OS i ) «O0A 1020025389 i m 1 s t « i • -48k « • f t S i musiAs '''t-fy--' V P S I C O L O G I A DE LA MODA FEMENINA N ú m . C l a s ì ,„ N ú ra. A u t N ú r r ¡ . A í? ñ . Pp»>4¡.SGí?í'í; -«-i S 3 H Z I E. G Ó M E Z CARRILLO PSICOLOGÍA D E LA MODA FEMENINA UfiRVER3',S< BiSlIOT C MADRID BIBLIOTECA ECONÓMICA »3d6. ¡;¡UÍÍítSRcV,M0H® SELECTA M. P É R E Z VILLAVICENCIO, E D I T O R REINA, NÚM. 33 1907 0 8 9 0 9 1 3 4 2 3 3 FONDO RICARDO COVARRÜBIAS ¿ v i n i o A GUMERSINDO EN RECUERDO DE RIVAS A Q U E L L O S P A S E O S P O R LA R U E P A I X Á LA H O R A EN Q U E LAS P A R I S I E N S E S S A L E N D E G\ Ce Es propiedad. Q u e d a h e c h o el d e p ó s i t o q u e m a r c a la ley. ALFONSINA M B L I O T ü C A UNIVERSITARIA T i p o g r a f í a de A r c h i v o s . LA DE LA MODISTA T S E D E T I E N E N E X T A S I A D A S A N T E LAS V I D R I E R A S DE LOS J O T E R O S , AFECTUOSAMENTE E. CAPILLA DE CASA G. C. ü M » . I « í s kmmty «»-ICO g famtÉ « Y o d a r í a t r e s e s c u l t o r e s clásicos p o r una m o d i s t a que s i e n t e , i n t e r p r e t a y r e c t i f i c a la n a t u r a l e z a . MICBELET.» Muchas veces m e he preguntado por qué en esas escuelas de altos estudios de París, donde hay cátedras de toda cíase de inutilidades asirías y griegas, no existe un c u r s o de elegancias femeninas. ¿No es acaso la moda un arte, lo mismo que la poesía, lo mism o que la escultura? T a l vez es el arte por excelencia y por preexcelencia. C u a n d o todavía los hombres no soñaban ni en cubrirse ni en defenderse, ni aun en atacarse, ya pensaban en adornarse. La idea de q u e las elegancias son un refinamiento del tiempo es una idea falsa. La ciencia ha descubierto que, antes de cubrirse, la humanidad se adornó. M r . Raymond Meupier dice, hablando doc- más apropiados p a r a llamar la atención, pu- tamente de este asunto: «El tocado femenino diéndose hoy afirmar con D a r w i n que no fué es un problema científico; hasta su origen el pudor lo que á E v a le dió la idea de t o m a r mismo es una indicación de psicología ge- la hoja de neral. Sabemos, en efecto, que el adorno ha El pudor nació del vestido y del adorno, an- precedido al vestido; que el esfuerzo por gus- tes de que estos dos se confundieran.» p a r r a en el legendario jardín. tar, por excitar al a m o r , se encuentra hasta La evolución no ha ido nunca de lo senci- en las razas animales,y es una ley de la vida. llo á lo complicado, ni de lo práctico á lo Pero las razas h u m a n a s agregan á esa t e n - superfluo, sino al contrario. E n la cátedra dencia el ingenio, pues los individuos no se q u e yo desearía ver instituida, un profesor contentan sólo con sus propios atractivos. hábil podría así probar que una salvaje del Así vemos á muchas tribus de la cuenca del fondo de Africa es más sutil en el vestir, ó Amazonas cubrirse el cuerpo con plumas ra- mejor dicho, en el adornarse, que una p a r i - ras y de colores brillantes, y las mujeres ca- siense de nuestros días. E n t r e la mujer y sus fres considéranse suficientemente ataviadas trajes, una escritora, Mme. Roy-Devereux, cuando pueden lucir una corona, un collar ha descubierto una relación tan íntima, que y una faldilla demasiado corta y demasiado hasta ha podido decir que la m u j e r es el t r a j e . adornada para que podamos creer que la lle- «Y esto consiste — agrega — en que el estilo, van puesta por pudor. Salvo en los países ex- en su esencia, es una emoción y no una con- cesivamente cálidos, en que el vestido sirvió cepción.» Por lo mismo, las damas de n u e s - primeramente de protección, para c o n v e r - t r a época, que conocen ya los secretos de tirse en seguida en adorno, por todas partes disfrazar todas sus sensaciones y de ocultar vemos la desnudez primitiva pidiendo al reino todas sus ideas, debieran consagrarse á un animal, mineral y vegetal los o r n a m e n t o s estudio profundo de la psicología del traje. Hoy por hoy, el vestido es lo único que aún llísima toilette domina á la mujer. El día en que la mujer á quien vemos ataviada con vaporoso traje de domine su vestido como domina sus nervios baile? ¡Ah! Ciertamente, no. El alma que y como domina sus sentimientos, su poder anima ese tocado de hada tiene algo de nues- no tendrá límites. tra alma, sobre todo si en una hora de vagar Los más austeros filósofos confiesan la influencia que la moda femenina ejerce en el mundo. Oid á este académico: « L a acción de m a ñ a n a que la de esa otra mental nos abandonamos á esa sugestión siempre dulce». ¡Cuántas cosas en unos trapos! — m u r - de la mujer es i m p o r - m u r a r á n los que no saben comprender la tantísima: comienza obrando sobre las g e n - profundidad de las frivolidades—. ¡Cuántas tes que la rodean y termina influyendo en cosas, en efecto! Y para explicarlas, para ella misma; pareciendo existir en esto una analizarlas, para popularizarlas, la cátedra acción recíproca, sólo comparable á las tan se impone, la cátedra de elegancias f e m e - estudiadas relaciones entre el físico y la mo- ninas. que ejerce la toilette ral de los individuos. « T o d a m u j e r , por p o - * bre que sea, tiene un estilo propio, que muchas veces sólo un detalle insignificante vie- Por mi parte hasta un candidato tengo ne á modificar, dando un cachet de origina- para desempeñar la cátedra: Camille Duguet, lidad á su tocado, á sus aptitudes y á sus ex- cuya Psicología presiones, como no podrían inspirárselo las ha enseñado á distinguir entre el estilo de galas suntuosas de la más hábil modista. No Doucet y el estilo de Redfern. dudemos, pues, de que la toilette de los grandes modistos me tiene su in- Redfern es el costurero de las reinas. Sus ¿ P o r ventura, parécenos la misma obras poseen una majestuosa amplitud de alma la de esa dama vestida con una senci- corte. Las colas de sus mantos y de sus fal- fluencia. das están hechas para ser arrastradas por ru- dad ejecuta sus faldas rameadas! ¡Con c u á n t o bias princesas en galerías riquísimas. Las se- a m o r llena de guirnaldas los corpiños! ¡Có- das que pesan y los lucientes terciopelos, son m o se complace en f r u n c i r los encajes del las telas que mejor convienen á sus c r e a - cuelio! Sus conjuntos tienen siempre un e n - ciones. Paquín es el polo opuesto. Ligero, canto de pastel algo desteñido, oloroso á ro- vaporoso, coqueto, envuelve los cuerpos fe- sas de otoño. Doeuillet es el meninos en lienzos etéreos, no escondiendo más atrevido y más chic. C o n sus trajecillos ninguna línea, no velando ningún encanto, tailleur, poniendo en valorías curvas, corrigiendo los tomovilistas actuales algo de altanero y de desperfectos, suprimiendo las exageraciones, enérgico. Sus d i e n t a s no van á bailar un tratando, en u n a palabra, de modelar, con minué, como las de Beer, ni á hacer una re- sus claras envolturas, figulinas exquisitas de verencia principesca, como las de Redfern, ritmo y de voluptuosidad. Es el parisiense ni á levantar picarescamente el pie, c o m o por excelencia. Las pecadoras de la comedia las de Paquín. Lo único que les conviene moderna: las Zaza, las Joujou, las Crevette, es el vals yanqui con su vertiginoso t r a q u e - ondulan entre sus trajes con un diabólico teo. Durante el baile podéis hablarles de encanto. Es el fabricante de muñecas vivas, todo como si f u e r a n amigos, sin medios p u - y á veces también el evocador de sirenas rea- dores. Pero, eso sí, cuidado con chocarlas. les. Beer tiene algo de nostálgico en su estilo T i e n e n de masculino justo lo necesario, y florido, dorado y celeste. Se figura ver siem- conservan de femenino lo mejor: la gracia, pre marquesitas de W a t t e a u frágiles y discre- el ritmo y la sensibilidad. ¿Son las mujeres tas, que necesitan, para a r m o p i z a r u n c o n - de m a ñ a n a ? . . Son adorables. junto delicioso, algo que no choque bajo la cabellera empolvada. ¡Y con cuánta s u a v i - masculini^ador cortados estrechamente, da á las au- —¡Una c á t e d r a de elegancias femeninas! según R e n á n es una de las virtudes, la ele- —exclama el pintor Mantelet—. Esa cátedra gancia nos entusiasma. Es u n o de los signos existe desde hace muchos años. No es un de la decadencia moderna. V e n u s , sin un curso de la Sorbona, no; ni de la Escuela traje de la rue de la Paix, no nos seduce. E n Normal. Es algo más ligero, a u n q u e no m e - nuestro orgullo diabólico, queremos c o r r e - nos docto. E s el teatro. gir la obra de la Naturaleza, y hacer, g r a - Y sin d a r m e tiempo para hacerle una o b servación, continúa: — E n cada escenario parisiense, en efecto, además de la eterna escuela moral, ó i n m o ral, existe u n a aula estética. C u a n d o digo «además», me equivoco. En realidad la enseñ a n z a de las frivolidades suntuarias está antes que la lección de psicología ética. M u chos espectadores hay que no oyen lo que los actores dicen. La obra dramática les importa poco. Las bellas {rases sonoras no penetran en sus oídos sino como vago ruido sin cias á sabios retoques, más bello aún el bello cuerpo femenino. A u n q u e al decir bello n o digo la verdad. La Belleza, como la Virtud y el Heroísmo, son cosas pasadas de moda. Lo que nosotros adoramos es algo menos grande y menos raro, algo que no es divino, algo que tiene su parte de artificio y su parte de capricho, algo que puede llamarse gracia ó encanto ó joliesse, pero no belleza. La belleza, ya usted lo sabe, ha hecho b a n carrota. * * * substancia. La acción no los apasiona. L a s actitudes expresivas que indican los intensos ¡La bancarrota de la Belleza! Parece u n movimientos del a l m a , ni siquiera los ven. a b s u r d o que en nuestra época, en que tanto Pero, en cambio, ¡cómo se extasían ante las se habla de concursos de beauté, elegancias femeninas! Los trajes ocupan y tanto se envidian entre sí los pueblos el pres- preocupan. Más que la belleza misma, que tigio de sus m u j e r e s , en que se proyectan en q u e templos verdaderos consagrados á los ídolos belleza cual si fuese un orden político? El vivos, en que todo el arte y toda la l i t e r a - mismo escritor os contesta: «Por un m a r a - t u r a es un h i m n o á la divinidad femenina, villoso t r a b a j o ejercido en el espíritu de los los filósofos proclamen la b a n c a r r o t a de la hombres, por cien artificios de peinado, de belleza. Parece un absurdo, y es una reali- afeites, de tinturas, de pinturas, por la d e - dad. Ese mismo deseo universal de c o r o n a r formación sistemática del tipo n a t u r a l ó clá- de rosas á las más lindas hijas de E v a antó- sico.» Y esto es cierto, m u y cierto. Ved lo jasele á Marcel Prevost un indicio del gran que hoy gusta; preguntad cuál es la m u j e r Krach ocasionado por la democracia. ¡ P o r - más admirada, más deseada, más halagada; que la culpa la tiene la democracia, sí, seño- contemplad en las exposiciones de bellas ar- res; la pobre democracia, que ya había sido tes los retratos que más éxito tienen; v e d , acusada por Tocqueville de entristecer á los en fin, en los teatros quiénes son las actri- hombres, y que ahora aparece como la c u l - ces más aplaudidas, y notaréis sin dificultad pable de la decadencia estética de la m u j e r ! la transformación del gusto. L a Elegancia «La primera causa de la r u i n a , del Krach de ha matado á la Belleza. Y así los jueces p a - la belleza—dice el autor de Demis Vierges— risienses que probablemente harían e n c e r r a r es la pasión del nivelamiento, el odio de los á F r i n é e n Saint Lazare si F r i n é se presen- privilegios. La tiranía de un admirable ros- tara ante ellos en el esplendor de su divini- tro femenino ha humillado siempre á las mu- dad n a t u r a l , consienten, absortos, en a c o r - jeres. Preciso es confesar que n i n g u n a t i r a nía es tan grande, por lo mismo que ninguna se ejerce con menos esfuerzo. Así, pues, era necesario suprimirla, y se ha suprimido.» dar á Mlle. Arlette Dorgére lo que pide á causa de su traje, de su sombrero y de su sonrisa. * X- P e r o —diréis — ¿ c ó m o puede destruirse la P s i c o l o g í a de la m o d a f e m e n i n a . 2 No hay duda: la importancia del traje, del a d o r n o , del afeite, es grandísima. Lo que mi amigo el pintor Matelet me dice, no es una paradoja. E n el teatro, como en todos los lugares en que las mujeres más admirables se ofrecen á la admiración del público, lo que más interesa es la toilette. Si no una cátedra, el escenario es una escuela práctica de elegancias. Los cronistas que a n t a ñ o hablaban del talento de las actrices, hoy no analizan sino sus trapos. Así, yo que en estos últimos días no he podido asistir á ningún estreno, ignoro por completo qué progresos han hecho las intérpretes de las nuevas comedias. Pero, en cambio, conozco todos los detalles de los trajes que cada una de ellas llevaba, y sé que, en la Comedia Francesa, Mlle. Dussane lucía un « a m o r de traje de terciopelo miroir color de hoja seca»; y sé que, en el T e a t r o Antoine, la falda de Mlle. Jameson era de raso blanco ondulante, cubierta de muselina de seda con adornos Liberty color de ladrillo; y sé que, en el Vaudeville, Mlle. M a r t h e Regnier lleva un traje de tul color de rosa m u e r t a , con mangas de encajes de plata y grandes faldones bordados que caen hasta los tobillos; y sé que, en Varietés, M m e . Ivette Guilbert, ayer cantadora, hoy comedianta, aparece con una toilette de muselina transparente sobre un fondo color de rosa de Bengala, a d o r nado de volantes de valencianas y de la^os de margaritas naturales, y sé, en fin, que, en el G y m n a s e , Mme. Marcelle Lender se presenta con un sombrero de forma de c a m p a na, cubierto de terciopelo azul y a d o r n a d o de cintas doradas que caen hasta la cintura. Ahora, si me decís que todo esto tiene menos importancia que las obras representadas en los teatros, os contestaré que os equivocáis. L a mismísima Sada Yacco, que se encuentra en París desde hace meses, y que viene para estudiar el teatro francés, confiesa que una de las cosas que más le interesan, es la indumentaria femenina. «Estas m u j e r e s — dice — son como hadas. Gracias á ellas, la moda no es nunca ridicula, pues ellas s a ben hacerla siempre adorable. Grandes ó minúsculos sombreros, puestos m u y á la de- ,«.