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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
Historia de mi Vida
George Sand
© Pehuén Editores, 2001
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
A
MANDINA AURORA LUCÍA DUPIN, BARONESA DE DUDEVANT,
conocida en las letras francesas por el seudónimo de
George Sand (1803-1876), universalmente acreditado,
descendía por línea paterna de Mauricio de Saionila y por parte
de madre de una familia plebeya. Debió heredar de su progenitor y de su abuela en opinión de los hermanos Tharaud un alto
sentido del estilo (no solamente del literario) y de su madre una
viva imaginación, prodigiosamente activa, una naturaleza sensual que no hizo más que reforzar la herencia que ya tenía en la
sangre, de sus antecesores Maurice de Saxe, Augusto de Polonia
y de su abuelo Dupin de Francmeil, importante galanteador en
su época. Sus aventuras amorosas –Jules Sandeau, Prosper
Merimée, Alfred de Musset, Michel de Bourges, Franz Litz, Federico Chopin...–, divulgadas en abundancia, no deben olvidarnos de que la responsable de El marqués de Villemer fue creadora en Francia de la novela rural y de la novela idealista, en una
etapa de enlace entre el romanticismo y el naturalismo. George
Sand, a pesar de haber pasado a la historia como una gran
amadora, acentuó menos las tintas cuando trató de sus amantes,
que al referirse a personas de su amistad con Balzac, SainteBeuve, Lamenniais, De Latouche o el pintor Eugenio Delacroix.
«Sin duda alguna, porque cuando hablaba de sus amigos, no se
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
encontraba turbada por escrúpulos femeninos que llegaban a
helarla al hacerlo de sus amantes». Probablemente –como se ha
apuntado– porque quien en la vida se arriesgaba a todo, en la
confidencia literaria, resultaba más circunspecta...
En la Historia de mi vida, su trabajo capital, George Sand,
sin embargo, se nos presenta «escandalosamente» sincera, sobre
todo en lo que se refiere a sus sentimientos religiosos. Las páginas que esta brillante escritora consagra a sus años conventuales,
siguen siendo extraordinarias por encima de tendencias y criterios. El misticismo de la primera George Sand, iba a convertirse
más tarde en un misticismo social y humanitario. Que si actualmente no interesa demasiado, constituyó un gran suceso, particularmente en Rusia. Los escritores eslavos del siglo XIX –Gogol,
Dostoievski, Tolstoi, Turgueniev...– recibieron su indudable influencia. Parentesco manifestado por el autor de Crimen y castigo, cuando escribió: «La aparición de George Sand en la literatura, coincide con mis primeros años juveniles. Es preciso señalar
que en esta epoca lejana, las novelas eran las únicas obras permitidas en Rusia, mientras que todo el resto, como casi todo el
pensamiento llegado de Francia, estaba severamente prohibido.
¿Qué es lo que ocurrió entonces? Todo lo que penetró en Rusia
bajo la forma novelesca no sólo influyó hondamente, sino quizá
de la manera más peligrosa, al menos desde el punto de vista de
la época, puesto que si las personas deseosas de leer a Louis
Reybaud no eran muchas, los devotos de George Sand se podían
contar por millares. Los lectores supieron extraer de las novelas
mismas lo que con tanto celo se nos prohibía. Una gran parte de
ellos sabía, al menos entre nosotros y hacia la mitad del 40, qué
George Sand era uno de los campeones más representativos, más
inflexible y más perfecto de la categoría de los escritores occidentales que, desde su aparición, habían negado todas «las conquistas reales» que originaron como consecuencia la sangrienta
revolución francesa, o para decirlo con mayor exactitud, la revo-
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lución europea en los finales del siglo XVIII. Una nueva palabra
se escuchaba con absoluta claridad; habían surgido nuevas esperanzas; algunos proclamaban a gritos que el progreso estaba
detenido, convertido en algo inútil y estéril, ya que nada se había
conseguido con el cambio político de los vencedores. Era preciso continuar, la regeneración de la humanidad debía ser radical y
completa. Y es George Sand quien está a la cabeza de tal evolución».
Nadie para el lector moderno puede garantizar lo que George
Sand ha supuesto en la plural familia literaria, como Fiodor
Dostoievski. Aunque desde hace tiempo no se lean ciertas novelas suyas en las que, se mantienen teorías humanas y sociales
que hoy nos resultan un tanto pueriles, en Historia de mi vida,
que se leerá siempre, encontramos descrito con la máxima justeza y vigor cómo se operó en un espíritu el paso de la filosofía del
siglo XVIII a la del XIX. Su tono confidencial dentro de lo novelesco no disimula la estructura ideológica de quien muchas veces sólo suele ser recordada por sus aventuras amorosas y por
sus extravagancias. Un libro cuyas páginas nos complacen por
su nobleza literaria y por su indiscutible atractivo, se convierte
en un trabajo literario con categorías de testimonio. Como es
natural en una escritora de su talla, lo que significa la influencia
novelesca sin necesidad de perturbarla, no incurre como en tantas obras testimoniales de nuestra hora– en lo ensayístico descentrado. Penetrándonos del indudable mensaje derivado del
desarrollo novelesco correspondiente, sin necesidad de encajarlo como esos sermones pseudo-filosóficos con que los malos
novelistas modernos nos asestan golpes mortales.
El gran interés de Historia de mi vida, por consiguiente, es
asistir conducidos por la sugestión del ritmo novelístico al desarrollo de un pensamiento, que partiendo de las ideas corrientes
en la época de Voltaire, se abre al sueño de una humanidad
dignificada por la fraternidad y la justicia. Este libro importante
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HISTORIA DE MI VIDA
de la literatura francesa de su tiempo, integra en su tono confidencial y literariamente persuasiva todo lo que a una George
Sand muy distante de la que protagonizó su liberal leyenda amorosa, la preocupó como escritora representativa de una etapa
evidente de transición. Aunque el romanticismo y el naturalismo
hayan sido momentos literarios de una grandeza tal como para
disminuir la importancia de quienes figuran en la historia literaria entre uno y otro, una obra como esta Historia resulta más que
suficiente para inmortalizar a la aurora de Valentina, Mauprat,
Cartas de un viajero, etcétera. Puesto que aparte su condición
de testimonio, pone de manifiesto los valores de penetración,
síntesis y delicadeza, perfectamente asimilados por un estilo femenino y templado.
La escritora que es capaz de reunir en Historia de mi vida
tantos enfoques religiosos, confidenciales, biográficos, críticos,
etc., personifica un momento en el que se comenzó a despreciar
la «amena y vaga literatura». Desde que George Sand supuso en
la historia literaria lo señalado por Dostoievski escribir no ha
sido en los escritores importantes un ejercicio retórico, sino un
esfuerzo por sembrar en la conciencia del prójimo esa experiencia donde se resume el compromiso de un espíritu con la verdad.
Si George Sand no hubiera sido más que el amor de Chopin, su
figura pertenecía a la pequeña historia o a lo social pintoresco.
Como la autora de Historia de mi vida fue, sobre todas las cosas,
una escritora comprometida con la verdad y con el mundo, leer
Historia de mi vida permite, entre otras cosas, diferenciar la literatura que disipa, de la que esencialmente rehumaniza.
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HISTORIA DE MI VIDA
V
INE AL MUNDO UN 5 DE JULIO DE 1804, mientras mi padre
tocaba el violín y mi madre usaba un bello vestido
rosa. Fue cuestión de un instante. Tuve al menos la
suerte, que ya había predicho mi tía Lucía, de no hacer sufrir
mucho tiempo a mi madre. Llegue al mundo como hija legítima,
cosa que bien no habría podido ocurrir si mi padre no hubiese
ignorado resueltamente los prejuicios de su familia (y esto fue
también una felicidad, puesto que sin esa condición mi abuela
no se habría ocupado de mi posteriormente con tanto amor y me
habría visto privada del pequeño fardo de ideas y conocimientos
que ha constituido mi consuelo en los momentos cruciales de
mi vida).
Estaba muy bien constituida, y durante toda mi infancia prometía ser una belleza, esperanza que no se ha cumplido. Probablemente ha sido culpa mía, ya que a la edad que la belleza florece, me pasaba las noches leyendo y escribiendo. Siendo hija de
dos seres de una belleza perfecta, no debería haber degenerado,
y mi pobre madre, que estimaba la belleza más que nada, me
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hacía frecuentemente ingenuos reproches. Por mi parte, jamás
pude detenerme en el cuidado de mi persona. Amo la limpieza
extrema, pero siempre me han parecido insoportables los artificios femeniles.
Privarse de trabajar por tener los ojos bellos, no correr al sol
cuando el buen sol de Dios atrae irresistiblemente, no utilizar
buenos botines por temor a deformarse el tobillo, usar guantes,
vale decir: renunciar al manejo y a la fuerza de las manos, condenarse a una eterna torpeza, a una eterna debilidad, no fatigarse jamás cuando todo nos ordena entregarnos, vivir al fin, dentro de una campana, para no ser ni quemados, ni agrietados, ni
marchitados antes de tiempo; todo esto es lo que jamás he podido hacer. Mi abuela aumentaba todavía las reprimendas de mi
madre, y el capitulo de los sombreros y guantes fue la desesperación de mi infancia; a pesar de que no fui voluntariamente rebelde, la sujección no me alcanzó. Sólo tuve un momento de frescura, pero nunca belleza. Sin embargo, mis rasgos no eran groseros, aunque jamás me preocupó de refinarlos. La costumbre de
soñar, adquirida desde la cuna, sin darme ni yo misma cuenta de
ello, me otorgó tempranamente una apariencia tonta. Utilizo semejante palabra, porque toda mi vida, en la infancia, en el convento, en la intimidad de la familia, me lo han dicho siempre y
debe ser evidentemente cierto.
En suma, con cabellos, con dientes y ninguna deformación,
no fui ni fea ni bella en mi juventud; ventaja que yo considere
importante desde mi punto de vista, ya que la fealdad inspira
ciertas prevenciones en algún sentido, y la belleza, en otro. Se
espera demasiado de un exterior brillante y se desconfía en demasía de un exterior que repugna. Es mucho más conveniente
poseer una figura que no eclipsa ni disminuye a nadie, tal vez
debido a esto me he encontrado siempre muy bien entre mis
amigos de uno u otro sexo.
Mi abuela se presentó en París precipitadamente con la intención de romper el casamiento de su hijo, esperando que él
consentiría, puesto que jamás había sido capaz de resistirse a
sus lágrimas. Llegó a París sin que él lo supiera, no habiendo
fijado día para su partida ni avisándole de su llegada, como tenía
por costumbre hacer. Comenzó por ir a consultar al señor Deséze
sobre la validez del casamiento. El señor Deséze opinó que el
asunto era raro, como la legislación que lo había hecho posible.
Llamó a otros dos abogados célebres, y el resultado de la consulta fue que en el dichoso asunto había materia para un proceso,
porque siempre hay materia para un proceso en todos los asuntos de este mundo, pero que el casamiento tenía nueve probabilidades contra diez de considerarse válido para los tribunales,
que mi partida de nacimiento me constituía legitima, y que aun
suponiendo en la ruptura del matrimonio, la intención, así como
el deber de mi padre, sería infaliblemente llenar las formalidades
requeridas y contraer un nuevo matrimonio con la madre de la
criatura que él había deseado legitimar.
Mi abuela no habría tenido seguramente jamás la intención
de querellarse contra su hijo. Aunque ella hubiera concebido el
proyecto, no hubiera tenido valor.
Posiblemente, se quedó aliviada de la mitad de su dolor al
renunciar a sus hostilidades, porque la infelicidad es mucho mayor cuando se sigue considerando con rigor lo que se ama. Quiso,
sin embargo, pasar todavía algunos días sin ver a su hijo, sin duda
alguna, con el propósito de debilitar las resistencias de su propio
espíritus y de tomar nuevos informes sobre su nuera. Pero mi padre descubrió que su madre estaba en París, comprendió que se
había enterado de todo y me «encargó» de solucionar el problema.
Me tomó en sus brazos, subió a un coche de alquiler, se paró
delante de la puerta de la casa en donde mi abuela vivía, se ganó
con pocas palabras los buenos oficios de la portera y me confió a
esta mujer, quien cumplió con la comisión de la siguiente manera:
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La mujer subió al cuarto de mi abuela, y con un pretexto
cualquiera pidió hablar con ella. Llevada a su presencia, le habló
de no se que cosas, y sin dejar de hacerlo se permitió decirle:
–Mire usted, señora, qué bonita nieta tengo. La nodriza me
la ha traído hoy, y soy tan feliz, que no puedo separarme de ella
ni un instante.
Si, parece muy saludable y fuerte –dijo mi abuela mientras
buscaba su bombonera.
De inmediato, la buena mujer, que hacía su papel a maravilla, me depositó en las rodillas de mi abuela, quien me, ofreció
unas golosinas y comenzó a mirarme con una especie de asombro y de emoción. De repente, me rechazó, diciendo:
–Usted me engaña, esta criatura no es suya; no se parece a
usted... ¡Yo soy, yo sé de quién es! ...
Posiblemente, asustada por el movimiento que me separó
del seno materno, me puse a llorar verdaderas lágrimas que hicieron mucho efecto.
–Ven, pobrecita mía –dijo la portera–; no te quieren, vámonos.
Mi pobre abuela fue vencida.
–Devuélvamela –dijo–. ¡Pobre criatura, ella no tiene la culpa de todo esto! ¿Quién la ha traído?
–Vuestro propio hijo, señora está esperando abajo, voy a devolverle su hija. Perdóneme si la he ofendido; no sabía nada, yo
no sé nada. Creí que le gustaría recibir una hermosa sorpresa...
–Vaya, vaya, querida, no os preciso más –dijo mi abuela–,
vaya a buscar a mi hijo y déjeme a la criatura.
Mi padre subió las escaleras de cuatro en cuatro. Me encontró sobre las rodillas de mi abuela, que lloraba al tratar de hacerme reir. No me han contado lo que pasó entre los dos, y como yo
no tenía más de ocho o nueve meses, es muy probable que no
me diera cuenta. Mi madre, quien me contó esta primera aventura de mi vida, me ha dicho que cuando mi padre me llevó a
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casa tenía entre mis manos una bella sortija con un grueso rubí,
que mi buena abuela se había sacado de su dedo encargándome
de colocarla en el de mi madre, cosa que mi padre me hizo cumplir religiosamente.
Pasó algún tiempo todavía antes que mi abuela consintiera
en conocer a su nuera; pero ya corría el rumor de que su hijo se
había casado desventajosamente, y el negarse a verlo debía necesariamente encerrar pensamientos molestos hacia mi madre y,
por consiguiente, hacia mi padre. Mi abuela se asustó del dolor
que su repugnancia podía causar a su hijo. Recibió a la temblorosa Sophie, quien la desarmó por su sumisión ingenua y sus
tiernas caricias. El casamiento religioso fue celebrado bajo la
mirada de mi abuela, después del cual, un almuerzo en familia
selló oficialmente la adopción de mi madre y de mi.
Días más tarde, al consultar mis propios recuerdos, que no
pueden equivocarse, la impresión que estas dos mujeres tan diferentes en opiniones y costumbres producían la una sobre la
otra. Bastará saber ahora que, por ambas partes, los procedimientos fueron excelentes, que los dulces nombres de madre e
hija fueron intercambiados, y que si el casamiento de mi padre
originó un pequeño escándalo entre las personas de intimidad
bastante restringida, el mundo que mi padre frecuentaba no se
ocupó en absoluto y acogió a mi madre sin pedirle cuentas de
sus antepasados ni de su fortuna. Pero ella no amó jamás al mundo
y no fue presentada en la corte de Murat a la cual estaba sujeta y
forzada, por así decirlo, debido a los servicios que mi padre realizó más tarde para este príncipe.
Mi madre no se sintió jamás humillada ni honrada por encontrarse entre personas que pudieron creerse que estaban por
encima de ella. Chanceaba con finura, con el orgullo de los tontos y la vanidad de los advenedizos; sabiéndose popular hasta la
punta de las uñas, se creía más noble que todos los patricios y
aristócratas de la tierra. Tenía por costumbre decir que los de su
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raza poseían la sangre más roja y las venas mucho más largas
que los otros, cosa que yo llegué a creer, porque si la energía
moral y física constituye en realidad la excelencia de las razas,
no podrá negarse que esta energía llegará a desaparecer en las
razas que pierden la costumbre del trabajo y el valor del sufrimiento. Este aforismo no puede considerarse ciertamente excepcional, aunque también puede agregarse que el exceso del
trabajo y el sufrimiento enervan a la sociedad tanto como el
exceso de los placeres y la ociosidad. Pero es cierto, en general,
que la vida comienza en los cimientos de la sociedad y se pierde
a medida que sube a la cima, como la savia de las plantas.
Mi madre no era de esas intrigantes ingeniosas, cuya pasión
secreta consiste en luchar contra los prejuicios de su tiempo y
que creen engrandecerse al sumarse, con el riesgo de millares de
afrentas, a la falsa grandeza del mundo. Era mil veces demasiado orgullosa como para exponerse a frialdades. Su actitud era
tan reservada que parecía tímida, pero si trataban de animarla
con aires protectores, se volvía más reservada aun, se mostraba
fría y taciturna. Sus relaciones eran excelentes con las personas
que le inspiraban un respeto fundado; entonces aparecía encantadora y cortés. Pero su verdadera naturaleza era jovial, inquieta, activa, vibrando ante lo que intentaba sujetarla. Las grandes
comidas, las prolongadas veladas, las visitas insustanciales, el
mismo baile, le resultaban odiosos. Era una mujer para estar al
lado del fuego o para pasear rápida y juguetonamente, pero, en
su interior y para sus acciones necesitaba la intimidad, la confianza, relaciones de una sinceridad absoluta, libertad completa
de sus costumbres y del empleo de su tiempo. Vivió, entonces,
siempre retirada y cuidándose más en abstenerse de conocimientos embarazosos que de aprenderlos. Esto mismo constituía el
fondo del carácter de mi padre, y por ello, jamás hubo esposos
mejor compenetrados. No eran felices si no estaban en el hogar.
Por todos lados trataban de remediar melancólicos bostezos, y
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ellos me han legado esta secreta rebeldía, que me ha hecho sentir siempre al mundo insoportable, y al home (1), indispensable.
Todos los trabajos que mi padre había comenzado tediosamente, preciso es confesarlo, no terminaron en nada. Había tenido mil veces razón al manifestar que no estaba hecho para
ceñir sus espuelas en tiempos de paz, y las «guerrillas sociales»
no le atraían. Sólo la guerra podía hacerle salir del ambiente del
estado mayor.
Volvió al campo de Montreuil con Dupont. Mi madre lo siguió en la primavera de 1805 y pasó dos o tres meses con él,
durante los cuales mi tía Lucie se hizo cargo de mi hermana y de
mi. Esta hermana, de la cual hablaron más tarde y cuya existencia ya he señalado, no era hija de mi padre. Tenía cinco o seis
años más que yo y se llamaba Carolina. De mi buena y menuda
tía Lucie, ya he dicho que se había casado con el señor Maréchal,
oficial retirado, en la misma época en que mi madre se casó con
mi padre. De esa unión, vino una hija, cinco o seis meses después de mi nacimiento. Es mi querida prima Clotilde; tal vez la
mejor amiga que yo he tenido. Mi tía vivía entonces en Chaillot,
en donde mi tía había comprado una casita; en aquellos tiempos
se hallaba en pleno campo, pero hoy en día estaría en plena ciudad. Para pasearnos, alquilaba un asno a un jardinero vecino.
Nos metía en las canastas forradas de heno, destinadas a transportar la fruta y las legumbres Al mercado: Caroline en una,
Clotilde y yo en la otra. Parece ser que nos gustaba mucho esta
manera de pasear.
***
Mi madre se ocupó bien temprano de mi educación, y mi
cerebro no opuso ninguna resistencia, aunque no avanzó nada;
(1) En inglés, en el original.
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pero si lo hubieran dejado tranquilo, habría resultado con seguridad un poco lerdo. Ya caminaba a los diez meses; comencé a hablar bastante tarde, pero una vez que empecé a decir algunas palabras, aprendí todas muy de prisa, y a los cuatro años sabía leer
muy bien. Lo mismo sucedió con mi prima Clotilde, a la que educaron, como a mí, su madre y la mía, alternativamente. Nos enseñaban también plegarias, y me acuerdo que yo las recitaba, de
memoria, desde el comienzo hasta el final sin comprender nada,
salvo aquellas palabras que nos hacían pronunciar cuando poníamos la cabeza sobre la almohada: «Dios mío, os entrego mi corazón.» No se por qué yo comprendí esta oración mejor que el resto
de la plegaria, ya que en estas pocas palabras hay mucho de metafísica; el caso es que yo entendía lo que quería decir y era la única
parte de mi plegaria que me daba una idea acerca de Dios y de mi.
nelas y los magos, los diablejos del teatro y los santos de la iglesia se, confundían en mi cerebro y me producían el más extraño
batiburrillo poético que imaginarse pueda.
Mi madre poseía unas ideas religiosas firmes, en las que la
duda no entró jamás, porque no se paraba a considerarlas. Ni
siquiera se tomaba el trabajo de aclararme si eran verdaderas o
alegóricas las nociones que me enseñaba a manos llenas, ya que,
artista y poeta sin ella misma darse cuenta, creyendo su religión
en todo lo que tenía de bueno y bello, rechazando todo le que
era sombrío y amenazador, me hablaba de las tres gracias y de
las nueve musas tan seriamente como si se hubiera tratado de
las virtudes teologales o de vírgenes santas.
Ya por la educación, por lo que me enseñaron o por la predisposición, lo cierto es que el amor a la novela se apoderó de mí
apasionadamente antes que yo hubiera terminado de aprender a
leer.
Sucedió así: yo no comprendía todavía la lectura de los cuentos de hadas. Las palabras impresas, aun en el estilo más elemental, no me ofrecían un gran sentido., recitando llegué a comprender lo que me hacían leer. Yo no leía por iniciativa propia;
era de naturaleza perezosa y no podía vencerla sino haciendo
grandes esfuerzos. En los libros, yo no buscaba otra cosa que
imágenes; pero todo lo que aprendía con los ojos y con los oídos
entraba tumultuosamente en mi pequeña cabeza y soñaba hasta
el punto de perder con frecuencia la noción de la realidad en el
medio en que yo me encontraba. Como había tenido por largo
tiempo la costumbre de hurgar el fuego con el atizador, mi madre, que no tenía criada, y a quien recuerdo siempre ocupada en
coser o en cuidar el puchero, no podía desembarazarse de mi si
no era reteniéndome, en la prisión que ella me había inventado,
a saber: cuatro sillas con un calientapiés en el medio, apagado,
para sentarme cuando me fatigase, ya que no teníamos ni el lujo
de un cojín. Eran sillas de paja y yo me dedicaba a sacárselas
***
En la calle Grange-Bateliere fue donde tuve entre mis manos un viejo manual de mitología, que todavía poseo, lleno de
grandes grabados tan cómicos como puedan imaginarse. Cuando me acuerdo del interés y la admiración con que yo contemplaba estas imágenes grotescas, me parece verlas todavía tal y
como las veía en aquellos tiempos. Sin leer el texto, comprendí
con rapidez, y gracias a las estampas, las principales acciones de
la fábula antigua, y todo eso me interesaba prodigiosamente.
Algunas veces, me llevaban a ver las sombras chinescas del eterno Séraphin y las obras de feria. Mi madre y mi hermana me
contaban los cuentos de Perrault, y cuando ya no tenían más
repertorio, no se privaban de inventar otros que me parecían
tanto o más bonitos que los anteriores.
Así, me hablaban del paraíso, y me regalaban con lo que
existe de más hermoso y bello en la religión católica. Sin embargo, los ángeles y los cupidos, la santa virgen y la fe, los polichi-
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con las uñas; está claro que las habían sacrificado para mi uso.
Recuerdo que para dedicarme a ese juego me veía obligada a
subirme en el calientapiés; entonces podía apoyar mis codos en
los asientos y jugaba a tener garras, con una paciencia milagrosa;
pero, cediendo a la necesidad de ocupar en algo mis manos, necesidad que me ha acompañadas siempre, no se me ocurría pensar que así destruía la paja de las sillas; también componía en
voz alta interminables cuentos que mi madre llamaba mis novelas. No tengo ningún recuerdo de esas composiciones; mi madre
me ha hablado de ellas mil veces, mucho tiempo antes que yo
tuviera el pensamiento de escribir. Ella las declaraba soberanamente aburridas, por la longitud de las mismas y por el desenlace que yo otorgaba a la historia de que se tratara. Es un defecto
que he conservado, según dicen; porque yo me doy cuenta de
que a veces no tengo ni idea de lo que hago, y todavía hoy me
invade, como a los cuatro años, una necesidad de dejar correr la
pluma en este género de creación.
Parece que mis historias eran una especie de lío con todo lo
que obsesionaba a mi pequeñito cerebro. Siempre había un esquema al gusto de los cuentos de hadas: un príncipe bueno y una
princesa encantadora. Había muy pocos seres malos, pero nunca malhechores. Todo se unía bajo la influencia del pensamiento
jocoso y optimista infantil. Lo que en ellas había de curioso era
la duración de estas historias y cierta capacidad de continuidad,
porque yo retomaba el hilo en el lugar exacto que en el día anterior lo había abandonado. Es muy probable que mi madre, al
escuchar maquinalmente y como a pesar suyo estas largas divagaciones, me ayudase por su cuenta a retomarlo.
Mi tía recuerda también estas historias y se distrae con este
recuerdos. A menudo, me decía:
–Y bien, Aurore, no ha salido todavía tu príncipe del bosque? ¿Terminará pronto tu princesa de ponerse su vestido de
cola y su corona de oro?
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–Ojalá tranquila –decía mi madre–; sólo puede trabajar en
paz cuando esté entre cuatro sillas haciendo sus novelas.
Más claramente recuerdos el ardor que yo ponía en los juegos que simulaban una verdadera acción. Yo era caprichosa.
Cuando mi hermana o la hija mayor del vidriero venían y me
invitaban a los juegos clásicos, no encontraba ninguno de mi
agrado o me cansaba rápidamente de ellos. Pero con mi prima
Clotilde o con los otros niños de mi edad, me entregaba totalmente a los juegos que mi fantasía creaba. Simulábamos batallas
y huidas a través de bosques que afectaban profundamente mi
imaginación. Y después, una de nosotras se perdía y las demás la
buscaban o llamaban. Generalmente estaba dormida en un árbol, es decir, en un canapé. Se iba en su ayuda; una de nosotras
era la madre de las otras, o el general, porque la influencia militar del exterior penetraba forzosamente en nuestro nido, y más
de una vez hice de emperador y dirigí acciones en el campo de
batalla. Despedazábamos las muñecas, los muñecos y las casas,
y parece ser que mi padre tenía una mente bastante impresionable, porque no podía soportar esta diminuta representación de
las escenas de horror que él mismo vivía en la guerra. Le decía a
mi madre:
–Por favor, barre el campo de batalla de estos niños, es una
manía, pero me hace daño ver en el suelo esos brazos, esas piernas y todos esos despojos colorados.
No nos dábamos cuenta de nuestra ferocidad, ya que las
muñecas y los muñecos sufrían pacientemente la carnicería. Pero,
galopando sobre nuestros corceles imaginarios y batiéndonos con
nuestros sables invisibles, contra los muebles y los juguetes, nos
dejábamos llevar por un entusiasmo febricitante. Nos reprochaban nuestros juegos de muchachos, y es cierto que mi prima y yo
teníamos un espíritu ávido de emociones viriles. Vuelvo a recordar particularmente un día de otoño en el que la cena estaba
servida y la noche había entrado en la habitación. No era en mi
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casa, era en Chaillot, en casa de mi tía, según creo, pues había
doseles en las camas y en mi casa no existían. Clotilde y yo nos
perseguíamos la una a la otra, a través de los árboles, vale decir,
entre los pliegues de las cortinas del dosel; la habitación había
desaparecido para nuestros ojos y estábamos realmente en un
paisaje sombrío, del que se adueñaba la noche. Nos llamaban
para cenar, pero no escuchábamos nada. Mi madre fue a tomarme entre sus brazos para llevarme a la mesa, y siempre recordaré
mi asombro Al contemplar las luces, la mesa y los objetos reales
que me rodeaban. Salía positivamente de una alucinación completa y me costaba librarme de ella bruscamente. A veces, estando en Chaillot, creía estar en mi casa, y recíprocamente. Con
frecuencia tenía que hacer un esfuerzo para asegurarme del lugar en que estaba, y he visto también vivir en mi hija esta ilusión
de una manera acentuada.
No creo haber vuelto a ver esta casa de Chaillot después del
año 1808, porque, desde el viaje a España, no abandoné Nohant,
y esto ocurrió en la época en que mi tío vendió al estado su
pequeña propiedad, que se encontraba en el lugar destinado al
palacio del rey de Roma. No sé si será exacto, pero diré aquí algo
sobre esta casa, que en aquel entonces era una verdadera casa
de campo, pues Chaillot no estaba trazado como lo está actualmente.
Era la casa más modesta del mundo; esto lo comprendo hoy,
cuando los objetos que han quedado en mi memoria se me aparecen en su valor real. Más para la edad que yo tenía entonces
era un paraíso.
Podría dibujar el piano de la casa y el del jardín, tan grabados los tengo actualmente. El jardín era, sobre todo para mi, un
lugar lleno de delicias, quizá por ser lo único que yo conocí. Mi
madre, a pesar de lo que sobre ella le decían a mi abuela, vivía
en un estado vecino a la pobreza, con una economía y un trabajo
hogareño dignos de una mujer del pueblo; no me llevaba a las
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Tuileres para evitar que viesen las toilettes que teníamos, o para
que no me amanerase jugando al aro o a la cuerda bajo las miradas de los curiosos. No salíamos de nuestro triste reducto, si no
era para ir alguna vez al teatro, que mi madre adoraba tanto como
yo, y más a menudo a Chaillot, en donde siempre éramos recibidas con grandes alegrías. El viaje a pie y el tener que pasar por la
estación de bomberos me contrariaba, pero una vez que ponía el
pie en el jardín, ya me creía en la isla encantada de mis cuentos.
Clotilde, que podía estarse allí todo el día al sol, parecía más
lozana y más sonrosada que yo. Me hacía los honores de su edén
con ese buen corazón y esa alegría franca que nunca la han abandonado. Era la mejor de las dos, la más saludable y la menos
caprichosa: yo la adoraba, a pesar de las salidas inesperadas por
mí provocadas y a las cuales ella siempre respondía con burla
que me mortificaban mucho. Cuando ella estaba descontenta de
mí, jugaba con mi nombre, Aurore, y me llamaba Horreur (1),
injuria que me exasperaba. Pero, ¿podía acaso quedarme por
mucho tiempo mohína, teniendo un escenario de gramilla verde
y una terraza bordada con tiestos llenos de flores? Fue entonces
cuando yo vi los primeros hilos de la virgen, todos blancos y
brillantes en el sol otoñal; mi hermana estaba allí ese día, pues
fue quien me explicó doctamente cómo la virgen santa hilvanaba ella misma esos bellos hilos en la corola de marfil. No me
atrevía a cortarlos y trataba de hacerme pequeñita para pasar
debajo de ellos.
El jardín era un rectángulo, no muy grande, en realidad, pero
que me parecía inmenso, aunque lo recorriese doscientas veces
por día. Estaba regularmente trazado a la moda de aquellos tiempos; había flores y legumbres; desde afuera no se veía nada porque estaba rodeado de muros; pero, en el fondo, había una terraza llena de arena, con un gran tiesto de barro cocido, a la cual se
(1) Horror: Juego de palabras basado en la pronunciación francesa.
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HISTORIA DE MI VIDA
llegaba subiendo unos escalones de piedra. Era en esta terraza,
lugar ideal para mí, en donde se llevaban a cabo nuestros grandes juegos de batalla, de huida y de persecución.
Fue allí, también, en donde vi por primera vez mariposas y
grandes girasoles, que me parecían poseer cien pies de altura.
Un día fuimos interrumpidas en nuestros juegos por un gran rumor que provenía del exterior. Gritaban «¡viva el emperador!»,
caminaban con precipitación, se alejaban y los gritos persistían.
En efecto, el emperador pasó a poca distancia y escuchamos el
trote de los caballos y la emoción de la muchedumbre. No podíamos ver a través de los muros, pero fue algo hermoso en nuestra imaginación, según mis recuerdos, y gritamos con todas nuestras fuerzas: «¡Viva el emperador!», transportadas por un entusiasmo simpático.
¿Sabíamos lo que era el emperador? No lo recuerdo, pero lo
más probable es que oyésemos hablar de él continuamente.
Poco tiempo después me hice una idea distinta; no sabría decir precisamente la época, pero debió de ser a finales del año 1807.
El emperador pasaba revista en el bulevar, no muy lejos de
la Madeleine. Mi madre y Pierret no quisieron estar cerca de los
soldados. Entonces Pierret me colocó sobre sus hombros para
que yo pudiese ver. Mi cabeza, que sobresalía por encima de las
demás, hizo que los ojos del emperador se fijasen en mi.
Entonces mi madre exclamó:
–¡Te ha mirado, acuérdate de esto, te traerá suerte!
Sospecho que el emperador escuchó estas ingenuas palabras, porque me miró nuevamente, y todavía creo ver una especie de sonrisa flotando en su cara pálida, cuya severidad no me
asustó. Nunca olvidaré su figura y, sobre todo, esa expresión de
su mirada que ningún retrato ha podido reflejar. En aquella época estaba bastante gordo y lívido. Llevaba un abrigo sobre su
uniforme, pero no sabría decir si era gris; en el momento en que
le vi, llevaba su sombrero en la mano, y por un momento me
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quede como hipnotizada por esa mirada clara, tan dura en el
primer momento y de repente tan protectora y tan dulce. Lo he
vuelto a ver otras veces, pero confusamente, porque estuve siempre más lejos y él pasó muy rápidamente.
He visto también al rey de Roma, niño, en los brazos de su
nodriza. Estaba en una ventana de las Tuileries y sonreía a los
paseantes; al verme, se rió mucho más, por ese efecto simpático
que los niños producen los unos sobre los otros. Tenía un gran
bombón en su pequeña mano y me lo tiró. Mi madre quiso recogerlo para dármelo, pero el funcionario que vigilaba la ventana
no le permitió dar un paso más allí de la línea que él guardaba.
La gobernanta le hizo inútilmente señales de que el bombón era
para mí y que me lo tenía que dar. Esto no entraba probablemente en la consigna del militar, que se hizo el sordo. Me sentí
muy herida y regresé al lado de mi madre. Le pregunté por qué el
militar era tan desatento. Ella me explicó que su deber era guardar el precioso niño e impedir que se le acercaran, porque las
gentes mal intencionadas podían dañarlo. La idea de que cualquiera pudiese hacer algo malo a un niño me pareció exorbitante; pero en aquella época tenía nueve o diez años, porque el
pequeño rey in partibus tenía dos como máximo, y esta anécdota
no es nada más que una disgresión anticipada.
Uno de los recuerdos que se centra en mis cuatro primeros
años, es el de mi primera emoción musical.
Mi madre había ido a ver a una persona en un pueblo cerca
de París, no sé exactamente cual. El piso estaba muy alto, y desde la ventana, como yo era muy pequeña todavía para poder ver
la calle, no distinguía otra cosa que la techumbre de las casas
circundantes y mucho cielo. Pasamos allí buena parte del día,
pero yo no me fijé en nada. Estaba preocupada por los dulces
efluvios de una flauta que durante todo el tiempo ejecutó una
cantidad de tonadas que me parecieron admirables. El sonido
venía de una de las ventanas que estaban por encima de la nues-
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HISTORIA DE MI VIDA
tra y un poco distante, puesto que mi madre, a quien yo pregunté de qué se trataba, no lo oía apenas. En cuanto a mi, posiblemente por ser mi oído más fino y más sensible en aquella época,
no me perdía una sola modulación de ese pequeño instrumento,
tan agudo de cerca y tan dulce en la distancia, y estaba encantada. Me parecía estar escuchando entre sueños. El cielo era puro,
de un azul brillante; y esas delicadas melodías parecían deslizarse sobre los tejados y perderse en el firmamento. ¿Quién sabe si
no se trataba de un artista con una inspiración superior y que no
tenía en ese momento otro auditor más atento que yo? También
podía ser un aprendiz cualquiera que estudiaba la tonada Mónaco
o Delirios de España. Quienquiera que fuese, yo experimentaba
unos goces musicales inenarrables y me encontraba verdaderamente extasiada delante de esta ventana, en donde por primera
vez yo comprendía vagamente la armonía de las cosas exteriores, estando mi alma igualmente transportada, tanto por la música como por la belleza celeste.
Todos los recuerdos de mi infancia son bastante pueriles,
como puede verse, pero si cada uno de mis lectores recupera su
experiencia al leerme, si vuelve a recordar con placer las primeras emociones de su vida, si se siente niño otra vez durante una
hora, ni él ni yo habremos perdido nuestro tiempo; porque la
infancia es buena, cándida, y los más grandes seres son aquellos
que guardan la máxima sensibilidad y conservan la mayor parte
de ese candor primitivo.
Recuerdo muy poco de mi padre antes de las operaciones
militares en España. Estaba tan a menudo ausente, que durante
prolongados periodos no lo vi. Sin embargo, pasó con nosotras
el invierno de 1807 a 1808, porque me acuerdo vagamente de
unas cenas tranquilas con luz y un plato de golosinas, bastante
modesto, consistente en unas pastas cocidas en leche azucarada, que, mi padre simulaba tragarse todas para divertirse con mi
glotonería decepcionada. Me acuerdo también que él hacía con
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su servilleta, anudada y enrollada de distintas formas, figuras de
pájaros, de conejos y de payasos que me hacían reír mucho. Creo
que me mimaba horriblemente, pues mi madre se veía obligada
a interponerse entre nosotros porque mi papá me apoyaba en
todos mis caprichos en lugar de regañarme. Me han dicho que
durante el poco tiempo que podía pasar con su familia se sentía
tan feliz, que no quería perder de vista a su mujer y a sus hijos,
que jugaba conmigo días enteros, y que en uniforme de gala no
tenía vergüenza de llevarme en brazos en medio de la calle o por
los bulevares.
Seguramente, yo era muy feliz porque me amaban; éramos
pobres pero yo no me daba cuenta de ello. Sin embargo, por
aquel entonces, mi padre tenía unos ingresos que podían habernos procurado un buen pasar si los gastos que le ocasionaban
sus funciones de ayuda de campo de Murat, no hubiesen sobrepasado sus cálculos. Mi abuela se privaba de muchas cosas para
sostener un tren de lujo insensato, y a pesar de todo, dejó deudas
por compras de caballos, vestimentas y equipo. A mi madre se la
acusó a menudo de haber contribuido con su desorden al caos
económico de la familia. Recuerdo tan patentemente nuestro
interior de aquella época, que puedo afirmar que ella no merecía
esos reproches. Se hacía ella misma su cama, limpiaba las habitaciones, las ordenaba y cocinaba. Fue una mujer de una actividad y de una energía extraordinaria. Toda su vida se levantó con
el día y se acostó hacia la una de la mañana, y no recuerdos
haberla visto ociosa jamás. No recibíamos a nadie con excepción de nuestra familia y del excelente amigo Pierret, que tenía
para mi la ternura de un padre y los cuidados de una madre.
Es el momento de contar la historia y hacer el retrato de
este hombre inapreciable que yo recordaré toda mi vida. Pierret
era hijo de un propietario rural, y desde los dieciocho años había
estado empleado en el tesoro, en donde siempre ha ocupado un
lugar modesto. Era el mas feo de los hombres, pero esta fealdad
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era tan bonachona que se atraía la confianza y la amistad. Tenía
una gruesa nariz chafada, una boca carnosa y unos ojos muy
pequeños; sus cabellos rubios se rizaban obstinadamente y su
piel era tan blanca y tan rosada que parecía siempre joven. Cuando tenía cuarenta años se puso furioso, porque un empleado de
la alcaldía, adonde él había concurrido como testigo del casamiento de mi hermana, le preguntó con muy buena fe si había
cumplido la mayoría de edad. Sin embargo, era grande y bastante gordo; su rostro se movía siempre a causa de un tic nervioso
traducido perpetuamente por unas muecas impresionantes. Es
probable que por este tic, nadie se podía hacer una idea aproximada sobre la cara que poseía. Creo yo que era sobre todo la
expresión cándida e ingenua de esta fisonomía la que se prestaba a la ilusión en sus raros momentos de reposo. No tenía la
menor idea de eso que llaman espíritu, pero, como juzgaba todo
con su corazón y su conciencia, se le podía siempre pedir consejo sobre los más delicados asuntos de la vida. No creo que haya
existido jamás un hombre más puro, más leal, más devoto, más
generoso y más justo, su alma era tan hermosa que no conocía ni
la belleza ni la fealdad. Como creía en la bondad de los hombres,
siempre pensó que él no era una excepción.
Tenía gustos bastante prosaicos. Amaba el vino, la cerveza,
la pipa, el billar y el dominó. Todo el tiempo que pasaba con
nosotros, se alojaba en una pensión de la calle del FaubourgPoissonnire, llamada El Caballo Blanco. Allí estaba como en familia, porque la frecuentó durante treinta años y porque hasta el
final conservó su eterna alegría y su incomparable bondad. Su
vida se desarrolló, a pesar de todo, en un círculo bien oscuro y
nada variado. Él era feliz. ¿Y cómo no serlo? Todo el mundo que
le ha conocido lo ha amado, y la idea del mal no aflojó jamás en
su alma honesta y simple.
Era, con todo, bastante nervioso, y en consecuencia, colérico y susceptible, pero su bondad era tan irresistible, que jamás
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llegó a herir a nadie. La cantidad de enojos y algaradas que, yo le
ocasionaba no tienen nombre. Dábale una patada, revoleaba sus
pequeños ojos, se ponía rojo y se entregaba a las muecas más
fantásticas, hablando al mismo tiempo en una lengua poco parlamentaria y haciendo unos reproches vehementes. Mi madre
tenía por costumbre no prestar la mínima atención. Ella se contentaba diciendo:
–¡Ah! ¡Ya está, Pierret furioso! ¡Vamos a ver nuevas muecas!
De inmediato, Pierret olvidaba el tono trágico y se reía. Ella
lo soliviantaba mucho y no es sorprendente que él perdiese continuamente la paciencia. En los últimos años se había vuelto
cada vez más irascible y no transcurría un día que no tomara su
sombrero y saliera de casa declarando que no volvería a poner
los pies en ella, pero volvía por la tarde sin recordar la solemnidad de sus adioses anteriores.
En cuanto a mi respecta, se adjudicaba un derecho de paternidad que hubiese desembocado en una tiranía, si le hubiera sido
posible llevar a cabo todas sus amenazas. Me había visto nacer y
me había destetado, esto es bastante curioso como para dar una
idea de su carácter. Mi madre, estando agotada por la fatiga,
pero no pudiendo ignorar mis gritos y mis lamentos, y pensando
también que yo estaría mal cuidada durante la noche por una
criada, había llegado a no dormir, en un momento en que era lo
que más necesitaba. Al ver esto una tarde, por su propia iniciativa, Pierret me tomó de mi cuna y me llevó a su casa, en donde
me cobijó durante quince o veinte noches, durmiendo apenas,
por los cuidados que me prodigaba, y haciéndome beber leche y
agua azucarada con tanta solicitud, cuidado y limpieza, que una
nodriza no lo habría hecho mejor. Me entregaba a mi madre todas las mañanas, para irse a su oficina y después a El Caballo
Blanco; y cada tarde volvía a buscarme, llevándome por todo el
barrio sin preocuparse de que lo vieran, a pesar de sus veintidós
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o veintitrés años. Cuando mi madre intentaba resistirse y se inquietaba, él se ponía todo colorado, le reprochaba su «debilidad
imbécil» porque no escogía sus epítetos, él mismo lo aseguraba–
, con un gran contento por su elección; y cuando me traía a casa,
mi madre se asombraba al mirar mi limpieza, mi lozanía y mi
buen humor. Cuidar a una criatura de diez meses es algo tan
ajeno a los gustos y a las habilidades de un hombre, y sobre todo
en un hombre de «pensión» como Pierret, que resultaba más
maravilloso que se le ocurriese hacerlo, que el hecho de realizarlo. Al fin, fui destetada por él y se sintió en el colmo de su orgullo, como ya lo había anunciado.
Siempre me consideró como una pequeña criatura, pues
cuando tenía yo cerca de los cuarenta años, seguía hablándome
como a un niño. Era muy exigente en lo que se refiere a la amistad; no así al agradecimiento, ya que jamás había pensado en
hacerse valer. Y cuando le preguntaban por qué razón quería ser
amado, no sabía responder otra cosa que: «Porque os amo.» Y
decía esta dulce palabra con un tono furioso y con una contracción que le hacía chirriar los dientes. Si cuando yo le escribía tres
palabras a mi madre olvidaba una sola vez enviar saludos a Pierret,
cuando lo volvía a encontrar no me miraba y rehusaba darme los
buenos días. Las explicaciones y las excusas no servían de nada.
Me trataba de malvada, de mala criatura y me juraba un rencor y
un odio eternos. Decía todo esto con una expresión tan cómica,
que cualquiera hubiese creído que estaba representando, si no le
hubieran visto las gruesas lágrimas que se le escapaban de los
ojos. Mi madre, que conocía este estado nervioso, le decía:
–Cállese, Pierret. Usted está loco –y hasta lo pinchaba fuertemente para que terminara más rápido.
Entonces, volvía a ser el mismo y se dignaba escuchar mis
justificaciones. Sólo era precisa una palabra tierna y una caricia
para enternecerlo y hacerlo feliz, después de renunciar a un posible entendimiento.
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Había conocido a mis padres en los primeros días de mi existencia y en una forma que los había atado en seguida. Una pariente suyo vivía en la calle Meslay, en la misma manzana que mi
madre. Esta mujer tenía un niño de mi edad, al que descuidaba y
privaba de su leche por lo que lloraba todo el día. Mi madre
entró en la habitación, en donde el pequeño desgraciado moría
de necesidad y le dio su pecho y continuó socorriéndolo así, sin
decir nada. Pero Pierret, al ir a ver a su pariente, sorprendió a mi
madre en esa ocupación, se enterneció y se dio a ella y a los
suyos para siempre.
Apenas conoció a mi padre, ya sintió por él un afecto inmenso. Se encargó de todos sus asuntos, puso orden, alejó a los acreedores de mala fe, lo ayudó con su buen sentido a satisfacer poco a
poco a los demás; por fin, lo liberó de todos esos cuidados materiales los cuales era incapaz de llevar a cabo sin la ayuda de un
espíritu acostumbrado a los detalles, por estar siempre ocupado
en el bienestar de los demás. Pierret le escogía sus domésticos, le
arreglaba sus cuentas, le ponía en regla sus dietas y le hacía llegar
dinero seguro a cualquier lugar en donde la guerra lo encontrara.
Mi padre no partía jamás a una campaña sin decirle:
–Pierret, te encargo el cuidado de mi mujer y de mis hijos. Si
no vuelvo, piensa que es para toda la vida.
Pierret tomó en serio esta recomendación, porque nos consagró toda su vida después de la muerte de mi padre. Pretendieron recriminarle sus relaciones domésticas, porque, ¿qué es lo
que hay de sagrado en este mundo y qué alma puede ser juzgada
en su pureza por aquellas que no la poseen? Pero a cualquiera
que haya conocido a Pierret, una suposición semejante le parecerá siempre un ultraje a su memoria. No era lo bastante seductor como para hacer de mi madre una infiel, ni aun con el pensamiento. Era demasiado consciente y demasiado probo para no
alejarse de ella, si él hubiera sentido el peligro de traicionar, aun
mentalmente, la confianza que le enorgullecía y que retribuía
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celosamente. Por otra parte, se casó con la hija de un general sin
fortuna, y los dos fueron muy felices, pues esta mujer era buena
y estimable, según lo que siempre le he oído decir a mi madre, a
quien he visto en relaciones afectuosas con ella.
Cuando se decidió nuestro viaje a España Pierret hizo los
preparativos. El proyecto de mi madre no era prudente, pues
estaba encinta de siete u ocho meses. Quería llevarme con ella,
y yo era un personaje que todavía creaba dificultades. Pero mi
padre había anunciado una permanencia prolongada en Madrid,
y mi madre tenía, creo yo, celos. Por el motivo que fuese, se
obstinó en reunirse con mi padre; la ocasión se la proporcionó la
mujer de un proveedor de la armada, conocida de mi madre, que
iba a emprender un viaje y le ofreció un lugar en su calesa para
conducirla hasta Madrid.
Esta señora llevaba como postillón a un muchacho de doce
años. Henos, pues, de viaje dos mujeres, una de ellas embarazada, y dos criaturas, de las cuales yo no era la más rebelde ni la
más molesta.
No creo haberme apenado Al separarme de mi hermana,
que se quedaba en una pensión, la de mi prima Clotilde ; como
yo no las veía todos los días, y esto sucedía cada semana, no
calibraba el sentimiento que me produciría una separación más
o menos duradera. Tampoco me importó dejar el piso, a pesar de
que había sido mi único mundo y de que no conocía nada fuera
de él, ni siquiera imaginario. Lo que me hizo sufrir realmente en
los primeros momentos del viaje, fue la necesidad de abandonar
a mi muñeca en aquel piso vacío, en donde ella debería de aburrirse tanto.
El afecto que las niñas pequeñas sienten por su muñeca es
verdaderamente muy complejo, y yo lo he experimentado tan
vivamente y durante tanto tiempo que, sin muchas explicaciones, puedo fácilmente definirlo. No existe ningún momento en
la infancia de las niñas en el que se equivoquen plenamente so-
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bre el tipo de existencia de ese ser inerte que se les coloca entre
las manos y que debe iniciar en ellas el sentimiento vivo de la
maternidad, por así decirlo. Al menos, respecto a mí, no recuerdo jamás haber creído que mi muñeca fuese un ser vivo; sin
embargo, he sentido por centenares de muñecas que poseí un
verdadero afecto maternal. No era precisamente una especie de
idolatría, pues la costumbre de hacer adorar estos tipos de fetiches a los niños es un poco salvaje. Yo no me daba cuenta muy
bien de este afecto, pero creo que si hubiera podido analizarlo
habría encontrado alguna analogía con lo que los fervientes católicos sienten por ciertas imágenes de su devoción. Saben que
la imagen no es el objeto mismo de su adoración, y sin embargo
se arrodillan ante ella, le hablan, la inciensan y le hacen ofrendas. Las personas de la antigüedad, a pesar de lo que se ha dicho,
no eran más idólatras que nosotros. En ninguna época los hombres inteligentes han adorado la estatua de Júpiter o el ídolo de
Mammon, sino que han sabido ver a Júpiter y a Mammon en
esos símbolos. Pero, en todos los tiempos, en nuestros días como
en los pasados, los espíritus incultos no han podido hacer una
clara distinción entre el dios y la imagen.
Tuve también juguetes predilectos. Entre ellos había uno
que no he olvidado nunca y que se ha debido perder, a mi pesar,
porque yo no lo rompí de pequeña, y podría resultar ahora tan
bonito como aparece en mis recuerdos. Era una pieza de una
vajilla muy antigua, que ya había servido también de juguete
para mi padre en su infancia; posiblemente, la vajilla completa
ya no existía en aquella época. él lo había encontrado revolviendo en un armario de la casa de mi abuela, y al acordarse de cómo
le había gustado a él en su niñez, me lo había traído. Era una
pequeña Venus de Sévres, con dos palomas en sus manos. Estaba sobre un pedestal, que representaba un pequeño plato ovalado de vidrio ondulado, guarnecido con un aro de cobre brillante,
lleno de pequeñas muescas, sosteniendo unos tulipanes que ser-
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vían de candeleros, y cuando se encendían las pequeñas bujías,
el vidrio, que parecía un pedazo de agua viva, reflejaba las luces,
la estatua y los hermosos ornamentos dorados de la guarnición.
Este juguete era para mí un mundo encantador, y cuando mi
madre me contaba por undécima vez el cuento precioso de
Percinet y Graciosa, yo me imaginaba unos paisajes con jardines
mágicos y con lagos. ¿Dónde encontrarán los niños la inspiración sobre ciertas cosas que jamás han visto?...
Una vez que nuestro equipaje para el viaje a España estuvo
listo, me acordé de mi muñeca preferida. No tuve uintención de
llevármela, aunque me lo habían consentido. Me imaginé que se
podría romper, o que me la robarían cuando la dejase en mi habitación, y después de haberla desnudado y haberle puesto la
ropa de dormir, la acosté en mi pequeña cama y le arreglé las
sábanas con mucho cuidado. En el momento de la partida, corrí
a mirarla por última vez, y como Pierret me había prometido ir a
darle de comer todas las mañanas, comenzó a caer en la duda
que todos los niños tienen sobre la realidad de esos seres. Es un
estado verdaderamente singular, en el cual la naciente razón por
una parte y la necesidad de lo ilusorio por otra combaten en los
corazones ávidos de amor maternal. Tomó las dos manos de mi
muñeca y las unió sobre su pecho. Pierret me dijo que tenía la
actitud de una muerta. Entonces hice girar sus brazos hasta que
las manos se juntaron por encima de la cabeza, actitud de desesperación o de invocación, a la cual yo atribuía muy seriamente
una idea supersticiosa. Pensaba que era un llamamiento Al hada
buena, y que la muñeca, si se quedaba en esa postura, estaría
protegida durante todo el tiempo de mi ausencia. Pierret con
seguridad me prometió cuidarla para que no se perdiese.
No hay nada más verdadero en el mundo que esa loca y
poética historia de Hoffmann llamada Cascanueces. Es la vida
intelectual del niño, tomada de la misma realidad. Amo asimismo ese final embrollado que se pierde en el mundo de las quime-
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ras. La imaginación infantil es tan rica y tan confusa como eses
brillantes sueños del cuentista alemán.
Salvo el pensamiento sobre mi muñeca, que me persiguió
durante algún tiempo. No recuerdos nada del viaje hasta las montañas de Asturias. Pero vuelvo a sentir todavía el asombro y el
terror que estas grandes montañas me causaron. Los recodos bruscos del camino en el medio de este anfiteatro y en el que las cimas
cerraban el horizonte, me traían a cada momento sorpresas llenas
de angustia. Me parecía que estábamos encerradas entre esas montañas, que ya no habría más camino y que no podríamos continuar, ni volver. Vi por primera vez, a ambos lados del camino,
campanillas en flor. Esas florecillas rosadas y blancas me chocaron mucho. Mi madre me abría instintivamente e ingenuamente el
mundo de la belleza al asociarme, desde pequeña, en todas sus
impresiones. Así, cuando aparecía alguna hermosa nube, un gran
efecto solar, unas aguas claras, me hacía mirar diciéndome: «¡Mira
qué bonito!» De inmediato, esos objetos que yo habría sido incapaz de notar por mi misma, me revelaban su belleza, como si mi
madre hubiese tenido una llave mágica para abrir mi espíritu al
sentimiento inculto pero profundo que ella misma experimentaba. Recuerdo que nuestra compañera de viaje no comprendía las
ingenuas admiraciones que mi madre me hacía compartir y decía:
«¡Oh señora Dupin, qué extraña es usted con su hijita!»
Sin embargo, no recuerdo que mi madre me haya dicho jamás una frase completa. Sospecho que le debía ser bastante difícil, porque en aquella época apenas sabía escribir y no se preocupaba de una vaga e inútil ortografía. A pesar de esto, hablaba
con pureza, como los pájaros, que cantan sin haber aprendido a
hacerlo. Tenía una voz dulce y una pronunciación distinguida.
Sus pocas palabras me encantaban o me persuadían. Como su
memoria era muy frágil y jamás había podido relacionar dos hechos en su espíritu, se esforzaba en combatir en mi esa fragilidad
que era ya hereditaria. A cada momento me decía:
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–Es preciso que te acuerdes de lo que has visto.
Y en efecto, cada vez que se tomaba esa precaución, yo no
me olvidaba. Al ver las campanillas en flor, me dijo:
–Respiralas, a eso huele la miel; ¡y no las olvides!
Fue la primera revelación del olfato que yo recuerdo y por
ese encadenamiento de los recuerdos y las sensaciones que todo
el mundo conoce sin poderlo explicar, cuando huelo campanillas, siempre veo las montañas españolas y el borde del camino
en donde las cogí por primera vez.
Pero qué lugar era ese, sólo Dios lo sabe. Si lo volviese a ver
lo reconocería. Creo que estaba cerca de Pancorbo.
Otra circunstancia que no olvidaré jamás, y que habría sorprendido a cualquier otra criatura, fue la que sigue: estábamos
en una pequeña llanura, no lejos de la población. La noche era
clara, pero unos árboles frondosos bordeaban el camino y por
momentos arrojaban mucha sombra. Yo estaba en el pescante
del carruaje con el postillón. El conductor apaciguó a sus caballos, se dio vuelta y gritó a mi compañero:
–¡Diles a esas damas que no tengan miedo; llevo buenos
caballos!
Mi madre no tuvo necesidad de que le repitieran esta frase;
ya la había escuchado, y al asomarse por la ventanilla vio a tres
personajes, lo mismo que los veía yo. Dos en el costado del camino y uno en el medio, a diez pasos más o menos de nosotros.
Parecían pequeños y estaban inmóviles.
–¡Son ladrones, conductor –gritó mi madre–; no avance más,
vuelva, vuelva! ¡Veo sus arcabuces!
El conductor, que era francés, se puso a reir porque esta
visión de arcabuces le probaba que mi madre no tenía ni idea de
la clase de enemigos que nos iban a tocar. Juzgó prudente el no
desengañarla, azotó a sus caballos y pasó resueltamente delante
de los tres flemáticos personajes, quienes ni se inmutaron y a
quienes yo vi con poca nitidez. Mi madre, que los había visto en
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su terror, creyó distinguir unos sombreros puntiagudos y los tomó
por militares. Pero cuando los caballos, excitados y también asustados, salvaron una distancia considerable, el conductor los puso
al paso y bajó a conversar con sus pasajeros.
–Y bien, señoras –dijo riendo siempre–, habéis visto los
arcabuces. Debían tener alguna intención porque se mantuvieron a la expectativa cuando nos vieron. Pero yo ya sabía que mis
caballos no harían tonterías. Si nos hubieran conducido a donde
estaban, lo hubiésemos pasado mal.
–Pero –dijo mi madre– ¿Quienes eran?
–En vuestro respeto, mi pequeña dama, eran tres grandes
osos serranos.
Mi madre sintió aún más miedo y suplicó al conductor que
azotase a sus caballos y que nos condujera rápidamente hasta el
próximo albergue, pero el hombre estaba aparentemente acostumbrado a esos encuentros, que hoy en día serían extrañísimos
en plena primavera sobre todo, a lo largo de las grandes vías de
comunicación. Nos dijo que esos animales eran sólo temibles
cuando se ponían a cuatro patas y nos condujo tranquilamente
sin preocuparse.
Yo no tuve ningún miedo; había conocido ya a varios osos
en mis fantasías les había hecho devorar a personajes malignos
de mis improvisadas novelas, pero jamás se habían atrevido a
devorar a mi buena princesa, en cuyas aventuras yo me identificaba sin darme cuenta.
No hay que esperar un orden en estos recuerdos de hace
tanto tiempo. Están demasiado deshilvanados en mi memoria y
mi madre no ha podido ayudarme a encadenarlos, porque ella
los recuerda todavía menos que yo. Diré solamente, y según las
recuerde, aquellas circunstancias importantes que de una manera u otra me impresionaron o influyeron sobre mi.
Mi madre tuvo otro temor, menos fundado, en una posada
que, sin embargo, tenía un buen aspecto. Recuerdo este albergue
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porque vi por primera vez en él esas bonitas alfombras de paja
anudada, de gran colorido, que reemplazan a los tapices en los
pueblos meridionales. Yo estaba muy cansada, viajábamos con
un calor espantoso, y mi primera intención fue la de echarme
estirada sobre la alfombra, al entrar en nuestra habitación. Seguramente ya habríamos estado en posadas peores de esa tierra
española convulsionada por la insurrección, porque mi madre
exclamó:
–¡Bendita hora, estas habitaciones parecen bastante limpias
y espero que podremos dormir!
Pero al cabo de unos instantes y habiendo salido al pasillo
dio un grito y entró precipitadamente. Había visto una mancha
grande de sangre en el suelo y había sido suficiente para que
creyese estar en un matadero.
La señora Fontanier (así se llamaba nuestra compañera de
viaje) se burló de ella, pero ni esto la hizo renunciar a examinar
furtivamente la casa antes de acostarse. Mi madre poseía una
cobardía bastante particular. Su viva imaginación le hacia sospechar en todo momento peligros inmensos; pero, al mismo tiempo, su naturaleza activa y su presencia de ánimo le inspiraban el
coraje de reaccionar, de examinar, de ver de cerca los objetos
que la asustaban con el fin de evitar el peligro, cosa que habrá
conseguido bastante mal, según creo. Era de esa clase de mujeres que teniendo siempre miedo de alguna cosa porque temen a
la muerte, no pierden nunca la cabeza, poseyendo, por así decirlo, un fuerte instinto de conservación.
Por ello, provista de una antorcha, quiso incorporar a la señora Fontanier a su investigación; esta mujer, que no era ni tan
temerosa ni tan valiente, no se preocupaba en absoluto. Entonces me sentí invadida por un gran valor, que no tenía ningún
otro mérito porque no había comprendido la razón de que mi
madre tuviese tanto miedo. Pero al verla lanzarse sola en una
expedición que hacía retroceder a su compañera, me agarré fuer-
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temente de su falda, y el joven postillón, que era un malvado,
que no tenía miedo de nada y que se burlaba de todo el mundo y
de todas las cosas, nos siguió con otra antorcha. Nos fuimos a
escudriñar, de puntillas, para no despertar la desconfianza de los
hoteleros, a quienes oíamos reir y charlar en la cocina. Mi madre
nos mostró la mancha de sangre cerca de una puerta, en la que
aplicó su oreja para escuchar. Y su imaginación debía estar tan
excitada que creyó oír lamentos.
–Estoy segura –le dijo al mozo—de que aquí están unos
soldados franceses decapitados por los malvados españoles.
Y con una mano temblorosa pero resuelta abrió la puerta y
se encontró en presencia de tres enormes cadáveres... de unos
cerdos sacrificados para la provisión de la casa y el consumo de
los viajeros.
Mi madre comenzó a reír y fue a burlarse de sus temores con
la señora Fontanier. En cuanto a mi, tuve más miedo al ver esos
cerdos abiertos en canal, tan villanamente colgados en la pared,
con sus hocicos rozando el suelo, que de cualquier cosa que pueda
imaginarse.
Sin embargo, ni aun por lo que vi me hice una idea de la
muerte, y fue preciso que sucediese otro acontecimiento para
que yo comprendiera de lo que se trataba. Es curioso, porque, a
pesar de todo, yo ya había matado a mucha gente en mis novelas
creadas entre cuatro sillas y en mis juegos militares con Clotilde.
Conocía la palabra, pero no su significado. Me había hecho la
muerta en el campo de batalla con mis compañeras «amazónicas»,
y no había sentido ninguna molestia al estar acostada en el suelo
y al cerrar los ojos durante algunos instantes. Aprendí en seguida
lo que era durante nuestra estancia en otra posada, en donde me
habían dado una paloma viva de entre cuatro o cinco que se
habían destinado para el almuerzo; porque en España, lo principal en las comidas de los viajeros era el cerdo, y en esos tiempos
de guerra y miseria resultaba un lujo encontrarlos. Esta paloma
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HISTORIA DE MI VIDA
me causó gran alegría y ternura, jamás había tenido un juguete
tan bonito y, sobre todo, un juguete vivo. ¡Qué tesoro! Pero comprendí en seguida que un ser vivo es un juguete muy incómodo,
porque siempre quería irse, y cuando la dejaba un momento en
libertad se escapaba y era preciso perseguirla por toda la habitación. Era insensible a mis besos, y aunque la llamara con los
nombres más dulces, no me entendía. Me cansé y pregunté en
dónde estaban las otras palomas. Nuestro postillón respondió
que las iban a matar.
–Bien –dije yo–, quiero que también maten a la mía.
Mi madre quiso hacerme renunciar a semejante idea cruel,
pero yo me obstiné hasta el punto de llorar y gritar, cosa que le
causó una gran sorpresa.
–Debe de ser –dijo ella a la señora Fontanier –que no se da
cuenta de lo que pide. Ella cree que morir es dormir.
Me tomó de la mano y me llevó con mi paloma a la cocina,
en donde estaban acogotando a sus hermanas. No recuerdo cómo
lo hacían, pero vi la convulsión final del ave que moría violentamente. Gritó de manera desgarradora, y creyendo que mi paloma amada ya había corrido la misma suerte, lloré con amargura.
Mi madre, que la tenía entre sus brazos, me la mostró viva. Casi
enloquecí de alegría. Pero cuando nos sirvieron en el almuerzo
los cadáveres de las otras palomas y me dijeron que eran los
mismos animales que yo había visto tan bellos con sus plumas
lustrosas y su dulce mirada, me horroricé del alimento y no lo
quise tomar.
Cuanto más avanzábamos en nuestro trayecto, mayor y más
terrible se presentaba el espectáculo de la guerra. Pasamos una
noche en un pueblo que había sido quemado el día anterior y en
donde no quedaba en el albergue otra cosa que una sala con un
banco y una mesa. Para comer sólo había cebollas crudas, con
las que yo me contenté, pero mi madre y su compañera no pudieron comerlas. Temían viajar durante la noche. La pasaron sin
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cerrar un ojo y yo dormí sobre la mesa, en donde ellas me habían
hecho una cama bastante buena con los cojines de la calesa.
Me es imposible asegurar el momento preciso de la guerra de
España en que nos encontrábamos. No me ocupé jamás de saberlo en el tiempo en que mis padres hubieran podido ordenar mis
recuerdos y ya no tengo ningún pariente en el mundo que pueda
ayudarme. Creo que partimos de París durante el mes de abril de
1808, y que el terrible acontecimiento del 2 de mayo sucedió en
Madrid mientras nosotras estábamos atravesando toda España para
llegar allí. Mi padre había llegado a Bayona el 27 de febrero. Escribió algunas líneas a mi madre desde los alrededores de Madrid, el
18 de marzo, y debió ser en aquel tiempo cuando yo vi al emperador en París, a su retorno de Venecia y antes de su partida hacia
Bayona; porque, cuando le vi, el sol ya se ponía y me daba en los
ojos, y además volvíamos a casa para cenar. Cuando nos fuimos
de París no hacía calor; en cambio, apenas llegar a España el calor
nos torturó. Si yo hubiese estado en Madrid durante los acontecimientos del 2 de mayo, semejante catástrofe me habría quedado,
sin duda, vivamente grabada, porque todavía recuerdos los detalles menos importantes de aquel período.
He aquí uno que se me ha quedado un poco en el aire. Se
trata del encuentro que tuvimos en Burgos o en Vitoria, con una
reina que posiblemente fuese la de Etruria. Además, es sabido
que la partida de esta princesa fue la primera causa del movimiento del 2 de mayo en Madrid. La encontramos probablemente pocos días más tarde, cuando ella se dirigía a Bayona, desde
donde el rey Carlos IV la había reclamado para reunir así a toda
su familia bajo la garra del águila imperial.
Como este encuentro me impresionó mucho, puedo relatarlo con algunos detalles. No sabría decir en qué lugar exacto ocurrió, pero sé que era una aldea en donde nos detuvimos para
cenar. En el albergue había un patio para los coches, y al fondo
de este patio, un jardín bastante grande, en donde yo vi unos
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HISTORIA DE MI VIDA
girasoles que me recordaron los de Chaillot. Por primera vez vi
recoger las semillas de girasol y me dijeron que se podía comer.
En un rincón de ese mismo patio había una urraca en una jaula,
y esta urraca hablaba, cosa que me asombró muchísimo. Decía
en español algo que probablemente significaba: «Muerte a los
franceses», o tal vez: «Muerte a Godoy». Yo sólo entendía claramente la primera palabra que la urraca repetía con afectación y
con un acento verdaderamente diabólico: «Muera, muera» (1).
El postillón de la señora Fontanier me explicaba que el pájaro
estaba colérico contra mi y que me deseaba la muerte. Yo estaba
tan asombrada al escuchar hablar a un pájaro, que mis cuentos
de hadas me parecieron más importantes y serios que nunca. No
me di cuenta realmente del significado de esa palabra mecánica
que el pobre pájaro pronunciaba sin entenderla: ya que él hablaba, debía pensar y razonar, según mi opinión, y tuve mucho miedo de esta especie de genio maligno que golpeaba con el pico los
barrotes de su jaula repitiendo siempre: «¡Muera, muera!»
Para mi fue una emoción enorme, porque en mis novelas siempre incluía reyes y reinos que yo me figuraba hermosísimos y cubiertos de una brillantez y un lujo extraordinarios. Pero la pobre
reina con la que me encontré estaba vestida con un traje blanco
muy estrecho, a la moda de aquellas épocas, y muy amarillento
por el polvo. Su hija, que me pareció tener ocho o diez años, estaba vestida como la madre, y las dos me parecieron muy morenas y
bastante feas; al menos, es la impresión que recibí. Tenían un aire
triste e inquieto. En mis recuerdos no poseían ni escolta. En lugar
de partir, huía y escuché a mi madre murmurar con un tono apático: «Otra reina que se salva.» Estas pobres reinas se salvaban en
efecto, cediendo España al extranjero. Iban a Bayona para buscar
cerca de Napoleón una protección que no les faltó, así como tampoco seguridad material; aunque fuera la culminación de su decadencia política. Se sabía que esta reina de Etruria era hija de Carlos IV e infanta de España. Se había casado con su primo, hijo del
viejo duque de Parma. Napoleón, queriendo apoderarse del ducado, había entregado en retribución a los jóvenes esposos la Toscana,
con el título de reino. Habían llegado a París en 1801, para agasajar al primer cónsul, siendo acogidos con grandes festejos. Se sabía también que la joven reina, habiendo abdicado en favor de su
hijo, había vuelto a Madrid en los comienzos de 1804 para tomar
posesión del nuevo reinado de Lusitania, que la victoria debía
asegurarle en el norte de Portugal. Pero todo se tambaleó más
adelante, gracias a la impotencia rectora de Carlos IV y a la escasa
lealtad de la política llevada a cabo por el príncipe de la Paz. Ibamos a mezclarnos en esa guerra formidable contra la nación española, que nos llegaba como por una decisión de la fatalidad y que
crearía espontáneamente a Napoleón la necesidad de ampararse
en todas esas personas reales, en el momento justo en que ellas
mismas imploraban su apoyo. La reina de Etruria y sus hijos siguieron al anciano Carlos IV, a la reina María Luisa y al príncipe de
la Paz a Compiegne.
***
Pero otro acontecimiento me distrajo. Un gran carruaje, al
que seguían dos o tres más, acababa de llegar al patio, donde
desengancharon los caballos y los sustituyeron por otros con una
rapidez extraordinaria. Los aldeanos intentaban entrar al patio
gritando «¡La reina, la reina!» Pero el dueño de la posada y otras
personas los rechazaban diciendo: «No, no, no es la reina.» Todo
sucedió con tal rapidez, que mi madre, que estaba en la ventana,
no tuvo ni el tiempo de bajar a informarse de que se trataba. Por
otra parte, no dejaban acercarse a los carruajes, y los dueños de
la posada parecían estar en el secreto, porque aseguraban a la
gente de afuera que no se trataba de la reina. Sin embargo, una
mujer de la casa me condujo cerca del carruaje principal diciéndome: «¡mira a la reina!»
