Las raices del problema - Universidad de Navarra

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I. LIBERALISMO POLÍTICO, moral pública
Y Derecho*
1. Ser y deber ser
Cada vez resulta menos disimulable la crisis de la tajante separación que había establecido entre derecho y moral el positivismo
jurídico, como consecuencia de su opción epistemológica, e incluso metafísica, que imponía un tajante deslinde del mundo del
ser y el del deber ser. El derecho positivo se situaba en el primero,
mientras la moral aspiraría a modificarlo desde el segundo.
Tal teoría del derecho suscribe —quizá inconscientemente—
un concepto de positividad instantánea,1 que considera posible
distinguir netamente en cualquier circunstancia entre lo que ya
es derecho positivo (lege lata) y lo que —es de desear que con
buenas artes...— aspira a llegar a serlo (lege ferenda).
La realidad invita, por el contrario, a revisar tan ilusoria frontera reconociendo que lo que existe es un obligado proceso de
positivación. Lo impulsa una permanente instancia crítica, que
—lejos de situarse en un deber ser externo y ajeno a la realidad
jurídica— constituye el motor decisivo de su incesante actualización.
*Ponencia presentada en el seminario organizado por la Fundación para el
Análisis y los Estudios Sociales, Madrid, 1 de diciembre de 1997, en Valores en
una sociedad plural, Madrid, Papeles de la Fundación, núm. 51, 1999, pp. 173212. Publicado también en versión alemana: “Rawls’ politischer Liberalismus,
Moral und Recht”, Archiv für Rechts-und Sozialphilosophie, 2002 (88-2), pp.
269-278.
1Del que he tenido ocasión de ocuparme más tarde en El derecho en teoría, Cizur Menor, Thomson-Aranzadi, 200, pp. 53-55, 63-64, 85, 109 y 110.
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LAICIDAD Y LAICISMO
Si distinguimos entre la moral, como concepción del bien capaz de llenar de sentido la existencia humana en su totalidad, y
el derecho, como marco de una convivencia social capaz de facilitar un despliegue plural de personales concepciones del bien,
lo que existen son exigencias propiamente jurídicas (y no meramente “morales”), que claman por verse positivadas.
2. Ética, moral y derecho
Como la realidad es más importante que las palabras, opto
—antes de abordar el diálogo con el liberalismo político propuesto por John Rawls—2 por adjudicar el término ética a lo que
hoy, por influencia anglosajona, algunos teóricos del derecho
tienden a denominar moral, confiriéndole un sentido más amplio
del tradicionalmente atribuido por la filosofía jurídica. Para ellos,
lo moral sería la expresión omnicomprensiva de las exigencias
individuales y sociales (por ende, también jurídicas) derivadas de
cada concepción del bien. Ello les permite hablar de derechos morales, expresión difícilmente inteligible para los educados en la
neta distinción entre derecho y moral, como ocurre con no pocos
juristas.3 Éstos, sin necesidad de asumir un dilema ser-deber ser,
sitúan en ámbitos diversos el fuero externo y el interno, las exigencias de la alteridad y el libre juego de la autonomía personal.
Si empleamos el término “ética” para referirnos a las concepciones omnicomprensivas del bien, y reservamos el término
“moral” a su versión restringida —no jurídica, por definición—
no habría derecho sin ética, sin que ello implique que lo jurídico
haya de asumir íntegramente todas las exigencias morales.
2Rawls, J., El liberalismo político, Barcelona, Crítica, 1996 (en adelante LP).
3Los internacionalmente reconocidos “derechos morales del autor” son
inicialmente traducidos por los civilistas como “derechos de la personalidad”;
cfr. al respecto nuestro trabajo “Los llamados derechos morales del autor en
los debates parlamentarios”, Derechos humanos. Entre la moral y el derecho
México, UNAM, 2007, pp. 143-175.
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
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3. Ética pública y ética privada
Menos clarificadores me parecen algunos intentos de remitir
los problemas en juego a la mera contraposición entre ética pública y ética privada. Ésta resultaría ahora identificada con las
concepciones omnicomprensivas del bien, o sea, con lo moral
en un sentido más amplio, diverso del restringido de los juristas.
Se nos invitaría, a la vez, a identificar la ética pública con lo que
Rawls llama “justicia política”, situándola así en el ámbito de las
exigencias propiamente jurídicas. Si se rehúye, acrobáticamente,
denominarla derecho, es por el obligado compromiso de reservar
tal nombre a un derecho positivo, de contornos presuntamente
fijos y netamente deslindable de las posibles rectificadoras propuestas relativas a su óptimo deber ser.
Que este artificial dilema entre ética pública y privada dista de
ser inocente, queda de relieve en la propuesta de uno de sus más
reiterados defensores,4 para quien llevaría aparejada las siguientes consecuencias:
—— “Lo que diferencia a la ética pública ... de la ética privada
es que la primera es formal y procedimental y la segunda es
material y de contenidos”, por lo que la primera “no señala
criterios ni establece conductas obligatorias para alcanzar
el bien”, y sería un “reduccionismo” considerar que “la ética pública no es solamente una ética procedimental, sino
también una ética material de contenidos y de conductas”.
—— El “procedimiento culmina con una decisión y se expresa
por la regla de las mayorías”, por lo que “el principio de
las mayorías, desde el punto de vista jurídico, sería un criterio de justicia procedimental”; si bien “la minoría debe
ser protegida, al menos respecto al derecho de poder convertirse en mayoría”.
4 Peces-Barba Martínez, G., Ética, poder y derecho. Reflexiones ante el fin
de siglo, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1995; cfr., respectivamente, pp. 15, 75 y 17; 99, 102 y 130; 16 y 17.
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LAICIDAD Y LAICISMO
—— Dado que la “ética privada” “es sólo de sus creyentes”, a
la hora de “extenderse al conjunto de los ciudadanos, no
todos creyentes”, tropezaríamos con la “tentación fundamentalista de las religiones en general”, que obligaría a
discernir entre una rechazable “coincidencia o identificación entre esas dos dimensiones de la persona” y unas
aceptables “influencias recíprocas”, siempre con el riesgo de “imponer la ética pública como ética privada” y
convertir a los “ciudadanos” en obligados “creyentes”.
Si las relaciones (incluso terminológicas) entre derecho y moral no suelen resultar pacíficas, tampoco contribuye mucho a precisarlas la aportación de este ulterior dilema entre lo privado y lo
público. Esas éticas ‘privadas’ que nos proponen concepciones
omnicomprensivas del bien no sustraen de sus exigencias a la
conducta social de quien las suscribe. Su resultado será lo que
podríamos llamar morales sociales, entendidas como el conjunto
de exigencias derivadas de cada concepción ética omnicomprensiva que afectan a la convivencia social, aunque no lleguen a
considerar su observancia jurídicamente exigible. En la medida
en que algunas de sus exigencias se ven, de hecho, asumidas por
los ciudadanos, podríamos hablar de la existencia de una moral
pública, cuya infracción producirá sanciones no menos fácticas:
reacciones de rechazo, que podrían acarrear al ‘culpable’ marginación u ostracismo.
Nos encontraríamos, en este caso, ante exigencias de justicia
(de ética y de moral públicas), aunque no de “justicia política”,
si admitiéramos el peculiar calificativo que a la realidad jurídica
pre-positiva adjudica Rawls. No deja de ser significativo que éste
se vea obligado a intercalar entre lo público y lo privado el curioso ámbito de lo que, sin ser privado (dada su clara dimensión
social) habría que considerar “no público” (por no moverse en el
ámbito jurídico de la “justicia política”). En dicho ámbito incluirá a las “iglesias”, las “universidades” y “muchas otras asociaciones de la sociedad civil”. Todas ellas habrían de ser conside-
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
7
radas como fuentes de “razones no públicas”, que alimentarían el
“‘trasfondo cultural, en contraste con la cultura política pública.
Esas razones son sociales, y desde luego no privadas”.5
4. Del derecho natural al consenso social
El establecimiento de los contenidos que por jurídicamente
exigibles serían de necesaria positivación, quedó inicialmente
vinculado al reconocimiento de un derecho natural, objetivo y
racionalmente cognoscible, válido para cualquier sociedad humana. Su cognoscibilidad sufrirá el impacto de las actitudes críticas en el ámbito de la epistemología, mientras su objetividad se
verá cuestionada por el historicismo, que relativiza todo intento
de universalidad espacial o de permanencia temporal. Todo ello
empujará a buscar apoyo en un consenso social, que levantaría
simultáneamente acta de un reconocimiento cognoscitivo compartido y de una práctica vigencia histórica. Tales contenidos se
considerarían, de hecho, racionalmente exigibles.
