galileo galilei (1564-1642): entre la ciencia y la intransigencia

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GALILEO GALILEI (1564-1642): ENTRE LA CIENCIA Y LA
INTRANSIGENCIA
Galileo Galilei ha sido sin duda uno de los mejores científicos de la historia.
Nacido en Pisa en 1564 vino a morir en Arcetri (paraje muy cercano a Florencia) en
1642. Siendo su padre médico inició los estudios de Medicina en la propia Universidad
de Pisa, pero al recibir allí enseñanzas de Matemáticas, Astronomía y Filosofía Natural
(dentro de ella la Física) decidió dedicarse al cultivo de la ciencia. A lo largo de su vida
trabajó en varios centros de enseñanza en Pisa, Florencia, Venecia y Roma. Fue un
hombre típico del Renacimiento, de aguda inteligencia, gran capacidad de trabajo,
firmes convicciones y (todo hay que decirlo) un genio bastante vivo. Siendo Galileo
autor de una obra científica tan extensa como compleja, y promotor de unas
atinadísimas implicaciones metodológicas, el análisis de la misma (aunque fuese
superficial) resultaría estéril en el tiempo disponible en este acto. Vamos a centrarnos
entonces sólo en un episodio de su vida, aquél que le dio más fama: la apasionada
defensa que realizó del heliocentrismo (doctrina que propugnaba un Sol inmóvil en el
centro del Universo y el giro a su alrededor de la Tierra y demás planetas) y su choque
con la Inquisición a resultas de ello.
Pero para proceder con un mínimo de seriedad dicho episodio no puede
relatarse sin más sino que antes debe contextualizarse históricamente, aunque sea
sólo (como aquí se hará) a grandes rasgos. Para ello debemos comenzar planteando
dos cuestiones. Primera, ¿en qué términos se formulaba exactamente la teoría
geocéntrica (la que situaba la Tierra en el centro del Universo) en esos tiempos? Y
segunda, ¿por qué era defendida tan ardorosamente dicha teoría por la Iglesia
Católica? Comenzaremos abordando la segunda cuestión, pero ya dentro de la misma
habrá necesidad de tratar la anterior.
Galileo Galilei ( 1564-1642)
Bajo una primera aproximación, cabe justificar la adhesión de la jerarquía
católica a las posiciones geocentristas por la coincidencia de éstas con el mensaje
bíblico. Ello se pone de manifiesto en el libro sagrado cristiano (Josué, 10: 9-13)
cuando se describe la batalla de los israelitas contra los cinco reyes amorreos para
lograr el control de la ciudad de Gabaón. Durante la refriega, el Dios de Israel ayuda a
los suyos enviando una certera lluvia de piedras contra los amorreos, lo que da la
iniciativa a las tropas de Josué. Pero al estar ya acabando el día, el líder israelí ve que la
inminente noche le va a impedir aniquilar del todo a sus enemigos. Solicita entonces a
Jehová que mantenga la luz durante un tiempo extra. Ante ello, ese singular Dios del
Antiguo Testamento decide frenar el recorrido natural de los astros para que puedan
cumplirse los violentos deseos de Josué. Así, bajo el apoyo divino, el sucesor de
Moisés gritará aquello de “¡Sol detente en Gabaón, y tu Luna en el valle de Ajalón!”
(Josué, 10: 12). Según el relato bíblico, ambos astros quedaron inmóviles durante casi
un día.
La consecuencia parece clara: si Jehová permitía que parase el Sol es porque
éste se movía de forma continua durante el día, no siendo entonces admisible (como
decían los heliocentristas) que dicho astro permaneciese inmóvil en el centro del
Universo. Pero si sólo se hubiese tratado de esta discrepancia con la literalidad bíblica,
quizá las cosas nunca hubieran sido históricamente tan dramáticas. Parece razonable
pensar que, ya en los tiempos renacentistas, hubiera dirigentes en la Iglesia lo bastante
inteligentes como para admitir (llegado el caso) que lo apreciado por Josué no había
sido sino una sensación visual, y que la realidad física de los astros, pese al dictado
primario de nuestra observación sensorial, podía ser otra.
