No. 2 - Revolución y Cultura

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12
18
21
PORTADA Y CONTRAPORTADA:
Planeta Blanco de Poiriers, 2006, materiales diversos.
Foto: Cortesía de
Carlos Alberto Fernández
Montes de Oca.
REVERSO DE PORTADA:
Valentín Serov,
Retrato de Ana Pavlova, 1909
REVERSO DE CONTRAPORTADA:
Obra Convivencia de Rigoberto Mena
(Foto: Ricardo Rodríguez)
y performance Aurora de Carlos Alberto
Fernández Montes de Oca.
(Foto: Cortesía del artista)
24
Construcción de la protagonista en LA CONSAGRACIÓN
DE LA PRIMAVERA: los Ballets Rusos
Nelly Rajaonarivelo|Personajes, hechos históricos y acontecer
artístico con los que Carpentier dio vida a Vera, y que nos revelan
algunos recursos, métodos y procedimientos del autor.
Béjart: el presbítero de la danza
Ismael S. Albelo|Un recorrido por la brillante trayectoria de
una de las mayores figuras de la danza en el siglo XX. Y en este
recorrido, su relación con Cuba.
Todos somos extraños-extranjeros en un mundo cambiante
La experiencia de lo otro
Olga Sánchez Guevara| Al calor de una conversación virtual con
Marie-Thérèse Kerschbaumer, su estudiosa y traductora aborda
críticamente las novelas La extraña y La partida, de esta escritora
austríaca de ascendencia cubana.
Diversión, fingimiento y enmascaramiento en los IN-
No.2|2006
abril-mayo-junio
de 2006 | Época V
Año 47 de la Revolución,
La Habana, Cuba
FORTUNIOS DE ALONSO RAMÍREZ (1691) de Carlos de Sigüenza
y Góngora
José F. Buscaglia-Salgado|Regreso a uno de los textos fundadores
de la narrativa latinoamericana desde una perspectiva analítica
muy lúcida y contemporánea.
31
Comidas para Simón Bolívar
Julio Pazos Barrera|A partir de manuscritos que detallan los
ingredientes y utensilios de que se dispuso para dos banquetes
ofrecidos al Libertador, el poeta y estudioso de la gastronomía
ecuatoriana reconstruye usos y costumbres de la sociedad criolla
recién llegada al poder.
34
La ciudad se bienaliza. Dinámicas urbanas centradas
en los sentidos
Israel Castellanos León|De esos días en que La Habana fue una
gran galería, una visión sobre las intenciones y los logros de esa
exposición gigante que es la Bienal.
43
Directora
Luisa Campuzano
Subdirector
editorial
José León Díaz
Consejo asesor
Graziella Pogolotti,
Ambrosio Fornet y
Antón Arrufat
Jefa de redacción
Conchita Díaz-Páez
Administrador
Iván Barrera
Redacción
Jaime Sarusky,
Amado del Pino e
Israel Castellanos
León
Diseño
Arturo Bustillo Solís
Realización Edición Digital
Luis Augusto González Pastrana
Relaciones públicas
Rosario Parodi
Composición
Maritza Alonso
Redacción y
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Impresión:
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Permiso
81279/143.
Publicación financiada por el FONCE
Del espacio a la piel
Amado del Pino|Dos frecuentes olvidados de la crítica teatral,
la escenografía y el vestuario, esta vez son el centro de una
valoración sobre su presencia en la escena cubana durante los
primeros años de este siglo.
47
Niemeyer y Cuba
Jaime Sarusky|Aunque ocurrido en 1961, este encuentro con
el gran arquitecto brasileño no ha perdido vigencia. Nos acerca
a su obra, a sus ideas y nos hace sentir su admiración por la
Revolución Cubana.
50
PUEBLO Y CULTURA y REVOLUCIÓN
envueltos en el misterio
Leonardo Acosta
Y
CULTURA: Dos números
55
Y hay otro más (es decir, otro menos)
José León Díaz
Ambos autores nos muestran la historia oculta de varios números de esta revista que nunca vieron la luz, o que la vieron
de forma limitada.
58
Vistazos
60
Espacio Abierto
61
A tiempo
Un libro muy, pero que muy valiente | Oscar Loyola Vega
Flavio convoca | Adelaida de Juan
Los más allá de Mena y Montes de Oca|Andrés D. Abreu
Cada trabajo expresa
la opinión
de su autor.
Revolución y Cultura
Construcción
de la protagonista
en La Consagración
de la Primavera:
los Ballets Rusos
Nelly Rajaonarivelo
La Consagración de la Primavera
es la única novela de Carpentier
donde la danza, además de titular,
es central: se plasma en ella toda
la in-formación acumulada en la vida de
cronista y baletómano del autor. Gran parte
de la historia de la danza desde sus orígenes
se puede rastrear y reconstruir a lo largo del
relato a través del personaje de la bailarina
Vera, con particular enfoque en una de las
mayores aventuras artísticas del siglo XX: la
compañía de Los Ballets Rusos.
El título mismo de la novela, homónimo del
famoso y escandaloso ballet mítico de Stravinsky
y Nijinsky, estrenado en París en 1913, metáfora
estructurante del relato, es la primera referencia
inmediata pero no exclusiva a los Ballets Rusos.
La Virgen Electa en la Éstos definen el marco estético en torno a Vera,
«danse sacrale» de La representando uno de los acontecimientos artísticos
Consagración de la Primodernos más im-portantes, no solamente a nivel
mavera de Nijinsky (aquí,
M-C Pietragalla). coreográfico, sino también a nivel musical, pictórico,
escenográfico... Parece casi natural o lógico situar a
una bailarina, rusa además, instalada en París durante
el período de entreguerras, en el seno de esa gran
compañía, fenómeno artístico del momento, pero esta
tentación no se limita en Carpentier a la mera anécdota
o al afán de verosimilitud. Más allá del simple ornato
erudito, que sí varias veces le gusta añadir, el escritor
quiso relacionar cuidadosamente la acción de la novela
con eventos artísticos simbólicos y representativos de la
evolución de las artes en general y del proyecto artístico
de su heroína en particular.
Precisemos primero el contexto real en que el personaje
ficticio de Vera colabora con los Ballets Rusos y, ante todo,
lo que se entiende por la apelación «Ballets Rusos». En la
cronología no explícita del relato, que en muchas ocasiones
se reconstruye precisamente gracias a los eventos históricos
o culturales (un ballet por ejemplo), Vera llega a París en 1922,
después de su huida de Rusia y tras un tiempo de residencia
en Londres. Es decir, al principio de lo que es la «última época»
y
de los Ballets Rusos originales, los de Diaghilev, que duraron
de 1909 hasta la muerte de su director, en 1929. Vera conoce
Vera
Revolución y Cultura 04
Profesora de
la Universidad
de Provence y
es-tudiosa de
la obra de Alejo
Carpentier. El
presente trabajo fue una
conferencia
ofrecida en la
sede de R y
C el 12 de
septiembre de
2005.
y compar te
por lo tanto los siete
últimos años de
existencia de la
famosa compañía.
Después del 1929,
que abre «la segunda
etapa» de su carrera
de bailarina intérprete
(o sea, otros diez años
hasta su partida para
Cuba, en 1939, huyendo de
Europa y su Segunda Guerra
Mundial), Vera también participará, como hicieron históricamente muchos bailarines de
la troupe original, en las distintas
compañías que se apoderan del
prestigioso título de «Ballets Rusos»
o «Ballet Ruso», en torno al Coronel
de Basil y René Blum, radicadas en
París, Londres o Monte-Carlo. Aquellas
compañías repusieron gran parte del
repertorio de Diaghilev, y también
prosiguieron el trabajo de creación
vanguardista iniciado por los primeros
Ballets Rusos, en colabo-ración con pintores
músicos contemporáneos.
No es tarea fácil reconstituir la trayectoria de
en el seno de los distintos «Ballets Rusos», ya
que se ofrece al lec-tor
de manera fragmentaria
y desordenada, estrellada
en tro-zos de recuerdos
a lo largo de los cuarenta
y nueve capítulos, aun-que
concentrados sobre todo al
principio de la novela, en España,
y al final, durante la estancia de
Vera en Baracoa.
La fecha de 1909 suena a destino
cuan-do, muy simbólicamente,
Carpentier hace nacer a su heroína1,
el año mismo del nacimiento de
los famosos Ballets Ru-sos de
Diaghilev. Sigue, en orden cronoló-gico
reconstituido, el dato de la noticia leja-na
de la creación de La Consagración de la
Primavera (el original Sacre du printemps),
que la niña oye comentar en San Petersburgo,
algunos años después del estreno parisino, en
1917, por su padre y un doctor, durante el parto
de su prima Capitolina. Es la primera vez que la
niña oye hablar de los Ballets Rusos: ballet revolucionario, promesa de porvenir, parto y estallido
de la Revolución Rusa unen simbólicamente lo
artístico con lo social y político.
Vera, intérprete de los Ballets Rusos.
«Aurora» de una carrera
Luego habrá que esperar hasta 1921, en los recuerdos
de Vera, para que tenga lugar el verdadero primer encuentro entre historia artística y ficción novelística. Para
la pequeña Vera, instalada en Londres desde 1917, que
sólo tendría entonces doce años, el acontecimiento es
inmenso: la directora de su escuela de danza la propone a Diaghilev, de gira en Londres, para un «pequeño
papel» en La Bella Durmiente. Este ballet fue repuesto
muy exactamente «aquel día inolvidable del 2 de noviembre» en el Teatro Alhambra de Londres, hecho
por supuesto verídico. El novelista relata el evento detalladamente y con mucha exactitud, sacándolo muy
probablemente de algún diccionario de la danza y sobre todo de la biografía de Diaghilev hecha por Serge
Lifar2 por una parte y, por otra parte, de las Memorias
de Tamara Karsavina, prestigiosa bailarina de los Ballets
Rusos, que Lifar utiliza ya mucho en su propio libro y que
Vera posee también en su mesa de cabecera3. El juego
intertextual proseguirá en otras ocasiones. Los pocos
elementos que proporciona Carpentier so-bre aquella
primera interpretación de Vera me permiten identificar
el papel que baila: probablemente uno de los seis pajes
del Hada de las Lilas, que ejecuta una variación solista
en el Prólogo, como hace Vera, y se destaca de los demás
por segunda vez en el tercer acto.
«Y, ya más valiente, empecé a prepararme para mi
segunda salida –de solista verdadera esta vez– en la
escena de las bodas. No era muy difícil, en verdad.
Pero, en fin: estaría muy separada de las demás, al
centro, con las luces encima, teniendo, además, que
hacer algunos gestos de deferencia y reverencia a la
bella Aurora y al Príncipe Deseado.» (VII, 37, 664)
Carpentier, al utilizar este papel y este ballet en particular, no escoge una obra al azar entre las muchas
posibles para contextualizar a su personaje. En efecto, en
primer lugar, este papel relaciona a Vera con dos grandes
figuras de la danza: Tamara Karsavina y Alicia Alonso.
En efecto, Karsavina, unos de los emblemas de los Ballets
Rusos, relata exactamente la misma experiencia infantil
en sus Memorias:
«Poco me importa tener un papel insignificante con tal
de que yo formara parte del mundo feérico del teatro.
Mis emociones de comparsa me bastaban. Pronto sin
embargo, el campo de mi actividad se amplió. Llegué
a ser uno de los seis pajes del Hada de las Lilas en La
bella durmiente (...)»4
Las dos niñas comparten la misma fascinación por el
mundo mágico de los cuentos de hadas y de los ballets
clásicos. Para la joven Vera, este debut común significa la
materialización de un sueño, el de imitar a aquel primer
ídolo de su infancia, Karsavina, a quien su madre la lleva
a ver y que, bailando ante sus ojos en el Teatro Imperial
de San Petersburgo, «de tanto entusiasmar[la], [la] saca
de [sí] misma, dejándo[la] sin fuerzas para aplaudirla»
(VII, 36, 653). Otras numerosas semejanzas aparecen
en la novela entre Karsavina y Vera, empe-zando por
el enigmático e incompleto apellido de la heroína,
enunciado e interrumpido, de Kal... seguido de varias
«ch», «k» e «y» (II, 11, 230) que nunca el lector llegará a
conocer explícitamente, pero cuya «K» inicial relaciona
sobre todo a Vera con la gran Karsavina5.
En cuanto a Alicia Alonso, Vera le sigue también los pasos,
ya que la gran bailarina cubana debutó igualmente
su carrera escénica hacia los once años con un papel
en La bella durmiente del bosque... En la novela, Vera
sólo llega a citarla tres veces, primero para decir que
la «admira profundamente» (V, 28, 501), luego que es
el «más fenomenal talento de ballerina que se hubiese
producido en el país» (V, 30, 549), y por último cuando,
después de la Revolución, se entera de que sus dos
bailarines Mirta y Calixto bailan en la nueva compañía de
Alonso, el Ballet de Cuba (VIII, 40, 720). Sin embargo, la
figura de la cubana está presente a lo largo de la novela
a través de otro ídolo de Vera, la famosa Anna Pávlova,
de quien Alonso es heredera en la mente de Carpentier6.
Además, otro vínculo patente es la negación de Vera a
avalar el gobierno de Batista aunque sacrifique su carrera
y su proyecto, lo que hizo históricamente Alonso en 1956
prefiriendo salir del país.
No son coincidencias porque estas dos referencias
escondidas inician una serie de paralelismos en la
novela, cobrando aquí un carácter muy importante
y simbólico al tratarse del despertar a la carrera de
bailarina, de la «Aurora» de la carrera, precisamente,
nombre prometedor del papel protagonista de La bella
durmiente. Mediante estas referencias interpuestas, el
personaje de Vera cobra vida de repente a través de dos
figuras reales y míticas de la danza.
Vera prosigue la aventura con los Ballets Rusos: el año
siguiente, en ocasión de la reposición parisina del mismo
ballet en una versión abreviada, titulada Las bodas de
Aurora –que se dio verdaderamente en París a partir del
05 Revolución y Cultura
18 de mayo de 1922– Carpentier parece sugerir que ella
baila esta vez el papel protagonista de la Bella Aurora,
aunque su pequeña edad (trece años) lo hace inverosímil;
pero el novelista me parece complacerse en jugar
con los nombres de las bailarinas reales del ballet. Es
precisamente la omisión de sus nombres, constrastando
con la minuciosidad carpenteriana de los demás detalles
sobre estas dos temporadas7, la que me llama la atención:
Carpentier a propósito los esconde, como para mandar al
lector a buscarlos. En efecto, ocurrió que otra joven Vera,
la Nemtchinova8, aunque con diez años más de edad que
la Vera ficticia, tuvo la oportunidad de estrenarse en el
papel de Aurora, en esta misma ocasión, como sustituta
además de otra Vera (la Trefilova9), junto con otras tres
estrellas que alternaban en el papel10.
En fin, bailando o no el papel protagonista, Vera sigue
fuertemente vinculada al personaje de la princesa Aurora.
Personaje, según Bruno Bettelheim (en Psicoanálisis de
los cuentos de hadas11), que representa la adolescente
pura, en el principio de la pubertad y sus trastornos,
enfrascada y ensimismada en la auto-contemplación
necesaria al desarrollo psíquico, trasladada y figurada,
en el cuento, en esta imagen del largo sueño aislador. «El
recogimiento narcisista es una reacción tentadora ante
las obligaciones o molestias de la adolescencia, una huida
ante las incertidumbres de la vida», afirma Bettelheim.
Ahora bien, Vera, con sus trece años y precisamente en
la Aurora de su carrera con este primer ballet, ¿no ilustra
exactamente esta actitud adolescente al aislarse del
mundo, al rechazar la realidad cotidiana y al refugiarse
en el universo del Teatro, del arte, afirmando que ya
no existe nada más para ella? Esta visión maniquea de
la joven la expresa muy bien la música de Chaikowski
con el contraste entre el tema del Bien (el del Hada
de las Lilas) y el tema del Mal (el del Hada Carabosse).
Es más, Vera califica este nuevo nacer de «verdadera
epifanía de mí misma» al ver su nombre por primera
vez impreso en los carteles de Londres (VII, 37, 663), y
describe simbólicamente su primera salida al escenario
como uno de estos ritos sagrados de paso propios de la
adolescencia: «...volviendo finalmente a la sordidez de la
tramoya como quien acaba de pasar, con éxito y ánimo
templado, una ceremonia de iniciación». (idem, 665)
Despertar a la danza, el mundo de Aurora es el taller de
la futura estrella ascendente, una promesa de porvenir.
En este ballet, la simbólica de un renacimiento, traducida
por el despertar de la Naturaleza a lo largo del segundo
acto, en la primavera, después del largo sueño invernal,
desemboca en el beso del Príncipe Deseado que marca
el paso a la edad adulta, de adolescente a mujer, y ya
anuncia el proyecto regenerador de La Consagración de
la Primavera en mente de la futura coreógrafa.
Constelación de estrellas bailarinas «Vera»
para una estrella de novela
Se suceden, en la cronología de la carrera de Vera,
cantidad de papeles cuya interpretación no siempre
se puede fechar con exactitud, o no coincide con las
fechas históricas de las obras, dependiendo de las
numerosas reposiciones. Pero casi siempre corresponde
esa interpretación a una «Vera» real, como en estos
Revolución y Cultura 06
ejemplos:
- el papel de «una de las amigas que peinaban las trenzas
de la Novia» (VII, 35, 628) en Las bodas de Stravinsky y
Nijinska: Vera no pudo haber bailado en la creación de
1923 por ser demasiado joven, pero muy probablemente
en la reposición de 1926 cuando Vera Trefilova integra
el reparto;
- los papeles que Vera interpreta después de su regreso
de España (funciones de 1937-1939), hundiéndose
en la danza para intentar olvidar la espera y luego la
desaparición de su amante Jean-Claude: Chiarina en
Carnaval (Vera Fokina en 1910); un caniche (Vera Savina
en 1919) o más bien el «cancán», «señora de polisón
e impertinentes» (II, 16, p 304) (Vera Nemtchinova en
1921 y 1925) en La boutique fantastique; una de las
jóvenes Polovstsianas del Príncipe Igor (Vera Karalli en
1920); el papel del «groom» en Las corzas, personaje de
la «garzona» marcado por Vera Nemtchinova en 1924,
cuya gloria nuestra heroína se atribuye sin menos brío:
«Y fui [...] coqueta, retozona y ambigua, vestida por Marie
Laurencin, en Las corzas de Poulenc, donde obtuve
aplausos más largos que de costumbre después de
haber perfilado bastante bien –lo digo con profesional
orgullo– el lindo Adagietto. » (II, 16, 304-305)
... y El pájaro de fuego, en que Vera baila una «criatura
infernal en los dominios del brujo Katschei» (II, 16,
304), lo cual la vincula o a Vera Fokina y Vera
Savina en el papel de la Tsarevna (en 1910 y 1925
respectivamente), o más probable-mente a Vera
Petrova, que baila, en la reposición de 1926, el papel
secundario de una de las doce princesas prisioneras
del Brujo.
Aun concediendo que ese nombre de Vera es bastante
común en Rusia, gracioso resulta resaltar que también las
esposas de cuatro colaboradores mayores de Diaghilev
fueron igualmente unas «Veras»: las de Fokine (Vera
Fokina), Massine (Vera Savina), Stravinsky (Vera Stravinsky) y...
Balanchine (Vera Zorina), tres bailarinas y una costurera
de los Ballets Rusos. Sin olvidar que se añaden otros
significados simbólicos del nombre que justificaban
ya plenamente su elección: la «Vera-veraz», la prima[ballerina] Vera, etc.
Vera aparece por lo tanto como una especie de
constelación de estrellas bailarinas, de «prisma»
relumbrante y sintetizador de las muchas Veras famosas
del período. Podemos reconocer en esta proliferación
enmascarada de las «Vera» un juego barroco de
Carpentier con el lector, a quien invita, si tiene interés y
paciencia, a hacer el esfuerzo de buscar e ir más allá en
su comprensión, esfuerzo recompensado por el placer
del descubrimiento y de la lectura enriquecida. Ésta era
precisamente la concepción que tenían de su poesía
erudita los autores conceptistas del Barroco español
en el siglo XVII –y es una de las características más
legítimas para calificar de «neobarroca» la escritura de
Carpentier. Porque si algunos de los papeles citados son
puro ornamento contextual, muchos en cambio tienen
un verdadero significado para el desarrollo de la obra y
para la caracterización del personaje.
La danza, metáfora de la vida o «la vida como
teatro»
Los otros papeles de la heroína, cuando no parecen
ser guiño a alguna «Vera» real, no por ello dejan de ser
simbólicos. Mientras Vera decide que su «verdadera vida»
(su «real-mío», VII, 37, 672) ya no existe más que en el
teatro y en el arte, borrando la frontera de las candilejas
entre escenario y público, entre ficción escénica y
realidad, los papeles que interpreta se vuelven espejos
o anuncios de los acontecimientos.
Así ocurre con la Bailarina-títere de Petroushka, creada
por T. Karsavina en 1911, que se vuelve personaje
especular para una Vera casi mecánica que, como la
muñeca del ballet, «renace cada noche al llamado de la
música» y bajo la varita del Mago:
« [...] y habré de asistir hoy, mañana, a la gran feria de
la Plaza de Almirantazgo de San Petersburgo donde,
cierto día del siglo pasado, pudo asistirse al asesinato
de Petrouchka, el títere, a manos de un títere moro,
por amor a una bailarina títere –bailarina títere que,
en estos días difíciles, resulta hecha a mi imagen
y semejanza pues, como a ella ocurre en el primer
cuadro del ballet, renazco cada noche al llamado de
la música. » (II, 16, 304)
Como ella, Vera se embriaga con la magia oriental del
ballet, pero luego vuelve a una inmovilidad o ausencia de
alma tras cada función, al apagarse las luces del escenario
y regresar a la vida concreta fuera del Teatro: triste
realidad que la lleva a la errancia y a sumirse en un estado
más muerto que vivo, privada de su amante y fuera de
su trabajo. Su novio, Jean-Claude, aquí implícitamente
asimilado al títere Petroushka, es un novio-fantasma que
la sacrificó a favor de la Guerra Civil Española, pronto
asesinado él también, no por el títere-Moro del ballet,
sino por la guerra cruel y ciega.
La noticia de su muerte es figurada por otro ballet:
Presagios, creado en 1933 por Massine con música de la
Quinta Sinfonía de Chaikowski para los Ballets Rusos de
Monte-Carlo. Vera recibe la infausta carta de España entre
bastidores, no bien concluida una «lograda aparición»
(II, 16, 305) que le vale la admiración de sus colegas y
la promesa de una promoción por el Coronel de Basil:
«Habremos de ver cómo se te pone a interpretar papeles
mayores… » (II, 16, 306)
La funesta noticia estaba anunciada ya por la descripción
del «tempo lento, solemne» que subraya Carpentier:
un presentimiento ya expresado por la música de
Chaikowski. Sin embargo, para la carrera de Vera,
los Presagios parecen de buen augurio... Es que, sin
saberlo, el papel está tan íntimamente vinculado con
su situación presente que ya no hace falta que «actúe»,
y no tiene más que «vivirlo» auténticamente, como en
el caso de Petroushka. En efecto, este ballet, con tema
filosófico y estética abstracta, simboliza la lucha del
hombre contra el destino, en cuatro movimientos: la Acción
que resiste a las tentaciones (1), la Pasión vencida por el
Amor (2), la Frivolidad que trae la alegría ligera de la
fiesta (3) y, por fin, la Guerra que convierte al hombre
en héroe celebrado en la Paz recobrada (4). Vera baila
probablemente la Acción, papel creado por Massine para
uno de los posibles «modelos» de Vera: Nina Verchinina,
bailarina rusa radicada en Cuba en los años cuarenta,
profesora del fundador de la danza moderna en Cuba,
el maestro Ramiro Guerra. El papel es además el que
más le corresponde, frente al «Héroe» (simbólicamente
Jean-Claude, nuevamente), no celebrado en la Paz
sino desgraciadamente llorado en la Muerte. Aquellos
Presagios son verdaderamente los malos «augurios»
de la muerte, una suerte de premonición fatal de los
horrores de la guerra.
Sin embargo, podemos interpretarlo también
positivamente, como hace Ahmed Piñeiro en su tesis
de grado12: como augurio precoz del final feliz de La
Consagración de la Primavera. En efecto, después de
la segunda escena donde «el éxtasis de una pareja de
enamorados es interrumpido por La Suerte», lo que
podría aplicarse tanto a Jean-Claude como a Enrique en
la novela, en la cuarta y última escena «un héroe inspira a
los hombres y mujeres el deseo de lucha y de gloria, para
finalmente celebrar la paz de un triunfo», lo que podría
remitir entonces al triunfo de la Revolución Cubana.
Se analizará aquí un último papel clave, por cierto uno
de los últimos que Vera interpreta antes de su partida
a Cuba, papel mayor que los demás, debido sin duda
a la promesa de promoción después de su actuación
en Presagios: el, crucial, de la Virgen Electa de La
Consagración de la Primavera en una reposi-ción
de la versión de Massine, originalmente pedida
por Diaghilev en 1920 para desqui-tarse del fracaso
crítico de Nijinski en 1913. Vera ensaya el papel
después de la muer-te de Jean-Claude, como por
exor-cismo. Su iden-tificación con el personaje
es esta vez completa: la Sacrificada es ella
misma, literalmente, anegada en una grave
depresión por la muerte de su amante.
Pero más allá del presente, la referencia
simbólica anuncia el desarrollo del
futuro proyecto de La Consagración de
Vera y la tragedia que la afectará. Los
Augurios del Sacre (Cuadro I, primera
escena) citados por Carpentier, ecos
de los malos Presagios pasados,
predicen lo peor en esta suerte
de continuación del libreto de La
Consagración que Vera imagina
(II, 16, 310): presintiendo que
su sacrificio presente no
es ni el primero (ya después
de su carrera fracasada
por los exilios sucesivos)
ni
el último (sus futuros
fracasos en Cuba),
Vera percibe el Sacre
como un rito infinito
e
infernal sujeto a
Dioses crueles:
ciclo nutritivo
pero macabro y
no vital, ya que
la tierra y los
dioses no
se sacian
nunca,
Vera Nemtchinova,en el
papel del «groom» (la
garçonne) 1924.
07 Revolución y Cultura
reclaman eternamente su tributo de sangre. Con una
alusión al «cuchillo» sacrificador algunas líneas antes,
que remite al sinnúmero de sacrificados en la cumbre
de las pirámides mexicanas o incaicas, Carpentier
parece construir ya un puente hacia la transposición
del mito eslavo en América Latina... y en la Historia
contemporánea, al anunciar los conflictos por venir
(Segunda Guerra Mundial en Europa y dictadura en Cuba,
cuyos crímenes afectarán de cerca a Vera con la masacre
de su escuela habanera).
Vera, la coreógrafa: ruptura y continuidad
La creación coreográfica de Vera, nueva etapa que parece
romper con el molde de los Ballets Rusos de su debut,
resulta estar todavía muy impregnada de su estética.
Antes de lanzarse a la aventura de su propia versión de
La Consagración de la Primavera con su segunda escuela
de La Habana Vieja, Vera, como ya dije, prueba sus
capacidades en un primer gran espectáculo: el Carnaval
de Schumann, cuyo personaje de Chiarina había bailado.
Creado por Fokine en 1910, este ballet neoclásico fue una
de las primeras producciones de Diaghilev. Se inspira
en los personajes de la Commedia dell´Arte trasladados
al romanticismo vienés: Arlequín, Colombina, Chiarina,
Estrella, Florestán, Pantalón, Eusebio, etc... Al volver a una
de las obras fundadoras de los Ballets Rusos originales, la
Vera coreógrafa y directora se afirma como heredera de
la más auténtica tradición de aquella compañía.
Vera Fokina en «Chiarina»
del Carnaval, junto con
Michel Fokine, 1910.
Revolución y Cultura 08
Folclor, primitivismo: del esclavismo al cubanismo
La última etapa de la carrera de Vera en la novela se
dedica al proyecto de su Consagración de la Primavera.
A pesar de las críticas de la heroína sobre las versiones
anteriores de Nijinski y Massine13, su apego a la estética
de los Ballets Rusos no deja de percibirse en su «nueva»
interpretación de la música de Stravinsky: al volver a las
«pulsiones elementales, primordiales», «a las esencias
primeras de la música y la danza» (V, 29, 399), Vera no
hace más que retomar la búsqueda primitivista del
propio Nijinski, inspirada en los poetas adánicos rusos
de principios del siglo XX, trasladada a la cultura cubana.
Aquel primitivismo ruso, nacido hacia 1907 en torno a
los pintores Larionov y Gontcharova14, es una vuelta a las
fuentes de la humanidad, pero sobre todo una vuelta a
las tradiciones nacionales del arte popular ruso, marcado
por una necesidad de independizarse de Occidente15.
Es exactamente el discurso de Vera que, rechazando la
superpotencia del «Oksidente» decadente, (V, 29, 521),
de un Occidente oxidado, le opone el dinamismo y la
riqueza cultural del Nuevo Mundo cuyo sincretismo la
maravilla16.
Su Consagración de la Primavera será al mismo tiempo
símbolo del mestizaje racial y cultural americano, de
la regeneración del Arte y de una verdad universal del
folclor afrocubano. La dinámica, la energía, los ritmos
que saca de él no están tan lejos de la inspiración muy
fuerte en las artes negras y en los ritos africanos de los
creadores de los años 1910. A los ritos paganos eslavos,
ella sustituye los ritos de la santería cubana; a la danza
sacral frenética, el transe de la posesión por el Santo;
a los brincos primitivos de los campesinos rusos, los
formidables saltos arará; a los juegos de rapto entre
hombres y mujeres del Cáucaso (Acto I, escena 2 de La
Consagración...), las sugerencias eróticas de las rumbas
tradicionales cubanas (IV, 21, 394-395)...
Por supuesto, la idea no nace de la noche a la mañana en
la mente de la heroína, aunque la ceremonia afrocubana
a la que asiste en Guanabacoa es la revelación que
activa de repente el proyecto. El paso de los ritos nartas
al folclor afrocubano se desarrolla en distintas etapas
sutiles de un gran ciclo, que me propongo reconstituir
aquí en orden cronológico. La verdad es que la vía
de la «cubanización» ya la habían abierto los propios
Ballets Rusos: empezaron primero con la búsqueda de
una «españolización» en El Sombrero de tres picos de
1919, obra de Massine sobre música de Falla, co-creada
con los gitanos del Sacromonte de Granada, y en la
que Vera interpreta uno de los «vecinos» (VII, 38, 676).
Este ballet original rinde homenaje al arte popular y
sugiere de inmediato a Vera una aplicación posible a La
Consagración de la Primavera (VII, 38, 677) para volver
a encontrar tradiciones auténticas17. La referencia a este
ballet de raíz española no es nada fortuita: la España del
Sombrero de tres picos es la transición necesaria entre
Rusia y América, el puente entre las culturas occiden-tales
y americanas, ya que la cristali-zación del pro-yecto de
Vera no se hace hasta el des-cubrimi-ento del solo de una
española, precisamente, Antonia Mercé, ballet llamado
La Cubana por Carpentier (en realidad «Cuba, la rumba»)
sobre música de Albéniz en el escenario de la Ópera
de París (VII, 38, 679-680). Mercé, la «Argentina»,
fascina a la rusa como si fuera aparición divina
cuya descripción, con las mismas palabras
que evocaban a Anna Pavlova18, ya tiende a
derrocar a este ídolo de infancia de Vera del
pequeño altar donde la veneraba. El Duende
visceral de Mercé provocará el alejamiento
progresivo de Vera de la estética rusa
clásica de su infancia.
Por último, el famoso concierto del
cantante negro Paul Robeson en
Benicassim en 1937 es el eslabón
final de esta cadena de lo que
llamaría «fecundación» de La
Consagración de la Primavera
cubana: en la mente de Vera,
hechizada por un blues
ferviente de Robeson, se
elabora el sueño de un
inmenso Pas-de-deux
exótico y simbólico
–referente dancístico
por supuesto–
e n t r e Pa v l o v a
y Robeson,
dos figuras
sagradas que
le parecen
m u y
similares. Aquel sueño anuncia obviamente no solo el
mestizaje de las razas, negra y blanca, rusa y americana,
promovido por Vera en su nueva versión, con todos los
valores de libertad e igualdad vehiculados por el mismo,
o el mestizaje de las artes, danza y música, sino que
figura igualmente el final innovador de la danza sacral,
solo de agonía y sacrificio que Vera convertirá en dúo de
amor y vida entre Mirta la rusa blanca y Calixto el negro
cubano. Varios críticos coincidimos en que esta escena
final descrita por Carpentier corresponde exactamente
a la versión del francés Maurice Béjart, cuyo estreno se
hace muy simbólicamente para Carpentier en el año
1959, inspirada en los rituales africanos y que concluye
también con la danza de una pareja, verdadero himno
a la vida y no a la muerte19.
Para concluir sobre el «cubanismo» en esta novela, es de
notar que la influencia del folclor cubano no se limita a
la coreografía de la nueva Consagración de la Primavera,
solamente segunda parte del programa concebido por
Vera (al no durar más que treinta y tres minutos). En la
primera parte, Vera elabora coreo-grafías sobre distintas
obras musicales cubanas «nacionalistas», inspradas en
el fol-clor: Danzas breves de Manuel Saumell; Berceuse
campe-sina, de Alejandro García Caturla («canto pri-mitivo»
se-gún Car-pentier en La mú-sica en Cuba) ; Rítmicas para
percusión de Amadeo Roldán, que imita los tambores
batás afrocubanos ; y Danza de los ñáñigos, de Ernesto
Lecuona. Se debe subrayar que dos de estas músicas
fueron coreografiadas por el maestro Ramiro Guerra,
uno de los primeros en buscar la cubanía en la danza,
figura en la que Carpentier sin duda se inspira
por conocer muy bien su trabajo. En cuanto a
las tres otras obras no cubanas que utiliza Vera
en su espectáculo, todas cogen la esencia
del arte popular y folclórico americano:
dos son iberoameri-canas (Sensemayá
del mexicano Revueltas, sobre el poema
«Canto para matar a una culebra» de
Guillén y por lo tanto de inspiración
cubana, y un Estudio para guitarra
del brasileño Heitor Villa-Lobos, el
mayor compositor «americanista»
según Carpentier), y la tercera es
franco-americana (Ionización
de Varèse), de inspiración
cubana también puesto que
utiliza todas las percusiones
tradicionales cubanas:
güiro, maracas, claves.
Del neoclasicismo
al modernismo
Si el primitivismo
del tema y de la
coreografía de
Vera sigue la
misma línea
que los
Ballets
Rusos a
pesar
de una ruptura aparente, lo hace aún más la estética de
la gestualidad y de la escenografía. En efecto, por una
parte Vera intenta deshacerse del academismo dando
rienda suelta a la impulsión, a la improvisación sobre
los ritmos, para volver a una espontaneidad del gesto
primordial, pero por otra parte permanece profundamente apegada a la tradición escénica de los Ballets
Rusos: zapatillas de puntas para las bailarinas, cuerpo
de baile importante, digno de una compañía clásica (ella
estima en cuarenta y seis a los bailarines que necesita
para el espectáculo (Cf. V, 28, 508), exactamen-te el
número de intérpretes que tenía Nijinski en 1913 para
bailar los setenta y nueve papeles de su ballet20). Pero
sobre todo reproduce el esquema de la «obra total»
tan preciada por Diaghilev, que asociaba a pintores,
músicos y coreógrafos contemporáneos. Así pues, Vera
solicita a los pintores cubanos Peláez y Portocarrero
para los diseños de escenografía, detalle que reproduce,
cubanizándola, la estética de los Ballets Rusos. En cuanto
a su búsqueda de una modernidad revolucio-naria o
vanguardista en la escenografía o el gesto, Vera no va
más lejos que ciertas obras constructivistas, futuristas y
cubistas de los Ballets Rusos que ella misma cita: Paso
de acero (II, 14, 276) –Massine, 1927–, y dos obras de
Balanchine: La Gata (V, 29, 517), 1927 y El hijo pródigo,
1929. Ella sigue la evolución coreo-gráfica moderna que
parte del neoclasicismo de Carnaval hasta tender hacia
la geometrización y la abstracción de Balanchine.
Aquella estética depurada y abstracta que Vera busca
a través del minimalismo y la austeridad escénicos,
aquellos vestuarios reducidos a «la sencillez de las
mallas y unos pocos atributos vestimentarios» (V, 25,
458), Vera-Carpentier los copia muy probablemente de
dos maestros. El primero es el cubano Ramiro Guerra
ya mencionado, coreógrafo de los propios libretos de
Carpentier –La Rebambaramba (1960) y El Milagro
de Anaquillé (1961)–, imitado por Vera incluso en su
utilización del folclor afrocubano, pero que afirma
estas mismas opciones estéticas y vestimentarias en
su famosa Suite Yoruba (1960) y en obras posteriores
como Orfeo antillano (1964), Chacona (1966), Medea
y los negreros (1968) o El Decálogo del apocalipsis. El
segundo es George Balanchine (¡que nació el mismo
año que Carpentier!): no es casualidad que Vera se dirija
a él para que le ayude en la difusión de su Consagración.
