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Gustavo Correa
Calderón y la novela realista española
La obra de don Pedro Calderón de la Barca presenta una doble faz en el
siglo XIX en España, ya sea que la examinemos a la luz del movimiento
romántico en el primer tercio del siglo y sus secuelas en los años
posteriores, o a la luz de la novela realista en el último tercio del
siglo. Si, por una parte, la llamada «querella calderoniana» promovida por
el debate periodístico entre Nicolás Böhl de Faber y José Joaquín de
Mora2, en Cádiz, entre los años de 1814 y 1820, marca la entrada del
romanticismo alemán en España, por otra, el mundo calderoniano, a partir
de la revolución de 1868, se convierte en un reactivo antagónico que habrá
de destacar el nacimiento del mundo moderno. Böhl de Faber proclama el
mito del alma nacional y su expresión a través de las literaturas
nacionales, las cuales deben ser intérpretes de la conciencia colectiva de
los pueblos. Con apoyo en sus lecturas de Augusto Guillermo y Federico
Schlegel, Böhl se reafirma en la necesidad que tiene España de restaurar
los valores de la tradición caballeresca del Siglo de Oro. Tanto los
románticos alemanes como Böhl de Faber, señalaron que el drama de Calderón
constituía la cima gloriosa de un arte popular que se inspiraba en un
sentido heroico y místico de la vida3.
Es un hecho que las ideas de Böhl de Faber, dadas a conocer por el
incidente de la querella calderoniana, contribuyeron a perfilar una de las
vertientes importantes del romanticismo español, a saber, la que se basa
en la vuelta al pasado, a diferencia de la vertiente romántica que
encuentra su expresión en una actitud de protesta y rebeldía4. Ahora bien,
este primer romanticismo, llamado por algún crítico reciente «romanticismo
reaccionario», se hallaba efectivamente vinculado al mantenimiento del
absolutismo fernandino. Tanto Nicolás Böhl de Faber, quien había nacido en
Alemania, como su mujer doña Frasquita de Larrea, española de Cádiz,
proclamaron la restauración de los valores caballerescos tradicionales, al
mismo tiempo que su actitud romántica se encontraba unida al
reaccionarismo en política5. Los ideales consignados por la constitución
democrática de Cádiz, de 1812, constituían, así, para los dos esposos, un
verdadero falseamiento del espíritu nacional y una amenaza, procedente de
naciones extranjeras, a lo más vivo de la tradición hispánica. La defensa
de Calderón estuvo, por consiguiente, ligada a la supervivencia del
Antiguo Régimen, en el primer tercio del siglo. En cambio, los autores del
realismo crítico en la novela, en el último tercio del siglo, habían de
considerar que el predominio de los ideales calderonianos constituía un
arcaísmo de la conciencia hispánica que era urgente extirpar en el proceso
de la conformación de la nueva sociedad.
Es de advertir que el espíritu del primer romanticismo se halla presente
en la primera fase del movimiento realista. Cecilia Böhl de Faber, hija de
-16- Nicolás, conocida por su seudónimo de Fernán Caballero, publica
La gaviota en 1849, novela que había de iniciar el realismo costumbrista
en España. El realismo de Fernán Caballero se caracteriza por su
presentación de escenas andaluzas y situaciones de la vida diaria, si bien
se halla inspirado en los ideales del alma colectiva y su manifestación en
la religión y en el folklore6. Dicho mundo novelesco presenta, así, un
cuerpo de materia tradicional, imbuido del espíritu romántico que ella
había heredado de su propio hogar. Javier Herrero, en su libro Fernán
Caballero: un nuevo planteamiento, puntualiza que la recolección que ella
hizo de dicho material, procedente del campo andaluz, tanto como las
primeras redacciones de sus novelas, fueron efectuadas precisamente cuando
ella aún se encontraba bajo el influjo de su padre7.
