El primer efecto ambiental es el de usar

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El primer efecto ambiental es el de usar -es decir, inutilizar- enormes superficies de
terreno que podrían emplearse para otros fines. Como todavía pensamos en ejércitos
como los de San Martín y Bolívar, nos cuesta trabajo darnos cuenta de la medida en
que un ejército moderno es un enorme devorador de espacio y lo que ocurre con ese
territorio.
Los ejércitos de la época de Alejandro Magno necesitaban apenas un kilómetro
cuadrado para ubicar cien mil soldados. Para la misma cantidad de soldados, Napoleón
necesitaba no menos de veinte kilómetros cuadrados. En la primera guerra mundial se
usaron doscientos cuarenta y ocho; en la segunda guerra mundial ya eran cuatro mil
kilómetros cuadrados y los ejércitos actuales requieren cincuenta y cinco mil quinientos
kilómetros cuadrados por cada cien mil soldados en maniobras.
Sobre el efecto ambiental de esas maniobras, un estudio hecho en los Estados
Unidos, sostiene que "con su violencia coreografiada, las fuerzas armadas destruyen
grandes sectores del territorio que en un principio deberían protegen Las tierras
utilizadas para juegos bélicos tienden a sufrir una grave degradación. Las maniobras
destruyen la vegetación natural, perturban el hábitat natural, erosionan y condensan el
suelo, sedimentan corrientes y causan inundaciones.
Los radios de bombardeo convienen el terreno en un desierto lunar marcado de
cráteres. Los campos de tiro para tanques y artillería contaminan el suelo y las aguas
subterráneas con plomo y otros residuos tóxicos. Algunos proyectiles antitanque, por
ejemplo, contienen bastoncillos de uranio. La preparación para la guerra se parece a
una política de tierra quemada contra un enemigo imaginario.
"En los frágiles entornos desérticos, pueden hacer falta miles de años para la
recuperación de sistemas naturales. El desierto del sur de California sigue mostrando
las cicatrices de las maniobras de tanques realizadas por el general George S. Patton a
comienzos de los años cuarenta. Y aún mayores son los daños en Libia, donde los
ejércitos británico y alemán tuvieron grandes enfrentamientos durante la Segunda
Guerra Mundial".
La guerra del Golfo Pérsico -para dar sólo un ejemplo- provocó consecuencias
ambientales muy profundas, tanto en espacios naturales como en los urbanos.
Inmensos ejércitos desplazándose por los ecosistemas del desierto provocaron daños
enormes sobre los suelos, la vegetación natural y la fauna.
Paradójicamente, la misma guerra suministró sus anticuerpos. Las superficies
minadas son tan extensas que durante décadas nadie se atreverá a internarse en esos
desiertos, lo que, al menos, no obstaculizará los mecanismos de regeneración natural.
La destrucción de las redes de aprovisionamiento de agua de las ciudades provocó
epidemias a las que no se pudo hacer frente, ya que los sistemas de salud estaban
desarticulados. Algunas enfermedades se difundieron por simple falta de higiene, pero
otras a raíz del bombardeo a los arsenales preparados para la guerra bacteriológica.
Una perversa forma de estrategia llevó a disimular instalaciones militares en áreas
urbanas o muy pobladas. Muchas de ellas fueron descubiertas por los sistemas de
espionaje y bombardeadas. No hace falta insistir mucho en los efectos de esos ataques
sobre la población civil: La propaganda sobre los bombardeos "quirúrgicos" no debería
ser tomada demasiado en serio.
No conocemos los efectos provocados por contaminación radiactiva debidos al
bombardeo de instalaciones nucleares, pero parecen haber existido, lo mismo que la
dispersión de gases tóxicos al atacarse sus depósitos y fábricas.
