La nueva condición Posmoderna - TEA Tenerife Espacio de las Artes

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NUEVA TRIPULACIÓN PARA EL ‘PEQUOD’
Colección de Arte Contemporáneo Fundación ”la Caixa”
TEA Tenerife Espacio de las Artes
Departamento de Educación
La nueva condición Posmoderna
Tras la euforia colectiva de la sociedad occidental como consecuencia del desarrollo y la expansión del capitalismo, desde finales de los años sesenta se sucedieron en Europa y en EEUU una serie de acontecimientos que empezaron a
cuestionar, desde sus cimientos, un modelo que se había ofrecido como método
infalible de progreso, pero que ya comenzaba a evidenciar su desgaste y su
incapacidad para continuar.
Por un lado, tuvieron lugar la Guerra de Vietnam, las marchas por la paz, las
revueltas antirracistas, la lucha por la liberación sexual y el mayo del 68; por
otro, la invasión de Checoslovaquia por las fuerzas del Pacto de Varsovia y el
resquebrajamiento de las utopías comunistas. Finalmente, en el año 73, la primera crisis del petróleo y el despertar de la conciencia colectiva sobre la finitud
de las reservas de las materias primas del planeta, pusieron en jaque aquel
ideal de consumo continuado e infinito que se rebeló insostenible.
En este contexto, crítico a todos los niveles –social, político y económico–, el arte
comenzó a experimentar un cambio basado, fundamentalmente, en el abandono de los postulados modernos surgidos con los primeros movimientos de vanguardia a principios del siglo XX. El optimismo de la Modernidad, la fuerza de
las vanguardias artísticas y la fe ciega en el progreso comenzaron a desvanecerse. Se pusieron en cuestión la ya citada idea del progreso, el avance lineal de la
historia y la renovación continuada de las artes. Desde el ámbito de la creación,
empezaron entonces a surgir nuevos intentos de explorar, de enfrentarse y de
representar la realidad.
La forma por la forma y el arte centrado en si mismo dejaron de tener sentido y
fueron surgiendo nuevas corrientes de creación que, principalmente, buscaban
liberar al hombre de la idea de progreso dominante desde la Ilustración y de la
obsesión por la novedad introducida por las vanguardias artísticas. Los artistas
se centraron en recuperar la relación del hombre con el mundo, con la historia y
con la sociedad en la que vive, así como en el tratamiento de temas que le afectan directamente, como las cuestiones ecológicas y multiculturales.
Para referirse a este nuevo y complejo contexto de finales del siglo XX –en el
que aún nos encontramos inmersos– surgió el término de Posmodernidad
(empleado por primera vez por Charles Jencks en relación a un nuevo tipo de
arquitectura que surgió en oposición a la arquitectura del Movimiento Moderno), que se fue generalizando hasta utilizarse para hacer referencia, no ya al
arte en general, sino a la propia existencia y condición humanas. Una humanidad dominada por la diversidad –muchas veces tornada en confusión–, por la
multiculturalidad y la mezcla, por la relatividad y la multiplicidad de puntos de
vistas y, en definitiva, por la tan utilizada expresión del ‘todo vale’.
En el ámbito artístico este panorama se tradujo en la disolución de las fronteras
genéricas, en la cita continua y casi obsesiva de estilos y formas del pasado, en
la mezcla de los mismos y en la convivencia pacífica de obras, artistas y maneras
de entender el arte que nada tienen en común, pero cuya interacción se traduce
en una pluralidad sin precedentes en la historia de la creación.
De esta Posmodernidad surgida a partir de los años 70 y afianzada definitivamente en la década siguiente, nos encontramos unos excelentes ejemplos en
esta muestra. El regreso a la pintura de George Baselitz convive con la videoinstalación de Judith Barry. Las imágenes de Cindy Sherman y Jeff Wall, junto al
cuestionamiento constante y obsesivo del medio fotográfico en la obra de Gerhard Richter. La escultura de Juan Muñoz, resistiendo, pero a la vez incorporando el espacio conquistado por instalaciones como la de Txomin Badiola. Obras,
al fin, absoluta y radicalmente diversas cuya coexistencia e interacción reflejan
a la perfección la condición humana contemporánea, esa condición posmoderna que hoy por hoy no presenta visos de llegar a su fin.
