ENCUENTROS EN VERINES 2002 Casona de Verines. Pendueles(Asturias) TRES GOLPES Marina Mayoral La literatura que se ha trasmitido de forma oral: los fragmentos de poesía épica, los romances, las leyendas, las canciones que acompañaban el trabajo de la siega o los casamientos, los cantos de burlas o de maldecir, todo lo que se ha transmitido de boca en boca de generación en generación, ha influido en la manera de vivir y de entender la vida de las gentes, y, por supuesto, en la obra de los escritores que han sido partícipes de esa literatura oral. Esta influencia, vigente hasta mi generación al menos, no se manifiesta solo ni principalmente en los temas, sino en la manera de enfocarlos y en las propias posturas ante la vida. Estoy convencida de que muchas de las creencias de la gente de mi generación, muchas reacciones que juzgamos irracionales ante determinadas circunstancias, están condicionadas por una experiencia infantil que tiene más de colectiva que de personal. Las canciones que cantaba nuestra madre, los cuentos que nos han contado siendo niños, los relatos de las andanzas de bandidos o de fuxidos que entonces oímos han ido configurando un mundo que no tenía nada que ver con la historia y la religión oficiales que aprendíamos en las escuelas o en el catecismo. Era un mundo ancestral que llegaba a nosotros a través de la palabra hablada o cantada y del que muchos nos convertimos en transmisores, a veces sin ser conscientes de ello. El miedo al lobo, las connotaciones simbólicas que para mí tiene ese animal, la identificación de su figura con el Mal absoluto, no tiene nada que ver con una experiencia personal concreta, sino con la literatura oral que sobre él recibí desde niña en el pueblo en el que nací. y quien dice lobo, dice el Alén, el Más Allá, las ánimas, la pervivencia tras la muerte, el misterio, una forma especial de concebir el amor... Son infinidad las creencias y las vivencias que quedan soterradas en el subconsciente y que afloran en la obra del escritor procedentes de ese mundo transmitido por la literatura hablada. Las mujeres eran uno de los vehículos más habituales de transmisión. Contaban sobre todos historias de amores y de aparecidos. Mi madre era más aficionada a cantar que a contar y sus canciones, tristísimas, las he ido reconociendo más tarde en la obra de poetas gallegos del diecinueve. El mundo del Más Allá llegó a mí a través de una de las fuentes más típicas: los cuentos que nos contaba a un grupo de niñas una anciana, abuela de una de ellas. A mi madre no le hacían ninguna gracia esas historias de muertos, así que durante toda mi niñez yo me abstuve de contarle lo que la señora Emilia nos contaba. En una ocasión hablé de ello con mi abuela, que movió la cabeza con reconvención y dijo: "Todo eso son meiguerías ". Lo cual no quería decir que fuesen mentira sino algo propio de meigas, de brujas, de seres con poderes sobrenaturales que se extendían más allá de la tumba. En efecto, ese fue el mundo literario que nos transmitió la señora Emilia: el mundo de ultratumba, que estaba íntimamente unido al nuestro, hasta el punto de que sus límites se desdibujaban y en determinados momentos podían coincidir. Sus habitantes lo abandonaban con frecuencia para venir a pasearse por el de este lado, a veces con aviesas intenciones, como los muertos de la Santa Compaña, a la que había que saber conjurar para evitar que te incorporasen a su procesión nocturna, o como los maridos celosos que venían a incordiar a la nueva pareja de su mujer, pero la mayoría de las veces aparecían para confesar faltas cometidas y pedir ayuda para pagar sus culpas. Porque en el Alén seguían vigentes las mismas pasiones de este mundo y además una implacable justicia, con castigos para los culpables mucho más terribles de lo que había sido la culpa, rasgo que, por otra parte, lo acercaba al imaginario religioso cristiano con sus eternos castigos infernales. En realidad y bien mirado, el mundo del catecismo y el de la señora Emilia no eran tan distintos y muchas veces se mezclaban, como yo misma pude comprobar en el episodio de San Pascual Bailón. La señora Emilia nos dijo que este santo concedía a sus devotos el don de avisarlos el día antes de su muerte, dando tres golpes en la puerta de su casa. Nos contó el caso de tres personas que ella había conocido que se salvaron del infierno gracias a aquella devoción, ya que, avisadas por el santo, tuvieron tiempo de arrepentirse de sus pecados, a saber y respectivamente, nos dijo: restituir la parte de la herencia que había sustraído injustamente a sus hermanos, la primera; desmentir un falso testimonio que había dado en un juicio, la segunda; y reconocer como propio a un hijo natural que había dejado abandonado, la tercera. Al terminar el relato propuso que rezásemos tres padrenuestros a san Pascual y con eso él nos avisaría el día anterior a nuestra muerte con los tres golpes de rigor. Esa reiteración del número tres, tres oraciones, tres golpes, tres ejemplos, es propia de la literatura oral, que basa gran parte de su eficacia en el uso de la recurrencia y de paralelismos de todo tipo, además de la utilización de números como el tres o el siete, considerados mágicos en muchas culturas. Y, como también suele suceder en los relatos tradicionales, hubo entonces un discípulo malo, un elemento rebelde que no cumplió las reglas de la ceremonia. En aquella ocasión fui yo, que, llevada de una extraña inquietud y de un decidido propósito de no participar en aquel asunto, fingí que rezaba, pero no recé. Las cosas se complicaron porque una de las niñas se dio cuenta: "Marinita no reza", dijo con voz implacable. Yo lo negué, como san Pedro; la señora Emilia insistió en la conveniencia del trato con el santo; yo aseguré que estaba rezando, y, finalmente, vigilada por la acusica y alguna niña más que se apuntó a la labor de espía, moví los labios para pronunciar las palabras del padrenuestro. Aquella misma noche pedí la intercesión de la Virgen de los Dolores, a quien mi madre rezaba siempre para alcanzar "una buena muerte " para que le dijese de mi parte a san Pascual que yo había movido los labios pero que, en realidad, no tenía intención de rezar, así que no se molestase en venir a avisarme, que se lo agradecía, pero que no quería, vaya, que no viniese de ninguna manera a golpear a mi puerta. Durante algún tiempo no las tuve todas conmigo, pero me tranquilizaba la idea de que la Virgen de los Dolores era más importante en la jerarquía del santoral que San Pascual Bailón, y que, sin duda, el santo le haría caso. Y así me fui tranquilizando hasta olvidarme por completo del asunto. Pero una noche, mucho tiempo después, me despertó un golpe dado en la puerta de la casa. Yo vivía por entonces sola con mi abuela. Mis padres se habían ido a Lugo y me habían dejado con ella. La casa tenía una planta baja y dos pisos, en el segundo de los cuales dormíamos mi abuela y yo. La puerta de la casa estaba formada por dos grandes hojas de madera gruesa, una de ellas siempre cerrada y la otra dividida en dos partes: la superior, que se cerraba de noche con una gran llave de hierro, y que de día quedaba abierta como si fuese una contraventana; y la inferior que podía abrirse desde la calle levantando el picaporte. La aldaba la habían robado, los gitanos al parecer, y nunca se repuso, así que lo que yo oí aquella noche fue un golpe como el de un puño golpeando la madera. Primero un golpe entre sueños, después otro, ya despierta, y el tercero sentada en la cama con los ojos bien abiertos. Tres golpes: plum, plum, plum... Inmediatamente me acordé del santo, aunque los golpes habían sido tan claros que pensé que podría tratarse de una persona y no de un espíritu. Salté de la cama y llamé a mi abuela. Le dije que habían llamado a la puerta. Mi abuela murmuró: "jA estas horas! ", pero sin dudarlo se echó un mantón de lana por los hombros, bajó al primer piso y abrió un balcón que daba a la calle. Algo en su gesto decidido y serio me hizo recordar las historias de fuxidos, los maquis que aún andaban escondidos y a los que solo con malas tretas y a traición la guardia civil era capaz de matar. Esperé en lo alto de la escalera, deseando con toda mi alma que uno de ellos viniese a pedir ayuda a nuestra casa, yo estaba segura de que mi abuela lo escondería y le ayudaría a escapar. Pero algo en el fondo de mí me decía que aquello no iba a suceder. y así fue. Mi abuela cerró el balcón, me dijo: "Neniña, debiste de soñar, no hay nadie en la calle ", y me acompañó a la cama. Aquello era la confirmación que yo temía: no había nadie visible porque los golpes los había dado san Pascual Bailón. En el reloj de la catedral sonaron cuatro cuartos y tres campanadas: eran las tres de la madrugada, y yo tenía veinticuatro horas de plazo para preparar mi viaje al Más Allá. Mis recuerdos del resto de esa noche y del día siguiente son confusos. No conseguí dormir y por la mañana me dolía la cabeza; mi abuela decía que me había enfriado al levantarme por la noche. No hablé con nadie de lo que estaba pasando, ni con ella, ni con las amigas, ni con el cura. Tampoco hice nada especial como repartir mis juguetes o escribir cartas de despedida a las que después he sido tan aficionada. Me movía entre la certeza de haber oído los tres golpes y que por tanto la hora de mi muerte había llegado, y la esperanza de que aquello no fuese verdad. También pensaba en cómo podría ser mi muerte, si mi corazón dejaría de latir sin más ni más o si sería de accidente: una teja desprendida del tejado, un bocado de comida que se atraganta, o lo que a mí me producía más terror que la misma muerte: que me picase una araña venenosa. Anduve todo el día desazonada, como poco, y no salí a jugar. Mi abuela de vez en cuando me tocaba la frente y me preguntaba si me dolía algo. Me dolía la cabeza, y sentía un peso en el pecho, sobre el corazón, pero las horas del día iban pasando y yo no me moría, con lo cual mi esperanza, aunque también mi nerviosismo, iban ganando terreno a mi temor. Alargué lo más que pude el rato de la cena, pero mi pobre abuela, que trabajaba todo el día, se moría de sueño y a las doce estábamos ya en la cama. Quedaban todavía tres horas. De nuevo el número tres. Las pase despierta, por supuesto. No era difícil porque el reloj de la catedral daba los cuartos y así cada quince minutos el sonido de las campanas anunciaba el paso del tiempo. De vez en cuando encendía la luz y comprobaba que no había una araña, única enviada de la muerte que era ya posible a aquellas horas. No apareció ninguna. y por fin los cuatro cuartos y las tres campanadas que marcaban el final del plazo me sonaron como un repique de sábado de gloria. Me dormí inmediatamente. Me despertó la voz de mi abuela a la mañana siguiente. Estaba de pie al lado de mi cama y me dijo: "Neniña son ya las once: te quedas sola en casa. D. Ricardo, nuestro vecino, se ha muerto esta noche y voy a dar el pésame a la familia. A lo largo de mi vida he dejado de creer en muchas cosas, pero esa creencia, que llegó a mí a través de la literatura oral, no me abandonará nunca: estoy convencida de que oí los tres golpes y de que San Pascual Bailón aquella noche se equivocó de puerta.