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Cuando yo vi a esta reina, ya estaba bajo la protección francesa. Extraña protección que la arrancaba del amor tradicional
del pueblo español, consternado al ver partir a todos los miembros de la familia real en medio de una lucha decisiva y terrible
con el extranjero. En Aranjuez, a pesar de su odio contra Godoy,
el pueblo había querido detener a Carlos IV el 17 de marzo; el 2
de mayo, en Madrid, había querido retener también al infante
don Francisco de Paula y a la reina de Etruria. El 1 de abril, en
Vitoria, intentó hacer lo mismo con Fernando. En todas las ocasiones había tratado de desenganchar los caballos y de quedarse
con esos príncipes pusilánimes que lo desconocían y que le abandonaban poseídos por el pánico; pero, arrastrados por el destino,
habían resistido; los unos a las amenazas, los otros a las plegarias del pueblo. ¿Hacia dónde corrían? A la esclavitud de
Compidgne y de Valengay.
Hay que pensar que, en la época en que contemplo la escena, yo no comprendía nada sobre la incógnita actitud de la reina
fugitiva, pero siempre recordaré su rostro sombrío que parecía
traicionar el miedo de quedarse y el temor de partir al mismo
tiempo. Estaba en la misma situación de su madre y de su padre
en Aranjuez, cuando estuvieron en presencia de un pueblo que
no quería que se quedaran, pero que tampoco quería dejarlos
marchar. La nación española estaba cansada de sus imbéciles
soberanos; pero, a pesar de que lo eran, les preferían al hombre
gentil que no era español. Parecía haber tornado por divisa, como
nación, la frase enérgica que Napoleón pronunciara en un sentido más restringido: «Hay que lavar la ropa sucia en familia.»
Llegamos a Madrid durante el mes de mayo, habíamos sufrido tanto en el viaje, que recuerdos poquísimo o casi nada de los
últimas días del mismo. Pero, al menos, llegamos a nuestro destino sin ninguna catástrofe, lo que ya fue casi milagroso, porque
España se había levantado ya en varios de sus puntos y por todos lados rugía la tempestad lista para explotar. Seguimos la lí-
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nea protegida por el ejército francés, pero ni aun los mismos
franceses estaban seguros contra esas nuevas hordas sicilianas,
y mi madre, llevando a un niño en su seno y a otro en sus brazos,
tenía sobrada razón para asustarse.
Olvidó sus terrores y sufrimientos al ver a mi padre. La fatiga que me rendía se disipó en un instante al contemplar el aspecto de las habitaciones, magníficas, en las que nos íbamos a instalar. Era en el palacio del príncipe de la Paz, y yo entraba allí
convencida de la plena realización de mis cuentos de hadas.
Murat ocupaba el piso bajo del mismo palacio, el más rico y el
más confortable de Madrid, ya que había protegido los amores
de la reina y de su favorito y en él reinaba más lujo que en la
misma casa de los reyes. Nuestras habitaciones estaban situadas, según creo, en el tercer piso. Eran inmensas, tapizadas con
damasco de seda. Las cornisas, los lechos, los sillones, los divanes, todo era dorado y todo me pareció oro macizo, siempre como
en los cuentos de hadas. Las gruesas cabezas que parecían salirse de los marcos y seguirme con sus ojos, me atormentaron bastante. Pero bien pronto me acostumbré. Otra maravilla para mi
fue el espejo del tocador, en el que yo me veía caminar sobre los
tapices y en el cual yo no me reconocí al principio, porque jamás
me había podido reflejar en un espejo de la cabeza a los pies, y
no me había hecho nunca una idea sobre mi estatura, que era, de
acuerdo a mi edad, bastante pequeña. De todas maneras, yo me
encontré tan enorme que hasta me asusté.
Es muy posible que el bello palacio y las bellas habitaciones
fueran de un pésimo gusto a pesar de la admiración que me produjeron. Por lo menos, estaban bastante sucios y repletos de
animales domésticos, de conejos entre otros, que corrían y entraban en todas partes sin que nadie les prestara la menor atención. Estos tranquilos anfitriones, los únicos que encontramos,
tenían la costumbre de ser admitidos en las habitaciones o, tal
vez, podían haberse aprovechado de la preocupación general y
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HISTORIA DE MI VIDA
se habían pasado de la cocina al salón. Había uno, blanco como
la nieve, con dos ojos como rubíes, que en seguida me tomó un
gran cariño. Se había instalado en el ángulo del dormitorio, detrás del tocador, y nuestra intimidad se estableció de inmediato
sin ningún regateo. Sin embargo y a pesar de todo era bastante
maligno, y varias veces arañó la cara de aquellas personas que
intentaron desalojarlo; pero jamás se rebeló contra mi, y se dormía sobre mis rodillas o sobre el borde de mi vestido durante
horas enteras, mientras que yo le contaba mis mejores historias.
Tuve pronto a mi disposición los más bellos juguetes del
mundo: muñecas, ovejas, juegos de cocina, camas, caballos, todo
cubierto de oro fino, de flecos, gualdrapas y lentejuelas, eran los
juguetes abandonados por los infantes de España y estaban ya
medio rotos por ellos mismos. Los descuidé y no les di importancia al principio, porque esos juguetes me impresionaron grotesca y desagradablemente. Sin embargo, debían de ser muy costosos, porque mi padre se guardó dos o tres pequeños personajes en madera pintada, que regaló a mi abuela como objetos de
arte. Ella los conservó algún tiempo, para admiración de todo el
mundo. Pero después de la muerte de mi padre, no sé cómo volvieron a caer en mis manos, y recuerdo a un viejecito cubierto
de harapos que debía de tener una expresión notable por el miedo que me producía. Esta representación habilidosa de un pobre
viejo mendigo, descarnado y tendiendo la mano, se habría deslizado por azar entre las brillantes chucherías de los infantes de
España la personificación de la miseria es siempre un juguete
extraño en las manos del hijo de un rey y siempre también da
qué pensar.
Por otra parte, los juguetes no me interesaron en Madrid
tanto como en París. Había cambiado de medio. Los objetos exteriores me absorbían y mi propia existencia comenzó a tener
para mi una apariencia tan maravillosa que hasta olvidé los cuentos de hadas.
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Conocí a Murat en París; había jugado con sus hijos, pero no
lo recordaba. Probablemente lo había visto vestido como todo
el mundo. Pero, en Madrid, tan dorado y engalanado se me apareció, que me impresionó muchísimo. Lo llamaban «el príncipe»
y, como en los dramas de feria y en los cuentos, los príncipes
desempeñan siempre el primer papel, creí ver al famoso príncipe
Fonfarinet. Así lo llamaba yo naturalmente, sin darme cuenta de
que usaba un epigrama. Mi madre trató de impedirme que lo
llamara de esa manera, aunque siempre lo hacía así al verlo en
las galerías del palacio. Me habituaron a llamarlo «mi príncipe»
al dirigirle la palabra y él me dedicó un gran cariño.
Es muy posible que estuviera disgustado al ver que uno de
sus ayudantes de campo le traía, en las circunstancias terribles
en que se encontraba, a su mujer y a sus hijos, y tal vez pretendieran que todo tuviese ante sus ojos un aspecto militar. Cierto
es que siempre que estuve en su presencia, me hicieron vestir
uniforme. Ese uniforme era una maravilla. Lo guardamos con
nosotros hasta que yo fui ya demasiado grande para usarlo. Todavía puedo recordarlo minuciosamente. Consistía en un dolman
de casimir blanco, con galones y botones de oro fino; una pehiza
forrada en negro, y un pantalón de casimir amaranto, con ornamentos y bordados de oro al estilo húngaro. Tenía también botas
de piel, de color rojo, con bordes dorados; el sable, el cinturón
con presillas de seda y agujas de malla dorada; el guardasable,
con un águila bordada en perlas finas; nada le faltaba. Al verme
equipada exactamente como mi padre, o me tomó por un muchacho o quiso ser cómplice del pequeño engaño de mi madre;
el caso es que Murat me presentó a los demás riéndose como su
ayuda de campo y nos admitió en su intimidad.
No tuvo mucho atractivo para mi, porque el hermoso uniforme era un suplicio. Había aprendido a llevarlo muy bien, es
cierto, a arrastrar mi pequeño sable, sobre las losas del palacio, a
hacer flotar mi pelliza sobre mi espalda de la forma más conve-
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niente. Pero tenía calor con ese traje, me sentía aplastada bajo
los galones y era feliz, cuando al entrar en nuestras habitaciones,
mi madre me vestía con el vestido español de la época, el traje
de seda negra bordeado por una redecilla fina, que se ajustaba
en las rodillas y caía en cascada sobre los tobillos, además de la
mantilla negra. Con esa vestimenta, mi madre estaba bellísima.
Jamás una verdadera española habrá tenido una piel oscura tan
fina, unos ojos negros tan aterciopelados, un pie tan pequeño y
una cintura tan cimbreada. Murat se enfermó; se dijo que fue a
causa de sus desarreglos, pero no era cierto. Tuvo una inflamación de los intestinos, como la mayoría de nuestros soldados en
España, y sufría de dolores violentísimos, que no, le hicieron sin
embargo guardar cama. Creía estar envenenado y no llevaba su
mal con mucha paciencia, porque sus gritos retumbaban en el
triste palacio, en donde no se dormía por otra parte más que con
un solo ojo. Recuerdo haberme despertado por el temor de mi
padre y de mi madre, la primera vez que rugió en medio, de la
noche. Pensaron que lo estaban asesinando. Mi padre saltó de la
cama, tomó su sable y corrió, casi desnudo, hacia las habitaciones del príncipe. Yo escuché los gritos de este pobre hombre,
tan temible en la guerra y tan pusilánime fuera del campo de
batalla: tuve mucho miedo y comenzé también a gritar. Parece
ser que yo había por fin comprendido lo que era la muerte, porque entre sollozos, exclamaba:
–¡Matan a mi príncipe Fonfarinet!
Supo de mi dolor y me amó más aún. Unos días después,
subió a nuestras habitaciones, hacia la medianoche, y se acercó
a mi cama. Mi padre y mi madre estaban con él. Volvían de una
partida de caza y traían con ellos un pequeño cervatillo, que
Murat puso a mi lado. Yo abracé al cervatillo y me volví a dormir sin poder agradecérselo Al príncipe. Pero al día siguiente por
la mañana, al despertarme, vi a Murat a mi lado.
Mi padre le había comentado el espectáculo que yo ofrecía
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con el cervatillo durmiendo juntos y él había querido vernos. En
efecto: el pobre animal, que no tenía sino pocos días de existencia y a quien los perros habían perseguido la víspera, estaba tan
agotado por la fatiga que se había arreglado para dormir en mi
cama, como lo hubiera podido hacer un perrito. Estaba acurrucado, con la cabeza sobre la almohada, mostrando sus patitas
replegadas como si hubiera temido herirme con ellas. Mis dos
brazos enlazaban su cuello, tal y como yo los había puesto al
volverme a dormir. Mi madre me ha dicho que Murat lamentó
en aquellos momentos no poder mostrar un grupo tan tierno a
un artista. Su voz me despertó, pero a los cuatro años no se es
nada cortés y mis primeras caricias fueron para el cervatillo, que
parecía pretender devolvérmelas por el calor que mi pequeño
lecho le había proporcionado.
Lo retuve conmigo durante algunos días y lo amé apasionadamente. Pero creo con seguridad que la ausencia de su madre
lo mató, porque una mañana ya no lo vi más y me dijeron que
estaba ya a salvo. Me consolaron asegurándome que encontraría
otra vez a su madre y que sería feliz en los bosques.
Nuestras vacaciones en Madrid no duraron nada más que
dos meses, y sin embargo me parecieron una eternidad. No había ningún niño de mi edad para jugar y muy a menudo me quedaba sola durante una gran parte del día. Mi madre se veía obligada a salir con mi padre y me confiaba a una criada madrileña
que le habían recomendado como segura, pero que se tomaba
las de Villadiego en cuanto mis padres desaparecían. Mi padre
tenía un criado que se llamaba Weber y que era el mejor hombre
del mundo; con frecuencia, venía a cuidarme en lugar de Teresa,
pero este valiente alemán que no sabía casi ninguna palabra en
francés, me hablaba en una lengua ininteligible y olía además
tan mal, que sin darme yo cuenta del motivo de mi malestar,
casi me desmayaba cuando él me llevaba en sus brazos. No comentaba nunca la desatención de la criada y a mi ni se me ocu-
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HISTORIA DE MI VIDA
rría quejarme. Creía que Weber estaba encargado de velar por
mi y sólo deseaba que se quedase en la antecámara y me dejase
sola en la habitación. Mis primeras palabras cuando se me acercaba eran: «Weber, te quiero mucho, vete.» Y Weber, dócil como
buen alemán, se iba. Cuando vio que yo me quedaba tranquila en
mi soledad, se le ocurrió encerrarme a veces e irse a ver sus caballos, que probablemente lo recibirían con mayor amabilidad. Conocí, pues, por primera vez, el placer un poco extraño para un
niño, pero vivamente sentido por mi, de encontrarme sola. Lejos
de contrariarme o asustarme, me daba un poco de rabia ver volver el coche de mi madre. Debí quedar bien impresionada de mis
contemplaciones, porque las recuerdo patentemente, mientras que
me he olvidado de miles de circunstancias exteriores probablemente mucho más interesantes. En las que acabo de relatar, los
recuerdos de mi madre han ayudado a mi memoria; pero, en los
que referiré de inmediato, nadie me pudo ayudar.
Cuando lograba verme sola en la gran habitación donde podía moverme a mi gusto, me colocaba delante del tocador y ensayaba poses teatrales. Después, cogía mi conejo blanco y pretendía que hiciera lo mismo que yo; o también efectuaba el simulacro de ofrecerlo en sacrificio a los dioses, sobre un taburete
que me servía de altar. Yo no sé si había visto algo parecido en
algún teatro o en algún grabado. Me envolvía en una mantilla
para sentirme una sacerdotisa y contemplaba en el espejo todos
mis movimientos. Hay que pensar que yo no tenía la menor idea
sobre lo que era la coquetería; mi emoción y placer se debían a
verme reflejada con el conejo en el espejo y llegaba en mi ilusión
a convencerme de que representaba una escena con cuatro personas: dos niñas y dos conejos. El conejo y yo nos saludábamos,
nos amenazábamos, dialogando con los personajes del espejo.
Bailábamos juntos el bolero, porque después de los bailes del
teatro, las danzas españolas me habían encantado y ensayaba las
posturas y los pasos de éstas, con la facilidad que tienen los
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niños para imitar lo que ven hacer. Entonces, olvidaba por completo que la figura que bailaba en el espejo era la mía y me asombraba que se detuviese cuando yo me detenía.
Cuando ya me había entretenido lo suficiente con esos bailes de mi invención, me iba a soñar a la terraza. Esta terraza que
se extendía sobre toda la fachada del palacio, era muy grande y
muy bonita. El sol calentaba su balaustrada de mármol blanco
que no podía ni tocarla. Era demasiado pequeña para poder mirar por encima de ella, pero a su través podía distinguir todo lo
que pasaba en la plaza. En mis recuerdos, este lugar quedó grabado como algo magnífico. Alrededor había otros palacios o grandes y bellas casas, pero jamás visité la ciudad y creo no haber
visto nunca nada de ella durante todo el tiempo que pasé en
Madrid. Es probable que después del levantamiento del 2 de
mayo no se permitiera a los habitantes circular por los alrededores del palacio del general en jefe. No vi, entonces, otra cosa que
uniformes franceses y algo mucho más bello para mi imaginación: los mamelucos de la guardia, acuartelados en el edificio
situado enfrente del nuestro. Esos hombres bronceados, con sus
turbantes y su rica vestimenta oriental, formaban grupos que yo
no me cansaba de mirar.
Llevaban a beber a sus caballos a un gran abrevadero situado en medio de la plaza y constituían un espectáculo que, sin
darme cuenta, me cautivaba con su poesía.
A mi derecha, todo un costado de la plaza estaba ocupado
por una iglesia de una arquitectura maciza, al menos así la recuerdo, coronada por una cruz sobre un globo dorado. Esta cruz
y este globo brillante cuando el sol desaparecía –destacándose
en un cielo azul como jamás he vuelto a ver–, constituían un
paisaje que nunca olvidaré y que yo contemplaba hasta que en
mis ojos se formaban esas bolitas rojas y azules que con una
palabra derivada del latín, llamamos en nuestra lengua del Berry
orblutes. Esta palabra debería usarse en el lenguaje moderno. Debe
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HISTORIA DE MI VIDA
haber sido francesa, a pesar de que no la he encontrado en ningún autor. No tiene equivalentes y explica perfectamente un fenómeno que todo el mundo conoce y que se manifiesta y trata
de explicarse con perífrasis inexactas.
Estas orblutes me divertían mucho y no podía explicármelas
naturalmente. Sentía un gran placer al ver flotar delante de mis
ojos esos colores ardientes que se pegaban a todos los objetos y
que persistían cuando yo cerraba los ojos. Cuando la órbita es
completa, representa exactamente la forma del objeto que la
produce; es una especie de espejismo. Veía, entonces, al globo y
a la cruz de fuego dibujarse en cualquier lugar en donde mis ojos
y mis miradas se detenían y me asombra el haber repetido tanto
e impunemente este juego, muy peligroso para los ojos de un
niño. Pero bien pronto descubrí en la terraza otro fenómeno que
yo ignoraba. La plaza estaba con frecuencia vacía y, aun en pleno día, un silencio melancólico reinaba en el palacio y en sus
alrededores. Un día, este silencio me asustó y llamé a Weber, a
quien vi pasar por la plaza. Weber no me escuchó, pero una voz
idéntica a la mía repitió su nombre en el otro extremo del balcón.
Esta voz me tranquilizó, ya no estaba sola, pero curiosa por
saber quién repetía mis palabras, entré en la habitación, creyendo encontrar a alguien. Estaba completamente sola como de
costumbre. Volví a la terraza y llamé a mi madre; la voz repitió
la palabra con mucha dulzura, pero muy claramente y eso me
dio mucho que pensar. Bajando la voz, pronuncié mi nombre,
que volví a escuchar inmediatamente de manera confusa. Lo
repetí más dulcemente y la voz se dulcificó, pero distinta, como
si me hablase al oído. Yo no comprendía nada, estaba convencida de que alguien estaba conmigo en la terraza; pero al no ver a
nadie y mirando inútilmente a todas las ventanas que estaban
cerradas, estudié ese prodigio con un placer enorme. La impresión más extraña para mí era la de escuchar mi propio nombre
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repetido con mi propia voz. Entonces, se me ocurrió una tonta
explicación. Yo debía ser doble y cerca de mí debía estar mi otro
yo, a quien no podía ver, pero que me veía siempre, puesto que
siempre me respondía. Esto se grabó en mi cerebro como algo
que debía ser, que siempre había sido y de lo cual yo nunca me
había dado cuenta; comparaba ese fenómeno con el de mis orblites,
que tanto me había asombrado anteriormente y al que yo me
había acostumbrado sin comprenderlo. Deduje que todas las cosas
y todas las gentes tenían un reflejo, un doble, un otro yo y deseaba vivamente ver al mío. Lo llamé cien veces, siempre le decía
que viniese cerca de mi. Él respondía: «Ven aquí, ven», y me
parecía que se alejaba o se acercaba cuando yo cambiaba de
lugar. Lo busqué y lo llamé en la habitación y ya no me respondió; fui al otro extremo de la terraza y se quedó mudo; volví
hacia el medio y después hasta la extremidad del lado de la iglesia. En ese momento él volvió a responder al mi «Ven aquí» con
un «Ven aquí» tierno e inquieto. Mi otro yo debía encontrarse sin
duda en algún lugar del aire o de la muralla; pero, cómo esperarlo y cómo verlo? Me volvía loca con semejante enigma.
La llegada de mi madre me interrumpió y no sabría decir por
qué, lejos de preguntarle, le oculté lo que me inquietaba tanto.
Hay que creer que los niños aman el misterio de sus sueños y es
cierto que yo jamás quise averiguar el misterio de mis orblites.
Quería descubrir el problema sola, quizá, por haberme sentido
desilusionada ante la explicación de cualquier cosa que me había privado de su secreto encanto. Guardad silencio sobre el
nuevo prodigio y durante algunos días, olvidando los bailes, dejé
dormir tranquilo a mi pobre conejo y al espejo representar y repetir tan sólo la imagen inmóvil de los grandes personajes retratados en los cuadros. Tenía paciencia para esperar a estar otra
vez sola, para recomenzar mi experiencia; pero, al fin, mi madre
entró en la terraza sin que yo me diese cuenta y al escucharme,
sorprendió el secreto de mi amor por el ser de la terraza. No
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HISTORIA DE MI VIDA
había posibilidad de ocultarle ya nada; le pregunté en dónde estaba quien repetía todas mis palabras, y ella me dijo: «Es el eco».
Afortunadamente para mi, no me explicó semejante misterio. Probablemente nunca se le había ocurrido pensar en una
cosa así; me dijo que se trataba de una voz que estaba en el aire
y lo desconocido guardó para mí su poesía. Durante varios días
mis, pude continuar lanzando mis palabras al viento. Esta voz
aérea no me asombraba ya más, pero todavía me encantaba; me
sentía muy satisfecha de poder darle un nombre y de gritarle:
«¡eco! ¿Estás ahí? ¿Me escuchas? ¡Buenos días, eco!»
Mientras que la vida imaginativa esta tan desarrollada entre
los niños, ¿los sentimientos se retrasan? No recuerdos haber pensado en mi hermana, ni en mi buena tía, ni en Pierret, ni aún en
mi querida Clotilde durante toda mi estancia en Madrid. Y sin
embargo, ya era capaz de amar, puesto que ya sentía una gran
ternura hacia ciertas muñecas y por determinados animales. Creo
que la indiferencia con la cual los niños abandonan a las personas que les son queridas, se debe a la imposibilidad e incapacidad que tienen de apreciar la duración del tiempo. Cuando se les
habla de un año de ausencia, no saben si un año es algo mucho
más largo que un día; recurriendo a las cifras se les aclararía la
cuestión inútilmente, porque tampoco lo llegarían a entender.
Creo que las cifras no les dicen nada en absoluto. Cuando mi
madre me hablaba de mi hermana, yo creía haberla abandonado
el día anterior y, sin embargo, el tiempo me parecía eterno. En el
defecto de equilibrio del niño, hay mil contradicciones que se
nos hace muy dificil explicar una vez equilibrados...
Creo que la vida sentimental no se reveló en mi hasta el
momento en que mi madre dio a luz en Madrid. Me habían ya
anunciado la llegada cercana de un hermanito o de una hermanita y desde hacía unos días veía a mi madre acostada en un
diván. Un día me enviaron a jugar a la terraza y cerraron las
puertas de la habitación; no escuché el menor lamento; mi ma-
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dre soportaba con valor sus dolores y traía a sus hijos al mundo
con rapidez; sin embargo, en aquella ocasión sufrió durante varias horas, pero a mi me alejaron de ella unos instantes, después
de los cuales mi padre me llamó y me mostró un niño.
Apenas le presté atención. Mi madre estaba recostada sobre
un canapé, tenía su rostro tan pálido y los rasgos tan contraídos
que me fue dificil reconocerla. Después, un gran miedo me invadió y corrí hacia ella llorando, mientras la abrazaba. Quería que
me hablara, que respondiese a mis caricias, y como me alejaron
otra vez para dejarla reposar, me sentí desolada por mucho tiempo,
creyendo que se iba a morir y que pretendían ocultármelo. Me
fui a la terraza llorando y no pudieron interesarme en el recién
nacido. Este pobre niño tenía los ojos de un color azul claro. Al
cabo de algunos días, mi madre comenzó a atormentarse por la
palidez de sus pupilas y yo escuché con frecuencia hablar a mi
padre y a otras personas con mucha ansiedad de la palabra cristalino. Al fin, después de quince días, ya no cupo ninguna duda,
el niño era ciego. No quisieron decírselo a mi madre y la dejaron
en una especie de incertidumbre. Delante de ella, hablaban tímidamente y con esperanza de que el cristalino se reforzaría en el
ojo del niño. Ella se dejaba consolar y el pobre enfermo fue amado
y mimado con tanta alegría, como si su existencia no hubiera
constituido una desgracia para él y para los suyos. Mi madre lo
alimentaba y no habían pasado dos semanas todavía cuando hubo
que ponerse en camino hacia Francia a través de toda una España incendiada.
***
Partimos en la primera quincena de julio. Murat iba a tomar
posesión del trono de Nápoles. Mi padre disfrutaba licencia. Ignoro si acompañó a Murat hasta la frontera y si viajamos con él.
Recuerdo que estábamos en una calesa y creo que seguimos a
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HISTORIA DE MI VIDA
los equipajes de Murat, pero no tengo idea clara de mi padre
hasta Bayona.
Lo que recuerdo mucho es el estado de sufrimientos, de sed,
de calor devorante y de fiebre en el que yo estuve durante todo
el tiempo que duró el viaje. Avanzábamos muy lentamente a
través de las colonias de la armada. Ahora me viene a la memoria que mi padre estaba con nosotras, porque, como seguíamos
un camino bastante estrecho entre montañas, vimos a una enorme serpiente que lo atravesaba casi por completo como una línea negra. Mi padre nos hizo detener, corrió y la cortó en dos
con su sable. Mi madre quiso en vano retenerlo. Tenía miedo
como de costumbre.
Sin embargo, otra circunstancia me hace pensar que mi padre no estuvo con nosotras, sino a ratos y que se volvía a encontrar con Murat de cuando en cuando. Este detalle es bastante
sorprendente como para haberse grabado en mi memoria, pero
como la fiebre me mantenía en una especie de sopor casi continuo, esta imagen predomina sobre todo lo que aún puede precisar de aquel acontecimiento. Estando una tarde en la ventana
con mi madre, vimos el cielo todavía alumbrado por el sol que
declinaba, atravesado por fuegos cruzados, y mi madre me dijo:
«Mira, es una batalla; tu padre debe estar allí.»
Yo no tenía ni idea de lo que era una batalla verdadera. Lo
que contemplaba se me aparecía como un inmenso fuego de artificio, algo como divertido y triunfante, una fiesta o un torneo.
El ruido del cañón y las grandes luminarias de fuego me regocijaban. Asistía a ello como ante un espectáculo, comiendo una
manzana verde. No sé a quién dijo mi madre: «¡que felices son
los niños aunque no comprendan!» Como desconozco la ruta
que las operaciones de guerra nos obligaron a seguir, no sabría
decir si esta batalla fue la de Medina del Río Seco, o un episodio
menos importante de la hermosa campaña de Bessidres. Mi padre, ligado a la persona de Murat, no tenía nada que hacer sobre
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ese campo de lucha y no es muy probable que allí se encontrara.
Pero mi madre se imaginaba, sin duda, que podía haber sido
enviado para una misión.
Ya fuese el asunto de Río Seco o la toma de Torquemada, lo
cierto es que nuestro coche fue requisado para llevar heridos o a
personas más estimables que nosotras y que hicimos una parte del
camino en una carreta con las maletas, proveedores y soldados
enfermos. También es cierto que pasamos por el campo de batalla
al día siguiente o al subsiguiente y que yo vi una vasta planicie
cubierta de miembros informes bastante parecidos, en grande, a
la carnicería de muñecas, caballos y carromatos que yo organizaba con Clotilde en Chaillot o en la casa de la calle Grange Batelidre.
Mi madre ocultaba el rostro porque hasta el aire estaba infectado.
No pasamos lo suficientemente cerca de esos objetos siniestros
para que yo me pudiese dar cuenta de lo que se trataba y pregunté
por qué habían sembrado allí tantos andrajos. Al fin, la rueda pisó
algo que se rompió con un chasquido extraño. Mi madre me retuvo en el fondo de la carreta para impedirme mirar: era un cadáver.
Después vi varios esparcidos por el camino, pero me encontraba
tan enferma que no recuerdo haberme sentido muy impresionada
por esos horribles espectáculos.
Con la fiebre, experimenté en seguida otro sufrimiento ajeno a los desórdenes de la vida y que los soldados enfermos con
los cuales viajábamos, también sentían: se trataba del hambre,
un hambre excesiva, enfermiza, casi animal. Esas pobres gentes, que tantos cuidados y solicitudes habían tenido para con
nosotras, me habían contagiado un mal que explica ese fenómeno y que cualquier ama de casa un poco melindrosa no habrá
podido evitar en su infancia. Pero la vida tiene sus vueltas y
cuando mi madre se desesperaba al ver a mi pequeño hermano y
a mí en ese estado, los soldados y las cantineras le decían riendo:
«¡Bah!, señora, no es nada; se trata de un certificado de salud
para toda la vida.»
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HISTORIA DE MI VIDA
La sarna, puesto que es preciso llamarla por su nombre, había comenzado conmigo, se extendió a mi hermano, después pasó
a mi madre y a otras personas, a quienes llevamos este triste
fruto de la guerra y de la miseria, afortunadamente debilitada en
nosotros por los cuidados extremos y la pureza de sangre.
En pocos días, nuestra suerte había cambiado por completo. Ya no estaba el palacio de Madrid, los lechos dorados, los
tapices de oriente y las cortinas de seda; ahora se trataba de
carretas inmundas, de pueblos incendiados, de ciudades bombardeadas, de caminos cubiertos de muertos, de brechas en las
que buscábamos encontrar una cota de agua para calmar una
sed abrasadora y en donde se veían surgir de repente coágulos
de sangre. Sobre todo, dominaban un hambre horrible y una
disentería cada vez más amenazadoras.
Mi madre soportaba todo eso con un gran coraje, pero no
podía vencer el asco que le inspiraban las cebollas crudas, los
limones verdes y las semillas de girasol, con las que yo me contentaba sin repugnancia; por otro lado, ¡qué alimentos para una
mujer que daba el pecho a un recién nacido!
Atravesamos un campo francés, no sé cuál, y a la entrada de
una tienda vimos a un grupo de soldados que comían una sopa
con gran apetito. Mi madre me colocó en medio de ellos, rogándoles que me dejaran comer un poco. Esa gente valiente me
colocó inmediatamente entre ellos y me hicieron comer todo lo
que quise, sonriendo tiernamente. La sopa me pareció excelente
y cuando ya había comido un poco, un soldado le dijo a mi madre dudando: «Le daríamos a usted también, pero a lo mejor no
le gusta, porque el sabores un poco fuerte.» Mi madre se acercó
y miró dentro de la olla. Con el pan y sobre el caldo grasoso,
flotaban restos extraños... Se trataba de una sopa de cabos de
vela.
Me acuerdo de Burgos y de una ciudad (esa u otra) en la que
las aventuras del Cid estaban pintadas al fresco en las murallas.
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Recuerdo también una magnífica catedral en la que los hombres
del pueblo ponían una rodilla en el suelo para orar, el sombrero
sobre la otra y una pequeña estera redonda para no tocar el suelo. Asimismo, me acuerdo de Vitoria y de una criada cuyos largos cabellos negros llenos de piojos flotaban sobre su espalda.
Estuve un día o dos bastante mejor en la frontera de España. El
tiempo había refrescado, la fiebre y la miseria habían concluido.
Mi padre se encontraba decididamente entre nosotras. Habíamos vuelto a conseguir la calesa para terminar el viaje, les albergues eran limpios y había camas y todo tipo de alimentos de los
cuales nos habíamos privado desde hacía bastante tiempo, porque me pareció todo, una novedad, entre otras cosas los pasteles
y los quesos. Mi madre me aseó en Fuenterrabía y sentí un placer
enorme al poder tomar un baño. Me cuidaba a su manera y al
salir del baño me embadurnaba con azufre de la cabeza a los
pies y después me hacía tragar unas pastillas de azufre mezclado
con manteca y azúcar. Ese sabor y olor que me obsesionaron
durante dos meses me han dejado una gran repugnancia para
todo lo que me los hace recordar.
Encontramos algunas personas conocidas en la frontera,
porque recuerdo un gran almuerzo y algunas delicadezas que me
aburrieron mucho. Había vuelto a recuperar mis facultades y mi
gusto par los objetos exteriores. No sé par qué mi madre tuvo la
idea de volver en barco a Bordeaux. Tal vez estaba cansada por
la fatiga del viaje en coche; tal vez se imaginaba, obediente a su
instinto, que el aire del mar ahuyentaría de sus hijos y de ella
misma el veneno de la pobre España.
Parece ser que el tiempo era bueno y el océano estaba tranquilo, porque era una nueva imprudencia el arriesgarse en chalupa par las costas de Gascuña, en ese golfo de Vizcaya tan agitado siempre. Cualquiera que fuese el motivo, el caso es que se
alquiló una chalupa, se embarcó a la calesa y partimos como
para una salida de placer. No sé en dónde nos embarcamos ni
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HISTORIA DE MI VIDA
qué gentes nos acompañaron hasta la orilla prodigándonos grandes cuidados. Me dieron un gran ramo de rosas, que guardé durante todo el tiempo de la travesía para protegerme del olor al
azufre.
No sé cuanto tiempo tardamos en separarnos de la orilla;
volví a caer en mi sopor letárgico y la travesía no me dejó otros
recuerdos que los de la partida y los de la llegada. En el momento en que nos acercábamos, un golpe de viento nos alejó de la
orilla y vi al piloto y a sus dos ayudantes dominados por una
gran ansiedad. Mi madre volvió a tener miedo y mi padre se
puso a maniobrar: pero como habíamos entrado al fin en la
Gironde, chocamos con una roca y el agua comenzó a entrar en
la barca. Nos dirijimos precipitadamente hacia la orilla, pero el
casco se llenaba continuamente y la chalupa se iba hundiendo
de una manera visible. Mi madre, protegiéndonos, había entrado
en la calesa; mi padre trataba de tranquilizarla decidiéndole que
teníamos tiempo suficiente para abordar antes de que nos hundiéramos. Sin embargo, el puente comenzó a mojarse y mi padre
se quitó su abrigo y preparó un chal para atar a sus dos hijos
sobre su espalda: «Quédate tranquila –le decía a mi madre–, te
tomaré con un brazo, nadaré con el otro y los salvaré a los tres.»
Al fin, tocamos tierra, o más bien, un gran muro de piedras
secas.
A nuestra llegada, varios hombres salieron para socorrernos.
Oportunísimamente, porque la calesa se hundía también con la
chalupa, mientras nos proporcionaban una escala. No sé lo que
hicieron para salvar la embarcación; lo cierto es que lo lograron.
La operación duró varias horas, durante las cuales mi madre no
quiso abandonar la orilla; porque mi padre, después de habernos
puesto a buen recaudo, había vuelto a bajar a la chalupa para
tratar de salvar nuestras cosas, el coche y la embarcación. Me
sorprendió mucho su coraje, su rapidez y su fuerza. A pesar de la
experiencia de vecinos y marineros, todos admiraron la diligen-
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cia y la resolución del joven oficial que después de haber salvado a su familia, no quiso abandonar al patrón en el salvamento
de su barca y que dirigía el pequeño zafarrancho más acertadamente que ellos. Cierto es que su aprendizaje lo había hecho en
el campo de Boulogne; pero en todas las cosas sabía aplicar una
sangre fría y una rara presencia de ánimo. Se servía de su sable
como de un hacha o una cuchilla para cortar y romper, y sentía
por ese sable (probablemente era el sable africano del que hablaba en su última carta) un amor extraordinario. En los primeros
momentos de incertidumbre de nuestro desembarco, mi madre
había tratado de impedirle que descendiera, diciéndole: «¡Eh!,
deja que se vaya todo lo que tenemos al fondo del mar, en vez
de correr el peligro de ahogarte.» Y el le respondió: «Preferiría
correr ese riesgo, antes que abandonar mi sable.»
En efecto, fue la primera cosa que salvó. Mi madre se sentía
muy satisfecha teniendo a su hija al costado y a su hijo en los
brazos. Yo había salvado mi ramo de rosas con el mismo amor
que mi padre había puesto para salvarnos a todos. Me había cuidado de no perderlo al salir de la calesa media sumergida y al
subir por la escala de salvamento; mi sentimiento hacia las rosas
era como el de mi padre hacia su sable.
No recuerdo haber sentido el menor temor durante lo ocurrido. El miedo puede ser de dos clases. Hay uno que depende
del temperamento, otro de la imaginación. No conocí jamás el
primero; estaba dotada de una sangre fría muy parecida a la de
mi padre. Estas palabras, «sangre fría», explican claramente cierta tranquilidad o disposición física, por la que no debemos envanecernos. El terror derivado de una excitación malsana de la
imaginación, que no tiene por alimento otra cosa que fantasmas,
me obsesionó durante toda mi infancia. Pero cuando la edad y la
razón disiparon esas quimeras, encontré el equilibrio de mis facultades y no conocí jamás ningún tipo de miedo.
Llegamos a Nohant en los últimos días de agosto. Me había
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vuelto la fiebre y ya no tenía hambre. La sarna progresaba, una
pequeña criada española que habíamos tomado en el camino y
que se llamaba Cecilia, comenzó también a volver a sentir los
efectos del contagio y me tocaba con mucha repugnancia. Mi
madre ya estaba casi curada, pero mi pobre hermano, a quien ya
no le salían ni costras, estaba todavía más enfermo y débil que
yo. Eramos dos masas inertes sofocadas, sin conciencia para lo
que pasó a nuestro alrededor después del naufragio de la Gironde.
Recuperé el sentido el entrar en el patio de Nohant.
No era tan bello, seguramente, como el del palacio de Madrid, pero me hizo la misma impresión; de tal manera se impone
una casa grande sobre los niños educados en pequeñas alcobas.
No era la primera vez que yo veía a mi abuela, pero no la
recuerdo antes de ese día. Me pareció muy grande, a pesar de
que no tenía más de cinco pies y su figura blanca y rosada, su
aire imponente, su invariable traje compuesto de un vestido de
seda pardo de talle largo y mangas pegadas que ella no había
querido modificar según las exigencias de la moda del imperio,
así como su peluca rubia y rizada en la frente, su pequeña cofia
redonda con un borde de puntilla en el medio, me la mostraron
como un ser aparte que no se parecía en nada a lo que yo había
visto y conocido.
Era la primera vez que mi madre y yo éramos recibidas en
Nohant. Después que mi abuela abrazó a mi padre, intentó abrazar a su nuera, pero ésta se lo impidió, diciéndole: «¡Ah!, querida
mamá, no me toques a mí ni a estos pobres niños. No puedes
figurarte las miserias que hemos pasado; estamos todos enfermos.»
Mi padre, que era siempre optimista, se puso a reir y pendiéndome en brazos de mi abuela, dijo:
–La pequeña erupción de los niños se convierte para la imaginativa Sophie, un poco alterada, nada menos que en sarna.
–Sarnosa o no –dijo mi abuela abrazándome contra su cora-
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zón, yo me encargo de ésta–. Veo bien que los niños están enfermos; los dos tienen una fiebre muy alta. Hija mía, vete a reposar
rápidamente con el pequeño. Hiciste una campaña superior a
cualquier fuerza humana; yo curaré y cuidaré a la pequeña. Dos
niños, son mucho para el estado en que te encuentras.
Me llevó a su habitación y sin ninguna prevención por el
estado horrible en que me encontraba, esta excelente mujer, delicadísima, por otra parte, me depositó sobre su cama. Este lecho y esta habitación, todavía frescos en aquella época, me hicieron el efecto de un paraíso. Los muros estaban tapizados con
telas estampadas de Persia; todos los muebles eran del tiempo
de Luis XV. La cama redonda con grandes penachos en sus esquinas, tenía cortinas dobles y muchos adornos, almohadas y
detalles cuyo lujo me pasmó. No me atrevía a instalarme en un
lugar tan bello, pues me daba cuenta de la repulsión que debía
inspirar y ya había tenido oportunidad de sentirme humillada.
Pero me la hicieron olvidar con los cuidados y las caricias que
me prodigaron. La primera figura que vi después de la de mi
abuela fue la de un grueso muchacho de nueve años, que entró
con un enorme ramo de flores y que me lo tiró a la cara con
intenciones amigables y alegres. Mi abuela me dijo:
–Es Hippolyte, abrazaos hijos míos.
Nos abrazamos sin preguntar nada y pasé muchos años con
él sin saber que era mi hermano. Era un hijo del amor...
Mi padre lo agarró del brazo y lo condujo hasta mi madre,
quien lo abrazó, lo encontró muy bien y le dijo:
–Y bien, es mío también, así como Carolina es tuya.
Y fuimos educados juntos; unas veces bajo la vigilancia de
mis padres, otras bajo la de mi abuela.
Deschartes se me apareció también ese día por primera vez.
Llevaba unas calzas cortas, medias blancas, polainas, una chaqueta marrón a cuadros muy larga y una gorra. Me vino a examinar gravemente y como era muy buen médico, hizo falta que le
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creyeran cuando declaró que yo tenía evidentemente sarna. Pero
la enfermedad había perdido en intensidad y mi fiebre sólo era
debida a un gran exceso de fatiga. Recomendó a mis padres que
negaran el que nosotros tuviéramos sarna, con el propósito de
que el miedo y la consternación no inundasen la casa. Declaró
delante de los criados que se trataba de una inocente erupción y
ésta sólo se extendió hacia otros dos niños, quienes, cuidados y
vigilados a tiempo, sanaron rápidamente desconociendo el mal
que los había atacado.
Al cabo de dos horas de reposo en el lecho de mi abuela, en
esa habitación fresca y aireada en la cual ya no oía el horrible
bisbiseo de los mosquitos españoles, me sentí tan bien que me
fui a correr al jardín con Hippolyte. Recuerdo que él no me daba
la mano con una solicitud exagerada, creyendo que a cada paso
que yo daba iría a caerme; yo estaba un poco humillada al ser
considerada tan pequeña y pronto le demostré que yo era un
chico muy resuelto. Esto le gustó y me inició en varios juegos
muy agradables, entre otros al de hacer pasteles de tierra. Agarrábamos arena fina o barro que sumergíamos en agua y que
modelábamos, después de haberlo endurecido bastante, dándole la forma de pasteles. En seguida él los llevaba furtivamente al
horno y como era muy pícaro, gozaba con la cólera de los criados, quienes al ir a retirar el pan y las tortas, juraban y nos tiraban los extraños guisos cocidos en su punto.
Yo no había sido nunca maliciosa, porque naturalmente no
era nada avispada. Fantástica e imperiosa, si, porque fui muy
mimada por mi padre. Pero no pensaba jamás premeditada o
disimuladamente sobre nada. Hippolyte se dio cuenta rápidamente de mi debilidad y para castigarme por mis caprichos y mis
cóleras, se puso a burlarse de mi con crueldad. Me quitaba mis
muñecas y las enterraba en el jardín, después colocaba una pequeña cruz y me las hacía desenterrar. Las colgaba de las ramas
de los árboles con la cabeza hacia abajo y les sometía a miles de
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vejaciones, siendo yo tan simple como para tomarlos en serio y
llorar verdaderamente. Confieso que lo detesté a veces: pero jamás he sido capaz de guardar rencor y cuando él me venía a
buscar para jugar, no sabía resistirme.
El hermoso jardín y los aires de Nohant me devolvieron
pronto la salud. Mi madre me llenaba de azufre, y yo me sometía
al tratamiento porque ella tenía sobre mí un ascendente persuasivo absoluto. Y sin embargo, yo odiaba el azufre y le decía que
me cerrara los ojos y me apretara la nariz para poder tragarlo.
Para sacarme después ese sabor de encima, buscaba los más ácidos alimentos y mi madre, que tenía toda una medicina instintiva o prejuiciosa en la cabeza, creía que los niños adivinan lo que
les conviene. Viendo que yo siempre estaba royendo frutos verdes, me dio limones y tanto me gustaban y necesitaba, que los
comía con piel y pipas, como si hubieran sido fresas. Mi hambre
había cesado y durante cinco o seis días me alimenté exclusivamente de limones. Mi abuela se asustaba del extraño régimen,
pero esa vez, Deschartes, observándome con atención y viendo
que yo iba cada vez mejor, pensó que la naturaleza me había
hecho adivinar efectivamente lo que podía salvar.
Es cierto que me curé en seguida y que jamás he vuelto a
estar enferma. No sé si la sarna es, en efecto, como nuestros
soldados dicen, un certificado de salud, pero lo que es cierto es
que durante toda mi vida he podido curar enfermedades contagiosas y hasta a pobres sarnosos que nadie quería tocar, sin que
yo me haya contagiado nunca. Creo que hasta podría curar impunemente leprosos y pienso que las enfermedades son algo
bueno, al menos moralmente, porque siempre que he visto miserias física he podido vencer en mi el asco. Esta repugnancia ha
sido siempre violenta y a menudo he estado muy cerca del desmayo al contemplar las plagas y algunas operaciones, pero siempre me he puesto a pensar en esos momentos en mi sarna y en el
primer beso de mi abuela, y verdaderamente he llegado a la con-
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clusión de que la voluntad y la fe pueden dominar a los sentidos.
Pero mientras yo me reponía, mi pobre hermano Louis empeoraba. La sarna había desaparecido, pero la fiebre lo consumía. Estaba lívido y sus pobres ojos apagados tenían una expresión de tristeza indecible. Comenzé a amarlo al verlo sufrir. Hasta ese momento no le había prestado mayor atención, pero cuando lo veía acostado sobre las rodillas de mi madre, tan desfalleciente y tan débil que ella apenas se atrevía a tocarlo, yo me
entristecía junto con mi madre y comprendía vagamente la inquietud, cosa no muy de niños.
Mi madre se reprochaba el desfallecimiento de su hijo. Creía
que su leche era un veneno y se esforzaba por recuperar su salud
para dársela. Pasaba todos sus días al aire libre, con el niño colocado a la sombra cerca de ella en unos cojines y chales bien
arreglados. Deschartres le aconsejó hacer mucho ejercicio, para
volver a tener apetito y así poder mejorar su leche con los alimentos sanos. Comenzó inmediatamente un pequeño jardín en
un ángulo del gran jardín de Nohant, al pie de un gran peral que
todavía existe. Este árbol tiene una historia tan extraña que podría parecer una novela y que yo ignoré basta mucho tiempos
después.
El 8 de septiembre, un viernes, el pobre y pequeño ciego,
después de haber gemido largo tiempo sobre las rodillas de mi
madre, se enfrió y nada pudo calentarlo. No se movía, vino
Deschartres, se lo sacó a mi madre de sus brazos: estaba muerto.
Corta y tristísima existencia, de la cual, gracias a Dios, él ni siquiera se dio cuenta.
Al día siguiente se lo enterró y mi madre me ocultó sus lágrimas. A Hippolyte se le encargó entretenerme en el jardín durante todo el día. Supe poco de lo que había ocurrido y no comprendí nada más que débil y vagamente lo que ocurría en la casa.
Parece ser que mi padre se sintió vivamente afectado y que al
niño, a pesar de su deformidad, lo quería como a los otros. Por la
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noche, después de las doce, mi madre y mi padre, retirados en su
habitación, lloraban juntos. Entonces ocurrió entre ellos una
escena extraña que mi madre me ha contado con detalles veinte
años más tarde. Escena que yo había contemplado entre sueños.
En su dolor, y con el ánimo sacudido por las reflexiones de mi
abuela, mi padre le dijo a mi madre:
–Este viaje a España ha sido bastante funesto, mi pobre
Sophie. Cuando tu me escribía que querías reunirte conmigo y
yo te suplicaba que no hicieras tal cosa, creías ver en mi infidelidad o en un enfriamiento por mi parte. Yo tenía simplemente el
presentimiento de alguna desgracia. ¿Existía algo más temerario
y más insensato que sortear, embarazada, tantos peligros, privaciones, sufrimientos y terrores? Es un milagro que hayas resistido; es un milagro que Aurore esté viva. Nuestro pobre niño a lo
mejor no hubiese nacido ciego si hubiera nacido en París. El
médico de Madrid me explicó que por la posición del niño en el
seno de su madre, los dos puños cerrados y apoyados contra los
ojos, la larga presión a que estuvo sometido por tu propia posición en el coche, con tu hija sentada a menudo en tus rodillas,
ha impedido necesariamente el desarrollo de los órganos visuales.
–Todo reproche resulta inútil –dijo mi madre–. Estoy desesperada. En cuanto al cirujano, es un mentiroso y un crápula. No
estaba soñando cuando le vi aplastar los ojos del niño.
Hablaron durante largo tiempo de su desgracia y poco a poco,
mi madre se fue exaltando mucho por el insomnio y las lágrimas.
No quería creer que su hijo había muerto por un mal y por la
fatiga; pretendía que en la víspera, todavía estaba en franca mejoría y que había sido atacado por una convulsión nerviosa.
–¡Y ahora –decía llorando– está bajo tierra el pobre hijo!
¡Qué cosa horrible el que os arranquen así lo que amáis y separarse para siempre de un cuerpo infantil al cual, un instante antes, se cuidaba y acariciaba con tanto amor! ¡Os lo roban, lo
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clavan en un cajón, lo arrojan en un agujero, lo cubren de tierra,
como si creyeran que no va a salir! ¡Ah!, ¡es horrible y no debería
haber dejado que me arrancaran así a mi hijo; debería haberlo
guardado, haberlo perfumado!
–Y pensar—dijo mi padre– que muchas veces se entierran
personas que no están muertas! ¡Ah!, ¡encuentro que la costumbre
cristiana de amortajar los cadáveres es lo más salvaje del mundo!
–Los salvajes –dijo mi madre– no pueden compararse con
nosotros. ¿No me has contado tú que extienden a sus muertos
sobre esterillas y que los suspenden disecados de las ramas de
los árboles? Preferiría ver la cuna de mi pequeño hijo muerto
atada a uno de los árboles del jardín, antes que verlo enterrado!
–atreviéndose a preguntar–: ¿Estaría verdaderamente muerto...?
¿Habremos creído agonía una convulsión cualquiera...? ¿No se
habrá equivocado el señor Deschartres...? Porque me lo arrancó,
me impidió que lo frotase y que lo abrigase, diciendo que le estaba apresurando la muerte. ¡Es tan rudo tu Deschartres! ¡Le tengo miedo y no me atrevo a contradecirle! Pero, puede ser un
ignorante que no ha sabido distinguir un letargo de la muerte.
Estoy tan atormentada que me volveré loca... Daría cualquier
cosa por volver a ver a mi niño con vida.
Al principio, mi padre combatió esa idea, pero poco a poco,
lo ganó a él también y mirando su reloj:
–No hay tiempo que perder –dijo–, es preciso que vaya a
buscar al niño; no hagas ruido, no despertemos a nadie, te aseguro que en una hora lo tendrás.
Se levanta, se viste, abre dulcemente las puertas, toma una
pala y corre hacia el cementerio que estaba cerca de nuestra casa
y separado del jardín por un muro; se acerca a la tierra removida
todavía y comienza a cavar. A pesar de la oscuridad mi padre no
había llevado linterna. No pudo ver lo suficiente como para distinguir la tumba que volvía a descubrir y cuando ya la había vaciado por completo, asombrado por lo que había tardado, se dio cuenta
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de que era demasiado grande para ser la de un niño. Era la de un
hombre de nuestra ciudad que se había muerto unos días antes.
Sólo cavando incansablemente, mi padre encontró el pequeño
ataúd. Pero, cuando estaba tratando de retirarlo, se apoyó con fuerza en el cajón del paisano y este ataúd, atraído por el vacío profundo que mi padre habla hecho al lado, se movió hacia adelante,
le golpeó en un hombro y le hizo caer dentro de la fosa. Después,
mi padre dijo a mi madre que por un instante había sentido un
terror y una angustia inexplicables al encontrarse empujado por el
muerto y enviado a la tierra sobre los despojos de su hijo. Era muy
valiente, como ya lo he dicho, y no tenía ningún tipo de superstición. Sin embargo, tuvo un movimiento de terror y la frente se le
inundó de sudor frío. Ocho días después, debía ocupar su lugar al
lado del paisano, en la misma tierra que había profanado para arrancarle el cuerpo de su hijo.
Recuperó rápidamente su sangre fría y disimuló tan bien el
desorden que nadie lo advirtió. Llevó el pequeño ataúd a mi
madre y lo abrió apresuradamente. El pobre niño estaba bien
muerto, pero mí madre se empeño en hacerle ella misma un último arreglo. Se habían aprovechado de su primer abatimiento
para impedírselo. Ahora exaltaba y como reanimada por sus lágrimas, perfumó el pequeño cadáver, lo vistió con su ropa más
linda y lo volvió a colocar en su cuna para entregarse a la dolorosa ilusión de contemplarlo como si estuviera dormido.
Lo contempló así oculta y encerrada en su habitación durante todo el día siguiente, pero a la noche, disipada las esperanzas, mi padre escribió con cuidado el nombre del niño y la fecha
de su nacimiento y de su muerte en un papel que colocó entre
dos vidrios, que cerró con cera caliente.
Estas extrañas precauciones fueron tomadas con una aparente sangre fría, bajo el imperio de un dolor exaltado. Una vez
colocada la inscripción en el ataúd, mi madre cubrió al niño con
hojas de rosa y el cajoncito fue remachado, llevado al jardín, en
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el lugar que mi madre cultivaba ella misma y enterrado al pie del
viejo peral.
Al día siguiente mi madre volvió con ardor a la jardinería y
mi padre la ayudó. Todo el mundo se asombró al verlos dedicados a ese entretenimiento pueril, a pesar de su tristeza. Ellos
solos sabían el secreto de su amor por ese, rincón de tierra. Recuerdo haberlo visto cultivado por ellos durante los pocos días
que separaron el extraño incidente de la muerte de mi padre.
Habían plantado unas hermosas margaritas que florecieron durante más de un mes. Al pie del peral habían levantado un poyo
de césped con un sendero en caracol para que yo pudiese subir y
sentarme. ¡Cuántas veces habrá subido, cuantas habrá jugado y
trabajado sin pensar nunca en que era una tumba! Alrededor,
había bonitas alamedas sinuosas bordeadas con pasto, con macizos de flores y con bancos; era un jardín pequeño, pero completo, creado como por arte de magia, por mi padre, mi madre,
Hippolyte y yo, trabajando sin cesar durante cinco o seis días,
los –últimos de la vida de mi padre, los más tranquilos seguramente que él viviera y los más tiernos en su melancolía. Recuerdos que él traía sin parar tierra y pasto en carretillas y que cuando se iba a buscar sus fardos, nos ponía a Hippolyte y a mi sobre
ellas, gozando al contemplarnos y conduciéndonos, para vernos
gritar o reír, según fuese nuestro humor del momento.
Quince años más tarde mi marido hizo cambiar la disposición general de nuestro jardín. El pequeño jardín de mi madre
había desaparecido ya desde hacía tiempo. Fue abandonado durante mi estancia en el convento y en él habían plantado higueras. El peral había crecido y fue cuestión de sacarlo porque entraba un poco en un paseo cuyo trayecto no se podía cambiar. Se
cavó el paseo y un macizo de flores figuró sobre la sepultura del
niño. Cuando la alameda se terminó, bastante tiempo después,
el jardinero dijo un día con un aire misterioso, a mi marido y a
mi, que deberíamos hacer respetar aquel árbol. Tenía ganas de
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hablar y no tardó mucho en decirnos el secreto que había descubierto. Algunos años atrás, al plantar las higueras, su azadón se
había clavado en un pequeño ataúd. Había separado la tierra,
mirado y abierto. Había encontrado los huesos de un niño pequeño. Al principio, habla creído que allí se debía haber ocultado un infanticidio, pero había encontrado el cartón escrito intacto entre los dos vidrios y había leído los nombres del pobre Louis
y las fechas tan cercanas de su nacimiento y de su muerte. No
había comprendido, devoto y supersticioso, por qué extraña manía
habían robado de la tierra consagrada el cuerpo que él había
visto llevar al cementerio, pero al fin, había respetado el secreto;
se había limitado a contárselo a mi abuela y nos lo decía ahora a
nosotros para que le dijéramos lo que pensábamos. Nosotros
juzgamos que no había nada que hacer. Llevar otra vez los huesos al cementerio hubiera sido descubrir un hecho que nadie
hubiese comprendido y que, bajo la restauración, podría haber
sido explotado contra mi familia por los curas. Mi madre vivía y
su secreto debía ser guardado y respetado. Mi madre me ha contado todo después y le pareció muy bien que los huesos no se
hubieran retirado de su segunda sepultura.
El niño se quedó, pues, debajo del peral y éste todavía existe. Es muy bello y en primavera deja caer infinidad de flores
rosadas sobre la sepultura ignorada. No veo hoy ningún inconveniente para dejar de hablar de ello. Las flores primaverales le
tejen una sombra menos siniestra que los cipreses de las tumbas.
La hierba y las flores son el verdadero mausoleo de los niños y
yo detesto los monumentos y las inscripciones; he heredado esto
de mi abuela, que jamás quiso para su querido hijo, ningún monumento, diciendo con razón que los grandes dolores no tienen
expresión y que los árboles y las flores son los únicos adornos
que no irritan al pensamiento.
Me queda todavía por contar cosas bastante tristes y que a
pesar de que no afectaron mis facultades limitadas de niña por el
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
dolor, las he tenido siempre tan presentes entre los recuerdos y
pensamientos de mi familia, que he sentido el contragolpe durante toda mi vida.
Cuando el pequeño jardín mortuorio quedó terminado dos
días antes de su muerte, mi padre le pidió a mi abuela que consintiera en derribar los muros que rodeaban al grande y cuando
ella consintió, él se puso manos a la obra a la cabeza de los
obreros. Todavía lo veo en medio del polvo, un pico de hierro en
la mano, haciendo caer los viejos muros que se desmoronaban a
pesar y casi por sí mismos con un ruido que me aterrorizaba.
Pero los obreros terminaron la obra sin él. El viernes, 17 de
septiembre, montó en su terrible caballo para ira visitar a nuestros amigos de La Châtre. Comió y pasó la tarde con ellos. Se
dieron cuenta de que se esforzaba un poco por estar alegre como
de costumbre y que, por momentos, estaba sombrío y como preocupado. La reciente muerte de su hijo le volvía al pensamiento
y hacía generosamente lo posible por no comunicar su tristeza a
sus amigos. Se trataba de los mismos con los que había jugado
bajo el directorio a «Policías y ladrones». Cenaba con el señor y
la señora Duvernet.
Mi madre estaba siempre celosa, sobre todo, como suele
ocurrir en esta clase de enfermos, de aquellas personas que no
conocía. Se sintió muy decepcionada al no verlo volver temprano, como le había prometido y demostró ingenuamente su pena
a mi abuela. Ya le había confesado esa debilidad y mi abuela la
había ya razonado. Mi abuela no había conocido las pasiones, y
los temores de mi madre le parecían muy tontos. Sin embargo,
ella debió haberlos compartido un poco, puesto que en su amor
maternal había sido bastante celosa; pero le hablaba a su impetuosa nuera tan gravemente, que ésta se sentía a menudo
acoquinada. La regañaba también, siempre de una manera dulce
y medida, pero con una cierta frialdad que la humillaba y la reducía sin herirla.
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Esa noche, la reprendió diciéndole que si atormentaba así a
Maurice, Maurice se alejaría de ella y buscaría con seguridad
fuera de su hogar, la felicidad que ella no le proporcionaba. Mi
madre lloró y después de pensarlo se sometió y prometió acostarse tranquilamente, no ir a buscar a su marido al camino y de,
no enfermarse con sus celos, ya que había estado tan mal por la
fatiga y la pena. Todavía tenía mucha leche, pedía, en medio de
sus agitaciones morales, caer enferma, sufrir algún accidente que
la privaría de un sólo golpe de la belleza y las apariencias de la
juventud. Esta última consideración la asustó e hizo reflexionar
más que toda la filosofía de mi abuela. Cedió al argumento. Quería
estar bella para gustarle a su marido. Se acostó y se durmió como
una persona razonable. ¡Pobre mujer, qué despertar le esperaba!
Hacia la medianoche, mi abuela comenzó, sin embargo, a
inquietarse sin decirle nada a Deschartres, con el que prolongaba su partida de piquet, pues quería abrazar a su hijo antes de
irse a dormir. Al fin, sonaron las doce y ella ya estaba retirada en
sus habitaciones, cuando le pareció escuchar un movimiento
inusitado en la casa. Obraban con precaución y Deschartres, a
quien lo había llamado Saint-Jean, salió haciendo el menor ruido posible; pero algunas puertas abiertas, un cierto desconcierto
en la doncella que había llamado a Deschartres sin saber de que
se trataba, el rostro de Saint-Jean presintiendo alguna cosa grave, y más aun que todo eso, la inquietud ya experimentada, precipitaron el espanto de mi abuela. La noche era oscura y lluviosa
y ya he dicho que mi abuela, aunque de una hermosa y fuerte
constitución, ya por una debilidad natural en las piernas, ya por
una pereza excesiva en su primera educación, no había podido
jamás caminar, sino una sola vez en su vida, para ir a sorprender
a su hijo en Passy cuando salió de la prisión. Volvió a caminar
por segunda vez el 17 de septiembre de 1808. Fue para recoger
su cadáver en un lugar de la casa, en la entrada de La Châtre.
Partió sola, en zapatillas, sin chal, como se encontraba en ese
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
momento. Como ya había pasado un poco de tiempo antes de
que ella se diera cuenta de la agitación que cundía en la casa,
Deschartres había llegado antes que ella. Cerca de mi pobre padre, había constatado su muerte.
He aquí cómo ocurrió el accidente funesto:
Al salir de la ciudad, a cien pasos del puente de la entrada, el
camino hace un ángulo. En ese lugar, en el decimotercero álamo, habían dejado ese día un montón de piedras y desechos. Mi
padre se había lanzado al galope al dejar el puente. Montaba al
fatal Leopardo. Weber, también a caballo, le seguía diez pasos
atrás. Al volver el camino, el caballo de mi padre chocó con el
montón de piedras en la oscuridad. No se cayó, pero asustado y
estimulado sin duda por la espuela, se levantó con un movimiento de tal violencia, que el caballero fue despedido y cayó
diez pies más atrás. Weber sólo escuchó estas palabras: « ¡A mi,
Weber! ... ¡Soy hombre muerto!» Encontró a su amo echado sobre la espalda. No tenía ninguna herida aparente; pero se había
roto las vértebras del cuello, ya no existía. Creo que lo llevaron a
la posada cercana y que los socorros le llegaron rápidamente de
la ciudad, mientras que Weber, poseído de un tremendo terror,
había ido a buscar galopando a Deschartres. No era ya necesario; mi padre no tuvo tiempo ni para sufrir. Sólo había tenido lo
suficiente para darse cuenta de la muerte súbita e implacable
que llegaba para llevárselo en el momento en que su carrera militar se le ofrecía, brillante y sin obstáculos; o, después de una
lucha de ocho años, su madre, su mujer y sus hijos al fin aceptados entre si y reunidos bajo el mismo techo, el combate terrible
y doloroso de sus efectos iba a terminar para permitirle ser feliz.
En el lugar fatal, término de su carrera desesperada, mi pobre abuela cayó como desmayada sobre el cuerpo de su hijo.
Saint–Jean se había ya encargado de colocar los caballos en la
berlina y llegó para colocar en ella a Deschartres, el cadáver y a
mi abuela, quien no quería separarse de él. Deschartres fue el
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que me contó todo esto, toda esa noche de desesperación, porque mi abuela jamás habló de ella. Me dijo que todo lo que el
alma humana puede sufrir sin romperse, lo había sufrido él durante el trayecto en el que la madre, volteada sobre el cuerpo de
su hijo, no escuchaba otra cosa que un gemido agónico.
No sé exactamente lo que pasó en el momento en que mi
madre se enteró de la espantosa nueva. Eran las seis de la mañana y yo ya estaba levantada; mi madre se estaba colocando una
falda y una camisa blanca y se peinaba. Todavía la veo en el
momento en que Deschartres entró en su habitación sin llamar,
con el rostro pálido y descompuesto.
¡Maurice! Gritó mi madre. ¿Dónde está Maurice?
Deschartres no lloró. Tenía los dientes apretados, sólo podía pronunciar algunas palabras entrecortadas:
–Se ha caído..., si., es grave, muy grave...
Al fin, haciendo un esfuerzo que pudo parecerse a una crueldad brutal, pero que era y resultó algo completamente independiente de la reflexión, dijo con un acento que jamás olvidaré:
–¡Está muerto!
Después tuvo como una especie de risa convulsa, se sentó y
se deshizo en lágrimas.
Veo todavía el lugar de la habitación en el que nos encontrábamos. Es la misma que actualmente ocupo y en la que escribo
el relato de esta historia lamentable. Mi madre cayó sobre una
silla detrás de la cama. Veo su figura lívida, sus largos cabellos
negros esparcidos sobre su pecho, sus brazos desnudos que yo
cubría de besos; escucho sus gritos desgarradores. Estaba sorda
a los míos y no se daba cuenta de mis caricias. Deschartres le
dijo:
–Reparad en la niña y vivid para ella.
Ya no sé lo que pasó. Sin duda los gritos y las lágrimas me
habrán agotado en seguida. La infancia no tiene capacidad de
sufrimiento. El exceso del dolor y del espanto me aplacó y me
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
privó de sentir y vivir lo que pasaba a mi alrededor. No vuelvo a
recordar sino varios días después, cuando me pusieron los vestidos del duelo. El negro me impresionó vivamente. Lloré para
someterme y eso que ya había llevado el vestido y el velo negro
de las españolas. Pero jamás había usado medias negras, porque
éstas me causaron un terror enorme. Creía que me estaban colocando las piernas de un muerto y fue preciso que mi madre me
mostrara las que ella usaba también. Aquel día, vi a mi abuela,
Deschartres, Hippolyte y a toda la casa de luto. Me tuvieron que
explicar que era por la muerte de mi padre y entonces le dije a mi
madre una frase que le hirió en exceso: «Mi papá –le dije– se ha
muerto hoy»
Y, sin embargo, ya había comprendido la muerte, pero aparentemente no la creía eterna. No podía hacerme a la idea de
una separación absoluta y poco a poco volví a retomar mis juegos y mi alegría con la inconsciencia de mi edad. De tiempo en
tiempo, viendo a mi madre llorar, la interrumpía para decirle
tonterías inocentes que la herían: «Pero cuando mi papá haya
terminado de estar muerto, ¡volverá a verte!». La pobre mujer no
quería desengañarme por completo. Me decía solamente que
estaríamos mucho tiempo esperándolo y les prohibía a los criados que me explicaran algo. Tenía un alto respeto por la infancia, que a veces se deja de lado en las educaciones más completas y sabias.
La casa estaba sumergida en una tristeza lánguida y la ciudad también, porque todo aquel que había conocido a mi padre
lo había amado. Su muerte constituyó una gran consternación
en el país y las gentes que no lo conocía nada más que de vista se
mostraron vivamente afectadas por la catástrofe.
Hippolyte se sintió estremecido por un espectáculo que no
le habían evitado con el cuidado que a mi. Tenía ya nueve años
y todavía no sabía que su padre era también el mío. Tuvo mucha
pena, pero ante su tristeza la imagen de la muerte se mezcló con
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una especie de terror y no hacía otra cosa que llorar y gritar durante la noche. Los criados, confundiendo sus supersticiones y
su pena, pretendían haber visto a mi padre paseándose por la
casa después de su muerte. La vieja mujer de Saint–Jean afirmaba con testarudez haberlo visto a medianoche atravesar el corredor y bajar por la escalera. Llevaba su uniforme, seguía diciendo, y caminaba lentamente sin parecer darse cuenta de nada
ni de nadie. Había pasado cerca de ella sin mirarla ni hablarla.
Otro lo había visto en la antecámara de las habitaciones de mi
madre. Por aquel entonces era una gran sala desnuda, destinada
para un billar y en la cual sólo había una mesa y algunas sillas. Al
atravesar esta habitación una noche, una criada lo había visto
sentado, los codos apoyados sobre la mesa y la cabeza entre las
manos. Lo cierto es que algún criado ladrón ensayó aterrorizar a
nuestra gente, porque un fantasma blanco erró por el patio durante varias noches. Cuando Hippolyte lo vio se puso enfermo
de miedo. Deschartres lo vio también y lo amenazó con un fusil:
no volvió más.
Felizmente para mí, fui lo suficientemente vigilada como
para no enterarme de semejantes tonterías y la muerte no se me
presentó todavía bajo el aspecto horroroso que tiene para ciertas mentes supersticiosas. Mi abuela me separó durante algunos
días de Hippolyte, que perdía la cabeza y que por otra parte era
para mi un camarada demasiado impetuoso. Pero pronto se inquietó al verme demasiado sola y con una especie de satisfacción pasiva con la que yo estaba muy tranquila ante sus ojos y
sumergida en mis ensueños que eran además una necesidad para
mi y que ella no podía explicarse nunca. Parece ser que me quedaba horas enteras sentada en un taburete a los pies de mi madre
o a los de mi abuela, sin decir nada, colgándome los brazos, los
ojos fijos, la boca entreabierta y que por momento parecía idiota.
–Siempre la he visto así –decía mi madre—; es su naturale-
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
za; no es tontería. Estoy segura que siempre está rumiando algo.
En otros tiempos hablaba como soñando, ahora no dice ya nada,
pero, como decía su pobre padre, no por ello piensa menos.
–Es probable –respondía mi abuela–, pero no es bueno que
los niños sueñen tanto. He visto también así a su padre cuando
era niño, cayendo en una especie de éxtasis; después de eso tuvo
una enfermedad depresiva. Es preciso que esta pequeña esté
distraída y sacudida a pesar de ella. Nuestras penas la harán morir
sin darnos cuenta; persisten en ella, aunque no lo advierta. Hija
mía, tienes que distraerte tú también, aunque sólo sea físicamente. Eres naturalmente robusta, el ejercicio te es necesario.
Hace falta que vuelvas a comenzar tu trabajo de jardinería, la
niña le tomará el gusto con nosotras.
se encontraba con ella, olvidaba el mal que acababa de hacerle y
le demostraba una confianza y una simpatía de las cuales he sido
mil veces testigo y que no eran falsas, porque mi abuela era la
persona más franca sincera y leal que yo he conocido. Pero a
pesar de lo seria y fría que parecía, era impresionable; tenía necesidad de ser amada y las menores atenciones la volvían sensible y atenta.
Cuantas veces la he, escuchado decir, hablando de mi madre:
–Tiene grandeza de carácter. Es encantadora. Tiene una
apostura perfecta. Es generosa y daría su camisa a los pobres. Es
liberal como una gran dama y simple como una niña.
Pero, en otros momentos, acordándose de todos los celos
maternales y sintiéndolos vivos en el objeto que los había causado, decía:
–Es un demonio, lo dominaba. Es una lora. Jamás amó a mi
hijo; lo hacía infeliz. No lo extraña.
Y mil quejas infundadas que la consolaban de una secreta e
incurable amargura.
Mi madre reaccionaba de la misma manera. Cuando el tiempo era cordial entre ellas, decía:
–Es una mujer superior. Todavía es bella como un ángel;
sabe mucho. Es tan dulce y tan educada que una nunca se puede
enfadar con ella y si alguna vez os dice algo que os sienta mal, en
el momento en que montéis en cólera, os dice otra que os impulsa a abrazarla. Si pudiera librársela de sus viejas condesas sería
adorable.