El problema se agudiza ahora en nuestras sociedades crecientemente multiculturales, en las que la apelación a un consenso
homogéneo y mayoritariamente compartido se hace cada vez más
problemático. “La unión social no se funda ya en una concepción
del bien, tal como se da en una fe religiosa común o en una doctrina filosófica, sino en una concepción pública compartida de la
justicia que se compadece bien con la concepción de los ciudadanos como personas libres e iguales en un Estado democrático”;
no otra cosa sería la “justicia política”, que nos aparece así como
un versión postkantiana del viejo derecho natural.6
5LP,
cit. nota 2, pp. 15, 247 y 255.
pp. 341 y 21. En su Teoría de la justicia —México, Fondo
Cultura Económica, 1979, p. 558, nota 30— había reconocido que “la justicia
como imparcialidad tiene los sellos distintivos de una teoría del derecho natural”. Ahora, aun admitiendo que “una concepción de la justicia para una sociedad democrática presupone una teoría de la naturaleza humana”, precisará
que, “dado el hecho del pluralismo razonable”, “los ciudadanos no pueden
6Ibidem,
8
LAICIDAD Y LAICISMO
Resultará inevitable que los contenidos éticos, jurídica o ‘políticamente’ exigibles, finalmente decantados acaben coincidiendo,
en unos casos, con dimensiones sociales derivadas de las éticas
omnicomprensivas privadamente asumidas por algunos ciudadanos, mientras entran en conflicto con las de otros.
5. Justicia material o procedimental
Se reitera, pues, la forzada separación positivista de derecho y
moral, cuando se pretende establecer —de modo aparentemente
descriptivo— una neta distinción “a priori” entre un ámbito meramente formal y procedimental, que sería el propio de una ética
pública sólo jurídico‑política, y otro en el que jugarían los contenidos materiales, obligadamente confinados en el ámbito de una
moralidad personal privada, que no puede soslayar exigencias
que afectarán a las conductas de relevancia social.
La ética pública se nos presentará como meramente procedimental, porque no señalaría criterios ni establecería conductas
obligatorias para alcanzar el bien. Lo segundo, en realidad, no
prueba lo primero, ya que es obviamente posible —yendo más
allá de lo procedimental— establecer conductas que se considerarían simplemente obligadas para hacer viable la pública convivencia, sin aspirar con ello a imponer una determinada concepción del bien.
Al descartarlo, sin mayor trámite, se puede inducir equivocadamente a una doble conclusión; dudosa en un caso: una ética pública meramente procedimental sería viable en la práctica;
exagerada en el otro: ella sería la única vía legítima teóricamente
imaginable para plantear en el ámbito público propuestas éticas
no maximalistas.
Todo induce, más bien, a pensar que, contando sólo con procedimientos, no podríamos en el ámbito de lo público ir a ninguna
llegar a un acuerdo respecto del orden de los valores morales, o respecto de
los dictados de lo que algunos consideran como la ley natural”, LP, pp. 384
y 128.
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
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parte. A la vez, no hay por qué descartar la posibilidad —e incluso la necesidad— de contar con una justificación del recurso a lo
procedimental, que habría de apoyarse en las éticas omnicompresivas privadamente suscritas por algunos ciudadanos.
6. Fundamentación o contenidos
La afirmación de que la ética pública es una ética procedimental resulta, por lo demás, equívoca, si se olvida el doble y muy
diverso plano en que cabe recurrir a dicho adjetivo: el de la fundamentación teórica de las propuestas éticas y el de su concreto
contenido.
Las fundamentaciones “procedimentales”, que hoy se plantean —en línea con un trascendentalismo postkantiano— pretenden servir de apoyo a contenidos muy determinados, con lo
que, paradójicamente, excluyen una ética pública de exigencias
meramente procedimentales. Rawls no duda en aclarar que su
planteamiento de “la justicia como equidad no es neutral procedimentalmente. Sus principios de justicia, obvio es decirlo, son
substantivos y, por lo tanto, expresan mucho más que valores
procedimentales”.7
Desmiente así que todas las exigencias éticas de contenido material, derivadas de una concepción del bien, queden relegadas al
ámbito de lo privado. Lo que quizá quienes afirman lo contrario
pretendan —más o menos conscientemente— sea enclaustrar en
él sólo a aquellas que en su fundamentación se atrevan a ir —metafísica o epistemológicamente— más allá de lo procedimental.
No es lo mismo, en efecto, rechazar que una determinada concepción del bien (o las dimensiones sociales que de ella deriven)
pueda —sin filtros procedimentales— proyectarse abrupta y globalmente sobre lo público, que afirmar que sea posible regular lo
público sin que unos u otros elementos de dichas concepciones
acaben estando inevitablemente presentes. Para Rawls, en efecto,
7LP,
cit., nota 2, p. 226.
LAICIDAD Y LAICISMO
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“la primacía de lo justo no significa que haya que evitar las ideas
del bien; eso es imposible. Lo que significa es que las ideas del
bien usadas han de ser ideas políticas”; sin olvidar que “conferir
un lugar central a la vida política no es sino una concepción más
del bien entre otras”. Al fin y al cabo, la “concepción política de
la justicia” no es sino “una concepción moral pensada para un
objeto específico”.8
La llamada ética pública desborda, por tanto, doblemente lo
procedimental. Por una parte, en aquellos de sus contenidos que
—normativamente— configurarían la “justicia política” rawlsiana, o sea, las exigencias ineludibles del derecho que claman por
verse positivadas. Pero también en aquellos que —de hecho—
configuran la moral pública de cada sociedad.
Intentar relegar a estos últimos al ámbito de lo ‘privado’ es solemne disparate, al que se muestran perniciosamente aficionados
los políticos en ejercicio. Equivaldría a establecer que no cabría
exigir otros condicionamientos a su conducta que los derivados
del ámbito de la “justicia política”, y muy especialmente los de
orden jurídico-penal; si no se ha probado que el político sea un
delincuente, no se vería obligado a asumir responsabilidad política9 alguna ante sus ciudadanos, por más que su conducta —por
atentatoria a la moral pública— haya lesionado gravemente la
confianza que de ellos debe siempre merecer.
7. Justicia política o jurídica...
Ha reaparecido, en cualquier caso, la referencia a la “justicia
política”, a la vez que se nos niega que “los valores políticos estén separados o sean discontinuos respecto de otros valores”.10
8Ibidem,
pp. 238, 368 y 207.
respecto nuestro trabajo Responsabilidades políticas y razón de Estado, Madrid, Papeles de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales,
núm. 31, 1996.
10LP, cit., nota 2, p. 40.
9Al
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Hablar de justicia ‘política’ parece responder a un deseo de descartar cualquier dimensión de la virtud de la justicia que —por
sus pretensiones maximalistas, llamadas a desbordar un mero facilitar la convivencia social— debiera quedar relegada al ámbito
privado.
Surge la duda de por qué no hablar —si no fuera por miedo
a la redundancia— de justicia ‘jurídica’ y de valores jurídicos.
Más aún cuando —como veremos— se acabará proponiendo que
tales valores sólo podrán verse limitados por otros de idéntico
carácter, quedando por el contrario a salvo de cualquier condicionamiento derivado de cálculos utilitaristas o razones de oportunidad y eficacia. Si se califica a esta justicia y estos valores como
‘políticos’ será, una vez más, para evitar la incómoda situación
—a ojos positivistas— de estar reconociendo que existen realidades estrictamente jurídicas, aunque se hallen aún pendientes
de positivación.
En cualquier caso, la ética pública —sean sus contenidos estrictamente morales o propiamente jurídicos— desborda con mucho, en cuanto marca criterios para organizar la vida social, una
dimensión meramente procedimental y formal; exige determinados contenidos materiales, sin perjuicio de que su alcance —de
relevancia obligadamente social— sea más modesto que el omnicomprensivo de las éticas privadas, o de que su delimitación
exija peculiares procedimientos.
8. Problemática neutralidad
Pierde sentido, como consecuencia, todo intento de defender
un espacio de lo público que —por procedimental— fuera neutral respecto a las concepciones omnicomprensivas postuladoras
de contenidos materiales. Cuando tal neutralidad pretende imponerse, se da paso a una nada pacífica actividad neutralizadora,
dudosamente compatible con una efectiva democracia.