También la obra del novelista José María de Pereda, quien escribió su
primer libro, Escenas montañesas, en 1864, y el cual muestra una más
genuina vocación realista, se halla influido por un concepto de novela
regional que fundamentalmente idealiza el mundo observado alrededor. Es
verdad que Pereda utiliza las técnicas de la documentación del ambiente y
de los personajes, hasta el punto de presentar una minuciosa relación de
hechos cotidianos y una detallada descripción de objetos, situaciones y
habitáculos espaciales con precisión de datos objetivos. Pereda, hace,
además, un esfuerzo por reproducir el lenguaje coloquial hablado por las
gentes de la región. En la novela Sotileza (1885), por ejemplo, la cual
constituye la expresión más característica del realismo perediano,
encontramos una microscópica descripción de los objetos que se usan en las
actividades de la pesca, juntamente con un diálogo que trata de imitar el
burdo lenguaje coloquial hablado por el grupo de niños granujas, que luego
se vuelven adolescentes y cuya interrelación mutua entre unos y otros y
con los miembros de las familias a cuyo cuidado se encuentran, presenta el
aspecto más atractivo de la novela. Sin embargo, tanto Sotileza como las
demás novelas del autor se hallan dominadas por una concepción idílica del
mundo, que falsea los postulados de una verdadera literatura realista.
Sotileza constituye, en efecto, un himno poetizado al Santander antiguo
que se halla en vía de extinción, como lo expresa el mismo autor en el
prólogo a su novela. Por otra parte, la idealización de la protagonista
Silda, conocida más por el nombre de Sotileza, lleva al autor a hacer de
la mujer del pueblo una encarnación de la honra hispánica y de la virtud
femenina, que resulta forzada, dadas las circunstancias y el ambiente en
que le ha tocado vivir. José F. Montesinos fijó con exactitud la
particular idiosincrasia del realismo de Pereda, al dar a su libro sobre
el novelista el título de Pereda o la novela idilio8. Montesinos hace
notar que la visión realista del mundo de Pereda se halla viciada en sus
propios fundamentos, por proponerse el autor la idealización idílica del
mundo que observaba. Pereda llevó a cabo la poetización del rincón
nordeste de España, el cual preservaba, según él creía, como ningún otro,
los valores de la tradición. En el mundo novelístico de Pereda campean los
ideales de la hidalguía señorial castellana, aliados al espíritu
inconmovible de la religión y al conservadurismo en política. Podemos
observar, así, una continuidad de visión que parte de la defensa del
espíritu tradicional en el primer romanticismo, continúa luego con la
exploración del alma popular y del folklore en la novelista andaluza y
termina con la poetización idílica de la realidad llevada a cabo por el
escritor de la Montaña. Tal visión impide -17- un examen crítico de la
verdadera realidad y se basa en la creencia de que las estructuras
sociales deben permanecer estacionarias. La visión del realismo crítico
implica, en cambio, una dinámica de la vida colectiva que tiene en cuenta
los sacudimientos profundos de las capas geológicas que constituyen el
organismo social.
Benito Pérez Galdós señaló lo que había de estacionario en el arte de
Pereda, en su discurso de 1897 para recibir a este último en la Academia
de la Lengua. Según Galdós, a la sociedad la mueve constantemente un doble
instinto, el de «renovación» y el de «reparación». Pereda está imbuido del
segundo. Dice Galdós: «Esta tendencia de un pueblo a envolverse sobre sí,
a ensimismarse, es representada por Pereda; y por lo que al arte de la
Novela se refiere, en él se encarnó la España soñadora de lo pasado,
anhelando ser lo que fue, con la adaptación natural a las exigencias de
los tiempos nuevos».9 Por el contrario, Galdós tiene conciencia de que su
propio arte se halla enraizado en la sociedad de su tiempo y que su novela
se propone reflejar el fermento poderoso que la anima en su interior. Ya
en su ensayo de 1870, Observaciones sobre la novela contemporánea en
España, proclama Galdós que la novela nacional ha de ser «novela de
costumbres» y habrá de apoyarse en la recién formada clase media «con la
incesante agitación que la elabora»10. Más tarde en su discurso de entrada
a la Academia, en 1897, cuyo título es el de La sociedad presente como
materia novelable, formula el novelista con mayor precisión las relaciones
que debe haber entre el autor y la sociedad que es objeto de su
representación11. Para Galdós, la masa amorfa que resulta de la
descomposición de las antiguas clases sociales, el Pueblo y la
Aristocracia, constituye la cantera de donde ha de extraerse la infinita
variedad de situaciones y de caracteres que han de formar el entramado de
la novela realista. Galdós destaca, así, una fórmula de novela en la cual
predomina la dialéctica entre lo antiguo y lo nuevo, lo estacionario y lo
dinámico, lo falso y lo auténtico. Nuevas instituciones y un nuevo sistema
espiritual han de surgir de las ruinas del antiguo.