No solamente ella había trabajado con él en los Ballets
Rusos y por lo tanto se considera un poco como su
discípula, sino que, además, sigue el mismo camino
estético puesto que en la novela él afirma haber venido a
Cuba para buscar nuevas fuentes de inspiración, aunque
sin éxito. Por otra parte, Balanchine es el coreógrafo
por antonomasia de la música de Stravinsky, cuyas
obras utilizó en más de treinta ballets, con excepción
de La Consagración de la Primavera, paradójicamente,
percibido acaso como un monstruo sagrado intocable, y
cuya versión de Béjart consideraba insuperable. Su danza
neoclásica tiende hacia una estructuración abstracta de
las formas, una arquitectura visual de los movimientos,
que Vera imita. De hecho, Carpentier admiraba a este
coreógrafo, a quien calificaba así en una de sus crónicas:
«arte de quintaesencia, de pureza lírica», «[su] danza es
09 Revolución y Cultura
la perfección misma», «existe en estado puro» 21.
Siguiendo pues la misma trayectoria artística que los
coreógrafos de los Ballets Rusos, Vera se libera de la
escenografía inicial, de los complejos vestidos folclóricos
de los campesinos rusos de Roerich, para alcanzar una
dimensión universal (sin lugar y sin fecha) y una meta
cuya modalidad posible es el primitivismo: la búsqueda
de la esencia del gesto.
Notemos que al final de su trayectoria estética, Vera
paradójicamente coincide con las bailarinas americanas modernas de las que ella renegaba de joven, las
llamadas bailarinas «libres de los pies desnudos» tales
como Isadora Duncan o Ruth Saint-Denis. Pero, entre
ellas, el modelo estético más importante para la heroína
es indudablemente Clotilde Sakharoff, ya que otro
detalle muy carpenteriano y obviamente no fortuito lo
sugiere: Enrique afirma desde su primer encuentro con
Vera que se parece físicamente a ella (y es casi la única
descripción que tenemos de Vera), lo cual enfurece a la
Vera de los años treinta pero es admitido por la Vera de
los cincuenta. Resulta revelador de su búsqueda artística
final y del paralelismo artístico que establece Carpentier
entre ambas figuras. En efecto, esta bailarina y coreógrafa
vinculó la danza africana con los orígenes griegos del
arte, igual que Vera o Enrique cuando comparan la doble
hacha de Changó con los atributos de los reyes cretenses
(retomando los estudios de Fernando Ortiz sobre el
tema). En los magníficos solos de Sakharoff (Canción
negra, Bailarinas de Delfos, Fauno), se encuentra la
misma búsqueda de las fuentes de la danza que la llevó
a interesarse por las obras de Nijinsky (como lo indica el
título de su Fauno)22.
Por último, el mismo diseño de escenografía depurada
que comentamos se encontraba también en La
Consagración de la primavera de Béjart de 1959 que,
como vimos, nos parece ser el modelo del final de la
versión de Vera.
Liubov Lopujova en el
papel del «cancan» de
La boutique fantasque,
1919.
Revolución y Cultura 10
Conclusión
Carpentier lo decía: los nombres de sus héroes siempre
son simbólicos. Mis investigaciones sobre el nombre de
Vera y sus múltiples papeles en el seno de los Ballets
Rusos demuestran que si el personaje es ciertamente
una construcción artificial, una mezcla de artistas reales,
también es un verdadero personaje autónomo, un condensado y una constelación de las mejores bailarinas
de su tiempo. Por lo tanto se inserta plenamente en una
estirpe, una genealogía de intérpretes y creadores contemporáneos que remiten al Arte como vector de la
Historia.
Interesarse por el universo de los Ballets Rusos en esta
novela es dudar una vez más de la apariencia fácil de
las referencias «chapadas» en el relato, a menudo percibidas como pedantes o excesivas. Para mí, el artificio
deliberado de la construcción, la minuciosidad de la
documentación artística, la precisión de las citas, nunca
arbitrarias, siempre controladas y simbólicas, remiten a la
dignidad reivindicada del «saber-hacer», de la artesanía,
en fin, al sentido original de la palabra «arte». Para
Carpentier, el Artista es por consiguiente quien vuelve a
la esencia de las cosas, al «primitivismo» pri-maveral de
las palabras y de las funciones: al Arte, como el mar de
Paul Valéry, «toujours recommencée», única trascendencia, forma de religión y políti-ca profundamente humanas y gene-rosas.
Notas
1
Lo confiesa ella misma: «aunque
nací en el noveno año de este
siglo»,
VI, 32, 582. Todas las citas corresponden a la edición de Clásicos
Castalia, Madrid, 1998, introducción y notas de Julio Rodríguez
Puértolas, con indi-cación, entre
paréntesis, del número de parte,
capítulo y página.
2
Serge Lifar, Sergio de Diaghilev,
Su vida, Su obra, Su leyenda.
Carpentier comenta este libro
en una crónica elogiosa de 1955
(en Ese músico que llevo dentro,
Letras Cubanas, 1980, III, 34-36,
y Letra y Solfa 2, Ballet, Letras
Cubanas, 1990, 56-58).
3
Carpentier introduce sin embargo
pequeños errores de lectura
que conciernen por ejemplo a
la coreo-grafía: no es Nijinski,
como Vera dice, sino su hermana
Bronislava Nijinska, quien arregló
los pasos y añadió variaciones al
ballet original de Petipa (1890).
4
Karsavina, Tamara Platonova.
Souvenirs de Tamar Karsavina.
Ballets Russes, trad. de Denyse
Clairouin, París, Plon, 1931, cap.
VI (y Ma vie, nueva edición, Bruselas: Complexe, 2004), que traducimos al español.
5
Como lo subraya J. Rodríguez
Puér tolas en una nota a su
edición,
las indicaciones de Vera nos
permiten reconstituir aproximadamente el apellido de
Kalchky o un apellido
acaso más
complejo incluyendo varias
«ch» y varias «k». De to-dos
modos, que sepamos, no existe
ningún apellido de bailarina que
corresponda a este principio de
«Kal.», lo cual de-muestra que
Carpentier quiere permanecer
aquí en la alusión y la etimología
simbólica. Acaso po-damos oír
en este apellido escamo-teado
los componentes (unas k, unas
ch, unas i) de apellidos famosos
de bailarinas rusas tales como
Kschessinska (o Kchessinskaïa,
Mathilde) o Kyakchto (o Kyasht,
Lydia), am-bas colaboradoras de
Diaghilev.
6
Carpentier compara directamente
a las dos bailarinas en una crónica
sobre la interpretación de Alonso
en La muerte del cisne: «Tres
mi-nutos de danza: diez minutos
de aplauso. Esta simple ecuación
trajo a mi mente, por mecánico
proceso, un recuerdo de niñez:
la fugaz e inolvidable visión de
Anna Pavlova, en la misma página
de Saint-Saëns [...]» («Variaciones
sobre el ballet», 1951, en Letra y
Solfa 2, Ballet, op. cit., 48)
7
Las ciento cincuenta representaciones de Londres, el lugar y fecha
exactos de la gira, el nombre de
la bailarina en el papel del Hada
Carabosse, el número de estrellas
que se suceden en el papel de
Aurora...
8
Vera Nemtchinova (1899-1984)
estuvo con Diaghilev entre 1915
y 1926, antes de crear su propia
compañía con Anton Dolin. Participó en los posteriores Ballets
Rusos (los de Monte Carlo y del
Coronel de Basil) en 1936 y entre
1938 y 1941.
9
Vera Trefilova (18751943), otra
bailarina
rusa, estaba en cambio al final
de su carrera. Nom- brada prima
balle-rina en el Mariinsky
en 1906, salió de Rusia en 1917
(como la Vera de Carpentier) y se
dedicó a la enseñanza en París.
Invitada por los Ballets Rusos
de Diaghilev, reapareció en el
escenario para bailar La Bella
durmiente (1921-1922) en el
papel de Aurora, pero sin dar sus
nombres...
10
En la realidad, aparte de las Vera
fueron Olga Spessivtseva, Liubov
Egorova y Lydia Lopujova.
11
Apud Ópera Nacional de París,
La bella durmiente del bosque
de Noureev, temporada 19961997, p 23.
12
Ahmed Piñeiro, La intertextualidad danzaria en‘La Consagración de la Primavera’, Universidad
de La Habana, 1993, 48-51.
13
Ella califica la coreografía «rusodalcroziana» de Nijinsky de «absurda» (II, 16, 307) y «demasiado
preciosista» (IV,21,399) –repitiendo
la crítica de la época–, y hasta de
«muy mala y equivocada» (VII, 38,
677), mientras la de Massine es a su
parecer «demasiado esquemática»
(II, 16, 307).
14
Como lo apunta Camilla Gray
en L’avant-garde russe dans l’art
moderne (1863-1922), París:
Thames & Hudson, 2003, cap.
«Les années 1909-1911», 93 (traducción al francés por Marian
Burleigh-Motley).
15
Agnès Sola recontextualiza
la creación de La Consagración
de la Primavera en su artículo
«Racines Slaves», en «Le Sacre du
printemps», L’Avant-Scène Ballet/
Danse n°3, revista trimes-tral, París,
agost-oct 1980, p. 5.
16
El mismo anhelo lo tiene el
hé-roe compositor de Los pasos
per-didos.
17
Es un guiño a la propia experiencia de Carpentier, en
contacto con
Diaghilev
que
buscaba el equiva-lente
latinoamericano del Som-brero de
tres picos. Carpentier le propuso
su libreto La Rebambaram-ba con
música de Roldán (Cf. su relato en
«Trayectoria de una partitura », El
Mundo, La Habana, 18 de enero
de 1961, en Temas de la lira y del
bongó, selección de Radamés
Giro, Letras Cubanas, 1994, 563564).
18
A la descripción de Anna
Pavlova
–«y el Espíritu de la Danza se hizo
carne y habitó entre nosotros» (II,
12, 249)– sucede la de la Argentina: «Y es que el Espíritu de la
Danza acaba de hacerse carne y
de habitar entre nosotros» (VII,
38, 679).
19
Carpentier no pudo sino conocer
esta versión puesto que Béjart la
presentó en La Habana en 1968.
Esta emblemática y famosísima
versión marca el principio de una
trayectoria única de este ballet
en la historia de la danza, ya
que hoy en día cuenta con unas
doscientas versiones distintas, con
ritmo de tres a seis recreaciones
por año en el mundo, cuando
en 1959 no existían más que
una quincena... Asombroso es
observar cómo Carpentier, al
escoger este ballet en particular
como símbolo revolu-cionario,
ya había presentido a su manera
la extraordinaria posteridad de la
obra después de Béjart.
20
Cf. el estudio de Isabelle Launay,
«Communautés et articulations,
à propos du Sacre du printemps
de Nijinski», en Être ensemble,
Figures de la communauté en
danse depuis le XXe siècle, París:
Centre National de la Danse, col.
Recherches, 2003, 73.
21
Alejo Carpentier, « La evolución
estética de los Ballets Rusos»,
Social, 1929 (traducido en Chroniques, París, Gallimard, Col. Idées,
1983, introducción de Carmen
Vásquez, 104-110).
22
Ciertos datos biográficos de
Sakharoff (1892-1974) la acercan aún más a Vera: esta bailarina
alemana, de primer
apellido Von Derp
11 Revolución y Cultura
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Profesor y crítico, especialista en danza
del Consejo
Nacional de las
Artes Escénicas, Máster en
Ciencias de la
Cultura, profesor del Instituto Superior
de Arte y de la
Escuela Nacional de Ballet.
Revolución
Revolucióny yCultura
Cultura 12
París, Francia, 26 de noviembre de 2004 (AFP)
Con dos galas en Lille, capital europea de la
cultura, el viernes y el sábado, el coreógrafo
francés Maurice Béjart festeja medio siglo
de su compañía, aniversario que viene celebrando
desde septiembre con una gira europea. Su nuevo
es-pectáculo El arte de ser abuelo, así como Brel y
Barbra y el mundialmente célebre Bolero, figuran en
el programa de esta celebración.»
No podía ser de otra forma: Maurice Béjart recorrió
durante un año la Europa que había conmocionado en
1954, cuando al frente de los llamados Ballets de l´Etoile
quebraba los ortodoxos cánones del ballet francés,
haciéndose eco de los movimientos sociales y filosóficos
que sacudían la sociedad europea de la posguerra.
Su compromiso con las ideas le venía de la cuna: hijo del
filósofo marsellés Gastón Berger, el pequeño Maurice
–quien nació el 1ro de enero de 1927 en esa ciudad
portuaria francesa– había recibido las influencias
ideológicas de su padre. Sin embargo, su espíritu
independiente y autónomo lo llevó a París en 1945
para estudiar ballet con Mme. Rouaunne, Léo Staats y
Mme. Egórova, tres pilares en su formación académica.
Luego, en Londres, Vera Vólkova –la maestra de moda
en aquellos tiempos– lo acoge en sus salones, y es,
justamente, en la capital británica donde inicia su labor
con pequeños trabajos, etapa que culmina en Estocolmo
en 1950 con su creación de El pájaro de fuego.
Con poco más de veinte años, de regreso a un París que
nunca le dio el calor que necesitaba, Béjart crea junto a
Jean Laurent, los Ballets de l´Etoile, donde da vida a los
sonidos contemporáneos de los también jóvenes Pierre
Henry, Philippe Artois y Pierre Schaeffer en ballets como
Alto voltaje, He aquí el hombre, Arcano y Sinfonía para
un hombre solo.
Por primera vez la Ciudad Luz, con sus Champs Elyseés
y su tour Eiffel, iconos distantes del daño moral de la
II Guerra Mundial, enfrentaba una danza descarnada,
angustiosa, donde «un hombre solo» escapaba del
escenario por el techo mediante una cuerda, o donde una
mujer era sometida a descargas eléctricas emocionales.
La soledad, la tecnología, las sonoridades ruidosas,
el medio siglo aún en guerra –ahora «fría»– no eran
para el París de Dior o Saint Laurent, del Folies Berger
o del Moulin Rouge. Su propuesta irreverente agredía
demasiado para ser aceptada, aunque decidiera realizar
un Viaje al corazón de un niño.
«Cuando estrenamos Sinfonía para un hombre solo me
dijeron que iba a hacer huir a la gente. En París, en ese
entonces, cuando teníamos sesenta personas en la sala,
estábamos contentos».1
No obstante, los Ballets de l´Etoiles crecen y adoptan
el nombre de Ballet Theatre de Paris, se asientan en el
Teatro Marigny y realizan giras por el viejo continente: lo
acompañan los fieles Pierre Henry en la música; Michèle
Seigneuret y Germinal Casado como bailarines; se estrena
Sonata para tres basada en Huis-Clos del existencialista
Jean Paul Sartre con música de Bela Bartok; Le Teck,
donde utiliza una escultura de Marta Pan y música de
Ferry Mulligan; y el 10 de septiembre de 1957, en el
Festival de Lieja, presenta su concepción del Pulcinella
de Stravinsky para la televisión belga.
Bélgica lo tomaría más en serio que Francia: nuevamente
la televisión le encomienda un drama coreográfico
sobre Orfeo, musicalizado por Pierre Henry en 1958
y, para la Exposición Universal de Bruselas de 1959, la
Consagración de la primavera de Stravinsky. El Ballet
Theatre de París se une a los bailarines del Teatro Real
la Monnaie… y el resultado fue tan clamoroso que
Maurice Huisman, director del teatro, le propone crear
una compañía en ese país.
El Ballet del Siglo XX
En 1960 surge la que es, sin dudas, la compañía más
comprometida con su nombre y con su época: El Ballet
del Siglo XX.
«El popular coreógrafo francés festeja cincuenta años
de carrera. Antes Lille, ahora Milán, después Bruselas, su
ciudad predilecta de 1960 a 1987, la cual ha encendido
las velitas de este aniversario. En el Circo Real, un pastel
y una iluminación total de la sala para el público, saludó
su nuevo espectáculo El arte de ser abuelo». 2
Apoyado financieramente, reconocido como coreógrafo
internacional, dueño de los destinos de una compañía
estable, Maurice Béjart puede explayarse sin temor hacia
su gran objetivo: el teatro total, donde la danza sea el
elemento que aglutine no sólo la música, los diseños y
el cuerpo de los bailarines, sino también la palabra, la
idea, otras artes afines como la escultura o el cine y, sobre
todo, ir más allá del individuo hacia la humanidad. Todo
esto con un profundo respeto por el lenguaje académico,
pero con la visión contemporánea de la segunda mitad
del siglo.
Su obra rebasa el teatro «a la italiana» para llenar amplios
espacios, estadios, palacios de deportes, plazas públicas;
así se mezcla con la gente, la remueve de su convencional
–y costosísima– butaca, rumbo al común asiento del
ámbito deportivo, natural o sencillamente desde las
propias piernas dobladas en el césped.
La década del sesenta, con los Beatles y Viet Nam,
el Che y Tlatelolco, hippies y budistas, revoluciones
raciales, sexuales, sociales –ya no hipotéticas, sino
posibles– tienen su reflejo en el ballet de Béjart: no hay
bailarines etoiles ni jerarquías inútiles, pues todos son
estrellas; el italiano Paolo Bortoluzzi hace pareja con
la japonesa Hitomi Asakawa, el argentino Jorge Donn
con la yugoslava Duska Sifnios, el blanco español Víctor
Ullate está junto al negro cubano Jorge Lefebre; católicos,
islámicos y ateos; gays y «heteros»; es el universo
humano que danza la Novena sinfonía de Beethoven
(1964) y el Romeo y Julieta de Berlioz (1966) en el Circo
Real de Bruselas; El pájaro de fuego de Stravinsky (1970)
y Nijinsky, clown de Dios (1971) en el Palais des Sports
de París; Golestán con música iraní (1973) en el Festival
Persépolis o I Trionfi de Petrarca de Luciano Berio (1974)
en el Jardín de Boboli en Florencia.
«Su nuevo ballet Nijinsky, clown de Dios me convence
aún más de que Béjart es uno de los mejores coreógrafos
de nuestros tiempos y considero ésta su obra más
lograda. Si se quiere, la culminación de sus búsquedas y
de sus inquietudes». 3
Béjart logra la masificación del ballet, lo convierte de arte
elitista en popular, mezcla a Chaikovsky con percusiones
de Fernand Schirren (Ni flores ni coronas, 1968), a Bach
con tangos argentinos (Nuestro Fausto, 1975) y con Nino
Rota (Heliogábalo, 1976), y a éste con Schumann (Amor
de poeta, 1978); pero también se adscribe por entero a
Pierre Boulez (Pli selon Pli, 1974), Gustav Mahler (Ce que
l´Amour me dit, 1974) y sus recurrentes Igor Stravinsky
y Pierre Henry.
«El eclecticismo ha sido la llave que, sabiamente
manejada, le ha abierto las puertas del éxito. De par en
par». 4
En esto muchos llevan razón: a la mezcla musical que
lo ha acompañado por este medio siglo, se unen las
combinaciones temáticas, técnicas, inspiradoras, de
diseño, de religiones… Parece decir en cada obra que
«nada humano le es ajeno» y puede abordar el amor, el
sida, la Revolución Francesa, los poemas de San Juan de
la Cruz, la civilización mesopotámica o el resurgimiento
del Ave Fénix. En sus obras actuarán bailarines clásicos,
equilibristas, intérpretes de la India, actores de la
Comédie Française, bailadores callejeros. Un diseño de
Versace, un viaje por Japón, una pieza de Molière, las
historias de Fausto, o Romeo y Julieta, estrellas como
Maya Plisetskaya, Marcia Haydée, Suzanne Farrell… o
Freddy Mercury pueden darle motivo de inspiración.
Ese ecumenismo lo arrastra en lo filosófico: confeso
islamista desde los años sesenta, Béjart encuentra
«muchos maestros que le aportaron su saber. El japonés
Deshimaru me enseñó el kendo, el iraní Ostad Elia me
inició en el islam. […] Religión significa etimológicamente
reunir: ella es hoy la que separa muy cruelmente a los
hombres». 5
Por más de veinte años llevó Béjart a la par idea y
compañía; el Ballet del Siglo XX era justamente eso. En
Bruselas sembró también la semilla de la enseñanza
al crear el Instituto Mudra en 1970, dedicado al
«perfeccionamiento e investigación de intérpretes del
espectáculo», lo cual reafirma sus conceptos sobre el
teatro total.
Pero un día las cosas quisieron cambiar: el nuevo director
de la Monnaie, Gérard Portier, entendió que la compañía
tenía demasiado peso –artístico y económico– para
el teatro y planteó recortes. Béjart, heredero de cierto
pesimismo romántico, decidió disolver el Ballet del Siglo
XX, desaparecer todo su repertorio donde quiera que
se bailase y… quizá hacer vida de asceta. Abandonó
Bruselas y se radicó en la ciudad suiza de Lausanne.
El Béjart Ballet Lausanne.
El Consistorio Municipal de Lausanne no perdió un
minuto y, tras algunas conversaciones, se organiza en
1987 la nueva compañía: el Béjart Ballet Lausanne.
Para el maestro «nunca hubo ruptura. Se trata de la
misma compañía desde hace 50 años, aunque con
diferentes nombres y con la ayuda de diferentes países».
(ibid) Así retoma sus antológicos Bolero, Sinfonía para un
hombre solo o Nijinsky, clown de Dios; reordena Siete
danzas griegas o Golestán; y crea –con la misma filosofía
ecuménica– Preludio a la siesta de un fauno (1988), 1789
et nous (1989), Sissi, la emperatriz anarquista (1992), À
propos de Schéhérazade (1995) o l´Enfant-Roi (2000).
En este período de Laussanne, Béjart antologa su pasado,
creando títulos con fragmentos de obras anteriores.
Son los casos de L´Art du pas de deux (1993) o El amor
y la danza (2005) donde –a pesar de negar el objetivo
catalogador– incorpora extractos de Siete danzas
griegas, Heliogábalo, Arepo, Wien Wien y hasta de Brel,
Barbra y I Was Born to Love You, con música de Queen.
Consecuencia del Mudra de Bruselas, funda el Rudra
en Lausanne y su vida parece seguir en la barca de
Lohengrin hacia el Nirvana. En su haber, cerca de
trescientos ballets y aún no vacila en evocar los tiempos,
la edad y su propia muerte.
Pesimista confeso, se refugia en la creación para escapar
de la catastrófica pesadilla que le retuerce el estómago.
«Todo va mal: la América el Sur es un caos, los Estados
Unidos viven un régimen cercano al fascismo, Irak está
en guerra hasta cuándo, Africa se debate en conflictos
terribles». (ver n. 2)
Esta preocupación universal, que manifiesta en su obra
–entendida no sólo por sus ballets sino, sobre todo, por
sus compañías y sus escuelas– le viene a Béjart de su
RevoluciónyyCultura
Cultura
13 Revolución
propio mestizaje: «Soy un mestizo: mi abuela materna
era kurda, mi abuelo paterno catalán, mi abuela paterna
bretona. Encuentro mis raíces en todos los puntos del
planeta. En todas partes soy un nómada. (…) ¿Pero acaso
no somos todos un patchwork de culturas?» 6
Por eso su obra es cercana a todos y celebrada por
todos. Sea con la antigua Europa, el Asia mística o la
joven América, su nombre y su obra proyectan halos de
semejanza, lazos de unión, puntos de referencia.
Relación de Béjart con Cuba.
Hombre manifiestamente de izquierda, Béjart ha
estado vinculado con Cuba desde los mismos inicios
del Ballet del Siglo XX: nunca ha faltado un bailarín
cubano en sus elencos, ya sea invitado de ocasión o
miembro permanente. Desde Jorge Lefebre en 1962 a
Menia Martínez, quienes permanecieron por años en
el Ballet del Siglo XX, hasta los jóvenes Julio Arozarena
y Catherine Zuarnábar en el Béjart Ballet Lausanne,
pasando por Loipa Araújo, quien aun siendo maître de
esta compañía bailó en Dionisos (1989) y centralizó La
revolución latinoamericana en 1789 et nous.
Figuras muy ligadas al ballet cubano, como el
puertorriqueño José Parés y el ruso Azari Plisetsky
han sido maestros en las compañías bejartianas, y la
primera bailarina Mirta Plá impartió cursos en el Mudra
de Bruselas en la década del noventa.
Béjart y la danza cubana también se han correlacionado
a través de bailarines del Ballet del Siglo XX y del Ballet
Lausanne que han actuado en nuestro país: Paolo
Bortoluzzi, Maina Gielgud, Shonach Mirk, Patrick
Tourón, Víctor Ullate, Erick Vu An, Koen Onzia, Luciana
Savignano, Grazia Galante, entre otros, han mostrado
piezas como Bolero, Heliogábalo, Nomos Alpha, Línea y
forma, mientras bailarines cubanos han incorporado a su
repertorio fragmentos de algunas de sus obras.
En 1970 Béjart escribió sobre Alicia Alonso: «No soy crítico
y menos aún escritor… ¿por qué no se podría hacer un
ballet para traducir la emoción tan fuerte como la que
me produjo su Giselle? Sí, en lugar de extenderme en
superlativos ditirámbicos y, a pesar de todo, gastados,
¿por qué no hacer un ballet sobre Alicia, como sobre
Baudelaire o sobre Wagner? (…) Sí, un día haré un
ballet sobre este ser extraordinario que se llama Alicia
Alonso.» 7
Aunque el ballet prometido no ha visto aún la luz, Béjart
invitó a la Alonso a bailar con el Ballet del Siglo XX dos
años más tarde, en el teatro la Monnaie de Bruselas. En
homenaje, vistió a sus bailarinas con tutúes blancos,
creó la atmósfera de un lago encantado, encomendó
a Bortoluzzi el rol del príncipe Sigfrido y trajo a su
compañía el segundo acto de El lago de los cisnes para
que Alicia fuera la Odette clásica del Siglo XX, algo inédito
hasta el momento.
Sin embargo, la mayor conexión de Béjart con Cuba
resultó de la visita de su compañía a La Habana a fines de
1968. Cuatro funciones programadas y dos más, extras,
pusieron en contacto esta estética del ballet moderno
con el público cubano, pues aunque actuaron sólo en
La Habana, uno de los espectáculos fue transmitido por
televisión a todo el país.
Revolución
Revolucióny yCultura
Cultura 14
Aquí no puedo sustraerme a mis propios recuerdos: en
esos tiempos me debatía entre continuar la carrera de
Arquitectura o iniciarme en el Periodismo o la Historia
del Arte. Por «ballet» conocía al Nacional de Cuba, al
Bolshoi de Rusia, al Rumano de Bucarest y a estrellas
internacionales que nos visitaban en los primeros
Festivales de Ballet de La Habana.
Así que cuando se anunció la llegada del Ballet del Siglo
XX esperaba –sí– ver ballet moderno, pero… «el mes
de octubre de 1968 marca un acontecimiento de gran
importancia para quienes (…) en Cuba se interesan
por el desarrollo de la danza en el mundo. Desde el
espectador (…) hasta el variado enjambre de creadores
(…) el mundo de nuestra danza nacional se ha sentido
en contacto directo con una de las manifestaciones
más vigorosas de la danza moderna: el Ballet del Siglo
XX». 8
Asistí a la segunda función el 26 de octubre en el teatro
García Lorca. Con las luces encendidas y la cortina
descorrida, bailarines de todos los tamaños y colores se
desplazaban por la escena calentando sus músculos o
simplemente conversando o mirándose las uñas. Acá,
una bailarina se detenía en un arabesque sobre una
punta y se mantenía en equilibrio por varios segundos,
para continuar la marcha después; allá, un bailarín hacía
múltiples pirouettes imposibles de contar, entre una
conversación y otra; una chica asiática se estiraba más
allá de lo humanamente concebible mientras una pareja
practicaba giros como lo más cotidiano del mundo.
No eran suficientes los ojos para captar lo que ocurría:
suspiros escapados, «ayes» contenidos, algún que otro
grito o aplauso furtivo, salían del auditorio atónito
ante ese escenario desnudo y magnífico. Y cuando el
sentido común comenzaba a aceptar aquel milagro
de bailarines increíbles, las notas eternas de La bella
durmiente de Chaikovsky congelaron al público y a los
artistas. Por unos segundos éstos nos miraban desde
la escena como diciendo: «¿Y ahora esperan a Aurora,
Desirée y Carabosse? ¡Esperen y verán ballet ‘sin flores
ni coronas!’»
«Béjart toma a este hombre de siempre y lo hace danzar
sobre la mejor tradición, proyectándolo en la realidad de
los días que cubren, en presente y futuro, esta centuria
obsesionante». (ibid)
«No se trata de logros aislados, de efectismos y artificios.
Todo lo contrario. El Ballet del Siglo XX es una expresión
genuina de la vida, con toda la fuerza de la naturaleza.
Donde nada falta ni nada sobra. Está el estilo depurado,
el ritmo cronométrico de los cuerpos y la música, pero
también la magia, la emoción, la superba plástica». 9
A partir de aquí, la visión de la danza en Cuba cambió.
Y también los conceptos artísticos y escénicos se
removieron.
Una crónica, aún no editada
Es precisamente a partir de ese momento que decidí
escribir esta crónica, porque también los sesenta fueron
años convulsos para la sociedad cubana. Pero ahora
puede aflorar a más de 35 años.
Dos programas trajo Béjart a La Habana: el primero,
con Ni flores ni coronas (1968), Escena de amor (1966)
y El rito de la primavera (1959); el segundo con Bhakti
(1968), La noche oscura (1968) y Bolero (1960). De las
seis obras presentadas (más Erótica, bailada en función
especial por Béjart y Laura Proença), tres eran estrenos
de ese año, lo que ofrecía la idea estética bejartiana con
extrema inmediatez.
«El ballet académico (…) permanece evidentemente
bello y de una pureza inalterable. (…) Queda la base
indispensable de toda búsqueda coreográfica actual».
10
Sobre los temas chaikovskianos de La bella durmiente
Béjart diseñó, con percusiones de Schirren y el piano
de Claire Paulet, una obra desprovista del oropel del
legado Petipá y del esplendor de la Rusia zarista, y con
solo leotards, luces y una estricta preparación clásica,
decodificaba quintas y arabesques muchos años antes
de que se hablara de posmodernidad. Una Maina Gielgud
que podía quedarse eternamente à balance sur le pointe
con breves apoyos en sus compañeros, un Pájaro azul
donde Hitomi Asakawa bailaba la parte masculina y
Víctor Ullate la femenina en una franca subversión
andrógina –cualidad que acompañaría toda la carrera
de Béjart, pues «es evidente que la lucha por afirmar
una supuesta superioridad masculina o femenina es
aberrante, contra natura», 11 – y un «príncipe» moderno
por Paolo Bortoluzzi, afirmaban la tesis del coreógrafo.
En Escena de amor, pas de deux extraído de Romeo
y Julieta, los amantes de Verona aparecían como
seres intemporales, en blanco, con el afán de vivir…
y morir juntos, en cualquier siglo y bajo cualquier
circunstancia.
Al final de este programa, la Consagración de la
primavera, la obra que constituyó la compañía, el icono
de Béjart. Decir algo de la Consagración… sería una
inevitable redundancia. «Qué es la Primavera, sino
esa inmensa fuerza primitiva durante mucho tiempo
adormecida bajo el manto del invierno que de repente
estalla e ilumina al mundo, tanto vegetal como animal
o humano?» (ver n. 10) Los no menos histriónicos Tania
Bari y Germinal Casado son los elegidos, cuya cópula final
concluyó con una ovación de pie.
La Consagración de la
Primavera por el Ballet
del Siglo XX de Maurice
Béjart. Fotos: Colección
del autor.
En el segundo programa, Bhakti, trilogía de dúos hindúes
tomados del Ramayana, unió folclor, modernidad y
filosofía: nuevamente Bortoluzzi y Asakawa, ahora
como Rama y Zita; Donn y Bari como Krishna y Radha,
y finalmente Casado y Gielgud como Siva y Shakti,
demostraron que «es a través del amor que el adorador
se identifica con la divinidad y cada vez revive la leyenda
de su Dios». (10)
El impacto de La noche oscura fue sísmico. La actriz
española María Casares más que declamar performó los
versos de San Juan de la Cruz juntando
«amado con amada,
amada en el Amado transformada!» 12
con un Maurice Béjart recorriendo la escena en un
ambiente oscuro y espiritual a una misma vez, algo
también sin precedentes entre nosotros.
Por último vino Bolero: ¡el clímax, la apoteosis!
Inesperadamente, la Melodía –Duska Sifnios– en medio
de una inmensa mesa redonda, bajo un tenue rayo
de luz cenital, iba dando paso, uno a uno, al Ritmo,
compuesto por el cuerpo de baile masculino, mientras
el tema de Ravel se enardecía. La escena se ilumina, la
mujer golpea con sus manos la tarima en tanto aparecen
más y más hombres que la rodean. Hacia el final del
paroxismo raveliano, el Ritmo devora el espacio sonoro,
se abalanza sobre la Melodía, la absorbe, se apagan
luces y sonidos… y la sala estalla como por un resorte,
en gritos y aplausos.
«Bolero poseía el encanto del desafío», (ver n.11) y me
hizo adicto a Béjart, aunque nunca más regresara a Cuba
o nunca hubiera coincidido con él en el extranjero. Fuera
en el Ballet del Siglo XX o en el Ballet Lausanne, Béjart me
arrastraría a perseguirlo, a protestar por sus disputas con
Portier, a indagar con cuantos han estado cerca de él.
15 Revolución y Cultura
Pero no fue lo que me impresionó sino lo que nos
impresionó su obra lo que más aportó a nuestra danza.
Nada fue igual después de aquellos días de octubre de
1968. Si bien su estilo difería de los propósitos de la danza
cubana, la visión cosmogónica de Béjart hizo pensar a
coreógrafos y maestros.
«La danza moderna cubana, aunque tiene elementos de
otros países, es esencialmente cubana. En su búsqueda
por encontrar una forma de expresión, ha encontrado
un camino». 13
De sus visitas al Conjunto Nacional de Danza Moderna,
que entonces dirigía el maestro Ramiro Guerra, surgieron
no pocos proyectos… y realidades. «Béjart vio una clase
en el Conjunto con una estructura muy sólida, donde
se efectuaban movimientos de mi estilo coreográfico.
Al terminar una de ellas, me dijo: ‘Eso puede llevarse
a la escena como ballet’, y así surgió Ceremonial de la
danza, que estuvo muchos años en repertorio y tuvo
seguidores en Arnaldo Patterson, Eduardo Rivero y otros
coreógrafos». 14
Para la tríada de coreógrafos de ballet de los años setenta,
el haber visto o conocido de la presencia de Béjart en
nuestra escena fue vital. Alberto Méndez con Plásmasis
(1970), Iván Tenorio con Cantata (1971) y Gustavo Herrera
con Saerpil (1971), metabolizan esa impronta casi de
inmediato, en algunos a nivel de calco. No obstante, la
posterior evolución estética les otorgó personalidad y
estilo propios, pero es indudable que ese despertar se
Revolución y Cultura 16
produjo a partir de aquella visita.
«Béjart rompe de una manera brutal con todo lo anterior
y nos abrió una puerta que nosotros no sabíamos que
existía en el ballet, sobre todas las posibilidades que tenía
de expresión. Cuando hice mi primera obra, Plásmasis,
después de estrenada, me di cuenta de que había cosas
de Béjart, que me había influido». 15
A pesar de que muchos de sus proyectos y promesas con
Cuba no se han materializado, la deuda de nuestra danza
con Béjart siempre estará abierta, y este cincuentenario
es motivo justificado para la reverencia.
«Francia-Danza, 26 de mayo de 2005: El coreógrafo
francés Maurice Béjart celebrará a partir de mañana en
París y hasta el próximo 5 de junio los cincuenta años de
carrera y de intenso trabajo que le llevaron a convertirse
en una estrella planetaria de la danza. (…) Ahora recibirá a
su público francés en el Palacio de Deportes de Versalles,
al Sur de París.»
Y aunque su gira de aniversario fuera sólo europea, el
mundo, su mundo, el que ha recorrido y reflejado en
este medio siglo, lo festeja todo. Su legado ha florecido
en coreógrafos como Maguy Marin o Anne Teresa de
Keermaeker, en bailarines como Marc Hwang o Shantala
Schivalingappa, en sus obras sobre Chad, Irak o la India,
en su compromiso con Petrarca, Shiva, Shakespeare,
Molière o el Che. Como en El jardín de las rosas, la Gaîte
Parisiense por sus cincuenta años de Amor de poeta
entrega Ce que l’Amour me dit: Le Presbytère n’a rien
perdu de son charme ni le jardin de son éclat.
Notas
1
Maurice Béjart, AFP, 26 de noviembre de 2004.
2
Le Monde, 26 de noviembre
de 2004.
3
Fernando Alonso: «En torno
a Nijinsky. Clown de Dios de
Maurice Béjart», en Cuba en el
Ballet, Vol. 3, No. 3, La Habana,
septiembre de 1972.
4
Delfín Colomé: El indiscreto
encanto de la danza, Madrid:
Turner, 1989, p. 26.
5
Maurice Béjar t, AFP, 28 de
noviembre de 2004.
6
«Maurice Béjart, un viaje iniciático» en El Correo de la UNESCO,
enero 1996.
7
Mensaje a Alicia Alonso, París,
1970.
