que no ejecute los planes, proyectos o actuaciones urbanís12. Vid., a título de ejemplo de subrogaciones de la Generalitat y silencios positivos en favor de los promotores, los artículos 88, 89, 113 del Texto refundido de la Ley de urbanismo de Cataluña, y el artículo 82 del ROAS.
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ticas que se encuentren impugnados o, al menos, que ponderen cuidadosamente las posibilidades de éxito de la impugnación, la urgencia o no de llevar a la práctica la actividad proyectada y las consecuencias de una eventual
sentencia desestimatoria, pero, claro, eso no sirve en las relaciones triangulares, donde queda en manos del promotor la paralización o no de la actuación proyectada.
En otro orden de cosas, considero que en el momento de dictarse la sentencia puede no ser deseable modificar la realidad fáctica existente porque
el restablecimiento del orden jurídico infringido causa, con frecuencia, más
perjuicio al interés publico –económicos, medioambientales y de afectación
a terceros–, que a aquellos a los que la sentencia quiere reestablecer. Hoy
mismo acabo de leer una noticia en el diario El Periódico, de 8 de marzo de
2008, donde bajo el título “La isla de la discordia” se da cuenta de una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Barcelona que ordena derribar un
edificio de promoción municipal con dos bloques que albergan cuarenta y
cinco pisos de alquiler para jóvenes, el Colegio Público Mallorca, recién
construido, una guardería y un parking subterráneo, noticia que se acompaña de una fotografía donde pueden verse los edificios recientemente construidos y, prima facie, no se observa barbaridad alguna que obligue a adoptar una medida tan drástica.
La sentencia, dice el articulista, se basa en la insistencia de algunos vecinos habitantes de la manzana, agrupados en la comisión Pro Illa Verda, que
se opusieron a la reforma por considerar que priman los equipamientos
sobre las zonas verdes. Una medida tildada de insolidaria por asociaciones
vecinales de la Izquierda del Ensanche, recordando, por ejemplo, que el
traslado del Colegio Público Mallorca a un nuevo espacio con más servicios
fue una reivindicación que tardó catorce años en cumplirse. Ciertamente, si
las obras se hubieran paralizado en su momento podría discutirse si era
mejor para el barrio una zona verde o una zona de equipamientos, y quizás
por ello los grupos de la oposición en el Ayuntamiento de Barcelona citan al
Ayuntamiento por su “aptitud prepotente y chulesca” hacia los vecinos y por
no haber negociado lo suficiente con ellos, pero según el periodista nadie
cayó en la trampa políticamente incorrecta de pedir que se ejecute la demolición. “El derribo no es la solución, ya que sería una pérdida para Barcelona
y tirar la inversión económica que se hizo”, dijo el líder de la oposición
Xavier Trias.
En este caso, la realidad demuestra, una vez más, lo incongruente de nuestro
ordenamiento jurídico, puesto que el edificio que se ordena derribar resulta
que es un referente urbanístico y arquitectónico que ha ganado numerosos
galardones, el último el Premio Nacional de Arquitectura.
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Desde luego, éste no es un caso aislado. Recordemos que a partir de la sentencia de la Sala de Revisión del Tribunal Supremo de 21 de julio de 1991, el alto tribunal ha defendido que la publicación en el boletín oficial correspondiente tanto
para los instrumentos urbanísticos de ordenación, cuya aprobación corresponde
a las corporaciones locales como para aquellos otros cuya aprobación compete a
las comunidades autónomas, es un requisito necesario para su eficacia y entrada
en vigor. Si a ello unimos el generoso plazo que conceden las normas urbanísticas
para ejercer la acción pública –por lo general cuatro o seis años, contados a partir
de la finalización de las obras–, llegamos a la conclusión que durante un muy largo
período de tiempo la mayoría de obras y actuaciones urbanísticas realizadas en
España han estado a precario. Es decir, bajo el riesgo real de su posible demolición.
Buena muestra de ello lo constituye la sentencia del Tribunal Supremo de 25 de
octubre de 2001 que anuló un proyecto de reparcelación aprobado por el
Ayuntamiento de Banyoles, “dada la falta de eficacia del Plan en que pretende apoyarse”, y en ese mismo sentido existen muchas otras sentencias. Otro caso interesante es el resuelto por la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Madrid de
27 de febrero de 2003 de revisión del PGOU de Madrid. La sentencia estima el
recurso y, según Santiago González-Varas,13 afecta a cerca de 100.000 viviendas proyectadas, de las que aproximadamente 15.000 cuentan con licencia concedida.
¿Habrá de ejecutarse en sus propios términos esta sentencia? ¿Depende del
número de afectados que las sentencias se ejecuten o no?
También tiene interés la STS de 4 de julio de 2006, en la que se enjuició la
legalidad o no de la licencia concedida por el Ayuntamiento de Las Palmas de
Gran Canaria al Ministerio de Educación y Ciencia para la construcción de una
biblioteca pública del Estado en dicha localidad. Los recurrentes, cuyas luces y
vistas habían desaparecido, recurrieron dicha licencia por no haberse redactado previamente un plan especial, aunque en realidad lo que parece claro es
que no quieren que se les prive de dichas vistas. A juicio del alto tribunal, la
sentencia de instancia se limitó a declarar contraria a derecho la licencia municipal “sin perjuicio de las consecuencias que tal declaración comporte, que
podrán plantearse o suscitarse en la fase de ejecución de la sentencia”. Ahora
bien, con la jurisprudencia que ya conocemos la consecuencia que la declaración de nulidad comporta es el derribo de la nueva y flamante biblioteca estatal. Consecuencia que, a mi juicio, no guarda proporcionalidad alguna respecto al otro bien jurídico protegido, que no es la redacción de un plan especial
sino la protección de las luces y vistas de los vecinos.
13. Santiago GONZÁLEZ-VARAS IBÁÑEZ, Revista de Administración Pública, 163, enero-abril de 2004, en un
artículo titulado “Hacia un modelo contencioso-administrativo preventivo. El ejemplo de la ‘ejecución’ de
las sentencias anulatorias de un plan urbanístico”.
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3. La necesaria ponderación de los derechos en conflicto
Todo lo dicho hasta ahora puede adquirir otra dimensión si partimos de una
doble premisa. Por un lado, el Tribunal Constitucional ha declarado de forma
reiterada que la Constitución, lejos de ser un mero catálogo de principios de
no inmediata vinculación y de no inmediato cumplimiento hasta que sean
objeto de desarrollo por vía legal, es una norma jurídica, la norma suprema de
nuestro ordenamiento jurídico, y no es una declaración programática (STC
16/1982, de 28 de abril, y 80/1982, de 20 de diciembre); por otro, el alto tribunal
también tiene dicho (STC 2/1982, de 29 de enero) que en nuestra Constitución
no existen los derechos absolutos o ilimitados, sino que todo derecho tiene
sus límites, establecidos por la Constitución “por sí misma en algunas ocasiones,14 mientras en otras el límite deriva de una manera mediata o indirecta de
tal norma, en cuanto ha de justificarse por la necesidad de proteger o presentar
no sólo otros derechos constitucionales, sino también otros bienes constitucionalmente protegidos”.
Seguramente en los supuestos límite o “casos difíciles” como el resuelto por
la STC 53/1985, de 11 de abril, sobre despenalización en determinados supuestos de aborto, se ve con más claridad que los diferentes preceptos constitucionales no se encuentran jerarquizados entre sí y que cuando se produce una
colisión entre preceptos constitucionales es obligado acudir a la técnica de
ponderación de normas en conflicto, también llamada técnica del balancín, o
simple aplicación de los principios de racionabilidad o proporcionalidad.
De forma muy sintética, lo que se enjuició a través de dicha sentencia era la
posible inconstitucionalidad del artículo 417.bis del antiguo Código Penal, que
establecía:
“El aborto no será punible si se practica por un médico, con el consentimiento de la mujer, cuando concurran alguna de las circunstancias siguientes:
“1. Que sea necesario para evitar un grave peligro para la vida o la salud de
la embarazada.
“2. Que el embarazo sea consecuencia de un hecho constitutivo del delito de
violación del artículo 429, siempre que el aborto se practique dentro de las doce
primeras semanas de gestación y que el mencionado hecho hubiere sido
denunciado.
“3. Que sea probable que el feto habrá de nacer con graves taras físicas o psíquicas, siempre que el aborto se practique dentro de las veintidós primeras
14. Por ejemplo, en el artículo 20.4 de la Constitución cuando se establece que las libertades de expresión e información tienen como límites, especialmente, el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia.
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semanas de gestación y que el pronóstico desfavorable conste en un dictamen
emitido por dos médicos especialistas distintos del que intervenga a la embarazada.”
