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AUTORES CIENTÍFICO-TÉCNICOS Y ACADÉMICOS
¿Hubo en realidad una
"Revolución Científica"
(s. XVI - XVII)?
Rafael Andrés Alemañ Berenguer
http://raalbe.jimdo.com
C
omo cualquier actividad humana mantenida a lo largo del tiempo, la investigación científica cuenta con una historia y una tradición. No son iguales, y no deberíamos confundirlas. La historia aspira ceñirse fielmente a los hechos tal como estos tuvieron lugar,
analizando sus causas y sus consecuencias. Por su parte, la tradición
tiende a distorsionar los acontecimientos históricos, embelleciéndolos
o afeándolos de acuerdo con ciertas ideas preconcebidas que también
pueden cambiar de una época a otra. La tradición se halla así más
cerca del mito que de la realidad, razón por la cual desempeña funciones muy similares a las de aquél. Los relatos tradicionales sobre el desarrollo de la ciencia sirven para celebrar de forma condensada y atractiva el triunfo de la razón y la verdad sobre la superstición y el
dogmatismo; o al menos eso se nos dice.
Desafortunadamente, la visión de los hechos así transmitidos, gana
en concisión lo que pierde en riqueza de matices, y no es raro que una
ligera disparidad en pequeños detalles desemboque en una diferencia
sustancial en las interpretaciones posibles de un mismo hecho. La tradición, por su parte, cuenta a su favor con una superior potencia
narrativa, unida a una mayor facilidad de fijación en la memoria. Se
nutre de metáforas brillantes, de ejemplos ilustrativos con un insuperable poder de evocación, que de forma más o menos intencionada
realza el papel de unos protagonistas y silencia el de otros. Por tanto,
si la conclusión final concuerda con la realidad, ¿por qué habría de
importarnos la precisión en el camino recorrido hasta llegar a ella?
Así es como se hilvanan la mayoría de los relatos contenidos en los
manuales de divulgación científica al uso, tejidos con más hilos de la
tradición que de la historia. La línea argumental, con pocas variaciones, se reproduce de unos textos a otros. El punto de partida común
reconoce el mérito de los antiguos griegos en la sistematización del
conocimiento racional a través de la matemática y la filosofía. Tan
espléndidos logros, empero, quedaron empañados por la sumisión
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¿Hubo en realidad una "Revolución Científica" (s. XVI -
XVII)?
irreflexiva a prejuicios metafísicos sobre la naturaleza
del cosmos, que cristalizaron en la física de Aristóteles
y la astronomía de Ptolomeo. Durante los siguientes
dos mil años estas disparatadas doctrinas pervivieron
y se hicieron dominantes, gracias al respaldo proporcionado por la autoridad de la Iglesia Católica. Este
predominio duró hasta que, alrededor del siglo XVI, la
astronomía geocéntrica fue desafiada con éxito por
Copérnico y Kepler, mientras la física aristotélica caía
ante el empuje de los brillantes experimentos de Galileo, en particular el de la torre de Pisa. El testimonio
intelectual levantado por estos científicos fue aprovechado y finalmente destilado por Newton, cuya obra
maestra sentó las bases de la física clásica tal como
hoy día la conocemos.
Esa es la trama histórica que casi cualquier de nosotros recordaría haber leído el multitud de libros al respecto; y sin embargo no pertenece a la Historia, sino a
la tradición. El curso de los acontecimientos que se
revela tras un análisis histórico pormenorizado, alumbra un cuadro más complejo e intrincado, menos rectilíneo, pero también incomparablemente más seductor [Agassi (2008)]. En todo cuanto sigue trataremos
de aproximarnos a los grandes trazos del devenir de
la ciencia –no hay aquí espacio para más– desde la
orilla de la historia, sin dejar por ello de echar siempre un vistazo comparativo a lo que nos cuenta sobre
los mismos hechos una tradición ya bien consolidada.
à
La venerable antigüedad clásica
Sin menosprecio hacia las culturas de Extremo
Oriente –especialmente en cuanto a sus avances en
matemáticas–, pocos autores osarían regatear a la
Grecia clásica el mérito de la primera presentación
sistemática de la geometría, así como de las primeras
reflexiones filosóficas sobre el funcionamiento de la
naturaleza. La recopilación de los saberes geométricos de la antigüedad clásica se debe al célebre Euclides de Alejandría (aprox. 325-265 a.C.), aunque disponemos de pocos datos fiables sobre su vida y su
auténtica producción literaria. El compendio de geometría a él atribuido, complementado con algunos
enunciados aritméticos, se reúne en trece volúmenes
bajo el sobrio título de Elementos [Boyer (1985)]. En
realidad no hay referencia alguna a Euclides en las
más tempranas copias conservadas hoy de los Elementos, la mayoría de las cuales tan solo mencionan
que provienen “de la edición de Teón” o de “las lecciones” de ese mismo matemático alejandrino. El
único dato que nos lleva a atribuir a Euclides la redacción de los Elementos, se debe a Proclo, quien en su
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propio libro Comentarios sobre los Elementos le menciona fugazmente como autor de la conocida enciclopedia geométrica.
Aristóteles de Estagira.
Sea como fuere, muchos de los teoremas contenidos en los Elementos poseían antecedentes debidos a
Eudoxo de Cnidos, Thales de Mileto, Hipócrates de
Quíos y Pitágoras, aunque la organización del texto
revela los gustos particulares de su artífice. Cada uno
de los trece volúmenes de los Elementos enumera
una serie de definiciones y enunciados básicos (axiomas o postulados) de los cuales se siguen los teoremas, demostrables mediante razonamientos rigurosos
a partir de dichas definiciones y premisas. Es por ello
que la exposición del matemático alejandrino inauguró un estilo propio, que desde entonces pasó a denominarse “modo euclídeo” o simplemente “modo geométrico” (more geometrico). Se trataba de seguir un
procedimiento deductivo en tres etapas: de la premisa se pasaba a la consecuencia y con ella se obtenía
la demostración. Las premisas abarcaban tanto los
enunciados que debían admitirse sin demostración
(axiomas y postulados), como las definiciones de los
términos empleados (punto, recta, etc.). A continuación se obtenían ciertas consecuencias –los teoremas–
y se justificaba mediante la correspondiente demostración matemática que dichos teoremas se deducían
lógicamente de las premisas aceptadas.