Pero es que, en el fondo, lo que se dirimía con el hecho de que el centro de
Universo estuviese ocupado por el Sol o la Tierra era mucho más que la eventual
coincidencia o discordancia con lo recogido en unos textos antiguos. En realidad, y al
margen de otras consideraciones que luego veremos, la negación del geocentrismo
obligaba a replantearse la auténtica significación del hombre sobre la Tierra. Al fin y al
cabo, éste era la única criatura creada a imagen y semejanza de Dios, lo que llevaba a
pensar que debía estar situado en el mismo centro del Universo, lugar preeminente en
torno al cual habían de girar (reconociendo su menor rango) todos los demás objetos
celestes. Por contra, la doctrina heliocentrista convertía al hombre en un mero
habitante de un modesto planeta que se desplazaba, como uno más entre otros varios,
alrededor de un majestuoso astro central. Y el peso de esta controversia es fuerte,
pues, a nuestro juicio, a lo largo de la historia sólo ha habido tres momentos en los que
el hombre ha tenido que cambiar su perspectiva global del mundo a raíz de una
doctrina científica: en el Renacimiento con la teoría copernicana, en el siglo XIX con el
darwinismo y en el XX con el psicoanálisis freudiano.
De todas formas cabe aludir a una segunda razón, ya más compleja de explicar
y que nos lleva a entrar de lleno en la formulación específica que se hacía del
geocentrismo en esos tiempos. Esta ancestral doctrina vino a alcanzar una de sus más
influyentes versiones a través de Aristóteles (siglo IV ane) la cual fue luego apuntalada
técnicamente por uno de los mejores astrónomos actuantes durante el Imperio
Romano, Caludio Ptolomeo (siglo I de ne). Este célebre autor recogió el resultado de
sus observaciones en una voluminosa obra
titulada “Composición Matemática”,
llamada luego “Almagesto” por los árabes en las traducciones que hicieron de la
misma. Por esta vía, la influencia de Aristóteles se extendió durante toda la Edad
Media, avanzada la cual, además, se realizó por parte de los pensadores católicos un
ingente esfuerzo de cristianización de la obra aristotélica. Sin duda, el auge de la
Escolástica (con la obra de Tomás de Aquino como máximo representante) fue un
testimonio fehaciente de ello.
En sus planteamientos cosmológicos Aristóteles defendía que de la Luna hacia
abajo habían existido originariamente cuatro esferas: de tierra, agua, aire y fuego. Por
causas desconocidas, todas ellas se entremezclaron y dieron lugar a este caótico
mundo sublunar donde se desenvuelven nuestras vidas; en él impera el mestizaje de
sustancias, el desorden en los movimientos y la contingencia en los fenómenos físicos.
Pero una cosa es clara, en ese mundo sublunar cada objeto busca el que fue su lugar
natural. Así, cuando prendemos fuego éste siempre va hacia arriba tendiendo al sitio
que ocupó inicialmente su esfera. Cuando soltamos un objeto donde abunda la
materia terrestre (una piedra) éste siempre cae hacia el centro de la que fue la esfera
de tierra, y esa caída será además tanto más rápida cuanta más materia tenga el
objeto pues éste buscará su lugar natural con una mayor vehemencia.
Contrariamente, de la Luna hacia arriba los cuerpos están formados por una
sustancia distinta y sutil, la llamada ‘quinta esencia’. Hay una esfera de dicha sustancia
que rige los movimientos de la Luna, otra los del Sol, otras cinco se ocupan de los
planetas visibles y una última de las estrellas fijas la cual será movida a su vez por el
Primer Motor (Dios para los escolásticos). Esto constituye el llamado mundo
supralunar donde además de esa materia limpia y sutilísima, los movimientos, como
aprecian los astrónomos, son armoniosos y regulares (se repiten siempre con la misma
secuencia temporal, aunque con diferencias según el caso). Se trata en resumen, de un
mundo que, por oposición al nuestro, es incorruptible e inmutable; muestra fiel de la
majestad de Dios según las posiciones religiosas cristianas ulteriores.
Estas concepciones, debidamente cristianizadas como ya se ha dicho, eran muy
bien recibidas por cualquier autoridad (civil o eclesiástica) durante el medioevo, y
debían de ser mantenidas a ultranza, pues venían a justificar plenamente el
ordenamiento social de esa etapa histórica: el feudalismo. Baste con notar que desde
éste se defendía el que, al igual que sucedía en la naturaleza, en el ámbito social había
también un lugar natural (decidido por Dios) para cada hombre. En una esfera social
preeminente se encontrarían (por ejemplo) los reyes y los príncipes, en otra inferior la
alta nobleza, en otra la baja nobleza, en otra los altos funcionarios, en otra los siervos y
en la más irrelevante los siervos de la gleba. Nunca sería legítimo entonces rebelarse
contra ese orden “natural” de organización social. De ahí que atentar contra el
geocentrismo astral se viera siempre como algo bastante peligroso: si se ponía en
cuestión esa cosmología avalada por la Biblia y los pensadores clásicos, ¿por qué el
orden social construido a reflejo de la misma no podía también cuestionarse?