Pero cuando la tempestad rugía en el alma impetuosa de mi
madre, todo era distinto. La vieja suegra era una mojigata y una
hipócrita. Estaba seca y no tenía piedad. Era presa de las ideas
del antiguo régimen, etc. Y, entonces, desgraciadas las viejas
amigas que habían sido la causa de un altercado doméstico con
sus propósitos y reflexiones! Las viejas condesas eran las bestias
del apocalipsis para mi madre, y las retrataba de la cabeza a los
***
Para dar una idea exacta de la comunicación que se estableció entre mi madre y mi abuela después de la muerte de mi padre, debo decir que la especie de antipatía natural que sentían
entre ellas no fue jamás ni medio vencida, o mejor, fue vencida
enteramente a intervalos, seguidos de reacciones vivísimas. De
lejos, siempre se odiaban y no podían evitar hablar mal la una de
la otra. De cerca, no podía evitar quejarse juntas, porque cada
una poseía un encanto poderoso, opuesto en todo a su enemigo.
Procedía la aversión, del fondo de justicia y de rectitud que cada
una poseía y de su gran inteligencia, que no les permitía desconocer lo que tenían ambas de bueno. Los prejuicios de mi abuela
no eran tanto suyos, como de los que la rodeaban. Tenía una
gran debilidad por ciertas personas y compartía con ellas unas
opiniones que en el fondo de su alma no compartía. Así, delante
de sus viejas amigas, dejaba a mi madre ausente presa de sus
anatemas y parecía querer justificarse por haberla acogido en su
intimidad y haberla tratado como una hija. Y después, cuando
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GEORGE SAND
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pies con una gracia y una causticidad que hacían reir inclusive a
mi abuela.
Deschartres, preciso es decirlo, era el principal obstáculo en
su completo encuentro. No pudo jamás tomar partido y no dejaba pasar ocasión para reavivar los viejos y pasados dolores. Era
su destino. Siempre fue rudo y desobediente ante los seres que
amaba. Cómo no lo iba a serlo con los que odiaba? No perdonaba a mi madre haber separado de él a su querido Maurice, con la
influencia maléfica que le atribuía. La contradecía y trataba de
molestarla a propósito; después, se arrepentía y se esforzaba en
reparar sus groserías con atenciones tontas y ridículas. A veces
parecía estar enamorado de ella. ¿Y quién sabe si no lo estaba
...? ¡El corazón humano es tan extraño y los hombres austeros
tan inflamables! Pero, hubiera sido capaz de devorar a cualquiera que se lo hubiera dicho. Pretendía estar por encima de cualquier debilidad humana. Además, mi madre recibía tan mal sus
atenciones expiatorias y le hacía arrepentirse de sus malas intenciones con unas chanzas tan crueles, que el viejo odio volvía
siempre, aumentado con el incentivo de las nuevas luchas.
Cuando parecía que los dos congeniaban y que Deschartres
hacía todos los esfuerzos posibles para ser menos ramplón, él
ensayaba y trataba de ser encantador y gentil, y ¡sólo Dios sabe
cómo se las arreglaba el pobre hombre! Entonces mi madre se
burlaba de él con tanta malicia y gracia que él perdía la cabeza,
se volvía brutal, hiriente y mi abuela se veía obligada a hacerlo
sufrir y a mandarlo callar.
Jugaban los tres a las cartas todas las noches y Deschartres,
que pretendía conocer muy bien todo tipo de juegos y que jugaba, sin embargo, mal, perdía siempre. Recuerdos que una noche,
exasperado por haber sido ganado por mi madre varias veces,
quien nunca calculaba nada, pero que, por instinto y por inspiración siempre era feliz, se levantó presa de un furor espantoso y
tirándole las cartas sobre la mesa, le dijo:
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–¡Debería tirároslas a la nariz para enseñaros a ganar a pesar
de lo mal que jugáis!
Mi madre se puso de pie encolerizada y ya iba a responderle,
cuando mi buena abuela dijo con su gran aire calmo y su voz
dulce:
–Deschartres, si volvéis a hacer algo parecido, os aseguro
que os doy un bofetón.
La amenaza hecha con tono apacible de un bofetón, viniendo de una bella mano medio paralizada, tan débil que apenas
podía sostener sus cartas, era la cosa más cómica que se podía
imaginar. La cuestión fue que mi madre comenzó a reírse sin
parar y se volvió a sentar, incapaz de agregar nada a la estupefacción y a la mortificación del pobre pedagogo.
Pero esta anécdota tuvo lugar mucho después de la muerte
de mi padre. Largos años pasaron antes de que en aquella casa
se escucharan otras risas que las de los niños.
Durante esos años, una vida calma y regulada, un bienestar
físico como jamás yo había sentido, un aire puro que raramente
yo había respirado a pleno pulmón, me llenaron poco a poco de
una salud robusta y una vez que la excitación nerviosa cesó, mi
humor se igualó alegrándose mi carácter. Se dieron cuenta de
que yo no era una criatura peor que otra; en la mayoría de las
ocasiones, los niños no son ásperos y fantásticos, sino víctimas
de un sufrimiento que no pueden o no quieren expresar.
***
La permanencia en Nohant de mi tío el abate de Beaumont
fue para mis dos madres un gran consuelo, una especie de retorno a la vida. Era un espíritu alegre, un poco inconsciente, como
lo son los solterones, un espíritu singular lleno de recursos y de
fecundidad, un carácter a la vez egoísta y generoso; la naturaleza lo había hecho sensible y ardiente; el celibato lo había vuelto
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HISTORIA DE MI VIDA
personal, pero su personalidad era tan amable, tan graciosa y
seductora, que uno se complacía viéndole dispuesto a no compartir las penas, sin necesidad de entretenerlo. Era el viejo más
encantador que he visto en mi vida. Tenía la piel blanca y fina, la
mirada dulce y los rasgos regulares y nobles de mi abuela: pero
además una pureza de líneas y un rostro mucho más animado.
En esa época, todavía usaba una peluca empolvada con la coletilla a la moda prusiana. Siempre usaba unos calzones de satín
negro, zapatos con lazos, y, cuando colocaba por encima de su
chaqueta su bata de seda violeta pespunteada y guatada, tenía el
aire solemne de un retrato de familia.
raro en nuestro país, de unas proporciones enormes. El serval
de Catherine era su orgullo y su gloria y habla todavía de él como
un cicerone hablaría de un monumento espléndido. Tuvo una
familia numerosa y bastantes disgustos en consecuencia. A menudo he tenido ocasión de hacerle algún favor. Hace feliz poder
atender la vejez del ser que ha cuidado nuestra infancia. No había nada más dulce y más paciente en el mundo que Catherine.
Toleraba, admiraba un tanto ingenuamente mis imbecilidades.
Me mimó horriblemente, pero no me quejo; porque no debería
serlo más por mucho tiempo entre las criadas y tuve pronto que
expiar la tolerancia y la ternura que había ignorado un poco.
Me abandonó llorando, pero por un marido excelente, de
bella planta, de gran probidad, inteligente y rico, compañía mucho más preferible que la de una niña llorosa y fantástica, pero el
buen corazón de esta joven no calculaba y sus lágrimas me dieron la primera noción de ausencia.
–¿Por qué lloras? –le decía yo–; ¡nos volveremos a ver!
–Sí –me decía ella–, ¡pero me voy a un lugar muy lejano y no
podré verte todos los días!
Esto me hizo reflexionar y comenzó a atormentarme por la
ausencia de mi madre. No estuve, por otra parte, nada más que
quince días separada de ella, pero esos quince días son los que
más se han fijado en mi memoria; más aún que los tres años que
acababan de pasar, y tal vez mis que los tres que siguieron y que
mi madre pasó conmigo. ¡Qué gran verdad la de que sólo el dolor marca en la infancia el sentimiento de la vida!
En esos quince días no pasó nada extraordinario. Mi abuela,
notando mi melancolía, se esforzaba en distraerme con el trabajo. Me daba lecciones y se mostraba mucho más indulgente que
mi madre ante mi escritura y con el recitado de mis fábulas. Más
reprimendas y mis castigos. Siempre había sido muy sobria, y,
queriendo hacerse querer, me elogiaba y me entusiasmaba, dándome más bombones que de costumbre. Todo eso debería ha-
***
Por fin, los arreglos de familia terminaron y mi madre firmó
el acuerdo de dejarme ir con mi abuela, quien quería encargarse
por completo de mi educación. Yo demostré una repugnancia
tan enorme por el acuerdo, que por el momento no me hablaron
más de él. Se determinó separarme poco a poco de mi madre,
sin que yo me diese cuenta; y, para comenzar, partió sola a París,
impaciente por volver a ver a Carolina.
Como yo debía ir a París quince días después con mi abuela
y como yo misma veía la preparación del coche y los paquetes,
no sentí ni mucho miedo ni mucha pena por la separación. Me
decían que en París yo iba a vivir muy cerca de mi madre y que la
vería todos los días. Sin embargo, yo sentía una especie de terror
cuando me encontraba sola en la casa, comenzando a parecerme tan enorme como en los primeros días de mi llegada. Me fue
preciso separarme también de mi criada, a quien yo amaba tiernamente, pues se casaba. Era una campesina que mi madre había admitido en lugar de la española Cecilia después de la muerte de mi padre. Esta excelente mujer todavía vive y a menudo
me viene a ver para traerme frutos de su serval, árbol bastante
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HISTORIA DE MI VIDA
berme parecido muy dulce, ya que mi madre era rígida y dura
con mis languideces y mis distracciones. Y bien, el corazón infantil es un pequeño mundo tan complicado y tan inconstante
como el de los hombres. Yo encontraba a mi abuela más severa
y más odiosa a pesar de sus atenciones que a mi intemperante
madre. Hasta allí, yo la había amado y me había mostrado confiada y tierna con ella. Desde ese momento, y duró esto bastante
tiempo, me sentí fría y reservada en su presencia. Sus caricias
me incomodaban o me daban ganas de llorar, porque me hacían
recordar los abruptos apasionados de mi madre. Además, con
ella no se hacía una vida plena, no había familiaridad, ni expansión. El exceso de respeto helaba todo. El terror que a veces mi
madre me causaba sólo era un momento doloroso que después
pasaba. Un instante después, ya estaba sobre sus rodillas, sobre
su seno, la tuteaba, mientras que con mi abuela las caricias eran
siempre, ¿cómo diría yo?, ceremoniosas. Me abrazaba solemnemente y como recompensándome por mi buena conducta, no se
trataba como a una niña, porque deseaba sobre todas las cosas
darme cierto empaque, esforzándose en corregir esa naturalidad
que a mi madre no importaba. Ya no se podía rodar por tierra,
reír locamente, hablar como un loro. Era preciso estar derecha,
llevar guantes, estar callada o bisbisear por lo bajo en un rincón
con Ursulette. A cada manifestación de mi naturaleza se oponía
una represión dulce, pero constante. No me regañaban, pero me
trataban de usted y con eso era bastante.
–Hija mía, pareces una jorobada; hija mía, caminas como
una pueblerina; hija mía, ¡has perdido otra vez los guantes! ; hija
mía, eres ya muy mayor para hacer ciertas cosas...
¡Demasiado grande! Tenía siete años y jamás me lo habían
dicho. Me causaba un miedo espantoso, haberme vuelto de repente tan grande después de la partida de mi madre. Y después,
era preciso aprender todo tipo de costumbres que me resultaba
ridículas. Había que hacer la reverencia a las personas que nos
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visitaban. Ya no podía ir a la cocina ni tutear a los criados para
que ellos perdiesen la costumbre de tutearme. Ya no podía tutear a mi abuela. No se la podía hablar ni de usted. Había que
hablarle en tercera persona: «¿Me permitiría la abuela ir al jardín?»
Ciertamente la buena mujer tenía razón al pretender imbuirme de un gran respeto moral hacia su persona y hacia el código de
las costumbres civilizadas que quería imponerme. Se había adueñado de mi persona, y tenía que vérselas con una niña caprichosa
y dificil de manejar. Había visto a mi madre conducirse conmigo
enérgicamente y pensaba que en lugar de calmar sus accesos de
irritación malsana, mi madre, excitando demasiado mi sensibilidad, me sometía sin corregirme. Es muy probable. La criatura
demasiado protegida en su sistema nervioso, se vuelve rápidamente hacia un desbordamiento impetuoso que aumenta al pretender suprimirlo de un sólo golpe. Mi abuela sabía muy bien que
al someterme a continuas observaciones apacibles, me obligaba a
una obediencia instintiva, sin combates, sin lágrimas y que me
llevaría hasta a olvidar la sola idea de una resistencia. En efecto,
éste fue su trabajo durante algunos días. Jamás se me había ocurrido rebelarme contra ella; pero tampoco había olvidado rebelarme
contra los demás en su presencia. Desde que se encargó de mi,
sentí que haciendo tonterías en su presencia, aumentaría su disgusto y esta censura versada tan educadamente, pero tan fríamente, me helaba hasta la medula de los huesos. Violentaba de tal
manera mis instintos, que por momentos me invadían unos temblores convulsivos que la inquietaban al no comprenderlas.
Había llegado a su meta, que era ante todo volverme disciplinada y se asombraba de haberlo logrado tan rápidamente.
–¡Mirad –decía– qué dulce y qué tranquila se ha vuelto!
Y se congratulaba por haber conseguido con tan poco esfuerzo mi transformación, con un sistema tan opuesto al de mi
madre, tan esclavo y tiránico.
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HISTORIA DE MI VIDA
Pero mi querida abuela comenzó pronto a asombrarse. Quería ser respetada religiosamente y al mismo tiempo ser amada apasionadamente. Se acordaba de la infancia de su hijo y soñaba con
reiniciarla en mi persona. ¡Ay!, eso no dependía ni de mí ni de ella
misma. No tenía en cuenta las diferencias generacionales que nos
separaba a la distancia enorme de nuestras edades. La naturaleza
no se equivoca; y a pesar de las bondades infinitas las buenas
intenciones sin limite de mi abuela en mi educación, no dudo en
afirmar que un familiar viejo y enfermo no puede ser nunca una
madre; el gobierno absoluto sobre un niño por una mujer anciana
es algo que contraria a la naturaleza en todo momento. Sólo Dios
sabe lo que hace al detener en una cierta edad las posibilidades
maternales. Para un pequeño ser que comienza a vivir, hace falta
otro ser joven y todavía en su plenitud vital. La solemnidad en las
costumbres de, mi abuela, me entristecía el alma. Su habitación
sombría y perfumada me ocasionaba jaquecas y bostezos
espasmódicos. Mi abuela tenía miedo del calor, del frío, de una
corriente de aire, de un rayo de sol. Me parecía que cuando me
decía: «Diviértete a tus anchas», me encerraba con ella en una caja
enorme. Me daba estampas para que las mirase, pero yo no podía
verlas; me daba vértigo. Un perro que ladraba afuera un pájaro
que cantara en el jardín, me estremecían. Y cuando estaba en el
jardín con ella, a pesar de que no ejercía sobre mi ninguna presión,
me sentía encadenada a su lado por el sentimiento de los respetos
que había sabido inspirarme. Caminaba dificultosamente, yo me
quedaba cerca de ella para recogerle su tabaquera o su guante que
a menudo dejaba caer y que no podía recoger, porque jamás en mi
vida he visto un cuerpo tan débil y flojo; y como además ella estaba gruesa, enferma y, sin embargo, rozagante, su incapacidad de
movimientos me impacientaba interiormente hasta lo indecible.
Yo había visto cien veces a mi madre doblada por jaquecas violentas, extendida sobre su cama como una muerta, las mejillas
pálidas y los dientes rechinandole; eso me desesperaba; pero el
© Pehuén Editores, 2001
abandono paralítico de mi abuela era algo que yo no podía explicarme, e incluso pensaba que era voluntario. Algo de esto había
en su aire, culpa de su primera educación. Había vivido demasiado dentro de una cámara, su sangre había perdido la energía necesaria para circular; cuando querían sangrarla, no podían extraerle
ni una gota, tan secas tenía sus venas. Yo tenía un miedo horroroso de volverme como ella y cuando me ordenaba que a su lado no
estuviese agitada o juguetona, me parecía que me condenaba a la
muerte.
Todos mis instintos se rebelaban contra esta organización
diferente y no he amado verdaderamente a mi abuela hasta que
he sabido razonar. Hasta ese momento, lo confieso, tuve por ella
una especie de veneración moral, unida a un disgusto físico invencible. Se dio pronto cuenta de mi frialdad, la pobre mujer, y
quiso vencerla con reproches que no sirvieron para otra cosa
que para aumentarla, afirmando ante mis propios ojos un sentimiento del cual yo no me daba cuenta. Ella ha sufrido y yo tal
vez más todavía, sin poderme defender. Después, cuando mi
inteligencia se desarrolló, una gran reacción se produjo en mi y
mi abuela reconoció haberse equivocado al haberme juzgado
ingrata y obstinada.
***
Creo que partimos para París en los comienzos del invierno
de 1810 a 1811, porque Napoleón había entrado vencedor en
Viena y se había casado con María Luisa mientras yo estaba en
Nohant. Recuerdos los lugares del jardín en los que oí las dos
novedades que ocupaban a mi familia. Me despedí de Ursula; la
pobre niña estaba desolada, pero yo la iba a volver a ver cuando
volviese y además me sentía tan feliz al ir a ver a mi madre que
prácticamente me sentía insensible a todo lo demás. Había sentido la primera experiencia de una separación y comenzaba a
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
tener una noción del tiempo. Había contado los días y las horas
que habían pasado para mi, lejos del único objeto de mi amor.
Amaba a Hippolyte también, a pesar de su tacañería, él también
lloraba por quedarse sólo en la gran casa por primera vez. Yo lo
sentí y hubiera querido que viniese con nosotros; pero, en realidad yo no tenía lágrimas para nadie, sólo tenía a mi madre en la
cabeza; y mi abuela, que se pasaba la vida estudiándome, dijo en
voz baja a Deschartres, ignorando que los niños oyen todo: «Esta
pequeña no es tan sensible como yo había pensado.»
En aquellos tiempos, para ir a París se empleaban tres días,
a veces cuatro. Y sin embargo, mi abuela viajaba en coche de
postas. Pero no podía pasar la noche en el carruaje y cuando su
berlina había hecho veinticinco millas por día, se quedaba agotada. Ese carruaje de viaje era una verdadera casa rodante. Ya
se sabe la cantidad de paquetes, detalles y de comodidad de todo
tipo que los ancianos y sobre todo las personas finas cargaban
incómodamente para sus viajes. Los innumerables bolsillos del
vehículo estaban repletos de provisiones de boca, de dulces, de
perfumes, de juegos de cartas, de libros, de itinerarios, de dinero, ¡qué sé yo! ; cualquiera hubiera dicho que nos embarcábamos
para un viaje de un mes. Mi abuela y su doncella, empaquetadas
con sus cubrepiés y sus almohadas, estaban recostadas en el fondo: yo ocupaba la banqueta de adelante y a pesar de que me
encontraba cómoda, me costaba reprimir mi petulancia en tan
pequeño espacio y no poder dar patadas al asiento de enfrente.
Me había vuelto muy turbulenta en Nohant y comenzaba a gozar de una salud perfecta; pero no tardaría en sentirme menos
viva y más lacerada en el clima de París, que siempre me ha
sentado muy mal.
Sin embargo, el viaje no me aburrió. Era la primera vez que
no me sentía vencida por el sueño que el rodar de los coches
provoca en la primera infancia y la sucesión de objetos nuevos
me hacía mantener mis ojos abiertos y alerta mi espíritu.
© Pehuén Editores, 2001
No hay nada más triste, ni más tosco que el trayecto de
Chateauroux a Orleans. Hace falta atravesar todo Sologne, país
árido, sin grandeza y sin poesía. Eugene Sue nos ha cantado las
bellezas incultas y las gracias salvajes de este lugar de Francia.
Es sincero en su admiración, porque le he escuchado hablar como
ha escrito. Pero, ya sea porque los lugares de un país que se descubren en el camino son particularmente aburridos, ya porque
un país absolutamente llano me es naturalmente antipático,
Sologne, que he atravesado tal vez más de cien veces, a toda
hora del día y de la noche y en todas las estaciones del año, me
ha parecido siempre mortalmente tosco y vulgar.
La vegetación salvaje es tan pobre como los productos de la
cultura. Los bosques de pinos poco crecidos, son demasiado jóvenes y sin carácter. Son como charcos de un verde gritón sobre
un suelo incoloro. La tierra es pálida, los arbustos, la corteza de
los árboles viejos, las zarzas, los animales, los habitantes, sobre
todo, son pálidos y lívidos igualmente, desgraciado y vasto país
que se seca, insalubre, en una especie de marasmo moral y físico
del hombre y de la naturaleza.
Atravesar el bosque de Orleans no dice nada tampoco. En
mi infancia, todavía tenía algo de imponente y de notable. Los
grandes árboles, sombreaban todavía el camino durante un recorrido de dos horas y los carruajes se veían obligados a detenerse con frecuencia por los bandidos, elementos obligados para
las emociones de un viaje. Hacía falta fustigar a los caballos
para llegar antes de la noche; pero a pesar de todos los intentos
que hicimos, nos encontramos en plena noche, en este primer
viaje con mi abuela. Ella no era nada temerosa y cuando había
llevado a cabo todo lo que la prudencia le ordenaba, si sus precauciones no fructificaban por alguna circunstancia imprevista,
sabía perfectamente comportarse. Su doncella no era tan calmosa, pero se guardaba muy bien de parecerlo y las dos se entretenían conversando sobre el objeto de sus aprensiones con mucha
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
filosofía. No sé por qué los bandidos no me inspiraban preocupaciones; pero de repente me invadió un terror espantoso, cuando le escuchó decir a mi abuela a la señorita Julie:
–Ahora, los ataques de los ladrones no son muy frecuentes,
y el bosque está bastante clareado en el borde del camino, en
comparación de como estaba antes de la revolución. Había un
monte muy espeso con pocos claros, de tal manera que uno era
atacado sin saber por quién y sin haber tenido tiempo de defenderse. He tenido la suerte de que jamás me han atacado en mis
viajes a Chateauroux, y sin embargo el señor Dupin siempre iba
armado como en la guerra, así como todos sus criados, para poder evitar la posible encerrona. Los robos y las muertes eran
muy frecuentes y teníamos una curiosa manera de contarlos y
detallárselos a los viajeros. Cuando atrapábamos a los bandidos,
después de juzgarlos y condenarlos, se los colgaba en los árboles
del camino, en el mismo lugar del crimen: de tal forma que podía
verse a los costados del camino y muy de cerca, cadáveres colgando de las ramas, que el viento balanceaba sobre nuestras cabezas. Cuando se iba con frecuencia por el camino, se conocía a
todos los colgados y cada año se podían contar los nuevos, lo
que prueba que el ejemplo no servía para mucho. Recuerdo haber visto en invierno a una mujer grande que durante bastante
tiempo se mantuvo entera y cuyos largos cabellos negros flotaban al viento, mientras que los cuervos volaban alrededor disputándose su carne. Era un espectáculo horrible y una infección
que os seguía hasta las puertas de la ciudad.
Mi abuela debía creer que yo dormía mientras que ella contaba tan lúgubre cuento. Yo estaba muda de horror y un sudor
frío me corría por todos mis miembros. Era la primera vez que
me hacía de la muerte una imagen espantosa; cosa que jamás
había estado en mi ánimo, como ha podido verse, ya que nunca
me he preocupado de la forma con que me vendría a buscar.
Pero esos colgados, esos árboles, esos cuervos, esos cabellos
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negros, todo lo oído hizo desfilar en mi cerebro tan horribles
imágenes que tiritaba de miedo.
No pensaba en lo más mínimo en el peligro de ser atacada o
matada en el bosque; pero veía a los colgados flotar en las ramas
de las viejas encinas y me imaginaba su aspecto horroroso. Este
terror me ha durado bastante tiempo, y todas las veces que atravesábamos el bosque, hasta la edad de quince o dieciséis años,
me volvía a invadir viva y dolorosamente. Qué verdad es que las
emociones de la realidad no son nada, comparadas con las producidas por la imaginación.
Llegamos a París, a la calle Neuve-des-Mathurins, a un precioso apartamiento que daba a unos jardines enormes situados
al otro lado de la calle y que contemplábamos en toda su amplitud desde nuestras ventanas. El apartamiento de mi abuela estaba amueblado como antes de la revolución. Era lo que ella había
podido salvar del naufragio y todo estaba todavía muy nuevo y
muy confortable. Su habitación estaba tapizada y amueblada en
damasco azul cielo; había tapices por todas partes y un fuego
infernal en todas las chimeneas.
Nunca había estado tan bien alojada. El bienestar pretendido me asombraba, comparándolo con el de Nohant. Pero yo no
tenía necesidad de todo eso, educada en la pobre habitación de
madera en la calle Grange Batelióre, y no disfrutaba en absoluto
de todas esas comodidades de la vida, hacia las cuales mi abuela
hubiera preferido verme más inclinada. Yo no vivía, no sonreía
hasta que mi madre estaba conmigo. Durante su visita diaria, mi
alegría aumentaba. La devoraba a caricias, y la pobre mujer, Al
ver que todo eso hacía sufrir a mi abuela, se veía obligada a
contenerme y a abstenerse ella misma de ciertas expansiones.
Nos permitieron salir juntas y esto fue preciso, aunque no se
llegó a la meta que se habían propuesto para separarme de ella.
Mi abuela no caminaba jamás, no podía pasarse sin la presencia
de la señorita Julie, que por aturdida, distraída y miope, hubiera
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
sido capaz de perderme en las calles o dejarme atropellar por les
carruajes. No habría yo caminado nunca si mi madre no me hubiese llevado todos los días a dar largos paseos; aunque yo tenía
todavía unas piernas muy débiles, habría estado de pie hasta el
fin del mundo con tal de haber tenido el placer de tener su mano,
de tocar su vestido y de mirar en su compañía lo que me señalaba. Todo me parecía bello a través de sus ojos. Los bulevares
eran un lugar encantado; los bailes chinos, con su horrible reca y
sus estúpidos monos, un palacio de cuentos de hadas; los perros
sabios que bailaban sobre el bulevar, los comercios de juguetes,
los vendedores de estampas y los de pájaros me volvían loca, y
mi madre, parándose delante de todo lo que me interesaba y
gozando conmigo, pues también era una niña, multiplicaba mis
alegrías compartiéndolas.
Mi abuela poseía un espíritu de discernimiento muy grande
y una elevación natural. Quería formar mi gusto y criticaba
juiciosamente todos los objetos que llamaban mi atención. Me
decía:
–Esa es una figura mal dibujada, un conjunto de colores
disonantes, una composición o un lenguaje o una música o un
arreglo de pésimo gusto.
Yo no podía comprender todo esto sino mucho más tarde.
Mi madre, menos difícil y más ingenua, se comunicaba más directamente conmigo. Casi todos los productos artísticos o industriales le gustaban, por poco que tuvieran formas divertidas
y colores frescos, y lo que no le gustaba, también le divertía.
Tenía pasión por lo último y no había moda nueva que no le
pareciese la más bella de cuantas había visto. Todo le parecía
bien; nada lograba hacerla desgraciada, a pesar de las criticas de
mi abuela, fiel, con razón, a sus largos talles y a sus amplias
faldas de estilo directorio.
Mi madre, preocupada por la moda del día, se desesperaba
al ver a mi abuela vestirme como una pequeña vieja y buena
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mujer. Para mis trajes, aprovechaban las batas un poco gastadas
pero en buen uso de mi abuela, por lo que siempre o casi siempre iba vestida con colores sombríos, con unos talles lisos que
descendían sobre las caderas. Esto resultaba espantoso en el tiempo en que se debía llevar la cintura debajo de las axilas. Era, sin
embargo, mucho mejor. Comencé a dejarme largos mis cabellos
castaños que flotaban sobre mi espalda y se rizaban naturalmente, por más que yo me pasase una esponja mojada sobre la cabeza. Mi madre atormentó tan bien a mi abuela que la dejó encargarse de mi pobre cabeza para peinarme al estilo japonés.
Era el más horrendo peinado que uno pueda imaginarse y
fue inventado con seguridad para aquellos rostros que tuviesen
poca frente. Me levantaban el cabello peinándolo a contra-pelo
hasta que tuviese una posición perpendicular, y entonces me
retorcían la mata de pelo en la punta de la cabeza, para hacer de
la misma una especie de bola alargada, coronada con un pequeño
moño. Con este peinado una se parecía a un pastel o al sombrero
de algún peregrino. Agregad a este horror el suplicio de tener los
cabellos colocados a contrapelo, hacían falta ocho días atroces
llenos de dolor y de insomnio antes que tomaran la posición obligada, y los agarraban tan bien con un corazón para ordenarlos,
que la piel de la frente se estiraba y las esquinas de los ojos se
alargaban como las de las figuras de los abanicos japoneses.
Me sometí ciegamente a este suplicio, a pesar de que me era
absolutamente indiferente ser bonita o fea, seguir la moda o protestar contra sus excesos. Mi madre lo quería, yo le gustaba así, y
lo sufría con un coraje estoico. Mi abuela me encontró espantosa; estaba desesperada. Pero juzgó un poco tonto disputar por
una cosa semejante, puesto que, además, mi madre la ayudaba
tanto como podía a calmarme en mi exaltación hacia ella.
Todo resulta fácil aparentemente en los comienzos. Como
mi madre me hacía salir todos los días y comía o pasaba la tarde
muy a menudo conmigo, ya no estaba separada de ella nada más
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
que durante el tiempo del descanso; pero una circunstancia en la
cual mi abuela estuvo verdaderamente equivocada reanimó de
nuevo mi preferencia hacia mi madre.
Caroline no me había visto desde el día de mi partida hacia
España y parece ser que mi abuela había impuesto una condición esencial a mi madre, que consistía en evitar cualquier encuentro con mi hermana. ¿Por qué semejante aversión hacia una
criatura llena de candor, educada rígidamente y que durante toda
su vida ha sido un modelo de austeridad? Lo ignoro y ni aun hoy
día puedo explicármelo. Una vez que la madre fue admitida y
aceptada, ¿por qué había que alejar de mi a la hija? En ello había
un prejuicio, una injusticia inexplicable por parte de una persona
que sabía, sin embargo, elevarse por encima de los prejuicios de
su mundo cuando lograba escapar a las influencias indignas de
su espíritu y de su corazón. Caroline había nacido bastante antes
que mi padre conociese a mi madre; mi padre la había tratado y
amado como a su propia hija, ella fue la compañera razonable y
complaciente en mis primeros juegos. Era una linda y dulce criatura y sólo tuvo un defecto para mi: el de haber sido demasiado
absoluta en sus ideas sobre el orden y la devoción. No puedo
comprender el temor de que yo mantuviese contacto con ella.
Nada me había hecho enrojecer delante del mundo por reconocerla como hermano. A menos que ese temor se produjese por
no ser ella noble de nacimiento, por haber nacido probablemente del pueblo. Porque jamás llegué a saber el rango que el padre
de Caroline ocupaba en la sociedad, quizá por presumir que era
de la misma condición humilde y oscura que mi madre. Pero,
¿acaso no era yo también, la hija de Sophie Delaborde, la hija
menor del vendedor de pájaros, nieta de la madre Cloquarád
¿Cómo podían atreverse a hacerme olvidar que yo provenía del
pueblo y persuadirme que la criatura del mismo origen, era de
una naturaleza inferior a la mía, por el sólo hecho de que no
había tenido el honor de contar con el rey de Polonia y el maris-
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cal de Saxe entre sus antepasados paternales? ¡Qué locura, o
mejor dicho, qué niñería inconcebible! Y cuando una persona
madura y de un gran espíritu comete una niñería semejante de
una criatura, ¡cuánto tiempo, cuantos esfuerzos y perfecciones
hacen falta para borrarle impresión tan desagradable!
Mi abuela logró el prodigio, porque esta impresión no fue
jamás borrada de mi mente, ni tan siquiera vencida por los tesoros de ternura que su alma me prodigó. Pero si no existió alguna
razón profunda en el esfuerzo titánico que ella realizó para que
yo la amase, yo sería un monstruo. Me veo forzada a confesar
que ella pecó en principio; aunque después de conocer la obsesión de las clases nobiliarias, su falta no me parece tan suya, sino
del medio en el que ella había siempre vivido y del cual, a pesar
de su noble corazón y su inteligencia, no pudo jamás desembarazarse por completo.
Como ya he dicho, se había empeñado en que mi hermana
fuese una extraña para mi; y como yo la había abandonado a la
edad de cuatro años, no me habría sido dificil olvidarla. Es más;
creo que hubiera sido un hecho, si mi madre no me hubiese hablado de ella con frecuencia después; y en cuanto al afecto, no
habiéndose podido desarrollar todavía lo suficiente en mi antes
del viaje a España, no hubiera despertado tampoco, si no hubiese sido por los esfuerzos que se hicieron para dormirlo violentamente y por una pequeña escena familiar que me produjo una
impresión terrible.
Caroline debía tener aproximadamente doce años. Estaba
en una pensión y, cada vez que iba a ver a nuestra madre, le
suplicaba que la llevase a casa de mi abuela para verme o que yo
fuese, a su casa para verla. Mi madre eludía su ruego y le daba
no sé qué explicaciones, no pudiendo ni queriendo hacerle comprender la exclusión incompresible que sobre ella pesaba. La
pobre pequeña no comprendiendo nada evidentemente, no pudiendo contener su impaciencia por abrazarme y no escuchando
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
sino a su corazón, aprovechó una noche en que nuestra madre
cenaba en la casa de mi tío de Beaumont, persuadió a la portera
de mi madre para que la acompañara y llegó a nuestra casa feliz
y contenta. A pesar de todo, tenía un poco de miedo de esa abuela
que ella no había visto nunca; pero tal vez creía que estaba cenando también en la casa de mi tío, o tal vez se había decidido a
todo con tal de verme.
Eran las siete o las ocho de la noche, yo jugaba melancólicamente sola sobre el tapiz del salón, cuando escuché un movimiento extraño en la habitación de al lado y vi que mi criada
entreabría la puerta y me llamaba dulcemente. Mi abuela parecía
estar dormitando en su sillón, pero tenía el sueño muy ligero. En
el momentos en que yo me acercaba a la puerta de puntillas, sin
saber lo que quería de mi, mi abuela dio media vuelta y me dijo
con un tono severo:
–¿Adónde vas, hija mía, tan misteriosamente? –No lo sé,
abuela; me llama la doncella.
–Entre, Rosa, ¿qué quiere usted? ¿Por qué llama a la niña
como a escondidas?
La criada se confundió, titubeó y terminó diciendo: –La llamo, señora, porque la señorita Caroline acaba de llegar.
Este nombre tan puro y dulce produjo un efecto desastroso
en mi abuela. Creyó en una abierta resistencia por parte de mi
madre o en una resolución para engañarla que la niña y la criada
habían tomado por desgracia. Habló dura y secamente, lo que
no hacía muchas veces.
–¡Que la pequeña se vaya en seguida –dijo–, y que no vuelva a presentarse jamás aquí ¡Sabe muy bien que no debe ver a mi
nieta! No la conoce, y yo tampoco la conozco. En cuanto a usted, Rosa, si intenta alguna vez introducirla en mi casa, la echo.
Espantada, Rosa desapareció. Yo estaba turbada y asustada, casi afligida y arrepentida de haber sido la causa de la cólera
de mi abuela, porque me daba cuenta que la emoción no era algo
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natural en ella y debía hacerla sufrir mucho. Mi asombro al verla
así, no me impidió pensar en Caroline, cuyo recuerdos estaba
muy poco claro en mí. Pero, de repente, después de los cuchicheos cambiados detrás de la puerta, escuché un sollozo ahogado, desgarrador, un grito salido del fondo del alma, que penetró
en la mía y que despertó la voz de la sangre. Era Caroline que
lloraba y que se iba consternada, herida, humillada en su justo
orgullo y en su inocente amor por mi.
De repente, la imagen de mi hermana se actualizó en mi
memoria; creía recordarla tal cual era en la calle Grange-Batelire
y en Chaillot, grandecita, menuda, dulce, modesta y obediente,
esclava de mis caprichos, cantándome canciones para dormirme, o contándome bellas historias de hadas. Comenzó a llorar y
me lance hacia la puerta; demasiado tarde, se había ido; mi doncella lloraba también y me recibió en sus brazos, tratando de
evitar a mi abuela una pena que se volvería contra ella. Mi abuela me llamó y quiso sentarme en sus rodillas para calmarme y
hacerme razonar, me resistí, hui de las caricias y me tiré al suelo
en un rincón gritando:
–¡Quiero volver con mi madre, no quiero quedarme aquí!
La señorita Julie llegó y quiso hacerme entrar en razón. Me
habló de mi abuela a quien yo enfermaba, cosa que ella reafirmó
y a quien yo no quise ni mirar. –Haréis sufrir a vuestra abuela
que os ama, que os mima y que no vive sino para vos.
Pero yo no escuchaba nada; volví a reclamar a mi madre y a
mi hermana con gritos desesperados. Me encontraba tan enferma y tan sofocada que ni se preocuparon porque diese las buenas noches a mi abuela. Me llevaron a la cama y durante toda la
noche no hice otra cosa que gemir y suspirar mientras soñaba.
Sin duda, mi abuela pasó también muy mala noche. He comprendido también, después, lo buena y tierna que era, y ahora
estoy segura de la pena que la invadía cuando se veía obligada a
hacer sufrir a los demás; pero su dignidad le impedía demostrar-
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
lo y era a fuerza de cuidados y mimos con lo que pretendía olvidar lo ocurrido.
Cuando me desperté, encontré en mi cama una muñeca que
yo había deseado mucho el día anterior, por haberla visto con mi
madre en un negocio de juguetes y de la cual había hecho una
descripción pomposa a mi abuela al volver para cenar. Era una
negrita que tenía el aspecto de reírse a carcajadas y que mostraba sus dientes blancos y sus ojos brillantes en medio de su carita
morena. Era redonda y bien hecha, tenía un vestido de crepé
rosa, bordado con una banda de plata. Esto me había parecido
extraño, fantástico, admirable, y, por la mañana, antes de que, yo
me hubiese despertado, la pobre abuela había enviado a comprar la muñeca negrillona para satisfacer mi capricho y distraerme de mi pena, tomó a la pequeña criatura en mis brazos, su
linda sonrisa provocó la mía y la abracé como una madre joven
abraza a su recién nacido. Pero mientras la miraba y la mecía
sobre mi corazón, mis recuerdos de la víspera se reavivaron. Pensé
en mi madre, en mi hermana, en la dureza de mi abuela y tiré a la
muñeca lejos de mi. Pero como la pobre negra se reía siempre,
volvía a tomarla acariciándola todavía y la regué con mis lágrimas, no pudiéndome olvidar de la ilusión de un amor maternal,
reavivado por mis contrastados sentimientos filiales. Después,
de repente, sufrí un vértigo, dejé caer la muñeca al suelo y tuve
vómitos espantosos de bilis que asustaron mucho a mis criadas.
No recuerdo en verdad lo que pasó durante varios días; tuve
el sarampión con una violenta fiebre. Ya debía tenerlo, pero la
excitación y la pena debieron contribuir a un desenlace mucho
más intenso. Estuve muy enferma y una noche padecí una visión que me atormentó en extremo. Habían dejado una lámpara
encendida en la habitación donde yo estaba; mis dos criadas
dormían y yo tenía los ojos abiertos y la cabeza ardiendo. Me
parece todavía, sin embargo, que mis ideas eran muy claras y
que al mirar fijamente la lámpara, me di perfecta cuenta de lo
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que era. Se había formado un gran hongo en la mecha y el humo
negro que exhalaba, dibujaba su sombra temblorosa sobre el techo. De pronto esa sombra tomó una apariencia distinta, la de
un pequeño hombre que bailaba en medio de la llama. Comenzó
a agrandarse poco a poco y se puso a dar vueltas con rapidez,
agrandándose cada vez más; llegó a tener la talla de un verdadero hombre, hasta que se convirtió en un gigante cuyos pasos
rápidos golpeaban el suelo, mientras que su loca cabellera barría
circularmente el techo con la ligereza de un murciélago.
Comenzó a gritar espantosamente y vinieron a tranquilizarme; pero esta aparición volvió tres o cuatro veces seguidas y
duró casi un día. Es la única vez que recuerdos haber delirado.
Si lo he hecho después, no lo he advertido, o no lo recuerdo.
***
Los felices domingos tan impacientemente esperados pasaban como sueños. A las cinco, Carolina iba a cenar a casa de mi
tía Maréchal, y mi madre y yo nos íbamos a encontrar con mi
abuela en la casa de mi tío de Beaumont.
Era una vieja costumbre familiar muy dulce, que tenía invariablemente a los mismos convidados. Se ha perdido casi en la
vida agitada y desordenada que se lleva hoy en día. Era la manera
más agradable y más cómoda de verse, para las gentes de goces y
costumbres regulares. Mi tío, tenía por cocinera un cordón bleu
quien, no habiendo trabajado nunca sino en palacios de experiencia y discernimiento consumado, ponía todo su amor propio que
era inmenso, para contentarlos. La señora Bourdieu, el ama de
llaves de mi tío y éste mismo, ejercían una vigilancia excesiva sobre esos importantes trabajos. A las cinco en punto, llegábamos,
mi madre y yo, y ya nos encontrábamos alrededor del fuego a mi
abuela sentada en un gran sillón situado en frente del de mi tío, y
a la señora de la Marliére entre ellos, los pies cerca de los leños,
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HISTORIA DE MI VIDA
un poco levantada la falda y mostrando dos magras piernas y los
pies calzados con unos zapatos muy puntiagudos.
La señora de la Marliére era una antigua amiga íntima de la
condesa de Provence, la mujer del que después llegó a ser Luis
XVIII. Su marido, el general de la Marliere, había muerto en la
revuelta. Mi padre nombraba a esta dama, muy a menudo, en sus
cartas, según recuerdo. Era una persona muy buena, muy alegre,
expansiva, parlanchina, obediente, devota, brillante, radiante,
un poco cínica en sus propósitos. Por aquel entonces no era nada
piadosa y su conversación sobre los curas, además de otras cuestiones, demostraba una extrema libertad. En la restauración, se
volvió devota y vivió hasta la edad de ochenta y ocho años, creo
yo, en olor de santidad. Era, en suma, una mujer excelente, sin
prejuicios en el tiempo en que yo la conocí y no creo que se baya
vuelto tonta e intolerante después. Tampoco tenía ningún derecho, después de haber tenido tan poco en cuenta las cosas santas durante las tres cuartas partes de su vida. Conmigo era muy
buena y como era la única entre las amigas de mi abuela que no
tenía ninguna prevención contra mi madre, yo le dedicaba una
mayor confianza y amistad que a las otras. Sin embargo, sospecho que no me era muy simpática. Su voz clara, su acento meridional, sus extraños arreglos, su barbilla aguda con la que me
martirizaba las mejillas al abrazarme, y, sobre todo, la crudeza
de sus expresiones burlescas, me impedían tomarla en serio y
encontrar placer en sus manos.
La señora Bourdieu iba y venía ligeramente de la cocina al
salón; entonces no tenía nada más que unos cuarenta años. Era
una morena fuerte, llena y de un tipo muy definido. Era de Dax
y tenía un acento gascón todavía más pronunciado que el de la
señora de la Marliere. Llamaba a mi tío papá, siguiendo la costumbre de mi madre. La señora de la Marliere, a quien le gustaba
hacerse la niña, le llamaba también papá, cosa que hacía parecer
a mi tía mucho más joven que ella.
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El apartamiento que ocupó durante toda la parte de mi vida
en que lo conocí, vale decir, durante una quincena de años, estaba situado en la calle Gudndgaud, al fondo de un patio triste y
grande, en una casa del tiempo de Luis XIV, con un carácter
muy homogéneo en todas sus partes. Las ventanas eran altas y
largas; pero había tantos cortinajes, amén de visillos, cortinas y
cosas para defender la casa del aire exterior que podía introducirse
por la menor fisura, que todas las habitaciones eran sombrías y
sordas como cuevas. El arte de prevenirse contra el frío en Francia y, sobre todo, en París, comenzaba a desaparecer bajo el imperio y se ha perdido por completo, ahora, en las gentes de una
fortuna mediana, gracias a los numerosos aportes de calefacción
económica con los que el progreso nos ha enriquecido.
La moda, la necesidad y la especulación, cuyo concierto nos
ha llevado a construir casas pobladas con tantas ventanas que
no dejan libre ningún espacio en los edificios; la falta de espesor
en los muros y la prisa con que las construcciones toscas y frágiles se han levantado, hacen que cuanto más pequeño es un apartamiento, más frío y más costoso resulta para calentarlo. El de
mi tío era un lugar abrigado, convertido por sus cuidados continuos, en una casa pesada, como deberían ser todas las habitaciones en un clima tan ingrato y tan variable como el nuestro. Es
cierto que en otros tiempos uno se instalaba para toda la vida, y
construyendo su nido, cavaba al mismo tiempo su tumba.
Las personas ancianas que en aquella época conocí y que
tenían una existencia retirada, no vivían sino en su dormitorio.
Tenían un salón grande y hermoso en el cual recibían una o dos
veces al año, y en donde, el resto del tiempo, no entraban jamás.
Mi tío y mi abuela, al no recibir nunca, pudieron haberse pasado
sin ese lujo inútil que doblaba el precio de sus alquileres. Pero
no hubiesen creído tener una casa de otra manera.
El mobiliario de mi abuela era del tiempo de Luis XVI y ella
no tenía ningún escrúpulo al introducir de tiempo en tiempo al-
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HISTORIA DE MI VIDA
gún objeto más moderno cuando le parecía cómodo o bonito.
Pero mi tío era demasiado artista como para permitirse el menor
disparate. Todo en él era estilo Luis XIV, lo mismo las molduras
de las puertas que los adornos del techo. No sé si él había heredado esos ricos muebles o si los había coleccionado por si mismo; lo cierto es que hoy en día sería un gran hallazgo para un
coleccionador ese mobiliario completo en su antigüedades, desde las tenazas hasta el fuelle, desde la cama hasta los marcos de
los cuadros. En el salón había unas magníficas pinturas y unos
muebles de bola, de una grandeza y de una riqueza respetables.
Como todo eso se había ya pasado de moda y se prefería a esas
bellas cosas, verdaderos objetos de arte, las sillas curul del imperio y las detestables imitaciones de, Herculano en Acayo eran
de madera chapada, pintada en color bronce, el mobiliario de mi
tío sólo tenía precio para él. Yo estaba lejos de poder apreciar el
buen gusto y el valor artístico de una colección semejante; y aún
escuché decir a mi madre, que todo eso era demasiado viejo
como para ser bello. Sin embargo, las cosas bellas llevan consigo
una impresión que subsiste a menudo sobre aquellos que no las
entienden. Cuando yo entraba en casa de mi tío me parecía entrar en un santuario misterioso y como el salón era en efecto un
santuario cerrado, yo rogaba por lo bajo a la señora Bourdieu
que me dejase entrar. Entonces, mientras los viejos jugaban a
las cartas después de la comida, ella me daba una pequeña bujía
y conduciéndome como a escondidas a ese gran salón, me dejaba allí durante algunos instantes, recomendándome mucho que
no me subiera a los muebles y que no dejase caer la bujía. Yo ni
intentaba desobedecer; ponía la luz sobre una mesa y me paseaba furtivamente por esa gran habitación apenas alumbrada hasta
el techo por mi débil bujía. Yo no veía, sino muy confusamente,
los grandes retratos de Largillire, los bellos interiores flamencos
y los cuadros de los maestros italianos que cubrían las paredes.
Me regocijaba con el brillo de los dorados, con los grandes plie-
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gues de los cortinajes, con el silencio y la soledad de esta respetable habitación que parecían no atreverse a habitar y de la cual
yo sola tomaba posesión.
Esta posesión ficticia me bastaba, ya que desde mi mas tierna infancia, la posesión real de las cosas no ha constituido jamás
un placer para mí. Nunca he envidiado un palacio, cofres, alhajas, ni aun objetos de arte; y, sin embargo, me gusta recorrer un
hermoso palacio, ver pasar un cortejo elegante y rápido, contemplar los productos artísticos. Tocar y dar la vuelta a las alhajas bien trabajadas, mirar las cosas del arte o de la industrias en
las cuales la inteligencia del hombre se revela bajo cualquier forma. Pero, jamás he sentido la necesidad de decirme: «Esto es
mío», y tampoco comprendo que se tenga esa necesidad. A la
gente le pena el darme algún objeto raro o precioso, porque me
es imposible no darlo en seguida a cualquier amigo que lo admira y en el cual yo observo el deseo de la posesión. Sólo conservo
las cosas que me llegan de los seres que he amado y que ya no
existen. Entonces, soy avara, por poco valor que tengan y creo
que el acreedor que me forzara a vender los viejos muebles de
mi alcoba, me haría muy desgraciada, porque los he heredado
casi todos de mi abuela y ellos me la recuerdan en todos los
instantes de mi vida. Pero lo de los demás jamás me ha tentado
y me siento integrada en esa raza de bohemios de los que Béranger
ha dicho: «Ver es tener.»
No detesto el lujo, todo lo contrario, lo amo; pero no para
mí. Amo, sobre todo, las alhajas. No encuentro otra creación
más hermosa que esas combinaciones de metales y piedras preciosas que pueden convertirse en las formas más agradables y
acertadas en tan delicadas proporciones. Me gusta examinar los
adornos, las telas, los colores; el gusto me encanta. Me agradaría
ser joyera o modista para inventar siempre y para dar, gracias al
milagro del gusto, una especie de vida a esas ricas materias. Pero
todo ello no tiene ningún uso agradable para mí. Un hermoso
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
vestido es incómodo, las alhajas arañan, y en otro tipo de cosas,
la pereza de las costumbres nos envejece y nos mata. No he
nacido para ser rica y si las incomodidades de la vejez no comenzaran a hacerse sentir, viviría realmente en una choza del
Berry, con tal que estuviese limpia y con tanta alegría como en
las villas italianas.
No trato que mi virtud sea una pretensión de austeridad republicana. ¿Acaso un chamizo no es, sobre todo para el artista,
más bello, más rico en color, en gracia, en arreglo y en carácter
que un villano palacio moderno construido y decorado en el gusto
«constitucional», el más lastimoso estilo que existe en la historia
del arte? También, jamás he comprendido que los artistas tengan en general, tanta venalidad, necesidades de lujo, ambiciones
de fortuna. Si hay alguien en el mundo que pueda pasarse sin
lujo y crearse a si mismo una vida, según sus sueños, con poco,
con casi nada, es el artista, porque lleva en él el don de poetizar
las menores cosas y la de construirse una cabaña según las reglas
del gusto o los instintos de la poesía. El lujo me parece siempre
el recurso de la gente tonta.
No era, sin embargo, este el caso de mi tío; su gusto era
lujoso por naturaleza y apruebo categóricamente que uno amueble su casa con cosas bellas cuando puede procurárselas, con
hallazgos afortunados y baratos, mejor que cosas toscas. Esto es
lo que probablemente le ocurrió a él, puesto que poseía una fortuna menguada y era muy generoso, lo que equivale a decir que
era pobre y que no podía permitirse locuras y caprichos.
Era goloso, aunque no comía mucho, pero tenía una glotonería sobria y de buen gusto como en todo, nada fastuoso, sin
ostentación, presumiendo de ser positivo. Era muy agradable
verle perderse en sus teorías culinarias, porque a veces lo hacía
con una gravedad y una lógica que podrían haberse aplicado a
todos los dones de la política y de la filosofía; otras, con una
fantasía cómica e indignada. «No hay nada más tonto– decía él
© Pehuén Editores, 2001
con sus palabras engoladas, cuyo acento distinguido corregía a
la crudeza–, que arruinaste por la glotonería. No cuesta más
tener una tortilla deliciosa que hacerse servir, bajo el pretexto
de la tortilla, una vieja gamuza quemada. Lo bueno, es saber uno
mismo en qué consiste una tortilla, y cuando un ama de casa lo
ha comprendido bien, la prefiero en mi cocina a un sabio pretencioso que se hace llamar de usted por sus ayudantes y que bautiza cualquier carroña con los más suntuosos nombres.»
Durante toda la comida, la conversación se mantenía en este
tono y siempre versaba sobre la cocina. El detalle permite comprender la naturaleza de este canónigo, que ya no existe en los
tiempos que corren. Mi abuela, que era de una frugalidad extrema, a pesar de que comía poco, tenía también sus teorías científicas sobre la manera de hacer una crema a la vainilla y una tortilla francesa. La señora Bourdieu se hacía regañar por mi tío,
porque ella había dejado poner en la salsa más mostaza de la
conveniente: mi madre se reía de sus peleas. Sólo la madre
Marliére se olvidaba de cotorrear en la comida, porque ella comía como un ogro. En cuanto a mí, esas largas comidas servidas, discutidas, analizadas y saboreadas con tanta solemnidad,
me aburrían mortalmente. Siempre he comido muy rápido y pensando en otra cosa. Una larga sobremesa siempre me ha enfermado y pedía permiso para levantarme de cuando en cuando
para ir a jugar con una vieja perra que se llamaba Babet y que se
pasaba la vida teniendo cachorros y alimentándolos en un rincón del comedor.
La tarde me parecía muy larga también. Era preciso que mi
madre tomara las cartas e hiciese una partida con los ancianos,
cosa que tampoco la divertía, puesto que mi tío era buen jugador y no se enfadaba como Deschartres, cuando la señora Marliere
ganaba como consecuencia de sus trampas. Ella misma decía
que el juego sin trampas la aburría; por ello nunca quería jugar
por dinero.
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
Durante ese tiempo, la criada Bourdieu trataba de distraerme. Me hacía construir castillos de cartas o edificios de dominós.
Mi tío, que era muy juguetón, se volvía para soplar por debajo y
para dar un golpe con el codo a nuestra pequeña mesa. Y después, él le decía a la señora Bourdieu, que se llamaba Victoria
como mi madre:
–¡Victoria, embrutezca a esta niña; muéstrele alguna cosa
interesante. ¡Tenga, hágala ver mis tabaqueras!
Entonces, habrían un cofre y me hacían pasar revista a una
docena de tabaqueras muy bellas, adornadas con miniaturas encantadoras. Eran antiguos retratos de bellas damas con trajes de
ninfas, de diosas o de pastoras. Ahora comprendo por qué mi tío
tenía tantas damas hermosas en sus tabaqueras. Él ya no hacía
caso de eso, y sólo le parecían útiles para entretener las miradas
de una criatura pequeña. ¡Darle entonces algunos retratos a los
abates! Afortunadamente ya no es moda.
Esta parte del año 1811 transcurrida en Nohant, fue, según
creo, una de las raras épocas de mi vida en la que conocí una
felicidad completa. Había sido muy feliz en la calle Grange–
Bateliére, a pesar de que allí no tuve ni grandes jardines, ni hermosos apartamientos. Madrid había sido para mi una campaña
emocionante y penosa; el malsano estado en que volví, la catástrofe acaecida en mi familia por la muerte de mi padre, esa lucha
entre mi abuela y mi madre que había comenzado revelándome
el temor y la tristeza, todo esto fue un aprendizaje del sufrimiento y la desgracia. Pero la primavera y el verano de 1811 pasaron
sin nubarrones y la prueba es que ese año no me dejó ningún
recuerdo desagradable. Sé que Ursula lo pasó conmigo, que mi
madre tuvo menos jaquecas que otras veces y que si hubo desentendimiento entre mi abuela y ella fue tan bien ocultado que
he olvidado lo que hubo o lo que pudo haber. Es probable que
se tratara del momento justo de sus vidas en el que ellas se entendieron mejor, porque mi madre no era una mujer que supiese
ocultar sus impresiones.
***
Desde los primeros días de la primavera, hicimos los paquetes para volver al campo; yo tenía mucha necesidad. Ya fuese
por vivir mejor, ya por el aire de París que jamás me había sentado bien, languidecía cada vez más y adelgazaba a ojos vistos. Ni
siquiera se les ocurrió pensar en separarme de mi madre; yo creo
que en aquella época, no pudiendo tener el sentimiento de la
resignación y la voluntad de la obediencia, me hubiera muerto.
Mi abuela, entonces, invitó a mi madre a ir con nosotras a Nohant
y como a ese respecto yo mostraba una inquietud que inquietaba a los demás, se convino que mi madre me conduciría con ella
y con Rosa como acompañante, mientras que la abuela iría por
su lado con Julia. Se había vendido la gran berlina y se la había
reemplazado, pues habían disminuido las rentas, por un coche
de dos plazas.
© Pehuén Editores, 2001
***
Siempre me ha hecho falta para vivir una resolución firme
de vivir para alguien o para algo, para algunas personas o por
algunas ideas. Esta necesidad me venía naturalmente de la infancia, por la fuerza de las circunstancias, por el afecto contrariado. Siempre subsistió en mí aunque mi meta se oscureció y mi
empuje fue un tanto incierto. Querían forzarme a aproximarme
hacia la otra meta que me habían mostrado y de la cual yo me
había alejado obstinadamente. Me preguntaba si eso sería alguna vez posible. Sentí que no. La fortuna y la instrucción, las
buenas costumbres, el espíritu, lo que llamaban «el mundo» se
me apareció bajo formas sensibles, tal y como yo las concebía.
«Esto se reduce –pensé– a convertirse en una bella señorita
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
rozagante, bien adornada, erudita, tocando el piano delante de
gentes que aprueban sin escuchar y sin comprender, no preocupándose de nadie, adorando brillar, aspirando a un casamiento
fastuoso, vendiendo su libertad y su personalidad por un coche,
por un escudo, algunas telas o monedas. Esto no me va ni me irá
jamás. Si debo heredar forzosamente este castillo, los granos de
trigo que Deschartres cuenta y recuenta, esta biblioteca que no
me divierte y esta bodega de la que nada me tienta, ¡he aquí una
gran felicidad y encantadoras riquezas! A menudo he soñado
con viajes lejanos. Los viajes me habrían tentado si yo no hubiera tenido el proyecto de vivir para mi madre! Y bien, ya está; si
mi madre no me quiere cerca de ella, algún día partirá, me iré al
fin del mundo. Veré el Etna y el monte Gibel, iré a América, a la
India. Dicen que es muy lejos, que es difícil, ¡tanto mejor! Dicen
que uno se muere, ¿qué importa? Esperándolo, vivamos al día,
vivamos al azar; porque nada de lo que conozco me tienta o me
afirma, dejemos, pues, venir lo desconocido.»
Ahí abajo, ensayé vivir sin pensar en nada, sin creer en nada
y sin desear nada. Al principio me costó; habíame acostumbrado
tanto a soñar y a pensar en un bien futuro, que a pesar de mi
misma, volvía a recomenzar mis sueños. Pero la tristeza me invadía entonces, tan negra, y el recuerdo de la escena que me
habían hecho, tan atosigante, que tenía una necesidad imperiosa
de escapar de mi misma, y corría hacia los campos para aturdirme con los chiquillos y las chiquillas que me amaban y que me
sacaban de mi soledad.
Pasaron algunos meses sin atractivo alguno y de los cuales
me acuerdo muy confusamente, porque estuvieron vacíos. Me
comportaba muy mal, no trabajaba nada más que lo justo para
que no me regañaran, apresurándome, por así decirlo, en olvidar
rápidamente lo que acababa de aprender, no meditando más sobre mi trabajo como hasta esos momentos había hecho por una
necesidad de lógica y de poesía que había tenido su secreto en-
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canto; corría más por los caminos, los zarzales y los pastos con
mis bulliciosos acólitos; revolvía la casa de arriba abajo con mis
juegos enloquecientes; tomaba por costumbre una expresión de
contento la mayoría de las veces forzada, cuando mi dolor interior amenazaba con despertarme; en una palabra, me volví de
repente una niña terrible, como decía mi doncella, quien comenzaba a tener razón, aunque, sin embargo, ya no me pegaba, al ver
que por mi tamaño hubiera sido capaz ya de devolverle el golpe
y que por mi aspecto ya no estaba de humor como para soportarlo.
Viendo todo esto, mi abuela dijo:
–Hija mía, ya no tienes sentido común. Tienes inteligencia y
haces todo lo posible para volverte o parecer tonta. Podrías ser
agradable y te haces insoportable. Tu tez se ha oscurecido, tus
manos se han ajado, tus pies van a deformarse con los zuecos.
Tu cerebro se deforma y se desparrama como tu persona. A veces te callas por completo y tienes el aspecto de quien desdeña
todo. A veces hablas demasiado aparentando charlar por charlar. Has sido una niña encantadora y no es preciso que te conviertas en una joven absurda. Ya no tienes gracia, comportamiento, atractivo. Tienes un buen corazón y una cabeza lastimosa. Hace falta que todo esto cambie. Además, tienes necesidad
de profesores de buenos modales que yo aquí no puedo procurarte. He resuelto, entonces, enviarte al convento e iremos a París
para ello.
–¿Y veré a mi madre? –grité.
Ciertamente, la verás –respondió fríamente mi abuela–; después de lo cual te alejarás de ella y de mí el tiempo necesario
para completar tu educación.
«Sea –pensaba yo–; el convento, no sé lo que es, pero será
algo nuevo; y como, después de todo, la vida que llevo ahora no
me divierte en absoluto, podré ganar con el cambio.»
Así ocurrió. Volví a ver a mi madre con mis exteriorizaciones
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
acostumbradas. Tenía una última esperanza, que encontrara el
convento inútil y ridículo, y que me retuviese, al ver que yo había
insistido en mi resolución. Pero, por el contrario, ella me alabó la
ventaja de las riquezas y el talento. Lo hizo de una manera que me
asombró y que me hirió, porque ya no encontraba en ella su franqueza y su coraje acostumbrados. Se burlaba del convento, criticaba ácidamente a mi abuela, quien detestando y menospreciando la devoción, me confiaba a las religiosas; pero, siempre protestando, mi madre hizo exactamente lo que ella. Me dijo que el convento me sería muy útil y que hacía falta que yo entrase allí. Y
como jamás he tenido voluntad propia, entré al convento sin temor, sin pena y sin repugnancia. No me daba cuenta de lo que
ocurriría. No sabía que tal vez entraba verdaderamente en el mundo
al franquear la puerta del claustro, que podía mantener nuevas
relaciones, costumbres espirituales, hasta ideas que me incorporarían por así decirlo, con aquella clase social que yo había pretendido abandonar. Creí ver, por el contrario, en ese convento, un
terreno neutro y en los años que en él debería pasar, una especie
de alto en medio de la lucha que en mi se mantenía.
En París, me había encontrado con Paulina de Pontcarré y
su madre. Paulina estaba más bella que nunca, su carácter seguía siendo alegre, fácil y amable; su corazón tampoco había
cambiado. Era absolutamente frío, lo que no impidió que yo amara
y admirara como algo ya pasado esa bella indiferencia.
Mi abuela había preguntado a la señora de Pontcarré sobre el
convento de las inglesas, el mismo en el que ella había estado
prisionera durante la revolución. Una sobrina de la señora de
Pontcarré se había educado allí y acababa de salir. Mi abuela, que
había guardado de ese convento y de las religiosas que en él había
conocido un cierto recuerdo, se quedó encantada al saber que la
señorita Debrosses había sido allí muy bien cuidada, educada con
distinción y que se hacían muy buenos estudios, que los profesores de buenos modales eran muy renombrados y que, en una pala-
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bra, el convento de las inglesas merecía la fama de que, gozaba en
el gran mundo, compitiendo con el Sagrado Corazón y la Abadía
de los Bosques. La señora de Pontcarré proyectaba llevar también
a su hija, cosa que hizo, en efecto, al año siguiente. Mi abuela se
decidió entonces por las inglesas y, un día de invierno, me vistieron con el uniforme de sarga oscura, colocaron mi ropa en una
maleta, un coche de alquiler nos condujo a la calle Fossés-SaintVictor y después que hubimos esperado algunos instantes en el
recibidor, abrieron una puerta de comunicación que se cerró detrás de nosotras. Estaba enclaustrada.
Este convento es una de las tres o cuatro comunidades británicas que se establecieron en París, durante el poderío de
Cromwell. Después de haber sido perseguidores, los ingleses
católicos, cruelmente perseguidos, se unieron en el exilio para
rezar y pedir especialmente a Dios la conversión de los protestantes. Las comunidades religiosas se quedaron en Francia, pero
los reyes católicos retomaron el cetro en Inglaterra y se vengaron muy poco cristianamente.
La comunidad de las agustinas inglesas ha sido la única que
ha subsistido en París y cuya casa ha sufrido las revoluciones sin
mucho perjuicio. La tradición del convento decía que la reina de
Inglaterra, Enriqueta de Francia, hija de nuestro Enrique IV y
mujer del desgraciado Carlos I, había ido muy a menudo a rezar
con su hijo Jacobo II en nuestra capilla y a curar las escrófulas de
los pobres que seguían sus pasos. Un muro divisor separa este
convento del colegio de las escocesas. El seminario de las irlandesas está cuatro puertas más lejos. Todas nuestras religiosas
eran inglesas, escocesas o irlandesas. Los dos tercios de internas
y externas, así como una parte de los padres que venían a oficiar,
pertenecían también a esas naciones. Había horas del día en las
que estaba prohibido a toda la clase decir una palabra en francés, cosa que era lo mejor para un estudio y un aprendizaje rápido de la lengua inglesa. Nuestras religiosas, con razón, no nos
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HISTORIA DE MI VIDA
hablaban casi nunca en otro. Ellas tenían las costumbres de su
clima, tomaban el té tres veces por día, admitiendo a las que
habían sido buenas para tomarlo con ellas.
El claustro y la iglesia estaban pavimentados con largas baldosas funerarias, bajo las cuales reposaban los restos venerados
de los católicos de la vieja Inglaterra, muertos en el exilio y amortajados como favor en este santuario inviolable. Por todas partes, sobre las tumbas y sobre las murallas, había epitafios y sentencias religiosas en inglés. En la habitación de la superiora y en
su recibidor particular, grandes y viejos retratos de príncipes o
de prelados ingleses. La bella y galante María Estuardo, llamada
santa por nuestras castas monjas, brillaba allí como una estrella.
En fin, en esta casa todo era inglés, el pasado y el presente, y
cuando una franqueaba la puerta, parecía como haber atravesado el canal de la Mancha.
Para una paisana del Berry como yo, fue un asombro, un
aturdimiento del que no me recuperé en ocho días. Fuimos recibidas primero por la superiora, señora Canning, una gruesa mujer entre los cincuenta y sesenta años, bella todavía en su físico
santo, que contrastaba con su espíritu desarrollado. Se decía,
con razón, mujer del gran mundo; tenía elocuentes maneras, la
conversación fácil a pesar de su acento detestable, y una mirada
más burlona y dura que recogida y santa. Siempre ha pasado por
buena y como su ciencia del mundo hacía prosperar el convento,
como sabía perdonar hábilmente, en virtud de su derecho de
gracia que le reservaba, en última instancia, la útil y cómoda
función de reconciliar a todo el mundo, era amada y respetada
por las religiosas y por las pensionistas. Pero, desde el principio,
su mirada no me gustó y tuve razón para creer después que ella
era dura y maligna. Ha muerto en olor de santidad, pero yo creo
no equivocarme al pensar que debió sobre todo a su hábito y a
su gran aspecto venerable esta deferencia.
Mi abuela, al presentarme, no pudo evitar el orgullo de ex-
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plicar que yo estaba muy bien instruida para mi edad y que me
harían perder el tiempo si me ponían en la clase de las niñas.
Estábamos divididas en dos secciones, la clase de las pequeñas
y la clase de las grandes. Por mi edad, yo pertenecía realmente a
la clase pequeña, que contenía una treintena de pensionistas de
los seis a los trece o catorce años. Por las lecturas que me habían
hecho hacer y por las ideas que ellas habían desarrobado en mi,
pertenecía a una tercera clase que habría sido preciso crear para
mí y para dos o tres más; pero yo no estaba habituada a trabajar
con método, no sabía una palabra de inglés. Sabía mucho de
historia y también de filosofía; pero, era muy ignorante o al menos estaba muy indecisa en el orden del tiempo y de los acontecimientos. Habría podido hablar de todo con los profesores, y
hasta tal vez haber visto más claro y más avanzado que los que
nos dirigían; pero cualquier doméstico del colegio me habría sabido enredar sobre la cuestión de la fe y no habría sido capaz de
hacer un examen en regla sobre lo que se hubiera tratado.
Yo lo sabía y me sentí muy aliviada al por decir a la superiora que, no habiendo recibido todavía el sacramento de la confirmación, debía entrar forzosamente en la clase pequeña.
Era la hora del recreo; la superiora llamó a una de las niñas
mas buenas de la clase pequeña, me confió a ella y me recomendó también, enviándome al jardín. Me puse inmediatamente a ir
y venir, a mirar todas las cosas y todas las figuras, a husmear en
todos los rincones del jardín como un pájaro que busca lugar
para su nido. No me sentía en absoluto intimidada, a pesar de
que todas me miraban. Me daba perfecta cuenta de que tenían
mejores modales que yo; veía pasar y volver a pasar a las grandes, que no jugaban y sí charloteaban tendiéndose del brazo. Mi
introductora me nombró a algunas; tenían grandes nombres aristocráticos que no me hicieron ninguna impresión, como puede
figurarse. Me informó del nombre de, las avenidas, de las capillas y de los adornos del jardín. Me regocijó al saber que estaba
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HISTORIA DE MI VIDA
permitido poseer un pequeño rincón en los macizos y cultivarlo
a gusto. Este entretenimiento para las pequeñas, me dio la impresión de que la tierra y el trabajo no me faltarían.
Se organizó un juego por parejas y me adscribieron a un bando. Yo no conocía las reglas del juego, pero sabía correr muy
bien. Mi abuela vino a pasearse con la superiora y la ecónoma y
pareció gustarle verme tan a gusto y contenta. Después, ella se
dispuso a irse y me llevó al claustro para decirme adiós. El momento le parecía solemne y la excelente mujer se deshizo en
lágrimas al abrazarme. Yo me emocioné un poco, pero pensó
que era mi deber el contrariar a mi corazón y no lloré. Entonces,
mi abuela, mirándome a la cara, me rechazó gritando:
–¡Ah, corazón insensible, me abandonas sin apenarte, ya lo veo!
Y salió con la cara entre sus manos.
Me quedé estupefacta. Me parecía que había hecho mal no
demostrándole debilidad y, según mi opinión, mi coraje, o mi
resignación, debiera haberle sido agradable. Me volví y vi cerca
de mi a la madre Alippe, una pequeña vieja redonda y buena, un
excelente corazón femenino.
–Y bien –me dijo con su acento inglés–, ¿qué ha pasado?
¿Has dicho algo a tu abuela que haya podido contrariarla ...?
–No le he dicho nada –respondí yo—, y he creído mi deber
el no decírselo.
–Veamos –dijo, tomándome de la mano–, ¿tienes pena de
estar aquí?
Como ella tenía un acento franco que no engañaba, respondí sin titubear:
–Sí, señora; a pesar mío me siento triste y sola en medio de
personas que no conozco. Siento que aquí nadie puede amarme
todavía y que ya no estoy con mi familia, que me quiere mucho.