Galdós da el primer asalto a las estructuras arcaicas, inspiradas en el
sistema espiritual calderoniano, en su primera novela La Fontana de oro,
escrita entre 1867 y 1868, precisamente en el momento en que tiene lugar
la revolución más importante del siglo XIX, la de 1868, la que había de
cambiar definitivamente el régimen político y jurídico del país. La acción
de la novela se sitúa, sin embargo, hacia atrás, en el trienio de 1820 a
1823, cuando otro intento de democracia parlamentaria se vio frustrado por
las fuerzas de la reacción. La Fontana de oro es una voz de alerta para
que la revolución de 1868 no sucumba como sucedió con la anterior. La
novela representa la confrontación del antiguo régimen y el nuevo que
pugna por nacer. Dentro del ambiente de conspiraciones que predomina en
esos años en la historia de España, el joven Lázaro, quien ha venido de
Aragón a Madrid para encontrarse con su prometida Clara con la cual desea
casarse, se ve envuelto en las discusiones de política revolucionaria que
tienen lugar en el café llamado La Fontana de Oro. También asisten a dicho
café espías de la reacción fernandina, cuyo propósito es el de maquinar la
destrucción de quienes quieren afianzar la nueva democracia parlamentaria.
Uno de estos espías es el realista don Elías, tío de Lázaro, quien sabedor
de las inclinaciones políticas de su -18- sobrino, se propone impedir
que vea a Clara. Con el pretexto de que esta última es una huérfana, cuya
protección le ha sido encomendada, don Elías entrega la tarea de la
educación de Clara a sus tres amigas, las hermanas Porreños, de las cuales
él ha sido el mayordomo, con la exigencia de que sean severas con ella.
Ahora bien, las tres Porreños, solteras y procedentes de una antigua
familia aristocrática, asumen su función de educadoras de Clara,
encerrándola en la casa y advirtiéndole que ante todo ella debe preservar
el tesoro de su honra. Para las tres Porreños, la honra es como vidrio que
fácilmente se empaña y debe ser guardada, como se hacía en las viejas
comedias del teatro del Siglo de Oro. La mayor de ellas dice a Clara: «La
opinión es lo primero: cuidad de vuestra fama, porque cuando se habla de
una mujer, nada le queda ya, y su misma inocencia no la consuela»12. Por
otra parte, las hermanas Porreños se hallan en decadencia material
lastimosa y revelan en su estado de inopia y en su misma apariencia física
la decadencia de la que fue una antigua casa aristocrática. Los muebles
que aún conservan de sus padres y abuelos se encuentran desvencijados, los
roperos se hallan sin ropa, los arcones sin dinero, las jaulas sin
pájaros, y hasta los retratos de los antepasados se muestran agujereados
en la cara. En forma significativa, un reloj del siglo XVII está parado
marcando las doce de la noche del 31 de diciembre del año 1800. El
carácter de las tres hermanas, las cuales actúan uniformemente como si se
tratara de un triángulo equilátero, nos dice el autor, es sombrío, glacial
y lúgubre, dejándolas sumidas en un ensimismamiento misantrópico. En dicha
casa no aparece el menor hálito vital. No hay duda de que el novelista se
ha complacido en acumular imágenes de decadencia que tienen que ver con un
sistema social y espiritual ya totalmente caducado. En la novela, el joven
Lázaro logra finalmente vencer los obstáculos que se oponen a su
acercamiento a Clara y los dos jóvenes huyen a su tierra de Aragón, donde
la nueva pareja lleva una vida jubilosa de hogar con numerosos hijos y
recibiendo la recompensa al trabajo fecundo. El orden natural ha triunfado
de todo lo que es artificioso, rígido y sin vida.