Esta situación se mantuvo durante mucho tiempo, pero transcurridos algunos
siglos la Edad Media dio paso a una de las épocas más apasionantes e innovadoras de
la historia: el Renacimiento (siglos XV-XVII, a título general). Como factor
determinante, durante el mismo surge y se afianza una nueva clase social: la
burguesía. Sus miembros van a ser profesionales (médicos, abogados, boticarios,
arquitectos, etc…), comerciantes, empresarios, artistas y otros similares. Agrupados
sobre todo en las ciudades (o “burgos” de ahí les viene el nombre) pronto se van a
alzar
contra el estatus social imperante. Reclamarán el reconocimiento de su
importante labor como dinamizadores de la economía, exigirán la anulación de
prebendas nobiliarias (detentación de cargos políticos y exenciones fiscales),
reclamarán su derecho a participar en la elaboración de las leyes y propugnarán, en
suma, una sociedad que esté basada en la capacidad personal y no en los privilegios de
cuna. El proceso que da comienzo en ese momento llegará hasta la Revolución
Francesa (1789).
El Renacimiento irrumpió entonces en la historia como un tiempo convulso,
durante el cual se vivieron importantes procesos de cambio. Así, junto al auge de las
ciudades como nuevos centros de poder económico y político, en el ámbito del
pensamiento filosófico los enfoques escolásticos comenzaron a ser sustituidos por el
llamado “humanismo renacentista”. En éste, el hombre ganará un notable
protagonismo frente a la divinidad y querrá ser (como en la Antigua Grecia) dueño de
su propio destino. Pensadores como Giovanni Pico de la Mirandola, Lorenzo Valla y
Nicolás de Cusa en Italia, Tomás Moro en Inglaterra o Luis Vives en España (dichos a
título de ejemplo) dejarán sentir por esos años toda su influencia. En la teoría política
Nicolás Maquiavelo vendrá a
propugnar un nuevo tipo de gobernante práctico,
calculador e implacable, totalmente alejado del virtuoso “Príncipe cristiano” de Erasmo
de Rotterdam. En el arte, tanto el románico como el gótico dejarán paso al empuje
innovador del “Cuatroccento” y el “Cinqueccento”, y en lo religioso el monolitismo
católico del medioevo pronto quedará roto ante el envite de la Reforma protestante y
sus diferentes alternativas.
Como era de esperar (salvo quizá por quienes todavía se aferran a la total
asepsia del hacer científico) dentro del proceso general de cambios generados por el
Renacimiento la ciencia se vio afectada y vivió su revolución particular; dentro de la
misma, la Astronomía se erigió en protagonista. En este terreno abrió el camino el
polaco Nicolás Copérnico con la publicación en 1543 (el mismo año de su muerte) de la
famosa obra “De revolutionibus orbium celestium. Libri VI”. Allí recogía un notable
plantel de observaciones y cálculos con los que hacían ver que, en relación con los
movimientos astrales, desde la visión heliocéntrica se podían obtener los mismos
resultados técnicos que desde la geocéntrica, y además de forma más sencilla y
elegante al evitarse el recurso a herramientas tan rebuscadas como los epiciclos y
ecuantes.
Años después otro famoso astrónomo, el danés Tycho Brahe, en su obra
“Astronomiae instauratae progymnasmata” (“ Introducción a la nueva astronomía)”
publicada entre 1587 y 1588 va a propugnar un nuevo sistema más acorde con las
exigencias eclesiásticas. Según éste, la Tierra vuelve a ser el centro del Universo; en
torno a ella giran la Luna y el Sol, y los planetas orbitan a su vez alrededor de éste. Por
su parte, el alemán Johannes Kepler volverá a retomar el esquema de Copérnico y
dentro del mismo, en sus obras “Nova Astronomia” (1609) y “Harmonices Mundi”
(1619) ofrecerá un impresionante cúmulo de nuevos cálculos sobre las posiciones
relativas de los astros, enunciando a raíz de ello sus famosas tres leyes relativas al
sistema planetario solar.