Los argumentos nucleares que utilizó el Tribunal Constitucional para resolver dicho recurso previo de inconstitucionalidad fueron los siguientes:15
“7. […] la vida del nasciturus, de acuerdo con lo argumentado en los fundamentos jurídicos anteriores de esta sentencia, es un bien jurídico constitucionalmente protegido por el artículo 15 de nuestra norma fundamental.
“Partiendo de las consideraciones efectuadas en el fundamento jurídico 4, esta
protección que la Constitución dispensa al nasciturus implica para el Estado con
carácter general dos obligaciones: la de abstenerse de interrumpir o de obstaculizar el proceso natural de gestación, y la de establecer un sistema legal para
la defensa de la vida que suponga una protección efectiva de la misma y que,
dado el carácter fundamental de la vida, incluya también, como última garantía,
las normas penales. Ello no significa que dicha protección haya de revestir carácter absoluto; pues, como sucede en relación con todos los bienes y derechos
constitucionalmente reconocidos, en determinados supuestos puede y aun
debe estar sujeta a limitaciones, como veremos posteriormente.
“9. […] Se trata de graves conflictos de características singulares, que no pueden contemplarse tan sólo desde la perspectiva de los derechos de la mujer
o desde la protección de la vida del nasciturus. Ni ésta puede prevalecer incondicionalmente frente a aquéllos, ni los derechos de la mujer pueden tener primacía absoluta sobre la vida del nasciturus, dado que dicha prevalencia supone la desaparición, en todo caso, de un bien no sólo constitucionalmente
protegido, sino que encarna un valor central del ordenamiento constitucional.
Por ello, en la medida en que no puede afirmarse de ninguno de ellos su carácter absoluto, el intérprete constitucional se ve obligado a ponderar los bienes y
derechos en función del supuesto planteado, tratando de armonizarlos si ello
es posible o, en caso contrario, precisando las condiciones y requisitos en que
podría admitirse la prevalencia de uno de ellos.
“11. Una vez analizada la objeción de indeterminación de los supuestos alegada por los recurrentes, basada en la imprecisión de los términos, es preciso
examinar la constitucionalidad de cada una de las indicaciones o supuestos
de hecho en que el proyecto declara no punible la interrupción del estado de
embarazo:
“a) El núm. 1 contiene en realidad dos indicaciones que es necesario distinguir: el grave peligro para la vida de la embarazada y el grave peligro para su
salud.
15. La cursiva es nuestra.
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“En cuanto a la primera, se plantea el conflicto entre el derecho a la vida de
la madre y la protección de la vida del nasciturus. En este supuesto es de observar que si la vida del nasciturus se protegiera incondicionalmente, se protegería más a la vida del no nacido que a la vida del nacido, y se penalizaría a la
mujer por defender su derecho a la vida, lo que descartan también los recurrentes, aunque lo fundamenten de otra manera; por consiguiente, resulta
constitucional la prevalencia de la vida de la madre.
“En cuanto a la segunda, es preciso señalar que el supuesto de grave peligro
para la salud de la embarazada afecta seriamente a su derecho a la vida y a la
integridad física. Por ello, la prevalencia de la salud de la madre tampoco resulta inconstitucional, máxime teniendo en cuenta que la exigencia del sacrificio
importante y duradero de su salud bajo la conminación de una sanción penal
puede estimarse inadecuada, de acuerdo con las consideraciones contenidas
en el fundamento jurídico 9.
“b) En cuanto a la indicación prevista en el núm. 2 –que el embarazo sea consecuencia de un delito de violación y siempre que el aborto se practique dentro de las doce primeras semanas– basta considerar que la gestación ha tenido
su origen en la comisión de un acto no sólo contrario a la voluntad de la mujer,
sino realizado venciendo su resistencia por la violencia, lesionando en grado
máximo su dignidad personal y el libre desarrollo de su personalidad, y vulnerando gravemente el derecho de la mujer a su integridad física y moral, al
honor, a la propia imagen y a la intimidad personal. Obligarla a soportar las consecuencias de un acto de tal naturaleza es manifiestamente inexigible; la dignidad de la mujer excluye que pueda considerársele como mero instrumento,
y el consentimiento necesario para asumir cualquier compromiso u obligación
cobra especial relieve en este caso ante un hecho de tanta trascendencia como
el de dar vida a un nuevo ser, vida que afectará profundamente a la suya en
todos los sentidos.
“Por ello la mencionada indicación no puede estimarse contraria a la Constitución.”
Nótese que en el asunto resuelto por esta sentencia los preceptos constitucionales que entran en conflicto son, básicamente, el derecho a la vida del nasciturus (artículo 15 de la CE) y los derechos de la madre a la dignidad personal
y al libre desarrollo de la personalidad (artículo 10.2 de la CE), a la integridad
física y moral (artículo 15 de la CE) y al honor, la intimidad personal y la propia
imagen de la madre (artículo 18.1 de la CE), y que todos esos derechos conviven sin contradicción alguna en abstracto en la misma Constitución.
Dicho de otra forma, existen normas constitucionales de cuya simple lectura
en abstracto ya se desprende que frecuentemente entrarán en contradicción
con otros preceptos constitucionales, como por ejemplo las libertades inforAnuario del Gobierno Local 2007
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mativas reconocidas en el artículo 20 de la CE (libertad de expresión y derecho
a la información) frente a los derechos de la personalidad reconocidos en el
artículo 18.1 (honor, intimidad, propia imagen), o el derecho de huelga de los
trabajadores y el mantenimiento de los servicios esenciales para la comunidad
reconocidos, ambos derechos, en el artículo 37 de la CE; no obstante, ocurre
muchas otras veces que los preceptos constitucionales son coherentes en el
nivel abstracto, pero conducen a frecuentes conflictos en el nivel aplicativo y
de ahí la dificultad de regularlos a priori.
Se ha dicho que para resolver estos casos el Tribunal Constitucional acude
frecuentemente a la técnica de ponderación de los derechos o normas en conflicto. Personalmente, coincido con el profesor Luis Prieto, al que seguiré en
este apartado,16 en que las distintas acepciones que presenta el verbo ponderar y el sustantivo ponderación en el lenguaje común, la que mejor se ajusta al
uso jurídico es aquella que hace referencia a la acción de considerar imparcialmente los aspectos contrapuestos de una cuestión o el equilibrio entre el
peso de dos cosas, ya que en la ponderación hay siempre razones en pugna,
intereses o bienes en conflicto a la hora de adoptar una decisión.17
La ponderación es una consecuencia del modelo constitucional hoy vigente
que concibe las normas constitucionales como auténticas normas jurídicas llamadas a disciplinar las relaciones y los conflictos sociales. Por ello, dice el profesor Luis Prieto,18 aun cuando la ponderación es a veces invocada también en el
juicio abstracto de normas, lo cierto es que su mayor virtualidad se muestra en
el conocimiento de casos concretos donde concurren distintos principios o
derechos constitucionales tendencialmente contradictorios, que pueden convivir sin dificultad en el plano normativo abstracto de la Constitución pero que
propician y alientan soluciones dispares. Piénsese, por ejemplo, en la libertad
ideológica o de reunión y la cláusula limitativa de orden público, o en la igualdad jurídica o formal y en la igualdad material o substancial. En todos estos
supuestos pueden entrar en juego, y de hecho lo hacen, preceptos legales que
responden o encuentran cobertura en alguno de estos principios y que, en
el caso concreto, pueden quedar postergados en virtud de la mayor fuerza del
16. Justicia constitucional y derechos fundamentales, Editorial Trotta, 2003, p. 189 y ss.
17. Ya existe en España una amplia literatura sobre el principio de proporcionalidad relacionada con la
justicia constitucional y los derechos fundamentales. Recomiendo para profundizar en esta materia las
obras de Víctor FERRERES COMELLA, Justicia constitucional y democracia, 2ª edición, 2007, y la de Carlos
BERNAL PULIDO, El principio de proporcionalidad y los derechos fundamentales, 3ª edición, 2007. Más antiguo pero de enorme interés sobre cómo ha sido tratado el tema en Alemania, Robert ALEXY, en Teoría de
los derechos fundamentales, traducción de Ernesto Garzón, 1993, todas ellas publicadas por el Centro
de Estudios Políticos y Constitucionales.
18. Obra citada, p. 171.
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principio en pugna. Eso conduce ya hoy, sin necesidad de ninguna reforma, al
desarrollo de una, sin duda, discutible técnica desaplicadora; sencillamente, no
se aplica una ley relevante al caso, sin necesidad tampoco de suscitar la cuestión
de inconstitucionalidad porque en el caso enjuiciado –pero sólo en él y en todos
los que presenten las mismas propiedades relevantes– se entiende que debe
triunfar el principio constitucional que milita en contra.
