no todo es desvestise: traje y comportamiento en

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NO TODO ES DESVESTISE:
TRAJE Y
COMPORTAMIENTO EN EL
ARTE DE ACCIÓN
Yayo Aznar
Como todos sabéis, las performances y las acciones
son simplemente acontecimientos efímeros, con
vocación de obra de arte, cuya existencia tiene siempre una duración muy limitada, tanto en el tiempo
como en el espacio, aunque su testimonio, de diferentes maneras, pueda llegar hasta nuestros días. Es,
pues, arte vivo hecho por los artistas. En una acción
el/la artista tiene un papel muy determinado, raras
veces improvisado, y tiene que vestirse o desvestirse
para llevarlo a cabo.
Algunas veces los artistas han utilizado prendas asociadas al vestuario para trabajar con los diferentes
modos que tienen los seres humanos de percibir su
entorno. Por ejemplo, Rebeca Horn, para sus performances de finales de los sesenta y principios de los
setenta, diseñó una serie de aparatos dedicados a
subrayar las actividades orgánicas que constituyen la
vida.
En Arm Extensions, de 1968 (Foto 1), Rebeca extendía sus brazos hasta el suelo, del mismo modo que en
1972, en Finger Gloves, extendería sus dedos por
medios artificiales para poder sentir y tocar algo desde
una distancia mayor a la normalmente necesaria, a la
que estamos acostumbrados.
A
C
T
A
S
La acción de los dedos extendidos intensifica las sensaciones que llegan a la mano y experimentan la actividad manual como un nuevo modo de operar, de
actuar, controlando siempre la distancia entre la persona y los objetos.
Rebeca Horn, Arm Extensions, 1968
A lo largo de los años setenta, Horn complica un poco
más su trabajo y, así, en Abanico de cuerpo mecánico, de 1974, válido tanto para cuerpos masculinos
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como femeninos, extiende las líneas del cuerpo en
dos grandes semicírculos de tela, definiendo un espa
cio más del cuerpo de los individuos. La rotación lenta
de los abanicos separados revelaba y ocultaba distintas partes del cuerpo con cada giro, mientras que una
rotación rápida creaba un círculo transparente de luz.
había creado ella, y que era cierto que ambas formaban parte de la vida real y parte de la fantasía, pero
irremediablemente pertenecían al imaginario colectivo
desde hacía muchos siglos.
Pero otros, los que hoy nos interesan aquí, se preocuparon mucho por cómo se vestían y, sobre todo, por
qué se vestían así. Uno de los primeros artistas que
hizo performances en los sesenta y en un contexto
más o menos ampliado del Pop Art, Jim Dine, resulta
paradigmático en este sentido. En todos sus trabajos
él daba una enorme importancia al vestuario porque
en todos ellos el vestido, el traje, pretende, sobre todo,
convertir y transformar el cuerpo del artista. El artista
es lo que el traje dice que es.
Como todos sabéis, tradicionalmente el traje da al ser
humano una determinada identidad social (le "identifica" dentro de un grupo o en sus márgenes). En esta
acción, titulada El obrero sonriente, el vestido es un
instrumento para glorificar el gesto del artista que pinta
la tela y que se cubre a sí mismo, como un trabajador,
con el color. Pero también como un payaso.
Jim Dine, Reuben Gallery, 1960.
© VEGAP. Madrid, 2007
Otras veces, los artistas simplemente no han utilizado
ropa. En las acciones de los años setenta, y en
muchas de los ochenta, la preocupación por el cuerpo y su reconceptualización, unida a una buena dosis
de sólida teoría feminista, propició que muchas artistas simplemente se desvistieran a la hora de llevar a
cabo sus acciones. Así, Utay y Abramovic, en esta
Relación en el espacio, presentada en la Bienal de
Venecia de 1976; Carolee Schneemann, en Interior
Scroll de 1975; Ana Mendieta, en Tied-Up Woman ,
presentado en la Universidad de Iowa en 1973; o
Bárbara T. Smith, en Feed Me de 1973, una pieza presentada en una exposición Sound Sculpture As, por
otro lado altamente masculinizada. Lo que hizo Smith
fue construir un espacio privado en el que ella permanecía desnuda toda la noche, invitando a los espectadores y participantes, uno por uno, a entrar, a hablar
con ella e incluso a actuar sobre ella; es decir, los participantes estaban invitados a tener un intercambio de
"conversación y afecto". Pronto llegaron las críticas y,
cuando le preguntaron qué pensaba después de
haber creado una imagen de la mujer como "una cortesana y una odalisca", Smith respondió que no la
De hecho, Dine tiene un papel muy activo en esta performance. En una gran sábana de papel que parece
un lienzo, dibuja una serie de cabezas, escribe las
palabras I love, bebe pintura, echa lo que sobra sobre
su cabeza y luego completa la frase para que podamos leer: I love what I'm doing, HELP¡. Finalmente,
salta a través de su pintura, un acto que algunos críticos han interpretado como una parodia del Action
Painting.