Así ocurre, por ejemplo, cuando de manera drástica se pretende —en clave laicista— excluir del ámbito público toda pro-
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12
puesta sospechosa de parentescos confesionales —sin molestarse
siquiera en considerar si atienden o no a razones— bajo el socorrido tópico de que no es lícito imponer las propias convicciones
a los demás. Rawls considerará “—quizá pecando de optimismo— que, salvo, en ciertos tipos de fundamentalismo, las principales religiones históricas... pueden ser catalogadas como doctrinas comprehensivas razonables”. No dudará incluso, criticando a
Greenawalt, en admitir que “la razón pública no exige a los ciudadanos ‘erradicar sus convicciones religiosas’ y pensar acerca de aquellas cuestiones políticas fundamentales como si partieran de cero,
poniendo entre paréntesis lo que en realidad consideran las premisas básicas del pensamiento moral”, ya que “esta concepción
sería de todo punto contraria a la idea del consenso”. Aludirá así a
la figura de Martin Luther King como ejemplo de la contribución
de posturas de raíz religiosa al progreso de la razón pública.11
Descartando tan curioso sentido del pluralismo, que acabaría
convirtiendo de hecho en confesional un laicismo minoritario,
cabría aún plantear si no sería deseable una actuación de los poderes políticos que reequilibre la relevancia pública de las diversas éticas omnicomprensivas suscritas por unos u otros ciudadanos. Se estaría así justificando la posibilidad de mediatizar el
consenso, para contrarrestar posibles excesos del pasado.
Esta actitud pareció servir de motor al recurso de inconstitucionalidad planteado en su día en España contra la existencia de
sacerdotes castrenses en las fuerzas armadas. La sugerencia de los
recurrentes, según la cual toda confesión religiosa habría de recibir
el mismo trato que la católica mayoritaria, fue rechazada en el
fallo del Tribunal.12
Cabría, por ejemplo, sugerir “que el Estado debe abstenerse
de cualquier actividad que favorezca o promueva cualquier doctrina comprehensiva particular en detrimento de otras, o de pres11Ibidem,
p. 203, nota 33 de las pp. 279, 285, 286 y nota 41 de la p. 287.
12Sentencia del Tribunal Constitucional español (en adelante STC) 24/1982
del 13 de mayo.
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13
tar más asistencia a quienes la abracen”; o “que el Estado debe
abstenerse de cualquier actividad que aumente la probabilidad
de que los individuos acepten una doctrina particular en detrimento de otras (a no ser que se tomen simultáneamente medidas
que anulen, o compensen, los efectos de las políticas que así lo
hagan)”. Rawls, tras considerar que “el término neutralidad es
desafortunado” y descartar todo “suelo procedimental neutral”,
exigirá una razonable “neutralidad de propósitos” y renunciará a
una “neutralidad de efectos o influencias”, que desconocería “los
hechos de la sociología política de sentido común”.13
Asunto distinto, sobre el que hemos de volver, sería sugerir un
tratamiento excepcional y asimétrico, destinado a aquellas cuestiones susceptibles de generar particular polémica social. Rawls
dejará apuntado al respecto que “las luchas más enconadas, según el liberalismo político, se libran confesadamente por las cosas más elevadas: por la religión, por concepciones filosóficas del
mundo y por diferentes doctrinas morales acerca del bien”.14
Sería preciso distinguir, al respecto, entre el rechazable diseño
de instituciones públicas para favorecer alguna ética en particular, y el imposible afán puritano de evitar que la ética pública
acabe teniendo efectos sobre la posibilidad de las privadas de
ganar más o menos adeptos.
9. Un derecho que impone convicciones
Si no cabe una ética pública de efectos inocuos para las privadamente suscritas por cada ciudadano, tampoco parece muy razonable postular un procedimentalismo neutro dotado de la rara
virtud de permitir el indiscriminado libre juego de todos los imaginables estilos de vida. La ética pública, por el mero hecho de
serlo, acabará condicionando el libre despliegue de las privadas
concepciones del bien, en todo aquello en que entren en con13Ibidem,
14Ibidem,
pp. 227, 224, 226, 228 y 227.
p. 34.
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14
flicto. El derecho no puede renunciar ilimitadamente a “imponer
convicciones”. Rawls, tras apuntar que “ni es posible ni es justo
permitir que todas las concepciones del bien se desarrollen (algunas implican violación de los derechos y las libertades básicas)”,
citará a Isaías Berlin para recordar que “no hay mundo social sin
pérdida, es decir, no hay mundo social que no excluya algunos
estilos de vida que realizan, de alguna manera especial, determinados valores fundamentales”. “Los valores chocan entre sí, y
el entero abanico de los valores es demasiado amplio como para
caber en un solo mundo social”.15
El problema fronterizo sigue, pues, en vigor. ¿Cómo podremos
demarcar los campos de la ética pública —especialmente el de sus
exigencias jurídicas— y las suscritas privadamente por los ciudadanos? Cuando se intenta resolver tan peliaguda cuestión con fórmulas apriorísticas, se está en realidad estableciendo inconfesadamente tal frontera, sin debate alguno, desde una ética privada.
Al fin y al cabo, la incapacidad del positivismo jurídico para
consumar su distinción férrea entre derecho y moral radicaba en
la obviedad de que tal distinción exigía, paradójicamente, emitir
un juicio moral: sólo desde las éticas privadas cabrá formular las
propuestas sobre el obligado alcance de lo público y, por ende,
sobre su adecuada frontera con lo privado. Precisamente por eso,
habrá que abordar el modo de hacerlas confluir a través de peculiares procedimientos.
Ciertamente, lo jurídico es un medio para un fin, que es el desarrollo integral de cada persona; pero ello no debe llevar a ignorar que el diseño de ese medio se verá condicionado, al gravitar
sobre él una determinada concepción de ese fin a cuyo servicio
adquirirá sentido. Así, cuando una concepción del bien lleva a
suscribir que “hay que tratar a los demás como fines y no como
medios”, o que “hay que cumplir las promesas”, difícilmente podrá ser compatible con una articulación de la ética pública que
ignore esas premisas.
15Ibidem,
pp. 221, 231 y nota 32 de la p. 232.
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
15
10. El concepto de lo razonable
Esta realidad invita a mantenerse sobre aviso ante el riesgo de
que, inconscientemente, el juego procedimental acabe enmascarando la opción por determinados contenidos materiales, identificada ‘a priori’ con el sentir común. No deja de resultar sintomático, por ejemplo, que la pulcra fundamentación procedimental
rawlsiana se viniera estrepitosamente abajo al abordar —en una
inicial nota a pie, perdida entre los centenares de páginas de su
obra— lo que él mismo califica como el “espinoso asunto del
aborto”.16 Tres “valores políticos” entrarían en liza: “el debido
respeto a la vida humana”, cuestiones que incluyen “de alguna
forma a la familia” y “finalmente la igualdad de las mujeres”.
Cuando somete a esta prueba de fuego su constructivismo procedimental, Rawls llegará a la sorprendente conclusión de que
“cualquier balance razonable entre estos tres valores dará a la
mujer un derecho debidamente cualificado a decidir si pone o no
fin a su embarazo durante el primer trimestre”, ya que “en esta
primera fase del embarazo, el valor político de la igualdad de las
mujeres predomina sobre cualquier otro”. Como consecuencia,
cualquier ética que “lleve a un balance de los valores políticos
que excluya ese derecho debidamente cualificado en el primer
trimestre es, en esta medida, irrazonable”.
No sólo media sociedad norteamericana, que suscribe actitudes pro-life frente a esta opción pro-choice, queda condenada a
las tinieblas de lo irrazonable; también la jurisprudencia constitucional española, a la que ni por asomo se le ha ocurrido por el
momento reconocer la existencia de un ‘derecho’ al aborto, quedaría —en lo que a razonabilidad respecta— irremisiblemente
fuera de juego, ya que “iríamos contra el ideal de la razón pública
si nuestro voto estuviera cautivo de una doctrina comprehensiva
que negara ese derecho”.
Consciente, sin duda, del impacto de su anatema, Rawls acabará concediendo que “una doctrina comprehensiva no es, como
16Ibidem,
nota 32 de las pp. 278 y 279.
16
LAICIDAD Y LAICISMO
tal, irrazonable porque lleve a una conclusión irrazonable en uno
o varios casos; puede que sea razonable la mayoría de las veces”;
sabia generosidad que le serviría de indulto, en la medida en que
pudiera ser aplicada con toda justicia a la suya. Más tarde acabaría concediendo que no había pretendido presentar un argumento
razonable sino sólo expresar su “opinión, pero mi opinión no es
un argumento”.17
Las éticas que cada ciudadano suscribe privadamente remiten
al concepto de autonomía. Aunque resultaría un tanto exagerado
llegarlas a considerar realmente sólo obra de uno mismo —dado
el bien conocido juego de los procesos de socialización personal— implican, en todo caso, la libre asunción de propuestas filosóficas, ideológico-políticas o religiosas.
11. Recelo latino a lo religioso
La presencia de la religión entre las fuentes de propuestas éticas privadamente asumibles —y, sobre todo, su aspiración a que
se vean reflejadas en la ética pública— tiende a producir reacciones peculiares, entre las que no faltan indisimuladas actitudes
de recelo. Si ello viene ocurriendo desde antiguo en el ámbito
cultural latino —por bien conocidas razones históricas— se experimenta hoy de manera más generalizada, por la creciente y
llamativa presencia pública de los fundamentalismos; sobre todo
los de signo islamista.