La regla de oro de la ponderación, que fue enunciada doctrinalmente por
Robert Alexy, consiste en que “cuanto mayor es el grado de no-satisfacción o
de afectación de un principio, tanto mayor (es decir, por lo menos del mismo
grado) tiene que ser la importancia de la satisfacción del otro”.19
El profesor Prieto20 sostiene que la regla de oro del juicio de ponderación se
completa con el llamado juicio de proporcionalidad. En pocas palabras, consiste en acreditar que existe un cierto equilibrio entre los beneficios que se
obtienen con la medida limitadora o con la conducta de un particular en orden
a la protección de un bien constitucional o a la consecución de un fin legítimo,
y los daños o lesiones que de dicha medida o conducta se derivan para el ejercicio de un derecho para la satisfacción de otro bien o valor; aquí es donde
propiamente rige la ley de la ponderación, en el sentido de que “cuanto mayor
sea la afectación producida por la medida o por la conducta en la esfera de un
principio o derecho, mayor o más urgente ha de ser la necesidad de realizar el
beneficio en pugna”.
El juicio de proporcionalidad en sentido estricto entraña más bien un juicio
normativo o jurídico, pues ya no se trata de indagar si en la práctica o desde el
punto de vista técnico la medida es idónea o si existe o no otra menos gravosa, sino de valorar el grado de afectación o lesión de un principio, el grado de
importancia o urgencia en la satisfacción de otro y, por último, a la luz de todo
ello, de valorar la justificación o falta de justificación de la medida en cuestión,
si ésta es lo suficientemente equilibrada teniendo en cuenta los pesos y contrapesos que juegan a favor de la protección de cada derecho o norma en
conflicto. Se trata, en suma, de determinar el peso definitivo que en el caso concreto tienen ambos principios; un peso definitivo que no coincide exactamente con su peso en abstracto, aun cuando aceptásemos que éste es diferente en
cada principio, sino que se obtiene de esta valoración conjunta y relativa entre
valoración y sacrificio.
Por ello, a juicio del profesor Luis Prieto con el que coincido plenamente, la
ponderación constituye una tarea esencialmente judicial. No es que el legislador no pueda ponderar, al contrario, nadie puede negar que serían necesarias
19. Vid. R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, obra citada, p. 161.
20. Obra citada, p. 201-202.
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leyes ponderadas, es decir, leyes que supieran conjugar del mejor modo posible todos los principios constitucionales y, en un sentido amplio, la ley irremediablemente pondera cuándo su regulación privilegia o acentúa la tutela de
un principio en detrimento de otro, es decir, cuándo contribuye a “cerrar” lo
que está abierto en el plano constitucional. Ahora bien, lo que no puede hacer
el legislador es eliminar el conflicto entre principios mediante una norma
general, diciendo algo así como que siempre triunfará uno de ellos, pues eliminar la colisión con ese carácter de generalidad requeriría postergar en abstracto un principio en beneficio de otro y, con ello, establecer por vía legislativa una jerarquía entre preceptos constitucionales que, sencillamente,
supondría asumir un poder constituyente. Y es que, como ya hemos examinado, en nuestra Constitución no existen ni derechos ilimitados ni jerarquía
entre las normas constitucionales, sino que por lo menos en abstracto todas
las normas constitucionales valen lo mismo, es decir, cuando se produce un
conflicto de normas hay que acudir a la técnica de la ponderación de derechos,
valores o principios en conflicto.
En el campo de la aplicación a casos concretos, la técnica de la ponderación de
los derechos y valores en conflicto se ha convertido en una técnica insustituible
para el Tribunal Constitucional y, ahora, también para los juzgados y tribunales
ordinarios, a la hora de enjuiciar la eterna controversia que se plantea entre las
libertades informativas reconocidas en el artículo 20 de la CE (libertad de expresión y derecho a la información) y los derechos de la personalidad reconocidos
en el artículo 18.1 (honor, intimidad, propia imagen). Existe una riquísima jurisprudencia en esta materia, alguna de ella referida a la Administración local, que
puede ser consultada en mi estudio sobre los criterios jurisprudenciales para la
resolución de conflictos surgidos en las entidades locales entre las libertades
informativas y los derechos de la personalidad.21
Lo que ahora quiero destacar es que para el Tribunal Constitucional el simple no uso por parte de los tribunales ordinarios de la técnica de la ponderación de los derechos en conflicto comporta, de forma automática y sin necesidad de ponderar los argumentos o pesos que juegan a favor o en contra del
triunfo de un derecho sobre el otro, el otorgamiento del amparo solicitado por
la parte que lo pida. En materia penal, por ejemplo, cuando en el juicio de ponderación aplicativo triunfan las libertades informativas sobre el derecho al
honor –y sobre la protección penal otorgada al derecho al honor en los artículos 205 y siguientes del Código Penal– se utiliza, cuando procede con toda
naturalidad, la técnica desaplicadora a que hace mención el profesor Luis
Prieto, o sea, que no se aplica el Código Penal aunque la conducta del sujeto
21. Vid. la revista Cuadernos de Derecho Local, 10, febrero de 2006.
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pueda subsumirse en los delitos de injurias o de calumnias si en el juicio de
ponderación las libertades informativas salen vencedoras. Sin necesidad tampoco de suscitar la cuestión de inconstitucionalidad porque en el caso enjuiciado –pero sólo en él y en todos los que presenten las mismas propiedades
relevantes– se entiende que debe triunfar el principio constitucional que milita en contra. El Código Penal continúa formalmente vigente; la autonomía parlamentaria y la regla de la mayoría quedan formalmente a salvo y además la
norma en cuestión puede ser aplicada en otras circunstancias (cuando triunfe
el derecho al honor sobre las libertades informativas).
Si no me equivoco, esta doctrina nació a partir de la STC 104/1986, de 13 de
agosto, donde se dice:
“5. El derecho al honor no es sólo un límite a las libertades del artículo 20.1.a)
y d), aquí en juego, citado como tal de modo expreso en el párrafo 4 del mismo
artículo de la Constitución, sino que según el 18.1 de la Constitución es en sí
mismo un derecho fundamental. Por consiguiente, cuando del ejercicio de la
libertad de opinión [artículo 20.1.a)] y/o del de la libertad de comunicar información por cualquier medio de difusión [artículo 20.1.d)] resulte afectado el
derecho al honor de alguien, nos encontraremos ante un conflicto de derechos,
ambos de rango fundamental, lo que significa que no necesariamente y en todo
caso tal afectación del derecho al honor haya de prevalecer respecto al ejercicio
que se haya hecho de aquellas libertades, ni tampoco siempre hayan de ser éstas
consideradas como prevalentes, sino que se impone una necesaria y casuística
ponderación entre uno y otras.
“6. Es claro que cuando el acusado en un proceso alega como causa de justificación de su conducta el haber obrado ‘en el ejercicio legítimo de un derecho’
(artículo 8.11 del Código Penal) lo que trata de justificar es la lesión de otro bien
jurídico. Así, pues, en el caso que nos ocupa, partiendo del análisis de los hechos
y de la legalidad penal aplicable, resultaba forzoso para el juzgador realizar esa
ponderación entre, por un lado, la lesión invocada por el denunciante como
producida a su derecho al honor y constitutiva, a su entender, de un hecho antijurídico, típico y punible, y, por otro lado, el derecho fundamental del artículo
20.1 de la Constitución reiteradamente citado por el denunciado en todos sus
escritos y comparecencias como justificativo de su acción.
“En el caso presente lo que nos lleva al otorgamiento del amparo no es una
discrepancia respecto a la ponderación de bienes y derechos fundamentales,
sino la inexistencia de tal ponderación por parte del juez de instrucción en su
segunda sentencia de apelación, esto es, la de 29 de marzo de 1985.
“7. […] Por el contrario, en su sentencia no hay ni la menor alusión o referencia al derecho fundamental invocado desde el primer momento por el
denunciado como justificación de su escrito, libertad que, como acabamos de
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ver, servía de fundamento explícito al juez de distrito para justificar y absolver
al acusado. Dada la evidente perspectiva constitucional del caso, el juez no
estaba obligado a otorgar preferencia a uno o a otro de los derechos en juego,
pero sí estaba obligado, ex artículo 53.1 de la Constitución, a tomar en consideración la eventual concurrencia en el caso de la libertad de opinión y de la
libertad de información a través de la prensa del periodista cuyo artículo se
enjuiciaba. Lo que no pudo es razonar y fallar aplicando e interpretando exclusivamente los artículos 586, 460 y 570 del Código Penal sin tener en cuenta,
como es obligado, la proyección que sobre ellos tiene la libertad consagrada
en el artículo 20 de la Constitución, cuya mención y análisis omite por completo.