Galdós emprende una crítica directa de los ideales de la sociedad del
Siglo de Oro en la novela Gloria (1876-1877), cuya protagonista Gloria
Lantigua se enfrenta con su padre, quien cree que la sociedad de aquel
siglo es una sociedad modelo. Gloria, a través de sus lecturas, descubre,
por el contrario, multitud de fallas y contradicciones en dicha sociedad.
La picaresca, por ejemplo, aunque sus personajes ostentan un sello de
verdad (rufianes, busconas, estudiantes, militares, escribanos, oidores,
médicos, terceras, maridos zanguangos, mujeres livianas y toda clase de
gentuza) revelan, según ella, a través del laberinto de sus desvergüenzas
una «sociedad artista en la imaginación, pero caduca en la conciencia».
Una sociedad de este tipo, sin duda presagia el «decaimiento de la raza
española», dice Gloria. Después de darse «una buena hartada de comedias de
Calderón, acompañándola con lecturas diarias de los místicos, poetas y
prosadores religiosos», nos dice el novelista, Gloria llega a la
conclusión de que «la inclinación demasiado ardiente al idealismo», si
bien producía maravillosos efectos en la poesía y en las artes, tendía a
desquiciar esa misma sociedad. Para ella, la impresión que al final dejan
las figuras heroicas de los dramas (galanes y damas, caballerosos padres,
hidalgos campesinos) es la de una gran melancolía, ya que se trata de
personajes que han -19- estado más de cien años empeñados en un objeto
sin conseguirlo13. En cuanto al honor, éste resultaba de carácter
deleznable, debido a lo frágil de la base en que se asentaba el edificio
moral de aquella sociedad. Aun la idea religiosa había sido desvirtuada y
alambicada. En lo que respecta al pueblo, éste aparecía como si se le
hubiera privado de discernimiento y se encontrase encenagado en los vicios
y en el ocio. La sociedad aparecía, por otra parte, escindida
espiritualmente en grupos antagónicos que no podían resolver sus
contradicciones inherentes. No existía en ella verdadera unidad de
conciencia. El mismo libro de Cervantes refleja con toda claridad la
imposibilidad de reconciliación de estas dos voluntades, según Gloria:
«Porque don Quijote y Sancho Panza no llegaron a reconciliarse nunca».
Este espíritu discriminador y rebelde de la protagonista la pone en franca
contradicción con el tradicionalismo de su padre, quien le prohíbe que lea
más libros de su biblioteca. Finalmente, la inteligencia y rebeldía de
Gloria habrá de constituir la semilla trágica que habrá de destruir su
vida, en su aspiración de realizar su matrimonio con el judío Daniel
Morton, quien había llegado en un naufragio a la costa de Ficóbriga.
Condenada al ostracismo por las gentes de su pueblo, e incomprendida por
los miembros de su casa, Gloria muere, con la esperanza de que su hijito
habido con Daniel pueda traer en un futuro, nos dice el novelista, la
reconciliación de las luchas religiosas que impiden la armonía en la nueva
sociedad.
