la música en kierkegaard - Pontificia Universidad Javeriana

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1 LA MÚSICA EN KIERKEGAARD:
EL ARTE DE LA SEDUCCIÓN Y DEL ENMASCARAMIENTO
ANGÉLICA MARÍA ELJAIEK RODRÍGUEZ
2 Bogotá, febrero 4 de 2009
Profesor
ALFONSO PLÓREZ
Decano Académico
Facultad de Filosofía
Pontificia Universidad Javenana
Esúmado profesor Fl6rez,
Reciba un cordial saludo. Tengo el placer de presentar el trabajo de grado La mísia: en Kierk"íJu",¿
E1arre de la S«bta:iLn Y del emuscamniento, realizado por la estudiante de la Carrera de Filosofía
Angélica María Eljaiek Rodriguez, para optar al tÍtulo de Fil6sofa.
En este trabajo Angélica Maria examina con cuidado y delicadez los textos de Kierkegaard que
abordan de manera expresa su consideración sobre la música, pamculannenre el Don Giovanru
de Mazan. En su examen ella intenta mostrar los movimientos propios de la seducción, en la
medida en que la esencia de la música es precisamente la seducciónj para ello se detiene a
observar a su personaje fundamental Don Giovanni. Este examen lo realiza teniendo también
presente como contraste la fuerza propia del caballero de la fe, Abraham
Una vez
rev~ado
el texto final de este trabajo considero que cumple a cabalidad con las
exigencias metodol6gicas y de presentaci6n exigidas por la Facultad. Por ello, solicito que se dé
inicio a los tr.ÍrnÍtes correspondientes para su evaluación y posterior sustentación pública.
RNANDO CARDONA SuÁREz
3 Pontificia Universidad
'¡¡¡;(jQi¡~
JAVERIANA
- - - Bogotá - - CALIFICACIÓN DEL TRABAJO DE GRADO
PROGRJU~A:
_ _ __ ~CA~R=R=E~M~D~E~F~I=L~OS~O~F~U~_ _ _ __ _ _
TÍTULO DEL TRABAJO: "LA MIlSlCA EN KIERKEGAARD . EL ARTE
DE LA SEDUCCION y EL ENMASCARAMIENTO "
ESTUDIANTE: ANGELICA MARí A ELJAIEK RODRíGUEZ
NOTA DEFINITIVA (Promedio de los examinadores) 5. O (Cinco , cero)
FECHA:
6 de marzo de 2009
Facultad de Filosofía
era. 5" N" 39-00 Edif. Mamlcl Briceiio. SJ. Piso 6" PBX: (57-1)320 83 20 Ex!.: 5800. Fax: (57-1) 338 45 32 -(57-1)320 83 20 EXl,: 58311.
Bogotú, D.C., Colombia
4 Contenido
Introducción
7
1- Un alma atormentada por la música
10
1.1 La partitura que canta una vida: una aproximación a Mozart
10
1.2 Il Dissoluto punito é nato
12
1.3 La música como disciplina de disolución
27
1.4 Don Giovanni: la nostalgia del caos encarnada
33
2- La seducción de una pasión o Kierkegaard se entrega a Don Giovanni
38
2.1 El seductor y el péndulo. La vida en la inmediatez
54
2.2 El susurro de las olas o la irrupción del Tifón
59
2.3 La bitácora de un seductor
63
2.4 El canto del coleccionista
66
2.5 La entrada a la cueva de Trofón
70
2.6 La carcajada romántica
82
3- El amor y el desvanecimiento de las máscaras
95
Bibliografía
116
5 A mi padre
Ahora que no te puedo ver mi pasión es encontrarte, por eso,
sólo puedo aspirar a escucharte.
Nueva presencia, nueva forma en la que me habitas.
Escuchando espero tu revelación
6 Agradecimientos
Hace poco más de dos años que fue posible mi encuentro con Kierkegaard. Este
encuentro estuvo marcado desde un comienzo por la pasión y asombro ante no sólo un
contenido filosófico sino, sobre todo, ante una forma de vida sustentada en la filosofía;
en un quehacer que más allá de ser un proceso académico, resultó ser la confesión de
una vida entregada a la escritura. Ahora me es posible la culminación de un camino
marcado por una pasión que me fue transmitida y por la que también fui afectada y esto
es posible gracias a la guía de un maestro. Fernando Cardona no sólo supo cómo
conducir el proceso de escritura y de pensamiento, sino también, la afección que
determinó cada momento del camino. A él toda mi admiración y respeto.
Quiero hacer presente de manera muy especial a mi madre y a mi hermano, apoyos
incondicionales durante toda mi vida y mi formación. A ellos debo lo que soy. Han sido
presencias y referencias primeras en el proceso de construcción de mis sueños, soy en
gran parte, producto de una vida que me permitieron vivir entre libros, música y
libertad.
A mis amigos, Julián, Laura, Pedro y Carolina, compañeros indiscutibles junto a los que
tuve el honor de compartir ésta, una de las grandes pasiones de mi vida. Quiero además,
traer a la presencia a Ana Lucía que a pesar de su prematura partida, sé que determinó
en muchos sentidos nuestro encuentro y nuestro camino. Sé que sus pasos siempre
estuvieron muy cerca de los míos.
Y, Sergio, porque nuestro encuentro ha estado determinado por el lenguaje de la música.
Porque tomada de su mano me he permitido sentir y comprender de una forma hermosa
y diferente no sólo la música sino lo que ella es capaz de expresar. Gracias porque
contigo mi vida es una melodía demasiado pura.
7 Introducción
Nuestro encuentro no incidental con la obra de Kierkegaard, y con ella, con la pasión
desbordante que la constituye a través de una escritura fluida y bellísima, determinó no
sólo la idea que guía el desarrollo de este trabajo de grado, sino también la pasión que
éste contiene en sí mismo. Seguir los pasos de Kierkegaard a través de una incursión
por el lenguaje de la música, nos conduce no sólo por las diferencias con el lenguaje de
las palabras, aquel que rige el discurso, sino también, y es este el punto de partida de
nuestro trabajo, por la reflexión en torno a la genialidad sensual, esto es, el poder de la
seducción y su dinámica apropiadamente expresadas sólo por la música y por sus
condiciones únicas. Precisamente es esto lo que pretendemos rastrear aquí, a saber, la
configuración de una vida inmediata como la de Don Giovanni, personaje que encarna
la genialidad sensual, en la música y por ella únicamente. De esta manera, no sólo
queremos hacer explícitas las condiciones de una vida puramente estética, sino también
señalar su límite y consumación en la tragedia de su propia desaparición. En los
desvanecimientos propios de la música, y en la complicidad que ella misma ofrece en la
vinculación del oyente y la obra, nos sumergiremos en el remolino que constituye su
centro de manera que nos conduzca hasta el poder mismo de lo carnal, hasta que por fin
podamos encontrarnos frente a frente con la más poderosa alucinación sonora, con Don
Giovanni.
En un primer momento abordaremos las características propias del lenguaje musical,
nos adentraremos en el escenario sonoro del drama de Don Giovanni y revelaremos una
primera construcción de lo que podría ser el personaje a la luz de este lenguaje
particular. La música, sus condiciones y características constituyen el cuerpo del primer
capítulo de manera que haga posible la comprensión no sólo del drama en el que nos
introduce Mozart, sino también de la forma en que la estructura musical en sí misma
esconde la forma de existencia de una presencia tan poderosa como la de Don Giovanni.
En el segundo capítulo nos concentraremos en el encuentro de Kierkegaard con Mozart,
en la manera en que a través de éste Kierkegaard aborda la música como lenguaje
privilegiado para expresar completamente el poder de la seducción. Nos aproximaremos
a la pasión que despertaron las notas del Don Giovanni en el alma aturdida y de poeta
que se atribuye Kierkegaard;
8 Allí donde no llegan los rayos del sol, llegan en cambio las notas. Mi habitación es
sombría y lóbrega, un alto muro mantiene la luz del día casi alejada. Debe de ser del
patio vecino, probablemente un músico ambulante. ¿De qué instrumento se trata? ¿De
una zampoña?... ¿Qué estoy oyendo? – El minueto de Don Juan. Bien, pues ¡vamos!
Llevadme una vez más con vosotras, fecundas e intensas notas, al corro de las
jovencitas, al placer de la danza. – El boticario repica su mortero, la joven refriega su
puchero, el mozo de caballos almohaza su alazán y sacude la almohaza sobre los
adoquines; Sólo para mí suenan esas notas, sólo a mí me hacen señas. ¡Oh! ¡Gracias,
quienquiera que seas, gracias! Mi alma es tan fecunda, tan saludable y está tan ebria
de alegría (Diapsálmata, 50).
Teniendo como guía este encuentro no fortuito, trabajaremos así lo que constituye
propiamente una existencia estética, una vida forjada en la inmediatez, de tal manera
que avancemos a la configuración del personaje de Don Giovanni como tal y podamos
confrontarlo con otras concepciones, otras formas en las que ha sido abordado.
El completo análisis de un tipo de existencia como la del seductor nos conduce por un
camino que se diversifica y que nos abre a diversas posibilidades de comprensión, de
manera que se hace necesario abordar no sólo las diferentes maneras en las que se ha
comprendido al seductor en tanto Don Juan, sino también al seductor en tanto irónico.
El juego de la seducción modifica su dinámica hacia la observación, hacia el encuentro
con el vacío de la mirada dirigida a un fantasma, a una existencia escurridiza, a Sócrates
como seductor en tanto ironista. El encuentro con la nada, con el vacío y de nuevo con
las máscaras, pero esta vez de un Sócrates concebido a la manera de Aristófanes, nos
presentan a un seductor sin método, a una existencia a mitad de camino que se va
consumiendo a sí misma entre juegos y sonrisas que se escabullen en continuos
cuestionamientos. Esta existencia como punto de inflexión en la historia se narra en la
medida en que se desintegra sirviéndose como banquete para sí misma.
Ahora, adentrarnos en la ironía, en sus movimientos y en la posibilidad como categoría
que la constituye esencialmente, nos conduce a su vez a su nueva aparición en la
modernidad y en su posterior concepción entre los románticos. Pretendemos con esto
presentar la forma en que la ironía se desarrolla propiamente en el estadio estético, bajo
las condiciones que éste tiene y bajo la dinámica que determina una existencia de este
tipo, surgida y consumada en la nada.
Abordar el límite de la existencia estética nos conduce necesariamente a la presentación
y configuración del personaje que desborda este tipo de vida, a saber, Abraham. Esto
permitirá entonces el paso no sólo de la seducción al amor, sino también de la música al
9 silencio; la superación de las máscaras y de la ficción en un salto hacia el absurdo y
hacia la fe en nombre de un amor que tiene su origen celado en Dios. El tercer y último
capítulo se concentrará entonces en hacer manifiesto no sólo el límite, sino también el
paso que supone el reconocimiento del abismo frente al que nos pone la vida estética.
El desvanecimiento de las máscaras en el silencio y en la simplicidad y pureza de la
existencia de Abraham ponen en contraposición al amor y la seducción. Pretendemos
con ello poner en escena las existencias más opuestas y poderosas, contraponer la
música y el silencio, la pureza de un rostro expuesto y la excentricidad de la máscara.
Comencemos entonces y permitámonos presenciar las más increíbles acrobacias de lo
sublime en la explosión musical de la mascarada de Don Giovanni, para al final
simplemente callar ante la mirada de Abraham.
10 Capítulo 1
Un alma atormentada por la música
1.1 La partitura que canta una vida: una aproximación a Mozart
¿Acaso he perdido la razón?
¿Será mi oído que, por amor a la música de Mozart, ha desistido de oír?
¿Quizás los dioses me recompensan ofreciéndome a mí, desdichado, apostado cual
Mendigo a la puerta del templo, un oído que recita lo que oye?
Kierkegaard
Acercarnos a Mozart y a su música no puede ser sino a través del abandono al flujo de
las palabras, para lograr quizá extenderse mucho más allá de la simple reproducción de
contenidos conceptuales y, poder de esta manera, escuchar a través de la escritura la
exuberante ebriedad de sus sonidos y su cambiante significado, comprendiendo no sólo
el poder de exaltación de la música de Mozart, sino también indicando que sólo se le
puede escuchar y abordar a través del potente contenido sugestivo de su obra. Los
sonidos, los silencios y su constante sucesión significante, crean el entorno sonoro y
único de su música pues expresan el poder de Mozart como creador inmerso en el
mundo que configuró su propia vida. No aspiramos con esto a construir una imagen de
la persona de Mozart, ni mucho menos de reconstruir listas interminables de datos
biográficos, intentando contener en ellos lo que fue y representó, más bien, se trata de
un intento por permitir la aparición de la música y del retrato de Mozart contenido en
ella y por ella. No obstante, la búsqueda principal que nos proponemos realizar es la de Don Giovanni,
es decir, la de la pura potencia musical traída a la existencia por la mano de Mozart.
Esto sólo será posible creando un entorno musical apropiado, que permita la vibración
sonora del personaje que es en sí mismo la vinculación y explosión constante de
pulsiones y movimientos eróticos. El acercamiento será en principio enteramente
musical, de manera tal que nos aproximemos de la forma más adecuada a esta existencia
particular y potente y, sobre todo, para que podamos con ello adentrarnos en dicha
existencia a través de la escucha y de la comprensión de ese espacio extraño,
enteramente sonoro al que nos exponemos.
Escuchar a Mozart implica adoptar un nuevo lenguaje diferente al de las palabras o,
incluso, diferente a un tipo de pensamiento por imágenes; estos lenguajes, el de las
palabras y el de las imágenes, se caracterizan por informar contenidos, conceptos,
argumentos, etc. Además, este tipo de procesos mentales está de alguna forma
11 determinado por una acción que tiene un tipo de efecto inmediato, ya sea en el plasmado
de una imagen sobre un lienzo o en la escritura sobre un papel en blanco. Por el
contrario, el pensamiento musical, además de ser un modo de lenguaje completamente
diverso a los mencionados anteriormente y, que por lo tanto, requiere de códigos y
competencias particulares, está caracterizado por la proyección de su pensamiento hacia
una acción futura, que no tiene un efecto inmediato y que es diferente a las notas
musicales escritas en el papel; esto es: pensar en notas musicales implica anticipar con
el pensamiento su efecto en la ejecución:
Al contrario del pensamiento por palabras, imperfecto en cuanto reconoce
dolorosamente sus propios límites en los del lenguaje (“de aquello sobre lo que cual
no se puede hablar hay que callar” Wittgenstein), el pensamiento por música utiliza
únicamente su material propio, sin recurrir a conceptos de categorías propias de otras
disciplinas, sino únicamente a su patrimonio de notas, que se extiende y enriquece casi
hasta el infinito mediante la combinación de timbres. Es un modo de pensamiento
capaz de expresarse con extrema precisión, marcadamente diferenciado.
(Hildesheimer, 2005, 50)
El efecto de la música del que aquí se está hablando se refiere a una experiencia real, es
decir, a los efectos o influencias que puede tener sobre el oyente y, por lo tanto, a los
diversos usos y aplicaciones que se le puedan adjudicar. En el caso de Mozart podemos
decir, siguiendo en este punto a Hildesheimer, que “su música, es la predilecta de los
moribundos, utilizada como consuelo y como ayuda durante el parto. En este caso, la
aureola de música y el efecto que ella produce superan con mucho la función de lo que
espera el “amante de la música”, lo que se replantea como experiencia profunda de ella
y es su experiencia real”. (Hildesheimer, 2005, 51).
Podría decirse entonces que la música está no solo determinada por el manejo de un tipo
de lenguaje, muy diferente y particular con respecto al lenguaje discursivo o al
expresado a través de imágenes, sino también porque su contenido no es deducible a
través de un trabajo conceptual o puramente racional. Es importante tener también
presente que no es a través de las palabras que la música puede ser manifestada.
Queremos aquí hacer un énfasis especial en este último aspecto: la manifestación en
este caso sería propiamente traer a la existencia, a la presencia, ya sean panoramas
musicales o personajes para los cuales la música y nada más que ella permite su
intuición.
Acercarnos a Mozart, o por lo menos iniciar un camino que nos aproxime a su
particularidad, nunca podrá estar escindido de un trabajo conjunto con lo que la música
12 constituyó en su vida, más aún, es imposible desligar una biografía del genio austriaco
de una biografía de su música como tal:
La diferenciación entre hombre y música, toda separación entre el genio como
emblema y el artífice de la propia obra, da como resultado una comprensible
perplejidad y es, sin embargo, algo apartado de la realidad y se contrapone en sentido
anti didáctico a cualquier intento de análisis cuando adelanta la insinuación de que un
aspecto nos sea más comprensible que el otro.(..) cada manifestación no musical del
músico genial debe situarse en el campo de la estética o rozar los límites de la ética.
(Hildesheimer, 2005, 66,67).
Así la presencia de la música resulta ser propiamente la presencia de Mozart y veremos
cómo a través de la evocación y, propiamente de la potencia y el despliegue musical, se
hará también presente Don Giovanni con todo su poder y contundencia. Por esta razón,
nos detendremos ahora a examinar la ópera “Il dissoluto punito o sia Il Don Giovanni”,
teniendo siempre en la mira su configuración musical.
1.2 Il Dissoluto punito é nato
La famosa Ópera de Mozart; Il dissoluto punito, osia il Don Giovanni, escrita por
Lorenzo Da ponte en el año de 1787, es reconocida como una de las mejores versiones
realizadas sobre la leyenda de este seductor y libertino. Mozart, a través de la música
como potenciador de este poder de la sensualidad y de la carne, logra con su obra poner
en escena al mítico Don Giovanni, junto con su drama y su fuerza que terminan por
arrastrarlo a la oscuridad del infierno, en presencia de todos aquellos que alguna vez lo
amaron y odiaron con igual vehemencia1. En un primer momento, se hace necesario
detenernos en la trama interna de la opera, para después poder examinar con detalle el
sentido del drama del seductor.
Ubiquémonos entonces, en el siglo diecisiete, en una escena nocturna que se desarrolla
en el palacio del Comendador de Sevilla; don Giovanni y Donna Anna discuten
mientras salen del palacio. Don Giovanni se refugia en la noche, en su oscuridad y
cubre su rostro con una máscara. Donna Anna, que ha sido seducida por el
enmascarado, reclama saber su identidad amenazando con darle muerte, si él no accede
a responder a su exigencia. Don Giovanni ríe ante tal petición y asegura que su
identidad nunca conocerá. La discusión es acalorada; se escuchan los gritos y las
1
La ópera que está construida en dos actos, el primero presentado en cuatro escenas y el segundo en
cinco, narra la historia del seductor de miles de mujeres que se entregaron a sus falsas promesas de amor,
que fueron arrastradas por un remolino. 13 amenazas. El Comendador, padre de Donna Anna, hace su aparición, y armado reta a
Don Giovanni a batirse en duelo con él, de manera que los dos hombres protagonizan
una encarnizada lucha que termina con la muerte del Comendador y la huída inmediata
de Don Giovanni, acompañado por su sirviente Leporello. Donna Anna y Don Otavvio,
prometido de Donna Anna, salen apresuradamente del palacio, encontrando el cadáver
del Comendador tendido en el suelo.
En la segunda escena, tras la muerte del Comendador, Don Giovanni y su sirviente
Leporello retoman la calma y caminan mientras discuten sobre las innumerables
amantes de Don Giovanni, que han sido ordenadas cuidadosamente en una lista por el
sirviente. Durante su camino, y con la intención de que sea añadida a dicho inventario,
Don Giovanni se refiere a una mujer que asegura está perdidamente enamorada de él, y
que ella espera ansiosa su reencuentro, que se llevará a acabo esa misma noche. Tras
una extensa caminata, el amo y su sirviente se esconden en la oscuridad, mientras
escuchan los lamentos y sollozos de Donna Elvira, que maldice al hombre que la ha
seducido y posteriormente abandonado, destruyendo de esta manera su fe y su corazón.
Ella clama desconsolada:
DONNA ELVIRA: Ah! ¿Quién podrá alguna vez decirme dónde está el hombre cruel?
¿Que para mi desgracia amara, que me quitó la fe? ¿Que me quitó la fe? 2
Don Giovanni se acerca a la desconsolada mujer; sin embargo, ésta, al reconocerlo,
estalla en lamentos y reclamos. Donna Elvira se refiere al seductor como un nido de
engaños, que tras haberla seducido a través de juramentos y de haberla declarado su
esposa, la abandona y desaparece dejándola a merced del dolor y del llanto. Don
Giovanni intenta justificarse asegurando haber tenido razones de sobra para su repentina
partida, e incluso envuelve a su sirviente para que sea él el que dé los detalles de sus
supuestas razones. No obstante, todo esto no es más que otro de los numerosos y
acostumbrados artilugios del galán para poder escaparse en la confusión del momento.
Leporello le explica a Donna Elvira que ella no es la primera ni será la última mujer que
hará parte de la vida de su amo, y para hacer más clara esta condición se lo explica de
esta manera:
2
DONNA ELVIRA: Ah! Chi mi dice mai, quel barbaro dov´è? Che per mio scorno amai, che mi mancò
di fè? Che mi mancò di fè? (....). LORENZO Da Ponte, music by Wolfgang Amadeus Mozart, Opera in
two acts, Don Giovanni or the libertine´s punishment, Acto 1, Escena 1. La traducción es mía.
14 LEPORELLO: ¡Eh, consuélate! Tú no eres, no has sido y no serás, la primera ni la
última; mira, éste no es un pequeño libro, está todo lleno de los nombres de las bellas;
todas las casas, todas las villas, todos los pueblos, es el testimonio impreso de sus
mujeres.
Madamina: éste es el catalogo de las bellas que amó mi señor. Un catálogo que he
hecho yo. ¡Míralo, léelo conmigo, míralo, léelo conmigo! En Italia son ciento
cuarenta; en Alemania doscientos treinta y una; cien en Francia, en Turquía noventa y
una; pero en España son ya ¡mil tres! ¡Mil tres! ¡Mil tres!3
Donna Elvira, ante la terrible verdad del amor de Don Giovanni, huye desconsolada y
llena de odio por la traición y el engaño del que fue víctima; ella, herida como las miles
de mujeres que han hecho parte de las noches del seductor, sólo puede hacer parte de
una interminable lista que continuará creciendo con el paso del tiempo.
En la escena tres, en las cercanías del castillo de Don Giovanni, se lleva a cabo la boda
entre Zerlina y Masetto, dos enamorados que celebran su unión junto con varios
invitados que cantan y bailan al rededor de los recién casados. Don Giovanni y
Leporello, que tras su huida de los reclamos y exigencias de Donna Elvira se disponen a
regresar al castillo, se encuentran ahora con esta celebración, en la que le llama
particularmente la atención a Don Giovanni la belleza y juventud de sus mujeres, en
especial, la de Zerlina. Sin dudarlo, Don Giovanni se aproxima a la pareja con grandes
exclamaciones de alegría y regocijo ante su unión y felicidad. Los recién casados se
presentan y Don Giovanni los llena de halagos y con la excusa de querer protegerlos los
invita a continuar de fiesta en su castillo, junto con todos sus invitados. El anfitrión se
interesa con mayor vehemencia en la diversión y comodidad de Masetto, ofreciéndole
múltiples bocadillos deliciosos; le ordena a Leporello que lo guíe en su estadía por el
castillo en búsqueda de su comodidad y diversión. Masetto intenta excusarse de tan
amable invitación, pues le explica a Don Giovanni que él sin su amada Zerlina no puede
ir. Su generoso amigo, como se ha hecho llamar Don Giovanni, lo tranquiliza y se
refiere a sí mismo como un caballero en compañía de quien su joven esposa estaría sana
y salva. Por esta razón, Zerlina confía en el hospitalario caballero y convence a su
3
LEPORELLO: Eh, consolatevi! Non siete voi, non foste, e non sarete nè la prima, nè l´ultima; guardate,
questo non picciol libro è tutto pieno dei nomi di sue belle; ogni villa, ogni borgo, ogni paese, è testimon
di sue donnesche imprese.
Madamina: il catalogo è questo delle belle che amò il padron mio; un catalogo egli è, che ho fatto io;
osservate, leggete con me! Osservate, leggete con me! In Italia sei cento e quaranta; in Almagna due
cento e trent´una, cento in Francia, in Turchia novant`una; ma in Ispagna son già mille e tre! Mille e tre!
Mille e tre!.
V`han fra queste contadine, cameriere, cittadine, v`han contesse, baronnesse, marchesane, principesse, e
v`han donne d`ogni etá, d`ogni forma, d`ogni grado. Acto 1, Escena 1. 15 esposo para que se divierta en la celebración con la promesa de que ellos irían a su
encuentro más tarde.
Así, una vez Leporello se ha llevado a Masetto, Don Giovanni no espera un segundo
para comenzar la seducción de Zerlina, mostrándole que por fin están solos y que él
siempre consigue de cualquier manera aquello que desea. Zerlina no comprende e
intenta explicarle a Don Giovanni que ese hombre es su esposo al que ella le dio con
amor su palabra de unirse a él. Es de suponer que para Don Giovanni la palabra nunca
es un impedimento, ni mucho menos una condición a la que debe seguir el
cumplimiento a cabalidad de lo que fue prometido. Por esta razón, le dice a Zerlina que
ella no debe cumplir nada en absoluto, pues está destinada a ser algo más que una
simple campesina dada su belleza comparable a la de la más bella flor. Pero, Zerlina
duda, debido a que realmente considera a su esposo como un caballero de corazón noble
y sincero. Sin embargo, Don Giovanni insiste asegurando que, para aquellos que
pertenecen a la aristocracia, es muy sencillo parecer honestos, siendo toda su virtud tan
sólo una máscara. Acto seguido, le propone matrimonio y la va conduciendo a una
pequeña cabaña que también le pertenece para que puedan estar solos. Zerlina continúa
dudando, y recuerda en el fondo de su corazón a Masetto; no obstante, Don Giovanni
con suaves palabras la va seduciendo y ella siente que ya no puede resistirse más.
Cuando Zerlina por fin se decide y camina con Don Giovanni hacia la cabaña, son
alcanzados por Donna Elvira que estaba todavía por los alrededores intentado calmar su
desasosiego. Cuando los ve corre hacia ellos para salvar, según ella misma dice, a
Zerlina de ser engañada por Don Giovanni; por esto, exclama:
DONNA ELVIRA: ¡Detente villano! El cielo me obliga a mostrar tus mentiras. Estoy
a tiempo de salvar a esta miserable de tus engaños.4
Por un instante Don Giovanni se queda sin palabras, en su mente tan sólo es clara la
petición por ayuda que le eleva a Cupido. Cuando decide hablar se refiere a Donna
Elvira con el fin de explicarle que lo único que pretende es simplemente su diversión.
La mujer cada vez más indignada le habla a Don Giovanni con desprecio y dolor de lo
mucho que conoce sus artimañas ágilmente empleadas por él para tal fin egoísta y cruel.
4
DONNA ELVIRA: Fermati, scelerato! Il ciel mi fece udir le perfidie; io sono a tempo di salvar questa
misera innocente dal tuo barbaro artiglio!. Escena 3, acto 1.
16 Zerlina, atónita, le pregunta a Don Giovanni si las duras palabras emitidas por esta
mujer desconocida son ciertas. El seductor responde que él como hombre de corazón
grande y desinteresado intentó entregarse a Donna Elvira, cuando se percató del
inmenso amor que ésta profesaba por él, y que por piedad a ella pretendió amarla.
Donna Elvira mira entonces a Zerlina y desesperada le pide que no le permita hablar
más al hombre del que tan sólo brotan engaños y que aprenda de su sufrimiento, aquel
que la hace temblar con la idea de que otra más pueda padecer igual dolor.
Don Giovanni se lamenta de lo que él dice es una mala jugada del demonio por
interponerse en todos sus intentos en su interminable búsqueda de placer y satisfacción.
Al parecer el demonio vuelve a lanzar los dados debido a que, para mayor sorpresa y
empeorando la situación, hacen su aparición Don Ottavio y Donna Anna.
Don Ottavio se aproxima decididamente a Don Giovanni con duras palabras en las que
desvirtúa sus quejas y lamentos y a través de las cuales quiere hablarle de venganza al
ver a la desesperada mujer profiriendo grandes gritos. Donna Anna quien dice alegrarse
con el encuentro le pregunta a Don Giovanni con mesura si tiene corazón o un alma
generosa. Don Giovanni vuelve a atribuir su desgracia al demonio porque, según piensa,
él debió haberle contado algo. Intentando parecer indignado, Don Giovanni dice
sorprenderse de la pregunta e indaga sobre el motivo de ésta. Todavía con calma, pero
sin ocultar su llanto, Donna Anna le dice necesitar de su amistad, frase que desestabiliza
a Don Giovanni, dejándolo sin respiración, lo que lo hace preguntar de nuevo, pero
siempre manteniendo su máscara de caballero, dispuesto a sacrificarlo todo por los allí
presentes y a través de la cual modela su rostro con gesto de preocupación por lo que
haya podido dañar a Donna Anna. Donna Elvira de pronto estalla en llanto y llamándolo
monstruo se dirige a Donna Anna, suplicándole que no crea en ese hombre cruel que ya
la ha traicionado, y que, está segura, busca lo mismo de nuevo pero ahora con ella. Ante
estas palabras cargadas de dolor y dignidad, Donna Anna y Don Ottavio dicen sentir
piedad. Aterrorizado, Don Giovanni intenta alejar a Donna Elvira y la toma de la mano
llevándola con él mientras asegura que está loca y que se la deje con él mientras logra
calmarse. Donna Elvira clama porque se le crea a ella y Don Giovanni insiste en que
ella está irremediablemente loca. Donna Anna y Don Ottavio dudan y se sienten más
cercanos a los lamentos de Donna Elvira y aseguran que en ningún caso ella parece
estar loca, pues habla con cierta sensatez. Donna Elvira insiste en llamar a Don
Giovanni traidor de alma negra y en desenmascararlo ante todos como el culpable de la
17 pérdida de su prudencia. Don Giovanni le pide a Donna Elvira, en repetidas ocasiones,
que se calme y que sea prudente cuando habla. Don Ottavio y Donna Anna reparan en la
voz de Don Giovanni y en sus particulares cambios de tonos e intentan determinar a qué
se asemeja, algo que aún no logran descifrar.
Don Giovanni, por fin, logra alejar de la escena a Donna Elvira; sin embargo, Donna
Anna se siente desfallecer en un instante y le pide ayuda a Don Octavio, que se
encuentra aturdido ante tan inesperada reacción que aún no comprende. Donna Anna
abre los ojos como si aún no vislumbrara lo que ellos alcanzaron a ver… Donna Anna
descubre tras la voz y la gallardía de Don Giovanni al despiadado asesino de su padre.
Debajo de esa perfecta actuación, tras la máscara de amigo incondicional y absoluto
caballero, se oculta una potencia tan destructora como hermosa.
Donna Anna comienza a reconstruir y a reorganizar los recuerdos de aquella noche
dolorosa en la que escuchó susurros debajo de su ventana y con la esperanza de ver a
través de la noche a su enamorado se aproximó apresuradamente hacia el balcón
encontrando tan sólo oscuridad y una voz proveniente de un rostro oculto, de un
desconocido, que con fuerza y decisión la aprisionó entre sus brazos. Sintiéndose
entonces perdida y abrumada por el pánico, luchó intensamente hasta liberarse. El
enmascarado corrió huyendo y ella lo siguió mientras le exigía mostrarse, sus gritos
alarmaron a su padre que con valentía se batió en duelo con el desconocido, hasta que
éste último le dio muerte. Ese asesino que intentó robarle su honor, y el que le arrebató
a su padre, era el mismo que momentos antes había ofrecido dar su vida por la de ellos.
Volviéndose a su amado le pide venganza por el crimen cometido en nombre del
recuerdo de la sangre derramada y de un dolor demasiado intenso y profundo. Don
Ottavio escucha el dolor proveniente de su amada y promete corresponder a su demanda
con el fin de darle paz a ella y, de esta manera, alcanzar la suya propia.
En otro momento posterior de la escena, Don Giovanni se encuentra con Leporello que
se queja y que se aproxima a su amo con el fin de contarle los últimos acontecimientos
desde su despedida. Siguiendo a cabalidad las instrucciones dadas por Don Giovanni,
Leporello se encarga de divertir y entretener a los invitados y, con mayor interés y
dedicación, a Masetto, pero, mientras seguía a cabalidad las instrucciones de su amo,
arribaron al palacio Zerlina y Donna Elvira cargadas con reclamos y maldiciones para
Don Giovanni. Ante esta difícil situación, Leporello, con suaves palabras y mucha
sutileza conduce a las mujeres a la calle y una vez allí cierra la puerta y la asegura
18 dejándolas solas. Don Giovanni celebra la treta de su sirviente y cambiando de tema, le
explica que todas las mujeres del país son muy cercanas e importantes para él, de
manera que ha decidido divertirlas ofreciendo una fiesta a la que todas están invitadas.
Don Giovanni pone en manos de Leporello la tarea de llevar consigo al palacio a todas
las mujeres que encuentre a su paso y una vez allí, bailarán sin orden alguno, cualquier
danza, cualquier melodía. Entre tanto, el seductor aparecerá con toda su fuerza y energía
para seducirlas a todas y de esa manera aumentar considerablemente su lista para la
mañana siguiente.
En la cuarta escena, Zerlina persigue a Masetto intentando explicarle lo ocurrido,
mientras el ofendido esposo le reclama por el abandono en su noche de bodas y la
traición tras caer en los brazos de un villano. Sin embargo, Zerlina corre tras él y le
explica que Don Giovanni nunca logró tocarla; por esto, le ruega que le crea y que la
perdone para poder volver a sus brazos y besarle las manos. Zerlina le insiste a Masetto
rogándole por el perdón que permitirá que sean posibles todas las noches y los días que
ella espera que sean compartidos. Masetto no se resiste más y abraza a su amada esposa.
En ese momento se escucha la voz de Don Giovanni irrumpiendo mientras anuncia un
gran festejo. En un principio, Zerlina no reconoce la voz del seductor y se interesa en el
llamado, sin embargo, un momento después recuerda dolorosamente a Don Giovanni
debajo del emocionado discurso y asustada insta a su amado a que se escondan
rápidamente, temiendo lo peor para él, tal como Donna Anna lo había sugerido ya antes.
No obstante, Masetto se niega a esconderse y, contra todos los ruegos de Zerlina, espera
ansiosamente enfrentarse por honor al seductor.
Entre tanto, la invitación para la gran fiesta continua en la voz de Don Giovanni y en la
de sus sirvientes que, haciendo eco de las palabras de su señor, invitan a todos en el
pueblo para que se unan a ellos y los sigan a una tarde plena de atenciones, banquetes y
diversión. Mientras Don Giovanni se pasea por las calles con su invitación, busca entre
la multitud a Zerlina, que desde lejos descubre esta pretensión e intenta esconderse en
vano, porque el seductor ya la ha visto y le pide que aguarde por él y que lo acompañe
para hacerla infinitamente feliz y rica. Cuando logra tomar a Zerlina para conducirla a
su aposento, aparece Masetto ante la sorpresa de Don Giovanni que, intentando ocultar
lo sucedido, le pregunta la razón por la que se oculta, ya que su amada esposa no logró
estar sin él. Masetto con evidente ironía le hace creer al despiadado hombre que no duda
19 un segundo de sus palabras y, por eso, deciden los tres unirse a la celebración ofrecida
ampliamente por Don Giovanni.
Donna Anna, Donna Elvira y Don Octavio, que le siguen los pasos a Don Giovanni, se
apresuran para alcanzarlo mientras se dirige a su castillo acompañado por Zerlina y
Masetto. Donna Anna se muestra ansiosa y temerosa ante lo que pueda ocurrir y le pide
al cielo que su amor traicionado sea reparado tras haber reconocido al traidor; sin
embargo, tomada del brazo de su prometido entra al castillo y con gran amabilidad y
decoro saluda a Leporello y le agradece por todas las atenciones.
La quinta escena se lleva a cabo en el hermoso salón del palacio de Don Giovanni,
donde éste ofrece su fiesta y donde con notable interés en las mujeres, les ofrece todo
tipo de comodidades y placeres. Masetto aparenta disfrutar de la fiesta; sin embargo,
espera que Don Giovanni cometa el error de acercarse a su amada, estado que logra
percibir Zerlina, incluso el mismo Don Giovanni, pues alcanza a darse cuenta de la
tensión que embarga a Masetto. La fiesta continúa y Don Giovanni intenta persuadir
junto con Leporello a Masetto para que él baile con los demás invitados, y a pesar de la
insistencia de sus anfitriones, éste se niega. Don Giovanni se aleja un poco de Masetto y
de Leporello para buscar a Zerlina e invitarla a bailar, pero ante la negativa de ésta, la
toma del brazo y la conduce con él, mientras Zerlina grita pidiendo ayuda.