“El juez de apelación, en su sentencia de 29 de marzo de 1985, protegió la
fama y el respeto debido a la autoridad criticada, pero lo hizo desde una perspectiva jurídica incompleta, ya que en la fundamentación de su decisión no
incluyó (o más bien excluyó, puesto que la libertad del artículo 20 de la
Constitución había sido alegada y aun utilizada por la sentencia apelada) el
examen de la concurrencia y posibles efectos justificativos de la libertad de
opinión y de información. Al omitir indebida e inexcusablemente de su enfoque tal derecho fundamental lo desconoció, y al desconocerlo voluntaria y
conscientemente lo vulneró, por todo lo cual su sentencia debe ser anulada.”
La misma doctrina es reiterada y completada por el alto tribunal en la STC
110/2000, de 7 de junio, donde proclama:
“5. Este Tribunal ha reiterado que cuando un órgano judicial aplica una
norma penal como la analizada, que se refiere a conductas en las que se halla
implicado el ejercicio de un derecho fundamental (en nuestro caso, del reconocido por el artículo 20.1 de la CE), ha de tener presente el contenido constitucional del derecho de que se trate, es decir, el haz de garantías y posibilidades de actuación o resistencia que otorga. De modo que, en este caso, ni
puede incluir entre los supuestos sancionables aquellos que son ejercicio
de la libertad de expresión o información, ni puede interpretar la norma penal de
forma extensiva, comprendiendo en la misma conductas distintas de las expresamente previstas, pues en virtud de su conexión con el derecho fundamental
la garantía constitucional de taxatividad ex artículo 25.1 de la CE deviene aún
más reforzada.”
Al margen de las prohibiciones anteriores tampoco puede el juez, al aplicar
la norma penal (como no puede el legislador al definirla), reaccionar desproporcionadamente frente al acto de expresión, ni siquiera en el caso de que no
constituya legítimo ejercicio del derecho fundamental en cuestión y aun cuando esté previsto legítimamente como delito en el precepto penal. La dimensión objetiva de los derechos fundamentales, su carácter de elementos esenAnuario del Gobierno Local 2007
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ciales del ordenamiento jurídico, permite afirmar que no basta con la constatación de que la conducta sancionada sobrepasa las fronteras de la expresión
constitucionalmente protegida, sino que ha de garantizarse que la reacción
frente a dicha extralimitación no pueda producir “por su severidad, un sacrificio innecesario o desproporcionado de la libertad de la que privan, o un efecto […] disuasor o desalentador del ejercicio de los derechos fundamentales
implicados en la conducta sancionada” (sobre tal “efecto desaliento”: STC
136/1999, de 20 de julio, FJ 20; y STEDH, de 22 de febrero de 1989, § 29 [Barfod
c. Noruega]; respecto a la exigencia de proporcionalidad: STC 85/1992, de 8 de
junio, FJ 4, y STEDH de 13 de julio de 1995, §§ 52 a 55 [Tolstoy Milovslasky c.
Reino Unido], de 25 de noviembre de 1999, § 53 [Nilsen y Johnsen c. Noruega],
y de 29 de febrero de 2000, §§ 49 y 50 [Fuentes Bobo c. España]). Como ha señalado nuestra jurisprudencia, la interpretación de los tipos penales en los que
se halla implicado el ejercicio de la libertad de expresión impone “la necesidad de que […] se deje un amplio espacio” (STC 121/1989, de 3 de julio, FJ 2),
es decir, un ámbito exento de coacción lo suficientemente generoso como
para que pueda desenvolverse sin angosturas, esto es, sin timidez y sin temor.
De ahí que no disuadir la diligente, y por ello legítima, transmisión de información constituya un límite constitucional esencial que el artículo 20 de la CE
impone a la actividad legislativa y judicial [STC 190/1996, de 25 de noviembre,
FJ 3, letra a)].
De estas tres posibilidades de lesión en que se puede incurrir al interpretar
y aplicar tipos penales relacionados con el ejercicio de derechos fundamentales (desconocimiento del contenido constitucionalmente protegido, falta de
habilitación legal para la restricción del derecho y reacción desproporcionada
ante el acto ilícito), sólo nos corresponde analizar si se ha producido o no la
primera, por ser la única que el recurrente alega. Aunque, innecesario es decirlo, la vulneración por desconocimiento del contenido del derecho comporta
las otras dos.
Obsérvese que en los casos examinados el Tribunal Constitucional no estaba haciendo un juicio abstracto de constitucionalidad de los delitos de injurias
y calumnias, sino un juicio en concreto sobre cómo los tribunales de justicia
resolvían desde una perspectiva aplicativa el conflicto entre normas constitucionales.
Naturalmente, en el juicio abstracto o de constitucionalidad de las normas,
el Tribunal Constitucional utiliza la técnica de ponderación de derechos y valores en conflicto con la mayor frecuencia y naturalidad, incluso cuando los preceptos en conflicto se refieren a la ejecución de las sentencias y demás resoluciones firmes de jueces y tribunales (artículo 118 de la CE) o cuando afectan
al derecho fundamental a la tutela judicial efectiva (artículo 24 de la CE) que,
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como ya sabemos, incorpora el derecho al cumplimiento de las sentencias y
restantes resoluciones firmes de jueces y tribunales. Por ejemplo, en la cuestión de inconstitucionalidad resuelta por la sentencia 158/1993, de 6 de mayo,
el Tribunal Constitucional estimó la cuestión declarando que el artículo 12 de
la Ley 35/1980, de 16 de junio, era inconstitucional en cuanto prohibía el embargo y retención de las pensiones de los mutilados excombatientes de la zona
republicana de manera incondicionada y al margen de su cuantía, recordando
la doctrina del Tribunal sobre los límites que el artículo 24.1 de la CE impone a
las declaraciones legislativas de inembargabilidad, lo que pone de manifiesto
que los derechos a la tutela judicial efectiva o a la ejecución de sentencias judiciales no son derechos ilimitados. En el fundamento jurídico 3, se dice:
“3. […] Los pronunciamientos de la citada sentencia que ahora más importa
recordar son, en síntesis, los siguientes:
“a) El derecho a que se ejecuten las resoluciones judiciales firmes se integra,
sin duda, en el contenido del derecho constitucional a la tutela judicial efectiva, sin indefensión, lo que no es óbice, ciertamente, para que el legislador configure los términos en que deba realizarse, en cada tipo de proceso, aquel
derecho. Esta potestad legislativa de configuración no queda, sin embargo,
libre de todo vínculo constitucional, pues los límites impuestos a la ejecución
de las resoluciones judiciales firmes sólo podrán decirse válidos si se orientan,
en primer lugar, a la protección de otros bienes o derechos constitucionales y
si se articulan por el legislador, después, en términos proporcionados a la consecución de tales fines de relevancia constitucional.
“b) Es indiscutible, como consideración de principio, que la eficacia de las resoluciones judiciales confiere a la persona que haya obtenido un pronunciamiento
indemnizatorio firme el derecho a hacer efectiva tal indemnización en toda su
cuantía, en tanto el condenado tenga medios económicos con los que responder
a su obligación. Nuestra legislación, con todo, excluye determinados bienes y
derechos de la ejecución forzosa, declarándolos inembargables por las más variadas razones de interés público o social, razones entre las que destaca la de impedir que la ejecución forzosa destruya por completo la vida económica del ejecutado y ponga en peligro su subsistencia personal y la de su familia. La Ley
establece, a tal fin, normas de inembargabilidad de salarios y pensiones que son,
en muchas ocasiones, la única fuente de ingresos económicos de gran número
de personas. Tales límites legislativos a la embargabilidad tienen, en principio y
con carácter general, una justificación constitucional inequívoca en el respeto a
la dignidad de la persona (artículo 10.1 de la norma fundamental), principio al
cual repugna que la efectividad de los derechos patrimoniales se lleve al extremo
de sacrificar el mínimo económico vital del deudor. Este respeto a la dignidad de
la persona justifica, así, la creación legislativa de una esfera patrimonial inmune a
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la acción ejecutiva de los acreedores, límite a la embargabilidad que se fundamenta, también, en lo dispuesto en otros preceptos constitucionales: artículos
39.1 (protección de la familia), 43 (derecho a la protección de la salud) y 47 (derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada).
“c) Las declaraciones legislativas de inembargabilidad deben, sin embargo,
evitar todo sacrificio desproporcionado del derecho a la ejecución de las resoluciones judiciales firmes y han de desenvolverse, a tal efecto, dentro de los
límites cuantitativos que resulten imprescindibles para asegurar el mínimo
económico vital de sus beneficiarios.
