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MÉXICO
El color trágico
del triunfo
Autor: Raúl González, medallista olímpico en Los Ángeles 1984 (oro en caminata 50 km y plata 20
km) y presidente de la Liga Mexicana de Béisbol (LMB).
J
ames Owens nació el 12 de septiembre de 1913 en
Danville, un pequeño pueblo de Alabama. En 1920
los Owens se trasladaron a Cleveland, Ohio y James
fue matriculado en la Escuela Técnica del Este,
donde comenzó a escribir su historia. El primer día
de clases le preguntaron su nombre. Una rutina… Él respondió: “J.C.
Owens”, como diciendo James Owens de Cleveland. La maestra, sin
embargo, escribió lo que había escuchado y en adelante lo llamó Jesse,
igual que sus compañeros. Dos meses después ya no era más James,
sino el Pequeño Jesse, como le decía su padre al verlo correr de esquina
a esquina en la calle posterior al patio de su casa. Una tarde del 27
apareció por la escuela Charles Paddock, un viejo campeón olímpico,
cargado de historias.
Paddock vio correr a Owens y se obnubiló. No necesitó más
para saber que estaba ante un fuera de serie. Desde entonces se hizo
cargo de él. Lo entrenó, lo aconsejó, lo cuidó y lo llevó lentamente,
especializándolo en distancias cortas. Un año más tarde Jesse Owens
corría los 100 metros planos en 10.3 segundos, apenas una centésima
de segundo más que su profesor. A mediados del 34 la Universidad
de Ohio becó a Owens.
Ese mismo año se casó con Ruth Salomón, la novia de toda la
vida. Siete meses después tuvieron una niña. Para aquel entonces
Owens trabajaba como expendedor de gasolina, mozo de cordel y
cuidador de piscinas, pero pensaba siempre en las olimpiadas. En
dos años no dejó de entrenar un solo día, ni siquiera el de su boda.
Se levantaba antes de las cinco de la mañana y corría dos horas,
luego al trabajo y a las clases, y en la noche a las flexiones de piso,
las abdominales y las pesas. Así, cada vez con mayor intensidad hasta
agosto del 36. ‹
DOLOR
James Owens/Foto: Comité Olímpico Internacional
DORIXINA
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Owens empezó a callar al mundo que
lo odiaba por ser negro el primero de agosto
de 1936 en los Juegos Olímpicos de Berlín,
donde se escuchaban los rumores acerca del
oro negro de Berlín. Ese día corrió los 100
metros planos en 10.2 segundos, igualando el
récord mundial y clasificando a las finales de
la prueba más importante de las olimpiadas.
El tres de agosto se colgó su primera medalla
de oro, con un registro de 10.3 segundos. Al
respecto, el Correio do Povo del 4 de agosto de
1936 publicó: “Después de triunfar en los 100
metros, Jesse Owens declaró a los reporteros:
es difícil imaginar mi felicidad. Cuando
corría, hubo un momento en
que me pareció que tenía
alas. Todo el estadio se
mostraba tan animado que me
contagió y corrí
con más alegría,
pareciendo que había
perdido el peso de mi
cuerpo. El entusiasmo deportivo de
los espectadores
alemanes me
impresionó
profun-
James Owens/Foto:
Comité Olímpico
Internacional
6
damente,
especialmente la caballeresca actitud del público. Pueden decir a todos
que agradecemos la hospitalidad germana.”
Un día después encaraba la final del salto
de longitud junto al alemán Lutz Long. En la
tribuna de honor, Adolfo Hitler observaba la
prueba con inquietud. Esperaba que uno de
los suyos ratificara su teoría de la superioridad
aria. El estadio todo coreaba el nombre del
alemán, que saltó 7.54 metros en su primer
intento. Owens marcó 20 centímetros más. En
su segundo intento, Long llegó a la marca de
su rival, pero éste lo aventajó de nuevo, ahora
por 13 centímetros.
Sólo en el quinto salto el alemán llegó a
los 7.87 que había registrado Owens. Con esa
marca era campeón, pues su segundo mejor
salto, 7.84, era superior al del “negro más odiado en la historia de Alemania”. Casi seguro de
su victoria, Long se dirigió a la tribuna, levantó
su brazo derecho y saludó a Hitler. Owens
arrancaba hacia su penúltima oportunidad. Dio 16 zancadas antes de despegar,
tomó aire
y se fue.
Cayó
a 7.94
metros,
en medio
de un silencio casi abso-
luto. Luego, con la medalla de oro
segura, hizo su último intento. Voló 8.06
metros para establecer un récord que tardaría
24 años en romperse. La primera felicitación
llegó de Lutz Long, luego hubo otras pocas.
Arriba, en el palco de honor, Hitler abandonaba la tribuna.
