Moda, cuerpo y política en la cultura visual durante la época de Rosas 1 Marcelo Marino Indagar sobre las imágenes en Buenos Aires durante el período del gobierno de Juan Manuel de Rosas demanda un ejercicio de desmantelamiento de muchas de las jerarquías entre géneros y categorías artísticas. En general, la historiografía tradicional que abordó el tema en visiones globales, insistió en designar a las producciones de este período como pertenecientes a un momento formativo en el desarrollo de las artes en la región. Esta forma de pensar el problema hizo que muchas imágenes y objetos artísticos tuviesen un impacto menor en los discursos de la historia del arte nacional o que quedaran marginados por no alcanzar los estándares de calidad de factura o de resolución estética. Si se piensa en la revalorización que el arte producido en los virreinatos y las colonias ha tenido en las historias del arte en Latinoamérica, y también en la atención que han recibido los procesos artísticos de la segunda mitad del siglo XIX hasta la época de los primeros centenarios, sigue habiendo un espacio intermedio –el de la primera mitad del siglo XIX– que aún espera redefiniciones en sus periodizaciones, en sus métodos y en sus perspectivas de abordaje. Esta primera mitad del siglo XIX en Buenos Aires –y en Latinoamérica– tiene sin embargo la particularidad de funcionar como bisagra en un momento de cambio y de alteración de los órdenes simbólicos relacionados con los usos, la producción, la apropiación y la difusión de las imágenes. Fue el momento en que a través de procesos con diferentes ritmos temporales y con diversas intensidades se fueron sustituyendo los usos y las funciones establecidos para las imágenes en el tiempo de la colonia. Estos procesos no fueron lineales, y se puede afirmar que luego de la disolución de los virreinatos y junto con las luchas independentistas del primer cuarto del siglo XIX, los antiguos sentidos dados a la imagen fueron transformados y desplazados por otros nuevos. En este devenir se generaron diversos lugares de resistencia. Los emblemas, las banderas, los escudos, las monedas, junto con las imágenes de héroes de las revoluciones y de las independencias, conservaron mecanismos en su creación por los cuales quedaban investidos de cierta sacralidad y perpetuaban así un tradicional uso de la imagen que, al mismo tiempo, se veía actualizado por las referencias a la imaginería 1 Este texto se encuentra publicado en Baldasarre, María Isabel y Dolinko Silvia (editoras) Travesías de la imagen. Historias de las artes visuales en la Argentina. Vol. I. Buenos Aires. CAIA/UNTREF. 2011. revolucionaria europea y por el tratamiento más moderno de géneros; tal fue el caso del retrato militar, que desde este momento encarnaba no sólo la necesidad de quedar inmortalizado como protagonista de los hechos históricos y políticos del momento, sino que también condesaba los deseos por poseer las efigies de esos héroes representados que los nuevos consumidores de imágenes manifestaban.2 La magnífica galería de retratos civiles y militares pintados por José Gil de Castro es sin duda uno de los mejores ejemplos y modelos de estos usos, funciones y lenguajes artísticos superpuestos y en transformación. Por otra parte, géneros como el paisaje, las vistas, las escenas costumbristas y la pintura de tipos fueron reelaborados durante este período. Se vieron tensionados de tal forma que en el ámbito específico de la pintura de paisajes en la Argentina surgió una suerte de imposibilidad de representación del tema de la pampa apoyada en modelos literarios, donde las evocaciones al tránsito, al tedio de las grandes distancias, al peligro de los desiertos y de sus habitantes indígenas formaron todo un modelo de dispositivos y esquemas de representación que continuarían activos durante todo el siglo; incluso, seguirían siendo cuestionados de alguna forma en las discusiones sobre las búsquedas de un arte nacional a principios del siglo XX, en el debate de los lenguajes artísticos modernos de las décadas del veinte y del treinta y en las temáticas gauchistas, criollistas e indigenistas de la época.3 La idea del campo o del desierto como escenario del drama fue también durante la primera mitad del siglo XIX un agente renovador no sólo de la plástica –encarnada en las elaboraciones pictóricas de Mauritz Rugendas–, sino también en los lenguajes literarios cuyo ejemplo fundacional en la historia de las letras nacionales es el poema La cautiva, de Esteban Echeverría. El tema del rapto, caro a la pintura occidental europea y pleno de connotaciones eróticas, encontró su correlato en la figura de la cautiva blanca 2 Para un tratamiento de estos temas en el arte latinoamericano de la primera mitad del siglo XIX, cf. Natalia Majluf, “Los fabricantes de emblemas. Los símbolos nacionales en la transición republicana. Perú. 1820-1825”, en Visión y símbolos. Del virreinato criollo a la república peruana, Lima, Banco de Crédito, 2006, pp. 203-241; José Emilio Burucúa, et al, “Influencia de los tipos iconográficos de la Revolución Francesa en los países del Plata”, en Imagen y recepción de la Revolución Francesa en la Argentina. Comité Argentino para el Bicentenario de la Revolución Francesa. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, l990; Roldán Esteva Grillet, “Iconografía europeo-americana de Bolívar”, en Mario Sartor (ed.), Nazioni e Identita Plurime. Studi Latinoamericani 02, Udine, Universita degli Studi di Udine, 2006, pp. 161-188. 3 Los temas de la pintura de Pedro Figari son un buen ejemplo de esta cuestión. en manos de indios bravos y salvajes.4 Y si el tópico de la exhibición del cuerpo de la mujer arrebatada violentamente –junto con otro grupo más amplio de tópicos “orientalistas” –, había reingresado a la pintura académica europea ofreciéndole variedad y, finalmente, revitalizándola,5 en la pintura local colaboró, entre otras cosas, en la configuración en clave romántica de las primeras formas de mirar la acción y las disputas de los habitantes de la pampa. También este tema ofreció la posibilidad de mostrar en segundo plano un paisaje esquivo que, sin desarrollarse plenamente, se mostraba diferente en su retórica de las vistas y de los registros del territorio hechos por los artistas científico-viajeros de fines del siglo XVIII y principios del XIX. 6 Finalmente, el mismo motivo representó en sus imágenes el que sería uno de los debates políticos e intelectuales más definitorios en el acceso a la modernidad y a la formación de la Argentina como Nación durante la segunda parte del siglo XIX y hasta 1910. Me refiero a la contienda civilización/barbarie que se hizo carne en el cuerpo deshonrado de las cautivas y que se alimentó con imágenes y sus textos.7 Es así que un tópico transplantado, de raíces europeas, fundó una nueva forma de ver nuestra historia e intervino en el armado del discurso que se superaba y habilitaba el ingreso al progreso. Fue en este contexto, y poniendo orden a las imágenes de cautivas de la primera mitad del siglo, que en 1892 Ángel DellaValle selló el conflicto de los cuerpos arrebatados con su cuadro La vuelta del malón. Esta obra tomaba un tema antiguo y le aportaba otro sentido, con una imagen de factura grandiosa e impactante muy distinta a las cautivas de Rugendas que eran puro fuego, borroneo y alboroto de cromatismos románticos. Este malón era muestra de un 4 Cf. Laura Malosetti Costa, Rapto de cautivas blancas. Un aspecto erótico de la barbarie en la plástica rioplatense del siglo XIX. Hipótesis y Discusiones /4, Buenos Aires, Facultad de Fiolosofía y LetrasUBA, 1998. 