Sin duda, el producto final de El obrero sonriente es
una performance que habla de hacer arte, más que un
objeto artístico duradero; es decir, Dine, con su máscara, vestido literalmente de payaso (aquél que sirve
para divertir a la gente que paga por ser entretenida),
está jugando el papel de un "pintor de acción", los
más famosos en ese momento, los más cotizados en
el mercado, los más invitados a las fiestas de la alta
sociedad de Nueva York, los más mimados por los
mismos políticos que potenciaban la guerra fría…
De hecho, como se ve claramente en las fotografías
que hizo de esta acción Martha Holmes, Dine primero
produce y luego destruye (saltando a través de ellas)
unas telas que podían haber sido la quintaesencia del
Expresionismo abstracto. Y lo hace en un ambiente de
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Traje, identidad y sujeto en el arte contemporáneo Traje, identidad y sujeto en el arte contemporáneo Traje, identidad y sujeto en el arte contemporán
carnaval, enmascarado, en un ambiente ligado a la
"liberación temporal del orden establecido" y lo suficientemente ambiguo como para dejar en la cuerda
floja las relaciones de Dine con los "pintores de
acción" de la generación anterior. Al Hansen se refirió
más tarde a esta performance como un "psicodrama",
porque la frase que Dine escribe en el lienzo también
se refiere a su propia, conflictiva e intensa relación con
la pintura. Cuando, en 1960, la revista Times publicó
una entrevista con él, Dine subrayó esto al decir que la
performance era "un modo de mostrar el sentimiento
de ser un feliz pintor compulsivo, como lo soy yo". Es
más, el personaje de El obrero sonriente vivió como
una reflexión en las siguientes prácticas artísticas de
Dine, mostrando siempre su intensa y crítica identificación con el oficio de pintor.
personaje viene dado por los puntos en que se cruzan
las diagonales de los cuadrados originados a partir de
los lados menores. Por eso está desplazado, no en el
centro. De origen rústico, en medio de la mejor sociedad del París del siglo XVIII, pintor académico pero
que trabaja al margen de la Academia, cómplice y
amigo de los comediantes italianos, la verdad es que
da la impresión de que Watteau tampoco estaba en el
centro.
Por ejemplo, para la apertura de su exposición individual en la Reuben Gallery, en abril de 1960, Dine (Foto
2) se vistió en parte como en El obrero sonriente. Para
él no era simplemente un actor haciendo un papel,
sino que pretendía permanecer como un payaso más
allá de su propia performance, en el límite entre el arte
y la vida, en una muy personal zona intermedia que,
curiosamente, ya habían investigado otros artistas
antes que él.
Ya decía Marcel Duchamp que "El arte es una de las
formas más altas de la existencia humana a condición
de que el creador escape a una doble trampa: la ilusión de la obra de arte y la tentación de la máscara del
artista. Ambas nos petrifican: la primera hace de una
pasión una prisión y la segunda, de una libertad una
profesión"
Esa "máscara de artista" de la que habla Duchamp, de
peligrosa e interesada herencia romántica, es lo que
muchos artistas se han cuestionado al empeñarse en
identificarse con determinados personajes marginales
como la prostituta, que se vende a sí misma, o, sobre
todo, el payaso, condenado eternamente a entretener
a los demás por dinero.
El payaso es un lugar común para los artistas prácticamente desde el Gilles de Wattteau, una obra misteriosa y descentrada (Foto 3). De hecho, Watteau se
resiste a utilizar una composición claramente centrada
y utiliza un esquema que, por otra parte, era muy frecuente en otras obras suyas: el desplazamiento de los
lados menores del rectángulo. En realidad, el eje del
Antoine Watteau, Pilles, París, Museo del Louvre
Porque la verdad es que, al final, lo que tenemos
delante es un payaso que está triste y Watteau ha
puesto un especial empeño en que la concepción del
cuadro sea monumental. Es un Pierrot solo, parado
delante de nosotros, subido en un escenario. El rostro,
la parte más expresiva, se enmarca cuidadosamente
en una serie de círculos concéntricos (el pañuelo, el
sombrero, el cuello), que de alguna manera suavizan la
verticalidad imponente de la figura. El jardín y el resto
de los personajes (fácilmente identificables como el
Capitán, Isabel, Leandro y Crispin, todos ellos de la
Comedia Italiana, en ese momento de moda en las
fiestas de la aristocracia francesa), sólo sirven de
marco a Pierrot e incluso ayudan a auparlo al permanecer ellos en un plano más bajo. Al final, da igual, y
cuando miramos el cuadro, como si fuera un espejo,
nos topamos con él, con Pierrot, con Pilles, con
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Wattteau o con quien sea, con nosotros mismos solos
y torpes…; todos un poco payasos.