De inmediato, Donna Anna, Donna Elvira y Don Ottavio reaccionan y se acercan a la
pareja; sin embargo, Don Giovanni regresa a la escena con Leporello tomado por el
brazo gritándole mientras simula que éste fue el culpable del agravio. Mientras lanza a
su sirviente al piso, lo amenaza con su espada y lo condena a morir a manos de él. En
ese momento, Don Ottavio desenfunda su arma y amenaza a Don Giovanni enfrente de
todos los presentes; el traidor es desenmascarado por Donna Anna, Donna Elvira,
Zerlina, Masetto y Don Ottavio, mientras todos ellos aseguran haber descubierto la
verdad. Don Giovanni se encuentra confundido y desorientado. Todos aquellos que
esperaban ansiosamente por la venganza se deleitan al ver a Don Giovanni sumido en el
terror:
DONNA ANNA, DONNA ELVIRA, ZERLINA, DON OTTAVIO AND MASETTO:
!Escucha el tronar de la venganza, que se cierne alrededor tuyo, alrededor tuyo, este
día será tu fin, tu fin será!5
5
DONNA ANNA, DONNA ELVIRA, ZERLINA, DON OTTAVIO AND MASETTO: Odi il tuon della
vendetta, che ti fischia in torno, in torno, sul tuo capo i questo giorno il suo fulmine cadrà, il suo fulmine
cadrà!. Escena 5, Acto 1. 20 Sin embargo, Don Giovanni se escuda detrás de su sirviente y huye de la escena
aturdido y desconcertado.
El segundo acto da inicio en los alrededores de la casa de Donna Elvira. Don Giovanni
y Leporello discuten debido a que el sirviente ha decidido, aparentemente, dejar a su
señor. Don Giovanni no comprende, irónicamente, la razón de la molestia e
inconformidad de Leporello; éste le explica sarcásticamente que después de casi
asesinarlo no puede continuar cerca a él. Don Giovanni intenta persuadir a su leal
sirviente diciéndole que ese episodio tan sólo fue un momento de diversión al interior
del festejo. Dada la gran indignación de Leporello y de su decisión de abandonar a Don
Giovanni, éste desesperado le ofrece más dinero ante lo cual no puede resistirse el
desgraciado sirviente. No obstante, Leporello le recuerda a Don Giovanni que todo lo
que les ha sucedido hasta ese momento ha sido resultado de su vida dispersa y
fragmentada en la multiplicidad de mujeres, su deseo más contundente y que, esta
situación debe conducirlo a que tome la decisión de dejar definitivamente a las mujeres
por el bien de ellos y sobre todo por el de ellas. Don Giovanni lejos de comprender lo
dicho por Leporello, enfatiza en la única razón que tiene para no hacer algo así, e
incluso alega un amor sincero y otorgado a todas por igual:
DON GIOVANNI: ¿Dejar a las mujeres? ¡Loco! ¡Dejar a las mujeres! Sabes que ellas
son necesarias para mí más que el pan que como, más que el aire que respiro.
LEPORELLO: ¿Y tienes corazón para engañarlas a todas?
DON GIOVANNI: Es todo amor, quien es fiel a una sobre las otras es cruel; yo que
siento un enorme sentimiento dentro de mí, las amo a todas ellas, y éstas no logran
comprenderlo y lo llaman engaño6.
Habiendo convencido a Leporello de poseer un enorme corazón sincero y justo,
continúa hablándole de su deseo más inmediato centrado en Donna Elvira, a quien
quiere seducir, pero oculto bajo las ropas de Leporello. Por esto, mientras oscurece, Don
Giovanni y Leporello cambian sus trajes y se refugian en las sombras de la casa de
Donna Elvira y comienzan a escuchar los pasos de ella aproximándose.
Donna Elvira se aproxima al balcón mientras se lamenta por aquel traidor que no le da
paz a su corazón y se mueve inquieta intentado ordenar sus pensamientos. Leporello,
6
DON GIOVANNI: Lasciar le donne? Pazzo! Lasciar le donne! Sai ch`elle per me son necessarie più del
pan che mangio, più dell´aria che spiro!
LEPORELLO: E avete core d´ingannarle poi tutte?
DON GIOVANNI: È tutto amore; chi a una sola è fedele, verso l´altre è crudele; io che in me sento sì
esteso sentimento, vo`bene a tutte quante le donne poichè calcolar non sanno, il mio buon natural
chiamano inganno. Escena 1, Acto 2
21 dándose cuenta de lo que está ocurriendo, le susurra a su amo que la mujer se encuentra
justo encima de ellos, Don Giovanni le ordena que guarde silencio mientras lo empuja
hacia la luz lo suficiente como para que Donna Elvira lo vea y, haciéndose detrás de él,
manipula sus brazos y simula su voz exclamando grandes adulaciones y pidiendo
piedad. Donna Elvira alcanza a ver a Leporello, pero por su forma de actuar y vestir lo
confunde con Don Giovanni; sin embargo, habiendo pedido éste piedad con suaves
palabras de amor, provoca en ella una extraña sensación que no puede explicar.
Inmediatamente, Don Giovanni, a través de Leporello, le ruega que baje para que él le
pueda demostrar que es a ella a quien ama y por la que delira. Sin embargo, Donna
Elvira le dice que no cree en las palabras de un bárbaro como él. Don Giovanni
amenaza con darse muerte si ella no atiende sus ruegos, mientras Leporello amenaza a
Don Giovanni con estallar en una gran carcajada ante semejante espectáculo.
Donna Elvira pide ayuda a Dios, porque la duda la embarga y desea tanto responder al
llamado como quedarse bajo la protección de su habitación. Al mismo tiempo, Don
Giovanni espera que la mujer ceda pronto así como también adula su plan y se refiere a
él como una bella treta. Leporello se sorprende ante la duda de la mujer y la enorme
sospecha de que ella caerá de nuevo en los brazos de su amo.
Donna Elvira entra de nuevo a la casa, entonces Don Giovanni se apresura a dar a su
sirviente todas las indicaciones de lo que debe hacer en el momento en que Donna
Elvira salga de la casa; le dice que debe aproximarse a ella y llenarla de todo tipo de
halagos y bellas palabras y, mientras hace eso, debe conducirla a otra parte más alejada.
Leporello teme ser descubierto; no obstante, Don Giovanni le asegura que eso no
sucederá si él así no lo quiere. En ese momento se escuchan los pasos de Donna Elvira
acercándose a la puerta.
Donna Elvira sale y se dirige a Leporello, diciéndole que no puede creer que su llanto
haya vencido a ese cruel corazón y que ahora lo esté conduciendo de vuelta al amor que
ella le ofrece. Leporello, intentado simular la voz de Don Giovanni, le responde
afirmativamente y se acerca a ella jurándole que es cierta cada una de las palabras
emitidas por sus dulces labios. En ese momento, Don Giovanni sale de la oscuridad
donde se escondía y simula ser un asaltante, amenazando a la pareja. Sin embargo, y a
pesar del susto de Donna Elvira, Don Giovanni toma la mandolina de Leporello y
empieza a cantarle a la mujer; una vez terminada la serenata, se escucha en la lejanía la
voz de Masetto junto con la de otros hombres que reciben la orden de escuchar con
22 atención, porque está seguro de la presencia de un intruso. Masetto amenaza con
disparar si el desconocido no se muestra, Don Giovanni decide simular la voz de
Leporello y se identifica como él, Masetto le dice que precisamente se encuentra en
búsqueda de su amo para ponerle fin a su vida, como retaliación por lo que intentó
hacerle a su esposa. Don Giovanni le asegura a Masetto que él, como Leporello,
también quiere ese final para su amo y le propone que sus hombres se dividan y en
silencio lo busquen por toda la zona y que seguramente lo encontrarán con una mujer. A
continuación describe con detalle la forma en que está vestido. Don Giovanni se
mantiene en la oscuridad pero pretendiendo ser amigo de Masetto, expresándole que
desea lo mismo que él; le dice que vaya en búsqueda del bandido en su compañía entre
las sombras. Mientras caminan, Don Giovanni le pregunta si en vez de asesinarlo, no
sería mejor darle una fuerte paliza; sin embargo, Masetto está decidido e insiste en que
sólo logrará la paz una vez haya asesinado al seductor. Don Giovanni empieza a
inspeccionar las armas del vengativo esposo y aprovecha la cercanía para golpearlo.
Masetto se queja por los golpes recibidos y Zerlina alcanza a escucharlo, cuando acude
a su llamado Masetto le dice que su agresor cree que fue Leporello. Zerlina ayuda a su
esposo y lo conduce a otro lugar para curarlo de sus heridas.
En la segunda escena Leporello evitando que Donna Elvira vea bajo la luz su rostro, la
conduce a una zona oscura de manera que pueda continuar con el engaño. Sin embargo,
la mujer no se encuentra cómoda en un lugar tan oscuro y le pide a quien ella cree que
es Don Giovanni que no la deje sola. Donna Anna y Don Ottavio hacen su aparición,
Don Ottavio intenta consolar a su acongojada prometida, pero ella le ruega que permita
que a través de su llanto una pequeña parte de su dolor se calme, porque sólo la muerte
podría acabar con su sufrimiento.
Donna Elvira intenta encontrar a Leporello a través de la oscuridad, pero él intenta
evitarlo a toda costa. Cuando el desesperado hombre busca escabullirse de la mujer,
abre una puerta y se encuentra con que Masetto y Zerlina están entrando, empujándolo
para evitar que éste escape. Así el desdichado cae a los pies de Donna Anna y de Don
Ottavio, y de inmediato exigen que sea castigado como lo merece. Donna Elvira sale de
la oscura cabaña sorprendiéndolos a todos. Aterrorizado, Leporello revela su identidad
pidiendo perdón y piedad. Ninguno de los presentes comprende este engaño y se
lamentan ante todos los terribles pensamientos que pasan por sus cabezas. Por fin,
Leporello intenta explicar que la culpa no la tuvo él, sino que, por el contrario, su amo
23 se aprovechó de su inocencia. Mientras dice esto, se levanta e intenta mostrar de qué
manera llegó hasta allá y aprovecha para huir de esta comprometedora situación.
Una vez el desgraciado sirviente ha escapado, Don Ottavio toma la palabra y asegura
que después de todos los desafortunados eventos de los que han sido partícipes, no
queda duda alguna de que el asesino del padre de Donna Anna es Don Giovanni y que,
por esta razón, no descansará hasta obtener la venganza que le dé un poco de consuelo a
su amada y a todos los que han sido dañados por este despiadado seductor.
En la tercera escena Zerlina retiene a Leporello, que pide piedad y le ruega que lo deje
ir; sin embargo la indignada mujer insiste en retenerlo y amenaza con decirle a todos
dónde se encuentra el sirviente y cómplice del villano que todos buscan. Leporello le
insiste y pregunta por el destino que le espera. Zerlina se ausenta un momento en
búsqueda de Masetto y los demás, mientras Leporello desanuda sus ataduras con los
dientes y rompiendo sus vestiduras, salta por la ventana. Una vez regresa Zerlina,
seguida por Donna Elvira, Masetto y algunos otros acompañantes, se percata de la huida
de Leporello. Sólo Donna Elvira se queda con la mujer deseando encontrar a los
villanos para poder así calmar su necesidad de venganza.
En la cuarta escena Don Giovanni se encuentra a las puertas de un cementerio, donde
alcanza a distinguirse la tumba del Comendador, y mientras ríe y se refiere a la bella y
clara noche que se alza, muy apropiada para ir en búsqueda de alguna mujer, alcanza a
ver a Leporello que a penas camina. Don Giovanni llama a su sirviente, que al principio
no lo reconoce. Leporello le explica a su amo que a causa de él casi muere a manos de
la multitud embravecida, que clamaba venganza por los crímenes cometidos por su
señor. Don Giovanni, sin prestar atención a las palabras de Leporello, lo conduce por el
cementerio, sin explicarle bien porqué se encuentran allí. Don Giovanni le cuenta a
Leporello cuando tras haber visto a una hermosa mujer caminando por la calle la abordó
y fue confundido precisamente con Leporello; sin embargo, fue reconocido y
perseguido por haber continuado con el engaño, durante la fuga, cuenta Don Giovanni,
que subió por una de las paredes del cementerio. Leporello se sorprende de esta historia
que, según él, no está siendo contada por casualidad y le pregunta si esa mujer no era
precisamente su esposa. Mientras estaban en esta discusión una voz resuena en el fondo
advirtiendo que Don Giovanni ya no reirá más una vez nazca el siguiente día.
Don Giovanni y Leporello se asombran, y aquél se prepara mientras desenfunda su
espada; no obstante, la voz amenazante se burla y le exige dejar a la muerte en paz.
24 Leporello aduce que debe ser un alma que tras la irrupción en ese territorio santo ha
despertado; Don Giovanni se burla de semejante ocurrencia y explica que debe ser
algún bribón burlándose de ellos, pero mientras afirma esto se percata de la inscripción
de una de las estatuas, que indica ser la del Comendador. Don Giovanni obliga a
Leporello a leer la inscripción, que dice:
LEPORELLO: “Aquí espero la venganza para el malvado hombre que me condujo a
la muerte”7.
Don Giovanni, se burla e irónicamente lo invita a cenar con él esa noche. Leporello se
aterra y le asegura que esas palabras anuncian una terrible venganza de un alma que
parece continuar entre ellos escuchando y que quiere hablar. Don Giovanni da la
espalda a su sirviente mientras continúa burlándose; Leporello, en cambio, se voltea
para observar a la estatua y entonces se percata que ésta tiene vida. Temblando,
Leporello le ruega a Don Giovanni que observe; sin embargo, su amo se indigna y le
ordena que no insista. El terror no le permite a Leporello guardar silencio y en cambio
le asegura a Don Giovanni que es probable que la estatua quiera ir a cenar con él. En
tono de burla, Don Giovanni pregunta en voz alta si es cierto eso y se escucha
proveniente de la estatua una voz que responde afirmativamente.
Don Giovanni convencido entonces de lo que balbuceaba su atemorizado sirviente, que
ahora está sin palabras y que a penas puede moverse, sólo puede referirse a esa escena
como bizarra… el viejo asesinado ahora irá a cenar con él la noche que sigue, de modo
tal que debe llevar a cabo todos los preparativos para recibirle.
La quinta escena da comienzo con Donna Anna y Don Ottavio, éste último consuela a
su prometida prometiéndole que dentro de poco verán cómo Don Giovanni paga por
todos sus crímenes. Donna Anna agradece el amor ofrecido tan desmesuradamente por
este hombre que la acompaña y ruega porque un día tal vez un día encuentre consuelo
para todo su dolor.
La última escena de la ópera da inicio con Don Giovanni ultimando los detalles de la
cena con el Comendador y le exige a los músicos que lo diviertan, que eso es lo único
que realmente le interesa. Don Giovanni y su sirviente se deleitan con los platos que se
sirven uno tras otro, intentando satisfacer los deseos de los anfitriones que gozan del
7
LEPORELLO: “Dell`empio, che mi trasse al passo estremo, qui attendo la vendetta” .Escena 4, Acto2.
25 vino y de la buena música. Mientras los dos departen, irrumpe en el salón Donna Elvira
cargada de palabras de amor para Don Giovanni; ella se rinde ante su amor y quiere
olvidar los engaños y las mentiras. Pero, el seductor asombrado, hace que los músicos
dejen de tocar y se aproxima a la mujer que está de rodillas en el centro del salón. Una
vez al lado de ella le pregunta qué es lo que quiere y a esto Donna Elvira sólo tiene una
petición que hacer:
DON GIOVANNI: ¡Cielos! ¿Porqué? ¿qué es lo que quieres querida?
DONNA ELVIRA: Que tú cambies tu vida
DON GIOVANNI: ¡Buena niña!
DONNA ELVIRA: !Canalla!
DON GIOVANNI: Deja que coma, deja que coma, y si quieres, come conmigo
DONNA ELVIRA: ¡Quédate así hombre cruel, espantoso ejemplo del mal, en tu sucio
hedor!8
Don Giovanni continúa con su cena, sin siquiera percatarse de las fuertes palabras
cargadas de dolor proferidas por Donna Elvira; simplemente brinda por las mujeres y el
buen vino. Donna Elvira se dispone a abandonar la estancia, cuando tras al abrir la
puerta, su rostro se transforma en una expresión de terror acompañada por un fuerte
grito. Don Giovanni reacciona sorprendido y se dispone a averiguar lo que sucede.
Leporello le ruega que no abandone la seguridad de su castillo; sin embargo, Don
Giovanni, asegurando que su sirviente está realmente loco, ordena que la puerta sea
abierta, debido a que alguien toca esperando ser atendido. Leporello corre para
esconderse debido a que asegura que no puede resistir el temor que lo embarga. Cuando
la puerta se abre, aparece la estatua que asegura está respondiendo a la invitación de
Don Giovanni realizada la noche anterior. Don Giovanni se muestra extrañado debido a
que no había creído posible algo así; no obstante, le ordena a Leporello que traiga otro
plato para el Comendador. La estatua vuelve a hablar y explica que quien ha probado la
comida celestial, no volverá a comer jamás de la comida terrenal y que asuntos más
importantes lo han llevado hasta allá. Don Giovanni le pide a la estatua que le explique
qué es lo quiere y que hable de una vez por todas.
8
DON GIOVANNI: Cielo! Perchè? Che vuoi, mio bene?
DONNA ELVIRA: Che vita cangi!
DON GIOVANNI: Brava!
DONNA ELVIRA: Cor pérfido!
DON GIOVANNI: Lascia ch`io mangi, lascia ch`io mangi, e se ti piace, mangia con me
DONNA ELVIRA: Restati, barbaro! Nel lezzo immondo esempio orribile d`iniquità! Escena 6, Acto2.
26 La estatua le hace ver a Don Giovanni que tras haberlo invitado a cenar, tiene una
obligación; a saber, la de ir a cenar con él y le pregunta si está dispuesto a hacerlo. Don
Giovanni, que asegura no ser un cobarde, responde que no tiene temor en su corazón y
que irá con él. El Comendador exclama que debe arrepentirse de su vida, cuando
todavía está a tiempo; Don Giovanni, que había tomado de la mano al espíritu, lo suelta
y responde decididamente que no lo hará jamás. La estatua se aleja un poco de Don
Giovanni y enormes llamas empiezan a rodear al seductor, que se sorprende al sentir
temor y dolor. Al tiempo que las llamas se hacen más fuertes, unas voces que surgen de
ellas presagian un mal peor que el del dolor que sufre el cuerpo;
DEMON VOICES: ¡Todo esto no es nada comparado con tus crímenes! ¡Ven! ¡Hay
un mal peor!
DON GIOVANNI: ¿Quién me lacera el alma? ¿Quién me agita las entrañas? ¡Que
tormento! ¡Que desasociego! ¡Que infierno! ¡Que terror!9
Al final tan sólo queda el grito de Don Giovanni que es conducido al infierno y el de
Leporello aterrorizado por la suerte de su amo.
Cuando Leporello aún se encuentra escondido debajo de la mesa, Donna Elvira, Zerlina,
Donna Anna, Don Ottavio y Masetto entran al castillo, seguidos por algunos
representantes de la ley, exigiendo que les sea indicado el sitio donde se esconde el vil
seductor, porque buscan dar paz a su sufrimiento, poniéndolo tras las rejas. Leporello
sale de su escondite, mientras explica que ya nunca busquen más a su amo, porque se ha
ido a un sitio muy lejano, donde ya no lo alcanzarán. Asombrados todos piden al
sirviente que explique lo que ocurrió. Leporello responde entonces que el Diablo fue en
su búsqueda y tras encontrarlo se lo llevó; por esto, ante sus incrédulos interlocutores,
asegura que esa es la realidad de lo que sucedió. Donna Elvira respalda lo dicho por el
sirviente, asegurando haber visto a la aterradora aparición.
Don Ottavio se acerca a su amada y le pide que traiga paz a su corazón después de ver
que el mismo cielo vengó el terrible asesinato e hizo justicia por todos los engaños de
Don Giovanni. Donna Elvira decide terminar sus días en un convento y Zerlina y
Masetto simplemente cenarán juntos de ahora en adelante. Leporello sólo puede aspirar
a encontrar un nuevo amo que lo guíe, porque ya solo no puede vivir.
TODOS: Este es el fin de quien hace mal, de quien hace mal, de quien hace mal. Y la
muerte del hombre malvado10.
9
DEMON VOICES: Tutto a tue colpe è poco! Vieni! C`è un mal peggior!
DON GIOVANNI: Chi l`anima mi lascera? Chi m`agita le viscere? Che strazio, ohimè, che smania! Che
inferno, che terror! Escena 6, Acto2. 27 Una vez presentada la trama de la opera, se hace necesario ahora indicar el sentido
dramático que encarna Don Giovanni, a saber, la fatalidad del seductor y su enigmático
poder.
Pero, para que esto sea posible, nos parece importante hacer una aproximación general
a la música y, más que a ella directamente, a su carácter estético, que permitirá más
tarde la comprensión de sus características, alcances, cercanía con el lenguaje, en tanto
un tipo diferente de lenguaje, y su aspecto primordialmente sensorial, que abrirá a la
configuración del personaje de Don Giovanni en tanto existencia puramente musical.
1.3 La música como disciplina de disolución
“Siempre queda algo que no puedo pronunciar y que, sin embargo,
Quiere hacerse oír. Es algo demasiado inmediato para ser captado en palabras”
Kierkegaard
Trabajar la música en búsqueda de aquello característico de lo denominado como forma
musical es un trabajo arduo y extenso, que no podemos desarrollar en su totalidad
ahora; sin embargo, intentaremos acercarnos un poco a lo que podría caracterizar a la
estética musical y sobre todo, intentaremos desarrollar el trabajo desde la comprensión
de la música como un lenguaje radicalmente diferente al de las palabras, para exponer
sus posibilidades semánticas que lo vinculan necesariamente al carácter de Don
Giovanni.
A lo largo de la historia múltiples estudiosos se han aproximado de diversas maneras a
la música, a sus fuentes, también a la historia precedente a ellos, cada uno proponiendo
numerosas perspectivas que se van abriendo cada vez más y que reconocen una
vinculación necesaria entre el plano puramente científico, más exactamente el
comprensible a partir de las causas físicas que explican la dinámica del sonido, con su
percepción a través del oído, aspecto más ligado a la psicología en tanto que abre a un
mundo sonoro directamente configurado por el que escucha y producido por aquello que
escucha: “el análisis de las causas que han motivado la adopción del principio de la
tonalidad y el examen de la correspondencia entre la estructura física del sonido y la
psicológica del oído constituyen premisas necesarias para la estética del lenguaje y de la
percepción de la obra”. (Tello, 2003, 226).
10
ALL: Questo è il fin di chi fa mal, di chi fa mal, di chi fa mal. E de`perfidi la morte. Ibíd. 28 Es posible ver cómo el estudio de la música abre panoramas múltiples de investigación,
que no sólo atañen a una ciencia o quehacer especializado, sino que, más bien, permiten
la aproximación a niveles más amplios, que tocan la existencia del hombre, de las
comunidades configuradas por él y su forma particular de estar en el mundo. De esta
manera, la obra musical abordada desde una perspectiva lingüística implica cierta
comprensión de ésta como obra cargada de significado, que a su vez incide directamente
en la percepción. Cuando la música es concebida de esta manera, el abordarla no será
únicamente un estudio académico o teórico, sino que, por el contrario, tendrá
repercusiones directas en la forma de comprender y a su vez de configurar mundo. Por
ejemplo, los Pitagóricos fundaron su pensamiento y a su vez la forma de comprender el
universo en la música, en la medida en que ésta, se encuentra determinada por la ley de
consonancia, descubrimiento que les permitió proponer dicha ley como el estatuto a
través del cual es posible explicar las dinámicas terrestres, fisiológicas y el universo
entero:
La ley de las relaciones simples establecía la superioridad de la primera y la erigía en
explicación del principio de orden. Una composición no es una suma de sonidos sino
una sucesión de intervalos, es decir, de relaciones de cada tono con el anterior y el
siguiente. El pitagorismo extendió la investigación a las otras artes, a la estructura y
fisiología humana, a los ritmos planetarios y obtuvo el mismo resultado: la ley de
consonancia fundamento del orden cósmico. En virtud de la correlación, desde la
música apertura a la armonía universal” (Tello, 2003, 228).
La música es entonces armonía, esto es, el máximo exponente del orden y expresión del
movimiento de los astros. En la música se vincula el hombre, la naturaleza y el cosmos,
constituyendo todo esto una sinfonía que explica y funda la vida. Se ha llegado a
trabajar la música comprendida ésta no como una representación más del mundo, de la
naturaleza o de las Ideas (en sentido platónico), sino como representación directa de la
voluntad en sí misma. Precisamente, Schopenhauer explora esta tesis explicando que la
música es ella misma una Idea, una representación de la voluntad al mismo nivel de las
demás Ideas:
En efecto, la música es una objetivación e imagen de la voluntad tan inmediata como
lo es el mundo mismo e incluso como lo son las ideas, cuyo fenómeno multiplicado
constituye el mundo de las cosas individuales. Así pues, la música no es modo alguno,
como las demás artes, la copia de las ideas sino la copia de la voluntad misma cuya
objetividad son también las ideas: por eso el efecto de la música es mucho más
poderoso y penetrante que el de las demás artes: pues estas sólo hablan de la sombra,
ella del ser (El mundo como voluntad y representación I, § 52, 313; 304).
29 La música así comprendida presupone un mayor impacto sobre el oyente que se ve
inmerso en una experiencia sonora que sin que tenga que apelar a la conciencia, está
completamente comprendida. En la medida en que la música es ella misma una
totalidad, en la que a través de la melodía se expresa la esencia del mundo, la música se
dirige directamente al sentimiento, no como un estadio inferior al de la razón, sino como
el escenario que permite la completa claridad frente a lo expresado como lo logra
únicamente un lenguaje universal.
Aunque efectivamente todas las artes expresan, y las obras producto de ellas y de su
creador, manifiestan un tipo de vida insuflada, que también llega hasta aquellos que son
partícipes de su belleza, la música prevalece sobre las otras artes por varias razones;
intentaremos ahora presentar algunas de ellas.
La música, comprendida por muchos como necesariamente vinculada al sentimiento, no
basa dicha necesidad en una atribución arbitraria, sino más bien a una condición que
según S. Langer, estudioso de las filosofías simbolistas y con claro reconocimiento en
las corrientes iconológicas, determina la forma en que se proyecta la música, porque
ésta guarda una enorme similitud en su estructura con la estructura del mundo
emocional de aquel que compone. De igual forma, el compositor al enfrentarse a la
creación se ve determinado por leyes que condicionan la forma en que objetivará su
mundo siguiendo la objetivación de dichos estatutos, de esta manera, no se está
vinculando tan sólo un sentir puramente individual, sino también está haciendo
intervenir necesariamente a la razón, en la medida en que encuentra en las leyes
universales explicaciones subyacentes y metodologías, que permiten su reconocimiento
y la posterior emisión de un juicio universal sobre los contenidos que expresa:
El descubrimiento del sorprendente y admirable fenómeno de la disposición igual del
orden de los armónicos en todos los sonidos confería argumentos científicos al uso del
acorde perfecto mayor como base de la armonía y de la tonalidad y refería la
estructura musical creada por el compositor a un principio universal. El músico
objetiva su propio mundo, pero también su dependencia de estas “leyes eternas de la
armonía”. (Tello, 2003, 232).
Entonces, podemos afirmar ahora que la música no debe ser únicamente abordada ni
desde un empirismo radical, ni tampoco desde un racionalismo extremo, pues la música
expresa y lo hace según por leyes que se ven determinadas por la concepción de la
armonía y la consonancia. La particularidad de la música radica en que sus alcances son
mayores que los de la palabra, que resulta limitada por la precisión que ella misma
30 exige; ciertamente, la palabra expresa y puede a través de ella comprenderse y
transmitirse un sentimiento, o el sentimiento al que ella misma refiere, sin embargo, la
música logra la vivencia del sentimiento sin necesidad de recurrir a la palabra o a una
imagen:
Como el escritor, el músico lo hace a través del sonido, pero articula sólo vibraciones
en estado físico puro, sin previa determinación semántica como la sílaba y la palabra.
En cambio, tensa hasta casi al límite de la audibilidad los parámetros sonoros de tono,
intensidad y timbre y ordena con rigor las duraciones, lo que, como afirmaba el
compositor F. Mendelsohn, permite la transmisión de una riqueza de vivencias
afectivas, a la que la poesía no puede aspirar. (Tello, 2003, 234).
La música traspasa así el lenguaje, y no sólo el de las palabras, sino también el lenguaje
encerrado en una particularidad que expresa infinidad de afecciones, pues éstas, al ser
traducidas en la música adquieren la universalidad del sentimiento en sí mismo y
posibilitan la experiencia, su vivencia plena. La manifestación que se logra a través de
la música transgrede los límites de la palabra, porque ella no cabe dentro de la
racionalización conceptual, y la palabra queda corta ante lo que se impone a través de la
música. La “contemplación” de la Idea se logra en su forma completa y sin desvirtuar en
la música bajo la forma del sentimiento, cuando la realidad en su completo dinamismo
se hace presente; el hombre, la naturaleza, la sociedad no son ya simples imitaciones o
representaciones sino que se “encarnan” o se manifiestan por completo en la música y
por ella:
De ahí que no exprese esta o aquella alegría particular o determinada, esta o aquella
aflicción, dolor, espanto, júbilo, diversión o sosiego, sino la alegría, la aflicción, el
dolor, el espanto, el júbilo, la diversión y el sosiego mismos, en cierto sentido, in
abstracto; expresa su esencia sin accesorio alguno y, por tanto, sin sus motivos. Sin
embargo, la comprendemos perfecta en su quintaesencia abstraída. A eso se debe que
nuestra fantasía sea tan fácilmente excitada por ella y tentada a dar forma a aquel
mundo espiritual, invisible pero de vivo movimiento y que nos habla inmediatamente,
a revestirlo de carne y hueso, esto es, a materializarlo en un ejemplo análogo (El
mundo como voluntad y representación I, § 52, 317-318; 309).
La infinidad de sinfonías que son construidas al interior de la música manifiestan la
misma infinidad de movimientos emotivos que constituyen al hombre y que lo
caracterizan como ser impulsado por sus deseos y afecciones. La manifestación del
complejo mundo interior del hombre es absolutamente lograda por la música como
lenguaje que al no estar determinado por el lenguaje de las palabras no apela a la razón
sino a las fibras más íntimas del hombre. Éste, sin saber de qué forma comprende estas
verdades, se deja afectar profundamente y reconoce en lo que escucha la completa
encarnación del sentimiento.
31 Múltiples estudios han señalado de igual forma, una cierta vinculación no sólo emotiva,
sino también fisiológica, que se impone en la composición de las obras musicales en los
diversos pueblos y comunidades, porque el impacto afectivo y sus alcances expresivos
están condicionados por las condiciones del cuerpo, como el pulso de las venas y la
regularidad del aparato respiratorio, que marcan la organización rítmica y, por lo tanto,
la posterior percepción y significación.
De esta manera es posible esclarecer la forma en que la música puede generar
reacciones de todo tipo, desde las fisiológicas, hasta las afectivas, éticas e ideológicas:
Los efectos anestésicos de la experiencia estética pueden implicar reacciones en el
comportamiento ético: se atribuye a cada escala, timbre instrumental, modo, tono,
ritmo, tipo melódico y estructura formal la expresión de un ethos y un pathos
determinado. En consecuencia, además del artístico, la partitura es objeto de juicio
moral, impulso para el bien o para el mal (Tello, 2003, 249).
Los efectos generados a través de la música no sólo recaen en el oyente sino que
determinan a aquel que escribe la partitura y sobre todo al personaje que encarna el
pathos expresado. Es a través del pathos que la música demuestra su poder, y no sólo
eso, sino que, en esa medida constituye al personaje determinándolo hasta el punto de
ser la música misma la fuerza que potencia sus acciones y su esencia. La música tiene,
como se explicó más arriba, una estructura similar a la de la estructura emocional del
hombre que, como forma constitutiva de estar en el mundo se desenvuelve deseando,
construye su existencia en la búsqueda de la satisfacción no sólo de sus necesidades
básicas, sino también, en la búsqueda de la felicidad que cimienta en la consecución de
los múltiples deseos:
La esencia del hombre consiste en que su voluntad aspira a algo, queda satisfecha y
vuelve de nuevo a ambicionar, y así continuamente; incluso su felicidad y bienestar
consisten únicamente en que aquel tránsito desde el deseo a la satisfacción y desde
esta al nuevo deseo avance rápidamente, ya que la falta de satisfacción es sufrimiento
y la del nuevo deseo nostalgia vacía, languor, aburrimiento; de igual manera, y en
correspondencia con eso, la esencia de la melodía es una continua desviación y
apartamiento de la tónica a través de mil caminos, no solo a los niveles armónicos de
la tercera y la dominante sino a cualquier nota: a la séptima disonante, a los intervalos
aumentados, pero siempre termina en un retorno al bajo fundamental (El mundo como
voluntad y representación I, § 52, 316; 307).
Este punto será retomado más adelante cuando entremos a caracterizar a Don Giovanni
como personaje entera y necesariamente musical. Para ello, concentraremos nuestro
trabajo en la manera en que la música constituye a dicho personaje y no, en los efectos
que podría tener en los oyentes, ya que sobre esto hay múltiples teorías que podrían
desviar nuestra atención. Además es necesario advertir que no intentamos ahondar en
32 los supuestos efectos prácticos de la música, sino más bien en la misma esteticidad de
ésta, que permite el nacimiento de poderes como el de la seducción y que siempre
permanece al interior de la música misma como único campo sobre el que recae la
responsabilidad del compositor:
La influencia más profunda de la música no consiste en los efectos prácticos
anteriormente enumerados sino que se ejerce a través de su misma esteticidad: la
denominada música pura nos introduce plenamente en la esfera de la mera
contemplación, permite vivir el gozo del desinterés, condición de toda virtud
individual y social. En último término ocurre lo mismo en toda obra, aun la
comprometida, porque en el arte los valores anestéticos se subsume en el artístico de
la forma que los expresa. La responsabilidad del artista, compositor o intérprete, es
fundamentalmente estética. (Tello, 2003, 251).
La configuración puramente musical es lo que caracteriza al lenguaje musical incluso
cuando de éste hace parte un texto escrito, que pretenda ser expresado o, incluso, ser su
explicación o sustento. La música logra quedarse al margen del texto de manera que ella
misma es no sólo la forma que expresa un contenido, sino que es el contenido mismo,
en la medida en que lo expresado nace siempre como pensamiento musical, que
mantiene su significado y efecto en él mismo, configurando un tipo de presencia que
nunca se ve ni se lee, sino que se escucha y que afecta:
Lo que caracteriza a la música es que las ideas o sentimientos que pueden estimular la
composición se convierten en ideas musicales, el móvil inspirativo cristaliza en temas;
el contenido es subsumido en la forma, queda inmanente en ella y matiza la vivencia
de su percepción; la estructura constituye cuenco, porque la idea es principio de
configuración de la materia. (…) En música, el término “tema” no indica el argumento
externo que se expresa sino un pensamiento rigurosamente musical constituido por un
breve conjunto de sonidos organizados tonal o atonal, melódica o armónica y
rítmicamente; con estos temas o motivos (en número muy limitado, a veces solo uno)
crea el autor la estructura según la lógica propia del lenguaje musical, no del
contenido que pueda asumir. (Tello, 2003, 253).
En esta medida, el lenguaje musical no es un lenguaje que remite a una interpretación o
a algo más allá de él, sino que se caracteriza por ser un lenguaje orgánico y
autosuficiente, que nunca requiere de un análisis de carácter semántico pues, en la
partitura y en su ejecución está la experiencia estética misma que se cierra sobre ella y
que constituye un lenguaje completamente particular.
Precisamente, el lenguaje musical se caracteriza por estar conformado por una infinidad
de timbres y vibraciones que le permiten al compositor, a través de todos estos matices,
configurar una experiencia afectiva con todas sus características y minucias. Las
posibilidades a las que abre la música crean nuevos recursos que configuran
33 propiamente el mundo sonoro. El movimiento vibratorio que caracteriza a la música se
mueve en el tiempo, que a su vez está determinado por el compositor que define su
sucesión y ordenamiento, aspectos que constituyen el tema según su rítmica y, por
supuesto, según su duración y repetición en sus movimientos ondulatorios en el tiempo.