Al iniciarse la primera guerra del Golfo, se advirtió que el eventual incendio de
pozos petrolíferos podía provocar grandes nubes que impidieran la llegada de los rayos
del Sol a la Tierra. Existía, se dijo, el riesgo de grandes heladas y de pérdida de
cosechas por falta de fotosíntesis. Afortunadamente, el cálculo fue inexacto, el incendio
de centenares de pozos de petróleo alteró el clima local, pero no llegó a afectar el
clima del mundo.
Aún así, sus efectos fueron catastróficos; las enormes nubes de hidrocarburos
afectaron amplias zonas. En Oriente Medio se hicieron frecuentes las lluvias negras que
mataron la vegetación y contaminaron los cursos de agua y se espera un gran
aumento de los casos de cáncer.
Los derrames de petróleo en el mar han llevado a la muerte de los arrecifes de
coral, con la pérdida de la fauna marina asociada y la destrucción de un ecosistema
que puede tardar miles de años en recuperarse.
En las guerras recientes se utilizaron proyectiles con uranio empobrecido. Se trata
de un material radiactivo que tiene la ventaja desde el punto de vista militar, de ser
muy pesado, con lo cual puede perforar blindajes con mayor facilidad, y que se
incendia al hacer impacto. El efecto ha sido el dispersar enormes cantidades de
materiales radiactivos, con las consecuencias previsibles sobre la salud humana y los
ecosistemas.
La actividad militar en tiempos de paz tiene efectos menos catastróficos, pero
fuertemente negativos. La forma en que los artefactos bélicos consumen recursos
naturales escasos suele ser espectacular y muy poco tenida en cuenta por quienes
ponen el acento en la superpoblación. Un automóvil corriente puede recorrer unos diez
kilómetros por litro de combustible y un tanque Abrams M-1 anda apenas veinte
metros por litro.
En una hora de marcha, ese auto gastaría unos diez litros de combustible. En el
mismo lapso, el tanque consume mil cien litros, un bombardero B-52 gasta trece mil
setecientos litros y un portaaviones consume veintiún mil trescientos litros de
combustible. Como resultado, el Pentágono usa en un mes la misma cantidad de
energía que gasta en un año todo el sistema de transporte masivo de los Estados
Unidos.
Un tema del que nadie quiere hablar es qué se hace con el material bélico que
termina su vida útil. Los explosivos -al igual que muchos otros productos químicos,
como los antibióticos- tienen una vida útil determinada, después de lo cual ya no
actúan adecuadamente. Pueden estallar antes o después de lo previsto, o no hacerlo, o
explotar espontáneamente, o hacerlo con una intensidad diferente de la esperada.
Todas las fuerzas armadas y de seguridad del mundo tienen que deshacerse de la
munición vencida, operativo extremadamente peligroso y, a menudo, contaminante.
En ocasiones se la destruye, pero muchas veces se la venden a otros países, ocultando
su calidad o la derivan para usos civiles. Ésa es una causa frecuente de accidentes
cuando se emplean explosivos en la minería o para la demolición de edificios.
Con este dato, no sorprende saber que las fuerzas armadas del planeta aportan el
diez por ciento del total de emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera. Además,
usan el once por ciento del cobre, el nueve por ciento del hierro, el seis por ciento del
aluminio que se consume en el mundo, y así, sucesivamente, con muchos otros
minerales.
"En su incesante búsqueda de proezas y preparación -dice un estudio ya citado- las
fuerzas armadas están envenenando las tierras y a las gentes a las que deberían en
principio proteger. Residuos tóxicos militares contaminan el agua utilizada para beber
y para el riego, matan a los peces, ensucian el aire y hacen inutilizables vastas
extensiones de tierras para las generaciones venideras. Después de haber sido durante
décadas los vaciaderos de un caldo letal de materiales peligrosos, las bases militares
son ahora para la salud, bombas de tiempo que estallan en cámara lenta".