8
Eduardo Pagés: «El Ballet del
Siglo XX» en Bohemia, Año 60, No.
44, 1 de noviembre de 1968.
9
Aldo Martínez Malo: «Ballet del
Siglo XX. Una expresión de nuestra época», en El Socialista, Pinar
del Río, miércoles 30 de octubre
de 1968.
10
Maurice Béjart: programa de
ma-no de las presentaciones
en Cuba del Ballet del Siglo XX,
Consejo Nacional de Cultura, La
Habana, 1968.
11
Nati González Freire: «La liturgia
de Maurice Béjart», en Bohemia,
Año 60, No. 45, 8 de noviembre
de 1968.
12
San Juan de la Cruz: Las canciones del alma.
13
Tania y Ricardo Villares: «En-sayo
general» en Bohemia, Año 60, No.
49, 6 de diciembre de 1968.
14
Ramiro Guerra: información personal, La Habana, 2005.
15
Alberto Méndez: información
personal, La Habana, 2005.
Otra Bibliografía consultada
Abreu León, Beatriz y Cervilio
Miguel Amador: Ballet del Siglo XX
y Béjart Ballet Lausanne: impacto
y trascendencia, tesis de grado,
Escuela Nacional de Ballet, La
Habana, 2000-2001.
Cossío, Nicolás: «Maurice Béjart:
La danza soy yo, I y II», en Girón,
Matanzas, miércoles 11 y sábado
14 de diciembre de 1968.
El Ballet. Enciclopedia del Arte
Coreográfico, Madrid: Ed. Aguilar,
1987.
Galardy, Anubis: «Interesado Béjart
en montar un ballet ins-pirado en
Cuba», en Granma, La Habana, 10
de noviembre de 1968.
García, Aristarco: «Teatro», en
Verde Olivo, Año IX, No. 45,
Habana, Noviembre 10 de 1968.
Giselle. Alicia Alonso, Ed. Gran
Teatro de La Habana, 1988.
«Ofrecerá Béjart en Cuba la Novena Sinfonía», en El Mundo, La
Habana, 29 de octubre de 1968.
La Consagración de
Primavera por el
Ballet Siglo XX de
Maurice Béjart
17 Revolución
RevoluciónyyCultura
Cultura
la
Todos somos
extraños-extranjeros
en un mundo cambiante
Conversación con Marie-Thérèse Kerschbaumer
y Lejos, 2001, todas por la Editorial
Arte y Literatura y en traducción de
Olga Sánchez Guevara, así como
Poemas, traducción de Olga Sánchez
Guevara, 1997, y Nueve cantos al
En medio de la Viena de nuestro amor terrenal, con dibujos de Helmut
tiempo vive una poetisa de rango Kurz-Goldenstein, traduc-ción de
Jorge Yglesias, 2000, ambos por la
europeo. Una maestra de la exacta
Casa Editora Abril. Sus publicaciones
percepción, de la inso-bornable más recientes en Austria han sido las
memoria, de las más asombrosas colecciones de ensayo y prosa breve
agudezas poéticas, cuyo lenguaje Orfeo y Calypso (2003 y 2005 respecremite a Hermann Broch y a los tivamente) y Neun elegien-Nueve
más fuer tes mo-mentos de la elegías, (2004, bilingüe, traducción
literatura austríaca reciente. Esa de María Elena Blanco), todas por la
dama se nombra Marie-Thérèse editorial Wieser.
Kerschbaumer: sus libros debe-rían La amistad que comenzó como
relación profesional entre autora
emplearse como campo de fuerza
y traductora, y las maravillas de la
en toda buena biblioteca.
técnica, nos permiten un diálogo a
André Heller
distancia en el intento de explorar
descubrimientos y raíces, presencias
y motivos en una obra que se afirma
a r i e -T h é r è s e G a r c í a a ambos lados del océano.
del Barco de Paredes y ................................
Kerschbaumer, nacida en
1936 en Garches, Francia, ¿Que hay de autobiográfico en
de padre cubano y madre austríaca, tus novelas?
reside en Austria desde 1939 y es S eguramente tu pregunta se
ciudadana de ese país. Cursó estudios refiere a las novelas traducidas por
de Romanística y Germanística en ti y publicadas en Cuba. El título
la Universidad de Viena, donde del primer tomo, La extraña, fue
alcanzó el grado de Doctora. Autora inicialmente concebido como título
de poesía, ensayo, narrativa y para los tres libros, que iban a estar
guiones para radio y televisión, ha VINCULADOS por subtítulos. En
incursionado también en la traduc- cambio, los títulos La extraña, La
ción literaria. Como escritora ha partida y Lejos YUXTAPONEN los
recibido importantes premios en libros en una relación progresiva.
Austria y Alemania. De su vasta obra El primer bosquejo para la obra, el
se han publicado en Cuba las novelas «Fragmento de Barbarina», surgió
La extraña, 1996; La partida, 2000, en 1984. La idea o el impulso para
Entrevista y traducción:
Olga Sánchez Guevara
Licenciada
en Lengua
Alema-na por
la Uni-versidad
de La Habana y
tra-ductora en el
Instituto Cubano del Libro. Ha
colaborado con
numerosos ar
tículos en diferentes publicaciones.
Revolución y Cultura 18
mi trilogía de La extraña proviene
de la novela Zwischen den Rassen
(Entre razas) de Heinrich Mann
(1871-1950), basada en los apuntes
biográficos de la madre del autor,
Julia da Silva-Bruhns, hija de una
brasileña de ascendencia portuguesa
y un comerciante alemán (hoy se
diría «empresario»), sobre la traumática experiencia infantil de su
traslado (léase: trasplante por adultos) desde Brasil hacia el norte de
Alemania.
La ambivalencia de sentimientos y
pertenencias —que para Heinrich
Mann es cualidad específicamente
artística—, la posibilidad de comparar mis propias circunstancias
biográficas y mundos afectivos (por
ejemplo, el traslado de Europa a
Centroamérica a las pocas semanas
de nacida, y de Centroamérica a
Europa a los tres años), así como el
interés por el desarrollo histórico
del siglo XX en cuanto a temas y
acontecimientos abordados en
Zwischen den Rassen, después de
dos guerras mundiales, me movieron
a asumir y dar forma a una variante
de esta temática: abordar y moldear
en prosa literaria la existencia
de un ámbito intermedio, de la
Zweierleiheit, la doble pertenencia
o la no pertenencia, incluso la
extrañeza, con otros medios y en otro
tiempo, en otra coyuntura histórica.
Toda prosa artística, aun siendo
ficción, contiene puntos de vista y
vivencias autobiográficas del autor.
Los métodos de recreación e integración de elementos autobiográficos difieren según el talento, el
estilo, la técnica y el gusto. En mis
tres novelas anteriores a La extraña
lo autobiográfico es, ante todo, la
expresión de los sen-timientos, la
descripción de usos y costumbres,
objetos y paisajes destinados a
desaparecer; y la intención es crear
estados de ánimo reproducibles,
de un mundo inter-medio, que son
cada vez más evidentes para nuestro
tiempo y más propios de él. Todos
somos extraños-extranjeros en un
mundo cambiante, especialmente
en una Europa afec-tada por grandes
transformaciones. Se trata de la
descripción del recuerdo inmanente
«en lo vivido»; si se quiere, la
despedida asumida de antemano
como acto de afir-mación en el
mundo que cambia aceleradamente
por la revolución técnica. Llevar a un
nivel muy distinto, personal y, si se
quiere, modernizado en un sentido
laico, el sentimiento de transitoriedad
del memento mori predominante en
el estilo del barroco austríaco.
Son ideas literarias sobre un motivo
privado, y ese es el fundamento de
toda creación poética. Todos los
contenidos de la literatura universal
giran en torno a unos pocos temas,
siempre los mismos. Lo sustancial es
la realización. Esta otra parte
—tal vez más importante— de La
Extraña o de toda mi obra, es el
enfrentamiento con las concepciones artísticas y tendencias literarias de la actualidad. Lo esencial no
es el CONTENIDO, sino la FORMA de
lo que se expresa.
En los tres libros de La extraña, la
descripción variada de una misma
situación en diferentes puntos sirve,
por una parte, para presentar diversas técnicas literarias, y por la
otra, para iluminar la situación de la
persona que imagina y su desarrollo
(y lo no unívoco del mundo o de la
experiencia del mundo).
Vives en Austria desde 1939.
¿Qué contacto tuviste con Cuba
y con tu familia cubana durante
tu infancia y ju-ventud?
Mi contacto con Cuba se limitó al
contacto con mi padre. Por una
parte, en el recuerdo que tenía de
él, recuerdo que palidecía pero se
mantenía despierto en símbolos,
como «recuerdo recordado»; por otra
parte, en ciertos aconte-cimientos
posteriores, por ejemplo, la promesa
hecha por mi madre de que nos
reuniríamos con él después de la
guerra; un hermoso retrato de mi
padre y, después de la guerra, cartas
y una foto; con ayuda de la Cruz Roja,
paquetes que él enviaba y cartas
cuyo contenido no me comunicaban
y, más adelante, una correspondencia
en francés que inicié a los 14 años y
que sólo se interrumpió en 1969.
Hasta 1989 no supe el por qué: la
grave enfermedad de mi padre y su
muerte en La Habana, en 1973. Nunca
decía o escribía nada concreto, nada
sobre sus familiares. Pero supe que
no se casó.
¿Cómo se concretó tu primera
visita a Cuba?
En 1982 formé parte de la delegación
austríaca a un congreso internacional
de escritores celebra-do en
Samarcanda, Tashkent y Moscú. Un
gentil matrimonio cu-bano sobresalía
como el más cultivado entre todas las
delega-ciones. Ganaron mi confianza
y durante un breve paseo por el
césped, entre las azules cúpulas
esmaltadas de Samarcanda, les
comuniqué mi preciado secreto. El
hombre preguntó cuál era el nombre
de mi padre. Comentó: «Su padre
desciende de una importante familia. Conocí a alguien con ese mismo
apellido, se llamaba Pepe...»
A partir de ese momento se renovó
en mí el deseo de volver a ver a mi
padre, deseo expreso en la correspondencia trunca, irrealizable durante tantos años y avivado también
ahora por la lectura de la novela
Eine Straße in Althavanna (De Peña
Pobre), de Cintio Vitier.
Gracias a un importante premio
literario, en 1990 me fue posible
financiar un viaje en compañía de mi
hijo Maximilian. Entretanto, a través
de la prima Mercy había sabido en
1989 de la muerte de mi padre, que
me parecía increíble. En un viaje a La
Habana, un funcionario me prestó
el servicio amistoso de informarse
sobre el paradero de mi padre,
usando la última dirección que yo
conservaba de él, y regresó con una
carta de aquella dama, la última
prima viva de mi padre. La carta era
una obra de arte de la estilística, y
en pocas frases me informaba todo
lo necesario: que mi padre me había
querido mucho, que por el dolor que
le causaba la separación no toleraba
que le preguntaran por mí, que había
muerto hacía doce años (durante
semanas no pude descodificar la
palabra doce, mi mente se negaba,
traducía dos o veinte), y que su
hermana predilecta, Herminia, había
fallecido también, tres años atrás.
Con ayuda de la embajada cubana
en Viena continuó el intercambio
de cartas, y por fin se preparó el
viaje. Lo hice por mi propia cuenta;
la Asociación de escritores a la que
pertenezco me facilitó recomendaciones para la UNEAC y Re-laciones
Exteriores, como también para la
embajada austríaca en La Habana.
Visitamos a mi prima segunda Mercy,
conocimos a su sobrina Norys (mi
prima tercera), y juntos, con ayuda
de la periodista cubana Mirta, a
quien había conocido en la embajada
cubana en Viena, visitamos poco
después el panteón de la familia
en el Cementerio de Colón, donde
está enterrado aquel Pepe (José
Taurino García del Barco, amigo
de Ángel Augier y Nicolás Guillén)
a quien Ángel Áugier y Mary Cruz
mencionaran en Samarcanda. La
Dra. Heide Keller, entonces embajadora de Austria en Cuba, organizó
para mí dos lecturas ante un público
conocedor del idioma alemán. Yo
19 Revolución y Cultura
visitaba casi diariamente a la prima
de mi padre, y con mis modestos
conocimientos de español intentaba
entender la composición de la
familia en sus miembros aún vivos,
y recopilar material para el proyecto
de La extraña, sobre el cual conversé
también con los autores cubanos
Miguel Mejides y Waldo Leyva. Varias
veces visité a Ángel Augier y Mary
Cruz en la casa de ambos.
¿Cómo «descubriste» a tus familiares cubanos? ¿Qué personas te ayudaron a acercarte a
ellos, a conocer la historia
familiar?
Fue como una investigación de
campo, como las que realizan los
etnólogos o dialectólogos, pero al
mismo tiempo yo no estaba bien
preparada (sabía poco español) y era
muy tímida o muy poco sistemática.
Tuve la suerte de viajar a Cuba once
veces; por proyectos personales
pude invitar a algunos autores
cubanos a Austria, para lecturas
en Viena, Salzburgo y Gmunden, o
para que participaran en simposios.
El Ministerio de Arte de Austria nos
encomendó, a mí y a Gerhard Kofler,
la preparación de una antología
de poesía en colaboración con la
UNEAC. Gerhard Kofler y yo fuimos los
editores de Once poetas austríacos;
Jorge Luis Arcos lo fue de La Isla
Poética, ambas publicadas en La
Habana por Ediciones Unión. Eso me
ayudó a financiar par-cialmente mis
viajes, y por supuesto mi objetivo
Revolución y Cultura 20
central era mi familia cubana, que
con el tiempo se tornó «más grande
y numerosa».
En 1992 conocí a tres de mis primas
hermanas, y a algunos de sus hijos y
nietos. Lamentablemente no conocí
a mi primo Paco, que aún vivía; es
una pena, no nos encontramos a
causa de malentendidos, una pena.
Las informaciones más concretas
sobre mi padre las obtuve de la prima
Luchy, pero también de la prima
Elvira. Todas las mujeres de la familia
sabían de mi existencia, conocían mi
nombre y me recibieron con gran
afecto. En 1994, a través de Miguel
Mejides, hice contacto con la Editorial
Arte y Literatura y surgió el proyecto
de traducir Die Fremde (La extraña),
que hacía poco se había publicado
en Austria. Como recordarás, en
ese año nos conocimos, Olga, y
co-menzamos nuestra ya larga colaboración y amistad.
En 1998, con ayuda de la UNEAC y
del Dr. Jesús Írsula Peña, quien era
entonces jefe del Departamento
de Relaciones Exteriores en esa
institución, se concretó por fin un viaje
a Camajuaní, lugar de nacimiento de
mi padre y sus hermanos: el lugar
donde mi abuelo asturiano, Don
García, trabajó e hizo tanto bien,
según me contaba con insistencia
mi prima Luchy. Tú y yo, con un
chofer, viajamos hasta Santa Clara
para una lectura; allí nos recibió el
escritor René Batista Moreno, de
quien me habían contado hacía
años que dirigía o había dirigido
un legendario «Taller José García
del Barco» (el hermano mayor de
mi padre: mi tío José, el Pepe de
Ángel Augier). René me acogió con
hermosas palabras y nobles gestos,
como corresponde a una navegante
del alma al término del largo viaje a
la nostalgia. Me entregó un ejemplar
del libro de mi tío José García del
Barco, Cama-juaní y la Revolución
del 95, (La Habana, 1928), agotado,
y el libro La Máquina Torcedora de
Tabaco, donde entre otros temas se
trata del papel de mi tío en la lucha
por evitar que se instalara dicha
máquina. Me entregó fotos de mi tía
Ana Luisa García del Barco, la madre
de mi prima Luchy, con los alumnos
de su pequeña escuela privada, el
colegio Luz Caballero, que funcionó
de 1920 a 1926 en la calle Fomento,
hoy Camilo Cienfuegos 133, en
Camajuaní; poemas manuscritos de
mi prima Eva, un esbozo biográfico
de mi tío José, y una décima a su
memoria, compuesta por Andrónico
Cruz Luna, de Camajuaní. Al día
siguiente fuimos a Camajuaní y vi
la parte más vieja de aquella casa
donde vivió mi abuelo sus últimos
años; sentada en un sillón miré las
altas vigas del techo que seguro
miró también mi padre antes de su
involuntario viaje a Europa, porque,
según dijo René, las vigas eran de
madera muy antigua y seguramente
no habían sido cambiadas.
¿Qué significa Cuba para ti?
Cuba es algo que me pertenece,
como los ancestros desconocidos o
el lejano recuerdo de un viaje vivido
hace siglos. Me pertenece y aunque
no sepa nada de ella, la entiendo, y
ella a mí. No me pregunto si me hago
una imagen errónea: la dejo ser, como
uno deja ser su pasado. Está ahí, y es
para mí valentía, dignidad, sentido
de la belleza y energía despierta. La
primera cualidad la sentí siempre
desde lejos. Las otras las experimenté
por mí misma.
La experiencia de lo Otro
Sobre las novelas La extraña y La partida,
de Marie-Thérèse Kerschbaumer
Olga Sánchez Guevara
1
«(Barbarina) seguía diciéndose,
qué saben de mí que he venido
desde tan lejos, lanzada entre
ustedes por poderes extraños,
una extraña.»
acida en los alrededores de
París, hija de una ciudadana
austríaca y un cubano fugitivo de la tiranía machadista;
tras-ladada por sus padres a Costa
Rica a las pocas semanas de nacida,
llevada por la madre a las nieves del
Tirol antes de cumplir cuatro años:
todo es Otro, todo es diferencia en la
vida de Barbarina. Nadie parece más
predestinado a sufrir los avatares de
la alteridad que la protagonista de
estas dos novelas, primera y segunda
partes de un ciclo que continúa con
Lejos.
Desandar lo andado, desaprender lo
aprendido, recomenzar: una y otra
vez se verá Barbarina enfrentada
consigo misma al enfrentarse a
lo que la rodea. La infancia, etapa
primordial en la formación de una
personalidad, es para Barbarina
tiempo de cambio de lugar y ambiente. Esto es, precisamente, lo que
la distingue de los protagonistas
de otras novelas y relatos en que
se contraponen mundos distintos:
en este caso se trata de una niña,
un ser desvalido, que aún no puede
elegir, a quien no se permite elegir.
Un héroe adulto se aventura, cuenta
con armas como madurez, independencia y poder de decisión; está,
pues, preparado para afrontar lo
diferente. La pequeña Barbarina, en
cambio, abre los ojos con asombro,
indefensa, ante un mundo que
de repente se le ha vuelto hostil,
ajeno, extraño. «El tercer vestido
era de piqué blanco, con cuello de
marinera azul oscuro y corbata... pero
apenas la mujer hubo pisado el suelo
cubierto de nieve de esta ciudad, le
quitó a la niña los queridos trajes o
permitió que le fueran quitados, tras
lo cual los morenos bracitos fueron
embutidos en fundas que pinchaban.
(...) los pies desnudos de Barbarina
traba-ban ahora conocimiento con
la nieve, de la que trató de huir (...)
y comenzó a olvidar su nombre y
el olor fascinante de la mujer que
era el olor del hombre y el olor de la
palabra Sanjosé y los colores de la
vegetación y el color de las voces y de
las medias enrolladas y el frescor de
los vestiditos moteados de América y
el grito de las aves y el leve martilleo
de su primer idioma.»
Así, como una extraña, Barbarina se
verá obligada a asimilar la realidad
distinta que se le impone desde
fuera, por voluntad de otros, por el
destino o el azar. Será «dos veces
huérfana y sin embargo no acogida
por ningún servicio de orfanato»:
separada ya del padre, océano por
medio, se ve también separada de la
madre por una obsoleta legislación
que no permite a una mujer sola
asumir la crianza de sus hijos (por eso
el abuelo, Pius, es nombrado tutor
de la niña). La condición femenina
agrava su desamparo, su alteridad en
un mundo marcado por conceptos
sexistas: comenzará entonces «la
lucha del gigante Goliat contra el
pequeño David en figura femenina». Pero, ¡cuidado! Ni lágrimas ni
compasión, sino objetividad y clamor
de justicia caracterizan el discurso
narrativo, que exige la complicidad
de un lector avezado, dispuesto
a transitar por una trama llena de
alegorías y señales veladas.
Ya desde el punto de partida de la
narración se introduce al lector, con
notable economía de medios, en el
drama de Barbarina: «La mujer con
la niña a la cadera había aparecido
un día en la pequeña ciudad montañesa, y por su conducta desacostumbrada había despertado
la curiosidad malsana de la gente
sencilla que, como la familia de la
mujer, había llegado desde circunstancias modestas al bienestar y el
prestigio, al precio de una incondicional pérdida de la alegría y un
empecinado miedo al despilfarro.»
No se nombra a los personajes; se
habla de la mujer, la niña, símbolos
de la condición femenina que a lo
largo de las dos obras constituirá
uno de los ejes centrales del conflicto dramático. La pequeña ciudad
montañesa, gente sencilla cuyo
bienestar y prestigio proceden de
la pérdida de la alegría y el miedo
al despilfarro, constituyen el marco
pueblerino y pequeñoburgués, cargado de prejuicios («la curiosidad
malsana»), donde han de transcurrir
los primeros años de la prota-gonista.
La estrechez provinciana acentuará
los contrastes, hará más dura la
experiencia de lo diverso.
En La extraña, la alteridad es para
21 Revolución y Cultura
Barbarina una vivencia traumática,
lacerante, no sólo por las coordenadas de espacio en que se mueve
el personaje, sino por las de tiempo.
El fascismo como ideología dominante, con su teoría sobre razas
inferiores, condiciona el rechazo
a todo lo no ario que Barbarina
deberá padecer en carne propia: «...
evitaba mirar el paisaje con palmas
es-tampado o pegado en la cajita de
madera, para no tener que escuchar
que descendía realmente de los
negros, lo cual era expresado en tono
despectivo, aunque nadie debe ser
perseguido o despreciado a causa
de su raza, y que a los negros debía
retornar, de donde había venido...»
Eres rara, desciendes de los negros,
son reproches frecuentes que hieren
los oídos de Barbarina, y a veces
van acompañados por insultos y
bofetadas. Concluida ya la guerra
con la derrota del fascismo, todo
continúa igual: «...las cosas se han
eternizado en lugar de cambiar
(...) Los enemigos de antes se han
replegado a las montañas, se han
quedado aquí entre nosotros, y los
nuevos pode-rosos están en secreta
connivencia con ellos...»
Rechazada dentro de la familia por la
esposa de su abuelo y tutor, llamada
en la novela «la madrastra», y por
la hija de ésta, Barbarina deberá
soportar desdén y burla también
en la escuela del pueblo: «Algo
insondablemente hostil que se le
enfrentaba (...) la llevó por fin al
descubrimiento de que ella no era
lo que se le obligaba a ser mediante
discursos amenazadores y golpes.»
Lo que se le obligaba a ser: Barbarina
transige muchas veces, intentando
hallar el amor y el reconocimiento
que necesita. Así el pasaje donde
cede ante las con-discípulas, quienes
por largo tiempo la han instigado
a golpear a otra chica «distinta», la
hija de los trashumantes, a la que
hasta en-tonces había defendido:
«...cada vez con más frecuencia su
brazo caía cuando quería detener
los golpes a la trashumante (...) y
un día Barbarina se sintió cansada
de estar sola en contra de muchas»,
y golpea, se rebaja al nivel de las
que sabe sus enemigas. Transige,
sí, ¿voluntariamente? ¿Hasta qué
punto es Barbarina libre para elegir?
Lo realmente importante es que
Revolución y Cultura 22
transigir le deja siempre un sabor
amargo en la boca, un sentimiento
de culpa y fracaso, la determinación
de alcanzar una libertad interior que
le permitirá ser ella misma, salir airosa
en el enfrentamiento con lo Otro.
La sensibilidad de Barbarina, su
capacidad de percepción, «la
conciencia de su propia dignidad»,
la separan, como un abismo, de
quienes más que vivir sobreviven,
sin osar tener ideas propias. «...y todo
yacía en el fondo del océano de cuya
existencia nada sospe-chaban sus
torturadores y ene-migos, el cual
reposaba con suave ondular dentro
del corazón de Barbarina y a veces
la oprimía, grande y oscuro...». La
enemistad que la rodea no hace
capitular a Barbarina, por el contrario,
la impulsa a rehusar el papel de
víctima que se le ha asignado. El
desprecio de que es objeto no la hace
despreciable ante sí misma, sino que
la dignifica, la ennoblece, porque
ella es poseedora de un secreto que
muy pocos comparten: «Un día se
pondrá en marcha la caravana de
cautivos que están dispersos, porque
Babilonia es un secreto y muchos
desconocen que se encuentran
cautivos.»
La experiencia de lo Otro tiene, pues,
en La extraña una triple dimensión:
la protagonista de ascendencia
latina, trasplantada a un entorno
donde es vista como inferior, por
motivos de raza y por su condición
femenina, es además consciente de
su propio valer entre gente mediocre
y estrecha de miras. Los contrastes en
el plano formal de la obra destacan
el desafío de la alteridad, a través
de la variación de puntos de vista
narrativos (más de un sujeto), un
constante fluctuar entre el presente y
el pasado, representaciones oníricas
que se entrelazan con los hechos
reales, la interpolación de pasajes
sobre la historia familiar del padre
y de la isla lejana, la recurrente
presencia del mar que es como
un personaje más, separando y
uniendo al mismo tiempo, y las
imágenes elegidas como puntos de
comparación: el cautiverio judío en
Babilonia, David y Goliat, Juana de
Arco... La atmósfera opresiva que
cerca a la protagonista se refleja en
la au-sencia de diálogos, y en un fluir
narrativo que avanza incontenible a
modo de monólogo interior.
11
«Estar en la cubierta de una
embarcación y no vivir el instante,
no estar presente, porque la
expectativa no es colmada por
ninguna presencia, ni la idea, por
ninguna rea-lización, ni el vacío,
por ningún objeto –ninguna
aparición–. El avance de la proa
por las aguas, arando las olas, el
cabello al viento. La vastedad del
cielo, la vastedad de las rocas, ahí
están, sí, sí.»
Llevando ya consigo patrones
culturales y hábitos del Tirol al
que fue trasplantada, Barbarina,
con-vertida en una joven mujer,
atraviesa de nuevo el mar, ahora en
dirección a Inglaterra. Allí trabajará
como doméstica de una familia acomodada –una vez más, por voluntad
ajena que frustra su deseo de estudiar,
condenándola al «destino de las
mujeres de la familia»–. Excepto en
los pasajes retros-pectivos cuyo
marco es la «frialdad montañesa»,
la experiencia de lo Otro ya no
será traumática en La partida, sino
más bien armoniosa, meditada: en
el plano exterior, el personaje no
tendrá que sufrir la hostilidad de
quienes la rodean, y en su interior ha
alcanzado una madurez que amplía
su capacidad de reflexión y le permite
enfrentarse, sin temor, a críticas y
opiniones contrarias a las suyas.
Los adinerados señores Bacon tratan
con amabilidad a Barbarina: la joven
venida desde la ciudad provinciana
de tierra firme com-parte los paseos
de la familia, dibuja y pinta en
compañía de la joven señora, incluso
se le permite practicar deportes,
invitar amigas (otras muchachas
que, como ella, han venido del
continente a servir de domésticas),
pero siempre se guarda la distancia
entre empleada y dueños de casa:
«...y desde entonces se sentó a la
mesa del comedor con la familia,
también los domingos, porque había
asumido la atención del anciano,
como dijo Mrs. Bacon, pero Barbarina
no estaba contenta. Mejor habría
sido que ellos, desde un principio,
no hubiesen establecido aquella
di-ferencia.»
La incomunicación, que se manifiesta
en La extraña por la ausencia de
diálogos, es superada parcialmente
en La partida. Pero sólo parcialmente:
las conversa-ciones entre Barbarina
y Mrs. Bacon reflejan los prejuicios
de esta última ante lo distinto. «Las
personas del continente viven en
habitaciones recalentadas», dice
Mrs. Bacon; «those people», al
referirse a los asiáticos, y «lower
class» cuando habla de los ingleses
pobres. «English catholics are funny
people», así resume la señora de ideas
modernas y filiación pro-testante su
enumeración de las malas cualidades
de los católicos ingleses, lo que hace
responder a Barbarina: «What you
just said, in my country is said about
Jews!»; y, por su parte, la hija mayor
de la familia califica en una ocasión a
Barbarina como «funny girl».
Pero ya Barbarina, aunque sin
renunciar a «su insaciable añoranza
de un encuentro; esa mirada de
reconocimiento en el rostro de un ser
humano que surge de la multitud o
de los bosques», se ha aceptado a sí
misma en la alteridad: es Leonor de
Aquitania que desembarca en Dover,
es la reina de Saba ante Salomón,
«
viajera que descubre de otro modo
lo Otro, que contempla en las olas,
a la luz de la luna, las almas de los
lucumíes que regresan a casa (¡África!),
que se interroga abiertamente sobre
la alteridad: «¿Qué es lo extraño?
¿Qué es lo contrario de lo extraño?
¿Lo no-extraño? ¿Qué es eso, lo noextraño? Lo que reposa dentro, muy
hondo. ¿Qué reposa dentro, muy
hondo? No sé. Debo buscar. Debo
encontrar. ¿Encontrar, qué? Belleza.
Dignidad.»
En la respuesta, «Lo que reposa
dentro, muy hondo (...) Belleza.
Dignidad», lo Otro es superado por
lo No-otro, por los valores esen-ciales
que subyacen en todo ser humano,
sin que importe su procedencia,
raza, sexo o condición social. Sean
cuales sean las dife-rencias, éstas
sólo constituyen aspectos, formas
disímiles tras las cuales se ocultan
las esencias: alte-ridad trascendida
en la identidad.
En el discurso narrativo de La partida
se tocan los extremos. Pasajes
de exquisito lirismo se alternan
con explicaciones sobre la vida
animal reelaboradas a partir de
un texto científico; temas filosóficos e históricos se relacionan y
entretejen con los hechos narrados;
descripciones de obras de arte y
formas arquitectónicas reflejan
la visión particular del personaje
central; se quiebran las fronteras entre
prosa y poesía. Lo múltiple confluye
hacia lo Uno. Dentro del texto en
alemán moderno se intercalan, sin
transición, pasajes en alto alemán
medio, provenzal, español, inglés y
suahili, en un ímpetu abarcador que
recuerda, más que la cita bíblica que
aparece en el segundo capítulo de
la novela –«Si hablara las lenguas
de los án-geles»–, aquella otra en
la que «cada uno hablaba en su
propia lengua y, sin embargo, todos
se entendían», donde el caos de
Babel es anulado por un éxtasis de
universal armonía. La experiencia de
lo Otro desemboca en la aspiración
de alcanzar una nueva dimensión
humana por encima de la diversidad,
en que la propia identidad se afirme
en el encuentro con lo diferente.
Nota:
Excepto las dos últimas, todas las citas (entre
comillas) corresponden a las novelas La extraña
y La partida. (Marie-Thérèse Kerschbaumer, La
extraña, novela, traducción de Olga Sánchez
Guevara, Editorial José Martí-Arte y Literatura,
La Habana, 1996; Marie-Thérèse Kerschbaumer,
La partida, novela, traducción de Olga Sánchez
Guevara, Editorial José Martí-Arte y Literatura,
La Habana, 2000.)
23 Revolución y Cultura
Diversión, fingimiento,
y enmascaramiento
en los Infortunios de Alonso Ramírez (1691)
de Carlos de Sigüenza y Góngora
José F. Buscaglia-Salgado
Profesor de
la Universidad
del Estado de
Nueva York en
Buffalo donde
coordina un
Programa de
Estudios sobre el
Caribe.
Ha publicado
recientemente
Undoing Empire:
Race and Nation
in the Mulatto
Caribbean.
University of
Minnesota Press,
2003.
Portada de Infortunios de
Alonso Ramírez de Carlos
Sigüenza y Góngora,
1690.
Para orientar al lector no avisado o desmemoriado por los caminos del
ingenioso artículo de José Buscaglia, resumimos las páginas dedicadas
por Raimundo Lazo a Sigüenza y Góngora, en su Historia de la Literatura
hispanoamericana. Tomo I, La Habana, 1968.
Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700) fue sacerdote secular y,
tras discutidas oposiciones, catedrático de Matemática y Astrología
de la Universidad; cosmógrafo oficial, y con tal motivo, agregado
a la Armada de Barlovento; explorador del golfo en México y de
las costas de la Florida; capellán del hospital del Amor de Dios,
en donde estableció su residencia, formó rica biblioteca y realizó
sus trabajos de erudito, investigador y polemista. Además de poeta
culterano y animador de actividades culturales, fue historiador y
autor científico.
Publicó en 1690 su relato de los Infortunios de Alonso Ramírez. Los
hechos son efectivamente históricos: la peregrinación lastimosa de
Alonso Ramírez, natural de la isla de Puerto Rico; su viaje, en busca
de mejor vida, a México, primero, y después a Filipinas; y su largo y
penoso cautiverio en poder de piratas ingleses que, abandonándolo al
fin en una embarcación, le permiten así regresar a México, y completar
de este modo una sorprendente circunvalación mundial. El relato se
desarrolla en primera persona, en prosa escueta que contrasta con
el barroquismo del estilo solemne de Sigüenza. Pudo haber sido una
novela de aventuras con algo de picaresca; pero es una combinación
de apuntes de viaje y de información científica minuciosa, muy atenta
a los datos y noticias sobre geografía, meteorología y navegación.
l final del siglo XVII fue un
período de crisis a lo largo
del imperio español. Apenas
habían transcurrido dos años
desde que el censor Francisco de
Ayerra había dado su aprobación
a la publicación de los Infortunios
cuando, luego de una serie de
inundaciones devastadoras, el 8
de junio de 1692, los pobres de la
Ciudad de México se alzaron contra
las autoridades bajo la consigna de
«¡Muerte al virrey!» La sublevación
popular masiva que culminó con el
incendio del palacio virreinal y del
Revolución y Cultura 24
cabildo trajo a relucir los conflictos
principales del mundo virreinal e hizo
temblar los cimientos de su sociedad.
También acortó prematuramente la
regencia del Conde de Galve como
virrey de la Nueva España y, de hecho,
le condujo a una depresión grave,
seguida de enfermedad y del fin
inesperado de su corta vida.1
Por su par te, Sigüenza se vio
arrastrado a las calles y presenció
horrorizado los hechos mientras
trataba desesperadamente de salvar
libros, documentos y objetos preciosos de la quema en palacio. En
agosto del mismo año le escribiría
una carta a su amigo Andrés de Pez2
haciendo una relación apocalíptica
de los sucesos y describiendo en todo
detalle la inundación de la ciudad, un
eclipse solar, y la plaga que destruyó
la cosecha de trigo.3 Una lectura de
la carta, con los Infortunios como
telón de fondo, muestra el peso de
los eventos del verano de 1692 y
el resultante reajuste radical en el
escenario político de la Nueva España
que dichos acontecimientos propulsaron. Ese contraste fue esbozado de
la forma más aguda en los escritos
de Sigüenza. Si los Infortunios fue
una obra un tanto crítica de las
autoridades, puesta en boca de un
«español» pobre y redactada en un
estilo narrativo poco característico
que asombrosamente consiguió
burlar el celo de los censores, la carta
no sería otra cosa que un ataque
frontal contra las clases bajas. Esta
vez Sigüenza, como miembro de
las élites criollas mexi-canas, vino a
asumir una postura inamovible de
fidelidad a las instituciones imperiales
en contra de una plebe que a su juicio
había perdido todo temor y respeto
por las autoridades.4 «¡Ojalá quiera
Dios abrirnos los ojos o cerrarle
los suyos de aquí en adelante!»
escribió Sigüenza luego de aceptar
la culpabilidad en nombre de los
(criollos) mexicanos españoles por
haber puesto en evidencia ante sus
enemigos de clase el «culpabilísimo
descuido con que vivimos entre
tanta plebe, al mismo tiempo que
presumimos de formidables.» 5 El
alboroto fue un susto tan grande
que obligó a Sigüenza a abandonar
las reivindicaciones que apenas días
antes hubiera estado dispuesto a
defender en nombre de sus paisanos
criollos. Era ya claro que el orden
virreinal estaba siendo socavado por
la plebe. No era el momento para
peleas entre las élites. Los indios,
mulatos, negros y españoles pobres
se habían echado a la calle a quemar
el palacio. Desafortuna-damente, se
lamentaba Sigüenza, «ya no había
otro Cortés que los sujetase.» 6
Los sucesos de 1692 conmovieron
profundamente a Sigüenza y a
otros criollos de avanzada quienes,
al igual que él, seguramente vieron
en el alzamiento popular, y vislum-
braron, probablemente por primera
vez en sus vidas, el posible desmoronamiento del orden virrei-nal
y el quebranto permanente de sus
privilegios de clase. Ese golpe obligó
a Sigüenza a reevaluar su recelo
de las autoridades y las querellas
directa e indirectamente levantadas
contra éstas en los Infortunios. Sólo
así se entiende cómo un libro de
contenido tan inusual e interesante
fue prác-ticamente engavetado y
desa-parecido de toda estantería
hasta ser rescatado del olvido tres
siglos más tarde en el 1902. A fin
de cuentas, esta obra clásica del
pensamiento americano corrió casi
la misma suerte que la Historia de las
Indias de Bartolomé de las Casas.