Desde este momento el tema del payaso se repetirá
en muchos artistas contemporáneos, desde Picasso
hasta Dine, como un verdadero "icono de autoparodia".
Y es que para los artistas estaban cambiando muchas
cosas. El mismo Beuys, que se viste de chamán (tan
romántico y legendario) para convivir con un coyote
(desde luego, no tan salvaje como podría parecer) en
Yo amo a América y América me ama a mí, una protesta contra la Guerra del Vietnam, se viste de sí
mismo y se maquilla cuidadosamente en dorado para
enseñar pintura a una liebre muerta. Hay que tener en
cuenta que Beuys cuidó mucho su imagen y su forma
de vestir (el sombrero, los tejanos, el largo abrigo, el
chaleco lleno de bolsillos…; pequeñas cosas que clasifican rápidamente a las personas que las adoptan) y
está claro que en esa decisión hay una clara vocación
de ser identificado con facilidad ("ése es Beys, el artista") y probablemente también de mantenerse idéntico
a sí mismo, algo que indiscutiblemente forzará
muchas de sus contundentes acciones. Como diría
Lipovetsky en El imperio de lo efímero (Anagrama,
1996), "es el poder social de los signos ínfimos", el
asombroso dispositivo de distinción social. Como si
fuera un aristócrata de otro tiempo o un artista bohemio del siglo XIX, Beuys busca la diferencia en el vestir, la individualidad, ser uno (especial) entre muchos:
ser libre, despreocupado, creador…pero también narcisista…y diferente.
La acción I like America, and America likes me, que se
celebró en la galería René Block de Nueva York del 23
al 25 de mayo de 1974, protesta, básicamente, contra la Guerra del Vietnam, una guerra que, no lo olvidemos, estaba a punto de acabar (terminó en 1975)
con la retirada precipitada de los estadounidenses
gracias, entre otras muchas cosas, a la presión ejercida por diferentes grupos sociales a través de insistentes y multitudinarias manifestaciones desde hacía ya
varios años.
A lo largo de la acción, absolutamente estética, por
otra parte, muy cuidada y llevada a cabo en una de las
galerías de arte contemporáneo más famosas y poderosas de Nueva York, Beuys protagoniza una serie de
actuaciones importantes de las que me gustaría des-
tacar dos: en primer lugar, va en una ambulancia porque se niega a entrar en contacto con la América real
actual, aquélla que tenía todavía abierto el conflicto de
Vietnam; y, en segundo lugar, se encierra durante días
en una jaula con un coyote, un animal paradigmáticamente norteamericano, muy ligado a los mitos y a los
ritos de los primeros pobladores de aquel territorio, las
diferentes tribus de indios que fueron paulatinamente
exterminados por los colonizadores blancos, de alguna manera, por el progreso.
Es decir, Beuys intenta, evitando el contacto con la
América contemporánea, entrar en relación con su
pasado mítico y salvaje con la esperanza, supongo, de
recuperar una espiritualidad que parecía evidente que
Estados Unidos había perdido. Beuys actúa, pues,
como un mediador entre el mundo real, materialista y
tecnificado, y un mundo pasado salvaje y pleno de
espiritualidad.
Beuys actúa como un chamán, y nos exige, pues, una
mirada de culto. Cuestión complicada ésta de la mirada de culto. El mismo Freud en Tótem y Tabú1 , una
de sus obras más criticadas, llegó a recaer en la diferencia por antonomasia. A la multitud opone la absoluta singularidad del héroe, de manera que el héroe
monopoliza la valentía y la inocencia, y la multitud, la
culpabilidad.
O sea, de alguna manera, el héroe es pura víctima,
una imagen que atraía mucho a Beuys, sobre todo en
su identificación con Cristo en diferentes obras muy
conocidas. Pero cuidado. Como ha señalado René
Girard2 , la víctima es tan culpable como los demás y
el hecho de que tome la iniciativa y se autoinmole no
la libera de su carga, por mucho que busque su inocencia en el territorio de lo irracional, en el pequeño y
asustado coyote, del que además, por otro lado,
Beuys está permanentemente protegido. Por eso, en
acciones como ésta existe algo, a primera vista, imposible e irrealizable; cualquier aplicación práctica parece condenada a tal abstracción que su interés desaparece. Por eso se viste como un chamán.