5 Christine Peltre, L’atelier du voyage. Les peintres en Orient au XIX siècle, Paris, Le Promeneur, 1995. Scott Allan, “Gérôme ante el tribunal: las primeras reacciones de la crítica”, en Jean-Léon Gérôme [18241904], Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza, 2011, pp. 41-57. 6 El tema de la formación de una iconografía de la pampa en las imágenes y en los textos ha sido tratado en Laura Malosetti Costa y Marta Penhos, “Imágenes para el desierto argentino. Apuntes para una iconografía de la pampa”, en Ciudad/Campo en las Artes en Argentina y Latinoamérica, Buenos Aires, CAIA, 1991. Para las imágenes surgidas en el contexto de las expediciones científicas en territorio sudamericano, cf. Marta Penhos, Ver, conocer, dominar. Imágenes de Sudamérica a fines del siglo XVIII, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005. Para otros aspectos del orientalismo en la pintura, cf. Roberto Amigo, “Beduinos en la Pampa. Apuntes sobre la imagen del gaucho y el orientalismo de los pintores franceses”, en Historia y Sociedad, n° 13, Medellín, Universidad de Colombia, Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, 2007. 7 Laura Malosetti Costa desarrolla con riqueza de fuentes esta idea en su texto “El rapto de la cautiva. Un tema de encuadre de la plástica rioplatense”, en 2º Jornadas de Teoría e Historia de las Artes, Buenos Aires, CAIA, 1990, pp. 55-66. oficio pictórico maduro, al tiempo que simbolizaba la tan discutida civilización y la limpieza final del obstáculo que había representado el indio en los proyectos políticos. 8 En lo referente a las escenas costumbristas y de tipos humanos, además de la mirada del “otro” europeo que estuvo en el centro de su configuración durante el siglo XVIII y que siguió activa durante el siglo XIX, se le puede adicionar una particular forma de verse a sí mismos que contribuyó ya no solamente a la formación de una parageografía americana para los ojos extranjeros sino que también condensó en tipos regionales que acompañaron los procesos de formación de las naciones americanas y sus necesidades de diferenciación y de demarcación de nuevos espacios políticos, de nuevos marcos culturales y de nuevos modelos visuales. Es así que los tipos urbanos limeños retratados por Pancho Fierro, los tipos urbanos porteños de César Bacle o los tipos bogotanos de Auguste Le Moyne no sólo respondieron en ese momento a la necesidad de saber “cómo eran” los habitantes de estas nuevas ciudades americanas –y de ahí el estereotipo– sino que también, y gracias a la circulación de las estampas por el continente, contribuyeron a identificar el “cómo éramos” y cómo se diferenciaban los horizontes culturales de cada región.9 La elaboración del tipo de las tapadas limeñas y el tipo femenino porteño de las mujeres con peinetones de gran tamaño dieron cuenta de estos fenómenos urbanos distintivos. A este universo de la cultura visual se le sumaron los primeros daguerrotipos producidos en nuestro país a partir de la instalación desde 1843 de locales destinados a su producción.10 Es decir, no sólo los objetos artísticos eran heterogéneos sino que también los mecanismos de reproducción de la realidad y los procesos de representación se vieron alterados en este momento por la irrupción del nuevo medio. Y si bien el desarrollo y la popularización del daguerrotipo y las otras formas de fotografía se consumaron luego de la caída de Rosas en 1852, es importante tener en cuenta que desde ese momento la fotografía no sólo afectó a los mecanismos de producción de la imagen sino que también modificó y estimuló el acceso a ella. 8 Cf. Laura Malosetti Costa, Los primeros modernos. Arte y sociedad en Buenos Aires a fines del siglo XIX., Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2001. 9 Natalia Majluf, “Pattern-Book of Nations: Images of Types and Costumes in Asia and Latin America, ca. 1800 –1860”, en Reproducing Nations: Types and Costumes in Asia and Latin America ca. 18001860, New York, Americas Society, 2006; Alejo González Garaño, Trages y Costumbres de la Provincia de Buenos Aires. Prólogo a la edición facsimilar del álbum de 36 litografías de César Bacle, Buenos Aires, Viau, 1947. Donación Carlos Botero Nora Restrepo. Auguste Le Moyne en Colombia 1828-1841, cat., Bogotá, Museo Nacional de Colombia, 2004. 10 Miguel Ángel Cuarterolo, “Las primeras fotografías del país”, en Los años del daguerrotipo. Primeras fotografías argentinas. 1843-1870, Buenos Aires, Fundación Antorchas, 1995, pp. 15-19. El profundo cambio en la sociabilidad porteña iniciado hacia 1800,11 e intensificado luego de la Revolución de 1810, tuvo su impacto en las costumbres y lógicamente también en los usos y funciones de las imágenes. La línea que dividía los ámbitos privados de los públicos se hizo cada vez más permeable y el ingreso de la política en la cotidianeidad encontró su máxima expresión durante los años del gobierno de Juan Manuel de Rosas en Buenos Aires (1829-1852), especialmente en su segundo período de gobierno. Y si bien el uso político de la imagen no era algo nuevo, sí se trató de ordenar la cultura visual de tal forma que respondiera a las necesidades de propaganda del régimen. La invasión del contenido político sobre todo el universo visual de la época hace reflexionar sobre la operatividad de las visiones de la historia del arte para armar un discurso que incluya a un material tan heterogéneo de formatos, técnicas, géneros, calidades, usos e intenciones. La idea de los estudios culturales y junto a éstos, la de cultura visual, serían las apropiadas para abordar el estudio de las producciones estéticas del período.12 Estos objetos van desde los géneros, categorías y materialidades más tradicionales del arte hasta las más diversas e inusuales. Es así que pinturas, acuarelas, dibujos y grabados convivieron con daguerrotipos, mobiliario, vajilla, objetos decorativos, vestimenta y accesorios de moda, textiles, decoraciones efímeras, uniformes militares, impresos de lo más variados y un sinnúmero de materiales que reproducían los colores, las efigies y los lemas del gobierno rosista. Precisamente los lemas –escritos y gritados–, la poesía popular, los cantares, es decir, las letras y las voces recuperadas, también fueron soportes que dialogaron intensamente con las imágenes y que alimentaron su fabricación al tiempo que se nutrieron de ellas.13 La intromisión de la política en la vida privada es una cuestión de privilegio para estudiar las imágenes de esta época. La historia del rosismo se ha ocupado oportunamente de analizar las imbricaciones entre poder político, espacios públicos y ámbitos privados, y ha demostrado la progresiva politización de las zonas de 11 Cf. Jorge Myers, “Una revolución en las costumbres: las nuevas formas de sociabilidad de la elite porteña, 1800-1860”, en Historia de la vida privada en Argentina. Tomo I. País antiguo. De la colonia a 1870, Buenos Aires, Taurus, 1999, pp. 111-145. 12 Elaine Baldwin et al, Introducing Cultural Studies, Hertfordshire, Prentice Hall Europe, 1999. Nicholas Mirzoeff, “What is Visual Culture?”, en Mirzoeff (ed.), The Visual Culture Reader, London-New York, 1998, pp. 3-13. 