El problema del anacronismo en arte y de los protagonistas inauténticos
que desean revivir mundos de ficción ya caducados, lo emprende Galdós en
su novela El doctor Centeno (1883). Alejandro Miquis, oriundo del pueblo
del Toboso, se halla poseído del fervor de una vocación dramática y cree
que su misión es la de restaurar a su período de esplendor el teatro de
Calderón de la Barca. Pícaramente nos dice el novelista: «¡Misión altísima
la suya! Iba a reformar el Teatro; a resucitar, con el estro de Calderón,
las energías poderosas del arte nacional»14. El hecho es que Alejandro
carece de verdadero talento para el arte de la escena y sus engendros
dramáticos constituyen una verdadera parodia del arte de Calderón. Miquis
idea su drama El gran Osuna, con un lenguaje rimbombante y retórico,
atraído por la acción magnética de «aquel estilo ampuloso y calderoniano»,
nos dice el autor. Sus personajes cobran una vida falsa, que viene a ser
la «oropelesca y convencional del teatro, cubierta de vistosos remedos
vitales». Miquis cree, asimismo, que el protagonista de su drama, la
figura histórica de Antonio Téllez Girón, duque de Osuna, quien
efectivamente fue virrey de Nápoles de 1616 a 1620, es especialmente apta
para representar el siglo XVII. He aquí los atributos de Téllez Girón,
según la imaginación de Miquis:
Es insigne caballero aquel don Pedro Téllez Girón, libertino,
justiciero, cruel con los malos, generoso con los buenos; gobernando
el reino de Nápoles, más que con juicios reposados, con ímpetus
repentinos que casi siempre le salían bien; perseguidor de los
usureros, de los curiales y de todos los que oprimen al pueblo;
frenético por las mujeres y enamorado de todas las que veía;
ambicioso de gloria, de popularidad; liberalísimo, manirroto, lleno
de deudas; en diplomacias agudo, en moral indulgente.15
La acción del drama se desarrolla con gran acumulación de sucesos y
aventuras que, sin duda, tratan de reproducir un enredo de comedia de capa
y espada. Por otra parte, el autor del drama ha comenzado a vivir cada vez
más real -20- su propio enredo de comedia hasta el punto de que llega
a sentirse identificado con el personaje principal de su creación. Dice
Miquis de sí mismo: «Soy lo mismito que el Grande Osuna». El estado
afiebrado de la imaginación de Miquis, causado por una tuberculosis
fulminante, lo lleva a revivir aún con más ardor escenas de su drama. En
una ocasión en que entra a su habitación de enfermo una amiga suya, ramera
de profesión, inmediatamente la identifica con la Carniola, misterioso
personaje femenino, quien guarda papeles importantes que son la clave del
enredo. En la crisis de su delirio, Miquis recuerda las palabras trágicas
de molde calderoniano que pronuncia esta figura, las cuales hacen alusión
a su propio estado de enfermo:
¿Dónde iré de esta suerte
tropezando en la sombra de mi muerte?
A la luz de su «fantasía calderoniana», Alejandro Miquis quiso llevar a
cabo un ideal de arte que resultaba anacrónico y falso para la sociedad de
su tiempo y que lo llevó al desastre de su propia vida. Por el contrario,
la nueva sociedad debe expresarse en forma auténtica, a través del
realismo crítico.
También Leopoldo Alas representa un hito en el desarrollo del realismo
crítico, en esta década de importantes realizaciones de la novela
española, con su libro La Regenta (1884). Alas lanza una mirada
escrutadora a la sociedad de Vetusta, donde perviven maneras de vida y
estructuras sociales anacrónicas y ya degeneradas. El ambiente cerrado e
hipócrita de la ciudad catedralicia ha de ser propicio para que en él se
sucedan dramas singulares que tienen un aspecto trágico, al mismo tiempo
que ostentan un cariz grotesco. Ana Ozores, huérfana de padre y madre, se
halla abocada a un matrimonio absurdo por influencia de unas tías suyas, a
cuyo cuidado se halla. Su marido Víctor Quintanar es magistrado y posee
medios económicos, mas deja a Ana sumida en un mar de insatisfacciones, a
causa de que es un impotente sexual. Según los dictados tradicionales de
la honra, Ana debe mantener su virtud incólume, a pesar de su juventud y