Sin duda, y por las razones ya señaladas en la contextualización, estos
defensores del heliocentrismo pisaban terrenos muy delicados para la época. Por eso
bien se cuidaron de tomar las debidas precauciones. Así, en el prólogo de la obra de
Copérnico su amigo Andreas Osiander dejaba muy claro que el autor se limitaba a
ofrecer en su libro un mero conjunto de hipótesis matemáticas, las cuales facilitaban y
mejoraban las predicciones astronómicas pero que no pretendían corresponderse con
una realidad física que venía muy bien descrita en los libros sagrados. Por su parte,
Kepler abundará en posiciones parecidas y mostrará en todo momento su reverencial
admiración por la armonía matemática que había impreso el Creador en el mundo
astral.
Y es verdad que estos astrónomos iniciales hicieron muy bien en ser prudentes,
pues Giordano Bruno,
el único pensador que se opuso de forma abierta al
geocentrismo y defendió en su obra “De l'infinito universo et Mondi “ (1584) no ya un
heliocentrismo físico real para nuestro sistema planetario, sino incluso la existencia de
infinitos sistemas similares en cada estrella, será juzgado por la Inquisición y llevado a
la hoguera en el (paradójicamente) bello enclave romano del “Campo de Fiori” en
1600. Será dentro de este contexto donde Galileo comience a plasmar sus
aportaciones científicas, cosa que hará además de una forma bastante distinta a sus
antecesores como enseguida veremos.
Desde sus inicios Galileo fue siempre un convencido heliocentrista, conocedor y
defensor de obras como las de Copérnico y Kepler. Pero su entrada efectiva en el
mundo de la controversia astronómica se dio a partir de 1609. Al parecer, por ese año
recibió datos sobre un aparato óptico (sistema de lentes) capaz de “acercar”
notablemente los objetos que había sido construido en Holanda (telescopio). Usando
dichas informaciones, pero también aportando algunas ideas propias, pronto logró
construir un modelo mejor. Parece también que el interés de Galileo con ello era más
bien comercial, pues eran claras las ventajas que el nuevo aparato podía aportar a la
navegación y al arte militar; de hecho, acabó vendiendo sus derechos sobre el mismo
al Senado de Venecia. Pero un hombre de ciencia tan inquieto como él no podía dejar
de dirigir su nuevo artilugio hacia los astros.
Lo primero que observó fue la Luna, viéndola llena de cráteres, montañas y
grietas, ¿dónde estaba entonces esa perfección del mundo supralunar que tanto
defendías los aristotélicos y sus continuadores? Luego, y con las debidas precauciones
(proyectando la imagen) va a observar el Sol, apreciando unas manchas en su
superficie que cambiaban de posición con el tiempo y que aparecían y desaparecían en
determinados momentos, ¿cómo podía defenderse entonces, junto con los clásicos,
que los cielos eran inmutables? Por su parte, al observar Saturno lo verá rodeado de
unas “asas” (así las llamará). Pero lo más sorprendente será la observación de Júpiter,
cerca del cual aprecia unos pequeños cuerpos cuya posición cambiaba de forma
ajustadamente regular con el paso de los días. No había duda, se trataba de cuatro
“lunas” que orbitaban alrededor de ese planeta (las llamará Ganímedes, Calixto y
Europa). Quedaba claro entonces que, contra de lo defendido por los geocentristas, la
Tierra no era el único centro de giro del Universo. Y con Venus desmontará también
otro de los más potentes argumentos del geocentrismo, según el cual (cosa avalada
por motivos técnicos) si dicho planeta giraba alrededor del Sol debería también
presentar fases como la Luna, y éstas no se apreciaban a simple vista. Con el telescopio
sí que fueron visibles.
Telescopio de Galileo (c. 1610)
Todas estas observaciones fueron recogidas por Galileo en un libro titulado
“Sidereus nuncius” (“El mensajero de los astros”) que ya estaba editado en 1610 y que
tuvo una rápida difusión. En el mismo Galileo no se limitaba (como en general habían
hecho sus predecesores) a plantear hipótesis matemáticas sobre el movimiento de los
astros, sino que aportaba pruebas reales y fehacientes a favor de las posiciones
heliocéntricas. A partir de ahí pasará a ser un personaje conocido y valorado. En 1611
se trasladará a Roma, donde va a trabajar en el “Colegio Romano” y la “Academia dei
Lincei”, siendo además invitado con mucha frecuencia a reuniones sociales en las que
luego hacía demostraciones con su telescopio. En la capital italiana irá rodeándose de
un nutrido grupo de influyentes amistades, entre ellas la del cardenal Maffeo
Barberini, lo que le daba un aceptable nivel de protección pese a lo heterodoxo de sus
ideas científicas.