“El límite cuantitativo a la embargabilidad de sueldos y pensiones es, pues,
de fijación legislativa, pero debe, en todo caso, existir, ya que sólo así se puede
preservar el principio de proporcionalidad en el sacrificio evidente que aquella limitación comporta para el derecho a la ejecución de las resoluciones judiciales firmes. Se concluyó, por ello, en la STC 113/1989, que el artículo 22.1 de
la Ley general de la Seguridad Social era inconciliable con aquel derecho –y
con lo prescrito, por tanto, en el artículo 24.1 de la Constitución– en la medida
en que, al no señalar un límite cuantitativo a la inembargabilidad de las pensiones, constituía un sacrificio desproporcionado del derecho a la ejecución
de las sentencias firmes.”
Pero, si cabe, todavía tiene un mayor interés para dar luz en el problema que
nos ocupa, traer a colación, de nuevo, la doctrina contenida en la sentencia
del Tribunal Constitucional 67/1984, de 7 de junio, en la que entre otras cosas
el alto tribunal se pronunció, aunque en obiter dicta, sobre la constitucionalidad o no del artículo 228 de la Ley del suelo de 1956,22 norma que establecía
ciertas especificidades a la hora de ejecutar las sentencias judiciales en materia de urbanismo.
En concreto el FJ 4 de la citada sentencia establece:
“El mencionado artículo 228 de la Ley del suelo de 12 de mayo de 1956 disponía lo siguiente:
“1. Si en virtud de sentencia se hubiere de desistir de la construcción o destruir alguna obra de urbanización, el juzgado o tribunal al que competa ejecutar el fallo lo comunicará a la Comisión Provincial de Urbanismo para que en
el plazo de dos meses notifique al órgano jurisdiccional si por motivos de interés público se impone seguir o conservar la obra, y si no lo hiciere, se entenderá que nada obsta a la ejecución.
“2. Si dispusiere la prosecución o conservación de la obra, el juzgado o tribunal fijará la indemnización que el condenado debe pagar al perjudicado, en
la forma dispuesta por los artículos 924 y siguientes de la Ley de enjuiciamiento
22. La misma línea jurisprudencial es mantenida en la STC 109/1984, de 26 de noviembre.
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civil o 92 de la Ley de lo contencioso-administrativo, según que el fallo hubiere
sido dictado por la jurisdicción ordinaria o la contencioso-administrativa.
“[…] A) El derecho a la tutela judicial efectiva no alcanza a cubrir las diferentes modalidades que puede revestir la ejecución de la sentencia, pues –como
dijo ya la sentencia del Tribunal 58/1983, fundamento jurídico 2, Boletín Oficial
del Estado de 15 de julio–, tan constitucional es una ejecución en la que se
cumple el principio de la identidad total entre lo ejecutado y lo estatuido en el
fallo como una ejecución en la que, por razones atendibles, la condena es sustituida por su equivalente pecuniario o por tipo de prestación.
“B) De acuerdo con lo anterior, el legislador puede establecer, sin afectar al
contenido esencial del derecho, los supuestos en que puede no aplicarse el
principio de identidad y sustituirse por una indemnización.
“C) En esta línea de razonamiento, puede afirmarse, con carácter general,
que la aplicación del artículo 228 de la Ley del suelo como medida procedente para la ejecución de la sentencia no es opuesta al derecho fundamental del
artículo 24.1 de la Constitución, máxime teniendo en cuenta que el derecho a
la ejecución de la sentencia –en la forma establecida por la Ley– es un derecho
que afecta a cuantos han sido parte en la litis.”
Naturalmente, si se entiende como se hace actualmente que la sentencia anulatoria o de derribo produce efectos para todas las personas afectadas, aunque
no hayan sido parte en el proceso, conforme a lo establecido en el artículo 72.2
de la Ley de la jurisdicción y reiterada jurisprudencia del Tribunal Supremo,23 las
cautelas previstas en el artículo 228 de la Ley del suelo de 1956, precepto trascrito, son de una lógica y proporcionalidad aplastante. Ciertamente, desde una
perspectiva constitucional es muy discutible que la obligada ponderación de
derechos o intereses en conflicto a la hora de ejecutar las sentencias en materia de urbanismo se atribuyera a la Comisión Provincial de Urbanismo y no al
juez o tribunal encargado de conocer el asunto en primera instancia, pero todavía es más ilógico –y yo creo que inconstitucional–24 que una vez derogado este
23. Seguramente, la sentencia del Pleno de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal
Supremo de 7 de junio de 2005, sobre anulación de la licencia concedida para la construcción de un centro parroquial, es la más relevante de las dictadas últimamente.
24. La STC 111/1992, de 14 de septiembre, se muestra algo más cauta que el Tribunal Supremo a la hora
de señalar el significado y alcance de este precepto, cuando matiza, en el FJ 3, que:
“El resto de las alegaciones de la parte recurrente está vinculado en buena medida a la interpretación
que haya de darse al artículo 86.2 de la Ley de la jurisdicción contencioso-administrativa, como apunta el
Ministerio Fiscal. Este precepto permite extender los efectos de las sentencias de ese orden jurisdiccional, que anularen el acto o la disposición impugnada, a las personas afectadas por los mismos. En sí
misma, esta posibilidad de extensión de los efectos de una resolución judicial, más allá de la ordinaria eficacia inter partes, no resulta contraria a la Constitución, siempre que se respeten los derechos constitucionales de todos los afectados por la ejecución de la sentencia.”
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precepto por las críticas que había recibido en cuanto que fuera la Administración la que realizara el juicio de ponderación, se pase ahora a la solución
contraria, es decir, a que nadie, existan terceros o no afectados en su derechos
constitucionales, realice el a mi parecer obligado juicio de ponderación de los
derechos en conflicto.
Se dirá que el juicio de ponderación debe realizarse en la fase declarativa
del proceso y no en la fase de ejecución, donde el veredicto ya ha sido dictado y las sentencias deben ejecutarse en sus propios términos; que es reiterada la jurisprudencia del Tribunal Supremo25 que afirma que “la demolición
de lo construido es la consecuencia impuesta legalmente en caso de la anulación de una licencia concedida con infracción de la normativa urbanística”;
y que, como indica esa misma jurisprudencia, “los terceros adquirentes del
edificio cuyo derribo se ordena, o de sus elementos independientes, ni están
protegidos por el artículo 34 de la Ley hipotecaria, ni están exentos de soportar las actuaciones materiales que lícitamente sean necesarias para ejecutar
la sentencia”. Ello es así aunque el derribo sea una medida gravosa y suponga en sí misma costos elevados; son sin duda los invocados con base a los
argumentos expresados, derechos respetables y argumentaciones dignas de
consideración, pero sin la potencialidad jurídica para enervar la ejecución
de una sentencia firme. La propia exposición de motivos de la Ley de la jurisdicción dice que “la negativa, expresa o implícita a cumplir una resolución
judicial constituye un atentado a la Constitución frente al que no caben excusas”. Todo ello es cierto, y el máximo responsable de que sea así es el propio
legislador, que tras derogar el artículo 228 de la Ley del suelo de 1956 ha sido
incapaz de ofrecer una regulación legal alternativa. En Cataluña, por ejemplo,
que es la comunidad autónoma donde resido, el artículo 200.4 del Texto
refundido de la Ley de urbanismo, aprobado por el Decreto legislativo 1/2005,
regula la revisión de las licencias y de las órdenes de ejecución limitándose
a disponer que en esos casos “El ayuntamiento debe disponer, si es procedente, mediante el pertinente procedimiento de la realidad física alterada,26
al derribo de las obras realizadas, siempre sin perjuicio de las responsabilidades que sean exigibles conforme a lo que dispone esta Ley”. No es extraño, por tanto, que ahí donde la ley no distingue, los jueces y tribunales se
resistan a distinguir.
25. Vid. la STS de 9 de julio de 2007, que recoge la jurisprudencia del Tribunal sobre esta cuestión.
26. Este eufemismo de “restauración de la realidad jurídica alterada” sustituye al sustantivo “destrucción” utilizado en el artículo 228 de la Ley del suelo de 1956, aunque a mí me gusta más utilizar la expresión “bombardear” o “dinamitar”, que seguramente se ajusta mejor a la actividad material necesaria para
la restauración.