El problema es complejo, porque unos mismos hechos se prestan a muy diversa valoración, según el prejuicio cultural (pacífico
o crítico) del que se parta.
No cabe, por ejemplo, excluir que los contenidos de una ‘ética
privada’, que —en cuanto tal— es sólo de sus creyentes, puedan
legítimamente extenderse al conjunto de los ciudadanos. Sobre
17Rawls, J., “Una revisión de la idea de razón”, El derecho de gentes y
Una revisión de la idea de razón pública, Barcelona, Paidós, 2001, nota 10 de
la p. 193.
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
17
todo, cuando quienes las suscriben renuncian al fundamentalista
argumento de autoridad, para aportar razones atinentes a la dimensión pública de sus exigencias. Desde este punto de vista,
dar por supuesta una tentación fundamentalista de las religiones
en general no sería sino dejarse llevar de un prejuicio cultural;
dar por hecho que dicha tentación es invencible supondría, por
otra parte, suscribir un paradójico fundamentalismo alternativo
de cuño laicista.18
El intento de presentar a quien suscribe convicciones religiosas
como un ciudadano peculiar, o incluso peligroso, no deja de resultar arbitrario. Ningún ciudadano, sea cual sea su grado de conciencia, deja de suscribir una concepción del bien. Rawls parte
“del supuesto de que todos los ciudadanos abrazan alguna doctrina comprehensiva con la que la concepción política está de algún
modo relacionada”.19
El problema puede surgir cuando el pluralismo deja de considerarse como un hecho sociológico más, para erigirlo en categoría ética. Puede colaborar a ello el convencimiento de que la
homogeneidad de pensamiento habría de ser siempre el resultado
vicioso de un uso opresivo del poder en favor de determinada
concepción ética. El mismo Rawls no deja de invocarlo con dichas resonancias, cuando presenta al pluralismo como “inevitable” e incluso “deseable”, o como un rasgo “permanente” que
“tiene que aparecer” en una “cultura pública democrática”; ello
le lleva a la convicción de que “un entendimiento continuo y
compartido sobre una doctrina comprehensiva religiosa, filosó18A.
Cortina se muestra preocupada por “construir una ética cívica entre
creyentes y no creyentes, en un país como el nuestro —y en otros bien parecidos— en el que hay laicistas convencidos de que los creyentes no pueden
ser ciudadanos, y fideístas persuadidos a su vez de que no vale mucho la pena
serlo, porque, en definitiva ellos ya tienen todas las respuestas que necesitan
para su vida, y nada puede aprender de sus conciudadanos”. Ética civil y religión, Madrid, PPC, 1995, p. 13. En consecuencia, no duda en equiparar “los
fundamentalismos religiosos y laicistas”, La ética de la sociedad civil, Madrid,
Anaya, 1994, p. 12.
19LP. cit., nota 2, p. 42.
LAICIDAD Y LAICISMO
18
fica o moral sólo puede ser mantenido mediante el uso opresivo
del poder estatal”.20
12. Modernización pendiente
Dando por sentado que un ciudadano puede ser al mismo tiempo creyente, y que todo creyente es a la vez ciudadano, el problema consistirá en cómo establecemos la frontera entre un afán de
absoluta y global identificación entre esas dos dimensiones de la
persona y lo que serían meras influencias recíprocas indiscutidamente legítimas.
La ética pública, tanto en su dimensión estrictamente moral
como en la propiamente jurídica, condicionará inevitablemente
las posibilidades efectivas de despliegue de las éticas privadas.
Esto no tiene por qué responder a ningún afán premeditado de
imponer la ética pública como ética privada, ni de convertir a
los ciudadanos en obligados creyentes de la ética públicamente
propuesta; se trata de una espontánea dinámica sociológica, que
no en vano ha convertido en tópico la presentación de la ética
pública como ‘religión civil’. Por lo demás, es obvio, como ya
vimos, que el marco de convivencia de una sociedad plural y democrática nunca podrá ser absolutamente compatible con todos
los estilos de vida en ella imaginables.
La tensión brota cuando algunos, de modo más o menos encubierto, diagnostican una situación de razonabilidad o modernización pendiente, desde una óptica que no tendría mucho que envidiar a la de legendarias revoluciones en similar lista de espera.
Reaparecerá así el afán de corregir el balance de la gravitación
efectiva sobre lo público de las éticas privadamente suscritas por
los ciudadanos, propugnando una “normalización” acorde con
unos cánones tan imperativos como imprecisos.
20Ibidem,
pp. 33, 341, 251, 67; también 178 y 340.
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
19
13. Convencidos de abstenerse
Estos amagos de despotismo ilustrado destilan una particular
susceptibilidad ante la pretensión de verdad con que, desde las
éticas omnicomprensivas, se formulan propuestas de ética pública. En puridad procedimental, la pretensión de verdad que cada
ética privada pueda autoatribuirse habría de considerarse absolutamente irrelevante, tanto en sentido positivo como negativo.
No tendría en efecto mucho sentido, a la hora de configurar las
exigencias jurídicas de la ética pública, conferir mayor importancia al grado de convicción con que privadamente se suscriban
determinados puntos de vista que a su argumentada repercusión
sobre la garantía de una convivencia digna del hombre. Lo contrario daría paso —ahora por vía negativa— a un siempre rechazable argumento de autoridad.
Es muy razonable pensar que quienes proponen que determinadas exigencias, no sólo tengan proyección pública, sino que
lleguen incluso a contar con el respaldo de la coercibilidad jurídica, se muestren suficientemente convencidos de su verdad. Para
Rawls, “no es irrazonable en general abrazar cualquiera de las
varias doctrinas comprehensivas razonables”, de las que —como
vimos— no excluye a más de una religión; “al abrazarla, una
persona, obvio es decirlo, la cree verdadera, o simplemente razonable”. El que “alguien puede, evidentemente, sostener una doctrina razonable de modo irrazonable”, “no convierte a la doctrina
en cuanto tal en irrazonable”; en cualquier caso, “cuando damos
el paso que media entre el reconocimiento de la razonabilidad de
una doctrina y la afirmación de nuestra creencia en ella no estamos dando un paso irrazonable”.21
Convertir, por el contrario, el grado de convencimiento en
motivo de exclusión a la hora de configurar lo público, llevaría
—con dudosa ventaja— a vincular las exigencias jurídicas de la
ética pública con el mero capricho mayoritario.
21Ibidem,
p. 91 y su nota 14.
LAICIDAD Y LAICISMO
20
Las alergias a la pretensión de verdad o a la “seriedad” de determinados planteamientos, cuando aspiran a verse reconocidos
en el ámbito público, pueden resultar notablemente empobrecedoras. Rawls no disimula que trata “de eludir la afirmación o la
negación de cualquier doctrina comprehensiva religiosa, filosófica o moral particular, o de su correspondiente teoría de la verdad”. Parte, sin embargo, “del supuesto de que cada ciudadano
afirma una concepción de este tipo” y mantiene la esperanza de
que “todos puedan aceptar la concepción política como verdadera o como razonable desde el punto de vista de su propia doctrina comprehensiva, cualquiera que sea”. Por ello dictamina de
antemano que “sería fatal para la idea de una concepción política
el que se la entendiera como escéptica o indiferente respecto a
la verdad, y no digamos en conflicto con ella. Tal escepticismo
o indiferencia colocaría a la filosofía política en oposición a numerosas doctrinas comprehensivas, liquidando así de partida su
propósito de conseguir un consenso”.22
Desvincular de la verdad a lo razonable ya es empresa ardua;
empeñarse en convertirlo en su contrario resultaría disparatado, al
pretender vincular razonabilidad con un juego de voluntades, más
o menos precariamente confluyentes. Rawls previene para que el
consenso no se vea confundido con un mero “modus vivendi”,
que —ajenos a toda idea de “razón pública”— podrían suscribir
quienes siguen “dispuestos a perseguir sus objetivos a expensas
del otro y, si las condiciones cambiaran, así lo harían”.23
El convencimiento de la verdad de lo que se propone es, en
principio, positivo; sólo cabría pensar lo contrario ante quien
profese una pintoresca y acomplejada teoría de la verdad —que
se considere incapaz de ser exitosamente argumentada— o por
parte de quien ignore que la configuración de los contenidos de la
ética pública depende antes de su efectiva relevancia para la convivencia que del grado de verdad que quepa atribuirle. A Rawls
su constatación de que las doctrinas omnicomprensivas “ya no
22Ibidem,
23Ibidem,
p. 182.
p. 179.