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Formas de video-arte
Paralelamente a la ruptura posmoderna de las fronteras genéricas, surgieron
nuevas formas de hacer arte, muchas de las cuales echaron mano directa de los
avances tecnológicos y científicos que habían caracterizado y definido el desarrollo de las décadas inmediatamete anteriores y que el proyecto de las vanguardias había admirado sobremanera.
Una de estas nuevas formas de creación fue el vídeo-arte, que surgió al hilo
de la consolidación de los medios de comunicación de masas, y que pretendía explorar las aplicaciones alternativas y artísticas de dichos medios. No obstante, la tecnología del vídeo aplicada al arte enseguida se tradujo en diversas variantes que fueron, desde su uso como instrumento para llevar a cabo la
documentación gráfica de una obra, hasta las videoinstalaciones, pasando por
los vídeoperfomances y vídeoesculturas. Aunque en ocasiones estas diferencias
resulten difíciles de discernir, lo que sí es cierto es que la labor documental de
la tecnología del vídeo fue superada, pronto por su consideración como medio
artístico de pleno derecho.
Así, en un principio, tanto el vídeo como la fotografía abundaron como instrumentos para testimoniar procesos artísticos, siendo fundamentales, por ejemplo, en la documentación de obras del land-art y del arte conceptual. Poco después se empezaron a utilizar, no ya para documentar los trabajos, sino para
realizarlos; en lugar de mirar la obra y testimoniarla, se introdujeron en ella y la
construyeron. El resultado son creaciones en las que esta tecnología es fundamental –sin cuya utilización no hubieran podido realizarse– pero en las que se
entremezcla con otras estrategias y procedimientos artísticos que hacen permanecer las obras en los límites de la indefinición.
En la obra de Óscar Muñoz el vídeo recoge el dibujo, lo documenta, pero también lo construye, ya que es su tecnología la que permite una expansión en el
tiempo del mismo que, de otro modo, sería imposible. Es a través de ese dibujo
interminable como el artista consigue hablar de lo que le interesa: el concepto de tiempo,de lo efímero, de la desintegración, de la desaparición y de la
muerte.
Si Óscar Muñoz arropa el dibujo dentro del vídeo, Judith Barry introduce el
vídeo dentro de una ‘caja’, la cual transforma en instalación gracias a aquél. El
rostro dibujado de la obra de Muñoz se convierte aquí en más humano. O todo
lo contrario. Porque el rostro de la instalación de Barry no es el de nadie y es el
de todos a la vez, es la suma hermafrodita de un hombre y una mujer contemporáneos que esperan y soportan estoicamente todo lo que el tiempo golpea
sobre ellos. Los espejos nos invitan a mirarnos y a identificarnos –o a dejar de
hacerlo– con la cabeza encerrada en el cubo.
En el caso de Sergio Prego podemos hablar de videoperformance o incluso de
videoescultura. Él mismo ha rechazado ser considerado como un video-artista,
al centrar su interés y sus investigaciones en torno al concepto de escultura y la
relación del cuerpo con el espacio, independientemente de los instrumentos
que utilice para llevar a cabo dicha investigación. En este caso la escultura es
el propio cuerpo de Prego, y la investigación es la reflexión sobre dicha corporeidad, en relación al espacio en que se ubica y tras ser sometida a los efectos
provocados por el líquido que impacta en él.
¿Cuál es entonces la obra: la performance en la que somete su cuerpo a una
acción o el vídeo que graba –o documenta– dicha acción?.
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El regreso de la pintura
Durante la primera mitad del siglo XX la sucesión de los diferentes movimientos
de vanguardia condujo al dominio absoluto de la plástica –de la pintura concretamente– en el mundo del arte, así como a la sobrevaloración de las continuas
novedades formales.
Tras la II Guerra Mundial y el agotamiento del Expresionismo Abstracto americano, algunos artistas comenzaron a manifestar su desacuerdo respecto al
dominio de la pintura como base de la moderna cultura visual y empezaron a
crear otro tipo de obras que nada tenían que ver con aquélla. El arte povera, el
arte conceptual, el minimalismo, los happenings, las instalaciones y las performances fueron expresiones de la rebelión contra ese dominio y de la apertura a
formas de creación alternativas.