Pero, si la obra de las Casas fue
censurada por el Santo Oficio, el
libro de Sigüenza fue condenado por
una fuerza más mundana: esencialmente fue atropellado en las calles.
Producto de tan precaria situación,
los Infortunios es una joya sin par
en los anales de la historia social,
del pensamiento y de la literatura
latinoamericana. Pudiéramos verla
como una obra que viene a cerrar
un período de cierta inocencia. Así
es como Sigüenza la hubiera visto.
Si nos dejamos llevar por su propia
valoración retrospectiva, el libro fue
producto de un mundo en el cual los
criollos mexicanos vivían con los ojos
cerrados. Pero, ¿fue así, o estaban
éstos en el proceso de abrirlos
al mundo cuando el alzamiento
popular les obligó a recapacitar?
Como veremos, previo al mea culpa
que entonó Sigüenza a la luz de los
sucesos de 1692, él no sólo había
hablado en primera persona a
nombre de Ramírez: también había
tratado de hablar, por Ramírez, en
nombre de toda una generación de
quienes veía como sus compatriotas.
Por eso, más que un texto que cierra
un ciclo, este libro marca el comienzo
de otro. Valga aclarar que en este
sentido la obra es toda una anomalía
ya que apenas es la opera prima de
una tradición que, a raíz del Alboroto
de 1692, nace y muere prematuramente con los Infortunios.
Esto hace del libro una especie de
texto fundador latinoamericano y
es lo que explica la «insigne rareza»
que la crítica ha encontrado tan
indescriptible en los Infortunios
desde su primera reimpresión de
1902. 7 Por eso también el texto ha
sido prácticamente inclasificable
desde entonces.
La singularidad de los Infortunios
es innegable. El Alboroto de 1692
y su memoria en las generaciones
subsiguientes puso fin a toda
posibilidad de que un plebeyo
español, criollo o casta fuera el
personaje central de cualquier obra
narrativa en la Nueva España. Para
que eso volviera a suceder habría
que esperar el ascenso al poder de
las élites criollas en las guerras de
independencia del siglo dieci-nueve.
Aún entonces, los Infortunios seguiría
siendo una obra funda-cional de una
25 Revolución y Cultura
tradición natimuerta, pues la voz tras
el discurso deci-monónico emanaría
de lo alto de la pirámide social hacia
abajo y no, como sostengo que es
el caso en los Infortunios, de abajo
hacia arriba. No hay duda de que
esta obra no hubiera surgido sin el
aporte constitutivo del verbo, los
conocimientos y la experiencia de
vida de Alonso Ramírez. De hecho, a
juzgar por el lugar igualmente único
que ocupa en la obra del pensador
mexicano, se puede argumentar
que la rareza de la narración es el
resultado del gran salto ideológico
que dio Sigüenza, a veces a sabiendas
y en otras ocasiones sin darse cuenta
de ello, luego de entrar en contacto
con Ramírez.
De cierto acertado descuido
Los críticos desde siempre han estado
preguntándose quién en verdad es el
autor de esta obra y bajo cual género
catalogarla. Parecen ofuscados en
llegar a determinar de una vez y por
todas si es Ramírez o es Sigüenza
quien debe llevarse el crédito de
ser el hombre tras la leyenda. 8
A la vez han estado intentando
ubicarla bajo el es-tandarte de un
precedente penin-sular, en este
caso la tradición picaresca española,
o uno ultra-marino, celebrándola
como el an-tecesor inmediato de
la novela lationoamericana.9 A mí
me parece todo esto un ejercicio sin
mucho sentido, considerando las
circuns-tancias que le dieron vida a
la obra. Aquí más que un autor, hay
tres en uno. Y más que evidencia
clara, lo que hay es gato encerrado.
Evi-dentemente, la obra no hubiera
sido posible sin el aporte de las
experiencias de Ramírez, la pluma de
Sigüenza, y la forma en que el censor
Ayerra se hizo de la vista gorda. Por
supuesto que Sigüenza es el eje
central en esta trilogía. Fue él quien
anotó la relación de Ramírez y quien
presuntamente conspiró con Ayerra
para publicarla. Por eso encuentro
mucho más fructífero dejar atrás las
discusiones estándares de autoría y
género para ir en busca de la técnica
que describe el sentido del descuido
que Sigüenza hubiera denunciado en
la obra un par de años más tarde.
Tengamos claro que, en su carta al
peninsular Pez, Sigüenza no habla
de un gran descuido sino de un
Revolución y Cultura 26
autorreferencial descuido del cual
«somos» (los criollos mexicanos)
culpabilísimos. Pienso que para
Sigüenza la culpa principal recaía
sobre sí mismo como el más
culpabilísimo de todos «nosotros.»
Una lectura cuidadosa entre líneas
de los Infortunios ciertamente
probaría este punto, demostrando
cómo el texto lleva por dentro,
aunque de forma velada, las
ambiciones formidables de poder
de un sujeto americano que negocia
estratégicamente su postura hacia
el europeo dentro del marco de lo
que es por primera vez una visión
de mundo que, aunque muy problemática, es realista, organizada y
abarcadora.
Sigüenza le dio vida eterna a Ramírez,
aunque Ramírez lo que buscaba
era buena vida en la Tierra. Y fue
precisamente tierra, y mucho mar,
lo que Ramírez le dio a Sigüenza, un
hombre de amplia visión universal y
hasta cosmo-gráfica que nunca había
viajado fuera de México. Pero tras los
placeres simples y las conse-cuencias
obvias de su relación, hubo sin duda
graves e insos-pechables resultados
de este encuentro. Años más tarde
Sigüenza pudo haber sido capaz de
medir algunos de estos resultados
para recogerlos dentro del sentido de
ese culpabilísimo descuido del cual
se acusaba. ¿Cuán culpable fue verdaderamente Sigüenza del presunto
descuido y cuánto fue resultado de
una contaminación por haber dado
abrigo a un viajero vehemente?
Será siempre imposible desaferrar a
Ramírez de Sigüenza: él es la quimera
del escritor. Pero cier-tamente
debiera ser posible reco-nocer, a un
mayor grado de lo que los críticos
han estado dispuestos hasta ahora,
el papel importan-tísimo jugado por
Ramírez en el proceso de darles forma
a las opiniones expresadas en el libro
y, más importante, darle crédito por
imbuir la narración de Sigüenza con
la sabiduría y la astucia de una vida
hecha de viajes por los márgenes
de la sociedad y en las fronteras
del imperio. Si, como sostengo,
los Infortunios fue armado con
cuidado para cuestionar y retar a las
instituciones imperiales hasta rayar
en la desobediencia, acercándose a
las autoridades con una estrategia
de burla y engaño que es la puesta
en escena del subterfugio, debe
aceptarse que Sigüenza no actuó
solo. De hecho, debemos cuidarnos
de asignarles demasiado protagonismo a Sigüenza y a su gente pues
quien primero barajó y repartió los
naipes en este juego fue Ramírez.
Pero ¿cuál es el juego aquí? ¿Cómo
entender el descuido nombrado
por Sigüenza y la rareza que ha
desconcertado a los críticos? Lo
primero que ha de quedar claro es
que no nos encontramos frente a un
sujeto ideal, unitario, autorreferente
y, por decirlo vulgarmente, europeo.
Aquí hay esto y mucho más.
Advertencias para acercarse a
un sujeto bicéfalo
Este texto fue aparentemente
diseñado como un instrumento
bifronte. De un lado, parece haberle
dado voz, ánimo, y quizás hasta un
sentido ilusorio de sosiego al lector
criollo. He aquí un personaje cuyos
sufrimientos y ansiedades describen
la patología social de toda su
generación. Ciertamente le hubiera
sido fácil a un lector criollo simpatizar
con las frustraciones de Ramírez ante
la imposibilidad de promover sus
intereses más allá de ciertas esferas.
Del otro lado, los Infortunios le dio al
lector europeo la ilusión de tener el
control, acercándose al texto desde
la perspectiva del virrey y ejerciendo
el dudoso placer de la muni-ficencia,
el cual, en el ejercicio de la opresión,
ha sido siempre el complemento
inseparable de la crueldad.
Sin embargo, esta simple dicotomía
esconde un juego mucho más
complejo y dinámico de fuerzas
que no encuentran nunca punto de
equilibrio. Inicialmente pudiéramos
decir que esta es una obra narrativa
donde una voz se esconde en otra y
donde la palabra responde siempre
a una estrategia sofisticada concebida para despistar al lector y
proteger al sujeto enunciador dentro
de una densa cacofonía de voces.
Igualmente pudiera decirse que esta
es una obra donde el autor borra
sus propias huellas piso-teándolas
bajo el tropel de una multiplicidad
de intenciones en-contradas. Todo
esto implicaría que la obra está
siempre dando falsa fe de sí misma
y que, más que un autor, esconde
tras de sí a un actor. Nuevamente,
este es solo parcial-mente el caso.
Bien podemos leer los Infortunios
como un simulacro. Pero debemos
calar más profundo para no restarles
mérito a las personas involucradas
en la producción y publicación de la
obra, desme-reciendo injustamente
las habi-lidades de Ramírez como el
gran cuentista que tuvo que haber
sido, la sofisticación de la escritura
de Sigüenza, y el completo arrojo de
Ayerra como censor.
Aún así, no debemos darnos a la
tarea de inventariar las cualidades
individuales de cada una de estas
figuras. Más bien, debiéramos explorar la mecánica de sus relaciones
cómplices e implícitas, no tanto
por explicar cómo el texto alcanzó
a ser publicado sino para entender
la dinámica que le dio forma. Hacer
lo propio comenzaría a revelar un
texto que da abrigo a los reclamos
de un sujeto políticamente bilingüe
que, sin que su amo o responsable
imperial se dé cuenta, sabe bien
cómo hablarle a la vez a dos audiencias bien distintas. Las dinastías
imperiales de Europa pudieron
haber reclamado para sí el ícono del
águila bicéfala como el símbolo de
sus aspiraciones a regir sobre todo
el mundo. Pero aquí, en la compleja
armazón de voces que hablan en
los Infortunios, se encuentra el verdadero sujeto bicéfalo.
Acercarse a esa ave rara es una
empresa dudosa. A nivel simbólico
supone desmontar al icono. Es decir
que, para captarle en su expresión
plena, hemos de darle vuelo al
pajarraco, convencidos de que el
sujeto bicéfalo no es un ente ideal
sino un personaje real, aún cuando
en su intención de ser siempre
versátil y adaptable a cualquier
circunstancia se ponga de manifiesto
en todo momento como una entidad
difusa e huidiza. Por tanto las cabezas
de esta bestia han de imaginarse en
movimiento constante y pudieran
retratarse no solamente dándose
la espalda como es costumbre, sino
cara a cara, o mirando ambas en
una misma dirección, a la diestra
o a la siniestra dependiendo de la
situación. Se pudieran representar
incluso mi-rando hacia atrás o,
alternati-vamente, una hacia atrás
y otra hacia delante a semejanza de
Jano, el dios romano de las puertas
y guardián de los umbrales. Con esa
imagen en mente podemos entender
mejor la manera en que la voz de
Ramírez va entrando dentro y en
contra de la pluma de Sigüenza, y
viceversa.
Sigüenza, quien siempre estuvo
orgulloso de ser descendiente del
aclamado poeta español Luis de
Góngora, y quien se afanaba por
imitar su estilo ornamentado y
rebuscado de escribir conocido
como gongorismo, encontró su
par en Ramírez, cuyas relaciones,
de acuerdo con Ayerra, eran un
«laberinto enmarañado de... ro-deos»
en un «embrión de la funestidad
confusa de tantos sucesos.» ¿Qué
tipo de texto se podía esperar que
surgiese de juntar el don de Ramírez
para la cir-cunlocución y la pasión de
Sigüenza por el gongorismo? Habíase
allí un sujeto bicéfalo que amenazaba
con trenzar sus cuellos en una hélice
doble de confusión e inteligibilidad.
Por suerte, si pode-mos creerle
a Ayerra, el resultado fue todo lo
contrario. En su juicio aprobatorio el
censor alabó a Sigüenza por haber
hallado «el hilo de oro... al laberinto
enmarañado de tales rodeos.» Sin
embargo, una lectura cuidadosa de
las propias palabras de Sigüenza
deja ver que él no estaba seguro
de haber hallado tal hilo. Lo que
es más, no parece haber logrado
evaluar cabalmente el resultado
de su encuentro con Ramírez y sus
cuentos. Y andaba en lo cierto pues,
Grabado con Carlos de
Sigüenza y Góngora.
27 Revolución y Cultura
al final, debe haber obtenido más de
lo deseado.
Muy raro en él, Sigüenza no encontró
palabras para describir la obra que
presentaría a los censores. Eso es
ya evidente en la primera oración
del cuerpo principal del texto,
oración esta que nos sojuzga con su
mágica cadencia y nos seduce con su
proposición un tanto deshonesta: «
Quiero que se entre-tenga el curioso
que esto leyere por algunas horas
con las noticias de lo que a mí
me causó tribulaciones de muerte
por muchos años.» La oración
está cuidadosamente ar-mada
para obligarnos a enfocar nuestra
atención en su objeto indirecto. Al
terminar de leerla estamos ansiosos
por conocer todos los detalles de las
supuestas «tribulaciones de muerte»
que Ramírez sufrió por tantos años.
La diversión es una de las
estratagemas más antiguas en las
arte de la guerra y del engaño.
Curiosamente, en esta oración
la diversión se logra fácilmente,
incitando al lector a participar en uno
de los divertimientos pri-mordiales y
más secretamente apasionantes para
el humano que es el ser testigo de
los sufrimientos de otras personas.
Como el matador que ágilmente
conduce a la bestia en un pase
cerrado de capote para colocarla en
la posición deseada, Sigüenza tienta
al lector con un rápido y gracioso
golpe de pluma. Así, al lanzarnos a
descubrir los detalles de los suplicios
del pobre Alonso Ramírez pasamos
por alto el hecho de que Sigüenza,
hablando por Ramírez, ha puesto en
nuestras manos algo que ha optado
por no describir. ¿Qué encierra el
pro-nombre demostrativo «esto» en
la frase «Quiero que se entretenga el
curioso que esto leyere»? ¿Es pájaro
en mano o algo más abstracto?
Sea esto lo que sea –duda que
solamente la lectura seguida podrá
acaso despejar–, ese pronombre es
el eje de una oración que es a su
vez un pronunciamiento vago de
la estrategia de disimulación que le
da vida al texto, texto que de esta
forma se yergue sobre su propia incapacidad o renuencia de nombrarse
a sí mismo. Desde ese momento el
lector poco receloso ha caído en una
trampa y, a la vez, ha comen-zado a
ser cómplice en un proceso que ha
Revolución y Cultura 28
de conducir inevitablemen
te a su propia reducción. Verdaderamente, esta primera oración
es un simulacro de la lógica interna
y de la mecánica del texto en su
totalidad.
La segunda oración es aún más
reveladora en su intención de
esconder una voz dentro de la otra
y hay tanto fingimiento en ella que
puede verse como la cara misma
de la impostura. Se nos hace pensar
que estamos todavía escuchando
a Ramírez cuando este declara inequívocamente que no ha de ser
su intención «deducir máximas y
aforismos que... cultiven la razón» del
lector. Sin embargo, estas no son las
palabras de un hombre que no sabía
hablar claro. De acuerdo con Ayerra,
quien presumiblemente conoció
a Ramírez a través de Sigüenza o
que, como mínimo, supo de éste
por Sigüenza, Ramírez era el rodeo
hecho persona. A juzgar por esa
caracterización le hubiese sido
imposible haber hecho tal salvedad.
Para mí, como seguro fue para
Ayerra, la oración es de Sigüenza.
Atravesada en un párrafo que es la
anticipación misma del naufragio,
la armó como una suerte de bote
salvavidas para evitar hundirse con
la nave en caso de que los censores
pudiesen sospechar un juego desleal
en el texto. Pero eso aún deja sin
explicar lo que Sigüenza esperaba
sacar escon-diéndose tras la figura de
Ramírez. ¿Intentaba acaso engañar a
los censores pasando inadvertido y
culpando a Ramírez por todo desliz,
o estaba utilizando a Ramírez como
escudo para enfrentarse con sus
propios demonios y para esconder
sus verdaderas intenciones? ¿Y
cuáles fueron a fin de cuentas las
intenciones de Ramírez? ¿Las conoció
Sigüenza? ¿Llegaría a sospechar
de ellas? ¿Habría podido llegar a
valorar hasta qué punto le cambió su
encuentro con el trota-mundos? Si en
la primera oración «esto» no queda
claro, en la segunda no hay manera
de dar con el «quien los finge.»
Ante tales posibles dudas, la segunda
parte de la segunda oración viene
a hacer profesión de fe al «solicitar
lástimas que, aunque posteriores
a mis trabajos, harán por lo menos
tolerable su memoria trayéndolas a
compañía de las que me tenía a mí
mismo cuando me aquejaban.» Es
la manera en que Sigüenza trata de
disipar cualquier duda en cuanto a
sus intenciones y también de evitar
que se le nombre como cómplice de
Ramírez. La oración deja entrever la
incomo-didad con que Sigüenza se
debe haber acercado a los cuentos
de Ramírez y demuestra su determinación de poner bajo control lo
que claramente era una historia
volátil que amenazaba con desestabilizar no sólo su recuento de la
misma sino el mismo pensamiento
y las creencias de cualquiera que
entrara en contacto con ella. Si por
un lado la oración es una aceptación
implícita por parte de Sigüenza de
sus dudas sobre Ramírez, por otro
es también la manera en que éste
declara su intención de ordenar
racionalmente una historia que de
otra forma sólo podría ser apreciada
en función de un mayor o menor
grado de credulidad. No obstante,
si esa era su intención, se las amañó
para disfrazarla de oración votiva
que consagra la obra en nombre de
la tercera virtud teologal: la caridad.
Fuere como fuere, ya bien tapada
bajo el hábito religioso o bien, cual
Venus de Botticelli, protegida por el
manto de la razón, lo cierto es que la
intención ha quedado sepultada bajo
la excusa de un «solicitar lástimas»
del lector. Claro, eso es suponiendo
que la intención de Ramírez desde un
comienzo no hubiera sido esconder
la verdad, una fechoría de la cual,
a sabiendas o no, fue cómplice
Sigüenza.
De todas formas, esa solicitud de
lástimas que aquí se hace redefine la
noción cristiana del amor al prójimo
en el que se basa la prédica de la
caridad. A un nivel más mundano,
esta profesión de fe responde a una
estrategia bien pensada de acercarse
al virrey en busca de beneficio
material. Ramírez le puede haber
dado a Sigüenza una ventana al
mundo. Presumiblemente también
traía algo contagioso y le pasó una
fiebre que le provocó visiones y le
llevó a imaginar ciertas maneras
de proceder que no se estilaban
en Mé-xico, al menos en torno a
Sigüenza y los suyos. No hay duda
de que Sigüenza estuvo receptivo
a todo. Pero Ramírez también le
ofreció la oportunidad de pedir
mercedes directamente al virrey.
Como será abiertamente dicho al
final de los Infortunios, Sigüenza
se vana-gloriaba de ser parte del
séquito del virrey pero más le hubiera
gustado gozar de sus favores de
forma mucho más concreta, es decir,
en dinero contante y sonante.
Aún así, detrás de todo esto hay
mucho más que un simple intento
de tratar de ser preferido en la corte.
Para ser una obra que jura ante las
doctrinas de la iglesia, ya en las
primeras dos oraciones se le da al
lector bastante albedrío para pensar
y ponderar por su cuenta. Nada
más en esas dos oraciones, que en
realidad son tres pues, como he
sugerido, la segunda contiene dos
cláusulas prácticamente independientes, un lector cuidadoso puede
advertir cierta disposición especial
a cambiar constantemente de
posición. De hecho, allí se describen
los tres movimientos complementarios y principales que le dan
vida a este trabajo: la diversión, el
fingimiento, y el enmascaramiento.
Entre rodeos, y con toda la gracia
de su gongorismo, Sigüenza afirma
estar totalmente desinteresado en
deducir las máximas y aforismos
que las autoridades ciertamente
censurarían. Pero está enseñándoles
a sus lectores cómo desplazarse con
ademanes que no cuadraban con
los protocolos establecidos. Curiosamente, esa proclividad especial al
cambio de posición, ya bien fuere
como estrategia de sobrevivencia
o como forma de echar adelante
en la vida, tuvo su ejemplo más
desta-cado en aquellos tiempos en
la práctica de cambiar de bandera,
práctica en la cual se basaba el arte
y oficio de la piratería.
Notas
1
Gaspar de Silva y Mendoza (1653-1697),
Conde de Galve, fue uno de los hombres más
jóvenes en ostentar el título de virrey. Asumió
el puesto en mayo de 1688 a la edad de treinta
y cinco años. En septiembre de 1695 le pidió al
rey ser relevado por razones de salud. Falleció
en España a su regreso, en el puerto de Santa
María de Cádiz, el 12 de marzo de 1697.
2
Andrés de Pez y Malzárraga (1657-1723),
español, fue nombrado por el Conde de Galve
Almirante de la Real Armada de Barlovento.
Era cosmógrafo al igual que Sigüenza. También
tuvieron ambos relación cercana con Juan
Enríquez Barroto, un español discípulo de
Sigüenza que en 1688 fue piloto y segundo
al mando de la expedición de Pez en la costa
del Golfo de México enviada en busca del
supuesto asentamiento de La Salle. (Enríquez
había lidereado una expedición previa de la
zona dos años atrás). Sigüenza hizo la relación
de la expedición utilizando para ello los mapas
y los datos recopilados por Enríquez. Pez llevó
consigo a España ese informe, presentándolo
como suyo y utilizándolo para promover su
persona en la corte de Madrid. En unos meses,
gracias en gran medida al trabajo de Sigüenza
y a los conocimientos proporcionados por
Enríquez, Pez se las arregló para ser nombrado
Caballero de Santiago.
A un año de haber escrito la carta a Pez,
Sigüenza embarcó con él rumbo a Pensacola, la
cual Enríquez había descrito y nombrado como
Panzacola en 1686. Ese sería el único viaje de
Sigüenza fuera de México como tal.
3
Ver Carlos de Sigüenza y Góngora, «Alboroto
y motín de los indios de México,» en Irving A.
Leonard, Don Carlos de Sigüenza y Góngora, un
sabio mexicano del siglo XVII, trad. Juan José
Utrilla (México: Fondo de Cultura Económica,
1984), 224-270.
4
Utilizo el término de criollo para nombrar la
categoría socio-racial de gentes descendientes
de europeos nacidos en el Nuevo Mundo que
ocupaban las altas esferas de la sociedad
colonial directamente debajo de las personas
prominentes y autoridades de procedencia
peninsular.
5
Sigüenza y Góngora, «Alboroto» 252.
6
Sigüenza y Góngora «Alboroto» 257: «pero
los negros, los mulatos y todo lo que es
plebe gritando: ¡Muera el virrey y cuantos
lo defendieren!’, y los indios: ‘¡Mueran los
españoles y gachupines (son estos los venidos
de España) que nos comen nuestro maíz!’,
y exhortándose unos a otros a tener valor,
supuesto que ya no había otro Cortés que los
sujetase, se arrojaban a la plaza a acompañar
a los otros y a tirar piedras.»
7
Infortunios 1902, 14.
8
El último y más significativo de los trabajos
al respecto es el estudio de Estelle Irizarry.
Este se centra en un análisis por ordenador
en que se compara los Infortunios con otras
crónicas pseudoperiodísticas contemporáneas
de Sigüenza, con la intención de cuantificar
el número de palabras y expresiones que
pueden atribuírsele a él o a Ramírez. Ver
Estelle Irizarry, «Análisis por computadora:
datos signi-ficativos,» en Carlos de Sigüenza
y Góngora, Infortunios de Alonso Ramírez. Ed.
Estelle Irizarry (Río Piedras: Editorial Cultural,
1990), 51-65.
9
Ver Julie Greer Johnson, «Picaresque Elements
in Carlos Sigüenza y Góngora’s Los Infortunios
de Alonso Ramírez,» Hispania 64.1 (1981):
60-67; J. S. Cummins, «Infortunios de Alonso
Ramírez: ‘A Just History of Fact’?» Bulletin
of Hispanic Studies 61.3 (1984): 295-303;
Álvaro Félix Bolaños, «Sobre las ‘relaciones’ e
identidades en crisis: El ‘otro’ lado del ex-cautivo
Alonso Ramírez,» Revista de crítica literaria
29 Revolución y Cultura
Comidas para
Julio Pazos Barrera
Comentaré dos documentos
que informan sobre ingredientes y otros materiales que se
dispusieron para preparar las
comidas que Quito y Cuenca ofrecieron
al Li-bertador Simón Bolívar.
Para empezar describiré los documentos. El primero se encuentra en poder de
la historiadora Tamara Estupiñán Viten.
Se trata de dos amarillentas hojas de papel
que contienen una lista escrita con tinta. La
historiadora Estupiñán recibió estos papeles
como legado de su familia paterna. Uno de
sus antepasados llegó a Quito en el séqui-to
del Libertador y se quedó en esta ciu-dad.
El documento, cuyo título es Lista de los
necesarios para la comida del Libertador
Simón Bolívar, no lleva fecha. De modo que
para ubicarlo en el tiempo, sólo queda el
camino de la deducción. El Liberta-dor estuvo
en Quito en seis ocasiones. La re-cepción, de la
que da cuenta parcial el docu-mento, pudo haber
ocurrido en la primera o segunda permanencia. Esto
es: entre el 16 de junio y el 28 de junio de 1822, o entre
el 7 de noviembre y el 8 de diciembre del mismo
año. Las otras permanencias fueron muy fugaces y
durante la quinta, entre el 17 de marzo y el 22 de mayo
de 1829, el Libertador se encontraba muy enfermo y
los acon-tecimientos políticos eran en extremo graves.
No eran días para banquetes.
La comida debió ocurrir en uno de los doce días
de la primera permanencia. Las causas son casi
obvias: era la primera vez que el Li-bertador se
encontraba en Quito. Los criollos que
se salvaron de la purga antirrealista,
que se efectuó entre 1810 y 1822,
debieron encontrar en Bolívar
su redentor. Su presencia
significó el fin de la lucha por
la supervivencia, puesto
que algunas familias
criollas que apoyaron
Revolución y Cultura
Simón Bolí-
a la Junta Soberana de Quito fueron casi ex-terminadas;
verbigracia, la familia Montúfar. Cosa igual ocurrió con el
clero, aunque en este caso –como se ve-rá más adelante–
el interés de homenajear a Bolívar significó un posible
ascenso a un obispado.
La misma noche del 16 de junio se ofreció un baile de gala
en casa de la familia Larrea. Según la práctica que se adoptó
en esos días, las familias concurrían al baile con el afán de
presentar sus hijas al cuerpo militar vencedor. La esperanza
de los padres era la posibilidad de un matrimonio con
alguno de los gallardos ingleses, franceses o americanos
que integraban el Estado Mayor de Bolívar. En este baile, el
héroe se relacionó con Manuela Sáenz de Thorne. Pero la
suculenta comida debió ocurrir un día después o algo más
tarde, siempre antes del 28 de junio. No pudo ser durante
el baile porque el volumen de los ingredientes indica que
se preparó comida para más de mil quinientas personas.
El convite pudo realizarse en un convento o en una casa
de campo. Mas, hasta el momento, no se conocen estos
datos.
La lista contiene algo más de sesenta y cinco items. Dos
de ellos se refieren a una mula de leña y a veinticinco de
carbón. Los demás aluden a los géneros alimenticios.
Los cárnicos incluyen dos terneras medio gordas,
cuatro puercos gordos, ocho carneros muy gordos,
una vaca gorda, cuatro cabritos gordos, ocho perniles
curados, cincuenta conejos. La volatería es de dos
clases, a saber: la doméstica, que incluye cuatro pavos
gordos, ochenta pollos, cuarenta gallinas, ocho capones,
ochenta pichones; y la de cacería, que consta de cuatro
patos, ochenta tórtolas, cincuenta perdices, doce pavos
de monte y veinticuatro palomas torcazas. El pescado
estuvo presente mediante dos arrobas de peje escogido
y dos bagres. Finalmente, los cárnicos incluyeron dieciséis
lenguas, dos pesos de sesos, dieciocho lomos de res y
cuatro pesos de criadillas.
El conjunto de alimentos vegetales presenta los siguientes productos con sus cantidades y en algunos
casos los valores: cuatro pesos de coliflor, dos pesos de
lechugas buenas, cuatrocientas alcachofas, y una mula
de col de Chillogallo, una mula de col de Pomasqui, dos
mulas de cebolla de Machachi, una mula de cebolla
de pepa de Machachi, una mula de ajo, tres pesos de
tomate, dos pesos de perejil, dos mulas de alverja, dos
arrobas de pallares o tortas, una arroba de garbanzos,
dos arrobas de arroz entero, una arroba de almendras,
una arroba de pasas, una arroba de pimienta negra, dos
arrobas de clavo, una arroba de comino, dos onzas de
azafrán, una libra de canela, dos pesos de ají colorado,
cuatrocientas aceitunas, un tercio de manzanas aunque
sea verdes, un tercio de duraznos aunque sea verdes; un
peso de yuca, otro de camotes, otro de zanahorias, otro
de plátanos, un tercio de pepinos pintones y dos libras
de orégano de Castilla. Hay que agregar a este grupo
una mula de harina.
El aceite y las grasas que se utilizaron fueron: una botija
de aceite, catorce bollos de mantequilla y cuatro pesos
de manteca.
El vinagre y el vino de cocina fueron: ocho frascos de
vinagre de Castilla, doce frascos de vino Carlos y dos
frascos de vino Generoso.
La lista concluye con estos ingredientes: cuatro cajones
de huevos de dos en carga, un tercio de sal, seis panes
de azúcar y dos pesos de leche.
Conviene decir algo sobre las medidas. Se habla de
mulas: comúnmente, es el conjunto de las cargas que
acarrea la mula, una a cada lado. Estas cargas, según
el Diccionario de la Academia, se denominan «tercios».
Convertir a libras estas cantidades es infructuoso. Igual
ocurre con los bollos y los panes. Sencillamente, no se
puede calcular la cantidad que se compraba con un peso.
Un balance somero de la carne que se preparó arroja
algo así como dos mil cien libras. Si cada comensal se
benefició con una libra –aunque algunos pudieron no
saciarse con dos libras–, se tiene que el festín alcanzó
para mil quinientas personas, más o menos.
El segundo documento se conserva en el Museo
Particular «Manuel A. Landívar», de Cuenca. El original
se presenta con una transcripción a máquina ejecutada
por el Dr. Manuel Agustín Landívar. Contiene varias listas
y otras informaciones útiles para reconstruir, sobre todo,
usos y costumbres.
Bolívar llegó a Cuenca el 8 de septiembre de 1822. Se
hospedó en la casa denominada «Chaguarchimbana»,
y su guardia de honor, en la casa de Jacoba Polo, en
el centro de Cuenca. La comida se realizó en alguna
fecha anterior al 30 de septiembre, puesto que con esta
fecha aparece una constancia de gastos y la entrega de
veinte pesos y siete reales que el canónigo Pedro Ochoa
adeudaba a la Superiora de las carmelitas y que restaban
de los cuatrocientos pesos de los fondos del Tesorero de
Diezmos. Por el contenido de la constancia se deduce
que la recepción se realizó en algún día anterior al 30
de septiembre.
Brevemente me referiré a las cinco partes del documento.
El título de la primera es «Sobre el libramiento de
quinientos pesos para el refresco del Excelentísimo
Libertador», Se trata de una acta de Cabildo Extraordinario
que efectuaron el deán y los canónigos de la Catedral
de Cuenca. Se reunieron el deán Fausto de Sodupe;
el canónigo de Merced, José Mexía; el racionero José
de Granda, el racionero Bernardino Albear y el medio
racionero Dr. Juan Aguilar y Cubillas. Se hizo constar a
Doctor en
Literatura,
notabilísimo
poeta ecuatoriano, autor
de una extensa
obra lírica
y estudioso
de la cultura
culinaria.
31 Revolución y Cultura
los ausentes: Maestrescuela José María Landa, canónigo
Pedro Ochoa, canónigo Andrés Villamagán y racionero
José Miguel Carrión. Contiene alguna aclaración sobre
los fondos y el aporte del deán. La sesión ocurrió el 20
de julio de 1822.
La segunda parte trae este encabezamiento: «Planilla
de gastos hechos en las dos mesas que se le pusieron
al Excelentísimo Señor Libertador, Presidente de La
Re-pública, de la comida y refresco por el Excelentísimo
Cabildo Eclesiástico, rendida por la Reverenda Madre
Priora de las Carmelitas Descalzas de esta ciudad, María
Josefa de Jesús y los Arcángeles». Esta planilla se fechó
el 25 de abril de 1823.
A continuación se añade una lista de compras ordenada
por el Canónigo Pedro Ochoa, del 5 de agosto de 1822.
Es decir, de compras que se realizaron antes del acontecimiento.
Luego viene la constancia de otros rubros y la devolución
de unos pesos a la Madre Superiora, por parte del
Canónigo Ochoa, del 30 de septiembre de 1822.
Y por último se resume todo en una demostración de
gastos, a los que se añaden las pérdidas que resultaron
de las dos mesas. El costo de la pérdida fue de algo
más de doscientos pesos, que la Tesorería de Diezmos
había asumido. Se resolvió que el resarcimiento se
liquidaría mediante descuento de las rentas de todos
los integrantes del venerable Cabildo. Esta última parte
corresponde al 10 de junio de 1823. Se puede decir
que en este día la Madre María Josefa de Jesús y los
Arcángeles, a la noche, pudo conciliar serenamente el
sueño, durante las pocas horas que las monjas carmelitas
descalzas duermen.
Procederé como en el caso anterior, en lo que a los items
se refiere. Para estas mesas son sesenta items, aparte de
la leña y el carbón.
Las carnes son de puercos gordos, lechones, terneras,
borregos, cabritos, perniles, lenguas secas. De aves
domésticas: gallinas, pollos, pavos, patos. Y de pescado:
dos arrobas de róbalo.
Los vegetales son: arroz, aceitunas, maíz blanco, trigo,
anís, ajonjolí, garbanzos, ñutas, pimienta, comino,
cebollas, ajos, azafrán, pepita de melón, cacao, canela,
chuño, canela de Ceilán.
La lista se completa con sal, azúcar, vinagre, vino,
aguardiente resacado, huevos, leche, mantequilla,
quesos y ron. Además de dulces de higos y peras. Se
hace constar el flete para la nieve.
En otra lista aparecen almendras, canela de Ceilán, maní,
pasas, clavo, aceite, café, té. Además de los licores: tres
docenas de resolis, una botija de aguardiente, cuatro
cajones de coñaque, diez cajones de vino Burdeos, una
caja de vino Champany, un frasquerón de ginebra y seis
botellas de vino moscatel.
A diferencia del documento de Quito, en este se incluyen
los siguientes materiales: papel para adornos de las
mesas, velas de sebo para iluminar la casa del refresco,
ceras del norte para faroles, piezas de seda para ramo
de adorno de la mesa del refresco, lana para manteles,
madera y clavos para armar mesas, el flete de canoa en
Yaguachi y de mulas para llegar a Cuenca; comida, pan
y bebidas para la servidumbre (peones) y el jabón para
Revolución y Cultura 32
lavar manteles y ropa de mesa.
Ocurrió que en los actos, comida y refresco, se perdieron
muchos objetos. Igual, la lista trae el pormenor de
cucharas de plata, ponchera, platos de cristal, botellas
de cristal sisadas de oro, vasos dorados, servilletas,
fuentes de loza chicas y grandes, platos blancos grandes
y pequeños, tacitas y tazas de café, cazuelas, ollas, mantel
pequeño, tenedores de plata y un paño de manos. En
otras palabras, la pérdida fue cuantiosa.
Hecha esta descripción pasaré a indicar, por deducción y
a partir de ciertos datos, especialmente consignados en
el documento de Cuenca, las viandas que se sirvieron.
En Quito se ofreció: puchero con carnes y frutas, peras
y duraznos, a la manera de las Islas Canarias, asados de
carne macerada con aguardiente y muy condimentada,
aves domésticas asadas y con salsa, aves de cacería
asadas, conejos asados o con salsa, perniles, lenguas
secas, tortillas de sesos o canastas de hojaldre rellenas
con sesos, pescado escabechado, lomos de res rellenos,
criadillas emborrajadas, ensaladas de lechuga y tomate,
ensaladas de pepinillo y coliflor, cascos de alcachofa. Para
los postres pudieron ser: tortas de harina con almendras
y dulce de leche.
En el caso de Cuenca hay dos momentos: la comida y el
refresco. En la comida pudo haber: puchero con car-nes y
frutas, peras y duraznos, a la manera de las Islas Canarias,
pavos rellenos, patos asados, róbalo escabe-chado,
ternera con salsa, borrego asado, lechones hor-neados,
arroz cocido, mote pelado, pan de trigo con ajonjolí,
quesos con ají. Los postres presentaron helados y dulces
de fruta.
Para el refresco, en cambio, se prepararon chocolate,
café y té. Todo acompañado con galletas de chuño o
almidón con anís y almendras, tortas con pasas y dulces
de maní.