« 1625 MONTERÍA. M P g f f recha, muy á la izquierda, ó muy sobre la , . reinas de la belleza han sido sustituidas p o r nuca, ó m u y sobre los ojos; trajes m u y sen- las reinas de la moda. Una mujer bella, en cillos ó m u y complicados; mangas e x t r a o r - el concepto de la alta sociedad, es una mujer dinariamente e n o r m e s ó singularmente d i - algo vulgar, algo o r d i n a r i a , algo plebeya. minutas, todo les va bien, todo es en ellas Refiriéndose á una de esas muchachas del gracioso, todo se convierte en modelo de ele- pueblo que atraviesan las calles desiertas de gancia universal, y preocupa lo mismo á la los barrios bajos envueltas en sus pobres fal- princesa alemana que á la burguesa espa- das sin gracia, y con la cabeza descubierta, ñola.» En efecto: esas toilettes la gente dice: «les belles filies». que las n o - ches de estrenos encantan á los revisteros y quitan el sueño á las modistas, esas Mas nunca tal frase saluda el paso de una dama de lujo toilet- y de prestigio. P a r a alabar á las tiranas ac- tes algo caprichosas pero de un gusto p e r - tuales, los epítetos que se emplean son otros. fecto y de una armonía impecable, son los Se dice: «la deliciosa señora tal», «la exqui- modelos á los cuales se somete sin m u r m u - sita señora cual», «la r a r a señorita aquella», rar el universo femenino. «la elegante señorita esta». L a elegancia, sobre todo, es un título de majestad. « L a mayor parte de las mujeres—escribe un psicólogo— • prefieren la moda á la belleza.» Y otro psi- Porque al cambiar de régimen, lo único que las mujeres han hecho es cambiar de dolor. Huyendo de las antiguas tiranías de una T e r e s a C a b a r r ú s , de una Mme. Recamier, de una Castiglione,las parisienses han creado un nuevo despotismo no menos feroz. Las cólogo, completando la observación, agrega: «Hablad de belleza en un salón, y nadie os contestará. E n cambio, hablad de elegancia, preguntad cuál es.la más chic parisiense, y en el acto se establecerá un debate animado. Cada uno tiene sus preferencias. El culto d e la moda r e e m p l a z a d culto de la belleza. Una es mucho más fácil llegar á ser, á fuerza de mujer puede no ser ljnda, con tal de ser ele- trabajo, muy chic que m u y b e l l a . » - S i me gante. La que no es elegante, por linda que decís esto, os contestaré: «No os hagáis ilu- sea, no tiene adoradores ni cortesanos.» Y siones. La gracia es tan r a r a como la p e r - como en todo hay grados, como en todo hay fección. Se nace elegante, como se nacía esfuerzos,como en todo haydolores,el t r i u n f o linda.» Y más aún os diría si no temiera e n - no es en nuestros días más fácil que en las tristecer á algunas de las que tienen fe en la épocas pasadas. Las elegantes, sin duda, son victoria de la paciencia y de la constancia. innumerables. Las bellas lo eran también; ¿no se dice, en francés c o m o en español, # * «una bella», para indicar que se trata de una Paul Adam escribe: «Es cierto que la mu- m u j e r ? Sólo que, así como antaño había be- jer prefiere ser chic á ser linda. Es cierto que llas entre las bellas, hay hogaño elegantes en- la naturaleza ha sido vencida por el artificio. tre las elegantes. En el teatro mismo, á m e - El mal no me parece, empero, sin remedio.» dida que el triunfo de la moda se acentúa, la Sin duda el gran escritor tiene razón, y e a selección se agrava. No todas las que llevan un día, más ó menos lejano, los hombres trajes de muselina Liberty color de rosa mu- volverán á preferir una muchacha de líneas riente y sombreros con cintas doradas que perfectas, aunque no tenga más traje que la caen hasta la c i n t u r a , son de igual casta. No camisilla y la enagua de la Victoria de S a - todas merecen igual crédito como catedráti- motraza, á una dama flaca y fea vestida por cas en la escuela práctica de altos estudios un mago de la rué de la Paix. Pero esto n o suntuarios. Y si me decís: «De cualquier lo lograrán ni los filósofos ni los moralistas, modo, la democracia femenina ha salido g a - sino la vida misma con su eterno renovarse. n a n d o al destronar á la belleza, puesto que Más P a u l A d a m no quiere esperar la evolu- ción natural del gusto. Ante las multitudes lujosas de París y de Londres, su nostalgia de la belleza se exaspera. Todos los trajes, todos los sombreros, todos los adornos, los daría gustoso p o r un rostro fresco y un cuerpo rítmico. Así, en su prisa, ha imaginado un medio para devolver su prestigio á la belleza, y es fundar en París, centro del mundo, un Palacio de la Mujer, un Templo, mejor dicho. «En ese templo —asegura —las más lindas muchachas de cada raza se o f r e cerían á la admiración de nuestras inteligencias. Con orgullo, cada una de ellas representaría lo que hay de mejor en su comarca, así como las estatuas de las antiguas diosas simbolizaban la excelencia de cada pueblo en los santuarios de la Caldea, de la Fenicia, de Egipto, de Grecia, de Roma. Nuestro sig l o tiene el deber de crear ese panteón de la Belleza y de poblarlo de Ídolos vivos. La acción sería útil y s i n g u l a r , pues así como.el hombre fecunda el cuerpo de la mujer en el amor, la mujer fecunda el espíritu del h o m bre en la voluptuosidad.» La idea es ingeniosa. Su realización sería útil, indudablemente, puesto que, no sólo constituiría un santuario único en el mundo, algo así como la Meca de la religión de la belleza, sino también una enseñanza p e r petua de los cánones de la perfección corporal. Sus diosas no tendrían ateos. En el alma de los romeros, la emoción sería constante. Para cada gusto habría una capilla milagrosa. Los que no se arrodillaran ante las imágenes esbeltas y nerviosas traídas de Sevilla, podrían prosternarse á los pies de las suntuosas rubias originarias de Viena. Junto á la veneciana de cabellera de oro antiguo, e r guiríase la morena madrileña. La pálida escandinava permanecería grave mientras sonriera la coqueta provenzala. La chica de Londres fraternizaría con su hermana la chica de París. Los países de Oriente, en fin, llenarían con sus iconos de bronce palpitante algunos de los más ricos altares. , Pero yo veo un punto, en el cual sería difícil poner de acuerdo á los f u n d a d o r e s del templo, y es el capital problema del vestido. UNIVERSIDAD BE KUEVO j-EOK O':-:ÜOT'— O^MV^-TAÍíliv , 0 íkV£S" y o N TfftRF.Y. -MEXtflfc, "Paul A d a m , en efecto, no se atreve á pedir ¡La tiranía de la moda! Las mujeres la que estas estatuas vivas lleven el mismo traje aceptan sin m u r m u r a r . Las más orgullosas de las estatuas de los museos. Para no herir como las más humildes, las más frivolas co- lo moral, quiere que el traje sea de rigor. m o las más graves, las más ricas como las C o n esto, por lo pronto, llega á establecer que la belleza de la mujer no reside sino en el rostro, lo que ya es absurdo. Y, además, en esta misma timidez residiría la inutilidad de todo esfuerzo. P o r q u e la tiranía de la moda es tal, que al cabo de unos cuantos meses, las orientales como las occidentales se habrían amoldado al modelo común, y r e n u n ciando á sus gracias peculiares, á sus a d o r nos originales, se harían esclavas de la moda. Y con las faldas de París, y los afeites de P a rís, y las tinturas de París y los gestos de P a r í s , formarían sencillamente al fin un más pobres, todas dentro de su esfera, t o das según sus elementos, todas, todas se i n clinan ante los caprichos .de la despótica divinidad. Y los que aseguraban, hace unos cuantos lustros, que con el triunfo del feminismo desaparecería la locura de la suntuosidad, ven ahora que, por el contrario, á medida que más victorias alcanzan las mujeres, más aumenta la fascinación de los trapos y de los adornos. En el teatro, sobre todo, se nota este progreso de la coquetería. P a r a lograr la influencia que las actrices ejercen en grupo igual á los que en cualquier five ó clock el gusto universal, y que, según Mautelet, las nos hacen ver cuan iguales son todas las be- convierte en profesoras de elegancia, ¿cuán- llas del mundo en cuanto los modistos ponen tos sacrificios no tienen que hacer los empre- e n ellas sus g a r r a s deliciosas. sarios? - M e a r r u i n o en t r a j e s - d e c í a poco ha el director de la Comedia F r a n c e s a á un repórter. Y no es extraño. Porque lo que en otro tiempo sólo una S a r a h Bernhard se permi- tía, hoy cualquier comparsa lo cree necesario para su dignidad de demoiselle elegante, de modelo de gracia parisiense. Las telas nuevas son de una riqueza digna de los bazares del Oriente de las Mil y una noches. Ningún brocado, n i n g ú n raso, n i n g ú n terciopelo parece ya bastante rico á las grandes actrices para los trajes efímerosde cualquier creación. Un día, leyendo la página en que F l a u b e r t pinta á Salambó vestida de una tela descono- cida, S a r a h exclamó: bre ese tinte, un dibujante ha trazado a r a bescos y flores de ensueño, animales heráldicos y sombras perversas, con un vaporizador especial.» ¿Os parece fabuloso todo esto? Pues hoy no es nada. Hoy las hadas del teatro no se contentan con eso. L a s lecciones de Loie Fuller les han dado ideas nuevas, nuevos deseos, nuevos horizontes. El terciopelo, el raso y el tul, no bastan ya, ni aun macerados é historiados. Es necesario algo más r a r o , algo m á s increíble. ¿No se viste — Y o quiero una tela igual. acaso de llamas la ilustre bailarina? T e l a s Al cabo de algunas semanas, la tela exis- que sean llamas, telas que sean pétalos, telas tía. Ella misma la había formado; ella misma que sean cabelleras, telas-que sean metales, la había ideado. ¿Sabéis cómo? Jean L o r r a i n telas que sean raudales de pedrería quieren va á explicárnoslo: «La trágica — dice — me las reinas m o d e r n a s de la escena. reveló la metamorfosis de su terciopelo color de hortensia marchita con reflejos azulados, * * * ese terciopelo que parece u n a ilusión. P a r a lograr sus matices, tuvo la idea de hacer m a c e r a r á martillazos una pieza de terciopelo de Venecia color rosa a u r o r a l y luego la sometió á fumigaciones de azufre y de azafrán para darle un tinte nunca visto. S o - El hada está allí p a r a sugerir combinaciones magníficas á los tejedores, á los bordadores y á los tintureros. Mientras ella baila, los magos que hilan la seda velan. Ella es el hada de todas las maravillas suntuosas. E. GOMEZ CARRILLO Es hada sí; es hada de ritmos luminosos, que lleva de lo blanco á lo azul, de lo blanco hada tan poderosa, que respira en el éter in- á lo verde, de lo blanco á lo rojo, de lo blanco flamado como si fuera una princesa meta- á lo violeta, sin el menor sacudimiento. C o n morfoseada en salamandra; es hada que pal- los metales hace lo mismo. En su crisol funde pita entre las llamas acariciadoras, y que los minerales, los mezcla, los subdivide, los sonríe; es hada sutil que ha hecho melodías hace más intensos y en seguida los lanza al de fuego, melodías de luz, melodías de iris. espacio, que se llena de cascadas áureas, Es el Hada A r m o n í a de que hablan los poe- como si fueran los raudales en fusión de una tas. Con una facilidad que sólo el prodigio corriente de oros, de cobres, de hierros, de explica, logra unir los matices más sutiles estaños y de platas, escapándose del cráter en combinaciones infinitas é infinitamente recién abierto de un voicán. Pero los m e t a - rítmicas. Su poder no tiene límites. Un gesto les y las pedrerías no bastan para c a l m a r su le basta para que las pedrerías más variadas sed de mágicas invenciones. Las nubes m u l - formen collares, en los cuales cada rubí, tiformes, á su conjuro, acuden y ondulan, cada esmeralda, cada zafiro, aparece m u l t i - flexibles, en giros que a u m e n t a n sus matices plicado en millares de matices, estableciendo celestes. Y tras las nubes vienen los celajes g a m a s de gemas. Su alquimia es impecable. del Poniente, los esmaltes de las noches de Los tonos más rebeldes á las uniones, los luna, los cabrilleos del sol en el m a r , los ho- tintes menos hechos para amalgamarse, las rizontes matinales, todo lo que es color, todo luces más diversas en apariencia, e n c u e n - lo que es luz, todo lo que es armonía. Y ella t r a n , gracias á ella, inesperadas juega con eso, como si el universo fuera un que facilitan sus uniones. E n t r e los diaman- juguete suyo. E n los pliegues aleteantes de tes y las piedras de color no hay, cuando el sus velos concentra lo más vasto y lo más hada lo quiere, sino una escala muy suave vago, lo más impresionante y lo más etéreo. fluideces §g¡gÉB BiSLIOTti'• W-"tt.m.Aj ftnáe ' ,áé íuts" } f i ? S V:OfJTERR£V_ MFXlfif No hay en el universo ni f o r m a , ni color, ni llevaba siempre u n arco iris en vez de velo » reflejo, ni ritmo, ni matiz, ni transparencia Mas, aun así, algo quedaría inexplicado, y que resista á su caprichosa voluntad. Los in- e s e algo es lo que no corresponde á la luz, ni cendios mismos, cuando ella los sacude y los á los colores, ni á las líneas, un algo dia- atiza con sus alas, se hacen humildes, y en bólico, que es el alma de las llamas que a c a - vez de devorarla, lamen sus f o r m a s blancas, rician el blanco c u e r p o ondulante. como rojos leones domados. ¡Ah! ¡Y si supierais cuántos tejedores se Pero por lo mismo que es una hada, su han vuelto locos buscando en los telares las a r t e escapa á todo análisis. U n o ve, se asom- combinaciones que esta hada e n c u e n t r a en bra, y luego no conserva sino una visión las luces eléctricas! trémula de milagros. ¿Poner en palabras esa visión? Muchos han querido hacerlo. L a s * * * grandes dificultades tientan á los grandes artistas. Pero desde Mallaimé hasta Angel El asunto preocupa. de Estrada, en las páginas sobre Loie Fuller — Si no se moderan un poco n u e s t r a s a c - que la literatura c o n t e m p o r á n e a posee, ape- trices jamás g a n a r e m o s lo que sus trajes nos nas si se siente la palpitación de las i n m e n - cuestan — dicen los empresarios. sas alas blancas que se tiñen de colores y que se llenan de ritmos. Lo mejor, tal vez, para dar una idea aproximada de las invenciones de esta mágica prodigiosa, sería renunciar á todo esfuerzo verbal y contentarse con decir, c o m o dicen los cuentos orientales: «Era una hada que disponía á su antojo del sol y que Pero las actrices exclaman: — ¡Moderarnos! Al contrario. En la indum e n t a r i a está el éxito de una comedia. P a r a ser gran artista es preciso, ante todo, ser g r a n coqueta. Algunas comedian tas de fama, a p r o v e chando la costumbre que hoy tienen los p e P s i c o l o g i a d e l a moda f e m e n i n a . 