Por ello no he querido llorar delante de mi abuela, puesto que su
voluntad es que me quede en donde ella me manda. ¿Es que me
he equivocado?
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–No, mi niña –respondió la madre Alippe–; tu abuela posiblemente no ha comprendido. Vete a jugar, sé buena y se te querrá aquí tanto como te ama tu familia. Solamente, cuando vuelvas a ver a tu abuela, no olvides decirle que, si no mostraste
pena al abandonarla, fue para no aumentar la suya.
Volví al juego, pero el corazón me pesaba. Me parecía y todavía me parece que el movimiento de mi pobre abuela había
sido muy injusto. Era por su culpa el que yo mirara el convento
como una penitencia que ella me imponía, porque no se había
olvidado, en los momentos en que me regañaba, de decirme que
cuando yo estuviera allí, recordaría a Nohant y las pequeñas
dulzuras de la casa paterna. Parecía como que estaba herida al
verme aceptar el castigo sin resistencia ni pena. «Si es para mi
bien para lo que estoy aquí –pensaba– sería ingrata estando a
disgusto. Si es para castigarme, y bien, ya estoy castigada; ¿qué
más quieren? ¿Qué sufra? Es como si me pegasen más fuerte
porque no grito al primer golpe.»
Mi abuela fue a cenar ese día con mi tío de Beaumont y le
contó llorando que yo no había llorado.
–¡Bueno, mucho mejor! –dijo él con su juicio filosófico–. Ya
es triste estar en un convento; ¿querrías acaso que ella lo comprendiera? ¿Qué ha hecho de malo para que le impusieras la reclusión y las lágrimas de cocodrilo? Hermana, ya te lo he dicho:
la ternura maternal es a menudo demasiado egoísta y nosotros
hubiéramos sido muy desgraciados si nuestra madre hubiera
amado a los niños como tú amas a los tuyos.
A mi abuela le irritó mucho este sermón, se retiró temprano
y no fue a verme sino al cabo de ocho días, a pesar de que me
había prometido volver a los dos días de entrada en el convento.
Mi madre, que vino antes, me contó lo que había pasado, dándome la razón, como de costumbre. Mi pequeña amargura interior
aumentó: «Mi abuela sufre –pensó–; pero mi madre sufre también al hacérmelo saber; yo he sufrido por eso mismo, a pesar de
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HISTORIA DE MI VIDA
que he creído tener razón. No he querido demostrar decepción
alguna y creyeron que pretendía mostrarme orgullosa. Mi abuela
me condena por eso, por ello mi madre me aprueba; ni la una ni
la otra me han comprendido y veo bien que la aversión que se
tienen me volverá injusta también y muy desgraciada seguramente, si me entrego ciegamente a una de las dos.»
Allí mismo me congratuló de estar en el convento; sentía
una necesidad imperiosa de descansar de todos esos
desgarramientos interiores; estaba cansada de ser como una
manzana de la discordia entre dos seres a quienes yo quería. Me
hubiera hasta gustado que me olvidaran.
Entonces acepté el convento y lo acepté tan bien que llegué
a sentirme más feliz que nunca en mi vida. Creo que debí ser la
única satisfecha entre todas las niñas que he conocido allí. Todas extrañaban a su familia, no solamente por ternura hacia sus
padres, sino también por la libertad y el bienestar. Aunque yo
era de las menos ricas y jamás había conocido el gran lujo, aunque éramos tratadas pasablemente en el convento, ciertamente
había una gran diferencia entre la vida material de Nohant y del
claustro. Por otro lado, la prisión, el clima de París, la continuidad absoluta de un régimen idéntico, que me parece funesto para
los sucesivos desarrollos o las modificaciones continuas de la
organización humana, me hicieron enfermar y decaer. A pesar
de todo esto, pasé allí tres años sin recordar el pasado, sin aspirar
al futuro y dándome cuenta de mi presente felicidad; situación
que comprenderán todos aquellos que han sufrido y que saben
que la única felicidad humana para ellos es la ausencia de los
males excesivos; situación excepcional, sin embargo, para los
hijos de los ricos y que mis compañeras no comprendían, cuando yo les aseguraba que no deseaba que mi actividad cesase.
Estamos enclaustradas en toda la acepción de la palabra.
No salíamos nada más que dos veces por mes y sólo dormíamos
afuera el día de año nuevo. Teníamos vacaciones, pero yo no las
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tuve, porque mi abuela dijo que prefería no interrumpir mis estudios, con el propósito de dejarme menos tiempo en el convento. Ella abandonó París pocas semanas después de nuestra separación y no volvió hasta un año después; luego hizo otro viaje
por un año más. Le había exigido a mi madre que no pidiese que
me dejaran salir. Mis primos Villeneuve me ofrecieron su casa
para los días de salida y escribieron a mi abuela para pedirselo.
Por mi cuenta, le escribí rogándole no lo permitiera y osé decirle
que no saliendo con mi madre, no quería ni debía salir con otras
personas. Yo temblaba porque no me hiciese caso, y, aunque yo
necesitaba y deseaba un poco las salidas, me había decidido a
hacerme la enferma si mis primos venían a buscarme valiéndose
de un permiso. Esta vez, mi abuela me aprobó y en lugar de
hacerme reproches, otorgó a mi deseo unos elogios que me parecieron un poco exagerados. No había hecho otra cosa que cumplir con mi deber.
Si bien pasé dos veces el año entero detrás de las rejas, teníamos y dábamos la misa en nuestra capilla; recibíamos las visitas particulares en el recibidor y tomábamos nuestras lecciones
separadas del profesor por una serie de barrotes. Todos los lados
del convento que daban a la calle estaban no solamente enrejados, sino cubiertos con piezas de tela. Realmente era una prisión, pero una prisión con un jardín y una sociedad numerosa.
Creo que no me di cuenta en ningún momento de los rigores de
la cautividad y que las minuciosas precauciones que tomaban
para tenernos bajo llave e impedirnos tener únicamente la visión
del exterior me hacían reír mucho. Esas precauciones eran el
único estimulante del deseo de libertad, porque la calle FossdsSaint-Victor y la calle Clopin no eran nada tentadoras ni para un
paseo y menos aún para la vista. Entre nosotras, no hubo ni una
que pensase jamás en franquear sola la puerta de la habitación
de su madre: casi todas, sin embargo, espiaban en el convento
las rendijas de la puerta del claustro, o deslizaban miradas furtivas
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
sobre las telas de las rejas. Desembarazarse de la vigilancia, descender de dos en dos las escaleras del patio y ver algún coche
que pasase afuera, era la ambición y el sueño de cuarenta o cincuenta jóvenes locas y burlonas, quienes, al día siguiente, recorrían todo París con sus familias sin el menor placer, se deslizaban por el pavimento y miraban a los paseantes sin casi donarles
fruto prohibido fuera del recinto conventual.
Durante esos tres años, mi moral sufrió unas modificaciones enormes e imprevisibles que mi abuela contempló con mucha pena, como si al meterme allí no las hubiera ella misma previsto. El primer año, fui más que nunca la niña terrible que ya
había comenzado a ser, porque una especie de desesperación o
al menos de desesperanza en mis afectos, me empujaba a aturdirme y a rodearme de mi propia picardía. El segundo año pasó
súbitamente a una devoción ardiente y agitada. Durante el tercero, me mantuve en un estado devoto, calmo, estricto y alegre.
En el primer año, mi abuela me regañó mucho en sus cartas. Al
segundo, se asustó de mi devoción mucho más que lo hubiera
hecho de mi mutismo. Al tercero, pareció medio satisfecha y me
manifestó cierto contento, no carente de inquietudes.
Este es el resumen de mi vida en el convento, todos los
detalles ofrecen algunas particularidades, en las cuales más de
una persona de mi sexo reconocerá los efectos ya buenos, ya
malos de la educación religiosa. Los contará sin la menor prevención y espero que con una sinceridad perfecta de espíritu y
de corazón.
Era un conjunto de construcciones, de patios y de jardines
que constituían una especie de ciudad, más que una casa particular. No había nada monumental, nada interesante para el anticuario. Después de su construcción, que no se remontaba nada
más que a doscientos años, habían hecho tantos cambios, agregados o distribuciones sucesivas, que ya no se encontraba el
antiguo carácter sino en muy pocas partes. Pero este conjunto
heterogéneo tenía también su propio carácter, algo de misterioso y embarazoso como un laberinto; ese cierto encanto poético
que las reclusas suelen poner en las cosas más vulgares. Me hizo
falta un mes antes de saber estar sola; incluso después de mil
exploraciones furtivas, no conocí jamás todas las vueltas y los
escondrijos.
La fachada, situada en la parte baja de la calle, no anuncia
nada. Es algo grande, tosco y desnudo, con una pequeña puerta
que se abre sobre una escalera de piedras grandes, derecha y carcomida. Tras subir diecisiete escalones (si no me falla la memoria), uno se encuentra en un pequeño patio pavimentado con baldosas y rodeado de construcciones bajas y derechas. De un lado,
el gran muro de la iglesia; del otro, las construcciones del claustro.
Un portero que vive en ese patio y cuya habitación está cerca de la puerta del claustro, abre a las personas de afuera un
pasillo por el que se comunican con las del interior por medio de
un torno, en el cual se depositan los paquetes, y de cuatro
locutorios enrejados para las visitas. El primero está especialmente dedicado a las visitas que reciben las religiosas, el segundo está destinado a las lecciones particulares; el tercero, que es
el más grande, es por el que las pensionistas ven a sus familias;
el cuarto es en el que la superiora recibe a las personas del mundo, lo que no le impide tener un salón en otro cuerpo del edificio
y un gran locutorio enrejado en el que ella se entretiene con los
eclesiásticos o las personas de su familia, cuando tiene que tratar asuntos importantes o secretos.
***
Antes de contar mi vida en el convento, ¿no debería describir un poco el mismo? Los lugares que uno habita tienen tal
influencia sobre los pensamientos, que es muy dificil separarlos
de las reminiscencias.
© Pehuén Editores, 2001
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
Esto es lo que los hombres y también las mujeres que no
tienen un permiso particular para entrar en del convento. Entremos en ese interior tan bien guardado.
La puerta del patio dispone de un postigo y se abre con un
gran ruido al claustro sonoro. Este claustro es una galería cuadrangular, pavimentada con piedras sepulcrales con muchas cabezas de muerto, osamentas en cruz y requiescant in pace. Los claustros son abovedados, alumbrados por grandes ventanas de amplio marco que se abren a un alféizar que tiene su apoyo tradicional y sus flores. Una de las extremidades del claustro se abre
sobre la iglesia y sobre el jardín, otra sobre el edificio nuevo en
el que se encuentra: en el bajo, la gran clase; en el entresuelo, el
taller de las religiosas, en el primero y en segundo, las células, y
en el tercero, el dormitorio de las pensionistas de la clase pequeña.
El tercer ángulo del claustro conduce a las cocinas, a las
bodegas, después al edificio de la clase pequeña, que se alza
frente a varios otros muy viejos que ya no existen, pues en mis
tiempos ya amenazaban con derrumbarse. Era un dédalo de pasillos oscuros, escaleras tortuosas, pequeñas habitaciones separadas y unidas las unas a las otras por pequeñas mesas desiguales o por pasajes de planchas unidas. Era allí probablemente en
donde se encontraba el resto de las construcciones primitivas, y
los esfuerzos que habían sido hechos para unir esas construcciones con las nuevas testimoniaban una gran miseria en los tiempos de revolución o un gran mal gusto por parte de los arquitectos. Había galerías que no conducían a ninguna parte, aberturas
por las que apenas se podía pasar, como se ven en los sueños en
los cuales se recorren edificios raros que se van uniendo alrededor de uno ahogándolo con sus ángulos súbitamente, cerrados.
Esta parte del convento escapa a toda descripción. Daré una
mejor idea cuando cuente las locas exploraciones que nuestras
locas imaginaciones de pensionistas nos hacían emprender. Por
© Pehuén Editores, 2001
el momento, con decir que el uso de esas construcciones estaba
en igual desarmonía que su unión, me bastará. Aquí, estaba el
apartamiento de una pensionista; al lado, el de una alumna; más
allá, una habitación en donde se estudiaba el piano; cerca, una
lavandería, y después, habitaciones vacías o pasajeramente ocupadas por amigos de ultramar; y después, esos rincones sin nombre en los que las solteronas y, sobre todo las monjas, apilan
misteriosamente una cantidad de objetos que se asombran de
estar juntos, provisiones de ornamentos de iglesia con las cebollas, sillas rotas con botellas vacías, llaves herrumbradas con trapos, etc.
El jardín era grande y plantado con unos magníficos castaños. Por un lado, continuaba el del colegio de las escocesas, del
cual estaba separado por un muro muy alto; por el otro, estaba
bordeado con pequeñas casas todas alquiladas a damas piadosas
retiradas del mundo. A pesar de este jardín había todavía, delante del edificio nuevo, un patio doble plantado con verduras y
bordeado de otras casas igualmente alquiladas a viejas matronas
o a pensionistas de cuarto. Esta parte del convento terminaba
en un lavadero y en una puerta que daba sobre la cable Boulangers.
Esta puerta se abría solamente a las internas, que tenían, de ese
lado, un locutorio para sus visitas. Después del gran jardín del
que he hablado, había otro todavía más grande en el cual no
entrábamos nunca y que servía para la consumición del convento. Era una inmensa huerta que lindaba con la de las damas de la
Misericordia y que estaba lleno de flores, legumbres y magníficas frutas. A través de una reja enorme, veíamos las uvas doradas, los melones majestuosos y los bellos capullos empenachados;
pero la reja era infranqueable y una se jugaba los huesos pretendiendo escalarla, cosa que no impidió a algunas de nosotras penetrar en la huerta por sorpresa dos o tres veces.
No he hablado de la iglesia y del cementerio, los únicos lugares verdaderamente bellos del convento; lo haré en su mo-
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HISTORIA DE MI VIDA
mento; encuentro que mi descripción general se ha hecho demasiado extensa.
Para resumirla, diré que, entre religiosas, hermanas conversas, pensionistas, inquilinas, amas seculares y criadas, éramos cerca de ciento veinte o ciento treinta personas, alojadas de la manera más disparatada e incómoda; las unas, demasiado amontonadas en un determinado lugar; las otras, demasiado diseminadas en
un espacio en el que diez familias podrían haber vivido con comodidad, aun cultivando un poco de tierra como entretenimiento.
Todo estaba tan alejado, que se perdía un cuarto del día en ir y
venir. No he hablado tampoco de un gran laboratorio en el que se
destilaba agua de menta; de la habitación de los claustros, en la
que se tomaban ciertas lecciones y que había servido de prisión a
mi madre y a mi tía; del patio con gallinas que infectaba la clase
pequeña ; de la clase trasera en la que se desayunaba; de las bodegas y subterráneos de los cuales tendría mucho que contar; en fin,
de la clase delantera, del refectorio y del capítulo, porque no terminará jamás de hacer comprender, con todas esas distribuciones,
lo poco que las religiosas entendían del ordenamiento lógico y de
las comodidades en un alojamiento.
Pero, en revancha, las celdas de las monjas eran de una limpieza encantadora y estaban llenas de esas menudencias que una
devoción integra, corta, encuadra, ilumina y pone lazos con paciencia. En todos los rincones, la vida y el jazmín ocultaban la
vetustez de las murallas. Los gallos cantaban a medianoche como
en pleno campo, la campana tenía un bonito sonido argentino,
como de voz femenina; en todos los pasajes, un nicho graciosamente moldeado en la muralla, se abría para enseñarnos una
madona grasienta y amanerada del siglo XVIII; en el taller, bellas imágenes inglesas os representaban la caballeresca figura de
Carlos I en todas sus edades y a todos los miembros de la real
familia papista. Al fin, desde la pequeña candela que tembloteaba
de noche en el claustro, hasta las pesadas puertas que, cada atar-
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decer, se cerraban a la entrada de los corredores con un ruido
solemne y un chirrido ferruginoso lúgubre, todo poseía un cierto
encanto poético y místico, ante el que tarde o temprano, yo me
volvería sensible.
Ahora recuerdo. Mi primer movimiento al entrar en la clase
pequeña fue penoso. Estábamos encajonadas una treintena en una
sala sin amplitud y altura suficientes. Los muros, revestidos de un
espantoso papel amarillo huevo, el techo sucio y torcido, bancos,
mesas y taburetes mal limpiados, una tosca estufa que largaba
humo, un tosco crucifijo de plomo, un suelo todo roto; allí era en
donde debíamos pasar los dos grandes tercios de la jornada, los
tres cuartos en invierno, y estábamos en invierno precisamente.
Rodear a la infancia con objetos agradables y nobles al mismo tiempo que instructivos, hubiera sido un detalle. Es preciso,
sobre todo, no confiarla sino a los seres que se distinguen, ya por
el corazón, ya por la inteligencia. No concibo, pues, cómo nuestras bellas religiosas, tan buenas y dotadas de nobles y suaves
maneras, hubiesen puesto a la cabeza de la clase pequeña a una
persona del talante, de figura y de maneras repulsivas, con un
lenguaje y un carácter cambiantes. Sucia , horrible, bigotuda,
irrascible, dura hasta la crueldad, sinuosa, vengativa, ella fué,
desde el principio, un obgeto de disgusto moral y físico para mí,
como ya lo era para todas mis compañeras.
Hay naturalmente antipáticas que representan la aversión
que inspiran y que no pueden jamás hacer el bien, cosa que evitan, porque alejan a las demás de la buena senda, nada más que
prediciéndoles, y que se ven obligadas a hacer su propio saludo
aisladamente, lo que constituye la cosa más estéril y menos piadosa del mundo. La señorita D.... pertenecía a este grupo. Sería
injusta con ella si no dijese el pro y el contra. Era sincera en su
devoción y rígida consigo misma; vivía en una exaltación que la
hacía intolerante y detestable, pero que hubiera sido una especie
de grandeza, si ella hubiera vivido en el desierto como los ana-
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GEORGE SAND
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coretas, de la fe que tenía. En sus conversaciones con nosotras,
su austeridad se volvía feroz; gozaba castigando, regañaba
voluptuosamente y en su boca, regañar era insultar o ultrajar.
Era pérfida en sus rigores y fingía salir (cosa que nunca debió
haber hecho en clase) para escuchar detrás de las puertas lo que
decíamos sobre ella y sorprendernos con delicia «in fraganti» delito
de sinceridad. Además, nos castigaba de la manera más tonta y
humillante. Nos hacía, entre otras cosas, besar la tierra, por lo
que ella llamaba nuestras malas palabras. Esto entraba en la disciplina del convento; pero las religiosas se contentaban con un
simulacro y fingían no ver cuando nosotras nos besábamos la
mano al bajarnos hacia las baldosas, mientras que la señorita
D... nos empujaba al polvo y nos hubiera destrozado la cara,
caso de no habernos resistido.
Era fácil darse cuenta de que su personalidad dominaba a su
rigidez y de que sentía una especie de rabia por ser odiada. En la
clase, había una pequeña inglesa de cinco a seis años, pálida,
delicada, enfermiza, un verdadero despojo, como decíamos en
Berry para señalar al más magro y más frágil polluelo de la nidada. Se llamaba Mary Eyre y la señorita D... hacía lo que podía
por interesarse en ella y hasta tal vez para amarla maternalmente. Pero había tan poco de esto en su naturaleza hombruna y
brutal que no podía conseguirlo. Si la regañaba, la aterrorizaba o
la irritaba hasta tal punto que se veía forzada en seguida, para no
ceder, a encerrarla y pegarle. Si se humanizaba hasta juguetear y
ser agradable con ella, era lo mismo que un oso con respecto a
una ratita. La pequeña lloraba y se desesperaba siempre, ya por
picardía propia, ya por cólera y desesperación. Era una lucha
odiosa de la mañana a la noche, insoportable para ver y oír, entre esa malvada y gruesa mujer, y la tierna y desgraciada criatura; y todo esto amén de las reglas de conducta y los rigores a los
que todas nosotras estábamos sometidas por turno.
Yo había deseado entrar en la clase pequeña, por una modes-
© Pehuén Editores, 2001
tia bastante común entre los niños cuyos familiares son demasiado presumidos; pero pronto me sentí humillada al estar bajo la
férula de ese viejo padre castigador grosero. No estuve ni tres días
ante su vista sin que me tomase tirria y sin que ella me hiciera
comprender que tenía una naturaleza tan violenta como la de Rose,
menos la franqueza, el afecto y la bondad de corazón. Después de
la primera mirada fija con la que me honró, me dijo:
–Me pareces una persona bastante disipada.
Desde ese momento, me encasilló entre sus más grandes
antipatías; porque la alegría le hacia mal, las risas infantiles le
hacían rechinar los dientes, la salud, el buen humor, la juventud,
en una palabra, eran crímenes espantosos para sus ojos.
Nuestras horas de esparcimiento y recreo eran aquellas en
las que una religiosa tomaba la clase en su lugar, pero eso sólo
duraba una o dos horas como máximo al día.
Era una equivocación por parte de nuestras religiosas, la de
ocuparse tan poco de nosotras directamente. Las amábamos;
tenían todas distinción, encanto y solemnidad, algo de dulce y
grave, fuera de su apariencia y hábito, que nos calmaba como
por encanto. Su enclaustramiento, su renunciamiento al mundo
y a la familia eran el único lado útil a la sociedad, que les inducía
a poder consagrarse a formar nuestros corazones y espíritu, y
esta empresa les hubiera resultado fácil si se hubieran dedicado
a ella por completo; pero pretendían no tener tiempo y, en efecto, no lo tenían, a causa de las largas horas que dedicaban a los
oficios y a las plegarias. He aquí el lado malo de los conventos
de niñas. Empleaban lo que llaman amas seculares, especies de
peones femeninos que hacían el papel de apóstoles delante de
las religiosas y que embrutecían o exasperaban a las niñas. Nuestras religiosas habrían merecido mucho más a Dios, a nuestras
familias y a nosotras, si hubiesen sacrificado a nuestra felicidad
y, para hablar en su estilo, a nuestra salvación una parte del tiempo
que ellas consagraban con egoísmo para trabajar por la suya.
) 61 (
GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
La religiosa que relevaba de tiempo en tiempo a esas damas
era la madre Alippe: era una pequeña monja redonda y rosada
como una manzana demasiado madura que comienza a partirse.
No era tierna, pero era justa y aunque no me trataba muy bien,
yo la amaba como las demás.
Encargada de nuestra instrucción religiosa, me preguntó el
primer día sobre el lugar en el que las almas languidecían, las de
los niños muertos sin bautizo. Yo no tenía idea en absoluto, sabía que debía haber un lugar para el castigo o exilio de esas pobres pequeñas criaturas, y respondí audazmente que iban al seno
de Dios.
–Pero, ¿en qué estas pensando y qué dices, desgraciada criatura? –me dijo la madre Alippe–. No me has entendido. Te pregunto ¿adónde van las almas de los niños muertos sin bautizo?
Me quedé callada. Una de mis compañeras, apiadándose de
mi ignorancia, me sopló bajito:
– ¡Al limbo!
Como era inglesa, su acento me embrolló y creí que se estaba burlando de mi.
–¿Al Olimpo? –le pregunté en voz alta, dándome vuelta y
riéndome.
¡Qué vergüenza! –exclamó la madre Alippe–, ¿te ríes del
catecismo?
–Perdón, madre Alippe –le respondí yo–, no lo he hecho a
propósito.
Como lo había dicho sinceramente, recuerdo que se calmó.
–Bien –dijo–, puesto que ha sido a pesar tuyo, no besarás el
suelo, pero haz la señal de la cruz para recogerte y tranquilizarte.
Desgraciadamente, yo no sabía hacer la señal de la cruz.
Era culpa de Rose, que me había enseñado a tocarme el
hombro derecho antes que el izquierdo, y mi viejo cura no se
había dado cuenta jamás. Ante enormidad semejante, la madre
Alippe frunció el ceño:
© Pehuén Editores, 2001
–¡ Es que usted lo hace a propósito, miss! –¡Ay!, no, señora –
Recomience otra vez esa señal de la cruz. –¡Ya está, madre! –
¡otra vez! Muy bien. ¿Y después? ¿Así lo hace usted siempre?
–Mi Dios, ¡si!
–¡Mi Dios! ¡Ha dicho usted mi Dios! ¡Jura! No lo creo. ¡Ah!,
desgraciada, ¿de dónde sale usted? ¡Es una pagana, una verdadera pagana! ¡dice que las almas van al Olimpo; hace el signo de
la cruz de derecha a izquierda y dice ¡mi Dios!, ¡fuera de la oración! ¡aprenderá el catecismo con Mary Eyre! Todavía sabe más
que usted!
Confieso que no me sentí humillada; me mordí los labios y
me apreté la nariz para no reírme; pero la religión del convento
me pareció algo tan tonto y ridículo que resolví aprenderla a mi
gusto y, sobre todo, no tomármela jamás en serio.
Me equivocaba. Mi día llegaría, pero no llegó mientras estuve en la clase pequeña. Estaba allí en un medio absolutamente
impropio para el recogimiento y ciertamente nunca hubiera llegado a ser piadosa y me hubiera quedado bajo el yugo odioso de
la señorita D... y bajo la férula un poco pedante de la buena
madre Alippe.
Yo no tenía un partido tomado al entrar en el convento. Me
inclinaba más hacia la docilidad que hacia la rebeldía. Ya se ha
visto que llegué allí sin ánimo y sin pena; sólo deseaba someterme
a la disciplina general. Pero, cuando vi esta disciplina tan tonta en
miles de aspectos y tan malamente prescripta por la D... me tapé
los oídos y me alisté resueltamente en el campo de los diablos».
Así llamaban a las que no eran ni querían ser devotas. Estas
–últimas eran llamadas las «buenas». Había una variedad intermedia que llamaban las «brutas» y que nunca tomaba partido
por nadie, riéndose a mandíbula batiente de las picardías de los
«diablos», bajando los ojos y callándose inmediatamente cuando
aparecían las amas o las «buenas» y no olvidándose decir siempre que había peligro: «¡Yo no he sido!»
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HISTORIA DE MI VIDA
Ay «¡Yo no he sido!» de las brutas egoístas, algunas completamente cobardes tomaron la costumbre de agregar: «Ha sido
Dupin o G...»
Dupin era yo; G.... era otra cosa., era la más sobresaliente
figura de la clase pequeña y la más excéntrica de todo el convento.
Era una irlandesa de once años, mucho más grande y fuerte
que yo con mis trece. Su voz plena, su figura franca y osada, su
carácter independiente e indomable le habían atraído el nombre
de «muchacho»; y aunque era una mujer que después fue muy
bella, por el carácter no pertenecía a nuestro sexo. Era la fiereza
y la sinceridad mismas, una naturaleza verdaderamente bella,
una fuerza física casi viril, un coraje más que viril, una inteligencia extraña, una completa ignorancia de la coquetería, una actividad exuberante, un profundo desprecio por todo lo que era
falso y cobarde en la sociedad. Tenía muchos hermanos y hermanas: dos de ellas en el convento, una (Marcella), excelente
persona, se ha quedado soltera, y la otra (Henriette), por aquel
entonces una criatura muy amable, se ha convertido en la señora
Vivien.
Mary G... (el «muchacho») estaba ausente por haberse indispuesto cuando yo entré en el convento. Me hicieron de ella un
retrato espantoso. Era el terror de las «brutas» y naturalmente
éstas se me habían acercado para empezar. Las «buenas» me habían probado, y como temían al ruido y a la petulancia de Mary,
trataron de ponerme en guardia contra ella. Algunas taimadas
decían misteriosamente que creían firmemente que era un muchacho y que su familia quería absolutamente hacer de él una
niña. Rompía todo, atormentaba a todo el mundo, era más fuerte que el jardinero; no permitía a las laboriosas trabajar; era un
huracán, una peste ¡desgraciado aquel que se le opusiese! «Ya
veremos –pensaba yo–; soy fuerte también; no soy vaga y me
gusta que me dejen hablar y pensar como yo quiero.» Sin embar-
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go, la esperaba con una especie de ansiedad. No hubiera querido
sentirme como una enemiga, ni aun antipática, entre mis compañeras. Ya era suficiente con la D..., el enemigo común.
Mary llegó y desde el primer vistazo su rostro sincero me fue
simpático. «Parece buena –me dije–; nos entenderemos.» Pero a
ella le correspondía, como más antigua, iniciar la relación. La
esperé muy tranquilamente.
Debutó con burlas.
–¿La señorita se llama Del Pan, se llama Aurora, sol naciente? (1). Lindos nombres! ¡Linda cara! Tiene la cabeza como un
caballo sobre la espalda de una gallina. Sol naciente, me arrodillo delante de ti; quiero ser el tornasol que salude, tus primeros
rayos. Parece ser que tomamos al limbo por el Olimpo; ¡a fe mía,
una hermosa educación que promete diversión!
Toda la clase estalló en risas. Sobre todo, las «brutas» reían a
mandíbula batiente. Las «buenas» estaban a sus anchas viendo a
dos diablos y no creyendo en su asociación.
Yo me reí tanto como las otras. Mary vio en seguida que yo
no estaba despechada porque no tenía vanidad. Continuó burlándose, pero sin acritud, y, una hora después, me dio un golpe
en la espalda como para matar a un buey, que yo se lo devolví
sin pestañear y riéndome.
–¡Esto es bueno! –dijo frotándose el hombro–. Vámonos a
pasear.
–¿Adónde?
–A cualquier parte con excepción de la clase. –¿Cómo hacer?
–¡Es bien fácil! Mírame y haz lo mismo.
Nos estábamos levantando para cambiar de mesa y la madre
Alippe entraba con sus libros y sus cuadernos. Mary aprovechó
el movimiento sin tomar la más mínima precaución; sin embar(1) Juego de palabras con el nombre de Aurore Dupin.
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go, nadie la observó. Franqueó la puerta y se fue a sentar al
claustro desierto, al cual, tres minutos después, llegué yo sin más
ceremonias.
–¿Ya estás aquí? –dijo ella–; ¿Qué has inventado para poder salir?
–Nada, he hecho lo que te he visto hacer.
–¡Está muy bien! –agregó–. Hay algunas que inventan historias, que piden permiso para ir a estudiar el piano, para ir a
curarse la nariz, o que pretenden querer ir a rezar santamente a
la iglesia; son pretextos que se usan y mentiras inútiles. Yo he
suprimido la mentira, porque es una cobardía. Salgo, entro; me
preguntan, no respondo. Me castigan, no me importa, y hago
todo lo que quiero.
–Eso me gusta.
–Entonces, ¿eres diabla?
–Quiero serlo.
–¿Tanto como yo?
–Ni más ni menos.
–¡Aceptada! –dijo ella, dándome un apretón de manos–.
Entremos ahora y quedémonos tranquilas delante de la madre
Alippe. Es una buena mujer; guardémonos para la D... Todas las
tardes, fuera de clase, ¿entiendes?
–¿Qué es eso de fuera de clase?
–Los recreos de la tarde en la clase, bajo la mirada de la D...,
son muy aburridos. Nosotras desaparecemos al salir del refectorio y no volvemos a entrar hasta la plegaria. Algunas veces, la D.
ni se da cuenta; mas a menudo, está encantada porque así goza
injuriándonos y castigándonos cuando volvemos a entrar. El
castigo es tener en la cabeza, durante todo el día siguiente, su
gorro de dormir, aun en la iglesia. En este tiempo es agradable y
excelente para la salud. Las religiosas que te encuentran así, hacen la señal de la cruz y exclaman: Shane!, shame! (1), esto no
hace daño a nadie. Cuando una tiene demasiados gorros de noche en la quincena, la superiora te amenaza con no dejarte salir.
Pero ella se deja convencer por la familia o se olvida. Cuando el
gorro de noche es ya un estado crónico, se decide a encerrarte;
pero, ¿qué importa? ¿No vale mucho más renunciar a un día agradable que aburrirse voluntariamente todos los días de la vida?
—Está muy bien razonado; pero la D..., ¿qué hace cuando
odia en exceso?
–Te injuria como una verdulera, pues no es otra cosa. No se
le contesta y monta en cólera todavía más. –¿Pega?
Se muere de ganas, pero no tiene pretextos suficientes, porque hay unas que tiemblan delante de ella como las «buenas» y
las «brutas», y otras, como nosotras, la desprecian y se callan.
–¿Cuántos diablos somos en clase?
–No muchos en estos momentos, y ya era tiempo de que tú
llegases para reforzarnos un poco. Está Isabelle, Sophie y nosotras dos. Todas las demás son «brutas» o «buenas». Entre las
buenas están Louise de la Rochejaquelein y Valentine de Gouy,
quienes tienen el mismo espíritu que los diablos y que son buenas, pero nada osadas como para abandonar así la clase. Pero
estate tranquila, hay otras en la clase grande que salen también y
con las que esta tarde nos reuniremos. Mi hermana Marcella viene a veces.
–Y, entonces, ¿qué se hace?
–Ya lo verás, esta tarde serás iniciada.
Aguaré el atardecer y la cena con una gran impaciencia. Al
salir del refectorio teníamos recreo. En el verano, las dos clases
se mezclaban en el jardín. En el invierno (y estábamos en invierno) cada clase entraba en la suya, las grandes en su bella y espaciosa sala de estudios; nosotras en nuestro triste local, en el que
la D.... nos obligaba a «entretenernos tranquilamente», vale decir, a no entretenernos en absoluto. La salida del refectorio traía
consigo un momento de confusión y yo admiré cómo los diablos
(1) ¡Vergüenza, vergüenza!
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de las dos clases se arreglaban para producir el pequeño desorden, gracias Al cual una se escapaba fácilmente. El claustro estaba alumbrado nada más con una pequeña lámpara que dejaba
a las tres galerías en una casi oscuridad. En lugar de caminar
derecho para llegar a la clase pequeña, nos quedábamos en la
galería de la izquierda y dejábamos desfilar la tropa; éramos libres.
Me encontré entonces en las tinieblas con mi amiga G... y
los otros diablos que ya me había anunciado.
Sólo recuerdo a las que nos acompañaron aquella tarde,
Sophie e Isabelle. Eran las más grandes de la clase pequeña.
Tenían dos o tres años más que yo, eran dos niñas encantadoras.
Isabelle, rubia, grande, fresca, más agradable que bonita, con un
carácter alegrísimo, más burlona que buena, notable sobre todo
por el talento, la facilidad y la abundancia de su dibujo. Estaba
seguramente dotada con un notable genio para el dibujo. Ignoro
en qué se convirtió ese don natural; pero pudo haberlo hecho un
nombre y una fortuna si hubiese sido educado. Poseía lo que
ninguna de nosotras, lo que no tienen generalmente las mujeres,
lo que no nos enseñaban en absoluto, aunque tuviésemos un
profesor de dibujo: sabía realmente dibujar. Podía componer felizmente cualquier cosa complicada, creaba de golpe y aparentemente sin pensar cantidades de personajes con verdadero movimiento, todos cómicos con una cierta gracia, agrupados con una
especie de maestría. No le faltaba inteligencia, pero el dibujo, la
caricatura, la loca composición, le servían principalmente para
manifestar esa inteligencia a la vez meditativa y espontánea,
novelesca, fantástica, satírica y entusiasta. Tomaba un pedazo
de papel y con una pluma o un pedazo de lápiz que el ojo a
penas podía seguir, mareaba allí dentro centenas de figuras bien
delineadas, sabiamente dibujadas y todas bien referidas al sujeto, que siempre era original, aunque a menudo, bastante extraño.
Eran procesiones de monjas que atravesaban un claustro gótico
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o un cementerio al claro de luna. Las tumbas se destapaban en
su cercanía, los muertos en sus sudarios comenzaban a agitarse.
Salían, cantaban, tocaban varios instrumentos, tomaban de la
mano a las monjas, haciéndolas bailar. Las monjas tenían miedo,
las unas se salvaban gritando, las otras se enardecían, comenzaban a bailar, dejando caer sus velos, sus mantos y se perdían
dando vueltas y cabriolas con los espectros de la noche brumosa.
Otras veces eran religiosas falsas, que tenían los pies de cabra o botas de estilo. Luis XIII, con enormes espadas marcándose
bajo sus hábitos, que se movían con movimientos imprevistos.
El romanticismo todavía no había sido descubierto y ya nadaba
ella en pleno, sin saber lo que estaba haciendo. Su viva imaginación le había procurado cien tipos de danzas macabras, a pesar
que jamás había escuchado hablar de ellas y que sólo las conocía
por el nombre. La muerte y el diablo jugaban todos los papeles,
todos los posibles personajes en esas composiciones burlonas y
terribles. Y después, también dibujaba escenas del convento,
caricaturas chocantes de todas las religiosas, de todas las pensionistas, de las criadas, de los maestros de ceremonias, de los
profesores, de las visitas, de los curas, etc. Ella era el fiel relator
eternamente fecundo de todos los pequeños acontecimientos,
de todas las mixtificaciones, de todos los pánicos, de todas las
batallas, de todos los entretenimientos, de todos les aburrimientos de nuestra vida monástica. El incesante drama de la señorita
D... con Mary Eyre le proveía todos los días veinte páginas, cada
una de ellas más verídicas, burlonas y locas. En fin, una no se
cansaba nunca de verla inventar, porque ella misma estaba inventando continuamente. Como creaba a veces a la deriva, a
todas horas, durante las lecciones, bajo la mirada misma de nuestras vigilantes, no tenía con frecuencia el tiempo suficiente de
romper la hoja, de escondérsela en las manos o tirarla por la
ventana y al fuego, para escapar a cualquier sorpresa que le hu-
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HISTORIA DE MI VIDA
biera acarreado vivas reprimendas o severos castigos. ¡Cuántas
de sus obras maestras desconocidas habrá devorado la estufa de
la clase pequeña! No sé si el recuerdos retrospectivo me exagera
el mérito que tenían sus dibujos, pero me parece que todas sus
creaciones sacrificadas una vez producidas hubieran sorprendido e interesado a un verdadero maestro.
Sophie era la amiga íntima de Isabelle. Era una de las más
lindas y la persona más graciosa del convento. Su figura fina,
ligera y redondeada al mismo tiempo, adoptaba poses de una
languidez británica, libres de la torpeza típica de los isleños. Tenía un cuello redondo, fuerte y alargado, con una pequeña cabeza cuyos movimientos ondulantes estaban llenos de encanto;
los ojos más bellos del mundo, la frente recta, corta y obstinada,
inundada con un bosque de cabellos castaños y brillantes; su
nariz era fea, pero no conseguía destruir su rostro encantador.
Tenía una boca, cosa bien rara entre las inglesas, una boca de
rosa literalmente cubierta de pequeñas perlas, una frescura admirable, la piel aterciopelada, muy blanca para ser una piel morena. En fin, se la llamaba la joya. Era buena y sentimental, exaltada para con sus amistades, implacable para con sus aversiones, pero no manifestándolas sino con un mudo e invencible
desdén. Era adorada por muchas, pero sólo se dignaba amar a
unas elegidas. Sentí por ella e Isabelle una gran ternura que me
fue devuelta con más protección que entusiasmo. Era lógico. Yo
era una niña para ellas.
Cuando estuvimos reunidas en el claustro, vi que todas estaban armadas, unas con palos y otras con atizadores. Yo no
tenía nada y tuve el coraje de volver a entrar en la clase, apropiarme de una barra de hierro que servía para atizar la estufa y
volver cerca de mis cómplices sin ser notada.
Entonces, se me inició en el gran secreto y partimos en nuestra expedición.
Este gran secreto era la leyenda tradicional del convento,
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una fantasía que se transmitía de año en año y de diablo en diablo después de dos siglos; una ficción novelesca que bien pudo
tener algún fondo de realidad en un principio, pero que no se
mantenía ciertamente, nada más que por necesidad de nuestras
imaginaciones. Se trataba de «libertar a la víctima». Había en
alguna parte una prisionera, también se decía que hasta varias
prisioneras, encerradas en un reducto impenetrable, ya fuese una
celda oculta y tapiada en el espesor de las murallas, ya una guarida situada en algunas de las vueltas de los inmensos subterráneos que se extendían bajo el monasterio y bajo una gran parte
del barrio Saint Victor. Había, en realidad, unas bodegas magníficas, una verdadera ciudad subterránea a la cual jamás le habíamos visto el fin y que ofrecía varias salidas misteriosas sobre
diversos puntos del vasto convento. Se aseguraba que esas bodegas iban, muy lejos de allí, a desembocar en las excavaciones
que se prolongan sobre una gran parte de París y sobre los campos linderos hasta Vincennes. Decían que siguiendo las bellas
bodegas de nuestro convento se podía llegar hasta las catacumbas, las carreras, el palacio de las termas de Juliano, ¡qué sé yo!
Estos subterráneos eran la nave de un mundo tenebroso, terrible, misterioso, un inmenso abismo cavado bajo nuestros pies,
cerrado con puertas de hierro y cuya exploración era tan peligrosa como el descenso a los infiernos de Eneas o de Dante. Por
ello, era preciso absolutamente penetrar a pesar de las numerosas dificultades de la empresa y de los castigos terribles que hubiera provocado el descubrimiento de nuestro secreto.
Llegar a ver los subterráneos era una de esas fortunas inesperadas que sólo llegan una vez, dos veces cuanto más en la
vida de un «diablo» después de años enteros de perseverancia y
de secreto. Entrar por la puerta principal era algo en lo que ni se
debía pensar. Esta puerta estaba situada en los bajos de una larga escalera, Al lado de las cocinas, que eran también unas bodegas y en donde siempre estaban las hermanas conversas.
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HISTORIA DE MI VIDA
Pero estábamos persuadidas de que se podía entrar en los
subterráneos por otros lugares, hasta por los techos. Según nosotras, toda puerta condenada, todo rincón oscuro en cualquier
escalera, toda muralla que sonase a hueco, podía estar en comunicación misteriosa con los subterráneos y buscamos de buena
fe esa comunicación hasta debajo del tejado.
Yo había leído con delicia y terror, en Nohant, El castillo de
los Pirineos, de la señora Radcliffe. Mis compañeras tenían en la
cabeza muchas leyendas escocesas e irlandesas capaces de hacer poner los cabellos de punta. El convento tenía también con
profusión sus historias sobre dramas lamentables, aparecidos,
ocultaciones, apariciones inexplicables, ruidos misteriosos. Todo
eso y la idea de descubrir al fin el secreto formidable de la «víctima» encendía de tal manera nuestras locas imaginaciones, que
creímos hasta escuchar gemidos, suspiros que partían debajo de
las losas o por las fisuras de las puertas y los muros.
Henos ahí, entonces, lanzadas, mis compañeras por centésima vez, yo por primera, a la búsqueda de esa cautiva oculta que
languidecía quién sabe dónde, pero que en alguna parte tenía
que ser y que nosotras, tal vez, estábamos destinadas a descubrir. ¡Debía ser viejísima, después de tantos años en que se la
había buscado en vano! Podía tener fácilmente doscientos años,
pero a nosotras esto no nos importaba. La buscamos, la llamamos, pensamos en ella sin cesar y jamás desesperamos.
Esa noche me llevaron a la parte edificada que ya he descrito, la más antigua, la más fea, la más excitante para nuestras
exploraciones. Nos metimos en un pequeño corredor bordeado
con una rampa de madera y que daba sobre una caja vacía sin
uso conocido. Una escalera, igualmente bordeada por una rampa, descendía hacia esa región ignorada, pero una puerta de encima impedía la entrada de la escalera. Era preciso bordear el
obstáculo pasando de una rampa a otra y caminando sobre la
cara exterior de las balaustradas carcomidas. Debajo, había un
© Pehuén Editores, 2001
vacío sombrío cuya profundidad no podíamos apreciar. Sólo teníamos una pequeña bujía, que no aclaraba nada más que los
primeros escalones de la escalera misteriosa. Era un juego como
para habernos roto los huesos. Isabelle pasó la primera con la
resolución de una heroína. Mary, con la tranquilidad de un profesor de gimnasia; las demás con más o menos habilidad, pero
todas con suerte.
Estábamos al fin en esa escalera tan bien defendida. En un
instante, estuvimos abajo y con más alegría que sorpresa, nos
encontramos en un espacio cuadrado situado sobre la galería, un
verdadero escondrijo. Nada de puertas, ni de ventanas, ni de
destino explicable para esa especie de vestíbulo sin uso. ¿Para
qué entonces una escalera que desembocaba en eso? ¿Por qué
una puerta sólida y encadenada para cerrar una escalera?
Dividimos en varios pedazos la pequeña bujía y cada una
examinó un lado. La escalera era de madera. Debía haber un
escalón secreto que se abriese a un pasaje, a una nueva escalera
o a una trampa escondida. Mientras que unas exploraban la escalera y trataban de separar las viejas tablas, otras palpaban el
muro y buscaba un botón, un anillo, una marea, uno de esos
miles detalles que en las novelas de Radcliffe y en las crónicas
viejas, hacen mover una piedra, dar vuelta una pared, abrir una
entrada cualquiera hacia las regiones desconocidas.
Pero, ¡ay!, nada encontramos. El muro era liso y reforzado
con yeso. Al golpearlo sonaba sordamente, ninguna baldosa se
levantaba, la escalera no revelaba ningún secreto. Isabelle no se
descorazonó. En el más profundo ángulo que daba sobre la escalera, ella declaró que la muralla sonaba a hueco; golpeamos;
verificamos el hecho.
–¡Aquí es!, gritamos. Allí debe haber un pasaje, el de la famosa víctima. Por allí se debe bajar al sepulcro que encierra a
seres vivos.
Acercamos la oreja al muro y no escuchamos nada, pero
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HISTORIA DE MI VIDA
Isabelle afirmó que ella oía lamentos confusos, ruidos de cadenas. ¿Qué hacer?
–Es muy simple –dijo Mary–; hay que demoler el muro. Todas nosotras podemos hacer un agujero.
Nada nos parecía tan fácil; y ya comenzamos a trabajar en
aquel muro: las unas, ensayando a vencerlo con sus palos; las
otras, escarbando en él con sus barras y sus atizadores, sin pensar que atormentando de esa forma a las pobres murallas temblorosas, corríamos el riesgo de hacer derrumbar el edificio sobre nuestras cabezas. Felizmente no podíamos hacerle mucho
mal, porque no podíamos golpear sin atraer a cualquiera por el
ruido repiqueteante de los palos. Debíamos contentarnos con
arañar y cavar. Y ya habíamos conseguido separar bastante yeso
y piedras cuando sonó la hora de las plegarias. Sólo teníamos
tiempo para recomenzar nuestra peligrosa escalada, de apagar
nuestras luces, de separarnos y de volver a entrar en nuestras
clases sigilosamente. Aplazamos para el día siguiente la empresa
y el encuentro se fijó en el mismo lugar. Las que llegasen primero no esperarían a las que un castigo, o una vigilancia inusitada,
impidiera acudir. Se trabajaría cavando el muro, con el esfuerzo
de cada una. Habría trabajo para el día siguiente. No existía el
peligro de que se dieran cuenta, porque nadie bajaba jamás a
semejante escondrijo abandonado a las ratas y a las arañas.
Nos ayudamos las unas a las otras para hacer desaparecer el
polvo y el yeso con los que estábamos cubiertas, volvimos al claustro y entramos en nuestras clases respectivas cuando todo el mundo se arrodillaba para la plegaria. No recuerdos ya si aquel día
fuimos castigadas. Lo fuimos tan a menudo, que ningún hecho de
ese género toma características particulares recordándolo. Pero
también muy a menudo, pudimos seguir impunemente nuestra obra.
La señorita D... tejía, al atardecer, parloteando y peleándose con
Mary Eyre. La clase estaba oscura y creo que ella no tenía buena
vista. Tanto daba, porque con la rabia del espionaje, no tenía el
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don de la clarividencia y siempre nos era muy fácil escapar. Una
vez que nos encontrábamos fuera de la clase, ¿dónde pescarnos
en esa ciudad que llamábamos convento? La señorita D... no tenía
ningún interés en hacer un escándalo y denunciar nuestras frecuentes escapadas de la comunidad. Hubieran reprochado no haber sabido impedir lo que reprobaba. Éramos absolutamente indiferentes con respecto al gorro de dormir y a las furibundas declamaciones de esa amable persona. La superiora, que era políticamente muy indulgente, no se dejaba fácilmente persuadir para no
dejarnos salir. Sólo ella tenía el derecho de pronunciar ese supremo anuncio. La disciplina era entonces muy poco rigurosa, a pesar
del carácter maligno de la cuidadora.
La persecución del gran secreto, la búsqueda del escondrijo
duró todo el invierno que yo pase en la clase pequeña. El muro
fue notablemente socavado, pero sólo conseguimos llegar hasta
unos soportes de madera, delante de los cuales nos fue preciso
pararnos. Buscamos, sin embargo, todavía, husmeamos en veinte lugares diferentes, siempre sin conseguir el mínimo éxito, siempre también sin perder la esperanza.
***
No dejaré la clase pequeña sin hablar de dos pensionistas a
las que quise mucho, a pesar de que no estuvieron clasificadas
en el grupo de los diablos. Tampoco estaban en el grupo de las
buenas; menos aún entre el de las brutas, porque eran dos inteligencias muy notables. Ya las he nombrado: eran Valentine de
Gouy y Louise de la Rochejaquelein.
Valentine era una niña, sólo tenía nueve o diez años, si la
memoria no me engaña; y como era pequeña y delicada, no parecía mayor que Mary Eyre y Helen Kelly, las dos chiquitinas de la
clase pequeña en aquella época. Pero esta criatura era muy superior a su edad y uno podía pasarlo tan bien con ella, como con
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HISTORIA DE MI VIDA
Isabelle o Sophie. Aprendía todas las cosas con una maravillosa
facilidad. Estaba por otra parte tan adelantada en sus estudios
como las grandes. Tenía un espíritu encantador, mucha franqueza y bondad. Mi cama estaba cerca de la suya en el dormitorio y
me gustaba cuidarla como si se hubiera tratado de mi hija. Al
otro lado, estaba la pequeña Susana, hermana de Sophie, a quien
todavía yo cuidaba más porque estaba continuamente enferma.
El otro afecto que dejé en la clase pequeña, pero que no tardó
en reunirseme en la grande, Louise, era la hija de la marquesa de la
Rochejaquelein, viuda del señor de Lescure, la misma que ha dejado unas Memorias muy interesantes sobre la primera Vende. Creo
que el personaje político que representa en la asamblea nacional
el matiz de un partido realista con ideas más caballerescas que
positivas es el hermano de esta Louise. Su madre ha sido ciertamente una heroína de novela histórica. Esta novela verdadera,
contada por ella, ofrece unas narraciones muy dramáticas, muy
bien vividas y sumamente patéticas. La situación de Francia y de
Europa me es completamente desconocida ; pero, el punto de
vista realista aceptado, es imposible de juzgar mejor su propio
partido, de pintar mejor al fuerte y al débil, al bueno y al lado malo
de los elementos de la lucha. Este libro es el de una mujer de
corazón y espíritu. Quedarían entre los documentos menores y
útiles de la época revolucionaria. La historia ha hecho ya justicia
sobre los errores de hecho y sobre las ingenuas exageraciones del
espíritu partidario que ya no existen; pero se beneficiará con las
curiosas revelaciones de un juicio recto y de un espíritu sincero
que señalan las causas de la muerte de la monarquía, dándose por
entero con heroísmo al mismo tiempo, a esta monarquía expirante.
Louise poseía el corazón y el espíritu de su madre, el coraje y
un poco de la intolerancia política de los viejos chouanes (1), mu-
cho de la grandeza y poesía de los campesinos belicosos en medio
de los cuales había sido educada. Yo había leído ya el libro de la
marquesa, que se había publicado recientemente. No compartía
sus opiniones; pero no las combatí jamás, sentía el respeto que yo
debía a la religión de su familia, y sus escritos animados, sus descripciones encantadoras de las costumbres y los aspectos de aquella selva política, me interesaron vivamente. Algunos años más
tarde he estado en su casa una vez y he visto a su madre.
Como esa visita me impresionó mucho, contaré aquí lo que
pasó, en ella.
No recuerdo en dónde estaba situada la casa. Era un gran
hotel del barrio Saint-Germain. Llegué modestamente en coche
de alquiler, de acuerdo a mis medios y costumbres, y ordené
detenerlo delante de la puerta, que no se abría para tan insignificantes visitantes. El portero, que era un viejo empolvado de buena
casa, quiso detenerme.
– Perdón –le dije–, voy a la casa de la señora de la Rochejaquelein.
–¿Usted? me contestó mirándome despreciativamente porque yo llevaba un abrigo y un sombrero sin flores ni encajes.
¡vamos, entre!
Y se encogió de hombros como diciendo: «¡estas gentes reciben a cualquiera!»
Traté de empujar la puerta situada detrás de mí. Era tan
pesada que no pude lograrlo con la fuerza de mis dedos. No
quería quitarme los guantes, así que no insistí; pero como ya
había subido los primeros escalones de la escalera, el viejo cancerbero corrió detrás de mí.
–¿Y su puerta? –me gritó.
–¿Qué puerta?
– ¡La de la calle!
–¡Ah, perdón! –le dije riendo–, es su puerta y no la mía.
Se fue gruñendo a cerrarla y me pregunté si sería tan mal
(1) Integrantes del movimiento político francés de la Chouancrie, campesinos de la
Vendóe, que en 1793 se insurreccionaron contra la república francesa.
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recibida por los ilustres lacayos de mi compañera de infancia. Al
encontrar muchos en la antecámara, vi que había gente y pregunté por Louise. Yo estaba en París nada más que por dos o
tres días; deseaba responder al expreso deseo de mi amiga, que
quería abrazarme y sólo pretendía conversar algunos minutos
con ella. Vino a buscarme y me llevó al salón con la misma alegría y la misma cordialidad de siempre. En donde me hizo sentar, cerca de ella, no había otra cosa que gente joven, sus hermanas o sus amigas. Enfrente, las personas serias estaban alrededor
del sillón de su madre, que se encontraba como aislada.
Me desilusionó mucho al ver que el aspecto de la heroína de
la Vende, era el de una mujer gruesa, muy colorada y con una
apariencia bastante vulgar. A su derecha, se encontraba de pie un
campesino. Había venido desde su pueblo para verla y para ver
París, y había almorzado con la familia. Era, sin duda, un hombre
«ilustrado» y hasta posiblemente un héroe de la última Vendée.
No pude entender su edad de primera impresión y Louise, a quien
le pregunté, me dijo simplemente: Es un hombre valiente.
Estaba vestido con un pantalón grueso y una chaqueta redonda. Llevaba una especie de echarpe blanco en el brazo y un
viejo estoque le golpeaba las piernas. Se parecía a un guarida
campestre en un día de procesión. Lejos de allí existían esos
partisanos, pastores a medias, bandidos a medias también, con
los cuales yo había soñado. Pero ese buen hombre tenía una forma de decir «señora marquesa» que me daba náuseas. Sin embargo, la marquesa, casi ciega en aquel entonces, me agradó por su
gran expresión de bondad y de simplicidad. Alrededor suyo estaban algunas damas vestidas para el baile, que le rendían grandes
homenajes y que, seguramente, no sentían hacia sus cabellos
blancos y sus ojos azules medio apagados, tanta veneración como
la que mi corazón ingenuo estaba dispuesto a ofrecerle; secreto
homenaje mucho más apreciable aún, porque, en aquél entonces, yo no era ni devoto, ni realista.
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La escuchaba hablar, tenía más naturalidad que inteligencia, al menos en aquel momento. El campesino, pidiendo permiso, recibió de ella un apretón de manos y se puso el sombrero
antes de salir del salón, cosa que no hizo reir a nadie. Louise y
sus hermanas estaban vestidas tan cómodamente que sus maneras eran simplísimas. Esta simplicidad, llegaba a veces, hasta la
brusquedad. No hacían pequeñas labores, tenían ruecas y simulaban hilar la seda como las campesinas. Yo no deseaba otra
cosa que encontrar todo bien, y tal vez hasta lo estuvo. En la
casa de Louise, estoy segura, todo era ingenuo y espontáneo,
pero el cuadro en el que yo veía jugar a la castellana de la Vendée
no encajaba en absoluto con esos aires de joven de los campos.
Un bello salón muy alumbrado, una galería de patricias elegantes y de ladies (1) comedidas, una antecámara repleta de lacayos,
un portero que insultaba a las personas que llegaban en coche de
alquiler, todo esto no tenía armonía y uno veía demasiado la
imposibilidad de un himeneo público y legítimo entre la nobleza
y el pueblo.
***
Antes de volver a hablar sobre mi existencia en el convento,
quiero hacerlo sobre nuestras religiosas con algún detalle; no
creo haber olvidado ninguno de sus nombres.
Después de la señora Canning (la superiora), de la cual ya he
hablado, después de la señora Eugénie, la madre Alippe, la buena Gallinita (Marie-Augustine), una de las más antiguas era la
señora Monique (María Mónica), mujer muy austera, muy grave,
a quien jamás vi sonreír y con la cual nadie se familiarizó nunca.
Ha sido superiora después de la señora Eugénie, quien había
sucedido en mi tiempo a la señora Canining. La autoridad supe(1) Damas.
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rior no era inamovible. Se elegía, creo yo, cada cinco años. La
señora Canning fue superiora durante, treinta o cuarenta años y
murió superiora. La señora Eugénie solicitó ser relevada de su
gobierno cinco años después, porque su vida se iba apagando
poco a poco. Se ha vuelto casi ciega. Ignoro si todavía vive. No
sé tampoco si la señora Monique ha vivido hasta el presente. Sé
que desde hace unos años, la señora Marie Francoise la ha sucedido.
En mis tiempos la señora Marie Francoise era novicia con
su nombre de familia, miss Fairbairns. Era una bellísima persona, blanca con ojos negros, frescos colores, un rostro –muy austero, muy decidida, franca, pero fría. Esta frialdad, cuyo principio absolutamente británico se había desarrollado por la reserva
claustral y el recogimiento cristiano se hacía sentir en la mayoría
de nuestras religiosas. A menudo, nuestros intentos de simpatizar con ellas eran frenados y enfriados. Es el único reproche
colectivo que les hago. No deseaban hacerse amar. Otra decana
era la señora Anne Augustine, si no me equivoco de nombre.
Era vieja, tanto que si una se encontraba subiendo una escalera
detrás de ella, tenía el tiempo de aprender la lección. Jamás había podido decir una palabra en francés. Tenía también una figura muy solemne y austera. No creo que jamás nos dirigiera la
palabra. Se decía que tenía una enfermedad muy grave y que no
podía digerir bien. La digestión de la señora Anne Augustine era
una de las tradiciones del convento y éramos tan tontas como
para creérnosla.
Nos imaginábamos escuchar los ruidos de ese vientre cuando ella caminaba: era para nosotras un ser muy misterioso y algo
temible, esa antigua religiosa que era una estatua de metal, que
no hablaba jamás, que nos miraba algunas veces con asombro y
que no sabía ni tan siquiera un nombre de todas nosotras. Se la
saludaba temblando, ella hacía una corta inclinación y pasaba
como un espectro. Nosotras pretendíamos que había muerto
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hacía doscientos años y que trotaba siempre en los claustros por
costumbre.
La señora Marie Xavier era la más bella persona del convento; grande, bien hecha, de figura regular y delicada; siempre estaba pálida como su toca y triste como una tumba. Decía estar
muy enferma y esperaba la muerte con impaciencia. Es la única
religiosa a quien he visto desesperada por haber pronunciado los
votos. Ella no lo ocultaba, y se pasaba la vida suspirando y llorando. Esos votos eternos, que la Ley civil no revocaba, y que
ella no se atrevía sin embargo a romper. Había jurado sobre el
santo sacramento; no era lo suficientemente filósofa para desdecirse, ni lo suficiente piadosa para resignarse. Era una alma desfalleciente, atormentada, miserable, más apasionada que tierna,
porque no podía exteriorizarse de otra forma que con ataques de
cólera, como exasperada por el aburrimiento. Muchos comentarios se hacían sobre ella. Unas pensaban que había hecho los
votos por un desengaño amoroso y que todavía amaba; otras,
que odiaba y que vivía de rabia y de resentimiento; había otras
que la acusaban de poseer un carácter amargo e insociable, y de
no soportar la autoridad de sus superioras.
A pesar de que todo eso se nos ocultó en lo posible, nos era
fácil observar que vivía aparte, que las otras monjas le huían y
que pasaba su vida refunfuñando. Comulgaba, sin embargo, como
las demás y pasó, según creo, diez años en el convento. Pero he
sabido poco tiempo después de mi salida, que rompió sus votos
y que partió, sin que se supiera nunca lo que aconteció en el
seno de la comunidad. ¿Cuál habrá sido el fin del doloroso romance de su vida? ¿Habrá encontrado libre y arrepentido al objeto de su pasión? ¿Se habrá reintegrado al mundo? ¿Habrá vencido los escrúpulos y los remordimientos de la devoción que la
retuviera tanto tiempo cautiva, a pesar de su ausencia de vocación? ¿Habrá entrado en otro convento para terminar sus días
en el duelo y la penitencia? Ninguna de nosotras, según creo, lo
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HISTORIA DE MI VIDA
ha sabido. O también es probable que me lo hayan dicho y lo
haya olvidado. ¿Habrá muerto consumida por esa larga enfermedad anímica que la devoraba? Nuestras religiosas daban como
pretexto el alta de los médicos, quienes la habían condenado a
morir o a cambiar de clima y de régimen. Pero era fácil adivinar
en sus sonrisas un poco amargas que todo eso no había ocurrido
sin luchas y sin odio.
Otra novicia que también era muy bella y a quien vi entrar
como postulante bajo el nombre de miss Croft, hizo, después de
mi partida, lo mismo que la señora María Xavier; abandonó el
convento y renunció a su vocación antes de haber tornado el
velo negro.
Miss Hurst, novicia a quien yo vi tomar ese velo de duelo
eterno y que, lo hizo muy deliberadamente y sin arrepentirse, era
la sobrina de la señora Monique. Era mi profesora de inglés. Todos
los días pasaba una hora en su celda. Enseñaba con claridad y
paciencia. Yo la amaba mucho, para mí era perfecta, aun cuando
yo era diablo. Se llamó religiosamente María Vinifred. Siempre
que he leído a Shakespeare y a Byron he pensado en ella y le he
agradecido lo que hizo por mi de todo corazón.
Había, cuando yo entré al convento, otras dos novicias que
estaban acabando su noviciado y que tomaron los votos antes
que miss Hurst y miss Fairbairns. He olvidado sus nombres de
familia; recuerdo que los religiosos eran: Mary Agnés y hermana
Anne Joseph. Las dos eran pequeñas y menudas, tenían el aspecto de dos niñas. Mary Agnés sobre todo era un pequeño ser
muy singular. Sus gustos y costumbres estaban en perfecta armonía con su exigijidad personal. Amaba los libros pequeños,
las flores chiquititas, los pajaritos, las niñas, las sillitas; todos los
objetos que elegía y que usaba eran encantadores y limpios como
ella. Tenía en sus preferencias una cierta gracia infantil y más
poesía que manía.
La otra pequeña monja, menos pequeña, sin embargo, y
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menos inteligente también, era la más dulce y la más afectuosa
criatura del mundo. No tenía nada del aburrimiento británico, ni
de la desconfianza católica. Siempre que, nos encontraba, nos
abrazaba, llamándonos, con un tono lacrimoso y alegre, con los
epítetos más tiernos.
Los niños siempre abusan de las expansiones que con ellos
se tienen, así, las pensionistas tenían muy poco respeto por la
excelente pequeña monja. Las inglesas, sobre todo, detestaban
sus maneras cariñosas. No es preciso que lo vuelva a decir, tanto
en el convento como afuera, siempre he encontrado esta raza
muy altiva y superficial. Los caracteres ingleses son más
pasionales que los nuestros. Sus instintos son más animales en
todos los sentidos. Dominan con dificultad sus sentimientos y
sus pasiones. Pero saben dominar sus movimientos y desde la
infancia parece que estudian la manera de ocultarlos y de componer una careta de impasibilidad. Se diría que vienen al mundo
bajo los signos del orgullo y la prudencia.
Volviendo a la hermana Anne Joseph, yo la amaba tal y como
era, y cuando venía hacia mi con los brazos abiertos y los ojos
húmedos (tenía siempre el aire de un niño a quien se acaba de
regañar y que pide protección y consuelo al primero que encuentra), ni se me ocurría pensar sobre la trivialidad de sus caricias,
se las devolvía con la sinceridad de una simpatía instintiva; porque no se podía pensar en ella como persona de afectos razonados. No sabía decir dos palabras seguidas, porque le era imposible enhebrar sus ideas. ¿Sería ignorancia, timidez, ligereza de
espíritu? Pienso que se trataba de incoherencia intelectual, ofuscamiento cerebral, si así pudiera llamarse. Charlaba sin decir nada,
pero ocurría que quería decir muchas cosas y que no podía hacerlo, ni aun en su propia lengua. La ausencia no existía, se trataba de confusión en las ideas. Preocupada de lo que ella quería
pensar, decía unas palabras por otras que realmente quería decir, o dejaba su frase, en el aire y era preciso adivinar el resto
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mientras que ella comenzaba otra. Actuaba como hablaba. Hacía cien cosas a la vez y ni una sola como es debido; su dedicación, su dulzura, su necesidad de amar y de acariciar parecían
indicarla expresamente para las funciones de enfermera que ejercía. Desgraciadamente, como embrollaba su mano derecha con
la izquierda, embrollaba también enfermos, remedios y enfermedades; os hacia tragar un jarabe y colocaba la poción en una
jeringa. Después, corría a buscar alguna droga a la farmacia y
creyendo estar subiendo la escalera, la bajaba y viceversa. Se
pasaba la vida perdiéndose y encontrándose, siempre estaba ocupada, doliente por cualquier tontería acaecida a cualquiera de
sus dearest sisters (1) o a cualquiera de sus dearest children (2). Buena como un ángel, tonta como una oca, decían. Y las otras religiosas la regañaban mucho o se burlaban de sus perplejidades.
Se quejaba de que en su celda había ratas. Le respondían que si
había, habían salido de su cerebro. Desesperada cuando hacía
una burrada, lloraba, perdía la cabeza y le era imposible recuperarla.
¿Qué nombre dar a esas formas de ser afectuosas, inofensivas, plenas de buena voluntad, pero de hecho inútiles e impotentes? Hay muchas naturalezas que no saben ni pueden hacer nada,
las cuales, libradas así mismas, no encontrarían en la sociedad una
función de acuerdo con su individualidad. Se las llama brutalmente idiotas e imbéciles. Yo preferiría más el prejuicio de ciertos
pueblos que consideran sagradas a las personas así hechas. Dios
vive en ellas misteriosamente, pero hay que respetar a Dios en el
ser que parece reventar de tantos pensamientos, o que hila finamente la seda conductora del laberinto intelectual.
Tendremos algún día una sociedad tan rica y cristiana, que
no diga más a los inútiles: «¡Lo siento por ti; haz lo que puedas!»
¿No comprenderá nunca la humanidad que aquellos que sólo
saben amar, son útiles para todo y que el amor de un bruto es
todavía un tesoro?
Pobre pequeña hermana Anne Joseph, hiciste muy bien al
volverte hacia Dios, único que no rechaza los intentos de un
corazón simple y, en cuanto a mí, le agradezco de que me haya
hecho amar en ti esa «simplicidad santa» que no podía dar otra
cosa que ternura y devoción. ¡Hacerla complicada, vosotros, los
que habéis encontrado demasiado en este mundo!
He guardado para el final a la monja que mas amé. Era,
seguramente, la perla del convento. La señora Mary Alicia Spiring
era la mejor, la más inteligente y la más amable de las ciento y
pico de mujeres, ya viejas, ya jóvenes, que habitaban, por un
corto tiempo o para siempre el convento de las inglesas. No tenía todavía treinta años cuando la conocí. Aún era muy bella, a
pesar de su nariz demasiado larga y de su boca demasiado pequeña. Pero sus grandes ojos azules, adornados con pestañas
negras, fueron los más bellos, los más francos, los más dulces
ojos que he visto en mi vida. Toda su alma generosa, maternal y
sincera, toda su existencia devota, casta y digna, vivían en esos
ojos. Se los pudo haber llamado, al estilo cacostumbre, y todavía
no la he perdido, de pensar en esos ojos cuando me siento en la
noche, oprimida por esas visiones terroríficas que nos persiguen
aún después del sueño. Me imaginaba encontrar la mirada de la
señora Alicia y ese purísimo rayo ahuyentaba a los fantasmas.
En esta persona encantadora había algo de ideal; no exagero, y quienquiera que la haya visto un instante en la reja del
locutorio, habrá sentido por ella una de esas simpatías repentinas unidas a un profundo respeto que sólo inspiran las almas
privilegiadas. La religión pudo haberla humillado, pero la naturaleza le había dado su modestia. Había nacido con el don de
todas las virtudes, de todos los encantos, de todos los poderes
que la idea cristiana bien comprendida por una inteligencia no-
(1) Queridas hermanas.
(2) Queridas niñas.
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
ble sólo puede desarrollar y conservar. Una sentía que en ella no
se libraba ningún combate y que vivía en lo bello y en lo bueno
como en su elemento necesario. Todo en ella estaba en armonía.
Su figura era magnífica y graciosa bajo el saco y el hábito. Sus
manos afiladas y redondeadas al mismo tiempo eran encantadoras, a pesar mismo de una anquilosis de los dedos meñiques que
sólo se notaba de tiempo en tiempo. Su voz era agradable, su
pronunciación de una distinción exquisita en las dos lenguas,
que hallaba igualmente muy bien. Nacida en Francia, de madre
francesa, educada en Francia, era más francesa que inglesa y la
mezcla de lo que hay de mejor en estas dos razas había logrado
un ser perfecto. Poseía una dignidad británica sin llegar a la rigidez, austeridad religiosa sin su dureza. A veces regañaba, pero
con pocas palabras, y eran tan justas, una reprobación tan motivada, unos reproches tan directos, tan limpios y, sin embargo,
acompañados de una esperanza tan constructiva, que una se
sentía aplacada, reducida, convencida delante de ella, sin ser
herida, ni humillada, ni descorazonada. Cuanto más sincera era,
más se la estimaba; más se la amaba cuando una se sentía menos
digna de la amistad que ella otorgaba, pero siempre se mantenía
la esperanza de merecerla y lo lográbamos ciertamente, por lo
deseada y buscada que era esta cualidad suya.
Varias religiosas tenían una «hija» o varias «hijas» entre las
pensionistas; vale decir, que con la recomendación de la familia,
o con el pedido de una niña y con el permiso de la superiora,
existía una especie de adopción maternal especial. Esta maternidad consistía en pequeños cuidados particulares, en castigos
tiernos o severos según la ocasión. La niña tenía el permiso para
entrar en la celda de su madre, para pedirle consejo o protección, para ir algunas veces a tomar el té con ella en el taller de las
religiosas, para ofrecerle un pequeño regalo en su onomástico,
en fin, para amarla y para decírselo. Todo el mundo quería ser
hija de Gallinita o de la madre Alippe. La señora Marie Xavier
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tenía hijas. Se deseaba ardientemente serlo de la señora Alicia,
pero ella era muy exigente para otorgar este favor. Secretaria de
la comunidad, encargada de todo el trabajo de oficina de la superiora, disponía de poco tiempo y mucha fatiga. Había tenido
una hija a quien amó mucho, Louise de Courteilles (quien ha
sido después la señora de Aure). Esta Louise ya había salido del
convento y nadie pensaba siquiera en reemplazarla.