El resultado de todo ello fue que, a principios de los años setenta, ya no era
necesario que la pintura tuviera color o fuera plana, ni que la escultura fuera
vertical o tuviera volumen. Cualquier cosa, dentro o fuera del museo, podía calificarse como arte bajo unas determinadas condiciones de producción y exhibición. Además, se perseguía hacer fracasar el mecanismo del mercado del arte
mediante la realización de objetos artísticos que se resistían a ser vendidos,
coleccionados o valorados con medios convencionales.
Sin embargo, a mediados de la década de los setenta el marco político y social,
especialmente en EEUU, había cambiado y ya no primaba el comportamiento
social radical de finales de la década anterior. Hacia 1975 el inicialmente subversivo arte conceptual se había popularizado y se comenzó a considerar, incluso, como algo anticuado.
De esta manera, ya en los ochenta, la práctica casi abandonada de la pintura
volvió al centro del escenario y se dirigió a un público ajeno a la revolución
social de las décadas anteriores (en el plano político coincidió con el dominio
del conservadurismo de la política occidental, con el reaganismo en EEUU y el
thatcherismo en Gran Bretaña). La Nueva Figuración se caracterizó por el tratamiento libre del color, la falta de sistematismo y la combinación de estilos aparentemente incompatibles. Mezcló el arte culto y el trivial y exhibió de manera
narcisista y exaltada el yo de un artista falto de perspectivas utópicas. Esta pintura, en muchas ocasiones agresiva y en casi todas contradictoria, reclamó de
manera categórica su posicionamiento perdido en la historia del arte.
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Los Nuevos Salvajes alemanes y la Bad Painting neoyorquina
Tras la II Guerra Mundial la política alemana vivió unas décadas bajo el dominio
del modelo norteamericano, lo cual promovió un fenómeno paralelo de sometimiento a su cultura. En el campo de las artes, la pintura alemana se concentró
entonces en el terreno de la abstracción, como forma de huir de su pasado
nacionalsocialista y de demostrar su aceptación de la cultura de los aliados,
considerada símbolo de democracia y libertad.
Por otro lado, la división del país en dos estados diferentes mantuvo latente la
cuestión de la identidad nacional y, a finales de los años setenta, cuando el país
recuperó por completo su papel como potencia económica mundial, resurgió la
cuestión de un arte plenamente alemán. Se empezó a gestar entonces un arte
marcadamente ético que tomó como modelo al Expresionismo comprometido
de las primeras décadas del siglo y que fue apoyado con fuerza por la crítica
y las instituciones, subyaciendo en todo ello un fuerte deseo de recuperar una
identidad nacional perdida.
Como aquel Expresionismo de vanguardia, los llamados Nuevos Salvajes trabajaron una figuración frenética y antiestética, subjetiva, emotiva, sensual, violenta y con rasgos primitivistas, muchas veces centrada en la persona del artista, en
su enajenamiento y marginalidad. Uno de los creadores más destacados de esta
nueva pintura fue George Baselitz.
Con la famosa decisión de pintar invertidos sus motivos pictóricos, Baselitz pretendía evitar que los modelos visuales conocidos y las habituales pautas de percepción se convirtieran en experiencias de reconocimiento precipitadas y contaminadas. Su intención era destruir lo arbitrario y entender el cuadro como
objeto autónomo que sólo tiene que ver consigo mismo, que ha de ser visto
como parte del mundo y no como una representación o un comentario sobre él.
En Estados Unidos la Nueva Figuración neoyorkina supuso también el retorno a
la pintura y a la figuración, como consecuencia de la reacción contra el arte conceptual anterior. Además, este regreso tuvo la particularidad de contaminarse
del multiculturalismo y la reivindicación de todos aquellos mensajes emitidos
por las minorías marginadas. El rescate del arte popular y las culturas callejeras
llevó los graffiti de las naves industriales y del underground neoyorquino a las
salas de los museos y a las galerías.
Nacido en Brooklyn, hijo de inmigrantes y fallecido prematuramente, Jean
–Michel Basquiat se convirtió en símbolo del arte progresista y encarnó la
segunda revolución social del arte americano (la primera fue la conquista de
las mujeres de su lugar en los círculos artísticos). Constituye, además, el mejor
ejemplo del éxito fulgurante con el que fórmulas de expresión alternativas
fueron aceptadas por el mercado a pesar de que su intención original radicara
precisamente en todo lo contrario: en mantenerse al margen de los engranajes
de un mercado artístico que, finalmente, no tardaría en engullirlos.