El otro gran edificio intelectual del primer periodo
clásico que influyó largamente sobre la posterior concepción del mundo, se contenía en los escritos de
Aristóteles (384-322 a.C.) sobre la filosofía natural, o
física tal como entonces se entendía esta materia
[Dampier (1938)]. La escuela aristotélica (también
conocida como la de los “peripatéticos”, porque las
enseñanzas se impartían paseando) sostenía una físi-
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(s. XVI - XVII)?
ca del sentido común, por cuanto parecía avalada por
observaciones cotidianas al alcance de cualquier individuo. Así se decía que los objetos ligeros, como el
humo ascienden hacia la bóveda celeste, que es su
lugar natural, mientras los cuerpos pesados, como las
piedras, descienden por su tendencia inmanente a
aproximarse a su propio lugar natural, el centro de la
Tierra.
De la Luna hacia arriba el reino celeste se regía por
leyes completamente distintas al ámbito sublunar, o
terrestre, donde la materia se hallaba sujeta a cambio
y corrupción. Los astros, por el contrario, permanecían siempre inmutables y perfectos, desplazándose
eternamente por su propia naturaleza en movimientos circulares uniformes. En ausencia de una fuerza
externa el estado natural de los cuerpos terrestres es
el reposo –sostenía Aristóteles–, según puede constatarse por comprobación directa observando el mundo
que nos rodea. Una vez puestos en movimiento, la
velocidad de los objetos es directamente proporcional
a la resistencia del medio que los envuelve, como le
sucede a una persona que camina con ligereza en el
aire y más lentamente con agua hasta la cintura. De
ello se sigue que no puede existir el vacío, pues al
anularse la resistencia la velocidad de los objetos se
haría infinita, conclusión absurda para los aristotélicos. Incluso el espacio sideral entre los objetos celestes se hallaba ocupado por una materia sutil y distinta de toda sustancia terrestre, el éter o quintaesencia.
Este último apelativo se debía a que Aristóteles aceptaba la doctrina de Empédocles (c. 495-430 a.C.),
quien consideraba el mundo sublunar compuesto
por tan solo cuatro elementos esenciales: aire, agua,
fuego y tierra.
Las filosofías subyacentes en los escritos de Euclides y Aristóteles dieron lugar al sistema astronómico
del gran matemático alejandrino Claudio Ptolomeo
(c. 90-168) que, inspirado por los trabajos previos de
Eudoxo de Cnido (409-356 a.C.), formuló una descripción de los fenómenos celestes empleando tan
solo movimientos circulares uniformes, de modo que
los planetas se movían sobre circunferencias (epiciclos) cuyos centros respectivos describían a su vez
otras circunferencias (deferentes) centradas en la Tierra. El modelo matemático así construido se mostró
tan eficiente en la mayoría de los cálculos como complicado y abstruso en la ejecución de los mismos.
Siempre que un dato parecía no ajustarse al esquema
ptolomeico, cabía la posibilidad de añadir más epiciclos o deferentes hasta lograrlo, y esta estrategia parecía no tener fin [Katz (1998)].
La razón de que la astronomía geocéntrica fuese
susceptible de extenderse indefinidamente, añadien-
do más y más epiciclos hasta que cualquier observación encajase con las predicciones, quedó aclarada
gracias al matemático francés Jean-Baptiste Joseph
Fourier (1768-1830). En uno de sus más célebres
descubrimientos, Fourier demostró que existía un
método para analizar funciones periódicas descomponiéndolas en una suma infinita de funciones trigonométricas, como la combinación de senos y cosenos
con frecuencias enteras. Los senos y cosenos también
se denominan funciones circulares por el hecho de
que pueden relacionarse con las proyecciones del
radio de una circunferencia sobre los ejes cartesianos
con origen en el centro de dicha circunferencia. Esa
es la razón matemática de que, en un sentido puramente formal, cualquier movimiento celeste periódico
fuese susceptible de expresarse como una combinación de movimientos circulares, sin importar su grado
de complejidad [Fourier (2003)].
Representación artística del modelo geocéntrico de Ptolomeo.
Sin embargo, Ptolomeo era bien consciente de las
insuficiencias de su propio modelo. Había efectos
observables, como las variaciones en el brillo o la
superficie visible de los astros, los cambios de tamaño
aparente o la aparición de fases sobre algunos de
ellos, que difícilmente tenían cabida en el sistema
astronómico del gran matemático alejandrino por
muchos epiciclos o deferentes que se añadiesen.
También reclamaba una justificación la sospechosa
circunstancia –completamente opuesta a la doctrina
aristotélica– de que los movimientos circulares no fuesen realmente uniformes desde la perspectiva de un
observador terrestre, situado por tanto en el centro
del universo, y que dicha uniformidad se diese en
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movimientos en torno a meros puntos matemáticos.
No había razón filosófica por la cual los astros hubiesen de girar alrededor de un punto vacío sin contenido ni propiedad física que lo justificase. Todo ello hizo
suponer a Ptolomeo que su modelo no pasaba de ser
un puro instrumento de cálculo, eficiente en no pocos
aspectos pero físicamente imperfecto.