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
21
pueden servir, si es que alguna vez sirvieron, como base profesa de la sociedad”, no le impide invitar ante cualquiera de ellas
a “no poner ningún obstáculo doctrinal a su necesidad de ganar
apoyos, de manera que pueda atraerse el concurso de un consenso” “razonable y duradero”.24
14. Consenso y verdad
Verdad y consenso no tienen por qué entenderse como un dilema alternativo. Resulta incluso problemático que el consenso
pueda oficiar de fundamento ético; él mismo se apoya más bien
—de modo más o menos transparente— en contenidos éticos
previos.25
Para los convencidos de la verdad de una propuesta ética, el
consenso cobra, por lo demás, un añadido valor de refrendo.
Rawls admite que “algunos podrían insistir en que alcanzar ese
acuerdo reflexivo da ya por sí mismo razones suficientes para
considerar verdadera, o al menos altamente probable, esa concepción”, pero prefiere abstenerse “de dar ese paso ulterior”, al
considerar que “es innecesario y podría interferir con el objetivo
práctico de hallar una base pública acordada de justificación”.26
La clave estará en el discernimiento de qué contenidos concretos revisten una dimensión pública, capaz incluso de justificar
la entrada en juego de la coercibilidad jurídica. Ello equivale a
interrogarse por las exigencias indeclinables del derecho, cuestión abordada desde términos novedosos como el de “justicia política”, o tan clásicos como los de “derecho natural” o “bien común”, por diversa que sea su fundamentación.
24Ibidem,
pp. 40 y 70.
el particular, nuestro trabajo “Consenso: ¿racionalidad o legitimación?”, Derechos humanos y metodología jurídica, Madrid, Centro de Estudios
Constitucionales, 1989, pp. 99-116.
26LP, cit. nota 2, p. 185.
25Sobre
LAICIDAD Y LAICISMO
22
La cuestión se facilita cuando de ese mismo núcleo de contenidos de vocación jurídica, que gravitarán sobre el proceso de
positivación, derivan exigencias sobre a quiénes debe considerarse sujetos legitimados para su formulación. La iusnaturalista “dignidad humana” de la modernidad, por ejemplo, justifica
la entrada en juego de unos mecanismos democráticos que irán,
inevitablemente, mucho más allá de lo procedimental. Una vez
más, son las exigencias éticas las que justifican un procedimiento
argumentativo, sin exclusiones, y no viceversa. El mismo Rawls
aclara su planteamiento: “nos ocupamos de la razón, no simplemente del discurso”.27
Todo ello nos sitúa ante la necesidad de lograr un consenso,
basado en la mutua argumentación sobre unos contenidos éticos
materiales, más allá de lo meramente procedimental. El judicialmente omnipresente concepto jurídico de “lo razonable” se verá
acompañado de una indisimulable carga ética, hasta convertirse en
la principal vía de explicitación de la teoría de la justicia que acabará viéndose efectivamente positivada. En Rawls encontramos
una sintomática distinción entre lo “racional”, que llevaría a cada
cual a ingeniárselas para alcanzar su particular concepción del
bien, y “lo razonable”, más restringidamente vinculado “a la disposición a proponer y a respetar los términos equitativos de la cooperación”, así como “a la disposición a reconocer las cargas del
juicio, aceptando sus consecuencias”. Lo que faltaría a los agentes meramente “racionales” sería “la forma particular de sensibilidad moral que subyace al deseo de comprometerse con una
cooperación equitativa como tal, y hacerlo en términos tales que
quepa esperar que otros, en tanto que iguales, puedan aceptar”.28
Será mediante este consenso como deberán irse entretejiendo29
las diversas concepciones del bien privadamente suscritas por
27Ibidem,
p. 255.
nota 1 de la p. 79 y pp. 81 y 82.
29El término overlapping consensus de J. Rawls ha dado no poco trabajo
a sus traductores al español, que han huido de recurrir al adjetivo “solapado”,
para evitar que se lo malinterprete como falto de transparencia. De “consenso
28Ibidem,
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
23
los ciudadanos, en su legítimo intento de configurar el núcleo de
contenidos jurídicos indispensables en el ámbito público. Núcleo
que —la reiteración es obligada— desbordará, y condicionará, lo
procedimental para incluir derechos con un contenido esencial a
respetar. En efecto, para Rawls, el consenso entrecruzado
va más allá de los principios políticos que instituyen procedimientos democráticos e incluye principios que abarcan el conjunto de la estructura básica; de aquí que sus principios establezcan
ciertos derechos substantivos tales como la libertad de conciencia
y la libertad de pensamiento, así como la igualdad equitativa de
oportunidades y principios destinados a cubrir ciertas necesidades esenciales.30
15. Magisterios confesionales
El entretejimiento del consenso reabre la posible susceptibilidad
ante lo religioso, cuando pugnan por influir en su configuración los
diversos magisterios confesionales. La legitimidad de sus funciones queda, sin embargo, dentro de una sociedad democrática, fuera de toda duda. Si es normal que el ciudadano suscriba doctrinas
omnicomprensivas, será lógico que puedan libremente dirigirse a
él los encargados de ilustrarlas. Esta actitud, lejos de levantar sospechas sobre presuntas indebidas injerencias, sería precisamente
síntoma del afán de esas confesiones por lograr apoyos mediante la
pública argumentación, renunciando a todo uso opresivo del poder.
Sería, como vimos, absurdo pensar que, por el simple hecho de que
dichos magisterios presenten propuestas a las que atribuyen sólido fundamento, condujeran inevitablemente al fundamentalismo.
entrecruzado” habla A. Domenech en su versión de la obra que venimos citando; cfr. la nota que incluye en la p. 30. A este adjetivo nos remitiremos, aunque el de “entretejido” nos hubiera parecido más expresivo. Nos encontramos,
pues, ante “la idea de un consenso entrecruzado de doctrinas comprehensivas
razonables”, ibidem, p. 165.
30Ibidem, p. 197.
LAICIDAD Y LAICISMO
24
Este último fenómeno sólo se daría si, recurriendo al argumento de autoridad, intentaran proyectar abruptamente determinados
contenidos sobre el ámbito público sustrayéndose al procedimental debate político. Ninguna confesión puede pretender monopolizar la ética pública, pero tampoco tendría sentido relegarlas
obligadamente a lo privado, ignorando su positiva dimensión social. Para Rawls, “la autoridad de la Iglesia sobre sus feligreses”
no plantea mayores problemas, ya que “dadas la libertad de culto
y la libertad de pensamiento, no puede decirse sino que nos imponemos esas doctrinas a nosotros mismos”.31
El laicismo, planteado coherentemente, llevaría a un bloqueo
del consenso social, ya que equivaldría a proponer que “en asuntos políticos fundamentales, las razones dadas explícitamente en
términos de doctrinas comprehensivas no pueden introducirse
nunca en la razón pública”; en vez de permitir a los ciudadanos
“presentar lo que consideran la base de los valores políticos arraigada en su doctrina comprehensiva, mientras lo hagan por vías
que robustezcan el ideal de la razón pública”. Rawls, que califica
al segundo como “punto de vista incluyente”, lo considera “más
adecuado” que el “punto de vista excluyente”, ya que “el mejor
modo de robustecer ese ideal en tales casos podría ser explicar
en el foro público cómo la propia doctrina comprehensiva afirma
los valores políticos”.32
Lo contrario implicaría una actitud inquisitorial difícilmente
compatible con determinados valores constitucionales, como los
protegidos por el artículo 16.2 de la Constitución Española (en
adelante CE), que garantiza que “nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias”. Para Rawls, el
que algunos piensen “que los valores no políticos y transcendentes constituyen el verdadero fundamento de los valores políticos” no implicaría que su “apelación a los valores políticos
resulte insincera”, ya que “el que pensemos que los valores políticos tienen alguna fundamentación ulterior no significa que no
31Ibidem,
32Ibidem,
pp. 256 y 257.
pp. 282-284.
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
25
aceptemos esos valores, o que no estemos dispuestos a respetar
la razón pública, del mismo modo que nuestra aceptación de los
axiomas de la geometría no significa que no aceptemos los teoremas geométricos”; todo consistiría en saber “distinguir el orden
de la deducción del orden del apoyo”.33
16. Lo racional y lo razonable
El constitucionalismo democrático aspira, precisamente, a superar todo falso dilema entre fundamentalismo y dictadura de la
mayoría. Suscribe —consciente de su dimensión autodestructiva— el rechazo del relativismo, reconociendo que situarse de
espaldas a la verdad genera graves amenazas contra la libertad.