de su naturaleza sensual. La sociedad de Vetusta habrá de imponer, sin
embargo, una trampa a Ana, en la persona de Álvaro Mesía, el don Juan del
pueblo, quien estrecha su cerco cada vez más a la víctima inexperta. En su
plan de ataque, Álvaro se hace amigo íntimo de Víctor Quintanar, a fin de
poder entrar a su casa y arteramente soltar sus declaraciones apasionadas
a la Regenta, las cuales no tardan en surtir su efecto. Ana sucumbe ante
la expectativa del gran amor en que ella ha soñado, a través de sus
lecturas de novelas, en la misma forma en que sucumbió Emma Bovary,
transportada por sus mundos de ficción. Cuando un día Víctor Quintanar
sorprende, a la hora de la madrugada, a un hombre que se desliza del
balcón de su casa, el cual no es otro que Álvaro Mesía, queda perplejo
ante los sucesos, para él increíbles, de su propio hogar. Don Víctor ha
sido siempre un lector asiduo de las comedias de Calderón, y no puede
menos de pensar que ha de vengar en alguna forma su honra infamada. Sin
embargo, Víctor es de carácter apocado y decide que no puede dar muerte
inmediata a su mujer o al perpetrador de su deshonra. Acuciado,
finalmente, por lo que él cree ser un deber ineludible y temeroso de pasar
por cobarde, Víctor se tranza por citar a duelo a su enemigo. Víctor es
experto cazador -21- y cree poder salir victorioso en su designio. El
encuentro tiene lugar, mas Víctor es muerto por Álvaro, quien huye a
Madrid, dejando abandonada a su amante. En medio de su desamparo, Ana
acude a su confesor y director espiritual, don Fermín de Paz, quien había
sido el rival de Álvaro en el amor de Ana, y quien la rechaza ahora
coléricamente. Esta última queda finalmente en completa soledad. La novela
de Alas ponía al descubierto el ambiente descompuesto de la sociedad de
Vetusta, juntamente con la grotesca supervivencia de un sistema espiritual
viciado e inauténtico que falsea el orden natural.
También Galdós, en su obra maestra Fortunata y Jacinta, pone de relieve lo
grotesco de la ficción calderoniana de la honra, al hacer a su personaje
José Ido del Sagrario víctima de los arrebatos alucinantes de la
infidelidad de su mujer, cuando tiene la desgracia de embriagarse por
haber comido carne. José Ido ha sido antes un autor de novelas por entrega
y profesa la creencia de que la literatura debe ser didáctica y debe
proponerse la idealización de la realidad. En una de las visitas que hace
a la familia Santa Cruz a fin de acabar de exponer a la maternal Jacinta
la historia del niño encontrado _supuesto hijo de Juanito y de Fortunataacepta comer carne. Súbitamente transportado a su delirio insano, Ido
explica a Juanito que su mujer es la mismísima Venus de Médicis, la cual
es perseguida por una figura misteriosa, que resulta ser un grande de
España. El narrador de la novela pone de presente que Nicanora, la mujer
de Ido, es una mujer envejecida, con su cuerpo lleno de pliegues y
abolladuras «como un zurrón vacío». Ido, creyéndose víctima de la
deshonra, revive una verdadera escena de teatro. Al llegar a su casa,
haciendo toda clase de aspavientos registra las fétidas alcobas, y con un
palillo de tambor, que la misma Nicanora le ha proporcionado, ejecuta su
venganza sobre los culpables, exclamando lleno de satisfacción: «Así,
así... muertos los dos... Charco de sangre... Yo, vengado; mi honra, la...
la... vadita»16. Tal parodia de escenas y lenguaje de extracción
calderoniana destaca, sin duda, la falsedad de un mundo de ficción
totalmente anacrónico, en contraste con el nuevo arte de la novela
realista que debe proyectar las condiciones de la sociedad nueva.
Galdós emprende una seria exploración de estructuras arcaicas que aún
perviven en la conciencia hispánica, en sus posteriores novelas, La
incógnita (1888-1889), Realidad (1889) y El abuelo (1897). En las dos
primeras, escrita la una en forma epistolar y la otra en estilo dialogado,
se plantea el enigma de la muerte de Federico Viera, quien asiste a las
tertulias de la casa del acaudalado Tomás Orozco. La novela Realidad deja
en claro, a través del diálogo de las conciencias, que Federico se dio un
tiro de revólver por conflictos interiores que él no pudo soportar.