Cada organización se adopta libremente y no está regida por un canon externo, que
indique de manera absoluta la forma en que debe ser escrita una obra musical:
Desde el punto de vista fenoménico la composición se ofrece como una gran multitud
de movimientos vibratorios determinados y estructurados según el orden impuesto por
su autor. Según se ha indicado, el carácter temporal de las vibraciones y el curso de la
vida humana hace posible que el compositor pueda efectuar una transposición de sus
vivencias afectivas e ideológicas en la organización del cosmos sonoro de la partitura.
(Tello, 2003, 259).
A continuación, examinaremos el modo como estos elementos generales sobre la
estética musical se encuentran presentes, en general, en la obra de Mozart, y, en
particular en su Don Giovanni.
1.4. Don Giovanni: la nostalgia del caos encarnada
Don Giovanni nace; se encarna en la ópera de Mozart como la potencia por naturaleza
disgregadora. Este personaje es propiamente la fuerza de la potencia destructora y, en
esa medida, carga con el más grande dolor; el pathos de la angustia de muerte en una
vida que se desenvuelve como pura inmediatez, como ruptura y desfogue de la más
incontrolable fuerza de la naturaleza: “El dolor de Don Giovanni es vivo, irrestañable y
soberano. El dolor brota poderoso y destructor como desde una herida abierta. Y toda la
obra se encuentra desde el principio bajo el signo de la muerte y de la angustia mortal”
(Kunze, 1990, 349).
El dolor se apodera de todas las fibras de la ópera y lleva a cabo su tarea disgregadora,
amenazando con destruir incluso la existencia humana en cuanto existencia en sociedad
abriendo constantemente un abismo irrecuperable, haciendo temblar los que parecían
los más resistentes cimientos sobre los que se sustenta lo humano: “Se derrumba lo
consistente y cuanto garantiza la consistencia, por ejemplo la fidelidad y la confianza”.
(Kunze, 1990, 350) Cada uno de los personajes que rodean a Don Giovanni corre el riesgo constante de una
pérdida insalvable de sí mismo, al verse envueltos por el caos provocado por el
34 dinamismo del seductor, caracterizado éste por nunca establecer lazos hasta el punto en
que “la falta de vinculación es el presupuesto incondicional de su existencia. Siempre
está pensando en destruir los puentes a su paso mediante la fuga o el disfraz constantes
se resiste a fijar su identidad” (Kunze, 1990, 351). Don Giovanni se presenta entonces
como una fuerza sin rostro, se oculta detrás de múltiples máscaras y se pierde entre la
energía que como un enorme remolino destruye lo que encuentra a su paso. La
intervención de Don Giovanni es la “intervención de un poder superior, suprarreal, que
acepta el desafío y quiebra toda resistencia” (Kunze, 1990, 352).
Don Giovanni se presenta adornado por todos los encantos de su naturaleza y sus
hechos con los que fractura y hace tambalear todas las relaciones y vínculos sociales;
todas sus características están indisolublemente unidas a los atractivos de su
personalidad de seductor. Don Giovanni es muchos rostros y máscaras; se oculta y
desde el principio de la ópera hasta el final muestra cómo no es una unidad digna de ser
comprendida y aprehendida, pues siempre escapa y se mueve entre voces y figuras
diversas. Encontramos desde el primer acto la sentencia de Don Giovanni a pesar de las
advertencias y amenazas de Donna Anna:
DONNA ANNA: No esperes nunca, si no me asesinas, que yo te deje huir11.
Este personaje amorfo es también un personaje sin lugar, en la medida en que no
establece vínculo alguno con nadie más tampoco lo hace con un espacio o lugar
determinado, se mueve por el mundo quedando por fuera de la estructura de la sociedad;
sin embargo, su tragedia no se restringe a su existencia, sino que, por el contrario, se
extiende como una peste hasta su sirviente y acompañante, hasta el punto en que
Leporello también quedará sin lugar: “tampoco Leporello dispone de albergue estable y
sigue a su señor de un lado para otro y es indudable que seguirá recorriendo el país
cuando encuentre un nuevo señor. Es demasiado lo que ha incorporado de la vida de
Don Giovanni como para encerrar su existencia en una honorable tranquilidad”.
(Hildesheimer, 1977, 55)
En un primer momento cuando nos aproximarnos a Mozart y a la necesidad de que esta
cercanía se diera a través de la comprensión puramente musical, intentamos presentar la
11
DONNA ANNA: Non sperar, se non m`uccidi, ch`io ti lasci fuggir mai. Acto 1, escena 1
35 principal diferencia entre los lenguajes que podríamos llamar conceptuales y el lenguaje
musical. Para acceder a la figura de Don Giovanni es necesario también hacerlo desde la
música y sólo desde ella. El seductor, la potencia de la naturaleza erótica encarnada en
Don Giovanni, no se despliega desde la palabra o el pensamiento sino desde la música y
en ella, es decir, nuestro personaje está inmerso en su movimiento, dinamismo y poder.
Don Giovanni se hace presente en las variaciones musicales en la medida en que éstas
configuran propiamente su existir; “La música lo crea desde fuera, sin que él mismo lo
sepa, pero es a través de ella que se ha hecho presente” (Hildesheimer, 1977, 55). Es necesario ahora comenzar a elaborar con más detalle esta idea de Don Giovanni
como personaje puramente musical sobre las bases que hemos presentado como
características propias de una existencia como la de este seductor. Podemos comenzar
con una paradoja que presenta Don Giovanni y que explicará el primer rasgo
contundente por el que su entorno y constitución existenciales son de carácter
enteramente musical.
La destrucción y puesta en riesgo de cualquier tipo de comunidad, en la medida en que
Don Giovanni se erige como la única fuerza motriz, de manera que es él quien domina y
a su vez provoca todas las acciones consumiendo a los demás personajes y provocando
enormes abismos, simultáneamente está determinando la cohesión de todas las fuerzas
centrífugamente divergentes, de manera que en ese movimiento hacia el centro, las
consume al centro mismo de la obra, concretamente sobre la concepción musical. La
ruptura que en primer momento produce, es a su vez la potencia que vincula en un
remolino las más diversas fuerzas que se encuentran en constante confrontación y esta
es propiamente la facultad que sólo posee la música;
“En particular, en cuanto
posibilidad, instaurada a través de la música, de una actuación conjunta de fuerzas
heterogéneas y en cuanto construcción de un campo de juego para la confrontación, el
conjunto recibe un nuevo acento” (Kunze, 1990, 354).
Particularmente en el Don Giovanni esta confrontación es siempre una confrontación
manifestada por la sobreposición rítmica; esto es, el encuentro de ritmos de tipo binario
pero con acentos marcados en diferentes partes del compás. El campo de juego sobre el
que se instaura la figura de Don Giovanni es propiamente un campo de juego rítmico,
espacio único en el que dicho personaje tiene la posibilidad de encuentro y choque con
los otros personajes a los que arrastra y consume en lo que termina convirtiéndose una
36 pluralidad de voces, o más bien, de ecos que resuenan en el enorme vacío de la voz y
presencia de Don Giovanni.
La sobreposición rítmica a la que acabamos de aludir no sólo refiere a la ambientación
de una situación particular representada en la ópera, sino que es más bien, el
resquebrajamiento de la música propiamente, esto es, también la música se fractura en
sus fundamentos, en múltiples momentos de la ópera y en especial cuando en el punto
culminante del finale “ las tres danzas- el minué, la contradanza y la alemanda- suenan
simultáneamente y como resultado de la superposición de los diversos tipos de compás
se desintegra el sistema en virtud del cual la multiplicidad de acontecimientos
musicalmente heterogéneos podía aparecer como una estructura perfecta” (Kunze, 1990,
355).
Los múltiples derrumbamientos que se están produciendo en el trascurrir de la ópera son
las respuestas constantes a la intervención de poderes supra terrenales en constante
conflicto, ya sea el espíritu del Comendador que en el cementerio se hace presente a
través de la estatua o la misma existencia de Don Giovanni como potencia natural
encarnada en un personaje sin rostro. Todos estos cambios dramáticos se producen en
principio en la música y por ella en el conjunto completo de la ópera a través de la cual
existe Don Giovanni. Las alteraciones tonales que en sus variaciones abren abismos que
son propiamente los vacíos que conducen al centro mismo de la obra posibilitan la
intercomunicación y manifestación del drama y simultáneamente manifiestan su
incompatibilidad, fuerza y choque.
Al interior de la comunidad, en el encuentro de las partes y en las situaciones
producidas tras la llegada de Don Giovanni lo que se muestra es la malogración de la
comunidad fundamental, sin embargo, ésta se da en la coincidencia que se impone a
través de juegos rítmicos de las confrontaciones más fuertes. Se está inmerso en el
oleaje descontrolado de combinaciones de acentos, de voces, que pugnan por sobresalir
y que tan sólo resultan siendo ecos ahogados pero aún escuchados de trasfondo en la
presencia amorfa y enorme del remolino Don Giovanni, del centro mismo de la obra.
La unidad es posible únicamente sobre la posibilidad que brinda la música. Es sobre la
concepción musical que es posible la paradoja, dicha concepción es propiamente el
único camino de encuentro, encuentro que siempre será un choque de las fuerzas más
diversas y potentes consumidas por su centro.
37 El ferviente dinamismo de Don Giovanni se escribe en un lenguaje y “alfabeto”
radicalmente diferentes. Se mueve constantemente como fuerza disgregadora que por su
condición de existencia, que ya hemos dicho es la música, brinda la unidad básica de la
ópera tras la angustia y el terror de muerte que lleva consigo.
38 Capítulo 2
La seducción de una pasión o Kierkegaard se entrega a Don Giovanni
“¡Oh Mozart inmortal, a ti te debo todo, a ti te debo el hecho de haber perdido la razón,
Te debo la ofuscación de mi alma, haberme estremecido en lo más íntimo de mi ser,
A ti te debo el hecho de no haberme pasado la vida entera sin que nada
Pudiese conmoverme, a ti te doy las gracias por no tener que morir sin haber amado,
Aun cuando mi amor sea desgraciado”
Kierkegaard.
Teniendo ahora clara la distancia que hay entre las palabras y el lenguaje musical y, de
esta manera, entre lo que le corresponde cabalmente expresar a la música, encarnado en
el caso particular de Don Giovanni. Así como también habiendo introducido a la
existencia peculiar de un seductor desde la visión particular de la música, nos
concentraremos ahora en ahondar en el personaje construido por Kierkegaard a la luz de
lo que escuchó y presintió en la ópera de Mozart. Pretendemos con esto dar forma a una
existencia de por sí informe y problemática que se camufla entre las disonancias, ecos y
sonidos que ella misma produce, de tal forma que podamos comprender la forma en que
la genialidad sensual se expresa y se desarrolla con toda su potencia a través de lo que
Kierkegaard denomina existencia estética, para configurar el drama que se lleva a cabo
en su interior y escenificar apropiadamente el juego de máscaras y sobre todo, de voces
susurrantes en el que se lleva a cabo la tragedia del seductor.
En un segundo momento, intentaremos presentar el movimiento que se da en el paso de
una existencia puramente musical que lejos de hablar, resuena en movimientos
vibratorios que no denotan conciencia alguna, hacia una existencia similar y sin
embargo, determinada por la palabra, la estrategia y el engaño. Este salto hacia la
palabra y su poder nos permitirá esclarecer la forma de vida del esteta en tanto irónico,
de Sócrates como punto de quiebre y, posteriormente del ironista romántico para
culminar con la risa del verdadero humorista, con la carcajada de la pura ironía.
Reafirmarse como escritor no es simplemente asumir la responsabilidad de transmitir un
punto de vista, no es tampoco un mero divertimento, ni una actividad puramente
lucrativa. La escritura, para Kierkegaard, es más bien la única forma que permite expiar
los pecados y conducir a los demás hombres por el camino adecuado. Por esta razón,
nuestro filósofo no duda en afirmar:
39 Ser escritor ha sido, en el fondo, mi sola posibilidad. Ser cura de pueblo era mi idea;
pero, en un sentido, yo no soy hombre y, por tanto, no podía asumir esa tarea; y,
aunque lo hubiera sido, me hubiera acuciado la necesidad de escribir. Ahora bien, yo
no me he hecho escritor para triunfar en el mundo. Desde mis primeros escritos ya se
me odiaba, pero seguí escribiendo. Me di cuenta enseguida de que el que se me odiase
no era garantía de verdadera religiosidad; eso era sólo un estado de embriaguez. Debía
andar con mucho cuidado y no equivocarme (Suances, 1997, Tomo I, 170).
Por esta razón, podemos afirmar ahora que la salvación de su vida, que había sido
marcada profundamente por el sufrimiento, la alcanza Kierkegaard únicamente a través
de la escritura. La proyección “bajo ángulos diversos” de su vida y de los sucesos que la
determinaron, constituye la intensidad de la obra kierkergaardiana; cada escrito, cada
palabra es vida y obra, cada idea conmociona, porque ha afectado con anterioridad el
alma de este escritor de vocación, de este escritor de su propia existencia. A través de
una voz, impersonal si se quiere, Kierkegaard seduce una y otra vez al lector,
plasmando en sus textos aquellos ideales que determinan su propia vida. Más allá de
instantes particulares o sucesos aislados en la realidad de su propio mundo, Kierkegaard
apela a esa voz que anuncia al oyente una posibilidad que él mismo puede alcanzar, su
propia salvación.
El mensaje que incita a la búsqueda, que no se plasma bajo una formulación de doctrina
a seguir, es el mensaje de una comunicación indirecta expresada bajo la rubrica de sus
múltiples nombres o pseudónimos. Esta comunicación indirecta es la forma más
apropiada para incitar a la reflexión personal, pues es la comunicación de una verdad
que engaña, que se da a las espaldas, ya que está presentada desprevenidamente y así va
conduciendo a su oyente a través de los peldaños que en su ascenso pueden provocar el
alcance de la más plena simplicidad. Esta es la forma más apropiado de proceder,
cuando lo que se busca es expresar los contenidos del cristianismo, es decir, cuando se
busca generar la conversión o afirmación a través de un previo reflejo en un afuera
diferente. Kierkegaard se refiere de la siguiente manera al itinerario de su proyecto de
escritura: “Empezó con las obras estéticas mayéuticamente, y todas las obras escritas
con pseudónimo son mayéuticas. Esa, precisamente, es la razón de que todas esas obras
fueran escritas con pseudónimo, mientras que la comunicación directa religiosa (que
estaba presente desde el principio como una sugestión brillante) llevó mi propio
nombre”. (Mi punto de vista, 188).
40 Rostros, situaciones y escenarios inventados constituyen buena parte de la obra de
Kierkegaard, y más que eso, lo constituyen, enriquecen y proyectan como autor con un
punto de vista especial, guiándolo constantemente hacia el objetivo último de su vida.
Kierkegaard se disfraza con las máscaras de su época, hace explícita su decadencia y
apela a sus intereses y superficialidades para así, hacerlas patentes, indicado en cada
momento un camino posible de salida al letargo de su época y con ello un camino de
plena salvación. La subjetividad, característica primordial de los pseudónimos, permite
la apertura a la interioridad y, de esta manera, abre la posibilidad de la afectación en el
encuentro de vidas que se tañen y que son escuchadas. Por esto, “los pseudónimos son
una forma de ser subjetivos, de negar la “objetividad”. La subjetividad, la interioridad,
es la verdad, y existir, lo decisivo; en mis obras pseudónimas hay un esfuerzo por
acercarme a la verdad por la interioridad y de manera indirecta; por medio de antítesis y
contrastes, contra la frialdad y el hieratismo de lo objetivo” (Suances, 1997, tomo I,
179).
En la época de Kierkegaard la actividad de escritura se caracterizaba por no tener
emisor aparente; detrás de las obras emergían fantasmas, tan sólo se erigían evasiones
de un “yo” al que se le atribuían palabras vacías. Buscando modificar de manera
fundamental esta situación, Kierkegaard se vale de la emergencia de rostros y voces
claramente definidos, que van cambiando con la intención de cada texto y que operan
como una ocasión para mantener oculto a su verdadero autor. Esta estrategia de
encubrimiento se condensa en el uso de los pseudónimos. Este procedimiento se
justifica porque el mundo no se encuentra aún preparado para recibir al propio “yo”. En
este sentido, el uso de los pseudónimos tiene una doble función: encubrir y preparar un
acontecimiento por venir. Pero, a pesar de ser invenciones, estos rostros se
desenvuelven en la completa realidad de la vida, pues surgen desde el centro de ésta,
anunciando al “yo” que los vincula a todos, a la primera persona y a la responsabilidad
de lo dicho. Por esto, Kierkegaard no duda en reconocer que su “acción en ese sentido
es la de un precursor que anuncia al “yo”. Pero el viraje de esta abstracción inhumana
hacia la personalidad, ésa era (su) tarea”. (Suances, 1997, tomo I, 180).
Debido a que, como ya hemos dicho, las diversas personalidades de cada uno de los
pseudónimos son vidas inscritas en realidades determinadas y, por lo tanto, existencias
afectadas que pueden conmover y transformar, cada una de ellas implica una forma de
41 abordar la existencia. En este sentido, podemos afirmar ahora que “los pseudónimos son
una obra de fabulación donde yo creo diversos tipos: el libertino, el desesperado, el
sensual, el alegre, el seductor…; son ideas psicológicas personificadas (…) Son
personajes que yo he imaginado y plasmado hacia fuera. Soy el apuntalador que ha
creado poéticamente esos personajes; pero éstos crean a su vez su vida con sus propios
nombres, riesgos, decisiones y errores”. (Suances, 1997, tomo I, 180).
En la medida en que estos personajes encriptados crean a su vez su propia realidad,
horizonte y consecuencias, se independizan de alguna forma del “yo-autor” que opera
detrás de ellos, configurándose y reformulándose en cada momento aunque estén
también ligados sutilmente a aquel que les otorga su voz. Cada etapa de la existencia se
encarna en dichos personajes y con ellos la propia existencia se encausa hacia el plano
superior que supone el camino del hombre de por sí desgarrado, orientándola hacia la
unidad y el progreso. Por esto, Suances no duda en afirmar que “los pseudónimos son
una manifestación de la pasión de lo infinito y son también expresión del anhelo de
progreso y unidad en el desarrollo de sí mismo. Igualmente plantean los diversos
estadios en orden a la verdad cristiana; los present(a) cubiertos de disfraces; cada uno se
identificará con alguna faceta existencial, pero percibirá la llamada a dejar una e
instalarse en otra superior”. (1997, tomo I, 180).
La respuesta a la llamada que se percibe en cada uno de los estadios existenciales, sólo
puede ser atendida a través de una acción que, más que un paso hacia adelante, supone
un salto cualitativo que no niega el estadio anterior, pero que sí lo supera; por tanto, la
instalación en el nuevo estadio supone un cambio radical para aquel que elige llevarlo a
cabo. Es decir, aquel que se sumerge en una nueva “faceta” existencial, lleva implícita
la marca de la metamorfosis;
Es justamente el salto cualitativo, que se da sólo en momentos de crisis en los cuales
es necesario correr el riesgo y rechazar un modo de vida anterior estético y seguro por
otro posterior ético o religioso. Lo que define radicalmente al salto es la elección, lo
cual no implica que cada estadio sea una negación de todas las situaciones
existenciales del estadio anterior, sino que lo que es negado en cada salto, y por eso el
salto es cualitativo y no meramente acumulativo, es una actitud de vida que debe ser
sustituida por otra totalmente nueva. (Cañas, 2003, 25).
La jerarquía entre los estadios, que ahora se hace patente, hace manifiesta también la
tarea de Kierkegaard como escritor y como guía hacia esa unidad preciada que sólo es
posible en el absurdo, en la paradoja, esto es, en la religión asumida de manera plena.
42 La presentación de cada uno de los estadios supone la presentación de modos de
concebir y encauzar la vida que tienen a la base una actitud fundamental que encadena
cada situación particular.
Nos debemos referir ahora al estadio estético, debido a que es el que nos corresponde
trabajar con mayor interés. A pesar de que en este primer período Kierkegaard fue
contra sí mismo a través de sus pseudónimos, reconoció también como necesario este
proceso en su carrera como escritor y, a su vez, lo tomó como el camino más adecuado
para llevar a cabo el engaño con la verdad, que lo mantuviera en un extraño anonimato
y que, sin embargo, le permitiera también conducir a sus contemporáneos a la salvación
de la caída en la desesperación, pues este camino abre el encuentro con la verdad de su
existencia vacía o en extremo mundana. Esta situación paradójica la reconoce el mismo
Kierkegaard, cuando afirma: “Aunque este modo de existencia me enriqueció
inmensamente con observaciones sobre la vida humana, es un tipo de conducta que
llevaría a muchos hombres a la desesperación. Porque significa el esfuerzo de
desvanecer toda ilusión y presentar la idea, en toda su pureza; y verdaderamente no es la
verdad la que gobierna al mundo, sino las ilusiones”. (Mi punto de vista, 79). Es así que
Kierkegaard encontró en el camino estético la posibilidad de conjurar su más profunda
desesperación; pero, obviamente, este camino trae consigo grandes peligros, pues lo
seduce y aparta del verdadero camino de su vida, pues se hunde en la ilusión.
Hablaremos entonces de esta primera actitud fundamental basada en la inmediatez. Ésta
es la posibilidad más primaria de una existencia que se instala en lo exterior y sensorial,
abriendo entonces un mundo inacabado que se consume a sí mismo a través de un deseo
infinito, que se queda en la mera posibilidad.
Retomaremos a continuación un aspecto de gran importancia del que ya se dieron pistas
más arriba y que guiará nuestra reflexión y nuestro camino hacia el encuentro con la
música y, específicamente, con Don Giovanni. Hemos hablado antes de una voz
impersonal que se encuentra como eco en todas las obras de Kierkegaard y que, a su
vez, da cuenta de las múltiples voces que le hacen coro en cada una de sus producciones
escritas. La presentación de la obra escrita como un texto que habla es una invitación
clara a escuchar esa voz presente en sus máscaras, pues como sucede en la obra misma
de Mozart detrás de cada personaje se encuentra siempre oculta una pasión fundamental
que caracteriza a la música como producción estética, a saber, la inagotable fuerza de la
43 seducción. Esta fuerza afecta en cada momento al lector, pues su poder consiste en la
capacidad de poder perturbar a la interioridad, que en tanto emisora de una realidad
existencial es capaz de una gran afección, que posibilita el encuentro entre vidas
diferentes, entre el que habla y el que escucha. En este encuentro el oído se erige
entonces como un órgano no del todo despreciable o subordinado al del la vista, que
hasta ahora ha sido tan apreciado por la tradición filosófica. El oído se recompone en la
filosofía kierkergaardiana como el verdadero puente para lograr el encuentro entre
interioridades, que sólo se pueden revelar a través de la voz. Esta reivindicación de la
escucha, la explica el mismo Kierkegaard del siguiente modo: “Paulatinamente, el oído
se convirtió en el sentido más preciado; pues así como la voz es la revelación de la
interioridad inconmensurable para el fuero externo, así también el oído es el
instrumento mediante el cual se capta la interioridad, el oído es el sentido mediante el
cual ésta se apropia”. (O lo uno o lo otro, 29).
Podemos decir entonces que el oído abre posibilidades de encuentro mucho más
amplias que las de la vista, debido a que ésta ubica al observador en el borde del mundo,
esto es, en el margen donde como un enorme ojo contemplativo todo lo alcanza a la
distancia; sin embargo, con esto se pierde el mundo mismo. En tanto relación exterior,
el ojo emite grandes discursos generales, con pretensiones objetivas y catedráticas, pues
si el ojo se encuentra en el límite exterior del mundo, resulta ser más lejano a las
interioridades que lo conforman y que hablan por él, ya que como lo señala Sloterdijk
“el sujeto vidente está “al borde” del mundo, como un ojo sin cuerpo ni mundo ante un
panorama-contemplación olímpica y teología óptica son sólo dos caras de la misma
moneda” (2001, 287).
El oído, por el contrario, hace emerger al hombre desde el centro mismo del mundo,
esto es, lo pone en medio del suceso auditivo. El oído posibilita recobrar el cuerpo y el
mundo, haciendo que la interioridad y la voz permitan el abismamiento del pensador en
las voces y sonidos más propios y relativos a un acto de escucharse a sí mismo. Este
desplazamiento lo podemos indicar de la siguiente manera:
Ningún oyente puede creer estar en la esquina de lo audible. El oído no conoce ningún
enfrente; no se muestra “vista” frontal alguna en el objeto exterior, porque sólo hay
“mundo” o “materias” en la medida en que se está en medio del suceso auditivo;
también se podría decir: en tanto se está suspendido o inmerso en el espacio auditivo.
Por eso, una filosofía de la audición sólo sería posible, desde un principio, como teoría
44 del ser-en, como exposición de aquella “intimidad” que se hace globalmente sensible
en la vigilia humana. (Sloterdijk, 2001, 287).
El oído posee el gran poder de acercar y, al mismo tiempo, distanciar. Esta característica
ha sido bellamente tematizada por el mismo Kierkegaard para poder escuchar con una
decidida pasión a Don Giovanni. Hay quienes creen, bajo la más miserable
incredulidad, que el vínculo entre Homero y la guerra de Troya, Rafael y el catolicismo
y Mozart y Don Giovanni, es simplemente el resultado de la azarosa conjunción de
diferentes potencias. Esta convicción les sirve de consuelo, porque les permite afirmar
que si ellos no llegaron a ser ilustres, fue por una equivocación del destino, que a otros
concedió dicho privilegio. Pero, quien sabe apreciar la música de Mozart puede
ejercitarse en una actividad grata: pensar el mundo bajo la jovial concepción griega del
kosmos, que presenta los acontecimientos del mundo como un todo bien ordenado, y, al
mismo tiempo, situarse en el centro de dichos acontecimientos, permitiendo que los
sonidos lo conmuevan, e incluso lo perturben. Esta alma valerosa prefiere entonces más
bien perderse en la contemplación de lo grande, que salvarse siguiendo el deseo de
subjetividad propio de la incredulidad ya antes descrita. Por esto, se podría decir que la
música da lugar a un pensamiento, el mundo como kósmos, y que éste a su vez da lugar
a la pérdida de sí, esto es, que provoca una cierta locura, en la que resulta gratificante
ver unidos a aquellos autores y obras que se pertenecen mutuamente, por ejemplo,
Homero y la Iliada, Mozart y Don Giovanni.
La obra de arte, la producción artística, en este caso la música, hace patente la unidad
presente en la naturaleza, en ese kosmos. Precisamente, en el encuentro no fortuito entre
la obra y su creador está implícita también la experiencia de aquel que será participe de
todo su poder. El destinatario está necesariamente vinculado también con el artista y su
obra, y ésta se consolida en ese juego de mediaciones como un lenguaje que hace
patente tanto el orden que ha permitido dicho encuentro como la locura que trae
consigo. El verdadero arte se constituye propiamente como puente que permite explicar,
en la relación entre el artista y el espectador, la maravilla del descubrimiento de ese
orden, que sólo ha sido logrado en el arte y por él, dado que éste revela la unidad que se
encuentra como sustrato en todas las partes que constituyen a la naturaleza. Por tanto,
este énfasis en la relación privilegiada entre el artista y el destinatario de la obra de
arte no implica negar que existe un ideal de unidad en la naturaleza, pero sí destacar al
arte como esfera en la que podemos anticipar la intuición de esa unidad y la
45 experiencia de la armoniosa alegría que trae. El arte hace un único conjunto coherente
de múltiples partes y pone de manifiesto, o revela esas partes en su unidad esencial.
Esto es lo que distingue el arte verdadero de la mera regurgitación de una masa de
detalles sin coordinación (Pattison, 1992,77) 12
Esta experiencia de la armoniosa alegría provocada en el espectador por la percepción
de la unidad expresada a través de la obra demanda entonces un receptor hábil y
sensible. Esto ocurre así porque:
Si el trabajo del autor debe llevar la impronta de su semejanza, el destinatario de la
obra de arte debe tener también la capacidad de percibir la unidad en el trabajo, que es
una capacidad de la mayoría de la gente carece. Cuando la idea se percibe y cuando la
estética unión del artista y el destinatario se consuma en la idea, la vida es
transfigurada poéticamente como en un refrescante y renovador baño, en el que las
disparidades y contradicciones de la vida son reconciliadas (Pattison, 1992,77)13.
Por esta razón, podemos entonces afirmar que Kierkegaard es un receptor sensible y
que, por lo tanto, ha experimentando dicha transfiguración en su descubrimiento del
Don Giovanni de Mozart. Ha sido tocado por esa locura y se ha perdido en su
contemplación. El encuentro de Kierkegaard con Mozart se traduce en sentimientos
plenos y enormes surgidos de la experiencia misma de la escucha. La manera en que
Kierkegaard se refiere a la magnificencia de Mozart, de su música y en especial del Don
Giovanni, no escatima en razones para explicar porqué no se trata de una vinculación
incidental entre la obra y su creador, explicando que ambos se pertenecen de manera
mutua: “para el alma valerosa, para el optimate, para aquel que preferiría perderse a sí
mismo en la contemplación de lo grande (…) para su alma sería un regocijo, sería una
sagrada satisfacción ver unidos a aquellos que se pertenecen”(O lo uno o lo otro, I, 74).
La pertenencia mutua entre el autor (Homero, Rafael, Mozart, etc.) y la materia (la
guerra de Troya, el catolicismo, Don Giovanni) es lo venturoso, que supone que para
que una producción artística sea clásica e inmortal se hace necesaria la absoluta
conjunción de dos fuerzas; por un lado, la actividad poética de una individualidad y, por
12
This emphasis on the privileged relationship between the artist and the recipient of the artwork does not
involve denying that there is an ideal unity in nature, but it does single out art as a sphere in which we can
anticipate the intuition of such a unity and experience the “harmonious joy” that it brings. Art makes a
single, cohesive whole out of a manifold of parts and reveals those parts in their essential unity. This is
what distinguishes true art from the mere regurgitation of a mass of uncoordinated details. (La traducción
es mía). 13
If an author´s work should bear the imprint of his likeness, the recipient of the work of art must also
have the ability to perceive the unity in the work, which is a capacity most people lack. When the idea is
perceive, however, and when the aesthetic union of artist and recipient in the idea is consummated, life is
poetically “transfigured” as if by a refreshing, renewing bath in which the disparities and contradictions
of life are reconciled. (La traducción es mía) 46 otro, el hecho de que a esa individualidad le haya sido dada cierta materia. Esas dos
fuerzas están en mutua dependencia, ya que la materia nos llega sólo bajo la concepción
del poeta y éste sólo llega a ser lo que es por medio de su obra, ya que la forma que le
imprimió a dicha materia se encontraba en ésta de antemano. Se trata aquí de una
extraña amalgama entre una pasión puesta en escena (Don Giovanni) y el sonido (la
música). La maestría de Mozart entonces consiste en poder armonizar una pasión
determinada (la seducción) con la música. En efecto, la genialidad del artista radica en
esta armonización. Por esta razón, afirma Schopenhauer que “la invención de la
melodía, el desvelamiento de todos los secretos más profundos del querer y el sentir
humanos, constituye la obra del genio, cuya acción está aquí más claramente alejada de
toda reflexión e intencionalidad consciente que en ningún otro caso, pudiendo
denominarse inspiración” (El mundo como voluntad y representación, I, § 52, 316;
307). Por lo dicho anteriormente, Don Giovanni sólo puede ser musical y hay entonces que
escucharlo. Este es precisamente su potencial cautivador, que atrapó más de una vez a
Kierkegaard. De acuerdo con ello, el poeta tiene el don de anhelar su materia de manera
correcta, pues sólo pide aquello que le será dado.
La entrada al círculo reducido e inmortal de aquellos que siempre serán recordados la es
logra Mozart por medio de aquello que es “el único tema de la música” (O lo uno o lo
otro, I, 74), esto es, la seducción. En Don Giovanni la materia y la forma son una y la
misma: la seducción. Por esto, Don Giovanni es con respecto a Mozart la manifestación
más perfecta de la conjunción de las dos fuerzas que se requieren para la aparición de
una producción clásica; la forma y la materia están atravesadas por ese pensamiento que
es propiamente su forma. Para Kierkegaard, Mozart llegó a ser lo que es, porque
precisamente encontró el pensamiento propio de la música y la encarnó en el personaje
de Don Giovanni:
Con el Don Juan entra en aquella eternidad que no se encuentra fuera del tiempo sino
en medio de éste, aquella que ningún velo oculta a la vista de los hombres, aquella en
la que los inmortales no son acogidos de una vez y para siempre, sino que siguen
siendo acogidos cuando una generación pasa y vuelve su mirada hacia ellos, feliz al
contemplarlos, y una generación que se extingue es seguida por otra que vuelve a
transitarlos y que los configura en su contemplación; con su Don Juan, ingresa en la
fila de aquellos inmortales, de aquellos visibles transfigurados que ninguna nube
arrebata a la mirada de los hombres (O lo uno o lo otro, I, 76).
47 Establecer un orden jerárquico entre los autores clásicos y sus obras demanda un
criterio, pero esto puede resultar algo problemático, pues esta jerarquía no puede
fundarse sólo en una de las características esenciales de la obra, ya que sustraer uno de
los elementos que determinan lo clásico, da lugar a la supresión del concepto integral de
lo clásico mismo. La materia, por ejemplo, es un momento esencial, pero no absoluto.
Eso se manifiesta en el hecho de que hay producciones clásicas en las que se puede
decir que no hay materia (como en la arquitectura, la escultura y la música), mientras
que en otras ella cumple una función importante (como en la poesía). Sería un error
establecer una jerarquía a partir de la ausencia o presencia de la materia en las obras,
error que terminaría por acentuar la actividad formativa, contrario a lo que se quiere.
Intentar determinar el orden a partir del hecho de que en algunas obras la actividad
formativa crea la materia, mientras que en otras la recibe, tendría resultados igualmente
desastrosos. Así, no debe recurrirse a un solo aspecto para fundar una jerarquía.
La compenetración de la materia con la forma, de manera que la una repose en la otra,
es lo que constituye propiamente una obra clásica, que en cuanto tal supera el paso del
tiempo. La abstracción de la idea que se apropiará de la materia adecuada, o cabría decir
que es la única sobre la que puede encontrar reposo, es lo que propiamente podrá evitar
su mera repetición monótona y la hará única.
Como el propósito de Kierkegaard es explicar por qué Don Giovanni ocupa el lugar más
alto en la cumbre del Olimpo habitado por las obras clásicas, aún es necesario un
criterio. Está claro que la clasificación no se puede fundar en una distinción esencial;
por ello resulta más apropiado optar por una distinción accidental: la consideración del
medio a través del cual la idea, la materia, se hace visible. Entre más concretos y ricos
son la idea y el medio, mayor es la probabilidad de que se dé una repetición; por el
contrario, entre más abstractos y, por ende, más pobres, menor es la probabilidad de
pensar una repetición y mayor es la posibilidad de que la idea haya alcanzado su
expresión de una vez por todas. Hay que agregar que, mientras la idea se hace concreta
al ser penetrada por lo histórico, la concreción del medio depende de su proximidad al
lenguaje (el más concreto de los medios). Esa relación entre el medio y la idea explica
por qué en algunas artes hay pocas ejecuciones clásicas, mientras que en otras hay
muchas. En cualquier caso, no hay que olvidar que la distinción según el medio es
completamente accidental, de tal manera que todo es, según su esencia, igual de
48 perfecto. Por ello es accidental que se tome como superior aquella arte que posee menos
ejecuciones (ya que se podría privilegiarla que tiene más); sin embargo, se puede decir
es natural apelar al hecho de que la parte que posee ideas concretas no está acabada ni
puede estarlo. Como la jerarquía depende de dos elementos, la idea (materia) y el
medio, hay que resaltar, antes de proseguir, que se le da en todo momento prioridad a
aquélla y no a éste.
De acuerdo con lo anterior hay que dar respuesta a dos preguntas: ¿qué medio es el más
abstracto? Y ¿qué idea, que pueda ser tratada artísticamente, es la más abstracta? Los
medios abstractos son la arquitectura, la escultura, la pintura y la música. Como se ha
afirmado antes, el lenguaje es el medio concreto por excelencia; por tanto, el medio más
abstracto sería el más alejado del lenguaje. Sin embargo, no siempre ocurre que el
medio más abstracto exprese la idea más abstracta (a la que se le está dando prioridad).