13 Cristina Iglesia (ed.), Letras y divisas. Ensayos sobre literatura y rusismo, Buenos Aires, Santiago Arcos, 2004 [1ª ed., Eudeba, 1998); Olga Fernández Latour de Botas, Cantares históricos argentinos, Buenos Aires, Del Sol, 2004; Félix Weinberg (sel.), La época de Rosas. Antología, Buenos Aires, CEAL, 1967; Lelia Area, Una biblioteca para leer la Nación. Lecturas de la figura de Juan Manuel de Rosas, Rosario, Beatriz Viterbo, 2006. intimidad.14 Para la historia del arte y de las imágenes, este tema ha sido resuelto muchas veces por la identificación de la iconografía rosista ya sistematizada pero aún no revisada y cuestionada en aspectos más sutiles. Es por ello que muchos de los estudios referidos al período se presentaron como un catálogo de los temas del rosismo pero no se preguntaron sobre el funcionamiento de esas imágenes en el contexto de las políticas y de las sociabilidades de donde provenían.15 Para tratar de explorar de qué forma las imágenes y los objetos revelan esta inserción del rosismo en las costumbres y las sociabilidades privadas, resulta interesante hacer un análisis de algunas obras que animan a poner la atención en los complejos procesos de construcción de la apariencia. Con esto me refiero a ciertas imágenes – algunas esenciales y sumamente visitadas en el arte del período y otras menos transitadas– que muestran el vínculo existente entre la moda y el control sobre el cuerpo y la apariencia impuesto por el régimen de gobierno. Como ya señalé antes, la parafernalia rosista se desplegó en una gran cantidad de objetos, muchos de ellos relacionados con el vestir y con la construcción de la apariencia. Guantes, peinetones y peinetas, fondos de galeras, pañuelos, cintas, moños, fueron el soporte del discurso político, así como las poses, los gestos y las sociabilidades que los completaban.16 El cuerpo vestido como integrante de la cultura visual de una época ofrece una información riquísima para la lectura de sus imágenes y para la definición de los espacios de circulación de las mismas. Si a esto se le suman los mecanismos de control, vigilancia y sanción impuestos explícita e implícitamente por el gobierno a través de leyes, ordenanzas y –más importante aún– a través de la mirada del “otro”, la indumentaria y sus lenguajes y prácticas ayudan a revelar esos espacios donde la membrana de lo privado se hacía permeable y permitía que ingresara la política. 14 Estos aspectos han sido abordados en un corpus muy amplio de textos y artículos. Señalo sólo los que revisten interés para el análisis que aquí se expone: Ricardo Salvatore, “Expresiones federales”. Formas políticas del federalismo rosista”, en Noemí Goldman y Ricardo Salvatore (comps.), Caudillismos rioplatenses. Nuevas miradas a un viejo problema, Buenos Aires, Eudeba, 2005, pp. 189-222. Pilar González Bernaldo de Quirós, Civilidad y política en los orígenes de la Nación Argentina. Las sociabilidades en Buenos Aires, 1829-1862 Buenos Aires, FCE, 2007. [1ª ed. 1999]; Marcela Ternavasio, Historia de la Argentina. 1806-1852, Buenos Aires, Siglo XXI, 2009; Gabriel Di Meglio,¡Viva el bajo pueblo! La plebe urbana de Buenos Aires y la política entre la Revolución de Mayo y el rusismo, Buenos Aires, Prometeo, 2006. 15 La sistematización del corpus de imágenes rosistas hecha por Juan E. Pradère continua siendo una referencia básica y fundamental para los motivos rosistas a pesar de contener muchos errores en la identificación de las obras y de su desactualización en los textos. Juan A Pradère, Juan Manuel de Rosas. Su iconografía, Buenos Aires, Oriente, 1970. 16 Marcelo Marino, “Impresos para el cuerpo. El discurso visual del Rosismo y sus inscripciones en la construcción de la apariencia”, en Marcela Gené y Laura Malosetti Costa (comps.), Atrapados por la imagen. Arte y política en la cultura impresa argentina, Edhasa, Buenos Aires, en prensa. Las prácticas y los usos de estos objetos de moda y de las prendas de indumentaria resumidas en ademanes del cuerpo –como dar la mano y exhibir la efigie de Rosas, sacarse la galera y mostrar el retrato del Restaurador en el fondo, comer con vajilla rosista, arreglar un bouquet de flores en un jarrón con el doble retrato de Encarnación y Juan Manuel, adornar y señalar el cuerpo con cintas rojo punzó y sus correspondientes lemas de “Federación o Muerte” o “Mueran los salvajes unitarios”– fueron las actividades cotidianas en las que intervenía con fuerza la imagen federal y activaba diferentes poderes en aquellos que las portaban y las creaban, y también en los demás que observaban. Servían para dar la información correcta con respecto a la situación individual y colectiva con respecto al régimen. Se estaba de un bando o del otro. No sólo había que ser federal sino también parecer. Boudoir federal. La intromisión del rosismo en la intimidad del vestir La fuerza de la “representación” –en el sentido enunciado por Louis Marin–17 encontró su dinámica en imágenes y en objetos que, simultáneamente, eran lo que eran al tiempo que también eran “el rosismo”. El cuerpo civil a través del dispositivo de la apariencia se convertía así en el cuerpo rosista. Boudoir federal, atribuido al pintor Cayetano Descalzi, pone en evidencia un aspecto de la intromisión del rosismo en las prácticas privadas del vestir femenino. La obra, de difícil rastreo actualmente, aparece reproducida y descripta en la Monumenta Iconographica de Bonifacio del Carril.18 En el texto que la acompaña se advierte sobre la presencia de dos firmas, una G. B. y otra C. B. La primera correspondería al nombre de “Gaetano Descalzi” en tanto que no identifica la segunda. En este texto se consigna a la obra como una acuarela pero en la misma Monumenta Iconographica, cuando se expone una breve biografía del pintor, se vuelve a nombrar al cuadro diciendo esta vez que se trata de un óleo. En esta misma fuente se ofrece la datación aproximada de 1845. Si bien no se nombra el paradero de la obra, ésta formó parte de la colección de Domingo Eduardo Minetti y así figura en un catálogo de 1958, pero la reproducción que aparece en este catálogo es levemente 17 Louis Marin, Des pouvoirs de l’image, Paris, Seuil, 1993; De la répresentation, Paris, Gallimard-Le Seuil, 1994. 18 Bonifacio Del Carril, Monumenta Iconographica. Paisajes, ciudades, usos y costumbres de la Argentina. 1536-1860, Buenos Aires, Emecé, 1964. distinta a la reproducida por Del Carril.19 Me referiré aquí a la versión de la Monumenta ya que es la única imagen de esta pintura reproducida en colores: luego de la venta de la colección Minetti, se desconoce el poseedor del cuadro y no hay reproducciones actualizadas. Como quiera que sea, el problema de las dos copias y del paradero actual de la obra no afecta al sistema de relaciones que ésta exhibe.20 19 Pintura Argentina. Colección Domingo Eduardo Minetti, Buenos Aires, Bonino, 1956. La imagen reproducida en este catálogo se diferencia en el giro de la cabeza de la mujer reflejada, que en lugar de mirar al espectador como la que aparece en la Monumenta Iconographica, tiene una posición más lógica en relación con su ubicación frente al espejo. La disposición y la cantidad de elementos sobre el tocador también difiere. La guitarra en la pared no aparece en este caso; finalmente, se consigna a la obra con el nombre Dama en el tocador, óleo, y se dan las medidas 0,23 x 0,31. 