Una costumbre muy extendida en multitud de textos introductorios sobre historia de la ciencia, consiste en glorificar a los pioneros de la ciencia moderna,
como Galileo, ridiculizando la física aristotélica o la
astronomía de Ptolomeo. Cuanto más risibles nos
parezcan las ideas de los autores clásicos, menos sagaces resultarán sus seguidores y en contraste mayor será
el mérito de los innovadores que osaron desafiarlos.
Pero no es tan sencillo descalificar en bloque a los antiguos, porque hacerlo así supondría emitir un juicio
superficial y temerario sobre pensadores con un talento sin apenas parangón. Aristóteles y Ptolomeo fueron
dos gigantes intelectuales que con los escasos elementos a su disposición construyeron sendas doctrinas que
persistieron durante dos milenios, en buena parte sostenidas por la evidencia de las observaciones que
cualquier individuo podía realizar. En sus tiempos
poco más cabía exigir a nadie, y es muy dudoso que
la mayoría de quienes hoy los escarnecen poniéndolos como ejemplo de estulticia e ignorancia en la antigüedad, pudiesen igualar el inmenso esfuerzo que
implicó elaborar sus teorías y el mérito que comporta
el despliegue de un pensamiento original, aun cuando
el paso del tiempo acabe invalidándolo.
La violencia imperante en una vida generalmente
breve, sometida a la frecuente amenaza de guerras,
epidemias y hambrunas, convirtió en frívola cualquier
preocupación que no estuviese dirigida a asegurarse
la dicha en la vida ultraterrena. Así, la influencia de la
Iglesia católica se hizo omnipresente, ya fuese en calidad de única intermediaria con el Más Allá, o como
tesorera exclusiva del saber clásico. Tales circunstancias impidieron casi por completo que entre el siglo V
y el siglo IX la sabiduría de Occidente se concentrase
en cuestiones teológicas, éticas, políticas y morales, o
en una mera recopilación de la matemática griega
[McGrade (2003)].
à
Muy distinto era el panorama en Oriente Medio,
donde la pasión por el conocimiento conocía días de
esplendor en la cultura islámica que no se volverían a
repetir en el futuro. El intelectual musulmán más
influente de la época fue Abu Ali al-Hasan ibn al-Haytham (965-1040), conocido en Occidente como alHazin (o Alhazén, en español), estudioso de la óptica,
la geometría y la astronomía. En ese ambiente, el
persa Ibn-Sina (980-1037), más conocido como Avicena, sostuvo que un proyectil en el vacío no se
detendría jamás, pues allí no encontraría una oposición que lo frenase. Al igual que Newton casi cinco
siglos después, Avicena se mostró convencido de que
basta la aplicación instantánea de una fuerza sobre
un objeto para que éste se mantuviese en movimiento constante en el vacío. Su sucesor Abul-Barakat-alBaghdadi (c. 1080-1164) determinó que la caída libre
de los cuerpos se producía a través de un movimiento acelerado, que él denominó “tendencia violenta”,
anticipando también los descubrimientos galileanos
del siglo XVI.
La casi totalidad de la literatura popular y el cine
de aventuras presentan la Edad Media como un milenio de salvajismo y brutalidad, culturalmente desértico, donde los nobles feudales cometían toda clase de
tropelías contra sus vasallos al amparo de las pétreas
fortalezas, tan lóbregas como imponentes, que proliferaron en aquellos años turbulentos. Qué duda cabe
que esta imagen se asemeja mucho a la realidad en
no pocos episodios del Medievo, y es tanto más cierta cuanto más nos aproximamos hacia los comienzos
de ese periodo. La rusticidad y dureza de los pueblos
germánicos que penetraron en el imperio romano de
occidente, no tiene comparación posible con el refinamiento de las élites grecolatinas que disfrutaban en
las termas de Roma o en las alamedas de Atenas. Los
primeros quinientos años de lo que conocemos como
Edad Media, asistieron a un eclipsamiento cultural
Pero no todo se había perdido en el occidente
europeo. El neoplatónico cristiano Juan Filopón de
Alejandría (siglo VI d.C.) reflexionó sobre la naturaleza y adujo que en el movimiento de un cuerpo la
resistencia del medio circundante tan solo restaba una
cantidad fija a la fuerza impulsora, hipótesis recogida
en el siglo XII por el hispanoárabe Ibn Bagda (latinizado como Avempace). A la ley del movimiento de Filopón-Avempace, se adhirieron figuras tan emblemáticas del siglo XIII como Tomás de Aquino, Roger
Bacon y Duns Scoto. Fue precisamente en torno al
decimotercer siglo de la era cristiana cuando cristalizó
en Europa occidental una comunidad de eruditos
eclesiásticos educados en los retazos de la cultura clásica gracias a los traductores bizantinos y musulmanes. Había nacido la llamada escolástica, una corriente de pensamiento que trató de conciliar la antigua
Fulgores y tinieblas
en la Edad Media
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dramático en el antiguo territorio romano de la Europa occidental.
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filosofía griega –principalmente la aristotélica– con la
teología medieval cristiana [Lindberg y Shank
(2006)].
En el campo de la filosofía natural, las elucubraciones de los escolásticos fueron meramente especulativas, y no generaron nuevo conocimiento sobre el
mundo real. Así se constata en los debates intelectuales del Medioevo, las obligationes o disputatio, perfectamente reglamentados. Inspirados en las discusiones
guiadas –como la mayéutica socrática o los Diálogos
platónicos–, los textos donde se recogen estas disputas eruditas comienzan estableciendo una determinada tesis sobre el asunto en discusión, la cual se toma
como punto de partida. A continuación el resto de los
participantes en la controversia manifiestan su acuerdo o su disconformidad, y en este último caso proponen contraejemplos o reducciones al absurdo con el
fin de rebatir la tesis inicial. Los defensores de la afirmación de partida buscan a su vez demostrar contradicciones internas en las réplicas de sus adversarios, y
así hasta que alguno de los bandos consigue probar
la inconsistencia lógica de la posición del contrincante. Se trata, en suma, de una suerte de juego intelectual para peritos en lógica, sin la menor voluntad de
someter a corroboración experimental alguna de sus
aseveraciones.