Esta ambición se apoderó de mi como en las personas ingenuas que no dudan de nada. Todas decían que la señora Alicia
me quería como una hija, pero nadie se atrevía a preguntárselo.
Fui yo misma a decírselo claramente y sin temer al tono del sermón que me esperaría.
–¿Tú? –me dijo ella–, tú, el más grande diablo del convento? Pero ¿entonces quieres obligarme a hacer penitencia? ¿Qué
te he hecho para que me impongas el gobierno de una cabeza
como la tuya? ¿Quieres reemplazar, tú, niña terrible, a mi buena
Louise, mi dulce y buena niña? Creo que estás loca o que quieres
volverme a mi.
–¡Bah! –le respondí sin desconcertarme–, ensáyeme. ¿Quién
sabe? ¡tal vez me corregirá, tal vez me volveré encantadora para
darle una alegría!
–A buena hora –respondió–, si lo hago con la esperanza de
enmendarte, tal vez me resigne, pero tú entonces me proveerás
de un medio difícil para lograr yo mi salvación y hubiera preferido otro.
–Un ángel como Louise de Courteilles no cuenta para su
salvación –repliqué–. Usted no ha tenido ningún mérito con ella;
tendrá mucho más conmigo.
–Pero ¿y si después de haberme preocupado mucho no consigo convertirte a la bondad y a la piedad? ¿Podrías prometerme
al menos que me ayudarás?
–No demasiado –contesté–. No sé todavía lo que soy y lo
que será. Siento que os amo mucho y me figuro que, de cual-
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HISTORIA DE MI VIDA
quier manera que yo me vuelva, usted se verá forzada a amarme
también.
–Veo que no te falta amor propio.
–¡Oh!, ya verá que no es eso; pero tengo necesidad de una
madre. En realidad tengo dos que me aman demasiado y a quienes amo en demasía, y sólo nos hacemos mal las unas a las otras.
No puedo tampoco explicarle esto y, sin embargo, usted lo comprendería, usted que tiene a su madre en el convento; pero sea
una madre a su manera para mi. Creo que me encontraré bien.
Se lo pido en nombre de mi interés y no me hago ilusiones. Vamos, querida madre, diga que si, porque le advierto que ya he
hablado a mi abuela y a la señora superiora y ellas van a pedírselo también.
La señora Alicia se resignó y mis compañeras, todas asombradas de esa adopción, me decían:
–¡No eres nada desgraciada! Eres el diablo, no haces más
que tonterías y malicias. Sin embargo, allí está la señora Eugenie
que te protege y la señora Alicia que te ama; has nacido con
suerte.
–¡tal vez! –decía yo, con la vanidad de una persona mala.
Mi afecto por esta persona admirable era, sin embargo, mucho más serio de lo que pensaban y de lo que ella misma creía.
Sólo había sentido una pasión dentro de mí, el amor filial, esta
pasión continuaba, mi verdadera madre respondía con creces o
sin ellas, y desde que yo estaba en el convento había pensado
hacer votos para menguar mis impulsos y restituirme a mi misma por así decirlo. Mi abuela me reprobaba porque yo había aceptado la prueba a la que me había sometido. Ni la una ni la otra
tenían más razón que yo. Necesitaba una madre tranquila y comenzaba a comprender que el amor maternal, por ser un refugio,
no debe ser una pasión celosa. A pesar de la disipación en la que
mi ser moral parecía estar sumergido y como evaporado, tenía
siempre mis horas de fantasía dolorosas y de reflexiones som-
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brías que no participaba a nadie. A veces, estaba tan triste mientras hacía mis locuras, que me veía forzada a declararme enferma para no delatarme. Mis compañeras inglesas se burlaban de
mi y me decían:
–You are low –spirited to day? What is the matter with you? (1).
Isabelle solia repetir cuando yo estaba triste y abatida :
–She is in her low– spirits, in her spiritual abscences (2).
Era menos diablo por gusto que por mi mutismo. Habría
vuelto a la tranquilidad si mis diablos lo hubiesen querido. Las
amaba, me hacían reir, me arrancaban de mi misma; pero cinco
minutos de la severidad de la señora Alicia me hacían mucho
más bien, porque, en esta severidad, ya por amistad particular,
ya por caridad cristiana, yo me interesaba más seriamente y por
más tiempo que en el intercambio de alegría con mis compañeras. Si hubiese podido vivir en el taller o en la celda de mi querida madre, al cabo de tres días, no hubiese ya comprendido la
posibilidad de divertirse sobre los tejados o en las bodegas.
Tenía necesidad de querer a alguien y colocarlo en mis pensamientos habituales por encima de todos los demás seres, de
sonar en él la perfección, la calma, la fuerza, la justicia; de venerar, al fin, un objeto superior a mí y de rendir en mi corazón un
asiduo culto a cualquier cosa parecida a Dios o a «Corambé».
Esa cosa se vestía con los rasgos graves y serenos de Marie Alicia. Era mi ideal, mi amor santo, era la madre de mi elección.
Cuando me había comportado como un diablo durante el
día, me deslizaba a la noche en su celda después de la plegaria.
Era una de las prerrogativas de mi adopción. La plegaria terminaba a las ocho y media. Subíamos por la escalera de nuestro
dormitorio y nos encontrábamos en los largos corredores (que
eran llamados dormitorios también, porque todas las puertas de
(1) ¿Estas hoy deprimida? ¿Qué te pasa?
(2) Está deprimida; espiritualmente ausente.
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HISTORIA DE MI VIDA
las celdas daban a ellos) a las monjas alineadas en dos filas y entrando en sus celdas salmodiando en alta voz unas plegarias en
latín. Se detenían delante de una madonna que se encontraba en el
último descanso y allí se separaban después de varios versículos y
responsos. Cada una entraba en su celda sin decir nada, porque,
entre la plegaria y el sueño, el silencio les era impuesto.
Pero las que tenían una función que cumplir cerca de las
enfermas o de sus hijas estaban libres de atenerse a ese reglamento. Yo tenía, entonces, el derecho de entrar en la celda de mi
madre, entre las nueve menos cuarto a las nueve en punto. Cuando el reloj daba las nueve campanadas, era preciso que su luz se
apagase y que yo entrase al dormitorio. Eran, entonces, tan sólo
cinco o seis minutos los que ella podía dedicarme, preocupada y
atenta a los cuartos, medios cuartos y menos cuartos que el viejo reloj mareaba, porque la señora Alicia era escrupulosamente
fiel en la observación de las menores reglas y no le gustaba saltárselas.
–Veamos –me decía abriéndome su puerta, que yo golpeaba
de una determinada manera para darme a conocer ¡he aquí todavía a mi tormento!
Era su fórmula habitual y el tono con que lo decía era tan
bueno, tan acogedor, su sonrisa era tan tierna y su mirada tan
dulce, que yo entraba en seguida.
–Veamos –decía ella–, ¿qué es lo que me vas a decir de nuevo? Habrás sido buena, por casualidad, en el día de hoy?
–No.
–Pero, sin embargo, ¿no te has puesto el gorro de dormir?
(Ya se sabe que era la marca penitenciaria que había sufrido casi
continuamente.)
–Sólo lo he tenido durante dos horas esta noche –decía yo.
–¡Ah! ¡qué bien! ¿Y esta mañana?
–Esta mañana lo tuve en la iglesia. Me oculté detrás de mis
compañeras para que usted no lo viese.
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–¡Ah! ¡no temas! te miro lo menos posible para no encontrarme con ese gorro detestable. Y bien, ¿lo tendrás mañana?
– ¡Oh! ¡probablemente!
–¿No quieres entonces cambiar? –Todavía no puedo hacerlo.
–Entonces, ¿qué es lo que vienes a hacer aquí? –A verla y a
que me regañe.
–¡Ah!, ¿te divierte?
–Me hace bien.
–No me doy cuenta y eso me hace mal a mí, ¡malvada criatura!
–¡Ah!, ¡tanto mejor! –le decía yo, eso prueba que usted me
quiere.
–Y que tú no me quieres a mí –reprendía ella.
Entonces ella me regañaba y yo gozaba siendo regañada por
ella. «Al menos –me decía– he aquí una madre que me ama por
mi y que tiene razón para mi.» Yo la escuchaba con el recogimiento de una persona decidida a convertirse y, sin embargo, yo
no pensaba en ello.
–Bueno –me decía ella–, cambiaras, lo espero; tus tonterías
te aburrirán y Dios hablará a tu alma.
–¿Le ruega usted mucho por mí?
–Sí, mucho.
–¿Todos los días?
–Todos los días.
–Usted ve bien que si yo fuese buena usted me querría menos y no pensaría tan a menudo en mi.
No podía evitar reírse, porque tenía ese fondo alegre que es
la calidad de los buenos espíritus y de las buenas conciencias.
Me tomaba de los hombros y me sacudía como para liberarme
del diablo que me tenía presa. Después, sonaba la hora y ella me
conducía a la puerta riéndose. Y yo volvía a subir al dormitorio,
llevando, como por una influencia magnética, un poco de la serenidad y el candor de su alma hermosa.
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HISTORIA DE MI VIDA
He comentado estos detalles para completar el retrato de mi
querida Marie Alicia, pero tendría mucho más que agregar sobre
mis relaciones con ella. Termino ahora mi nomenclatura diciendo que teníamos cuatro hermanas conversas, de las que sólo me
acuerdo de dos: la hermana Thérése y la hermana Héléne.
monjas no tienen el mismo género de solicitud para con los niños que educan. Para ellas, no hay futuro sobre la tierra. Sólo en
el cielo o el infierno, y el futuro, en su lenguaje, se llama salvación. Antes mismo de ser devota, ese tipo de porvenir me asustaba igual que el otro. Ya que, según los católicos, se es libre de
escoger entre la salvación y la condenación, ya que la gracia no
esta jamás en falta y que la menor buena voluntad os arroja en
una senda en la que los mismos ángeles se dignan caminar adelante; yo me decía a mi misma con una soberana confianza que
no corría ningún peligro; que pensase cuando quisiese y que no
me apresurase a pensar. No era sensible a las consideraciones de
interés personal. Jamás han influido sobre mi, ni aun en cuestiones de religión. Yo quería amar a Dios por la única dulzura de
amarlo, yo no quería tenerle miedo, esto es lo que yo decía cuando se esforzaban en atemorizarme.
Sin reflexión y sin temor de esta vida y de la otra, yo sólo
pensaba en divertirme, o, para decirlo mejor, ni en eso; no pensaba en nada. He pasado los tres cuartos de mi vida así y por así
decirlo, en estado latente. Creo realmente que me hubiese muerto sin haber ni pensado en vivir, y, sin embargo, habría vivido a
mi manera, porque sonar y contemplar es una acción insensible
que llena perfectamente las horas y ocupa las fuerzas intelectuales sin usarlas demasiado.
***
Si sufrí físicamente en la clausura no me di cuenta moralmente; mi imaginación no menguaba con los años y el futuro me
inspiraba más miedo que deseo. Jamás me ha gustado mirar delante de mí. Lo desconocido me asusta, prefiero el pasado que
me entristece. El presente es siempre una especie de compromiso entre lo que se ha deseado y lo que se ha obtenido. Así como
es se lo acepta o se lo sufre; uno ya sabe que ha soportado u
aceptado muchas cosas, pero, ¿qué se sabe sobre lo que podrá
acontecer en el futuro? Jamás he dejado que me dijeran mi buena aventura; no creo tampoco en la adivinación, pero el porvenir material me parece siempre algo tan grave que detesto el que
me hablen, aún en broma o con chistes. Por mi cuenta, jamás he
hecho a Dios nada más que un pedido en mis plegarias; he sido
el de tener la fuerza para soportar lo que me llegue.
Con esta disposición espiritual, que jamás ha cambiado, me
encontraba, entonces, más feliz en el convento que fuera de él;
porque allí nadie conocía a fondo el pasado de las demás, nadie
podía hablar a las demás de lo que les pasaría. Los padres hablan
siempre del futuro a sus hijos. Este futuro de su progenitura, es
su continua inquietud, su tierna e intranquila preocupación.
Querrían arreglarlo, asegurarlo; consumen toda su vida y, sin
embargo, el destino desmiente y desbarata todas sus previsiones. Los niños no aprovechan jamás las recomendaciones que se
les hacen. Cierto instinto independiente o de curiosidad les empuja además y muy frecuentemente en el sentido contrario. Las
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***
Mi abuela llegó en la mitad del segundo invierno que yo
pase en el convento. Volvió a partir dos meses después y con
todo, yo sólo salí cinco o seis veces. Mi aspecto de pensionista
no le agradó más que mi aspecto de campesina. Yo no había
conseguido tener buenas maneras. Estaba más distraída que nunca. Las lecciones de danza del señor Abraham, ex profesor de
María Antonieta, no me habían conferido ninguna especie de
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HISTORIA DE MI VIDA
gracia. Sin embargo, el señor Abraham hacía todos sus posibles
para darnos un aspecto cortesano. Llegaba vestido a cuadros,
pechera de muselina, corbata blanca de largos cabos, calzas cortas y medias de seda negras, zapatos de bucles, peluca, un diamante en el dedo y su faltriquera en la mano. Tenía alrededor de
los ochenta años, siempre delgado, gracioso, elegante una linda
tez, de un color rojo y azul sobre un fondo amarillo, como una
vieja hoja arrastrada en el otoño, pero fina y distinguida. Era el
mejor hombre del mundo, el más educado, el más solemne, el
más conveniente daba su lección en dos divisiones de quince o
veinte alumnas cada una, en el gran locutorio de la superiora.
Allí, el señor Abraham nos demostraba la gracia por su razón geométrica y después de los pasos de moda, se instalaba en
un sillón y nos decía:
–Señoritas, yo soy el rey o la reina, y como todas ustedes
han sido llamadas con seguridad para ser presentadas en la corte, vamos a estudiar las entradas, las reverencias y las salidas de
la presentación.
Otras veces se estudiaban solemnidades mas comunes, se
representaba un salón de graves personajes. El profesor hacía
sentar a unas, entrar y salir a otras, mostraba la manera de saludar a la dueña de la casa, después a la princesa, la duquesa, la
marquesa, la condesa, la vizcondesa, la baronesa y la presidenta,
cada una en la medida respetuosa que sus calidades inspiraran.
Se representaba también al príncipe, al duque, al marqués, al
conde, al vizconde, al barón, al caballero, al presidents y el abate. El señor Abraham hacia todos esos papeles y nos saludaba a
cada una, con el objeto de enseñarnos la manera de responder a
todas esas reverencias, recoger el guante o el abanico ofrecidos,
sonreír, atravesar la habitación, sentarse, cambiar de lugar, ¡qué
sé yo!, en ese código de la cortesía francesa. Todo estaba previsto, hasta la forma de estornudar. Reventábamos de risa y hacíamos a propósito mil barbaridades para desesperarlo. Después,
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Al concluir la lección, para ponerlo otra vez contento, al pobre
hombre (porque ya era una barbaridad contrariar tanto a la dulzura y la paciencia personificadas), efectuábamos todas las gracias y todos los detalles que nos pedía. Para nosotras era una
comedia que nos costaba representar sin reírnos en sus narices,
pero que nos enseñaba a actuar bien o mal. Es de creer que la
gracia del tiempo del padre Abraham era muy diferente de la del
día; ya que, cuanto más nos poníamos a dibujar posturas ridículas y afectadas, más satisfecho estaba, más nos agradecía nuestra buena voluntad.
A pesar de tantos cuidados y teoría, siempre era muy tosca,
tenía movimientos bruscos, posiciones naturales, horror a los
guantes y a las profundas reverencias. Mi abuela, excelente mujer, me regañaba a su manera con una voz dulce y con palabras
acariciadoras. Pero me era preciso hacer un gran esfuerzo sobre
mi misma para ocultar el aburrimiento y la impaciencia que me
causaban esos perpetuos y pequeños disgustos. ¡Me hubiera gustado tanto agradarle! No lo lograba. Ella me quería. No vivía
sino para mi y parecía que en mi simplicidad y en mi desgraciada
ausencia de coquetería, había alguna cosa que ella no podía aceptar, algo antipático que no podía vencer; tal vez una especie de
vicio original que sabía a pueblo a pesar de todos sus cuidados.
Sin embargo, yo no era gansa; mi naturaleza cándida y confiada
no me empujaba en absoluto hacia maneras groseras e inoportunas. La mayor parte del tiempo estaba ocupada. Dios sólo sabe
en qué, en nada probablemente. No tenía nada de que hablar
con mi abuela. ¿De qué hablar? ¿De nuestras locuras, de nuestros subterráneos, de nuestras perezas, de nuestras amistades
del convento? Siempre era lo mismo y a mí no me interesaba el
mundo o el porvenir que ella hubiera querido para mí. Me presentaron ya jóvenes para proyectos matrimoniales y yo no me di
cuenta. Cuando salían, me preguntaban mis impresiones y sucedía que yo ni los había mirado. Me regañaban por haber estado
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HISTORIA DE MI VIDA
pensando en otra cosa mientras que ellos habían estado presentes, en una partida de barras o en un juego de pelotas elásticas
que me rondaba el majín. Yo no era una naturaleza precoz; había comenzado a hablar tarde en mi primera infancia, todo el
resto llegó sólo: mi fuerza física se había desarrollado rápidamente; tenía el aspecto de una señorita, pero mi cerebro, entorpecido, replegado en si mismo, hacia de mí una niña, y lejos de
ayudarme a dormirme en ese estado, buscaban hacer de mí una
persona.
Esta gran solicitud de mi abuela venía de una gran necesidad de ternura. Se sentía envejecer y morir poco a poco. Quería
casarme, atarme al mundo, asegurarse de que yo no caería bajo
la tutela de mi madre y, en el temor de no tener tiempo, se esforzaba por inspirarme la religión del mundo, la desconfianza hacia
mi familia materna, el alejamiento del medio plebeyo en el cual
ella temblaba de volver a dejarme caer al abandonarme. Mi carácter, mis sentimientos y mis ideas se resistían a secundarla. El
respeto y el amor entorpecían mi lengua. Ella me tomaba a veces por tonta, otras por muy burlona. Yo no era ni lo uno ni lo
otro. La amaba y sufría en silencio.
Mi madre parecía haber renunciado a ayudarme en esta lucha muda y silenciosa. Se burlaba siempre del gran mundo, me
acariciaba mucho, me admiraba como a un prodigio y se preocupaba muy poco de mi porvenir. Parecía haber aceptado para si
misma, un porvenir en el que yo no tomaría una parte esencial.
Yo me sentía muy mal por esta especie de abandono, después de
la pasión en la que ella me hiciera vivir en mi infancia. No me
llevó más a su casa. Vi a mi hermana una o dos veces en dos o
tres años. Mis días de salida estaban llenos de visitas que mi
abuela me hacía hacer con ella a sus viejas condesas. Quería, en
apariencia, interesarlas en mi juventud, crearme relaciones, apoyos, entre las que la sobrevivirían. Estas damas continuaban siéndome antipáticas, con excepción de la señora de Pardaillan. Por
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la noche, cenábamos o en casa de los primos Villeneuve o en la
del tío Beaumont. Debía irme en el momento en que comenzaba a sentirme cómoda con mi familia. Mis días de salida eran
lúgubres. Por la mañana, alegre y apresurada, llegaba a mi casa
con el corazón lleno de intenciones e impaciencia. Al cabo de
tres horas, empezaba a ponerme triste. También lo estaba cuando me despedía; solamente en el convento volvía a encontrar la
calma y la alegría.
El acontecimiento interior que más alegría me dio fue la
obtención largo tiempo acariciada de una celda. Todas las señoritas de la clase grande tenían; sólo yo quedé largo tiempo todavía en el dormitorio, porque temían a mis camorras nocturnas.
Se sufría mortalmente, en ese dormitorio situado bajo los techos, frío en invierno y caluroso en verano. Se dormía mal, porque siempre había alguna pequeña que lloraba de miedo o de
cólico en medio de la noche. Y después, no estar «en su casa»,
no sentirse sola aunque fuese sólo una hora al día o por la noche,
es una cosa antipática para aquellos que aman soñar y la contemplación. La vida en común es el ideal de la felicidad entre
gentes que se aman. La he sentido en el convento, no la he olvidado jamás; pero para todo ser pensante, son necesarias algunas
horas de soledad y recogimiento. Es a ese precio solamente que
gusta de la dulzura de la asociación.
La celda que me dieron por fin, fue la peor del convento.
Era un hueco situado al final del cuerpo del edificio que lindaba
con la iglesia. Estaba contigua a una semejante ocupada por
Coralie le Marrois, austera personal piadosa, creyente y simple,
cuya vecindad debía, se pensó, inspirarme respeto. Me llevé bien
con ella, a pesar de las diferencias de nuestros gustos; tuve cuidado en no turbar su plegaria o su sueño y de salir sin ruido para
reunirme en el descanso con Fannelly y otras charlatanas, con
las que se corría una partida nocturna en el granero de las cebollas y en las tribunas del órgano. Nos era preciso pasar delante de
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HISTORIA DE MI VIDA
la habitación de Marie Joséphe, la criada del convento; pero dormía siempre como un lirón.
Mi celda tenía aproximadamente diez pies de ancho por seis
de largo. Desde mi cama, tocaba con la cabeza el techo en pendiente. La puerta, al abrirla, chocaba con la cómoda situada enfrente, cerca de la ventana y para cerrar la puerta hacía falta
entrar en el área de la ventana, compuesta de cuatro pequeños
cuadros y que daba a una gotera vecina, que me ocultaba la vista
del patio. Pero tenía un horizonte magnífico. Dominaba una parte de París por encima de los grandes castaños del jardín. Grandes espacios, plantados de pepinos, y huertas hermosas, se extendían alrededor de nuestro encierro. Salvo la línea azul de
monumentos y de casas que cerraba el horizonte, podía creerme
que estaba no ya en el campo, pero si en una inmensa ciudad. La
cúpula del convento y las construcciones bajas del claustro servían de base al primer plano, la noche, al claro de luna, era un
magnífico cuadro. Escuchaba sonar de muy cerca el reloj y me
costó un poco acostumbrarme a dormir, pero, poco a poco, para
mi fue un placer el ser dulcemente despertada por ese sonido
melancólico y escuchar a los ruiseñores de lejos, retomar su canto.
Mi mobiliario se componía de un lecho de madera pintada,
de una vieja cómoda, de una silla de paja, de una tosca alfombrilla y de una pequeña arpa Luis XV, extremadamente bella, que
ya había brillado entre los hermosos brazos de mi abuela y que
yo tocaba un poco para acompañarme cuando cantaba. Tenía
permiso para estudiar el arpa en mi celda; era un pretexto para
pasar todos los días una hora en libertad y, aunque yo no estudiase, esa hora solitaria y soñadora era preciosa para mí. Los
gorriones, atraídos por mi pan, entraban sin miedo en mi habitación y venían a picotear hasta mi lecho. A pesar de que esta
pobre celda era un horno en el verano y literalmente una heladera
en el invierno (la humedad de los techos se helaba y se convertía
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en estalactitas), la amé con pasión y recuerdo haber besado ingenuamente sus paredes al abandonarla, de tanto que la quería.
No sabría explicar el mundo de ensueños que estaba relacionado entre mi persona y ese pequeño nicho polvoriento y miserable. Era allí solamente en donde yo me encontraba y me pertenecía. Durante el día no pensaba en nada; miraba las nubes, las
ramas de los árboles, el vuelo de las golondrinas. Por la noche,
escuchaba los rumores lejanos y confusos de la gran ciudad que
me llegaban como ecos expirantes mezclados con los ruidos bruscos del barrio. Desde el amanecer, los ruidos del convento se
despertaban y tapaban fieramente esos clamores mortuorios.
Nuestros gallos se ponían a cantar, nuestras campanas sonaban;
los mirlos del jardín repetían hasta saciarse sus frases matinales;
después, las monótonas voces de las religiosas salmodiaban los
oficios y subían hasta mí a través de los corredores y de las mil
fisuras de las ruinas sonoras. Los proveedores de la casa gritaban en el patio, situado en precipicio debajo de mi, sus voces
roncas y rudas que contrastaban con las de las monjas; y al fin,
el llamado estridente de la despertadora Marie Joséphe corriendo de habitación en habitación y haciendo sonar las campanillas
de los dormitorios, ponía fin a mi contemplación auditiva.
Dormía poco. No he dormido nunca mucho. Sólo tenía ganas de hacerlo cuando era preciso levantarme. Soñaba con
Nohant; se había convertido en un paraíso en mi pensamiento y,
sin embargo, yo no tenía deseos de volver, y cuando mi abuela
determinó que no tendría vacaciones, porque al no quedarme
muchos años en el convento, debía aprovecharlos bien para mis
estudios me sometí sin pena; tanto temía encontrar en Nohant
los pesares que me lo habían hecho abandonar sin lágrimas.
Estos estudios, ante los cuales mi abuela sacrificaba el placer
de volver a verme, eran casi nulos. Ella sólo se preocupaba por las
lecciones de comportamiento y después que yo me convertí en
diablo, ya no me importaron. Me preocupaba mucho algunas ve-
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HISTORIA DE MI VIDA
ces, ese abandono errante, pero y ¡el medio de desacostumbrarse
cuando uno se ha abandonado por mucho tiempo!
Al final, llegó el tiempo en el que una gran revolución se
operó en mi. Me volví devota, de golpe, como una pasión que
surge dentro de un alma ignorante de sus propias fuerzas. Había
agotado, por así decirlo, la pereza y el entretenimiento con mis
diablos, el movimiento, la rebelión muda y sistemática contra la
disciplina. El único amor violento que había vivido, el amor filial, me había como cansado y herido. Tenía una especie de culto
hacia la señora Alicia, pero era un amor tranquilo; necesitaba
una pasión ardiente. Tenía quince años. Todas mis necesidades
estaban en mi corazón y este se aburría, si valiese tal expresión.
El sentimiento de la personalidad no se despertaba en mí. Yo no
poseía esa solicitud inmoderada por mi persona, que yo había
visto desarrollarse a la edad que yo tenía entonces, en casi todas
las jóvenes que había conocido. Me hacía falta, pues, amar algo
exterior y yo no conocía nada sobre la tierra que hubiese podido
amar con todas mis fuerzas.
Sin embargo, no buscaba a Dios. El ideal religioso, eso que
los cristianos llaman la gracia, me encontró y se apropió de mí
como por sorpresa. Los sermones de las monjas y de las profesoras no influyeron de ninguna manera. Ni aun la señora Alicia
influyó en mí de una manera decisiva. He aquí cómo ocurrió; lo
relataré sin explicarlo, porque en esas transformaciones repentinas de nuestro espíritu hay una especie de misterio que no nos
pertenece y que tampoco podemos explicárnoslo.
Todas las mañanas asistíamos a misa a las siete; volvíamos a
la iglesia a las cuatro y ahí pasabamos una media hora, consagrada por las piadosas a la meditación, a la plegaria o a cualquier
lectura santa. Las demás bostezaban, dormitaban o murmuraban entre ellas cuando la profesora no las veía. Por aburrimiento, tomé un libro que me había dado y que todavía no me había
dignado abrir. Las hojas todavía no estaban cortadas; era un bre-
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viario sobre la vida de los santos. Lo abrí al azar. Caí sobre la
excéntrica leyenda de san Simeón, de la que Voltaire se ha burlado mucho y que se parece a la historia de un faquir indú más que
a la de un filósofo cristiano. Esta leyenda, al principio, me hizo
sonreír, después, su rareza me sorprendió, me interesó; la releí
más atentamente, y en ella encontró menos absurdidades que
poesía. Al día siguiente, leí otra historia y al otro devoré varias
con un vivísimo interés. Los milagros me, dejaban incrédula, pero
la fe, el coraje, el estoicismo de los confesores y de los mártires
se me aparecían como grandes cosas y respondían a alguna fibra
secreta que comenzaba a vibrar en mí.
Al fondo del coro había un magnífico cuadro del Ticiano
que jamás pude ver bien. Colocado demasiado lejos de las miradas y en un rincón sin iluminación, como ya de por si era muy
oscuro, no se distinguía nada más que unas manchas de color
pálido sobre un fondo oscuro. Representaba a Jesús en el jardín
de, los Olivos, en el momento en que cae desfalleciente en los
brazos del ángel. El salvador estaba arrodillado, uno de sus brazos apoyado sobre los del ángel que sostenía sobre su pecho esa
cabeza yaciente. Ese cuadro estaba colocado enfrente de mí y a
fuerza de contemplarlo, lo había adivinado más que comprendido. Había sólo un momento del día en el que yo podía apreciar
más o menos los detalles, era en invierno, cuando el sol se retiraba y arrojaba sobre las vestiduras rojas del ángel y sobre el brazo
blanco y desnudo del Cristo un último rayo. Los destellos de los
cristales hacían fascinante ese momento fugitivo y era en el cuando yo sentía siempre una emoción indefinida, aun en el tiempo
en que no era devota y en el que no pensaba jamás llegar a serlo.
Hojeando la Vida de los santos, mis miradas se detuvieron
más a menudo en el cuadro; era en verano, el sol yaciente no lo
iluminaba en el momento de nuestra plegaria, pero el objeto contemplado no era tan necesario para mi vista como para mis pensamientos. Interrogando maquinalmente a esas masas grandio-
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HISTORIA DE MI VIDA
sas y confusas, yo buscaba el sentido de esa agonía de Cristo, el
secreto de ese dolor voluntario y agudo y comenzaba a presentir
algo mucho más grande y más profundo que lo que me había
sido explicado; me entristecí profundamente, como inundada por
una piedad y un sufrimiento desconocidos. Algunas lágrimas se
agolparon en el borde de mis ojos, las sequé furtivamente, y sentí vergüenza de haberme emocionado sin saber por qué. No habría podido decir que era por la belleza de la pintura, porque se
la veía a menudo como para poder decir de ella que tenía aspecto de algo bello.
Otro cuadro, más visible y menos digno de ser contemplado
representaba a san Agustin bajo la higuera, con el rayo milagroso sobre el que estaban escritas, las famosas «Tolle, lege», esas
misteriosas palabras que el hijo de Mónica creyó escuchar salir
del follaje y que lo decidieron a abrir el libro divino de los evangelios. Busqué la vida de san Agustin, que ya me había sido vagamente explicada en el convento, en donde este, santo, patrón
de la orden, era particularmente venerado. Me interesó extraordinariamente por esta historia, que lleva en si un gran caudal de
sinceridad y entusiasmo. De ésa pasé a la de san Pablo y el cur me
persequeris? me produjo una terrible impresión. El poco latín que
Deschartres me había enseñado, me servía para comprender parte
de los oficios y comencé a escucharlos y a encontrar en los salmos recitados por las religiosas una poesía y una simplicidad
admirables. En fin, de repente, se sucedieron ocho días en los
que la religión católica me pareció un estudio interesante.
El «Tolle, lege», me decidió al fin a abrir el evangelio y a
releerlo atentamente. La primera impresión no fue demasiado
viva. El libro divino no tenía el atractivo de una novedad. Ya
había gustado de su lado simple y admirable; pero mi abuela
había conspirado tan bien para hacerme encontrar los milagros
ridículos y me había repetido tantas veces las versiones de
Voltaire sobre el espíritu maligno, transportado del cuerpo de un
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poseído al de una piara de cerdos; me había puesto tan en guardia contra el entrenamiento, que me defendí por costumbre y me
quede fría al releer la agonía y la muerte de Jesús.
La noche de ese mismo día, yo golpeaba tristemente las losas
de los claustros, mientras caía el día por completo. Si estaba en el
jardín, me hallaba fuera de la vista de las vigilantes, en fraude
como siempre, pero no pensaba hacer picardías y tampoco deseaba encontrarme con mis camaradas. Me aburría. Ya no se podía
inventar nada como diablura. Vi pasar a algunas religiosas y pensionistas que iban a rezar y meditar en la iglesia aisladamente,
como era la costumbre de las más fervientes en las horas del recreo. Yo pensaba en poner tinta en la pila bautismal; pero eso ya
había ocurrido: en atar a Whisky por la pata a la cuerda de la campana de los claustros: era demasiado usado. Sospechaba que mi
existencia desordenada tocaba a su fin, que me era preciso entrar
en una nueva fase: pero. ¿cuál? ¿Volverme «buena» o «bruta»? Las
buenas eran demasiado frías; las brutas demasiado cobardes. Pero
las devotas, las fervientes, ¿eran felices? No, tenían una devoción
sombría y como enfermiza. Los diablos les creaban miles de preocupaciones, miles de indignaciones, mil cóleras mal expresadas.
Sus vidas eran un suplicio, una lucha contra el ridículo y el disparate. De esto hay, por otra parte, tanto en la fe, como en el amor.
Cuando se la busca, se la encuentra, se la halla en el momento en
que uno menos la espera. Yo no sabía esto, pero lo que me alejaba
de la devoción era el temor de llegar a ella por un ánimo calculador, por un sentimiento de interés personal.
«Por otra parte no es la fe lo que quiero –me decía a mi
misma–. No la tengo no la tendré jamás. Hoy hice el último esfuerzo; ¡he leído el libro, la vida y la doctrina del redentor! ; me
he quedado fría. Mi corazón seguirá vacío.»
Razonando así conmigo misma, miraba pasar en la oscuridad, como espectros, a las fervientes que iban furtivamente a
someter sus almas a los pies de ese Dios del amor y de la contri-
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HISTORIA DE MI VIDA
ción. La curiosidad me hizo querer saber en qué actitud y con
qué recogimiento rogaban en la soledad; por ejemplo, ¡una vieja
inquilina gibosa que caminaba, toda pequeña e informe, en las
tinieblas, más parecida a una bruja que a una virgen buena!
«Veamos –me dije–., ¡cómo este pequeño monstruo se retuerce en su banco! La descripción hará reír a los diablos.»
La seguí; atravesé con ella la sala del cabildo; entró en la
iglesia. Como no se podía ir a esas horas sin permiso, fue lo que
me decidió a entrar allí. No abandonaba mi dignidad de diablo
entrando como de contrabando. Es bastante curioso que la primera vez que yo entré por mi propia iniciativa en una iglesia, fue
para llevar a cabo un acto de indisciplina y de burla.
Una reja de hierro con pequeños dibujos, con una puerta parecida que no se cerraba jamás entre nosotras y las religiosas, separaba las dos naves. A cada lado de esta puerta, pesadas columnas de madera acanalada de un estilo rococó, sostenían el órgano y la tribuna descubierta, que formaban como un atril alto
entre las dos partes de la iglesia. Así, en contra de lo usual, el
órgano estaba como aislado y casi en el centro de la nave, lo que
duplicaba su sonoridad y el efecto de las voces cuando cantábamos coros o motetes en las grandes fiestas. Nuestro antecoro
estaba embaldosado sepulcralmente, y sobre las grandes losas se
leía el epitafio de las antiguas decanas del convento, muertas
antes de la revolución; varios personajes eclesiásticos y hasta
laicos del tiempo de Jacques Stuart, ciertos «Throckmorton»entre otros, yacían allí bajo nuestros pies, y se decía, que cuando
se iba a la iglesia de noche, todos esos muertos levantaban sus
losas con sus cabezas descarnadas y miraban con ojos ardientes
para pedir plegarias.
Sin embargo, a pesar de la oscuridad que reinaba en la iglesia, la impresión que yo recibí no fue nada lúgubre. Sólo la alumbraba la pequeña lámpara de plata del santuario, cuya llama blanca
se repetía en los mármoles del pavimento, como una estrella en
el agua inmóvil. Su reflejo daba algunas pálidas pinceladas a los
ángulos de los cuadros dorados, a los candeleros cincelados del
altar y a las láminas doradas del tabernáculo. La puerta situada
al fondo del coro trasero estaba abierta a causa del calor, así
como una de las grandes verjas que daban al cementerio. Los
perfumes de las madreselvas y los jazmines se expandían
frescamente. Una estrella perdida en la inmensidad estaba como
recortada por los vitrales y parecía estar mirando atentamente.
Los pájaros cantaban; había una calma, un encanto, un recogimiento, un misterio, de los que nunca tuve idea.
Me quedé en éxtasis, sin pensar en nada. Poco a poco, las
raras personas esparcidas en la iglesia se retiraron dulcemente.
***
Apenas puse el pie en la iglesia, olvidé a la vieja jorobada.
Ella trotó y desapareció como una rata en no sé qué rincón. Mis
miradas no la siguieron. El aspecto de la iglesia durante la noche
me había cautivado. Esta iglesia, o más bien, esta capilla, sólo
tenía de llamativo una limpieza exquisita. Era un gran cuadrado,
sin arquitectura, todo blanco y nuevo, y más parecido en su simplicidad, a un templo anglicano que a una iglesia católica. Había,
como ya lo he dicho, en el fondo algunos cuadros; el altar, muy
modesto, estaba adornado con bellas luces, con flores siempre
frescas y con telas preciosas. La nave estaba dividida en tres
partes: el coro, en el que sólo entraban los padres y algunas personas extrañas con permiso especial en los días de fiesta; el
antecoro, en donde se situaban las pensionistas, las criadas y las
locatarias; el coro trasero o coro de las damas en donde se
situaban las religiosas. Este último santuario era de madera, se
le enceraba todas las mañanas así como las sillas de las monjas,
que estaban colocadas en un medio círculo siguiendo a la muralla del fondo y que eran de bello nogal brillante como un espejo.
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Una religiosa arrodillada al fondo del coro trasero quedó rezagada después de haber meditado bastante, y queriendo leer, atravesó el antecoro y encendió una pequeña vela en la lámpara del
santuario. Cuando las religiosas entraban allí, no saludaban arrodillándose, se prosternaban literalmente delante del altar, y allí
se quedaban un instante como aplastadas. Como aniquiladas
delante del santo de los santos. La que llegó en ese momento era
grande y solemne. Debía ser la señora Eugénie, la señora Xavier
o la señora Monique. No podíamos reconocerlas, porque siempre entraban cubiertas con el velo y todo el cuerpo con un gran
abrigo negro que flotaba detrás de ellas.
Esa vestimenta grave, ese caminar lento y silencioso, ese simple acto lleno de gracia, de atraer hacia ella la lámpara de plata
elevando el brazo para coger la sortija, el reflejo que la luz proyectó sobre su grande silueta negra cuando volvió a colocar la lámpara, su larga y profunda prosternación sobre el pavimento antes de
retomar, en el mismo silencio y con la misma lentitud, el camino
desde su asiento, todo, hasta el incógnito de esa religiosa que parecía un fantasma listo a descubrir las losas funerarias para reintegrarse a la suya de mármol, me causó una emoción mezclada con
un terror y con una felicidad extraña. La poesía del santo lugar se
adueñó de mi imaginación y me quedé todavía después que la
monja hubo hecho su lectura y se hubo retirado.
El tiempo corría, había sonado la hora de la plegaria, e iban
a cerrar la iglesia. Me había olvidado de todo. No sé lo que pasó
en mí. Respiraba una atmósfera de una suavidad indecible, y la
respiraba más con el alma que con los sentidos. De repente, no
sé qué estremecimiento se apoderó de mi ser, un vértigo pasó
delante de mis ojos como si un sudario me hubiese envuelto.
Creí escuchar una voz que murmuraba en mi oído: «Tolle, lege.»
Me volví, creyendo que podría haber sido Marie Alicia la que me
hablaba. Estaba sola.
No me hice una ilusión orgullosa, no creí en un milagro. Me
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di perfecta cuenta de la especie de alucinación en que había caído. No me asombró ni me atemorizó. No traté de aumentarla ni
de alejarla. Solamente sentí que la fe se apoderaba de mí, como
lo había deseado, con el corazón. Me sentí tan agradecida, tan
feliz, que un torrente de lágrimas inundó mi rostro. Sentí todavía
más que nunca a Dios, que mi pensamiento abrazaba y aceptaba
plenamente el ideal de justicia, de ternura y de santidad que jamás había yo puesto en duda, pero con el que jamás me había
encontrado en una comunicación directa: sentí al fin esta comunicación establecerse de repente, como si un obstáculo invencible se hubiese abismado entre el ardor infinito y el fuego mezclados de mi alma. Veía un camino vasto, inmenso, sin trabas,
abrirse delante de mí; estaba impaciente por iniciarlo. Ya no estaba detenida por ninguna duda, por ninguna frialdad. El temor
de arrepentirme, de dudar en mí misma, ni me vino al pensamiento. Era de esos que marchan sin mirar detrás, que dudan
largo tiempo delante de cualquier Rubicón que deben pasar, pero
que, al tocar la orilla, no ven ya la que acaban de abandonar.
–¡Sí, sí; el vuelo se ha roto –me decía yo–, veo que el cielo
se abre, iré! ¡pero ante todo, rindamos pleitesía! « «¿A quién?
¿Cómo? ¿Cuál es tu nombre? –decía yo todavía al dios desconocido que me el amaba–. ¿Cómo te rogaré? ¿Qué lenguaje digno
de ti es capaz de manifestar todo mi amor? Lo ignoro; pero no
importa, tú lees en mí; ves bien que te amo.» Y mis lágrimas
corrían como una lluvia tempestuosa, mis sollozos desgarraban
mi pecho, había caído detrás de mi banco y regaba literalmente
el suelo con mis lágrimas.
La hermana que llegaba para cerrar la iglesia escuchó mis
gemidos; buscó, no sin temor, y vino hacia mi sin reconocerme,
sin que yo misma la reconociese bajo su velo y en las tinieblas.
Me levanté rápidamente y salí sin intentar mirarla ni hablarle.
Volví tanteando a mi celda; era todo un viaje. La casa estaba tan
bien provista de corredores, que lindaba con la misma iglesia;
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HISTORIA DE MI VIDA
me era preciso hacer cantidades de vueltas, circuitos que me
llevaban por lo menos cinco minutos si subía de prisa. La última
escalera, aunque bastante larga y poco directa, estaba tan gastada que era imposible franquearla sin precaución y sin agarrarse
bien de la cuerda que servía de pasamanos; en el descenso, os
precipitaba hacia adelante a pesar de todos los cuidados.
Habían hecho la plegaria sin mí en la clase; pero esa noche,
yo había rezado mejor que nadie. Me dormí quebrada por la fatiga, pero en un estado de beatitud indecible. Al día siguiente,
«la condesa», quien por casualidad se había dado cuenta de mi
ausencia en la plegaria, me preguntó en dónde había pasado la
velada. Yo no era mentirosa y le respondí sin vacilar:
–En la iglesia.
Me miró dudosamente, vio que yo decía la verdad y guardó
silencio. No fui castigada; no sé qué reflexiones le sugirió mi
franqueza.
No busqué a la señora Alicia para abrirle mi corazón. No
hice ninguna declaración a mis amigas diablos. No sentía ninguna prisa de divulgar el secreto de mi felicidad. No tenía la menor
vergüenza. No tuve que librar ninguna especie de combate contra lo que los devotos llaman: «respeto humano»; pero me sentí
avariciosa de mi alegría interior. Esperaba con impaciencia la
hora de la meditación en la iglesia. Todavía sentía en mi oído el
«¡tolle, lege!, de mi velada de éxtasis. Tardaba en releer el libro
divino: y, sin embargo, no lo abrí más. Soñaba, me lo sabía casi
de memoria, lo contemplaba, por así decirlo, en mi misma. El
lado milagroso que me había sorprendido no me interesó más.
No solamente no tenía ninguna necesidad de examinar, sino que
sentía como una especie de desconfianza por el examen; después de la potente emoción que yo había gustado en su plenitud,
me decía que era necesario estar loca o ser tontamente enemiga
de mí misma para analizar, comentar, discutir el origen de semejantes delicias.
© Pehuén Editores, 2001
A partir de ese día, toda lucha cesó, mi devoción tuvo todo
el carácter de una pasión. Una vez encaminado el corazón, la
razón fue despedida resueltamente, con una especie de alegría
fanática. Aceptaba todo, creía en todo, sin combates, sin sufrimientos, sin pena, sin falsa vergüenza. ¡sonrojarse por lo que se
adora resultaba imposible! ¡tener necesidad del asentimiento de
otros para darse sin reservas a lo que uno siente perfecto y deseado en todos sus puntos! Yo tenía algo excelente, un carácter
independiente; pero no era cobarde, no hubiese podido serlo
aunque lo hubiese intentado.
***
Pero ha llegado el momento en que yo debo hablar de mí
aisladamente, porque mi fervor me hizo llevar, durante algunos
meses, una vida solitaria y sin distracciones aparentes.
Mi súbita conversión no me dio tiempo de respirar. Entregándome por entero a mi nuevo amor, quise saborear todas las
alegrías. Fui a buscar a mi confesor para rogarle que me reconciliara oficialmente con el cielo. Era un viejo cura, el más paternal, el más simple, el más sincero, el más casto de los hombres,
y, sin embargo, era un jesuita, «un padre de la fe», como se decía
después de la revolución. Pero en él no había otra cosa que la
rectitud y la caridad. Se llamaba abate de Prémord y confesaba a
la menor parte del rebaño ; porque el abate de Villéle, quien era
el director de la comunidad y de las pensionistas, no daba abasto.
–Padre mío –dije al abate–, sabéis bien cómo me he confesado hasta el día de hoy, vale decir que sabéis que no me he
confesado en absoluto. He venido para recitaros una fórmula de
examen de conciencia que corre en la clase y que es la misma
para todas aquellas que vienen a confesar, forzadas y obligadas.
También jamás me habéis dado la absolución, puesto que no os
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la he pedido. Hoy os la pido y quiero arrepentirme y acusarme
seriamente. Pero os aseguro que no sé cómo empezar, porque
no recuerdo ningún pecado voluntario; he vivido, he pensado,
he creído como me han enseñado. Si negar la religión era un
crimen, mi conciencia, que estaba muda, no me sirvió de nada.
Sin embargo, debo hacer penitencia, ayudadme a conocerme y a
ver en mi mismo lo que tengo de culpable y lo que no.
–Espera, hija mía –me dijo él–. Veo que esto es una confesión general, como se dice, y que tenemos mucho que hablar.
Siéntate.
Estábamos en la sacristía, cogí una silla y le pregunté si quería interrogarme.
–Nada de eso –me dijo–; jamás pregunto: he aquí la única
que te haré. ¿Tienes la costumbre de buscar tus exámenes de
conciencia en formularios?
–Sí, pero es que hay muchos pecados que creo que no he
cometido porque no les comprendo.
–Está bien, te prohibo que vuelvas a consultar ningún formulario y buscar los secretos de tu conciencia en otros lugares
que en ti misma. Ahora hablemos. Cuéntame simple y tranquilamente toda tu existencia, tal como la recuerdas, tal como la concibes y la juzgas. No arregles nada, no busques ni el bien ni el
mal de tus actos y de tus pensamientos, no veas en mí ni a un
juez ni a un confesor, háblame como a un amigo. Te dirá en
seguida lo que creo deba alentarse o corregirse en ti, por el interés de tu salvación, vale decir, de tu felicidad en esta vida y en la
otra.
Este planteamiento me hizo sentirme cómoda. Le conté mi
vida con efusión, menos extensamente que aquí, pero con los
detalles suficientes y precisos, sin embargo, para que el relato
durase más de tres horas. El excelente hombre me escuchó con
una atención sostenida, con un interés paternal; varias veces le
vi enjugarse sus lágrimas, sobre todo cuando yo estaba llegando
© Pehuén Editores, 2001
al fin y le exponía simplemente, cómo la gracia me había tocado
en el momento en que más perdida estaba.
El abate de Prémord era un verdadero jesuita y al mismo
tiempo un hombre honesto, un corazón sensible y dulce. Su moral
era pura, humana, viviente por así decirlo. No empujaba al misticismo, predicaba en la tierra con una gran unción y un gran
señorío. No quería que uno se absorbiese en el sueño anticipado
de un mundo mejor, olvidándose del arte de conducirse bien en
éste ; por esto precisamente digo que era un verdadero jesuita, a
pesar de su candor y su virtud.
Cuando hube terminado de hablar, le pedí que me juzgara y
que encontrase los puntos en los que yo era culpable, a fin de
que, arrodillándome delante de él, me acordase de ellos en confesión y me arrepintiese para merecer una absolución general.
Pero él respondió:
–Tu confesión ya está hecha. Si no has sido alumbrada antes
por la gracia no ha sido culpa tuya. Es ahora, sin embargo, cuando deberás sentirte culpable si perdieses los frutos de las saludables emociones que has vivido. Arrodíllate, para recibir la absolución que voy a darte con todo, mi corazón.
Cuando hubo pronunciado la fórmula sacramental, me dijo:
–Ve en paz, podrás comulgar mañana. Vive calmada y alegre; no enturbies tu espíritu con remordimientos inútiles; agradece a Dios por haber tocado tu corazón; vive toda la ebriedad
de una santa unión de tu alma con el salvador.
Era hablarme como es debido; pero se verá pronto que esa
quietud santa no bastaba al ardor de mi celo y que yo era cien
veces más devota que mi confesor; sea dicho esto en alabanza
de ese digno hombre, había conseguido, creo yo, el estado de
perfección y ya no conocía las tormentas de un proselitismo ardiente.
Sin él creo que yo hubiese sido ahora una loca o una religiosa enclaustrada. Me curó de una pasión delirante por el ideal
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HISTORIA DE MI VIDA
cristiano. Pero en ello, ¿fue cristiano católico o un hombre jesuita del mundo?
Al día siguiente, comulgué; era el día de la asunción, el 1 de
agosto. Tenía quince años y no me había aproximado al sacramento desde mi primera comunión en La Châtre. Fue en la noche del 4 de agosto cuando sentí esas emociones, esos ardores
desconocidos que yo llamaba mi conversión. Puede verse que
fui directa a la meta; estaba impaciente por hacer acto de fe, y de
rendir, como decían, testimonio delante del señor.
Ese día de verdadera primera comunión me pareció el más
bello de mi vida, de tan plena de efusión que me sentí y al mismo tiempo de poder en mi creencia. No sé cómo rezaba. Las
fórmulas consagradas no me bastaban, las hacía para obedecer a
la regla católica, pero después pasaba horas enteras sola en la
iglesia, y rezaba abundantemente, enviando mi alma a los pies
del eterno y con mi alma, mis lloros, mis recuerdos del pasado,
mis intentos para el porvenir, mis afectos, mis dedicaciones, todos los tesoros de una juventud abrazada que se consagraba y se
daba sin reservas a una idea, a un bien inalcanzable, a un sueño
de amor eterno.
Formalmente, esta ortodoxia en la que me sumergía era pueril
y estrecha, pero en mí llevaba el sentimiento de lo infinito. ¡Y
qué llama no alumbra este sentimiento en un corazón virgen!
Cualquiera que lo haya experimentado, sabe bien que ningún
afecto terrestre puede dar semejantes satisfacciones intelectuales. Ese Jesús, tal como los místicos lo han interpretado y vuelto
a hacer a su modo, es un amigo, un hermano, un padre, cuya
presencia eterna, su solicitud infatigable, su ternura, su infinita
mansedumbre no pueden compararse a nada real ni posible, no
apruebo que las religiosas hayan hecho de él su marido. Hay allí
algo que debe servir de alimento al misticismo histórico, la forma más repugnante que el misticismo puede tomar. Este amor
ideal por el Cristo no esta en peligro en la edad en que las pasio-
© Pehuén Editores, 2001
nes humanas son mudas. Más tarde, se presta a las aberraciones
del sentimiento y a las quimeras de la imaginación turbada. Nuestras religiosas inglesas no eran nada místicas, afortunadamente
para ellas.
El verano pasó para mí en la más completa beatitud. Comulgaba todos los domingos y algunas veces hasta dos días seguidos. He encontrado fabulosa la idea materializada de comer
la carne y beber la sangre de un Dios; pero, ¿qué me importaba
entonces? Yo no pensaba, estaba bajo el imperio de una fiebre
que no razonaba y me sentía feliz no razonando. Me decía: «¡Dios
está en ti, palpita en tu corazón, llena tu ser de su divinidad; la
gracia circula en ti con la sangre por tus venas!» Esta identificación completa con la divinidad se hacía sentir en mi como un
milagro. Ardía literalmente como Santa Teresa; ya no dormía,
no comía, caminaba sin darme cuenta de los movimientos de mi
cuerpo; me condenaba a unas austeridades que no tenían mérito, porque ya no tenía nada que inmolar, cambiar o destruir en
mí. No sentía la tristeza del que es joven. Llevaba en el cuello
un escapulario de filigrana, que me purizaba como un cilicio.
Sentía el frescor de las gotas de mi sangre y en lugar de dolor era
una sensación agradable. En fin, vivía en un éxtasis, mi cuerpo
era insensible, ya no existía. El pensamiento se desarrollaba insólitamente. ¿Era eso el pensamiento? No, los místicos no piensan. Sueñan sin cesar, contemplan, aspiran, arden, se consumen
como lámparas y no sabrían darse cuenta de esa forma de existencia, que es especial y que no puede compararse a nada.
Creo ser poco intangible para aquellos que no hayan pasado
por esta enfermedad sagrada, porque yo recuerdo el estado en el
cual viví durante algunos meses sin poder definirmelo a mi misma.
Me había vuelto buena, obediente y laboriosa, no hice ningún esfuerzo para ello. En el momento en el que el corazón estaba tornado, no me costaba nada actuar de acuerdo con mis creen-
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cias. Las religiosas me trataron con un gran afecto, pero, debo
decirlo, sin ningún engaño y sin buscar, por cualquier medio, la
seducción, que generalmente se reprocha a las comunidades religiosas por ejercerlo en sus alumnas, para inspirarme más fervor. Su devoción era calmosa, un poco fría, tal vez, digna y, sin
embargo, orgullosa. Excepto una solamente tenían una carencia
del don y la voluntad del proselitismo efectivo, quizá porque
esta reserva respondiese al espíritu de su orden o al carácter
británico, que no podían abandonar.
Y además, ¿qué muestras, qué exhortaciones pudieran haberme hecho? ¡Me entregaba tan enteramente a mi fe, tan lógica
en mi entusiasmo! No era posible una frialdad, olvido, abandono en un espíritu afiebrado como el mío. La cuerda estaba demasiado tensa para aflojarse sola; se hubiera roto.
Marie Alicia continuó siendo angelicalmente buena conmigo. No me amó más que antes y ésta fue una razón para que yo la
amara más. Al gustar la dulzura de esta amistad maternal tan
pura y tan firme, yo saboreaba la perfección de esa alma escogida que me quería por mí misma, puesto que ya había amado a la
pecadora, a la criatura ingobernable e ingobernada, tanto como
a la conversa, a la criatura sumisa y devota.
La señora Eugenia, que siempre me había tratado con una
indulgencia demasiado parcial, se volvió mas severa cuanto más
razonable yo me volvía. Sólo pecaba distraídamente y ella me
regañaba un tanto duramente por eso, a pesar de lo involuntarias
que eran mis faltas. Un día mismo en que, perdida en mis sueños
piadosos. Yo no había escuchado una orden que ella me daba,
me castigó sin misericordia con el gorro de dormir. ¡El gorro de
dormir a «santa Aurora»! (así me llamaban los diablos). Causó
sorpresa y bastante estupor en toda la clase:
–¡Ya veis –decían–, esta mujer contradictoria ama a los diablos y después que uno ha caído sobre la pila bautismal, no puede soportarlo más!
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El gorro de dormir no me afectó, tenía conciencia de mi
inocencia y hasta le agradecí a la señora Eugenia el que me hubiese castigado a mi en lugar de otra en un caso parecido. Yo no
pensaba que ella me amaba menos, porque me otorgaba su preferencia como a escondidas. Si sufría o estaba triste, venía por la
noche a mi celda y me interrogaba fríamente, hasta burlonamente;
pero ponía de su parte mucho más que las demás, esa divertida
solicitud ese deseo de ir a verme a mi, deseo que no había sentido por ninguna otra que yo sepa. Yo no sentía el deseo de abrirle
mi corazón como en el caso de Marie Alicia, pero era sensible a
esa parte afectuosa que podía darme y besaba con reconocimiento
su mano larga, blanca y fría.
Fue en medio de mi primer fervor cuando inspiré una amistad que fue considerada más extraña todavía que la que le inspiraba a la señora Eugenia, pero que me ha dejado los más dulces
y más queridos recuerdos.
En la lista de nuestras religiosas, he nombrado a una hermana conversa, la hermana Heléne, de la cual no he hablado ampliamente por pretender hacerlo en el justo momento en que su
existencia se unió a la mía; he aquí el momento.
Atravesaba yo el claustro, un día, cuando vi a una hermana
conversa sentada en la última tabla de la escalera, pálida, yaciente, bañada en un sudor frío. Estaba situada entre dos orinales fétidos que bajaba del dormitorio para vaciarlos. Su fetidez
había vencido a su coraje y a sus fuerzas. Estaba pálida, delgada,
camino de volverse tísica. Era Heléne, la más joven conversa,
consagrada a las funciones más penosas y más repugnantes del
convento. A causa de ello nadie la apreciaba entre las pensionistas. Hubieran temblado al sentarse cerca de ella; evitaban hasta
rozar su hábito.
Era fea, de tipo vulgar, llena de pecas en una piel como
terrosa. Y sin embargo, esa fealdad tenía algo de atrayente; esa
figura calmosa en el sufrimiento tenía como una costumbre y
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una indiferencia hacia el sufrimiento que al principio no se comprendía bien y que se hubiera podido tomar como una indiferencia grosera, pero que se revelaba cuando uno había leído en su
alma y los indicios confirmaban el poema oscuro y rudo de su
pobre vida. Sus dientes eran los más bellos que jamás he visto;
blancos, pequeños, sanos y dispuestos como en un collar las
perlas. Cuando se hablaba de una belleza ideal, se mencionaban
los ojos de Eugenia Izquierdo, la nariz de Maria Dormer, los
cabellos de Sophie y los dientes de la hermana Heléne.
Cuando la vi tan desfalleciente, corrí hacia ella; la sostuve
en mis brazos; no sabía qué hacer para socorrerla. Quería subir
al taller, llamar a alguien. Recobró fuerzas para impedírmelo y,
al levantarse, quiso recoger lo que había dejado y continuar su
trabajo ; pero tenía un aspecto tan horrible, que no me hizo falta
mucha virtud para coger yo sus baldes y llevarlos con su lugar.
La volví a encontrar con la escoba en las manos, dirigiéndose
hacia la iglesia.
–Hermana –le dije–, se está matando. Está demasiado enferma para trabajar hoy. Déjeme decírselo a Gallinita para que
ella envíe a alguien para que limpie la iglesia y así usted se va a
acostar.
–¡No, no! –dijo ella, sacudiendo su cabeza pequeña y obstinada–, no necesito ayuda; siempre puede hacerse lo que uno
quiere; yo quiero morir trabajando.
–Pero es un suicidio –le dije–, y Dios prohibe buscar la muerte, aun con el trabajo.
–Tú no entiendes nada –repuso–. Me espanta morir, pero
pronto lo haré. Estoy condenada por los médicos. Y bien, prefiero reunirme con Dios dentro de dos meses, mejor que dentro
de seis.
No me atreví a preguntarle si hablaba así por fervor o por desesperación; le pregunté solamente si me permitía ayudarla a limpiar
la iglesia, puesto que yo estaba de recreo. Consintió, diciéndome:
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–No necesito ayuda, pero no hay que rechazar a un alma
que quiere hacer un acto de caridad.
Me enseñó cómo había que hacer para encerar la madera del
coro trasero, para limpiar el polvo y para frotar las sillas de las monjas. No era difícil e hice un lado del hemiciclo mientras que ella
hacia el otro; pero, joven y fuerte como yo era, el trabajo me agotó,
mientras que ella, endurecida por la fatiga y ya repuesta de su desvanecimiento –tenía el aspecto de una muerta y la lentitud aparente
de una tortuga–, terminó su tarea más rápido y mejor que yo.
Al día siguiente era un día de fiesta; no para ella, puesto que
todas las jornadas exigían los mismos cuidados domésticos. El
azar me hizo encontrarla otra vez cuando iba a hacer las camas
del dormitorio. Habia treinta y pico. Me preguntó si quería ayudarla, no porque quisiese alivio en el trabajo, sino porque mi
compañía comenzaba a gustarle. La seguí con un movimiento
de agrado que fue natural, no me empujó la dedicación religiosa
que inspira el amor a la pena. Cuando el trabajo se terminó,
disminuido a la mitad por mi ayuda, nos quedaron algunos instantes para descansar, y la hermana Heléne, sentándose sobre
un cofre, me dijo:
–Ya que eres tan complaciente, podrías enseñarme un poco
de francés, porque no sé decir una palabra y eso me acompleja
con las sirvientas francesas a quienes tengo que dirigirme.
–Su ruego me, alegra –le dije–. Me prueba que ya no piensa
más en morir dentro de dos meses, sino en conservarse la mayor
parte del tiempo posible.
–No quiero otra cosa que lo que Dios quiera– repuso . No
busco la muerte, pero tampoco la evito.
–No puedo dejar de desearla, pero no la exijo. Mi existencia
durará tanto como el señor quiera que dure.
–Mi buena hermana –le dije–, ¿está entonces usted seriamente enferma?
–Los médicos pretenden que si respondió ella–, y hay mo-
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HISTORIA DE MI VIDA
mentos en los que sufro tanto que hasta creo que tienen razón.
Pero, después de todo, me siento fuerte, así que bien podrían
equivocarse. ¡Vamos, que sea lo que Dios quiera!
Se levantó, agregando:
–¿Querrás venir esta noche a mi celda?; me darás la primera
lección.
Consentí penosamente, pero sin vacilar. Esta pobre hermana me inspiraba, a pesar mío, repugnancia; no su persona, sino
sus vestidos, que eran inmundos y cuyo olor me daba náuseas. Y
después, amaba mucho más mi hora de éxtasis, la noche en la
iglesia, que el aburrimiento de dar una lección de francés a una
persona muy poco inteligente y que sabía muy mal también el
inglés.
Me resigné, sin embargo, y, llegada la noche, entré por primera vez en la celda de la hermana Heléne. Fui agradablemente
sorprendida al encontrarla limpísima y perfumada con el olor de
los jazmines que subía basta su ventana. La pobre hermana era
limpia también; tenía su vestido de sarga violeta, sus pequeños
objetos para su arreglo bien colocados sobre una mesa atestiguaban el cuidado que daba a su persona. Vio en mis ojos y esto
me preocupó.
–Estás asombrada –me dijo– por encontrar limpia y hasta
rebuscada en esa cuestión a una persona que cumple sin pena
las más viles funciones. Es porque tengo horror a la suciedad y a
los malos olores por lo que he aceptado alegremente esas funciones. Cuando llegué a Francia me sentí enferma al ver el fogón
sucio y las cerraduras oxidadas. En nuestra casa, nos mirábamos
en la madera de los muebles y en los hierros de los utensilios.
Creí no habituarme jamás a vivir en un país en donde eran tan
negligentes. Pero para hacer limpieza hace falta tocar las cosas
sucias. Ya ves que mi gusto debía hacerme tomar el estado que
me ha sugerido para trabajar en mi salvación.
Dijo todo esto riéndose; porque era alegre como las perso-
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nas muy valientes. Le pregunté lo que había sido antes de ser
religiosa y se puso a contarme su historia en un pésimo inglés,
en una lengua simple y rústica cuya grandeza e ingenuidad me
sería imposible volear en estas páginas.
Esta historia simple y terrible me inspiró de golpe una predilección entusiasta por la hermana Heléne. Vi en ella una santa
de la antigüedad, ruda, ignorante de las delicadezas mundanas y
de los compromisos del corazón con la conciencia, una ardiente
fanática y tranquila parecida a Juana de Arco o a santa Genoveva.
Era, de hecho, una mística, la única, creo, que hubo en la comunidad: tampoco era inglesa.
Tocada como por un contacto eléctrico, le tomó las manos y
exclamó:
Sois más fuerte en vuestra simplicidad que todos los doctores del mundo y creo que me mostréis, sin quererlo, el camino
que debo seguir. ¡Seré religiosa!
–¡Tanto mejor! –me dijo ella con la confianza y la rectitud
de un niño: serás hermana conversa conmigo, trabajaremos juntas.
Me pareció que el cielo me hablaba por boca de esta inspirada. Al fin había yo encontrado una verdadera santa como las
que yo había soñado. Mis otras monjas eran como ángeles terrestres, quienes, sin lucha ni sufrimientos, gozaban anticipadamente de la paz del paraíso. Esta era una criatura más humana y
más divina al misma tiempo. Más humana, porque sufría; más
divina, porque le gustaba sufrir. No había buscado la felicidad,
el reposo, la ausencia de las tentaciones mundanas, la libertad
del recogimiento en el claustro. ¡Las seducciones del siglo!, pobre hija de los campos, nutrida de trabajos groseros, no los conocía sin embargo. Sólo había soñado y conseguido un martirio
diario, lo había entrevisto con la lógica salvaje y grandiosa de la
fe primitiva. Era exaltada hasta el delirio bajo una apariencia
fría y estoica. ¡que naturaleza poderosa! Su historia me hacía
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HISTORIA DE MI VIDA
temblar y arder. La veía en los campos, escuchando, como nuestra «gran pastora» (1), las voces misteriosas en las ramas de las
encinas y en los murmullos de las hierbas. La veía pasando por
debajo del cuerpo de ese niño, hermoso cuyas lágrimas caían
sobre mi corazón y pasaban por mis ojos. La veía sola y de pie en
el camino, fría como una estatua y el corazón atravesado, sin
embargo, por los siete dardos del dolor, elevando su mano alada
hacia el cielo y reduciendo al silencio, por la energía de su voluntad, toda esa familia gimiente y llena de respeto.
–¡Oh, santa Heléne me decía yo al irme–, tenéis razón, estáis en lo cierto!, estáis de acuerdo con vos misma. ¡Si!, cuando
se ama a Dios con todas las fuerzas, cuando se lo prefiere a todo
lo demás, no puede una dormirse en el camino; no debe esperarse órdenes, debe uno dárselas; se debe correr hacia los sacrificios. ¡Si!, me habéis abrasado con el fuego de vuestro amor y me
habéis mostrado la senda. Seré religiosa; seré una desesperación
para mi familia, y la mía por consecuencia. Es preciso esa desesperación para poder tener el derecho de decirle a Dios: «¡Te amo!»
Seré religiosa y no «dama de coro», pues viven en una simplicidad rebuscada y en un abandono beato. Seré hermana conversa,
sirvienta agotada de fatiga, barredora de tumbas, encargada de
las inmundicias, todo lo que quieran, aunque sea olvidada después de haberme maldecido los míos; a pesar de que, devorando
la amargura de la inmolación, no tenga más que a Dios como
testigo de mi suplicio y su amor como recompensa.»
No tardé en confiar a Marie Alicia mi proyecto de profesar.
No se sobresaltó. La digna y razonable mujer me dijo sonriendo:
–Si esta idea te agrada, cuídala, pero no la tomes muy en serio.
Hay que ser muy fuerte para poner en ejecución una cosa dificil. Tu
madre no consentirá voluntariamente, tu abuela todavía menos.
Dirán que te hemos inducido y no es esa nuestra intención ni nues-
tra manera de actuar. No acariciamos las vocaciones en sus comienzos, las esperamos en su completo desarrollo. Todavía no te conoces a ti misma. Crees que se madura de un día para otro; vamos,
vamos, «mi querida hermana», todavía pasará mucha agua bajo el
puente antes de que firmes ese escrito que ves allí.
Y me mostró la formula de sus votos. Escrita en latín en un
pequeño cuadro de madera negra encima de su reclinatorio. Esta
fórmula, contraria a la legislación francesa, era un eterno contrato; la firmaban en una mesita sobre la cual, en el medio de la
iglesia, se posaba el santo sacramento.
Sufrí un poco las dudas de Marie Alicia sobre mi vocación,
pero me defendía de este sufrimiento como de una revuelta de
mi orgullo. Solamente seguía creyendo, sin decir nada, que la
hermana Heléne tenía una mayor vocación. Marie Alicia era feliz, lo decía sin afectación y sin énfasis, y uno veía que era sincera. A veces, decía: «La mayor felicidad es la de estar en paz con
Dios. No lo hubiese estado en el mundo, no soy una heroína,
poseo el temor y tal vez el sentimiento de mi debilidad. El claustro me sirve de refugio y la regla monástica de higiene moral;
atemperando estas ayudas poderosas, sigo mi camino sin muchos esfuerzos ni méritos.»
Así razonaba esta alma profundamente humilde, o si se quiere, este espíritu perfectamente modesto. Era, a pesar de todo,
más fuerte de lo que creía.
Cuando yo trataba de razonar con ella a la manera de la
hermana Heléne, sacudía dulcemente la cabeza: –Niña mía me
decía–, si buscas el mérito del sufrimiento, lo encontrarás de
sobra en el mundo. Piensa que una madre de familia, aunque no
sea más que por traer hijos al mundo, sufre y trabaja más que
nosotras. El sacrificio de la vida claustral puede compararse con
el que una buena esposa y una buena madre deben imponerse
todos los días. No te atormentes el espíritu y espera lo que Dios
te inspire cuando estés en la edad de elegir. El sabe mejor que tú
(1) Juana de Arco.
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HISTORIA DE MI VIDA
y que yo lo que te conviene. Si deseas sufrir, tranquilízate, la
vida te servirá para eso y tal vez encuentres, si tu amor por el
sacrificio persiste, que es en el mundo y no en el convento el
lugar donde encuentres tu martirio.
Su bondad me imponía respeto y fue ella quien me preservó
de pronunciar esos votos imprudentes que las muchachas jóvenes hacen algunas veces, adelantándose en el secreto de su efusión delante de Dios; determinaciones terribles que pesan a veces durante toda una vida sobre las conciencias timoratas, y que
no se violan, aunque no hayan sido recibidas por Dios, sin dañar
gravemente la dignidad y la salud del alma.
Sin embargo, yo no me defendía del entusiasmo de la hermana Heléne; la veía todos los días, espiaba la ocasión y el medio de ayudarla en sus rudos trabajos, consagrando mis ratos de
ocio del día a compartirlos, y los de la noche a darle lecciones de
francés en su celda. Tenía, ya lo he dicho, poca inteligencia y
apenas sabía escribir. Le enseñé más inglés que francés, porque
pronto me di cuenta que era por el inglés por donde debíamos
comenzar. Nuestras lecciones no duraban apenas media hora.
Ella se cansaba rápidamente. Esta cabeza tan fuerte, tenía más
voluntad que poder.
Disponíamos, entonces, de media hora para charlar, y yo
amaba nuestro entretenimiento, que, sin embargo, era parecido
al de una criatura. Ella no sabía nada, no deseaba saber nada
fuera del circulo estrecho en el que su vida se había encerrado.
Tenía una profunda desconfianza hacia toda ciencia ajena a la
vida práctica, muy característica del campesino. En frío, hablaba muy mal, no encontraba palabras comunes y no podía enhebrar sus ideas, pero cuando el entusiasmo volvía, tenía unos arranques de una espontaneidad sublime, unas palabras llenas de una
extraña profundidad en su infantil concisión.
No dudaba de mi vocación, no trataba de retenerme y hacerme vacilar en mi entrenamiento; creía en la fuerza de los de-
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más como en la suya propia. No aturdía su espíritu con ningún
obstáculo y se persuadía de que debía ser muy fácil obtenerme
una dispensa para entrar en la comunidad, a pesar de las prohibiciones de la regla, que no admitía nada más que inglesas, escocesas o irlandesas en el convento. Confieso que la idea de ser
religiosa en otro que no fuera el convento de las inglesas me
hacía temblar, prueba de que realmente no tenía una vocación
firme; y como yo le confesaba la duda de esta preferencia por
nuestro convento, ella me apoyaba con una indulgencia adorable. Quería encontrar mi preferencia legiítima, y esta pereza del
corazón no alteraba, según ella, la excelencia de mi vocación.