La información de Cuenca es casi completa, porque
además trae la carta de licores. En principio, el mismo
tipo de licores se brindó en Quito.
Advierto que, salvo la explícita mención del puchero
en el documento de Cuenca, las viandas y postres son
deducciones. El escabeche de pescado es otra fuerte
posibilidad. Así también el mote pelado de Cuenca –¿si no,
para qué otra cosa se necesitó tanto maíz blanco?
A la vista de las dos cartas surgen algunas conclusiones,
que presentamos a continuación. El tipo de comida es
marcadamente español, pero hay también una presencia
americana. Figuran el ají, el cacao, el maíz blanco, el
tomate, la yuca y el camote. Es curioso que no aparezca
la papa. Por ser además comida oficial, el colorante es el
azafrán y no el humilde achiote. El pavo, originario de
América, tiene ya un importante espacio. En todo caso,
parece que el puchero era el potaje obligado. Puede
suponerse que esta composición, netamente española,
ya incluía productos americanos como la yuca y el
camote. Un aspecto también curioso es la adición de
frutas: duraznos y peras, tal como se lo prepara en las
Islas Canarias.
Es notable la ausencia de papas. Aunque se la nombra
ya en la crónica de Cieza de León y se la menciona con
entusiasmo en el libro de W. Stevenson, el secretario
del Conde Ruiz de Castilla, veinte años antes de estos
acontecimientos. He de suponer que no se la tomó en
cuenta por considerarla un alimento muy popular y
por tanto, común. Otras fuentes señalan que el locro
era la sopa más apreciada por la población, como se
dice en el libro de viaje del primer diplomático español
acreditado en Ecuador después de la independencia,
ante el gobierno de Robles, Joaquín de Avendaño. En
consecuencia, la falta de la papa pudo ser un síntoma
de modernidad, si doy crédito a Montalvo. Cuando el
escritor la defiende dice que los europeos la consideraban
perjudicial. Más que modernidad atribuyo su ausencia
al uso popular, y en que tratándose de tan importante
suceso, se debía buscar algo más sofisticado.
Del documento de Cuenca se desprende la in-formación
sobre usos y modales. Por la lista de los pedidos se
advierte que la vajilla era de plata, cristal y losa. Se habla
de cucharas y tenedores de plata, mas no de cuchillos.
Los tenedores pudieron ser de tres puntas, tal como se
los ve en algún cuadro del siglo XVIII. La loza era blanca
e importada. Platos y fuentes que se perdieron fueron
motivo de reclamo y hubo que reconocer su costo y
respectivo pago a los propietarios.
Desaparecieron o se rompieron platos, botellas y vasos
de cristal. El gran aprecio que se tenía a estos objetos se
revela en la descripción de los detalles de su servicio,
color y sisados de oro. Se entiende este aprecio cuando
se considera que estos objetos eran mani-festaciones de
lujo y riqueza. En la Presidencia de Quito no se trabajó
el cristal y por tanto había que traerlo de distantes
lugares.
Tomada en cuenta la importancia de los acon-tecimientos
no se podía dejar de lado ningún detalle. Con mucho
cuidado se decoraron las mesas. Para la del refresco
cuencano se confeccionó un gran centro, con piezas
de seda y otros materiales que se adquirieron al efecto.
Se iluminaron los interiores con velas de cebo, cirios y
faroles.
Dada la mención al paño de manos que también
desapareció en el convite de Cuenca y que un destino
parecido les tocó a las once servilletas, se deduce que se
utilizaban las manos para desmenuzar las carnes. Una
persona de servicio llevaba este paño y lo acercaba a
cada uno de los comensales.
En la comida de Quito las aves del monte tienen un
importante papel. Estas debieron capturarse en la
selvática zona del noroccidente, no muy distante de
la ciudad. Contrasta la presencia de helados en la recepción de Cuenca. El hielo más cercano se encontraba
en el Chimborazo. Pero los dos detalles demuestran que
las recepciones se esmeraron por presentar lo mejor que
cada ciudad podía ofrecer.
De Quito se desconoce quién o quiénes financiaron la
comida. Tampoco se sabe quién la preparó. En cambio las
de Cuenca fueron financiadas por el Cabildo Diocesano
y encomendadas a la superiora de las Carmelitas
Descalzas. Cabe hacer notar que por esos días la sede
obispal de Cuenca se encontraba vacante. También no
hay que olvidar que Bolívar conservó el mismo sistema
que la Corona Española logró como privilegio, el asunto
del nombramiento de obispos, es decir, Bolívar tenía
la capacidad de presentar candidatos ante la Santa
Sede. ¿Hubo en los entretelones de estas recepciones
un escondido interés? No tengo respuesta; pero las
comidas siempre fueron encuentros propicios para
resolver problemas, diseñar planes y en ocasiones, para
terminar con todo.
En síntesis, coquinaria de origen español, ingredientes
nativos como el maíz y el ají, especias y licores importados
de Europa –algunos de distantes lugares como la canela
de Ceilán– configuran estas mesas criollas.
Se ha dicho ya que la Independencia política no significó
una ruptura drástica de la tradición cultural. Tal vez
cambió la relación comercial de productos. Mientras
en los días de W. Stevenson, es decir, veinte años antes,
sólo se permitía el comercio interno y cuando más con
España, en los días de la Gran Colombia hay una apertura
al comercio con otros países.
Desde otro ángulo, se puede advertir el modo de ser del
criollo. La ausencia de la papa, el desdén por el achiote,
muestran los conflictos de clase. Era otra la comida del
ciudadano común y pobre, del campesino indio.
*Texto presentado en Congreso celebrado en Popayán
sobre temas de Cultura y Gastronomía en el 2005.
Julio Pazos, cuando
vino a La Habana como
jurado del Premio de
Literatura Casa de las
Américas de 1990. Foto:
Ernesto Fernández.
33 Revolución y Cultura
LA CIUDAD SE BIENALIZA.
DINÁMICAS URBANAS
EN LOS
Israel Castellanos León
l focalizar la ciudad, la Novena Bienal de La
Habana revisitó un tema que desde hace algunos años ha estado en boga en las artes
vi-suales del mundo. Bien por la creciente
explosión demográfica en las urbes, o por ser el arte
un hecho esencialmente urbano que se produce,
circula y con-sume básicamente en las poblaciones
urbanizadas.
Por su alcance coral, este fenómeno resultó especialmente notable en el 2003. En dicho año, la VIII Bienal
de Estambul promovió «instalaciones o intervenciones
directas en la arquitectura»1 en diversos puntos del
tegumen urbano de la capital turca. La LI Bienal de
Venecia dedicó un espacio a la Shanty City, es decir:
a «la ciudad tugurio, la ciudad favela, la ciudad villa
miseria o la ciudad chabola».2 Esta exhibición –donde
participaron también arquitectos– fue organizada por
el curador argentino Carlos Basualdo, quien afirmó en
el catálogo que su intención era reivindicar no sólo la
«ciudad informal» sino también el «espacio sim-bólico de
resistencia», según es visto por sus habitan-tes, entre los
cuales se encuentran «los intelectuales y artistas».3
Para la II Bienal de Valencia (España), su director Luigi
Settembrini «adoptó de entrada una actitud ambiva-lente
que, en un sentido, considera a la ciudad ideal no como
el calificativo de una ciudad concreta, deter-minada, sino
como otro de los nombres de la utopía [...] Y en el otro,
pone en duda que ese idealismo de las formas perfectas,
ya sean políticas, arquitectónicas o urbanas, tuviese
algún sentido en esta época dominada por megalópolis
irremediablemente heterogéneas y conflictivas. De allí
que afirmara […] que su tema no era la Ciudad Ideal sino
‘el arte de ser ciudad’. Y que añadiera a renglón seguido
que ese arte es sobre todo el de la comunicación de las
diferencias y entre las megalópolis».4
A estas referencias podrían agregarse las Iconografías
Urbanas abordadas por la XXV Bienal de São Paulo (2002),
antecedente mencionado por uno de los curadores de
la IX Bienal de La Habana, José Manuel Noceda, quien
aludió también a otras notorias cura-durías relativas al
tema: Todo incluido. Imágenes urbanas de Centromérica
(Madrid, 2004) y Ciudad múltiple (Panamá, 2003), entre
otras. No obstante, Noceda señaló oportunamente que la
Revolución y Cultura 34
actual cita habanera era la cristalización de acercamientos
pun-tuales incluidos de manera «premonitoria» en
ante-riores convocatorias del evento, como el Taller de
Julio Le Parc en 1986 y el Taller de Cometas Chinos en
1991: intervenciones en espacios abiertos que, desde la
condición lúdicra, involucraron al público asistente.
Con el lema Uno más cerca del otro, la VII Bienal de La
Habana (2000) pretendió, de manera ya más deliberada,
que la ciudad fuera un espacio para el intercambio
y no un mero set o soporte donde se integraran
manifestaciones distintas de la creación visual: murales,
gráfica, esculturas… Se buscaba que las áreas urbanas
y los espacios arquitectónicos devinieran en algo más
que objetos de representación mimética, parcial, fabular,
descontextualizada, identi-ficable o irreconocible. Y esa
interacción más abierta entre el público y la obra artística,
en tanto expresión del vínculo arte-vida, halló expresión
en las acciones de un grupo de artistas en el barrio San
Isidro, en La Habana Vieja. Fue un tipo de experiencia
continuada por otros creadores en la siguiente Bienal,
durante la cual se incidió en comunidades un tanto
marginadas o periféricas: el reparto Alamar, y la
ciudadela o solar La California. Pero en la más reciente
versión bienalera, la estimativa se proyectó de manera
más integral. A partir del lema Dinámicas de la cultura
urbana, los curadores se propusieron resaltar algunas
aristas de la ciudad que interactúan con los habitantes
y de algún modo condicionan sus sentidos, hasta lograr
una percepción más totalizadora y transdisciplinaria que
incluye los modos de ver, oír, tocar, oler y degustar.
El diseño gráfico –que en la edición del 2000, y a tra-vés
del afiche de cine, quedó representado como medio
de promoción/comunicación cultural devenido en
objeto de culto– fue mostrado ahora, a través de la
fotografía, como denuncia o referencia sociológicas.
Así, el grupo argentino Cartele expuso registros de
letreros acompañados o no por imágenes, espontáneos
u oficiales, encontrados y escogidos con un gran sentido
irónico. En la misma sintonía estaban varios trípticos del
cubano Eduardo Rubén, con imágenes contrastantes, y
hasta contraproducentes, a partir de situaciones críticas
causadas por el deterioro o la desidia. El brasileño José
Guedes articuló secuencias a partir de la abundancia
y variedad tipográfica, en un país latino, de lo que en
lengua inglesa denota pro-piedad y negocio: la ‘s. Y el
colombiano Álvaro Ricardo Herrera dispuso muestrarios
con apropiaciones de ofertas laborales. Todas estas
obras pudieron ser apreciadas hasta el 27 de abril en la
sede principal del evento: La Cabaña, institución que
concentró a unos noventa y tres de los aproximadamente
doscientos treinta artistas invitados, procedentes de
cincuenta y dos países de todos los continentes.
Pero la gráfica también salió a la calle. Como si radiografiara el interior de un «camello» –en este caso, un
M-2–, el brasilero Guaraci Gabriel cubrió con pegatinas el
exterior de ese popular medio de transporte de la capital
cubana, con lo cual relativizó visualmente la demarcación
entre lo íntimo y lo público. Este fue un exponente de
los llamados proyectos itinerantes de la Novena Bienal,
que tomaron los espacios abiertos como escenarios
de acción y resultaron tal vez más numerosos que en
otras ediciones. Así, la colombiana Margarita Pineda
recorrió la ciudad con sus trueques de ropas nuevas
por otras usadas y preñadas de historias, que desplegó
luego en La Cabaña junto a la cartografía urbana y la
documentación en vídeo de ese trabajo de campo.
Como al descuido, el dueto FA +, integrado por la sueca
Ingrid Falk y el argentino Gustavo Aguerre, fue dejando
huellas de color áureo en los sitios más insospechados:
aceras, tragantes, separadores viales, esquinas… Fue una
intervención que en un inicio sufrió una réplica mediante
la restitución conservacionista con pintura negra. Y sí
tuvo una contraparte o comple-mentariedad artística
en la obra de los argentinos Ingrid Sinzinger y Federico
González, quienes expusieron en un recinto interior –La
Cabaña– doradas impre-siones a relieve tomadas –sobre
todo– en calles de Buenos Aires, como testimonio de las
Alejandro González,
1:41 a.m, 21 de mayo
de 2005, Vedado
Spencer Tunick, Chile 2,
c-print, 220 x 180 cm,
2002.
35 Revolución y Cultura
inscripciones impresas por el Estado y las marcas legadas
por la «mugre biográfica» de la ciudad.
Una operación de signo contrario fue ideada por el cubano Carlos F. Montes de Oca, quien en su performance
callejero de higienización de La Habana, fue dejando
impreso en cestos de basura un texto controversial: «el
arte purifica». Mientras, su coterráneo Franklin Álvarez
confinaba bajo un techo de La Cabaña una instalación
más adecuada para ser vista en exterior, y consistente
en una plataforma con trampolines a diferentes
alturas, bajo los cuales esperaban conte-nedores
atiborrados de malolientes desperdicios en lugar de los
consabidos tanques de clavado repletos de agua (vital
y purificadora). Clavado –como se tituló la obra– bien
hubiera podido nombrarse Buceo, acorde con la popular
denominación para ese acto de hurgar en el basurero.
Pero el sentido sarcástico de la pieza iba un poco más
allá: el clavado implica la inexora-bilidad de un destino,
independientemente de algunas opciones –nivel de
altura y complejidad de las piruetas– que pueda tener el
clavadista: en este caso, el hombre actual, (in)definido o
presupuesto por elipsis, y abocado ineluctablemente a la
basura genérica, global, de la sociedad contemporánea.
Esta obra –que fue igualmente otra manera de recoger
los olores fuertes, descompuestos, de una ciudad– se
inscribió en esa pugna entre dos fenómenos materiales y
espirituales: la purgación y la inmundicia, antípodas que
se anulan y presuponen en cualquier lugar.
Pero como –a pesar de la filosofía de Leibniz y Pangloss–,
«un mundo mejor es posible» y cierta dosis de utopía
sigue anclada en el ideario –también ar-tístico– de
esta época, hay creadores que abogan por un estado
intermedio y preventivo: el de la inconta-minación.
A este se puede acceder gracias al buen uso de la
energía eólica, que no provoca polución am-biental.
Así lo sugirió la vídeoinstalación del cubano Edgar
Hechavarría, exhibida en La Cabaña, y cuyos molinos
de viento pudieran evocar, en algunas tomas y de
manera paradójica, motores de aviones. Parecía una
nueva ilusión quijotesca, descansada en la virtualidad
misma de la imagen digital en movimiento, proyectada
sobre el muro de fondo y separada del espectador por
una barrera de «torniquetes», barreras urbanas que
sólo permiten el paso hacia delante y sin retroceso.
Establecían, de hecho, una segregación entre el espacio
del campo y el de la ciudad, que el público podía superar
con su propia energía. Violar las empalizadas que una
vez fueron permisivas y luego devinieron traba(zón)
o permanecer en el lado «cita-dino», era una decisión
propia e irrevocable, pues una vez traspasada la divisoria
el público disponía de una salida y por otra parte.
Colindando con ella, una división transparente –como
los muros muchas veces invisibles que existen y dividen a ciudades en el mundo– exigía el cambio de
lugar para apreciar mejor, de un lado y otro, pinturas
del también cubano Ibrahim Miranda, que en la serie
Catarsis sigue explotando la relación entre los tejidos
urbanos y los animales. Se trata de una cadena de nexos,
de un ecosistema biológico e igualmente cul-tural en
su sentido más amplio: el englobado en el término
civilización, que incluye también la libertad de las
Revolución y Cultura 36
especies en las urbes. De este modo fue asimilable en la
vídeoinstalación del brasileño Eder Santos, emplazada
igualmente en La Cabaña, y en la cual la proyección de
imágenes de pájaros libres en la ciudad contra jaulas
metálicas vacías re-creaba sobre la pantalla de fondo
una realidad virtual, fabricada. Allí, el libre albedrío y
el aprisionamiento, la vida natural y el objeto muerto,
se yuxtaponían para conformar espejismos. Libertad y
encierro, vacuidad y ansia de posesión, devinieron así en
aprehensiones relativas.
Sobre un aspecto tan crucial como las barreras en la
ciudad también discursó la obra del dueto español
Anavia –Ángela Martínez y Daniel Quiles–, que sobre el
piso del Pabellón Cuba dispuso una suerte de pavimento
de colores llamativos, contrastantes y con texturas
sintéticas y reales, a manera de muestra y reclamo para
que en las ciudades actuales se tenga más en cuenta que
minusválidos y débiles visuales necesitan señalizaciones
especiales para orientarse y desplazarse mejor en las
áreas públicas. En este sentido se enrumbó también
la exposición colateral Ciudad para ciegos, del cubano
Arturo Montoto, montada en el Museo de Arte Colonial.
Por mediación de relieves y textos en braille, perceptibles
sobre la superficie de dibujos colocados en paredes de
un túnel oscuro e irregular, los (in)videntes podían palpar,
detectar, objetos abandonados en la ciudad: obstáculos
urbanos. Gracias a esta experiencia –que si bien no
resulta la primera en nuestro país, es de las pocas que han
sido o se conozcan–5 los ciegos también podían «leer» la
obra artística a través del tacto: otro de los sentidos que
propiciaba así la Bienal.
La potenciación de lo táctil quedó asimismo evidenciada
en la muestra de otro representante de la Antilla Mayor
(Rigoberto Mena), invitado oficial que insertó sus obras
en el espacio dejado por un edificio demolido en la calle
Empedrado. Allí expuso fotogra-fías que recreaban los
efectos texturales de paredes desconchadas, como las
mismas que les servían de fondo y habían sido motivo
de inspiración de an-teriores pinturas suyas. Por otro
lado, con la exte-riorización de relojes contadores de
electricidad, introdujo en su creación una objetualidad
que a su vez era simulada en imágenes fotográficas.
Recreaba, en fin, un environment donde referentes y
resultado artísticos se mimetizaban.
El sabor dispuso de espacio para la exhibición en el
Convento de San Francisco de Asís, en La Habana
Vieja. Tras una labor de familiarización e indagación
en el seno de la población habanera, el catalán Antoni
Miralda contextualizó –entre otras muestras tomadas
en otras naciones– una referida a la cultura popular
culinaria de Cuba. Y lo hizo a través de expresiones
y recetas escritas en forma de graffitis, utensilios de
cocina, platos servidos y alimentos crudos de la canasta
básica. Mientras que en otra propuesta de naturaleza
antropológica –Planeta blanco–, los franceses Anne y
Patrick Poirier acudieron a un producto emblemático de
la economía y el paladar del cubano: el azúcar (refinado),
tan involucrado en la dieta e idiosincrasia del criollo.
Por su parte, la noruega Sissel Tolaas realizó una obra
a partir de emanaciones características de La Habana y
que, a su juicio, la identificaban entre otras ciudades del
mundo. Así, tiras con los aromas a café, tabaco, mar; y
un panel impregnado con el olor a sudor, pudieron ser
olfateadas en un cubículo interior del mismo Convento.
Y aunque no lo tenía contemplado, la muestra colectiva
La dinámica de un viaje incorporó los miasmas de una
fosa desbordada, que de forma rotunda incidieron
en el espacio intervenido por una tropa de artistas
cubanos –bajo la coordinación del arquitecto Augusto
Rivero Mas– para contrarrestar un tanto la apatía que
provoca el «no lugar»: ese ámbito público –aeropuerto,
estación de transporte terrestre, medio de transporte
colectivo, etc.– donde se verifican estadías y contactos
provisionales, como la sala de espera en la Terminal de
Trenes y Ómnibus La Coubre.
A otra base de transporte de la capital –la del Calvario–
pertenece el «camello» reanimado por el cubano
Guillermo Ramírez Malberti, quien en su proyecto
itinerante se propuso graficar, a través de la pintura,
situaciones que pueden tener lugar en un metrobus
como ese M-6 sobre cuyo exterior pintó en jornadas
forzadas y nocturnas. Recontextualizó con sentido
paródico la iconografía del antiguo arte de Egipto, país
donde es común el camello, animal, que además de
mercancías suele cargar a seres humanos. Aun cuando
Malberti, desde algún tiempo atrás, venía haciendo en
soporte bidimensional (papel y lienzo) propuestas de este
género, su intervención tuvo un antecedente concretado
en Cuba por Eduardo Expósito en el año 2002. Mas, para
su Galería rodante, este otro creador del patio convocó
a varios artistas a pintar carrocerías de automóviles,
medios de transporte de propiedad personal. Y si bien
los carros no eran necesaria ni exclusivamente de uso
individual, la pintura de estos requería la anuencia
del dueño, quien conocía de antemano el proyecto.
Sin embargo, el propietario y usuario habitual de los
metrobuses –el pueblo– tuvo una sorpresa agradable
–para la mayoría– cuando vio rodar por el día, con sus
bramidos característicos, a los camellos intervenidos por
Guaraci y Malberti.6
Los ruidos/sonidos de la ciudad, ese bullicio de la
cotidianeidad también incorporado a la práctica artística,
estuvo representado en Proyecto personal, una de las
muestras colaterales y colectivas que tuvieron lugar en el
Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA). La superposición
de imágenes de peatones en movimiento, acompañadas
por la algarabía ambiental, fueron registradas en un
audiovisual por James (Jimmy) Bonachea y proyectadas
en el interior de un elevador de aquella institución. Fue
un aquelarre visual y auditivo en flagrante contrapunteo
con la vecina proyección de Metrópolis, conocido filme
silente7 de Fritz Lang versionado por Luis Gómez, y que
ratificaba la vigencia de problemáticas concer-nientes
a las megalópolis abordadas en 1926 por el cineasta
alemán. Por su parte, el habanero Ernesto Leal discurrió
en un silencioso vídeoarte sobre un concepto de por
sí tan controvertido como el de patria, a partir del
movimiento constante de la tierra, la indefinición misma
del lugar.
Esta, la proyección de vídeos, devino en otra manera de
intervenir, con sonido o no, en la arquitectura cita-dina.
También en otra muestra colateral en los interiores del
De arriba hacia abajo:
Carlos Saura, Sin título,
fotografía pintada.
José Guedes, S, 2006,
fotografía, dimensiones
variables.
Foto: Ricardo Rodríguez
Grupo Cartele, 2006,
materiales diversos.
Foto: Ricardo Rodríguez
Franklin Álvarez,
Clavado, 2006, materiales diversos.
Foto: Alberto Pável
Dueñas.
37 Revolución y Cultura
MNBA, artistas cubanos «tomaron por asalto» espacios
no utilizados habitualmente para exhibir obras. Pero la
urbe habanera también se reanimó con la proyección
de vídeos sobre muros exteriores, como los exhibidos
por el brasileño Eduardo Srur y el colectivo alemán
Black Hole Factory sobre una pared del hotel Habana
Libre. Y aunque un ciclo fílmico adjunto, relacionado
con el tema de la ciudad, tuvo como sede al cine La
Rampa, el programa central de la Bienal implementó la
muestra Ciudad-Vídeo, con audiovisuales de unos quince
artistas extranjeros que se proyectaron en el interior del
Pabellón Cuba.
Desafortunadamente distribuidas, en esta institución
se exhibieron otras creaciones de invitados oficiales
al evento. Una excepción fue Des vêtements attachés
(Vestimentas atadas), del canadiense Mario Duchesneau,
autor de –en un inicio, imponentes, nutridas– cortinas de
ropas usadas y colgantes que confundían sus identidades
primigenias a la entrada misma del recinto expositivo.
Resultaba una proyección inversa a la de una de las
figuras más encumbradas que participó en esta Bienal: el
fotógrafo norteamericano Spencer Tunick, quien expuso
en el Centro Wifredo Lam registros de sus multitudinarias
convocatorias de personas totalmente desnudas, individuos de ambos sexos y diversas «razas» compacta-dos
en enormes espacios públicos, y cuyas personali-dades
también se confundían por la adopción de una postura
uniformadora. En ambos casos, podría pensarse en
fracturas entre lo personal y lo colectivo, entre el yo y el
otro. La función simbólica del atuendo, esa otra forma de
la visualidad urbana que incluye también el gesto, quedó
asimismo subrayada con la exhibición, en el Pabellón
Cuba, de otro proyecto colectivo de la Bienal: el Taller
de Vestuario Alternativo, donde diseñadores de ropa,
fotógrafos y artistas de la plástica permitieron mostrar
ropas que, por su carácter altamente experimental, no
serían presentables en otros ámbitos sociales que no
fueran los del arte. Como los ropajes en papel grabado,
o nylon impreso, que portaban mujeres-maniquíes en el
Taller de Serigrafía Artística «René Portocarrero», donde
tuvo espacio la parodia de un atelier de alta costura. En
el seno de esa exposición colateral –titulada Lo real…
es maravilloso– se mezclaron también fotografías de
la ciudad cosidas, y documentaciones de modelajes
performáticos.
Enfocada en las dinámicas de la cultura urbana, la
Bienal incluyó otras formas del llamado arte público
no ajeno a ediciones anteriores. Por ello dio cabida,
esta vez, a una muestra colateral de esculturas cubanas
contemporáneas organizada por el Consejo para el
Desarrollo de la Escultura Monumentaria y Ambiental
(CODEMA), en el mismo parque donde en 1986 habían
sido acogidas las obras de Le Parc. La nueva propuesta
–Esculturas en mi ciudad– reunió a un grupo de piezas
con el fin de continuar la promoción de esa modalidad al
aire libre y, a través de nuevos exponentes, recuali-ficar
estéticamente el entorno construido.
Asimismo, en esta Bienal se continuó con experiencias
de intervenciones/reanimaciones en comunidades
ur-banas. En esta ocasión fueron seleccionados dos
encla-ves periféricos. Uno fue Alamar, donde se habían
Revolución y Cultura 38
emplazado en la edición pasada algunas obras a la
intemperie, para el disfrute estético o la participación
lúdicra de los habitantes. Asimismo, y con la cooperación de sus moradores, habían sido reambientados/
reacondicionados algunos interiores de apartamentos.
Mas ahora tuvo lugar una acción plástica del grupo
Omni Zona Franca, portadora de un fuerte sincretismo
religioso; y el colectivo CubaBrasil colmó de pinturas
murales y grafittis los muros exteriores de la Casa de
Cultura, sobre los que dejó muestras del trabajo que
venía realizando en otras partes de la ciudad. En el
poblado de Jaimanitas –ubicado en el polo opuesto: el
oeste de la capital–, el cubano José R. Fúster ya ha-bía
comenzado a extender por el vecindario la expe-riencia
que antes había verificado en su propia casa, a la cual
convirtió en una galería permanente que imbrica
cerámica de su autoría con los espacios y funciones de
su vivienda. Pero esta vez Fúster convocó a otros artis-tas
–varios de ellos, de renombre– para contribuir en ese
antiguo empeño de quien soñó materializar su urbe de
casas cocidas en barro expuestas como instalación en
Galería Habana hace varios años y reeditar una ini-ciativa
similar a la del escultor rumano Constantin Brancusi en
el poblado de Targu Jiu. Los creadores invitados por
Fúster trabajaron en un mural colectivo. Fue un proyecto
abierto, susceptible de expandirse en un futuro por otras
calles de esa población costera e incorporar a otros
artistas. Se trató de un mural figu-rativo que resultó de
orientación contraria al mural pictórico, abstracto y sobre
lienzo convocado por Flavio Garciandía en su muestra
colateral. Auge o decadencia del arte cubano, realizado
y exhibido en el MNBA, estaba destinado a permanecer
fuera de la vista pública –enrollado dentro de un huacal–
por tiempo indefinido.
La IX Bienal incluyó asimismo el paisaje urbano, esa vía
tal vez más genérica y antigua de vincular la ciudad
con otras manifestaciones de la plástica, en este caso:
fotografía, pintura, vídeo y/o instalación. Esta modalidad paisajística, notoria en varias exposiciones colaterales, resultó casi prevaleciente en la central. Reveló
una gran variedad en correspondencia con la poética de
cada autor, sus diversos grados de búsquedas y lo-gros
expresivos. En este sentido, La ciudad y la fotografía,
La Habana 1900-2005 –colectiva oficial exhibida en
la Biblioteca Nacional José Martí– resultó un paneo
abarcador y revelador sobre la capital cubana, no
sólo por las diferentes ópticas autorales de creadores
cubanos y foráneos, las diversas técnicas y los distintos
momentos históricos, sino también por la variedad
de protagonistas captados por los lentes: la urbe en sí
misma, los personajes pintorescos o genéricos que la
han habitado o visitado, las ambientaciones interiores
que hablan por sus moradores, las gestas que la masa y
la ciudad han vivido…
En ese panorama de un siglo, el diseño gráfico ocupó
un lugar especial, como pasquín electoral o anuncio
comercial que colmaba la visualidad de las calles. Y el
Malecón constituyó otro foco de subrayado interés.
Este símbolo de la capital cubana fue incluso una de
las presencias más sugerentes en Manual de instrucciones, exposición colateral de refrigeradores exhibida
en el CENCREM (otrora Convento de Santa Clara). Allí
se mostró una cincuentena de refrigeradores antiguos,
y fuera de servicio, que fueron intervenidos por varios
creadores cubanos –consagrados o emer-gentes– con
desiguales resultados creativos: unos lograron explotar
felizmente al objeto como forma volumétrica cargada
de múltiples sentidos; y otros lo asumieron, con más o
menos fortuna, cual mero soporte para sus discursos
pictóricos habituales. Por demás, estos objetos ahora
considerados artísticos propicia-ron, el día inaugural, la
sorpresa participativa del hallazgo en su interior de frutas
y otros comestibles, con lo cual potenciaron también el
sentido del gusto.
En La ciudad y la fotografía… tomaron parte dos
fotógrafos que a su vez exhibieron independientemente en La Cabaña: Pedro Abascal, con imágenes que
captan el reflejo del entorno citadino sobre las vidrieras, proponiendo una mirada doble, superpuesta y
simultánea sobre la «realidad», dispuesta como si se la
recorriera entre las calles de una ciudad casi labe-ríntica; y
Alejandro González, con sus sociológicas instantáneas de
seres humanos en ambientes nocturnos y underground.
Registradas con hora y lugar precisos, estas fotos
documentales comulgan, en la intención de atrapar
el momento justo, con las pinturas de base fotográfica
y filiación impresionista de otro cubano que expone
en la misma sede: Enrique Camejo, quien desde hace
algún tiempo viene tratando de aprehender la visión
fugaz, la vertiginosidad de la vida actual en sitios de
La Habana muchas veces identificables. Pegadas ahora
entre sí como en un continuum visual, y con alternancia
de colores que resultaban como los flashes que hieren
Edgar Hechavarría.
Energía, 2006,
videoinstalación.
Foto: Cortesía del artista.
Poiriers. Planeta Blanco,
2006, materiales diversos.
Foto: Alberto
Pável Dueñas.
39 Revolución y Cultura
la retina cuando se transita sobre ruedas por la ciudad,
esas obras pictóricas de Camejo subrayaban la idea
de velocidad, por un lado, y por otro recordaban a los
fotogramas de una película fotográfica.
La pintura, de presencia acaso más numerosa que en
ediciones recientes, no tuvo un mayor peso cualitativo
que la fotografía ni el vídeo. Estas manifestaciones
reinaron al abordar el paisaje urbano, mas no arrojaron
un saldo general favorable. Constituyeron una graficación masiva de ajuste/sintonía con el tema de esta
Bienal, pero de manera también grupal lo hicieron
un tanto pedestremente. Con honrosas excepciones
–observables sobre todo en la representación de África–,
el conjunto expuesto en La Cabaña no sobre-pasó el
mero registro de situaciones locales intrascen-dentes
y/o enfocadas de modo chato; o la formulación de
analogías entre ciudades del mundo y la sede de la Bienal
a partir de indicadores socorridos como el estado de
sus construcciones… De manera que a pesar de haber
autores de varios países, no se percibía va-riedad de
soluciones o miradas.
Diversidad sí hubo, en cambio, en el forum teórico –Idea
2006–, que estuvo bastante ajustado al lema del evento.
Con ponentes de diversas procedencias que debatieron
durante dos jornadas, el coloquio fue organizado en
cinco bloques temáticos: Ciudad: arti-culación urbana y
espacio de representación; Nuevos signos de visualidad
urbana y el arte; Nuevos pro-ductores y nuevos públicos;
Dinámicas de lo global y procesos de supervivencia
urbana; y Problemas de la comunicación tecnológica
e interactividad urbana del arte. Acercamientos
desde el punto de vista teórico, o el constituido por
la praxis artística, aportaron una variedad que se vio
enriquecida por las intervenciones –cuestionadoras
o puntualizadoras– hechas por el auditorio. La del
canadiense Hervé Fischer y su con-cepción del sitio web
cual metáfora de la red urbana; la del curador canadiense
y artista del performance Richard Martel, con su enfoque
del arte contextual; y la del francés Nicolás Bourriaud
en torno a lo moderno y lo enraizado, fueron quizás las
ponencias más notables; pero todas fueron reunidas en
un folleto que además de memoria quedará como un
material de consulta para especialistas.
También se editó un tabloide con indicaciones muy
precisas sobre los lugares de exposición y los proyectos
de la muestra central, sin dejar fuera la relación y ubicación de las colaterales. Sucinto, impreso en papel modesto y en blanco y negro, esta suerte de «catálogo
popular» brindó las coordenadas fundamentales sin
obviar textos cardinales aparecidos en el catálogo de
lujo que, como la promoción gráfica general del evento, gozó también de un buen diseño. Sin embargo,
confeccionado a priori –al igual que en ediciones anteriores– el catálogo principal no fue memoria fidedigna
de esta Bienal: de sus obras, autores y emplazamientos
definitivos. Siguió siendo la memoria del proyecto
bienalero. Incluyó algún artista que finalmente no
participó, o ilustró con el boceto de la obra, o con la
pieza fotografiada en otro espacio de exhibición y país.
Como paliativo a esta situación, se decidió elabo-rar una
multimedia contentiva de la documentación fotográfica
Revolución y Cultura 40
de lo sucedido. De modo que, a más de complemento
–que demanda recursos para hacerse y ser distribuido
después entre los interesados, muchos de ellos ya
de vuelta en sus países respectivos– esa multimedia
devendría una «fe de errata». Se aduce que no es una
práctica instaurada en otras bienales del mundo imprimir
el catálogo más tarde, a partir del material reunido una
vez inaugurado el evento; pero, ¿no resultaría preferible,
en este caso, ir a contraco-rriente? Con su presentación se
podría incluso clausu-rar la Bienal, si mediara un tiempo
prudencialmente mayor de exhibición: digamos, entre
cuarenta y cinco días y dos meses. Se sabe que cada día
que trascurre eleva los costos de la Bienal, por cuestiones
de alquiler de espacio y de equipos, electricidad,
personal, etc. Y que la Bienal, de carácter no comercial,
no puede re-cuperar lo invertido en ella y menos aportar
otras ganancias que las espirituales. Pero sigue siendo
una pena que después de tantos esfuerzos y recursos
movilizados para hacer un evento de esta magnitud, se
realice una exposición tan relativamente efímera. Por
supuesto que en el acto de cierre no estarían presentes
todos los artistas que lo hicieron en el vernissage, pero
a todos se les podría hacer llegar el catálogo, como se
hará con la multimedia. Aunque el envío de este soporte
pesa y –desde luego– cuesta menos, el catálogo impreso
será en definitiva y por tradición, el que figurará para la
mayoría como la referencia por antonomasia –y quizás la
única– que conserven sobre lo que fue la Bienal.
Sin descartar eventuales tibiezas o espejismos curatoriales al seleccionar obras o autores, ni desconocer
la muchas veces inevitable diferencia entre el proyecto
presentado por el artista y su materialización, ni soslayar
a los imponderables de última hora, el insuficiente
presupuesto económico parece ser el factor que más
conspira contra una mejor concreción de los presupuestos teóricos del evento. Fue en gran medida gracias
al catálogo de una megaexposición realizada recientemente en París –África Remix– que se pudo hacer
una mejor selección de artistas de ese continente, del
que apenas se pudo visitar dos países. Si los curadores
hubieran podido viajar a Asia, en lugar de buscar
información por Internet, en esta bienal se habría
dispuesto de una presencia acaso más significativa del
arte de esa vasta región del mundo. Si algunos artistas
de otros lugares hubieran contado con más apoyo
financiero para la transportación propia o de sus obras,
habrían venido ellos mismos, o expuesto creaciones más
completas, o no se habrían aferrado a las más fácilmente
transportables: como las fotografías o telas, que pueden
venir enrolladas dentro de un tubo.