Entre el esquematismo de la figuración neoyorkina y la violenta expresión de
la pintura alemana encontramos la obra del también alemán A. R. Penk. Perteneciente, al igual que Baselitz, al grupo de los Nuevos Salvajes alemanes, su
trabajo estuvo muy influido por el arte callejero neoyorkino en general y por la
figura de Basquiat en particular. A éste le rindió homenaje en la obra que aquí
vemos, a medio camino –o como suma– de las otras dos que la flanquean.
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De la escultura-instalación a la instalación escultórica
Desde que, a principios del siglo XX, Marcel Duchamp decidiera convertir en
obra de arte un urinario, el concepto de escultura comenzó a experimentar una
evolución tan rápida como profunda. La idea de escultura predominante a lo
largo de siglos de historia del arte dejó de ser válida y amplió sus límites, tanto
que hoy resulta casi imposible determinar cuándo nos encontramos ante una
obra escultórica o cuándo se trata de cualquier otra cosa. Esta indefinición se
vió acentuada por la entrada en juego de un nuevo género artístico, la instalación, que comparte con la escultura más tradicional su interés por el espacio,
cuya utilización en la construcción de la obra es, precisamente, lo que distingue
ambas maneras de enfrentarse al hecho artístico. Si la escultura más tradicional
conquistaba un espacio para ocuparlo, la instalación lo que hace es incorporarlo como un elemento más. Su objeto principal es la transformación de dicho
espacio para, a partir de ésta, comunicar o expresar algo.
La obra de Juan Muñoz ejemplifica la dificultad para distinguir entre uno y otro
tipo de obra –escultura e instalación–, lo cual no hace sino reforzar la idea de
que, probablemente, hacerlo resulte algo innecesario. En el grupo de personajes que el artista relaciona entre sí, –en apariencia escultórico– el espacio es
tan fundamental, está tan presente y con tanta fuerza, que convierte a estas tres
figuras en una instalación. O quizás podríamos decir que se trata de una instalación conformada por una escultura.
Recuperador de la figura humana en la escultura contemporánea, fue durante
toda su trayectoria artística un incansable creador de espacios y de ambientes,
de lugares y de no-lugares, en los que insertaba sus figuras, con el objeto principal de hacer visibles ideas tan invisibles como la falta de comunicación, la desubicación y los escollos de la existencia humana en la sociedad contemporánea.
Su obra, entre la tradición clasicista y los conceptos más actuales, surcada toda
ella por un importante componente conceptual, recurrió siempre a las figuras
antropomórficas y a la metáfora como estrategia para dar forma –escultórica o
no– a las grandes cuestiones de la existencia posmoderna.
La insatisfacción ante esa existencia contemporánea, dominada por la incomunicación, es también objeto del trabajo de Txomin Badiola. A través de la obra
que aquí vemos –bajo un título revelador –Quién, cuándo o cómo (desconocidos)– el artista, como en muchas otras de sus creaciones, busca establecer la
comunicación con alguien, antes que comunicar algo.
Formado en la pintura, su obra saltó a la escultura concebida como objeto plástico autónomo, y de ahí, casi inevitablemente, a la indefinición de la instalación. Sus principales intereses son los procesos de deconstrucción de la imagen
mediática y la superación del aislamiento elitista del llamado gran arte. Con
este objetivo transforma espacios, los cuales intenta colocar a la altura de cualquier individuo con el objeto de hacerle partícipe de los mismos.
Analizados ambos trabajos, ¿cuál de ellos es ‘más instalación’ y ‘menos escultura’: la construcción de Badiola o la obra de Muñoz?, ¿dónde ocupa el espacio
un lugar más importante, entre la respiración de tres los personajes o en el
interior de la caja de madera?
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Pinturas fotográficas vs. fotografías pictóricas
Ninguna sociedad ha sido tan aficionada a las imágenes como la contemporánea. A diferencia de otros medios artísticos, hoy en día la fotografía es ampliamente utilizada por la gran mayoría de los individuos, artistas y no artistas.
Prácticamente desde su nacimiento, su democratización la convirtió en el medio
de representación por excelencia, al que podía recurrir el más común de los
mortales para atrapar un trozo de tiempo y de realidad. Décadas después y
tras años de lucha, consiguió además el tan ansiado estatus artístico que, en
un principio, se le había negado. De esta manera fue conquistando museos y
galerías, hasta hacerse con un lugar propio y de pleno derecho en la historia del
arte contemporáneo.