Beuys actúa como un chamán, pero no es un chamán. El trato de Beuys con lo mítico, simbolizado en
este caso por el coyote, es un proceso individual que,
en teoría, con una mirada al pasado, quiere salvar para
el futuro determinados procesos espirituales ya perdidos. Sin embargo, el concepto antropológico de mito
está siempre ligado a un colectivo, porque define la
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Traje, identidad y sujeto en el arte contemporáneo Traje, identidad y sujeto en el arte contemporáneo Traje, identidad y sujeto en el arte contemporá
experiencia viva de una comunidad que se agrupa en
torno a un canon general de experiencias. Los mitos
son inseparables de la tradición global de una cultura,
una fe, unos ritos, unas normas éticas, etc...; están
entretejidos con la totalidad de la cultura social y son
una de sus más claras expresiones. Beuys no está
creando ningún nuevo mito social capaz de modificar
la cultura. Hace, más bien, una difusa recuperación de
viejos arquetipos prácticamente olvidados (de nuevo,
el coyote) con la intención de que podamos avanzar
hacia un futuro que, en cualquier caso, resulta inasible.
En lugar de descubrir los mitos de nuestra época,
Beuys, como ha señalado Eckhard Neumann3 , en
una lectura que puede ser acusada de conservadora
pero que a mí me parece muy convincente, tiene una
concepción irreal del mito y lo convierte en un pseudomito capaz únicamente de reflejar un mundo opuesto,
distinto y "mágico" (un contramundo) a una conciencia
cansada de civilización. Al final, dos humanidades
diferentes.
En Cómo explicar los cuadros a una liebre muerta, una
acción celebrada en la galería Schmela de Dusseldorf
en 1965 (Foto 4), Beuys se presenta sin sombrero
(aunque mantiene los pantalones vaqueros y el chaleco) porque ha cubierto enteramente su cabeza primero de miel y luego de polvo de oro.
La cabeza de Beuys adquiere así una dimensión
nueva, escultórica, y sus rasgos aparecen relatados
por esa patina de oro auténtico que simboliza la riqueza y que aquí representa el valor espiritual (probablemente ése que tendrá que explicar a la liebre muerta),
constituido por una equilibrada armonización entre el
pensamiento racional y la intuición encarnada en la
cualidad orgánica de la miel. El efecto estático y concentrado se manifiesta en la pausada orquestación de
sus movimientos, en la expresión de sus manos, en su
discurso, e incluso en la forma en que sostiene en sus
brazos, abrazándola, a la liebre muerta.
El espacio de la sala era muy pequeño y la gente tenía
que contemplar la escena a través de una ventana y
de una puerta de cristal. Sólo al terminar la acción el
público pudo pasar por delante de Beuys, sentado en
un taburete contra una de las paredes de la sala. Esta
separación entre él y los espectadores creaba una distancia psicológica interesante.
Al iniciar la acción, que duraría tres horas, el artista se
desplazaba por la sala, llevando atada a su pie derecho una plataforma de hierro que hacía bastante ruido
y a su pie izquierdo un trozo de fieltro. Se detenía parmoniosamente ante los cuadros expuestos para explicárselos a la liebre con algunos gestos, tocándolos a
veces con la pata del animal y en una jerga murmurada, difícilmente audible, no sabemos si comprensible.
En un momento dado se sienta en el taburete y deja
que la gente pase a la sala.
Joseph Beuys. Cómo explicar los cuadros a una liebre
muerta, Dusseldorf, Galería Schmela, 1965.
© VEGAP. Madrid, 2007
Según la lectura de Carmen Bernárdez, a Beuys no le
interesa, en este caso, comunicarse directamente con
el ser humano, y prefiere adentrarse en el territorio
mítico de este animal para mostrarle de manera metafórica un camino al hombre. La liebre representa la
energía animal, principio femenino de encarnación y
nacimiento y también de la intuición y la imaginación.
En esta acción, Beuys se sitúa en un plano de comunicación especial que enfatiza, frente al pensamiento
racional, frío..., el enorme poder de aquéllas: un poder
cálido que necesariamente compensa y equilibra al
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otro. Este nuevo tipo de pensamiento es el que Beuys
quiere proponer: hay que transformar el lenguaje en
profundidad. Una renovación que parte de la nada,
pues la liebre está muerta, de modo que (según el
concepto cíclico beuysiano) ahora puede iniciarse el
proceso de regeneración. Este tránsito protagonizado
por la liebre se convierte en una metáfora de la transformación del pensamiento humano. Regenerado,
recuperando intuición y creatividad, el hombre puede
liberarse de la alienación y conducir su propio destino:
"cada hombre, un artista".