El procedimentalismo resultará, una vez más, insuficiente. Una
Constitución como la española no se corresponde con ese “consenso constitucional”, del que Rawls nos dice que “no es profundo, ni tampoco es amplio”, sino “de corto alcance”, en la medida
en que “no incluye la estructura básica, sino sólo los procedimientos políticos de un gobierno democrático”. A su juicio, “un
consenso constitucional puramente político y procedimental se
revelará demasiado restringido”.34
Para que el ejercicio de la libertad no acabe resultando inviable en la práctica, habría que proceder a la sustracción del debate
político de determinados contenidos éticos fundamentales. Si nos
trasladamos a la polémica anglosajona entre constructivistas y
utilitaristas, se trataría de acertar a la hora de fijar —“de una vez
por todas”— unos derechos individuales prioritarios, que habríamos de “tomarnos en serio”,35 dejándolos a salvo de condicionamientos derivados del cálculo oportunista de intereses sociales
o de razones de eficacia. Entre las “exigencias de un consenso
constitucional estable” señalará Rawls.
33Ibidem,
pp. 277 y su nota 31.
pp. 191 y 198.
35Arquetípica al respecto la archidifundida obra de Dworkin, R., Los derechos en serio, Barcelona, Ariel, 1984.
34Ibidem,
LAICIDAD Y LAICISMO
26
la imperiosa exigencia política de fijar de una vez por todas el
contenido de determinados derechos y libertades básicos y de
conferirles una primacía especial. Al proceder así se retira de la
agenda política la necesidad de esas garantías y devienen inaccesibles al cálculo de los intereses sociales.36
Si no queremos, sin embargo, viciar el planteamiento, parecería lógico que lo único que autorice a proceder a esa sustracción
o “retirada de la agenda política” de determinadas cuestiones sea
sólo el grado de razonabilidad atribuible a sus contenidos éticos,
y no la dimensión polémica que coyunturalmente puedan llegar
a cobrar. De lo contrario, habría que entrar en el difícil diseño de
una agenda política capaz de distinguir, a la vez, entre lo fijado
de una vez por todas, en aras de una razón pública permanente,
y lo que también habría que marginar de ella, pero esta vez por
su potencial conflictivo meramente coyuntural. Rawls no parece
tan coherente en este punto, al dar por sentado que su liberalismo político, “para mantener la imparcialidad”, “ha de abstenerse
de entrar específicamente en tópicos morales que dividen a las
doctrinas comprehensivas”. Los imperativos de “razonabilidad”
parecen ceder ante estrategias meramente “racionales” cuando se
nos aclara que, “al evitar las doctrinas comprehensivas, tratamos
de eludir las controversias religiosas y filosóficas más profundas con objeto de no perder la esperanza de conseguir una base
para un consenso entrecruzado estable”, en un intento de “armar
las instituciones de la estructura básica de modo tal que reduzca
drásticamente la probabilidad de que parezcan conflictos inabordables”. Por tales razones, “una concepción liberal elimina de la
agenda política los asuntos más decisivos, los asuntos capaces de
generar conflictos pugnaces que podrían socavar las bases de la
cooperación social”.37
En todo caso, quedará rechazada la dictadura de la mayoría;
porque esas verdades, públicamente vinculantes, no podrán diseñarse desde una ética privada apoyándose en el mero hecho de su
36LP,
cit., nota 2, p. 193.
pp. 23, 184, 188 y 189.
37Ibidem,
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
27
mayoritaria presencia social. En contra de quienes afirman que,
a la hora de la verdad, los contenidos esenciales de la Constitución acabarán significando lo que quiera una mayoría coyuntural,
éstos sólo tienen sentido como límite sustancial al principio procedimental por antonomasia: la prevalencia de las mayorías. Lo
“razonable” acaba convirtiéndose en límite sustancial al principio procedimental por antonomasia. Rawls nos aclara que, “aunque una concepción política de la justicia encara el hecho del
pluralismo razonable, no es política en el sentido equivocado; es
decir, su forma y su contenido no se ven afectados por el balance
de poder político existente entre las doctrinas comprehensivas.
Ni fraguan sus principios un compromiso entre los más dominantes”. La justificación reside en los principios de la justicia,
mientras que la regla de las mayorías “ocupa un lugar secundario
como mecanismo procesal”.38
17. Voluntarismo fundamentalista
Mientras tanto, en el ámbito privado —en el que “a la hora de
la verdad el relativismo no se lo cree nadie”—39 puede estar anidando hasta una triple variedad de tentaciones fundamentalistas,
que valdría la pena examinar.
La primera de ellas hace referencia a la difícil compatibilidad
entre la omnipotente primacía reconocida a la divinidad y la necesaria sumisión de las propuestas éticas a debate público.
Tras estos planteamientos late un indisimulable maridaje entre
el fundamentalismo y un voluntarismo, que no tendría mucho
qué envidiar al hobbesiano. Verdadero sería aquello que Dios,
al revelarlo, haya querido establecer como tal. En realidad, lo
verdadero no es, sin embargo, tal, porque Dios haya querido revelarlo, sino que ha sido revelado precisamente por ser cualificadamente verdadero. Desde esta nueva perspectiva, el debate
político de unos contenidos cognoscibles, lejos de resultar un
38Ibidem,
pp. 173-174. Ya en su Teoría de la justicia cit. nota 6, p. 396.
Ética civil y religión, cit., nota 18, p. 105.
39Cortina, A.,
LAICIDAD Y LAICISMO
28
agravio cuestionador de la omnipotente voluntad divina, acabaría convirtiéndose en ocasión de reconocimiento de su excelsa
sabiduría racional.
18. El celo integrista por la verdad total
La coherencia podría en un segundo momento plantear dificultades a la hora de renunciar a ver reconocidos en el ámbito
público unos contenidos que se estiman privadamente verdaderos.
Esta nueva tentación fundamentalista resultará en buena medida
desactivable mediante el reconocimiento de un doble campo en
las éticas omnicomprensivas: las exigencias maximalistas de la
moral personal, por una parte, por más que puedan tener relevancia social; por otra, el ajustamiento de las relaciones sociales, en
el espacio más limitado de las exigencias propiamente jurídicas.
El recurso al derecho natural, por ejemplo, encerraba tal elemento, además de ofrecer las posibilidades de conocimiento secularizado que ya resaltara Grocio. Ante la creciente pluriculturalidad de las sociedades occidentales, se hace preciso contar hoy
con similares contenidos éticos de reconocimiento compartido,
girando ahora en torno a puntos de referencia, como el “contenido esencial” de los derechos humanos o las exigencias de
la “buena fe”, o conceptos como los de “bien común”, “orden
público” o “sociedad bien ordenada”. Asumido este último por
la “justicia política” de Rawls: “la concepción de la justicia compartida por una sociedad democrática bien ordenada tiene que ser
una concepción limitada a lo que llamaré el ‘dominio de lo político’ y a los valores de éste”. Una sociedad no es una comunidad,
y ello impone límites al “celo de la verdad total”, que “nos tienta
hacia una unidad, más amplia y más profunda, que no puede ser
justificada por la razón pública”.40
Todos esos términos no hacen sino contribuir a demarcar el
ámbito de las exigencias jurídicas que derivan de la ética pública,
40LP,
cit., nota 2, pp. 68-69 y 73.
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
29
una vez admitido pacíficamente que en él no toda exigencia ética
privada ha de encontrar asiento. Queda así descartada la pretensión del integrismo de que todos los mandatos de la divinidad se
vean jurídicamente respaldados.
19. ¿Condenados a la doble verdad?
No cabe excluir una tercera fuente de tensiones, cuando determinadas exigencias —consideradas como indispensables para
configurar una convivencia social digna del hombre— no llegan
a verse jurídicamente positivadas. No parece quedar otra escapatoria que un refugio práctico en la doble verdad, o dar de antemano por justificado el confinamiento incondicionado de la verdad
en el ámbito de la ética privada.
Se brinda solución teórica cuando se suscribe privadamente
una ética omnicomprensiva, que admite —precisamente como
exigencia ética de sus propios contenidos— que la proyección
práctica de la verdad ha de someterse a determinados procedimientos. Sin reconocer a lo procedimental carácter de fundamento —alternativo a la verdad— se lo asume como cauce obligado
para que ésta pueda proyectarse hacia lo público.
Precisamente el reconocimiento de una verdad —la dignidad
humana— merecería prioridad tal como para conferir a los procedimientos —que habrían de garantizar su respeto— capacidad
de condicionar en la práctica la propuesta de cualquier otro de
sus contenidos.
Superado el dilema irresoluble a que aboca el integrismo —al
sentar rígidamente que no cabe reconocer derechos al error— la
afirmación de la verdadera dignidad personal lleva a admitir
la posible proyección sobre el ámbito de lo público de contenidos privadamente rechazados como erróneos, dando así paso a
un ingrediente decisivo de la tolerancia.41
41Al
respecto nuestro trabajo “Tolerancia y verdad”, Derecho a la verdad.