Los mayores avances en la matematización de la
filosofía natural acaecidos durante las postrimerías de
la Edad Media, tuvieron lugar en el Merton College
de la universidad de Oxford, donde profesaron
Roberto Grosseteste (1175-1253) como el fundador
de esta escuela, además de Roger Bacon (c. 12141294), Duns Scoto (1266-1308), Guillermo de
Ockham (c. 1280/1288-1349), Thomas Bradwardine
(c. 1290-1349), William Heytesbury (c. 1313-1373) y
Richard Swineshead (c. 1328-1350). Su principal
innovación consistió en representar la variación de
una cierta propiedad (intensio o latitudo) mediante
grados numéricos con respecto a una escala fijada de
antemano (extensio o longitudo). Tales propiedades
podían ser tanto físicas (posición, velocidad, frialdad,
peso, etc.) como morales (bondad, equidad, honradez, etc.).
Los así llamados calculatores de Oxford asignaron
escalas numéricas a propiedades como la velocidad
de un movimiento y llegaron al “teorema de la velocidad media” o “regla de Merton”, que relacionaba la
distancia recorrida por un movimiento uniforme y
otro uniformemente acelerado (“uniformemente disforme”, en su lenguaje). De acuerdo con esta regla, el
espacio atravesado por un objeto con movimiento
uniformemente disforme en un cierto periodo de
tiempo, es igual al que recorrería otro cuerpo en
movimiento uniforme cuya velocidad fuese el promedio de las velocidades inicial y final del primer cuerpo
[Sellés y Solís (1994)].
Velocidad media
Velocidad
Tiempo
Demostración geométrica de Oresme para el teorema
mertoniano de la velocidad media.
El método de los mertonianos fue aprovechado
por el polifacético intelectual franco-alemán Nicolás
de Oresme (c. 1323-1382), uno de los pensadores
más originales e interesantes del Medioevo tardío,
quien estudió artes en París, donde tuvo como profesor a Jean Buridan (c. 1300-1358), uno de los principales detractores las ideas aristotélicas acerca del
movimiento. Oresme representó con una línea horizontal la extensión de una cantidad determinada (el
tiempo que dura un movimiento, por ejemplo) y
sobre ella dispuso las distintas intensidades de otra
propiedad relacionada con la primera (la velocidad
en cada instante, digamos) como líneas verticales de
distinta altura [Babb (2005), Grant (1960, 1966)].
Oresme nunca concibió las líneas verticales u horizontales como las modernas coordenadas, ni buscó
asociar las figuras con las soluciones de alguna ecuación matemática. Sus razonamientos se limitaban tan
solo a las características globales del trazado geométrico. Pese a su gran originalidad, este procedimiento
no pasaba de ser sino un lejano anticipo de los ejes
coordenados que llegarían con Descartes tres siglos
más tarde.
à
Comienza la revolución
No sin razón, la mayoría de los textos divulgativos
sitúan el comienzo de la “Revolución Científica” en la
obra de Nicolás Copérnico (1473-1543), el monje
polaco que sustituyó el modelo astronómico geocéntrico de Ptolomeo por uno heliocéntrico, con el Sol en
el centro del sistema celeste y los planetas girando a
su alrededor. En su obra Sobre las revoluciones de los
Orbes Celestes, Copérnico menciona como precedentes de esta idea a Filolao, Heráclides del Ponto,
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Ecfanto, Hiceta de Siracusa y Marciano Capella, si
bien diríase muy probable que sus opiniones se viesen influidas por el neoplatonismo italiano junto con
las traducciones clásicas de Averroes y Alpetragio
[Swerdlow y Neugebauer (1984)]. El astrónomo
polaco conservó treinta y cuatro circunferencias de las
aproximadamente 50 admitidas en el sistema de Ptolomeo. El centro de todos los movimientos celestes,
además, no coincidía con el centro del Sol, sino que
giraba a su alrededor situado sobre un epiciclo cuya
esfera deferente sí estaba centrada en el Sol.
La intención de Copérnico era hallar una disposición más racional de los epiciclos y deferentes, no su
completa eliminación [Gingerich (2004)], de manera
que se lograse unificar los movimientos de los planetas
interiores y exteriores en un sistema coherente, mostrando además los efectos de perspectiva del observador terrestre en la descripción de tales movimientos.
Ha de decirse que Copérnico alcanzó prácticamente
todos sus propósitos, aunque estos no fuesen –como
suele suponerse– la instauración del modelo astronómico que cualquier persona educada conoce hoy en
día. Para ello se sirvió de los modelos cinemáticos desarrollados por los astrónomos árabes. Apenas hay
duda entre los historiadores sobre la utilización tácita
por Copérnico de teoremas geométricos como el “par
de Tusi” o el “lema de Urdi” [Teresi (2002)]. Tal vez el
origen musulmán de los autores de estos enunciados
matemáticos aconsejó al monje polaco guardar un prudente silencio sobre la fuente de sus técnicas. ¡Bastante tenía ya con desafiar al gran Ptolomeo e indirectamente la postura oficial de la Iglesia al respecto!
Poderosamente influenciado por la filosofía platónica, sin disminuir por ello su profunda fe en Dios, el
astrónomo alemán Johannes Kepler (1571-1630)
profesaba una indestructible creencia en el poder de
las matemáticas para desvelar el orden en el universo. Esta convicción le condujo a emplear tan solo líneas rectas y circunferencias –los dos únicos movimientos simples distinguidos por Aristóteles– como
ingredientes básicos de la geometría, según establecían los Elementos de Euclides. Ya en tiempos de Euclides se sabía que sólo cuando formaban entre sí un
ángulo recto, podía garantizarse la independencia
mutua de dos magnitudes orientadas matemáticamente definidas (Principio de Independencia Ortogonal). Kepler hizo buen uso de este principio, pues
obviamente resultará más fácil operar con una magnitud compuesta ocupándonos de cada componente
por separado que tomándolos todos en combinación
[Gingerich (1993)].