Si la idea más abstracta que cabe pensar es la genialidad sensual, ¿cuál de los medios
puede mostrarla de manera adecuada?
Recordemos que la genialidad sensual es una determinación de la interioridad, lo que
descarta la escultura, pues es “una fuerza, un clima, la impaciencia, la pasión” que
consiste en una sucesión de momentos, de tal manera que no puede ser pintada; se agita
en una constante inmediatez, por lo que tampoco puede ser mostrada por la poesía. Así,
el único medio que puede mostrar la idea de la genialidad sensual es propiamente la
música, ya que posee un elemento temporal sin que con ello pueda expresar lo histórico
del tiempo.
Por tanto, solamente en el Don Giovanni de Mozart se encuentra la unidad consumada
entre una idea y una forma enormemente abstractas, lo que hace poco probable que le
salga competidor alguno. Puede que haya otras obras musicales clásicas, pero sólo el
Don Giovanni posee una idea absolutamente musical, “de manera que la música no
aparece como un acompañamiento, sino que, al revelar la idea, revela su propia e íntima
esencia. Por eso Mozart, con su Don Juan, está en lo más alto entre aquellos inmortales”
(O lo uno o lo otro, I, 82).
De esta manera es más fácil comprender la razón por la que la genialidad sensual es
absolutamente musical, pues la música es el único medio a través del cual puede ser
expresada. La música es una sucesión constante que se proyecta sin interrupción, se
49 proyecta en el tiempo, pero de manera impropia, ya que no se inscribe a él. De esta
manera, podemos considerar que la música enuncia lo general en toda su generalidad,
pero siempre en la concreción de la inmediatez, esto es, en el goce mismo de la vida
inmediata entregada a la sensibilidad. Así, Don Juan se nos revela como totalmente
musical, como suma de instantes que caracteriza su oscilación, su vibración sonora, la
voz que resuena y atraviesa lo más general de la feminidad, ya que es la voz del propio
Don Juan.
La necesidad de abordar y construir el personaje de Don Giovanni por parte de
Kierkegaard no se restringe a un interés puramente estético a través del cual el filósofo
reivindique a Mozart simplemente, sino más bien, constituye la necesidad de trabajar y
configurar la potencia sensual encarnada que es propiamente el centro de la vida estética
y de la construcción de ésta sobre la música, pues ella es el único medio adecuado para
su completa manifestación.
Hasta aquí Kierkegaard se ha encargado de mostrar lo que se propuso: el alto lugar que
ocupa Mozart entre los inmortales. Pero, antes de abordar el problema de los estadios
eróticos, nuestro autor realiza un comentario un poco enigmático, debido a que afirma
de manera enfática que lo que se ha dicho hasta ahora sólo tiene valor para los
enamorados. Es necesario que Don Giovanni sea escuchado por un enamorado. La
tentativa de iluminar por qué el Don Giovanni ocupa el primer lugar entre las obras
clásicas está fuera de lugar con respecto al ámbito del pensamiento. Según eso, todo lo
anterior incurre en una contradicción que hunde sus más hondas raíces en la naturaleza
humana. Kierkegaard, como un enamorado que busca mostrar que su amada es la más
hermosa, ha exigido más al pensamiento de lo que puede dar, lo ha invitado a jugar un
juego que, si bien es improductivo, es también motivo de enorme felicidad. Esa pérdida
de sí en la que ha caído gracias a la música puede ser considerada por algún lector como
una locura vana y tediosa; sin embargo, para él, se trata de una sabiduría que causa gozo
y regocijo; “Un lector tal no podría, por tanto, simpatizar con mi lírica pensante que, en
su desbordamiento, desborda el pensamiento” (O lo uno o lo otro, I, 83).
Construir una nueva lectura del estadio estético implica introducirnos en la aparición de
un personaje que demanda un modo de aproximación particular, que corresponda a la
constitución misma de su existencia, que resulta lejana al lenguaje de las palabras o de
50 las imágenes. Se trata ahora de una existencia inserta en el centro del mundo como pura
genialidad sensual, que lejos de pronunciar monólogos, irrumpe cantando y se mueve en
el tiempo a través de vibraciones y alteraciones tonales, que se suceden una a otra
infinitamente como lo hace la posibilidad de producción de ritmos y de juegos entre
ellos. Sin embargo, es preciso esclarecer el escenario en el que hace su aparición este
personaje y, por lo tanto, la manera como Kierkegaard aborda la genialidad sensual, la
música y su radical diferencia con el lenguaje.
El espíritu ha huido del mundo a buscar refugio en regiones más altas; éste no es su
hogar. Sin embargo, en su huida ha dejado atrás el desencadenamiento de todo el poder
de la sensualidad. Como en su espacio de juego, ella, ha hecho amistad con eco para
poblar el espacio mundano de resonancias, de las voces elementales de la pasión, del
placer y de la embriaguez. En este sentido, podemos decir que la sensualidad ha
despertado para cantar; el mundo es música, la palabra es ahora dicha por el espíritu
para acallar al cuerpo; la reflexión y el pensamiento luchan contra el poder de lo carnal,
manteniéndolo alejado. La eterna pugna entre estos dos poderes se ha hecho presente en
medio de los hombres, esto es, en el apogeo del Medioevo el mundo ha presenciado el
nacimiento del primogénito de la sensualidad, la encarnación del espíritu mismo de la
carne.
Resguardado en la montaña de Venus, ha nacido la potencia misma de lo sensual; por
ello, “cuando la sensualidad se muestra como aquello que debe ser excluido, como
aquello con lo que el espíritu no quiere vincularse, pese a que no ha promulgado todavía
su juicio acerca de ella ni la ha condenado, lo sensual toma esa forma, es lo demoníaco
de la indiferencia estética” (O lo uno o lo otro, I, 110). Don Giovanni no es un pecador,
pero es el poder que está contra el espíritu tanto en la vida como en la muerte.
Cuando el cristianismo introdujo el espíritu como principio positivo y excluyó la
sensualidad, hizo de ésta un principio y un poder; en otras palabras, el cristianismo
introdujo en el mundo la sensualidad como fuerza y la determinó espiritualmente al
desterrarla. Puede que la sensualidad ya estuviera en el mundo, pero estaba determinada
de manera anímica, no espiritual. En el helenismo no se encuentra la sensualidad como
principio, ni lo erótico como principio fundado en la sensualidad, porque los griegos no
tuvieron el poder de concentrar la totalidad en un individuo. En cambio, en la
51 encarnación, fundada en la relación representativa, toda la fuerza está concentrada en un
individuo. Si pensamos lo erótico inmediato como un cierto principio determinado
espiritualmente, como algo concentrado en un único individuo, obtenemos con ello el
concepto de genialidad erótico-sensual. Este concepto estético resulta ser decisivo al
momento de escuchar al Don Giovanni.
¿Cuál es el medio adecuado para la expresión de esa genialidad en su carácter
inmediato? Mientras que la mediatez que le es propia puede ser expresada por el
lenguaje, la inmediatez sólo puede ser expresada por la música. Ella también fue
excluida por el cristianismo: la música es lo demoníaco y su objeto es la genialidad
erótico-musical.
Este asunto merece unas palabras: ¿cómo se llegó a que el celo de la religión tomase la
música como un sospechoso objeto de atención? A mayor fervor religioso, más fuerte
fue la renuncia a la música y la exaltación de la palabra. Sin embargo, el hecho de que la
música no pueda asumir lo inmediato espiritual como su objeto, no es argumento para
su exclusión, ni para calificarla de diabólica. De ello no se deduce “el poder demoníaco”
con el que la música atrapa a un individuo; tampoco se deduce que ella pueda arrastrar
de un modo terrible a sus aficionados, llevándolos incluso a la locura. Pese a ello la
música siempre aparece como lo demoníaco, dado que su poder se encuentra unido a la
afectación del cuerpo. Al parecer, a diferencia de la sensualidad pensada en el mundo
griego en el que ésta no era valorada reflexivamente, ni considerada como riesgosa a
pesar de la clara autonomización de las fuerzas instintivas que la caracterizan, el
cristianismo encontró en la sensualidad como contrapeso al espíritu una riesgosa
reducción hacia el erotismo. El peligro en esta medida estaba patente y la valoración
desde el punto de vista del espíritu no podía ser sino excluyente.
Ahora, ¿En qué posición se encuentra Kierkegaard para ocuparse de la música como
medio? Lo primero que tenemos que tener claro es que nuestro autor se encuentra fuera
del espacio propio de la música, los sonidos, pero escuchando espera que se le conceda
una pequeña revelación. Su consuelo es la paradoja de que también en el presentimiento
y la ignorancia es posible tener una especie de experiencia de la música, de tal manera
que sea posible que en sus pocas observaciones pueda encontrar alguna verdad. De
manera más concreta, Kierkegaard se encuentra en el reino del lenguaje, de las palabras,
52 y es desde ahí que debe descubrir la música, escucharla, para así atender de manera
adecuada a su naturaleza sensual. Por ello, es necesario esclarecer la relación entre la
música y el lenguaje, ahora desde Kierkegaard mismo; además eso permitirá
determinar, en alguna medida, la naturaleza de la música como medio. Es importante
resaltar que aquí se están estableciendo dos ámbitos mutuamente relacionados: el
espiritual y el sensual. La expresión del primero le corresponde al lenguaje, la del
segundo a la música. Sin embargo, Kierkegaard se encuentra entre los dos, y él mismo
lo sabe. Por ello, busca tratar la música desde el lenguaje, dos medios que están
determinados, de manera distinta por el espíritu, como veremos más adelante. Más aun,
ha adoptado como obra clásica suprema y como objeto de investigación una ópera en la
que conviven las palabras y las notas: “Por eso – y en esto, tal vez, también me darán la
razón los entendidos- nunca he visto con simpatía esa música sublime en la que
supuestamente no se necesita la palabra. Se supone que ésta, por regla general, es
superior a la palabra aun cuando es más pobre” (O lo uno o lo otro, I, 92). Puede que se
admita que, al estar vinculada con el lenguaje, la ópera se vincula también con la más
concreta de las artes. No obstante, no deja de llamar la atención que convivan a un
mismo tiempo lo espiritual y lo sensual como objeto del genio erótico.
Si se organizan los medios de acuerdo con un proceso evolutivo, la música y el lenguaje
deben ubicarse muy cerca; esa cercanía permite afirmar que también la música es un
lenguaje. Pero ello no se debe únicamente a que ella exprese una idea, porque en
últimas “toda expresión de una idea es un lenguaje, dado que el lenguaje es la esencia
de la idea” (O lo uno o lo otro, I, 89). Así, esta proximidad, en la medida en que está
mediada por el espíritu, tiene un origen más profundo. Cuando el espíritu pone al
lenguaje excluye todo lo que no es espíritu. Eso que ha sido desterrado y determinado
espiritualmente demanda un medio que, a su vez, tenga una determinación espiritual;
ese medio es la música. Pero hay que tener presente entonces que “un medio
espiritualmente determinado es, en esencia, lenguaje, de manera que fue acertado decir
que la música, por estar espiritualmente determinada, es un lenguaje” (O lo uno o lo
otro, I, 90). Hay otras razones para afirmar que existe una relación entre música y
lenguaje. En primer lugar, además del lenguaje, la música es el único medio que se
dirige al oído, que, como lo indicamos antes, es el más espiritual de los sentidos. En
segundo lugar, contrario a los medios que tienen como elemento el espacio, el lenguaje
53 y la música transcurren en el tiempo, pues la música sólo llega a existir en el momento
en que se la ejecuta. Puede parecer, por ello, un arte imperfecto, en la medida en que no
continúa existiendo una vez ha sido ejecutado; pero esto es, por el contrario, una prueba
de superioridad y espiritualidad.
El carácter espiritual de la música resulta tan curioso como la tesis que sostiene el
origen cristiano de la sensualidad. Eso sobresale con dos afirmaciones. Kierkegaard
sostiene que el lenguaje reduce lo sensual a un mero instrumento y lo niega
superándolo. Afirma, a continuación, que lo mismo sucede con la música. E indica,
además, que el hecho de que las demás artes tengan su existencia en el espacio es un
síntoma de su sensualidad, contrario a la música que, al transcurrir en el tiempo, niega la
sensualidad. Lo curioso de esas dos afirmaciones radica en que el objeto de la música es
el genio erótico-sensual, y su comprensión se dificulta cuando se recuerda que estamos
en un juego en el que un principio positivo (el cristianismo, por ejemplo) niega algo (lo
sensual) determinándolo según su imagen (espíritu).
La relación también se puede considerar escuchando la música en el lenguaje. Cuando
se asciende por los diferentes niveles del discurso poético desde la prosa hacia el verso,
hay un punto en el que la entonación musical llega a tener tal vigor que “el lenguaje
cesa y todo se vuelve música” (O lo uno o lo otro, I, 92). Esto no debe empero dar lugar
a la idea de que la música es un medio superior al lenguaje, ya que, si se desciende
desde la prosa hacia los primeros balbuceos del niño, se encuentra que éstos también
son musicales. Parece, según esto, que el lenguaje limita por todos los lados con la
música, lo que da de nuevo lugar al malentendido de que la música es más rica que el
lenguaje. A esto se podría objetar que es extraño que el lenguaje no pueda dar cuenta de
la música. Pero lo que aquí parece como una carencia de lenguaje es, de hecho, su
mayor riqueza. Por esto, tenemos que reconocer que la música expresa siempre lo
inmediato en su inmediatez; el lenguaje es, en cambio, reflexión, lo que le impide
expresar lo inmediato y lo musical. Así, mientras que la mediatez propia del lenguaje es
su perfección, lo inmediato, que denota la música, parece trazar los límites del lenguaje.
Podemos ahora afirmar, siguiendo en este punto a Lucy Carrillo, que “el tema del Don
Giovanni es el único tema musical en el sentido más riguroso y profundo de la palabra,
pues la música como expresión de la inmediatez, de la intimidad, desborda al lenguaje
54 hablado y penetra en las honduras de la emotividad de quien escucha más rotunda y
directamente que el lenguaje discursivo” (1984, 65).
Aun es necesario determinar la naturaleza de la inmediatez propia del objeto de la
música. Lo inmediato puede estar determinado espiritualmente de dos formas: por una
parte, de tal manera que caiga dentro del ámbito del espíritu. En este caso el lenguaje
puede dar cuenta de lo inmediato. Por otra, de tal manera que caiga fuera del ámbito del
espíritu y, por ende, del lenguaje. Ésta es la inmediatez sensual y sólo puede ser
expresada por medio de la música. La genialidad sensual es, de acuerdo con ello, el
objeto absoluto de la música. En la medida en que está determinada espiritualmente, ella
es fuerza, movimiento, inquietud constante, sucesión constante. Dicha genialidad, que
irrumpe en la música, es absolutamente lírica, suena, esto es, se muestra de manera
musical.
2.1 El seductor y el péndulo. La vida en la inmediatez
Nos parece prudente, antes de continuar con la alusión a los estadios eróticos
inmediatos, configurar de forma más clara y completa el concepto de inmediatez y
precisar la forma cómo alrededor de éste se construye el entramado de la existencia
estética. Para esto, es necesario tener en cuenta entonces que:
Lo estético en Kierkegaard tiene un sentido más amplio que el etimológico vinculado
a la sensibilidad (aisthesis), derivada del verbo griego aisthanomai (sentir), porque
siempre va unido a los conceptos de “inmediatez” (Umiddelbarhed), “comprensión
finita” (endelig Forstandighed) e “ironía” sin interioridad (Ironie), que se refieren
sobre todo a aquello del hombre que es pura vida instintiva, en la línea del placer
sensual y del erotismo. (Cañas, 2003, 45).
El esteta configura su existencia en torno a la búsqueda inacabada de placer;
precisamente, este carácter inacabado de placer explica que cada deseo y su satisfacción
estén determinados al presente y sólo a éste. Cada deseo se da en un momento particular
y determinado, en la medida en que el esteta enfoca su existencia a la satisfacción de un
placer inagotable, cada momento le ofrece una inmediata satisfacción del mismo y el
surgimiento de un nuevo deseo. Por esta razón, podemos decir ahora que “la expresión
más adecuada de la existencia estética es pues, el instante. De ahí proceden las grandes
oscilaciones a que está expuesto el que vive estéticamente. El instante es todo y por
tanto es nada, igual que la tesis sofista “todo es verdadero” conlleva el que nada lo es”
55 (Suances, 1998, II, 60). En esta dinámica de vida el tiempo es un factor determinante,
debido a que en el presente y en su inmediata desaparición se configura la totalidad de
su inacabada existencia.
El placer, que es propiamente la búsqueda que determina la vida del esteta, está así
condenado a verse atado al deseo, a su extinción, a su permanente reaparición; por ello,
está también enfocado a la irrupción de un nuevo objeto de deseo. En su estrategia vital
el esteta busca “hacer predominar el elemento sensorial para obtener de él todas las
posibilidades, experimentar sus colores y variaciones; después, en grado superior, esas
sensaciones se funden unas en otras haciendo de la vida una especie de sinfonía
sensorial que se cierra sobre sí misma” (Suances, 1998, II, 60). Debido a que el centro,
que podría decirse es descentrado, en la vida estética es lo sensorial, el deseo y su
satisfacción constante, el individuo en este caso está perdido en un exterior difuso, el de
su deseo. Los impulsos que lo guían hacia su objeto de deseo configuran su acción
enteramente exterior que a su vez, imposibilitan la construcción de una interioridad y,
por tanto, no permiten ningún nivel de reflexión. El esteta está fragmentado como su
deseo y desvinculado incluso del mundo y de los otros:
Ese estar volcado hacia fuera, hacia la inmediatez, es dicha, porque no conlleva
contradicciones, problemas, divisiones internas, cosa esencial al hombre que se asoma
dentro de sí. Pero este es el precio del crecimiento del hombre interior. Por eso cuando
este hombre volcado hacia la inmediatez percibe el sufrimiento de otros, ni lo entiende
ni empatiza con él porque carece de interioridad. Cuando esté delante de la desgracia
ajena, no la entiende; es como si estuviera en un país extranjero (Suances, II, 1998
61).
La fragmentación de la cual es víctima inconsciente el esteta se explica porque su vida
se dispersa en cada uno de sus deseos. Cada momento está determinado por lo exterior
que estimula sus deseos y sus impulsos. El esteta puede desear múltiples objetos que
puedan satisfacer su vida volcada a lo sensible, a la belleza, al goce, a los honores, a la
riqueza, etc. Pero, este desear múltiple que lo caracteriza determina, precisamente, su
imposibilidad de elección; este tipo de hombre huye de la elección en tanto que
representa no sólo el rechazo de una o más opciones, sino también la responsabilidad
que trae consigo la decisión. Como un niño, el esteta juega constantemente al escondite,
pues se enmascara, y el mundo deviene así espacio de juego apropiado para la
experimentación sensual. El cuerpo se expande deseoso, y este no-individuo se disfraza
para cada ocasión. Sin embargo, este juego trae consigo la aniquilación completa de este
56 hombre en tanto no está configurado, inacabado e informe. Kierkegaard se refiere a este
tipo de expansión como la distensión que realiza la medusa con respecto a su presa:
¿Has observado que esa masa gelatinosa puede extenderse en su superficie y luego
sumergirse lentamente, o bien ascender, tan tranquila y tan firme que uno creyera
poder sostenerse sobre ella? Pero la medusa ve aproximarse a su presa: entonces
adopta la forma de un saco y se hunde rápidamente en las profundidades, arrastrando
en ese movimiento a su víctima, no a ese saco, puesto que no lo tiene, sino a ella
misma, porque ella es un saco y nada más (Estética del matrimonio, 44).
El riesgo determina cada movimiento, su pasión lo guía hasta lo más alto del risco, para
por fin abismarse en la pérdida de sí: “la espontaneidad que lo dirige obedece al instante
y al interés egótico propio, por lo que su existencia no posee unidad: es una secuencia
indeterminada de momentos yuxtapuestos, despojada de forma o estabilidad” (Cañas,
2003, 46).
A pesar de su desvinculación con la interioridad y con el mundo, el esteta conoce
plenamente cuáles son los preceptos que limitan y determinan a la sociedad. Para él,
estos no son más sino cadenas que deterioran y empobrecen la existencia en la medida
en que lo alejan de la consecución inmediata de sus deseos, es por eso que evita a toda
costa cualquier tipo de compromiso social referido al estado, a los otros particulares con
los que no debe nunca establecerse una amistad, y mucho menos con el género
femenino en el matrimonio;
¡Cuán extraña invención es ésa del matrimonio! Y lo más curioso del caso es que se
suele considerar como norma que el enlace matrimonial sea resultado de una iniciativa
espontanea y completamente libre. Y, sin embargo, no hay ningún paso que sea más
decisivo, puesto que nada hay en la vida humana que sea tan autoritario y tiránico
como el matrimonio. (In vino veritas, 89)
El vértigo condiciona la existencia del esteta en su movimiento compulsivo y vibratorio
hacia el deseo y al placer inmediato;
Tu goce es tan pronto viril como afeminado; es inmediato, o bien sometido a una
reflexión que se ejerce hasta sobre el goce de otro, o que te aconseja abstenerte del placer.
(…) Si bien te ríes, con razón, de quienes se consumen en la voluptuosidad, como los
libertinos de depravado corazón, en cambio sabes a maravilla el arte del galanteo, en tal
forma que tal o cual pasión realce tu personalidad. (Estética del matrimonio, 27, 28).
En esta oscilación el hombre se pierde cuando se fusiona hasta tal punto con el mundo y
su deseo mundano, perdiéndose así de manera irremediable en un abismo que lo
distorsiona y consume. El instante se constituye en las grandes oscilaciones que
57 constituyen la vida estética; el tiempo no está acentuado sino, más bien, limitado y
relativizado. El tiempo es ahora puro momento.
Vemos ahora necesario llevar a cabo una breve alusión a los tres estadios eróticos, con
el fin de dejar completamente claro el hecho de que Don Giovanni es propiamente el
personaje que da fuerza y representa completamente el estadio estético, razón por la
cual es el eje desde el cual desarrollamos nuestra argumentación sobre la comprensión
kierkegaardiana de la música. Antes de proseguir es necesario hacer una aclaración
sobre la naturaleza de los estadios. Ellos no deben ser tomados como varios estadios
exteriores e independientes unos de otros; de hecho, lo que se da entre uno y otro es una
metamorfosis, que no divide radicalmente en múltiples subdivisiones este primer gran
estadio estético, sino que más bien ellos se articulan al interior de su unidad. Los
estadios, tomados en su conjunto, conforman un único estadio inmediato, y deben
entenderse como atributos que desembocan en el último, pues los estadios anteriores no
tienen existencia independiente. En cualquier caso, aquí se trata de lo inmediato en su
inmediatez, por lo que los diferentes estadios no deben tomarse como diferentes fases de
la conciencia.
Esta comprensión de los estadios estéticos inmediatos es aplicada por Kierkegaard a su
comprensión atenta de la obra de Mozart. Así, “el primer estadio está sugerido en el
paje de Figaro” (O lo uno o lo otro, I, 97). Éste no debe tomarse como un individuo
particular, sino como una idea, porque en la medida en que se introduzcan elementos
accidentales y el paje pase a ser más de lo que debe ser, deja de ser idea. Así, es el paje
como figura mítica, y no como personaje, quien puede indicar las características del
primer estadio. En éste lo sensual despierta, pero no se pone en movimiento, sino que
accede a una tranquila quietud, a una profunda melancolía, a una cierta pesadumbre: “El
deseo posee aquello que será su objeto, pero lo posee sin haberlo deseado y, en este
sentido, no lo posee” (O lo uno o lo otro, I, 97). Esta contradicción, exceso y unidad,
configuran la melancolía propia de este estadio. En sentido profundo no hay objeto; si lo
hubiese habría movimiento, pena y dolor, en las que no hay contradicción ni
ambigüedad. En este estadio el deseo no está determinado en lo que respecta a su
objeto, ya que éste reposa andróginamente en aquél, formando una cierta unidad
relativa, pese a ello cuenta con una determinación: es infinitamente profundo. El paje
mítico se caracteriza por estar ebrio de amor. Eso se manifiesta en el hecho de que está
58 enamorado tanto de la condesa como de Marcelina, porque su deseo recae en algo que
comparten las dos: la feminidad. Esa ebriedad, en este caso, tiene un efecto: la
melancolía que tiene su raíz en la contradicción, que ya se ha indicado antes.
El segundo estadio está caracterizado por Papageno en La Flauta mágica. Este también
debe tomarse como idea, es decir, esencialmente, asumiendo al Papageno mítico y
dejando de lado al personaje de la pieza. En este estadio el deseo despierta, separándose
de su objeto en una relación dialéctica; “sólo hay deseo en cuanto hay objeto, sólo hay
objeto en cuanto hay deseo” (O lo uno o lo otro, I, 101). En esa separación el principio
motor se manifiesta como aquello que separa y que, al mismo tiempo, busca unificar lo
separado. Ahora el deseo tiene un movimiento interno y el objeto aparece múltiple en
sus manifestaciones. Pese a ello, el deseo aún no se ha determinado como deseo, sino
que busca, descubre. Papageno se caracteriza por un gorjeo alegre, por un cierto
derroche de vitalidad. Pero también hay que señalar que esta ópera incurre en un error:
La Flauta mágica tiende en su totalidad hacia la conciencia, buscando, entonces, una
superación de la música. Además, ella tiene como meta el amor éticamente determinado
del que se puede esperar todo, menos que sea musical, esto es, sensual. Por esto, la
inmediatez estético-erótica de la Flauta mágica se difumina, no siendo por ello la obra
que hará inmortal a Mozart.
El tercer estadio es designado por el Don Giovanni. Aquí no se busca sustraer una parte
de la ópera, porque se trata de reunir, no de separar. La ópera entera es, esencialmente,
la expresión de la idea de la genialidad sensual, que funciona como el centro de
gravedad de la obra. Los otros estadios eran apenas presentimientos unilaterales de esta
potencia sensual, que no tiene en ellos ningún tipo de existencia, pues se presenta allí
tan sólo como mera posibilidad. El primer estadio entrañaba la contradicción en la que
el deseo no podía tener objeto, pero encontrándose en la posesión de su objeto, no podía
desear. En el segundo el objeto se presentaba en su multiplicidad, lo que tiene como
consecuencia que el deseo no se determina todavía en él. Sólo en el Don Giovanni el
deseo está determinado como deseo, porque es la unidad de los estadios anteriores. Así,
mientras que en el primer estadio el deseo sueña y en el segundo busca, en el tercero
desea: “El primer estadio deseaba de manera ideal, lo Uno; el segundo deseaba lo
particular bajo la determinación de lo múltiple; el tercer estadio es la unidad de éstos”
(O lo uno o lo otro, I, 105). De acuerdo con esto, podemos decir entonces que el deseo
59 encuentra en lo particular su objeto absoluto; eso es la seducción. No hay que olvidar,
en todo caso, que aquí no se trata del deseo en un personaje particular, sino del deseo
como idea, como principio determinado espiritualmente en la exclusión de cualquier
otra consideración. La expresión de esta idea es el Don Giovanni.
En esta reflexión sobre la naturaleza de la música, Kierkegaard esboza, aunque por un
camino “negativo”, la naturaleza del lenguaje. Más precisamente reflexiona sobre el
problema que subyace a escribir sobre lo sensual. La música representa, como se
mostró, los límites del lenguaje: lo indecible. ¿Cómo aventurarse, entonces, en el reino
de lo inefable desde las palabras? ¿Cómo transgredir las fronteras entre el espíritu y lo
sensual, entre lo concreto y lo abstracto? De alguna manera, la música da que pensar,
violenta el pensamiento y lo motiva; le indica el camino del juego y de la locura. De
alguna manera, de la mano de Don Giovanni, Kierkegaard ha empezado a transitar este
camino.
Por tanto, consideramos que Don Giovanni es la clave de construcción, lectura y trabajo
del período estético kierkegaardiano, y, por lo tanto, su personaje vincula todas las
voces que hacen parte de dicho estadio, de modo tal que permite construir la sinfonía y
el escenario apropiados para la escucha de todos los ecos que también entran en pugna
al momento de escuchar una obra de estas características estéticas, porque propiamente
son tonalidades diversas, que cantan y bailan con el oleaje indiferenciado y potente de la
encarnación misma de lo carnal.
2.2. El susurro de las olas o la irrupción del Tifón
Don Giovanni es la encarnación misma de lo carnal, del espíritu de la carne, es decir, es
la expresión de la genialidad sensual, de la idea más abstracta que sólo encuentra su
espacio propio en la música. Esta idea se expresa únicamente a través de Don Giovanni.
En esta medida, podemos decir ahora que Don Giovanni es pura vibración musical, que
oscila entre su condición de ser idea, fuerza, potencia, poder sensual, y ser individuo. La
configuración de la vida de Don Giovanni es posible tan sólo en el lirismo; pero este
lirismo no es el simple fluir de la palabra, sino que su forma de expresión es claramente
musical, pura oscilación. No obstante, dicha vibración musical consiste en que dicho
personaje se hunde en la pura indiferencia de lo sensual. Y debido a que no decide, nada
60 de lo sensual tiene algún tipo de diferenciación, esto es, la expresión de la pura
sensualidad está siempre perdida en el terreno de las sensaciones en el que todas estas
son uniformes, de manera tal que ninguna logra retenerlo.
Este movimiento inconstante pude comprenderse más fácilmente si se recurre a la
imagen que Kierkegaard mismo nos presenta: “cuando el mar, embravecido, se agita y
las espumosas olas forman en esa conmoción figuras que son como criaturas; es como si
esas criaturas fuesen las que ponen las olas en movimiento, pero sucede al revés es el
paso de las olas el que las forma” (O lo uno o lo otro, I, 112). Por esta razón, a Don
Giovanni sólo es posible escucharlo, y su existencia carece de consistencia, ya que es
inacabada, no tiene forma determinada, tan sólo se escucha. Esta limitación se debe al
hecho de que Don Giovanni es absolutamente musical, y se encuentra atravesado por el
poder de la sensualidad como principio. El erotismo en él es necesariamente seducción,
pues “este Don Juan musical, no puede ser comprendido como un determinado
individuo particular, porque él mismo es la manifestación poetizada de la fuerza de la
naturaleza, que según Kierkegaard, tiene la capacidad perenne de seducir” (Carrillo,
1984, 66).
La concepción de Don Giovanni como seductor implica una variación en la idea que
suele tenerse tradicionalmente de él; la seducción de éste no está atravesada por la
artimaña, el engaño, la reflexión y la conciencia, sino que, en este caso, su ser está
determinado por el poder mismo del goce del deseo, de la satisfacción en sí misma. Ésta
es la que engaña, la que posee el potencial perturbador. La vida en tanto vida inmediata,
en tanto expresión de la genialidad sensual, es entonces puro amor sensual, esto es,
absolutamente general, infiel, debido a que lo que ama es la pura feminidad. Como se
dijo más arriba, Don Giovanni se deja llevar por cada una de sus determinaciones, ama
el puro simulacro, la figura, no ama ninguna interioridad; por tanto, la impresión
determina su atención. Por esto, podemos afirmar que él es el paradigma de la
dimensión estética, en cuanto es pura sensualidad.
En esto radica precisamente la diferencia entre el amor sensual que caracteriza a Don
Giovanni y el amor anímico que sí es capaz de detenerse en los matices, ya que estos
“son lo verdaderamente significativo. El amor anímico es la permanencia en el tiempo;
el sensual, la desaparición en el tiempo, pero el medio que expresa esto último es
61 justamente la música” (O lo uno o lo otro, I, 114). La música implica entonces el
desvanecimiento, pues la música pasa cuando deja de sonar y es la concreción de la
inmediatez, la mera sucesión de momentos, tiempo.
Es necesario que ahora abordemos con un poco más de cuidado lo dicho hasta el
momento. Don Giovanni es entonces la sensualidad concebida como principio; su amor
en tanto que amor sensual desea lo particular de una manera absoluta. Este erotismo que
es ahora seducción está marcado por la idea de la genialidad sensual, que se agita en la
inmediatez en tanto sucesión de momentos: “Es una fuerza, un clima, la impaciencia, la
pasión, etc., en todo su lirismo, de tal manera, sin embargo, que no consiste en un solo
momento, sino en una sucesión de momentos, pues si consistiera en un solo momento
cabría retratarla o pintarla”. (O lo uno o lo otro, I, 81).
De esta manera, podemos comprender ahora la razón por la que la genialidad sensual es
absolutamente musical y cómo el único medio a través del cual puede ser expresada es
precisamente la música. Ella es también una sucesión constante que se proyecta sin
interrupción; se proyecta en el tiempo, pero lo hace de manera impropia, ya que no se
inscribe a él. La música enuncia lo general en toda su generalidad, pero siempre en la
concreción de la inmediatez, esto es, en el goce mismo de la vida inmediata, entregada a
la sensibilidad. Por esto, Don Giovanni sólo se puede presentar como totalmente
musical, y permanecer así una y otra vez. Y en cada presentación se muestra como suma
de instantes que caracterizan su constante oscilación, su vibración sonora, la voz que
suena y resuena atravesando lo más general de la feminidad. Ésta es la voz del propio
Don Giovanni.
En cuanto musical e inmediato, Don Giovanni vive el drama del tiempo en el que cada
sensación es caduca en el mismo momento en el que se da, sus sensaciones siempre van
y vienen en un vaivén como el de las olas. La música, en la que también cada momento
sigue a otro en la medida en que lo que la caracteriza es la sucesión ininterrumpida, se
hace entonces sensualidad pura; de igual forma que cuando se escucha la melodía del
mar, no es posible afirmar que se escucha ola alguna, sino más bien el pasar consecutivo
de las olas, la música es unidad y secuencia de puros momentos sonoros;
Podríamos decir que lo esencial para este Don Juan es amar la “feminidad en
abstracto”; de ahí que su amor tenga que ser un amor pérfido. Don Juan ama en un
instante y en ese mismo instante agota su amor para buscar otro nuevo; esa
62 instantaneidad y repetición de su amor, no podía expresarse de mejor manera que en la
música. Como Don Juan no tiene consistencia sino que es “perpetuo movimiento”, se
convierte para Kierkegaard en la expresión de la más pura musicalidad (Carrillo, 1984,
66).
Así resulta claro entonces que el objeto de deseo de Don Giovanni es propiamente lo
sensual, pues seduce únicamente en la medida en que su deseo se torna seductor, y, en
tanto que goza de la satisfacción de su deseo, nunca cesa de desear; esta es precisamente
la omnipotencia de su vida, pues tiene siempre la fuerza y la potencia del deseo. Don
Giovanni está preso de la sensualidad, porque ella a través de él se expresa y lo hace
musicalmente. A este poder de la naturaleza que nunca cesa de desear le son
completamente ajenas la palabra y la reflexión.
Una vez se ha presentado la oscilación que caracteriza a la vida de Don Giovanni,
podemos comprender de manera más patente lo que implica pensar a Don Giovanni
como individuo. Para esto, se hace necesario aludir también a los problemas que han
traído consigo las otras versiones del Don Giovanni diferentes a la de Mozart. Por
ejemplo, Don Giovanni sufre una considerable transformación, cuando se le otorga la
dicción o la palabra, pues tanto la comedia como el ballet han hecho esto de manera tal
que han presentado a nuestro personaje con rasgos claramente demarcados, haciéndolo
entrar en constante conflicto con el mundo, esto es, lo han presentado como sintiendo
todo el peso de las ataduras propias del entorno en el que se desenvuelve. Este
posicionamiento de Don Giovanni como individuo nos conduce a que nuestra atención
no esté puesta en él mismo, sino en las ataduras y obstáculos externos que representan
para él un peso considerable e, incluso, determinante. Por tanto, nos detenemos así en
las circunstancias y no en sus movimientos vitales, es decir, no lo captamos en la
particularidad de su existencia.