Federico es, en efecto, un aristócrata que conserva un agudo sentido de
clase y un honor puntilloso, a pesar de que se encuentra en degradante
pobreza. Debido al carácter veleidoso de Augusta Cisneros, la mujer de
Tomás Orozco, Federico se ha convertido en su amante, traicionando, así, a
su mejor amigo. Tal situación llega a ser insostenible para Federico,
cuando este último se ve obligado a aceptar donativos de dinero de Orozco,
por intermedio de Augusta, a fin de poder salir de deudas urgentes y poder
llevar una vida menos azarosa. La presencia de los donativos constituye,
sin embargo, un estigma visible a los ojos de Federico, quien siente ahora
que su degradación es devastadora. La única solución posible es -22la del suicidio. Por otra parte, el orgullo de Federico había sufrido
también golpes irreparables al darse cuenta que su hermana Clotilde, a
quien mantenía encerrada en su casa, resolvió desobedecer las órdenes de
su hermano y efectuar su matrimonio con Santanita, un hortera de
extracción humilde. La noticia de este matrimonio hace decir a Manolo
Infante en una de sus cartas a su amigo Equis de Orbajosa: «Ahí tienes a
la señora realidad haciendo muy calladita lo que escribís en vuestros
libros y otros dicen en sus discursos»17. Claudia la criada de Federico,
quien defendió a Clotilde en sus aspiraciones de matrimonio, destaca lo
que hay de raíz de comedia de capa y espada en la actitud despreciativa de
su amo: «Ya se le pasará el enfado... Este señorito fantasioso cree que
estamos en tiempos como los de esas comedias en que salen las cómicas con
manto, y los cómicos con aquellas espadas tan largas, y hablando en
consonante. ¡Válgate Dios con la quijotería!»18 Esto es, Federico Viera se
hallaba aquejado en su carácter de un arcaísmo espiritual que le impidió
aceptar las transformaciones que se llevaban a cabo en la nueva sociedad y
que lo llevaron a conflictos insuperables de conciencia y finalmente a su
propia destrucción.
En la novela El abuelo, se producen, asimismo, movimientos cataclísmicos
de orden social, causados por el desmoronamiento de la antigua nobleza de
sangre y de su fundamentación estamental. Don Rodrigo de Arista_Potestad,
Conde de Albrit, Grande de España y Señor de Jerusa y de Polán, ha quedado
totalmente en la ruina por malos manejos económicos. Su antigua posesión
de La Pardina ha pasado a ser propiedad de sus antiguos servidores
Venancio y Gregoria. De regreso de un viaje al Perú, adonde ha ido a
reclamar inútilmente derechos sobre una mina de oro que poseía su abuelo,
regresa a La Pardina para averiguar el grave hecho de la bastardía de su
sangre en el seno de su propia familia. El conde sabe que una de sus
nietas, Nell (Leonor) y Dolly (Dorotea), es de descendencia espuria,
debido a las infidelidades de su nuera, Lucrecia Richmond, de origen
irlandés, la cual se había casado con su hijo Rafael, ya muerto. Con
imperioso orgullo, Albrit proclama que su primer deber es el de restaurar
el honor de su familia, volviendo por los gloriosos emblemas de su casa,
de donde han salido varones insignes y santas mujeres. Su misión es, así,
la de purificación de la casta y de ataque al deshonor. Por su parte, los
antiguos criados Venancio y Gregoria se dan cuenta que el viejo León de
Albrit se merece consideraciones por su ancianidad y su pobreza, mas no
pueden aceptar que él actúe con arrogancias de figurón de comedia. En la
búsqueda de la que el conde considera ser su nieta legítima, Albrit
procede en forma implacable. Por hallarse ciego, debe valerse de
inferencias tales como el timbre de la voz de sus nietas, sus
conversaciones, su manera de reír y las opiniones que los demás tienen
sobre ellas. La nieta intrusa es, según él, fraudulenta y usurpadora y
debe ser rechazada sin piedad. La ley inflexible del honor impone que las
hijas purguen las faltas cometidas por las madres, aunque tal justicia se