Valores para una sociedad pluralista, Pamplona, Eunsa, 2005, pp. 71-112.
LAICIDAD Y LAICISMO
30
20. Mayoría y minorías
El juego de los mecanismos procedimentales se verá, en todo
caso, complementado por el de otros valores no menos vinculados a esa dignidad humana que le sirve de fundamento. El principio de las mayorías, arquetípico al respecto, se verá matizado por
esa garantía de los derechos fundamentales que servirá de freno a
mayorías coyunturales, en frecuente defensa de las minorías, que
son las que suelen verlos vulnerados.
Difícilmente podría apelarse al mismo principio de las mayorías a la hora de dilucidar su propia tensión con los derechos de
unas minorías que merecerán protección, no tanto porque pueden
algún día convertirse en mayoría, como porque es más que probable que no puedan llegar nunca a conseguirlo.
Cuando tales derechos se reconocen como “inalienables”, el
intento de distinción derecho-moral propio del positivismo resulta imposible. No se está reconociendo simplemente que todo
derecho acaba teniendo aleatorios contenidos “morales”; se está
dando por sentado que algunos de ellos juegan como exigencia
jurídica imprescindible, hasta el punto de convertir en nula “de
pleno derecho” cualquier positivación que los desconozca. Para
Rawls, no se trata únicamente de que “una libertad básica sólo
puede ser limitada o negada por mor de una o más libertades
básicas, y nunca, como ya he dicho, por razones de bien público o de valores perfeccionistas”, sino que “decir que las libertades básicas son inalienables es lo mismo que decir que cualquier
acuerdo entre ciudadanos que implique la renuncia a una libertad
básica o la violación de una de ellas, por racional y voluntario
que sea el mismo, es un acuerdo vacío ab initio”.42
El reiteradamente resaltado carácter meramente instrumental
del procedimiento, y su consiguiente insuficiencia para aportar la
respuesta última a la hora de configurar las exigencias jurídicas
de la ética pública, obliga —en conclusión— a volver la vista ha42LP,
cit., nota 2, pp. 332 y 403.
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
31
cia las omnicomprensivas éticas privadas y a plantearse el modo
de articular su proyección pública de un modo transparente y no
sesgado, hasta conseguir una sociedad que no por pluralista renuncie a ser razonable.
II. DEMOCRACIA Y RELATIVISMO
EN UNA SOCIEDAD MULTICULTURAL*
No es la primera vez que me veo animado a plantearme si en una
sociedad multicultural como la nuestra —en la que hay tantas diferencias de opinión y convicciones— la democracia aconseja a
renunciar a respuestas que incluyan una pretensión de verdad.43
Es decir, si para ser un auténtico demócrata resulta necesario ser
escéptico y relativista. Para algunos, la democracia consiste simplemente en el respeto absoluto del principio de la mayoría; lo que
la reduce a cuestión puramente procedimental: las decisiones se
toman por mayoría. Pienso, por el contrario, que la democracia
incluye, junto y antes que un procedimiento que prima a las mayorías, la protección de unos determinados bienes, valores y derechos fundamentales, vinculados a contenidos éticos, no puramente
procedimentales. A la luz de este dilema es más fácil plantearse si
la ética, con sus implicaciones morales, debe quedar relegada al
ámbito privado, para que tenga acceso a lo público sólo lo procedimentalmente establecido por vía jurídica. Es obvio que derecho y moral no se identifican: no todo lo moralmente obligatorio
debe convertirse en jurídicamente exigible. Algo bien distinto es
que pueda, o incluso deba, darse entre uno y otra una separación
absoluta. ¿No debe la moral prestar contenidos al derecho?, ¿es
siquiera posible que no acabe haciéndolo?
*En Izquierdo, César y Soler, Carlos (eds.), Cristianos y democracia, Pamplona, Eunsa, 2005, pp. 47-68.
43Lo hice ya en Democracia y convicciones en una sociedad plural, Pamplona, Cuadernos Instituto Martín de Azpilcueta, 2001.
33
LAICIDAD Y LAICISMO
34
1. Entre derecho y moral
La relación entre el derecho y la moral —concretamente, la
determinación de la relevancia jurídica de algunas exigencias
morales— es una vieja cuestión no exenta de consecuencias
prácticas.
Conviene no olvidar que suele entrar en juego una doble acepción del término moral: una restringida y otra ampliada. Cuando
se contrapone la moral al derecho, se está empleando el término
en sentido restringido: conjunto de exigencias maximalistas que
aspirando a la realización plena de una determinada concepción
del bien, capaz de proporcionar a la persona perfección, felicidad, utilidad... Exceden con mucho del acervo ético, relativamente mínimo, exigido por la justicia en su intento de hacer humana la convivencia entre ciudadanos que pueden suscribir muy
diversas concepciones del bien, la perfección, etcétera. Se nos
ha dicho que “así como la universalidad de los mínimos de justicia es una universalidad exigible, la de los máximos de felicidad
es una universalidad ofertable”;44 o que “la ética de la dignidad
del hombre es realmente definible como ética mínima, en cuanto
constituye la condición real de posibilidad de cualquier ulterior
actuar ético”.45
Hoy algunos teóricos del derecho tienden a referirse a lo moral
en un sentido más amplio, como expresión omnicomprensiva, o
también comprehensiva; es decir, que abarca todos los ámbitos
de la vida. Incluye en este caso las exigencias individuales y sociales (por ende, también eventualmente jurídicas) derivadas de
las diversas concepciones sobre la persona, el mundo, el bien...
Desde esta acepción amplia, no cabría imaginar un derecho sin
moral, aunque sí discutir si tales o cuales ingredientes morales
serían o no decisivos a la hora de identificar qué sería o no jurídico. Si, por el contrario, hablamos de la moral en sentido restringiÉtica civil y religión, cit., nota 18, p. 119.
F., a quien con toda razón la expresión ética mínima no le
parece nada feliz. Diritto e morale, Torino, Giappichelli, 1993, pp. 40 y 41.
44Cortina, A.,
45D’Agostino,
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
35
do, resultará —por definición— distinta del derecho, ya que sólo
albergaría las exigencias que éste no haya llegado a asumir.
De ahí que, para superar la confusión terminológica, prefiera
emplear el término ética para referirme a las concepciones omnicomprensivas del bien (lo que he descrito como moral en sentido
amplio), y reserve el término moral para su versión estricta, no
jurídica por definición.
Este intento clarificador tropieza, sin embargo, con la reciente tendencia a contraponer ética pública y ética privada. En esa
perspectiva, se habla de éticas privadas, para referirse a las concepciones omnicomprensivas del bien —no exentas, sin duda, de
dimensiones sociales— que cada ciudadano puede privadamente suscribir. Mientras, la ética pública —configurada por y para
la convivencia de todos los ciudadanos— acaba identificándose
con el derecho, aunque no necesariamente con el ya positivado,
se ceñiría, como un inconfesado derecho natural, a aquel núcleo
mínimo de contenidos éticos que se considera jurídicamente indispensables para hacer posible la convivencia en una sociedad
democrática.
La configuración de eso que hoy algunos llaman ética pública
estuvo clásicamente vinculada al concepto de bien común. En la
medida en que encontraba su fundamento en el modo de ser del
hombre mismo se lo denominaba, también en el ámbito académico, derecho natural; incluía exigencias objetivas y racionalmente
cognoscibles, válidas para cualquier sociedad humana. Posteriormente se verá cuestionado al irrumpir la duda metódica, que abre
paso a actitudes críticas respecto al fundamento y al método del
conocimiento y, en definitiva, en cuanto a las posibilidades de acceder a la verdad. También se verá afectado por el historicismo,
que relativiza toda pretensión de universalidad espacial o de permanencia. Todo ello empuja a buscar un fundamento alternativo
en la noción del consenso social, como mecanismo para decantar
democráticamente la ética pública.
Todos estos elementos —sociedad plural y multicultural; ética
privada y ética pública; convicciones éticas personales y con-
36
LAICIDAD Y LAICISMO
senso social sobre las normas de la convivencia democrática—
sitúan hoy la polémica cuestión de las relaciones entre derecho
y moral en la no menos polémica frontera entre lo público y lo
privado.
2. Democracia, verdad y mayorías
Se difunde hoy una tesis según la cual democracia equivale a
que nada es verdad ni mentira (bueno ni malo) y, por tanto, sólo
cabe remitirse a lo que diga la mayoría. La democracia se fundaría necesariamente sobre el escepticismo y el relativismo, reduciéndose a un procedimiento de toma de decisiones por mayoría.
¿Cuáles serían las consecuencias, de tomarse en serio esta tesis?