Si se presenta a este Don Giovanni como seductor se abren dos opciones para su
concepción: la primera es la de un individuo perfectamente delimitado por la reflexión,
por la conciencia y, por tanto, por el lenguaje. En esta medida, el seductor es
caracterizado por ser metódico y sagaz. La seducción acá tendrá como punto de interés
el cómo se lleva a cabo, propiamente será una obra de arte: “Es el seductor reflexivo. Lo
que aquí debe ocuparnos es la artimaña, la astucia mediante la cual sabe meterse en el
corazón de la muchacha, el señorío que sabe alcanzar sobre él, la seducción cautivante,
planificada, paulatina. Aquí no importa a cuántas ha seducido, lo que llama la atención
63 es el arte, la minuciosidad, la ingeniosa astucia con la que seduce” (O lo uno o lo otro, I,
125). Esta forma de apropiarse del corazón de las mujeres hace patente la necesidad del
medio, de la palabra, del lenguaje que cautiva a través del engaño. La segunda
posibilidad de presentación del Don Juan aparece en la configuración puramente
musical, donde la reflexión no tiene ya lugar, pues su potencia radica en la forma pura
de la música, que es propiamente el lugar de la genialidad sensual. Nos detendremos
ahora a examinar cada una de estas posibilidades.
2.3. La bitácora de un seductor
La poetización de la vida de un seductor determinado por el lenguaje y el engaño se
mueve efectivamente en la búsqueda constante de la intensificación del goce estético,
esto es, por el deseo de captar ese instante que permita la salida del orden normal de la
vida cotidiana. Sin embargo, este personaje, que podríamos enmarcar en el Juan
seductor del diario de Kierkegaard, es siempre reflexivo; por esto, la intuición y
anticipación de los hechos e, incluso, de sus consecuencias conducen las acciones del
seductor, aunque él reconozca la presencia del azar. Por esto podemos decir que:
Don Juan es un personaje que mantiene siempre la capacidad de analizarse para
controlar cada situación. Sabe que si bien con esta actitud se pierde toda
espontaneidad, se adquiere en cambio una posición de dominio que realmente hace
bello cada instante por permitirle detenerse a contemplar su obra. El saber dominarse y
limitarse procurando barruntar de antemano las emociones, le permite representarse
los posibles efectos que éstas pueden tener tanto en él mismo como en los otros
(Carrillo, 1984, 69).
En el caso de este Don Juan resulta claro que el seductor tiene una interioridad
configurada, esto es, un estadio en el que la reflexión es posible, debido a que ejerce la
contemplación y ante todo la remembranza de cada situación sobre la cual puede volver,
aumentando con ello su goce estético, así como también sus posteriores apreciaciones
estéticas. Don Juan es entonces un personaje completamente determinado por lo
estético. Por ello, le resulta posible ser un espectador de su preciosa obra de arte, siendo
con esto consiente de sus acciones y de lo que ellas traen consigo. La seducción no se
lleva a cabo por sí misma, sino como medio para alcanzar la superación de lo cotidiano
a través del goce estético que produce.
64 De la misma forma en que contempla su obra, este esteta contempla también su propia
interioridad, que la reconoce como vacía y que, por eso mismo, lo cubre de una
melancolía irremediable. Así,
Nuestro personaje es la conciencia misma de la crudeza de la realidad, por eso, no se
puede dar la libertad de esperar que pueda haber alguna vez un verdadero y definitivo
giro hacia la felicidad. Con sus tan anheladas y triunfantes aventuras, no hace más que
dar vueltas al círculo de su dolor. Sus supuestas victorias sobre las seducidas
muchachas no son otra cosa que el encubrimiento consciente de su melancolía. Esta es
la verdad de su interioridad (Carrillo, 1984, 70).
El deseo constante de escapar de la cotidianidad se convierte entonces en un recurso
para huir momentáneamente de su propia melancolía. El seductor recurre a su
imaginación para construir un ideal de belleza, en el que se exige, en cada momento,
que toda mujer seducida se adapte completamente a él, sin que con ello se implique que,
aunque sean muchos los rostros y diversas las figuras, se ponga en riesgo la unidad del
ideal. En efecto, este tipo de existencia estética fija su vida en el instante, en cada
momento y en cada mujer que lo configura. Sin embargo, el seductor no escapa de su
percepción de la realidad y de las consecuencias que su forma de vida acarrea; por esto,
reconoce lo efímero de cada una de esas situaciones, en la medida en que ellas se
configuran en el instante y en su desvanecimiento. Así, la reflexión lo acompaña de
modo constante, haciendo patente la ordinariez de la vida cotidiana. En este momento,
el seductor debe dotarse de múltiples máscaras, para salvarse así de esta realidad
agobiante, permitiéndole en su huída gozar de la vida. A través de su imaginación y de
la búsqueda de la pura complacencia estética, Don Juan descarga la vida de todo su peso
con una sonrisa burlona. El engaño y su ironía le permiten caminar erguido, orgulloso y,
podría decirse, complacido. La belleza y su ideal, por él construido, lo mantienen a
salvo de las convenciones éticas y de sus aburridos preceptos. El movimiento sobre el
que sustenta su vida abre múltiples posibilidades amorosas, y con ello se dan todos los
instantes que éstas traen consigo. Por esto, podemos decir que su tiempo no es más que
el de una sucesión eterna de goces estéticos. De esta manera, Don Juan se diferencia del
mundo monótono y estático, pues se aleja de la cotidianidad como aquel que comprende
que inmerso en dicho mundo sólo será nivelado, igualado y, por último, estará perdido
en el tedio. Don Juan aspira a liberarse de ese yugo observando al mundo desde su
propia interioridad: “la vida plena y auténtica es la que es capaz de valorar lo exterior
desde la propia interioridad, desde el estremecimiento liberador que producen en su
65 intimidad las realidades del mundo exterior. Lo que definitivamente importa es la
vibración de la subjetividad” (Carrillo, 1984, 72).
Pero, Don Juan hace uso de la realidad, la burla y la usa como arma en contra de la
propia sociedad, poniendo en jaque sus fundamentos. Esto lo logra siempre a través de
su sonrisa complaciente y su disfraz que lo mantiene encubierto. Podemos afirmar
entonces que su configuración estética es una cierta estrategia de crítica social. La
reflexión lo determina; la palabra es su más apreciada arma. Se trata entonces de una
individualidad configurada, pero no comprometida. Su subjetividad se construye sobre
una hipócrita sonrisa, que se muestra en la ironía y en su ideal de belleza, esto es, en la
huída del mundo y en su profunda melancolía.
Ahora bien, una vez examinada la figura del seductor reflexivo, es necesario detenernos
en la segunda posibilidad de su movimiento, a saber, la dicción, que se trata de un
aspecto más sonoro que el de la pura palabra. Pero, se hace necesario tener presente que
este movimiento se encuentra aquí determinado por los gestos y las formas corpóreas,
en otras palabras, por aspectos puramente visibles, todos ellos configurados por el ver.
La presentación de los tormentos, el sufrimiento, la expresión de estas pasiones a través
del gesto y de la pantomima, muestran un Don Juan que debe seducir a través de
gesticulaciones y bailes, mostrándolo empero de una manera ridícula y, ante todo, en su
pasión accidental. El Don Juan musical se pierde por completo en esta encarnación,
debido a que depende claramente del ver a Don Juan, de interpretar sus gestos y
movimientos. El problema no sólo radica en que al Don Juan se le debe ante todo
escuchar, sino que, precisamente por esto, su determinación gira “hacia adentro, y por
eso no puede hacerse visible o manifestarse en formas corpóreas y en los movimientos
de las mismas, ni en una armonía plástica” (O lo uno o lo otro, I, 124).
Este tipo de representación anula por completo la característica fundamental del Don
Juan musical, que es el de su carácter ideal. El goce de este Don Juan, como se dijo más
arriba, es la pura satisfacción; la seducción no es un ardid, sino un momento, es un
ademán. En esto radica el hecho de que sea siempre victorioso, precisamente porque
dispone de todos los medios para alcanzar su victoria; es más, él dispone de manera
absoluta del medio de su trabajo que pareciera no necesitarlo. Por esto, sólo a través de
la música resulta posible concebir a Don Juan idealmente, pues la música otorga la
66 unidad necesaria, permite la descripción de su conducta, y, de igual forma, permite que
se escuche el poder de la seducción, esto es, de su principio. Con esto, podemos pasar
ahora al examen de la segunda posibilidad de configuración de la seducción, ya
señalada antes.
2.4. El canto del coleccionista
“La moderación es algo fatal. Suficiente es tan malo
como una comida. Más que suficiente es tan bueno
como un banquete”
Óscar Wilde
Recordemos que lo que mantiene propiamente la unidad de la ópera es la tonalidad de
fondo, pues con ello se sostiene la totalidad. La impresión de conjunto está determinada
por el estado de ánimo, porque la ópera, si bien es dramática, tiene su unidad en dicho
estado, ya que en la opera se le otorga mayor importancia a lo lírico. Esto quiere decir
que la música, la sonoridad en conjunto, es lo que constituye propiamente la unidad de
la obra, que permite así escuchar de manera consolidada lo que suena de la misma
forma. Por esto es necesario tener en cuenta que la reflexión en ningún caso determina
la unidad de la ópera, así como tampoco la acción que se espera frente a la reflexión.
Esto tiene su explicación en el hecho de que sólo en la ópera tiene cabida “la pasión
irreflexiva, la pasión sustancial. La situación musical reside en la unidad del estado de
ánimo, en la discreta pluralidad de las voces. Esto es precisamente lo propio de la
música, a saber, que puede conservar la pluralidad de las voces en la unidad del estado
de ánimo” (O lo uno o lo otro, I, 134).
La inmediatez de nuevo se presenta como un carácter de vital importancia dentro de la
ópera, debido a que la acción que es posible que se dé dentro de la simultaneidad
dramática, determinada arriba únicamente en la simultaneidad musical y la unidad del
estado de ánimo, sólo puede darse como acción inmediata. Esto quiere decir que la
esencia misma de la ópera no reside en una acción que debe darse cada vez más rápido
para dar cabida por fin a una caída, a una ruptura, sino que, por el contrario, la ópera
tiende a extenderse en el tiempo y en el espacio.
67 El Don Giovanni erótico musical se configura a través de sus movimientos oscilantes y
a su vez fascinantes. Por esto, hemos señalado ya antes que el poderío de este seductor
se encuentra en la pura inmediatez sensual que se potencia con todas las mujeres, con
todas y cada una de ellas que hacen parte de su apreciado libro de colección. Como
coleccionista, Don Giovanni posee un catálogo que da cuenta de su tendencia hacia el
género femenino en toda su abstracción, buscando con ello en cada momento que lo
particular de un rostro, por ejemplo, se amolde a las duras exigencias de un ideal. Su
estrategia es la de hacerse irresistible a través de su apasionamiento y su deseo sensual;
“Don Giovanni, a diferencia del seductor, no sabe qué es la prudencia reflexiva y
calculadora. Su vida es espumosa como el vino con el que cobra fuerzas, y está siempre
en movimiento como los sonidos musicales que acompañan la jovialidad de sus
banquetes” (Cañas, 2003, 71).
Podemos referirnos a Don Giovanni como la encarnación de un auténtico pathos
existencial. Es pura potencia perturbadora que manipula sin necesidad de la reflexión ni
del ardid, sólo su fuerza, el instinto y el placer que tiñe cada mínimo aspecto de su
existencia, lo convierten en un triunfador. Una potencia enorme que se erige sobre la
feminidad para poseerla toda en cada encuentro, situación y rostro particular, pues
representa la abstracción completa del concepto de mujer: “Don Giovanni representa el
poder seductor que encierra la entrega de la seducción inmediata y de la exaltación vital,
y esto no se ve, se oye” (Cañas, 2003, 72).
De nuevo Don Giovanni se presenta en su característica oscilación; sin embargo, lo hace
dando ahora mayor preeminencia a su carácter musical. Si bien Don Giovanni puede
concebirse como el héroe en el que se centra el interés de la ópera, de igual forma dicho
interés se lo ofrece también a todos los demás personajes en la medida en que él
constituye la fuerza vital que los pone en movimiento a todos ellos, pues Don Giovanni
es tanto personaje como fuerza o principio de movimiento; su pasión anima la pasión de
los otros, y con ello la personalidad de cada uno de los personajes es devorada por esa
pasión que lo atraviesa todo, esto es, por el mismo Don Giovanni, pues su presencia es
casi absoluta: “así como, en el sistema solar, los cuerpos opacos que reciben la luz del
sol central brillan siempre sólo a medias, brillan del lado vuelto al sol, así sucede con
los personajes de esta pieza, en los que sólo está iluminado el lado y el momento vital
vuelto hacia Don Juan y que, por lo que hace al resto, son oscuros e impenetrables” (O
68 lo uno o lo otro, I, 139). Don Giovanni, en tanto que habla también a través de las voces
de los otros personajes de la opera, los hace audibles y comprensibles; pero, el
apresamiento del que son “víctimas” da cuenta de su claridad y de la manera en que
todo está impregnado y determinado por el espíritu de la música, por Don Giovanni.
La relación que Don Giovanni establece con los demás personajes es únicamente a
través de la música; y es precisamente por eso que la fuerza, el poder infinito e
irresistible de su vida impulsada elementalmente, arrastra la de todos los demás. En
tanto dicha relación es musical, es también puramente erótica, pues Don Giovanni
resuena a través de los personajes, a través de sus voces; en ellas está siempre presente
el eco perturbador que, en contra de su propia voluntad, arrasa con cada uno de los que
se apropia.
La unidad musical de la que se habló más arriba está precisamente en el mismo Don
Giovanni; él está en todas partes, es omnipresente a lo largo de toda la ópera, “pues el
modo más contundente de indicarlo consiste en hacer notar que aquél, aun estando
ausente, está presente” (O lo uno o lo otro, I, 146). Pero sólo lo está a través de la
música, ya que en esto radica propiamente la unidad musical que penetra toda la obra.
La música no exige ver absolutamente nada; el arte de la distancia ejerce aquí todo su
poder, pues la fuerza de la música arrastra en su escucha toda nuestra atención y “esa
música quiere que se la entienda de lejos” (O lo uno o lo otro, I, 136).
Como lo indicamos en el primer capítulo de este trabajo, la construcción total de la
ópera expresa la importancia de lo lírico, de la música que desde el principio, y a modo
de profecía, la determina y la atraviesa. Precisamente la obertura en tanto que pretende
provocar un estado de ánimo, que es el mismo que garantizará su unidad musical, debe
aproximarse profundamente a lo que será lo central de la ópera, pues sólo así logrará
apoderarse del espectador, por ello debe estar impregnada de lo esencial de la ópera.
La fuerza que reside en ella da algo de luz a la oscuridad que se ciñe en el primer
momento sobre el contenido, desarrollo de la ópera y de sus personajes. La obertura es
en sí misma un espacio de choque de las fuerzas contenidas, apasionadas y elementales,
que hasta el momento se mantienen ocultas y ante todo silenciosas, pues tan sólo se
escucha de ellas ligeros murmullos, susurros que con el paso van adquiriendo potencia y
fuerza paulatinamente, alargándose y manteniéndose de manera impropia en el tiempo.
69 El poder del enfrentamiento de estas potencias contenidas está en la obertura como un
sonido suave que se atiene a aproximarse cautelosamente a la explosión del deseo y de
la sensualidad, pues “hace falta un oído atento y erótico para caer en la cuenta del
momento en que, en la obertura, uno recibe el primer indicio de ese leve juego del deseo
que más tarde encuentra expresado con toda la riqueza de su caudalosa abundancia” (O
lo uno o lo otro, I, 142). La obertura presiente la aparición del poder turbador de la
genialidad sensual, mostrando un poco del peso que carga dicho poder y reposando
sobre la tierra en una oscuridad, que, de vez en vez, se ve desgarrada por rayos que
desaparecen tan rápido como aparecen, y que paulatinamente van manteniéndose un
poco más, permitiendo con ello que se aviste por medio de esa luminosidad intermitente
algo de lo que se pondrá en movimiento constante, como por ejemplo la vibración
musical que se proyecta a lo largo de toda la ópera. En el caso determinado de los
musical, el oído alcanza a percibir esos rayos, esa voz que apasionada da cuenta de la
llegada angustiosa y sustancial del primogénito de la sensualidad al mundo: “la vida de
Don Juan no es desesperación, sino el poder total de la sensualidad parido con angustia,
y Don Juan mismo es esa angustia, pero esa angustia es precisamente un demoníaco
deseo de vida” (O lo uno o lo otro, I, 144).
La vida de Don Giovanni, que se ha narrado a sí misma tomando posesión de los
personajes pues ha resonado a través de ellos, los ha poseído e incluso ha logrado que
ellos se olviden de sus propias vidas, se presenta con toda la potencia y furor propios del
deseo demoníaco de vida. Incluso cuando se percibe el final, la unidad musical de la
ópera se hace más patente, conjurando todos los elementos para potenciar aún más el
estado de ánimo de Don Giovanni afirmando su vida, precisamente cuando éste se
encuentra embriagado de sí mismo, esto es, cuando es empujado al borde más extremo
de la vida, allí donde él necesita abrazarse fuertemente a todos sus deseos de vivir. Don
Giovanni es entonces energía pura, irrefrenable, que se consume pero que también se
celebra.
Don Giovanni es siempre vida y poderes irresistibles, abrumadores e insuperables, pero
precisamente por ser siempre dicha potencia, vida inmediata, vida sensual, no puede
vencer su última batalla, el encuentro con el Comendador, que ya desde el inicio de la
obertura murmuraba alejándose y esperando. Esa otra potencia se presenta ahora con
todo su poder, pues esta reproducción de la vida en tanto que espíritu, fantasma,
70 consume a Don Giovanni que no lo puede soportar: “la música hace que el Comendador
se convierta en seguida en algo más que un individuo particular, su voz se expande
hasta ser la voz del espíritu. Ningún poder en la pieza, ningún poder en el mundo, es
capaz de dominar a Don Juan, sólo un espíritu es capaz de ello, un fantasma” (O lo uno
o lo otro, I, 130). El sentido de esta presencia fantasmal lo podemos captar plenamente
si nos detenemos ahora en la configuración del personaje irónico, siguiendo para ello la
presentación que el mismo Kierkegaard hace de Sócrates.
2.5. La entrada a la cueva de Trofón
Presentar a un espectro es en sí una dificultad patente: ver en lo invisible lo visible que
no se presenta en lo inmediato, recurrir a la nada para con ello obtener algo (un
resultado), convertirse en una más de las mediaciones que constituyen al personaje,
implica hacer de observador (actividad que no estamos acostumbrados a llevar a cabo).
Este espectro al que nos referimos no es otro sino el de esa presencia abordada de
múltiples maneras a lo largo de la historia de la filosofía, esto es, el fenómeno Sócrates,
o también, el espectro que Kierkegaard presenta aludiendo al siguiente ejemplo:
Hay un cuadro que representa la tumba de Napoleón. Dos grandes árboles proyectan
su sombra sobre ella. En el cuadro no hay otra cosa que ver, y el observador inmediato
no ve más que esto. Entre los árboles hay un espacio vacío; en cuanto el ojo sigue
detenidamente el contorno que lo circunscribe, Napoleón mismo surge repentinamente
de esa nada, y entonces es imposible que vuelva a desaparecer. El ojo que lo ha visto
una vez, lo ve ahora y siempre con una necesidad casi angustiante. (Sobre el concepto
de ironía, 89-90).
Este juego de miradas es el que se debe aplicar cuando nos disponemos a observar a
Sócrates, pues este fantasma era un cierto espectro desproporcionado en el que sus
palabras decían más de lo que inmediatamente podría pensarse. Se trataba de un
personaje chocante para la mayoría de los atenienses, debido a que se movía por
momentos como un inofensivo viejito bonachón, parafraseando a Kierkegaard, y en
otros como un peligro para toda la comunidad, como un tábano, una bomba de tiempo
impía que corrompía a jóvenes ocultándose tras la máscara de su profunda ignorancia.
Para desenmascarar su trampa, se hace necesario “acceder” al seductor en tanto
fenómeno que da cuenta de la desproporción, de la matrioska que resultaba ser Sócrates,
pues su estrategia vital no era otra cosa más que el despliegue de la más pura seducción.
71 Como mostraremos haciendo énfasis en algunos diálogos platónicos, este personaje es
presentado constantemente como una figura atrayente e inquietante, a pesar de sus
notorios defectos físicos; por ejemplo, su figura seductora es escondida tras los velos de
lo que Platón llamó dialéctica socrática o lo que Jenofonte reemplazó más tarde por
sofística y que, finalmente, Kierkegaard desenmascara como ironía. Esta ironía se puede
entrever en cada juego y en cada sonrisa (incluso trágica); parte de sí para retornar de
nuevo a ella en un juego de constante seducción. Nos concentraremos ahora en mostrar
la seducción irónica que emprende Sócrates, para señalar así cada uno de los rasgos que
se ponen en juego en el potencial negativo expresado en todo movimiento irónico.
Se podría decir que este juego de la seducción es un juego profundamente femenino;
Sylvia Walsh, haciendo alusión a lo afirmado por Kierkegaard en relación con el género
del fenómeno como femenino, afirma que su poder seductor se fortalece en la medida
en que éste se muestra siempre atrayendo, cautivando al observador que se deja
conducir sin violencia por la seducción; en otros términos, el observador debe
entregarse al fenómeno espectral, al objeto erótico. El observador debe dejar que el
fenómeno se dé por completo y sin alterarlo; debe ser quien sorprenda al fenómeno y
quien se comporte con él como un caballero frente a su amada.
El amor erótico es encarnado por Sócrates como un amor irónico y produce como
resultado la ironía socrática, diferente de la platónica. El eros socrático se revela para
distinguirse del platónico14. En cuanto a su existencia inmediata, Sócrates es negativo,
en la medida en que se da una clara dicotomía entre su exterior y su interior, debido a
que no es posible acceder a él de manera inmediata, sólo en la lejanía, igual a como es
necesario acceder a la ironía. Tan sólo nos pueden hablar los ecos de silencios que
continúan hablando a lo largo de la historia a través de interminables mediaciones que
narran un personaje seductor en su ironía, un fenómeno.
14
Este es el método erótico-hermenéutico al que hace alusión Sylvia Walsh, en donde el
observador/erotista, actúa como “partero de ideas” (alusión y vinculación con la madre de Sócrates, su
oficio era el de partera y al parecer la actividad de Sócrates y por tanto la del erotista es la de ayudar al
parto de las ideas): deja ser al fenómeno, permite que el fenómeno se dé a conocer sin alterarlo. La
hermenéutica consiste en ver siempre un espectro, un fantasma, lo invisible perdido entre lo inmediato; lo
erótico permite que el fenómeno se dé con facilidad en un juego de seducción mutua. Este planteamiento
se verá como una revolucionaria concepción de lo erótico y lo femenino como constituyendo la verdadera
esencia de la interpretación filosófica. (Cfr. Walsh, 1984, 123, 124 ) 72 En este contexto, Kierkegaard se refiere al Banquete de Platón como un diálogo en el
que los conceptos abstractos de amor y eros se encarnan en Sócrates. Por este motivo,
nuestro filósofo afirma que “este diálogo aspira a dar realidad al conocimiento pleno
aun en otro sentido, cuando el Eros concebido de manera abstracta se visualiza en la
persona de Sócrates gracias a la ebria intervención de Alcibiades” (Sobre el concepto de
ironía, 107). Antes de exponer por completo la razón de esta primera alusión a Sócrates
como la personificación de eros, es necesario que nos detengamos en la forma en que se
refiere Sócrates al amor y, posteriormente, resaltemos la forma en la que el ironista
comienza su juego:
Si eros es, según su naturaleza, amor hacia alguna cosa o hacia ninguna; pero si el
amor, además, desea aquello que es su objeto, entonces no lo tiene sino que lo
necesita, y esa misma necesidad se concibe como idéntica al anhelo de una perdurable
posesión futura; pues uno desea lo que no tiene incluso cuando anhela conservar en el
futuro lo que tiene ya. El amor es entonces necesidad de algo, deseo de algo que no se
tiene, y puesto que el amor es amor por lo bello, Eros necesita la belleza, no la tiene. Y
puesto que lo bueno es además lo bello, Eros necesita también lo bueno. (Sobre el
concepto de ironía, 110).
Esta forma de presentar el amor partiendo de las exposiciones precedentes da cuenta de
la ironía en la medida en que el amor es presentado desde su determinación más
abstracta, esto es, la de ser la negatividad de la ironía (negatividad que caracterizará el
amor presentado por Sócrates), pues radica en la imposibilidad de tener en todo
momento un conocimiento claro y distinto del concepto. Es pues un concepto que en su
desocultamiento se oculta, ya que es visible en su invisibilidad15. Así pues, si el amor en
su determinación más abstracta es por eso mismo una designación desprovista de
contenido y, además, es siempre un ansía, un deseo ante lo que no se tiene, es entonces
un concepto puramente negativo:
El resultado al que llega es propiamente la determinación indeterminada del ser puro:
el amor es; pues el añadido según el cual el ansía, deseo, no es determinación alguna,
ya que es meramente una relación con algo que no está dado. (…) Pero así como lo
abstracto en sentido ontológico tiene su vigencia en la especulación, lo abstracto en
tanto que negativo tiene su verdad en lo irónico. (Sobre el concepto de ironía, 111).
El amor es encarnado por el espectro de Sócrates. Pero, ¿qué tiene de irónica esta
personificación? Alcibíades la hace ver a través de su asombro frente al falso amante
15
“La figura acústica correspondiente a ese gigantesco polígono, la silenciosa infinitud interior a la vida
que corresponde a ese eterno ruido y a ese eterno bullicio, es, sin embargo, o bien el sistema, o bien la
ironía en tanto que negatividad absoluta o infinita, con la diferencia, naturalmente, de que el sistema es
infinitamente elocuente, y la ironía infinitamente silenciosa” (Sobre el concepto de ironía, 95). 73 que resulta ser Sócrates, debido a que, como dice Kierkegaard, Sócrates termina siendo
el amado y no el amante, esto es, se convierte en el objeto deseado, el anhelado, aquel
que provoca apasionamiento y, a la vez, desasosiego. Este mal pasional que afecta tan
notoriamente a Alcibíades, y a todos los que de una u otra forma se relacionaron con
Sócrates, tiene como base el enmascaramiento, el engaño. Es posible entonces que
afirmemos que “precisamente porque es esencial a la ironía no desenmascararse jamás,
y porque por otro lado le es igualmente esencial cambiar de máscara como Proteo, por
eso debía necesariamente acarrear tanto dolor al mancebo enamorado. Si aquella, por
tanto, tiene algo de horroroso, tiene algo de extraordinariamente seductor y encantador”
(Sobre el concepto de ironía, 113).
La lejanía del fenómeno, su ocultamiento, esto es, aquella “comunicación telegráfica
que debe entablarse con un ironista”, es propiamente la seducción. Sócrates, al igual que
Juan, el seductor del Diario de Kierkegaard, seduce y enamora a escondidas, siempre
tras una máscara que le permite que su voz sea escuchada pero a través de los ecos que
produce y que dan cuenta de la distancia seductora que hay de por medio. En este juego
de engaños el amado deja de serlo sin saberlo y muy a su gusto; el amado se torna
amante y sólo lo nota cuando el ardor pasional y la notoria lejanía del objeto amado
hacen doler y aumentar el deseo. La unidad de los contarios empieza a hacerse patente
en tanto que se da simultáneamente a través de esta particular forma de operar la
liberación del amado, e inmediatamente su “encarcelamiento”. Sócrates, por medio del
diálogo de sus máscaras, logra ubicar al interlocutor; en primera instancia amado, por
encima de la existencia inmediata, para luego dejarlo atrapado en la ansiedad, en el
deseo, en el amor que no sabe si buscar la presencia lejana y anhelada o evitar, a toda
costa, ese dolor que ella misma le causa.
La ruptura, la escisión con la idea, es necesaria; la idea no se expresa como tal, pues es
negatividad absoluta, ya que, en tanto imposibilidad de acceso, no es posible un
conocimiento puro de ella. Sócrates también se divide, se rompe en múltiples caras que
seducen en su silencio, pues en la apariencia de su sabiduría se fragmenta en lo que grita
el silencio para sus amantes. Sócrates sonríe tras la máscara momentánea del amante. Él
es la unidad misma de lo trágico y lo cómico, el amor negativo de la ironía: “el amor
que aquí se describe es el de la ironía; pero la ironía es lo negativo del amor, es la
74 incitación al amor, es en el ámbito del intelecto lo que las travesuras y las querellas
amorosas son en la región inferior del amor” (Sobre el concepto de ironía, 116).
En el Protágoras Sócrates comienza un juego del que al parecer conoce el final. Este
juego se parece a una contienda de calvos por su peine (Cfr. Sobre el concepto de
ironía, 119), pues el diálogo da inicio y se lleva a cabo entre contradicciones y
discusiones que constantemente ponen en riesgo la continuidad del diálogo. La aparente
seguridad con la que comienzan los dialogantes se va perdiendo en la medida en que
avanza la discusión; se parece a aquella situación en la que el católico ha convencido al
protestante y éste último al católico, que ahora se ha hecho protestante y viceversa.
En el Protágoras la unidad se pierde por completo en la multiplicidad, ya que hay una
escisión marcada con respecto a la idea: el movimiento del diálogo, en tanto la
dialéctica está sustentada por completo en la ironía, es entonces circular: se parte de la
ironía y se vuelve a ella. Sin embargo, la única unidad que se da en el diálogo es la de la
ironía, produciendo así la unidad de lo cómico y de lo trágico. El diálogo se mueve en
una constante tensión entre el planteamiento sofista como negación de lo originario, en
donde mediante la educación se introduce en el hombre algo de lo que antes carecía, y
la posición de Sócrates que niega la historia posterior, la posibilidad de que el hombre
por la educación pueda evolucionar en lo concerniente a la virtud; esto sucede así,
debido a que todo conocimiento no es más que recuerdo, esto es, se debe a la
reminiscencia y no avanza hacia adelante como sucedería en un planteamiento positivo
o evolutivo.
La ironía del planteamiento socrático radica en una constante posibilidad de olvido: el
movimiento es retrógrado, en tanto que no concibe la experiencia dentro del
conocimiento de la virtud. Sin embargo, la virtud es reducida por Sócrates al
conocimiento, cayendo así en una insondable contradicción con la propuesta inicial,
según la cual la virtud debía corresponder a una unidad no susceptible de ser enseñada.
Por otro lado, el planteamiento de Protágoras, al igual que su argumentación, termina
suprimiéndose a sí mismo en un círculo interminable de goce que consume al mismo
goce. Este movimiento realiza la ironía en dos momentos: “Así, lo irónico en primera
potencia consiste en postular una doctrina del conocimiento tal que se aniquila a sí
misma, mientras que lo irónico en segunda potencia consiste en hacer que su defensa de
75 la proposición de Protágoras parezca accidental, pese que con la defensa misma la
anula” (Sobre el concepto de ironía, 124).
Este parecer accidental remite a un accidente forzado, provocado por Sócrates en un
conocimiento completo del objetivo final del diálogo, pues se trata realmente de una
contradicción y confusión de Protágoras frente al desenvolvimiento de la discusión. En
un supuesto apoyo que se extingue dentro de él mismo Sócrates sonríe; así la sorpresa
final de Sócrates es entonces una gran ironía subrepticia que, como ya lo hemos dicho
antes, se esconde sin que se la pueda ver, pero dicha ironía siempre está presente,
provocando un gran desasosiego y confusión en los interlocutores que se pierden en los
laberintos sin salida que el mismo Sócrates les teje.
El diálogo aparentemente carente de resultado parece cobrar ahora vida y ser consciente
de ello, hasta el punto de “utilizar” al mismo Sócrates para hacer una burla despiadada
de los dialogantes ante su intento fallido de convencer y argumentar: “(…) Es decir, que
el diálogo es plenamente consciente de esta falta de resultado, y es como si, más que
regocijarse en la aniquilación de los sofistas, saboreara con cierto beneplácito el
completo encanto de la destrucción” (Sobre el concepto de ironía, 119). Destrucción por
la cual nada quedará en pie. Así, la voz de Sócrates se va perdiendo en el protagonismo
que va ganando el diálogo, pues se traslapa en él. Por esta razón, podemos afirmar que
la ironía se esconde en la vuelta a ella misma. La contradicción constante a lo largo del
diálogo por parte de cada uno de los participantes en él, contradicción que se torna
ridícula, irónica, hace que la virtud (objeto inicial de la discusión) se pierda por entre los
dedos de los dialogantes, de manera tal que se hace imposible su articulación con
cualquiera de las determinaciones que se dan a lo largo de la discusión, pues ya no es
posible alcanzar definición alguna de ella.
Por otra parte, intentar dar sustento a una concepción inmortal del alma y, por tanto, dar
cuenta de su proceso de reminiscencia una vez encarcelada en el cuerpo, se convierte en
un creciente conflicto a lo largo del diálogo Fedón, en el que el alma termina convertida
en nada. A través del diálogo, el alma se convierte al final en nada, tal como ocurre
también con su objeto de conocimiento que pretende ser el puro ser de las cosas, pues
éste, al ser una abstracción tan opuesta a lo concreto y particular, seduce al alma para
que intente aligerarse (morir, desembarazarse del cuerpo), esto es, abstraerse de los
76 sentidos inferiores, pues sólo así logra adecuarse a su objeto de conocimiento, que ahora
precisamente se ha convertido también en una pura nada.
Este carácter indudablemente negativo que adquiere el alma y su objeto más propio, esta
determinación negativa de sí misma, intenta ser sustentada por el argumento que, muy
al estilo silogístico, es elaborado por el antecedente y el consecuente, aparentemente
muy apropiados, pues ambos han surgido de la idea presente a lo largo del diálogo: la
reminiscencia. El antecedente es la preexistencia de la idea con respecto a las cosas
simples, mientras que el consecuente es el alma que preexiste al cuerpo de la misma
manera. La debilidad del argumento se deja entrever en la falta de claridad de la primera
aseveración, debido a que la preexistencia del alma depende directamente de la
preexistencia de lo en sí, esto es, de profundas abstracciones en las que paulatinamente
se pierde y difumina el alma.
Por esta razón, “la ironía es salud en la medida en que libera al alma de su
embelesamiento por lo relativo, y es enfermedad en la medida en que no puede cargar
con lo absoluto sino en la forma de la nada” (Sobre el concepto de ironía, 137). La
liberación del cuerpo y de los sentidos inferiores parece ser en principio la promesa de
un regreso a la contemplación de las ideas, al encuentro con el puro ser, pues aparece
como la cura de tan terrible caída al mundo de las sombras y de las apariencias, de los
cuerpos. Sin embargo, esa liberación se toma como una carga insoportable, pues el
absoluto, en tanto objeto de conocimiento, sólo puede ser abordado como nada, y con
ello el alma se toma como nada, ya que al alma le espera la pura nada. De nuevo la
ironía parece ser liberación y al mismo tiempo encarcelamiento. El filósofo intenta
procurar la muerte, la desea, la espera, y al parecer el conocimiento está de telón de
fondo de este deseo que podría pasar por un escepticismo admirable y desconcertante
expresado por Sócrates; pero: ¿es realmente escepticismo o se trata de una enorme
carcajada trágica frente a las aparentes implicaciones que acarrea consigo la muerte?
El denominado morir intelectual marcado por su negatividad irrefutable aspira llegar a
la más grande abstracción: “En el morir intelectual, aquello a lo que hay que morir es
algo indiferente, mientras que aquello a lo que se debe brotar es algo abstracto (…) El
platonismo quiere que uno muera al conocimiento sensible para diluirse, al morir, en el
77 reino de la inmortalidad, donde lo igual en sí y para sí, lo bello en sí y para sí, etc.,
viven en muerta quietud” (Sobre el concepto de ironía, 136).
La intuición frente a la muerte, la avaricia, la inseguridad frente a lo que viene, el
trágico final de la muerte esconden todas ellas el cómico consuelo que en la ironía, o
mejor a través de ella, se muestra con la máscara del estoicismo por excelencia; “(…)
Pero lo que realmente caracteriza a la ironía es la medida abstracta según la cual lo
nivela todo y domina cualquier estado de ánimo desmesurado, de manera que no opone
al temor el pathos de la exaltación, sino que ese convertirse en una pura nada le parece
un experimento de lo más curioso” (Sobre el concepto de ironía, 138).
Es notable el carácter silencioso y escurridizo de la ironía que no permite ver claramente
la disposición de Sócrates, que se encuentra en un vaivén constante entre lo trágico y lo
cómico: “(…) Claro que estas irónicas expresiones podrían conciliarse bastante bien con
la presunta seriedad y la honda emotividad que han de recorrer todo el diálogo; pero
tampoco puede negarse que tienen mejor aspecto, seguramente, cuando se advierte en
ellas el silencioso y secreto brote de la ironía” (Sobre el concepto de ironía, 127).