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El Tribunal Europeo de Derechos Humanos también utiliza con total naturalidad la técnica de ponderación de los derechos y el conflicto y el principio de
proporcionalidad a la hora de resolver los recursos que se le plantean. Por
ejemplo, en la sentencia de 24 de junio de 2003 (Asunto Allard contra Suecia),
el alto tribunal resolvió un caso bien peculiar en que se había dictado una
orden de demolición de una casa por el Tribunal Supremo por resolución
firme, pero el recurrente tenía planteado otro recurso ante el dicho Tribunal
para que se le adjudicara la propiedad de la finca en la que había construido
sin autorización del resto de copropietarios. Pues bien, en este caso el Tribunal
Europeo de Derechos Humanos consideró que haber derribado la finca del
recurrente sin esperar a la resolución definitiva del segundo litigio supuso una
vulneración del artículo 1 del protocolo adicional del Convenio Europeo para
la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales,27
con fundamento en los argumentos siguientes:
“54. Una injerencia en el disfrute de los bienes debe mantener un justo
equilibrio entre las demandas del interés general de la comunidad y las exigencias de la protección de los derechos fundamentales del individuo. La
preocupación por mantener este equilibrio se refleja en la estructura del
artículo 1 en su conjunto. El equilibrio exigido no se conseguirá si la persona
afectada tiene que soportar una carga individual demasiado pesada (véase,
entre otras, sentencia Sporrong y Lönnroth contra Suecia de 23 de septiembre
de 1982 [TEDH 1982, 5] , serie A núm. 52, pgs. 26 y 28, aps. 69 y 73). En otras palabras, debe existir una relación razonable de proporcionalidad entre los medios
empleados y la finalidad que se pretende realizar (véase James y otros contra
el Reino Unido [TEDH 1986, 2] , anteriormente citada, pg. 34, ap. 50).
“57. A este respecto, el Tribunal reitera que la demandante, al haber recurrido la sentencia del Tribunal de Apelación de 22 de febrero de 1994, solicitó al
Tribunal Supremo que suspendiera el procedimiento de derribo a la espera de
la solución del proceso paralelo para determinar su solicitud de que las fincas
fueran divididas entre los copropietarios.
“59. El Tribunal tiene también en cuenta que cuando el Tribunal Supremo, el
4 de marzo de 1996, rechazó la solicitud de la demandante de una suspensión
del procedimiento de derribo y le negó el permiso para recurrir ese procedi27. Dicho precepto, por cierto también ratificado por el Reino de España, dispone:
“Toda persona física o moral tiene derecho al respeto de sus bienes. Nadie podrá ser privado de su propiedad más que por causa de utilidad pública y en las condiciones previstas por la ley y los principios
generales del Derecho internacional. Las disposiciones precedentes se entienden sin perjuicio del derecho que poseen los estados de poner en vigor las leyes que juzguen necesarias para la reglamentación
del uso de los bienes de acuerdo con el interés general o para garantizar el pago de los impuestos u otras
contribuciones o de las multas.”
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miento –confiriendo así fuerza legal a la sentencia del Tribunal de Apelación
ordenando el derribo de la casa– había un procedimiento en curso relativo a la
posible división de la copropiedad. En ese procedimiento, la única razón de
la negativa de la REFA a crear una parcela individual en torno a la casa en litigio era la sentencia de derribo del Tribunal de Apelación. Así, aunque el
Tribunal reconoce que no se podía esperar que el Tribunal Supremo previera
la solución del procedimiento de división, el tema del derribo de la casa de la
demandante estaba claramente vinculado con la cuestión de la división. Parece
así que habría sido razonable que el Tribunal Supremo esperara la solución del
procedimiento de división, en particular teniendo en cuenta los efectos irreparables de la demolición de una casa y las consecuencias económicas de tal
medida. En relación con esto, el Tribunal tiene también en cuenta el hecho de
que el procedimiento de división ya había sido iniciado por la demandante en
octubre de 1990, en lo que parece haber sido un intento de salvar su casa de
ser derribada, y que ese procedimiento se había retrasado en parte debido a
errores de procedimiento por parte de la REFA, que habían provocado que el
caso volviera a ser remitido a dicha entidad.
“60. El Tribunal opina también que, aparte del interés de que todos los
copropietarios cumplieran con las normas de la copropiedad, el interés de
los otros copropietarios en este caso concreto en que se derribara la casa de la
demandante no puede ser considerado como especialmente grande. El
Tribunal señala que no se ha discutido que la parcela de terreno en la que la
casa fue construida era utilizada exclusivamente por la demandante, su madre
y sus hermanas, y que la casa no podía verse desde las parcelas utilizadas por
los otros copropietarios que buscaban su derribo.
“61. Cierto es que las dificultades de la demandante en este caso eran en
gran parte el resultado de un conflicto familiar, al que la misma demandante
parece haber contribuido, y que obviamente habían complicado los diferentes
procedimientos legales de este caso. Sin embargo, teniendo en cuenta todo lo
anteriormente indicado, el Tribunal no puede sino declarar que las medidas
tomadas no respetaron el justo equilibrio entre la protección de la propiedad
y las exigencias del interés público. En otras palabras, al ordenar el derribo de
la casa de la demandante, y demoliéndola posteriormente, la demandante tuvo
que soportar una carga excesiva.
“Por lo tanto ha habido violación del artículo 1 del Protocolo núm. 1 del
Convenio (RCL 1991, 81).”
Me ha parecido conveniente traer a colación esta sentencia para poner de
relieve que el derecho de propiedad privada –que es lo que se discute en esta
sentencia– es susceptible de ser protegido por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, a pesar de no ser uno de los derechos susceptibles de recurso
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de amparo ante el Tribunal Constitucional, lo que en modo alguno significa
que sea un derecho jerárquicamente inferior a los derechos que sí son susceptibles de recurso de amparo o que pueda ser un derecho desdeñable por
no contar con una protección especial.
Además, la sentencia resalta la idea de equilibrio, de ponderación, de relación razonable de proporcionalidad entre los medios empleados y la finalidad
que se pretende realizar, de justo equilibrio entre la protección de la propiedad y las exigencias de interés público, para terminar declarando que “al ordenar el derribo de la casa de la demandante, y demoliéndola posteriormente, la
demandante tuvo que soportar una carga excesiva”. Ésta es la idea que, con
mayor o menor fortuna, he querido destacar a lo largo del presente trabajo. En
mi opinión, en España la defensa de la legalidad urbanística está haciendo
soportar una carga excesiva a los consumidores, que en pura teoría, que la
práctica desmiente, deberían tener protegidos sus legítimos intereses económicos (artículo 51.1 de la CE).
Sinceramente, no entiendo por qué si la técnica de la ponderación de derechos o normas en conflicto, junto con la idea de equilibrio y proporcionalidad,
son los criterios que utilizan con normalidad el Tribunal Europeo de Derechos
Humanos y el Tribunal Constitucional español en la resolución de los conflictos entre normas, derechos, principios y valores de contenido constitucional,
por qué los tribunales ordinarios españoles no utilizan esos mismos criterios
para resolver ese mismo conflicto, máxime cuando los tratados internacionales ratificados por España forman parte de nuestro ordenamiento jurídico
interno28 (artículo 96.1 de la CE) y las normas relativas a los derechos fundamentales y las libertades públicas que la Constitución reconoce deben ser
interpretados de conformidad con los tratados y acuerdos internaciones sobre
estas materias ratificados por España (artículo 10.2 de la CE).
4. A modo de conclusiones
Sería deseable que hubiera leyes urbanísticas ponderadas de tal forma que los
consumidores que sean terceros de buena fe no pudieran ser privados de sus
bienes y derechos sin percibir, previamente, la correspondiente indemnización (artículo 33.3 de la CE), puesto que a mi juicio el restablecimiento del
orden jurídico infringido no deja de ser una causa de utilidad pública y de interés social que a veces –no siempre, sino sólo cuando guarde la proporcionali28. El Convenio Europeo de Derechos Humanos y su anexo 1 fue ratificado por España y el Tratado de
Lisboa de la Unión Europea, que incorpora los derechos fundamentales de la Unión, entre ellos el de la propiedad privada en idénticos términos a los del artículo 1 del anexo I del CEDH, está a punto de ser ratificado.
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dad debida– puede justificar la privación coactiva de bienes y derechos de los
consumidores.
Todo y así, como ya sabemos en España en la materia que nos ocupa las leyes
no son ponderadas. En todas ellas se impone idéntica consecuencia jurídica, el
reestablecimiento del orden jurídico infringido –es decir, el derribo en la
mayoría de casos– a supuestos distintos, puesto que no es lo mismo si la obra
o actuación urbanística ha sido autorizada por la Administración, de aquellos
otros en que no lo ha sido; tampoco es lo mismo que el plan, programa o acto
impugnado sea nulo o anulable y, en este último caso, el defecto concreto de
provocar la anulabilidad puede tener una trascendencia muy distinta; no es
igual si el afectado es el promotor de la actuación o lo son los consumidores
de buena fe que no han tenido ninguna intervención en la promoción, como
tampoco lo es si ha habido connivencia entre la Administración y el promotor
o se trata de un simple error de la Administración; también hay que distinguir
entre las pretensiones de los recurrentes que pueden querer obtener una simple indemnización y no el derribo de lo construido o si la actuación declarada
ilegal es de interés público, o si el coste y las indemnizaciones necesarias para
proceder al restablecimiento del orden jurídico infringido son proporcionales
al beneficio obtenido.