Ya he dicho en alguna parte de esta obra, a propósito de La Tour
D’Auvergne, según creo, que lo que certifica una verdadera grandeza es no pensar jamás en exigir de los demás las grandes cosas
que uno mismo se impone. La hermana Heléne, esta criatura
llena de instintos sublimes, estaba de acuerdo conmigo. Había
abandonado a su familia y a su país. Había llegado con alegría a
enterrarse en el primer convento que le habían designado y ella
consentía en dejarme elegir mi retiro y «arreglar» mi sacrificio.
Era suficiente, a sus ojos, que una persona como yo, que ella
consideraba con un gran espíritu (porque yo sabía mi idioma
mejor que ella el suyo), aceptase deliberadamente la idea de ser
hermana conversa en lugar de preferir ir a una clase.
Hacíamos, entonces, nuestros castillos de naipes juntas. Ella
me buscaba un nombre, el de Marie Augustine, que yo había
elegido en el día de mi confirmación, y que ya llevaba Gallinita.
Ella me destinaba una celda vecina a la soya. Ella despertaba mi
amor por la jardinería, animándome a cultivar flores en el prado.
Había conservado el gusto de picar la tierra, y como yo era demasiado grande como para hacer un pequeño jardín para mí sola,
me pasaba la mayor parte de los recreos removiendo el pasto y
dibujando avenidas en los jardincitos de las pequeñas. También
era curiosa la adoración que las niñas me tenían. En la clase
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HISTORIA DE MI VIDA
superior se burlaban un poco. Anna suspiraba por mi embrutecimiento sin dejar de ser buena y afectuosa. Pauline de Portcarré,
mi amiga de la infancia, que había entrado en el convento seis
meses después que yo, decía a su madre, delante de mi, que me
había vuelto imbécil, porque ya no podía vivir sin la hermana
Heléne y sin las niñas de siete años.
Había, sin embargo, comenzado una amistad que me debió
reconciliar con la opinión de las más inteligentes, puesto que era
la persona más inteligente del convento. Todavía no he hablado
de Elisa Anster, a pesar de que es una de las figuras más notables en esta serie de retratos de mi relato. He querido guardarla
como joya principal de esta preciosa corona.
Un inglés, el señor Anster, sobrino de la señora Canning,
nuestra superiora, se había casado en Calcuta con una bella india, la cual había tenido muchos niños, doce, tal vez catorce. El
clima los había devorado a todos en sus primeros días, excepto
un hijo, que se hizo cura, y dos hijas: Layinia, que ha sido compañera mía en la clase pequeña; Elisa, su hermana mayor, mi
amiga de la clase superior, quien es hoy superiora de un convento en Cork, Irlanda.
El señor y la señora Anster, viendo perecer a todos sus hijos, cuya organización espléndida parecía secarse de golpe en un
medio contrario, y no pudiendo abandonar sus asuntos, hicieron
el esfuerzo de separarse de los tres que les quedaban. Los enviaron a Inglaterra, a la señora Blount, hermana de la señora Canning.
Esta es la historia al menos que en el convento se contaba. Más
tarde, he escuchado otra: pero, ¿qué importa? El hecho cierto es
que Elisa y Lavinia se acordaban confusamente de su madre
llorando desesperadamente sobre la orilla india, mientras que el
navío se alejaba rápidamente. Puestas en el convento de Cork,
en Irlanda, Elisa y Lavinia vinieron a Francia cuando la señora
Blount se decidió a habitar con su hija y sus dos sobrinas nuestro convento de las inglesas. ¿Tenía dinero esta familia? Lo igno-
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ro no se ocupaba nadie de esto entre las devotas. Creo que el
padre estaba todavía en la India cuando conocí a sus hijas. La
madre estaba también seguramente y no había visto a sus hijas
desde hacía doce años.
Lavinia era una criatura encantadora, tímida, impresionable, sonrojándose siempre, de una dulzura perfecta, lo que no le
impedía ser un poco diablo y nada devota. Sus tías y su hermana
la regañaban a menudo. No se preocupaba mucho.
Elisa era de una belleza incomparable y de una inteligencia
superior. Era el más admirable resultado de la unión de la raza
inglesa con el tipo indio. Tenía un perfil griego de una pureza de
líneas exquisitas, un cutis de lilas y rosas sin hipérbole, cabellos
castaños magníficos, ojos azules de una dulzura y de una penetración chocantes, una especie de fiereza acariciante en la fisonomía ; la mirada y la sonrisa anunciaban la ternura de un ángel;
la frente recta; el ángulo facial fuertemente marcado; un no sé
qué cuadrado en una figura magnífica en proporciones, revelaba
una gran voluntad, un gran poder y un gran orgullo.
Desde su más tierna infancia, todas las fuerzas de esta alma
vigorosa se habían polarizado en la piedad. Nos llegó santa, como
siempre la he conocido, segura en su resolución de hacerse religiosa y cultivando en su corazón una única amistad exclusiva: el
recuerdo de una religiosa de su convento irlandés, la hermana
Maria Borgia de Chantal, quien siempre alentó su vocación y
con la cual se reunió más tarde al tomar el velo. La más grande
muestra de amistad que me dió ha sido un pequeño relicario que
siempre tengo sobre mi chimenea y que ella tenía de esa religiosa. Todavía leo en él: «M. de Chantal to E. 1816» Lo quería
tanto que me hizo prometer que no me separaría jamás de él, y
he cumplido mi palabra. Me ha seguido a todas partes. En un
viaje el vidrio se rompió, la reliquia se perdió, pero el medallón
está intacto y es el mismo relicario el que se ha convertido en
una reliquia para mí.
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HISTORIA DE MI VIDA
Esta bella Elisa era la primera en todos los estudios, la mejor pianista del convento, la que hacía todo mejor que las demás,
porque poseía en dosis iguales facultades naturales y una firme
voluntad. Hacía todo con vistas a su capacitación para dirigir la
educación de las jóvenes irlandesas que le serían confiadas un
día en Cork, porque ella prefería su convento de Cork como yo
el de las inglesas. Marie Borgia era su Alicia y su Héléne. No
concebía ser religiosa en otro convento y su vocación no era
menos intensa por ello, porque ha persistido con alegría.
Tenía mucha más razón que yo al desear hacerse útil en el
claustro. Yo seguía los estudios con sumisión, desde que era devota, pero ya no hacía los progresos que sin serlo había hecho.
No tenía otra meta que la de someterme a la regla y pidiéndome
mi misticismo inmolar todas las vanidades del mundo, yo no
veía la necesidad de que una hermana conversa supiese tocar el
piano, dibujar y conocer historia. También, después de tres años
de convento, salí más ignorante de lo que había entrado. Hasta
había perdido esos accesos amorosos por el estudio que en
Nohant había sentido a menudo. La devoción me absorbía mucho más que la diablería en un tiempo. Utilizaba toda mi inteligencia para el beneficio de mi corazón. Cuando había llorado de
adoración durante una hora en la iglesia, me quedaba destrozada para todo el resto del día. Estaba dispersada en el santuario,
no podía aumentar ya por nada terrestre. No me quedaban ni
fuerza, ni empuje, ni penetración, según de lo que se tratara. Me
embrutecía –Pauline tenía razón al decirlo–, aunque en otro sentido me engrandeciera. Aprendía a amar otra cosa y no a mí misma: la devoción exaltada posee ese gran efecto sobre el alma
que domina, o, al menos, mata al amor propio radicalmente, y, si
embrutece en algunas cuestiones, purga de muchas pequeñeces
y de preocupaciones mezquinas.
Aunque el ser humano sea en la conducta de su vida un
abismo de inconsecuencias, una cierta y fatal lógica lo lleva siem-
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pre a situaciones análogas hacia las que su instinto le ha conducido. Recuerdo que a veces yo estaba en Nohant, ante los cuidados y lecciones de mi abuela, en la misma disposición de sumisión inerte y de secreto disgusto que en la que me encontraba en
el convento ante los estudios que me imponían.
En Nohant, no pensando otra cosa que hacerme obrera con
mi madre, había despreciado el estudio como cosa demasiado
aristocrática. En el convento, sólo pensando en hacerme criada
con la hermana Héléne, despreciaba el estudio como demasiado
mundano.
No recuerdo cómo llegue a relacionarme con Elisa. Había
sido dura y fría conmigo durante mi diablería. Poseía unos instintos dominantes que no podía contener, y cuando un diablo
estorbaba su meditación en la iglesia y desordenaba sus cuadernos en la clase, se ponía roja; sus bellas mejillas se teñían rápidamente con un tinte violáceo, sus cejas, de si muy juntas, se unían
con un fruncimiento nervioso; murmuraba palabras indignadas,
su sonrisa se volvía despreciativa, casi terrible; su naturaleza
imperiosa y altiva se traicionaba. Decíamos entonces que la sangre asiática se le subía. Pero era una tormenta pasajera. La voluntad, más fuerte que el instinto, la dominaba. Hacía un esfuerzo, palidecía, sonreía, y esta sonrisa, dibujándose en sus rasgos
como un rayo de sol, traía con ella la dulzura, la frescura y la
belleza.
A pesar de todo, hacía falta conocerla muy bien para amarla,
y, en general, era más admirada que buscada.
Cuando se me dio a conocer no fue así. Me reveló sus propios defectos con mucha grandeza y me abrió sin reservas su
alma austera y atormentada.
–Caminamos –me dijo– hacia la misma meta por caminos diferentes. Envidio el tuyo, porque marchas sin esfuerzo y no tienes
que sostener ninguna lucha. No amas el mundo, sólo deseas dolores y sufrimientos. La alabanza no te disgusta. Se diría que te des-
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HISTORIA DE MI VIDA
lizas en el claustro por una pendiente fácil y que tu ser no tiene
ninguna aspereza que lo retenga. Yo –decía ella (y al hablar así su
figura brillaba como la de un arcángel)–, tengo mi orgullo satánico! En el templo estoy como la farisea orgullosa y tengo que hacer
un esfuerzo para salir a la puerta, en la que te encuentro a ti, soñolienta, en el humilde lugar del publicano. Tengo un sentimiento de
búsqueda en la elección de mi suerte futura en la religión. Quiero
obedecer, pero siento también el deseo de mandar. Amo la aprobación, la critica me irrita, la burla me exaspera. No tengo –ni
indulgencia instintiva, ni paciencia natural. Para vencer todo esto,
para impedirme caer en el mal cien veces al día, me hace falta
estar en una continua tensión con mi voluntad. En fin, si sobrenado
por debajo del abismo de mis pasiones sufriré mucho y me hará
falta una enorme asistencia del cielo.
Allí, ella lloraba y se golpeaba el pecho. Me veía forzada a
consolarla, yo, que me sentía un átomo al lado suyo.
–Es posible –le decía– que yo no tenga los mismos defectos
que tú, pero tengo otros, y no tengo ninguna virtud. Como no
tengo tu fuerza, las sensaciones vivas me las ahorro. No tengo
ningún mérito siendo humilde, porque ya por carácter, por posición social tal vez, desprecio muchas cosas que el mundo estima. No conozco el placer de la alabanza, ni mi persona, ni mi
espíritu son notables. Tal vez, yo sería muy vana si tuviera tu
belleza y tus facultades; si no tengo el gusto de mandar es porque no tendría jamás perseverancia para gobernar lo que fuese.
En fin, recuerda que los más grandes santos han sido aquellos a
quienes más les costó llegar a serlo.
–¡Es cierto! –exclamaba ella–. Sufrir es glorioso y las recompensas son proporcionales a los méritos.
Después, de repente, dejaba caer su cabeza encantadora en
sus bellas manos:
–¡Ah! –decía suspirando–, ¡eso que yo pienso es todavía un
orgullo! Se insinúa dentro de mi por todos los poros y toma to-
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das las formas para vencerme. ¿Por qué quiero yo encontrar la
gloria al cabo de mis combates y un más alto lugar en el cielo
que tú y la hermana Héléne? Verdaderamente soy un alma muy
desgraciada. No puedo olvidarme y abandonarme un solo instante.
Quizá estas luchas interiores, la valiente y austera joven,
consumía sus más brillantes años; pero parecía que la naturaleza
la había formado para eso, porque cuanto más se agitaba más
resplandeciente estaba de color y de salud.
No era mi caso. Sin lucha y sin tormenta me apagaba en mis
expansiones devotas. Comencé a sentirme enferma y muy pronto el malestar cambió la naturaleza de mi devoción. Entro en la
segunda fase de esta vida extraña.
***
Había pasado varios meses sumida en una gran beatitud;
mis días corrían como horas. Gozaba de una libertad absoluta
puesto que ya no estaba de humor para abusar. Las religiosas me
llevaban con ellas por todo el convento, al taller, en el que me
invitaba a tomar el té; a la sacristía, en la que yo amaba guardar
y plegar los ornamentos del altar, a la tribuna del órgano, en el
que repetíamos nuestros coros y motetes; a la «habitación de las
novicias», que era una sala que servía para la escuela de canto, al
fin, al cementerio, que era el lugar más prohibido para las pensionistas. Este cementerio, situado entre la iglesia y el muro del
jardín de las escocesas, no era nada más que un cuadrado de
tierra con flores, sin tumbas y sin epitafios. Un montoncito de
pasto anunciaba únicamente el lugar de las sepulturas. Era un
lugar delicioso, lleno de árboles y de verde lujuriosos. En las
noches de verano, casi nos asfixiábamos por el olor de los jazmines y las rosas; en el invierno, con la nieve, los ribetes de las
violetas y las rosas de bengala sonreían todavía sobre el manto
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sin mácula. Una linda capilla rústica, especie de hangar abierto
que encerraba una estatua de la virgen y que estaba festoneada
de pámpanos y hiedra, separaba ese rincón sagrado de nuestro
jardín y la sombra de nuestros castaños se entendía por debajo
del pequeño techo de la capilla. Pase allí horas deliciosas soñando y sin pensar en nada. En mis épocas de diablo, cuando podía
deslizarme en el cementerio, sólo era para recorrer las pelotas
elásticas que las escocesas perdían debajo del muro. Pero ya no
pensaba en las pelotas elásticas. Me perdía en un sueño de una
muerte anticipada, de una existencia de sueño intelectual, del
olvido de todas las cosas, de contemplaciones incesantes. Escogía mi lugar en el cementerio. Me extendía allí con la imaginación para dormir, como si hubiera sido el único lugar del mundo
en el que mi corazón y mi ceniza pudieran haber reposado en
paz.
La hermana Héléne me entretenía en mis pensamientos de
felicidad y, sin embargo, la pobre joven no era feliz. Sufría mucho, ya porque sus fuerzas le volvían, ya porque la abandonaban; pero creo que su mal era moral. Creo que estaba un poco
perseguida y regañada por su misticismo. Había noches en que
la encontraba llorando en su celda. Apenas me atrevía a interrogarla, porque a mi primera palabra ella sacudía su cabeza cuadrada con un aire desdeñoso, como queriendo decirme: «He soportado muy bien otras cosas y tú no has podido.» Verdad que,
inmediatamente, se arrojaba en mis brazos y lloraba sobre mi
hombro; pero sin una queja, sin un murmullo, ningún ruego se le
escapó jamás.
En medio de esas desilusiones que trataba de consolar, la
tristeza se apoderó de mí. Una noche, entré en la iglesia y no
pude rezar. Los esfuerzos que hice para reanimar mi corazón
fatigado no sirvieron nada más que para abatirlo. Me sentía enferma desde hacia algún tiempo. Tenía unos dolores de estómago insoportables, nada de sueño y poco apetito. No es precisa-
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mente a los quince años cuando se pueden soportar austeridades como las que yo me imponía. Elisa tenía diecinueve, la hermana Héléne veintiocho. Languidecía visiblemente bajo mi exaltación. Al día siguiente, me levanté con esfuerzo; tenía la cabeza pesada y estuve distraída en la plegaria. La misa la escuché
sin fervor. Lo mismo me ocurrió por la noche. Al día siguiente,
realicé tales esfuerzos de voluntad que mi emoción y mis transportes volvieron otra vez. Pero al día siguiente estaba peor. El
período efusivo había terminado; una lasitud indescriptible se
había apoderado de mí. Por primera vez después de mi devoción, tuve dudas, no sobre la religión, sino sobre mi misma. Estaba persuadida que la gracia me abandonaba. Recordé esta frase terrible: «Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos.»
Al fin creí que Dios ya no me amaba, porque yo no lo amaba
bastante. Caí en una desesperación sombría.
Comuniqué mi mal a la señora Alicia. Sonrió y quiso demostrarme que se trataba de una indisposición pasajera, a la que no
había que dar mucha importancia.
–Todo el mundo está sujeto a esos desmayos anímicos me
dijo. Cuanto más te atormentes más crecerán. Acéptalos humildemente y reza porque esta prueba termine, pero si no has cometido ninguna falta grave, de la cual tu languidez sea el justo
castigo, ten paciencia, espera y reza.
Lo que me dijo allí era el fruto de una gran experiencia filosófica y de una clara razón. Pero mi débil cabeza no la supo
aprovechar. Había sido demasiado feliz con los ardores de la
devoción como para resignarme a esperar tranquilamente su retorno. La señora Alicia me había dicho: «¡Si no has cometido
nada grave!» Y yo buscaba la falta que había podido cometer,
porque suponer que Dios hubiese sido tan cruel como para retirarme la gracia sin otro motivo que el de probarme, no se podía
consentir. «Que él me pruebe en mi vida exterior, lo concibo –
me decía–; se acepta, se busca el martirio, pero para eso la gracia
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es necesaria y si se quita la gracia, ¿qué quiere entonces que yo
haga? No puedo hacer nada sin él. Si me abandona, ¿es culpa
mía?»
Así murmuraba yo contra el objeto de mi adoración, y como
una amante celosa e irritada le hubiera querido enviar amargos
reproches. Pero dudaba de esos instintos rebeldes y golpeándome el pecho: «Si –me decía–, debe ser mi culpa. Debo haber
cometido un crimen del que mi conciencia endurecida y embrutecida se niega a hacerme culpable.»
¡Y allí estaba yo, estrujando mi conciencia y buscando mi
pecado con un rigor increíble, como si uno fuera culpable cuando a pesar de buscar no encuentra nada! Entonces me convencí
de que varios pecados veniales equivalían a un pecado mortal y
busqué otra vez esa cantidad de pecados veniales que yo debía
haber cometido, que yo cometía, sin duda, a todas horas, sin
darme cuenta, porque está escrito que el justo peca «siete veces
por día» y que el cristiano humilde debe decirse que peca hasta
«setenta veces siete».
Había mucho orgullo, seguramente, en mi embriaguez. Hubo
un exceso de humildad en mi retorno a mi misma. Yo no sabía
hacer nada a medias. Tomé la espantosa costumbre de analizar en
mí las pequeñas cosas. Digo espantosa porque procediendo sobre
la propia individualidad se deja sin desarrollar una sensibilidad
fuera de regla, dándose una importancia pueril a los menores movimientos del sentimiento, a las menores operaciones del pensamiento. De allí, a la disposición enfermiza que se ejerce sobre los
demás y que altera el afecto por una susceptibilidad demasiado
grande y por una secreta exigencia, no hay nada más que un paso;
y si un jesuita virtuoso no hubiera sido en aquella época el médico
de mi alma, me hubiese vuelto insoportable, para con los demás,
como ya entonces lo era para conmigo misma.
Durante un mes o dos viví en ese suplicio de todos los instantes, sin encontrar la gracia perdida, vale decir la confianza
que nos hace sentir verdaderamente asistidos por el espíritu divino. También todo el trabajo que yo me tomaba para volver a
encontrar esa gracia, no servía nada más que para perderla anticipadamente. Me había convertido en eso que en el estilo devoto llaman «una escrupulosa».
Una devota atormentada por escrúpulos de conciencia se
volvía miserable. No podía ya comulgar sin angustias, porque
entre la absolución y el sacramentos no podía evitar el temor de
haber cometido un pecado. El pecado venial no hace perder la
absolución., un acto ferviente de contricción borra la mancha y
permite acercarse a la mesa santa; pero si el pecado es mortal es
preciso abstenerse o cometer un sacrilegio. El remedio es recurrir rápidamente al director o, en su defecto, al primer padre que
pueda encontrarse para obtener una nueva absolución. Tonto
remedio, verdadero abuso de una institución cuyo pensamiento
primitivo fue grande y santo y que para los devotos se convierte
en una habladuría, una picardía pueril, una obsesión por el creador rebajado al nivel de la criatura inquieta y celosa. Si se había
cometido un pecado mortal en el momento o antes de la comunión, ¿no sería preciso abstenerse y esperar una más larga expiación, una reconciliación más dificil que las que se operan, en
cinco minutos de confesión, entre el padre y el penitente? ¡Ah!,
los primeros cristianos no lo hubieran comprendido así: los que
hacían en la puerta del templo una confesión pública antes de
considerarse lavados de sus faltas, los que se sometían a pruebas terribles, a años enteros de penitencia. Así entendida, la confesión podría y debería transformar un ser y hacer surgir verdaderamente al hombre, nuevo de la crisálida del viejo. El vano
simulacro de la confesión secreta, la corta y trivial exhortación
del padre, esa tonta penitencia que consiste en decir cualquier
plegaria, ¿es acaso la institución pura, eficaz y solemne de los
primeros tiempos?
***
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
Hablo con un espíritu de justicia y de examen; mi experiencia personal me conduciría a otras conclusiones si me encerrase
en mi personalidad para juzgar el resto del mundo. Tuve la felicidad de encontrar un digno padre, quien fue por mucho tiempo
un amigo tranquilo para mi, un consejero muy sabio. Si hubiese
encontrado un fanático, me hubiera muerto o vuelto loca, como
ya he dicho; si un impostor, yo sería probablemente atea, al menos lo pude haber sido por reacción durante un tiempo dado.
El abate de Premord fue durante algún tiempo el depositario generoso de mis confesiones. Yo me acusaba de frialdad, de
abandono, de disgusto, de sentimientos impíos, de tibieza en mis
ejercicios píos, de pereza en la clase, de distracción en la iglesia,
de desobediencia, en consecuencia, «y todo esto –decía yo–,
siempre, a toda hora, sin contricción eficaz, sin progresos en mi
conversión, sin fuerzas para llegar a la victoria». Él me regañaba
muy dulcemente, me predicaba la perseverancia y me despedía,
diciéndome:
–Esperemos, no te descorazones; tienes que arrepentirte,
entonces triunfarás.
Al fin, un día que yo me acusaba con más energía y que,
lloraba amargamente, me interrumpió en medio de mi confesión
con la brusquedad de un hombre valiente, aburrido de perder el
tiempo.
–No te comprendo –me dijo– y tengo miedo de que tu espíritu esté enfermo. ¿Quieres autorizarme para que me informe de
tu conducta por la superiora o por la persona que tú me designes?
–¿Qué aprenderá usted con eso? –le dije–. Las personas indulgentes y que me quieren le dirán que tengo las apariencias de
la virtud; pero si el corazón es malo y el alma está extraviada, yo
sola puedo juzgarme y el buen testimonio que le darán sobre mí
me hará sentir más culpable.
–¿Serás entonces hipócrita? –repuso él . ¿Puede ser posible?
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Déjame informarme sobre ti. Lo haré esencialmente; vuelve a
las cuatro y hablaremos.
Creo que vio a la superiora y a la señora Alicia. Cuando
volví, me dijo sonriendo:
–Ya sabía yo que estabas loca y que es preciso regañarte. Tu
conducta es excelente, tus damas están encantadas; eres un
modelo de dulzura, de puntualidad, de piedad sincera; pero estas enferma y eso influye en tu imaginación; te vuelves triste,
sombría y como estática. Tus compañeras ya no te reconocen, se
asombran y lo lamentan. Ten cuidado, si continúas así te harás
odiar y temer por la piedad, y el ejemplo de tus sufrimientos y de
tus agitaciones impedirá más conversiones que otra cosa. Tu familia se inquieta por tu exaltación. Tu madre piensa que el régimen del convento te esta matando; tu abuela escribe que se te
fanatiza y que tus cartas se resienten por una gran preocupación
espiritual. Sabes bien que ocurre todo lo contrario; tratamos de
calmarte. Ahora que sé la verdad, exijo que abandones esta exageración. Cuanto más sincera es, más peligrosa se vuelve. Quiero que vivas libre y plenamente en cuerpo y en espíritu, y como
en la enfermedad de «escrúpulos» que tienes hay mucho de orgullo bajo formas humildes, te doy como penitencia volver a los
juegos y a los entretenimientos inocentes de tu edad. Desde esta
noche, correrás por el jardín como las otras, en lugar de
prosternarte en la iglesia como recreo. Saltarás a la cuerda, jugarás en pareja. El apetito y el sueño te volverán en seguida y
cuando ya no estés físicamente enferma, tu cerebro apreciará
mejor esas faltas de las que te acusas.
–¡Oh, mi Dios! –exclamé yo–; me imponéis una penitencia
más ruda de lo que pensáis. He perdido el gusto del juego y la
costumbre de la alegría. Pero tengo un espíritu tan débil que no
puedo observarme siempre; olvidaré mi salvación y a Dios.
–No lo creas –repuso él–. Por otra parte, si vas demasiado
lejos, tu conciencia, que habrá recobrado la salud, te advertirá
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
seguramente y escucharás sus reproches. Piensa que estas enferma y que Dios no ama los impulsos afiebrados de un alma delirante. Prefiere un homenaje puro y firme. Vamos, obedece a tu
médico. Quiero que dentro de ocho días me digan que en ti se ha
operado un gran cambio, tanto en tu aspecto como en tus maneras. Quiero que seas amada y escuchada por tus compañeras, no
solamente por aquellas que son buenas, sino, sobre todo, por
aquellas que no lo son. Hazles conocer el amor del deber y su
dulzura, y que la fe es un santuario del que se sale con una frente
serena y un alma benevolente. Recuerda que Jesús quería que
sus discípulos tuviesen las manos limpias y los cabellos perfumados. Esto quería decir: no imitéis a esos fanáticos e hipócritas
que se cubren con cenizas y que tienen el corazón tan impuro
como su rostro; sed agradables a los hombres, con el fin de hacerles agradable la doctrina que profesáis. Y bien, hija mía, de ti
depende que no entierres tu corazón en las cenizas de una penitencia mal entendida. Perfuma ese corazón con una gran amenidad y tu espíritu con un goce amable. Dada tu manera de ser no
hay que pensar en que la piedad convierta el humor de las personas, hace falta amar a Dios en sus servidores. Vamos, haz tu
acto de contricción y te absolverá.
–¡Cómo!, padre mío –le respondí–, ¿me distraerá esta noche, me disipará y, sin embargo, usted quiere que comulgue mañana?
–Sí, realmente así lo quiero –respondió–, y puesto que yo te
ordeno divertirte como penitencia, habrás cumplido un deber.
–Me someto a todo si me promete que Dios me verá contenta, volviéndome a enviar sus dulces transportes, esos impulsos espirituales que me hacían sentir y saborear su amor.
–No puedo prometértelo de su parte –dijo él sonriendo–;
pero respondo yo mismo, ya verás.
Y el buen hombre me despidió, estupefacta, revolucionada
y asustada de su orden. Sin embargo, obedecía, ya que la obe-
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diencia pasiva es el primer deber del cristiano y reconocí rápidamente que no es muy dificil a los quince años volverle a tomar el
gusto a la cuerda y a los juguetes. Poco a poco me integré en el
juego con agrado, y después con placer, y después con pasión,
porque el movimiento físico era una necesidad de mi edad, de
mi organización y yo había estado privada de él demasiado tiempo como para no encontrarle nuevos atractivos.
Mis compañeras se volvieron hacia mí con una gracia extrema, mi querida Fannelly la primera, y después Pauline, y después Anna, y después todas las demás, tanto los diablos como
las buenas. Al verme tan contenta, creyeron por un momento
que me volvería otra vez terrible. Elisa me regañó un poco, pero
le conté así como a aquellas que buscaban y merecían mi confianza, lo que había pasado entre el abate de Prémord y yo, y mi
alegría fue aceptada como legítima y aun como meritoria.
Todo lo que me había predicho mi director me ocurrió. Recobré rápidamente la salud física y moral. La calma se hizo en
mis pensamientos, al interrogar a mi corazón, lo encontraba tan
sincero y tan puro que la confesión se convirtió en una corta
formalidad destinada a otorgarme el placer de comulgar. Gustaba, entonces, el indecible bienestar que el espíritu jesuita sabe
dar a cada naturaleza según sus inclinaciones y gustos. Espíritu
de conducta admirable en su conocimiento del corazón humano
y en los resultados que podría obtener para el bien, si, como el
abate de Prémord, todo hombre que lo profesa y lo predica posee el amor al bien y el horror del mal; pero los remedios se
convierten en venenos en ciertas manos, y la potente simiente
de la escuela jesuítica ha sembrado la muerte y la vida con idéntica prodigalidad en la sociedad y en la Iglesia.
Pasaron cerca de seis meses que han quedado en mi memoria como un sueño y que sólo pido volver a encontrar en la eternidad, en mi parte del paraíso. Mi espíritu estaba tranquilo. Todas mis ideas eran optimistas. En mi cerebro sólo crecían flores,
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nada erizado de rocas y de espinas. A toda hora veía el cielo
abierto para mí; la virgen y los ángeles me llamaban y me sonreían; vivir o morir me era indiferente. El asiento de la divinidad
me esperaba con todos sus esplendores y ya no sentía en mí ni
una mota de polvo que hubiera podido dificultar el vuelo de mis
alas. La tierra era el lugar de espera en el que todo me ayudaba e
invitaba para conseguir mi salvación. Los ángeles me conducían
de sus manos, como el profeta, para impedir que, en la noche,
mi pie no tropezase con la piedra del camino. Cada vez que rezaba, reencontraba mis impulsos amorosos, pero menos impetuosos, tal vez, mil veces más dulces. El culpable y siniestro pensamiento del enojo del padre celestial y de la indiferencia de Jesús
ya no me agobiaron. Comulgaba todos los domingos y todas las
fiestas, con una increíble serenidad de corazón y de espíritu. Era
libre como el viento en esa dulce y vasta prisión conventual. Si
yo hubiera pedido la nave de los subterráneos me la hubiesen
dado. Las religiosas me mimaban como a su más querida criatura, mi buena Alicia, mi querida Héléne, la señora Eugenia, Gallinita, la hermana Teresa, la señora Anne Joséphe, la superiora,
Elisa y las antiguas pensionistas, y las recientes, y la clase pequeña, y la grande, yo atraía todos los corazones hacia mí. ¡Que
fácil es ser perfectamente amable, cuando uno se siente perfectamente feliz!
bien, me conozco lo suficiente para decirle que no podrá hacerme amar por nadie sin antes amar yo misma, y que jamás seré
capaz de decirle a alguien amado: «Hazte devota, mi amistad
vale ese precio.» No, mentiría. No sé obsesionar, perseguir, ni
aun insistir, soy demasiado débil.
–Yo no he pedido nada de eso –me contestó el indulgente
director–; predicar, obsesionar sería de pésimo gusto a tu edad.
Se piadosa y feliz: es todo lo que te pido; tu ejemplo predicara
mejor que todos los discursos que te pudieses hacer.
Tuvo razón en cierto modo. Es cierto que se habían vuelto
mejores a mi alrededor; pero la religión así predicada por la alegría, había otorgado fuerza a la vivacidad de los espíritus y no sé
si era un medio muy seguro para persistir en el catolicismo.
Yo persistí con confianza. Habría persistido, mejor dicho, si
no hubiese abandonado el convento. Pero fue preciso abandonarlo; fue preciso ocultar a mi abuela, quien habría sufrido mortalmente la pena tremenda que yo sentía al separarme de los
numerosos y encantadores objetos de mi ternura. Mi corazón
quedó destrozado. Sin embargo, no lloró, porque había tenido
un mes para preparar esta separación, y, cuando llegó, había tornado una tan fuerte resolución de someterme sin murmurar, que
parecí calmada y satisfecha delante de mi pobre abuela. Pero
estaba desolada y lo estuve por bastante tiempo.
No debo, sin embargo, cerrar el último capítulo del convento sin decir que dejé a todo el mundo triste o consternado por la
muerte de la señora Canning. Yo había llegado, por su carácter, a
respetarla como me imponía mi piedad, pero jamás le tuve simpatía. Fui, a pesar de esto, una de las últimas personas que ella
nombró con afecto durante su agonía.
Esta mujer, de una potente organización, había tenido sin
duda las cualidades de su papel en la vida monástica, puesto que
había conservado, después de la revolución, el gobierno absoluto de la comunidad. Dejaba la casa en una situación floreciente,
***
El buen abate me hizo fácil la obligación de ser amable. En
los primeros tiempos me había sentido un poco asustada ante la
idea de mi deber, en seguida que hubiese yo tomado algún ascendiente sobre mis compañeras, mi tarea consistiría en predicarles y convertirlas. Le había confesado que yo no me sentía
capacitada para ese papel.
–Usted quiere que aquí todo el mundo me ame –le dije–: y
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HISTORIA DE MI VIDA
con un número considerable de alumnas y grandes amistades
con el mundo, que debieron asegurar para el futuro una clientela
durable y brillante.
Pero esta situación próspera se eclipsó con ella. Yo había
visto elegir a la señora Eugenia y como ella me quería siempre,
si yo me hubiera quedado en el convento, todavía hubiese estado más mimada; pero la señora Eugenia no se encontró capacitada para el ejercicio de la autoridad absoluta. Ignoro si abusó, si
en su gestión cundió el desorden o la división en sus consejos,
pero ella pidió, al cabo de pocos años, retirarse del poder y le
tomaron la palabra, me han dicho, con un apresuramiento general. Ella había dejado dormir los asuntos, o, mejor dicho: no
trató de resolverlos. Todo es moda en este mundo, hasta los conventos. El de las inglesas había sido, bajo el imperio y bajo Luis
XVIII, una gran moda. Los más grandes nombres de Francia y
de Inglaterra habían contribuido a ello. Los Mortemart, los
Montmorency habían enviado a sus herederas. Las hijas de los
generales del imperio, situados en la restauración, también fueron enviadas, con el fin, sin duda, de establecer relaciones favorables para la ambición aristocrática de las familias., pero el reino de la burguesía estaba llegando, y, aunque he escuchado a las
«viejas condesas» acusar a la señora Eugenia de haber dejado
«encañonar» su convento, recuerdo muy bien que cuando yo salí,
pocos días después de la muerte de la señora Canning, el «tercer
estado» había ya hecho, por sus propios medios, una irrupción
muy lucrativa en el convento. Había sido por así decirlo el ramo
de su fructuosa administración.
Había visto aumentar nuestro personal rápidamente, con una
cantidad de jóvenes encantadoras, hijas de negociantes o industriales, muy bien educadas ya, y la mayoría más inteligentes (esto
era notable y notado) que las pequeñas personas de la gran casa.
Pero esta prosperidad debía ser fuego de paja. Las gentes
«de la alta», como dicen hoy en día las pobres gentes, encontra-
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ron ese medio demasiado campesino y la moda de los nombres
se inclinó hacía el Sagrado Corazón y hacia la Abadía de los
Bosques. Varias de mis antiguas compañeras fueron transferidas
a esos monasterios y poco a poco el elemento patricio católico
rompió con el antiguo reducto de los Stuarts. Entonces los burgueses, esperanzados, sin duda, con la posibilidad de que sus
herederas se rozasen con las de la nobleza, se sintieron frustrados y humillados. O bien, el espíritu volteriano del reino de Louis
Philippe, que ya se sosegaba desde los primeros días del reino de
su predecesor, comenzó a proscribir las educaciones monásticas.
Y de tal manera, que al cabo de algunos años, encontró el convento casi vacío, siete u ocho pensionistas en lugar de setenta u
ochenta que hablamos do, la casa demasiado grande y también
llena ahora de silencio como antes de ruido. Gallinita estaba
desolada y se quejaba con acritud de las nuevas superioras y de
la ruina de nuestra «antigua gloria».
He tenido los últimos detalles sobre este interior en 1847.
La situación era mejor, pero jamás alcanzó la de su antiguo nivel: gran injusticia de la moda; porque, en suma, las inglesas
eran en todos los aspectos, un tropel de vírgenes buenas y sus
costumbres razonables, dulces y bondadosas no han podido perderse en un cuarto de siglo.
***
Fui a abrazar por última vez a todas mis queridas amigas del
convento. Estaba verdaderamente desesperada.
Llegamos a Nohant en los primeros días de la primavera de
1820, en la gran calesa azul de mi abuela y volví a encontrar mi
pequeña habitación en manos de los obreros que renovaban los
papeles y las pinturas, porque mi abuela comenzaba a encontrar
mi tintura de tela anaranjada con grandes dibujos demasiado
fuerte para mis jóvenes ojos y quería reemplazarla por un fresco
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HISTORIA DE MI VIDA
color lila. Como consecuencia, mi lado en forma de carroza fue
arreglado, escapando sus plumeros gastados al vandalismo del
gusto moderno.
Me instalaron provisoriamente en el gran apartamiento de
mi madre. Allí nada había cambiado y dormí deliciosamente en
ese inmenso lecho dorado que me recordaba todas las ternuras y
todos los sueños de mi infancia.
Vi por fin, por primera vez después de nuestra separación
decisiva, entrar al sol en esa habitación desierta en la que tanto
había llorado. Los árboles estaban en flor, los ruiseñores cantaban y yo escuchaba a lo lejos la clásica y solemne cantilena de
los campesinos, que resume y caracteriza toda la poesía clara y
tranquila del Berry. Mi despertar fue, sin embargo, un indecible
conflicto de alegría y dolor. Ya eran las nueve de la mañana. Por
primera vez después de tres años, había dormido tanto, sin escuchar la campana del angelus y la voz gritona de Marie Joséphe
arrancándome de las dulzuras de los últimos sueños. Podía todavía pasarme allí una llora sin que nadie me castigase. Escapar de
la regla, entrar en libertad, es una crisis sin nombre, de la que no
se dan enteramente cuenta las almas recogidas y soñadoras.
Fui a abrir la ventana y volví a meterme en la cama. El olor
de las plantas, la juventud, la vida, la independencia, me llegaban a raudales; pero también el sentimiento del porvenir desconocido que se abría delante de mí implacable y que me sumergía
en una inquietud y tristeza profundas. No sabría a qué atribuir
esta desesperanza malsana del espirítu, tan poco ligada a la frescura de las ideas y a la salud física de la adoleseencia. La sentía
tan intensa, que su claro recuerdo ha permanecido en mi después de muchos años, sin que yo pueda encontrar claramente
por asociaciones de ideas qué recuerdos son del día anterior, o
qué aprensiones del siguiente. Así, me puse a llorar amargamente, en un momento en que hubiera debido retomar con alegría la
posesión del hogar paterno y de mí misma.
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¡Que pequeñas felicidades, sin embargo, para una pensionista
fuera de la jaula! En lugar del triste uniforme de sarga amaranto,
una linda doncella me traía un fresco vestido rosa. Era libre de
arreglar mis cabellos a mi gusto sin que la señora Eugenia me
viniera a observar y me dijera que era indecente descubrirse las
sienes. El desayuno tenía todas las golosinas que mi abuela amaba
y que me prodigaba. El jardín era un inmenso ramo. Todos los
criados, todos los campesinos venían a cumplimentarme. Yo abrazaba a todas las buenas mujeres de los alrededores, que me encontraban muy embellecida porque había aumentado un poco de peso.
El lenguaje particular de estas gentes me sonaba como una música amada y estaba maravillada de que no me hablasen con los
silbidos británicos. Los grandes perros, mis viejos amigos, que me
habían ladrado la noche anterior, me reconocían y me colmaban
de caricias con sus aires inteligentes e ingenuos que parecen pediros
perdón por haberse olvidado un momento de algo.
Con la noche, Deschartres, que había estado en no se qué
feria distante, llegó al fin, con su chaqueta, sus grandes calzas y
su gorra. No podía figurarse, el amigo querido, que yo, después
de tres años, habría cambiado y crecido, y mientras que le saltaba al cuello. Preguntaba en donde estaba Aurora. Me llamaba
señorita, y al fin hizo como mis perros ; no me reconoció hasta
un cuarto de hora después.
Todos mis antiguos camaradas de la infancia hablan cambiado. Liset estaba prometida. No la volví a ver, murió poco
tiempo después. Cadet se había convertido en valet de cámara.
Servía la mesa y decía tontamente a la señorita Julie, quien le
reprochaba que rompía todas las garrafas: «Sólo he roto siete en
esta semana.» Fanchon era pastora en nuestros campos. Marie
Aucante se había convertido en la reina de belleza del villorrio.
Marie y Solange Croux eran unas jóvenes encantadoras. Durante
tres días, mi alcoba se vio llena de visitas que llegaban continuamente. Ursula no fue de las últimas.
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HISTORIA DE MI VIDA
Pero, como Deschartres, todo el mundo me llamaba señorita. Varios se sentían intimidados delante de mí. Eso me hizo
sentirme muy sola. El abismo de las clases sociales había surgido entre unos niños que hasta ese momento se habían sentido
iguales. Yo no podía cambiar nada, no me lo hubieran permitido.
Comencé a extrañar como consecuencia a mis compañeras de
convento.
Durante algunos días después, viví plenamente el placer físico de correr por los campos, volver a ver el río, las plantas
salvajes, los prados en flor. El ejercicio de caminar en la campiña, y el aire primaveral me sentaron tan bien que ya no pensé
más y dormí largas noches de un tirón, pero muy pronto la inactividad del espíritu me pesó, y trataba de ocupar esos eternos
ratos libres que tenía por los indulgentes mimos de mi abuela.
ba impaciente por verme como un hombre, a fin de poder persuadirse de que en realidad lo era. Mis faldas inhibían su gravedad; y lo cierto es que cuando adopté la vestimenta masculina se
volvió diez veces más maestro y me atosigó con su latín, imaginando que lo comprendía mejor.
Por mi parte, encontraba mi nuevo vestido mucho más agradable para correr que mis faldas bordadas, que se quedaban a
pedazos en las zarzas. Había adelgazado y no hacía tanto tiempo
que yo había usado mi uniforme de ayuda de campo de Murat,
para no acordarme del mismo.
Hay que recordar también que en esa época, las faldas sin
pliegues eran tan estrechas que una mujer estaba como en una
trampa y no podía atravesar decentemente un arroyo, sin dejar
allí sus zapatos.
A Deschartres le apasionaba cazar y me llevaba algunas veces con él. Esto me aburría, justamente por la dificultad de atravesar las zarzas que están multiplicadas por miles y llenas de
espinas en nuestras campiñas. Me gustaba únicamente cazar codornices, con el silbato, en los trigos verdes. Me hacía levantar
antes del alba. Acostada en una era «gritaba», mientras él en la
otra extremidad del campo llenaba el morral. Llevábamos todas
las mañanas ocho o diez codornices vivas a mi abuela, quien las
admiraba y las compadecía mucho, aunque, alimentándome nada
más que de caza menuda, me impedía lamentar rápidamente el
destino de esas pobres criaturas tan bonitas y tan dulces.
Deschartres, muy afectuoso conmigo y muy preocupado por
mi salud, no pensaba en otra cosa cuando escuchaba volar cerca
a la codorniz. Yo me dejaba llevar también un poco de ese entretenimiento salvaje de acechar y coger un ave. También mi papel
de «llamador», consistente en estar acostada en los trigos inundados de rocío del amanecer, me volvió a traer los dolores agudos en todos mis miembros que ya había sentido en el convento.
Deschartres, vio un día que yo no podía montar en mi caballo y
***
Mi vida transcurría en esto y en todo, por un camino independiente a todas las enseñanzas recibidas en el mundo.
Deschartres, lejos de retenerme, me empujaba a lo que llaman
«excentricidad», sin que ni él ni yo nos hubiésemos dado cuenta
en aquellos momentos. Un día, me dijo:
–Vengo de visitar Al conde de..., y he tenido una bella sorpresa. Cazaba con un joven que por su blusa y su casquete iba
yo a tratar poco ceremoniosamente, cuando él me dijo:
–Es mi hija. La hago vestir así, como un muchacho, para
que pueda correr conmigo, subir y saltar sin impedírselo unas
ropas que vuelven a las mujeres impotentes en la edad en que
ellas tienen más necesidad de desarrollar sus fuerzas.
Este conde de... se ocupaba, creo yo, en ideas medicinales y
para él, ese cambio de ropa era una medida higiénica excelente.
Deschartres insistía.
–No habiendo jamás educado a una mujer, yo creo que esta-
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HISTORIA DE MI VIDA
que hacía falta llevarme en brazos. Los primeros pasos de mi
cabalgadura me arrancaba gritos; sólo después de vigorosos tiempos de galopes con los primeros ardores del sol era cuando me
sentía curada. El se asombró un poco y constató al fin que yo
tenía reumatismo.
Esto fue para él una razón de más para prescribirme los ejercicios violentos y el vestido masculino que me permitirían mejorar.
Mi abuela al verme vestida de hombre lloró.
–Te pareces demasiado a tu padre –me dijo–. Vístete así
para correr, pero vuelve a vestirte como una mujer al regreso,
para que yo no me equivoque, ya que eso me hace un mal espantoso y hay momentos en los que embrollo tanto el pasado con el
presente, que no sé ni la época en que vivo.
Mi manera de ser se exteriorizaba tan naturalmente en la
posición excepcional en la que yo me encontraba, que hasta me
parecía lógico vivir de una manera distinta a la de las otras jóvenes. Me juzgaron muy extraña y, sin embargo, yo lo era infinitamente menos de lo que podría haberlo sido si hubiese tenido el
gusto de la afectación y de la singularidad. Abandonada a mí
misma en todo, no encontrando más control en la casa de mi
abuela, olvidada por mi madre, empujada a la independencia
absoluta por Deschartres, no sintiendo en mí ningún pesar del
alma o de los sentidos, y pensando siempre, a pesar de la modificación que se había hecho en mis ideas religiosas, en retirarme
a un convento con o sin votos monásticos, lo que llamaban a mi
alrededor «la opinión», no tenía para mí ningún sentido, ningún
valor y no me parecía de ninguna utilidad.
Deschartres jamás había visto el mundo desde un punto de
vista práctico. En su amor a la dominación, no aceptaba ninguna crítica a sus decretos, refiriendo todo a su sabiduría, a su
omnipotencia, infalible para sus propios ojos, «y como a estiércol miraba a todo el mundo», excepto a mi abuela, a él mismo y
a mí; no se reía, sin embargo, como yo, de la crítica. Le ponía
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colérico; se indignaba hasta un grado furibundo contra las gentes tontas que se permitían criticar mi indiferencia por sus costumbres en el vestir.
Hace falta decir también que se aburría. Tenía una vida extraordinariamente activa, pero debido a la enfermedad de mi
abuela debió tranquilizarse. Había comprado con sus economías
un pequeño terreno a diez o doce leguas lejos de nosotros, a
donde él iba en otros tiempos a pasar semanas enteras. No atreviéndose a no dormir en casa de noche, por el temor de encontrarse con su enferma en peor estado, comenzaba a sumergirse
en su bilioso estado. Y después, sobre todo, estaba privado de la
compañía de esta amiga que siempre le había sido fiel. Tenía
necesidad de atarse exclusivamente a alguien y de otorgarle la
admiración y la alegría que a nadie otorgaba. Yo me había convertido, entonces, en su Dios, y tal vez mucho más que mi abuela en su tiempo, porque me miraba como su obra y creía poder
cobrar en mí un reflejo de sus perfecciones intelectuales.
Aunque a menudo me abrumaba, yo consentía en satisfacer
su necesidad de discutir y de disertar, sacrificándole unas horas
que habría preferido dedicar a mis propias búsquedas. Creía saber todo y se equivocaba. Pero como sabía muchas cosas y poseía una memoria admirable, no tenía una sabiduría aburrida;
solamente era fatigante por carácter, a causa de la exuberancia
de su vanidad. Con la figura más ceñuda y el lenguaje más absoluto que imaginarse pueda, tenía sed en algunos momentos de
alegría y de abandono. Galanteaba tontamente, pero se reía mucho cuando yo se lo hacía. En fin, sufría todo lo mío, y mientras
que adoptaba actitudes violentas contra los que no le admiraban, no podía pasarse sin mis contradicciones y mis picardías.
Este dogo era un perro fiel, y, mordiendo al primero que veía, se
dejaba tirar de las orejas por la niña de la casa.
***
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HISTORIA DE MI VIDA
Yo seguía amando la música. Tenía en mi habitación un piano, un arpa y una guitarra. No tenía tiempo para estudiar nada,
pero leía muchas partituras. Esa imposibilidad de adquirir un
talento cualquiera me aseguraba, al menos, una fuente de goces,
al habituarme a leer y comprender.
Quería aprender también la geología y la mineralogía.
Deschartres llenaba mi habitación de cascotes. Yo sólo aprendía a
ver y a observar los detalles de la oración sobre los cuales él me
llamaba la atención; pero siempre me faltaba tiempo. Hubiera sido
indispensable que nuestra querida enferma hubiese sanado.
Hacia el fin del otoño se mejoró un poco y yo fui feliz, pero
Deschartres contemplaba esa mejoría como un nuevo paso hacia la disolución del ser. Mi abuela no tenía, sin embargo, una
edad como para no poder levantarse. Tenía setenta y cinco años
y sólo había estado enferma una vez en su vida. El decaimiento
de sus fuerzas y de sus facultades era bastante misterioso.
Deschartres atribuía esta ausencia de reacción a la pésima circulación de su sangre en un sistema circulatorio muy estrecho. Debía
atribuirse mucho más a la ausencia de voluntad y al desmayo
moral, después del espantoso dolor por la pérdida de su hijo.
Todo el mes de diciembre fue lúgubre. No se levantó mis y
casi no habló. Sin embargo, acostumbrados a estar tristes, no
estábamos aterrorizados. Deschartres pensaba que ella podía vivir
bastante tiempo así, en una lucha entre la vida y la muerte. El 22
de diciembre me hizo levantar para darme un cuchillo de nácar,
sin poder explicar por qué deseaba darme ese pequeño objeto y
por qué pensaba en l. Ya no tenía ideas claras. Sin embargo, se
despertó todavía una vez para decirme:
–Pierdes a tu mejor amiga.
Fueron sus últimas palabras. Un sueño de plomo cayó sobre
su rostro calmo, siempre fresco y bello. Ya no se despertó y se
apagó sin ningún sufrimiento, al amanecer y cuando la campana
sonaba para la festividad de nochebuena.
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Ni Deschartres ni yo lloramos. Cuando el corazón cesó de
latir y el aliento de empañar ligeramente el espejo, hacía ya tres
días que la llorábamos definitivamente, y, en ese momento supremo, solamente sentimos la satisfacción de pensar que había
franqueado sin sufrimiento corporal y sin angustias anímicas lugar para una mejor existencia. Yo había evitado. No hubo lucha
entre el cuerpo y el espíritu para separarse. Tal vez, el alma ya
había volado hacia Dios, sobre las alas de un deseo que la reuniría con la de su hijo, mientras que nosotros velábamos ese cuerpo inerte o insensible.
Julia le hizo un último arreglo, con el mismo cuidado que en
los mejores días. Le puso su gorro de encajes, sus lazos, sus sortijas. Nuestra tradición era la de enterrar a los muertos con un
crucifijo y un libro de religión. Llevé los que había preferido en
el convento. Cuando fue colocada en el ataúd todavía estaba
hermosa. Tenía una expresión sublime de tranquilidad.
A la noche, Deschartres me llamó; estaba muy excitado y
me dijo en voz baja:
–¿Tiene usted coraje? ¿No piensa usted que hay que rendir a
los muertos un culto mis tierno que el de las plegarias y las lágrimas? ¿No cree usted que desde allá arriba nos ven y se conmueven por la fidelidad de nuestros pesares? Si piensa así, venga
conmigo.
Era aproximadamente la una de la mañana. Hacia una noche clara y fría. La nevisca, llegada antes de la nieve, hacía caminar con dificultad y atravesando el patio, al entrar en el cementerio lindante, caímos varias veces.
–Esté tranquila –me dijo Deschartres, siempre exaltado bajo
una apariencia de extraña sangre fría. va a ver usted al que fue su
padre.
Nos aproximamos a la fosa abierta para recibir a mi abuela.
Bajo un pequeño arco, hecho de piedras toscas, estaba un ataúd
al que se le uniría el otro dentro de poco.
) 105 (
GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
–He querido ver esto –dijo Deschartres–, y vigilar a los obreros que han abierto esta fosa durante el día. El ataúd de su padre
esta todavía intacto; solamente se han caído los clavos. Cuando
me quedé solo, quise levantar la tapa. Vi el esqueleto. La cabeza
se había separado por sí misma. La he tomado, la he besado. He
sentido tan grande alivio yo que no pude recibir su último beso,
que, me he dicho que usted tampoco lo había recibido. Mañana
esta fosa se cerrará. No se abrirá sin duda nada más que para
usted. Hay que bajar, hay que besar esa reliquia. Será un recuerdo para toda nuestra vida. Algún día, habrá que escribir la historia de su padre, aunque no sea más que para que sus hijos, que
no lo han conocido, lo amen. De ahora a quien usted amaba
tanto, una prueba de amor y de respeto. Yo le digo que allí en
donde él está ahora, la ve y la bendecirá.
Yo me encontraba también bastante emocionada y exaltada
por encontrar muy simple lo que me decía mi pobre preceptor. No
sentía ninguna repugnancia, y no encontrándolo extraño, me hubiera pesado y lamentado que habiendo concebido este pensamiento no hubiese sido ejecutado. Descendimos en la fosa y hice
religiosamente el acto de devoción que mi preceptor iniciara.
–No hablemos de esto a nadie –me dijo él, siempre tranquilo aparentemente, después de haber cerrado el ataúd y saliendo
conmigo del cementerio–: creerían que estamos locos y, sin embargo, no lo estamos, ¿no es cierto?
–Ciertamente –respendí yo con convicción.
Después de ese momento he observado que las creencias de
Deschartres cambiaron completamente. Siempre había sido materialista y no había intentado nunca ocultarlo, aunque siempre
tuvo el cuidado de buscar en sus palabras términos medios para
no referirse a la divinidad y a la inmaterialidad del alma humana.
Mi abuela era deísta, como decían en su tiempo, y le había prohibido volverme atea. Le costó frenarse, y, por poco que yo hubiese
estado volcada a la negación, me habría confirmado a su pesar.
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Pero se obró en él una revolución repentina y hasta extrema
como su carácter, porque poco tiempo después le escuché sostener ardientemente la autoridad de la iglesia. Su conversion
había sido un movimiento del corazón, como la mía. En presencia de esos fríos huesos de un ser querido, no había podido aceptar el horror de la nada. La muerte de mi abuela reavivando el
recuerdo de la de mi padre, lo había cogido delante de esa doble
tumba aplastada bajo los demás más grandes dolores de su vida,
y su alma ardiente había protestado, a pesar de su razón fría,
contra el decreto de una separación eterna.
En el día que siguió a esa noche de una solemnidad extraña,
condujimos juntos los despojos de la madre cerca de los del hijo.
Todos nuestros amigos vinieron y todos los habitantes del villorrio estuvieron presentes. Pero el ruido, las figuras entontecidas,
las batallas de los mendigos quienes, apresurados en recibir el
reparto acostumbrado, nos empujaban hasta la fosa para encontrarse de los primeros en la distribución de la limosna, los cumplimientos de condolencia, los aires de compasión falsa o verdadera, los lloros escandalosos y las triviales exclamaciones de algunos servidores bien intencionados; en fin, todo lo que aparenta ser lamento exterior me resultó muy triste y me pareció irreligioso. Estaba impaciente porque la gente partiera. Estaba muy
agradecida a Deschartres por haberme llevado allí, en la noche,
para rendir a esa tumba un homenaje grave y profundo.
A la noche, toda la casa, vencida por la fatiga, se durmió
temprano. El mismo Deschartres también lo hizo, agotado por
una emoción que había tomado una forma nueva en su vida.
No me sentí cansada. Había estado profundamente penetrada de la majestad de la muerte; mis emociones, conformes a mis
creencias, habían sido de una tristeza apagada. Quise volver a ver
la habitación de mi abuela y pasar esa última noche en vela en su
recuerdos, como ya había pasado tantas otras en su presencia.
En seguida que el ruido cesó en la casa, y que me aseguré de
) 106 (
GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
estar bien sola, descendí y me encerré en su habitación. Todavía
no se había pensado en ordenarla. La cama estaba abierta, y el
primer detalle que vi fue la forma exacta del cuerpo, que la muerte
habíale perfilado con su pesadez inerte y que se dibujaba sobre
el colchón y la sábana. Yo veía allí toda su forma grabada en
cruz. Me pareció, al apoyar los labios, sentir todavía frío.
Botellitas medio vacías estaban aún sobre su mesilla. Los perfumes que habían quemado alrededor de su cadáver llenaban la
atmósfera. Era benjuí, que ella siempre había preferido en vida, y
que se lo había traído de la India, en una nuez de coco, el señor
Dupleix. El que quedaba lo quemé. Arreglé sus frascos como a ella
le gustaba; bajé las cortinas, como cuando ella vivía. Encendí la
lámpara de noche que todavía tenía aceite. Reanimé el fuego, que
todavía no se había apagado. Me extendí sobre el gran sillón y me
imaginé que todavía estaba ella allí, y que al tratar de adormilarme,
escucharía tal vez todavía su débil voz que me llamaba.
No dormí y, sin embargo, me pareció escuchar dos o tres
veces su respiración, y esa especie de gemido al despertarse, que
mis oídos conocían tan bien. Pero nada claro se produjo en mi
imaginación, demasiado deseosa de alguna visión para llegar a la
exaltación que la hubiese podido producir.
No hubo nada. El cierzo silbó afuera, un pájaro cantó y también un grillo que mi abuela no quiso nunca dejar coger a
Deschartres, a pesar de que a menudo la despertaba. El reloj de
péndulo sonó. El de repetición, colocado sobre la cama para
que la enferma lo mirase con frecuencia, se quedó mudo. Terminó por sentir una fatiga que me durmió profundamente.
Pero cuando al cabo de algunas horas me desperté, había
olvidado todo, y me levanté para mirar si dormía tranquila.
Entonces, el recuerdo me invadió con las lágrimas, que me
aliviaron y con las que mojé su almohada, sobre la que continuaba grabada la forma de su cabeza. Después, salí de esa habitación, en donde al día siguiente fueron colocados los canda-
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dos y que me pareció violada por las formalidades del interés
material.
***
Abandoné Nohant con el corazón cerrado, con un sentimiento parecido al que había experimentado al salir de las inglesas.
Dejaba todas mis costumbres estudiosas, todos mis recuerdos
del corazón y a mi pobre Deschartres, sólo y como embrutecido
de tristeza.
Mi madre sólo me dejó llevar algunos libros predilectos. Tenía un profundo desprecio por eso que ella llamaba mi originalidad. Sin embargo, me permitió quedarme con mi doncella Sophie,
a quien yo quería, y llevarme a mi perro.
***
En esta época, el señor y la señora Duplessis fueron a pasar
algunos días a París, y como yo vivía con mi madre, venían a
buscarme todas las mañanas para pasear con ellos, cenar en el
cabaret, como ellos decían, y callejear por los bulevares. Ese cabaret era siempre el Café de París a los «hermanos provincianos»;
la callejería, era la Opera, la Puerta de San Martín, o algún
mimodrama en el circo, que despertaba los recuerdos guerreros
de James. A mi madre sí la invitaba a todas estas salidas; pero a
pesar de que esas cosas la divertían, me dejaba ir con frecuencia
sin ella. Parecía que quería volear todos sus derechos y todas sus
funciones maternales en la señora Duplessis.
Una de esas noches, tomamos después del espectáculo unos
helados en el Tortoni, cuando mi madre» Angela dijo a su marido:
–¡Allí está Casimir!
Un joven delgado bastante elegante, con un rostro alegre y
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
un aspecto militar, vino a saludarles y a responder a las ansiosas
preguntas que le dirigían sobre su padre, el coronel Dudevant,
muy estimado y respetado par la familia. Se sentó cerca de la
señora Ángela y le preguntó en voz baja quién era yo.
–Es mi hija –respondió ella en voz alta.
–Entonce –repuso él siempre en voz baja–, ¿es mi mujer?
No olvidéis que me prometisteis la mano de vuestra hija mayor.
Creí que era Wilfrid; pero como ésta me parece de una edad más
acorde con la mía, la acepto, si queréis entregármela.
La señora Ángla rió a sus anchas, sin pensar que semejante
galantería se convertía en su predicción.
Algunos días más tarde, Casimir Dudevant vino al Plessis y
entró en nuestro grupo con una alegría y una ilusión que no podían ser mejor augurio de su carácter. No me hizo la corte, cosa
que nos hubiera turbado, pues ni siquiera se le ocurrió. Entre
nosotros había una camaradería tranquila y él le decía a la señora Ángela que desde hacía tiempo tenía la costumbre de llamarlo
su yerno:
–Vuestra hija es un buen muchacho. Mientras que por mi
lado yo decía: –Vuestro yerno es un buen chico.
No sé lo que nos empujó a continuar por todo lo alto el
juego. El padre Stanislas, que era muy malicioso, me gritaba en
el jardín cuando jugábamos:
–¡Corre cerca de tu marido!
Casimir, plegándose al juego, gritaba por su cuenta:
–¡Entregadme a mi mujer!
Nos comenzamos a tratar como marido y mujer con tan poco
embarazo y tan escasa pasión como el pequeño Norbert y la
pequeña Justina lo hicieron.
Un día, el padre Stanislas, habiéndome dicho a ese respecto
no sé qué maldad en el parque, me hizo tomarle del brazo y
preguntarle por qué quería dar siempre un aspecto amargo a las
cosas más insignificantes.
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–Porque tú estas loca imaginándote –me respondió–, que
vas a casarte con ese joven. Él tendrá sesenta o noventa mil
libras de renta, y seguramente no tiene la menor intención de
hacerte su mujer.
–Le doy mi palabra de honor –le dije–, que jamás he pensado en él para marido; y en vista de que este juego, de pésimo
gusto si no hubiera comenzado entre personas tan castas como
nosotros, puede convertirse en algo serio en cerebros tan malignos como el vuestro, voy a rogar a «mi padre» y a «mi madre» que
acaben con él rápidamente.
El padre primero, a quien encontré al entrar en la casa, respondió a mis reclamaciones, diciéndome que el padre Stanislas
chocheaba.
–Si haces caso a los epigramas de ese viejo, no podrás levantar jamás un dedo sin que él lo interprete con una segunda intención. No se trata de eso. Hablemos seriamente. El coronel
Dudevant tiene, en efecto, una hermosa fortuna, un buen pasar,
mitad suyo y mitad de su mujer; pero en el suyo debe considerarse como personal su pensión de retiro como oficial de la legión
de honor, como barón del imperio, etc. No tiene nada más que
una tierra bastante buena en Gascuña, y su hijo, que no es de su
mujer, y que es hijo natural, no tiene derecho nada más a la
mitad de esta herencia. Probablemente la tendrá entera, porque
su padre lo ama y no tiene otros hijos, pero, con todo, su fortuna
no excederá nunca la tuya y hasta será menor en los comienzos.
Así, no hay nada que imposibilite vuestro casamiento, como nos
figuramos en el juego, y este matrimonio sería más ventajoso
para él que para ti. Ten entonces la conciencia tranquila, y haz lo
que te plazca. Renuncia al juego si no te gusta ; no le prestes
atención si te es indiferente.
–Me es indiferente –le respondí yo—, y creería ser una ridícula y darle importancia si me ocupase de él.
Las cosas quedaron así. Casimir partió y volvió. A su vuelta
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
estuvo más serio conmigo y me pidió mi mano con mucha franqueza y claridad.
–Esto no es, tal vez, muy común –me dijo–; pero no quiero
obtener el primer consentimiento, sino es de ti, absolutamente
libre de espíritu. Si no te soy antipático y, sin embargo, no te
puedes decidir rápidamente, préstame más atención y me dirás
dentro de algunos días, dentro de algún tiempo, cuando quieras,
si me autorizas a que mi padre y tu madre se conozcan.
Esto me agradó. El señor y la señora Duplessis me habían
hablado tan bien de Casimir y de su familia, que yo no tenía
motivos para no prestarle una más seria atención. Encontré sinceridad en sus palabras y en toda su manera de ser. No me hablaba de amor y se sentía poco dispuesto a la pasión súbita, al entusiasmo, y, en todos los casos, nada hábil para manifestarse
seductoramente. Hablaba de una amistad a toda prueba y comparaba la felicidad doméstica de nuestros anfitriones con la que
él prometiera dedicarme.
–Para probarte que estoy seguro de mi –decía él–, quiero
confesarte que me quedé muy impresionado al verte, de tu aspecto bueno y razonable. No te encontré ni bella, ni bonita; no
sabía quién eras, jamás había escuchado hablar de ti, y, sin embargo, cuando a señora Ángela me dijo riendo que tu serias mi
mujer, sentí de golpe en mi la sensación de que si semejante
cosa llegaba, yo sería muy feliz. Esta vaga idea me ha vuelto
más firme todos los días, y cuando me he puesto a reir y a jugar
contigo, me ha parecido que te conocía desde hace mucho tiempo y que éramos dos viejos amigos.
Creo que en la época de mi vida en la que me encontraba, y,
saliendo de tan grandes perplejidades entre el convento y la familia, una pasión brusca me hubiera asustado. No la hubiera
comprendido, me hubiera parecido falsa o ridícula, como la del
primer pretendiente que se me habla declarado en Plessis. Mi
corazón no había dado jamás un paso adelantándose a mi igno-
© Pehuén Editores, 2001
rancia; ninguna inquietud de mi ser había turbado mi razonamiento o dormido mi desconfianza.
Encontré, entonces, el razonamiento de Casimir simpático
y, después de haber consultado con mis anfitriones, quedó con
él en los términos de esa dulce camaradería que, acababa de
convertirse en una especie de derecho para existir entre nosotros.
Yo no había sido jamás objeto de esos cuidados exclusivos,
de esa sumisión voluntaria y feliz que asombra y conmueve a un
joven corazón. Ya no podía dejar de mirar a Casimir, como el
mejor y el más seguro de mis amigos.
Arreglamos con la señora Angela una entrevista entre el coronel y mi madre, y hasta ese momento no hicimos ningún proyecto, porque el porvenir dependía del capricho de mi madre,
quien podía desbaratar todo. Si ella no estaba de acuerdo, había
que dejar de lado nuestra unión y contentarnos con una amistad
entre ambos.
Mi madre llegó a Plessis y sintió, como yo, un tierno respeto
por el noble rostro, los cabellos de plata, el aspecto de distinción
y de bondad del viejo coronel. Conversaron entre ellos y con
nuestros anfitriones. Mi madre, me dijo:
–He dicho que sí, pero en una forma en que puedo desdecirme. No sé todavía si el hijo me gustará. No es hermoso. Me
hubiera gustado un yerno hermoso para darme su brazo.
El coronel tomó el mío para ir a ver una pradera artificial
detrás de la casa, mientras hablaba de agricultura con James.
Caminaba con dificultad, habiendo tenido ya violentos ataques
de gota. Cuando nos separamos con James de los otros paseantes, me habló con un gran afecto, me dijo que yo le gustaba extraordinariamente y que sería muy feliz considerándome como
hija.
Mi madre se quedó algunos días, estuvo amable y alegre,
bromeó con su futuro yerno para probarlo, le pareció un buen
) 109 (
GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
muchacho, y partió permitiéndonos estar juntos bajo la vigilancia de la señora Ángela. Se había convenido que se esperaría,
para fijar la fecha del casamiento, el retorno a París de la señora
Dudevant, quien estaba pasando una temporada con su familia,
en Le Mans. Hasta ese momento, las familias debían conocer la
fortuna recíproca, y el coronel debía arreglar la renta, que de la
suya, quería proporcionar a su hijo.
Al cabo de una quincena, mi madre volvió como una tromba al Plessis. Había «descubierto» que Casimir, en medio de una
existencia desordenada, había sido, durante algún tiempo, mozo
de café. No sé en dónde había pescado semejante noticia. Creo
que era un sueño que había tenido la noche anterior y que al
despertarse se lo había creído. Ese temor fue acogido con grandes risas que la enojaron. James le respondió seriamente, le dijo
que nunca había casi perdido de vista a la familia Dudevant, que
Casimir no había incurrido nunca en ningún desorden; Casimir
mismo protestó y dijo que él no tenía vergüenza de ser mozo de
un café, pero que no habiendo abandonado la escuela militar
para otra cosa que para hacer una campaña como subteniente, y
no habiendo dejado la armada en su licenciamiento nada más
que para hacer su derecho en París, viviendo allí en la casa de su
padre y gozando de una buena pensión, o siguiéndole al campo,
jamás había tenido, ni durante ocho días, ni mucho menos durante doce horas, el «entretenimiento» de servir en un café; ella
se obstinó, pretendió que se reían de ella, y llevándome afuera,
se desahogó en delirantes insultos contra la señora Ángela, sus
costumbres, su casa y las intrigas de Duplessis, que servían para
casar herederas con aventureros para beneficiarse personalmente, etc.
La violencia de su paroxismo me hizo preocuparme por su
razón, esforzándome en distraerla, decidiéndole que iba a hacer
mi equipaje y que me marcharía en seguida con ella; que en París
tomaría todas las informaciones que deseara, y que, mientras
© Pehuén Editores, 2001
que no estuviese satisfecha, no veríamos a Casimir. Se calmó
inmediatamente.
–¡Sí, sí! –, dijo... ¡vamos a hacer el equipaje!
Pero apenas había yo comenzado, cuando me dijo: –He reflexionado; me voy. No me quedo aquí. Tu sí, quédate. Me informaré y te hará saber lo que me digan.
Partió esa misma noche, volvió todavía e hizo escenas del
mismo tipo. En suma, sin haberla rogado demasiado, me dejó en
el Plessis hasta la llegada de la señora Dudevant a París. Viendo
entonces que se interesaba en el casamiento y que me llamaba
con intenciones que, parecían serias, me reuní con ella en la calle Saint Lazare, en un nuevo apartamento bastante pequeño y
bastante feo, que había alquilado detrás del viejo Tivoli. Desde
las ventanas de mi cuarto de aseo, veía un jardín enorme y durante el día yo podía pasearme con mi hermano, que acababa de
llegar y que se instaló en el entresuelo, debajo de nosotras.
Hipólito había terminado su temporada, y en vísperas de ser
nombrado oficial, no había querido renovar su compromiso. El
estado militar le causaba horror, después de haberse dado a él
con pasión. Había pensado adelantar más rápidamente: pero veía
que el abandono de los Villeneuve se había extendido hasta él, y
encontraba ese oficio de soldado en guarnición, sin esperanzas
de guerra y de honor, embrutecedor para una inteligencia e infructuoso para el porvenir. Podía vivir sin miserias con su pequeña pensión, y le ofrecí, sin oposición por parte de mi madre,
que tanto lo estimaba, quedarse en mi casa hasta que quisiese y
consiguiera un nuevo destino.