Sobre la base de estas premisas, el astrónomo alemán procedió a descomponer el movimiento planeta-
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rio en dos contribuciones, una de ellas radial, destinada a explicar la variación de distancia con respecto al
Sol, y otra angular (“transradial” en el lenguaje kepleriano), que medía el ritmo de su recorrido al girar describiendo la órbita. Aunque el gran descubrimiento de
Kepler se asocia con el carácter elíptico de las trayectorias celestes, no parece que en su pensamiento
influyese el texto clásico de Apolonio sobre las cónicas, sino exclusivamente la obra geométrica de Euclides y los escritos de Arquímedes (en especial Sobre
Conoides y Esferoides). Kepler se limitó a un tratamiento puramente cinemático del caso que consideraba
cada planeta como si fuese el único cuerpo en el universo además de un Sol fijo. Era sin duda una simplificación extremadamente idealizada, pero también la
más sencilla asequible mediante las herramientas
matemáticas a su disposición.
Era la época de los llamados “filósofos geómetras”, quienes aunaban un buen conocimiento de las
matemáticas con su deseo de aplicarlas al estudio del
mundo natural. Entre ellos se contaban los italianos
Niccolò Fontana Tartaglia (1500-1557) y Gerolamo
Cardano (1501-1576), o el belga Simon Stevin (15481620). La transición hacia la modernidad se completaba con una nueva osadía al filosofar sobre el universo, cuya figura más destacada fue probablemente
Giordano Bruno (1548-1600), quemado en la hoguera por la Inquisición a causa de sus heréticas opiniones. Bruno defendió la visión de un universo infinito
poblado por infinidad de sistemas heliocéntricos
como el de Copérnico, todos ellos con planetas posiblemente habitados igual que la Tierra. Sin embargo,
el universo bruniano se halla excesivamente inspirado por el hermetismo renacentista para resultar
“moderno”. Los cuerpos celestes se suponen animados por espíritus o inteligencias incorpóreas directamente ligadas a un animismo naturalista incompatible con una concepción auténticamente científica del
cosmos. Tampoco Bruno fue del todo original atribuyendo una extensión infinita al universo, idea ya
sugerida con distintos matices por Leucipo, Demócrito, Lucrecio, Nicolás de Cusa y Bernardino Telesio,
entre otros. Con más antecedentes todavía cuenta la
hipótesis sobre la pluralidad de los mundos –habitados o no– manejada previamente por Lucrecio, Plutarco, Virgilio, Orígenes, San Jerónimo, San Atanasio,
Santo Tomás, Dante, Nicolás de Cusa y Montaigne.
Ahora bien, el hecho de contar con precedentes no
desluce por entero la originalidad de una idea. Así lo
demuestra Bruno con su defensa de la relatividad del
movimiento. A él se debe –antes que Galileo– el ejemplo del barco moviéndose uniformemente que, para
unos pasajeros encerrados en su interior, resulta indis-
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tinguible de la permanencia en reposo sobre tierra
firme. Sus argumentos se basan en la idea subyacente
de que todo lo que está en un cierto sistema participa
del movimiento (uniforme o no) de éste. La finalidad
de aceptar un enunciado tal es la de responder a las críticas de los anticopernicanos, según las cuales el movimiento de la Tierra habría de producir efectos perceptibles por quienes nos encontramos en ella. Y debe
reconocerse que, a falta del concepto de gravitación,
no era fácil justificar adecuadamente el modelo copernicano frente a este género de objeciones.
Una vez reconocido el mérito de Giordano Bruno,
debe añadirse que sus opiniones no pueden ser juzgadas “relativistas”, en el sentido que ese término
tiene en la física actual. El hilo argumental de Bruno
parte de la infinitud del espacio (y también del tiempo) como resultado de la omnipotencia divina. En un
espacio infinito todos los puntos y las direcciones son
equivalentes, de donde se infiere que no hay movimiento ni reposo, ni longitudes, ni duraciones con
carácter absoluto. Lejos de codearse con el moderno
relativismo físico, Bruno se encuadra más bien en un
relativismo radical de raíz teológica.
à
Galileo, el pionero
El triste destino que la intolerancia religiosa reservó a Giordano Bruno debió escarmentar al genial
Galileo Galilei (1564-1642), que prefirió abjurar
externamente –no en su fuero interno– de sus convicciones copernicanas antes de perecer en la hoguera. Más que a motivos teológicos, su condena se
debió a cuestiones políticas [Beltrán (2007)], pese a
lo cual Galileo nunca dejó de aportar nueva luz al
conocimiento de la naturaleza. Se construyó su propio telescopio y lo apuntó a los cielos –precedido en
unos meses por el inglés Thomas Harriot (15601621)– para descubrir que el mundo celeste difería de
las suposiciones aristotélicas. Asimiló el movimiento
de los proyectiles a una trayectoria parabólica, e
investigó la caída libre de los objetos estudiando su
movimiento sobre planos inclinados. También sostuvo, en contra de Aristóteles y de la intuición cotidiana, que los cuerpos caen con la misma velocidad
independientemente de su masa, si bien la anécdota
que presenta a Galileo arrojando dos esferas de distinto material desde la Torre de Pisa para demostrarlo, nunca tuvo lugar en la realidad.