Porque los cuadros se los explica a la liebre, pero la
acción está destinada a los hombres. A Adorno le
gustaba afirmar que las obras de arte son el lugar de
lo no idéntico, de aquello que no se deja dominar y
subsumir. Esto es, justamente, lo que daría un valor
irreductible al arte en un mundo en el que todo es instrumentalizable, conmensurable, igualable, calculable
y homogeneizable.
Pero, esa concepción del arte llevada a cabo además
por un artista meticulosamente vestido como tal y a
todas luces identificable en ese papel ¿no marca una
distancia casi insalvable entre el artista (antes payaso,
luego chamán y ahora guía casi pastoral) y el resto de
los seres que convivimos en la misma sociedad?
lenguaje que debe ser redefinido y…¿enseñado?. Y es
en la enseñanza en lo que Beuys deriva hacia un
cómodo pero peligroso romanticismo. Le enseña a la
liebre, que sólo tiene el grito; nos enseña a nosotros,
que tenemos poco más. Se trata, al final , de una diferencia entre dos humanidades, y no podemos olvidar
que esa diferencia identifica el orden de la autoridad.
Hay un conflicto en el seno mismo de la pureza del
arte, en la idea misma de esta materialidad del arte
que prefigura una configuración distinta de la común,
muy visible, por otro lado, en el modo en que el artista "se viste" de artista. De hecho, esta contraoferta del
arte que lleva a cabo Beuys puede acabar teniendo,
como ha señalado Eckhardt, al que aquí sigo casi literalmente, una función paradójica: puede acabar siendo, no demasiado sorprendentemente, un factor estabilizador. Me explico: el contramundo, como lugar de
compensación y huida de la sociedad, puede garantizar al mismo tiempo la permanencia de aquello contra
lo que supuestamente lucha, porque puede ofrecer al
final los mejores argumentos y prejuicios a favor de la
necesidad del status quo.
Puede ser, como asegura Ranciére en Sobre políticas
estéticas, que la aparición fulgurante de la singularidad
de la obra artística impulse en sí misma un sentido de
comunidad. Puede que realmente todas las obras de
arte reafirmen, cada una a su modo, una misma función "comunitaria" del arte, una función, al fin y al
cabo, política.
El hombre, dice Aristóteles, es político porque posee
el lenguaje que pone en común lo justo y lo injusto,
mientras que el animal sólo tiene el grito para expresar
placer o sufrimiento. Toda la cuestión reside entonces
en saber quién posee el lenguaje y quién solamente el
grito. La política, dice Ranciére, sobreviene cuando
aquellos que "no tienen" tiempo se toman ese tiempo
necesario para erigirse en habitantes de un espacio
común y para demostrar que su boca emite perfectamente un lenguaje que habla de cosas comunes y no
solamente un grito que denota sufrimiento.
Si la respuesta a una estructura superorganizada es
una tendencia anarcoindividualista, si a un racionalismo unilateral le sigue una propensión al irracionalismo,
esta contraimagen, por mucho que nos pese, funciona como una caricatura y lleva consigo el ejemplo
negativo necesario para reforzar la estructura heredada y el sistema de valores transmitido. Este mecanismo doble de estabilización mutua, con la dinámica de
interdependencia, debe ser roto para posibilitar nuevas determinaciones del papel del artista más allá de
él mismo. Se trataría del desarrollo de nuevas formas
para una integración del arte y del artista en la sociedad, que, con la necesaria libertad, garantice un efecto mejor que el de la existencia marginal y apartada.
Un proceso de solución que deje de limitar a papeles
de payaso, loco, genio o chamán, el marco de búsqueda de la identidad artística, y que no permita separar al artista con papeles de estrella y excéntrico, con
ideales de bohemia y dandi, con el modelo de chamán, encantador, mago, hombre-medicina y curandero, como variaciones de una existencia socialmente
exótica. El artista debe ser un igual entre iguales.
Entonces, Beuys tenía razón: el problema es el lenguaje, un lenguaje que además tiene que mantener un
equilibrio entre el pensamiento racional y el intuitivo, un
Quizás es mejor que nos vistamos todos juntos, aunque seamos diferentes, como propone Lygia Pape, en
su acción Divisor de 1968, con un enorme traje comu-
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Traje, identidad y sujeto en el arte contemporáneo Traje, identidad y sujeto en el arte contemporáneo Traje, identidad y sujeto en el arte contemporá
nitario que es simplemente una gran tela de algodón
que une de manera literal a un buen número de personas, aunque lo cierto es que al mismo tiempo las
separa (o respeta su individualidad, según queramos
verlo), dada la disposición regular de los agujeros por
los que los participantes tenían que sacar la cabeza.