20 La versión de la colección Minetti estuvo en manos de su dueño con seguridad hasta 1964, pues figura reproducida como suya con el nombre de Dama porteña ante el espejo en el catálogo Pintura argentina de ayer y de hoy. Colecciones Domingo E. Minetti, Gonzalo S. Martínez Carbonel, Eduardo Oliveira Cesar. Coordinador General: Jorge Beltrán, Museo Provincial Emilio Caraffa, Córdoba, Adhesión Universidad de Córdoba, 1964. Mi agradecimiento a Talía Bermejo por este dato. Fig 1. Cayetano Descalzi. Boudoir Federal. c. 1845. (paradero desconocido) La mujer frente al tocador ha sido un tema muy transitado en la historia del arte por su posibilidad de mostrar el cuerpo femenino durante la práctica íntima del aseo, del arreglo personal y del vestir. Y si el desnudo es una forma de retórica visual que incluye al cuerpo a medio vestir, se podría afirmar que esta imagen transita por esta categoría o por un estadio intermedio. Si percibimos a la indumentaria como una extensión del cuerpo, esta extensión del cuerpo también puede ser entendida como algo aparte del cuerpo que puede ser removido. Ese espacio, definido por Linda Nochlin como un “escandaloso estadio intermedio”, es el que dota a la imagen de la intensidad erótica del desnudo representada por la negociación entre vestido y desvestido.21 A la vez, de acuerdo a la indumentaria de la época, la mujer en la imagen de Descalzi aparece exhibiendo las prendas de ropa interior que van por debajo del vestido. De hecho, sobre la silla a un costado, se encuentran las faldas superiores de su traje y el cuerpo o corsage del vestido que tiene una forma muy similar al corsé interior a medio ajustar que la dama lleva sobre la camisa. Por una elocuente abertura que quizás es la marca más evidente del medio vestir de la protagonista, debajo de la falda intermedia color castaño se pueden ver las enaguas inferiores. La retórica de estas prendas es dual y, por ello, intensa, ya que una persona en ropa interior siempre está medio desnuda o a medio vestir, y parte de la fascinación que ejercen los cuadros de toilettes tiene que ver con esto.22 El diálogo entre este cuerpo a medio vestir y las ropas a un costado también aporta su potencia a la imagen. Ubicadas en un mismo plano, las partes del vestido sobre la silla componen una “naturaleza muerta textil” en donde el corsé externo del vestido, dispuesto con desorden, guarda la memoria del cuerpo que abrazó y que volverá a abrazar. Este ordenamiento del traje impone al espectador la percepción de la temporalidad del acto de vestirse. Las ropas interiores pronto serán ajustadas y puestas en su lugar. Luego serán cubiertas por las demás partes del vestido. Y de esta forma asistimos a una práctica que se renueva diariamente.23 Mientras tanto, todo este proceso es observado desde la pared por Juan Manuel de Rosas. La presencia de la mirada masculina define la lectura en clave erótica de esta imagen.24 El ingrediente extra en Boudoir federal es que Rosas no sólo asiste a la 21 Citado en Marcia Pointon, Naked Authority: The Body in Western Painting, 1830-1908, Cambridge, Cambridge University Press, 1990, p. 120. 22 Cf. Valerie Steele, The Corset. A Cultural History, New Haven & London, Yale University Press, 2007, pp. 113-141. 23 Hollis Clayson advierte sobre el sentido de estas acumulaciones de vestimenta femenina y su relación con los cuerpos desnudos o a medio vestir en la pintura francesa del último cuarto del siglo XIX. La autora sugiere que en muchas de estas imágenes se trata de una referencia al momento postcoital. Valerie Steele, en su libro The corsé, retoma la idea planteada por Clayson y trabaja sobre el ejemplo del cuadro Rolla de 1878 de Henri Gervex, pintura que fue retirada del Salón de ese año, no por la representación del cuerpo desnudo de la prostituta Marion durmiendo, sino por la acumulación de su ropa mezclada con la de su amante Rolla. La disposición de las prendas (las de él sobre las de ella) indica que cuando Marion se había desnudado, Rolla aún estaba vestido. Esto fue criticado por los censores del Salón y la obra fue excluida. Gervex recordaba que Degas le había sugerido pintar las ropas de tal forma que se entendiera que la mujer no era una modelo y que se trataba de una prostituta. Hollis Clayson, Painted Love: Prostitution in French Art of the Impressionist Era, New Haven and London, Yale University Press, 1991; Steele, op. cit., pp. 121-123. 24 El arte occidental europeo abunda en ejemplos; baste citar la Susana y los viejos de 1560-1565 de Tintoretto en el Kunsthistorisches de Viena, o la Nana de 1877 de Manet en el Kunsthalle de Hamburgo. escena como voyeur de un acto privado sino que también está presenciando y supervisando la construcción del cuerpo federal. La imagen que lo representa en la pared es la designada como la más importante entre toda la iconografía del Restaurador. Se trata de la litografía Rosas el Grande, cuyo modelo provenía de un cuadro al óleo del mismo Descalzi y cuya reproducción en la casa Julien de París había sido supervisada por el mismo autor. Esta litografía fue comercializada a partir de 1842 en Buenos Aires y su inclusión en Boudoir federal sirve como muestra de los usos de la misma y de la presencia de la mirada vigilante de Rosas en el ámbito privado. A diferencia de la iconografía clásica en donde los hombres siempre aparecen mirando directamente a la mujer, haciéndola objeto de su deseo y poseyéndola con la mirada, Rosas mira al espectador. Manifiesta su presencia y su poder tanto dentro del cuadro como fuera de él. La mirada de la mujer reflejada en el espejo también interpela a quienes miran la escena desde fuera. Despreocupada, arregla su cabello con cierta indolencia. La imagen y sus actores transmiten la seguridad de que ese cuerpo femenino será federal y que finalmente responderá a los deseos de Rosas. La clave de esto es el pañuelo al cuello; el símbolo más elocuente de federalismo en todo el traje de la mujer es este accesorio de color rojo punzó que ya está en su colocación final antes incluso de que el cuerpo esté vestido. Este elemento altera la temporalidad y la sucesión lógica de las prendas y crea esa fisura que permite la penetración del discurso político. Ya este cuerpo está marcado por el código rosista y puede permitirse salir al exterior. Es así que a la iconografía clásica de la toilette se le roba la potencia del erotismo y mediante un desplazamiento de sentido se la pone al servicio del uso político de la imagen. Aunque en Boudoir federal no existe una dinámica explícita de lo sexual, no se puede eludir en esta imagen el motivo del voyeur protagonizado por Rosas. Por otra parte, la secuencia modificada de las prendas de vestir constituye, para una posible interpretación de la obra, el lugar de una experiencia aparentemente secundaria pero esencial al fin, puesto que desde el momento en que ese detalle es tomado en consideración aparecen nuevos problemas en la imagen.25 En ambos casos, el sentido del desnudo queda claramente definido por la mirada de los hombres. Sigo aquí la ya clásica tesis de John Berger sobre la formación de la categoría de desnudo en el arte. Berger, Ways of seeing, London, Penguin, 1972. 25 Para un desarrollo de la metodología de interpretación de una imagen por la referencia a sus detalles, cf. Daniel Arasse, Le détail. Pour une histoire rapprochée de la peinture, Paris, Flammarion, 1996. También, como dice Georges Didi-Huberman: “El detalles es una parte de lo visible que se escondía y que, una vez descubierto, se exhibe discretamente y se deja definitivamente identificar (en lo ideal): de esta manera, el detalle es entendido como la clave de lo visible.” Didi-Huberman, Ante la imagen. Pregunta formulada a los fines de una historia del arte, Murcia, Cendeac, 2010, pp. 338-339. La obra de Descalzi también provoca la revisión de la categoría del desnudo en la historia del arte local. Es decir, si la definición de esta categoría se basa en una particular dinámica de la mirada masculina que en el acto de mirar posee el cuerpo observado,26 Boudoir federal pone en funcionamiento estos mecanismos. De esta forma, el tema del desnudo –al que se superponía la retórica rosista que la hacía operativa para el régimen y aceptable para los ojos de los espectadores escasamente entrenados en la visión de cuerpos sin ropas– ya estaba presente en esta escena de género. Esta ampliación de la categoría hacia la inclusión de estos modelos en donde se mezclan sentidos de la propaganda y del discurso político contemporáneo caracterizaría un gesto mucho más denso en el análisis de la creación y de la recepción de la imagen.27 Entender al tema del desnudo atravesado por estas coordenadas de lo político dinamiza la categoría y permite la inclusión de cuadros como Boudoir federal en un grupo al que también pertenecerían –con otras connotaciones políticas– las representaciones de los cuerpos semidesnudos de las cautivas. No es caprichoso anclar el análisis de una imagen en un detalle de la moda pues justamente los accesorios de indumentaria jugaron un rol esencial en la repetición de las imágenes de Rosas logrando así multiplicar la presencia de la doctrina política inscripta en el cuerpo. El Museo Histórico Nacional conserva un pañuelo de seda blanca litografiado en negro y rojo punzó con el rostro del Restaurador entre nubes, coronado por dos victorias aladas mientras una tercera hace sonar una trompa. En los cuatro ángulos una inscripción dispuesta en espiral celebra la figura de Rosas. 