Antes de entrar en otras consideraciones, y para
evitar confusiones entre la historia y la tradición,
deberíamos preguntarnos sobre el contexto cultural
que late bajo la famosa sentencia galileana: “La natu-
raleza es un libro escrito en lengua matemática y sus
caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas,…” En ningún momento Galileo utiliza términos equiparables a las modernas nociones de función,
operador, o siquiera ecuación. Y no podía ser de otro
modo ya que él no conocía más que la teoría de las
proporciones de Euclides junto con su geometría, lo
que impone la costumbre y la necesidad de razonar
sobre la semejanza de figuras geométricas. Por eso,
según ordena el canon griego, Galileo sólo establece
proporciones entre magnitudes homogéneas, esto es,
las que poseían las mismas unidades [Giusti (1993)].
Esa es la razón de que los textos de Galileo no
contengan frases como “la distancia recorrida por el
objeto es directamente proporcional al cuadrado del
tiempo empleado en recorrerla”, sino “las distancias
recorridas en dos casos son entre sí como los cuadrados
de los tiempos respectivos”. Es decir, el sabio italiano
razonaba mediante cocientes de magnitudes homogéneas porque ignoraba el sentido moderno de las fracciones y también el concepto de relación funcional entre
dos o más variables. Y ello sin mencionar que carecía
de procedimientos muy precisos para la medición de
distancias y duraciones, lo que ha suscitado dudas entre
los especialistas sobre la posibilidad de que Galileo no
realizase de hecho todas las pruebas experimentales
que se le suponen [Koyré (1939), Thuillier (1990)].
Teniendo presenta la discusión previa, podremos
comprender mejor el sentido de los dos grandes tratados de Galileo. El primero de ellos es el Diálogo
sobre los dos máximos sistemas del mundo, ptolemaico y copernicano (1632), en el cual se expone una
sólida defensa de las ideas de Copérnico a través de
las conversaciones entre tres caballeros cultos, uno
partidario del copernicanismo (Salviati), otro simpatizante de Ptolomeo (Simplicio), y un tercero que actúa
como juez imparcial (Sagredo). El formato del texto
es plenamente medieval, puesto que se desarrolla
como un debate metódico entre contertulios cuyos
argumentos comparten unas premisas comunes y
unas mismas reglas lógicas, exactamente como en las
disputatio. Las páginas del Diálogo muestran que
Galileo medía la velocidad en “grados”, como Nicolas de Oresme, los mertonianos de Oxford, o el resto
de escolásticos medievales. Y también se defiende un
principio de inercia circular, según el cual los cuerpos
celestes abandonados a sí mismos se mueven en órbitas circulares por su propia naturaleza.
La segunda gran obra galileana se titula Discursos
y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias (1638), publicada en Holanda para eludir la censura eclesiástica. Esas dos nuevas ciencias son los
rudimentos de lo que hoy llamaríamos resistencia de
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materiales y cinemática. En la primera parte Galileo
recoge algunas consideraciones interesantes sobre la
mecánica de los materiales, pero sin otro fundamento que el saber práctico del buen ingeniero; es decir,
un repertorio de conocimientos empíricos de probada
eficacia sin una teoría general que los abarque. La
segunda parte, dedicada a la descripción matemática
del movimiento, no llega mucho más lejos. Carente
de unas verdaderas leyes del movimiento, Galileo
enumera una serie de proposiciones cinemáticas
sobre rodadura en planos inclinados y tiro parabólico,
intentando demostrarlas una por una. Entre tales proposiciones, por cierto, se encuentra una versión refinada –y directamente ligada al movimiento de los
cuerpos físicos– del teorema de la velocidad media
deducido por los calculadores de Oxford.
Galileo afirma la equivalencia en la caída de dos
cuerpos de distinta masa pero forma semejante (hoy
diríamos igual volumen y distinta densidad) para
igualar los efectos de rozamiento con el aire. Este fue
un descubrimiento muy importante, que también
contaba con ilustres precursores. Juan Filopón, el ya
mencionado pensador cristiano del siglo V, sostuvo la
misma idea, desacreditando con vehemencia las
enseñanzas de Aristóteles al respecto. Opiniones similares manifestaron Giambattista Benedetti, Guidobaldo Dal Monte y singularmente el jesuita español
Domingo de Soto, de todo lo cual Galileo tuvo sin
duda noticia [Van Dyck (2006)]. Incluso un contemporáneo del sabio italiano, el belga Simon Stevin
(1548-1620) consta como autor de experimentos reales sobre este particular, cosa que no puede decirse
con la misma contundencia de Galileo.
movimiento, y las primeras aplicaciones del cálculo
infinitesimal a la mecánica. Sin embargo, escogió un
tono deliberadamente arcaizante para escribir el libro,
que empieza con definiciones y “axiomas o leyes del
movimiento” (axiomata sive leges motus), de forma
idéntica a los Elementos de Euclides. Es obvio que
todavía en el siglo XVII el estilo culto de escritura científica se inspiraba en textos de dos mil años de antigüedad [Cohen y Smith (2004)].
Pese a su indudable importancia, el tratado de
Newton sobre mecánica y gravedad no es –ni mucho
menos– la última palabra de la física clásica sobre el
asunto, como dan a entender numeroso textos divulgativos más aferrados a la tradición que a la verdadera historia. Los Principios se dividen en tres secciones,
la primera de las cuales se dedica a las leyes de la
mecánica y es la más conocida. La segunda, mucho
menos nombrada, aborda el problema del movimiento de los cuerpos en un medio resistente, esto es, que
ejerce una fricción y se opone por ello a dicho movimiento. La razón principal de Newton para hacerlo
así es que necesita explicar el movimiento de los
astros a través de un presunto “éter” que llena el universo, responsable de transmitir la atracción gravitatoria de unos objetos a otros. Aquí Newton encuentra el
primer escollo, ya que las matemáticas de su tiempo
no le permiten resolver rigurosamente el problema, y
por ello la tradición –no la historia– corre un tupido
velo sobre este asunto.