Es cierto que en casi toda muestra colectiva –y más en
una megaexposición como esta– no todos los exponentes alcanzan pareja calidad; pero que no sea por
falta de transportación, en un evento que desde hace
algunas ediciones además de obras cura a artistas. Las
bienales en todo el mundo demandan de ingentes
medios económicos, y la nuestra –como afirmó un curador– es desde y del Tercer Mundo, pero no sobre la
pobreza. Incluso, en ella participaron artistas que viven
y trabajan en el llamado Primer Mundo. Y aunque hubo
flagrante pobreza de imaginación en varias creaciones
expuestas, en no pocas de ellas se había invertido recursos algo costosos: vídeo/instalaciones, impresiones
digitales a gran formato, etc. A diferencia de otras
ediciones, las muestras de arte povera –hechas a partir
de materiales de desechos– eran escasas. Entre estas
se podrían mencionar la obra ya referida del cubano
Franklin Álvarez; y la de su compatriota Roberto Diago
–también en La Cabaña–, con su ya recurrente tugurización del hábitat expresada en minúsculas casas de
madera construidas con materiales deleznables y cuyo
environmment estaba complementado, sin embargo,
con una proyección en vídeo. También expresión de
uso de materias precarias fue la del brasileño Giulianno
Montijo, con su larga instalación de un conducto de
agua resuelta precisamente con pomos de agua vacíos,
desechados, y apuntalados por horquillas de madera.
Otras ingeniosas soluciones escultóricas a partir de
estos recipientes o «pepinos» fueron apreciables en
la Casa Benito Juárez, donde se exhibió otra muestra
ofi-cial de la Bienal: Agua-Wasser. La carencia y contaminación de este líquido vital es un problema acuciante a
escala mundial y especialmente en Ciudad de Méxi-co,
megalópolis habitada por más de veinte millones de
personas y cuyo origen ha estado asociado al agua.
Por ello, un colectivo de catorce creadores de diversas
naciones distribuyó sus obras en diferentes puntos de
la urbe, creando una nueva cartografía, cuya documentación general fue la que pudo exhibirse en la Bienal.
Es innegable que una buena obra puede lograrse con
pocos recursos cuando hay creatividad en el artista,
pero no es menos cierto que existen piezas cuya óptima
realización demanda de más recursos; y que la masividad suele conspirar contra la excelencia. Por ello, en
aras de una mayor calidad de los exponentes se debiera
concentrar más y mejor los medios al alcance. Habría
que reducir aún más la cantidad de artistas extranjeros
invitados, la cual sigue siendo alta, incluso si se compara con otras bienales del mundo que disponen de un
budget mayor.
Desde luego, la Bienal de La Habana crece más con
la inclusión en su programa general de exposiciones
cola-terales (oficiales) –esta vez aparecen unas sesenta
en total, bien colectivas o personales–,8 lo que no creo
que suceda en otras homólogas. Esta iniciativa que no
afecta (directamente) al presupuesto monetario de la
Bienal habanera, torna más amplio el muestrario del arte
hecho no sólo en Cuba, pues varias de esas muestras
–como Enjoy– incluyeron a creadores foráneos. Las
exposiciones adjuntas también han contribuido a convertir a La Habana en «una gigantesca galería plural». Y
aunque, de modo general, se trabajó concienzuda-mente
en su programación –con la selección de proyec-tos y
su distribución por galerías–; y a pesar de que algunas
propuestas no se avenían con el tema de la Bienal –el
objetivo era presentar un panorama de lo más reciente
de la plástica cubana contemporánea–, lo cierto es que
varias de las elegidas no parecían verte-bradas por algún
eje conceptual. Eran como un bazar de obras y artistas
disímiles, de nombres que a veces se repetían en otras
exposiciones, y cuyo mayor interés común parecía el de
mostrarse lo más posible para no perder la atención de
galeristas o críticos extranjeros de visita. Y, como expresó
un artista de la muestra cen-tral, en un futuro debe
evitarse –para que desde el inicio no se desvíe la atención
del cuerpo fundamental del evento, de su prístina razón
de ser–, que las colaterales se inauguren antes de las
muestras principales, confor-madas después de un
largo proceso de investigación, análisis y decantación
realizado por los curadores, a partir de propuestas suyas
o de artistas, y a tono con el tema colegiado. Cada quien
establecerá después y en la práctica sus preferencias, si
lo estima pertinente.
Todo ello resintió la integralidad cualitativa de la Bienal,
para la que también vale aquello de: «se valoran los
esfuerzos, pero se premian los resultados». Una edición
bien concebida en general, con un tema amplio pero más
preciso que otras veces, y bloques temáticos bastante
bien definidos: proyectos itinerantes, proyec-tos
Refrigerador intervenido
por Mario González, 2006,
materiales diversos.
Foto: Alberto Pável Dueñas.
Reinerio Tamayo. Taxitiburón,
2006,
materiales diversos.
Foto: Ricardo Rodríguez
41 Revolución y Cultura
colectivos, forum teórico, muestra de video, taller y –si se
quiere–, hasta exhibiciones colaterales, sólo reconoció sin
embargo como exposiciones personales a las muestras
de artistas más ranqueados internacio-nalmente, pero
tan individuales como otras tantas exhi-bidas en la
propia muestra central. Si se quería dis-tinguir a las
primeras, se las hubiera agrupado mejor bajo el rubro de
«exposiciones personales especiales», o algo similar.
Con su intervención (colateral) titulada Red de Bienal,
el pinareño Juan Carlos Rodríguez fue enlazando varias
sedes expositivas por mediación de un caminito de
arena o polvo blanco. Registraba su propio recorrido,
documentaba su cotidianeidad, invitaba quizás a seguir
la ruta de su experiencia, que terminaría en la Terminal de
Ómnibus Interprovinciales, por la cual retornaría después
al lugar donde nació, vive y trabaja. Y aunque pudo crear
confusiones al relacionar obras de diferentes autores y
poéticas, e intervenirlas sin mala fe, por otro lado unió
a exponentes de la muestra central con otros de las
exposiciones colaterales, potenciando comunio-nes no
previstas en el programa global del evento. De hecho,
varias de estas últimas se avinieron con tanta congruencia
y calidad al tema general que al final desdibujaron
distingos taxonómicos, clasificatorios.
No pocos especialistas en el mundo han cuestionado
la pertinencia de que sigan existiendo las bienales o,
al menos, de que mantengan sus estructuras características. Sin embargo, el número de estos eventos ha
ido in crescendo en el planeta, y figuras de nombradía
internacional siguen tomando parte en ellos. Algunas
de estas personalidades encumbradas participaron
con su obra en esta novena edición de la Bienal de La
Habana. La iraní-estadounidense Shirin Neshat, con su
vídeo Zarin –proyectado en la Fototeca de Cuba– abordó
una problemática de género: la obsesiva y re-pentina
necesidad de purificación de una meretriz en una
cultura androcéntrica como la islámica o musul-mana.
El español Carlos Saura –esta vez, no como ci-neasta–
expuso en el Centro W. Lam un conjunto de fotografías
intervenidas con pintura de modo expresio-nista. La
anglofrancesa Lucy Orta y la sudafricana Sue Williamson
también exhibieron su arte, ambas en La Cabaña. Y el
arquitecto francés Jean Nouvel –quien además estuvo
presente en la inauguración de su mues-tra en el Centro
Hispanoamericano de Cultura, y reci-bió el Doctorado
Honoris Causa en el Instituto Supe-rior de Arte– trajo un
panorama fotográfico de la obra que ha hecho por todo el
mundo, con la cual tapizó prácticamente las paredes del
local expositivo. Este horror vacui acentuaba la idea de
la cantidad e impo-nencia de su creación –materializada
o en proyecto– y no interfería el reconocimiento
particularizado.
La exhibición de obras de arquitectos no es nueva en la
historia de la Bienal de La Habana. En su cuarta edición
(1991), la beligerancia de la arquitectura en el campo de
la visualidad quedó bien representada en una muestra
especial dedicada a nombres emblemá-ticos de la
arquitectura contemporánea de América La-tina. En
tanto que la séptima cita (2003) acogió un en-cuentro de
arquitectura y urbanismo, así como varias exposiciones
de obras arquitectónicas o urbanísticas acometidas en
Revolución y Cultura 42
Europa y Latinoamérica: entre estas últimas, de Premios
Nacionales de Arquitectura de Cuba. Otra personalidad
artística que fue tomada en cuenta –si bien de manera
colateral– fue el chileno Roberto Matta, de cuya obra
se exhibió una retrospec-tiva en Casa de las Américas,
en gran parte con piezas donadas por el artista a esa
institución, que dedicará este año a Matta. La ocasión
fue también propicia para exhibir allí un mural suyo
recientemente restaurado.
Las bienales siguen imantando a personalidades del
mundo artístico, tal vez porque no se ha logrado poner
en práctica una sustitución mejor. Pero sí queda claro que
si se acomete una de estas macroexposiciones, es para
hacerlo «con todos los hierros» necesarios.
Notas
1
Pérez León, Dermis. «VIII Bie-nal
de Estambul. Justicia poética
para un mundo globalizado». En:
ArtNexus. Bogotá, no. 51, vol. 2,
año 2003, p. 113.
2
Jiménez, Carlos. «La Bienal de
Venecia. Los sueños y los conflictos
o las cartografías imaginarias del
disentimiento y la marginalidad».
En: ArtNexus. Bogotá, no. 50, vol.
2, año 2003, p. 65.
3
Citado por Carlos Jiménez, op.
cit., p. 66.
4
Jiménez, Carlos, op. cit., p. 81.
5
Por ejemplo, en el año 1989, en la
ciudad de Cienfuegos, los artis-tas
Juan E. González López (Juansi) y
Eliseo Valdés llevaron a cabo una
iniciativa similar.
6
D e s d e l u e g o, p a r a e s t a s
interven-ciones se coordinó
previamente con las autoridades
correspondientes.
7
Y casi invidente durante el día, a
causa de la excesiva iluminación
de lobby donde se proyectaba.
8
Aunque, al final, sobrepasaron
un poco más esa cifra. Hay que
incluir también a las «colaterales
no oficiales».
Del espacio
a la piel
Amado del Pino
«En estos últimos años ha tomado
cuerpo una tendencia, que me parece
acertada, en la que la escenografía se
considera una auténtica dramaturgia
del espacio, concebida como un
medio activo y no como un soporte
pasivo de la acción».1 Anoto esta idea
del ar-quitecto y escenógrafo Juan
Ruesga antes de iniciar un sucinto
recorrido sobre la importancia de
la esce-nografía y el vestuario en
nuestra vida teatral a partir del
sonoro año 2000. También busco
en los cua-dernos de apuntes de
Giorgio Strehler –uno de los grandes
directores de todo el siglo XX– y
me encuentro la hermosa carta
que enviara a Luciano Damián, la
persona con la que mejor se entendió en cuanto a vestir los espacios
y los actores. Comentaba el virtuoso
teatrista italiano que la función del
vestuario es funda-mental para la
construcción del personaje.
Muchas veces se quejan los diseñadores de la escasa presencia de
los elementos visuales en la crítica
teatral cubana. Quien firma estas
líneas también ha caído en las trampas
de la prisa o el desco-nocimiento. Los
análisis –tanto aquí como en otras
latitudes– suelen concentrarse en
el plano dramatúrgico, las ideas
en juego, el aporte singular de la
puesta en escena y el desempeño
de los intérpretes. Las reseñas al
uso re-suelven el aspecto visual con
adjetivos como funcional, adecuada, correcta, sin profundizar en
las proporciones, las metáforas
plás-ticas o las correspondencias
entre la obra dramatúrgica y su
puesta en espacio. Derubín Jácome
y Diana Fernández, dos figuras de
rele-vancia en la escenografía y el
vestuario, sobre todo de la década
del ochenta, trabajaron su tesis de
graduación en el Instituto Superior
de Arte en un proyecto de metodología para la apreciación de estas
especialidades. Es ese un texto que
debería reeditarse, a la vez que
buscar más información para la gente
de la escena y sus analistas.
La crisis económica de la década
de los noventa restó protagonismo
a los elementos escenográficos. Se
impusieron los elencos reducidos, los
diseños de luces sencillos, la escasez
de elementos sobre el escenario y
el vestuario neutro o «la ropa de la
calle», sin búsquedas conceptuales.
Sin embargo, en el último lustro
volvemos a disfrutar con mayor
frecuencia de espec-táculos que se
proponen –y algunos lo logran– un
adecuado discurso de los objetos.
Si pensamos en la historia de nuestra
escena, vale recordar que en una
empresa –discutida pero de fuerte
presencia– como el Teatro Alhambra, la belleza y funcionalidad de
sus escenografías formaban parte
del atractivo de aquellas largas y
repletas temporadas. En la «época
de las salitas» (años cuarenta y sobre
todo cincuenta) hubo preocupación
por el espacio, aunque abundó el
llamado «teatro de living», mucha
acción en la sala de una casa y la
palabra reinando. Si uno lee el libro
de memorias Por amor al arte, de
Francisco Morín, –figura clave de este
período–, se percata de su desvelo
por los diseños bien resueltos y
ambientados.
De nuestros directores más
des-tacados de todo el siglo XX
sobresalen, por darle gran valor a lo
plástico, Berta Martínez y Roberto
Blanco. Berta suele asumir sus propias
escenografías y cargarlas
–como en su clásica puesta en
escena de Bodas de sangre– de
un hondo sentido conceptual. La
43 Revolución y Cultura
directora y actriz definía en una
entrevista publicada en esta misma
revista: «El vestuario es la piel de
los personajes». Roberto trabajó
con varios escenógrafos, pero logró
siempre que las soluciones tuvieran
mucho que ver con el superobjetivo
de los montajes. Muchos recor-damos
Mariana, con aquel ejemplar retablo
que creara Gabriel Hierre-zuelo.
Vicente Revuelta se ha concentrado
fundamentalmente en la labor del
actor y más que vestir espacios ha
preferido desnudarlos. Con todo,
recuerdo la primorosa selección del
ambiente que logró en la obra de
Alexander Guelman, En el parque.
Flora Lauten, una maestra que se
encuentra en el apogeo de su labor
creadora, ha trabajado mucho con
Carlos Repilado, un teatrista integral que suele asumir a la vez
escenografía, vestuario y luces.
La imagen de Charenton –el más
reciente estreno de Teatro Buendía–
alcanza un nivel de amplitud de
planos y sentidos, una coherencia
del color y las formas que resultan
raras en nuestro panorama teatral.
Esta vez el equipo de Flora contó con
la colaboración de Rolando Estévez,
otro diseñador importante de estos
años. Buendía ha ido consiguiendo
una visualidad pecu-liar y poderosa
que logra, en espectáculos como
Bacantes, su plenitud. Repilado ha
colaborado también con nuestro
gran drama-turgo y director Abelardo
Diseño de escenografía
Estorino. Aunque en Luminaria
de Israel Rodríguez para
Vientos de Cuaresma. observé cierta sobreabundancia en
los objetos, se mantenía el acierto
Revolución y Cultura 44
en cuanto a combinar espacios y
encontrar soluciones flexibles. El
regreso de Parece blanca –tal vez el
mejor montaje del Estorino director–
confirma la sabiduría de Repilado
para expresar con mue-bles, ropa o
hasta el escenario desnudo.
Eduardo Arrocha –todo un consagrado en este campo– dio una ejemplar prueba de lozanía y madurez
con el vestuario de Escándalo en la
trapa, la muy mencionada puesta
de Tony Díaz, basada en el texto
de José Ramón Brene. El sentido
guiñolesco, la vocación táctil a partir
del uso inmejorable del cartón, nos
recordarán que vestir a los personajes
suele revelar tanto sentido como las
palabras o las acciones. Arrocha
recontextualiza la vieja dicotomía
entre la máscara y el rostro; subraya
las voluntarias ambigüedades, la
polisemia de la propuesta argumental
y de la pauta de dirección. En un
plano más tradicional, pero también
con gracia para crear una atmósfera
sobresalió el diseño de Pedro Castro
para Mundo de muertos, dirigida por
Fátima Patterson para el santiaguero
Estudio Teatral Macubá. Pedro
logra una estructura circular y una
utilización de los letreros populares
asumidos con creatividad e ingenio.
Entre dos de los grupos más notables
del período se ha movido Alaín
Ortiz. Este creador es ar-quitecto
de formación y durante varios años
se desempeño como actor. De esa
aconsejable mezcla ha surgido un
artista con portentosa intuición y
singular gracia. En Roberto Zucco
–dirigida por Carlos Celdrán con
Argos Teatro– la escenografía
sugiere una textura del metal y una
sensación de vértigo y encierro que
sobrecoge. Para la formidable Vida
y muerte de Pier Paolo Pasolini,
construyó el ambiente del set
cinematográfico, la presencia –a
la vez sobria y evocadora– del
aserrín sobre el es-cenario desnudo,
el protagonismo de los objetos
sabiamente ubicados. Tanto en su
faena con Argos Teatro como en los
«encargos» de El Público, la labor
de Ortiz suele complementarse o
contrapuntearse con la de Vladimir
Cuenca, un nombre imprescindible
en el ámbito del vestuario. La
disposición de las ropas –y hasta de
su ausencia parcial– en La Celestina
o la más reciente apropiación de
Carlos Díaz de La ramera respetuosa,
resultan eficaces y singulares. Por
cierto, en La puta respetuosa Carlos
trabajó con Ramón Casas, artista
plástico devenido escenógrafo, que
ha obtenido resultados notables
en espectáculos como La divina
moneda y Penumbra en el noveno
cuarto, ambos dirigidos por el actor
Osvaldo Doimeadiós.
La más reciente entrega de Argos
Teatro –Stockman, a partir de Un
enemigo del pueblo, de Ibsen– ha
dado espacio a una opción muy
frecuente en la escena de hoy, pero
rara en nuestro contexto. Celdrán
–con la colaboración de Ortiz y
de Manolo Garriga, su diseñador
de luces– logró integrar armoniosamente imágenes filmadas en video.
Aquí lo audiovisual no funciona como
complemento sino como tejido, piel,
estructura insepa-rable del discurso
del montaje.
Uno de los mejores espectáculos de
los últimos años, La virgencita de
bronce, de Teatro de Las Estaciones,
nos trajo la, desgraciadamente rara,
modalidad de los títeres para adultos
y resulta otro ejemplo feliz en cuanto
al poder de lo esce-nográfico. El
director, Rubén Darío Salazar, y el
laureado diseñador Zenén Calero,
renuncian al retablo tradicional y
dotan a su montaje de una envidiable
flexibilidad. Si somos capaces de
disfrutar la clásica historia de Cecilia
Valdés –recontada con brillantez y
desen-fado por Norge Espinosa– es
gracias a la mágica habilidad de los
titiriteros, pero también a un sentido
preciso del movimiento, a un recio
concepto de lo espacial.
Jesús Ruiz –un nombre importante en
nuestra escenografía de las últimas
cuatro décadas– ha regre-sado a la
sala El Sótano con Réquien por Yarini,
la apropiación de Fulleda a partir de
la impres-cindible obra de Carlos
Felipe. Ruiz nos recuerda su maestría
para colocar elementos y objetos, con
la misma precisión que el dramaturgo
se gasta en seleccionar un verbo. En
esta reciente reposición se han
agregado máscaras a los personajes
que los vinculan más directamente a
los orishas del panteón afro-cubano.
Nieves Laferté firmó uno de los
espacios mejor «habitados» de las
últimas temporadas. La zorra y las
uvas, puesta de Pedro Angel Vera,
con Teatro del Círculo, sirvió para que
Nieves ratificara su sentido grandioso
de la utilería y manejara con peculiar
eficacia tanto los colores como las
zonas del es-cenario. Otro diseñador
también vinculado a la compañía Rita
Montaner, Israel Rodríguez, ha ido
enseñando talento y la búsqueda de
un sello propio. Colaboró con Fulleda
en El concierto, de Ulises Rodríguez
Febles, y con Tony Díaz en Vientos
de cuaresma, a partir de la novela de
Leonardo Padura.
En sentido general, los teatristas
suelen quejarse de la lentitud con
que los talleres llevan a término sus
diseños y ocurre que un sombrero,
una camisa o un mueble llegan
a la sala junto con el público que
acude al estreno. Esa práctica no
sólo pone en peligro la belleza o la
expresividad de la escenografía o el
vestuario. Hay que seguir so-ñando
con que nuestros grupos puedan
ensayar en un entorno igual –o al
menos muy parecido– al que tendrán
en la temporada de funciones. Las
soluciones de última hora provocan
la desagradable sensación de
que el actor o la actriz parezcan
disfrazados sobre el es-cenario.
En estos elementos –como en el
también importante ma-quillaje–
se resuelven variables estéticas y
conceptuales. Muchos recordarán
como Stanislavski en sus memorias
nos narra el descu-brimiento del alma
de un personaje que interpretaba y
cómo accedió al hallazgo a través de
un accidente a la hora de maquillarse.
Esa ceja dibujada, una más alta que
la otra, le dieron la pista sobre la desordenada personalidad y el carácter
que convenía a su rol.
La industria ar tística –aunque
insuficiente– ha tenido avances
en este lustro y sospecho que los
teatristas le dejan demasiado a
sus posibles bondades. Cuando
hay estabilidad en la labor de un
colectivo y, al menos, cierto sentido
del repertorio, es más fácil solucionar, reciclar, «inventar» con gusto
y puntería. Pero si un título pasó
fugazmente por la cartelera y después
se almacenó sin orden ni concierto,
la escenografía y el ves-tuario, esos
elementos, no servirán para otro
título, y, muchas veces, ni siquiera
para la improbable reposición.
Más allá de recursos, entrega y ciclos
suele hacernos daño la desmedida
vanidad de algunos directores o
el mal momento de creadores que
casi siempre resultan coherentes.
Acepto y hasta aplaudo que la figura
del director –a partir de las primeras
décadas del pasado siglo XX– se haya
convertido en una persona central de
la vida teatral. Pero la importancia
de este artista no debe llevarlo a
prescindir del asesor, porque se
supone que «se las sabe todas»,
Eduardo Arrocha, diseñador de vestuario de
Escándalo en la trapa.
Planta de escenografía
y luces de Escándalo en
la trapa.
45 Revolución y Cultura
del escenógrafo porque «lo tiene
todo en la cabeza». Siguiendo esa
lógica, prescinde a menudo del autor
porque su capacidad de expresión
lo impulsa a versiones tan libres que
hubiese sido preferible que escribiese
y firmara un texto original.
Se sabe que la existencia del cine
y el imperio de la televisión han
vuelto al teatro más noblemente
convencional. No se puede competir con una cámara registrando una
habitación y mucho menos con el
febril mundo de los efectos especiales o las soluciones cibernéticas.
Al teatro le queda –¡y no es poco!–
la magia del encuentro cercano y
corporal, el sentido del riesgo, la
perenne contribución de un público
cómplice. Así cada vez es más natural
que una silla sea también caballo,
escudo y hasta mujer amada. Esa
ratificación de la con-vencionalidad
no elimina la nece-sidad de ser
certeros en el objeto a utilizar.
Tampoco creo en el escenario desnudo, la cámara negra, el vestuario
básico, a no ser cuando funcionan de
forma orgánica y conceptual. Tiene
sentido prescindir de lo tan-gible
cuando lo que se ponga –aunque
aparezca dinero y pueda ser muy
hermoso– siga sobrando. En el
conocimiento exhaustivo del texto,
de la época, en la vinculación entre
el director y sus diseñadores se
juega la carta fundamental de esta
partida. La carencia o la desnudez
deben estar tan justificados por el
argumento o por el juego teatral
como una sucesión de planos y
estructuras. Por cierto, no habrá que
apresurarse a tildar de convencional
o anticuado al que ponga «cosas»
sobre la escena y vista de época al
elenco. Si detrás de la complejidad
y el gasto hay un concepto claro,
un creador auténtico, habrá que
defenderlo, aunque cada vez sea más
difícil conseguir un poco de buena
madera o unas manos diestras que
hagan milagros y expresen desde un
metro de tela.
Revolución y Cultura 46
Nota
1
Juan Ruesga: «La escenografía:
rigor y poética», revista ADE/
Teatro, julio-septiembre de 2001,
p.35.
NIEMEYER
Y
Jaime Sarusky
fines de diciembre de 1961 la dirección del diario
Revolución decidió que el fotógrafo Roberto
Salas y el autor de estas líneas nos di-rigiéramos
a Brasil (Río de Janeiro era el primer destino
de ese avión) y luego a Punta del Este, como enviados
especiales para cubrir en el hotel San Rafael, de ese
balneario uruguayo, la reunión de la Organización de
Estados Americanos (OEA ), convocada por presiones
del gobierno norteamericano de John F. Kennedy, con el
avieso propósito de aislar aún más a Cuba del resto de
América Latina y del mundo. El tema principal: ex-pulsar
a la isla rebelde de dicha organización.
Fue, como muchas de las cosas en aquellos tiempos, un
viaje intempestivo, impuesto por la urgencia, pues se
trataba de aprovechar el vuelo de uno de los aparatos
de Cubana de Aviación, donde viajaban de regreso a
sus países delegados del continente que habían participado, en La Habana, en un congreso de solidaridad con
nuestro país.
De correcorre, sin muchos miramientos, se hicieron las
gestiones y tuvimos los pasaportes nuevos aquel mismo día y las visas dos horas antes de despegar la nave
aérea.
¿Y la estancia? ¿Y cómo moverse en Brasil y en Uruguay?
¿Y con qué dinero pagar los pasajes del vuelo RíoMontevideo y de allí el ómnibus hasta Punta del Este?
La única respuesta era una sonrisita socarrona o irónica,
eso lo van resolviendo sobre la marcha, esto es a suerte
y verdad, nos decían los perdonavidas que creían que
nos estaban desalentando.
Fue, sin dudas, un viaje signado por la incertidumbre,
la mala o la buena estrella, tan accidentado… mas
finalmente resultó tan rico y positivo el trabajo, que uno
termina por dotarse de infinita paciencia para confiar y
confiarse a la vida, sabia maestra que además de enseñar,
siempre nos ayuda a encontrar una salida cuando al
parecer ni siquiera imaginamos o vislumbramos que al
doblar de la esquina o más allá, están los caminos, o por
lo menos los trillos cómplices que ayudarán a escapar
de aquella maraña.
Y el mejor ejemplo fue descubrir a ese hombre
extraordinario, tanto por su talento como por su
proverbial naturalidad, que es Oscar Niemeyer, inventor o
fundador de Brasilia, como se prefiera, quien en ese enero
de 1962 tuvo la gentileza de concedernos su precioso
tiempo para entablar este diálogo, luego de saber que
éramos los periodistas cubanos que representábamos
a una publicación de la isla. Y que ahora reeditamos
muchos años después de escuchar las frases de un
periodista brasileño, quien nos felicitó entonces por
nuestra buena suerte de haber podido entrevistar a
Dios. –¿A Dios, por favor...?– saltamos, pero no nos dejó
terminar. Sí, insistió, porque sólo una mano divina podía
hacer brotar de en medio de la desolación y la nada, una
maravilla como Brasilia.
Muchos le llaman familiarmente, Oscar. Otros, que
guardan respeto universal hacia uno de los primeros
creadores del siglo veinte, le llaman Niemeyer a secas.
Casa de Niemeyer en Las
Canoas, en las proximidades de
Río de Janeiro.
Fotos: Roberto Salas
Revolución y Cultura
Niemeyer con Sarusky
durante la entrevista en
la casa de Las Canoas.
Revolución y Cultura
Junto al suizo-francés Le Corbusier, al brasileño Oscar
Niemeyer se le considera vanguardia de la arquitectura
de los tiempos modernos.
–No está ahora en Brasilia –decían.
– Tampoco en Sao Paulo, ni en Belo Horizonte.
Efectivamente: Niemeyer está en todas partes y no
está en ninguna. Lo acosan, lo persiguen periodistas,
arquitectos, políticos, turistas de todo el mundo que
en peregrinación van hasta la meca de la arquitectura
contemporánea, quiero decir Brasilia, y de la cual
es su creador y realizador. Sin embargo, ese hombre
sencillísimo que es Oscar Niemeyer, se hace notar
hasta por sus largos silencios. Pero además de su
extraordinaria imaginación y talento, de la poesía en sus
creaciones, Niemeyer, el hombre, es un ciudadano de
nuestro tiempo. No sólo por su pertenencia a numerosas
instituciones sino porque, además, uno de sus orgullos,
es su franca simpatía por la Revolución Cubana, por las
realizaciones de nuestro pueblo.
«La revolución cubana representa un ejemplo para todos
los países de la América Latina: ejemplo de valentía,
determinación, dignidad, independencia. Un ejemplo
que asume significación especial como legítima reacción
del pueblo cubano contra la opresión imperialista que
le impidió el progreso, la emancipación económica,
política y social. Esta presión se manifiesta igualmente
en todos los países de Latinoamérica, con idénticas
características y las mismas intenciones. Por todo
esto, el ejemplo cubano no constituye solamente una
advertencia sino también una nueva perspectiva para
los países de América Latina. Perspectiva de lucha y de
independencia.»
La entrevista con Niemeyer se desarrolló en dos tiempos.
El primer encuentro tuvo lugar en su atelier o estudio en
el duodécimo piso de un moderno edificio de la Avenida
Atlántica en Río de Janeiro. A través de sus amplios
ventanales tiene ante sí, en plena brega, una de las más
espléndidas vistas de la mundialmente famosa playa de
Copacabana.
Luego, al mediodía del siguiente día, lo visitamos
nuevamente aunque en su casa de Las Canoas, en las
proximidades de la Barra de Tijuca, a veinte minutos de
viaje por una carretera que serpenteaba cerros verdísimos
que rodean a Río de Janeiro. Viajamos en compañía de
dos magníficos arquitectos cubanos: Tonino Quintana,
autor de varias obras significativas, como el Palacio de
Convenciones, entre otras, y Gutiérrez, ambos adscriptos
al que fuera entonces Ministerio de Obras Públicas. La
presencia de ambos en ese país era reclamada para
iniciar el proyecto de construcción de la embajada de
Cuba en Brasilia.
Allí fue la gran sorpresa. Su casa completó la primera
visión de la personalidad de ese poeta de las formas
que es Niemeyer. La morada le arrebata a la naturaleza
vigorosa de Brasil un buen pedazo y el hombre, la razón,
han hecho sentir su presencia.
Es evidente el entusiasmo de Niemeyer al saludar a
los cubanos. Nos invita a ingerir una bebida rosada,
típicamente brasileña. Como la casa, cada rincón de la
misma es un poco un pedazo de la personalidad, de los
gustos, de la sensibilidad y de la historia de Niemeyer.
Pero también es como si contuviera la síntesis del arte del
siglo veinte. Sobre una mesita, una cerámica de Picasso.
En la pared, a la derecha, un móvil de Calder. En la otra
pared, al frente, un Le Corbusier dedicado a su íntimo
amigo y colega brasileño. Una enorme piedra natural
avanza sobre la sala sobriamente amueblada. La otra
parte de la roca, dividida por una pared, sobresale a la
terraza pequeña que comunica con la piscina igualmente
diseñada a escala humana.
La charla prosigue sin protocolo. Se habla del proyecto
de la UNESCO de alfabetizar a las masas de la América
Latina en un período de diez años y del hecho de que la
Revolución Cubana hubo de lograrlo en sólo uno: «No
creo que los países latinoamericanos podrían realizar
esa hazaña sin el clima de entusiasmo, optimismo y
solidaridad que estableció la Revolución Cubana.»
La obra suprema de Niemeyer es Brasilia. Indistintamente
ha sido atacada y defendida con pasión. Nadie mejor
que quien la concibiera y ejecutara los proyectos de su
realización para expresar lo que piensa de la misma: «La
obra de Brasilia representa y expresa, como todas las
obras de arquitectura, el momento exacto en que fue
realizada.»
El panorama desde la terraza principal de la casa de
Niemeyer es majestuoso. Es la lujuria vegetal, el verde
penetrante cubriendo todo el paisaje tupido de bosques
que se pierden de vista, anticipo de la selva.
Se habla de la posibilidad de que algunos de los
conceptos y principios que hubo de aplicar Niemeyer
en Brasilia pudieran también extenderse a la realidad
de Cuba en aquel momento.
Pero es el propio creador quien marca los límites al
expresar que «en Cuba, las condiciones económicas y
sociales y el propio sistema son diferentes».
Luego, a una pregunta, manifiesta no conocer las
viviendas populares construidas en los primeros años
de la victoria revolucionaria, pero expresó que en su
opinión «se basan en programas colectivos y humanos
que es lo fundamental».
Brasil es también tema en el diálogo. El pasado, la
situación actual, (o sea, entonces) las proyecciones de esa
gran nación son esbozadas, y se produce un interesante
intercambio de opiniones hasta que nos incorporamos
los cubanos luego de esa fructífera tarde brasileña.
Era hora de dejar al poeta Niemeyer para que
pudiera abordar sus innumerables commpromisos y
obligaciones.
Mientras el automóvil serpentea a través de los verdes
deslumbrantes que nos alejan de la morada de Las
Canoas, atrás queda como una imagen indeleble no
solo la del brillante artista sino la del amigo de los
cubanos desde hace casi medio siglo, quien ya en la
despedida insistió que la victoria de la Revolución
Cubana pertenecía no tan sólo a Cuba sino a todos los
pueblos del continente.
Revolución y Cultura
Pueblo y Cultura y Revolución y Cultura:
Dos números envueltos en el misterio
Leonardo Acosta
Destacado
musicólogo,
crítico y escritor.
Ha publicado
numerosos
artículos en
publicaciones
especializadas.
Revolución y Cultura 50
os investigadores que requieren de cualquier tipo de análisis
histórico suelen en-contrarse
con dos obstáculos particularmente irritantes: la carencia
o escasez de fuentes confiables y
la casi inevitable existencia (o no
existencia) de vacíos históricos
que se convierten en verdaderos
«agu-jeros negros», por pequeños
que parezcan. El artículo de Lissete
López Teijeiro «Una mirada contemporánea al diseño en Revolución y Cultura», publicado por esta
revista en su número de abril-junio
de 2005, con toda seguridad tropezó con estas dificultades. Nos complacen los muchos aciertos de su
autora, teniendo en cuenta el resultado de sus pesquisas y la agudeza
de sus conclusiones, e imaginando
con horror los obstáculos que debió enfrentar. Por ejemplo, no habrá
podido consultar dos números, uno
de Pueblo y Cultura y otro de Revolución y Cultura, por la sencilla razón de que, aunque ya terminados,
no llegaron a salir a la luz o apenas
circularon. Luego veremos por qué.
Como parte de una tesis académica,
el título del artículo carece de un
innecesario «gancho» más o menos
publicitario: es necesariamente
descriptivo. Sin embargo, ya desde
el mismo primer párrafo aborda una
de las cuestiones más espinosas en
nuestro ámbito histórico-cultural:
la de aquellos años agrupados
bajo rúbricas como «quinquenio
gris», «decenio gris», etcétera, que
siem-pre nos dejan preocupados
re-flexionando sobre el posible color
de las décadas más recientes y sobre
todo de la que hoy vivimos. López
Teijeiro se interna en la arquetípica
década «gris» de los setenta, dominada por el «dirigismo» conservador, la sospecha metódica y la
autocensura, y muestra cómo una
revista (la Revolución y Cultura de
entonces) pudo abrir cauces de
creatividad e iniciativa un poco a
contracorriente, y a partir del diseño –cosa inusual–, que influyó a
su vez sobre otros elementos en la
conformación de la revista. La etapa analizada por la investigadora,
la de 1973-1977 me resulta extrañamente familiar, por coincidir casi
exactamente con mis años como
redactor de Revolución y Cultura:
1974-1978.
La autora ofrece amplios antecedentes e incluso se ha remontado a
los orígenes de esta revista, cuando
apareció como Pueblo y Cultura,
hasta 1965, año en que todo cam-bió
en el ámbito de la cultura y tam-bién
de la prensa. Como primer diseñador
de la revista Pueblo y Cultura aparece
Manolo Vidal, quien «contó con la
fotografía de Luc Chessex». Correcto.
Pero exis-te un número anterior
que pudiéra-mos considerar «de
prueba» o acaso «prototipo» o mejor
el Nú-mero Cero, que nunca circuló
y ha desaparecido sin dejar rastro
algu-no, al menos que yo sepa. He
inda-gado desde entonces por todas
par-tes, comenzando por nuestras
principales bibliotecas, cuando todavía el servicio a investigadores y
público en general era de increí-ble
eficiencia. Pero hagamos la historia.
Al parecer la idea original partió
de Haydée Santamaría y Armando
Hart, quienes la transmitieron a
quien sería el primer director de la
revista, ni más ni menos que Alejo
Carpentier, entonces subdirector
del Consejo Nacional de Cultura.
El diseñador de ese número hoy
perdido fue Esteban Ayala, inefable
«Chino» que luego de estudiar diseño en Leipzig volvió hecho un
Magister. La fotografía estuvo a
cargo de Mario García Joya (Mayito), salvo algún material de archivo.
Y Alejo me telefoneó para que yo
hiciera los textos. Por supuesto, él
escogió los temas, reportajes, artículos, entrevistas y claro, los entrevistados, que por cierto son casi
lo único que recuerdo hoy. Ni qué
decir de nuestra felicidad: éramos
sólo tres, con un «bastonero» de
autoridad y sentido común indiscutibles. Un trabajo paradisíaco, sin
cacicazgos, rivalidades, intri-gas,
bretes, piñas, celos profesionales, amores mal correspondidos y
otras salaciones que suelen afear
a cualquiera empresa cultural,
publi-citaria, litográfica o editorial,
no importa cuan altos sean sus
principios ni cuan dignos sus empeños.