Apenas había nacido la nueva técnica, en el siglo XIX, fue ya objeto de discusión
y controversia: los que defendían su condición artística se enfrentaron a los que
negaban su capacidad para el arte. Estos últimos basaban su argumento en la
condición mecánica de la fotografía, en su automatismo, incapaz –según ellos–
de transmitir la genialidad y la subjetividad del artista. Los primeros, llamados
pictorialistas, en su empeño por demostrar lo contrario, utilizaron a la pintura
como modelo sobre el cual construir ese reconocimiento artístico. A partir de
entonces se inició una controvertida historia de amor y desamor entre ambos
medios –pintura y fotografía– cuya relación llega hasta hoy mismo.
Aquellas dos tendencias opuestas del siglo XIX –pictorialismo y purismo– hoy se
han disuelto y fundido con otras muchas, se han mezclado entre sí no dejando
lugar a un solo resquicio del enfrentamiento pasado. De hecho, y en consonancia con el panorama general posmoderno de mixtificación e hibridación técnica,
coexisten ahora con multitud de variantes de lo fotográfico que van, desde el
uso de esta tecnología en su versión más purista y objetiva, hasta la pérdida de
las consideradas como sus cualidades características a manos del gesto pictórico. En medio, un amplio espectro de posibilidades difíciles de definir y, aún
más, de encuadrar dentro de tendencias concretas.
Lo que sigue subyaciendo en la mayoría de las obras contemporáneas deudoras
de la fotografía es la reflexión teórica sobre la particular condición del medio y
su frecuente identificación con los conceptos de verdad y de realidad. Son estas
cuestiones conceptuales, acerca de la naturaleza de esta técnica, en las que se
basan los trabajos de gran parte de los artistas contemporáneos que la utilizan
para construir sus obras.
Andreas Gursky sustituye la pintura tradicional a gran escala y la de los grandes
formatos que relataban paisajes y hazañas bélicas, por superficies fotográficas
de tamaño similar que representan paisajes urbanos desde puntos de vista elevados. Sus panorámicas reúnen a cientos de individuos que desaparecen en la
masa, en el interior de verdaderos enjambres humanos que nos habla de las
alienadas formas de existencia de la civilización occidental. Gursky construye sus
tableaux a partir de una estética deudora de la escuela de los Becher, basada
en las cualidades aparentemente objetivas y neutras del medio. Sin embargo,
finalmente, su obra se rebela como la visión subjetiva de un tema susceptible
de ser abordado desde otras muchas perspectivas posibles.
La misma o mayor nitidez y aparente neutralidad dominan las cajas fotográficas
de Jeff Wall, en las que hasta el más mínimo detalle aparece perfectamente
representado. Sin embargo, la perfección técnica y compositiva de sus composiciones –que llevarían al espectador a aplaudir la objetividad y neutralidad de
una escena captada de manera espontánea por el fotógrafo– no hace sino revelar el laborioso proceso de escenificación necesario para procurar esa sensación
de instante robado, de tiempo detenido, absolutamente falsa y construida para
la ocasión. La posibilidad de manipular la estructura del cuadro –según Wall la
unidad de las fotografías, como en el caso de las pinturas, no es consustancial
a las imágenes– se corresponde con la impresión de angustia, de desconcierto
y de misterio con las que el artista identifica las relaciones sociales que son
objeto de sus trabajos.
Si Gursky y Wall se sirven de la nitidez fotográfica a la manera de los primeros puristas decimonónicos, defensores de las cualidades propias de la técnica,
Gerhard Richter utiliza modelos fotográficos para construir sus pinturas y así
investigar y reflexionar sobre las cualidades supuestamente características de
ambas formas de representación. Fotografías cotidianas de la esfera privada
le sirven para dotar a sus cuadros de una supuesta objetividad de la que en
realidad carecen, como también carecen de ella las fotografías de origen. No es
la realidad –el mundo circundante– el tema de sus imágenes, sino la reproducción fotográfica de un fragmento de ese mundo. La pintura es, entonces, una
reproducción de una reproducción de algo que, al ser fragmentado, tampoco es
real, porque no está completo. La reproducción objetiva y verdadera de lo real
es pues una entelequia, una promesa incumplida surgida con el nacimiento del
medio fotográfico.
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