à
La obra de Newton
Las líneas de investigación emprendidas por
Kepler y Galileo, confluyeron en la figura del gran
Isaac Newton (1642-1727), continuador natural de
ambos. Newton goza de una reputación científica
bien merecida que, además de sus estudios sobre
óptica y matemáticas, se debe sobre todo a su obra
maestra, Principios Matemáticos de Filosofía Natural
(1687), con la que pretendía replicar al francés René
Descartes (verdadero artífice del concepto de inercia
rectilínea). En los Principios, Newton expone sus tres
famosas leyes del movimiento, junto con la idea de
una gravitación universal y siempre atractiva, que
depende de las masas de los cuerpos y de la distancia entre ellos. El genio inglés introdujo los conceptos
de fuerza y masa (distinguiéndola del peso), el espacio y tiempo absolutos como marco para sus leyes del
66
Imagen de los “Principios Matemáticos
de Filosofía Natural” de Newton.
La tercer parte de los Principios es la que se ocupa
de la gravedad en sí, por lo que vuelve a aparecer
mencionada en los libros de divulgación. Es cierto que
en esta parte se recoge la ley de la gravitación universal –aunque en otros términos no tan directos como los
actuales–, pero también es verdad que carecía de los
métodos matemáticos necesarios para garantizar, por
¿Hubo en realidad una
"Revolución Científica"
(s. XVI - XVII)?
ejemplo, la estabilidad del sistema solar, considerado
como un conjunto de masas puntuales sometidas a su
ley de gravedad y moviéndose de acuerdo con sus
leyes de la mecánica. Este problema sólo comenzó a
vislumbrar una solución en el siglo XIX con las técnicas
para sumar series infinitas del francés Augustin Cauchy
(1789-1857). E incluso bajo ciertas condiciones la estabilidad del sistema solar sigue siendo un problema
abierto [Alemañ (2011), cap. 10].
à
des inmanentes” de la escolástica medieval. Hubo de
darse un cambio en el significado y las connotaciones
de la palabra “mecanicismo” durante el siglo XVIII, de
modo que esa palabra significase algo muy distinto de
lo que Newton hubiese deseado alcanzar. Los matemáticos de la Ilustración lograron que por mecanicismo se
entendiese precisamente la doctrina que contempla el
universo como un inmenso conglomerado de partículas que se atraen y repelen mediante fuerzas que se
debilitan con la distancia al modo newtoniano [Dugas
(1957), Bertoloni-Meli (2006)].
La época de la Ilustración
La divulgación científica basada en la tradición que
podríamos llamar “heroica”, se complace en transmitir
a sus lectores la idea de que la ciencia newtoniana
triunfó de inmediato en las mentes de sus contemporáneos erigiendo la física clásica tal como la conocemos
en la actualidad. Nada más lejos de la realidad, sin
embargo, pues las ideas físicas de Newton tardaron
casi un siglo en sobrepasar a sus competidoras en el
continente europeo [Maglo (2003)]. Escritos en un formato geométrico difícil y abstruso, en los Principios de
Newton subyacía una nueva técnica matemática, el
cálculo infinitesimal, que no todos los eruditos del
momento dominaban con suficiente soltura. La notación introducida por el alemán Gottfried Leibniz (16461716) para las derivadas e integrales –la más eficaz–
fue rechazada por los partidarios de Newton, obstaculizando aún más con ello la difusión de los descubrimientos del genio inglés. Irónicamente, la forma diferencial de la cinemática, habitualmente llamadas
“ecuaciones de Galileo”, se debe en realidad al francés
Pierre Varignon (1654-1722). Asimismo, las denominadas “transformaciones de Galileo”, que relacionan
las coordenadas de dos sistemas inerciales expresando
el principio clásico de relatividad, salieron por primera
vez de la pluma de Huygens.
Existía otro motivo para retrasar la aceptación de
la mecánica newtoniana en el resto de Europa, como
era el carácter abiertamente antiintuitivo que en
aquel momento tenía esa nueva física. El mecanicismo naciente en el siglo XVI pretendía explicar todas
las acciones observables en la naturaleza mediante
colisiones y empujones producidos por el contacto
entre corpúsculos materiales, invisibles debido a su
pequeñez. Esta era la cosmovisión racionalista sostenida por figuras tan influyentes como el francés René
Descartes (1596-1650) y el holandés Christian Huygens (1629-1695). En este marco de pensamiento las
atracciones a distancia implícitas en la ley gravitatoria
de Newton, sonaban más que sospechosamente a un
retorno a las denostadas “potencias ocultas” y “virtu-
La filosofía del mecanicismo evolucionó hasta involucrar
tan solo corpúsculos y fuerzas a distancia.
De hecho, fueron esos mismos físicos-matemáticos (los Bernoulli, Euler, D’Alembert, Clairaut, etc.)
quienes desarrollaron los métodos necesarios para
resolver las ecuaciones diferenciales aparecidas al
aplicar la mecánica newtoniana a problemas más
amplios que las meras colecciones de partículas puntuales en interacción mutua. No es cierto, por tanto,
que en la obra de Newton surgiese ya completamente articulado todo el armazón de la física clásica. No
sólo porque amplísimas porciones de la física (termodinámica, electromagnetismo, ondas y campos,
hidrostática e hidrodinámica, estructura de la materia...) se hallaban ausentes de ella, sino también porque incluso en la misma mecánica faltaban áreas de
importancia capital (medios continuos, elasticidad,
problemas variacionales de máximos y mínimos, teoría estadística de la materia) que sólo el paso del tiempo aquilataría por entero.