Por esta razón, podemos afirmar ahora que la ironía permanece callada, invisible, pero
presente; Sócrates abre sólo una de sus caras y en un discurso de aspecto trascendental y
de vital importancia intenta tan sólo saciar su curiosidad, jugar entre el día y la noche, la
luz y la oscuridad. Sócrates sonríe en silencio y permanece oculto, como lo hace
también la ironía.
Sócrates continúa sonriendo tras una apariencia emotiva, juega con el vértigo de la
muerte, con su importancia, que se pierde por momentos en una nada última; goza y
alimenta su curiosidad en una constante alternancia entre la sombra y la luz, entre la
vida y la muerte. En la Apología Sócrates consuela y compensa el terrible temor a la
muerte con la nada, obsequia una representación que huye a cualquier posibilidad de
representación, pues lo absoluto tiene ahora un encuentro cercano con la relatividad de
la vida. Pero, el desconocimiento de la muerte resulta ser la razón misma por la que no
se le teme. Tan sólo posibilidades se pueden presentar ante la infinita posibilidad de la
muerte, tan sólo vertientes que se abren sin certeza y que cada una tiene el talante
irónico propio de Sócrates, que mostrando dos caminos los cierra al mismo tiempo en
una indudable ironía. Por un lado, la muerte como un sueño interminable no es más que
78 una “pura nada”, y, por otro lado, la muerte, como un nuevo encuentro con los sabios,
resultaría satisfactoria tan sólo por la posibilidad de interrogarlos eternamente con el fin
de saber si merecían el apelativo de sabios. Pero lo cierto es que ambos caminos
terminarían en el mismo punto: la pura nada, ya que no podemos afirmar nada de la
muerte. Así, a lo largo del diálogo la ironía asecha como un seductor, pues la ironía
aguarda escondida hasta que llegue el momento en que pueda salir y apresar por
completo al interlocutor, para que no desista en su tarea, en aquella que no llegará a dar
frutos.
A lo largo de toda La Apología se percibe una oscilación entre la “preocupación” por la
muerte (que de manera muy similar al Fedón, no es preocupación, sino un aparente
estoicismo sustentado en la ironía que domina cualquier tipo de pathos) y la
preocupación por el error y la contradicción, que Sócrates pone de manifiesto entre las
acusaciones que se le imputan y la imposibilidad de que ellas sean efectivamente la
razón de la ignorancia que lo caracteriza. Dicha oscilación permite percibir la ironía
oculta: no hay punto de encuentro entre el ataque y la defensa. Sócrates lejos de
defenderse, reduce las acusaciones a gritos sordos, se apropia de la acusación y de la
palabra de los inculpadores. Para Sócrates, lo que al parecer merecería atención e
importancia es la aclaración de la desarticulación entre ataque y defensa, entre la
palabra de los acusadores y la de él; así el temor a la muerte se desplaza a un segundo
lugar, pues la sentencia a muerte no puede representar castigo alguno, debido a que
tenemos un total desconocimiento frente a ella, de manera que el castigo se nihiliza por
completo, ya que un castigo que no sabemos si es tal no puede ser causa alguna de
preocupación.
La Apología se mueve en un vaivén que caracteriza a la misma posición de Sócrates,
que por momentos se toma como humildad y sinceridad admirables o como jactancia y
soberbia despreciable, pues hacen referencia al enorme engaño que representa Sócrates
a lo largo del diálogo. Por esta razón, afirma Kierkegaard:
He ahí el delicado juego muscular de la ironía. Le agrada saber que nada sabe, le hace
sentirse infinitamente ligero mientras los demás se arrastran hasta matarse por unas
monedas. Sócrates nunca interpreta la ignorancia de modo especulativo, sino que le es
de lo más cómoda y transportable. Él es un Asmus omnia secum portans (Asmus, el
que carga todo), y este omnia (todo) es nada. Cuanto más a gusto está él en esta nada,
no como resultado sino como infinita libertad, tanto más profunda es la ironía. (Sobre
el concepto de ironía, 150).
79 La ironía está presente en La Apología como apariencia, como una de las máscaras que
caracterizan a Sócrates como un ironista y, por tanto, como un erotista; todo el diálogo
está atravesado por una “ironía indiferente”, por movimientos oscilantes que hablan de
un Sócrates dividido, desproporcionado e incluso dislocado. Así, Sócrates se hace
invisible en su ironía como fenómeno. Tal vez el movimiento negativo de la ironía se
puede concretar en el siguiente ejemplo desarrollado por Kierkegaard: “(…) La ironía
está haciendo el tantálico esfuerzo, semejante al de aquella vieja bruja, de devorar todo
primeramente para después devorarse a sí misma o, como se dice de la bruja, para
devorar su propio vientre” (Sobre el concepto de ironía, 119).
En el análisis desarrollado por Kierkegaard se muestra cómo el concepto de ironía está
ligado al concepto de amor, que es abstracto en su elemento negativo, es decir, el
concepto irónico del amor radica en que realmente no es concepto: su naturaleza
positiva queda sin cerrar (sin resultado) indefinida en la manifestación socrática.
Dejar ser al fenómeno en una dialéctica sustentada en la ironía, que parte de ella para
volver a ella a modo de diálogo sin cierre, es un juego amoroso en el sentido en que el
interlocutor u observador se erige como un erotista que, en cuanto personaje erótico,
permite que el fenómeno lo conduzca en un juego de seducción en el que se debe
permitir que éste sea en su totalidad y pureza.
El eco reversivo de la ironía debe percibirse en Sócrates a través de la interrogación, en
sus palabras que siempre dicen más, en la ironía que vuelve a modo de respuesta y que
se esconde detrás de cada silencio, ya que escuchar la ironía es escuchar el silencio.
Sócrates descubre que la verdad del arte de hablar consiste en el silencio; es por eso que
Sócrates se convierte no en un maestro que enseña, sino más bien en una enfermedad
que contagia, que se expande eróticamente. Precisamente, es en el silencio en el que
radica la fuerza de Sócrates, pues si la verdad reclama silencio, no se está anunciando
una nueva verdad, sino que se está reclamando silencio para que ella pueda ser
escuchada. Sócrates silenció a los sofistas con la pregunta, con esa voz que es
propiamente negativa, con la ironía que como movimiento intermedio (reclama verdad
pero no la dice porque de esa forma la trivializaría) manifiesta un puro comienzo, una
pura nada que es la que representa Sócrates como punto de inflexión en la historia; y
que es por la que, sin embargo, debe comenzarse. Es tan sólo una pausa, un guión que
80 nunca se configura como momento, es una inflexión constante que no permite hablar de
la continuidad de la ironía. El comienzo al que refiere Kierkegaard es un comienzo
fundacional, pues al ser absoluto se vincula con la negatividad, con la nada.
En todos los diálogos está presente la seducción del personaje erótico, en su deseo de
dejar ser al fenómeno. Dicha seducción es propiamente irónica en el lento parto del
fenómeno, donde una enorme sonrisa se dibuja en un juego de claridad, error, amor,
desconocimiento, abstracción y deseo. Un juego que es en sí mismo inconcluso y
disfrazado acorde a la ocasión. Siempre un juego entre amantes, un acto de seducción.
A través de su encarnación de lo erótico y con ello de lo irónico, pues el amor en su
negatividad es siempre una ironía seductora, Sócrates logra una abstracción inaprensible
de igual forma que lo es el amor en su constante desear libertador y encarcelador, ya
que puede unir los aspectos más discordantes; pero él mismo es discordante, de manera
que en la desproporción consigue así que los aspectos más contradictorios se hagan
posibles siempre a través del silencio, de lo no dicho, de las máscaras, que lo envuelven
y le impiden el total descubrimiento inmediato del espectro Sócrates. El movimiento
que inicia el amor es igualmente desproporcionado como el de la ironía, pues es el lugar
de lo contradictorio: “Así el amor es unidad en lo discordante” (Sobre el concepto de
ironía, 109).
Eros ocupa el lugar intermedio, el lugar de encuentro de lo contrarios: Poros y Penia,
donde cada uno de los cuales representa la abundancia y la indigencia respectivamente,
manifestando propiamente el movimiento que permite el encuentro de los contrarios,
pero es un encuentro que se da a sus espaldas16, pues es allí donde se da la seducción,
donde opera. Este lugar da cuenta del carácter ambiguo de Eros, es el espacio de la
tensión, y encarna una naturaleza dual en la que su contradicción (de la que es producto,
en la que se hace posible la unidad de los contrarios encarnada en él) no es superada.
Este aspecto intermedio produce un especial interés por el centro, por el espacio que
16
Dice Sócrates en el Banquete con respecto al origen de Eros: Cuando nació Afrodita, los dioses
celebraron un banquete y, entre otros, estaba también Poros, el hijo de Metis. Después que terminaron de
comer, vino a mendigar Penia, como era de esperar en una ocasión festiva, y estaba cerca de la puerta.
Mientras, Poros, embriagado de néctar-pues aún no había vino-, entró en el jardín de Zeus y, entorpecido
por la embriaguez, se durmió. Entonces Penia, maquinando, impulsada por su carencia de recursos,
hacerse un hijo de Poros, se acuesta a su lado y concibió a Eros. Por esta razón, precisamente, es Eros
acompañante y escudero de Afrodita, al ser engendrado en la fiesta del nacimiento de la diosa y al ser, a
la vez, por naturaleza amante de lo bello, dado que también Afrodita es bella. (Platón, Banquete, 203b- c) 81 está entre el interior y el exterior; un espacio oscilante que caracteriza la existencia
misma de Sócrates; propiamente una interioridad aún no configurada a mitad de camino
que se exterioriza en pura nada: es el vaciamiento propio de las nubes17, es una
abreviatura, un espectro.
La ironía de Sócrates instiga al deseo de placer, pero no aporta nada al conocimiento
mismo; en cuanto pura negatividad no es posible configurar una personalidad, se trata
entonces de una interioridad a medio camino: Sócrates oscila en una constante
indeterminación.
La ironía supone una finalidad o una verdad última, es una pura nada, su movimiento
está caracterizado por su circularidad en la que se termina consumiendo todo. Es en su
totalidad un nihilismo que no puede sino interpretarse, pues es un movimiento
puramente aporético, una posición que siempre se está suprimiendo a sí misma: es y a
la vez no es. El movimiento de la ironía es además profundamente estético, ya que es un
movimiento caracterizado por la transformación, por la mutación, pues es el
movimiento negativo que en tanto negativo se consume, se muestra en sus posibilidades
y en su vaciedad. Es además un movimiento que no depende de la voluntad: si la ironía
se convirtiera en un propósito se deformaría por completo, de manera que tampoco
puede ser un método. La ironía se da a las espaldas de todos, y no puede ser un
procedimiento ni una estructura, ya que supone una finalidad o una verdad última, ella
es más bien una pura nada.
Entablar una relación con un espectro implica estar atento a la observación y a la
escucha, pues se debe ver a través de lo invisible y se debe escuchar lo nunca dicho; el
movimiento de un seductor irónico será siempre el de una soledad abstraída, una
subjetividad, en el caso de Sócrates, a mitad de camino, informe y que, en su
movimiento anárquico (al modo de las nubes), consume todo lo que encuentra a su paso
hasta consumirse a sí mismo. Las posiciones de la ironía siempre están en tensión con el
mundo, pero, en ambos casos negativamente, esto es, la subjetividad intentará absorber
17
La alusión a la concepción que hace de manera más acertada Aristófanes de Sócrates (acertada con
respecto a las anteriores concepciones que no habían logrado acercarse a lo que representaba la existencia
de Sócrates, no habían accedido a la ironía) se aproxima a él como una nube como un sonderling, es un
personaje que está encarnando una excentricidad, una desproporción, pero sobre todo vaciamiento e
inconsistencia. A Sócrates lo caracteriza un movimiento anárquico, es decir de transformación de pura
espontaneidad, lo propio de Sócrates es la máscara (Cfr, Sobre el concepto de ironía, 178). 82 al mundo saliendo de él para en un segundo caso asumirlo desde adentro; ésta es
entonces una posición acabada que vuelve a ella misma para consumirse. El seductor en
su movimiento irónico terminará en soledad, en la tragedia de la nada como abstracción
absoluta, su movimiento retornará a él para finalizar su camino y con él el de la ironía.
2.6. La carcajada romántica
La ironía socrática es una ironía que se ha consumado con la misma muerte irónica de
Sócrates. Pero a Kierkegaard le interesa examinar también una nueva manifestación de
la ironía, se trata de aquella que hace su aparición en el pensamiento moderno, en el que
su pensamiento ya está maduro y en donde la sensibilidad ha sido preparada por el
romanticismo para aceptar el pacto con una nueva ironía. Hegel había asumido la
aparición de Sócrates como el momento en que la reflexión entra dentro del devenir de
la historia, y su ironía inaugura la primera manifestación de la subjetividad. Kierkegaard
revisa la interpretación hegeliana y la modifica en diferentes puntos, de los cuales es
necesario llamar la atención sobre dos, a saber: uno, que la ironía socrática es una
manifestación estética y no ética; y, dos, que la ironía es la más ligera y la más débil
denotación de la subjetividad.
Si la ironía manifiesta la subjetividad, entonces ¿qué tipo de ironía será la que está
presente en la subjetividad moderna? Y, de igual forma, ¿en qué consiste la subjetividad
moderna? Partamos, como lo hace el mismo Kierkegaard, de la noción de subjetividad,
recordando que con Kant el pensamiento filosófico moderno llegó a su madurez y fue
capaz de liberarse de las cadenas del dogmatismo; pero Fichte fue quien logró
consolidar la noción de la subjetividad, al realizar la síntesis que en el pensamiento
kantiano apenas había quedado esbozada. Fichte descubre en La crítica de la razón
práctica la piedra angular de un nuevo sistema que busca resolver la tradicional
contienda filosófica de la modernidad entre el determinismo de la ciencia y la libertad
en el mundo moral. Considera Fichte, y con esto empieza a separarse de Kant, que para
configurar un sistema absolutamente coherente es preciso desaparecer la cosa en sí y
remitir el origen de las sensaciones al mismo sujeto. Fichte quiere lograr un sistema
basado en la libertad, una filosofía que ancle su punto de partida en una praxis suprema
de la libertad. Ésta consistirá en que el Yo pone, por su propia libertad, a otro, con el
83 que se pueda comenzar el desarrollo dialéctico de su unidad. Veamos lo que el mismo
Kierkegaard nos recuerda al respecto:
Ese algo exterior, esa Ding an sich fue la debilidad del sistema kantiano. Se planteó
incluso el interrogante de si el Yo mismo no sería una Ding an sich. Este interrogante
fue formulado y respondido por Fichte. Fichte se deshizo de la dificultad de este an
sich colocándolo dentro del pensamiento, infinitizando el Yo en el Yo-Yo. El Yo
productor es el mismo que el Yo producido. El Yo-Yo es la identidad abstracta. (Sobre
el concepto de ironía, 296).
De allí se sigue que la identidad establecida de esta manera devenga en lo infinito, pero
esta infinitud se presenta de manera negativa, como pura posibilidad, sin nada de
positivo, ya que carece de todo contenido. En este sentido se trataba del puro comienzo,
sin ninguna referencia todavía a lo que devendría después: “Al sostener la identidad
abstracta en el Yo-Yo de modo tal que nada, en su idealística riqueza, tuviera que ver
con la realidad, Fichte había alcanzado el comienzo absoluto a partir del cual, como tan
a menudo se ha dicho, procedería a construir el mundo” (Sobre el concepto de ironía,
297). Y aunque habíamos mencionado que la interpretación que hace Fichte de la
libertad kantiana la realiza en un sentido positivo, lo hace para obtener un infinito
negativo que le sirva de punto de partida a todo el sistema idealista. Aquí empieza a
verse la problemática trabajada por el idealismo de una filosofía sin supuestos, que
empiece desde sí misma, o mejor, desde la nada de sí misma.
Con Fichte, la subjetividad llegó a ser libre, infinita y, por ende, negativa. Para que la
subjetividad dejara de ser una identidad abstracta y deviniera en concreción, esto es,
para que saliera de sí misma, se hizo preciso que fuera negada. De ahí surge una
pregunta concerniente a la realidad metafísica que retomarán Schlegel y Tieck en el
momento de referenciar sus obras a una identidad conceptual, mas ellos confunden el
Yo empírico con el Yo eterno y la realidad metafísica fue así tomada como la realidad
histórica. De esta conclusión nace la ironía moderna: “la ironía, de hecho, había surgido
de la pregunta metafísica concerniente a la relación entre la idea y la realidad; pero la
realidad metafísica está más allá del tiempo, así que la realidad a la que aspiraba la
ironía no podía darse en el tiempo” (Sobre el concepto de ironía, 301). Así pues, se
estableció el derrotero que había de seguir esta ironía: la realidad. ¿Qué tipo de realidad
es ésta? ¿Una de tipo metafísico, o de tipo histórico? Comenzaremos entonces con la
realidad histórica que entra en contacto con el hombre de dos maneras diferentes: en
84 primer lugar, la realidad es un don, pues implica una cantidad de souvenirs; por otro, la
realidad es también una tarea que el individuo ha de realizar.
Estamos ahora preparados para abordar la configuración de la ironía dentro del contexto
del romanticismo; pero para ello es necesario realizar las siguientes consideraciones: en
primer lugar, es preciso recordar que la ironía surge simultáneamente con la pregunta
metafísica por la relación entre la idea y la realidad. Si tenemos que la realidad es un
don, la ironía hace entonces que todo lo anterior (la historia con la que viene cargada la
realidad dada) se relativice y se transforme en “mito-poesía-leyenda-cuento de hadas”
(Sobre el concepto de ironía, 300). En segundo lugar, como la realidad es tarea, la
ironía puede llegar a ser útil, pero ella se convierte en una herramienta de suspensión;
suspende la realidad histórica y a ella misma en un solo movimiento, ya que su realidad
es mera posibilidad. La ironía aquí se toma “la enorme atribución de establecer la
realidad” (Sobre el concepto de ironía, 301).
Por esto, la ironía se vuelve autoconsciente, es decir, ya un ironista al estilo socrático no
existe, porque aquí la subjetividad manifestada por la ironía se da la segunda potencia,
se establece una subjetividad de la subjetividad. Sócrates era ironista sin saberlo; ahora,
aquellos que son ironistas lo saben, pero con ello pagan un precio por ese conocimiento.
El ironista está en su búsqueda de una libertad absoluta, como la del inicio sin supuestos
de Fichte:
Los ironistas toman un punto de vista a partir del cual el orden social parece perder su
significado y normatividad. No se encuentran a sí mismos por largo tiempo, por
decirlo así, en sus diversos roles sociales. Como resultado, llegan a ser alienados de
las instituciones sociales y con quienes se identifican y toman seriamente las metas e
ideales de dichas instituciones. (Frazier, 2007,5).
Esta libertad le permite comenzar de cero cuando le plazca al ironista y crear un mundo
diferente cada vez: “la ironía es libre, por cierto, libre con respecto a las preocupaciones
de la realidad, pero también libre con respecto a sus satisfacciones…” (Sobre el
concepto de ironía, 302). La ironía no busca nada y no tiene ningún objetivo en
particular. La gran exigencia de la ironía respecto al ironista es que éste lleve una vida
poética, es decir, estética. En tal sentido, el ironista no debía tener ningún “an sich”,
pues él es la encarnación de la negatividad. El ironista, en su vida poética, recorre una
infinidad de posibilidades, sin que las determinaciones de ellas lleguen a la realidad,
porque en cada momento presenta un movimiento negativo que conserva su propia
85 libertad, que en cuanto tal radica en no estar atado ni a la realidad ni a los contenidos de
su movimiento: “Para el ironista todo es posible. Nuestro Dios está en los cielos y puede
hacer cuanto quiere; el ironista está en la tierra, y hace todo lo que tiene ganas de hacer”
(Sobre el concepto de ironía, 304). Toda esta caracterización nos lleva a considerar al
ironista moderno como un personaje con una interioridad vacía, o mejor, negativa (lo
que no quiere decir que le falte interioridad), y que su vida no supera el ámbito del
estadio estético, pero que sí muestra sus límites al haber sido elevada la vida a la
conciencia, respecto de esto, afirma Frazier:
Por tanto, de acuerdo con Kierkegaard, el deseo de una forma radical de libertad
negativa es la motivación principal de la postura de distanciamiento que los ironistas
toman hacia sus comunidades y hacia los roles sociales que comparten. De momento,
un ironista comienza sospechando que su actitud separada y poco seria puede no estar
garantizada, lo retira a un punto de vista mucho más crítico y apartado, con el fin de
perseverar su libertad (para sustentar la “no realidad” del fenómeno, como plantea
Kierkegaard). (2007, 7).
La ironía romántica se enfrenta de manera irónica con la realidad; la suspende o la
relativiza, y en su lugar no presenta otra realidad, al contrario, forja una especie de
ficción poética que sin reemplazar lo real asume su nivel fundante. Este proceso de
poetización lo realiza también consigo mismo y asume diferentes personalidades, que se
superponen entre sí, sin una validez única ni jerárquica, sino tan sólo relativa y pasajera,
pues el ironista ahora “no sólo se poetiza a sí mismo, sino que poetiza también al mundo
que lo rodea. El ironista permanece orgullosamente encerrado en sí mismo y hace que
las personas vayan pasando como los animales ante Adán, sin hallar compañía para sí”
(Sobre el concepto de ironía, 304). De esta manera, el ironista trasciende toda eticidad y
moralidad, porque lleva una vida abstracta, lejos de las concreciones propias de
cualquier requerimiento de alguna de ellas. Kierkegaard mantiene sus disquisiciones
hasta el final y descubre que finalmente la vida del ironista es puro estado de ánimo;
“por lo tanto, de acuerdo con Kierkegaard los ironistas son atraídos por la posibilidad de
cortar con los compromisos y comenzar de nuevo, desembarazándose de mayores
intereses y nuevas relaciones y sentidos de la vida”. (Frazier, 2007, 9).
Esto está dentro del mismo programa de la configuración fichteana de la subjetividad,
aunque en el idealista alemán se establece en otro sentido; sin embargo, allí está la
simiente, pues “qué clase de filosofía se escoge, depende de qué clase de hombre se es;
un sistema filosófico no es, en efecto, un ajuar muerto que podría aceptarse o rechazarse
86 a placer sino que está animado por el espíritu del hombre que lo habita. Un carácter
blando por naturaleza o ablandado y torcido por la servidumbre espiritual, por el lijo y
la vanidad, no se elevará jamás hasta el idealismo” (Colomer, 1986, 29).
El problema es que para el ironista esta “clase de hombre que se es” no depende de un
“an sich”, sino que es el resultado de una poetización de la vacuidad de su propia
interioridad. El ironista todo lo poetiza: poetiza el mundo, poetiza su interior, poetiza
incluso los mismos estados de ánimo que configuran las condiciones de manifestación
de su interioridad (vacía) en pro de una libertad absoluta. Si quiere ser libre de manera
absoluta, tendrá que tener dominio sobre sus propios estados de ánimo, lo que equivale
a que sea capaz de variar su interioridad, pues un estado de ánimo continuo sería una
determinación; por tanto, cada estado de ánimo debe ser cambiado en seguida al
momento mismo de presentarse. El ironista es entonces un puro fluir de estados de
ánimo, tal como lo es también el joven seductor. Pero, en la vida ironista no hay
ninguna continuidad a excepción del aburrimiento al que llega la ironía tras el continuo
movimiento de los estados de ánimo.
A continuación Kierkegaard se dispone a pasar revista sobre los principales exponentes
del romanticismo que encarnaron estas características negativas de la ironía (en sus
vidas y obras), para demostrar la constante ruptura que se establece –a nivel teóricoentre la idea y la realidad y a nivel práctico entre realidad y posibilidad. Entre todos
ellos se presenta una cierta inclinación a encontrar en la expresión ironista el elemento
clave para la articulación del sentido de lo real con lo que respecta al pensamiento. Así
pues, la ironía se presenta de manera eminentemente crítica para señalar los contrastes
“reales” que se dan en una personalidad. Estos contrastes están destinados al
aniquilamiento de lo que se considera como la realidad dada de manera histórica, es
decir, suponen la anulación de la eticidad. El ironista busca la libertad completa, sin
compromiso; se afana por un ejercicio de creación que es poetización de sí mismo y del
mundo, así como de relativizar (y podríamos decir, nihilizar) todo aquello que le es
dado. Recordemos que la ironía es el movimiento de la negatividad, y que no implica de
ninguna manera que se pierda su significación o que se renuncia a ella por completo.
Ahora no será la negatividad socrática que es “a su pesar” y que él mismo ignora, sino
que se tratará de una negatividad dirigida volitivamente contra la realidad, pues “los
Románticos, así como Sócrates, repudian el mundo finito, pero esta repulsión resulta ser
87 de las condiciones mismas que requiere la libertad positiva para su actualización, esto
es, conocimiento histórico. Sócrates repudió el orden substancial del cosmos (lo físico)
que no era ningún hábitat apto para el espíritu; los románticos repudian la realidad del
conocimiento histórico – la misma realidad que el espíritu requiere para su vida de
libertad positiva” (Hall, 2001, 322).
La negación que ejerce aquí el romántico excluye el espíritu sumiendo al poeta en una
búsqueda de sensualidad. El romántico, en este nivel, anhela solamente el goce de lo
inmediato, que aparece en la conciencia de la aniquilación de la eticidad, lo que
equivale a una negación del espíritu en pro de una sensualidad. Ahora bien, esa
sensualidad no se refiere a la de la finitud del cuerpo, sino que es una sensualidad que
denominaríamos “infinita”. De ahí el prototipo poeta-irónico- romántico del seductor.
Veamos lo que al respecto nos dice Ronald Hall: “Exento del espíritu, la sensualidad
carece de todo contenido; no tiene nada dentro, es solamente la inmediatez del cuerpo.
Nótese bien, sin embargo, mi lector, que este cuerpo erótico no es el cuerpo finito,
mundano y ordinario de una persona real. Es una abstracción, un cuerpo altamente
volatilizado- un tipo de cuerpo infinitizado” (2001, 336).
Kierkegaard hace la presentación de su perspectiva de la ironía a partir de una de las
novelas de Schlegel, Lucinde. Respecto a esta novela nos dice que “resulta curioso en
Lucinde y en la corriente enlazada a ella que, partiendo de la libertad del Yo y de su
autoridad constitutiva, en lugar de llegar a una espiritualidad aun más elevada sólo se
llega a la sensualidad” (Sobre el concepto de ironía, 319). Consideramos como algo
fundamental en este aparte las consideraciones que Kierkegaard hace en torno a la
configuración de la interioridad y la personalidad. Se trata de señalar que vivir de
manera poética es vivir de manera infinita y este tipo de vida infinita posee el carácter
estético, porque su realidad consiste simplemente en su posibilidad. Pero el juego
dialéctico de estos extremos nos conduce a una paradoja que el mismo Kierkegaard
acierta en expresar: “pues, o bien ser hombre es lo absoluto, o bien la vida entera es un
sinsentido y la desesperación lo único que le espera a todo aquel que no sea
suficientemente demente, desamorado, y orgulloso, ni está lo suficientemente
desesperado como para creerse el elegido” (Sobre el concepto de ironía, 317). De esta
manera la ironía empieza a establecer los límites de lo estético que al pretender un
absoluto de la inmediatez, llega a la desesperación al cobrar conciencia de la banalidad
88 de su concepción. La obra Lucinde, en este sentido, se presenta como modelo al
establecer una suspensión de lo ético a partir de la consideración del amor como un
elemento sublimado en contra de la domesticación que el amor sufre por aquel entonces.
La sensualidad se establece como objeto del devenir dialéctico, ya que implica la
curación reflexiva del personaje principal: Julius (una personalidad atrapada en la
reflexión). Por eso, ella debería ser una sensualidad que no necesariamente implique la
negación del espíritu (pues este puede no haber aparecido), pero que en el momento de
la unión de los amantes resultará negado porque el personaje trastoca la realidad de la
sensualidad.
A continuación, “Kierkegaard caracteriza el punto de vista de la ironía de Tieck como
una indulgencia en desenfreno poético. Él interpreta el abandono poético como una
señal de su punto de vista irónico de indiferencia hacia lo real” (Hall, 2001, 337).
Kierkegaard retoma el uso de la ironía que hace Tieck para señalar la indiferencia hacia
lo real: “Los animales hablan como personas y las personas como hadas; las mesas y las
sillas toman conciencia de su importancia en la existencia, las personas dejan de dar
importancia a la existencia; la nada se convierte en todo y todo se convierte en nada;
todo es posible, incluso lo imposible, y todo es admisible, incluso lo inadmisible”
(Sobre el concepto de ironía, 321). Esta indiferencia hacia lo real es un movimiento
irónico que implica, empero, una negación de la realidad para ejercer una proposición
poética que sirva como lo real. Lo importante de la ironía de Tieck es que el mundo
vuelve a su infancia y se rejuvenece. El gran problema de esta posición es que lo
poético se escinde entre los polos de la realidad y la idealidad. La unión poética se hace
imposible y, por tanto, no puede considerarse como verdadera poesía, porque su origen
es uno de los extremos, no el medio. En Tieck el estado de ánimo se hace
inconmensurable y por eso su ironía (con la que niega el mundo y lo poetiza) resulta ser
un mecanismo de la extrañeza. La ironía trastoca lo conocido en lo extraño y viceversa.
Tieck continúa en los ámbitos estéticos que desató Fichte, al considerar que toda
objetivación es proceso de poetización (con la ironía que niega la realidad) que culmina
en la consideración del todo como una unidad poética.
Pero, Kierkegaard considera que es Solger “el cabalero metafísico de lo negativo” quien
asume la ironía desde una perspectiva filosófica; ahora bien, el problema es que resulta
ser la víctima exigida en sacrificio por el sistema hegeliano para su triunfo. Y esto es un
89 problema, porque Solger considera que entre lo finito y lo infinito se establece una
identidad; esa identidad hace referencia a lo nulo que es el elemento divino e infinito del
que participa el ser humano y lo finito. La ironía de Solger resulta ser de tipo
contemplativo, porque ve la nulidad en todo. La pregunta de Solger es por la posibilidad
de establecer esa identidad entre lo finito y lo infinito, identidad que no se base en
supuestos ni presuposiciones de ningún tipo: “la corta respuesta (de Solger a esta
pregunta) es que él vuelve al panteísmo, a una visión que fusiona lo finito y lo infinito.
El panteísmo identifica lo finito y lo infinito en uno de dos caminos: o hace el énfasis en
la humanidad, o lo hace en Dios” (Hall, 2001, 338). El problema del panteísmo, tal
como lo ve Kierkegaard, consiste en que prescinde del concepto de creación. Por otro
lado, las posturas de Solger, al ser eminentemente negativas, carecen de comprensión
unívoca, lo que degenera en una confusión de tipo mayor al momento de captar el
“contenido” o “consistencia” de ese nulo que lo identifica todo. Solger considera haber
llegado a las mismas conclusiones que Schlegel o Tieck; a saber, que lo poético es la
forma manifiesta de lo real, pero que esta expresión de lo poético obedece a un ejercicio
de libertad. La ironía en Solger, entonces, es el poder limitativo que enseña al hombre a
ajustarse a la realidad, que le enseña a buscar su verdad en la imitación.
Hasta aquí hemos hecho la presentación de lo que Kierkegaard expone sobre el
desarrollo de la ironía después de Fichte. Con esto mostramos que la ironía no deja de
ser el movimiento de lo negativo y que la negatividad, en este punto, consiste en la
manifestación romántica de la evasión y de la poetización de la realidad, tal como le
ocurre a Don Giovanni. La ironía ha sido un momento dominado, pero la explicación de
esta dominación está demás, pues lo importante aquí es determinar qué ocurre cuando la
ironía es dominada. Es decir, no se trata de considerar la ironía como técnica, sino mirar
el estatuto subjetivo que ha fundado, y preguntar ¿qué relación tiene la ironía dominada
en la vida y en la subjetividad?
Al comienzo de las manifestaciones románticas encontramos a un personaje insigne en
la literatura universal que se llama Friedrich Von Handerberg, más conocido por el
sobrenombre de Novalis. Formula dos máximas que su amigo Tieck retoma y que en las
exposiciones de Kierkegaard sobre el romanticismo se ven claramente. La primera
consiste en determinar que lo poético antecede a lo real, porque es lo real mismo. La
segunda consiste en sostener que el secreto de la estética romántica consiste en el arte
90 de hacer que cualquier objeto se vuelva agradablemente extraño y a la vez conocido y
pleno de sugestión. Pero, “la desgracia del romanticismo es que aquello que capta no es
la realidad. Lo que despierta es la poesía” (Sobre el concepto de ironía, 322). El gran
problema de esta época consistió en que, al pretender manejar la ironía, solamente logró
renunciar a un mundo abandonando de esa manera la realidad, tratando de manifestar
cómo el Yo puede establecerse como el fundamento de lo real, bien sea a partir de su
imaginación o de un ejercicio de su libertad absoluta. El corolario de esto es que ese Yo
se convirtió en una pura negatividad, y toda identidad que se engendre en él será,
simplemente un vacío que surge de una nada. La ironía no lleva a ninguna parte, y la
renuncia que se hace a la realidad (tengamos en cuenta el énfasis que Kierkegaard hace
al mencionar la realidad como realidad histórica), para presentar o bien sea la
sublimación de un sentimiento que niega, en su dialéctica, la expresión del espíritu
(Schlegel), o bien el renacer del mundo como un niño en brazos (Tieck) es una simple
fantasmagoría. El romántico ostenta a este respecto una libertad de carácter negativo
“en la cual el “sí mismo” está solo consigo mismo, asustando al mundo como un
fantasma” (Hall, 2001, 335).
El romántico maneja el sentido de la extrañeza dentro de lo común a partir del
movimiento de la ironía que establece una ruptura entre los elementos que la componen.
Así pues, el ironista romántico considera que está en sus manos el dominio de lo ideal y
de lo real, así como lo real y lo posible. Es por este motivo por el que Kierkegaard
mismo afirma que la existencia en las manos de un ironista no es más que un juego.
(Cfr. Sobre el concepto de ironía, 320). Todo se pierde y todo cobra sentido dentro de
un simple juego poético, dentro del juego de la ironía del mundo para con el individuo y
viceversa (Cfr. Sobre el concepto de ironía, 319).
De esta forma, “mientras que la realidad verdadera deviene lo que es, la realidad
romántica sólo devine” (Sobre el concepto de ironía, 334). Porque es incapaz de salir de
sí misma, porque ha establecido una identidad an sich que no da pie a ningún contenido,
ya que ella misma es una negatividad; como puro comienzo, como puro devenir, es
vacía en su interioridad. El romántico ha tratado de tomar la poesía como un medio de
reconciliación y lo ha asumido como tal, porque carece de la interioridad que le haga
reconocer que no basta esta dimensión estética. Así, el Yo romántico no puede asir el
verdadero sentido y contenido de su propia reflexión, y al estar constantemente
91 reflexionando sobre su reflexión, pierde la orientación. Esta pérdida le impide encontrar
lo que estaba buscando y el intento de configuración de este tipo de subjetividad queda
así imposibilitado.
Si con Sócrates habíamos presenciado una ironía de tipo “inconsciente” en tanto que no
se sabía a sí misma como manifestación de un movimiento negativo, con los románticos
entramos en este campo y la ironía continúa destruyéndolo todo. ¿Cuál es la función de
la ironía? Hall considera que el papel de la ironía es el de ser un elemento en el punto de
vista de la fe. En sí misma, según él, la ironía no puede constituir un punto de vista
existencial, porque carece de una interioridad positiva. Por ende, y siguiendo un poco
las tradiciones que parten de la interpretación que Kierkegaard ofrece de su misma obra,
asumen que la ironía es solamente un elemento más de la constitución de la fe como
pathos de una subjetividad realizada. Por esto, Kierkegaard afirma: “sólo cuando el
individuo está correctamente situado, y eso es lo que pone límite a la ironía, sólo
entonces la ironía cobra su legítima significación, su verdadera vigencia” (Sobre el
concepto de ironía, 339). A este estar correctamente situado se había referido
anteriormente Kierkegaard respecto a Sócrates y la había considerado como el momento
e instante que contienen en sí la síntesis de lo temporal y lo eterno, que vive cada
hombre de forma irrepetible, que le coloca en un punto único, lejano a cualquier auxilio
exterior, donde el individuo ha de tomar la decisión que atañe a su existencia de manera
incondicional. Ahora bien, que esa decisión en Sócrates no haya existido, porque su
interioridad era a penas un daimon que resultó ser la mitad del camino entre el interior y
el exterior, no implica que se anule esa situación. Sin embargo, la pregunta que
formulamos ha de seguir adelante. Comprendemos a qué se refiere la situación, pero no
exactamente a qué se refiere el estar “correctamente” en esa situación. Veamos pues en
qué consiste.