Producir, almacenar, reparar, transportar y descartar armas convencionales,
químicas y nucleares genera enormes cantidades de materias perjudiciales para la
salud humana y el ambiente. Estos desechos incluyen combustibles, pinturas,
disolventes, metales pesados, materiales radiactivos, pesticidas, bifenilos policlorados,
cianuros, fenoles, ácidos, álcalis, propulsantes y explosivos. Las fuerzas armadas de
Estados Unidos y de la ex Unión Soviética han sido durante largos años, los principales
productores de desechos tóxicos del mundo.
En todos los países, el grado de secreto que rodea estas actividades dificulta el
control de la contaminación. Los cambios en el mapa político del mundo y el fin de la
guerra fría muestran ahora lo que se ocultó durante décadas. Tanto las bases
norteamericanas en Europa Occidental como las soviéticas en Europa Oriental son
puntos de muy alta contaminación, en los que se han volcado desechos tóxicos de todo
tipo, se han arruinado grandes extensiones de suelos y de napas subterráneas. A
punto tal que un tema político delicado es definir quién va a pagar la descontaminación
de esos terrenos.
A lo anterior se agregan las enfermedades ocupacionales en el personal que trabaja
en las bases militares, manipula sustancias tóxicas de uso bélico o que se desempeña
en la industria de armamentos. Es este un tema del cual empieza a hablarse desde
hace muy poco tiempo en otros países y aún no se ha mencionado en la Argentina.
Pero los efectos ambientales no se reducen a los provocados por los ejércitos
regulares. También los movimientos guerrilleros son responsables de una intensa
degradación ambiental. Por ejemplo, los grupos irregulares de Colombia han efectuado
numerosos atentados a los oleoductos, para afectar la economía del país. Solamente
en 1988 hubo más de medio centenar de estos atentados, con la consiguiente
contaminación de suelos, de aguas superficiales y subterráneas.
Agregamos que las instalaciones militares son susceptibles de accidentes y
atentados, con graves consecuencias sobre la población civil, como ocurrió en la
Fábrica Militar de Río Tercero (Córdoba).
Y cuando los dos bandos actúan conjuntamente, la situación puede empeorar
notablemente, como ocurrió en diversos países de América Central, donde gran parte
de las tierras en las que se efectuaron combates fue arrasada. Continuos incendios,
bombardeos y sabotajes fueron transformando los campos de batalla en un desierto.
"El Salvador es un desastre ecológico que ya ha sucedido. Sus vecinos son desastres
ecológicos en varias etapas por suceder", sostuvo el periodista Walter Anderson, de
Los Angeles Times.
Pero si las guerras convencionales y aún la paz armada provocan serios impactos
ecológicos, está claro que la peor situación posible se encontraría en la eventualidad de
una guerra nuclear.
A lo que ya se sabía sobre los efectos de las explosiones atómicas y las radiaciones
se agregaron en la década del ochenta, una serie de hipótesis sobre la forma en que
una guerra atómica podría llegar a afectar el clima mundial. Las conclusiones de
diversos estudios sobre este tema reforzaron, en su momento, las políticas de
distensión entre el Este y el Oeste. Quedaba claro que el ganador de una guerra
nuclear no podría habitar el planeta que tan duramente conquistara.
Veamos por qué.
Una gran cantidad de bombas atómicas provocaría la destrucción casi total de la
capa de ozono, con los previsibles efectos devastadores sobre los que sobrevivieran.
Se agrega que hoy los huecos de ozono pueden reconstruirse en un verano, pero no
sabemos cuánto tiempo tardaría la recomposición completa del ozono atmosférico.
¿Podrían ser tiempos geológicos?
El conjunto de incendios y explosiones inyectaría una gran cantidad de humo y
polvo en la estratosfera, la que es enormemente estable. Ese humo y polvo estarían
allí durante mucho tiempo, oscureciendo la atmósfera terrestre. La temperatura
descendería bajo el punto de congelación y las plantas morirían de frío o por falta de
fotosíntesis. La expresión "invierno nuclear" fue el golpe final que terminó por
desplazar políticamente a los belicistas de las grandes potencias. Nadie estaba
dispuesto a correr ese riesgo.
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