Pese a su acendrado carácter científico, Newton
no renunció a coquetear con la alquimia a causa de
sus creencias metafísicas en un orden sobrenatural
–establecido por el Creador– del cual las regularidades naturales eran tan solo un reflejo. Similares convicciones sostuvo un renombrado mecanicista de la
siguiente generación, el británico Robert Boyle (16271691), a quien se tiene por uno de los padres de la
química moderna. Ese título habría de matizarse
recordando que Boyle pretendía reinterpretar lo que
hoy llamaríamos transformaciones químicas en términos de las fuerzas ejercidas entre minúsculos corpús-
67
ACTA
¿Hubo en realidad una "Revolución Científica" (s. XVI -
XVII)?
culos materiales, de acuerdo con la concepción mecanicista que se perfilaba a finales del siglo XVII [Anstey
(2000, 2002), Hunter (1994), Principe (2000)].
En ese aspecto Boyle fue un adelantado a su tiempo, ya que las parcas teorías matemáticas de sus coetáneos hacían imposible avanzar por semejante camino,
aun cuando el correr del tiempo demostraría el acierto
de sus objetivos. Si la química se depuró de las supercherías alquímicas hasta alcanzar el estatuto de ciencia
rigurosa, no fue gracias a la filosofía corpuscular de
Boyle, sino más bien siguiendo las líneas empíricas de
investigadores como el francés Antoine-Laurent de
Lavoisier (1743-1794) y el inglés John Dalton (17661844). El primero insistió en la medición exacta de los
datos experimentales, mientras el segundo conjeturó
una relación de dichos resultados con la hipótesis atómica que a la postre se revelaría verdadera.
à
¿Revolución o continuismo?
El entendimiento de los avances en el conocimiento científico como “revoluciones”, nació y se popularizó a partir de la década de 1960, en un mundo
convulso por las injusticias económicas, las guerras y
las turbulencias sociales. En esa atmósfera cultural,
obras como las de Thomas Kuhn (1922-1996), La
estructura de las revoluciones científicas, o Paul
Feyerabend (1924-1994), Contra el método, se acogieron como un soplo de aire fresco por su actitud
heterodoxa y contestataria. Los progresos científicos
se describían en ellas como cambios abruptos escasamente racionalizables y apenas sometidos a alguna
pauta reconocible. No obstante, el transcurso del
tiempo acabó decantando muchas de las afirmaciones de estos dos autores y de su cohorte de acólitos,
hasta reducirlas a unas dimensiones más prudentes.
Frente a ellos y en el extremo opuesto se situaba
la escuela de los medievalistas (Pierre Duhem, Alistair
Crombie, Marshall Clagett y Anneliese Maier, entre
otros), que no se recataban en situar los orígenes de
la ciencia moderna directamente enraizados en el
pensamiento de la Edad Media tardía. Para estos
autores no hubo revolución sino plena continuidad
desde unas épocas a otras, de modo que podría trazarse una línea suave e ininterrumpida desde los primeros filósofos griegos hasta la moderna ciencia del
siglo XX. Así pues, las exposiciones populares que sortean el Medioevo saltando desde la antigüedad clásica hasta el Renacimiento, no serían sino caricaturas
creadas simplificando burdamente un cuadro mucho
más rico y complejo como sería el de un genuino
desarrollo continuo en la historia de la ciencia.
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Si algo ha debido quedar de relieve en los epígrafes precedentes es que la verdad histórica parece
encontrarse a medio camino entre ambos extremos.
Desconocer la influencia posterior ejercida por los
desvelos de los eruditos medievales en su búsqueda
de un esquema coherente en la filosofía natural, y su
preocupación por conservar el legado de Grecia, sería
sin duda falsear la historia. Pero igualmente falaz sería
sostener que los métodos de Galileo y Newton surgieron como una mera prolongación de los practicados
por los escolásticos del Medioevo. El aumento del
conocimiento científico se logra mediante una mezcla de rupturas parciales y continuidades graduales,
combinadas para propiciar una permanente evolución en ese cuerpo de saberes que denominamos
ciencia. Cada avance supuestamente revolucionario
ha mostrado siempre continuidad en algunas facetas
y discontinuidad en otras con respecto al conocimiento previamente aceptado. Y no puede ser de
otra manera, ya que ningún progreso cabe lograr a
partir del vacío; nada puede construirse sin tomar los
materiales básicos de algún lugar, incluso aunque
después reformemos muchos de los elementos
empleados.
Es indudable también que relatar así una historia de
la ciencia, llena de precisiones y matices, disminuiría el
atractivo de la mayoría de los textos divulgativos. Estos
libros tan solo aspiran a llegar a un sector del público tan
amplio como resulte posible tanto por razones comerciales como por motivos culturales, lo cual es perfectamente legítimo. Una divulgación de la ciencia cuya lectura se
redujese a una élite selecta, no merecería tal nombre; y
tampoco serviría de mucho llevar a la quiebra a las editoriales que publicasen este género de obras.
Admitiendo esto, debe añadirse acto seguido que a
quien ha degustado inicialmente la divulgación más
sencilla también debería ofrecerse la posibilidad de
profundizar en aquellos aspectos que normalmente no
se tratan en las versiones más edulcoradas de la historia de la ciencia. La tradición ha de tener su sitio junto
a la historia sin intromisiones ni usurpaciones mutuas.
Y es bueno que la historia nos devuelva los auténticos perfiles humanos de aquellos protagonistas de la
ciencia que la tradición encumbra como héroes
enfrentados en solitario a la sinrazón de sus congéneres. No porque careciesen de virtudes admirables –se
necesita mucha fortaleza de ánimo para desafiar la
autoridad o la opinión mayoritaria–, sino porque su
heroicidad, más que residir en el carácter aislado de
sus esfuerzos, consistió en tomar lo mejor de sus predecesores para elevarlo a nuevas cotas de originalidad, extendiendo un camino que aún hoy se abre
venturoso ante nosotros.
¿Hubo en realidad una
"Revolución Científica"
(s. XVI - XVII)?
à
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