3 riódicos de publicar cartas de todo el mundo, q u e son siempre las mismas, y del a u t o r , han expresado en público sus opiniones sobre otras diez, que también son su cliché. el asunto. Aquí tengo los recortes de algunos en cuanto se trata de los trajes, todas se e n - Pero diarios recientes, con esas opiniones. Una ac- tusiasman y hablan m u c h o y con mucha ori- triz del Vaudeville, Mlle. Barklay, escribe lo ginalidad.» siguiente: Una tiple que no canta sino óperas r o m á n - <La importancia de la toilette en la c o m - posición de un papel es e n o r m e . No hay más ticas, escribe: «En los teatros líricos tenemos que llevar que reflexionar un instante para ver la i m - trajes de todas las épocas y de todos los paí- portancia que la elegancia tiene. Yo calculo ses. Esto es m u y importante, y la suntuosidad que un 3o por ioo, por lo menos, del éxito es de rigor. Un escenario que se respete debe de una actriz, está en sus trajes. Suponed á constituir un museo vivo de todos los esplen- Rejane ó á Jeanne G r a n i e r vestidas en una dores suntuarios.» tienda de ropa hecha, y comprenderéis lo que digo.» No hay que discutir, pues. Las reinas de París declaran que, para conservar su poder, Otra actriz dice: necesitan de sus trajes. Y si por eso se arrui- «Si no tuviéramos el cuidado que todos nos nan los empresarios, peor p a r a ellos. La reconocen para vestirnos, muchos teatros es- mise en scène necesita sus mártires, como to- tarían vacíos. Yo conozco, en efecto, infini- das las grandes causas. Mientras más direc- dad de mujeres que no van á ciertos coliseos tores se suiciden por no poder pagar ni á sus sino para ver las toilettes. decoradores, ni á sus mueblistas, ni á s u s mo- Fácil es notarlo, con sólo poner un poco de cuidado c u a n d o en los pasillos se forman grupos parleros de damas. De la comedia dicen diez palabras, distas, más lujo pedirá el público. Los actores mismos dan á la cuestión de indumentaria una importancia formidable. Acerquémonos á un grupo, no de mujeres, sino de hombres, una noche de estreno _n el T e a t r o Francés, y oímos: — ¿Qué os parece el atrevimiento de L e Bargy? s u imperio, con objeto de modificarlo, tal vez de t r a n s f o r m a r l o . No hay más que ver su actitud. Diríase que desafía al dandismo clásico. Ya lo veis. Lo que preocupa en Mr. L e Bargy no es el artista, ó mejor dicho, no es el artista teatral, sino el artista en elegan- — Muy curioso... cias. Sus pantalones toman proporciones épi- — Admirable... cas; sus corbatas nuevas hacen más r u i d o — Genial... que los discursos de Jaurés; sus ideas sobre Y si después de oir preguntamos si se trata los sombreros, en fin, impresionan hoy á de alguna nueva manera de interpretar un Europa entera. Los periódicos le han i n t e r - papel del repertorio, nos contestarán, e x t r a - vievado con objeto de conocerlas de un m o d o ñando nuestra ignorancia: exacto. — No, señor; de lo que se trata es de p r e - — Se hace actualmente — le ha dicho un sentarse á ciertas horas vestido de frac... ¡Una repórter — una violentísima campaña con- cosa importantísima! Desde hace diez años t r a el sombrero de copa. El Rey E d u a r d o lle- ningún elegante se había atrevido á h a c e r l o . va, aun para visitar Exposiciones, un hongo. El Príncipe de Sagán no lo hizo n u n c a . Es u n a innovación. Es más aún: un manifiesto. El á r b i t r o parece decir, apareciendo así t r a jeado ante el m u n d o , que el frac es una prenda por la cual se interesa de un modo preferente, y que está dispuesto á apropiarse M r . Le Bargy h a sonreído. Luego, con la suavidad fría de un confesor, ha preguntado: — ¿Y qué más? — Que necesitamos conocer la opinión de quien á justo título puede llamarse el á r b i t r o de las elegancias. — Está bien... T o m e usted asiento... El disgusto, pero la llevaremos. L a moda no sombrero puede parecer antiestético é incó- acepta independencias ni rebeldías. Así v e - modo. Eso nada tiene que ver con la elegan- mos que los hombres que no piden el Poder cia. U n a cosa es saber vestir y otra llevar sino para cambiar todo lo que existe, siguen prendas bellas. Un albornoz, por ejemplo, llevando las levitas de la burguesía, los som- será siempre más hermoso que una levita, y breros de la aristocracia, los chalecos de la no por eso se le ocurre á nadie hacer en f a - reacción y los abrigos del obscurantismo... vor del albornoz una cruzada. A h o r a , los Hugues le R o u x cuenta que en Abisinia, que guerrean contra el chapean de soie, pre- un personaje de la corte de Menelico le dijo tenden reemplazarlo por el chapeau mou. Es un día viéndole una hermosa corbata roja: una tontería. El s o m b r e r o de fieltro flexible, — Eso es digno de Le Bargv. algo mosquetero y algo mejicano, se presta Esto nos hace ver la importancia que el m u y bien á la indumentaria de los que ges- mundo entero da á la elegancia de los h o m - ticulan ampliamente. Pero para los que c u l - bres. Pero los hombres no me interesan por tivan la elegancia moderna, seca, fría, es- ahora. De lo que trato es de la moda femeni- tricta, sin ademanes ni grandes curvas, el na, que ha hecho de los teatros lugares deli- sombrero de copa es de rigor. Yo, por mi ciosos,en los cuales el a r t e literario tiene me- parte, estoy dispuesto á sostenerlo. nos adoradores que el arte de la costura, y en — E n ese caso — concluye el repórter despidiéndose —, es seguro que seguiremos llevándolo. donde Rostand ha sido vencido por Paquín. » * a Y es inútil ver ironía en esta frase. Si los Hace poco tiempo, en un proceso i n t e n - arbitros llevan chistera, todos llevaremos tado á una actriz q u e no quería llevar un chistera. La llevaremos con más ó menos traje especial, un magistrado la preguntó: —¿Por qué se niega usted á ponerse ese lindo vestido? La actriz respondió: —Yo soy una artista, y no una comparsa. Si lo que se necesita es una muñeca rubia, no hay necesidad de una persona que tiene talento y que ha estudiado. En el C o n s e r v a torio me enseñaron á recitar y no á d i s f r a zarme. cerse de ello. Los p r o g r a m a s decían: en tres actos de Donnay, chini, ó Zarzuela trajes Drama con trajes de Bian- de Ludovic-Halevy, de Bianchini y música de con Audrán. Porque los trapos pasan antes que las notas. * * Pero la elegancia femenina no está toda en —¡Hicieron m u y mal, señorita!—contestóle el juez. el traje y aún hay mujeres que creen que las Y, en efecto, si los que reciben la misión importancia que las faldas y los corpiños. oficial de formar artistas para los teatros tu- Justamente en un artículo destinado á ense- jo\ as, los adornos, los sombreros, tienen más vieran una idea justa de lo que mayor i n t e - aar á la m u j e r m o d e r n a «un poco de g r a c i a rés despierta hoy, consagrarían más tiempo armoniosa», cierto filósofo predica la n e - á la indumentaria que á la dicción. «Saber hablar es bueno —dice alguien—; pero saber vestirse es mejor.» El público perdona que las innumerables estrellas de los coliseos parisienses cometan todas las faltas artísticas que quieran, con tal que se vistan bien, que sean elegantes, que sean suntuosas. No h a y más que ver la importancia que tenía un dibujante que acaba de morir, para c o n v e n - cesidad de una exposición perpetua de joyas. — ¡Cómo! — os oigo ya exclamar —; ¿ n e cesitamos acaso tales enseñanzas? — ¡Sí que las necesitáis! — os responde um maestro de filosofía plástica, el ilustre J o sephin Peladán. Luego, sin temor de disgustaros, os explica por qué las necesitáis. ^ y , MONTERREY, ÉíMfr — Las necesitáis — os dice —, porque en en siglos anteriores. «Desde los señores de! el vértigo de la vida nueva, estáis á punto d e boscaje del Triunfo perder algo el sentido de la gracia exterior. nozzo — dice un c r í t i c o — , hasta las úl ti más- P a r a pasearos por las calles os ponéis trajes obras pictóricas de Bolonia, todos los c u a - que son imitaciones de los horribles vestidos dros prueban que los hombres se vestían y masculinos, y para sentir el placer que más se adornaban mejor que las mujeres. C o m p a - os enloquece hoy, el placer del sport rad los trajes de los miñones del Rey Enrique 7 á la de la muerte, de Be- moda, el vértigo del automovilismo, os e n - los de los mosqueteros del Cardenal volvéis en trapos caricaturescos. L a higiene lieu y los de ciertos Marqueses de Molière,, misma os mata estéticamente, pues la higiene con los de las mujeres de iguales épocas, y es la mayor enemiga de la belleza. El a i r e veréis cuan más bellos son.» Pero vino la del m a r íornifica y afea, como el movimiento Revolución y con ella la igualdad de clasesr da energía y suprime perfección. T r a t a d ^ el atavío masculino decayó. Hoy un h o m b r e ahora que aún hay tiempo, de detener la de- que lleva, como las llevaba Jean L o r r a i n , seis cadencia de vuestro encanto. Mañana será ú ocho sortijas, ó que se c u b r e el chaleco d e demasiado tarde. terciopelo de cadenas y de «pendoioques>^iu- Riche- Y si sonrierais con ironía incrédula, el cientes cual lo hace Ernest Lajeunesse, e s - grave Peladán os contaría una historia edifi- panta al pueblo y despierta la ironía de las cante: la historia del hombre. Según los tes- clases superiores. La ley es estricta y hasta timonios visibles de los museos, en efecto, el ha sido escrita. Hela aquí. h o m b r e fué antaño más suntuoso que la m u jer. En E u r o p a , en nuestros días, un c a b a llero gasta menos que una d a m a en trajearse. Lo contrario pasaba en el mundo entero- «Se tolera en el atavío masculino: »i.° El alfiler de corbata. »2.® El anillo de boda. »3 * La^cadena de reloj. »Pero ninguna otra prenda puede llevarse, >y éstas que se llevan han de ser discretas y » n o de gran precio.» Arte místico — exalta, por el contrario, la gracia femenina y cada moda tiene su base en la exageración de una dimensión.» No hay Nada, en efecto, debe brillar en el tocado nuestro; nada debe llamar la atención. Los mismos botones en las pecheras blancas, tienen que ser muy modestos. E n t r e las gemas sólo la perla nos está permitida. Los diamantes son cismáticos y las piedras de color heréticas. más que hojear un álbum de esos que se l l a - El día en que pase lo propio á la m u j e r y cen reír, fueron, en la realidad de su t r i u n f o , e n que la humanidad comience á e n c o n t r a r una de las más tiránicas y deliciosas modas. man La «toilette» Las elegancias al través de los siglos desde la antigüedad ó hasta nuestros días, para notarlo. Cada página es una sorpresa. Después de las más absolutas líneas rectas, se cae en los círculos más c o m pletos. Las crinolinas, que pintadas nos ha- absurda su suntuosidad, la decadencia del Si Peladán y otros temen el triunfo del fe- atavío femenino habrá llegado á ese punto minismo y de la americanización, si ven con que los franceses llaman el tournant reux. dange- Porque la esencia misma de las mo- miradas pesimistas el porvenir de la suntuosidad, es porque los trajes tailleurs, con sus das es rro parecer nunca ridiculas, aun sién- cuellos almidonados y los sombreritos de paja dolo,é imponerse, á pesar de sus incomodida- que apenas tienen un velo como adorno, nos des, de sus violencias, de sus excentricidades. llenan á todos de espanto;obligándonos á ase- Hasta los más partidarios de la armonía inva- gurar que si la higiene y el sport riable é inviolable proclaman la libertad a r - haciendo estragos, dentro de unos cuantos bitraria de la lustros el mal de la inelegancia no t e n d r á partiré. «La desproporción ornamental que a r r u i n a toda obra de arte — dice el autor del cura posible. * continúan Por f o r t u n a , en nuestra é p o c a aún no la higiene, de la democracia y de la igualdad existe la enfermedad, y si existiera, un reme- . intelectual de los sexos, su gracia, su presti- dio bastaría para curarla. Ese remedio es el gio y su esplendor. a m o r por las joyas, por las pedrerías, por los La salvación de la belleza por el a d o r n o , adornos suntuosos, por los ricos paramentos. es, en teoría, una invención reciente. P e r o Los antiguos atribuían á las piedras y á los en éste, como en otros casos, antes de que los metales, virtudes é influencias infinitas. Cada doctores en estética proclamaran la necesi- g e m a bacía sanar de algún dolor, protegía dad de cubrirse de suntuosidades, ya las m u - c o n t r a algún maleficio, daba alguna virtud. jeres lo hacían. No hay más que asistir á una El zafiro era piedra de pureza; la amatista, función de gala en cualquier teatro p a r i - de sobriedad; el rubí, de valor. Los que lle- siense para notarlo. Las mismas damas que vaban una joya de cierta forma, querían sa- por la m a ñ a n a corren en automóviles v e r t i - n a r de males ocultos. Los anillos-serpientes ginosos por caminos polvorientos, y ocultan ahuyentaban á los enemigos. Para hacerse con espejuelos negros sus ojos y encierran a m a r era necesario ponerse cadenas de oro sus cuerpos en informes sacos de cuero, os- con adornos de flores de loto. Hoy, sin dejar tentan por la noche los más espléndidos ata- de creer en todo aquello que, al fin y al cabo, víos. Los diamantes se complacen en e s p a r - no es ni más ni menos probable que cual- cir sus fuegos irisados sobre los atrevidos quier otra creencia más ó menos científica ó descotes, y entre las cabelleras arregladas más ó menos absurda, tenemos obligación de c o n un arte singular, los rubíes y los zafiros a u m e n t a r nuestra adoración por las p e d r e - rivalizan en resplandores. Joyeles que a n - rías, puesto que, unidas en haces luminosos, taño ninguna d a m a hubiera osado encargar van á hacer el milagro urgente de conservar para sí misma á los maestros orfebres, y que á la arcilla femenina, á pesar del sport y de sólo se c o m p r a b a n para embellecer á las m a - d o n a s milagrosas de las capillas nobles, l u cen en las frentes, en los pechos ó en los brazos de nuestras contemporáneas. El h o m b r e del siglo XVIII que saliera de su t u m b a p a r a c o n t e m p l a r una vidriera de Lalique en una de las exposiciones de bellas artes, no podría menos de p r e g u n t a r á qué uso están destinados tan extraordinarios adornos. Esos dentifs pea- de oro verde con inmensos cabocho- nes de amatista que se esconden como frutas e n t r e hojas y ramas; esos racimos de gemas antes desdeñadas por baratas; esas cabezas de gorgonas, en que las serpientes se enroscan por centenares entrelazando sus e s c a mas de mil colores; esos broches de e s m a l tes, con f o r m a s de escudos; esas peinetas que son como zarzas de metales preciosos; lo más usual y lo más necesario á la toilette feme- n i n a ; en fin, lo que ayer era un objeto apenas estilizado y casi invisible, proclama hoy, en proporciones enormes, la belleza a t r e vida del arte nuevo. Ultimamente, en una fiesta oficia], una embajadora se presentó llevando en el tocado una serpiente, cuva ca- beza se erguía hierática sobre su frente, y cuyo cuerpo, de esmeraldas y de zafires, le hacía una triple corona. T o d o s recordábamos haber visto aquella suntuosa coiffureen otra parte, en algún cortejo imperial, en un ensueño tal vez. Al día siguiente e n c o n t r a mos en u n a crónica del festejo la explicación de nuestro recuerdo, leyendo que la magnífica joya de la embajadora era una de las tiaras ideadas por un orfebre poeta para la emperatriz T e o d o r a en la obra de Sardou. Y este caso de soberbio atrevimiento no es único. Cada día la mujer se a d o r n a más, como para hacerse p e r d o n a r los momentos en que Peladán la sorprende en trapos de automovilista, recorriendo carreteras áridas ó paseándose por las calles con su trajecillo h o m b r u n o y su camisa almidonada. Mujeres hay, en efecto, que, no Contentas con llevar los collares, las arracadas, los brazaletes y las sortijas siempre en uso, hacen revivir en sus propios cuerpos las joyas antiguas y llevan en los tobillos, como bailadoras árabes, ajorcas sonoras. Nunca se han visto más j o P s i c o i o g í a de la moda f e m e n i n a . 