O quizás sería bueno que nos vistiésemos todos y no
sólo el artista, tal y como propone Lygia Clark. En
1964 la artista inicia su escultura De vestimenta, siempre con materiales blandos y diseñada para ser utilizada por los espectadores. Una de sus primeras piezas,
Gusano, era una obra realizada en caucho verde con
aspecto de hongo que colocó en el tronco de un árbol
como si se tratara de un parásito. Todas estas obras
De vestimenta contaban obligatoriamente con el
espectador e incluían máscaras sensoriales para una
o más personas, recintos cavernosos magnetizados
que a veces atraían y a veces repelían a los participantes y, en general, indumentarias en las que los espectadores podían desarrollar su propio "lenguaje del
cuerpo", un lenguaje centrado en la memoria del cuerpo a un nivel no-verbal, pre-verbal.
Algo parecido, en cierto sentido, a lo que propone
Helio Oiticica en Prangolé, aunque en este caso más
claramente político todavía. Parangolé se formula con
toda la experiencia de la samba brasileña, con el descubrimiento de los morros, de la arquitectura orgánica
de las favelas cariocas y, principalmente, con las
cosas espontáneas, anónimas, de los grandes centros urbanos: el arte de las calles, de las cosas inacabadas, de los descampados…
Es la recuperación radicalizada de la cultura popular.
En Parangolé el artista o el espectador, da igual, se
viste con una capa que consta de varias series de
paños de colores que se van descubriendo en la
medida en que éste se mueve corriendo o bailando.
Pero, poco a poco, los Parangolés ampliaron sus
medios e introdujeron palabras y fotografías en sus
capas, de manera que cada capa, cada parte del vestuario, tenía una razón de ser, una relación con una
persona, un lugar, una sensación o un pensamiento.
Capa de la libertad, decía la numero ocho; Yo encarno la revuelta, se leía en la número once; Víctima de la
adversidad, en la doce; Soy la mascota de Parangolé.
Mosquito de la samba, en la de este niño; y, finalmente, Tenemos hambre, en la número catorce.
Con los Parangolés el arte privilegia la activación,
ensancha el oficio, respira aires nuevos y se aleja de la
macropolítica. La obra de arte se empieza a constituir
lejos del arte político dado, sin posible contestación,
ensombrecido por la vulgaridad propagandística, el
slogan de circunstancias o la voluntad militante heredados, una vez más, de una política occidental basada sobre todo en partidos/empresas.
Lejos del status del artista, digamos regularizado, dirigido por la industria cultural a través de encargos que
no resultan demasiado gravosos (porque las exigencias de los que encargan las obras parecen bastante
razonables), ni crean una excesiva mala conciencia,
estos artistas se mantienen voluntariamente en la periferia del sistema artístico, indiferentes a la conquista
del marco de integración institucional, pegados a la
realidad, uno más entre muchos, sin disfraces, y
desde allí son capaces de generar una estética singular marcada por la primacía de la comunicación, por
una "renarrativación" del arte, como diría Martha
Rosler, y por el empeño en plantear un arte activo,
razonablemente democrático y capaz de dar a luz a
una política diferente a la del Estado en la medida en
que no se crea para servir, obedecer y olvidar (o recordar), sino para contribuir. Ingenuo, sin duda, pero lo
cierto es que el arte político, por naturaleza, debería
tender a la corrección de la realidad y debería economizar toda utopía: sólo tiene que rendir cuentas de lo
real, nada más que de lo real, sin que esto se ponga
al servicio de ninguna otra causa.
Porque todo ocurre en tiempo real, porque sólo el instante presente es real… en toda su idiotez, como diría
Clement Rosset. Ya lo decía Bachelard en La intuición
del instante: "Si mi ser sólo toma conciencia de sí
mismo en el instante presente, ¿cómo no ver que ese
instante es el único terreno en el que se pone a prueba la realidad?". El presente es, pues, el único territorio en el que todas nuestras convicciones se ponen,
literalmente, a prueba. Este tipo de creación/accción
en tiempo real es muy consciente de sí misma y de
que la vida no se puede comprender en una simple
contemplación pasiva, por muchas promesas de "suspensión" y "creación de comunidad" que lleve.
Comprender la vida es incluso algo más que vivirla, es
verdaderamente propulsarla, intervenirla, a veces con
bastante urgencia. Es lo que Brian Wallis ha llamado
"activismo cultural"4.