La prensa internacional hacía años venía
repitiendo tautológicamente que el excepcional atleta Jesse Owens, conquistador de cuatro
medallas de oro en las Olimpiadas de 1936 en
Berlín (las cuales habían sido organizadas para
mostrar al mundo la superioridad de la raza
aria), habría desmoralizado a los alemanes.
Hitler no lo habría saludado por ser negro y
habría quedado tan irritado con sus victorias
que terminó abandonando el estadio.
El rotativo Correio do Povo de Porto
Alegre, en su reportaje del 5 de agosto de
1936, cuenta lo sucedido en Berlín el día 2 de
agosto de 1936, primer día de las competen-
Foro de Investigación y Tratamiento del Dolor para la Comunidad Médica
cias: “Hitler presenció parte de las pruebas en
el estadio, se hizo presentar a los vencedores
de las modalidades que acababa de presenciar
desde la tribuna oficial. Felicitó personalmente
a la señorita Fleischer, de Alemania, por su victoria en el lanzamiento de jabalina. El director
deportivo, Von Tschammer Osten, le presentó
también a las señoritas Kurgen, de Alemania,
colocada en segundo lugar, y Knasnievska,
de Polonia, ganadora del tercer lugar. Más
tarde, Hitler saludaría personalmente a los tres
finlandeses de los 10,000 metros; al alemán
Woellke, vencedor de lanzamiento de peso, y
al segundo y tercer lugar, respectivamente, el
finlandés Baerlunde y el alemán Stoeck.
“Después de esto, y antes de retirarse
del estadio, de acuerdo con la información
del Sr. K. C. Duncan, secretario general de la
Asociación Olímpica Británica, los miembros
del COI (Comité Olímpico Internacional)
solicitaron al Führer que se abstuviese de
continuar saludando públicamente a los
vencedores de cada prueba. Esto sucedió en
el momento en que Cornelius Johnson, (y no
Jesse Owens) atleta negro estadounidense,
estaba siendo laureado con medalla de oro en
salto de altura”.
Ciertamente, después del pedido del
COI no hubo más saludos en público por
parte del Führer durante todo el resto de la
olimpiada ni para negros, ni para los arios. El
5 de agosto Jesse Owens alcanzó su tercera
medalla de oro al vencer en la final de los
200 metros planos. Marcó un tiempo de 20.7
segundos, le sacó cuatro metros de ventaja al
segundo, Matthew Robinson, e impuso un
nuevo récord. Su cuarto oro se lo colgaría el
9 de agosto, como miembro del equipo de
relevos 4 x 100 de Estados Unidos.
Finalizadas las olimpiadas, el gobierno
alemán patrocinó la exhibición de Jesse y otros
atletas americanos en la ciudad de Colonia
(Köln). El Correio do Povo de Porto Alegre del
12 de agosto de 1936 publicó: “Jesse Owens,
durante una entrevista telefónica que mantuvo
con la United Press, declaró hoy en Colonia
que abandonará su viaje a través de Europa
y que seguirá lo más pronto posible para los
Estados Unidos para estudiar diversas propuestas que recibió para ingresar en el profesionalismo”.
Después de Colonia la delegación americana fue invitada a Noruega y Suecia, sin
embargo, Jesse se rehusó a participar. No se
consiguieron datos concretos sobre lo que
ocurrió con él en este periodo. La verdad es
que Jesse fue suspendido por la Asociación
Atlética de Estados Unidos y regresó a su
patria. Cuando eso sucedió, tanto Nueva
York como Cleveland lo llenaron de ovaciones y elogios. Sin embargo, del presidente
Roosevelt no recibió ni una invitación a la
Casa Blanca, ni una carta. Años después, el
cachetazo se volvió a repetir en una fiesta
pública de caridad. El presidente pasó a su
lado ignorándolo por completo.
Es muy raro todo eso. Uno de los mayores atletas de todos los tiempos, héroe
celebrado por los alemanes e ignorado por su
patria al volver. ¿No habrá sido justamente
por eso que la prensa internacional lo ignoró?
¿Habría caído en desgracia, en algún tipo de
trampa?
El final de Owens no fue muy distinto al de otros grandes deportistas de la
historia. Casi en la ruina, iba de coliseo en
coliseo compitiendo contra perros, caballos y
motocicletas. Luego ya no pudo correr más,
entonces escribió dos libros contra el racismo
y luchó por esa causa dentro del Comité
Olímpico. Criticó lo que quiso por mucho
tiempo, consiguiéndose enemigos y enemigos, hasta tuvo que vender algunos trofeos y
medallas.
El 31 de marzo de 1980 un cáncer en
los pulmones se lo llevó para siempre. Murió
solo, en su habitación de alquiler. Dejó dos
medallas de oro sobre su mesita de noche, un
paquete de cigarrillos y una carta inconclusa
dirigida a Erika Long.
INFLAMACIÓN
LOXONIN
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