4 yas que hoy, y nunca las joyas han tenido tanta importancia. mo, escondiendo su cuerpo de estatuíta de T a n a g r a entre pesados y suntuosos mantos de armiño. Una ilustración se enorgullece, » * en fin, de ser la única T a n t a importancia tienen las magnificencias suntuarias, que á veces vemos á actrices sin arte verdadero y sin verdadera belleza, destronar á las reinas de teatro sólo porque llevan un manto cubierto de perlas, como el de la Virgen de Toledo, ó una falda bordada de flores mágicas, como el de la P r i m a v e r a de Florencia. El ejemplo de Luisa Fagette yde su corpiño maravilloso está aún presente para ¿Es m u y linda? ¿Tiene mucho talento? No. N o tiene m u c h o talento. T i e n e u n poquito. C a n t a algo. Recita algo. Dice, m o viendo armoniosamente los brazos y guiñando con a r t e los ojos, la eterna romanza del eterno a m o r pasajero. Es la diveta de café concierto. No vale más que Violeta, la de enfrente. No vale menos que N i n ó n , la de al lado. probárnoslo. Aseguran que á la edad en que las demás ¿No conocéis á esta m u j e r ? E n los periódicos y en los maga^ines que ha publicado el retrato de la reina «á los seis años de edad». la vemos de mil maneras; «á los catorce años», modestamente vestida, apoyándose en el respaldo de una alta butaca gótica; «á los diez y ocho años», ya comedianta, comedianta obscura, con el pelo destrenzado, vestida de guer r e r o niebelunguense; «á la edad actual», la edad misteriosa,' la edad del esplendor supre- chiquillas juegan con su m u ñ e c a , ésta, ya coquetuela y ambiciosa, cantaba en un c o n cierto de Marsella coplas-escabrosas. De M a r sella fué llevada á Bruselas, apenas adolescente, y antes de c u m p l i r la edad de m u j e r ya había enseñado su palmito picaresco en todas las capitales europeas (sin excepción de Madrid, naturalmente). Sólo en París no la habían aplaudido aún. E s decir, como aplaudirla, sí; la había aplaudido en la C i - - Pero, no. Su mejor a d o r n o es el n o sé qué gale, en la Gaité Rochechouart, en cafés con- tan antiguo, tan variado, tan parisiense, tan ciertos de tercer orden, en fin. Pero eso no es. diabólico, tan a trayente y tan inexplicable. P a r í s , ni es el Boulevard, ni es la Estrella. Miradla, y os gustará. Examinadla, y casi Su más entusiasta panegirista no se atreve á decir de la artista sino lo que sigue: «Es á la par discípula de Celine C h a u m o n t y de Dupac; pero, más que todo, es discípula desu propia inspiración.» Poco, ¿verdad? « E n cambio, todos dicen «la bonita Fagette». Lo dicen los carteles, lo dicen los p e r i ó dicos, lo dice la gente, lo dice ella misma. Es la bonita por antonomasia, como la O t e r o fué la Bella. Es la Bonita con m a y ú s c u l a . ¡Fagette la Bonita! Y, realmente, lo es. N o es perfecta, ni siquiera es linda. E s casi os parecerá fea. Porque su nariz es d e masiado pequeña y su boca demasiado grande; porque sus ojos n o son inmensos é impecables en el corte; porque el óvalo de su rostro es, á causa de la dureza de mandíbula superior, algo imperfecto... Mas ¿qué importa todo esto? Por encima de la corrección está el encanto inexplicable é invencible. Su cuerpo frágil, esbelto, serpentino, tampoco es olímpico. Pero es agradable. ¿Entonces?... Oid la descripción de su traje: La falda es de seda clara, cubierta de gran- Tiene, en los labios de c a r m í n , una des flores en relieve. El corpiño es un «bole- sonrisa que cautiva, y en los ojos obscuros ro» de mallas de plata y oro, estilo Luis X V . u n a mirada que acaricia. Sus dientes lucen, Se abrocha en el h o m b r o izquierdo con un desde lejos, con más luz que sus perlas. Su broche de diamantes. En el principio del des- jolie. cabellera negra, rizada sobre la blancura de cote hay una esmeralda inmensa, y e n c a d a las sienes, su cabellera vaporosa, abundante., seno, otra. Algo más arriba resplandece u n a sedeña, es, quizás, su mejor adorno. £ l a de diamantes, rubíes y zafiros, mezclados. Las tres puntas que rematan por delante el u n o de ver lo que u n a m u j e r joven y bonita, «bolero» son tres inmensas perlas. P o r de- cuando no es ni extremadamente folie, ni trás, al final del descote, un lazo de diaman- extremadamente en tes simula un broche. unos cuantos años de teatro y de a m o r . ¡Un El precio de este corpiño es de millón y medio de francos. sage, puede ganar millón de francos de pedrerías y un millón de títulos de renta! ¡Ah! ¡Y nada falso, ni siquiera una obligación de deuda turca, ni el * « más diminuto topacio de Honduras!.. T o d o es sólido en esta caja de hierro: «tres por cien- Linda adolescente que me lees, desde aquí te oigo m u r m u r a r : tos» franceses, «consolidados» ingleses, «ferrocarriles», deudas municipales—el total con — Las joyas cuestan caras... ¿Cómo hacen sus cupones cortados al día—. En cuanto á las actrices para procurárselas, puesto que el las joyas, diamantes... diamantes, que fueron teatro apenas produce..? antes... diamantes blancos, negros, dorados E s cierto, linda adolescente: el problema y amarillos, diamantes gordos cual avellanas, resulta grave. L a m u j e r elegante necesita jo- para hacerlos t e m b l a r , suspendidos de los yas, muchas joyas, y las joyas cuestan mu- morenos lóbulos de las orejas; diamantes chos millares, á veces muchos millones. P e r o caprichosos, en f o r m a de pera, en f o r m a de hay un medio para procurárselas — un m e - caracol, en f o r m a de columna; diminutos dio que no te aconsejo, lectora mía —, un diamantes apiñados en superficies de oro ver- medio que apenas me atrevo á indicarte. E n de, simulando granadas ó mazorcas de maíz, París, sobre todo, que es el Bagdad de las diamantes redondos, sin m o n t u r a , e n s a r t a - modernas mil y una noches suntuosas y es- dos en un simple hilo, como perlas falsas, cabrosas, en París, sobre todo, se espanta cruces de diamantes, cintillos, y collares y broches, muchos broches, broches art nou- lecciones de savoir vivre y cartas de reco- veau, en los cuales las más e x t r a ñ a s maripo- mendación para los «queridos sas extienden anchas alas; todo ¡lo que se ¡ W a n d a de Boncza y sus inmensos ojos de puede hacer con los diamantes, en fio. Y prematuro luto!.. E r a natural que m u r i e r a luego, como por añadidura, algunas otras piedras, pero siempre seguras, de esas que no pierden su valor al caprichoso giro de la maestros». joven... Pero no era lógico que dejase, como un hombre de negocios, dos millones en u n a caja de h i e r r o . . . moda; «piedras de madre de familia», como dice Gip; zafiros profundos, divinos de m i s - * * terio y de atracción; rubíes como gotas de s a n g r e caídas de labios rojos; y perlas, perlas soberbias, escogidas con cuidado y arregladas con a m o r ; perlas que deben haber dado á la que las llevó en vida un aspecto oriental de sultana milyunanochesca. Otra bella parisiense, que hace años f u é un modelo de todas las modas, acaba de vender, como los herederos W a n d a de Boncza, un tesoro de joyas, de encajes, de sederías. Y ésta no era ni siquiera una actriz. E r a u n a Porque la que deja todo esto fué una m o - cortesana de alto r a n g o , una de esas c o r t e - r e n a de ojos de fuego que se llamó W a n d a sanas ante las cuales los ministros y los de Boncza — de la Comedia Francesa — y obispos se inclinan; una cortesana de las que también de la comedia, de la tragicomedia hacen revivir en nuestra prosa activa algo parisiense, de la gran mascarada amorosa del de la poesía, del lujo y de la voluptuosidad bulevar... de épocas mejores. Yo la vi un día en u n ¡ W a n d a de Boncza! banquete literario. Las damas aristocráticas Yo la conocí, hace diez años, en el b a r r i o disputábanse el placer algo perverso de sen- L a t i n o , donde un amigo de Moreas le daba tarse cerca de ella. Su belleza teatral, r e a l - zada por los más suntuosos atavíos, dábanla los he visto, sino también con supersticioso el aspecto de un icono de a m o r . Sus m a n e - respeto. ¿No son acaso las reliquias de un ras eran lentas, rítmicas. A decir verdad, n o santuario? Ante ellas, pálida de admiración^ era ella, no, sino algunas otras damas, e m - la multitud permanecía absorta en las noches p e r o honestísimas, las que, con sus descotes T de gala parisiense. Ellas eran los e m b l e m a s sus risas, sus labios rojos, producían la s e n - del poderío y del prestigio. Los fanáticos las sación del pecado. Y esto nos chocaba á t o - habían traído una por una á costa de s a c r i - dos. Les chocaba á las mujeres como un ficios ó de crímenes, para a d o r n a r el cuerpo insulto. Nos chocaba á nosotros como u n a adorado. Ante sus resplandores, las pupilas desilusión. T a n t a belleza y tanta gracia uni- habían temblado. Y hoy, aquí, en el lugar e n das á tanta circunspección, desconcertaban donde todo se dispensa; hoy, unidas por úl- nuestras ideas sobre las horizontales. Un tima vez; hoy, que aún conservan el perfume principio absurdo nos hacía entonces c r e e r de la carne rubia en que vivieron, diríase q u e que el a m o r que se vende tiene siempre a s - algo llora en ellas. Las perlas, sobre tcdo, tie- pecto de bacante. Luego hemos ido acostum- nen deliciosas melancolías en las livideces a r - brándonos todos á lo contrario. Hemos visto dientes de sus blancuras. Son perlas que sien- los peinados virginales cubrir con sus candi- ten abandonar el altar vivo en que gozaron- das alas las sienes más diabólicas, y hemos- de todos los inciensos. Son perlas que temen contemplado los ademanes hieráticos de los futuros fríos estuches donde se fastidiarán sus brazos menos puros. almas, y que temen más aún g a r g a n t a s fláci- Los diamantes que el ídolo parisiense l l e vaba aquella noche he vuelto á verlos hoy en das, en las cuales sus corazones sensitivos experimentarán repugnancias infinitas. las vitrinas del Hotel de Ventas, y, si he d e Es desgarrador, os lo aseguro, asistir á una confesaros la verdad, no sólo con curiosidad de estas ventas que se llaman, sin duda p o r ÜNiV «Ufc¥<j Í.ÍA ironía, voluntarias. Lo que con más cariño se ha escogido, lo que ha sido objeto de d e seos, lo que guarda recuerdos, lo que constituye la vida del hogar, el alma del nido, se va, en unas cuantas horas, hacia los cuatro extremos del m u n d o , al compás de un m a r tillo de «experto». El que da más, se lleva lo q u e le gusta, sin tener siquiera el tiempo de a m a r lo que compra, sin conocer sino su v a lor material. Yo he visto un tintero que íué de Gustave Flaubert, venderse en u n o de estos remates como «objeto de plata labrada». Y he visto también muchos relojes que m a r c a r o n para sus dueños ilustres, momentos de angustia ó de goce; y he visto muchas tapicerías que a d o r n a r o n gabinetes de t r a b a j o de hombres famosos; y he visto cuadros sacados de las colecciones de los más nobles poetas, sin que nadie, al regatearlos, pensara en sus orígenes. El santo fetichismo de los corazones sensibles, que atribuye más valor á un abanico de papel, si las m a n o s de Mme. de P o m p a d o u r lo tocaron, que á un abanico de e n c a j e s que viene de la tienda, hace reir al público rico en general. Así, cuando las c o lecciones formadas por artistas se dispersan, hay algo que muere, algo bello, algo ideal. Pero no conozco ventas tan tristes como éstas en que los joyeros rapaces vienen á disputarse los despojos de un ídolo de amor que, a u n q u e e n v e j e c i d o , a ú n v i v e . ¡Ah,si estuviera muerto, n o importaría! E n la religión de la voluptuosidad, los santuarios se cierran el día en que las imágenes desaparecen. ¡Pero cuando el icono marchito sigue de pie! ¡cuando el culto persiste! Es cosa triste, os digo. Y así uno no puede menos, viendo aquí las joyas, los atavíos, los encajes, los brocados, las sedas, los velos, las batistas, que evocan á su dueña, desposeída de todo en los instantes en que más lo necesitaba, desposeída de su corona de lujo y de su cetro de ostentación, desposeída de lo que cubría de luz las sombras de su belleza. Y la figura evocada m u r m u r a dolientemente: «En el fondo, n o s otras, las divinidades de la voluptuosidad, no somos sino el juguete doloroso del m u n d o . Nos cubren los hombres de joyas, cuando la flor palpitante de nuestro cuerpo bastaría vida, capaz de decir á su novio, sin rubores para nuestro prestigio; y cuando esta flor se y sin fanfarronería: «Chico: m e parece que deshoja, cuando esta flor se marchita, nos un día ú otro acabaremos nosotras, las m u - reclaman las hojas que antes nos dieron.» jeres, por divertirnos antes de casarnos. Y la gente dirá: Fulanita tuvo veinte amantes antes de casarse. Por lo m i s m o es una buena m u j e r . Las señoritas que no han vivido no Mas no vayas á figurarte, ¡oh! adolescente son esposas perfectas.» d e mi alma, que sólo las cocotas y las actri- Naturalmente, una vez casada, esta p a r i - ces son en París reinas de la moda. No. La siense se siente más libre que siendo