Soy de la opinión, y así lo he expresado a lo largo de este trabajo, que muchas
veces el restablecimiento del orden jurídico infringido puede causar más perjuicios al interés público que aquéllos que la sentencia quiere reestablecer.
Castigar a los culpables, si los hay, puesto que errores los cometemos todos los
que trabajamos, es una cosa, pero derribar a costa del erario público, que somos
todos nosotros, las construcciones ilegales autorizadas por la Administración
pública y hacer que la misma abone a los perjudicados las elevadísimas indemnizaciones que ello conlleva es algo que sólo se debería hacer cuando ponderando todos los bienes, derechos e intereses en conflicto, el reestablecimiento
del orden jurídico infringido sea la mejor solución para el interés público.
Mientras no se modifique nuestro actual marco legal y en el recurso contencioso-administrativo sólo se examine la legalidad o no del plan, proyecto
o licencia impugnada, prescindiendo de la realidad fáctica que se va transformando a medida que avanza el proceso, el problema lo continuaremos
teniendo a la hora de ejecutar las sentencias estimatorias. Es en ese momento cuando creo que los defensores de las administraciones públicas hemos
de plantear a jueces y tribunales, cuando haya causa legal para ello, el incidente de imposibilidad legal de ejecutar la sentencia previsto en el artículo
105.2 de la Ley de la jurisdicción a fin de que, con audiencia de las partes y de
quienes considere interesados (cuyo listado debemos facilitar), aprecie la
concurrencia o no de dicha causa y adopte las medidas necesarias que aseAnuario del Gobierno Local 2007
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guren la mayor efectividad de la ejecutoria, fijando en su caso la indemnización que proceda.
Si lo he entendido bien, en el momento de realizar el juicio de ponderación
los jueces y tribunales deberían poner en un lado de la balanza29 el principio de
legalidad (artículo 9.3 de la CE), el derecho a la tutela judicial efectiva del actor
(artículo 24.1 de la CE) y la obligación de cumplir las sentencias firmes (artículo
de la 118 de la CE), mientras que en el otro lado colocarán los hipotéticos preceptos constitucionales que aleguen la Administración o las partes personadas; prima facie podrían ser susceptibles de alegación según los supuestos
concretos30 el artículo 10.1 (dignidad de la persona), artículo 18.2 (inviolabilidad
del domicilio), artículo 19.1 (derecho a elegir libremente residencia), artículo 24
(tutela judicial efectiva del tercero y derecho a la defensa), artículo 25.1 (principio de tipicidad), artículo 33 (derecho a la propiedad privada), artículo 35.1 (derecho al trabajo), artículo 39.1 (protección a la familia), artículo 47 (derecho a la
vivienda), artículo 51.1 (defensa de consumidores y usuarios), artículo 128 (sujeción de la riqueza del país al interés general) y artículo 132 (inalienabilidad e
inembargabilidad de bienes de dominio público). Además, creo que el juez o tribunal también debe ponderar la gravedad de la infracción cometida y todo el
resto de factores sustantivos a que antes he hecho referencia, y la aptitud procesal de las partes puesta de manifiesto en si se ha pedido o no la suspensión
del acto impugnado o la inscripción en el Registro de la Propiedad del recurso o
si había urgencia o no en realizar la obra o actuación urbanística proyectada.
Llegado a este punto, creo que el juez o tribunal, previa valoración circunstanciada de todas las normas constitucionales en conflicto y sin desconocer el
contenido constitucionalmente protegido de ninguna de ellas, debe resolver
el conflicto manteniendo, siempre que sea posible, la sustantividad y el equilibrio entre todas las normas constitucionales en conflicto; se trata, en suma, de
valorar el grado de afectación o lesión de una o varias normas constitucionales, el grado de importancia o urgencia en la satisfacción de otra u otras normas constitucionales y a la luz de todo ello y de las circunstancias del caso concreto resolver el conflicto de forma proporcional y equilibrada, teniendo en
cuenta que cuanto mayor sea el grado de afectación de una norma constitucional, tanto mayor tiene que ser la importancia de la satisfacción de la otra
norma constitucional.
29. Los anglosajones utilizan la expresión gráfica “checks and balances” para referirse a la ponderación.
30. El fundamento jurídico 3 de la STC 158/1993, de 6 de mayo, transcrito en las páginas precedentes,
utiliza como límite de la ejecución de las sentencias, en la vertiente de inembargabilidad de los bienes del
deudor, los artículos 10.1, 39.1, 43 y 47 de la CE. En cambio, en la STEDH de 24 de junio de 2003 el límite a
la ejecución de las sentencias es el derecho de propiedad privada.
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Es más, en la ejecución de sentencias en materia de urbanismo entiendo que
el juez o tribunal debe ponderar hasta que punto se puede cumplir el derecho
de los recurrentes y de la sociedad en general si se sustituye la ejecución de la
sentencia en sus propios términos por la hipotética concesión de una indemnización a los recurrentes o por la adopción de otro tipo de medidas urbanísticas sustitutorias que tiendan a subsanar el máximo posible la ilegalidad realizada31 siguiendo las pautas marcadas por el artículo 105.2 de la Ley de la
jurisdicción.32 Como remarca la STEDH de 24 de junio de 2003, parágrafo 54, “el
equilibrio exigido no se conseguirá si la persona afectada tiene que soportar
una carga individual demasiado pesada”.
En este mismo orden de cosas creo que hay que romper con la idea de que
aplicar a la ejecución de sentencias en materia urbanística la técnica de la ponderación de derechos o normas constitucionales en conflicto es una cosa ilegal y chanchullera inventada por filósofos y constitucionalistas para no cumplir
la ley. Cierto es que la Constitución dispone la obligatoriedad de cumplir las
sentencias firmes y la Ley orgánica del Poder Judicial establece, a su vez, que
las sentencias deben ser ejecutadas en sus propios términos, pero también es
cierto que la misma Constitución establece que “todos” –expresión que incluye a los terceros afectados– tienen derecho a la tutela judicial efectiva, a la
defensa judicial, a no ser privados de su propiedad privada sin ser previamente indemnizados, al respeto a su vida íntima o privada, a una vivienda digna y
a ser protegidos cuando actuamos como consumidores. Tan normas constitucionales y jurídicas son unas como las otras y, como ya sabemos, no existe prevalencia o jerarquía alguna entre las diversas normas constitucionales.
Como he argumentado, todas las normas constitucionales citadas pueden
ser de aplicación a un mismo caso concreto dando lugar a soluciones dispares,
todas ellas constitucionales y legales, por lo que cuando no sea posible armonizar todas las normas en conflicto (por ejemplo, confiriendo una indemnización a los actores) la regla de la ponderación y la utilización de los principios
de equilibrio y proporcionalidad son útiles para resolver un conflicto que, nos
guste o no, se da en la práctica urbanística con bastante frecuencia. Además,
creo que no existe ninguna otra técnica jurídica que permita resolver, válidamente, la antinomia a la que nos enfrentamos.
31. Estoy pensado, por ejemplo, en obligar a la Administración a calificar otros terrenos del mismo sector como zona verde, para que así se cumplan los estándares urbanísticos, o a tramitar de nuevo el planeamiento que no ha tramitado, o a destinar nuevos terrenos a equipamientos, etc.
32. Puesto que como ya hemos visto es doctrina reiterada el Tribunal Constitucional que tan constitucional es una ejecución de sentencia que cumple el principio de identidad total entre lo ejecutado y lo
establecido en el fallo como una ejecución en la cual, por razones atendibles, la condena sea sustituida
por su equivalente pecuniario.
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Es más, cuando nos empeñamos en ejecutar la sentencia en sus propios términos en todo caso, es decir, prescindiendo de la casuística, adoptamos una
perspectiva jurídica incompleta excluyendo de la fundamentación el obligado
examen y ponderación de la concurrencia y posibles efectos de otras normas
constitucionales invocadas que pueden ser de aplicación al caso enjuiciado.
Eso es lo mismo que hizo el juez penal en el caso resuelto por la STC 104/1086,
de 13 de agosto, antes transcrita, cuando se empeñó en subsumir la conducta
del periodista en el delito de injurias sin hacer caso ni ponderar las libertades
informativas cuyo análisis omitió por completo, y, al desconocerlo, voluntaria
y conscientemente lo vulneró, por lo cual la sentencia de instancia fue anulada por el Tribunal Constitucional.