Recuerdo que el cuartel general de
Alejo era una minúscula oficina, casi
un pasillo, en el Palacio de Be-llas
Artes, donde entrábamos y salía-mos
ad libitum, con la meta de te-ner listo
el número cero en un mes. Hubo,
sin embargo, un inconve-niente, y
fue que a los gringos se les ocurrió
invadirnos por Bahía de Cochinos
y todo el país se movili-zó, con
resultados que ya conoce-mos. Esa
circunstancia demoró la realización
de la revista. A tantos años de estos
sucesos, mis trabajos para esa Pueblo
y Cultura están lejos de constituir el
meollo de mis recuerdos, pues como
dijo Quevedo y repetimos todos,
«Apenas se de-fiende la memoria
de las oscuras manos del olvido».
Y ese «apenas» que recuerdo se
limita a un artículo, un reportaje
y tres entrevistas con el propósito
de reunir información para otros
tantos trabajos (la función más útil
del género entrevista, según García
Márquez). El puro reportaje, hecho a
última hora ya después de la victoria
de Girón, fue sobre la novedosa y
hoy histórica Exposición China y
la acogida que recibió del público
cubano.
El artículo que me encomendó
Alejo trataba de otra publicación: La
Política Cómica, con las carica-turas
de Torriente y aquella primera versión
del personaje Liborio, enfrentado a
la ocupación yanqui y la entronizada
corrupción admi-nistrativa. Los
otros ar tículos refle -jaban las
realizaciones y planes en marcha
de tres instancias dedicadas a otras
tantas manifestaciones artís-ticas:
música, danza y cine-matografía. De
ello sólo recuerdo mis entrevistas
con José Ardévol (Dirección de
Música), Ramiro Guerra (Danza
Moderna) y Alfredo Guevara (ICAIC),
y mi presencia en varios ensayos de
la Orquesta Sinfónica Nacional y
Danza Mo-derna. De las entrevistas,
la primera fue algo aburrida y formal,
la segun-da resultó sumamente
instructiva, y la tercera una suerte
de pre-estreno de una película de
acción. Movilizado varias semanas
en la zona de Atarés, al primer día
de permiso y viajando de botella en
un patrullero, arribé a la histórica
oficina de Alejo, de la cual contaba
luego Lezama que a veces lo encontraba agobiado y accionando
su aparatito para el asma. «Era
una especie de sótano espantable
–contaba Lezama– y con solidaridad
de asmático yo me decía: he aquí al
francés moribundo.»
Pues bien, nos quedaba pendiente,
aparte de la Exposición China aún
por inaugurarse, el trabajo sobre
el cine cubano. Alejo marcó un teléfono, habló con Alfredo Guevara
y acordaron mi inmediata visita de
trabajo. Luego me resultó cómico,
pero en el trayecto me preocupaba
lo atrabiliario de mi atuendo, con
un chaquetón ajado y polvoriento
que casi cubría medio uniforme, una
«sombra de las 5» multiplicada por el
residuo de las jornadas dur-miendo
en el piso, y luego el alarde de la
artillería: una Browning 9 mm de
reglamento y una metralleta che-ca
que tenía que llevar en la mano. Bien
incómodo, hasta que me hicie-ron
pasar a la oficina de Alfredo, y él no
fue el único sorprendido, pues en su
escritorio descansaba relu-ciente una
metralleta checa. Nada, una mezcla
de Cara cortada con O.K. Corral, puro
surrealismo, pero las circunstancias
lo explicaban. Salí de la entrevista
con tanta infor-mación y material
fotográfico pro-porcionado por
Alfredo, que me dio hasta vergüenza
firmar con mi nombre.
La revista, nos informó Alejo, había
recibido la aprobación más entusiasta de Haydée y Hart, al punto que
se acordó editarla mensual-mente
y no bimensual, como fuera la idea
originaria, y dedicarle más recursos,
un equipo de redactores, etcétera.
Ahí fue donde Mayito, Ayala y yo
nos desalmidonamos, pues para
decirlo en términos car-penterianos,
«se nos terminaban las vacaciones
de Sísifo». Los tres re-nunciamos
diplomáticamente y desaparecimos
de la historia de Pueblo y Cultura. La
última vez que vi el Número Cero,
ya completa la revista, fue en la
maqueta sobre la mesa del Chino
Ayala, tan influyen-te luego en
nuestro diseño gráfico. Y a propósito,
es curioso que la impronta de artistas
chinos esté tan presente en nuestras
artes plásticas, como lo está el
negro en la música y el gallego en
la comida. (Conste que es sólo una
idea al margen, sin ánimo polémico
alguno y sin nin-guna sustentación
racional, ok?).
Segunda parte: Revolución y Cultura en el Palacio del II Cabo
Para terminar el caso anterior, diré
que más nunca supimos de ese
nú-mero «incunable» de la revista
Pue-blo y Cultura, ni si existían (o
exis-ten) al menos algunas copias,
que con el tiempo tendrían un valor
inestimable. Sólo cuando la revista
Página de la revista
Revolución y Cultura
corregida por Alejo
Carpentier.
Foto: Grandal.
51 Revolución y Cultura
cambió de nombre, o más bien
cuando Lisandro Otero y Frémez
editaron RC, fue que hice dos o tres
colaboraciones, y en 1974 llegué a
Revolución y Cultura justo cuando se
preparaba un número de homena-je
a Alejo Carpentier por su aniversario setenta. Tal como señala Lissete
López Teijeiro (LLT), Eduardo López
Morales ejercía la dirección general de
publicaciones del CNC y Noel Navarro
era director de la revista. Como
jefe de redacción es-taba Adriana
Belmonte, y a su renuncia ocupó el
cargo Rosa Ileana Boudet. El equipo
de diseño, en efecto, lo constituían
Aldito Me -néndez con Maggie
Hollands y Estela Laborde. Falta
entre los redactores, sin embargo,
Enrique Vignier, quien se ocupaba
sobre historia y poco después asumió
el cargo de subdirector. Tampoco
pre-tendemos que el artículo de
LLT sea exhaustivo, pues es parte
de un tra-bajo mayor y, además, se
centra en el diseño y las ilustraciones.
Alejo Carpentier en
RyC con Aldo Menéndez y
Eduardo López Morales
Revolución y Cultura 52
Valga recordar, como bien señala su
auto-ra, que prácticamente todos
los pin-tores cubanos, de cualquier
genera-ción, estuvieron en algún
momento representados.
Calladamente, pero con efectividad, nos apoyaron también en
aquella época Ramiro de la Cuesta
(de Divulgación), René Larrinaga
(administrador) y otros, incluyendo
a colaboradores de Eusebio Leal
con quienes Aldo y José Veigas
intercambiaban ideas e informaciones. Es correcto que entre los
re-dactores creamos ciertas áreas
«especializadas», pero sin encasillamientos; por ejemplo, yo me
concentré en la música (aunque no
imaginaba que de estos trabajos
saldría un libro, Música y descolonización, y luego otros); también
abordé notas sobre literatura, artes
plásticas, arqueología y entrevistas
en general, así como otros redactores escribieron sobre música. Sobre
literatura, entre otros, contamos
con Desiderio Navarro y María del
Carmen Victori, no así con Antón
Arrufat –como se dice en el artículo–, quien se incorporó varios
años más tarde, después del período
analizado por la autora.
Los fotógrafos de «plantilla» eran
Pirole, Grandal y poco después se
les sumó Gory, a instancias de Aldito
Menéndez, que como bien afirma
Lissete, fue quien dio en buena parte
esa personalidad propia a la revista en
la época estudiada. También es cierto
que lo apoyaron Eddy López y Noel
(¿por qué tan injustamente olvidados
hoy?). Ellos entendieron –como todos
no-sotros– que había entonces varias
revistas dedicadas casi por entero
a la literatura y ninguna a las artes
plásticas, como tampoco a la música
(ahora sí las hay), y quizás por ese
motivo adquirieron cierta relevan-cia,
así como el teatro y la danza. Puedo
suscribir las opiniones de la autora
cuando se refiere a las «cons-tantes
innovaciones gráficas» y al señalar
«dos de las tendencias bá-sicas que
condicionaron peculia-res ‘formas de
hacer’: la estética de lo inacabado y
la relación diseño-público».1 El resto
de su análisis me parece igualmente
correcto y enri-quecedor.
Por lo demás, no todo fue coser y
cantar, ni tortas y pan pintado, aunque el balance tampoco fue como
un parte de guerra: sólo un número
de la revista fue «planchado» en
dicha etapa. El problema consistía
en buscar la manera de establecer
un equilibrio entre la línea imperante (con sus orientaciones, lineamientos, perfiles…) y optar a veces
entre la autocensura y la habilidad
para eludir una censura siempre
absurda e improductiva. Los recursos para lograrlo debían ser ante
todo marxistas, y en eso el campeón
era Bertold Brecht, por cierto uno
de los autores que más publicamos,
aparte de otros muchos trabajos
marxistas y sobre el marxismo;
tam-bién se rindió homenaje a los
grandes revolucionarios de todas
las épocas y países, así como a
los próceres de América Latina y
a los pensadores, movimientos
estéticos, creadores, etcétera. Todos
colabo-ramos en este empeño; se
destacaron Vignier, Juan Martínez
Montalvo, Desiderio…) El propio
Aldito hizo trabajos como «Entrevista
al pintor soviético A. Sokolov», «3
jóvenes pintores soviéticos», «En la
monta-ña, enterraremos el corazón
del ene-migo», «Instantáneas de
la Unión Soviética» y otros. Por mi
parte, acaso el trabajo en que más
empeño puse fue en la «Cronología
de un pueblo heroico», unos tres mil
años de la fabulosa historia y cultura
vietnamita.
Rosa Ileana hizo verdaderos «descubrimientos» en el terreno teatral,
pues fue ella quien reveló entre públicos diversos el trabajo del Grupo
Escambray, el Conjunto dramático
de Oriente y Teatro de Relaciones,
la Teatrova de Santiago, y aún le
quedaba tiempo para reportajes
sobre el Circo Nacional y el Museo
de Artes Decorativas, o entrevistar
a Barbarito Diez y Antonio Arcaño.
Pues no fui el único que escribió
sobre música; por ejemplo, fue
Adriana Belmonte la primera que
reflejó en Revolución y Cultura el
quehacer musical de Juan Formell y
de Irakere, o escribiera sobre el filin
y el hoy famoso Callejón de Hamel;
y Evangelina Chió hizo numerosos
trabajos sobre música y danza.
De modo que no estábamos tan
«compartimentados», como bien
apunta la autora citando a Rosa
Ileana, quien tampoco exageró al
hablar del ambiente amistoso entre
todo el personal de la revista y la
creatividad que caracterizaba a las
reuniones de trabajo (que además
eran divertidas). Sólo faltó decir que
eran la excepción dentro del «ciclo
laboral»: sólo las necesarias, y nunca para dar órdenes irrevocables ni
mucho menos enjuiciar a presuntos
pecadores. Noel era un creador y
odiaba el reunionismo; su método
era recorrer la redacción con una
agenda, preguntarle a cada uno
si tenía una idea concreta para el
próximo número y, de ser así, tomar
nota. Lógico, a veces había encargos precisos: entonces, buscaba un
voluntario. Y la reunión era sólo pa-ra
armar la revista con títulos, cro-mos,
sumarios, etcétera.
«Sancho, con la Iglesia hemos
topado»
Nada tuve que ver con la revista
¿censurada?, ¿verbotten?, cuya fecha deberá buscarse por omisión;
o sea, dentro del lapso aproximado,
buscar el número que falta, que venía preparándose con antelación,
pues estaba dedicado íntegramente
al esperado Congreso del Partido,
celebrado en 1975. Por idea de Aldo
(original como siempre) se acordó
hacer un número exclusivamente
gráfico, o mejor fotográfico, tomando como base las consignas del
evento y su despliegue por la ciu-dad
y el campo. Los fotógrafos cap-taron
las más insólitas imágenes en cada
barrio y poblados cercanos. Algunas
imágenes mostraban una realidad
de solares y edificios co-rroídos
por el tiempo y la humedad, con
insólitas tendederas, niños feli-ces
y divertidos, a veces con escasas
ropas, paredes embadurnadas con
las consignas, o estas pintadas en
enormes telas situadas en cualquier
parte. En fin, lo real maravilloso. Y es
que La Habana apenas había sido
retocada desde 1959 y sólo se habían
pintado para el evento algu-nas
avenidas principales.
Al parecer las imágenes escandalizaron a algunas personas mayores;
a mí me gustaron en general, quizás
por ser del patio y conocer sus ambientes, pero también me parecieron
honestas y con un balance positivo,
Mario García Joya (Mayito). Foto tomada para un
trabajo dedicado en RyC
a la fotografía en el cine
cubano.
acaso con alguna pequeña excepción. Pues a pesar de ciertas escaseces y de incomodidades endémicas,
se veía una población alegre y dispuesta a celebrar y graficar las consignas, acompañadas por música
y festejos. El Carnaval, sea o no
bajti-niano, acompaña siempre a
los Grandes Eventos, más aún en el
Mar de las Antillas. Poco después,
tuvo lugar precisamente un ágape
rabe-laisiano en el Palacio de Bellas
Artes donde estaban todos los
involucra-dos, y Aldito y sus tres
mosqueteros vieron su oportunidad.
Me acerqué al grupo, que discutía
sobre el número que nunca circularía
con los mismísimos responsables de
la decisión, y trago en ristre se desarrolló una polémica que ni en las
ventas o castillos frecuentados por
Don Quijote y Sancho.
Pero bien, así como Baco promueve
discordias, Agape tiende a la concordia, y si bien no se llegó a un
acuerdo absoluto ni hubo protocolos firmados, al menos se disiparon
53 Revolución y Cultura
amenazantes nubarrones que asomaban por el horizonte. El resultado de la escaramuza –que no contienda– quedó en un número perdido de la revista, acaso refugiado en
los estantes de algunas bibliotecas
o disperso en cenizas que fueron a
dar entre las mandíbulas de un níveo
cachalote. *
De nuevo las décadas «coloreadas» (¿o «incoloras»?)
Con olfato periodístico, la investigadora López Teijeiro se refiere
a un momento de cambios que
alte-raron el rumbo (y el formato y
con-tenido) de Revolución y Cultura,
así como nuestro ritmo y métodos
de trabajo. Fue a partir del número
61 (1977), cuando luego de crearse
el Ministerio de Cultura se adoptó
–en mi opinión– una decisión errónea al mover a Noel Navarro a un
cargo más importante, pero que nos
dejaba sin techo y desamparados
ante cualquier tormenta, máxime
cuando también nos dejaban sin
Eddy López. Se cometía el mismo
desliz de costumbre: desmantelar
un organismo que funciona muy
bien y aplicar una especie de «tierra
arrasada» incluso en las pocas cosas
que funcionaron, tarea ésta más
loable (sin llegar a heroica) dado que
hubo que desempañarse «con-tra
viento y marea». Porque Revolu-ción
y Cultura funcionó tan bien que se
convirtió en esa época en la revista
más popular y buscada des-pués
de la insumergible y emblemática Bohemia, por supuesto. La
investigadora se refiere a esos cambios y comenta con toda propiedad
sobre la nueva dirección:
Todo indica que no coincidió
Revolución y Cultura 54
con los modos y maneras en que
hasta ese momento Revolución
y Cultura se proyectaba. En el
No. 70 de 1978 el rubro «jefe de
diseño» es sustituido por el de
«asesor artístico», a cargo del
pintor Carlos Suárez. Realmente
Carlos Suárez no ejerció ninguna
influencia en el diseño, más bien
fue Maggie Hollands quien se
encargó de dicha labor hasta
1981. Por su parte, Aldo Menéndez se mantuvo como colaborador, redactando artículos
y diseñando algunas portadas o
números completos.2
Así sucedieron las cosas. Revolu-ción
y Cultura dejó de ser la revista que
era, y aunque tampoco cayó en un
vacío, necesitó años y más cam-bios
para recuperarse y/o superarse;
y aquí comenzamos a poner en
entredicho la idea de los ochenta
como «década dorada», aunque tuvo sus matices y aciertos. Sustituir
el nombre de un cargo o lo que sea,
como cambiar «jefe de diseño» por
«director artístico» es incidir en la
sonsera tan arraigada de cambiarle
el nombre a las cosas creyendo que
van a mejorar, como si el viejo apelativo tuviera «mal de ojo», y generalmente nada cambia salvo quizás
para empeorar, por pura inercia. En
este caso, gradualmente todos nos
fuimos alejando, aunque seguimos
como colaboradores: yo acepté la
propuesta del ICRT para trabajar
como asesor de programas musicales; Pirole se fue a Cuba Internacional, etcétera. Mayra Martínez
complementó su trabajo fotográ-fico
para sustituirme en lo musical y lo
hizo muy bien, luego de tomar un
curso con la musicóloga Carmen
Valdés. Y así sucesivamente…, como diría Kart Vonnegut, el Michael
Moore de la novelística yanqui.
Se impone a ojos vista el cuestionamiento de las décadas de colores.
Cito al respecto los razonamientos de
la investigadora LLT, que van más allá
del puro diseño:
Cabe preguntarse entonces, si
en realidad fueron tan grises, en
to-do, los setenta. ¿Por qué no
en-tenderlos como un lapso en el
que también se hallaron algunas
soluciones muy creativas? En
ocasiones, criterios generados
por la opinión y no por el conocimiento ciegan nuestra capacidad de razonar y nos resignamos
a que otros instauren verdades
inamovibles. Es por ello que nos
pareció casi mágico que en un
período tan globalmente satanizado, un grupo de personas se
dedicara a diseñar una revista
con tanto desenfado y alegría.
La «década oscura» está llena de
interesantes matices, y nos satisface saber que el diseño de Revolución y Cultura es uno de ellos.3
Está claro, por supuesto, que «cada
cual habla de la fiesta según le fue en
ella», como diría Reynaldo Gon-zález.
Muchos prestigiosos profeso-res
de arte y creadores la pasaron mal,
y por eso no figuran en esa etapa
de Revolución y Cultura ni como
colaboradores ni menos «en plantilla» (no olvidar el caso de los «parametrados» de la escena teatral, por
sólo citar un ejemplo). No obstante,
aquella y otras arbitrariedades fueron combatidas y vencidas con
re-sultados positivos indiscutibles.
Pero lo positivo no se logró mecánicamente por los cambios de los
Y hay otro más
(es decir, otro
José León Díaz
ochenta. Citaré un solo caso: mi
ex-periencia de once años en la TV
Cubana, donde trabajé en varios
programas «conflictivos», como
«Te doy una canción» (con Ángel
Hernández Calderín), cuyo mismo
éxito chocaba con los postulados
del Ministerio de Cultura, con su
énfasis en la importancia del Movimiento de Aficionados; y qué
decir de «Colorama», que ayudé a
convertir en un programa para difundir todo lo que se le había negado
a los jóvenes de los sesenta y setenta: rock, pop, disco, matizado con
algo de jazz y salsa; fue una bronca
constante con los detractores a ultranza de toda esa música. ¿Heren-cia
anacrónica de los setenta grises? ¿O
simples hábitos de autorreali-zación
del «Recienvenido» de tur-no? (con el
perdón de Macedonio Fernández).
Si los ochenta tuvieron sus innegables aristas positivas, nunca llega-ron
a ser lo que prometían, el «puen-te
vivo» o eslabón que condujera a la
normalización fecunda de nues-tra
vida cultural y artística. Fue ape-nas
la «cuerda floja» del equili-brista
que oscila entre la ovación y el
salto al vacío, seguida por la nue-va
carpa de circo que nos cayera en
los noventa, con la «dolarización»
y sus secuelas, y luego el ciclo si-
niestro de la globalización y el terrorismo neoliberal ligado a los
fundamentalismos milenaristas.
Nada, que estas «Décadas» no son
precisamente las de Tito Livio. Estas breves reflexiones, sin afán
polé-mico alguno, se las debo a
la lucidez de una investigadora
en un artículo excelente para esta
renovada Revolución y Cultura,
que está abriendo nuevos caminos
a trabajos serios de investigación
histórico-cultural y llenando ciertos
vacíos que en etapas anteriores
habíamos en parte soslayado, quizás
por el apuro y el afán de «estar al día».
Esfuerzo digno de mención al ayudarnos a afianzar nuestra memoria,
con un diseño impecable –dicho sea
de paso– y en perfecta concor-dancia
con el contenido e intencio-nes de
la revista. Agradezco una vez más
a Lissete por ese trabajo que me
ha avivado en algo la memoria y
provocado estas reflexiones.
Notas
1
Lissete López Teijeiro, cit.
2
ibidem
3
ibidem
*Nota del Editor: El número de Revolución
y Cultura a que se hace referencia en el texto
es el No.39, correspondiente a noviembre de
1975. Fue editado e impreso, pero al parecer,
según criterio del autor, se redujo al mínimo
su circulación y sólo se conservaron algunos
ejemplares, entre ellos uno que se encuentra
en nuestra hemeroteca del cual da cuenta,
además, el índice publicado de la revista
correspondiente a esos años.
í, otro número perdido de
Revolución y Cultura: la cuarta
entrega correspon-diente a
1996. Pocos saben, en verdad, qué ocurrió. A los coleccionistas acérrimos, a los colaboradores
que nos confiaron entonces sus
tra-bajos, a los simples lectores que
han preguntado, les hemos dicho:
«ah, se perdió en España.» Pero no
es tan sencillo, y aunque su historia
no resulta tan divertida como las
des-critas por Leonardo Acosta en
el artículo precedente, creo que vale
la pena desfacer de una vez, públicamente, el entuerto.
Solo una observación: me encomiendo a la memoria, a veces colectiva, de lo acaecido diez años atrás;
se precisa, pues, la benevolencia
del lector en cuanto a fidelidades y
exactitudes.
i
No llegaba al año de haber comenzado en esta revista como jefe de
redacción, habían sido meses intensísimos tratando de remontar un
atraso que cruzaba por encima de
los cuatro meses. Y ya estábamos a
punto de ponernos al día cuando
apareció un individuo, español por
su acento, dizque impresor, y nos
hace una de esas proposiciones que
difícilmente pueden ser rechazadas.
Precios más que módicos, incomparable rapidez en las entregas y
calidad óptima en la impresión, a
juzgar por las muestras que trajo
consigo (varias de ellas, otras publicaciones cubanas). Con el currículo
y las cartas de recomendación, más
que un anzuelo era un palangre
lo que nos tendía. No tardaron en
morder nuestras bocas hambrientas
Aldo Menéndez, Jefe de
diseño de RyC en esa
época.
55 Revolución y Cultura
Izquierda: Portada del
número 4 de 1996 con
la obra ... En familia
(de la serie El bobo de
la yuca), 65x 50 cms,
acrílico sobre papel,
1996, dibujo del artista
Aisar Jalil.
Derecha: Página 33 (cromo interior) del número
4 de 1996 con artículo
de Jesús David Curbelo
sobre Aisar Jalil.
(trato de no ser literal), luego de años
de duro bregar con las im-prentas
cubanas; ellas, al igual que nosotros,
escasas de insumos y de sumas… y
de muchas otras cosas.
Rolando de Oraá, nuestro diseñador
de tantos años, nos hizo saber su
desconfianza ante la oferta. No
faltó quien de nosotros no quisiera
estru-jarle el cuello ante su tamaña
des-consideración, su incalificable
falta de visión. Decidimos, por complacer a nuestro viejo amigo Oraá,
que seríamos prudentes, que no le
íbamos a pagar nada a aquel empresario (sí, esa fue la palabra) hasta
que no tuviéramos el producto final
en la mano. El hombre, recostado a
un árbol de la orilla, recogió su sedal
y el día tal se llevó el número 4/96 de
Revolución y Cultura.
ii
Tuvimos que correr para cumplir
con la fecha convenida. A la carrera
convocamos un conversatorio sobre
Revolución y Cultura 56
las letras en la música salsa, entonces en pleno boom (me refiero a la
salsa). Asistieron, entre los músicos,
el ya fallecido maestro Elio Revé,
Manolito Simonet y Rojitas; y entre los críticos estaban Guillermo
Rodríguez Rivera, Alberto Falla y
Joaquín Borges-Triana. El debate
recogido, que por supuesto fue más
allá de los textos y profundizó en
temas como la difusión, la promoción y la proyección internacional
de la música y los músicos cubanos,
se «calzaba» con un comentario de
Emir García Meralla. Visto a la luz
de los años, hay paradoja, ternura y
premonición en mucho de lo que se
dijo aquella tarde.
Conseguimos, además, un texto de
Abilio Estévez sobre la fotógrafa
Lessy Montes de Oca, especializada
en captar momentos de las funciones teatrales. Amado del Pino entrevistó al actor Osvaldo Doimeadiós,
conversación que merecería rescatarse; manteniéndose en la cuerda
del humor, Caridad Blanco de la
Cruz valoraba la obra del caricaturista Ares. Por su parte, Freddy
Artiles señalaba los derroteros del
teatro para niños en Cuba; mientras
que Alejandro Robles se las ingeniaba para armar un ensayo sobre
la seducción a partir de la leyenda
clásica de Orfeo. Otro ensayo, este
de la catalana María Teresa Ferriz
Roure, abordaba el exilio español
en México y su incidencia en el
mundo editorial de ese país. Y de un
director cinematográfico, Juanma
Bajo Ulloa, también de la «madre
patria», nos hablaba el crí-tico Raúl
Fidel Capote.
Lo anterior se acompañaba con
va-rios textos de ficción: cuentos
de Pedro de Jesús López y de la
fran-cesa Annie Saumont, así como
los dos primeros capítulos de la
novela, que a partir de ese número
publi-camos por entregas, Bajando
por la calle del Obispo, de Reinaldo
Montero. Se añadían unos poemas
de José Félix León y las secciones
fijas, entre ellas «Tiempo» donde Rufo
Caballero nos regaló un mano-jo
de crónicas y reseñas que se complementaba a la perfección. Por
último, but not least, Jesús David
Curbelo desmenuzaba las obsesiones del pintor Aisar Jalil; era el
trabajo de portada, tenía destinado
el encarte central en colores. En fin,
un conjunto que, primorosamente
graficado, nos parecía (y nos sigue
pareciendo), incluso a la luz de los
alumbrones y apagones de aquellos
años, esmerado, redondo, bastante
contundente, y no sigo porque
se me agota el último palmo de
modes-tia.
En plena edad de piedra digital (¿se
acuerdan del Pagemaker 4.0, o del
Corel 3 punto no sé cuánto, y de las
computadoras 386 con apenas 120
megas de memoria? Bueno, mejor
no se acuerden), en esa época en
que todavía llevaban la razón los
nostálgicos de las máquinas de escribir y de la goma y la tijera, diseñamos y realizamos todo aquello en un
par de semanas. Con unas cuan-tas
gotas de sudor y algunas fraccio-nes
de dioptrías de nuestros cansa-dos
ojos dentro del sobre, se llevó aquel
empresario nuestro trabajo, con las
correspondientes autori-zaciones de
los niveles superiores.
iii
Y entonces, bueno, jamás vi a alguien que se le cayeran las alas
(conste que metafóricas) más dolo-
rosamente que a Aisar. Fue quien más
sufrió con lo sucedido. Acon-teció
pues, que al empresario de marras
se le trabó el paraguas (o la caña
y el sedal, da igual) en las ofi-cinas
de la última imprenta españo-la
que se proponía timar. Su empresa
consistía en dejar pendientes las
cuentas con los impresores, a los
que solo entregaba un pequeño
an-ticipo, y embolsillarse el dinero
de cuanto editor cubano cayera en
el jamo, atraído por precios irreales,
pura añagaza que nada tenía que ver
con los verdaderos costes. Atrapado
el bribón, como hubiera anotado
un cronista cien años atrás, comenzaron las reclamaciones entre los
interesados.
Los impresores de la península, que
no nos responsabilizaban con lo
su-cedido, y sin saber qué hacer con
aquellos metros cúbicos de revista
en sus almacenes, nos pedían que
al menos pagáramos el flete de la
edición hasta Cuba. Era una cifra
considerable pero no tanto como
las que se precisan hoy día. Nuestros
niveles superiores adujeron que no
poseían tal cantidad, que sobrepasaba lo acordado anteriormente con
el estafador (¿ese es el sustantivo,
no?), que sería necesario renegociar
o esperar la distribución del
pre-supuesto del próximo año.
Elizabeth Díaz, directora entonces
de Revolución y Cultura, insistió,
procuró, pero…
Pasó el tiempo y pasó una incalculable cantidad de águilas sobre el
mar. Pasó también que seguimos
trabajando y en otras imprentas hicimos el número 5/96, y los siguientes hasta el día de hoy. De aquel
que nunca regresó de España solo
re-cibimos un par de ejemplares de
muestra (no diré quienes los tienen)
y los ferros y pruebas de impresión.
Estos son los que tengo ante mis
ojos y me permiten el recuento. Del
resto de la tirada, es de suponer que
convertida en pulpa y reciclada (polvo eres y polvo serás) haya servido
como materia prima para embalajes
y cajas de cartón.
Se me ocurre, ahora al final, echar
mano a unos versos de Huidobro
y pensar que el 4/96 quedó «entre
una estrella y dos golondrinas». Es
decir, entre el esfuerzo de todos los
que participaron en su realización,
de un lado; y del otro, la estafa y el
desconcierto.
Página 20 del número
4 de 1996 con artículo
de Caridad Blanco de la
Cruz sobre el caricaturista Arístides Hernández
Herrero (Ares).
57 Revolución y Cultura
Asturias en La Huella
En una de sus ediciones más amplias, La
Huella de España, dedicada a Astu-rias,
derrochó, además de buen arte, historia
y vínculos de nuestros pueblos. Palpable
lo dicho anteriormente en todas las
funciones, desde la gala inaugural hasta
el cierre.
El carácter multidisciplinario del evento
estuvo dado por un programa en el cual
confluyeron presentaciones de libros,
revistas, talleres de pintura impartidos
por veinte descendientes de padres
astu-rianos, conferencias sobre literatura,
ex-posición de trajes regionales en la Casa
de la Obrapía, y de danza en el Museo
Nacional.
Las artes escénicas marcaron su presencia con el Teatro Margen, en El viaje a
ninguna parte, dramaturgia de Arturo
Castro sobre la novela homónima de
Fernando Fernán Gómez, una pieza
que retoma los momentos postreros de
Car-los Galván, un cómico de la lengua
que supo defender su profesión hasta la
muerte, en encarnizada batalla contra el
cine, el video, el DVD y hasta los gimnasios, en una personificación de intensa
interiorización de José Antonio Lobato.
Música tradicional de Asturias y Cuba
se abrazaron en la gala fusión CubaAsturias, dirigida por Eduardo Blanco,
en que intérpretes del suelo cubano y
el Principado cantaron temas emblemáticos. Resultó una puesta musical en que
alcanzaron gran lucimiento la soprano
Johanna Simón, la cantante Tina Gutié-rrez
y Chus Pedro, quien –además de cantar
junto a Johanna y Tina– brindó con su grupo
temas de su más reciente fono-grama
De ñublu y orpín. En la segunda parte
de dicha gala, la compañía fla-menca
Ecos interpretó coreografías de Milagros
Medina, en las cuales lo con-temporáneo
se imbrica a la raíz flamenca con gran
fuerza expresiva, especialmen-te en el
estreno de Entre aguas, y en la versión
aflamencada de Vete de mí, a partir de
una grabación de El Cigala.
Impactante fue el final de La Huella...
este año. La clausura –también dirigida
por Blanco–, se inició con fragmentos
Revolución y Cultura 58
de Aquel brujo amor, con el Ballet Español de Cuba, en coreografía de Eduardo
Veitía, que llevó a escena la suite y las
danzas del terror y del fuego. Ballet moderno con aires hispánicos conciliaron
en Tablada códigos contras-tantes, con
el soporte musical de Antonio Vivaldi,
en este caso a cargo del Ballet Nacional
de Cuba. Tina Gutiérrez, por su parte,
brindó un minirecital de altos vuelos con
piezas cubanas y un popurrí de canciones
astu-rianas, romanzas de zarzuelas de
dicha región y temas de Víctor Manuel,
todo lo cual adquirió en su voz timbres
renova-dores. Lo anterior quedó muy
bien com-plementado con el reencuentro
de haba-neras con Omara Portuondo,
que permitió a la diva hacer gala de su
potencia vocal y la fuerza del sentimiento
en interpreta-ciones irrepetibles de Veinte
años, Mi Habana, Tú y La paloma.
Por último, la Charanga de Rubalcaba
interpretó temas que disfrutó plenamente el público, como La Chúcha, Bruca
maniguá y La esperanza. El buen hacer
de los músicos y el virtuosismo de
Guillermo Rubalcaba al piano y al violín,
indistintamente, sin dejar de dirigir, así
como la inusitada presencia de integrantes del Ballet Español de Cuba y del
Nacional, quienes pusieron en escena
intensas dinámicas improvisadas por
Veitía, constituyeron un verdadero regalo
para los asistentes. (A.O.)
«Habana Blues»,
dos Goya
El filme Habana Blues, del realizador
español Benito Zambrano, se alzó con
sendos premios Goya a la mejor banda
sonora y mejor montaje en la XX Edición
de esos lauros del cine español. Fuentes
allegadas a X Alfonso, uno de los participantes en la música del filme, consideraron el premio como un triunfo
colectivo, informó la agencia noticiosa
Prensa Latina. Junto al mencionado
músico, tomaron parte en dicha banda
sonora, los instrumentistas y compositores
Juan Antonio Leyva, José Luis Garrido,
Dayan Abad, Descemer Bueno, Kiki
Ferrer y Kelvis Ochoa. La película, una
coproducción de España, Cuba y Francia,
en el pasado Festival del Nuevo Cine
Latinoamericano de La Habana mereció
el Coral al mejor filme realizado por un
director no latinoamericano, así como el
concedido por la UNEAC. (FUENTE: AIN)
Pineda Barnet: Premio
Nacional de Cine
Parece que cabe en una de las frases
del acta del jurado, que Enrique Pineda
Barnet mereció aquí el Premio Nacional
de Cine 2006 por su notable labor
de toda una vida vinculada a este
arte, como creador y pedagogo; pero
detrás de esas palabras está el trabajo
sostenido de este director, guionista,
crítico, actor y narrador, dueño de una
amplia filmogra-fía en la que sobresalen
los docu-mentales David (1968) y Che
(1969), y los largometrajes Tiempo de
amar (1989) y La bella del Alhambra
(1990). Con esta última conquistó en su
mo-mento el Premio Goya, de la Academia
española, en el apartado de mejor filme
extranjero de habla hispana. Otras distinciones acumuladas por este artista son
el Premio Mano de Bronce del Festival
Latino de Nueva York (1991) y el Pitirre
del Cinemafest, de San Juan, Puerto Rico
(1991). A la cuarta edición de este Premio, fueron nominadas otras doce destacadas personalidades del cine cubano,
entre ellas los actores Sergio Corrieri y
Daysi Granados –un dúo memorable en
Memorias del subdesarrollo, del fallecido Gutiérrez Alea–, y los cineastas Juan
Padrón y Fernando Pérez. (FUENTE: PL)
Alta expresión
del canto coral
Con una estructura que lo acerca al
Festival de Coros de Santiago de Cuba,
CorHabana 2006 sustituyó el tradicional
encuentro con agrupaciones de Estados
Unidos, por una visión nacional e internacional más amplia, que permitió al público escuchar obras totalmente inéditas.
La sala Roldán del Auditorium acogió la
gala de apertura, un espectáculo que
marcó el evento y resultó insuperable.
Tanto el repertorio seleccionado como
la fuerza expresiva de los cantores y
directores, el cuidado y respeto a los
estilos, la confluencia de épocas y lenguajes, merecieron una atención absoluta
del público y un sitial destacado en la
historia de la música coral en Cuba.
Destacaron aquella tarde los coros
Infantil, Entrevoces y Nacional, dirigidos
por la maestra Digna Guerra, en repertorio
de muy variadas épocas y latitudes, que
adquirió monumentalidad en La batalla de
Jericó, interpretada por la tercera de las
agrupaciones antes mencionadas.
El Orfeón Santiago, por su parte, realizó
verdaderos alardes técnicos y estilísticos,
que incluyeron virtuosas polifonías y un
trabajo de excepción en El castigador,
en el cual sobresalió el timbre excepcional de sopranino de Miguelito, quien
realizó un bellísimo dúo en Para vivir, de
Pablo Milanés, con Griselle. Finalmente,
Electo Silva invitó al Coro Nacional y a
su directora a subir a escena para conducirlos con su habitual maestría en
Juramento, de Miguel Matamoros.
De las otras jornadas, vale resaltar las
presentaciones en la Basílica Menor de San
Francisco de Asís, que acogió pro-gramas
de altos contrastes, el cual dio inicio con
el Ensamble Vocal Luna, condu-cido por
la profesora Sonia McCormack, cuyos
intérpretes denotaron una perfecta
armonía, unido a la belleza de sus timbres
en obras tan distantes en tiempo, espacio
y estilo como Salve Regina, de Miklos
Kocsar; Aleluyas criollas, de Leo Brouwer;
Hamba Lulu, canción sudafricana de
M. Brewer, al tiempo que las cadencias
típicas del son emergían de Iré a Santiago,
de Roberto Valera.