soltera. parisiense más chic es la aristócrata, la que Su vida verdadera comienza al salir de casa nosotros apenas vemos, la que sólo aparece de su m a d r e . N a d a le espanta. A la buena ante la plebe rodeada de adoradores en las amiga de su familia, que va á darla consejos grandes fiestas. Pero si no la vemos en la el día mismo de su casamiento, contéstala realidad con frecuencia, en cambio la t r a t a - risueña: «¡Estoy enterada!» Y no es que a n - mos familiarmente en las novelas y en las es- tes haya tenido otro amante, no. Bourget y tampas. Prevost nos juran que es «once mil veces Hela aquí en un cuadro cualquiera a p e nas púber y ya coqueta, ya grave, sabiéndolo todo y adivinando lo que no sabe. Es Noemi H u r t r e l , la de L'Irreparable; queline, la h e r m a n a de Maud, en Vierges; es JacDemis es Chiffon, la deliciosa Chiffon de Gip; es la niña moderna, rica, noble, a t r e - virgen». Acordaos de M m e . M a r t í n Belleme e n el Lirio Ro jo, de Anatole F r a n c e , la c u a l , siendo muy buena, no puede menos de e n g a ñ a r á su marido. La razón de esta fatalidad nos la da otra parisiense de la misma clase, la e n c a n t a d o r a heroína del de Juliette. «No tengo — dice — la Mariage menor intención de ser infiel al S r . de Nivert, y cho! L e he dicho lo mismo que á mi marido. pido á la Providencia que me permita c o n - Pero trataré de que no sepa que no le a m o . . . tinuar siendo la leal m u j e r que soy ahora. Eso es... Q u e ambos crean en m i amor.» Pero todo el mundo, á mi derredor, habla Estas damas aristocráticas no representan del a m a n t e como de un acólito inevitable: el París que se exporta, el París de los r e - de m a n e r a que mi espíritu está, de a n t e m a - cuerdos de cada viajero, el París que todos no, acostumbrado á la idea.» Esta y las d e - conocen y por el cual todos suspiran. Es un m á s , todas las demás, las buenas, las malas, París hermético. Y es el gran París de los Jas perversas, las sanas, son víctimas del placeres sin ruido, de la voluptuosidad es- flirt condida, de la galantería discreta. tan magistralmente estudiado por Her- vieu en dos ó tres libros que son como t r a tados de Medicina social de tal modo se ve * * * en ellos que el adulterio es una epidemia, un mal que se contagia. Una m a d a m a de En Mayo florido hay q u e visitar París, si T r e m e u r , en efecto, basta para precipitar se quiere tener una idea exacta d é l o que son en brazos de cien amantes á sus cien hones- las elegancias femeninas. tas amigas. «¡Engañemos!o,dicen. ¡Horrible, palabra! Y, sin embargo, no es posible d e jar de perdonarlas. ¡Son tan inconscientes! Simona (la Simona de Lettres de femme, de Marcel Prevost) confiesa q u e «el adulterio no difiere de n i n g ú n modo del matrimonio», y luego, simbolizando á toda una especie femenina, se dice á sí misma: «¡Pobre mucha- Este mes florido que en España sigue siendo el mes de María, se ha convertido para los parisienses en el mes de las modistas. Desde el principio hasta el fin, las fiestas abundan. Son las inauguraciones de uno y otro «salón»; son los concursos anuales de mil cosas encantadoras é inútiles; son las primeras carreras importantes de caballos; P s i c o l o g í a de la moda f e m e n i n a . 5 / son los estrenos de la O p e r a ; son los bailes costureros siguen cosiendo para todas, t r i u n - oficiales, en fin. Pero todo eso—y con eso la fantes, llenos de orgullo y de poder. alegría iuminosa de la calle — no es, en r e a - * * lidad, sino un perpetuo pretexto para que * los señores costureros luzcan sus obras. Las El «modisto» no existe sino desde hace mujeres más bellas les sirven de maniquíes medio siglo escaso. Nuestras abuelas conten- vivos, y aumentan, con sus gracias, el p r e s - tábanse con c o m p r a r sus telas, sus forros, tigio de la obra. Sólo que aun la misma be- sus guarniciones en las tiendas, y con llevar- lleza femenina pasa en segundo término. Lo las luego á las humildes costureras que t r a - principal, lo esencial, es el poema de enca- bajaban en discretos entresuelos. En las n o - jes, de cintas y de sedas. Lo principal para velas de Jorge S a n d y de Balzac se ve el me- el mundo elegante, digo. P a r a nosotros, sim- canismo antiguo. El nuevo fué creado por ples mortales, la hermosura conserva siem- un inglés llamado W o r t h que servía como p r e la primacía, y la toilette dependiente en un «comercio de sedas» de no viene sino en segundo término, ó mejor dicho: en t é r - los boulevares parisienses. mino complementario y sólo para servir de — Si ofrecemos á nuestras clientes e n c a r - marco á la imagen viva. Ya hace cinco siglos garnos de hacerles sus trajes, g a n a r e m o s el Miguel de Montaña decía: «Hay mujeres en doble—dijo el joven londinense, imbuido ya las cuales los lindos vestidos lloran.» Hoy de ideas prácticas. siguen llorando. ¡Oh, esas exquisitas creacio- Y el socio francés, h o m b r e solemne, c o n - nes de vaporosas gasas, cuál se entristecen vencido de la superioridad en ciertos cuerpos indignos de ellas! Pero sobre el artesano, le contestó: como, por desgracia, ninguna ley prohibe á las señoras feas llevar trapos divinos, los del negociante —Tal vez tiene usted razón; pero en m familia no hay costureras. Al cabo de algún tiempo, los dos señores Luego agrega: tenderos lograron ponerse de acuerdo. El —Pero en cambio son menos armoniosos. francés consintió en coser y c o r t a r , á condi- ¿Existirá en realidad esa diferencia? P o r ción de que su n o m b r e no figurase en la com- una parte declaro que jamás lo he notado, y binación. El inglés prestó su apellido. q u e entre una obra maestra de P a q u í n y una C l a r o es que unos cuantos años más tarde, maravilla de una de sus rivales, no descubro ante las ganancias de W o r t h , cuya casa pros- diferencia ninguna desde este p u n t o de vista. peró milagrosamente, infinidad de vendedo- Habrá entre las dos una más bella, más rica, res de telas y de adornos hicieron á un lado más elegante. H a b r á entre el arte de a m - sus aristocráticos desdenes por las costure- bos enorme distancia. Podré decir ante sus ras y se consagraron á cortar trajes f e m e n i - creaciones «ésta es más linda que ésta»: nun- nos. En 1872 contaba hasta una docena ca: «ésta es más femenina y ésta es más mas- de modistos. Hoy puede calcularse que entre culina». Pero si en mi práctica personal no París las dos mil y tantas casas parisienses que he conseguido llegar á la penetración de mi visten á las mujeres, la mitad pertenecen á amigo, hombres. hay de real en sus distingos. Un h o m b r e no filosóficamente c o m p r e n d o lo que comprende la belleza lo mismo que una mujer. Es un asunto de instinto y de tradición. Un amigo mío, sutil analizador de elegancias, me aseguraba que las personas e n t e n didas en la materia reconocen en el acto los trajes cortados por una m u j e r . —Son más finos, más ligeros, más vaporosos que los hechos por los hombres—dice. Ante nosotros, el cuerpo femenino es u n a estatua ó un ídolo. P a r a a d o r n a r l o , para adorarlo, tenemos siempre manos de artistas voluptuosos. En nuestro respeto de la b l a n c u r a riunfante de Venus, deseamos que los vestidos respeten lo más posible las líneas esenciales. En el costurero de genio, hay, ó cuerpos jóvenes y esbeltos disminuyendo las debe haber, un escultor capaz, cual los maes- curvas, transformando las líneas, haciendo tros anónimos de T a n a g r a , de conservar los brazos casi deformes á veces y á veces el todo su ritmo á la estatua á través de los pecho casi visible, bajando ó subiendo á su más espesos velos. La línea tiene por f u e r z a antojo el talle, convirtiendo, en fin, la esta- que interesarle más que el adorno. U n a so- tua sagrada en figura modificable, esos chif- briedad estricta domina sus creaciones. E n fonements cambio, para nuestras h e r m a n a s que se con- bre, más respetuoso, no llega nunca á tanto sagran á la toilette, refinamiento de lo artificial. la m u j e r , despojada de son peculiares á la m u j e r . El hom- todo atractivo legendario y voluptuoso, sin a l t a r , sin zócalo, sin misterio, n o es sino una ** » muñeca ó una niña. Hay muñecas grandes, hay niñas de más de veinte años. P a r a su Pero todo eso es teoría pura y pura i m a - costurera todas las elegantes son «motivos», ginación. E n la realidad, hombres y m u j e - es decir cosas matiiables, res, cuando se consagran al arte de la cosas variables, cosas cuya forma y cuyo carácter toilette pueden femenina, son esclavos de la moda. Y la modificarse artísticamente. ¿La costumbre moda, ya lo sabemos, es la más absurda de de o r n a r á sus hijos? ¿La práctica de «jugar las reinas tiranas, la más cruel de las divini- á la mamá» desde t e m p r a n o ? ¿O más senci- dades. Es Nuestra Señora del Capricho. La llamente la convicción algo desdeñosa de que lógica no es de sus dominios. La sencillez, u n a dama dispuesta á vestir bien se presta á tampoco. La armonía misma suele chocarle, las mayores complacencias? T a l vez todo como lo hemos visto en la reciente t r a n s f o r - junto. En cualquier caso, esos chiffonements mación de las mangas, que habían llegado á deliciosamente ridículos que modifican los una noble simplicidad propicia á la línea de ÜKÍÍÍ: g/gi !r . tty los h o m b r o s , y que de pronto, sin más razo- •cada traje. Poco hace, en fin, que un comité nes que las del antojo, se han inflamado como de ricos sederos de Lyon ofreció al Sindicato globos para dar á las mujeres bustos polichi- de la Prensa Parisiense una suma de varios nelescos. Estos crímenes de lesa belleza no millones por una campaña contra los paños e n c u e n t r a n sino una excusa miserable: el in- ingleses. Muy poca, empero, es la importan- terés. «Tenemos que variar para obligar á cia de la lana, si se la compara con la seda. c o m p r a r » , piensan los modistos. ¡ C o m p r a r ! Una estadística curiosa establece la siguiente ¡Vender! ¡Ganar! He ahí las leyes i n e x o r a - proporción e n t r e las materias empleadas por bles. Por ellas se sacrifica hasta lo más ideal, los modistos: sedas de todas clases, 46 por 100; que es el cuerpo de la m u j e r . Un historiador encajes, i3; pasamanería, 11; bordados, 7 1/2; erudito, M. Avene!, ha descubierto en los forros, 4 1/2; lanas, 3 1/2; plumas, 2; flo- cambios de gusto las ventajas comerciales. res, 1 1/4; ballenas, 1/2; mercería, 2 1/2. Lo Los trajes de muselina que estuvieron en que los señores sederos deseaban, sin d u d a , auge allá á raíz de la publicación ds Pablo y es suprimir por completo los paños a r m o n i o - c r e a r o n toda una industria. Los sos que envuelven las formas sin t r a n s f o r - Virginia, m a n u f a c t u r e r o s franceses é ingleses hicieron marlas. ¡El dinero! ¡ L a competencia! esfuerzos inauditos por fabricar telas ligeras comercio! ¡El c o m o nubecillas de p r i m a v e r a . U n o de ellos logró realizar el milagro de fabricar un velo •s* * tan sutil que se necesitaban trescientos veinte metros para que pesara una libra. Las faldas llamadas «campana», tuvieron su origen en la necesidad de vender los tejidos de crin, de los que se necesitaban cinco metros p a r a Hablad, sin embargo, con un modisto ilustrado. Os d i r á lo que piensa de la belleza, de la gracia, de la elegancia. Os confiará sus temores estéticos y sus preocupaciones filo- sóficas. En cuanto al asunto de dinero, ni vinidad h u m a n a . Su misión, como la de t o - una palabra. Jamás uno de esos grandes se- dos los creadores de belleza, es apostólica. ñores de la aguja se mancha los labios con A u m e n t a n d o el encanto de la m u j e r , a u - cálculos mercantiles. «El interés — parece menta el goce de la existencia, y la alegría, decir — n o es de nuestro reino.» Y, en efec- de vivir, y el orgullo de ser. En la historia, to, es difícil que una señora que encarga un se ve que todas las épocas gloriosas han coin- t r a j e logre de a n t e m a n o saber su precio. cidido con suntuosidades de i n d u m e n t a r i a «Más ó menos, tanto.» Pero luego hay u n «más» que pasa del doble, y es indispensable pagar, pues el patrón, siempre grave, exclam a , si se le hace notar: «Yo no entiendo d e eso... Son pequeñeces del cajero... Yo soy urv artista.» femenina. La misma Revolución f r a n c e s a , cuando, sintiéndose fuerte, se hubo lavado l a sangre de las manos, comenzó á arreglar d e un modo amoroso los pliegues de las f a l das. ¿A qué hablar de modas antiguas? N u e s tra época en este p u n t o es, á pesar de mil * errores, una de las más admirables y de lasmás atrevidas, pues, rompiendo con tradicio- ¡Artista en trapos! nales complicaciones, ha tratado de no r o - A primera vista esto hace sonreír. En se- bar al cuerpo su armonía. Esos trajes b l a n - guida, r a z o n a n d o sin prejuicios, llega u n o á cos que hoy llevan las elegantes á las c a r r e - c o m p r e n d e r que, si el arte es crear belleza, ras, y esos vestidos íailleurs que ondulan un modisto es tan artista como un poeta, por las calles, son deliciosos de sencillez. cual un pintor, cual un escultor. Es el q u e , Pero la palma la merece una toilette trabajando en hermosear la estatua viva, todas rítmica y que, por desgracia, no se ge- perpetúa entre las masas el sentido de la d i - neraliza tanto como lo desearían los artistas: entre la llamada «princesa» ó «sílfide», y que es u n a bata ajustada que se lleva sin corsé. —Yo no le permito á la E m p e r a t r i z que lleve otra cosa — decía hace algunos años Guillermo II. Muchos conozco que, si pudieran imponer su voluntad al mundo entero, decretarían la robe princesse obligatoria. pierda entre pliegues, bucles y cintas, quiere que el corps de la femme, argile, merveille, ideale, ¡oh!, cantado religiosamente p o r los poetas, no se ahogue entre pudorosas v a g u e dades, sino que aparezca en la gracia t r i u n fante de sus líneas, como aquellos torsos griegos que parecían envueltos en lienzos mojados, de tal modo el vestido se ajustaba en ellos á la carne. «Soy el apóstol de la línea - h a dicho R e d f e r n - . E n la vida diaria c o m o •s * en la escena, la línea es mi única p r e o c u p a ción. En Afrodita, «Guando un cuerpo es l i n d o — h a dicho al vestir á Mlle. G a r - den, pude realizar mi ensueño de semi-des- Redfern—es necesario tratar de hacerlo ver nudez casta. Luego, aplicando c o m o si estuviera desnudo.» ¿Os enteráis? Y principio helénico á los