22
En un texto reciente, escrito a medias con María Iñigo
Clavo y en fase de publicación, hemos entendido por
arte activista una forma de arte político que se mueve
en un territorio intermedio entre el activismo político y
social, la organización comunitaria y el arte. El activismo social, basado en la famosa idea de Nancy Fraser
de que "existe aún mucho que objetar a nuestra
democracia realmente existente", ha emergido desde
los años ochenta como una fuerza democrática compensatoria. Con el objetivo de conseguir reconocimiento para las particularidades colectivas marginadas, estos nuevos movimientos defienden y extienden
derechos adquiridos, pero también propagan la exigencia de nuevos derechos basados en necesidades
diferenciadas y contingentes. A diferencia de las libertades puramente abstractas, no eluden tomar en consideración las condiciones sociales de existencia de
quienes los reclaman. Y lo que es más, tales nuevos
movimientos, al tiempo que cuestionan el ejercicio del
poder gubernamental y corporativos en las democracias liberales, se desvían de los principios que han
informado los proyectos políticos tradicionales de la
izquierda, porque se distancian de las soluciones globalizadoras y rechazan ser dirigidos por unos partidos
políticos que se proclaman representantes de los intereses sociales del pueblo.
Desde hace tiempo el territorio del activismo político y
el del arte se han venido contaminando mutuamente,
porque por necesidad todos se han visto estrechamente relacionados con la creación de imágenes, con
la autorrepresentación y con actividades que siempre
deben ser colectivas, legibles y efectivas. El artista, en
ellas, es sólo uno más -insisto, sin disfraces- y no tiene
ningún papel especial excepto el de saber poner sus
propias herramientas al servicio del colectivo, como
hacen los demás. O disfrazado, si es que todos se
disfrazan en una fiesta de carnaval. La campaña en
1996 contra la construcción de la M11 en Londres fue
una perfomance continua protagonizada, entre otros
colectivos, por Raclaim the Streets¡. Frente a los gestos valientes pero discutiblemente eficaces de artistas
de acción que han utilizado sus cuerpos en actos políticos que implicaban un cierto peligro (Chris Burdel,
los accionistas vieneses, Gina Pane, etc…), este tipo
de acción es a la vez, en palabras de John Jordan,
poética y pragmática, profundamente teatral y fundamentalmente política. Para Reclaim the Streets¡ la función política pragmática consistió en paralizar las
obras de la M11, con las consiguientes pérdidas eco-
nómicas para el Ayuntamiento de Londres y las
empresas implicadas, mientras que la función "representacional" fue la producción de nuevas imágenes
vistas por la mayor cantidad posible de público y que
podían conseguir que la problemática concreta se
proyectase sobre una gran cantidad de personas.
Muchas veces el resultado es simplemente un proceso de autorrepresentación, protagonizado y asumido
por toda la comunidad. Martha Rosler ya trató explícitamente la polémica sobre la representación, afirmando la posibilidad de una "representación participativa"
frente a las formas de representación dominantes que
enmascaran la explotación simbólica y material de la
miseria del sujeto subalterno. Por su parte, Brian
Holmes, de la asociación Ne pas plier, también se
refiere al trabajo de realización de imágenes políticas
mediante un modo de producción basado en principios colaborativos con los que son protagonistas. En
el contexto del proyecto Sub-Burgos, en mayo de
2003, el colectivo Espacio Tangente llevó a cabo la
intervención El Encuentro. Elige participar. El
Encuentro es un conjunto de barracones prefabricados a las afueras de Burgos que el Ayuntamiento
había cedido por cinco años a una comunidad gitana
en lo que se llamó muy elocuentemente un "proceso
de integración". Esta comunidad llevaba ya diez años
en ellos escondida en un barranco entre un polígono
industrial y debajo de una perrera esperando una solución. El colectivo fue al poblado e hizo una asamblea
para presentar lo que habían pensado como intervención. La finalidad era, fundamentalmente, dar visibilidad al problema, de manera que hicieron fotografías
de las personas del poblado (tal como ellos habían
decidido que querían aparecer) y luego las pusieron en
una valla publicitaria claramente visible desde la autopista.
Otras veces, estos grupos utilizan de manera abierta y
descarada el sentido del humor, evidentemente con
fines políticos. Siempre se trata de crear comunidad.
Partiendo de la definición que Michel De Certeau5
hace de la "táctica", diferenciándola de la "estrategia",
y del ensayo sobre El chiste y su relación con el
inconsciente de Freud6 , algunos de estos grupos
entienden que el humor y sus mecanismos de funcionamiento (economía y condensaciones verbales,
doble sentido y contrasentido, traslados y aliteraciones, empleos múltiples del mismo material, etc…) es
capaz de combinar elementos audazmente cercanos
23
Traje, identidad y sujeto en el arte contemporáneo Traje, identidad y sujeto en el arte contemporáneo Traje, identidad y sujeto en el arte contemporá
para insinuar el destello "de otra cosa" y sorprender al
destinatario. La actividad del colectivo Yo Mango en
Madrid, cuya función principal es adiestrar al ciudadano en el difícil arte del robo en los grandes almacenes,
se publicitaba en carteles como el que veis en la imagen. El humor es, de entrada, una "resublimación" (lo
que nos aleja de cualquier percepción estética) y es
capaz de renegociar los significados del lenguaje en el
territorio público. El humor es también un shock no
traumático que puede anular la mirada anestésica a
través de una "protección otra" (es cierto), pero una
protección en la que se mantienen destellos de realidad, en lugar de una realidad doblada. El humor es, en
fin, un pacto con la realidad y, lo más peligroso, es
muy capaz de crear cómplices.