28 Los guantes de cabritilla también con el rostro de Rosas litografiado y los abanicos con su efigie constituían otros de los espacios explícitos de inscripción del mensaje político a través de la efigie del Restaurador. A estos accesorios hay que sumarles, entre otros, una cantidad de cintas y divisas punzó, moños, joyas, pequeños bolsos, abanicos y pantallas. Pero esta profusión de accesorios también tuvo su desarrollo y si bien durante el segundo gobierno de Rosas la presencia de su imagen se atomizó en todos estos diferentes elementos relacionados con el vestir, en la primera parte de su mandato, un accesorio condensó las posibilidades que un objeto de moda podía asumir para encarnar 26 Berger, John. op. cit. Román Gubern llama especialmente la atención sobre las escenas de género o costumbristas, como el baño, la toilette o el despertar, como las más utilizadas para la legitimación de los discursos políticos, notablemente los fascistas. Gubern analiza el rol central del desnudo en el arte nazi y su capacidad para instalar, con la potencia del erotismo, la exaltación de la superioridad racial aria tanto como la fertilidad femenina, y de esta manera “convertir el cuerpo en un mensaje eugenésico, garantía de una maternidad sana”. Román Gubern, Patologías de la imagen, Barcelona, Anagrama, 2004, pp. 271-282. 28 Museo Histórico Nacional, Catálogo MHN nº 2526. 27 el discurso político. Se trataba del peinetón con la efigie de Rosas y el lema de “Federación o Muerte”.29 Los peinetones y el acceso de las mujeres al espacio público. El Matadero, un castigo salvaje por culpa de la apariencia Entre 1830 y 1837, el uso de un tipo especial de peinetón distinguió la moda de las porteñas. Hacia el comienzo de esta década comenzaron a aparecer con asiduidad en la prensa los avisos comerciales que ofrecían peinetones de diversas formas, lisos y calados. También empezaron a instalarse peineros que aprovecharon la moda y orientaron el trabajo de sus talleres al abastecimiento de la cada vez más fuerte demanda de este accesorio de moda. Los peinetones no llevaban firma ni ninguna forma de identificación por lo que resulta muy compleja la asignación de los ejemplares conservados a algún taller o a la mano de algún peinero en particular. El más reconocido de todos fue Mateo Masculino que se había instalado en Buenos Aires en 1823. Durante los años señalados se desarrolló un importante sistema de producción, consumo y circulación de modelos. También se activaron las importaciones de carey. Este material generalmente llegaba al puerto en trozos o en planchas ya fundidas y se comercializaba al peso. En los talleres, estas planchas eran cortadas, fusionadas al calor, caladas, cinceladas y pulidas. En ocasiones también eran estampadas e incrustadas30. De esta forma se obtenían las peinetas y peinetones que poco a poco se convirtieron en furor y comenzaron a crecer de tamaño. La historiografía del peinetón relaciona a este fenómeno con la figura del fabricante Mateo Masculino quien aparentemente era el que realizaba los trabajos de decoración más finos y elegantes31. Las fuentes escritas lo señalaban también como el primer responsable de la activación del gusto por accesorios cada vez más grandes y de la moda que se desencadenó en consecuencia. Así, periódicos como La Gaceta Mercantil 29 Un desarrollo amplio de este tema puede encontrarse en Marcelo Marino, “Fragatas de alto bordo. Los peinetones de Bacle por las calles de Buenos Aires”, en Marcela Gené y Laura Malosetti Costa (comps.), Impresiones porteñas. Imagen y palabra en la historia cultural de Buenos Aires, Buenos Aires, Edhasa, 2009, pp. 21-46. 30 LÓPEZ, Claudia y Horacio Botalla. “El peinetón en Buenos Aires, 1823-1837” en: Boletín del Instituto Histórico de la Ciudad de Buenos Aires. N° 8. Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, Buenos Aires, 1983. p. 9-47. 31 GONZÁLEZ GARAÑO, Alejo, “Una típica moda porteña: Los peinetones creados por Manuel Masculino”, La Prensa, Buenos Aires, 01/01/1936, 2ª sección, p. 2-3. lo criticaban como árbitro de esta moda y llamaban la atención sobre los modelos sucesivamente más extravagantes que el artesano ofrecía desde su taller. También las piezas de Masculino regulaban los precios de un accesorio que cada vez más, se fue convirtiendo en un objeto de lujo desmedido. Y como todo elemento de indumentaria que funda una moda en el vestir, el peinetón no sólo tuvo una presencia destacada en los discursos escritos relacionados con la apariencia, sino que también encontró un importante espacio de representación en las imágenes. Es el caso del grupo de ilustraciones conformado por las dos series que el grabador César Hipólito Bacle dedicó a los peinetones en su álbum de estampas denominado Trages y Costumbres de la ciudad de Buenos Ayres. Estas estampas dan cuenta y definen algunos de los aspectos del espacio de ideas en torno de la moda en donde llegaron a circular y su capacidad para encarnar algunas de las tensiones políticas y de las formas de sociabilidad que se fueron gestando en la primera mitad del siglo XIX; asimismo, estas litografías provocaron discusiones relativas a la moralidad, el gusto y los usos del espacio público. Por su tipo de circulación y por el registro en que abordaron el tema también estuvieron en el principio de un humor gráfico que no sólo tomaba como objeto a hombres y sucesos de la política del momento sino que también comenzaba a apropiarse de los detalles pintorescos y particulares de un episodio de la vida cotidiana en las calles de Buenos Aires. A partir del siglo XIX, la moda, como fenómeno masivo, intentó alcanzar grupos más vastos y pasó a estar determinada cada vez más por los gustos y las posibilidades adquisitivas de los individuos.32 Como todo objeto a la moda que se torna extravagante, los peinetones sufrieron desde la adhesión ferviente al total rechazo. De la misma manera que pasaba con otros excesos de la moda europea,33 fueron ensalzados, criticados, caricaturizados y medidos con la vara del buen gusto y de la moralidad. Y, por si fuera poco, el peinetón, en su visibilidad y presencia física y simbólica, se convirtió durante el tiempo de su reinado en un elemento que contuvo varias de las tensiones de un cuerpo que pasaba del ámbito privado al público. 32 Frédéric Monneyron, La mode et ses enjeux, París. Klincksieck, 2005. Sobre ilustraciones de moda, cf. Cally Blackman, 100 años de ilustración de moda, Barcelona, Blume, 2007; Annemarie Kleinert, Le Journal des Dames et des Modes ou la conquête de l’Europe féminine (1797-1839), Stuttgart, Thorbecke, 2001; “Les débuts de Gavarni, peintre des mœurs et des modes parisiennes”, en Gazette des Beaux-Arts, París, noviembre de 1999. 