“Aquel que no entiende nada de la ironía, aquel que no tiene oídos para sus susurros,
carece eo ipso (por eso mismo) de lo que podríamos llamar el comienzo absoluto de la
vida personal, carece de aquello que es a veces imprescindible para la vida personal…
porque la vida genuinamente humana no es posible sin la ironía” (Sobre el concepto de
ironía, 339). De esta manera, Kierkegaard muestra que la ironía no es técnica literaria,
ni tampoco un método de configuración de la subjetividad. La ironía se establece como
una condición de la vida personal. Por tanto, estar en correcta situación equivale a decir
92 que se está en la situación personal (y no en la de otro). Ésta es la diferencia establecida
entre posición y pose; la una podríamos denominarla auténtica en tanto que responde a
una interioridad, mientras que la segunda es simplemente una mueca, que se muestra sin
realidad. Es esta vida personal la que plasma el sentido legítimo de la ironía y que
mantiene su eficacia en su despliegue.
Ya hemos dicho que la ironía es un movimiento de lo negativo que no conduce a nada.
Por otro lado, hemos mencionado también que toda vida humana empieza con la ironía
y que su verdadero sentido parte de la situación en que nos encontremos; con esto
hemos afirmado también que la significación de la ironía corresponde a la configuración
personal de la propia interioridad. Entonces, ¿cuál es el movimiento de la ironía
dominada? ¿Se trata acaso del de la negatividad? Si lo es, ¿es una negatividad absoluta
o relativa? Si es relativa, ¿respecto de qué lo es?
Bajo el riesgo de ser una mera conjetura, todavía apresurada, y reconociendo que “la
ironía, como momento dominado se muestra en su verdad precisamente cuando enseña
a realizar la realidad, cuando coloca el debido acento sobre la realidad (Sobre el
concepto de ironía, 341), podemos asumir entonces que la ironía se establece como
camino de la verdad subjetiva, es decir, de una verdad que sea verdad para mí. En este
punto es necesario recordar también que ésta es la característica esencial de la estética
en tanto forma de seducción. Si bien la ironía limita, finitiza y restringe, de esta manera
proporciona verdad, realidad y contenido; la ironía disciplina y amonesta y de esta
manera proporciona solidez y consistencia. La ironía, una vez que ha sido dominada,
cambia el movimiento y se establece como su opuesto (Cfr. Sobre el concepto de ironía,
339). Pero es necesario que se entienda también que esta dominación de la ironía no
consiste en el manejo de una técnica o de una herramienta por medio de la cual se pueda
ser irónico en el momento en que se desee. La ironía configura un cierto y primigenio
punto de vista existencial que sitúa la vida humana particular ante la realidad que se
precisa realizar. La ironía no es culmen, no es la meta ni el fin: es el inicio, el camino:
“Sólo después (de que la ironía ha reafirmando lo finito, y por lo tanto es real), la ironía
dominada jugará este indispensable papel en nuestra salud y felicidad, sólo después
podrá verse como un elemento esencial dentro del punto de vista de la fe” (Hall, 2001,
345).
93 Ahora bien, la ironía para Kierkegaard se desarrolla completamente cuando el hombre
irónico toma consciencia de su ironía. A esto lo denominamos “la ironía dominada”,
que nos determina un nuevo movimiento por el cual ella podría configurar la primera
manifestación de subjetividad, estructurando también la individualidad. En este sentido,
¿qué significa ser un irónico? Kierkegaard considera que la ironía es a veces
imprescindible para la configuración de la vida personal. Desde esta perspectiva se
puede comprender la teoría de los estadios, de manera tal que el límite entre lo estético
y lo ético lo constituye la ironía. Sin embargo, nos surge una nueva pregunta: ¿qué es lo
que pretende Kierkegaard al usar la ironía como límite entre los mencionados estadios?
La respuesta la encontramos en el mismo esquema fundamental de los estadios:
“Kierkegaard pretendía, mediante el uso de la ironía, demostrar que cualquier tentativa
de explicar el misterio de la gracia divina, el misterio del amor de Dios por su hijo
descarriado, conduce a una curiosa inversión” (Hartshorne, 1992, 81). Esta utilización
de la ironía no es de tipo pedagógica sino existencial, ya que consiste en la instauración
de una situación paradójica y contradictoria como lo es la primigenia de la existencia
humana:
En Kierkegaard la ironía supone conjugar dos ámbitos incompatibles: el de la trascendencia
y el de la contingencia. Existir es paradójico y la humanidad se consuma evitando esa
paradoja o tratando de resolverla. Kierkegaard señala que es preciso “domar” la ironía para
que la realidad sea actualizada y se produzca entonces “un retorno al hogar de todas las
cosas” (Hartshorne, 1992, 97).
La actualización y afirmación de la realidad se da a través de un sujeto (y como ya
vimos la más primigenia manifestación de la subjetividad es la ironía). Ese Yo dentro de
su estructura establece una relación fundamental con dos manifestaciones de técnicas
irónicas: con la comedia y con el humor, que en última instancia podrían identificarse.
Esa subjetividad llega a relacionarse con la risa de una manera “secreta y dichosa”.
Hablándonos de él mismo –y a este respecto- comenta el mismo Kierkegaard: “Yo soy
(rectamente entendido) amigo y amante de la risa, y en un sentido (es decir, con toda
seriedad) mucho más auténticamente que los demás, todos esos miles y miles cuando se
convirtieron en irónicos y yo (irónicamente) fui el único que no entendía la ironía”
(Diapsalmata, 42). En este sentido, podríamos decir que ese “frívolo bromista” que se
toma todo de manera grave, a excepción de sí mismo, es aquel que se pierde en la
negatividad de la ironía, sin llegar a la conciencia ni al pleno dominio de la misma.
Kierkegaard nos expone este punto de vista en uno de sus famosos Diapsalmata:
94 Sucedió una vez en un teatro que se prendió fuego entre bastidores. El payaso acudió
para avisar al público lo que ocurría. Creyeron que se trataba de un chiste y
aplaudieron; aquél lo repitió y ellos rieron aún con más fuerza. De igual modo pienso
que el mundo se acabará con la carcajada general de amenos guasones creyendo que
se trata de un chiste (Diapsalmata, 55).
La ironía muestra una desproporción entre el exterior y el interior. El problema está en
el nivel de conciencia (como hemos visto en el movimiento de la ironía dominada) que
se tiene de esa desproporción. Kierkegaard es un ejemplar ironista en este sentido:
Cuando yo haya muerto bastará mi libro Temor y temblor para convertirme en un
escritor inmortal. Se leerá, se traducirá a otras lenguas, y el espantoso pathos que
contiene esta obra hará temblar. Pero en la época en que fue escrita, cuando su autor se
escondía tras la apariencia de un hombre común, presentándose como la más perfecta
encarnación de la conjunción entre extravagancia, sutileza y frivolidad… nadie podía
sospechar la seriedad que encerraba este libro ¡Qué estúpidos! Pues nunca como
entonces hubo mayor seriedad en aquella obra: precisamente las apariencias
constituían la auténtica expresión del horror. Si quien lo había escrito hubiese dado
muestras de comportamiento serio, el horror habría disminuido de grado. Lo espantoso
de ese horror consiste en el desdoblamiento. Pero una vez muerto, se me convertirá en
una figura irreal, una figura sombría…., y el libro resultará pavoroso (Temor y
temblor, 9).
Esta cita ejemplifica el sentido “positivo” –por llamarlo de alguna manera- que obtiene
la ironía en su nuevo movimiento. Que Kierkegaard sea un ironista, lo dudamos, pero lo
que es evidente es que en su estilo, en su escritura, la ironía establece una de las
manifestaciones más patentes de su individualidad. Realmente, Kierkegaard considera
que al establecer las diferencias entre la ironía y el humor está señalando el camino
hacia la interioridad, pero que este camino es tal vez el más exigente y pavoroso.
Entonces la risa (no graciosa sino irónica) podría establecerse como criterio del punto
de partida de una interioridad. Por eso, en sus estudios estéticos Kierkegaard menciona
algunas de sus experiencias relatadas a manera de anécdotas, que denotan este sentido,
con una de ellas le doy la palabra:
Tal como, según la fábula, le ocurrió a Parmenisco, que en la cueva de Trofón perdió
la facultad de reír, recobrándola en Delos al ver un trozo informe de madera que
figuraba ser la imagen de la diosa Letona, así me pasó a mí. Cuando era muy joven me
olvidé de reír en la cueva de Trofón; al ser mayor, cuando abrí los ojos y contemplé la
realidad, entonces llegué a reír, y desde esa fecha no he dejado la risa. Ví como le
tenía importancia en la vida tener un empleo; que la meta de la vida era llegar a ser
consejero de justicia; que el mayor placer del amor era casarse con una joven de
dinero; que la felicidad de la amistad era ayudarse mutuamente en las dificultades
económicas; que era valor el ser multado con diez centavos; que era cordialidad decir
buen provecho después de una comida; que era temor de Dios comulgar una vez al
año. Lo veía y me reía” (Diapsalmata, 48).
Pero, ¿qué nos dice esta forma de reír?
95 Capítulo 3
El amor y el desvanecimiento de las máscaras
“Pero esta prisa, esta inquietud, esta aspiración, este deseo
Que otra cosa son sino la potencia del amor para rechazar
El olvido, el entorpecimiento- la muerte”-.
Kierkegaard
“Y quiso Dios probar a Abraham y le dijo: Toma a tu hijo, tu unigénito, a quien tanto
amas, a Isaac y ve con él al país de Moriah, y ofrécemelo allí en holocausto sobre el
monte que yo te indicare” (Temor y temblor, 8). Partiendo de esta escena, un hombre
apasionado con la historia de Abraham intenta de diferentes formas aproximarse al
camino hacia el monte Moriah, de manera que pueda entonces comprenderlo. Johannes
de Silentio desea abordar este acontecimiento que produce estupor, que fuerza la
comprensión, que es imposible omitir, porque es paradigmático. Ese camino que
pretende recorrer establece el derrotero de las disquisiciones de Kierkegaard. Con una fe
fácil no hay camino hacia el monte Moriah, por tanto, es preciso asumir la fe como una
conquista que se consigue paso a paso e inmersa en un profundo silencio.
Kierkegaard analiza la figura de Abraham como la figura del creyente por excelencia;
sin embargo, la presenta de cuatro maneras diferentes a la luz de dos aspectos
diferentes: la historia de Abraham e Isaac (padre-hijo) y el destete del hijo (madrehijo). Con este recurso, Johannes pretende mostrar la dificultad del poeta cuando intenta
aproximarse a su objeto, se trata de una descripción de posibilidades que apelan en
primera instancia no a la razón abstracta, sino a la pasión y a la imaginación. Así:
1.
a) Isaac no entiende a Abraham: En el momento del sacrificio Abraham muestra
una transformación y prorrumpe contra Isaac con duras palabras, presentándose
como un ser malvado que solamente desea sacrificar a Isaac por impulso propio.
Isaac, entonces, invoca a Dios y se refugia en Él, a lo que Abraham responde
con un susurro un agradecimiento a Dios, porque prefiere que su hijo consienta
la idea de la pérdida de su padre y no la de la pérdida de la fe en Él. b) La madre se tizna el seno para que el niño deje de desearlo sin aborrecer a la
madre que se lo niega.
96 2. a) El silencio: El viaje a Moriah se desarrolla bajo el profundo y continuo
silencio de Abraham. Este mutismo transforma a Abraham debido a que la fe
que lo hacía joven muta con la imposibilidad de olvidar la petición divina y le
impide volver a sentir alegría. Isaac, en cambio, crece joven y florido. b) En el momento del destete, la madre esconde el seno al niño y en ese
momento el niño pierde a su madre.
3. a) El pensamiento: Abraham piensa contantemente en Sara, en Agar, en Ismael.
Abraham medita y camina sólo hasta el monte Moriah, se postra y pide perdón a
Dios por haber querido sacrificar a Isaac, pues considera que entonces olvidó el
deber de un padre para con su hijo. Repite el viaje varias veces sin encontrar la
paz. Abraham no entiende cómo puede ser pecado sacrificar lo más amado a
Dios, pero tampoco comprende cómo sería posible ser perdonado por su pecado
frente a su hijo, por no haberlo amado lo suficiente.
b) En el momento del destete la madre padece de una tristeza inmensa al saber
que su hijo jamás volverá a estar tan cerca de ella como lo había estado hasta ese
momento.
4. a) La conversión: Abraham hizo todos los preparativos, pero en el momento de
sacrificar a Isaac, vio un ligero temblor en la mano de su padre que denotaba
desesperación y estremecimiento. Al volver, todo siguió igual en el hogar, con la
diferencia de que el hijo había perdido la fe en Dios. De eso no se habló jamás.
b) Cuando llega el momento del destete, la madre reemplaza el pecho por
alimentos nutritivos para su hijo.
Estas escenas se presentan ante todo como un estímulo, es decir, fundamentan y
manifiestan un pathos, pues no buscan la comprensión de un concepto, sino la afección
de una pasión. La escena es un exceso y por tanto se establece como inconmensurable.
Con esto Kierkegaard comienza ahora la configuración de lo que llama “el caballero de
la fe”: “Aunque, nunca he encontrado a nadie semejante, me puedo imaginar sin
dificultad cómo puede ser. Supongamos que lo tengo delante de mí: nos presentan; en el
mismo instante que mi mirada se posa en él, me repele, salto presuroso hacia atrás, doy
una palmada y musito. ¡Santo cielo!, ¡Este es el hombre!” (Temor y temblor, 30-31).
Abraham es el individuo, el hombre de la fe, pasión elevada, limpia y humilde, es
propiamente la manifestación sagrada del absurdo divino. Y este es el problema-pasión
97 que ánima el recorrido literario de Kierkegaard, porque como él mismo lo señala: “soy
ante todo un escritor religioso” (Mi punto de vista, 30).
El asombro es una reacción que se tiene ante la grandeza del modelo de creyente. Sin
embargo, la grandeza de Abraham es incomprensible, porque aunque Kierkegaard
considera que el amor, la expectación y la lucha son criterios de grandeza, el caso de
Abraham es enteramente diferente; “(…) Pero Abraham fue todavía más grande que
todos ellos: grande porque poseyó esa energía cuya fuerza es debilidad, grande por su
sabiduría, cuyo secreto es locura, grande por la esperanza cuya apariencia es absurda y
grande a causa de un amor que es odio a sí mismo” (Temor y temblor, 12). Abraham
llega a ser grande por el carácter de inconmensurabilidad que adquiere su amor para con
Dios.
Pero llegar a esperar lo imposible no se logra sino en la medida en que el primer paso
que se da es una resignación infinita, que es un acto volitivo por el que se rechaza
libremente el objeto del deseo, conservando el deseo mismo. Esto nos lleva a la
diferenciación de ambos caballeros: el primero es el caballero de la resignación que
utiliza todas sus fuerzas para renunciar al objeto de deseo y que halla alegría en su dolor
y obtiene fuerzas de su deseo, porque mantiene el deseo aunque lo sabe imposible. Aquí
es donde se diferencia del caballero de la fe, pues éste renuncia con resignación infinita
a todo, pero en un segundo movimiento espera en lo imposible en virtud del absurdo.
Así se da el caso del joven y la princesa: el caballero de la resignación simplemente
renuncia a la princesa y evoca lo que pudo haber sido con su deseo intacto; el caballero
de la fe renuncia a ella, pero su deseo espera tenerla, incluso, está seguro de conseguirla
en virtud del absurdo mismo: “Usando de mis propias fuerzas puedo renunciar a la
princesa, y no habré de pasar mi tiempo lamentándome, sino que encontraré alegría, paz
y alivio de mi dolor, pero no puedo recuperarla por mis propios medios, pues todas mis
fuerzas están ocupadas en el acto de la renuncia. Pero, por medio de la fe, nos dice el
asombroso caballero, por ella, y en virtud del absurdo, la recuperarás” (Temor y
temblor, 40, 41). De esta esperanza nada sabe Don Giovanni.
Kierkegaard describe el espíritu de su época como un espíritu determinado por la ley de
la indiferencia: quien posee riquezas es dueño de ellas, sin importar la manera en que se
hizo poseedor de ellas: “En este mundo de las apariencias visibles las cosas pertenecen a
quienes las poseen, y están sometidas constantemente a la ley de la indiferencia: basta
poseer el anillo para que el genio que en él mora obedezca a su propietario, tanto si es
98 Nuredin como si es Aladino” (Temor y temblor, 19). Ese principio de indiferencia se
extiende también al mundo del espíritu. Basta conocer superficialmente lo grande sin
que se requiera esfuerzo para comprenderlo. En el caso específico de Abraham, estamos
acostumbrados a escuchar siempre elogios referentes a lo admirable y respetable de su
conducta, porque al parecer fue capaz de renunciar a Isaac, que no era otra cosa que lo
más preciado para él. Sin embargo, esta pretendida valoración de la historia pasa por
alto la angustia con la que Abraham asumía su fe.
Precisamente, esto es lo que diferencia el acto de Abraham del acto de cualquier incauto
que, deseando parecerse a este caballero de la fe, intentase dar muerte a su hijo. Por
esto, “si la fe no puede transformar en un acto sagrado la intención de dar muerte a su
hijo, Abraham deberá ser juzgado de idéntico modo que cualquier otra persona” (Temor
y temblor, 22). En el acto de Abraham hay, sin duda, una suspensión teleológica de lo
ético: el padre ha olvidado su condición con respecto del hijo y los deberes que ésta le
impone de manera tal que lleva a cabo un acto que podría parecer una locura o una
crueldad extrema: “en tal caso, al reducir a cero el valor de la fe, nos queda sólo el
hecho simple y llano de que Abraham quiso matar a Isaac, actitud muy fácil de imitar
por quien carece de fe, es decir, de esa fe que le hace difícil llevar a término un acto”
(Temor y temblor, 22). ¿Quién es Abraham? ¿A caso, un modelo a seguir? Como ya
dijimos, su imitación siempre resultaría fatídica: aquel que asume el crimen de lo más
amado no podría justificarse ante la comunidad, salvo apelando a la locura sustentada en
una decisión por la fe. Pero, ¿correspondería esto a algún tipo de ideal? Entonces, ¿qué
tipo de ideal sería aquel que no hiciera parte de ser poeta o héroe inmerso en la historia
sino más bien en la absoluta imposibilidad de ser alcanzado? Y, ante todo, ¿cómo
asegurarse de haberlo alcanzado? Precisamente, esto sólo es posible en el secreto, en la
íntima convicción de un diálogo entre el individuo y Dios, que en todo caso nunca
obtendría el asentimiento de la comunidad y que ante sus ojos sería siempre una
extravagancia.
El problema de Abraham es entonces el de asumir la fe como una paradoja profunda e
ininteligible. Kierkegaard aborda este problema remitiéndolo a su propia individualidad,
de manera que se imagina en camino al monte Moriah aceptando el mandato divino,
aceptándolo pero con resignación. Esta resignación a la que se refiere Kierkegaard es un
sucedáneo de la fe, pues elude el hecho de que la fe sea un movimiento infinito, como la
comprendía el hegelianismo de la época. Abraham siempre creyó que Dios no le
99 exigiría a Isaac, no obstante continuó con su camino. Abraham se encaminó hacia el
monte Moriah, no dudó, saltó al abismo del más profundo absurdo en silencio, empuñó
el cuchillo creyó y sobre todo, amó; “Si Abraham hubiese obrado de otro modo, es
posible que aún así hubiese amado a Dios, pero no habría creído, porque quien ama a
Dios sin que su amor vaya acompañado de la fe, se refleja en sí mismo, mientras que
quien ama a Dios creyendo se refleja en ÉL” (Temor y temblor, 29).
Este movimiento de reflejo nunca puede ser teórico. Kierkegaard explica esto a través
de la imagen del nadador y sus movimientos, que pueden ser descritos e incluso
imitados por cualquiera lejos del agua, sin que pueda decirse de éste que efectivamente
está nadando. De un modo similar ocurre con la fe que implica el arrojarse al vacío: “De
un modo semejante puedo también llevar a cabo los movimientos de la fe, pero sólo
arrojándome al agua podré realmente nadar (no soy de esos que chapotean junto a la
misma orilla) y estaré haciendo los movimientos del infinito; la fe, por su parte, procede
exactamente al contrario: comienza con los movimientos del infinito, y solo más tarde
pasa a los del finito” (Temor y temblor, 30).
La fe supone, sin embargo, un movimiento anterior: “La resignación infinita es el
último estadio que precede a la fe, de modo que quien no haya realizado ese
movimiento no alcanzará la fe. Sólo en la resignación infinita me descubro en mi valor
eterno: sólo entonces, en virtud de la fe podré tratar de hacerme con la existencia de este
mundo” (Temor y temblor, 38). La resignación no requiere la fe, pues lo que logra es la
conciencia eterna, movimiento en el cual es posible entrenarse para después acometer el
salto. Pero en cambio, la fe no es un movimiento estético, pues no es algo en lo cual uno
pueda ejercitarse, sino que pertenece a un estadio más elevado, aquel donde se revela la
paradoja de la existencia en una inconmensurabilidad que no se puede alcanzar
mediante los movimientos de la conciencia.
Ya hemos indicado antes que Kierkegaard no asume el discurso filosófico como una
exposición teórica, sino que lo hace en constante referencia al individuo. El movimiento
de la fe requiere hacerse explícito desde un personaje enfrentado a los hombres de su
época: el caballero de la fe frente al caballero de la resignación y al burgués. Dice
Kierkegaard que es fácil reconocer a los caballeros de la resignación infinita, trayendo a
colación la imagen de uno de ellos como un hombre que exteriormente se parece al
burgués; disfruta de cuanto contempla, va a la iglesia, lleva a cabo todas las labores y
actividades cotidianas con la mayor calma y casi podría decirse que con cierta
100 indiferencia: “parece tomar todo con la mayor despreocupación, como si fuese
indiferente y descuidado, y, sin embargo, está pagando por cada instante de su vida el
más alto de los precios, pues no lleva a cabo ni la más pequeña acción sino en virtud del
absurdo (…) ha hecho y hace en cada instante el movimiento del infinito” (Temor y
temblor, 32). Es como un bailarín que en el salto mismo alcanza la postura adecuada de
manera tan sorprendente como hermosa; sin embargo, es en la caída en donde se le
reconoce; sus pasos devienen vacilantes e inseguros, pues se muestran ajenos a este
mundo. Su auténtico prodigio consiste en expresar a la perfección lo sublime en lo
pedestre.
Kierkegaard decide situar la diferencia entre el caballero de la fe y el caballero de la
resignación en su forma de actuar frente a un hecho concreto: “Un joven amador se
enamora de una princesa y todo el sentido de su vida queda contenido en ese amor, pero
las circunstancias son tales que no consienten que ese sentimiento pueda convertirse en
realidad, es decir, pasar del plano de lo ideal al de lo real” (Temor y temblor, 33). El
caballero de la resignación infinita no está dispuesto a renunciar a su amor. Se asegura
de que ese amor realmente confiere sentido a su existencia y se sumerge en éste
encontrando ahí el valor para atreverse a todo; “experimenta una gloriosa voluptuosidad
cuando el amor hace vibrar cada uno de sus nervios, pero su alma es tan solemne como
la del hombre que, tras haber vaciado la copa del veneno, nota como la ponzoña se
infiltra en cada gota de su sangre, pues ese instante es vida y muerte a la vez. Cuando el
amor ha sido absorbido de este modo, y se sumerge en él, encuentra valor para
intentarlo todo, para atreverse a todo” (Temor y temblor, 34). Cada movimiento del
caballero de la resignación está determinado por su pasión que le otorga sentido a cada
uno de sus movimientos y que le permite concentrar todas las energías en ese su único
deseo. Sin embargo, éste caballero no se pierde en su movimiento, por el contrario,
continúa con la vida y con los recuerdos que la constituyen, aunque conlleven dolor y
sufrimiento, porque en virtud de esta resignación se encuentra así completamente
reconciliado con la vida.
El amor mismo sufre una transformación de manera que no sólo se convierte en amor
hacia Dios, sino que también, y por eso mismo, su amor obtiene validez eterna y el
poder de que en tanto eternidad nunca le será arrebatado: “El amor que siente por la
princesa se le convierte en expresión del amor eterno, asume un carácter religioso,
transfigurándose en un amor al Ser Eterno” (Temor y temblor, 35). Este hombre sabe
101 que en el plano de lo espiritual, y sólo en ese, es todo posible, de manera que su deseo,
el amor que profesa, es expresado espiritualmente; sin embargo, y automáticamente,
renuncia a él en la medida en que se repliega en el mismo sujeto. Éste no lo olvida, sin
embargo, ha perdido a su princesa en el movimiento hacia la infinitud, pues ha quedado
únicamente solo con su deseo, con su recuerdo eterno.
El caballero de la resignación encuentra la paz y el reposo, pues es precisamente ese el
don que le concede la resignación: “La resignación infinita es como esa camisa que
describe el cuento popular: el hilo está tejido entre lágrimas, la tela decolorada con
lágrimas y la camisa cosida entre lágrimas, pero por eso resulta mejor protección que el
hierro o el acero” (Temor y temblor, 37).
El caballero de la fe, por su parte, además de realizar a cabalidad este movimiento de la
resignación, que es, a saber, el estadio que precede al de la fe, realiza uno más, tan
absurdo como asombroso; el caballero de la fe cree posible alcanzar a su objeto de
deseo, a su princesa y de esta manera evitar perderla y sólo en virtud de la fe, sustentado
el abismo de lo absurdo, en la creencia de que en Dios y para Él no hay imposibles. Por
esta razón, afirma entonces el caballero de la fe: “Pese a todo, creo que obtendré el
objeto de mi amor gracias al absurdo, pues para Dios no hay nada imposible” (Temor y
temblor, 38). El caballero de la fe se instala así en la paradoja de la existencia misma.
La fe motiva y mantiene el deseo en un único movimiento. Este “mantenerse” se
encuentra mucho más allá de la resignación, que es el último estadio que recorrió
Abraham hacia el monte Moriah, y que recorre todo caballero de la fe, antes de llegar a
la fe misma, esto es, antes de llegar al momento de la decisión. Dios habló y Abraham
no dudó, ni reflexionó sino que, por el contrario, adoptó una posición; él mismo efectuó
el segundo movimiento: esperó en virtud del absurdo. La fe es un movimiento ambiguo
que lanza y suspende a la vez. Kierkegaard establece la diferencia base que existe entre
la fe y una mera convicción; la primera es simplemente el movimiento impulsado por
un pathos; la segunda tiene su base en algún tipo de certeza que es más bien confianza.
La fe, al referir a una determinada pasión, que es ella misma, se cifra en un mensaje de
excepcionalidad.
El movimiento posterior a la resignación que exige la fe sacude y conmociona a la
razón, en la medida en que trasciende sus límites, impidiendo que ésta pueda dar cuenta
del salto, de la paradoja que se ofrece en virtud del absurdo; entonces, “para resignarse
no se necesita la fe, pero para conseguir el más pequeño objetivo por encima de mi
102 conciencia eterna sí se requiere, pues en esto consiste la paradoja” (Temor y temblor,
39). El caballero de la fe decide él mismo renunciar a todo alcanzando de esta manera
su propia conciencia de la eternidad y así lograr la armonía con Dios. De esta manera,
consigue que su renuncia no sea dolor y pesadumbre sino, por el contrario, paz y alivio.
Al contrario del joven enamorado, el recuerdo de la princesa no pesará sobre él como
una carga insoportable que reabre constantemente la herida de la pérdida, así el
caballero de la fe podrá caminar pausado y tranquilo. Sin embargo, a través de la fe y
sólo en virtud del absurdo que trae consigo, este caballero logrará recuperar la eternidad
que alcanzó en la renuncia de lo finito, e incluso y precisamente por la conciencia de la
eternidad ya alcanzada, recuperará la temporalidad, a su princesa, alcanzando todo: “Por
la fe no renuncio a nada, antes al contrario, lo consigo todo, exactamente en el mismo
sentido que cuando se dice que quien tenga una fe del tamaño de un grano de mostaza,
podrá con ella levantar montañas” (Temor y temblor, 40).
Como podemos ver aquí, el salto que se da en la fe, en su movimiento y en su paradoja,
es, realmente, el movimiento impulsado por el amor, por un amor dirigido a Dios por
encima de todas las cosas y a la felicidad que ellas puedan ofrecernos. Sin embargo, este
acto de amor, dice Kierkegaard; “es, en realidad, el más dificultoso de todos (los actos)”
(Temor y temblor, 42). Por tanto, no puede ser equiparable a los movimientos eróticos
realizados, por ejemplo, por el majestuoso Don Giovanni.
La vida de Abraham se nutre de sentido en la angustia de su paradoja, en su acto de
amor, en el camino lento y abrumador hacia el monte Moriah. No hay duda que en
virtud del absurdo que guiaba sus pasos el tiempo se desdibujó en una eternidad difusa,
pues los tres días y medio se perdieron en el silencio y en el empeño por no desistir, por
no dudar, por no abandonar la tarea encomendada. Abraham como padre padeció el más
profundo e ineludible dolor; no obstante creyó y en esa medida esperó y lo hizo allá
donde la razón termina y donde comienza el abismo de la paradoja.
Pero, ¿cómo podemos hablar de Abraham? Kierkegaard insiste en que Abraham no
puede ser asumido como un héroe, sino que debe ser tomado como un caballero, como
el caballero de la fe. La misma imagen del caballero resulta bastante apropiada, porque
es un prototipo humano en desuso que incluso en la Fenomenología del Espíritu de
Hegel llega a ser encarnado por Don Quijote, que en cuanto tal es la manifestación de la
conciencia infeliz (Cf., Fenomenología del espíritu, 1966, 138-142). El acercamiento a
Abraham se realiza a través del movimiento que la fe lleva a cabo, pero el objetivo más
103 claro de Kierkegaard es establecer la dialéctica –tensión- que se presenta dentro de este
movimiento: “El propósito que me guía ahora es el de extraer de la historia de Abraham,
en forma de problemata, la dialéctica que encierra para mostrar la inaudita paradoja de
la fe” (Temor y temblor, 44). El presupuesto para este estudio es que la fe es ante todo
una decisión, no una volición (como la resignación). El caso prototípico sigue siendo
Abraham; él concentra todo su deseo, todo su amor en Dios; por eso es infinito, y por la
misma razón el caballero de la resignación, cuyo objeto de deseo es lo finito, estará
saltando de un modo interminable dentro de la finitud, buscando así colmar su
resignación infinita. El creyente empero se ancla directamente en lo infinito y allí radica
su grandeza.
Kierkegaard pretende entonces hacer palpable la dificultad existencial en la que se
hunde el caballero de la fe frente a la paradoja, mostrando la dialéctica que se desarrolla
dentro de ella misma. Como es sabido, las tendencias atomicistas modernas se expresan
de manera práctica en variados ámbitos, en el individualismo social, en la filosofía, en
las diferentes disciplinas, etc., y si en determinados momentos como efecto del
(sospechoso recurso pseudoepistemológico) “normal” movimiento de retorno pendular,
en el cual se propende más bien por la integración e incluso por el holismo, tales
integraciones se asumen:
1). Como integraciones de substancias mínimas, independientes y autónomas y se les
pide entonces a los individuos que se “integren” a x o y conjunto social o grupal, a las
disciplinas que se “integren” en espacios interdisciplinarios, etc. (así se potencian
fuerzas, se generan sinergias, etc.).
2). Estas integraciones se consideran como resultado de un acto voluntario y una
decisión deliberada, de tal modo que, una vez hechas las aclaraciones pertinentes y las
exposiciones sobre las ventajas de las mismas, a quienes no quieren proceder a
efectuarlas se les suele acusar tranquilamente de “mala voluntad” o de una especie de
“ignorancia invencible” al respecto (frente a lo que sólo cabe un buen grado de
conmiseración).
El mismo doble movimiento (fragmentación – integración) parece también afectar a los
campos de la ética, el arte y la educación. En la primera fase (la de fragmentación), la
ética se considera como un autónomo y determinado espacio (un tanto etéreo, por lo
demás), desde el cual se dictamina acerca del “valor de los valores” y en el que se
almacenan los mismos para el disponible empleo de los usuarios, que en determinados
104 momentos hayan de requerirlos. El arte, por su lado, es postulado como el selecto
espacio de la belleza, la creatividad, el ingenio, la libertad, donde privilegiados artistas y
estetas dan rienda suelta a sus dones, virtudes y personalidades, ajenos a las flaquezas y
mezquindades de los demás mortales. La educación es también concebida y afirmada
como el obligado quehacer encargado de transmitir a la comunidad, aparte de los
conocimientos necesarios y pertinentes para una adecuación de “calidad” a las formas
imperantes de sociedad, las nociones, criterios y competencias de la ética en sí o el arte
en sí (considerados como compartimentos separados), que se asumen también como
necesarios y pertinentes para la formación del individuo y su inserción en la sociedad.
En concordancia con estas concepciones, se abren espacios académicos propios junto a
las demás asignaturas para la “educación ética y en valores humanos” y para la
“educación artística”, las cuales pueden o bien, en el marco del primer momento
referido, desarrollar sus propios programas (que es lo usual) o bien, respondiendo a las
exigencias del segundo momento, y en un acto que se considera el súmmum de la
audacia académica, “integrarse” o “correlacionarse” con otras asignaturas para ofrecer
así la urgente y ponderada “formación integral” de los estudiantes.
Sosteniendo una actitud crítica frente a las evidentes inconsistencias de la situación
descrita, podría pensarse que la misma obedece a la existencia de concepciones
equivocadas que sobre la ética, el arte y la educación imperan hoy en día y que en
consecuencia bastaría con proponer concepciones alternativas puntuales en relación con
cada una de ellas para solucionar el problema y alcanzar la adecuada integración
requerida. Pero, frente a esto cabría preguntarse: ¿ese sarcasmo de Kierkegaard frente a
su época, no será el mismo que podría sentir algún ser humano en la época actual,
particularmente con el discurso del arte, la educación y de la ética? Escuchemos sus
palabras que no son mera fatuidad como algún lector desprevenido de nuestro tiempo
podría entenderlo:
Si en la época actual se oye alguna vez una réplica respecto a la paradoja, es siempre
más o menos de la siguiente especie: “se juzgará según el resultado” Un héroe que se
haya convertido en el σχάνδαλον (escándalo, molestia, irritación) de sus
contemporáneos, que tenga plena conciencia de ser una paradoja que no puede llegar a
hacerse inteligible, podrá gritar a sus contemporáneos: “El resultado demostrará que
estaba justificado el obrar como obré”. Sin embargo, muy raras veces se oye un grito
semejante en nuestra época, pues, aunque nada fecunda en producir héroes y ese es su
defecto, posee también un lado bueno: produce muy pocas caricaturas. De modo que
siempre que oigamos en nuestro tiempo un “se juzgará por el resultado” sabremos en
el acto con quién tenemos el honor de estar hablando. Quienes así se expresan forman
parte de una numerosa especie humana que yo designo con el nombre genérico de
105 pedantes doctorales. (…) En este mundo corresponde a los pedantes doctorales la
misión de juzgar a los grandes hombres de acuerdo con los resultados que hayan
obtenido. Semejante comportamiento frente a lo grandioso delata una extraña mezcla
de soberbia y miseria; soberbia por considerarse llamados a juzgar, y miseria porque
no sienten en lo más mínimo emparentadas sus existencias con las de los grandes
hombres. Le basta a una persona poseer una pizca de erectioris ingenii (altura de
pensamiento) para librarse del peligro de acabar convirtiéndose en un frío y banco
molusco; cuando aborde lo grande no dejará nunca de tener muy presente que, desde
que el mundo fue creado, ha sido siempre regla común que el resultado venga al final,
y que si se quiere aprender algo de los actos grandiosos, hay que prestar atención al
modo en que se iniciaron. Si quien va a obrar pretende juzgarse antes a sí mismo por
el resultado, no comenzará nunca. Si el resultado alcanzado podrá o no llenar de júbilo
al mundo es algo que no se sabe de antemano, pues no logrará tal conocimiento hasta
que el acto haya sido consumado, y con todo, no será esto lo que le convertirá en
héroe, sino el haber sido capaz de empezar. (Temor y temblor, 52 – 53).