trajes de interior, he el mismo Redfern no es, cual los Paquín y los Doucet, hecho muchos esfuerzos que han entusias- costurero de cortesanas, sino de reinas. Su mado á las mujeres bonitas.» El g r a n f a m a de gravedad es universal, y los que co- disto, que es discreto, se detiene allí. Pero n o mo- nocen los secretos de la vida parisiense, ase- hay necesidad de ser muy .sutil para adivinar g u r a n que cuando una pecadora se presenta que en su mente la frase termina diciendo: e n su casa, busca cualquier pretexto para no «Y que han llenado de indignación á las encargarse de que feas.» Porque en esto de trajes, la fealdad quiere hacer ver, pues, son los cuerpos más tiene más importancia que la belleza, y los p u r o s del m u n d o . E n el teatro, como en la defectos influyen más que las perfecciones. vestirla. Los cuerpos vida corriente, quiere que la m u j e r no se Preguntad, en efecto, á un modisto práctico: — ¿ C u á l es el fin supremo de vuestro Red f e r n _ s la línea es mi obsesión.» Y esta sola frase indica un renacimiento de la toilette, en el cual, gracias al cielo, veremos á las mujeres bellas ya no vestidas de u n i f o r - -arte? Y os contestará: me, todas igual, todas como lo m a n d a la — Esconder las imperfecciones femeninas. ciega moda, sino, al contrario, cada una con- Verdad es. Desde tiempos m u y lejanos, la forme á su tipo especial de belleza,y siempre moda, convirtiéndose en colaboradora de la enseñando, con orgullo sano y puro, las cur- ortopedia, ha sido humilde para con los cuer- vas divinas de sus cuerpos esbeltos. El traje pos contrahechos. Las pelucas empolvadas, princesa, que tantas indignaciones farisaicas las crisolinas, las m a n g a s gigot, los corsés suscitó hace años, triunfa a h o r a en todas rectilíneos, mil otras invenciones que c a m - partes y acostumbra al mundo á la estatua biaron el aspecto universal de la mujer ves- viva. tida, tuvieron su origen en la necesidad de esconder defectos de grandes damas. ** * Otras modas, menos violentas, han sido creadas con objeto de establecer, gracias al Un grave inconveniente hay para la u n i - lujo, un término medio de estática femenina, versalización de modas como ésta. Es la en el cual las poco agraciadas ganan lo que cuestión de la belleza. Porque el a r t e del cos- pierden las perfectas. turero es como aquella espada celebérrima Pero, por f o r t u n a , lo que ayer era un ofi- del general francés que servía p a r a «soste- cio, se convierte hoy en arte. Los que hacen ner las instituciones» y en caso necesario trajes femeninos, comienzan ya á a m a r sus «para combatirlas»... Una toilette creaciones con a m o r estético. «La línea—dice necesita u n c u e r p o princesa. P a r a las que princesa, no son perfectas, los artificios de la costur e r a reservan los buches, los pliegues, los adornos, los faldones, los vuelos y los revuelos. Se trata de enseñar, y, en caso necesario, de esconder. Pero esto poco debe interesarnos á los que, hablando del asunto de un modo abstracto, no nos preocupamos sino de la idea de la elegancia como complemento de la belleza, y que, por consiguiente, c o n sideramos que toda mujer tiene la estricta obligación de ser bella. Más aun dejando lo abstracto para ir á lo concreto, en este punto las quejas son injustas. Hablar, como M a r ee! Prevost del Krack de la beauté, es pura fantasía. «No tenemos — dice — una madame Recamier para que los londinenses, e m briagados de entusiasmo, desenganchen sus caballos y arrastren su coche; no tenemos una Castiglione, reina de la belleza.» E s cierto. Ya no hay, en el París aristocrático, tres ó cuatro bellezas oficiales. Pero, en c a m bio, ¡cuántos millares de deliciosas m u c h a chas sin nombre llenan los teatros, los talleres, los paseos! Un pintor ruso, Widhopíf, que ha recorrido el mundo en busca de m o delos, confesábame hace tiempo que, si había fijado su residencia en la capital de Francia, es por la increíble abundancia de mujeres bellas que allí encontraba. Ya antes habíalo notado yo, lo mismo que todo el mundo, contemplando en los music-halis, en los teatros de aparato y en los cortejos carnavalescos, la infinita variedad de estatuas vivientes y alucinantes, no de esas cuya gracia está en el afeite y en la compostura, no, sino frescas, francas, sanas estatuas de líneas olímpicas. Para éstas son los trajes princesa que conservan en una relativa integridad las líneas esenciales. «Vestid en casa de un gran modisto á la Venus de Milo y á la Joconda — dice alguien — y veréis que aparecen dos maritornes.» La paradoja tenía su razón de ser en los tiempos de las deformaciones singulares. Ahora que un poco de respeto de los contornos sagrados parece reinar, todas las bellezas antiguas podrían, sin exponerse tal vez á perder su armonía, recurrir al arte de los modistos. ¿No son soberbias Venus P s i c o l o g í a de la moda f e m e n i n a . tffti B!BI mr^:,:: 6 "'üt*u vestidas las maniquíes de los costureros a d m i r a con t e r n u r a algo vanidosa como flores que sólo en su suelo crecen, y se d e - ricos?.. * s * leita en describir sus esplendores y sus m i serias, sus triunfos y sus penas, sus gracias A veces en las calles alegres de París, cier- y sus desgracias, sus lujos y sus pobrezas. tas mujeres nos sorprenden. En mil detalles Lo que más llama en ellas la atención á Jos se ve que no son ricas. Ni tienen coche, ni psicólogos es el contraste que e n c a r n a n . Pa- llevan joyas. Pero no importa. A pie, an- gadas como criadas, se visten como reinas. d a n d o de prisa como la gente que trabaja, ¡Qué digo! Son las reinas las que tratan de á pie y sin adornos, producen la impresión vestir como ellas. Ellas, antes que las más de ser verdaderos modelos de elegancia. Sus ricas mujeres, se ponen los m a n t o s de a r - trajes, de paños finísimos, tienen el corte i m - miño, los corpiños de encaje, las faldas de pecable que es peculiar á las creaciones de terciopelo, los chales de tul. Ellas inauguran los grandes modistos. Sus altos guantes blan- los sombreros magníficos, en los cuales los cos acaban de salir de la tienda. En sus s o m - pájaros raros abren sus alas irisadas. Ellas breros magníficos, las plumas más r a r a s on- cambian de adornos cada dos horas. P e r o dulan. así ataviadas, tienen que buscar, cuando llega —Esas muchachas — nos dicen los iniciados—son las maniquíes. ¿Las maniquíes? A u n q u e no hayamos visitado nunca un taller de costura, este n o m - la hora del almuerzo, la más h u m i l d e cremería para gastar lo m i s m o que las pobres obreras de las fábricas. ¿Qué han de hacer las infelices con los 15o francos mensuales que ganan? b r e nos es familiar. Lo hemos visto en las estampas, en las novelas, en las crónicas. — ¡Eh! — m u r m u r a la malicia p u b l í c a - París habla á menudo de esas maniquíes. Las las señoritas maniquíes no se contentan con lo que sus amos las dan por ponerse trajes T o d o sonríe d u r a n t e estos días paradisía- suntuosos. Otros hay que las dan m á s por cos. T o d o es alado, todo es ligero. Algo como quitárselos... un velo de hadas galantes envuelve la exis- La leyenda de las lindas muchachas de la tencia para ocultar sus miserias y n o dejar- r u é de la Paix, que han abandonado el sa- nos contemplar sino lo que en ella es goce y lón de essayage esperanza. para instalarse en el salón Una intensa frivolidad llena el de algún g r a n duque, es una de las leyendas espacio. Es una frivolidad de arte, de artifi- más peculiares de París. René M a a y e r o y , cio y de misterio. En el ambiente hay p e r - que adora á las obreritas, consagró, poco f u m e de flores, que se escapa de las ventanas hace, todo un volumen á relatar las a v e n t u - entreabiertas, y al través de las vidrieras se ras de una chiquilla de esas, que después de ven por todas partes, irguiendo sus tallos es- t r a b a j a r humildemente, conquista , á fuerza beltos, los iris de mil matices, las lilas fres- de sonrisas, una corona de princesa. P e r o cas y las rosas primeras. Son las flores m o - el que mejor conoce á las maniquíes, el q u e destas. Un poco más tarde, cuando la Expo- con más cuidado las estudia es Paul A d a m , sición de Horticultura abra sus puertas, ven- el fuerte Paul A d a m , que se divierte así, en drán las otras, las raras, las caras, las que sondear de vez en cuando los misterios de la tienen nombres extraños, formas fantásticas r u é de la Paix, de la rué Royale y del Bule- y colores inverosímiles. A h o r a la frescura v a r . E n primavera, sobre todo, esos centros basta. P o r q u e este m e s e s el mes de l o q u e antes y sólo no es rico. Las mujeres mismas que nos perfumadas, las parisienses, tienen para el e n c a n t a n por las calles, no pertenecen ú n i - de lujo por los cuales pasan, frufut filósofo un atractivo irresistible. Y es que camente á las clases ricas, sino que, por el nada puede compararse con la p r i m a v e r a c o n t r a r i o , s o n á menudo modistillasóburgue- parisiense. s í a s , chicas pobres, muchachas humildes. La P r i m a v e r a le pertenece también á M i m í ondulantes siluetas. He aquí á mademoiselle Pinson. ¿Qué digo? L a P r i m a v e r a es ella. Odette, que parece nacida para no llevar Ella la hace con su gracia, con su alegría. sino trajes de baile, de tal modo su descote P a r a la gran d a m a , para la actriz conocida, es admirable. Sus gestos, sus rasgos y sus ac- para la belleza de lujo está además el Otoño titudes son de princesa g u e r r e r a . Alta y a l - melancólico, en que los encajes se esconden tiva, contempla á los pobres mortales que bajo las pieles. Pero en Abril la palma es pasan á su lado como si f u e r a n seres de una para la juventud, para la ingenuidad. Ved raza inferior. Cuando se envuelve en la e s - esos cuerpecillos rítmicos que ondulan, llenos piral de un traje de brocado ó de terciopelo de vida. ¡Cuánta armonía! ¿Y esos rostros de para hacer ver la moda nueva á alguna G r a n risa bajo esos rizos de capricho? ¿Y esas bo- Duquesa extranjera, la noble dama se inclina cas glotonas que enseñan Jos dientes de lobos instintivamente olvidando que la pobre p a - humanos? Ningún secreto comprado á precio risiense n o es sino una obrera que está á sus de oro en doctos institutos de belleza da ta! órdenes. Otra maniqui célebre es G e r m a n a , gracia. Lo único que la da, es el bálsamo de que tiene toda la encantadora impertinencia los diez y ocho años. de maneras, de miradas, de ademanes y de sonrisas de u n a Marquesita L u i s X V , y que, Paul A d a m a d m i r a á esas muchachas entre las cuales sobresalen los maniquíes. Con tern u r a casta, las sigue por las calles para conocer el misterio fragante de sus vidas. Luego, grave, las interroga. Y c u a n d o sus quehaceres de gran pintor de frescos cíclicos le dejan una hora de solaz, diviértese en dibujar, con claros lápices, las más inquietantes, las más con sus trajes vaporosos y sus peinados aéreos, hace pensar en las elegancias abolidas de T r i a n ó n . Paula, por el contrario, es c o m o u n a flor nueva nacida en el París a c tual. Sus líneas son á la par amplias y finas. Su palidez se colora de luces delicadas. Su cabellera de bronce, tal vez oxidada por me- dios artificiales, la corona de un casco l u minoso. Sus trajes estrictos, hechos de una sola linea que se ajusta al serpenteo del cuerpo, sirven de modelo á las atrevidas a m a z o nas que llenan por las mañanas de risas y de m u r m u r a c i o n e s el Bosque de Bolonia. M u y parisiense también, m u y parisiense y muy m o d e r n a , con sus rizos locos y sus labios infantiles, aparece la exquisita Magdalena, b u s gustos son originales. E n cuanto ha llevado unas cuantas horas una toilette, ya la da un sello personal. Con habilidad extraña y casi diabólica cambia aquí un pliegue, allá u n a costura, más abajo un volante, y 1 0 que antes pertenecía al estilo clásico, se convierte en una maravilla de su propio estilo. creen superiores á las demás mujeres. Saben que de ellas depende la m o d a , y la m o d a es para la rué de la Paix la única religión respetable. Una actitud de mademoiselle Magdalena ó de Mlle. Paula, puede a r r u i n a r una creación. Por lo mismo tienen una c i r cunspección de sacerdotisas. Saben lo que un paso significa, lo que un movimiento de las caderas representa, lo que un r i t m o de brazos vale. Lo saben, y lo aprecian. Son vanidosás con justicia. Y como, en general, ponen su belleza por encima de sus intereses, no sufren de tener que buscar á la hora del a l m u e r z o las cremerías más baratas. * •s * De estas muchachas de Paul A d a m , sin d u d a , algunas se irán hacia países de oro raptadas por algún banquero ó algún duque ¿ N o era ayer maniquí la hoy triunfante Eeyline? P e r o la mayoría permanecerá fiel a su dignidad de modelo de elegancias y de gracias impecables. Las señoritas maniquíes adoran su oficio. Con un orgullo infinito, se Las lindas actrices parisienses que se figur a n ser más mujeres, es "decir, más seductoras, mientras menos vestidas se m u e s t r a n , han recibido una lección de estética. Y esta lección no es u n sabio viejo y m a l h u m o r a d o quien se las ha dado, sino una linda d a m a , ía señora D e l a r u e Mardrus. «Vosotras—las dice—, vosotras que creéis que la divinidad femenina reside en los descotes, os equivocáis.» Y luego, franca, clara, agrega: «El principio esencial, la causa p r o funda del prestigio todopoderoso de la m u j e r , e n todas partes en donde reina, y lo m i s m o e n los palacios que en el fondo de los bosques, es lo que desde tiempos i n m e m o r i a l e s exalta y domina, la eterna falda.» Las que soñaron un instante, allá en la época, por f o r t u n a desvanecida, del auge ciclista, en q u e el bello sexo renunciaría á su ondulante envoltura p a r a adoptar el h o m b r u n o p a n t a lón, creerán ver en estas líneas un ataque c o n t r a las reivindicaciones del feminismo. — L a falda — dicen las entusiastas de m a dame Diulafoy — es el distintivo de la esclavitud mujeril... Con una falda es imposible hacer nada grande... Los hombres nos p o nen la falda como ponen un yugo á los b u e yes... contestar á las que creen aún que el calzón masculino es una prenda que puede c o n v e nir á las íormas femeninas; y concretándose á discutir con las partidarias del desnudo, más ó menos franco, escribe: «Suponiendo una h u m a n i d a d sin velos, tendríamos q u e llegar á convencernos de que la m u j