Con todo en 1615 tendrá ya un primer incidente con la Inquisición. Este
organismo eclesiástico, alarmado ante la asiduidad y vehemencia con la que Galileo
defendía el heliocentrismo, va a revisar sus escritos sobre éste y darle una severa
advertencia, prohibiéndole además la enseñanza y propagación de dicha teoría. No
obstante, en parte por sentirse protegido pero quizá también llevado por su fuerte
carácter, Galileo no hará demasiado caso del aviso, aunque pasará a mostrarse algo
más prudente en sus manifestaciones. Va a publicar incluso un libro en 1622, titulado
“Il saggiatore” (“El ensayista”), donde reclama la libertad de conciencia y defiende la
separación entre el relato bíblico y los hechos científicos.
Algo después, en 1626, recibe un encargo del Papa Urbano VIII (su antiguo
amigo el cardenal Barberini), quien, ante el peso que iban tomando los argumentos a
favor del heliocentrismo, le solicita que redacte un libro donde se recojan de forma
imparcial los argumentos en pro y en contra del mismo y que haga también una
comparación sistemática con el geocentrismo. Dicha publicación no verá la luz hasta
1632 bajo el título de “Dialogo sopre i due massimi sistemi del mondo. Tolemaico e
Copernicano” (“Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo. Ptolemaico y
Copernicano”). Desde luego su contenido de imparcial no tendrá nada, pues será un
claro alegato a favor del heliocentrismo, el cual finalmente hará caer a Galileo en
desgracia.
"Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo.
Ptolemaico y Copernicano” Galileo Galilei (1632)
Pero los problemas de la Inquisición con dicho libro no fueron sólo por su
contenido, sino que también surgieron importantes cuestiones de forma. Primero,
estaba redactado en italiano y no en latín, lo que lo hacía mucho más accesible a
cualquier persona culta. Y segundo, estaba estructurado en una forma bastante
atractiva. Los capítulos del libro se llaman “Jornadas” y simulan las conversaciones de
sobremesa que, sobre temas astronómicos, sostenían tres personajes (Sagredo,
Salviati y Simplicio) reunidos varios días a cenar en casa del primero. El proceso es
siempre el mismo: Sagredo plantea una cuestión astronómica, Simplicio (nombre
significativo) la argumenta desde la perspectiva aristotélica de forma bastante
intransigente y Salviati (el propio Galileo) desmonta lo defendido por su contrincante
con razonamientos muy bien trabados. Al final de la “Jornada” Sagredo, hombre
imparcial y de mente abierta, siempre se inclina a favor de Salviati.
Ello no se parecía en nada a esas farragosas obras en latín llenas de tecnicismos
matemáticos propias de los antecesores de Galileo. Sin duda, un libro así podía ser
leído y comprendido por mucha más gente de la que podía desearse. También estaba
el espinoso hecho de que en él se aportaban pruebas físicas contra el geocentrismo. Y
además, en un error impropio de una persona tan meticulosa como Galileo, éste vino a
poner en boca de Simplicio (y a ridiculizar) algunas opiniones científicas defendidas
tiempo atrás por el propio Urbano VIII cuando era cardenal. Ante tal cúmulo de
circunstancias, el asunto tomó un cariz indeseable y la Inquisición abrió de inmediato
proceso formal contra Galileo acusándole de herejía. El juicio se desarrolló a lo largo
de 1633.
Durante las primeras fases del mismo Galileo se mantuvo firme en sus
opiniones (declarándose pese a todo un ferviente creyente) pero al final bajo la
amenaza de ser sometido a tortura, y quizá recordando lo sucedido a su amigo
Giorgano Bruno, Galileo sucumbió a las exigencias de quienes le juzgaban. El resultado
es conocido. No es grato imaginarse a una persona anciana, ya con algunos síntomas
de ceguera, puesto de rodillas y con su mano sobre la Biblia leyendo a viva voz y en
público cosas como ésta:
“… he sido hallado vehementemente culpable de herejía, es decir de haber
mantenido y creído que el Sol es el centro inmóvil del Universo, y que la Tierra
no está en el centro del Universo y se mueve”
“… abjuro con corazón sincero y piedad no fingida, condeno y detesto dichos
errores y herejías (…) Y juro que en el futuro nunca más defenderé con palabras
o por escrito cosa alguna que pueda acarrearme sospechas semejantes”
La escena parece en verdad dura y, por otra parte, no hay en absoluto certeza
de que tras la misma Galileo tuviese ánimo suficiente como para encararse a sus jueces
y en un acto de fingida sorpresa espetarles aquello de “¡Eppur si mouve!” (“¡Y sin
embargo se mueve!”) refiriéndose a la Tierra, y menos aún que lo dijese haciendo
creer que aludía al rabo de su perro que lo acompañaba en el acto de abjuración. Lo
que sí se sabe con seguridad es que Galileo, si bien evitó la hoguera con su
claudicación, fue desterrado y confinado de forma perpetua en una modesta casa en
las cercanías de Florencia, prohibiéndosele publicar ninguna obra sin autorización
expresa de la autoridad eclesiástica. Allí, mientras avanzaba cada vez más su proceso
de ceguera, residió hasta su muerte aunque pudiendo recibir visitas de sus amigos y
seguidores.