Por esta razón, la posibilidad de aproximación que puede tener cualquiera a la nobleza y
magnificencia de los más grandes no debe olvidar nunca la miseria, la paradoja y el
dolor. El proceso de construcción de esas luminosas imágenes no debe nunca desdeñar
el camino que caballeros como Abraham recorrieron, camino marcado por el dolor y el
absurdo que acarrea ser elegidos por Dios; en este sentido, podemos reconocer que los
grandes hombres y mujeres “si llegaron a ser más grandes que los héroes no fue porque
se libraron de la miseria, el tormento y la paradoja sino porque alcanzaron la grandeza
precisamente por medio de ellos” (Temor y temblor, 55). Abraham, su camino y su
tarea, transgreden constantemente la razón y cualquier intento de explicación a partir de
ella, de igual forma se ubica por encima de cualquier mediación. Por encima de lo
general se erige el Particular, Abraham, el caballero de la fe y su ingreso en el absurdo
y en la paradoja resulta igual de inaprehensible que su perseverancia en ella, que su
silencio y su camino. El derrotero que se traza el caballero de la fe no sólo está marcado
por el silencio, la miseria y el absurdo, sino también por la soledad y la incomunicación.
Nadie puede comprenderlo, nadie puede acompañarlo, nadie puede ayudarlo, nadie
puede estar con él:
El caballero de la fe sólo puede recurrir a sí mismo. Sabe del dolor de no poder
hacerse comprender, y no siente el vanidoso deseo de enseñar el camino a los demás.
Su dolor es su certeza; no anida en él el deseo vanidoso, porque su alma es demasiado
seria para consentir un impulso de esa especie (Temor y temblor, 67).
Por esta razón, tenemos que reconocer que:
El auténtico caballero de la fe es testigo, nunca maestro; ahí radica su profunda
humanidad, tan distinta de esa necia participación del dolor y la dicha del prójimo
honrada con el nombre de simpatía, pero que en realidad no es otra cosa sino vanidad
(Temor y temblor, 68).
106 No puede haber fe sin la angustia y la angustia no puede ser comunitaria. Con esto
Kierkegaard no quiere poner el acento en el sacrificio, lo que pretende mostrar es, más
bien, que el camino de la fe se pone ante el absurdo y lo absurdo es, precisamente, que
Dios le exija la vida de Isaac a Abraham. El movimiento de la fe colinda entonces con
los abismos de la locura y lo demoníaco, por lo cual, es un movimiento donde no hay
control racional. En consecuencia no podemos decir que la fe es lo contrario de lo
demoníaco, estas dos colindan, tienen algo en común: el absurdo.
El Particular, este caballero de la fe, establece su relación con lo general y, en esa
medida, se da la superación de ello a partir de su relación con lo absoluto. En la entrega
absoluta al absoluto hecha en virtud del amor que se siente por Dios, la ética y lo
general son completamente relativizados, esto es, quedan en un segundo plano que es
obviado y superado por el Particular y su relación con Dios: “esta paradoja no admite
mediación, pues depende de la circunstancia de que el Particular sea, exclusivamente, el
Particular. Y tan pronto como el Particular trata de expresar su deber absoluto en lo
general y tome conciencia de aquél en éste, habrá de reconocer que se encuentra en
estado de Anfaegtelse, y no podrá entonces, por mucha resistencia que ofrezca, cumplir
con dicho deber, pero si no resiste, peca, aún cuando su acto lleva a cabo a realiter, lo
que se exigió como deber absoluto” (Temor y temblor, 59). El choque entre el deber
general y el absoluto dan completa explicación de lo que constituye la paradoja, su
absurdo y el conflicto causante de la angustia y el dolor que sufren aquellos
“Particulares”. La situación de Abraham puede traducirse de la siguiente manera: su
deber, establecido por la ética, es el de amar y proteger a su hijo Isaac; sin embargo, este
deber se relativiza por completo tras el mandato divino que debe ser cumplido en virtud
de un amor más grande hacia Dios y hacia sí mismo, en su afán por querer cumplir a
cabalidad con lo encomendado. Precisamente la paradoja y lo incomprensible de ella es
ese vaivén entre el egoísmo de amarse a sí mismo y la más completa entrega en el amor
hacia Dios; vaivén que no admite mediación, así sea dialéctica, y, por lo tanto, tampoco
comprensión o simpatía alguna: “De modo que, si existiera un hombre tan cobarde y
mezquino como para desear llegar a caballero de la fe con la ayuda ajena, no lo
conseguiría, porque sólo el Particular en tanto que Particular puede lograrlo; en eso
estriba su grandeza, la cual puedo muy bien comprender, aun sin alcanzarla, que para
ello me falta el valor, pero el espanto también reside ahí, y eso lo comprendo aún mucho
mejor” (Temor y temblor, 60).
107 El deber absoluto para con Dios es el de amarlo por encima de todo lo demás, sin
embargo, comprendamos esto dentro del “marco” de la paradoja, esto es, desde la
concepción de ésta fuera de los límites de lo general, en esa medida, fuera de lo
planteado por la ética. Dios no exige dejar de amar, mucho menos entonces odiar a
todos aquellos a los que alguna vez se amó. Abraham debe sacrificar a Isaac
precisamente porque lo ama más que a nada; “pues ese amor, precisamente ese amor
que siente por Isaac, al ser paradójicamente opuesto al que siente por Dios, convierte su
acto en sacrificio” (Temor y temblor, 62).
La atención que se debe poner sobre Abraham obedece a “un fatídico privilegio, que
como todo privilegio del mundo del espíritu, sólo se obtiene a costa de profundos
dolores” (Temor y temblor, 69 – 70). En esta particular atención sobre este caballero de
la fe, Kierkegaard introduce su reflexión con respecto a la categoría de lo interesante;
“Lo interesante es una categoría límite, un confín entre la estética y la ética. Por este
motivo nuestras consideraciones deberán invadir el territorio de la ética, mientras que,
para resultar significativas habrán de aprehender el problema con fervor y una pasión
propiamente estéticas” (Temor y temblor, 70). ¿Por qué lo interesante está allí puesto
entre lo estético y lo ético? Kierkegaard dice “que la estética requiere lo recóndito y lo
premia, la ética por su parte exige la manifestación y castiga lo oculto” (Temor y
Temblor, 73). En la estética como en la ética funciona lo oculto recóndito como algo
que debe llegar a hacerse visible o manifiesto, lo cual se alcanza normalmente a través
del reconocimiento, pues “el reconocimiento trae consigo alivio y calma” (Temor y
temblor, 70). Esto es precisamente lo que sucede con el héroe trágico que funciona
éticamente de manera ejemplarizante a través de la palabra, con todo aquello que se dice
de él. Así la tarea de Kierkegaard es mostrar “dialécticamente cómo actúa lo recóndito
en la estética y en la ética; se trata de hacer visible la diferencia absoluta existente entre
lo recóndito estético y la paradoja” (Temor y temblor, 72). En los estadios estético y
ético se hace visible algo, se sostiene la palabra, la manifestación; en cambio, en el
estadio religioso se guarda silencio. En la estética y en la ética es posible hablar del
héroe trágico, señalando que “su acto requiere valor, pero a su vez, se le requiere a
dicho valor que no se ahorre ningún argumento. (…) El héroe trágico es un hombre
puro y soy capaz de comprenderle: todo cuanto hace pertenece a la dimensión de lo
manifiesto. Si trato de ir más allá, me topo siempre con la paradoja, es decir, con lo
divino y lo demoníaco, porque ambos son silencio. El silencio es el hechizo del
108 demonio, y cuanto más se calla tanto más peligroso es el demonio, pero el silencio es
también la conciencia del encuentro del Particular con la divinidad” (Temor y temblor,
74). En otras palabras, la fe no puede ser dicha; la fe es intimidad y silencio, debe
guardarse de su manifestación, pues no es susceptible de ser enunciada, ni mucho
menos comprendida, no debe ser exhibida. Abraham simplemente calla:
No dijo una sola palabra ni a Sara ni a Eleazar ni tampoco a Isaac; pasó por alto tres
instancias éticas, porque la ética no tenía para Abraham una expresión más alta que la
vida de familia (…) Abraham calla… pero no puede hablar; es ahí donde residen la
angustia y la miseria. Pues si yo, por ejemplo, no consigo hacerme comprender cuando
hablo es evidente que no hablo, aunque continúe hablando sin interrupción día y
noche. Ese es el caso de Abraham: lo puede contar todo, pero hay una cosa que no
puede decir, y al no poder decirla de modo que el otro pueda comprender, no habla.
Lo que consuela de esta historia es que me consiente traducirme en lo general.
Abraham puede decir ahora las cosas más hermosas que es dado expresar por medio
de una lengua, acerca de cuanto ama a Isaac. Pero no es esto lo que ocupa su corazón,
sino algo más profundo, el estar dispuesto a sacrificar a su hijo porque es una prueba.
Nadie puede comprender este último punto y por eso todos pueden interpretar
equivocadamente el primero. (Temor y temblor, 95 – 96).
Así diremos que lo que menos quiere Kierkegaard es oscilar entre estética y religión. Lo
que quiere mostrar es que en Abraham el asunto consiste en el silencio y no en la
ceguera; el silencio de Abraham es la religión, la fe. El silencio de Abraham se da por
abundancia, no por carencia. Este caballero de la fe habla una lengua extraña, ajena al
lenguaje común, no es el logos, la razón, el sistema, es más bien una lengua extraña que
separa… Abraham calla y se sume así en la más profunda soledad.
Podemos afirmar entonces que la paradoja está marcada por un movimiento no sólo de
contraposición con respecto a lo general, sino, y por esta razón, está determinado por el
impulso de un amor tan pleno como absurdo. Este amor, esta entrega, se encuentra lejos
de cualquier incauto que pretenda comprenderla, está por encima de la razón y lejana a
cualquier explicación o acercamiento. El movimiento de este tipo de pasión que supera
a su vez a todas las demás, impulsa y acompaña a aquel que se arriesga y se entrega a su
completo padecimiento y, a su vez, se oculta en lo más oscuro de su absurdo; su origen
está vetado y su poder regocija con cada una de sus manifestaciones, así como también
atrae por su hermosura:
Como el torrente de la fuente que, con la persuasión canturreante de su murmullo,
atrae al ser humano, y prácticamente le ruega que vaya junto a este cauce, y no que
curioseando se adentre con el fin de encontrar su manantial y descubrir su secreto;
como los rayos del sol que, con su ayuda, invitan al ser humano a contemplar la gloria
del mundo, pero castigan amonestadores con la ceguera al atrevido cuando se da la
vuelta para descubrir curiosa e insolentemente el origen de la luz; como la fe que se
ofrece sugestivamente al ser humano para acompañarle en el camino de la vida, pero
109 petrifica al insolente que se da vuelta para, insolentemente, encontrar explicación, así
también el deseo y la súplica del amor consisten en que su oculto manantial y su vida
celada en lo más íntimo permanezcan en secreto, sin que nadie, curiosa e
insolentemente, se adentre perturbador para ver aquello que, sin embargo, no puede
ver, aquello de lo cual él, con su curiosidad, es bien capaz de echar a perder la alegría
y la bendición para él” (Las obras del amor, 26).
Dijimos más arriba que la relación entre el Particular y Dios está determinada por una
entrega absoluta, ahora podemos afirmar sin temor a equivocarnos que este vínculo, esta
entrega, esta relación entre la eternidad y lo temporal es precisamente el amor. Abraham
padece la angustia del absurdo, sin embargo, goza del amor que lo mantiene unido a
Dios y que lo salva de una vida desperdiciada en la sensatez y que, más bien, será
recompensada por la posterior certeza de la permanencia del amor en la eternidad, pues
se trata de una recuperación en y desde la pérdida.
Kierkegaard se refiere en Las obras del amor a aquellos insensatos que pretenden
infructuosamente huir del amor, evitarlo bajo la errada creencia de que éste acarrea un
dolor insoportable, un sufrimiento que debe evitarse con la finalidad de disfrutar
plenamente de la vida y de todas y cada una de las cosas que ella ofrece. Sin embargo,
Kierkegaard afirma que éste tipo de existencias en su afán por burlar a la vida misma se
mueven en un constante autoengaño que los envuelve en una quimera de bienestar y
satisfacción, que trae consigo, posteriormente, la pérdida de sí mismos en la medida en
que se cierran al amor y esta pérdida se constituye como la más grande e irreparable: “la
eternidad puede reservar una compensación generosa incluso para aquel a quien la vida
engañó a lo largo de toda su vida; mas el que se engaña a sí mismo se ha impedido el
mismo la ganancia de lo eterno” (22).
Esta es precisamente la pérdida que experimenta en su afán de permanente seducción
Don Giovanni, que a través de sus múltiples máscaras, y con su potencia arrasadora y
puramente sensual, llevó su vida a término bajo la presencia abrumadora y fantasmal del
Comendador, que en tanto espíritu lo condujo irremediablemente a las sombras.
Recordemos que Don Giovanni perdió la eternidad en la tragedia que constituye su
existencia; en tanto subjetividad no configurada, en tanto pura potencia sensual, es
decir, musical, este seductor no concibe el sacrificio ni la entrega; más bien, se
desenvuelve en un juego continuo, en el placer propio del coleccionista que, escondido
tras los sonidos disonantes de su existencia, no puede comprender al amor sino como
una carga, y tras la volatilidad de sus movimientos presiente el final trágico, la ruptura
del lazo que lo une con la eternidad;
110 El que se ha engañado a sí mismo seguramente opina que puede consolarse, que,
desde luego, ha hecho mucho más que vencer; en su presunción de insensato se le
oculta cuán desconsolada es su vida. No le negaremos que él “ha cesado de estar
afligido”; mas ¿de qué le servirá eso si su salvación cabalmente consistirá en
comenzar a afligirse en serio por sí mismo? Quizá el que se ha engañado a sí mismo
opina incluso que es capaz de consolar a los que fueron victimas del engaño de la
infidelidad; pero ¡qué insensatez que quien se ha averiado respecto a lo eterno
pretenda sanar a aquel que, a lo sumo, estará enfermo hasta la muerte! Todavía más, el
que se ha engañado a sí mismo quizá opine, mediante una extraña contradicción, que
es compasivo con el desdichadamente engañado. Mas si tomas en consideración su
discurso consolador y sabiduría salutífera, entonces conocerás el amor por los frutos:
por la amargura de la burla, por la cortante racionalidad, por el venenoso aliento de la
desconfianza, por la recia frialdad del endurecimiento; es decir, por los frutos será
posible conocer que dentro no hay amor ninguno (Las obras del amor, 23).
Aquel seductor que no conoce el amor sino la mera pasión inmediata, esto es, la
emoción del juego del erotismo, se encuentra vacío en un cuerpo demasiado mundano,
pues es el resultado de una existencia que se consume en la fugacidad de los momentos
que pasan. Así, todas las mujeres que hacen parte de su interminable lista son las musas
del poeta que canta a la melancolía del amor temporal, de un amor que, sin embargo, ni
siquiera floreció. El poeta encierra en sus cantos la melancolía de la espera, de la
angustia de un amor que pereció demasiado pronto; por eso, éste no puede cantar, no
puede emitir palabra sobre el único amor que florece según Kierkegaard, a saber, el del
Cristianismo, el amor a Dios, el que lo vincula con la eternidad y que no puede
comprenderse o relatarse, más bien es creído y plenamente vivido.
El amor al que ahora nos referimos es un amor celado en lo más íntimo que escapa a
cualquier intento por descifrar su génesis. El movimiento de este amor lleva en sí
mismo la eternidad; “Así está celada la vida del amor; mas su celada vida es en sí
misma movimiento y lleva en sí la eternidad” (Las obras del amor, 27). El viaje de la fe
comporta la existencia en todo su devenir, hasta el momento de la muerte. Abraham es
el individuo, el hombre de la fe, el poseedor de una pasión elevada, limpia y humilde,
manifestación sagrada del absurdo divino.
Hemos intentado detenernos a observar la angustia y la paradoja que constituyeron la
vida de Abraham en tanto vida entregada al amor hacia Dios, esto es, en tanto existencia
consolidada en la “lógica” -si podemos llamarla así- del amor y la hemos confrontado
con la existencia volátil de Don Giovanni como seductor que entregó su existencia a las
delicias de la seducción y la inmediatez. Refirámonos ahora a ese otro tipo de existencia
estética encarnada en Sócrates y a su extraña cercanía con el espectro del Comendador.
111 Precisamente, estos dos tipos de vidas externamente opuestas se acercan en lo fantasmal
que resulta su condición y, en esa medida, en el poder que poseen para arrastrar todo a
su paso. El Comendador se presenta como el poder del espíritu que, en contraposición
con la carne, logra enfrentársele conduciéndola así a su final en una muerte ocurrida en
su último banquete, en el festejo del primogénito de la seducción que determinó su
descenso a las sombras. Informe, escondido tras el espacio ausente de las tumbas que le
rodean, el fantasma se mantiene en un extraño silencio, se mueve en forma de susurros
a lo largo de la ópera para, desprevenidamente y casi sin que Don Giovanni se percate,
hacer su aparición devastadora y definitiva y así logra encadenar a la más poderosa
potencia, condenándola a su final en la oscuridad.
Sócrates, por su parte, se dispersa y mantiene su “anonimato” tras la imagen difusa de
un distraído personaje que mirando al cielo se abstrae del mundo y que intenta
aprehenderlo a través de preguntas, que surgen una tras otra conduciendo al absurdo a
cada interlocutor con el que se topa. Sin embargo, en esto no consiste la fatalidad de una
presencia como la de Sócrates, precisamente, esta dialéctica, que es rastreada aquí como
ironía, es la posibilidad de la fragmentación de este personaje, de su dispersión a través
de la cual logra modificar los papeles de amante y amado, sin que este último lo note, de
manera que sea siempre él el amado, el causante de la más insoportable ansiedad sólo
producida por el paso arrasador del seductor, de una presencia que como la del
Comendador, resulta desproporcionada y, en esa medida arrastra y consume todo a su
paso. Pero, es preciso señalar aquí que no equiparamos en ningún caso la desproporción
de un seductor como Sócrates con la desproporción de un espíritu ávido de venganza
como es el caso del Comendador, más bien intentamos acercar ambas presencias
espectrales como potencias que bajo dicha condición no pueden sino convertirse en
remolinos poderosos, que consumen todo y se consumen a sí mismos en su choque con
la realidad. La ironía es en el caso de Sócrates la condición que se camufla bajo
diferentes máscaras, que provoca el movimiento que, en la medida en que se caracteriza
por ser circular, retorna a sí mismo para consumirse y consumir incluso a su
interlocutor, a su existencia informe, inacabada…, plenamente irónica.
Podemos ahora hacer referencia a la ironía que siglos después se configuraría como
ironía romántica, que, de modo diferente a la de Sócrates se termina también
consumiendo a sí misma, pero esta vez porque se configuró como pura posibilidad
abstracta, como movimiento de volatilización y relativismo de todo aquello que caía
112 bajo su reflexión. El ironista romántico se aliena y se pierde, se mueve en un incesante
movimiento sin finalidad, se desenvuelve en la vida estética, en la pura posibilidad, en
lo inconcluso que resulta vivir de esa manera. Ciertamente, este tipo de vida construye
una ficción como realidad y en esa medida sale de ésta impidiéndole al esteta la vuelta a
ella, la reconciliación, tan sólo se trata de una renuncia a medio camino del mundo, de
la realidad, de la temporalidad. Ciertamente como dice Kierkegaard en su libro Temor y
temblor un tiempo después, refiriéndose a lo complicado de encontrar verdaderos
caballeros de la fe, y a las posibilidades de hallar “simulacros” de caballeros de la
resignación, la elasticidad propia de aquel que es capaz de renunciar a la realidad sin
que esto implique el siguiente paso, da cuenta claramente de su inconmesurabilidad con
respecto a la misma:
Mucho se habla hoy del humor y la ironía, especialmente las personas que, aunque
incapaces de practicarlos, se sienten, pese a ello, capacitadas para dar explicaciones
acerca de todo. Debo decir, por mi parte, que estas dos pasiones no me son
completamente ajenas. Sé acerca de ellas bastante más de lo que se puede encontrar en
los compendios alemanes o germano-daneses. Sé, por ejemplo, que estas dos pasiones
son fundamentalmente diferentes de la pasión de la fe. La ironía y el humor llegan a
reflejarse en sí mismos, y, en consecuencia, pertenecen a la esfera de la resignación
infinita; su elasticidad procede de que el individuo es inconmensurable con la realidad
(Temor y temblor, 42).
El límite de Don Giovanni era el límite que presenta propiamente el salto de una
existencia estética a una existencia religiosa. Don Giovanni como existencia
primordialmente estética e inmediata es completamente inconmensurable con la
realidad social, con su entorno, de hecho, a su paso fractura y distorsiona todo como un
enorme remolino que a su vez consume.
Los caminos por los que transitamos de la mano de personajes tan opuestos como
poderosos nos introducen en escenas igualmente diversas y hermosas. Don Giovanni
nos sumerge en un universo de excesos y excentricidades; él mismo encarna estos
aspectos de manera tan radical que se consolida como la existencia estética por
excelencia. Las máscaras se sustituyen unas a otras constantemente. La presencia
arrasadora y hermosa de Don Giovanni abruma a través de la música que no es otra cosa
que la condición misma de su existencia. Sus labios profieren los más hermosos cantos,
las melodías más falsas, su deseo incontrolable. Sus labios conducen a la perdición, las
disonancias de su existencia encarnan la fatalidad de la misma. Un nuevo rostro cada
vez…; cada instante es un festejo…; y su vida se lleva a cabo siempre en un banquete.
113 Como lo indicamos antes en el segundo capítulo de este trabajo, un espléndido banquete
se lleva a cabo bajo la exigencia previa de su desmesura y abundancia. Las luces
resplandecen e iluminan la noche permitiendo que los convidados sean partícipes de la
exuberancia y afectados plenamente mientras sus sentidos se ven bombardeados por
delicias que los embriagan, que los seducen y que los conducen a la pérdida del juicio
en el vino y en la música, pues estos son elementos constitutivos de un encuentro como
este. Precisamente, las notas fuertes y discordantes del Don Giovanni lo traen de nuevo
a la existencia en un nuevo banquete, en una nueva noche en donde como pura potencia
sensual se derrama como el vino embalsamando los labios de los oradores que se
atreven a hablar de amor, de seducción, de la tragedia y de la muerte:
Entonces la orquesta empezó a interpretar el baile del Don Juan, y los invitados, con el
rostro esclarecido y como señal de respeto a un Espíritu Invisible que los envolviera y
traspasara el alma hasta la médula, permanecieron inmóviles un minuto de silencio,
asombrados por el entusiasmo de su música favorita, que los despertaba y en cierto
modo los resucitaba, como tantas otras veces… (In Vino Veritas, 34).
Esta noche, este mundo, presencia de nuevo la llegada del primogénito de la sensualidad
a través no de la memoria, sino más bien de la evocación, del recuerdo, de la idealidad
frente a una presencia perturbadora que alimenta las palabras de los oradores que
pretenden contenerla, decirla, incluso comprenderla, mientras ella, por su parte, se
escabulle y juega una vez más en medio de un baile de máscaras, se disfraza de
discursos, de lenguaje.
Y en medio de esta danza Don Giovanni ríe constantemente; la carcajada resuena en la
comprensión del amor como cómico e inexplicable en sí mismo. La mascarada se va
desarrollando mientras esas múltiples voces intentan dar forma a la potencia, a lo
informe, al movimiento oscilatorio de la pasión. El peligro de caer presa de aquello que
pertenece a las sombras, de ser vulnerable, de ser tomado por sorpresa por esa enorme
bestia desnuda que yace escondida esperando para arrastrar al incauto a la más profunda
locura y al más profundo dolor, quiebran la voz de aquel que motivado por el vino y la
verdad que trae éste consigo se ha atrevido a hablar en presencia de ese verdugo al que
teme tanto. El canto a la seducción se abre paso de repente. La reflexión es dejada de
lado para celebrar el encuentro de los labios que en ese momento “se comprenden a la
perfección” (Cfr, In vino veritas, 102). Se entona entonces un cántico liviano y gozoso
en torno al encuentro entre hombre y mujer, a ella en toda su feminidad y a la galantería
de la que se vale el hombre para comenzar el juego;
114 La galantería no cuesta nada y os lo concede todo, al mismo tiempo que condiciona
cualquier goce erótico. La galantería es la francmasonería de la sensualidad y del
placer entre hombre y mujer. Es un lenguaje de la naturaleza misma, como lenguaje
natural es siempre todo lo que expresa el amor. Y este lenguaje no está hecho de
sonidos, sino de deseos disfrazados que constantemente cambian entre sí sus papeles
respectivos. (In vino veritas, 102-103).
La mujer es celebrada, la feminidad, la fuerza e impulso de la seducción. El seductor se
erige como aquel hombre dichoso que puede saborear las delicias de ese fruto creado
por los dioses; el erótico es el hombre que puede comprender que cada mujer encierra
en sí misma a todas las mujeres, a la generalidad y las delicias que trae esta concepción.
El juego de la seducción se lleva a cabo para desvelar, para expresar todo el enigma y
belleza de la mujer.
El banquete es entonces envuelto por la voz de Don Giovanni, sin embargo, también lo
es por su tragedia. La bruja ha terminado de comer y en ese mismo instante ha
desaparecido, se ha consumido en la verdad de su existencia inconsistente. El seductor
ha perecido mientras jugaba en ese enorme “océano de fantasmagorías en perpetuo
devenir” (Cfr, In vino veritas, 109), que es precisamente el juego de la seducción, la
mujer en su más lejana abstracción. Allá en el borde del abismo que lo acerca a las olas,
a su poder se encontró con el límite de su existencia poderosa… la imposibilidad de la
transformación de la seducción. Debajo de la máscara de Don Giovanni tan sólo se
siguen una infinidad de máscaras más, la matrioska culmina en el vacío; vacío que es su
propia existencia.
Ante el vacío, tras la más abrumadora lucha entre el cuerpo y el espíritu, se abre empero
camino el silencio. La música ha estallado en cada recóndito lugar; ha abierto remolinos
a través de los cuales se consume todo a su paso. Un panorama diferente se pinta tras el
salto definitivo en el absurdo de una decisión, en la elección. Se pinta un panorama
apacible, nada ostentoso. En la simplicidad de la pureza que envuelve su existencia
Abraham continúa en silencio. Y Kierkegaard comprende perfectamente la extrañeza
que encarna Abraham, cuando señala que en un centro descentrado, en el “rincón de los
ocho caminos” (In vino veritas, 19), yace sentado un hombre viejo; nada lo perturba y
escucha el viento en una paz que parece no ser posible para los mortales. Lo envuelve el
silencio; el silencio mismo lo define. Los días se siguen, las noches pasan y este hombre
continúa sentado en calma, aferrado a una esperanza extraña, diferente….; absurda.
Sólo uno puede ser el que, aunque sentado donde nadie pasa, es sin embargo recordado
por todos, admirado y reconocido como el caballero de la fe, del absurdo. Éste no es
115 otro más que Abraham. Hombre bendecido por la angustia que sin embargo nunca le
hizo temblar o dudar, pero que todavía hoy nos hace temblar, cuando contemplamos su
grandeza, que es empero debilidad suprema. En el silencio se sumió, y en su ascenso al
monte Moriah escribió la más grande historia jamás contada antes, donde la fe fue su
camino y su límite, donde el amor determinó su decisión, pues “¡oh, más
bienaventurado que cualquiera que fuera la hazaña que algún ser humano haya realizado
y más bienaventurado que si los espíritus le hubieran sido sumisos, más bienaventurado
es ser recordado por el amor!” (Las obras del amor, 361). El rostro de Abraham
marcado por la espera, las pruebas, la fe y su amor, es un rostro que se muestra en su
más radical pureza. El sacrificio, la entrega, el absurdo y el amor definen la existencia
de este caballero de la fe que no sabe de máscaras. Los movimientos de la fe se
caracterizan por estar cargados de pasión; la paradoja que la constituye tan sólo puede
producir un estupor enorme, porque todo aquel que la presencia tan sólo puede intentar
infructuosamente comprender el misterio y el inmenso amor que supone. Los ojos del
anciano se mantienen en el abismo, en su salto y en todo lo que sólo él pudo ver en ese
único paso…; su mirada está todavía en el camino hacia el monte Moriah en su
esperanza, en su fe, en la tarea que le fue encomendada y en la esperanza en virtud del
absurdo que nunca lo abandonó.
En otro lado se encuentra un joven personaje sombrío, siniestro, pero profundamente
seductor. Embriagado de sí mismo, inserto en el centro de su propia tragedia, Don
Giovanni se disuelve en la música. Sin embargo, lo hace resonando en todos los ecos,
en todas las voces, en todos los sonidos; él es la esencia misma del sonido. Don
Giovanni desciende a la oscuridad en medio del remolino, herido de muerte se sumerge
allí junto con todos sus rostros donde ni la locura misma sabría llegar; está herido de
muerte y condenado a padecer siempre la nostalgia del caos. ¡Todo está ya dicho!; y, sin
embargo, sólo podemos escuchar. Tal vez así, nos disponemos con ello a comprender
esto que tenemos ante nosotros, aquello que aún hoy nos perturba.
116 Bibliografía
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XIRAU, Ramón y SOBREVILLA David, (Editores). (2003). Estética. Enciclopedia
Iberoamericana de filosofía, Madrid, Trotta.
119 ANEXO 2
CARTA DE AUTORIZACiÓN DE LOS AUTORES PARA LA CONSULTA, LA REPRODU CC iÓN
PARCIAL O TOTAL, Y PUBLICACiÓN ELECTRÓNICA DEL TEXTO COMPLETO.
(OPCIONAL)
Bogolá, D.C.,
Fecha
Marque con una X
Tes is doctoraD
Trabajo de Grado
CK
Senares
BIBLIOTECA GENERAL
Cuidad
Estimados Señores:
Los suscritos
AAn~g~él~!c~'mM~ª"~ª~E~lia~,,~k~R~od~rt~qu~.~z____________________________ .conC.C.No.
___'~O~3~2~37u'~.8~73L-__
_ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ " con C.C. No. _ _ _ _ __
_ _ _ _ _ _---,.---,_-,--_ _ _ _ _ _ _ _ _ _ " con C.C. No. _ _ _ _ __
autor(es) de la tesis doctora l y/o trabajo de grado
titulado "La Música En Kleregaard: El Arte De La Seducción YDel Enmascaramiel1lo'
presentado y aprobado en el arlo
2009
como requisito para oplar al titulo de
Filósofa
autorizo
(amos) a la Biblioteca General de la Universidad Javeriana para que con fines académicos,
muestre al mundo la producción intelectual de la Universidad Javeriana, a través de la visibilidad
de su contenido de la siguiente manera:
•
los usuarios puedan consultar el contenido de este trabajo de grado en Biblos, en los sitios
web que administra la Universidad, en Bases de Datos, en otros Catálogos y en otros sitios
web, Redes y Sistemas de Información nacionales e internacionales ~Qpen Access" y en las
redes de información del país y del exterior, con las cuales tenga convenio la Universidad
Javeriana.
•
Permita la consulta, la reproducción, a los usuarios interesados en el contenido de este
trabajo, para todos los usos que tengan finalidad académica, ya sea en formato
CD-RQM o
digital desde Internet, Intranet, etc., y en general para cualquier formato conocido o por
conocer.
•
Continúo conservando los correspondientes derechos sin modificación o restricción alguna;
puesto que de acuerdo con la legislación colombiana aplicable, el presente es un acuerdo
juridico que en ningún caso conlleva la enajenación del derecho de autor y sus conexos.
De conformidad con lo establecido en el articulo 30 de la Ley 23 de 1982 y el articulo 11 de la
Decisión Andina 351 de 1993, "Los derechos morales sobre el trabajo son propiedad de los
autores", los cuales son Irrenunciables, imprescriptibles, inembargables e inalienables.
~l:íompleto y documento de identificación del estudiante
~
AngéljcaMarlaEhalekRodríguez CCl 032371.873
~ a,~ mbrt:10m p leto y documento de identificación del estudiante
~ dJAIV;" ,A ngéli ca Merla EI1 81ek Rodnguez,cc 1 03237 1 873
120 A~ri::comp¡eto y documento de identificación del estudiante
•
~~ , Angéli ca Man a Ellalek Rodnguez ,cc 1 032 .37 1 873
NOTA IMPORTANTE: El autor y o aulores certifican que conocen las derivadas juridicas que se
generan en aplicación de los principios del derecho de autor.
c. c. FACUl T AO,_ .!:
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iA' -_ _ _ _ _ PROGRAMA ACAOÉMICO_..JF"I"
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121 ANEXO J
FORMULARIO DE LA DESCRIPCiÓN DE LA TESIS DOCTORAL O DEL
TRABAJO DE GRADO
TITULO COMPLETO DE LA TESIS DOCTORAL
°
TRABAJO DE GRADO: _ _ _ __
-La MÚSica En Kierkegaard El Arte De La SeducCión Y El Enmascaramiento·
SUBTITULO, SI LO TIENE: _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ __
AUTOR
°
AUTORES
Apellidos Com letos
Nombres Completos
Eljaiek Rodríguez
Angéli ca Maria
DIRECTOR (ES) TESIS DOCTORAL
Apellidos Completos
°
DEL TRABAJO DE GRADO
Nombres Completos
Lui s Fernando
Cardona Suérez
°
ASESOR (ES) CODIRECTOR
Apellidos Completos
Nombres Completos
TRABAJO PARA OPTAR AL TITULO DE: _ _---'-FI""6s:;;01;:.'_ _ _ _ _ _ _ _ _ _ __
FACULTAD:
Filosofía
PROGRAMA: Carrera L
Licenciatura _
Especialización __ Maestrfa _
NOMBREDELPROGRAMA :_~C~ar~re~ra~D'~F~ilo~so~fia~
Doclorado _
_ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ __
NOMBRES Y APELLIDOS DEl DIRECTOR DEL PROGRAMA:
LUIS AntoniO Ofuentes
CIUDAD: _-,B",O",G",O,-,T-",A---,- AÑO DE PRESENTACiÓN DEL TRABAJO DE GRADO:
NÚMERO
DE
PÁGINAS
-2009-
_--',,"'8_______________
122 PALABRAS CLAVE
KEY WORDS
•
Música
•
Music
•
Seducción
•
Seduction
•
Enmascaramiento
•
Mascking
•
Genialidad Sensual
•
Sensual Geniality
•
Estético
•
Aesthetic
123 RESUMEN
En este trabajo de grado se presenta la configuración, desenvolvimiento y tragedia de
una vida inmediata como la del Don Giovanni de Mozart a través de la mirada de
Kierkegaard. Seguir un tipo de existencia como ésta implica, no sólo la incursión en el
lenguaje musical, sino también y en esa medida, en la pura genialidad sensual. Ante la
no existencia de una estética de la música dentro del complejo de la filosofía
kierkergaardiana, el camino a seguir no puede ser otro sino el de rastrear a través de las
líneas del mismo Kierkegaard, tanto lo que él concibe como música, como lo que
configura una vida engendrada en su seno, esto es, en el seno de la inmediatez.
Por esto, se trabaja entonces, el distanciamiento del lenguaje discursivo con respecto del
musical y, de esta manera, se entra por completo en la existencia estética de Don
Giovanni para así exponer las razones por las que éste es puramente musical e
inmediato en tanto seductor, en tanto es él mismo todo el poder de la genialidad sensual
que culmina en su tragedia en la contraposición con el espíritu. Debido a lo anterior, el
examen también contempla la fuerza propia del caballero de la fe, Abraham, como la
superación en el silencio de la existencia estética en el salto hacia la fe.
ABSTRACT
In this Degree work the configuration, development and tragedy of the immediate life of
Mozart’s Don Giovanni it’s presented through the gaze of Kierkegaard. To follow this
kind of existence implies the incursion not only, in the musical language, but also, in
that way, in the pure sensual geniality. Before the inexistence of an aesthetic of the
music in the complex of Kierkegaard’s philosophy, the path to follow could be no other
than to track through the lines of the same Kierkegaard, what he conceives as music,
and what configures a begotten life in its bosom, this is, in the bosom of the immediacy.
For this, the growing apart of the discursive language in regard of the musical it’s
worked and, in that way, the completely aesthetic existence of Don Giovanni it’s
introduce; in order to show the reasons of why he is purely musical and immediate as a
sedater, as he is itself all the power of the sensual geniality that culminates in his
tragedy, in his contraposition to the spirit. Because of this, the inquiry considers also the
own force (strength) of the faith knight, Abraham, as the overcoming in the silence of
the aesthetic existence in the jump to faith.
.
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