Su actuación entre mi madre y yo fue beneficiosa. Sabía
mucho mejor que yo encontrar la debilidad de su carácter enfermo. Se reía, le hacía burlas, jugaba con ella y hasta la regañaba.
Mi madre le soportaba todo. Su cuero de húsar no era tan fácil
de hervir como mi susceptibilidad de adolescente y el poco caso
que hacía de sus algaradas, las volvía tan inútiles que ella renun-
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HISTORIA DE MI VIDA
ció a considerarlas. Me reconfortó al decirme que estaba loca
por sentirme afectada con sus desigualdades de humor; le parecían cosas sin importancia, en comparación con la sala de policía y los golpes de sable del regimiento.
La señora Dudevant vino a hacer su visita oficial a mi madre. Poco valía por su inteligencia y corazón aunque tenía maneras de gran dama y la apariencia de un ángel de dulzura. Le besé
la frente porque su aspecto afligido, su voz débil y su linda figura
distinguida inspiraban desde el principio y me inspiraron, a mí,
una simpatía más duradera que de costumbre. Mi madre se quedó encantada con esos avances que acariciaban justamente lo
más álgido de su orgullo. El casamiento se decidió, después fue
discutido, más tarde roto y después retomado en un grado de
caprichos que duraron hasta el otoño y que me convirtieron otra
vez en un ser infeliz y enfermo; porque yo había reconocido de
buen grado con mi hermano que en el fondo de todo eso mi
madre me quería y no creía una palabra sobre las ofensas que su
boca había prodigado. No podía acostumbrarme a estos altibajos de alegría loca y de sorda cólera, de ternura abierta y de indiferencia aparente o de una aversión completa.
Ella no tenía consideración alguna con Casimir. Le había
tomado manía porque, como ella decía, su nariz no le agradaba.
Aceptaba sus cuidados y se divertía en probar su paciencia que
no era grande, y que, por tanto, se sostuvo con la ayuda de
Hipólito y la intervención de Pierret. Más ella me contaba lo
peor y sus acusaciones resultaban tan falsas que le era imposible
no producir una reacción de indulgencia o consideración en los
corazones que ella quería agriar o desengañar.
Finalmente se decidió, tras muchas conferencias de negocios bastante lastimosas. Quería casarme bajo un régimen de
dote, provocando cierta resistencia por parte de M. Dudevant
padre, a causa de desconfianzas contra su hijo que ella le expuso
sin ningún reparo. Yo había comprometido a Casimir para que
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resistiera con fuerza esta medida conservadora de la propiedad,
que tiene casi siempre por resultado el sacrificar la libertad moral del individuo a la inmobilidad tiránica del inmueble. Por nada
del mundo hubiera yo vendido la casa y el jardín de Nohant,
pero sí una parte de las tierras, a fin de formarme un ingreso en
relación con el gasto que suponía la importancia relativa de la
habitación. Yo sabía que mi abuela se había sentido siempre muy
molesta a causa de esta desproporción; pero mi marido debió
ceder ante la obstinación de mi madre que gozaba el placer de
efectuar un último acto de autoridad.
Nos casamos en septiembre de 1822, y después de las visitas y de la vuelta del viaje de bodas, después de una pausa de
algunos días entre nuestros queridos amigos del Plessis, partimos con mi hermano hacia Nobant, en donde fuimos recibidos
con alegría por el bueno de Deschartres.
Pasé el otoño y el invierno siguiente en Nohant, cuidando a
Mauricia. En la primavera de 1824, me invadió una gran tristeza
cuya causa no puedo decir. Estaba en todo y en nada. Nohant
estaba mejorado, pero revolucionado; la casa había cambiado de
costumbres; el jardín había cambiado de aspecto. Había más orden; se permitían menos abusos a los criados; los apartamentos
estaban mejor arreglados; las avenidas más limpias; los planteles
aumentados ; con los árboles caídos hablan hecho fuego, matado a los perros viejos enfermos y sucios, vendido los viejos caballos fuera ya de servicio, renovado todas las cosas, en una
palabra. Estaba mejor, seguramente. Todo eso, además, ocupaba y satisfacía a mi marido. Yo aprobaba todo y no tenía nada
que lamentar razonablemente; salvo el espíritu de esos cambios.
Cuando esa transformación tuvo lugar, cuando ya no vi más al
viejo Phanor acostarse cerca de la chimenea y poner sus patas
sobre el tapiz, cuando me dijeron que el viejo pavo real que
comía en la mano de mi abuela no comería más las fresas del
jardín, cuando ya no encontré los rincones sombríos y abando-
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HISTORIA DE MI VIDA
nados en los que me había paseado en mis juegos infantiles y en
los ensueños de mi adolescencia, cuando, en suma, un nuevo
interior me habló de un futuro en el que ninguna de mis alegrías
ni de mis dolores pasados iba a figurar, me sentí mal, y sin reflexión, sin conciencia de un mal presente, me sentí aplastada
por un nuevo disgusto: la vida que tomó entonces un carácter
enfermizo.
partido. ¿De qué me, habría quejado? ¿Qué podía yo exigir? ¿Por
qué habría yo atormentado esa vida llena de porvenir? Hay, por
otra parte, un punto de partida en el que, quien ha dado el primer paso no debe ser interrogado o perseguido, so pena de verse
forzado a convertirse en algo cruel y desgraciado.
No quería que esto sucediese. Él no tenía capacidad para
sufrir; y yo no quería perder su respeto irritándolo. No sé si tengo razón al considerar la fortaleza como uno de los primeros
deberes de la mujer, pero no está en el despreciar una pasión
creciente.
Me parece que allí se comete un atentado contra el cielo, el
único que otorga y priva de los verdaderos afectos. No se debe
disputar la posesión de un alma como si se tratara de un esclavo.
Debe entregarse al hombre su libertad, al alma su vuelo y a Dios
la llama de él emanada.
Cuando ese divorcio tranquilo, pero irremediable, se llevó a
cabo, traté de continuar una existencia que en nada exteriormente se había modificado; pero esto fue imposible. Mi pequeño cuarto ya no me quería.
Vivía entonces en el viejo boudoir de mi abuela, porque sólo
tenía una puerta que no era un pasaje para nadie, bajo cualquier
pretexto que pusiese. Mis dos hijos ocupaban la grande habitación próxima. Yo los escuchaba respirar, y podía velar sin incomodar sus sueños. Este boudoir era tan pequeño, que con mis
libros, mis herbarios, mis mariposas y mis piedras (me divertía
siempre con la historia natural sin aprender nada), no había lugar ni para una cama. La sustituí por una hamaca. Mi despacho
era un armario que se abría como un secreter, donde un grillo,
que la costumbre de verme había acostumbrado, vivió largo tiempo conmigo. Se alimentaba de mi pan en migajas, que yo tenía
cuidado de elegirlo blanco, preocupada porque no se envenenase. Venía a comer sobre mi papel, mientras que yo escribía, después de lo cual se iba a cantar a un cierto cajón de su predilec-
***
Porque esta soledad que había franqueado los más vivos años
de mi juventud no me convenía más, esto es lo que no he dicho
y que puedo perfectamente decir.
El ser ausente podría decir casi «invisible», con el que yo
había hecho el tercer integrante de mi existencia (Dios, él y yo),
estaba fatigado de esta aspiración sobrehumana al amor sublime. generoso y tierno, no lo decía, pero sus cartas ya no llegaban, sus expresiones se volvían más vivas o más frías, según el
sentido que yo quería darles. Sus pasiones tenían necesidad de
otro alimento que la amistad entusiasta y la vida epistolar. Había hecho un juramento que me sostenía regularmente, y sin el
cual yo hubiese roto con él, pero no había hecho un juramento
que restringiese las alegrías o los placeres que él podía encontrar
en otra parte. Sentí que me convertía para él en una atadura
terrible, o que no era más que una diversión espiritual. Me incliné demasiado modestamente hacia esta última opinión, y he sabido más tarde que me equivoqué No me aplaudí anticipadamente por haber puesto fin a la opresión de su corazón y al impedimento de su destino. Lo amé mucho tiempo todavía en silencio. Después pensé en él con calma, con reconocimiento y
siempre pienso en él con una amistad seria y una estima profunda.
No hubo ni explicación, ni reproche, desde que tomó tal
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HISTORIA DE MI VIDA
ción. Algunas veces caminaba sobre mi escritura y yo me veía
obligada a cazarlo para que no se habituase a beber tinta fresca.
Una noche, al no escucharlo moverse y no verle a mi lado, lo
busqué por todas partes. Encontré a mi amigo, pero nada más
que a sus dos patas traseras entre las junturas de la ventana. No
me había dicho que salía a menudo y la criada lo había aplastado
al cerrar la ventana.
Guardé sus tristes restos en una flor, durante largo tiempo y
como una reliquia; pero no sabría decir la impresión que ese
pueril incidente me causó, por su coincidencia con el fin de mis
poéticos amores. Traté de hacer poesía; había oído decir que el
espíritu bello en todo consuela, pero, al escribir La vida y la muerte de un espíritu familiar, obra inédita para siempre, me sorprendí
más de una vez llorando. Pensaba a pesar de todo en ese pequeño grito del grillo, que es como la voz misma del hogar, y en que
podía haber cantado mi felicidad real, que había mecido, al menos, los últimos destellos de una dulce ilusión, y que acababa de
irse para siempre con ella.
La muerte del grillo marcó, entonces, como un símbolo, el
final de mi estancia en Nohant. Pensaba de otra manera, cambiaba mi forma de vivir, salía, me paseaba mucho durante el
otoño. Esbocé una especie de novela que jamás vio la luz; después de leerla, me convencí de que no valía nada, pero que podía hacer algo menos malo, y que en suma no era peor que muchas otras que hacían vivir bien o mal a sus autores. Reconocí
que escribía rápido, fácilmente, largo tiempo sin fatigarme; que
mis ideas, revueltas en mi cerebro, se despertaban y se unían,
por la deducción, al correr de la pluma, que, en mi vida de recogimiento, había observado mucho y entendido muy bien los caracteres que el azar había hecho desfilar delante de mi, y que, en
consecuencia, conocía lo suficiente la naturaleza humana para
pintarla; en fin, que, de todos los pequeños trabajos de los que
era capaz, la literatura propiamente dicha era el que me ofrecía
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más oportunidades de suceso como profesión, y, digámoslo, como
medio de vida.
Algunas personas con las que confié al principio, dudaron.
¿Podía existir la poesía, me decían, con una preocupación semejante? ¿Ha sido para encontrar una profesión material en suma,
para lo que yo he vivido de una manera tan ideal?
Yo, tenía esa idea desde hacía mucho tiempo. Desde antes
de mi matrimonio, había sentido que mi situación en la vida, mi
pequeña fortuna, mi libertad para no hacer nada, mi pretendido
derecho de mandar sobre un cierto número de seres humanos,
campesinos y domésticos; en fin, mi papel de heredera y de castellana, a pesar de sus cortas proporciones y su imperceptible,
importancia, era contrario a mi gusto, a mi lógica y a mis facultades. Hay que recordar cómo la pobreza de mi madre, que la había separado de mí, había influido sobre mi pequeño cerebro y
sobre mi pobre corazón de criatura; como había, en mi interior,
rechazado lo hereditario y proyectado durante mucho tiempo
huir del bienestar con el trabajo.
A estas ideas románticas sucedió, en el comienzo de mi
matrimonio, la voluntad de complacer a mi marido y de ser la
mujer de hogar que él deseaba.
Los cuidados domésticos no me han molestado jamás, y no
soy uno de esos espíritus sublimes que no pueden bajar de las
nubes. Vivo mucho en las nubes, ciertamente, y es una razón de
más para que sienta la necesidad de volver a encontrarme a
menudo sobre la tierra. Con frecuencia, fatigada y obsesionada
por mis preocupaciones, habría dicho encantada lo que Panurgo
sobre el mar embravecido: «¡Felices aquellos que plantan repollos! ¡Tienen un pie en la tierra y otro no lejos del azadón!»
Pero ese azadón, esa especie de cosa entre la tierra y mi
segundo pie, era justamente lo que yo necesitaba y lo que no
encontraba. Hubiera querido una razón, un motivo tan simple
como la acción de plantar repollos, pero también algo lógico,
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
para explicarme a mí misma la meta y el propósito de mi actividad. Yo veía perfectamente que cuidándome mucho para economizar en todas las cosas, como me habían recomendado, no
llegaba a otra cosa que a convencerme de la imposibilidad de ser
económica sin egoísmo en ciertos casos; cuanto más me acercaba a la tierra, resolviendo el pequeño problema de hacerle dar lo
mis posible, más veía que la tierra da poco y que aquellos que
tienen poco o poca tierra para cultivar no pueden vivir de su
esfuerzo. El salario era escaso, el trabajo incierto, el cansancio y
la enfermedad demasiado inevitables. Mi marido no era inhumano y no me reservaba nada más que para el detalle de lo que se
gastaba; pero cuando al cabo de un mes veía mis cuentas, perdía
la cabeza y me la hacía perder a mi diciendo que mi renta no
estaba de acuerdo con mi liberalidad, y que él no tenía ninguna
posibilidad de vivir en Nohant y con Nohant en ese plan. Era la
verdad; pero yo no podía tomar sobre mí la responsabilidad de
reducir a lo estrictamente necesario las necesidades de aquellos
sobre los cuales yo no gobernaba. No me resistía a nada de lo
que me era impuesto o aconsejado, pero no sabía actuar por mi
cuenta. Me impacientaba y era bondadosa. Lo sabían y abusaban de mí muy a menudo.
Mi gestión sólo duró un año. Me había pedido no pasar de
los diez mil francos; gasté catorce, de lo cual me sentí tan culpable como un niño descubierto. Ofrecí mi dimisión y la aceptaron. Entregué mi portafolio y hasta renuncié a una pensión de
mil quinientos francos que me estaba reservada por contrato de
casamiento para mis arreglos. No me hacía falta tanto, y prefería
ser discreta en mis gastos a reclamar más dinero. Después de
esta época hasta 1831, me quedé sin un centavo, no tomé ni
cien monedas de la bolsa común sin pedírselas a mi marido, y
cuando le pedí que pagara mis deudas personales al cabo de nueve
años de matrimonio, sólo llegaban quinientos francos.
No cuento estas pequeñas cosas para quejarme de haber
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soportado una presión ni sufrido por una avaricia. Mi marido no
era avaro, y no me privaba de nada; pero yo no tenía necesidades, yo no deseaba nada fuera de los gastos corrientes establecidos por en la casa, y, contenta por no tener ya ninguna responsabilidad, le entregué una autoridad sin limites y sin control. Él
había tomado naturalmente la costumbre de mirarme como a un
niño bajo tutela, y no tenía nunca ninguna razón pata enfadarse
con una criatura tan tranquila.
He entrado en detalles, porque dirá cómo, en medio de esta
vida de religiosa que yo llevaba realmente en Nohant, y, para la
cual no faltaban ni la celda, ni el voto de obediencia, ni el del
silencio, ni el de la pobreza, la necesidad de existir por mi misma
se hizo al fin sentir. Sufría viéndome inútil. No pudiendo asistir
de otra manera a las pobres gentes, me había hecho doctora rural, y mi clientela gratuita habla crecido hasta el punto de aplastarme de fatiga. Por economía, me había hecho también un poco
farmacéutica, y cuando volvía de mis visitas, me embrutecía
con la confección de ungüentos y jarabes. No me abandonaba
en ese trabajo; ¿qué importaba soñar allí o en otra parte? Pero yo
me decía que con un poco de mi dinero, mis enfermos hubieran
estado mejor cuidados y mis resultados habrían sido más brillantes.
Y, después, la esclavitud es algo inhumano que se acepta
con la condición de soñar siempre con la libertad. Yo no era
esclava de mi marido, me dejaba libremente con mis lecturas y
mi ocio; pero estaba sujeta a una situación dada, que no dependía de él liberármela. Si yo le hubiera pedido la luna, me habría
dicho riendo: «Si tienes con qué pagarla, te la compro»; y si yo
hubiera dicho que deseaba conocer la China me hubiese respondido: «Ten dinero, haz que Nohant produzca y vete a la China.»
Había sentido más de una vez la necesidad de tener recursos, por modestos que fuesen, pero de los cuales pudiese yo disponer sin remordimientos y sin control, para la felicidad de un
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HISTORIA DE MI VIDA
artista, para una limosna bien colocada, para un hermoso libro,
para una semana viajando, para un pequeño regalo a una amiga
pobre, ¡qué sé yo!; para todas esas cositas de las que uno puede
privarse, pero que sin las cuales, sin embargo, no se es hombre o
mujer, sino más bien ángel o bestia. En nuestra ficticia sociedad, la ausencia total de dinero constituía una situación imposible, la miseria espantosa o la impotencia absoluta. La irresponsabilidad es un estado de servilismo; es una cosa parecida a la
vergüenza de la prohibición.
También me, había dicho a mí misma, que llegaría un momento en que ya no podría quedarme en Nohant. Esto se debía
por aquel entonces a unas causas pasajeras, pero que a veces
veía yo agravarse de una manera amenazadora. Hubiera sido
preciso echar a mi hermano, quien, agobiado por una pésima
gestión de sus propios bienes, había ido a vivir con nosotros por
economía, y a otro amigo de la casa a quien yo dispensaba, a
pesar de su fiebre báquica, una verdadera amistad; un hombre,
que, como mi hermano, tenía corazón y espíritu como para vender, un día sobre tres, sobre cuatro o sobre cinco, según «el viento», decían ellos. Porque había «vientos salados» que hacían llevar a cabo muchas locuras, «figuras saladas» a quienes no se
podía encontrar sin tener ganas de beber, y cuando se había bebido, uno se encontraba con que, de todas las cosas, el vino era
todavía la más salada. No hay nada más lastimoso que los borrachos espirituales y buenos; uno no puede enfadarse con ellos. Mi
hermano tenía un vino sensible, y yo me veía forzada a encerrarme en mi celda, para que no viniese a llorar toda la noche, las
veces en las que no había pasado de una determinada dosis que
le inspiraba deseos de estrangular a sus mejores amigos. ¡pobre
Hipólito! ¡que encantador era en sus buenos días y qué insoportable en sus malas horas! Además, su mujer vivía también con
nosotros, su pobre y excelente mujer, que sólo tenía una felicidad en el mundo, la de su salud, tan débil que se pasaba en su
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cama más tiempo que sobre sus pies, y que dormía con un sueño
lo bastante profundo como para no darse cuenta de lo que pasaba a nuestro alrededor.
Queriendo franquearme y sustraer a mis hijos de influencias
malignas, posibles algún día; segura de que me dejarían alejarme, con la condición de no pedir la parte de mi herencia, partición ilegal, por otra parte, había intentado crearme algún pequeño trabajo. Había intentado hacer traducciones: era demasiado
largo, ponía en ello demasiados escrúpulos y conciencia; también intenté hacer retratos al carbón o a la acuarela en algunas
horas, pescaba muy bien el parecido, no dibujaba mal mis pequeñas cabezas, pero a ese trabajo le faltaba originalidad. Coser,
lo hacia rápido, pero no veía muy bien, y me di cuenta que eso
sólo me brindaría cuanto más diez monedas por día. ¿Modas...?
Pensé en mi madre, que no había podido dedicarse a esto por la
falta de un pequeño capital. Durante cuatro años, fui tanteando
y trabajando como una negra no haciendo en definitiva nada
que valiese la pena, con el único fin de encontrar en mí una
capacidad cualquiera. Por un instante creí encontrarla. Había
pintado flores y pájaros de adorno, en composiciones microscópicas sobre unas tabaqueras y sobre unas cajas de cigarros de
madera de Spa. Había algunas muy bonitas que el barnizador
admiró en uno de los pequeños viajes que hice a París para llevárselas. Me preguntó si era mi trabajo; le respondí afirmativamente, para ver lo que me decía. Me dijo que pondría esos pequeños objetos en su vitrina y que trataría de venderlos. Al cabo
de algunos días, me contestó que había conseguido ochenta francos por la caja de cigarros; yo le había dicho, al azar, que quería
por ella cien francos, pensando que no me darían ni uno.
Me encontré con los empleados de la casa Giroux y les presenté mis muestras. Me aconsejaron ensayar muchos objetos distintos, abanicos, cajas de té, cofres, y me aseguraron que ellos
me los venderían. Me llevé, entonces, de París una provisión de
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HISTORIA DE MI VIDA
materiales, pero usaba mis ojos, mi tiempo y mi pena en la búsqueda de los detalles. Algunas maderas reaccionaban milagrosamente, otras dejaban partirse los dibujos o desaparecer bajo el
barniz. Tuve accidentes que me retrasaron, y, en suma, las materias primas costaban tan caras, que con el tiempo perdido y los
objetos estropeados, yo no veía, suponiendo una entrada firme,
otro dinero que para poder comer un poco de pan. Sin embargo,
me obstiné; pero la moda de esos objetos pasó a tiempo para
impedirme, continuar en mis propósitos.
Y después, a pesar de mí misma, me sentía artista, sin haber
jamás pensado en decir que podía serlo. En una de mis estadías
en París, entré un día en el museo de pintura. Sin duda no era la
primera vez, pero siempre había visto sin ver, persuadida de no
conocerme y no sabiendo todo lo que se puede sentir sin comprender. Comence a emocionarme singularmente. Volví al día
siguiente, al otro también; y, al viaje siguiente, queriendo conocer una a una todas las obras maestras y darme cuenta de la
diferencia de las escuelas un poco más que por la naturaleza de
los tipos y de los sujetos, me fui misteriosamente sola, desde
que abrieron el museo, y me quedé allí hasta que lo cerraron.
Estaba como pasmada, como clavada delante de los Tizianos,
los Tintoretos, los Rubens. Fue primero la escuela flamenca que
me cautivó por la poesía de la realidad, y poco a poco llegue a
comprender por qué la escuela italiana era tan apreciada. Como
no tenía a nadie para decirme lo que era bueno, mi admiración
creciente tenía todas las trazas de un descubrimiento y yo estaba
muy sorprendida y muy feliz al encontrar en la pintura unos goces iguales a los que había disfrutado con la música. Estaba lejos de entender, no había tenido jamás la menor noción seria de
este arte, que, no mucho más que los otros, no se revela a los
sentidos sin el socorro de las facultades y de la educación especiales. Yo sabía muy bien que decir delante de un cuadro: «Juzgo
porque veo, y veo porque tengo ojos», es una impertinencia es-
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pantosa. Entonces, no decía nada, ni me preguntaba si entre mi
persona y las creaciones del genio había obstáculos o afinidades.
Miraba, estaba dominada, transportada en un nuevo mundo. Por
la noche, veía pasar delante de mí todas esas grandes figuras,
que, de la mano de los maestros, han adquirido un «cachet» de
potencia moral, aún aquellas que no encarnan otra cosa que la
fuerza o la salud física. Es en la pintura buena que se siente lo
que es la vida: es como un resumen espléndido de la forma y de
la expresión de los seres y las cosas demasiado a menudo ocultos o flotantes en el movimiento de la realidad y en la apreciación del que los contempla; es el espectáculo de la naturaleza y
de la humanidad visto a través del sentimiento genial que lo ha
compuesto y colocada en escena. ¡que buena fortuna para un
espíritu ingenuo que no lleva frente a semejantes obras ni prevenciones de critica, ni pretensiones de capacidad personal! El
universo se me revelaba. Veía al mismo tiempo en el presente y
en el pasado, me volvia clásica y romántica al mismo tiempo, sin
saber lo que significaba la querella agitada de las artes. Veía al
mundo verdadero surgir a través de todos los fantasmas de mi
fantasía y todas las dudas de mi contemplación. Me parecía haber conquistado no sé qué tesoro infinito cuya existencia desconocía. No habría podido decir el qué, no sabía el nombre de lo
que yo sentía apresurarse en mi espíritu ardiente y como dilatado; pero tenía fiebre, y me iba del mundo del museo, perdiéndome de calle en calle, no sabiendo a donde me dirigía, olvidándome de comer, y dándome cuenta de repente de que ya era la hora
de ir a escuchar «Freischutz» o «Guillermo Tell». Entonces, entraba en una pastelería, cenaba un bollo, diciéndome con satisfacción, delante de la pequeña bolsa que me habían entregado,
que la ausencia de mi comida me daba el derecho y el medio de
ir a un espectáculo.
Puede verse que en medio de mis proyectos y de mis emociones yo no había aprendido nada. Había leído historia y algu-
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HISTORIA DE MI VIDA
nas novelas; había descifrado partituras; había echado una mirada distraída sobre los periódicos y había cerrado los ojos un poco
a propósito a las intrigas políticos del momento. Mi amigo Néraud,
un verdadero sabio, artista hasta la punta de las uñas en la ciencia, había tratado de enseñarme botánica; pero, corriendo con él
por el campo, llevando él su caja de hierro blanco, llevando yo a
Mauricio sobre mis hombros, me había entretenido, como decían las buenas gentes, nada más que con la mostaza; todavía no
había estudiado yo bien mostaza y lo único que sabía era que
esta planta pertenecía a la familia de las crucíferas. Me distraía
en las clasificaciones y en las clases, por el sol dorando los campos, las mariposas corriendo detrás de las flores y Mauricio corriendo detrás de las mariposas.
Además, me hubiera gustado ver y saber todo al mismo tiempo. Hacía hablar a mi profesor y en todas las cosas, él era brillante e interesante; pero con él sólo me iniciaba en la belleza de los
detalles, y el lado exacto de la ciencia me parecía arido para mi
frágil memoria. Me penó; mi Malgache, así llamaba yo a Néraud,
era un admirable, iniciador, y todavía yo estaba en edad de aprender. Sólo yo podía instruirme de una manera general, que me
hubiera permitido entregarme sola en seguida a estudios serios.
Me costaba comprender un montón de cosas que él resumía en
unas cartas encantadoras sobre la historia natural y en unos relatos de sus lejanos viajes, que me abrieron un poco el mundo de
los trópicos. He vuelto a encontrar la visión que él me dio de la
isla de Francia escribiendo la novela Indiana, y para no copiar lo
cuadernos que él reuniera para mí, no he podido hacer otra cosa
que tomar sus descripciones e insertarlas en las escenas de mi
libro.
Es lógico que no aportando a mis proyectos literarios, ni
talento probado, ni estudios especiales, ni recuerdos de una vida
superficialmente agitada, ni conocimiento profundo del mundo,
yo no tuviese ninguna especie de ambición. La ambición se apo-
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ya sobre la confianza en uno mismo, y yo no era tan tonta como
para contar con mi pequeño genio. Me sentía rica de un fondo
muy restringido; el análisis de los sentimientos, la descripción
de un cierto número de caracteres, el amor a la naturaleza, la
familiarización, si es que pudiera hablar así, con las escenas y las
costumbres de la campiña: era suficiente para empezar. «A medida que yo vaya viviendo –me decía–, veré más gentes y cosas,
extenderé mi circulo de individualidades, agrandaré el cuadro de
las escenas y si hace falta que me sumerja en la novela inductiva,
que llaman histórica, estudiaré el detalle de la historia, y adivinaré con el pensamiento el de los hombres que ya no viven.»
Cuando mi resolución hubo madurado acerca de probar fortuna, vale decir, los mil escudos de renta que siempre había soñado, declararla y seguirla fue cuestión de tres días. Mi marido
me debía una pensión de mil quinientos francos. Le pedí mi hija
y el permiso de pasar en París seis meses al año, con doscientos
cincuenta francos por mes de ausencia. No hubo ninguna dificultad. Pensó que era un capricho del que me cansaría pronto.
Mi hermano, que pensaba lo mismo, me dijo:
–¡Tú imaginas vivir en París con una niña sin más de doscientos cincuenta francos por mes! ¡Es demasiado risible, tu que
no sabes ni lo que cuesta un pollo! Volverás antes de los quince
días con las manos vacías, porque tu marido está decidido a
mostrarse sordo a cualquier demanda de un nuevo subsidio.
–Está bien –le respondí–, ensayaré. Préstame por ocho días
el apartamiento que ocupas en tu casa de París, y guárdame a
Solange hasta que tenga yo mi casa. Volveré efectivamente pronto.
Mi hermano fue el único que trató de combatir mi resolución. Se sentía un poco culpable del disgusto que mi inspiraba
mi casa. No quería aceptarlo por si mismo, y lo aceptaba conmigo por su cuenta. Su mujer comprendía mejor y me aprobó. Tenía confianza en mi coraje y en mi destino. Sentía que yo adop-
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HISTORIA DE MI VIDA
taba el único medio de evitar o adoptar una determinación más
penosa.
Mi hija no comprendía todavía: Mauricio no hubiera comprendido si mi hermano no se hubiese tomado el trabajo de decirle que me iba por mucho tiempo y que tal vez no volvería.
Pensaba que la pena de mi pobre niño me retendría. Sus lágrimas me partieron el corazón, pero conseguí tranquilizarlo y darle confianza en mis palabras.
Busque un alojamiento y me establecí pronto en el Quai
Saint Michel, en uno de los entresuelos de la gran casa situados
en la esquina de la plaza, en la punta del puente, en frente de la
Morgue. Tenía allí tres pequeñas piezas muy limpias que daban
sobre un balcón desde el que yo dominaba una gran parte del
curso del Sena y desde, donde contemplaba los monumentos
gigantescos de Notre-Dame, Saint-Jacques la Boucherie, la
Sainte-Chapelle, etc. Tenía cielo, agua, aire, golondrinas, verdor
sobre los techos; no me sentía muy bien en el París civilizado,
que no hubiera convenido ni a mis gustos, ni a mis recursos,
pero sí, en el París pintoresco y poético de Víctor Hugo, en la
ciudad del pasado.
Tenía, creo, trescientos francos de alquiler al año. Los cinco
peldaños de la escalera me cansaban mucho, jamás he sabido
subir; pero era preciso subirlos y a veces con mi robusta hija en
los brazos. No tenía criada; mi portera, muy fiel, muy limpia y
muy buena, me ayudó a hacer mis trabajos caseros por quince
francos al mes. Me hice llevar la comida de un comedor muy
limpio y muy honesto, por dos francos al día aproximadamente.
Enjabonaba y lavaba yo misma la ropa pequeña. Llegué entonces a encontrar mi existencia posible dentro del limite de mi
pensión.
Lo más difícil fue comprar muebles. No lo hice con lujo,
como se pudo creer. Me dieron crédito y pagué puntualmente;
pero ese establecimiento, por modesto que fuese, no pudo orga-
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nizar todo en seguida, pasaron algunos meses, tanto en París
como en Nohant, antes de, que yo pudiese trasplantar a Solange
de, su palacio de Nohant (relativamente hablando) a esta pobreza sin que ella sufriera, ni lo advirtiese. Todo se arregló poco a
poco, y desde que la tuve conmigo, con la comida y el servicio
asegurados, pude tranquilizarme, no salir por el día sólo para
llevarla a pasear al Luxembourg, y pasar escribiéndo todas las
veladas cerca de ella. La providencia vino en mi ayuda. Cultivando una maceta de plantas olorosas en mi balcón, trabé conocimiento con mi vecina, que, más lujosa, cultivaba un naranjo
en el suyo. Era la señora Badoureau, que vivía allí con su marido, instructor primario, y con una encantadora hija de quince
años, dulce y modesta rubia de ojos lánguidos, que tomó un
cariño enorme a Solange. Esta excelente familia me ofreció hacerla jugar con otros niños que iban a tomar lecciones particulares, cuando ella se aburriese del pequeño espacio de mi casa y de
la continuidad de sus idénticos entretenimientos. Eso volvió la
existencia de la niña, no solamente más posible, sino más agradable, y no hay cuidados y ternuras que esas gentes encantadoras no le prodigaran, sin jamás permitirme indemnizarlos, a pesar de que su profesión hubiera convertido la cuestión en lo más
natural y a la retribución como bien adquirida.
Hasta ese entonces, vale decir, hasta que mi hija estuvo conmigo en París, yo había vivido de una forma menos fácil y hasta
de una manera inusitada, que respondía, sin embargo, perfectamente a mis propósitos.
Había querido leer, pero no tenía ni un libro. Además, era
invierno y no es muy económico quedarse en casa, cuando se
deben contar los leños. Traté de instalarme en la biblioteca
Mazarino; pero más hubiera valido que me fuese, creo, a trabajar
sobre las torres de Notre Dame, del frío que allí hacía. No pude
aguantar, pues soy el ser más friolero que haya existido. Había
allí viejos que se instalaban en una mesa, inmóviles, satisfechos,
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HISTORIA DE MI VIDA
momificados, y que no parecían darse, cuenta de que sus narices
azules se cristalizaban. Yo envidiaba ese estado de petrificación:
los miraba sentarse y levantarse como empujados por un resorte, para asegurarme de que no estaban hechos de madera.
Además, estaba todavía ávida de sacarme mi provincianismo
de encima y de ponerme al corriente de las cosas, al nivel de las
ideas y de las formas de mi tiempo. Sentía la necesidad, tenía
curiosidad; excepto las obras más notables, yo no conocía nada
de las artes modernas; tenía sed sobre todo de ver teatro.
Yo sabía que para una mujer pobrera imposible realizar tales
fantasías. Balzac decía: «No se puede ser mujer en París, a menos de tener veiticinco mil francos de renta». Y esta pardoja
elegante se convertía en una realidad para la mujer que quería
ser artista.
Sin embargo, veía a mis jóvenes amigos de Nohant, mis compañeros de la infancia, vivir en París con casi tan poco como yo
y estar al corriente de todo lo que interesa a la juventud inteligente: los acontecimientos literarios y políticos, las emociones
de los teatros y museos, de los clubs y de la calle. Veían todo,
estaban en todo. Tenía tan buenas piernas como las de ellos y
esos buenos y pequeños pies del Berry, que han aprendido a caminar en los malos caminos, en equilibrio sobre viejos zuecos.
pero sobre el pavimento de París, yo era como un barco sobre un
vidrio. Los zapatos finos se rompían en dos días, las medias me
hacían caer, no sabía levantar mi vestido, estaba cansada, fatigada, resfriada y veía a los zapatos y vestidos, sin contar los pequeños sombreros de terciopelo arruinados por las goteras, convertirse en ruinas con una rapidez espantosa.
Yo ya había pensado en esos defectos y en esas experiencias
antes de establecerme en París, y le había planteado el problema
a mi madre, que vivía muy elegante y cómodamente con tres mil
quinientos francos de renta: ¿cómo mantener el arreglo más
modesto en ese clima tremendo, a menos de vivir encerrada en
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una habitación siete días de ocho? Ella me había contestado:
«Es muy posible a mi edad y con mis costumbres; pero, cuando
era joven y a tu padre le faltaba el dinero, él había pensado vestirme como un muchacho. Mi hermana hizo otro tanto, y nos
íbamos a todas partes, a pie, con nuestros maridos, al teatro; a
todas partes. Fue una economía importante en nuestros hogares».
Esta idea me pareció al principio divertida y después muy
ingeniosa. habiendo estado vestido de muchacho durante mi infancia, habiendo luego cazado en blusa y polainas con
Deschartres, no me asombré en absoluto al retomar una vestimenta que no era nueva ya para mí. En aquella época, la moda
ayudaba bastante. Los hombres llevaban largas chaquetas cuadradas, llamadas «a la propietaria», que caía hasta los talones y
que dibujaban tan poco la figura, que mi hermano, poniéndose
la suya en Nohant, me había dicho riendo:
–Es muy bonita, ¿no es cierto? Es la moda y ya no choca. El
sastre toma las medidas de una garita y sirven ya para todo un
regimiento.
Me hice hacer, entonces, una chaqueta-garita en grueso paño
gris, con el pantalón y el chaleco iguales. Con un sombrero gris y
una gruesa corbata de lana, parecía un pequeño estudiante de
primer año. No puedo explicar el placer que me causaron mis
botas: me hubiera gustado dormir con ellas, como hizo mi hermano cuando era joven y calzó su primer par. Con esos pequeños talones herrados, me sentía sólida sobre el suelo. Corría de
una punta a otra de París. Me parecía que yo era capaz de dar la
vuelta al mundo. Después, mis ropas resistían. Corría en cualquier tiempo, volvía a cualquier hora, iba al patio de todos los
teatros. Nadie me miraba, ni dudaban de mi disfraz. Aparte que
yo lo llevara cómodamente, la ausencia de coquetería de la vestimenta y del rostro ausentaban toda sospecha. Estaba muy mal
vestida y tenía un aspecto muy simple (mi aspecto habitual, dis-
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HISTORIA DE MI VIDA
traído y como tonto) para llamar o fijar la atención. Las mujeres
no saben ocultarse, ni aun en el teatro. No quieren sacrificar la
finura de su cintura, la pequeñez de sus pies, la gentileza de sus
movimientos, el brillo de sus ojos; y es por todo eso, sin embargo, es por la mirada sobretodo, que pueden llegar a no ser fácilmente descubiertas. Hay una manera de deslizarse por todas
partes sin que nadie vuelva la cabeza, y de hablar sobre un diapasón bajo y sordo que no suene aflautado a los oídos que pueden oíros. El resto, para no ser notada como «hombre», sólo hace
falta una costumbre: no distinguirse como mujer.
A pesar de que esta rara existencia no tuvo nada de lo que
yo tuviera que arrepentirme más tarde, la adopté no sin saber los
efectos inmediatos que podía tener sobre las conveniencias y los
arreglos de mi vida. Mi marido la conocía y no la condenaba ni
impedía.
Lo mismo ocurría por parte de mi madre y de mi tía. Yo
estaba, entonces, en regla con las autoridades constituidas de mi
vida. Pero, en todo el resto del medio en el cual yo había vivido,
debía encontrar probablemente más de una critica severa. No
quise exponerme.
Quise elegir y saber y conocer las amistades que me serían
fieles, así como aquellas que se escandalizarían. A primera vista,
yo trataba un buen número de gente cuya opinión me era casi
indiferente, y a quienes comencé por no dar ningún signo de
vida. En cuanto a las personas que yo amaba realmente y de las
que debía esperar alguna reprimenda, me decidí a romper con
ellas sin decirles nada. «Si me aman –pensaba yo– correrán detrás de mí, y si no lo hacen, olvidaré que existen, pero siempre
podré quererlas en el recuerdos; no habrá explicaciones hirientes entre nosotros; nadie dejará de gustar el puro recuerdos de
nuestro afecto.»
De hecho, ¿qué podían saber ellas de mi meta, de mi porvenir, de mi voluntad? ¿Sabían ellas, sabía yo misma, al quemar
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mis naves, si tenía algún talento, alguna perseverancia? Jamás
había dicho a nadie una palabra sobre el enigma de mi pensamiento; todavía no la había encontrado de una manera segura; y
cuando yo hablaba de escribir, era riéndome y burlándome de la
cuestión y de mí misma.
Sin embargo, una especie de destino me empujaba. Lo sentía invencible y estaba decidida a que lo fuese: no un gran destino, yo era demasiado independiente en mi fantasía para abrazar
cualquier género de ambición, pero un destino de libertad moral
y de aislamiento poéticos en una sociedad en la cual yo sólo
pedía olvido y permiso para dejarme ganar el pan cotidiano sin
esclavitud.
Quise, no obstante, volver a ver por última vez a mis amigas
de París. Fui a pasar unas horas al convento. Todo el inundo
estaba tan preocupado por los efectos de la revolución de julio,
por la ausencia de alumnas, por la perturbación general de la
cual se desprendían las consecuencias materiales, que no tuve
que hacer ningún esfuerzo para no hablar de mí. Sólo vi un instante a mi buena madre Alicia. Estaba ocupada y con mucha
prisa. La hermana Helena estaba en retiro. Gallinita me paseaba
por los claustros, por las clases vacías, por los dormitorios sin
camas, por el jardín silencioso, diciendo a cada paso:
¡Esto va mal!, ¡esto va muy mal!
De mi época, sólo quedaban las religiosas y la buena Marie
Josefa, la brusca y sonriente sirvienta que me pareció la más
cordial y la única viva en medio de esas almas preocupadas.
Comprendí que las monjas no pueden y no deben amar con el
corazón. Viven de una idea y no dan una verdadera importancia
a otra cosa que no sea las condiciones exteriores que constituyen el marco necesario a esa idea. Todo lo que turba el orden de
una meditación que necesita una tranquilidad immutable y una
seguridad absoluta, es un acontecimiento terrible o, cuando menos, una crisis difícil. Las amistades exteriores no pueden hacer
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HISTORIA DE MI VIDA
nada por ellas. Las cosas humanas no tienen valor a sus ojos si
no es en razón de la menor o mayor ayuda que pueden proporcionar a sus condiciones de existencia excepcionales. No extrañé más al convento, viendo que allí el ideal estaba sometido a
semejantes eventualidades. La vida de una comunidad es un
mundo fijo, y el cañón de Julio no se había inquietado por la paz
de los santuarios.
Yo tenía el ideal alojado en un rincón de mi cerebro, y sólo
me eran precisos algunos días de completa libertad para hacerlo
explotar. Lo llevaba en la calle, con los pies en la nevisca, los
hombros cubiertos de nieve, las manos en los bolsillos, el estómago un poco vacío a veces, pero con la cabeza cada vez más
llena de sueños, de melodías, de colores, de formas, de rayos y
de fantasmas. Ya no era una dama, ya no era tampoco un señor.
Me empujaban sobre la calzada como algo que podía estorbar a
los caminantes ocupados. Me era igual; yo no tenía ninguna ocupación. No me conocían, no me miraban, no me regañaban; era
un átomo perdido en la inmensa muchedumbre. Nadie me decía
como en La Châtre: «Allí pasa la señora Aurora; tiene siempre el
mismo sombrero y el mismo vestido»; ni como en Nobant: «Allí
está nuestra señora que monta sobre su gran caballo; debe estar
deprimida para montar así.» En París, no pensaban nada de, mi;
no me veían. Yo no tenía ninguna necesidad de apresurarme
para evitar las frases triviales, podía hacer toda una novela, sin
encontrar a nadie que me dijese: «En qué diablos piensa usted?»
Todo esto valía más que una celda, y yo podría haber dicho con
René, pero con tanta satisfacción como él pudo decirlo con tristeza, que me, paseaba por un desierto de hombres.
Después que miré bien, y una vez que repasé y saboreé por
última vez todos los rincones de mi convento y de mis recuerdos
queridos, salí diciéndome que ya no pasaría más esa reja, detrás
de la cual dejaba mis más santas ternuras en estado de divinidades
sin fierezas y como astros sin nubes; una segunda visita hubiese
© Pehuén Editores, 2001
despertado preguntas sobre mi interior, sobre mis proyectos, sobre
mis disposiciones religiosas. Yo no quería discutir. Hay seres que
se respetan demasiado como para contradecirlos y de los que
uno no se quiere llevar más que una bendición tranquila.
***
Volví sin tristeza a mi casa y a mi utopía, segura de dejar
penas y buenos recuerdos, satisfecha de no tener nada sensible
que romper.
La baronesa Dudevant me preguntó por qué me quedaba
tanto tiempo en París sin mi marido. Le respondí que mi marido
estaba de acuerdo.
–Pero, ¿es cierto que tiene la intención de imprimir libros?
–Si, señora.
–¡Vaya! –exclamó ella–, ¡que idea tan extraña! –.Si, señora.
–Es algo bello y bueno; pero espero que no figurará su nombre sobre las tapas de los libros impresos.
–¡Oh!, nada de eso, señora no hay peligro.
No hubo otra explicación. Ella partió poco tiempo después
para el Midi, y no la he vuelto a ver nunca.
El nombre que pondría en las tapas impresas no me preocupó
en absoluto. En realidad, había resuelto guardar el anónimo. Una
primer obra fue esbozada por mi, y repasada por completo por
Jules Sandeau, a quien Delatouche bautizó con el nombre de Jules
Sand. Esta obra trajo otro editor que pidió otra novela con el mismo seudónimo. Yo había escrito Indiana en Nohant, quise entregarla con el seudónimo exigido; pero Jules Sandeau, por modestia,
no quiso aceptar la paternidad de un libro que le era extraña. Esto
no le importaba al editor. El nombre es todo para la venta, y el
pequeño seudónimo había cuajado, querían mantenerlo a toda
costa. Delatouche, consultado, zanjó la cuestión por un compromiso: Sand quedaría intacto y yo elegiría otro nombre que sólo
) 121 (
GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
me serviría a mí. Elegí rápido y sin buscarlo el de George, que
me parecía sinónimo de Berrichon. Jules y George, desconocidos para el público, pasarían por hermanos o primos.
El nombre me fue bien adjudicado, y Jules Sandeau quedó
legítimo propietario de Rose y Blanche y quiso retomar su nombre
completo, a fin, decía él, de no valerse de mis plumas. En esta
época, era muy joven y le sentaba muy bien mostrarse tan modesto. Después, ha dado muestras de mucho talento por su cuenta
y ha logrado un verdadero prestigio. Yo he guardado el del asesino de Kotzebue que le había pasado por la cabeza a Delatouche
y que inició mi reputación en Alemania, a tal punto que recibí
cartas de ese país, en las que se me pedía establecer mi parentesco con Karl Sand, como una probabilidad de mucho mayor suceso. A pesar de la veneración de la juventud alemana por el
joven fanático, cuya muerte fue tan bella, confieso que ni se me
ocurrió escoger como seudónimo ese símbolo del paladín
iluminista. Las sociedades secretas están en el pasado de mi imaginación, pero sólo llegan hasta el paladín exclusivamente, y las
personas que han creído ver en mi insistencia de firmar Sand y
en la costumbre que ha crecido de llamarme así, una especie de
protesta a favor del asesinato político, se han equivocado por
completo. Eso no entra en mis principios religiosos, ni en mis
instintos revolucionarios. La moda de la sociedad secreta no me
ha parecido nunca una buena explicación de nuestro tiempo y
de nuestro país; jamás he creído que pudiese salir otra cosa de
entre nosotros que una dictadura, y en mí misma, no he podido
nunca tampoco aceptar el principio dictatorial.
Es, entonces, probable que yo hubiera cambiado de seudónimo si lo hubiese creído destinado a conquistar una celebridad;
pero justo en el momento en que la crítica se descargó contra
mí, a propósito de la novela élia, me sentí halagada de pasar
inadvertida en la muchedumbre de plumas de la más humilde
clase. AL ver que, bien a mi pesar, ya no fue así, y que, se ataca-
© Pehuén Editores, 2001
ba violentamente todo en mi obra, hasta el nombre con el que
estaba firmando, lo mantuve y continué escribiendo. Lo contrario hubiese sido una cobardía.
Y en el presente lo mantengo, a pesar de que suponga, como
se ha dicho, la mitad del nombre de otro escritor. Sea. Este escritor, lo repito, tiene el talento suficiente para que cuatro letras de
su nombre roben cualquier «tapa impresa», y no me suena mal
en boca de mis amigos. Es el azar de la fantasía de Delatouche
que me lo ha dado. Más todavía: me siento honrada de haber
tenido a ese poeta, a ese amigo como padrino. Una familia, cuyo
nombre yo había encontrado adecuado para mí, ha encontrado
el de Dudevant (que la baronesa nombrada trataba de escribir
con un apóstrofe), demasiado ilustre y demasiado agradable como
para comprometerlo en la república de las letras. Me han bautizado, oscura e inconsciente, entre el manuscrito de Indiana, que
era entonces todo mi futuro, y un billete de mil francos, que eran
en aquel momento toda mi fortuna. Fue un contrato, un nuevo
matrimonio entre el pobre aprendiz de poeta que yo era y la
humilde musa que me había consolado de mis penas. Dios me
guarde de contrariar lo que he dejado decidir a mi destino.¿ Qué
es un nombre en nuestro mundo revolucionado y revolucionario? Un número para aquellos que no hacen nada, una enseña o
una divisa para los que trabajan o combaten. El que me dieron,
me lo he hecho yo sola con mi labor. Jamás he explotado el trabajo de otro, jamás he tomado, ni comprado, ni robado una página, una línea de quien fuese. De los siete u ochocientos mil francos que he ganado después de veinte años, no me ha quedado
nada, y hoy, como hace veinte años, vivo al día, de ese nombre
que protege mi trabajo y de ese trabajo del que no me he reservado ni un céntimo. No creo que haya nadie que tenga que reprocharme algo, y, sin estar orgullosa de lo que sea (sólo cumplí
con mi deber), mi conciencia tranquila, no ve nada peligroso en
el nombre que la designa y la personifica.
) 122 (
GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
Eramos, entonces, tres Berrichons viviendo en París, Felix
Pyat, Jules Sandeau y yo, aprendices literarios, bajo la dirección
de un cuarto Berrichon, el señor Delatouche. Este maestro quiso y debió ser un lazo entre nosotros, y sólo deseábamos constituir una familia, de la cual el padre hubiera sido él. Pero su carácter agrio, susceptible y desgraciado traicionó las intenciones
y las necesidades de su corazón, que era bueno, generoso y tierno. Se enredó por turno con nosotros tres, después de habernos
enredado un poco juntos.
He dicho, en un artículo necrológico bastante detallado sobre el señor Delatouche, lo que había de bueno y de malo en él,
y he podido especificar lo, malo sin faltar en nada al reconocimiento que yo le debía y la viva amistad que le había manifestado varios años antes de su muerte. Para mostrar cómo lo malo,
vale decir ese dolor inquieto, esa susceptibilidad malsana, esa
misantropía en una palabra, era fatal e involuntario, sólo tuve
que citar fragmentos de sus cartas, o de si mismo, y algunas palabras llenas de gracia y de fuerza, con las que él se adornaba en
su grandeza y su sufrimiento. Ya había escrito sobre él, durante
su vida, con el mismo sentimiento de cariño y afecto. Jamás he
tenido nada que reprocharme a su respecto, ni siquiera la sombra de una equivocación, y no habría sabido nunca cómo y por
qué yo no le gustaba, si no hubiera visto por mí misma, en el
declive rápido de su vida, lo profundamente prisionero que estaba de una hipocondría sin recursos.
É1 me hizo justicia al ver que era justa con él, vale decir,
que estaba lista para correr hacia él si me hubiese abierto los
brazos, sin acordarme de sus cóleras y de sus injusticias mil veces reparadas, según yo, por un impulso, por un arrepentimiento,
por una lágrima de su corazón.
Delatouche había comprado el Fígaro y lo hacía casi él solo,
en un rincón del fuego, conversando, ya con sus redactores, ya
con las numerosas visitas que recibía. Estas visitas, a veces en-
© Pehuén Editores, 2001
cantadoras, a veces risibles, posaban un poco, sin darse cuenta,
ante un secretario respetable que, cobijado en los pequeños rincones del apartamiento, no olvidaba escuchar y criticar.
Yo tenía mi pequeña mesa y una pequeña alfombra cerca de
la chimenea; pero no era muy asidua en ese trabajo, del que no
entendía nada. Delatouche me agarraba un poco por el cuello
para hacerme sentar; me daba un tema y un pequeño trozo de
papel al que uno debía ajustarse. Yo emborronaba diez páginas
que tiraba al fuego y en las que no había puesto ni una palabra
sobre lo que debía tratar. Los otros tenían espíritu, agilidad, facilidad. Se reía o se charlaba. Delatouche estaba radiante de causticidad. Yo escuchaba, me entretenía mucho, pero no hacía nada
que valiese la pena, y, al cabo de un mes, él me entregó doce
francos con cincuenta céntimos o quince francos como máximo
por mi colaboración, todavía demasiado bien pagada.
Delatouche era admirable por su gracia paternal, y se rejuvenecía con nosotros hasta lo infantil. Recuerdos una cena que
le dimos en Pinson y un fantástico paseo al claro de luna a través
del barrio Latino. Nos seguía con un pino que había recogido
para ir a no sé dónde y que guardó hasta medianoche sin poder
desembarazarse de nuestra enloquecida compañía. Ibamos sin
meta fija y queríamos demostrarle intencionadamente que esa
era la manera más agradable de pasearse. Le gustó bastante, pues
cedió sin lucha. El cochero del coche de alquiler, víctima de
nuestras picardías, había tomado el asunto con paciencia, y recuerdos que llegados no sé por qué ni cómo a la montaña.
Sainte Geneviéve, como él iba muy lentamente por la calle
desierta, nos comenzamos a entretener, atravesando el coche,
en fila india, dejando las puertas y los estribos abiertos, y cantando no sé que canción con un tono lúgubre: tampoco recuerdo
por qué todo eso nos divertía y por qué Delatouche se reía tanto.
Se me ocurre que era por la alegría de sentirse tonto una vez en
su vida. Pyat tenía un propósito: dar una serenata a los carnice-
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
ros del barrio; y se iba de carnicería en carnicería cantando a
grito pelado: «Un carnicero es una rosa.»
Fue la única vez que vi a Delatouche verdaderamente alegre, porque su espíritu, habitualmente satírico, tenía un fondo
depresivo que convertía a menudo a su manera de ser en algo
mortalmente triste.
–Son felices! –me decía– dándome el brazo, mientras que
los demás corrían adelante; ¡no han bebido nada más qua agua
roja y están borrachos! ¡Qué buen vino el de la juventud!, ¡y qué
bella risa la de aquel que no tiene ningún motivo! ¡Ah, si uno
pudiera divertirse así dos días seguidos, pero enseguida que uno
sabe por qué y de qué se divierte, ya no lo hace más, se tienen
ganas de llorar!
El gran temor de Delatouche era el de envejecer. No podía
resignarse y decía:
–No se tienen cincuenta años, se tienen dos veces veinticinco años.
A pesar de esa resistencia, era más viejo de lo que aparentaba. Ya enfermo, y agravando su mal con la impaciencia con que
lo soportaba, tenía, a menudo, por la mañana, –un humor irascible delante del cual yo me escurría sin decir nada. Después, me
llamaba o me iba a buscar, tratando de borrar con mil gracias la
pena que había causado.
Cuando más tarde he buscado la causa de su repentina aversión me dijeron que había estado enamorado de mí, celoso y
herido por no haber sido jamás adivinado. Esto no es cierto. Yo
le despreciaba al principio, porque me había prevenido el señor
Duris Dufresne.
Era un amigo, y sobre todo un maestro celoso por naturaleza, como el viejo Porpora que he escrito en una de mis novelas.
Cuando él había incubado una inteligencia, desarrollado un talento, no podía soportar que otra inspiración o que otra ayuda
que la suya osase aproximarse.
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Uno de mis amigos que conocía un poco a Balzac me lo
había presentado, no como a una musa departamental, sino como
a una buena persona de provincias muy maravillada de su talento. Era la verdad. A pesar de que Balzac no había todavía producido sus obras maestras en esta época, yo estaba impresionada
por su forma nueva y original y le consideraba ya como un maestro digno de estudio. Balzac había sido, no desagradable como
Delatouche, sino también excelente, con más plenitud e igualdad de carácter. Todo el mundo sabía cómo el contento de sí
mismo –contento tan bien fundado que se le perdonaba– le desbordaba, cómo le gustaba hablar de sus obras, contarlas, hacerlas charlando, leerlas en borradores o en las pruebas. Ingenuo y
buen muchacho como nadie, pedía consejo a los niños, no escuchaba la respuesta, o se servía de ella para combatirla con la
obstinación de su superioridad. No enseñaba jamás, hablaba de
él, de él solamente. Una sola vez se olvidó de él y habló de
Rabelais, que yo no conocía todavía. Estuvo tan maravilloso,
tan encantador, tan lúcido, que nos decíamos al abandonarlo:
«Si, sí, decididamente, tendrá todo el porvenir que sueña; comprende demasiado bien lo que no le va, para no cuidar en extremo su gran personalidad.»
Vivía entonces en la calle Cassini, en un pequeño entresuelo muy alegre, al lado del observatorio. Fue por él o en su casa,
creo, que conocí a Emmanuel Arago, un hombre que debería
convertirse en un hermano para mí y que en ese entonces era
todavía un niño.
Hice amistad con él, dándome grandes aires de abuela, porque era todavía tan joven que sus brazos crecían durante el año
más de lo que sus mangas toleraban. Sin embargo, había escrito
ya un volumen de versos y una pieza de teatro muy espiritual.
En una bella mañana, Balzac, habiendo vendido muy bien
la Piel de zapa, despreció su entresuelo y quiso abandonarle; pero,
después de reflexionar, se contentó con transformar sus peque-
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
ñas habitaciones de poeta en un conjunto de boudoirs de marquesa, y, un buen día, nos invitó a tomar helados en sus muros forrados de seda y bordados con puntillas. Todo esto me hizo reír
mucho; yo no creía que él tomaba en serio esa necesidad de un
«lujo vano» y pensaba que todo eso para él era una especie de
fantasía pasajera. Me equivocaba, sus necesidades de imaginación coqueta se convirtieron en las tiranas de su vida, y para
satisfacerlas, sacrificó a menudo el más elemental bienestar.
Desde entonces, vivía un poco así, faltándole de todo y privándose hasta de la sopa y del café antes que de la plata y de la
porcelana de China.
Reducido prontamente a expedientes fabulosos para no separarse de las cosas que alegraban su vista, artista fantástico,
vale decir niño con sueños dorados, vivía con su cerebro en el
palacio de las hadas; hombre obstinado, a pesar de todo, aceptaba voluntariamente todas las inquietudes y todos los sufrimientos antes de no forzar a la realidad para guardar las cosas de sus
sueños.
Pueril y poderoso, siempre envidiando cualquier «bibelot», y
nunca celoso de cualquier gloria, sincero hasta la modestia, jactancioso hasta la habladuría, confiando en sí mismo y en los
demás, muy expansivo, muy bueno y muy loco, con un santuario
de razón interior en el que entraba para dominar todo en su obra,
cínico hasta la castidad, borracho al beber agua, intemperante
por su trabajo y sobrio en otras pasiones, positivo y romántico
con un exceso parecido, crédulo y exótico, lleno de contrastes y
de misterios, así era el joven Balzac, ya inexplicable para cualquiera que se cansase de un estudio demasiado constante sobre
él mismo, en el que condenaba a sus amigos, y que todavía no
parecía a ninguno tan interesante como lo era realmente.
En efecto: en esta época, muchos jueces, competentes por
otra parte, negaban el genio de Balzac o, al menos, no lo creían
destinado a una tan asombrosa carrera. Delatouche era uno de
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los más recalcitrantes. Hablaba de él con una aversión espantosa. Balzac había sido su discípulo, y su ruptura, de la cual el
último jamás supo el motivo, estaba todavía demasiado fresca y
sangrante. Delatouche no daba ninguna razón buena de su resentimiento, y Balzac me decía a menudo:
–¡Cuídate!; verás que una buena mañana, sin que te des cuenta, sin saber por qué, encontrarás en él a un enemigo mortal.
Delatouche me disgustó al denigrar a Balzac, que hablaba
de él con un pesar y una dulzura encantadores; pero Balzac dudaba y creía firmemente en una enemistad irreconciliable. Se
equivocaba, porque con el tiempo, podían haberse reconciliado.
Entonces era demasiado pronto. Traté en vano varias veces
de sugerirle a Delatouche lo que podía acercarlos. La primera
vez saltó hasta el techo.
–Entonces, ¿lo has visto? –gritó–; ¿lo ves? ¡Sólo faltaba esto!
Creí que me tiraba por la ventana. Se calmó, enfurruñado,
volvió y terminó por «aceptar a mi Balzac», Al ver que esa simpatía no se llevaba la que él reclamaba. Pero a cada nueva relación literaria que yo debía establecer o aceptar, Delatouche volvía a la misma cólera, y aun los indiferentes le parecían enemigos si él no me los había presentado.
Yo hablaba muy poco de mis proyectos literarios con Balzac.
No hubiera creído o no pensó siquiera si yo era capaz de algo.
No le pedí sus consejos, ya que me dijo que los guardaba para sí
mismo; y esto, tanto por una modestia ingenua como por una
egoísta ingenuidad; porque sabía ser modesto bajo la apariencia
de la presunción, más tarde lo he reconocido, con una sorpresa
agradable; y en cuanto a su egoísmo, también tenía sus reacciones de entrega y de generosidad.
Su trato era muy agradable, un poco fatigante en las frases,
que yo no sabía responder bien, variando los sujetos de la conversación; pero su alma era de una gran serenidad y en ningún
momento me pareció malvado. Subía con su gordo vientre los
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
escalones de la casa del Quai Saint Michel y llegaba resoplando,
riendo y cantando sin tomar aliento. Agarraba los papeles de mi
mesa, los miraba y tenía la intención de enterarse de lo que eran;
pero inmediatamente, pensando en la obra que estaba a punto
de comenzar, se ponía a contarla, y, en suma, yo encontraba esto
más instructivo que todas las prisas que Delatouche, interrogador
desesperante, daba a mi fantasía.
Una noche que habíamos cenado en la casa de Balzac de una
manera extraña, pues creo que la cena se compuso de buey cocido, de un melón y de champaña helada, se fue a poner una hermosa bata nueva, para mostrárnosla con una alegría de niña, y quiso
salir vestido así, con una candela en la mano, para conducirnos
hasta la reja del Luxemburgo. Era tarde, el lugar estaba desierto, y
yo le dije que lo asesinarían cuando volviese a su casa.
–En absoluto –me dijo–, si me encuentro con unos ladrones, me tomarán por un loco, y tendrán miedo de mí, o por un
príncipe, y entonces me respetarán.
Hacía una noche encantadora. Nos acompañó así, llevando
su candela, hablando de los cuatro caballos árabes que todavía
no poseía, que pronto tendría, que jamás ha tenido y que creyó
firmemente poseer durante algún tiempo. Si lo hubiéramos dejado, nos habría conducido hasta la otra punta de París.
Yo no conocía otras celebridades y tampoco deseaba conocerlas. Hallaba una oposición tan grande de ideas, de sentimientos y de sistemas entre Balzac y Delatouche, que temía perder mi
pobre cabeza en un caos de contradicciones si prestaba atención a
un tercer maestro. Vi, en aquella época, una sola vez, a Jules Janin
para pedirle un favor. Ha sido el único paso que he dado jamás
hacia la crítica y como no era para mí, no tuve ningún escrúpulo.
Encontraba en él a un buen muchacho sin afectación y sin ninguna vanidad, teniendo el buen gusto de no demostrar su espíritu sin
necesidad y hablando siempre de sus perros con más amor que de
sus escritos. Como yo amo también a los perros, me encontraba
© Pehuén Editores, 2001
muy cómoda con él; una conversación literaria con un desconocido me hubiera intimidado horriblemente.
He dicho que Delatouch era desesperante. Era así por su
culpa y trataba de que todo lo que hacía no le gustase. De tiempo en tiempo, leía sus novelas antes de su publicación, con más
discreción e intimidad que Balzac, pero con más complacencia
si veía que lo escuchaban con atención. Por ejemplo, no se podía
mover un mueble, temblar o estornudar en esos momentos, en
seguida se interrumpía para preguntar, con una solicitud educada, si se estaba enfriado o si se tenía alguna inquietud en las
piernas; y fingiendo haber olvidado su novela, se hacía mucho
rogar para aparentar buscarla y volverla a encontrar. Tenía mil
veces menos talento para escribir que Balzac; pero como tenía
más capacidad para deducir sus ideas con palabras, lo que leía
admirablemente parecía realmente buenísimo, mientras que lo
que Balzac contaba de una manera a menudo imposible, no representaba a veces otra cosa que una obra imposible. Pero cuando la obra de Delatouche estaba impresa, se buscaban en vano
el encanto y la belleza de lo que se había escuchado, y cuando se
leía a Balzac ocurría todo lo contrario. Balzac sabía qué exponía
mal, con fuego, con espíritu, pero sin orden y sin claridad. También prefería leer con el manuscrito en la mano, y Delatouche,
que hacía cien novelas sin escribirlas, no tenía casi nunca nada
para leer; o a veces algunas páginas que no expresaban su proyecto y que le entristecían visiblemente. No tenía facilidad; también, le horrorizaba la fecundidad y lanzaba contra la de Balzac
(sin pensar en la de Walter Scott, a quien adoraba) las invectivas
más burlonas y las comparaciones más medicinales.
Siempre he pensado que Delatouche gastaba demasiado talento en palabras. Balzac sólo gastaba su locura. Arrojaba allí su
plenitud y guardaba su sabiduría profunda para su obra.
Delatouche se iba en demostraciones excelentes, y, aunque rico,
no lo era suficientemente como para mostrarse generoso.
) 126 (
GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
Yo hubiera pecado de tonta no escuchando todo lo que
Delatouche me decía; pero ese perpetuo análisis de todas las
cosas, esa disección de los otros y de sí mismo, toda esa crítica
brillante y a menudo justa, que se centraba en la negación de sí
mismo y de los demás, entristecía singularmente mi espíritu, y
tanta prevención comenzó a cansarme. Yo aprendía todo lo que
no se podía hacer, pero no lo que había que hacer, y así pedía
toda la confianza en mí.
Reconocía, reconozco todavía, que Delatouche me sirvió
de mucho conduciéndome a la duda. En esta época se hacían las
más extrañas cosas literarias. Las excentricidades del genio de
Victor Hugo, joven, habían emborrachado a la juventud, aburrida de las viejas arengas de la restauración. Ya no se encontraba
romántico a Chateaubriand; se buscaban títulos imposibles, asuntos desagradables, y, en esta carrera rimbombante, hasta las gentes de talento se plegaban a la moda y, cubiertos de oropeles
extraños, se lanzaban a la lucha.
Estuve tentada de hacer lo mismo, ya que los maestros me daban el mal ejemplo, y buscaba rarezas que no hubiese podido jamás
llevar a cabo. Entre los críticos del momento que se resistían a ese
cataclismo, Delatouche poseía discernimiento y gusto sobre lo que
había de bueno y de malo en las dos escuelas. Me retenía sobre esta
cuesta resbaladiza con burlas cómicas y avisos serios. Pero, de inmediato, me arrojaba sobre unas dificultades inextricables.
–Huye, de todo esto –me decía–. Sírvete de tu propio fondo; lee en tu vida, en tu corazón; da tus impresiones.
Y cuando estábamos hablando de cualquier cosa, me decía:
–Eres demasiado absoluta en tus sentimientos, tu carácter
está, demasiado apartado; no conoces ni al mundo ni a los individuos. No has vivido ni pensado como todo el mundo. Tienes
un cerebro vacío.
Yo me deda que él tenía razón y me volví a Nohant, decidida a fabricar cajas de té y tabaqueras de Spa.
© Pehuén Editores, 2001
Al fin, comencé Indiana, sin proyecto ni esperanzas, sin ningún plan, poniendo resueltamente en la puerta de mi recuerdos
todo lo que se me presentaba como precepto o como ejemplo, y
no cayendo en el estilo de los otros ni en mi propia individualidad para realizar el personaje y los tipos. Se ha dicho mucho que
Indiana era mi persona y mi historia. No es cierto. He pintado
muchos tipos de mujeres, y creo que cuando se haya hecho esta
exposición de impresiones y reflexiones de mi vida, se verá bien
que jamás me he puesto en escena con los rasgos de ciertos tipos
femeninos. Soy demasiado romántica para haber visto una heroína de novela en mi espejo. Jamás me he encontrado, ni demasiado bella, ni demasiado amable, ni demasiado lógica en el conjunto de mi carácter y de mis acciones para prestarme a la poesía
o al interés, y para esto habría tenido que embellecerme y dramatizar mi vida. Con este trabajo no hubiese nunca llegado a
hacer nada. Mi «yo», al enfrentarme, siempre me ha enfriado.
Lejos estoy de afirmar que un artista no tiene el derecho de
pintarse y contarse, y cuanto más se corone con las flores de la
poesía para mostrarse ante el público, mejor hará, si tiene la suficiente habilidad para que no se le reconozca demasiado bajo este
disfraz, o si es lo bastante bella, para que la nueva vestidura no le
haga ridículo. Pero, en lo que me concierne, yo era de una tela
demasiado abigarrada como para prestarme a una idealización
cualquiera. Si yo hubiera querido mostrar el fondo serio, habría
contado una vida que hasta ese entonces tenía más parecido con
la del monja Alexis (en la novela poco recreativa Spiridion) que
con la de Indiana, la criolla apasionada. O bien, si hubiese tomado
la otra cara de mi vida, mis necesidades infantiles, alegres, de tontería absoluta, habría hecho un tipo tan poco parecido que no
hubiese encontrado nada para que él lo expresara, ni hubiese conseguido hacerte realizar acciones con un cierto sentido común.
No tenía la menor teoría cuando comencé a escribir, y no
creo haberla tenido jamás cuando un deseo novelesco me ha
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
puesto la pluma en la mano. Esto no impide que mis instintos no
me hayan creado la teoría que establecí, que he seguido generalmente sin darme cuenta, y que, en el momento en que escribo,
está todavía discutiéndose.
Según esta teoría, la novela sería una obra de poesía y de
análisis. Serían necesarias situaciones verdaderas y caracteres
auténticos, hasta reales, agrupándose alrededor de un tipo destinado a resumir el sentimiento o la idea principal del libro. Este
tipo representa generalmente la pasión del amor, porque casi
todas las novelas son historias de amor. Según la teoría, anunciada (y es aquí cuando comienza), hay que idealizar el amor, el
tipo, por consecuencia, y no temer darle todas aquellas potencias cuya aspiración está en uno mismo, o todos aquellos dolores que se han visto o que se han sentido. Pero, en ningún caso,
hay que avalarlo con el azar de los acontecimientos; es preciso
que muera o triunfe, y no debe temerse otorgarle una importancia excepcional en la vida, fuerzas por encima de lo vulgar, encantos o sufrimientos que sobrepasen absolutamente lo común
en las cosas humanas, y hasta un poco lo admitido por la mayoría de las inteligencias.
En resumen; la idealización del sentimiento que hace el personaje, dejando al arte del escritor el cuidado de colocar a este
personaje en unas condiciones y en un cuadro de realidad más o
menos sensible para hacerlo sobresalir, si lo que se pretende escribir es una novela.
¿Es cierta esta teoría? Creo que sí; pero no es, no debe ser
absoluta. Balzac, con el tiempo, me ha hecho comprender, por
la variedad y la fuerza de sus concepciones, que se puede sacrificar la idealización del personaje a la descripción verdadera, a
la crítica de la sociedad y de la misma humanidad.
Balzac resumía completamente esto cuando me decía:
–Buscas al hombre tal y como debería ser; yo le tomo tal y
como es. Créeme, los dos tenemos razón. Estos dos caminos
© Pehuén Editores, 2001
conducen a la misma meta. Yo también amo a los seres excepcionales, soy uno de ellos. Me hace falta, por otra parte, para
hacer resaltar a mis seres vulgares, y no les sacrifico jamás sin
necesidad. Pero estos seres vulgares me interesan más que a ti.
Los engrandezco, los idealizo, en sentido inverso, en su horror y
en su tontería. Doy a sus deformidades proporciones espantosas
o grotescas. Tu, tu no sabrías hacerlo; haces bien al no mirar a
esos seres y a esas cosas que te proporcionarían pesadillas. Idealiza en lo bello y en lo hermoso; es obra de mujer.
Todavía vivía en el Quai Saint-Michel con mi hija cuando
apareció Indiana (creo que fue en mayo de 1832). En el intervalo del pedido a la publicación, había escrito Valentina y comenzado élia. Valentina apareció dos o tres meses después de Indiana, y este libro fue también escrito en Nohant, adonde yo iba
siempre regularmente a pasar unos tres meses.
Delatouche subió a mi entresuelo y encontró el primer ejemplar de, Indiana, que el editor Ernest Dupuy acaba de enviarme,
y sobre cuya tapa estaba yo poniendo precisamente su nombre.