halle teñida de crueldad. El hecho es que el conde ha llegado a idolatrar
a sus nietas y constantemente le asisten dudas de cuál de las dos es la
legítima. Nell es calculadora y ceremoniosa como corresponde a un vástago
de alto linaje, al paso que Dolly es expansiva y tiene toques de
ordinariez. Dolly, sin embargo, muestra especial cariño por el abuelo. El
conde llega a convencerse de que Nell es la nieta -23- legítima,
opinión que al final será confirmada por su nuera. Cuando esta última hace
la decisión de llevar a sus dos hijas a Madrid para darles la educación
requerida, Nell fríamente aconseja al abuelo que acepte entrar al cuidado
de los monjes del monasterio de Zaratán. El conde herido cree que la
frialdad despreciativa de su nieta Nell desmiente la «noble sangre» y
queda sumido en profunda tristeza. En el momento en que él y su amigo don
Pío, el maestro de escuela, quien también ha experimentado en su propia
carne las miserias del honor, se hallan listos para suicidarse tirándose
de un acantilado, aparece Dolly que se ha escapado de su casa para
reunirse con su abuelo y compartir con él su destino de abandono y de
pobreza. El conde lleno de estupor exclama: «Veo la ignominia, veo la
sublimidad, no sé lo que veo... ¿Se hunde el cielo, se acaba el mundo o
qué pasa?»19 Antes del hallazgo revelador, el conde había proclamado que
el principio del «honor de las familias» y de «la pureza de las razas»
sólo serán motivo de ignominia en el futuro y pervivirán únicamente como
abono de los nuevos acarreos ocasionados por los subterráneos movimientos
sociales. Por su parte, don Pío había llegado a una nueva definición del
honor: «Pues el honor... Si no es la virtud, el amor al prójimo y el no
querer mal a nadie, ni a nuestros enemigos, juro por las barbas de Júpiter
que no sé lo que es»20. Galdós descubría en El abuelo los principios de
una moralidad más auténtica, surgida del imperativo de la naturaleza y de
las cualidades elevadas, y no fundamentada únicamente en el ya caduco
código de la legitimidad y de la casta tradicional. La nueva sociedad debe
hallarse abierta compasivamente a los errores cometidos en la línea
directa de la sucesión de las familias, modificando las nociones
tradicionales de la honra y de la hombría.
La trayectoria de Calderón aparece, así, con una significación diversa a
lo largo del siglo XIX. La defensa del dramaturgo por Böhl de Faber en los
comienzos del movimiento romántico español se proponía la restauración de
los ideales del Siglo de Oro, eminentemente representados en su teatro.
Para Böhl de Faber y su mujer doña Frasquita, la defensa de Calderón
significaba, sin embargo, no solamente la vuelta al ideal de las
literaturas nacionales, sino que implicaba también la defensa del
reaccionarismo político, encarnado en ese momento en el absolutismo
fernandino. Dichas opiniones se hallaban en contradicción manifiesta con
los postulados de la Constitución de Cádiz. Tal ideal de arte y de
conciencia política vino a nutrir asimismo una vertiente de la novela
realista en España, primero con Fernán Caballero y más tarde con el propio
Pereda. Uno y otro idealizaron la realidad que se hallaba a su alrededor,
guiados por un tradicionalismo que se inspiraba en épocas pasadas. Por
otra parte, la novela entra de lleno, con Benito Pérez Galdós y Leopoldo
Alas, en la vertiente de la reproducción veraz y crítica de la realidad
ambiente. En particular, Galdós se da cuenta de que la novela realista
debe constituir la vía para extirpar los sustratos arcaicos de un
tradicionalismo nocivo que aún pervive en la conciencia colectiva. La
nueva sociedad surgida en Europa después de la Revolución francesa, hacía
imperiosa la presencia del hombre nuevo. El arcaísmo del mundo
calderoniano era, no solamente anacrónico, sino que constituía un
obstáculo para la realización de dicha sociedad.
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