33 La visibilidad pública que otorgaba el uso del peinetón a las damas no sólo estaba relacionada con el espectáculo cotidiano de su circulación en las calles con semejante tocado. También incluía toda una serie de representaciones en la prensa y la literatura popular. Los diarios de la época reproducían cartas, artículos y sátiras en verso que condenaban los usos y sobre todo la ocupación del espacio público que había ganado el peinetón y por extensión las mujeres que lo llevaban.34 Como ya comenté, en el espacio de las representaciones visuales dedicadas a este accesorio de indumentaria fue fundamental la serie de litografías producida por Bacle para su colección de estampas Trages y Costumbres de la Ciudad de Buenos Ayres. El cuadernillo 5° titulado Extravagancias de 1834 quizás haya sido el de mayor divulgación dentro de la serie completa.35 En las seis imágenes, Bacle abordó en modo caricaturesco las dificultades del uso de los peinetones en el ámbito público. Para 1834, año de publicación de la serie completa de Trages y Costumbres, los peinetones ya habían alcanzado su tamaño máximo y las técnicas para el trabajo del carey ya se habían desarrollado lo suficiente como para permitir cualquier tipo de fantasía ornamental en su confección (diseños vegetales, escenas patrióticas, efigies, animales, frases).36 Este es el momento del uso del objeto que Bacle retrató en sus imágenes. 34 Las relaciones entre literatura y moda durante este período han sido tratadas en profundidad en Regina Root, Tailoring the Nation: The Narrative of Patriotic Dress in Nineteenth-Century Argentina, Berkeley, University of California, 1998; “Fashioning Independence: Gender, Dress and Social Space in Postcolonial Argentina”, en Latin American Fashion Reader, London, Berg, 2005, pp. 31-43; Susan Hallstead, Fashion Nation: The Politics of Dress and Gender in 19th Century Argentine Journalism (1829-1880), Tesis doctoral, University of Pittsburg, 2005, mimeo. 35 Rodolfo Trostiné, Bacle, Buenos Aires, Asociación Libreros Anticuarios de la Argentina, 1953, p. 87. 36 Cf. Marcelo Marino, “Peinetón de carey con la efigie de Juan Manuel de Rosas/Peinetón de carey”, en Museo Nacional de Bellas Artes. Colección, Buenos Aires, MNBA, 2010, pp. 269-270. Fig. 2 César Bacle. Extravagancias de 1834. Peinetones en casa. 1834. Litografía coloreada. 28 x 33,5 cm Museo de Arte Hispanoamericano “Isaac Fernández blanco”. Buenos Aires. Este grupo de imágenes, que describía las particularidades de las modas en uso en Buenos Aires estaba en perfecta sintonía con los álbumes de tipos, vestimentas y costumbres producidos en otras partes de América desde el siglo XVIII y notablemente numerosos en la primera mitad del siglo XIX.37 En este discurso visual más amplio, este cuadernillo de damas ataviadas con extravagantes peinetones estaría dando cuenta del dato pintoresco, extraño y particularmente característico del vestir de las porteñas. No es casual que las primeras caricaturas de costumbres que aparecieron en el Río de la Plata hayan estado referidas a la moda y sus fenómenos. La caricatura de moda tenía una larga tradición en los discursos visuales elegidos para hacer referencia a las luchas de clases, a las disputas entre antiguos y modernos y a los conflictos sexuales y de género. Estas ilustraciones locales dialogaban entonces con un lenguaje visual que ya había sido explorado en abundancia sobre todo en Europa desde el siglo XVIII. La 37 Majluf, op. cit. caricatura de moda fue una de las modalidades de las ilustraciones de tipos y costumbres, y hasta la primera mitad del siglo XIX circuló en forma de estampa, tal como lo hizo esta serie de Bacle. Desde sus comienzos, los recursos visuales de la caricatura de moda apuntaron a la exageración y la deformación de las prendas de vestir, prendas que a su vez transformaban al cuerpo, a sus siluetas y a sus proporciones.38 La búsqueda desenfrenada de lo novedoso en materia de indumentaria y la obsesión que ello causaba también fueron tematizados en ilustraciones satíricas y cómicas. Bacle debía conocer estos procedimientos y los aplicó en la serie de las Extravagancias de 1834. Estas imágenes lograron permanecer en un compromiso entre la burla y la exaltación del peinetón como elemento de moda y el recurso de la caricatura y los medios de circulación de las estampas hicieron que los excesos mostrados por Bacle se instalaran en el fragor de las discusiones sociales del momento. Las estampas mostraban de qué manera el peinetón era una molestia, un obstáculo sobre todo para el público masculino, al tiempo que registraban uno de los temas importantes de la época: el avance de la mujer en el espacio público y especialmente en los debates políticos. De esta forma, más que un accesorio de la vestimenta femenina, los peinetones, al convertirse en soportes de lemas políticos, fueron objetos portadores de distintos significados y valores simbólicos, encarnaron las tensiones del período rosista y se plantaron sobre las cabezas de las mujeres otorgándoles visibilidad y un lugar en el espacio público que luego iría perdiendo durante la segunda mitad del siglo. Otro de los índices de la importancia que tuvo este accesorio en la vida urbana del período se manifestó en las disposiciones policiales que establecían la prioridad de paso en las veredas para las damas que llevaban peinetón. El espacio físico tenía sin dudas su equivalente en el espacio simbólico de la lucha de géneros a través del dispositivo del peinetón. Las escenas de peinetones mostradas en la serie satírica de Bacle no contienen referencias explícitas al rosismo pues no se ven cintas punzó en los personajes ni tampoco se observan los calados con la efigie de Rosas o con los lemas federales en los peinetones. Pero lo que sí acontece con ellas es que, al mostrar los conflictos del cuerpo de las mujeres en el espacio público a través de un accesorio de su indumentaria, estaban reponiendo la incidencia y la imbricación de la moda y sus elementos en la cultura visual del momento. 38 Ginette Katz-Roy, “La caricature anglaise et les caprices de la mode”, en Recherches Contemporaines, nº spéciale, “Image Satirique”, 1988, pp. 207-216. Otro aspecto que introduce un matiz importante en cuanto a los discursos del cuerpo, fue el correlato que hubo entre el uso del peinetón y la prostitución. Esta relación fue utilizada por el discurso rosista para asignar este accesorio a la mujer unitaria que entregaba su cuerpo, descuidaba a su familia y mancillaba a su marido en pos de la consecución del preciado objeto. Este sentido se hizo presente con fuerza en la poesía popular de circulación en hojas sueltas. A pesar de la adjudicación del peinetón que estos textos burlescos y con alto grado de agresión hacían a las mujeres unitarias, éste se convirtió en un accesorio tan utilizado por las mujeres de uno como de otro bando. Fig. 3. Autor sin identificar. Peinetón de carey con la efigie de Juan Manuel de Rosas. 