Lo cogió, lo sopesó, le dio vuelta, curioso, inquieto, burlón sobre todo en ese día. Yo estaba en el balcón; quise llamarle, hablar de otra cosa, no hubo medio. Quería leer y leyó, y a cada
hoja exclamaba:
–¡Entonces, es una imitación! ¡La escuela de Balzac! Imitación, ¿qué quieres? Balzac, ¿qué quieres?
Vino al balcón con el volumen en la mano, criticándome
palabra por palabra, demostrándome por a más b que había copiado el estilo de Balzac, y que con ello no había conseguido ser
ni Balzac ni yo misma.
Yo no había buscado ni evitado esta imitación artística, y no
me parecía que el reproche estaba fundado. Esperé, para condenarme yo misma sin mi juez, quien ya se llevaba el libro después
de haberlo hojeado por completo. A la mañana siguiente, cuando me desperté, recibí esta nota: «George, quiero pedirte per-
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HISTORIA DE MI VIDA
dón; me arrodillo delante de ti. Olvida mis críticas de ayer por la
noche, olvida todas las críticas que te he hecho y dicho desde
hace seis meses. Pasé la noche leyéndote. ¡Qué contento estoy
de ti, criatura!»
Creía que todo mi éxito se limitaría a esta nota paternal y ni
esperaba la rápida y nueva petición del editor que pedía Valentina.
Todos los periódicos hablaron del señor George Sand con elogio, insinuando que la mano de una mujer había debido deslizarse aquí y allí para revelar al autor ciertas delicadezas del corazón
y del espíritu, pero declarando que el estilo y las apreciaciones
tenían demasiada virilidad para no ser la obra de un hombre.
Estaban todos un poco Kératry.
Todo eso no me causó ninguna preocupación, pero hizo sufrir a Jules Sandeau en su modestia. He dicho ya que ese éxito le
llevó a retomar su nombre completo y a renunciar a los proyectos de colaboración que ya habíamos considerado entre los dos
como imposibles. La colaboración es todo un arte que no pide
solamente, como se cree, una confianza mutua y buenas relaciones, sino una habilidad particular y una coincidencia en los procedimientos ad hoc. Porque el uno y el otro éramos demasiado
nuevos para repartirnos el trabajo. Cuando lo ensayábamos, sucedía que cada uno de nosotros volvía a hacer por completo el
trabajo del otro, y esta repetición sucesiva hacia de nuestra obra
el tejido de Penélope.
Por la venta de cuatro volúmenes de Indiana y Valentina, me
vi con tres mil francos que me permitían una tranquilidad en mi
presupuesto, tener una criada y permitirme una mayor comodidad. La Revue des Deux-Mondes acababa de ser comprada por el
señor Buloz, quien me pidió novelas. Hice para esa colección
Métella, y no sé qué más.
La Revue des Deux-Mondes estaba copada por lo mejor de los
escritores de aquella época. Excepto uno o dos, tal vez, todo el
que ha conservado un nombre como publicista, poeta, novelis-
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ta, historiador, filósofo, crítico, viajante, etc., ha pasado por las
manos de Buloz, hombre, inteligente que no sabe manifestarse,
pero que posee una gran finura bajo su aspecto rudo. Es muy
fácil, demasiado fácil, burlarse de este genovés testarudo y brutal. Él mismo se deja llevar con gentileza cuando no está de mal
humor, pero lo que no es nada fácil es el no dejarse persuadir o
gobernar por él. Ha tenido por diez años los cordones de mi
bolsa y, en nuestra vida de artistas, esos cordones, que no se
abren para darnos algunas horas de libertad, si no es a cambio
del mismo número de horas de esclavitud, son el hilo de nuestra
misma existencia. En esta larga asociación de intereses he enviado diez mil veces a mi Buloz al diablo, pero le he hecho enfadar tanto que seguimos igual. Por otra parte, a pesar de sus exigencias, de sus durezas y de sus sondeos, el déspota Buloz tiene
momentos de sinceridad y de verdadera sensibilidad, como todos los caprichosos. Se parecía a veces a mi pobre Deschartres,
por ello le he soportado tanto tiempo en su conducta malvada,
entremezclada con movimientos e intentos de amistad cándida.
Nos hemos enredado, nos hemos odiado. He reconquistado mi
libertad sin daño recíproco, resultado al que hubiéramos llegado
sin proceso si él hubiese podido evitar su testarudez. Le he vuelto a ver poco tiempo después, llorando a su hijo mayor, que
acababa de morir en sus brazos. Su mujer, que es una persona
distinguida, la señora Blaze, me había llamado cerca de ella en
ese momento de supremo dolor. Les tendí mis manos sin recordar la reciente guerra, y no la he vuelto a recordar después. En
toda amistad, por más turbulenta e incompleta que sea, hay lazos más fuertes y más durables que nuestras luchas de interés
material y nuestras cóleras de un día. Creemos detestar a personas que amamos siempre a pesar de todo. Cantidades de disputas nos separaban a los dos; una palabra bastaba, a veces, para
hacernos franquear esas disputas. Estas palabras de Buloz: « ¡Ah!,
George, ¡qué desgraciado soy!», me hicieron olvidar todas las
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
cuestiones de cifras y de procedimientos. Y él también, en otros
tiempos, me había visto llorar, y no me había abandonado. Solicitada muchas veces después para entrar en campañas contra
Buloz, me he negado de raíz, sin vengarme de él, aunque la crítica de la Revue de Deux-Monde continuó diciendo que yo había
tenido mucho talento mientras había trabajado con ella, porque
después de mi ruptura, ¡ay! ...¡ingenuo Buloz! ¡me es igual!
A propósito de los Cuentos graciosos, que aparecieron hacia la
misma época, tuve una discusión con Balzac, y como él quería
leerme, a pesar mío, unos fragmentos, casi le tiré su libro a la
nariz. Recuerdo que, como le traté de gordo indecente, él me
trató de pudorosa y salió gritándome en la escalera:
–¡No ores otra cosa que una idiota!
Pero sólo conseguimos ser mejores amigos, dado que Balzac
era verdaderamente tierno y bueno.
Después de algunos días pasados en el bosque de
Fontainebleau, yo deseaba conocer Italia, de la que tenía sed
como todos los artistas y que me satisfizo en un sentido opuesto
al que yo esperaba. Me cansé rápidamente de ver cuadros y monumentos. El frío me dio fiebre, después el calor me aplastó y la
belleza del cielo terminó por fastidiarme. Pero la soledad surgió
para mi en un rincón de Venecia, y allí me hubiera encadenado
por mucho tiempo si hubiese tenido a mis hijos conmigo. No
referiré aquí, estén seguros, ninguna de las descripciones que he
publicado ya en las Cartas de un viajero, o en varias novelas cuyo
escenario ha sido Italia y Venecia particularmente. Daré solamente sobre mí misma algunos detalles que tienen naturalmente
un lugar en este relato.
Sobre el barco a vapor que me condujo de Lyon a Avignon,
me encontré con uno de los más notables escritores de ese tiempo, Beyle, cuyo seudónimo era Stendhal. Era cónsul en CivitaVecchia y volvía a su puesto, después de una corta estancia en
París. Era brillante y su conversación recordaba la de Delatouche,
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con menos delicadeza y gracia, pero con más profundidad. A primera vista, era un poco también como él, gordo y con un rostro
muy fino bajo una máscara pesada. Pero Delatouche se embellecía, en ocasiones, con su repentina melancolía, y Beyle siempre
era satírico o burlón en cualquier momento en que uno le mirase.
Conversé con él parte del día y le encontré muy amable. Se burló
de mis ilusiones sobre Italia, asegurándome que me cansaría rápido y que los artistas en busca de lo bello en ese país eran unos
verdaderos cretinos. Yo no le creí, al ver que estaba harto de su
exilio y que volvía a disgusto. Se burló, con mucha gracia, del tipo
italiano, que no podía sufrir y con el que era muy injusto. Me predijo sobre todo un sufrimiento que no sufrí nunca, una ausencia
de conversación agradable y de todo lo que, según él, constituía la
vida intelectual, los libros, los periódicos, las noticias, la actualidad, en una palabra. Comprendí lo qué le faltaba a un espíritu tan
encantador, tan original y tan snob, lejos de las relaciones que podían apreciarlo y excitarlo. Se jactaba sobre todo de un desdén por
toda vanidad y trataba de descubrir en cada interlocutor alguna
pretensión para rebatirla con el fuego de su burla. Pero no creo
que fuese malo; se esforzaba demasiado en parecerlo.
Todo lo que me anunció sobre el aburrimiento y el vacío
intelectual en Italia me halagó en lugar de asustarme, porque yo
iba allí, como a todas partes, huyendo del bello espíritu que él
me atribuía.
Comimos con otros pasajeros en un pésimo albergue del pueblo, porque el piloto del vapor no se atrevía a franquear el puente
Saint-Esprit durante la noche. Estuvo allí locamente alegre, se
condujo razonablemente y, bailando alrededor de la mesa con sus
gruesas botas forradas, se volvió un poco grotesco y nada bello.
En Avignon nos condujo a ver la gran iglesia, muy bien situada, en la que, en un rincón, un viejo Cristo en madera pintada, de tamaño natural y verdaderamente horrible, fue para él
materia de los apóstrofes más increíbles. Esos simulacros que
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
los meridionales apreciaban, le horrorizaban, pues no había en
ellos, según él, otra cosa que la fealdad bárbara y la desnudez
cínica. Tenía ganas de dar puñetazos a la imagen.
No vi con pena que Beyle tomara el camino de tierra para
llegar a Genes. El mar le atemorizaba, y mi propósito era llegar
rápidamente a Roma. Nos separamos después de algunos días
de relación divertida; pero, como el fondo de su espíritu traicionaba el gusto, la costumbre o el sueño de lo obsceno, confieso
que me cansó, y que si hubiese tomado, el camino marítimo yo
habría tal vez tomado el de la montaña. Era, por otra parte, un
hombre eminente, con una sagacidad más ingeniosa que justa en
todas las cosas por él apreciadas, con un talento original y verdadero, escribiendo mal, y hablando, sin embargo, de tal manera
como para impresionar e interesar vivamente a sus lectores.
Alfred de Musset sufrió más gravemente que yo el efecto
del aire de Venecia, que castiga a muchos extranjeros. Se enfermó gravemente y la fiebre tifoidea le puso a dos dedos de la
muerte. No fue solamente el respeto debido a un genio lo que
me inspiró por él una gran solicitud y que me dio, a mi que estaba muy enferma también, fuerzas inesperadas; eran también los
aspectos encantadores de su carácter y de sus sufrimientos morales que de ciertas luchas entre su corazón y su imaginación
crecían sin cesar en ese organismo de poeta. Pasé diecisiete días
a su cabecera sin tomarme más de una hora de reposo en veinticuatro. Su convalecencia duró casi ese tiempo, y cuando partió,
recuerdo que la fatiga produjo en mí un efecto singular. Le había
acompañado muy temprano, en góndola, hasta Mestre, y volvía
a mi casa por los pequeños canales del interior de la ciudad.
Todos esos canales estrechos, que sirven de cables, están atravesados por pequeños puentes de un solo arco para el pasaje de
los peatones. Mi vista estaba tan cansada por las veladas, que
veía todos los objetos atravesados, y particularmente esas filas
de puentes que se presentaban delante de mi como arcos puestos sobre su curva.
Pero la primavera llegaba, la primavera del norte de Italia, la
más bella tal vez del universo. Grandes paseos en los Alpes
tiroleses y en seguida en el archipiélago veneciano, sembrado de
islotes encantadores, me colocaron otra vez en estado apto para
escribir. Hacía falta: mis pequeñas finanzas estaban agotadas y
no tenía nada para volver a París. Tomé un pequeño alojamiento
más que modesto en el interior de la ciudad. Allí, sola durante
toda la tarde, no saliendo más que por la noche para tomar aire,
trabajando todavía durante la noche con el canto de los ruiseñores aprisionados que pueblan todos los balcones de Venecia, escribí André, Jacques, Mattea y las primeras Cartas de un viajero.
***
Venecia era la ciudad de mis sueños, y todo lo que yo había
imaginado sobre ella se me quedó corto al verla, por la mañana y
por la noche, por la calma de los días hermosos y por el reflejo
sombrío de las tormentas. Amaba esta ciudad por ella misma, y
ha sido la única del mundo que he podido amar así, porque una
ciudad me ha dado siempre el efecto de una prisión que soporto
por mis compañeros de cautiverio. En Venecia se viviría largo
tiempo solo y se comprende que en el tiempo de su esplendor y
de su libertad, sus hijos la hayan casi personificado en sus amores y la hayan querido no como a un cosa, sino como a un ser.
A mi fiebre sucedió un gran malestar y atroces dolores de
cabeza que no conocía, y que se instalaron desde entonces en mi
cerebro, como jaquecas frecuentes y a menudo insoportables.
Sólo pensaba quedarme en esa ciudad algunos días y en Italia
algunas semanas, pero acontecimientos imprevistos me retuvieron anticipadamente.
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***
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HISTORIA DE MI VIDA
Pero sea cual sea la crítica, él dejará un gran nombre y maravillosas obras. Cuando se le ve pálido, débil, nervioso y quejándose de mil pequeños males obstinados en tenerle en vilo, uno
se asombra que esta delicada organización haya podido producir
con una rapidez sorprendente, a través de contrariedades y de
fatigas infinitas, obras tan colosales. Y sin embargo, allí están, y
las seguirán, si Dios quiere, muchas más, porque el maestro es
de esos que se crecen hasta la última hora y sobre los cuales se
cree en vano apresar la última palabra en cada nuevo prodigio.
Delacroix no ha sido solamente grande en su arte, ha sido
grande también en su vida de artista. No hablo de sus virtudes
privadas, de su culto por su familia, de sus ternuras para con sus
desgraciados amigos, en una palabra, de los encantos sólidos de
su carácter. Éstos son méritos individuales que la amistad no
publica desenfadadamente. Los desahogos de su corazón en sus
admirables cartas, constituirían un bello capitulo que le pintaría
mejor de lo que yo trato de hacerlo. Pero, ¿acaso los amigos vivientes deben ser así revelados, aun cuando esta revelación no
pueda ser otra cosa que la glorificación de su intimidad? No; no
lo creo. La amistad tiene un pudor, así como el amor posee el
suyo. Pero lo que de Delacroix pertenece a la apreciación pública para el beneficio que siempre se aprovecha de los ejemplos
nobles, es la integridad de su conducta; el dinero que ha querido
ganar ha sido escaso, la vida modesta y con frecuencia agobiante
que ha aceptado antes que doblegarse ante los gustos y las ideas
del siglo y las escasas concesiones a sus principios sobre el arte.
Es la perseverancia heroica con la que, sufriente, enfermo, desgarrado en apariencia, ha seguido su carrera, riéndose de tontos
desdenes, no devolviendo jamás el mal por otro mal, a pesar de
las encantadoras formas de espíritu y de sabiduría que le hubiesen hecho formidable en esas luchas sordas y terribles del amor
propio; respetándose a sí mismo en las menores cosas, no burlando jamás al público, exponiendo cada año en medio de un
Eugéne Delacroix fue uno de mis primeros amigos en el
mundo artístico, y tengo la felicidad de contarlo siempre entre
mis viejos amigos. Viejo, ya se sabe, es la palabra relativa a la
vejez de las relaciones, y no a la persona. Delacroix no tiene ni
tendrá vejez. Es un genio y un hombre joven. Bien que, por una
contradicción original y picante, su espíritu crítico acorta el presente y enreda el porvenir, a pesar de que él se complace en
conocer, sentir, adivinar, querer exclusivamente las obras y a
menudo las ideas del pasado, es, en su arte, el innovador y el
atrevido por excelencia. Para mí, es el primer maestro de este
tiempo, y, relativamente de los del pasado, quedará como uno de
los primeros en la historia de la pintura. Este arte, no habiendo
generalmente progresado después del renacimiento, y pareciendo menos gustado y menos comprendido relativamente por las
masas, es natural que un tipo de artista como Delacroix, largo
tiempo tapado y combatido por esta decadencia del arte y por
esta perversión del gusto general, haya reaccionado con todas
las fuerzas de sus instintos contra el mundo moderno. Él ha buscado en todos los obstáculos que le rodeaban monstruos para
redimir, y ha creído encontrarlos a menudo en las ideas de progreso de las que no ha sentido o no ha querido sentir nada más
que el lado incompleto o excesivo. Es una voluntad demasiado
exclusiva y demasiado ardiente la suya para amoldarse con cosas en estado de abstracción. En esto él es, en la apreciación de
lo social, como era Marie Dorval en la de las ideas religiosas.
Para estas fuertes imaginaciones hace falta un terreno sólido para
edificar el mundo de sus pensamientos. No se puede decirles
que hay que esperar que la luz se haga. Les horroriza lo vago,
ansían el gran día. Es muy simple: ellas mismas son el día y la
luz.
***
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HISTORIA DE MI VIDA
fuego cruzado de insultos que habrían aturdido o descorazonado a cualquier otro; no reposando jamás, sacrificando sus más
puros placeres, ya que ama y comprende admirablemente las
demás artes, a la ley imperiosa de un trabajo por largo tiempo
infructuoso para su bienestar y su éxito: viviendo, en una palabra, al día, sin envidiar el ridículo fasto con que algunos artistas
advenedizos se rodean, él, cuya delicadeza orgánica y cuyos gustos se hubieran tan bien acomodado, sin embargo, en un poco de
lujo y de descanso.
En todos los tiempos, en todos los países, se cita a los grandes artistas que no han entregado nada a la vanidad o a la avaricia, que no han sacrificado nada a la ambición, que no han inmolado nada en absoluto a la venganza. Nombrar a Delacroix es
nombrar a uno de esos hombres puros, sobre los cuales el mundo cree decir lo suficiente al declararlos honorables, no sabiendo cómo la mancha es dificil para el trabajador que sucumbe y al
genio que lucha.
No tengo por qué relatar aquí la historia de nuestras relaciones; está en una sola palabra: amistad, amistad sin nubarrones.
Cosa bien extraña y bien dulce, aunque entre nosotros es y ha
sido absolutamente real. No sé si Delacroix tiene imperfecciones en su carácter. He vivido cerca de él, en la intimidad del
campo, y en las sucesivas y frecuentes relaciones no me he dado
cuenta jamás de ninguna mancha, por pequeña que fuese. Y, sin
embargo, nadie ha sido tan dulce, tan ingenuo y más abandonado en la amistad. Tiene tantos encantos, que cerca de él uno se
encuentra a sí mismo sin defectos, por lo fácil que es dedicarse a
quien bien lo merece. Le debo, ciertamente, las mejores horas de
puras delicias que he gustado como artista. Si otras grandes inteligencias me han iniciado en sus descubrimientos y en sus sueños en la esfera de un ideal común, puedo decir que ninguna
individualidad de artista me ha sido más simpática y, si pudiera
expresarme así, más inteligible en su expansión vivificante. Las
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obras maestras que se leen, que se ven o que se escuchan, no
penetran nunca tanto como dobladas de alguna manera en su
poder por la apreciación de un genio dominante. En música y en
poesía como en pintura, Delacxoix es fiel a sí mismo, y todo lo
que dice cuando se manifiesta es encantador o magnífico sin
que él mismo se dé cuenta.
***
No creo interrumpir el orden de mi relato consagrando todavía algunas, páginas a mis amigos. El mundo de sentimientos
y de ideas en el que éstos me hicieron penetrar forma parte esencial de mi verdadera historia: la de mi desarrollo moral e intelectual. Estoy profundamente convencida de que debo a los demás
todo lo que he adquirido y guardado como bueno en mi alma.
Llegué al mundo con el gusto y la necesidad de lo verdadero,
pero no tenía una suficiente y poderosa organización como para
dedicarme a una educación de acuerdo con mis instintos, o para
encontrarla ya hecha en los libros. Mi sensibilidad tenía necesidad, sobre todo, de ser regulada. No ocurrió así: los amigos inteligentes, los sabios consejos llegaron demasiado tarde, y cuando
el fuego habíase por largo tiempo incubado bajo la ceniza, como
para haber sido apagado fácilmente. Pero esta sensibilidad dolorosa fue a menudo calmada y siempre consolada por afectos sabios y bienhechores.
Mi espíritu, medio cultivado, era para ciertas miradas una
tabla rasa, para otras una especie de caos. La costumbre que
tengo de escuchar, y que es una gracia de estado, me inclina a
recibir de todos aquellos que me rodean una cierta suma de claridad y muchos sujetos de reflexión. Entre estos últimos, los
hombres superiores me hicieron progresar rápidamente, y otros
hombres de una talla menos elevada, algunos hasta un poco ordinarios, pero que no lo fueron nunca ante mis ojos, me ayuda-
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HISTORIA DE MI VIDA
ron fuertemente a separarme del laberinto de incertidumbres en
el que mi contemplación había caído.
Entre los hombres de un talento apreciado, el señor SainteBeuve, por los abundantes y preciosos recursos de su conversación, me fue muy saludable, al mismo tiempo que su amistad, un
poco susceptible, un poco caprichosa, pero siempre preciosa para
volverla a encontrar, me otorgó algunas veces la fuerza que me
faltaba en misma. Me afligió profundamente por las aversiones
y los ataques acérrimos contra personas que yo admiraba y respetaba; pero yo no tenía ni el derecho ni el poder de modificar
sus opiniones y encadenar sus vivacidades discursivas; y como
conmigo siempre fue generoso y afectuoso (me han dicho que
no lo ha sido siempre hablando de mí, pero no lo he creído),
como por otra parte me había socorrido con solicitud y delicadeza en ciertas distracciones de mi alma y de mi espíritu, considero
como un deber el contarlo entre mis educadores y benefactores
intelectuales.
Su estilo literario me ha servido, sin embargo, como tipo, y
en los momentos que mi pensamiento experimentaba el deseo
de una expresión más osada, su forma delicada y hábil me ha
enredado, siempre mucho más. Pero cuando las horas de fiebre
pasaban, volvía a esta forma un poco «vanlotada», como se vuelve al mismo Vanloo, para reconocer la verdadera fuerza y la verdadera batalla a través del capricho individualista y del certificado de la escuela, bajo estas travesuras sonrientes de la búsqueda, encuéntrase muchas veces el genio del maestro. Como poeta
y como crítico, Sainte–Beuve es un maestro también. Su pensamiento es a menudo complejo, lo que le oscurece al principio.,
pero las cosas que tienen una conciencia real merecen que se las
relea, y la claridad está viva en el fondo de esta aparente oscuridad. El defecto de este escritor es su exceso de calidades. Sabe
tanto, comprende tan bien, ve y adivina tantas cosas, su gusto es
tan abundante y su objeto lo persigue por tantos lados a la vez,
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que la lengua debe parecerle insuficiente y el marco siempre demasiado estrecho para el cuadro.
***
Fue en el transcurso de este año cuando me aproximé muy
humildemente a las dos más grandes inteligencias de nuestro
siglo, Lamennais y Pierre Leroux. Había proyectado consagrar
un largo capitulo de esta obra a cada uno de estos hombres ilustres, pero el limite de este libro no puede ser ampliado a mi gusto, y no quería cortar de raíz dos temas tan vastos como los de su
filosofía en la historia y el de su misión en el mundo de las ideas.
Esta obra es el prólogo extenso y completo de un libro que aparecerá más tarde, y en el que, no teniendo ya más que contar
sobre mi propia historia y su desarrollo minucioso y lento, podré
abordar individualidades más importantes y mis interesantes que
la mía propia.
Me limitaré entonces a esbozar algunos rasgos de las figuras
imponentes que he encontrado dentro del período de mi existencia contenido en este libro y a relatar las impresiones que de
ellas recibí.
Iba, por aquel entonces, tratando de buscar la verdad religiosa y la verdad social en una sola y misma verdad. Gracias a
Everard, yo había comprendido que estas dos verdades son
indivisibles y deben completarse la una con la otra; pero yo no
veía otra cosa, todavía, que una espesa bruma débilmente dorada por la luz con que velaba mis ojos. Un día, en el medio de las
peripecias del proceso monstruo, Listz, que había sido recibido
bondadosamente por el señor Lamennais, consiguió que subiese
hasta mi granero de poeta. La criatura israelita, Puzzi, alumno
de Listz, después músico bajo su verdadero nombre, Herman, y
hoy en día carmelita con el nombre de hermano Augustin, les
acompañaba.
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
El señor Lamennais, pequeño, delgado y sufriente, sólo tenía un débil soplo de vida en su pecho. ¡Pero qué rayo en su
cabeza! Su nariz era demasiado prominente para su corta estatura y para su delgada fisonomía. Sin esa nariz desproporcionada,
su rostro habría sido bello. Su mirada clara lanzaba llamas; la
frente recta y cruzada de grandes pliegues verticales, índices de
voluntad ardorosa, la boca sonriente y la máscara móvil bajo
una apariencia de contracción austera, formaban una cabeza
fuertemente caracterizada para la vida de renunciamientos, de
contemplación y de predicación.
Toda su persona, sus maneras simples, sus movimientos bruscos, sus actitudes extrañas, su alegría franca, sus obstinaciones,
sus repentinas bondades, todo en él, hasta sus gruesos vestidos
limpios, pero pobres, y sus medias azules, olían al hombre bretón.
No tardé mucho tiempo en sentir por él y por su alma cándida y valiente respeto y afecto. Se revelaba de golpe y por entero,
brillante como el oro y simple como la naturaleza.
En esos primeros días en que lo vi, llegaba a París, y, a pesar
de las vicisitudes pasadas, a pesar de más de un medio siglo de
dolores, volvía a debutar en el mundo político con todas las ilusiones de un niño sobre el porvenir de Francia. Después de una
vida de estudios, de polémica y de discusión, abandonaba definitivamente su Bretaña para morir en la brecha, en el tumulto de
los acontecimientos, y comenzaba su campaña de miseria gloriosa al aceptar el título de defensor de los acusados de abril.
Era bello y valiente. Estaba lleno de fe y la proclamaba con
nitidez, con claridad, con calor; su palabra de una inteligencia,
nacida en un medio de creencias era bella, su deducción viva,
sus imágenes radiantes y cada vez que reposaba sobre uno de los
horizontes que había recorrido sucesivamente, vivían con él el
pasado, el presente y el porvenir, la cabeza y el corazón, el cuerpo y los bienes, con un candor y una valentía admirables. Se
replegaba entonces en la intimidad con un destello que
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atemperaba un gran fondo de natural gozo. Aquellos que, habiéndole hallado perdido en sus ensueños, no han apreciado en
él otra cosa que sus ojos verdes y su gran nariz acerada como
una cuchilla, le han temido y han declarado su aspecto diabólico. Si le hubieran contemplado tres minutos, si hubieran cambiado con él tres palabras, hubiesen comprendido que era preciso amar esa bondad que temblaba delante del poderío, y que en
él todo se daba en grandes dosis, la cólera y la dulzura, el dolor y
la alegría, la indignación y la mansedumbre.
Esto se ha dicho y lo han expresado y comprendido muy
bien, cuando al día siguiente de su muerte los espíritus rectos y
justos han abrazado de una sola mirada esta ilustre carrera de
trabajos y sufrimientos; la posteridad lo dirá siempre, y será una
gloria el haberlo reconocido y proclamado sobre la tumba todavía tibia de Lamennais: este gran pensador ha sido, si no perfectamente, al menos admirablemente lógico consigo mismo en todas sus fases evolutivas. Lo que, en las horas de sorpresa, otros
críticos por otra parte serios, pero situados momentáneamente
en un punto de vista demasiado estrecho, han llamado las evoluciones del genio, no han sido en él otra cosa que el progreso de
una inteligencia nacida en un medio de creencias pasadas y condenadas por la providencia a elastizarlas y a quebrarlas, a través
de mil angustias, bajo la presión de una lógica más poderosa que
la de las escuelas, la lógica del sentimiento.
Esto es lo que me sorprendió y penetró, sobre todo cuando
la escuché resumirse en un cuarto de hora de ingenua y sublime
conversación. Fue en vano que Sainte-Beuve me hubiera puesto
en guardia, en sus encantadoras cartas y en sus espirituales entremeses, contra la inconsecuencia del autor del Ensayo sobre la
indiferencia. Sainte-Beuve no tenía aparentemente, entonces, el
espíritu de la síntesis de su siglo. Sin embargo, había seguido la
marcha y había admirado el vuelo de Lamennais hasta las protestas del Porvenir. Al verle poner el pie en la política de acción,
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HISTORIA DE MI VIDA
se sorprendió al contemplar ese augusto nombre mezclado entre
tantos otros que parecían protestar contra su fe y sus doctrinas.
Sainte-Beuve demostraba y acusaba el lado contradictorio
de esta marcha con su talento de costumbre; pero, para sentir
que esta crítica sólo se basaba en apariencias, bastaba con mirar
de frente, con los ojos del alma y escuchar con el corazón al
ermitaño de La Chenaie. Sentíase espontáneamente todo lo que
había de auténtico en esa alma sincera, en ese corazón prendado
de justicia y de verdad hasta la pasión. Mezcla de dogmatismo
absoluto y de sensibilidad impetuosa, Lamennais no salía jamás
de un mundo explorado por la puerta del orgullo, del capricho o
de la curiosidad. ¡No!, estaba prisionero de un impulso supremo
de ternura, de piedad ardiente y de caridad indignada. Su corazón decía probablemente, entonces, a su razón: «Has creído estar allí en lo cierto. Has descubierto ese santuario, creíste poder
quedarte siempre. No presentabas nada al exterior, habías hecho tu siembra, corrido las cortinas y cerrado la puerta. Eras
sincero, y para fortificarte en lo que creías definitivo y bueno,
como en una ciudadela, habías rodeado tu lugar con todos los
argumentos de tu ciencia y de tu dialéctica. ¡Y bien, te equivocaste!, porque las serpientes habitaban contigo, a tu pesar. Se
habían deslizado, frías, mudas, bajo tu altar, y he aquí que, acaloradas, silban y se alzan a la cabeza. Huyamos; este lugar está
maldito y la verdad sería profanada. Llevémosnos nuestros trabajos, nuestros descubrimientos, nuestras creencias; pero vayamos más lejos, subamos más alto, sigamos a esos espíritus que
se elevan rompiendo sus cadenas; sigámosles para levantarles
un nuevo altar, para conservarles el divino ideal, ayudándoles a
librarse de las ataduras que los frenan y a curarse del veneno que
les ha arrojado en los horrores de esta prisión.»
Y se iban juntos, ese gran corazón y esa razón generosa que
cedían siempre mutuamente. Construían juntos una nueva iglesia, bella, sabía, apuntalada según todas las reglas de la filosofía.
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Y era maravilloso ver cómo el arquitecto inspirado plegaba el
plano de sus antiguas creencias ante el espíritu de su nueva revelación. ¿Qué había cambiado? Según él, nada. Le he escuchado decir ingenuamente en distintas épocas de su vida: «Desafío
al que intente probar que no soy ya el católico ortodoxo que
escribió el Ensayo sobre la indiferencia.» Y tenía razón. En el tiempo en que había escrito ese libro, no había visto al «papa levantado al costado del zar bendiciendo a sus víctimas». Si lo hubiese visto, habría protestado contra la impotencia del papa, contra
la indiferencia de la iglesia en materias de religión. ¿Qué es lo
que había cambiado en las entrañas y en la conciencia del creyente? Nada, realmente. No abandonaba jamás sus principios,
únicamente las consecuencias fatales o forzadas de los mismos.
Suele decirse que en él existía una real inconsecuencia en
las relaciones de todos los días, en sus distracciones, en su credulidad, en sus desconfianzas repentinas, en sus retornos imprevistos. No es cierto, porque aunque hayamos sufrido a veces de
su facilidad a dejarse influir por esas personas que explotaban su
afecto en beneficio de su vanidad o de sus rencores, no podemos decir que esas inconsecuencias fueran reales. Estaban en la
superficie de su carácter, en el grado del termómetro de su salud
quebrada. No salían de las entrañas de su sentimiento. Nervioso
e irascible, se enfadaba muy a menudo autos de haber reflexionado, y su único defecto era el de creer con precipitación en
maldades que no se tomaba ni el tiempo de verificar. Pero confieso que por mi parte, a pesar de que él me ha atribuido algunas
gratuitamente, no he podido sentir jamás hacia él la menor irritación. Yo tenía una especie de debilidad maternal por ese viejo,
al que reconocía, al mismo tiempo, como uno de los padres de
mi iglesia, como una de las veneraciones de mi alma. Por el genio y la virtud que en él brillaban, estaba en mi cielo, sobre mi
cabeza. Por las rarezas de su temperamento débil, por sus desprecios, sus burlas, sus susceptibilidades, era para mí como un
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HISTORIA DE MI VIDA
niño generoso, pero como un niño al que se le debe decir de
tiempo en tiempo: «¡ten cuidado, vas a ser injusto! ¡abre los ojos!»
Y cuando aplico a semejante hombre la palabra niño no es
desde lo alto de mi razón que lo pronuncio, sino desde el fondo
de mi corazón enternecido, fiel y lleno de amistad hacia él y más
allá de la tumba. ¿Qué hay de más sorprendente, en efecto, que
el ver a un hombre genial, virtuoso y científico no poder entrar
en la madurez de carácter, gracias a una modestia incomparable? ¿No os conmovéis vosotros al ver al león de Atlas dominado y persuadido por el perro compañero de su cautiverio?
Lamennais parecía ignorar su fuerza, y creo que no se tenía idea
de lo que representaba para sus contemporáneos y para la posteridad. Cuanto más profundizaba en la idea del deber, de su misión, de su ideal, más abusaba sobre la importancia de su vida
interior e individual. La creía nula y la libraba a las azarosas
influencias de las personas del momento. El más insignificante
ser humano habría podido emocionarlo, irritarlo, turbarlo y, por
necesidad, persuadirlo para elegir o abstenerse en la esfera de
sus gustos más puro y de sus costumbres más modestas. Se dignaba responder a todos, consultarlos en última instancia, discutir con ellos, y a veces escucharlos con la ingenua admiración de
un escolar delante del maestro.
De esta debilidad sorprendente de esta humildad extrema, resultaron algunos malentendidos que sus verdaderos amigos sufrieron. De mí, no ha sido mi personalidad lo que Lamennais ha admirado, sino mis tendencias socialistas. Después de haberme empujado hacia adelante, creyó que yo caminaba demasiado rápida. Yo
encontraba que a veces él caminaba demasiado lentamente para mi
gusto. Los dos teníamos razón en nuestro punto de vista: yo, en mi
pequeña nube, y él, en su gran sol, porque éramos iguales, me atrevo a decirlo, en candor y en buena voluntad. Sobre ese terreno, Dios
admite a todos los hombres en la misma comunión.
Contaré, además, la historia de mis pequeñas disidencias con
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él, no para reflejarme, sino para mostrarle en uno de los aspectos de su rudeza apostólica, repentinamente atemperada por su
suprema equidad y su encantadora bondad. Me bastará con decir, por ahora, que tuvo a bien, en algunas entrevistas muy cortas, pero muy plenas, abrirme un método de filosofía religiosa
que me hizo una gran impresión y un gran bien. Al mismo tiempo que sus admirables escritos alumbraron en mi esperanza la
llama casi apagada.
***
El señor Lamennais me había invitado a pasar algunos días
en La Chenaie; partí y me detuve en el camino, preguntándome
lo que iba yo a hacer allí; yo, tan tonta, tan muda, tan molesta.
Osar pedirle una hora de su tiempo precioso, era ya demasiado,
y en París ya me había él otorgado algunas; pero ir a aprovecharme de días enteros era lo que yo no me atrevía a aceptar. Tuve
miedo, no le conocía todavía en toda su bondad, en toda su gentileza, como más tarde le he conocido. Temía la tensión sostenida de un gran espíritu que yo no hubiera podido seguir y el más
humilde de sus discípulos hubiera sido más capaz de sostener un
diálogo serio con él. Yo no sabía que le gustaba descansar, en la
intimidad, de los trabajos arduos de la inteligencia. Nadie hablaba con tanto abandono y gusto de todo lo que concierne a todos.
No era dificil, además, el excelente hombre, para el espíritu de
sus interlocutores. Se le divertía con nada. ¡Y cómo se reía! Se
reía como Everard, hasta sentirse enfermo, pero más a menudo
y más fácilmente que él. Ha escrito en alguna parte que los lloros son las quejas de los ángeles y la risa las de Satán. La idea es
hermosa, allí donde está, pero en la vida humana, la risa de un
hombre de bien es como el canto de su conciencia. Las personas
verdaderamente alegres son siempre buenas, y él era justamente
la prueba de ello.
) 137 (
GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
No fui, entonces, a La Chenaie. Volví sobre mis pasos a
París y recibí una carta de mi hermano político pidiéndome acudir a Nohant. Se ponía entonces de mi parte y prometía conseguir que mi marido abandonase sin pena el alojamiento y la renta de mi tierra. «Casimir –decía él– está harto de los problemas
de la propiedad y de los gastos que exige. No sabe llevarla. Tú,
con tu trabajo, podrías hacerlo. Él quiere ir a vivir a París o a la
casa de su madre, en el Midi; se sentirá más rico con la mitad de
tus rentas y la vida de soltero que estando en tu castillo...», etc.
Mi hermano, que más tarde tomó el partido de mi marido contra
mí, se expresaba allí con mucha libertad y severidad sobre la
situación de Nohant en mi ausencia. «No debes abandonar así
tus intereses –agregaba–, es una maldad hacia tus hijos», etc,
En esta época, mi hermano ya no vivía en Nohant, pero
hacía frecuentes viajes.
El 16 de febrero de 1836 el tribunal dictó una sentencia a
mi favor. El señor Dudevant estuvo ausente, lo que nos hizo
creer a todos que aceptaba la condición. Pude ir a tomar posesión de mi domicilio legal en Nohant. El juicio me confiaba el
cuidado y la educación de mi hijo y de mi hija.
Creí verme obligada a llevar más lejos las cosas. Mi marido
escribió a Duteil y eso me hizo esperar. Pasé algunas semanas en
Nohant a la espera de su llegada al país para nuestra liquidación
y nuestros arreglos. Duteil haría por mí todas las concesiones
posibles, y yo debía, para evitar todo encuentro irritante, volver
a París una vez que el señor Dudevant llegase a La Châtre.
Estuve, entonces, en Nohant durante unos días prociosos
de invierno, en los que sabored por primera vez después de la
muerte de mi abuela las dulzuras de un recogimiento que no
turbaba ninguna nota discordante. Había, tanto por economía
como por justicia, despedido a todos los domésticos acostumbrados a gobernar mi lugar. Sólo me quedé con el viejo jardinero
de mi abuela, establecido con su mujer en un pabellón al fondo
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del patio. Estaba absolutamente sola en esta gran casa silenciosa. Ni siquiera recibía a mis amigos de La Châtre, con el objeto
de no dar lugar a ninguna amargura. No me hubiese parecido de
buen gusto subir en seguida la cremallera, como decimos entre
nosotros, y dar la impresión de celebrar ruidosamente la victoria.
Fue entonces cuando como consecuencia de una soledad
absoluta y por una sola vez en mi vida, he vivido Nohant en el
estado de «casa desierta». Esto ha sido por largo tiempo uno de
mis sueños. Hasta el día en que he podido gustar sin alarmas las
dulzuras de la vida familiar, me he mecido siempre en la esperanza de poseer en cualquier lugar ignorado una casa, ya fuese
una ruina o un chamizo, en la que yo podría de tiempo en tiempo desaparecer y trabajar sin ser molestada por el sonido de la
voz humana.
Nohant fue en ese momento, vale decir, en ese tiempo –ya
que fue corto como todos los pobres reposos de mi vida– un
ideal para mi fantasías. Me divertía arreglándolo, vale decir,
desarreglándolo yo misma. Hacía desaparecer todo lo que me
recordaba cosas penosas y colocaba los mejores muebles como
los había visto ubicados en mi infancia. La mujer del jardinero
entraba en la casa nada más que para hacer mi habitación y traerme la comida. Cuando se llevaba los servicios, yo cerraba todas
las puertas que daban al exterior y habría todas las del interior.
Encendía muchas bujías y me paseaba por las grandes piezas del
piso bajo, después por el pequeño boudoir en el que yo dormía
siempre, hasta el gran salón iluminado en otros tiempos por un
gran fuego. Después, apagaba todo, y caminando con la sola iluminación del fuego que se apagaba en la entrada, saboreaba la
emoción de esta oscuridad misteriosa y llena de pensamientos
melancólicos después de haber revivido los alegres y dulces recuerdos de mis años jóvenes. Me entretenía teniendo un poco de
miedo al pasar como un fantasma delante de los espejos empa-
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
ñados por el tiempo, y el ruido de mis pasos delante de las habitaciones vacías y sonoras me hacía a veces estremecerme, como
si la sombra de Deschartres se hubiese deslizado detrás de mi.
a dejar el mundo y la vida de París sin que una persona amada
por él y dedicada a él le acompañara, me pidieron ansiosamente
no rechazar el deseo que él manifestaba tan a propósito y de una
manera tan inesperada.
Tuve miedo de ceder a sus esperanzas y a mi propia solicitud. Ya era suficiente el irme sola Al extranjero con dos niños,
uno de ellos enfermo, el otro exuberante de salud y de turbulencia, y encima llevarme un tormento para el corazón y una responsabilidad de médica.
Pero Chopin estaba en un momento de salud que engañaba
a todo el mundo. Excepto Crzymala, que no se equivocaba demasiado, todos teníamos confianza. Rogué, sin embargo, a Chopin
que consultara sus fuerzas morales, porque no había jamás vislumbrado sin miedo, después y desde hacia varios años, la idea
de abandonar París, su médico, sus relaciones, su apartamiento
y hasta su piano. Era un hombre de imperiosas costumbres y
todo cambio, por pequeño que fuera, constituía un acontecimiento terrible de su vida.
Partí con mis niños diciéndole que pasaría algunos días en
Perpignan, si es que no lo encontraba; y que si no llegaba al cabo
de un cierto número de días, pasaría la frontera de España. Yo
había escogido Mallorca en base a los informes de algunas personas que creían conocer bien el clima y los recursos del país, y
que no los conocían en absoluto.
Mendizábal, nuestro común amigo, un hombre tan excelente como célebre, debía ir a Madrid y acompañar a Chopin hasta
la frontera, en el caso de que él cumpliese su sueño viajero.
***
Hay otra alma, que vuelvo a encontrar con mucha placidez
en mis entretenimientos con los muertos y en mi espera de ese
mundo mejor en el que nos debemos reconocer todos por el rayo
de una luz más viva y más divina que la de la tierra.
Hablo de Frédéric Chopin, que fue el huésped de los últimos ocho años de mi vida retirada en Nohant bajo la monarquía.
En 1838, cuando Maurice me fue definitivamente confiado,
me decidí a buscar para él un invierno más dulce que el nuestro.
Esperaba así preservarlo del retorno a los reumatismos crueles
del año anterior. Quería encontrar, al mismo tiempo, un lugar
tranquilo en el que pudiera hacerle trabajar un poco, así como a
su hermana, y trabajar yo misma sin exceso. Se gana mucho tiempo cuando no se ve a nadie, uno se ve forzado a velar mucho
menos tiempo.
Como yo estaba haciendo mis proyectos y mis preparativos
de partida, Chopin, a quien yo veía todos los días y a quien amaba tiernamente por su genio y su carácter, me dijo varias veces
que si él se ponía en el lugar de Maurice, él mismo sanaría rápidamente. Le creí y me equivoque. No le puse en el viaje en el
lugar de Maurice, sino al lado de Maurice. Sus amigos le empujaban desde hacía un tiempo para que fuese, a pasar alguna temporada al Midi o al centro de Europa. Le creían tísico. Gaubert
le examinó y me juró que no lo estaba.
–Usted le salvará, en efecto –me dijo–, si le da aire, paseos y
reposo.
Los otros, sabiendo muy bien que Chopin jamás se decidiría
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***
Tengo muy poco que decir aquí sobre Mallorca habiendo ya
escrito un volumen sobre ese viaje. He contado mis angustias
ocasionadas relativamente por el enfermo a quien yo acompa-
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
ñaba. Una vez llegado el invierno, se derramó de repente en,
unas lluvias torrenciales, y Chopin presentó, también súbitamente, todas las características de una afección pulmonar. No sé lo
que habría sido de mí si el reumatismo le hubiera afectado a
Mauricio; no teníamos ningún médico que nos inspirara confianza, y las más simples medicinas eran casi imposibles de encontrar. El azúcar misma era de pésima calidad y enfermaba.
Gracias al cielo, Mauricio, al enfrentar de la mañana a la
noche el viento y la lluvia, con su hermana, recobró una salud
perfecta. Ni Solange ni yo temíamos los caminos inundados y lo
adverso. Habíamos encontrado en una cartuja abandonada y
ruinosa en parte, un alojamiento sano y de lo más pintoresco. Yo
daba las lecciones a los niños por la mañana. Corrían todo el
resto del día, mientras que yo trabajaba; por la noche, corríamos
juntos por los claustros al claro de luna, o leíamos en las celdas.
Nuestra existencia hubiera sido muy agradable en esta soledad
romántica, a pesar de lo salvaje del país y de la picardía de los
habitantes, si el triste espectáculo de los sufrimientos de nuestro
compañero y ciertos días de seria inquietud por su vida no me
hubiesen robado a la fuerza todo el placer y todo el beneficio del
viaje.
El pobre gran artista era un enfermo detestable. Lo que yo
había temido aunque no mucho, llegó desgraciadamente. Se desmoralizó de una manera absoluta. Soportando el sufrimiento con
bastante coraje, no podía vencer la inquietud de su imaginación.
El claustro estaba para él lleno de terrores y de fantasmas, aun
cuando se sentía bien. No lo decía, yo lo adivinaba. Cuando
volvía de mis exploraciones nocturnas por las ruinas con mis
hijos, le encontraba a las diez de la noche pálido, delante de su
piano, con los ojos extraviados y los cabellos sobre el rostro. Le
hacían falta algunos instantes para reconocernos.
En seguida trataba de hacer un esfuerzo para reírse, y nos
tocaba las cosas sublimes que acababa de componer, o, para
© Pehuén Editores, 2001
decirlo mejor, las ideas terribles o desgarradoras que acababan
de apoderarse de él, como a su pesar, en esa hora de soledad, de
tristeza y de terror.
Fue allí en donde compuso las más bellas de esas cortas
páginas que él modestamente intitulaba los preludios. Son obras
maestras. Varios representan la visión de monjes trepanados y la
audición de cantos fúnebres que lo acorralaban; otros son melancólicos y suaves; le nacían en las horas de sol y de salud, por
el miedo de la risa de los niños en la ventana, por el lejano sonido de las guitarras, por el canto de los pájaros bajo el follaje
humilde, a la vista de rosas pequeñitas desmayadas sobre la nieve.
Otros, todavía, son de una tristeza sombría y al encantar el
oído, destrozan el corazón. Hay uno que le nació en una velada
de lluvia lúgubre y que arroja sobre el alma un abatimiento temeroso. Sin embargo, ese día lo habíamos dejado Mauricio y yo
muy bien para ir a Palma a comprar algunos objetos necesarios a
nuestro campamento. La lluvia llegó, los torrentes se habían desbordado; habíamos hecho tres leguas en seis horas para volver
en medio de la inundación y llegamos en plena noche, sin zapatos, habiendo corrido peligros incontables. Nos apresuramos,
pensando en la inquietud de nuestro enfermo. En efecto, seguía
vivo, pero se había como limitado a una especie de desesperación tranquila y cuando llegamos, tocaba su preludio admirable
llorando. Al vernos entrar, se levantó dando un gran grito, después nos dijo con un aspecto azorado y con un tono extraño:
–¡Ah! ¡Yo ya sabía que estabais muertos!
Cuando se repuso y vio el estado en que estábamos, se sintió enfermo por el espectáculo retrospectivo de nuestros peligros; pero en seguida me confesó que mientras nos había esperado había visto todo en un sueño, y que, no distinguiendo más el
sueño de la realidad, se había calmado y como adormilado tocando el piano, persuadido de que él mismo estaba muerto. Se
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
veía flotando en un lago; unas gotas de agua pesadas y heladas le
caían lentamente sobre el pecho y cuando yo le hice escuchar el
ruido de esas gotas de agua que caían, en efecto, lentamente
sobre el techo, negó haberlas escuchado. Se enfadó por lo que yo
traducía con la frase de armonía de imitación. Protestó con todas sus fuerzas, y tenía razón, contra la puerilidad de esas imitaciones para el oído. Su genio estaba lleno de misteriosas armonías de la naturaleza, traducidas por equivalentes sublimes en su
pensamiento musical y no por una repetición servil de sonidos
exteriores. Su composición de aquella noche estaba inundada
con gotas de lluvia que resonaban sobre las tejas sonoras de la
cartuja, pero que se habían traducido en su imaginación y en su
canto por lágrimas cayendo del cielo sobre su corazón.
Había tenido algunas veces ideas graciosas y completas en
su juventud. Ha hecho canciones polonesas y romances inéditos
de una gentileza encantadora y de una dulzura adorable. Algunas de sus composiciones posteriores son todavía como fuentes
de cristal en las que se mira un rayo de sol. ¡Pero qué raros y
cortos son esos tranquilos éxtasis de su contemplación! El canto
de la alondra en el cielo y el muelle flotamiento del cisne sobre
las aguas inmóviles son para él como los destellos de la belleza
en la serenidad. El grito del Aguila imponente y afamada sobre
las rocas de Mallorca, el silbido amargo del cierzo y la sombría
desolación de los árboles cubiertos, de nieve lo entristecían
mucho más tiempo y más vivamente que la alegría que le causaban el perfume de los naranjos, la gracia de los pámpanos y la
cantilena morisca de los campesinos.
Su carácter era así en todos los sentidos. Sensible en un instante a las dulzuras del afecto y a las sonrisas del destino, e introvertido durante días y semanas enteras por la tonta conducta
de un indiferente o por las menudas contrariedades de la vida
real. Y, cosa extraña, un verdadero dolor no lo derrumbaba tanto como uno pequeño. La profundidad de sus emociones no es-
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taba relacionada con sus causas. En cuanto a su deplorable salud, él la aceptaba heroicamente en los peligros reales y se atormentaba miserablemente en las alteraciones insignificantes. Ésta
es la historia y el destino de todos los seres en los que el sistema
nervioso está desarrollado en exceso.
Con el sentimiento exagerado por los detalles, el horror a la
miseria y las necesidades de un bienestar refinado, Mallorca le
horrorizó naturalmente al cabo de pocos días de enfermedad.
No había medio para ponerse otra vez en camino, estaba demasiado débil. Cuando mejoró, los vientos contrarios reinaban en
la costa y durante tres semanas el barco no pudo salir del puerto.
Era la única embarcación que había.
Nuestra permanencia en la cartuja de Valdemosa fue un suplicio para él y un tormento para mí. Dulce, alegre, encantador
en el mundo; cuando estaba enfermo era desesperante en la intimidad exclusiva. No había alma más noble, más delicada, más
desinteresada; nadie más fiel y más leal; ningún espíritu más brillante en la alegría; ninguna inteligencia más seria y más completa en lo que dominaba; pero en revancha, ¡ay!, ningún humor era
tan desigual; ninguna imaginación tan sombría y tan delirante;
ninguna susceptibilidad más imposible de no irritar, ninguna exigencia sentimental más imposible de satisfacer. Y nada de todo
esto era por su culpa. Era por su mal. Su espíritu estaba en carne
viva, el pliegue de una hoja de rosa, la sombra de una mosca le
hacían sangrar. Exceptuándome a mí y a mis hijos, todo le era
antipático bajo el cielo de España. Se moría de impaciencia por
salir de allí, mucho más que por los inconvenientes de la estancia.
Pudimos al fin llegar a Barcelona y de allí, por mar todavía,
llegar a Marsella, cuando el invierno finalizaba.
***
) 141 (
GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
Mi hermano había ido a vivir al Berry. Se había quedado en
la tierra de Montgivray, en la que su mujer había heredado a una
media legua de nosotros. Mi pobre Hipólito se había conducido
con respecto a mí tan loca y tan extrañamente que no fue demasiado ignorarle un poco; pero yo no podía ignorar a su mujer que
siempre había sido perfecta conmigo, ni a su hija, a quien yo
quería como si hubiera sido mía, habiéndola educado en parte
con los mismos cuidados que yo había tenido con Mauricio. Además, mi hermano, cuando reconocía sus errores, se acusaba tan
absolutamente, tan locamente, tan enérgicamente, diciéndome
mil ingenuidades espirituales, jurando y llorando efusivamente,
que mi resentimiento desaparecía al cabo de una hora. En otro
que no hubiera sido él, el pasado hubiera sido inexcusable, y con
él, el porvenir no debería tardar en ser intolerable, pero, qué
hacer? ¡era él! Era el compañero de mis primeros años, era el
bastardo feliz, vale decir, el niño mimado entre nosotros. Hipólito
hubiera tenido poca gracia posando de Antony. Antony es algo
real pero relativamente en los prejuicios de ciertas familias; por
otra parte, lo que es bello es siempre bastante verdadero; pero
bien se podría hacer la contrapartida de Antony y el autor de ese
poema trágico Podría hacerla él mismo tan verdadera y tan bella.
En ciertos medios, el hijo del amor inspira un interés tal que
llega a ser, si no el rey de la familia, el miembro al menos más
emprendedor y más independiente de la misma, el que se atreve
a todo y a quien se tolera todo, porque sus entrañables necesitan
protegerlo del abandono de la sociedad. De hecho, no habiendo
nada oficial y no pudiendo pretender a nada legal en mi interior,
Hipólito había hecho siempre dominar su carácter turbulento,
su buen corazón y su mala cabeza.
Su seducción, su alegría invencible, la originalidad de sus
salidas, sus efusiones entusiastas e ingenuas por el genio de
Chopin, su deferencia constantemente respetuosa hacia él únicamente, aun en el inevitable y terrible «después de bebido»,
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encontraron simpatía cerca del artista eminentemente aristocrático. Todo fue bien en el comienzo, y admití eventualmente la
idea de que Chopin Podría reposar y mejorar su salud entre nosotros durante algunos veranos, ya que su trabajo lo reclamaba
necesariamente en París durante el invierno.
Sin embargo, la perspectiva de esta especie de alianza familiar con un amigo nuevo en mi vida me dio qué pensar. Me asustó del deber que aceptaba y que había creído abandonar después
del viaje a España. Si Mauricio recaía en el estado de languidez
que me había absorbido, ¡adiós a la fatiga de las lecciones, y
adiós también a las alegrías que mi trabajo me brindaba!; ¿y qué
horas serenas y vivificantes de mi vida podía yo consagrar a un
segundo enfermo, mucho más dificil de cuidar y de consolar que
Mauricio?
Una especie de terror se adueñó de mi corazón por la presencia de un nuevo deber contraído. No estaba ilusionada por
una pasión. Tenía por el artista una especie de adoración maternal muy viva, muy verdadera, pero que no podía ni por un instante luchar contra el amor de la entraña, el único sentimiento
casto que puede ser pasional.
Yo era todavía bastante joven para haber podido luchar contra el amor, contra la pasión propiamente dicha. Esta eventualidad de mi edad, de mi situación y del destino de las mujeres
artistas, sobre todo cuando ellas odian las distracciones pasajeras, me asustó mucho, y, resuelta a no dejar jamás actuar una
influencia que pudiese distraerme de mis hijos, veía un peligro
pequeño, pero siempre posible, hasta en la tierna amistad que
Chopin me inspiraba.
Después de reflexionar, este peligro desapareció ante mis
ojos y hasta tomó un carácter opuesto, el de algo que me preservaba contra determinadas emociones que yo ya no quería conocer. Un deber de más en mi vida, ya tan ocupada y repleta de
fatiga, me pareció una oportunidad más para la austeridad hacia
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HISTORIA DE MI VIDA
la cual yo me sentía llamada con una especie de entusiasmo religioso.
Si yo hubiese cumplido mi proyecto de encerrarme en Nohant
durante todo el año, de renunciar a las artes y de hacerme la
institutriz de mis hijos, Chopin se hubiera salvado del peligro
que le amenazaba a él por mi culpa: el de aficionarse a mí de una
manera demasiado absoluta. Por aquel entonces no me amaba
todavía como para no poder distraerse, su afecto todavía no era
exclusiva. Se entretenía conmigo después de un romántico amor
que había tenido en Polonia, de dos entretenimientos que habían mantenido después en París y que todavía podía retomar, y,
sobre todo, de su madre, que era la única pasión de su vida, y
lejos de la que, sin embargo, se había acostumbrado a vivir. Viéndose obligado a abandonarme por su profesión, que era su honor mismo, puesto que vivía de su trabajo, seis meses en París lo
hubieran entregado otra vez, después de algunos días de malestar y de lágrimas, a sus costumbres elegantes, de suceso exquisito y de coquetería intelectual. Yo no podía dudar; no dudaba.
Pero el destino nos empujaba en lazos de una larga asociación, y a ella llegamos los dos sin darnos cuenta.
almas desesperanzas atroces, sobre todo cuando improvisaba;
de repente, como para ahuyentar la impresión y el recuerdo de
su dolor a los demás y a si mismo, él se volvía hacia un espejo,
arreglaba sus cabellos y su corbata y se mostraba súbitamente
transformado en inglés flemático, en viejo impertinente, en inglesa sentimental y ridícula, en judío sórdido. Eran siempre tipos tristes, por cómicos que resultaran, pero perfectamente comprendidos y tan delicadamente representados que no se podía
evitar admirarlos.
Todas estas cosas sublimes, encantadoras y extrañas que
sacaba de sí mismo hacían de él el alma de las sociedades escogidas y se lo disputaban literalmente, por su noble, carácter, su
falta de egoísmo, su fiereza, su orgullo bien entendido, por ser
enemigo de cualquier vanidad de mal gusto y de cualquier insolencia, por la seguridad de su manera de ser y las exquisitas delicadezas de su sobrevivir; por todo esto se lo buscaba; estas condiciones hacían de él un amigo tan serio como agradable.
Arrancar a Chopin de tantos mimos, asociarlo a una vida
simple, uniforme y constantemente estudiosa, él que había sido
educado sobre las rodillas de las princesas, era privarle de lo que
lo hacia vivir, de una vida ficticia, es cierto, pero, parecido a una
mujer disfrazada, depositaba por la tarde, al entrar en su casa, su
gracia y su encanto, para dar su noche a la fiebre y al insomnio;
de una vida que hubiese sido más corta y más animada que la del
retiro y la de la intimidad restringida al círculo uniforme de una
sola familia. En París, él visitaba varias cada día, o él elegía al
menos cada tarde una diferente para plegarse a ella. Tenía así
casi veinte o treinta salones para divertir o encantar con su presencia.
No estaba hecho ciertamente para vivir largo tiempo en este
mundo ese tipo extremo de artista. Estaba devorado por un sueño idealista que no combatía ninguna tolerancia de filosofía o de
misericordia al uso de ese mundo. Jamás quiso transigir con la
***
Chopin quería ir siempre a Nohant y jamás lo soportaba.
Era el hombre de mundo por excelencia, no el de un mundo
demasiado oficial y numeroso, pero del mundo íntimo, de los
salones de veinte personas, del momento en el que la mayoría se
va y en el que los íntimos se colocan alrededor del artista para
arrancarle con amables impertinencias lo más puro de su inspiración. Era entonces solamente cuando él entregaba todo su genio
y todo su talento. Era entonces también cuando después de haber sumergido a su auditorio en un recogimiento profundo o en
una tristeza dolorosa, porque su música deslizaba a veces en las
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HISTORIA DE MI VIDA
naturaleza humana. No aceptaba nada de la realidad. Allí residía
su vicio y su virtud, su grandeza y su miseria implacable hacia la
menor mancha, poseía un inmenso entusiasmo por la menor luz,
y su imaginación exaltada hacía todos los posibles para ver un
sol.
Era, entonces, a la vez dulce y cruel para el objeto de su
preferencia, porque contaba con los demás, usurero de la menor
claridad, y despreciaba el pasaje de la menor sombra.
Se ha pretendido que, en una de mis novelas, yo he descrito
su carácter con una gran exactitud analítica. Se han equivocado,
porque han creído reconocer algunos de sus rasgos, y, procediendo con ese sistema, demasiado cómodo para ser seguro, hasta
al mismo Listz, en una Vida de Chopin, un poco exuberante de
estilo, pero repleta, sin embargo, de muy buenas cosas y de muy
bellas paginas, he trazado, en el Príncipe Karol, el carácter de un
hombre determinado por su naturaleza, exclusiva en sus sentimientos, exclusiva en sus exigencias.
Este no era Chopin. La naturaleza no dibuja como el arte, por
más realista que sea. Tiene caprichos, inconsecuencias, no reales
probablemente, pero muy misteriosas. El arte no rectifica estas
inconsecuencias porque está demasiado limitado para hacerlo.
Chopin era un resumen de esas inconsecuencias magníficas
que sólo Dios puede permitirse crear y que tienen su lógica particular. Era modesto por principios y dulce por costumbre, pero
imperioso por instinto y lleno de un orgullo legítimo que se ignoraba a si mismo. De allí sus sufrimientos que no razonaba y que
no se fijaban sobre un objeto determinado.
Además el príncipe Karol no es artista. Es un soñador, y
nada más; no teniendo genio, tampoco tiene el derecho que él
mismo otorga. Es, entonces, un personaje más verdadero que
amable, y es tan poco el retrato de un gran artista, que Chopin,
leyendo el manuscrito cada día sobre mi mesa, no se había dado
cuenta de nada, a pesar de su susceptibilidad.
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Y, sin embargo, más tarde me han dicho que por reacción se
lo imaginó. Algunos enemigos le hicieron creer que esa novela
era una revelación de su carácter. Sin duda, en ese momento, su
memoria estaba debilitada: ¡había olvidado el libro que no releyó!
¡Esa historia se parecía tan poco a la nuestra! Era completamente distinta. No había entre nosotros ni las mismas alegrías ni
los mismos sufrimientos. Nuestra historia, la nuestra, no tenía
nada de novelesco: el fondo era demasiado simple y demasiado
serio como para que tuviéramos jamás la ocasión de una querella recíproca, el uno a propósito del otro. Yo aceptaba toda la
vida de Chopin tal y como si se realizase fuera de lo artístico, ni
sus principios políticos, ni su apreciación de los hechos; yo no
encarnaba ninguna modificación de su ser. Respetaba su individualidad como respeté la de Delacroix y las de mis otros amigos
dirigidas en un camino diferente al mío.
Por otro lado, Chopin me vinculaba, y puedo decir que me
honraba, con un género de amistad que era excepcional en su
vida. Siempre era el mismo para mí. Tenía, sin duda, pocas ilusiones sobre mi persona, puesto que no me hacía jamás descender en su estima. Es lo que hizo durar largo tiempo nuestra buena armonía.
Extraño a mis estudios, a mis búsqueda, y, por lógica, a mis
convicciones, encerrado como estaba en el dogma católico, decía de mí, como la madre Alicia en los últimos días de su vida:
«¡Bah!, ¡bah!, ¡estoy segurisima que ella ama a Dios!»
Pero si Chopin era conmigo la entrega, la gracia, la prevención, la obligación y la deferencia en persona, no ocurría lo mismo, ni era así, con aquellos que me rodeaban. Con ellos la desigualdad de su alma, vuelta a veces genorosa y fantástica, tomaba carrerilla, pasando siempre de la alegría a la aversion y
reciprocamente. Nada apareció, nada jamás ha aparecide de su
vida interior, cuyas obras maestras eran la expresion misteriosa
y vaga, pero de cuyos labios no se traicionó el sufrimiento. Al
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HISTORIA DE MI VIDA
menos así fue su reserva durante siete años, y yo sola tuve que
adivinarlos, dulcificarlos y retardar la explosión.
¿Por qué una combinación de acontecimientos extraña a
nosotros no nos alejó mutuamente antes del octavo año?
el lago tranquilo, y poco a poco las piedras cayeron en él una a
una. Chopin se irritaba a menudo sin ningún motivo y a veces
injustamente contra intenciones buenas. Vi el mal agravarse y
extenderse a mis otros hijos, raramente a Solange –la preferida
de Chopin porque no le había consentido nada–; a Agustina con
una amargura espantosa y al mismo Lambert que no ha podido
adivinar el porque. Agustina, la más dulce, la más buena, la más
inofensiva de todas nosotros, estaba consternada. ¡Había sido al
principio tan bueno con ella! Todo fue soportado; pero, al fin, un
día, Mauricio, cansado de los pinchazos, habló de abandonar la
partida. Esto no podía ni debía ser. Chopin no soportó mi intervención legítima y necesaria. Bajó la cabeza y dijo que ya no le
amaba.
¡Que blasfemia después de esos ocho años de dedicación
maternal! Pero el pobre corazón no tenía conciencia de su delirio. Yo pensaba que algunos meses pasados en el alejamiento y
el silencio curarían esa plaga y devolverían una amistad plácida,
una fase equitativa. Pero la revolución de febrero llegó al país y
se volvió momentáneamente odiosa a ese espíritu incapaz de
plegarse a una desintegración cualquiera en las formas sociales.
Libre de retornar a Polonia, o seguro de ser tolerado, había preferido languidecer diez años lejos de su familia que adoraba, al
dolor de ver a su país transformado y desnaturalizado. ¡Había
huido de la tiranía, como ahora huia de la libertad!
Lo volví a ver un instante en marzo de 1848. Apreté su mano
temblorosa y helada. Quise hablarle y se escapó. Tenía derecho
a asegurar que ya no me amaba. Le evité este sufrimiento y puse
todo en manos de la providencia y del futuro.
No debía verlo más. Entre nosotros había algunos corazones malvados. También había algunos buenos, que no supieron
entenderlo. Hubo algunos frívolos que prefirieron no mezclarse
en asuntos tan delicados.
Me han dicho que él me había llamado, recordado y amado
***
Mi vida, siempre activa y sonriente en la superficie, era interiormente más dolorosa que nunca. Me desesperaba de no poder
dar a los otros esa felicidad a la que yo había renunciado por mi
parte; porque yo tenía más de un punto de profunda pena contra
el cual me esforzaba en reaccionar. La amistad de Chopin no
había sido jamás un refugio para mi en la tristeza. Él tenía bastante con soportar sus propios males. Los mios le hubieran aplastado, y sólo los conocía vagamente y no los comprendía en absoluto. Hubiese apreciado todas las cosas desde un punto de vista
muy diferente del mío. Mi verdadera fuerza me la daba mi hijo,
que estaba ya en edad de compartir conmigo los más serios intereses de la vida y que me sostenía por su igualdad anímica, su
razón precoz y su inalterable alegría. No tenemos, él y yo, las
mismas ideas sobre muchas cosas, pero tenemos grandes parecidos de organización, muchos gustos iguales y necesidades parecidas; en otras palabras, un lazo de afecto natural tan estrecho
que un desacuerdo cualquiera entre nosotros no puede durar nada
más que un día y un momento de explicación cara a cara. Si no
habitamos el mismo cerco de ideas y de sentimientos hay, al
menos, una gran puerta siempre abierta en la pared medianera,
la de un afecto inmenso y la de una confianza absoluta.
Después de las últimas recaídas del enfermo, su espíritu se
había ensombrecido extremadamente, y Mauricio, que lo había
amado tiernaniente hasta ese momentos, se sintió herido de una
manera imprevista por él, debido a una cuestión fútil. Se abrazaron momentos después, pero el grano de arena había caído sobre
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GEORGE SAND
HISTORIA DE MI VIDA
filialmente hasta el fin. Creyeron oportuno ocultármelo hasta el
fin. Creyeron un deber también el ocultarle, que yo estaba lista
para correr hacia él. Ha hecho bien si la emoción de volver a
verme hubiese abreviado su vida en un día o solamente en una
hora. No soy de esas que creen que las cosas se resuelven en
este mundo. No hacen otra cosa que comenzar y, seguramente,
no terminan nunca. Esta vida terrena es un velo que el sufrimiento y la enfermedad hacen más espesa para ciertas almas, y
que no se descorre nada más que por momentos y para las organizaciones más sólidas, y que la muerte desgarra para todos.
Hacia la época en que perdí a Chopin, perdí también a mi
hermano más tristemente todavía: sin razón se había apagado
desde hacía algún tiempo; el alcohol se apoderó destruyéndolo
de su humana entidad, sumiéndolo entre la idiotez y la locura.
Había pasado sus últimos años enfadándose y reconciliándose
conmigo, con mis hijos, con su propia familia y con todos sus
amigos. Mientras que continuó viéndome, prolongué su vida poniendo agua en el vino que le servían, puesto que por su paladar
atrofiado no se daba cuenta. Suplia la calidad por la cantidad,
según su borrachera resultaba más o menos leve. Pero yo sólo
retardaba el instante fatal en el que, ya no teniendo fuerzas la
naturaleza para reaccionar, no podría él mismo encontrar su lucidez. Pasó sus últimos meses evitándome y escribiéndome cartas inimaginables. La revolución de febrero, que ya él no podía
comprender en cualquier punto de vista que se colocara, había
dado un útimo golpe a sus facultades vacilantes. Al principio,
republicano apasionado, hizo como tantos otros que no tenían,
como él, accesos de locura como excusa; tuvo miedo y se puso a
soñar que el pueblo quería su vida. ¡El pueblo!, el pueblo del
que él salía como yo por su madre y con el que vivía en el cabaret más de lo necesario para fraternizar, se convirtió en su espantapájaros, me escribió diciendo que sabía de fuentes seguras
que mis amigos políticos querían asesinarle. ¡Pobre hermano!,
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una vez que esa alucinación pasó, llegaron otras que se sucedieron sin interrupción hasta que su imaginación desordenada se
apagó e hizo lugar al estupor de una agonía que no tenía otra
conciencia que la propia. Su descendencia le sobrevivió pocos
años. Su hija, madre de tres hermosos niños, todavía joven y
bella, vive cerca de mí en La Châtre. Es un alma dulce y valiente
que ha sufrido ya bastante y que no fallará en sus deberes. Mi
cuñada Emilia vive todavía cerca de mí, en el campo. Por largo
tiempo víctima de las actitudes de un ser amado, descansa de
sus grandes fatigas. Es una amiga severa y perfecta, un alma
recta y un espíritu alimentado de buenas lecturas.
Durante los años esbozados al relatar sus emociones principales, había encerrado en mi seno otros dolores todavía más
lacerantes cuya revelación, suponiendo que pudiese hablar de
ellos, no sería de ninguna utilidad en este libro. Fueron desgracias, por así decirlo, extrañas a mi vida, puesto que ninguna influencia por mi parte pudo alejarlas. Desgracias que no entraron
en destino, llamadas por el magnetismo de mi individualidad.
En ciertos aspectos, construimos nuestra propia vida; en otros,
soportamos la que nos hacen los demás. He contado o hecho
presentir de mi existencia todo lo que en ella ha entrado por mi
voluntad, o todo lo que se ha encontrado llamado por mis instintos, he dicho cómo he superado o sufrido las diversas fatalidades de mi propia organización. Es todo lo que yo quería y
debía decir. En cuanto a las penas mortales que la fatalidad de
las otras organizaciones hizo pesar sobre mí es la historia del
martirio secreto que sufrimos todos, ya sea en la vida pública, ya
sea en la vida privada, y que debemos soportar en silencio.
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