e r , en la batalla perpetua de la vida, perdería todas sus ventajas. Ventajas de belleza, en p r i m e r lugar, por dos razones, á saber: Q u e la m u jer se deforma á causa de la maternidad y que en igualdad de perfección el h o m b r e es más bello que ella.» Pero como teme que esto no sea b a s t a n t e para convencer á todas sus compañeras, la linda escritora exclama: «Además, con la desnudez, el misterio desaparece, y el misterio es toda la mujer.» L a frase es bella, justa y oportuna. La mujer es el eterno secreto, el eterno enigma, el eterno arcano. Dejándose adivinar, domina mejor que mostrándose. La ilustre señora Delarue Madrus podría, Haciendo como que esconde, enseña m á s p a r a defender sus ideas, citar mil n o m b r e s que desnudándose. Cubriendo con sabio re- ilustres. Pero, en su sencillez, prefiere no cato sus esplendores, los pone en mayor evi «lencia. Y en esto, que es uno de los princi- minación, la m u j e r va á constituirse en u n pios elementales de la psicología estética, ídolo en el modelo de las perfecciones. está tal vez el verdadero f u n d a m e n t o de la »Ella es, en efecto, la inteligencia de los ja- indumentaria, de la moda y del lujo. P o r q u e rrones esbeltos y esmaltados, de las altas co- aquello que nos aseguraban los filósofos de pas de cristal, de los bronces suaves y de l o s a n t a ñ o sobre la necesidad material de c u - ramilletes pintados. Su gesto móvil c o n t i - brirse, es una tontería. La necesidad habría n u a r á la curva de los magníficos muebles. c r e a d o abrigos en los La gracia de sus posturas d a r á un sentido países inclementes. Pero, ¿cómo explicar el hermético velarse de las mujeres de tierras calientes? Los celos masculinos mismos no son sino un pretexto. La causa verdadera de todo lo que es esconder redondeces, está en la coquetería divina y eterna de la m u j e r . «Desnuda — dice Mme. M a d r u s —, la m u - inesperado á los cortinajes. »Más que la línea absoluta del c u e r p o d e s nudo, en efecto, el cuerpo vestido, con su elegancia serpentina, influye en las a r t e s . Mas las artes nos i m p o r t a n menos que lasalmas. Y las almas, sin duda, se dejan más á menudo captar por las sirenas, cuyas colas jer es una linda estatua. Admiradla. Pero son de sedas blandas, que por las ninfas sin ¿queréis desearla? Ponedlesu falda. El mun- velos.» d o entero girará alrededor de ella en el acto. E n t r e los pliegues milagrosos de la tela o n - * * * . dulosa, los sentimientos más diversos se dejarán coger cual en una red. La vida encuen- ¿Encontráis algo de antifemenino en las t r a su eje, el m u n d o enigmático de las líneas ideas de la ilustre escritora francesa? Yo no; y de los contornos conquista su centro de g r a v e d a d . Segura de su gracia y de su d o - nada. Pero, según parece, las profetisas del movimiento emancipador de la mujer ver* e n ellas un ataque contra la libertad del sexo sus g a r r a s cubiertas de terciopelo y con su débil y c o n t r a la dignidad del bello sexo. palpitante rostro, domina al m u n d o . —La señora D e l a r m e M a r d r u s es la a d - Yo recuerdo justamente que hace tiempo, versaria d é l a mujer m o d e r n a — gritan a l - c u a n d o Lucía Delarue Madrus no había a ú n gunas damas por allí. hablado, u n a d e lasmás lindas damas parisien- —Y, sin embargo — dice la ilustre autora de La sacerdotisa de Tannit ses, la esposa de Víctor Margueritte, me decía: —, yo n o me —Si los Congresos continúan pidiendo re- he mostiado nunca enemiga de las mujeres. f o r m a s ridiculas, las mujeres que no son feas Al contrario, de lo que he tratado, es de y que no tienen empeño en parecerlo, van á hacer c o m p r e n d e r á mis h e r m a n a s que no tener que f u n d a r una Liga para la defensa de les conviene convertirse en rivales del h o m - la coquetería, como existe ya una Liga para b r e . E n nuestra misión hay algo superior, ó, la defensa de los monumentos históricos. p o r lo menos, diferente de lo que hay en la misión masculina. Ante tales palabras, es imposible no s o n reír, puesto que jamás las damas bonitas (y Lo q u e no p e r d o n a n , en realidad, las m u - aun las n o bonitas) han tenido menos que jeres á Lucía Delarue, es la (rase que sirve a h o r a necesidad de que sus derechos estéticos de título á u n o de sus artículos. «La mujer sean protegidos. P e r o algunos comienzan á —dice—es una bestia divina.» preguntarse si la influencia de Mme. Jeanne ¿Es un insulto? Dieulaíoy, que se viste de hombre, no es ya Yo no lo creo. La palabra «divina» suaviza funesta. Comienzan á preguntárselo, porque ia otra palabra; y cuando u n o quiere crista- ven que la misma Lucia Delarue Madrus lizar la imagen que ambos vocablos sugieren, c r e e necesario hacer, en un diario popularí- no puede menos de ver una esfinge viva que, simo, una campaña en favor de las faldas y con su cuerpo de gran felino voluptuoso, con de las cabelleras. «Vestida con pantalones, como los h o m - ser una bestia divina n o la disgusta, ni la b r e s — dice—, la mujer no es sino un s e r m e - humilla ni la p e r t u r b a . Dirigiéndose á las n u d o , lastimoso y risible.» Yo creo lo mis- mujeres en general, dice: mo. Y creo también que la falda, la o n d u - — Expresad valientemente vuestra anima- lante falda femenina, la falda contra la cual lidad. Escribiendo ó b a i l a n d o , a m a n d o ó peroran las señoras de los Congresos feminis- p e n s a n d o , esculpiendo ó pintando, expresad tas, es el más admirable adorno de la m u j e r . vuestra animalidad. Gracias á ella, que os ¡Cuánto misterio y cuánto ritmo, cuánta gra- permite ser b á r b a r a s con talento ó con genio, cia y cuánta discreción en ese simple envol- podréis expresar lo que el h o m b r e , ser a r t i - torio de telas suaves! Lo que los mantos antiguos poseían de ma- ficial á causa de su educación clásica, ignora. Desdeñad las lecciones. Buscad, con vues- jestuoso en sus pliegues impecables, la falda tro instinto animal, el c a m i n o que os c o n - lo conserva. Y la falda tiene, al propio t i e m - viene. po, el vuelo vaporoso de las alas, el r u m o r L a lección es admirable. Es la lección del delicado de las brisas, la armonía eterna de a l m a libre de escuelas, libre de tradiciones y las curvas... El diablo mismo perdería m u - libre de cánones. Pero, por desgracia, la c h o si la discreta falda fuera un día reempla- m u j e r m o d e r n a es incapaz de oiría y de zada por el picaresco pantalón, pues no hay comprenderla. Siendo m u y atrevida en cuan- nada que indique las líneas de un c u e r p o to se t r a t a de vestirse y de pintarse; sabiendo joven como ese velo hermético que parece r e i r s e d e la burguesía masculina en cuanto se ocultarlas. trata de a m a r ; sintiéndose, en fin, capaz de Madame Déla rue M a d r u s , con la lírica todas las pasiones y de todas las coqueterías, f r a n q u e z a que la honra y la distingue, c o n - en la vida no logra, en cuanto se hace a r - fiesa, haciendo un gesto coqueto, que eso de tista ó pensadora, salir de la estela que deja P s i c o l o g í a de la rasda f e m e n i a a . 7 la nave masculina, tan vulgar, tan r u t i n a r i a , e c h a r a á perder la salud, con tal de que lo tan usada... hiciera armoniosamente. Remy de G o u r m o n t acaba de descubrir, * * e n efecto, que Mallarmé, el más orgulloso, el más altivo, el más aristocrático de los poe- Otro gran escritor, que fué á su m o d o u n tas de nuestra época, fué durante algunos g r a n feminista, Mallarmé, daba á la m u j e r años cronista de modas, ni más ni menos el mismo consejo: que las innumerables señoras anónimas que — C o n t i n ú a siendo — decíale — el más di- cada semana describen en los diarios p a r i sienses las mangas nuevas y las nuevas e n - vino animal de la creación. Y para ayudarla en su coqueta tarea de aguas..«¡Pobre hombre!», pensarán algunos, adornarse, no perdía ocasión de darla c o n - figurándose sejos para vestirse y para adornarse. quis de trajes, el maestro tuvo que sufrir en que, al resignarse á hacer c r o - toi- su dignidad literaria. Pero cuando sepan q u e lette femenina, desde el sombrero hasta los f u é más bien por gusto que por necesidad botines. De todo hablaba; todo lo explicaba por lo que ejercitó de cronista de modas, sin con detalles exquisitos, con pacientes p o r - d u d a se quedarán perplejos, y exclamarán: menores Y cuando se cansaba de seguir el «¡Qué hombre tari raro!» Y, p o r mi fe, que pespunte y de contar las puntadas, e n t r e t e - lo e r a . T o d o interesaba al gran poeta en la níase en f o r m a r , para el pecho de las damas, En un medio ambiente de pedantería, en- ramilletes de flores raras; ó en buscar, en t r e compañeros que no hablan sino de gran- libros viejos y sabios, recetas de belleza. De des problemas literarios, de ideas nuevas y belleza he dicho, no de higiene. P o r q u e para aquel poeta nada importaba que la m u j e r se de filosofías extraordinarias, él, más que t o d o s , empero, grave, escribía notas sobre las p a n t o m i m a s , sobre la d a n z a , sobre las flores y sobre los trajes. Las escribía con u n a solemnidad casi religiosa, dando tanta im- portancia á una cinta ó á una pluma como á la idea de la inmortalidad del alma. Porque p a r a este poeta nada era insignificante, ni r i r sin haber visto jamás la belleza de un s o m b r e r o de mujer, le hubiese preguntado: —¿Qué importancia tiene eso? El buen poeta, siempre grave, le h a b r í a respondido. —La más profunda importancia. lo En el m u n d o , e n efecto, apenas hay nada frivolo; nada era prosaico, ni aun lo vulgar. que sea tan interesante c o m o un adorno, ¡Qué digo! Con lo menos propio para inspi- como un traje, como un sombrero, c o m o r a r , él sabía hacer verdaderos poemas. «Ha- u n a flor, como una c i n t a , como cualquier blemos — decía — del delantal nuevo.» Y cosa hecha para embellecer á nuestros í d o - antes de describir la última creación de la los, en fin. P a r a los poetas, sobre todo, el casa á la moda, cantaba su estrofa: «¡El d e - a r t e de la toilette lantal! A veces es resplandeciente, fabuloso, interés capital. ¿No es acaso el t r a j e un poe- soberbio, con sus guirnaldas de flores b o r - ma de seda? ¿No cabe t a n t a belleza en un dadas de colores lucientes. Algunas lo a d o r - tocado como en una imagen? aun lo ligero; nada era baladí, ni aun nan con perlas de azabache. Pero esas perlas femenina debiera tener un Mallarmé, después de descubrir para su se convierten en algo superior á su propia hada el chapeau de lumière, combinó p a r a materia y son azabache, sin duda; azabache las mujeres elegantes más de u n s o m b r e r o siempre; sólo que, gracias al arte, azabache humano, rindiendo siempre un culto supers- espléndido, c o m o todas las piedras precio- ticioso á esas modistas parisinas que, con u n sas reunidas, brillando, para adornar á la arte extraordinario, son las únicas capaces reina de Saba.» Y es probable que si el f a s - de arreglar la c o r o n a suprema de la elegan- tidioso Sully P r u d h o m m e , que acaba de mo- cia. Las únicas, sí. El poeta dice: « T o d o el m u n d o , c u a n d o se trata de un traje, puede, una vez la d e s - u n a coquetería florida y ligera sus escaparates y sus ventanas. cripción leída, cortar un corpino, una falda, P e r o para explicarse esta abundancia un un delantal; pero con los sombreros no pasa solo dato—un dato filológico—basta. En fran- lo mismo. He allí los elementos del s o m - cés se llama «modas» á los sombreros y «mo- brero: terciopelo ó paja, seda ó fieltro; he distas» á las que los hacen. L a que confec- allí la forma (que á veces no tiene forma), y ciona trajes no es modista: es costurera. La ya puedo hablaros durante una hora para modista no viste el cuerpo. Viste la cabeza. que hagáis con todo eso y con unas flores y Es la que, por excelencia, dispone del gusto. u n a s plumas y mis palabras, algo. Pues bien; Por eso su orgullo es grande. Por eso, cuando salvo en casos de imaginación, todas iréis á alguien se dirige á una obrerilla de la rué de casa de la modista.» la Paix ó de la r u é Royale y la pregunta: ¡La modista? Dad un paseo por las calles parisienses y comprenderéis esta última frase de Mallarmé. «¿Es usted costurera?», contesta, algo indignada: «No, señor: soy modista.» ¡Y por mi fe que tiene razón! En la costura hay u n esfuerzo humilde, una paciencia encorvada, * * * una atención rígida. Es necesario no perder de vista las sutiles agujas que van, á pasos A cada diez pasos las letras áureas de los menudísimos, por la extensión infinita de las rótulos nos dicen Modes. Y á lo largo de los faldas. Es preciso seguir con meticulosa es- bulevares, de las avenidas y de las calles; en crupulosidad las líneas trazadas por la tijera los barrios suntuosos como en los modestos; y las indicaciones hechas por el hilván. En entre dos palacios á veces, y á veces frente á . cambio, en la mode, todo es fantasía, todo es una taberna, las tiendas blancas ostentan con m o v i m i e n t o , todo es originalidad. Desde muy t e m p r a n o , la aprendiza comienza á t e ner «ideas». Su arte la seduce. Es un arte sin monotonía. Una rosa aquí ó una pluma allá, y el aspecto de la obra ha cambiado como una decoración teatral. L a s «formas» mismas, es decir, lo que constituye el s o m b r e r o , no existe sino conforme al gusto de la o b r e r a . De un fieltro ó de una paja informes, r e d o n das y blandas como pedazos de trapo mojado, ésta hace un nimbo; aquélla, una aureola; la otra, una g u i r n a l d a ; la de más allá, un casco; la última, una cofia. Es un a r t e de metamor- d e flores que guarnecen las copas obedecen á doctos cálculos de armonía. ¿No hemos, por ventura, convenido en q u e un s o m b r e r o de m u j e r es un poema? Es, en la toilette, lo que ríe, lo que alegra, lo que goza, lo que atrae. Es el adorno lírico. T o d a s las e x t r a vagancias le están permitidas, con tal que sean bellas. Su estética no tiene, cual la del t r a j e , leyes estrechas. Las discusiones n o le i m p o r t a n . Sus únicos cánones son los del ritmo. *-s * fosis y de transformaciones. Las hadas que lo ejercen saben soñar c o m o poetas, saben meditar como filósofos, saben combinar como químicos. ¿No habéis, acaso, visto, al pasar ante las vidrieras, á esas rubias esbeltas que con una «toca» á medio hacer entre las manos, se inmovilizan d u r a n t e largos instantes contemplando