1832-1837. Detalle de la silueta de Rosas en la parte central. Colección Guerrico. Museo Nacional de Bellas Artes. Buenos Aires. De esta forma, pasó con el peinetón algo muy frecuente en relación con la construcción de la apariencia durante el rosismo. La existencia de un código vestimentario significaba la adhesión, la incorporación y el respeto al mismo por parte de los fieles a la causa y al discurso del régimen, pero por otra parte también habilitaba a los impostores a adoptarlo y refugiarse en él. Las disposiciones que obligaban al uso de la cinta punzó desde 1832 junto con los cambios y la intensificación del uso de los lemas denigratorios que contenían, el deber de llevar la efigie o los símbolos del Restaurador por lo menos en alguna forma, ya fuera el chaleco federal o una litografía en el fondo de la galera con su retrato, no fueron, hacia el final del régimen, la garantía absoluta de pertenencia al bando punzó. La obsesión y la paranoia por descubrir al mentiroso unitario bajo las insignias federales fue una de las tareas a las que se dieron no sólo los agentes de control oficial (funcionarios, policía) sino, y sobre todo, los civiles entre sí. Un ejemplo del reconocimiento por la apariencia y la posterior violenta disciplina del cuerpo políticamente incorrecto es la imagen literaria del atroz tormento que sufre el protagonista unitario de El Matadero.39 El destino de la víctima estaba sellado desde el momento en que sus carniceros percibieron la barba en forma de “U” a la distancia. De ahí en más, la humillación va en aumento asentándose y haciendo énfasis en el problema del aspecto. Primero se ordena “tusarlo a la federala”, luego se lo indaga sobre la ausencia de la divisa punzó y en seguida sobre la falta del luto por la muerte de Encarnación Ezcura, mujer de Rosas y “heroína” de la causa. El aumento de la tensión sobreviene cuando Matasiete ordena que desnuden al joven unitario. De ahí en más el desenlace de la historia se dará por la destrucción de la apariencia de unitario: “Primero degollarme que desnudarme, infame canalla”, será la frase que repita dos veces mientras sus verdugos lo atan. La muerte sobreviene súbitamente cuando le sacan la ropa: Inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó borbolloneando de la boca y las narices del joven, y extendiéndose empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron inmóviles y los espectadores estupefactos.40 El punto culminante del tormento y el acto que finaliza la desgracia está explicitado entonces en esta operación de disolución y de despojamiento del código vestimentario que fundamenta al cuerpo político. Pintura y daguerrotipo. Las imágenes de Manuelita Rosas 39 La primera edición de El Matadero de Esteban Echeverría apareció en 1871 en la Revista del Río de la Plata y estuvo a cargo de Juan María Gutiérrez. La obra debió haber sido escrita entre 1838 y 1840, luego de la muerte de Encarnación Ezcurra. 40 Esteban Echeverría, La cautiva. El Matadero, Buenos Aires, Kapelusz, 1965. [1ª ed. 1871], p. 94. Esta misma obsesión con la indumentaria y sus significados estuvo en la base del gran cuadro que acompañó la caída del régimen y cerró un período de la cultura visual que luego de 1852 iba a modificarse sustancialmente. Me refiero al retrato de Manuelita Rosas pintado por Prilidiano Pueyrredón en 1851.41 El cuadro en cuestión es una de las cimas del retrato oficial del período, una muestra de destreza pictórica por un lado y, por otro, un excelente ejemplo de representación de un discurso rosista que, ya desgastado, apelaba a imágenes cada vez más pautadas para renovar la comunión con el régimen. Es interesante referenciar esta gran imagen programática con otra de Manuela Rosas que, al punto que pone de relieve las características de la primera, también instala el tema de los mecanismos de la representación en dos soportes diferentes.42 Las instancias que motivaron la ejecución de la obra de Prilidiano Pueyrredón ya han sido suficientemente relatadas en diferentes textos, y me interesa volver a ellas sólo para destacar el rasgo inédito de la atención a los detalles del control de la apariencia de Manuelita en la pauta del programa pictórico.43 La crisis política de los últimos meses de la era rosista, intensificada aún más luego del Pronunciamiento contra Rosas de mayo de 1851, sin dudas marcó las discusiones que entabló la comisión destinada a reglamentar la imagen de la hija del Restaurador. El cuadro debía ser entendido como la imagen más plena y pura del rosismo encarnado en el cuerpo de la virtuosa y compasiva Manuela. Su retrato en el borde de la disolución del sistema político sostenido por su padre tiene sentido si se considera que Manuelita era la figura que gozaba de la devoción casi piadosa de los federales al tiempo que se ganaba la simpatía y el afecto compasivo de muchos unitarios.44 Todos los detalles en la imagen refieren al código del régimen, desde el lógico esquema cromático con eje en el rojo punzó, intensificado por el contraste con el verde complementario del fondo, hasta la alusión literal al apellido del Jefe Supremo y de su hija en las rosas del florero. El vestido gana la composición al punto que por momentos se escapa la imagen de la retratada detrás del terciopelo y los 41 El cuadro, inicialmente en la colección del Museo Histórico Nacional, forma parte de la colección del Museo Nacional de Bellas Artes desde 1933, año en que fue cedido en custodia a esta última institución. Desde ese momento, el Museo Histórico posee una copia de la tela hecha por el pintor Rafael del Villar. “Una réplica de Manuelita Rosas, el famoso cuadro de Prilidiano Pueyrredón”, en La Razón, 23 de junio de 1933. 42 Para un desarrollo más extenso, cf. Marcelo Marino, “Manuela Rosas, su apariencia entre un daguerrotipo y una pintura”, en Imágenes Perdidas. Censura, olvido, descuido, Buenos Aires, CAIA, pp. 461-471. 43 Por nombrar sólo una de las descripciones de las instancias de ejecución del cuadro, cf. Adolfo Luis Ribera, El retrato en Buenos Aires 1850-1870, Buenos Aires, UBA, 1982, pp. 332-338. 44 Roberto Amigo, “Prilidiano Pueyrredón. Retrato de Manuelita Rosas”, en Museo Nacional de Bellas Artes. Colección, Buenos Aires, MNBA, 2010, pp. 379. El autor alude al carácter conciliador de la figura de Manuelita en un momento de intensa tensión política. encajes. La ropa es la fortaleza y el resguardo que impide el acceso al cuerpo de Manuelita presente en la piel que exhiben los largos brazos y los hombros redondeados. El traje sirve también como uno de los lugares del cuadro en donde Pueyrredón puede mostrar su destreza técnica y de resolución al imitar la textura del terciopelo y al matizar la intensidad del rojo con las dos hileras de encajes superpuestos en la falda; este detalle que, por un lado, alivia el cromatismo, también funciona como muestra de actualidad, puesto que este tipo de vestidos eran la moda contemporánea en Europa. Fig. 4. Prilidiano Pueyrredón. Retrato de Manuelita Rosas. 1851. óleo sobre tela. 199 x 166 cm. Museo Nacional de Bellas Artes. Buenos Aires. Esto hace pensar en la vestimenta como ese espacio que –a pesar del cierre a la penetración de las ideas del exterior que en ciertos aspectos planteó el rusismo, y frente a la idea de “retraso” con respecto a Europa siempre adjudicada al período y a sus políticas–, permitía el acceso irrefrenable a un registro de la modernidad.45 El daguerrotipo de Manuelita46 tomado en algún momento de entre 1844 y 1846, propone otro tipo de lectura de su imagen, diametralmente opuesta a la del cuadro. Paradójicamente, si en la obra de Pueyrredón la imagen de la hija de Rosas tendía a invisibilizarse detrás de todos los signos rosistas, en el pequeño daguerrotipo de autor anónimo también se hace irreconocible en relación con el retrato pintado, al punto que bien se podría afirmar que se trata de dos personas distintas. El cuerpo en pose de tres cuartos penetra el espacio y define el volumen de esta mujer de 27 o 28 años. No hay detalles de la habitación donde se encuentra. Sólo un plano oscuro para el fondo. La luz se concentra en la parte central de la imagen y señala los hombros, el pecho y sobre todo, el brillo de la tela de su traje y la textura del drapeado del corsé. No hay evocaciones de la estética rosista y tampoco aparecen indicios de que esta mujer fuera la hija de la principal figura política de la época. 