Y es que, como remarca la STC 110/2000, de 7 de junio, también transcrita en el
cuerpo de este artículo, “tampoco puede el juez, al aplicar la norma penal (como
no puede el legislador al definirla), reaccionar desproporcionadamente frente al
acto de expresión, ni siquiera en el caso de que no constituya legítimo ejercicio
del derecho fundamental en cuestión y aun cuando esté previsto legítimamente
como delito en el precepto penal”. En definitiva, en los términos de la STEDH de
24 de junio de 2003, referida a un derribo, “una ingerencia en el disfrute de los
bienes debe mantener un justo equilibrio entre las demandas del interés general
de la comunidad y las exigencias de protección de los derechos fundamentales del individuo […]. El equilibrio exigido no se conseguirá si la persona afectada tiene que soportar una carga individual demasiado pesada”.
En la misma línea lo deseable sería que hubiera leyes ponderadas en esta
materia, por eso se han expuesto algunas medidas legales con anterioridad
que no voy a repetir por razones de espacio; pero dado que esto es difícil que
ocurra, creo firmemente que sería muy conveniente para evitar la desafortunada situación legal actual trasladar la ponderación de derechos en conflicto al
momento inicial del proceso.
En efecto, considero que la mejor solución para evitar que a lo largo del proceso las situaciones de facto se consoliden y aparezcan terceros consumidores consistirá en que, cuando se interpone un recurso que pretenda el restablecimiento
de una situación jurídica infringida in natura, es decir, no compensada mediante
el pago de una indemnización, sea obligado pedir la suspensión del plan, proyecto, licencia o acto urbanístico impugnado y, más concretamente, de la parte
del mismo que afecte a los intereses del recurrente. El juez o tribunal, ponderando los distintos derechos e intereses en conflicto, el interés público alegado por
la Administración y la disposición del actor a afianzar los daños y perjuicios que
pueda causar la medida, resolvería lo más adecuado, en el bien entendido de
que, si el acto no se suspende, su posterior anulación mediante sentencia podrá
dar lugar a que los actores perciban una indemnización por los daños y perjuiAnuario del Gobierno Local 2007
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cios causados y a la adopción de otras medidas paliativas de la ilegalidad de la
medida antes expuesta, pero no al restablecimiento del orden jurídico infringido
que, lógicamente, ya se habrá consolidado.
En el caso de ejercer la acción pública, el restablecimiento in natura del
orden jurídico vulnerado dependería del momento en que ésta se ejerciera, si
es en el inicio de la actuación proyectada sería de aplicación lo antes expuesto, y si fuera más tarde no procedería el restablecimiento.
Otra interesante solución, esta vez en manos de las comunidades autónomas, sería la de revisar las drásticas consecuencias que contiene la normativa
urbanística sobre anulación de planes, proyectos y licencias. Introducir en los
diferentes ordenamientos autonómicos un precepto similar, aunque actualizado, al artículo 228 de la Ley del suelo de 1956, cuya constitucionalidad parece
fuera de dudas a la vista de la doctrina contenida en la STC 67/1984, de 7 de
junio, examinada supra, puede también ser una buena solución. Sobre todo si
se adecua también la normativa sobre revisión de licencias y ordenes de ejecución para que, previamente, la Comisión de Urbanismo se manifieste sobre:
a) el mantenimiento de las obras realizadas; b) la restauración del orden jurídico infringido (lo cual implicaría la demolición), o bien c) la restauración del
orden jurídico por compensación en otro lugar del mismo sector o barrio.
Para finalizar, como anuncié en el inicio de este artículo señalaré una medida
que, a mi juicio, podría ser adoptada para evitar corruptelas urbanísticas. Me
refiero a la posible inhabilitación judicial de cargo,33 profesión u oficio de los
constructores, promotores, políticos y técnicos que, de forma reincidente,
cometan graves errores urbanísticos. Como en Derecho todo ya está inventado,
o casi todo, creo que una regulación de la referida inhabilitación sería acertado
que se inspirara en la Ley 22/2003, de 9 de julio, concursal, donde es el juez mercantil el que inhabilita a los concursados fraudulentos porque, a mi parecer,
nadie como el juez o tribunal especializado en la materia que ha conocido de la
impugnación urbanística está en mejor condición para calificar el error urbanístico como eso, un error, o bien un error fraudulento, en cuyo caso se impone
depurar responsabilidades lo antes posible, para que el mal no se enquiste.
33. Para poder inhabilitar a las autoridades electas creo que habría de modificarse la LOREG, pues la
causa de inelegibilidad contenida en su artículo 6.2.a), que también lo es de incompatibilidad en el ámbito local –artículo 178.1 de la LOREG–, sólo alcanza a los condenados por sentencia firme a pena privativa
de libertad, en el periodo que dure la pena, y a los condenados por delito de rebelión o terrorismo aunque
la sentencia no sea firme; sin embargo, el artículo 177.2 de la LOREG dispone que también son inelegibles
para el cargo de alcalde o concejal los deudores directos o subsidiarios de la correspondiente corporación local contra quienes se hubiere expedido mandamiento de apremio por resolución judicial, motivo
por el cual creo que con mucha razón podría declararse inelegible e incompatible con el desempeño de
cualquier cargo electo, o sólo de los cargos que supongan el ejercicio de funciones urbanísticas, o los
inhabilitados expressamente para ello mediante sentencia judicial.
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ESTUDIOS. LOS RETOS DEL DERECHO URBANÍSTICO LOCAL EN EL SIGLO XXI
El artículo 167 de la Ley concursal establece que la formación de lo que denomina sección sexta, referida a la calificación del concurso en pieza separada, se
encabezará con el testimonio de la resolución judicial. Creo que en nuestro
caso lo procedente sería que sólo en los casos donde el juez o tribunal tenga
indicios de que el error urbanístico cometido pueda ser fraudulento, bien por
su gravedad o bien por la ignorancia inexcusable en la infracción cometida,
debería ponerse en conocimiento del Ministerio Fiscal para que, si lo estimare
oportuno, emprendiera la acción de inhabilitación mediante escrito motivado.
En este caso, el procedimiento podría substanciarse por el trámite de los incidentes.
Así, la sentencia que resolviera el incidente calificando el error en el acto
impugnado como fraudulento podría contener pronunciamientos similares a
los previstos en el artículo 172.2 de la Ley concursal, es decir, a) determinación
de las personas afectadas por la calificación, así como, en su caso, las de las declaradas cómplices; b) la inhabilitación de las personas afectas por la calificación, públicas y privadas, para el ejercicio de su profesión, oficio o cargo, y
aquí habría de precisarse si es para todo cargo público o sólo para el ejercicio
de funciones urbanísticas, por un tiempo determinado de entre 2 a 15 años; c)
pago de una multa proporcional a los beneficios ilícitos obtenidos, y d) quienes hubieran sido parte en la sección de calificación podrían interponer contra la sentencia recurso de apelación o casación según los casos.
Naturalmente, la calificación del error fraudulento no vincularía a los jueces
y tribunales del orden jurisdiccional penal que, en su caso, pudieran conocer
del mencionado asunto (artículo 163.2 de la Ley concursal), creándose en el
Ministerio de Justicia un registro público donde se anotarían las resoluciones
dictadas en los procedimientos de errores urbanísticos fraudulentos, declarando la inhabilitación para el ejercicio de profesión, oficio o cargo público
por el período de tiempo de la condena, en términos similares a como lo hace
el artículo 198 de la Ley concursal, desarrollado por el Real decreto 685/2005, de
10 de junio, sobre publicidad de las resoluciones concursales.
Así pues, opino que deberíamos reflexionar entre todos el porqué en España se
protege la seguridad del tráfico económico con una ley especial como la concursal y no existe una ley específica para prevenir los desmanes urbanísticos que se
han producido y aún se producen en algunos pueblos y ciudades que tanto mal
están haciendo a la credibilidad de nuestras instituciones, al urbanismo como
una función pública honorable y a la sensación de impunidad ante las infracciones urbanísticas. Considero que si los constructores, promotores, arquitectos,
políticos y funcionarios que proyectan, realizan o aprueban la realización de
obras o parcelaciones en zonas verdes, en zonas marítimo-terrestres, o en espacios libres o incumpliendo descaradamente el planeamiento, tuvieran miedo a
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poder ser inhabilitados en el ejercicio de sus respectivas profesiones, oficios o
cargos las infracciones urbanísticas cometidas por dolo o ignorancia inexcusable
disminuirían en un porcentaje altísimo, y todo ello sin necesidad de acudir a la
lenta maquinaria de la jurisdicción penal, que quedaría reservada para los casos
más graves.
Si todos los remedios hasta ahora utilizados han fracasado, creo que valdría
la pena probar el camino trazado por la Ley concursal, que permite al juez que
conoce del concurso abrir pieza separada para enjuiciar si el mismo tiene o no
carácter fraudulento y, en su caso, poder inhabilitar al concursado para el ejercicio del comercio, sin necesidad de acudir a la jurisdicción penal.
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