Pero aún en ese incómodo retiro forzoso Galileo nunca cejó en su actividad. Así,
llevado como siempre por la fuerza de su carácter, no cumplió todas las imposiciones.
Desde su residencia florentina, y recurriendo de nuevo a sus tres célebres personajes,
redactó otro libro donde, criticando una vez más los planteamientos aristotélicos, vino
a reformular todas las leyes básicas de la Mecánica, cosa obligada por otra parte si se
quería aceptar la nueva Astronomía copernicana. Dicha publicación fue editada
clandestinamente en Leiden (Holanda) en 1638 bajo el título de “Discorsi e
dimostrazioni matematichi
intorno a due nuove scienze” (“Consideraciones y
demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias”, la cual acabó convertiéndose
en uno de los libros más influyentes de la historia de la ciencia.
Revisados fríamente los hechos históricos, sin duda da una primera sensación que
Galileo fue vencido, pero en realidad no fue así, pues la evolución del pensamiento
científico acabó dándole plenamente la razón. Y es que en el mismo año de su muerte
(1642) nacía en Inglaterra Isaac Newton, autor que estaba llamado a sentar ya de
forma definitiva los cimientos de la ciencia moderna en su trascendental obra
“Philosophiæ naturalis principia mathematica” (“Principios matemáticos de la Filosofía
natural”) aparecida en 1687. En ella, mediante la formulación de la ley de la
gravitación, quedaba definitivamente ultimado el edificio de la Astronomía moderna
tanto en el plano teórico como en el de la realidad física. Para darnos una idea del
avance que produjo la aceptación definitiva del heliocentrismo, cabe recordar (como
botón de muestra) que apenas un siglo después el astrónomo inglés William Herschel
planteó ya la primera hipótesis sobre la forma de nuestra galaxia. Y ante tal cúmulo de
evidencias la Iglesia no pudo decir nada. Lisa y llanamente tanto la Biblia, como
Aristóteles y su adaptaciones escolásticas, fueron barridas de los cielos a partir del
siglo XVII.
Otro de los síntomas del triunfo final de las ideas galileanas, reside en el gran
prestigio que ha alcanzando con el tiempo el discurso científico (considerado éste en
general). Durante muchos siglos la Religión se opuso a la ciencia blandiendo siempre
ante ella una verdad revelada incontestable, a la que en última instancia había que
plegarse. Hoy en día, y baste recordar para ello cuestiones como las del aborto o la
manipulación genética, es la autoridad religiosa quien acude a la ciencia como
supremo argumento de verdad a fin de dar un apoyo más eficaz a sus posiciones. Se
diría que las tornas han cambiado.
Pero volviendo al caso concreto de Galileo, es de justicia reconocer que esa
misma Iglesia ha sabido dar marcha atrás en sus intransigentes actitudes de antaño.
Así, ya en el siglo XVIII el Papa Benedicto XIV llegó a permitir la edición de algunas
obras de Galileo. En 1939, otro pontífice (Pío XII) en un discurso pronunciado ante la
Academia Pontificia de las Ciencias llegó a calificarlo de “héroe de la investigación”.
Pero el paso definitivo fue dado por el Papa Juan Pablo II, quien en 1979 encargó a una
Comisión Pontificia la revisión del proceso a Galileo. Tras el dictamen de la misma, en
1983 anuló la condena a éste y pidió disculpas por la actitud previa de la Iglesia. Sea
muy bienvenido (y por supuesto valorado) este noble gesto, aunque llegase con 350
años de retraso. En definitiva, no hay duda de que Galileo fue un científico
extraordinario, pero también constituyó a la vez un claro ejemplo de lucha contra el
fanatismo y la intolerancia.
Carlos López Fernández
Profesor Titular del Área de Historia de la Ciencia
Universidad de Murcia
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