45 Cf. Marcelo Marino, “Manuela Rosas. Su apariencia entre un daguerrotipo y una pintura”, op. cit., pp. 466-467. 46 El daguerrotipo se conserva en la colección del Museo Histórico Nacional. De formato ovalado, sus medidas son 4,2 x 3,2 cm. No hay identificación del autor de la imagen. Fig. 5 Autor sin identificar. Manuelita Rosas. 1844-1846. Daguerrotipo. 4,2 x 3,2 cm. Museo Histórico Nacional. Buenos Aires. Esta economía de la representación se corresponde con uno de los usos principales del daguerrotipo: se trataba de imágenes íntimas, para ser contempladas por unos pocos.47 En apariencia, nada lo distingue de los demás daguerrotipos que empezaban a proliferar con la rápida difusión del descubrimiento técnico. Pero en un relato histórico de las imágenes es mucho más que eso: se trata de uno de los primeros retratos femeninos realizado en nuestro país.48 Manuela Rosas está en los comienzos de una larga lista de personajes que adhieren, con su permanencia frente a la cámara, al cambio revolucionario que la fotografía iba a imponer en las formas de representar la 47 Su pequeño tamaño y su presentación contribuyen con este carácter íntimo del objeto. “Los daguerrotipos se entregaban en estuches o enmarcados, pero también se los encuentra en relicarios, medallones, anillos, pulseras y relojes. Hasta mediados de la década de los cincuenta, se usaron los mismos estuches que para las pinturas en miniatura, unas pequeñas cajas de madera forradas exteriormente en tafilete e interiormente con seda o terciopelo”. Cuarterolo, op. cit., p. 16. El autor también comenta el paso de los pintores miniaturistas, que históricamente poseían la exclusividad en la realización de imágenes de uso privado, a la ejecución de daguerrotipos. Fueron éstos los primeros afectados por la fidelidad de la imagen fotográfica. Sobre este tema, cf. Aaron Scharf, Arte y fotografía, Madrid, Alianza, 1994, p. 45. 48 Ricardo Kirschbaum (ed.), La fotografía en la Historia Argentina, Tomo I, Buenos Aires, Agea, 2005, p. 21. realidad. El daguerrotipo de Manuelita fue tomado cuatro o cinco años después de las primeras demostraciones públicas del invento en Sudamérica49 y quizás uno o dos años después de su llegada efectiva a Buenos Aires.50 En este momento del desarrollo técnico del invento, con el acortamiento de los tiempos de exposición, la actividad de los daguerrotipistas ya no estaba orientada solamente a la captación de vistas y de edificios. Desde 1842 aproximadamente, el retrato era uno de los motivos privilegiados y continuaría creciendo en popularidad en tanto el negocio florecía por todo el mundo.51 Pero aunque se tratara de un negocio promisorio, por esos tiempos, el daguerrotipo en nuestro país aún tenía un alto costo, lo que redundó en una selecta expansión del procedimiento.52 Sin embargo, aquellos que podían pagarlo se veían beneficiados con la inmediatez del hecho fotográfico que permitía obviar las horas de pose en el estudio del pintor y el valor indiscutible de fidelidad en la reproducción.53 La captación de la imagen de Manuela se ubicó en esta coyuntura de la historia del daguerrotipo en Buenos Aires, y es propio comprender a esta imagen como un firme y temprano testimonio de una nueva sensibilidad para ver y representar la realidad en el Río de la Plata. Manuela Rosas se sometió a esta nueva sensibilidad y permitió que se creara una representación de ella que activó sus poderes en el ámbito de lo privado. Es probablemente éste, uno de los principales debates que entabla esta imagen con la posterior pintura de Prilidiano Pueyrredón. La retórica del daguerrotipo distinta de la del cuadro. La ineficacia de esta representación en el ámbito público hizo que hasta se lo desconociera como retrato, a tal punto que se negó su existencia en las discusiones previas a la creación de la pintura. ¿Los responsables de estas discusiones, no conocían la existencia del daguerrotipo? Lo supieran o no, los poderes de esta imagen nunca iban a ser los adecuados para construir el complejo de representaciones que debía evocar la 49 Al respecto, cf. el relato de Sara Facio y Alicia D’Amico, “La fotografía 1840-1930”, en Historia General del Arte en la Argentina, Tomo IV, Buenos Aires, Academia Nacional de Bellas Artes, 1988, pp. 15-18. Véase también Juan Gómez, La fotografía en la Argentina. Su historia y evolución en el siglo XIX 1840-1899, Buenos Aires, Abadía Editora, 1986. 50 Cf. Cuarterolo, op. cit., p. 18. 51 Cf. Scharf, op.cit., p. 44. 52 Cf. Cuarterolo, op. cit., p. 17. El autor acerca una interesante relación sobre el precio de los daguerrotipos y un salario corriente en la época: “En 1848 había en Buenos Aires diez daguerrrotipistas, todos extranjeros itinerantes, que cobraban entre cien y doscientos pesos por un retrato: entonces, un dependiente de tienda ganaba veinte pesos mensuales.” 53 Los tópicos correspondientes a las relaciones entre pintura y fotografía son tratados in extenso en Aaron Scharf. En el segundo capítulo, en el que analiza la problemática del retrato fotográfico, consigna una de las prácticas cada vez más usuales y más cruciales en el oficio del pintor: la utilización de daguerrotipos y fotografías para reducir la cantidad de sesiones de poses. Op. cit., pp. 50-51. pintura. En este sentido, Manuela en el daguerrotipo nunca iba a poder ser Manuelita. El cuerpo real de Manuela no era el cuerpo político de Manuelita Rosas. Estas dimensiones de la representación de la figura de Manuelita Rosas descansaban en un complejo dispositivo de poses y elementos compositivos. En el daguerrotipo y en la pintura, la indumentaria fue uno de ellos, y constituyó un sitio clave para la comprensión de los espacios de acción de la imagen. Además de colocar a estas representaciones en los discursos vinculados al ingreso a la modernidad, cumplió el rol fundamental de revelar los aspectos públicos o privados del uso de las mismas. Por otra parte, las diferencias de materialidad, tamaño y medios de producción de la imagen impactaron en el género del retrato pues, desde la entrada en escena de la fotografía, la apropiación, la circulación y la proximidad afectiva con este tipo de imágenes se vieron afectadas. Y si bien en una primera etapa los daguerrotipos le robaron la retórica expresiva a las miniaturas, rápidamente, con los avances de la técnica fotográfica, se despegaron de ellas y construyeron su propio lenguaje visual. Articular el análisis de las dos imágenes de Manuelita Rosas es plantear el problema de su verdadera imagen en el momento preciso de la aparición de un medio que hará una bandera de sus posibilidades de veracidad con respecto a la reproducción de la realidad. Pero lo cierto es que las dos efigies de Manuela, lejos de contraponerse, establecen dinámicas mucho más complejas pues ambas actúan en espacios muy distantes, y si bien se dijo que la separación entre los ámbitos público y privado era muy lábil en aquel momento, hubo dispositivos visuales que sin embargo los mantenían, cuando no separados, por lo menos diferenciados. Finalmente, lo que se da en llamar la cultura visual del rosismo requiere de una constante referencia de los objetos entre sí, independientemente de los medios de su producción y de los géneros y categorías a los que remiten, pues éstos se ven alterados, modificados y ampliados en su sentido en un momento de profundo cambio del uso y de las funciones de la imagen.