Un montaje de las voces muy contemporáneo evidencia Pro-Música, de la
Universidad de Vilnius, Lituania, en un
diapasón que abarca desde temas
cotidianos como ¡Ojalá llueva!, imbuido
de la frescura de lo bucólico, hasta
temas de la envergadura del Ave María,
de U.Sisask. Otra nota destacada la
ofreció, en este caso entre los coros del
patio, Vocal Leo sobresalió tanto por sus
inter-pretaciones vocales como por el
con-cepto de teatralidad que sirve de
soporte a sus actuaciones, en las cuales
se advierten detalles coreográficos,
como en El bodeguero. Muy esperado
por el público, el Coro Femenino Léttsveit
Reyjavikur, rectorado por la maestra
Johanna V. Pórhallsdóttir, de Islandia,
mostró un impoluto empaste vocal y
muy novedoso, por tratarse de canciones
autóctonas que abrieron nuevos horizontes auditivos a los espectadores, gracias a la originalidad de sus engarces y la
precisión en finales impactantes. (A.O.)
Del Periodismo Cultural
Lisandro Otero y Julia Mirabal fueron
merecedores del Premio de Periodismo
Cultural José Antonio Fernández de Castro,
a la obra de toda una vida. En ceremonia
efectuada en el Museo Na-cional de
Bellas Artes, Abel Prieto, mi-nistro cubano
de Cultura, destacó el periodismo de
análisis y de síntesis excepcional que
Otero practica, así como la labor de
promoción del arte y la cultura realizada
por Julia Mirabal durante años. El escritor
y periodista Lisandro Otero, al agradecer el
lauro, señaló la importancia que ha tenido
y tiene el periodismo, especialmente el
de temática cultural, en su obra como
escritor. No por gusto, su trayectoria en
este oficio abarca casi sesenta años.
(FUENTE: AIN)
Ramona de Saá y Santiago Alfonso: Premios Nacionales de Danza
La comunicad danzaria cubana e internacional se regocija con la entrega del
Premio Nacional de Danza a Ramona de
Sáa, directora de la Escuela Nacional de
Ballet y reconocida personalidad de la
danza cubana e internacional; y al coreógrafo, maestro y director Santiago Alfonso, reconocido ex bailarín del Conjunto
Nacional de Danza Moderna y verdadero
artífice de la imagen artística del show del
cabaret Tropicana en todo el mundo.
El Premio Nacional de Danza les fue
en-tregado a estos exponentes del arte
danzario cubano y ejemplos de maestros,
artistas y ciudadanos, el pasado 29 de
abril, Día Internacional de la Danza, en
una hermosa función de gala.
(FUENTE: CUBARTE)
X Alfonso,
Revelación en España
El músico y compositor cubano X Alfonso
fue distinguido con el Premio Latino
Revelación que otorga la Academia de la
Música de España. Se trata de un ga-lardón
que se entrega con carácter especial, y lo
han recibido en anteriores ocasiones el
colombiano Juanes (2002), el peruano
Gian Marco (2003), la brasileña Adriana
Calcanhotto (2004) y la mexicana Julieta
Venegas (2005). Según el comunicado de la
Academia, Alfonso ha contribuido de forma
decisiva a modernizar la música cubana.
Su música es una mezcla de diferentes
géneros modernos como el house, el rock,
el tecno y el hip hop con ritmos tradicionales
cubanos.
Además de cantante y compositor, es
realizador audiovisual, y ya en 2002 estuvo
nominado en tres categorías de los Grammy
Latinos por su disco X More.
(FUENTE: ELUNIVERSAL.COM)
Recibe Silvio distinción de
la Academia Española de
la Música
canciones de Rodríguez «son un símbolo
de compromiso social y político, y un
ejemplo de escritura poética».
El Premio Latino a toda una vida fue
recibido con anterioridad por la cantante
y actriz española Rocío Durcal, recientemente fallecida, César Portillo, Armando
Manzanero y Chavela Vargas.
Silvio trabaja actualmente en una antología de canciones de Noel Nicola,
compañero de generación y con quien
fundó, junto a Pablo Milanés, la Nueva
Trova cubana. Además, el trovador presentó en su último disco, una recopilación de canciones suyas compuestas en
los años sesenta. (FUENTE: AFP)
Cine Pobre:
Premio al talento
Durante la clausura del IV Festival Internacional de Cine Pobre, suponemos que
Humberto Solás, su presidente, al librar la
convocatoria para la próxima edición, sabe
en las honduras que se mete. Y lo decimos
por la magnitud de la recién concluida
cita: más de ochocientos parti-cipantes,
doscientos cuarenta de ellos provenientes
de treinta y cinco países de todos los
continentes. Cuatro veces la cantidad de
la primera reunión en Gibara.
Esta vez los premios en las diez categorías en que se concursa, recayeron
en Di buen día a papá, (popularidad,
recibi-do por la actriz Isabel Santos), del
boli-viano Fernando Vargas; Soñar en
Nablus (Gran Premio Roberto Rosellini
en do-cumentales, obras experimentales
y videoarte), de Sergi Sandúa y Carlos
Delfa, de España; A cada lado (maquetas,
proyectos en proceso y guiones de largometrajes de ficción), del argentino Hugo
Grosso; La ciudad del sol (ficción largometraje y prensa), del eslovaco Martin
Sulik; y al mediometraje Ganso salvaje
(prensa) del iraní Mahmoud Reza Sani.
Esta IV edición, que rindió homenaje a
la polifacética actriz Aurora Basnuevo y
tuvo importantes espacios teóricos, fue
acompañada por conciertos de Haydée
Milanés, David Torrens, William Vivanco,
Kumar y la orquesta Original de Manzanillo; puestas en escena del grupo Pálpito,
y exposiciones plásticas con destaque
para la de Jorge Hidalgo, Cerca del mar...
veremos, entre otras acciones. (FUENTE:
GRANMA DIGITAL)
El cantautor Silvio Rodríguez fue distinguido con el Premio Latino a toda una
vida, por la Academia Española de la
Música. Esta institución destacó que las
59 Revolución y Cultura
arzo nos sorprendió con
sus primeros calores.
Nos sorprendió también
en las reparaciones que
emprendimos en nuestra galería Espacio
Abierto. Pero en medio de todo ello,
tuvimos el regalo de una lectura de la
narradora Laidi Fernández de Juan, autora
de tres libros de cuentos premiados: Dolly
y otros cuentos africanos, Oh, vida y La
hija de Darío. Tres relatos leyó esa tarde
de marzo, todos de su próximo libro
His-torias de María E, y con esta lectura
entraba en receso, hasta nuevo aviso,
el ciclo de conferencias «Narradoras de
His-toria(s)», un diálogo entre historia y
fic-ción. Como ya conocen muchos de
nuestros lectores, las protagonistas son
conocidas y admiradas académicas y
escritoras cubanas. Las primeras nos
hablan de sus novedosas investigacio-nes
sobre mujeres, vida cotidiana, his-toria
social e historia de la familia en los
siglos XVIII y XIX. Las segundas nos leen
y comentan sus más recientes cuen-tos
o pasajes de novelas.
Revolución y Cultura 60
Ya el primer día de abril estábamos de
estreno: galería lista e inauguración de
la exposición Play Ball, la cual formaba
parte de las muestras colaterales de la
9na Bienal de La Habana. Ese mismo día,
además, se presentó el primer nú-mero de
Revolución y Cultura correspon-diente a
2006. En cuanto a la muestra, que reunía
las obras de cinco artistas –Alain Pino,
Douglas Pérez, Franklin Álvarez, Reinerio
Tamayo y Rubén Alpízar–, de acuerdo con
las palabras de la crítica Caridad Blanco
de la Cruz:
[…] se manifiesta un poco de esa
pluralidad mantenida dentro de la
artes visuales cubanas durante las
dos últimas décadas. A ellos, como
grupo transitorio para asumir el proyecto que ahora presentan […] los une
por una parte el hecho de beber de
esa fuente nutricia que es la cul-tura
popular y sobre todo la oralidad de la
misma en su sentido más am-plio. Por
otra parte, muchos son los juegos en
los que cada artista se ha adentrado
al establecer las líneas generales de
su discurso, desde la apropiación,
la cita, la manipu-lación y los
subterfugios que ellos han utilizado
para expresar conte-nidos diversos
[…]. El juego que se está jugando
aquí tiene que ver con la reflexión
que busca el hu-mor.
Más adelante, el 18 de mayo, inauguramos otra importante exposición. En
este caso de uno de los principales
artistas y diseñadores de principios del
siglo XX en nuestra Isla. Déme me-dia
tropical, de Jaime Valls, reunió más de
una veintena de originales de la serie
de anuncios que el artista rea-lizó para
la conocida marca cervecera. Estas
piezas se conservan gracias al celo
de su sobrina, Avelina Alcalde, quien
tuvo la gentileza de facilitár-noslas.
Las palabras inaugurales estu-vieron
a cargo del crítico y presidente de
la Cátedra de Gráfica Conrado W.
Massaguer, Jorge R. Bermúdez, quien
expresó:
Si bien la función comercial que
rige estas ilustraciones le dicta [al
artista] plasmar las imágenes inmediatas de la vida más externa,
ellas siempre escapan de la vulgaridad. ¿La causa? Su sabia selección de las imágenes y las situaciones en las que las inserta y expresa
con verismo y artisticidad, aun
cuando lo representado sea una
suerte de representación gráfica del
dato real. Él no expresa la rea-lidad
tal como es, sino tal como quiere
que sea. Y, entrer otras cosas, la
quiere bella, elegante…
Un libro muy,
pero que muy
valiente.
Oscar Loyola Vega
entro de la historia nacional
hay no pocos temas de elevada recurrencia a los que
se vuelve, una y otra vez,
generación tras generación, como si
en ellos se encon-trase el fin último
de nuestro destino o, al menos, la
condensación efectiva de lo que somos,
o de lo que pudimos o po-dremos ser.
De entre ellos, los relaciona-dos con
el proceso de lucha anticolonial en la
segunda mitad del XIX atraen al estudioso
habitualmente con la madeja de sus
heroicidades, sus mitos (verídicos o
no), sus figuras (Céspedes, Agramante,
Martí, Gómez, Maceo), su innegable
ac-tualidad durante más de cien años
(¿qué liberación social se pretendía
promover, en realidad?) y sus acendradas
tergiver-saciones acumuladas por cuatro
cohor-tes, en función de una reafirmación
na-cional tan necesaria históricamente
como reiterada en la cotidianidad. El
universo mambí, la expulsión de España
de la Perla de las Antillas, la subsecuente
creación del Estado cubano, el olor a
pólvora, el sudor de los caballos estremecidos por el fragor del combate, el hedor
de los cadáveres bajo un espantoso sol
tropical, la hierba verde marchitada por
torrentes de roja sangre han operado, y
operarán mucho tiempo aún, como un
maravilloso acicate al trabajo histórico,
a lo que ha contribuido poderosamente
la innegable existencia de una literatura,
una música, una prensa, una plástica
mambisas, que han creado y saturado
un campo intelectual –pidiéndole prestada la frasecita a Bourdieu– de altísimos
quilates en sus valores intrínsecos.
Ante tal avalancha creativo-informativa,
se diría que nada original o nuevo puede
hacerse. Y he aquí que un perenne
estu-dioso, Francisco Pérez Guzmán,
sorprende a los interesados con un
libro, Radiografía del Ejército Libertador,
1895-1898, publicado por Ciencias
Sociales en los marcos del Centenario
de la muerte de Máximo Gómez, que
constituye el más rotundo mentís a
aquellos que consideran que sobre los
enfrentamientos anticolonialistas de
la antepasada centuria «ya todo está
investigado». Haciendo válido el postulado
innegable de que la inquietud intelectual,
unida a la laboriosidad académica,
son dos instrumentos imprescindibles
a la hora de diseñar, iniciar y culminar
un ejercicio del saber en los estudios
sociales, Pérez Guzmán demuestra
con su obra las enormes la-gunas del
conocimiento histórico en etapa tan
crucial del devenir antillano, y la indudable
necesidad de reflexionar sobre datos,
hechos y procesos que de manera
habitual han sido utilizados acrí-ticamente
por una historiografía acomo-daticia,
tradicionalista y poco seria, para la cual
la repetición de esquemas a todas luces
insostenibles ha constituido la ma-nera
idónea de defender «su» construc-ción
del ser nacional.
Por supuesto que una investigación que
pretendiese caracterizar al ejército mambí en la segunda gran contienda independentista exigía un exhaustivo trabajo
con fuentes primarias no explotadas –en
su exacto sentido histórico francés de
utilizadas– en la misma dirección con
anterioridad. Sin embargo, un estudioso
que enfrentase el tema sin previa preparación poco hubiese podido obtener con
dichas fuentes. Pérez Guzmán, con un
aval de cuatro décadas de acercamiento
al universo del independentismo insular,
y por ende, con un serio conocimiento
de sus complejas realidades, estaba
ca-lificado para llevar a cabo tal estudio,
después de sus trabajos sobre guerra
regional, composición del mambisado
o Guerra Chiquita, por mencionar sólo
algunos ejemplos. Su rica experiencia
en la labor de localización y análisis de
fuentes le permitió navegar con buen tino
por el tedioso fárrago de información,
muchas veces inexacta, otras incompleta,
existente en relación con los integrantes
del mambisado, ya fuesen oficiales, clases o soldados. La monografía refleja un
impresionante trabajo con la información
descrita y la validez de la base de datos
confeccionados, que constituye, desde
los inicios, uno de los grandes éxitos del
estudio emprendido. La correcta estructuración de dicha base facilitó la agrupa61 Revolución y Cultura
ción temática y su posterior análisis, en
función de una caracterización de los
combatientes antillanos no realizada con
anterioridad. De manera paralela, los
comentarios sobre los problemas que se
aprecian en fuentes de esta naturaleza
demuestran el interés del autor por
via-bilizar a sus colegas investigaciones
pos-teriores.
Los resultados de la indagación (cuya
verdadera duración en tiempo «concreto»
no puede ser cifrada) presentaron al
ejecutor una insoslayable alternativa:
obligar a sus datos a insertarse en las
versiones al uso o, por el contrario, emprender el camino de una muy profunda
desmitificación histórica, con los riesgos
y suspicacias que esto implica en los
marcos de un gremio que por su solidez
estructural es poco dado per se a novedades demasiado golpeantes, escabrosas o algo incómodas. Afortunadamente
para la historia nacional, Pérez Guzmán
no tuvo dudas, ni experimentó jamás titubeos. Todos aquellos que conocíamos del
avance de la investigación, sabíamos que
esta, en su plasmación final, echaría por
tierra creencias muy extendidas de antaño
y haría pensar, sin ánimos innova-dores
festinados, en problemas suscep-tibles
de novedoso enfoque, aún cuando no
fuesen del agrado de algunos, abroquelados en la comodidad de una interpretación del accionar del mambisado
que no comprometiese sus subjetividades personales. Así desfilan ante el
asombrado lector la verdadera pertenencia clasista de nuestros libertadores; la
ubicación regional de estos; las irregularidades nada «mambisas» que permitían acceder a altos grados militares;
la relación caudillo-clientela en los
campa-mentos cubanos; la supuesta
discrimi-nación racial en las filas del
ejército, y su cuestionamiento en función
de una más comprensible discriminación
por extracción de clase; la afectación
sufrida por los rigores del clima no sólo
dentro del ejército español; los efectos
nada edificantes que trajo la política de
seduc-ción autonomista en 1898 para
ciertos sectores combatientes; el fortísimo
con-trol ejercido por la primera generación
revolucionaria, al decir de Máximo Gómez,
Revolución y Cultura 62
los «hombres del 68», en la asun-ción de
cargos y la toma de decisiones; el grado
efectivo de conocimiento, y sobre todo, de
asimilación y compren-sión, del ideario
martiano en la manigua, tan magnificado
por la posteridad histo-riográfica; y las
pugnas por el poder dentro del aparato
de dirección revolucionaria de sus más
connotados representantes, hombres al
fin, que mientras combatían un caduco
sistema colonial luchaban por rediseñar
los futuros de la patria comúnmente
venerada, tanto para el provecho colectivo
como para el propio.
Sin soslayar otros aspectos importantes,
como pueden ser los elementos que
influyen en un proceso de concientización nacional anticolonial de altos
vuelos, el grado real de influencia de
la cultura antillana en la vertebración
de la lucha independentista, el autor
presenta sus datos e interroga al lector
sobre los problemas ya señalados en
incesante diálogo, que permite a este
la constante reconstrucción del discurso
narrativo. Hacer pensar y no decepcionar
pasivamente, es el principal objetivo
que se desprende de la monografía. Sin
falsos alardes eruditos, sin pretensiones
innovadoras exacerbantes, con un cuer-po
referativo mesurado y crítico, y un absoluto
respeto por aquellos compa-triotas de
antaño que dieron lo mejor de sí para
establecer el Estado Nacional, Francisco
Pérez Guzmán, simple y afortu-nadamente
«Panchito», demuestra con esta obra
por qué integra el selecto grupo de los
galardonados con los premios nacionales
de Historia y de Ciencias So-ciales,
regalando a los estudiosos un libro desde
ya imprescindible en la muy abundante
historiografía sobre las gue-rras de
independencia, a la par que da el notable
ejemplo de probidad intelec-tual de que
la absoluta asunción en el ayer y el hoy
de aquella hermosa frase consustancial
con el alma nacional que expresa «¡Al
combate corred, bayameses! jamás ha
estado, ni puede estar históri-camente
reñida con la comprensión y el análisis
de los errores cometidos a lo largo de la
sublime, patriótica y escabro-sa carrera a
la que se convoca.
Por: Adelaida de Juan
Flavio convoca
l 28 de febrero pasado, Flavio
Garciandía dio a conocer una
carta invitación para la novena
Bienal de La Habana; me
parece conve-niente citar al menos su
sección inicial, por ser aclaratoria del
más reciente pro-yecto de un artista que
durante décadas ha movido el panorama
de las artes visuales de nuestro país.
Escribió Flavio a más de centenar y medio
de artistas cubanos, de diversos lugares de
residen-cia, generación y reconocimiento
crítico: «Te invito a colaborar en mi
exposición Auge o decadencia del arte
cubano en el Museo Nacional de Bellas
Artes. Con-siste en pintar a partir de ‘mi
carta de colores’ una banda de color
plano en un cuadro de 1.50 x 20 m. en
un proceso que durará dos semanas, [...]
el cual se-rá grabado y fotografiado a los
efectos de producir un DVD que constituya
una memoria del evento.»1 Después de
estas condicionantes factuales, Flavio
aclara que no pretende juzgar si el
momento es de «auge» o de «decadencia»
(térmi-nos de por sí ambiguos aplicados a
la producción artística), porque, «incluso,
ambas situaciones pueden coexistir.
Sólo trato de ejercer el posible poder
de con-vocatoria que tenga sobre los
artistas actuantes, a fin de inducir o
provocar al-guna reflexión crítica sobre
este tema». Los días de la realización del
panel, regis-trada en la grabación que se
muestra en la sala de exposición, revelan
la actua-ción constante de Flavio quien se
ofreció a pintar la banda correspondiente
a aquellos artistas invitados que no pudieron asistir físicamente a la pintura y habían comunicado su escogida cromática
(la carta reproducida en la invitación
ofrecía treinta y una tonali dades). No
cabe dudas que se trató de una especie
de «performance» creativo de Flavio, que
deja la memoria de la banda de colores,
a más del futuro registro computadorizado. No cabe duda de que el poder
de convocatoria fue exitoso, habiendo
Flavio Garciandía en
el Museo Nacional de
Bellas Artes durante la
IX Bienal de La Habana,
2006.
Foto: Angel S. González
cons-tituido un nuevo hito en el devenir
de las iniciativas de artistas de diversas
ten-dencias en Cuba.
Las acciones plásticas colectivas que
han sido realizadas en nuestra ciudad
durante las últimas cuatro décadas han
tenido características y proyecciones bien
diferenciadas, lo cual acentúa la novedad
de esta iniciativa en la novena bienal de
artes plásticas. Una de las acciones que
más llamó la atención al exhibirse en
Cuba el Salón de Mayo parisino de 1967
fue la obra de gran formato que convocó a
cien cubanos, franceses y ciu-dadanos de
otros países presentes en La Habana para
pintar en el gran rectán-gulo colocado en
una céntrica acera de La Rampa. Dividida
en segmentos que se enroscaban en una
espiral cuyo centro fue pintado por Lam,
uno de los más no-torios promotores del
evento todo, el mu-ral transportable juntó
no solo a artistas plásticos de distintos
estilos y modos de trabajar, sino también
a escritores, cuyos textos llenaban el
segmento a ellos asignado. El elemento
unitivo estaba dado por la sugerencia
de infinitud de la espiral, y la variedad
de estilos, méto-dos, pinturas, poemas,
frases incitantes, las cuales se integraron
en un panel hoy restaurado y recuperado
por el Museo Nacional. Ha recibido el
nombre de La gran espiral, figura que
alude a la apertu-ra ilimitada de sus
posibilidades virtua-les y reales.2
El siguiente esfuerzo de magnitud fue el
resultado del Encuentro de Plástica Latinoamericana celebrado en Casa de las
Américas en 1972, el cual, encabezado
por el pintor Mariano, reunió en la delegación cubana a pintores, grabadores,
escultores, críticos, caricaturistas y diseñadores. Como resultado de uno de los
acuerdos tomados en ese Encuentro, los
cubanos diseñaron durante un año un
guión de la exposición y su desarrollo
en los espacios de las tres plantas de la
Casa. Tal esfuerzo culminó en la muestra
titulada Imágenes de Cuba 1953/1973.
Pasado y presente, tránsito hacia un
presente definitivo, inaugurado el 5 de
julio de 1973. En ese momento, escri-bí
que «sus imágenes disímiles consideradas aisladamente integran un todo
unitario».3 Tal esfuerzo de estilos individuales lado a lado en un afán conceptual
unitario no fue repetido en el siguiente
Encuentro de la Casa. En ese nuevo
es-fuerzo, los artistas colaboraron en la
realización de un panel colocado en una
de las fachadas de entrada de la Casa y,
a la vista de los transeúntes, trabajaron
todos juntos, en ocasiones colaborando
con un brochazo auxiliar aquí o allá. El
mural permaneció a la vista pública durante corto tiempo: quedan las fotografías
tomadas en el momento y la memoria de
los que de alguna manera colaboraron
en el evento.
Con posterioridad, en décadas recientes,
se ha hecho relativamente frecuente
contar con el auxilio de artistas y estudiantes para la realización de murales
efímeros colocados en los escenarios
de una convocatoria política, educacional o conmemorativa. Esta práctica
no es privativa de la capital, como en
los casos anteriores citados, sino que ha
adquirido, con variante nivel cualitativo,
una expansión nacional. En cierto sentido, recoge la iniciativa de la década de
los sesenta, durante los cuales, pintores
populares realizaban carteles para los
CDR o las manifestaciones populares
(que tanto nutrieron y fueron potenciados
en alto grado por algunos artistas, notablemente Raúl Martínez, quien inauguró
una manera conceptual que al cabo fue
63 Revolución y Cultura
asimilada y asumida como propia).
Ahora, en los inicios de un nuevo milenio,
Flavio, muy a su manera, ha dado una
nueva vuelta a la tuerca y, mediante su
posición relevante, ha realizado una novedosa convocatoria que ha tenido un
buen eco receptivo. El entusiasmo de la
ejecución misma del panel, su claridad
visual y su asepsia iluminan la sala en la
cual se encuentra durante las semanas
de la Bienal. El local en el cual se realizó
y ahora cuelga el panel de bandas coloreadas está flanqueado por dos proyectores que funcionan continuamente.
En uno se registra la ejecución misma
de la pintura convocante. En el otro, una
retrospectiva antológica de Flavio se
desarrolla ante nuestros ojos. Fotografías del artista (solo en su estudio en
Monterrey, con sus gemelas cuando eran
pequeñas, con colegas en otros eventos
internacionales, etc.) se intercalan con
imágenes de diversas etapas de su incesante labor creadora, frases y letreros,
nombres de artistas y escritores, títulos
de obras y otras claves de su incesante
bregar con los continuos cambios del
quehacer contemporáneo en el terreno
de las llamadas artes plásticas. Incluye
también algunos letreros y frases destinados a chocar o provocar una reflexión
dentro del campo de la indagación
estética. «Derecho a banalizar» o «Derecho a cantar cantos de cisne» han sido
en determinados momentos banderines
de enganche para desacralizar determinados cánones o quizás, dentro del
am-biente paródico deseado, establecer
la posibilidad de nuevos parámetros. Al
recorrer la obra de Flavio, en las obras
por él escogidas para esta antología,
viajamos, a lo largo de casi tres décadas,
gracias a ejemplos que provienen de las
series de «Los cisnes»; «Los Refra-nes»;
«los Cuadros del Museo»; la memo-rable
Tropicalia; «Gorki y Lam en Disneylandia»,
ejemplo paródico que une a dos grandes
bien evaluados por el artista; la incitante
«Una visita al Mu-seo de Arte Tropical»;
las series de «Frijoles» negros, blancos,
colorados (recuerdo aún la excelente pieza
en ne-gro destacada en el concurso de
estan-dartes convocado por Marta Palau
en el CECUT de Tijuana hace cerca de diez
años), series de obras más recientes, en
las cuales las líneas dibujan trazos sobre
fondos de diverso cromatismo. Flavio
añade, además, algunos nombres que
evidentemente representan un asidero
conceptual de su mundo estético: aquellos van de escritores como Lezama Lima y
Severo Sarduy a –creo que con mayor peso
conceptual y referativo– pintores como
Martínez Pedro, Rothko, Gorki, Basquiat.
Son evidentemente claves que acentúan
aún más el mundo en que gus-ta moverse
el artista, cuya constante e inquietante
obra ha sido incesante a lo largo de
los años, desde que se dio a conocer a
mediados de los años setenta, con un
hiperrealismo que pronto aban-donó por
búsquedas de otra índole. Siempre up-todate, Flavio Garciandía ha devenido uno
de los artistas más significativos de la
actual producción plástica en un amplio
horizonte exposi-tivo. Esta convocatoriaperformance-testimonio proyectado ha
constituido una buena prueba de su
vigencia y actuali-dad en el panorama de
las artes visua-les de nuestros días.
NOTAS
1
Catálogo «Auge o decadencia del arte cubano. Flavio
Garciandía», Novena Bienal de La Habana, Museo
Nacional de Bellas Artes, marzo 2006, s.p.
2
Cf. Alain Jouffroy, «La gran espiral colectiva de
Cuba», Revolución y Cultura, No.4, oct.-nov.-dic.
2003, pp. 10-14.
3
Cf. Adelaida de Juan, «El XX aniversario de la Casa», Casa de las Américas, No. 80, sept.-oct. 1973,
pp. 160-162.
Los más allá de Mena y Montes de
Andrés D. Abreu
Rigoberto Mena,
Convivencia. Obra realizada en la calle Empedrado
entre Villegas y Aguacate,
en la Habana Vieja.
Foto: Ricardo Rodríguez
tendiendo a las Dinámicas de la cultura urbana
como tesis de la Novena Bienal de La Habana,
el posicionamiento artístico y creador cerca de
las prácticas contextuales resultó favorecido
en su curaduría. Repasando la selección de artistas para
el evento, resalta, ante una observación de la lista de
participantes nacionales, una evidente dualidad en el
sentido de abordar lo sociocultural urbano. De un lado
pudiera agruparse una buena cantidad de creadores con
Revolución y Cultura 64
una obra reciente, constante y evidentemente vinculada
a los asuntos temáticos propuestos por la Bienal:
digamos que artistas como Roberto Diago, Guillermo
Ramírez Malberti y Rigoberto Mena se han mantenido
en los últimos años cociendo su arte sobre el calor de
los conflictos de la ciudad. De otra parte, y en menor
cantidad, están aquellos como Raúl Cordero, Duvier
del Dago o Carlos Fernández Montes de Oca, quienes
eventual o puntualmente han abordado a fondo campos
relacionados con la tesis planteada pero que han sido
convocados, sobre todo, por el sentido de pertenencia
a proyectos específicos presentados al evento.
Observando esta misma selección de artistas nacionales
desde el resultado final expuesto, llama entonces la
atención como unos más que otros, lo mismo siguiendo
pautas de lo ya hecho o a partir de experimentos
concretos, lograron singularizarse dentro de la muestra
elevando su cercanía e incidencia en el contexto. Y
desde esta perspectiva merece resaltar los proyectos
Convivencia, de Rigoberto Mena, y Aurora, de Carlos
Fernández Montes de Oca.
Sobrepasando al pintor abstracto
La poesía está en la forma de las ciudades.
Vamos entonces a construir perturbaciones.
La belleza nueva será de situación,
es decir, provisional y vivida.1
La carrera artística de Rigoberto Mena sentó sus raíces en
la abstracción durante los años 90, cuando la apropiación
figurativa y el conceptualismo se batían de tú a tú
en Cuba. Pero, ya cerrando la última década del siglo
pasado y sobre todo abriendo el nuevo milenio, cierta
movida y polémica acerca de un nuevo abstraccionismo
nacional ayudaron a un sistemático reconocimiento
de sus aportes pictóricos. Cómo no habría de ser así, si
mientras otros intentaban el (re)andar por esos caminos
olvidados, ya él venía andando, e incluso, con lo andado
a cuestas había tomado una velocidad evolutiva digna
de atender.
Fue esa misma aceleración creativa, un respetable
oído crítico y una inteligente manera de absorber
conocimientos los que le permitieron incorporar
constantemente nuevos elementos a su obra,
trasladándola de una posición básicamente gráfica
a un sistema mucho más nutrido, alimentado de un
arqueológico mirar a la agredida realidad arquitectónica,
la revelación en ella de huellas emitidas por el sentir
urbano vivo, y la incorporación de un punzante aliento
conceptual-popular.
Tomar de todos estos caldos citadinos le valió buenos
resultados a su configuración visual, pero devolverlos ya
como hacedor de su propia ciudad pintada, generando
una visualidad casi mural, identificable y diferenciada
fue un paso que se precipitó inmediatamente y tras
él la entrada de lo fotográfico como nuevo medio
incorporado al sugerente y provocador collage.
Gráfica, pintura y fotografía son las herramientas con
que se debate el hacer actual de Mena, quien con
su participación en la Bienal de la Habana logra otro
escalón de consagraciones no solo por estar entre los
elegidos, sino por ratificar el ascenso de su espiral desde
lo construido para el evento.
Su accionar sobre un espacio urbano abierto y olvidado
tras el derrumbe de un edificio citadino le permitió
comprobarse en la aptitud para inventar sobre la
capacidad para representar. Mena se arriesgó y
pactó una confrontación in situ entre él y la ciudad
hasta ahora utilizada. El artista, más allá de lo
abstracto o el interés conceptualista, se vio
obligado a demostrarse frente a la propia naturaleza de
su trabajo y sus incidencias socioculturales.
«O me superas como realidad o te devuelvo a la nada»,
pudo tal vez susurrarle bajito una pared mientras algún
vecino lo miraba. Creo que él lo sabía de antemano o lo
escuchó bien porque, en su generalidad, la intervención
realizada en la calle Empedrado, entre Villegas y
Aguacate, vence el reto y la Convivencia funciona.
El lugar es hoy el mismo y otro a su vez, pero indiscutiblemente ha ganado en sobrecogimiento a partir
de lecturas sugeridas y simbolismos incorporados
desde elementos desbordados de sí mismos, destacados
y reconfigurados ahora desde un lenguaje plástico
éticamente más comprometido.
Hay llamados de reflexión en lo instalado a partir de
un contraste que se propicia desde los elementos, ya
no solo de lo constructivo-decadente sino también
pertenecientes a lo doméstico desechado o lo urbanamente obsoleto. Continúa siendo este un contexto creíble
a pesar de la evidente infiltración del imaginario (el artista
incluso aceptó algún que otro aporte del vecindario)
porque su resignificación ha
partido de la legitimidad y el
diálogo, una loca-lidad en
ruinas revalorizada que a su
vez controversia con una
generalidad circundante
lastimada por la misma
y dura verdad del deterioro.
Cier to que todo lo
hecho allí, tal vez, no
sea válido jamás
como conjunto
fuera de esta
trama situacionista
–algunas piezas
pudieran salvarse
sobre otro muro y muy
pocas lo harían sobre la
blanca pintura de una
galería de no arrogarse como un
Carlos Alberto Fernández
Montes de Oca en el
Proyecto Aurora, el arte
purifica
Foto: Cortesía
del artista
65 Revolución y Cultura
cuestionamiento al mismo «Arte». Pero esos son
los riesgos que, asumidos y vencidos, definen en la
contemporaneidad al buen artista cuando sobrepasa al
mero pintor de taller.
Después del ídolo.
Nous faisons ce que nous pensons qu´íl y a lieu de
faire.
Et pour ce qui est de l´art,
c´est à lui de nous poursuivre s´il le juge nécessaire.2
Carlos Alberto Fernández
Montes de Oca en el
Proyecto Aurora, el arte
purifica
Foto: Cortesía
del artista
Revolución y Cultura 66
Si no el más, uno de los más mutantes artistas cubanos
contemporáneos es Carlos Fernández Montes de Oca.
Diríamos que ya es sistémico en él moverse de un medio
o formato a otro haciendo de lo impredecible un ardid
que mantiene latentes las expectativas sobre su obra. Es
este un modus operandi no impuesto sino asumido por
el desarrollo de su personalidad creativa sobre la base de
partir de una idea que ha de convertirse en artefacto visual
según sus propias demandas de re-presentación, lo cual
implica que a veces Montes de Oca arribe a la decisión
del cómo o modo apropiado independientemente de si
este resulta o no de moda o a tono con las corrientes
determinantes dentro del mercado o la
institución Arte.
No obstante esa mutabilidad, la praxis
de este artista ha transitado con mayor
profusión por el dibujo de un grafismo
muy expresivo e inteligente-mente
sugerente y la instalación como manera
más habitual de resolver el sentido
conceptualista de sus procesos.
Hay también utilizaciones de
la foto-grafía y manejos del
dise-ño en su recorrido, y
de la pintura, sobre todo
en sus inicios y también en
lo más recientemente hecho
antes de la Bienal.
Tras su última exposición en
la galería Villa Ma-nuela su
visualidad había quedado
mar-cada por la fuerza
del ídolo, un elemento
estéticamente cercano a
patrones icono-gráficos
pero densamente cargado
de asociaciones
simbólicas,
e g r e g i a
figura andante
y reiterada en
grandes lienzos que
bien pudo retomar
ahora para dictar un
provocador recorrido
por la urba-nidad que nos corresponde.
Pero no, Carlos Fernández Montes de Oca
volvió a torcer el timón, tiró a un costado
al aparentemente robusto ídolo y se
apareció en los entornos de la Bienal con
un performace esencialmente sociológico, que también
pudiera considerarse minimalista en su radical respuesta
contextual al evento, la sociedad que lo genera y el
universo que nos envuelve.
Visualmente, Aurora fue una acción de limpieza urbana
tal cual, que tomó como nombre el de una de las empresas que ordinariamente rige este trabajo y utilizó a
empleados que diariamente lo ejecutan en las mismas
áreas donde se llevaría a cabo la propuesta artística.
Como rasgo distintivo los barrenderos de calles, como
popularmente se les conoce, estaban uniformados con
pull-overs y gorras de color amarillo con inscripciones
en azul del mensaje El arte purifica. Y es aquí, desde
este texto, donde se provoca una redefinición de oficio,
posibles relecturas por asociaciones con el receptor,
dando lugar a las consecuentes cavilaciones y cuestionamientos de esta pieza para con su propia génesis y la
realidad circundante.
Para el artista, el performance Aurora, desde la higienización del contexto planteaba un llamado a la
purificación de aspectos psicológicos y éticos de algunas manifestaciones vulgares y de peor gusto que
asumimos ante la sociedad. Ascéticamente Montes de
Oca respondía a una pulsante necesidad ciudadana
desde un arte que tienta sus límites convencionales.
Aparentemente, los objetos y sujetos utilizados como
actantes, para su otra concepción de una limpieza de
espíritu, no debían sobrepasar el inadvertido imaginario cotidiano, de no haberse reunidos en medio de
una Bienal y por un artista que además les inscribe una
frase tan clara como ineludible.
Luego de transcurridas las dos ediciones de la acción (en
áreas de la Fortaleza de La Cabaña y del Casco His-tórico
de la Habana Vieja) el registro fotográfico que guarda el
autor revela nuevos elementos que por un lado reafirman
la intencionalidad de la misma y que por otro generan
nuevas aproximaciones a su argu-mento. Entre lo más
significativo ocurrido y dentro de los predios del propio
arte está el hecho de que los barrenderos al operar
sobre la Plaza Vieja interactuaron con los restos de la
acción plástica Vive y deja vivir, del artista Alexis Leyva
(Kcho), propiciando un cotejo entre los paralelismos
contextuales de ambas expre-siones. Una confrontación
que va más allá de la propia concepción de Montes de
Oca y que bien sugiere e implica la creación de otro
texto.
Notas
1
Potlach (número 5, julio de
1954). Boletín de información del
grupo francés de la Inter-nacional
letrista.
2
Jan Swidzinki sobre el rol del
artista. L´art et son contexte: au fait,
qu´est-ce que l´art?
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