Es evidente que todo esto plantea dos problemas: la
posibilidad o no de un impacto político real, y su complicada relación con lo que tradicionalmente hemos
entendido como arte. Con respecto al primer problema, creo que es evidente que el arte activista no
puede cambiar de manera inmediata sustancialmente
las cosas, pero es posible que, sin grandes ambiciones, pegado a la realidad, en ocasiones sí pueda llegar a dotar a una comunidad o a un grupo social de
un sistema efectivo de autorrepresentación en el
espacio público que, de alguna manera, ellos aprendan a gestionar. A veces los cambios más pequeños
son los más efectivos…, por supuesto a medio o largo
plazo. En cualquier caso el arte político, tal como lo
vemos hoy, y sin quitarle un ápice de valor, sobre todo
el que permanece dentro de los conocidos espacios
tradicionales del mundo del arte, puede correr el peligro de ser un sujeto excesivamente familiar para el
capital, con unos códigos perfectamente asumidos y,
por lo tanto, desactivados; puede ser, en fin, un sujeto demasiado cercano y, en el fondo, como diría
Martha Rosler, estar haciendo exactamente lo que se
espera de él.
mada por Hal Foster corriente del "posmodernismo
crítico", una posición que aúna un conjunto de prácticas, muchas de ellas abiertamente contrapuestas, en
las que parece que lo cultural es una arena desde la
que es posible la contestación, por supuesto dentro
de los códigos establecidos y en un sistema tan desestructurado en el que ya se ve muy difícil la construcción de una respuesta democrática mínimamente
mayoritaria. Es, simplemente, el momento de contemplar una nueva opción, elegida y definida por los mismos artistas activistas, para los que ya no se puede
tratar sólo de adoptar un conjunto de estrategias artísticas más inclusivas o democráticas, ni siquiera de
abordar los problemas sociales y políticos bajo la
forma de una crítica dentro de los confines del mundo
del arte (como podía estar haciendo el posmodernismo crítico). En su lugar, los artistas activistas quieren
crear una forma cultural que adapta y activa elementos de cada una de estas prácticas estéticas, unificándolas orgánicamente con elementos del activismo y
de los movimientos sociales. Es cierto: el arte activista se mueve y se nutre en los mismos límites del territorio del arte, pero no olvidemos que no somos jueces, sino testigos; que la idea tradicional de arte que
tenemos no es tan vieja como parece; y, sobre todo,
que el Arte con mayúsculas, siempre ha sabido alimentarse de sus propios límites.
FREUD, S., Obras Completas, Madrid, Biblioteca Nueva,
1996, pp. 1745 y ss.
2
GIRARD, René, La violencia y lo sagrado, Barcelona,
Anagrama, 1998, p. 209.
3
NEUMANN, E., Mitos de artista. Estudio psicohistórico
sobre la creatividad, Madrid, Tecnos, Colección Metrópolis,
1992, p. 95).
Con respecto a la relación de este tipo de actividades
con el llamado "territorio del arte", también es evidente que el arte activista se sitúa, al menos de un modo
parcial, fuera de las confusas fronteras del mundo del
arte (lejos, por tanto, del dictamen de los mandarines),
pero lo bueno es que, por ello, obliga de nuevo a
replantearlas. No es este el momento, ni el lugar, de
entrar en un debate sobre lo que es o no es un arte
político razonablemente efectivo, un arte que en los
últimos años hemos ligado exageradamente a la lla-
4
Wallis, Brrian, Democracy. A Project by Group Material.
Discussions in Contemporary Culture, nº 5, Buy Press y Dia
Art Foundation, Seatle y Nueva York, 1990. p, 8.
5
DE CERTEAU, Michel, L'invention du quotidien, París,
Gallimard, 1990. Existe una traducción de algunos estractos
de este libro en Blanco, Carrillo, Claramonte y Expósito,
Modos de hacer, Op. Cit.
6
FREUD, Sigmund, El chiste y su relación con el inconscien-
te, en Obras Completas, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva,
1996, pp. 1029 y ss.
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