el espacio vacío? Son las hadas que idean y fantasean y buscan en el éter la forma definitiva, los colores justos, el giro supremo. E n una pluma que ondula hay un esfuerzo sapientísimo y las c o r o n a s Los hombres serios que estudian la e v o l u ción comercial del m u n d o explican la a b u n dancia de tiendas de modes en París por m e dio de la disminución constante de los precios. En efecto: mientras en todo ó en casi todo lo necesario y lo superñuo, la c a restía sigue u n a escala ascendente á través de los siglos, en el tocado femenino pasa lo cont r a r i o . Los sombreros con pájaros y blasones, por los que las damas del siglo xv paga- ban 2.000 escudos, no existen ya sino en las colecciones y en las leyendas. Hoy los couvre &hef de las elegantes más elegantes, pasan r a r a vez de cuarenta duros y en cambio b a jan hasta sumas humildísimas. L o q u e c o a un poco de habilidad y otro poco de b u e a gusto puede hacer la mujer pobre es m i l a - humilde tocado, sin que nosotros, los ingenuos hombres, notemos siquiera que están menos ricamente ataviadas que la bella Otero ó la divina Cavallieri! Mucho más que en el t r a j e , en el sombrero la elegancia es cuestión de hechura y no de materiales. Con las m á s bellas aves del paraíso, con las m á s c a r a s groso. Un a l a m b r e , un pedazo de velo y u n a pajas de Italia, con las cintas más a d m i r a - cinta, bastan. L a modistilla lo arregla todo. bles de Saint Etienne, una miss no logrará hacer lo que con su metro de tela y Y cuando, el domingo, Mimí Pinson se c u b r e jamás con eso su rubia cabellera, parece que lleva sus cinco centavos de flores hace u n a una corona principesca. «Los sombreros que moiselle. de- se venden á dos francos setenta y cinco c é n - Porque no hay que discutir sobre este timos — dice Avenel — producen el treinta punto: el sombrero femenino, el fantástico, por ciento á sus fabricantes, de modo q u e el caprichoso, el sonriente sombrero que en- realmente no cuestan sino un franco noventa galana, que completa, que seduce, que s o r - Géntimos, repartidos así: dos metros y medi© prende, que es algo loco y que es tan coque- de cinta, á veinte céntimos el metro; un to; el sombrero artístico, es un producto d e piquet de flores, de veinticinco céntimos; una París por excelencia. E n Londres, en V i e n a , f o r m a de alambre, de veinticinco céntimos; en Buenos Aires, en Nueva Y o r k , en Madrid, u n metro de tela para cubrirla, ochenta y en todas partes, costureras admirables visten cinco céntimos. Voilá. ¡Y cuántas lindas b u r - con una ciencia consumada los bellos c u e r - g u e s í a s , cuántas picarescas grisetas, c u á n t a s pos Pero ¿en dónde las modistas rivalizan Jocas de sus cuerpos van, por allí con un tan? c©n las parisienses? ¿ e n dónde con casi P S I C O L O G Í A D E L A MODA F E M E N I N A nada se confeccionan esos deliciosos poemas de plumas? ¿en dónde igual fantasía se une á igual armonía?.. LOQ pero se compra un sombrero florido. E n las» clases más altas, más altos son los sacrificios. v Hace apenas dos años, lo vimos en un pro* » •» ceso. Una modista reclamaba á la mujer d e un diputado nueve mil francos por los s o m breros de un año. —A pesar de todo—decía Bismarck—, yo seguiré pidiendo á París los sombreros para mi mujer y el champaña para mí. Y esta supremacía se explica por el a m o r <¡ue la francesa en general tiene desde los más remotos tiempos por el tocado lujoso. — ¡Usted gasta en sombreros más de l a que su marido gana!—exclamó el juez, i r ó nico. — ¡No soy yo la única!—contestó la d a m a , seria. E n las estampas antiguas se nota. Las vene- Y, en efecto: no es la única, no: ni siquiera cianas, por ejemploj eran más lujosas en sus la más extravagante. Ciertas damas de la mantos, y las inglesas más ricas en sus joyas. aristocracia israelita, cuyas cuentas han s a - En el couvre che/, ya sea el henin de la Edad lido á relucir en los escándalos Media, ya sea la toca del siglo xv, ya sea el de estos últimos tiempos, dan á ganar — y á financieros fieltro de los Luises, ya sea la guirnalda de veces á perder — á las treinta y tantas m o - flores de T r i a n ó n , siempre la francesa ha distas de la rué de la Paix, sesenta ó setenta sido la primera. Hoy mismo, m i e n t r a s u n a mil francos anuales. muchacha modesta de R o m a ó de Viena se La suma, que á primera vista parece f a - -desvive por comprarse una falda nueva y n o bulosa, resulta, cuando se la examina de piensa en un nuevo sombrero, la obrerita d e cerca, verdaderamente inverosímil, puesto París guarda en verano su traje de invierno, que, según un dato que he leído en todas partes y que a p u n t é al principio de este a r - tículo, los sombreros lujosos de las mujeres ¿No habéis asistido nunca al essayage de a o valen nunca arriba de doscientos francos. u n a parisiense en casa de una modista e l e - P e r o aquí un especialista me detiene y me g a n t e ? E s un espectáculo delicioso y lamentable, os lo aseguro. Aquella embriaguez, tan dice: — E n todo hay excepciones, y en cuestio- » u t i l m e n t e analizada por los psicólogos m o - nes de elegancia femenina más que todo. Los d e r n o s que se apodera de la m u j e r c u a n d o sombreros no deben costar más de e n una tienda sus manos acarician las sedas c u a r e n t a duros, es cierto... Sólo que á veces f r u f r u t a n t e s y sus ojos contemplan las b l o n - cuestan el doble y aun el triple. Hay plumas d a s , los encajes, las cintas, las batistas; aque- q u e valen por sí solas ciento cincuenta f r a n - lla e m b r i a g u e z ligera y p e n e t r a n t e que s u - cos, como el ave del paraíso blanca, como el p r i m e e n los cerebros las nociones exactas «curucucús» índico, c o m o el «multifils», d e la realidad y que invita á cometer locuras como el «pecho de acero», como otras c u a n - i r r e p a r a b l e s , no es gran cosa en la vida m o - tas. Y si usted calcula que p a r a adornar una d e r n a de la capital de las elegancias si se toca cualquiera se necesitan tres de esas c o m p a r a con otra embriaguez del mismo gé- plumas ó penachos... y que, además, es pre- n e r o , pero m u c h o mayor, mucho más inten- ciso que la modista gane, por lo menos, un 3o s a : la embriaguez del sombrero nuevo, ó por IOO, no resulta difícil adivinar el precio m e j o r dicho, de los infinitos sombreros nue- de las fournitures que, poco á poco, f o r m a n v o s q u e se pone, que se quita, que e x a m i n a , esas cuentas que nos espantan á nosotros, q u e modifica, que cambia, que a r r u g a , que hombres, y que á las mujeres les parecen na- t o r t u r a , que acaricia. ¡Ah, las largas horas turales... Porque la mujer, en cuanto se trate e n t r e el espejo del fondo donde se refleja la de sombreros, no conoce el valor del oro... n u c a y el espejo del frente donde se ve la nunca c a r a ! L a cabellera llega á deshacerse y los labios pierden sus colores, á medida que las parisiense, nerviosa, escoge. T o d o s los s o m breros le gustan. U n o , porquees «serio»;otro» p o r q u e es «original»; otro, p o r q u e la r e j u v e nece; otro, porque le da un aire picaresco; otro, por otra cosa. Mas como n o puede llevarse la casa entera, duda, pide consejos y sufre con una intensidad increíble en sus nervios caprichosos y enfermizos. Si el diablo tuviese aún costumbre de acudir en los instantes críticos para hacer firmar pactos, encontraría mejor cosecha de almitas rubias en las tiendas de modas que en las joyerías. Es una verdadera locura, un delirio especial, u n vértigo indomable, lo que las p a r i sienses sienten en el essayage des chapeaux. T o d o s estos misterios explicados por un catedrático docto y sutil, en un curso de la S o r b o n a ó del Colegio de F r a n c i a , constituirían la más necesaria de las enseñanzas, no sólo para las mujeres que prácticamente n e cesitan conocer la ciencia de las elegancias, sino también para los poetas, para los psicólogos, para los novelistas. P a r a los novelistas sobre todo. Porque esos señores que tienen obligación de vestir y de desnudar á las marquesas y á las cortesanas, á las burguesitas y á las actrices, no saben, por lo general, queridas amigas mías, ni de qué color debéis llevar las medias. Sí, os lo aseguro; los maestros escritores de este París falaz se burlan de vos- El a d o r n o casi no modifica en nada la b e l l e z a ^ el t r a j e sólo modifica la línea del cuerpo, pero el sombrero cambia lo más i m p o r tante, la gracia del rostro, la expresión de la fisonomía, la sonrisa, la mirada, el color, la gracia, en fin, y el encanto. otras en todo lo relativo á toilettes. Cuando en sus obras describen un traje, un s o m b r e ro, un dessoics, un tocado, un adorno, una joya, no dicen sino mentiras. Y vosotras, que copiáis los trapos de sus heroínas; vosotras, que al a b r i r el último libro u l t r a p i r e neano lo primero que buscáis es el vestido * * de la marquesa ó el chapeo de la cortesana; P s i c o l o g í a de la moda f e m e n i n a . í vosotras, ingenuas amigas mías, que vais siempre tras los breviarios de las elegancias, En efecto: no lo son. Las páginas en que sois las víctimas de estos grandes, de estos Bourget, France, Prevost y Hervieu visten ignorantes grandes hombres. á sus heroínas, están llenas de inexactitudes Lo de ignorante no lo digo yo, sino una escritora que, en la académica Revue Bieu, inició a n t a ñ o una campaña contra los p i n t o - todo, es detestable en este punto. Después de haber hablado del célebre corsé de raso negro, que tanto hizo reir, describe ahora res de elegancias. Oidla disertar: «La mayor parte de los novelistas de nuestros días se han complacido en describir extensamente en sus libros las innumerables toilettes de sus heroínas. Han hecho una especialidad de estas descripciones. Las han p r o digado con exceso. Nosotras no nos quejamos de ello: al contrario, esto nos regocija. Pero fuerza es estudiar si estos novelistas observadores, delicados y penetrantes de las costumbrescontemporáneas, poseen la cualidadesencial,elemental, para describir las toilettes, y de faltas de buen gusto. Bourget, sobre y, s o b r e t o d o , para describirlas minuciosamente, meticulosamente, como se complacen en hacerlo. Lo que pedimos es que las descripciones sean justas y los detalles de que las recargan, exactos. Y, por desgracia, no lo son.» del modo siguiente á una elegante: «Había una mujer en la antecámara, á quien un criado despojaba de su fourrure, de donde salían sus hombros desnudos, su talle, esbelto y fino, envuelto en un corpino rojo. T e n í a un perfil delicado; la nariz, ligeramente enérgica; la boca, espiritual. Los diamantes fulgían en sus cabellos, de un rubio tenue y dulce. René vió que saludaba á Claudio con la cabeza, y palideció al encontrar sus ojos, de un azul claro, que brillaban en su semblante rosado, delicado y fresco.» La escritora de la Revue Bleu se ríe de este académico, que obliga á una rubia, cuyos ojos son pálidos, á llevar un corpiño rojo. «¡Una mujer así vestida de colorado — e x clama — es una herejía! ¿Cómo percibir el tinte rosado de su rostro en el conjunto chi- doras de sus movimientos. El gustaba, decía, llón d¿ su traje de p ú r p u r a ? El tinte rosado de las toilettes y los ojos azules palidecen hasta borrarse. Y libres y espirituales, que r a r a vez se ven y vivas y animadas, flexibles, no queda nada de esta rubia, que, en cam- que nunca se olvidan.» bio, hubiera resultado m u y bien con una tú- G u y de Maupassant, maestro en todo, supo nica blanca ó azul, rosa ó negra, de cual- en asuntos de modas ser sugestivo, sin c o m - quier color, excepto el rojo.» prometerse. Oid: El admirable, el adorable autor del Rojo Lirio no viste mejor á sus heroínas. A la Condesa M a r t í n la hace presentarse con «un manto de terciopelo rojo, bordado de oro y «El la contemplaba: —»¡Qué bella está usted! ¡Que chic! —»Sí... este vestido es nuevo. ¿Le gusta á usted? forrado de armiño», lo que sugiere á la es- —»Es encantador; de una armonía a d m i - critora de la Revue Bleu las siguientes refle- rable. Se puede asegurar que hoy se posee el xiones: sentimiento de los matices. «Este m a n t o de corte regio haría resaltar »Se acercó á ella, y tocando la falda con maravillosamente la belleza de una morena; sus dedos, modificó el orden de sus pliegues.» pero á ningún Paquín del m u n d o se le o c u - De esto no hay medio de quejarse. De quien rriría ponérsele á una rubia parisiense. Ves- sí se queja la escritora de la Revue Bleu es del tida así, no merece ciertamente los galantes método de Marcel Prevost, que hace en sus cumplimientos del pintor Bechartre, que, novelas reclame pagado á los grandes m o - según el mismo France, celebróle en e x t r e - distos. Ved este fragmento de diálogo: mo la sencillez con que se vestía (sencillez —«A propósito—dijo Maud —, estoy deci- m u y costosa), en el carácter de su f o r m a y dida por el peplo sobre la bata entallada. de su gracia, de las líneas f r a n c a s y encanta- —»¿La de casa de La F e r r i é r e ^ --xmo LEU?. ' Bim^í ñ r ^otiTmér, —»Sí; pero lo he modificado un poco, estrechando el corpino. Verás.» Donnay hace también el «reclamo» de otra tienda (la de Liberty), en La ción del Principe. O B R A S DE E . G Ó M E Z C A R R I L L O Educa- ¡Esto es verdad y parece Maravillas. Bailarinas. mentira!.. Otra cosa que parece mentira es que Jorge El alma encantadora de París. Ohnet sea más perfecto artista en trapos y El modernismo. adornos que los maestros citados. He aquí, Del a m o r , del dolor y del vicio. para t e r m i n a r , las líneas que nuestra autora Bohemia sentimental. le consagra: « F u e r z a es convenir en que Sensaciones de París y de Madrid. Jorge Ohnet descríbelas toilettes Cuentos escogidos de autores castellanos. con menos desgracia que o t r o s . Su heroína Athenais Cuentos escogidos de autores franceses. en traje d t f o u l a r d , su lindo cuello m o r e n o Literatura extranjera. rodeado de punto de Venecia, agitando con Almas y cerebros. su m a n o cargada de sortijas la sombrilla en- Desfile de visiones. carnada, no está tan mal como la de A n a - La Rusia actual. tole F r a n e e , y hasta debe de haber resul- De Marsella á Tokio. tado muy simpática con su traje.» El alma japonesa. Ya lo sabéis, pues, adorables amigas mías; no hay que buscar ideas de trajes en ningún novelista francés, y menos en los maestros. F I N Psicología de la moda femenina.