Baste recordar simplemente, a este respecto, que las Constituciones modernas giran precisamente en torno a la existencia de
unos derechos fundamentales que se consideran indiscutibles; en
expresión ya citada de Rawls, se sustraen de la agenda política,
ya que sobre ellos no cabe discusión: un debate sobre la regulación de la tortura sería hoy difícilmente concebible. Es más,
nada hay menos políticamente correcto que poner en cuestión
los derechos fundamentales: se los trata como elementos éticos
indiscutidos.
Nuestras Constituciones giran, pues, en torno a esos contenidos sustanciales, no meramente procedimentales; el respeto a
esos derechos fundamentales va a condicionar incluso el juego de
las mayorías parlamentarias. En efecto, el parlamento no podrá
vulnerar el contenido esencial de los derechos fundamentales; se
evita así una posible dictadura de la mayoría, incompatible con la
democracia en los sistemas constitucionales modernos.
Buena prueba de ello es en la Constitución española el artículo
53.2, según el cual una ley que aprobaran unánimemente el Congreso y el Senado, si negara ese contenido esencial —fórmula ésta, por cierto, muy poco procedimental— de los derechos
fundamentales, sería nula. Prevé también la misma Constitución,
respecto a la iniciativa legislativa popular, que con quinientas
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
37
mil firmas se pueda poner en marcha un proceso legislativo; pero
sustrae de esa posibilidad el desarrollo de los derechos fundamentales, precisamente para evitar todo asomo de dictadura de la
mayoría a la hora de desarrollarlos (cfr. artículo 87.3 en relación
con el 81.1).
Esto es una clara manifestación de que la democracia se apoya,
tanto histórica como doctrinalmente, en una gran verdad: en la
verdad de la dignidad humana. Por tanto, intentar establecer que
democracia equivale a que nada es verdad ni mentira sería históricamente falso, aparte de resultar prácticamente disparatado.
Si se repasa la historia de la democracia, sobre todo de la
democracia moderna, se encuentran grandes autores iusnaturalistas —un iusnaturalismo racionalista, en muchas ocasiones—,
que defienden precisamente la verdad objetiva de la dignidad
humana y de unos derechos que de ella derivan. De ahí que el
juego del principio procedimental por excelencia en la democracia —el de las mayorías— haya de estar siempre supeditado al
respeto de esa dignidad humana y de los derechos fundamentales
que de ella derivan.
Algo tan elemental se olvida, sin embargo, con frecuencia.
Juan Pablo II lo recordó con una frase de notable lucidez y llena
de contenido:
Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes
a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son
fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la
verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según
los diversos equilibrios políticos. A este propósito, hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta
la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder.
Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia.46
46Centesimus
annus, 46
38
LAICIDAD Y LAICISMO
3. La distinción entre público y privado:
un discernimiento ético
Nos queda una pregunta pendiente: ¿cómo acertamos a discernir si una exigencia es públicamente relevante o, por el contrario,
puede, o incluso debe, resolverse privadamente? Se plantea aquí
una paradoja: por un lado se nos habla de lo público y de lo privado identificándolos con lo jurídico y lo moral; con ello se nos
está proponiendo que releguemos la moral al ámbito de lo privado y que, en el ámbito de lo público, rija sólo un derecho formal
y procedimental. El problema surge porque el único modo de
establecer una frontera entre lo público y lo privado es partiendo
de una teoría de la justicia, o sea, partiendo de una concepción
moral determinada, que es la que nos señala qué es o no públicamente relevante.
Por ejemplo: la vida de un no nacido de tres meses ¿debe considerarse de relevancia pública y, por tanto, ha de protegerla el
derecho, incluso con normas penales? ¿Cabe privatizarla, para
que cada cual decida en conciencia qué hacer con los no nacidos
menores de tres meses? ¿Cómo podremos establecer esa frontera? Indudablemente, sólo partiendo de un juicio moral. Pretender
que la respuesta afirmativa sería una incuestionable exigencia de
ética pública y la negativa una mera opción de ética privada sería
bastante caprichoso.
Así pues, sólo partiendo de un juicio moral podemos establecer una frontera entre la moral y el derecho: ésta es la paradoja.
Sólo partiendo de una idea de lo que es el hombre y de lo que es
la sociedad cabe decir: esto tiene relevancia pública o esto no la
tiene. Establecer la divisoria entre lo público y lo privado implica
siempre ya una toma de partido; es por tanto imposible hacerlo
desde el derecho, sin juicios morales previos. Quienes afirman
que lo hacen así, y que lo llevan a cabo desde una perspectiva
puramente formal y procedimental, están proponiendo algo que
es absolutamente irrealizable. Escamotean, quizá de manera inconsciente, su propia ética comprehensiva; la concepción filosó-
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
39
fica, moral o religiosa que los lleva a discernir y establecer esas
fronteras de un modo determinado.
Éste es el problema más grave de la cuestión: no cabe una respuesta no moral (“neutral”) a la pregunta de si algo tiene relevancia pública o debe ser resuelto en el ámbito de las convicciones
morales privadas. Por tanto, no cabe solucionar el problema de las
relaciones entre derecho y moral mediante un limpio reenvío a la
distinción entre lo público y lo privado, puesto que precisamente
ese discernimiento es fruto de un juicio moral de gran calado.
Resumiendo el análisis de los dos temas examinados hasta ahora, resulta claro que identificar la democracia con la afirmación
de que nada es verdad ni mentira, y reducirla al juego del principio procedimental de la mayoría, es algo históricamente falso
—la democracia no se ha desarrollado en esos términos— y prácticamente negativo, puesto que podría llevar a una dictadura de la
mayoría. Por ello, si algo caracteriza hoy los planteamientos y las
ofertas democráticas es precisamente el respeto a las minorías.
De ahí que los mecanismos constitucionales de un Estado democrático estén siempre diseñados para poner freno a la mayoría: contra el riesgo de que, a través de formas democráticas, se
pueda llegar a una situación absolutamente totalitaria. De lo contrario, por ejemplo, si la mitad más uno decide pasar a cuchillo
a la mitad menos uno, estaríamos ante una fórmula democrática
perfecta. Evidentemente no es así. La democracia exige el respeto de los derechos fundamentales de una sola persona por encima
de cualquier imperativo mayoritario. En definitiva, si se está a
favor de la democracia no es por defender unos procedimientos
neutrales, sino porque la democracia defiende determinados contenidos buenos y justos.
4. Escepticismo y relativismo no son condición
de la democracia
Hay problemas que no admiten neutralidad. Es lógico, por
tanto —e incluso deseable—, que a la hora de aportar los con-
40
LAICIDAD Y LAICISMO
tenidos éticos necesarios para resolverlos los ciudadanos estén
convencidos de que son verdad. No sería normal, evidentemente,
lo contrario: abrazar una doctrina que uno cree que es falsa sería
cosa un tanto peregrina. El que haya ciudadanos que crean en
determinados principios e intenten aportarlos a la vida social no
los convierte, por tanto, en ningún peligro público; al contrario,
es síntoma de la existencia de una sociedad viva, que suscribe
unos valores éticos con respaldo. Lo peligroso sería una sociedad anómica, sin referencias normativas, en la que nadie sepa
qué es verdad o mentira, qué es bueno y qué es malo, y donde
como consecuencia puede aprobarse o admitirse cualquier cosa
en cualquier momento.
Rorty, partiendo de su convencimiento de que la verdad no
está “ahí fuera”, sino que “se hace y no se descubre”, defiende
lo que llama “ironismo liberal”; el propio de “esas personas que
reconocen la contingencia [es decir, el carácter no absoluto] de
sus creencias y de sus deseos más fundamentales”, por lo que se
les puede pedir “que privaticen sus proyectos, sus intentos por
alcanzar la sublimidad: verlos como irrelevantes para la política
y por tanto compatibles con el sentido de la solidaridad humana que el desarrollo de las instituciones democráticas ha hecho
posible”.47
No ha faltado, sin embargo quien considere demasiado optimista su diagnóstico de que “la razón pragmática, orientada por
la mayoría, incluye siempre ciertas ideas intuitivas, por ejemplo,
el rechazo de la esclavitud”. Más bien le parece que “durante
siglos, e incluso durante milenios, el sentir mayoritario no ha
incluido esa intuición y nadie sabe durante cuánto tiempo la seguirá conservando”.48
Las alergias ante cualquier pretensión de verdad han llegado
también a extenderse a la “seriedad” con que se defienden de47Rorty, R., Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona, Paidós, 1991,
pp. 63, 72, 28, 17 y 216.
48Ratzinger J., Verdad, valores, poder. Piedras de toque de la sociedad pluralista, Madrid, Rialp, 1995, p. 93.
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
41
terminados planteamientos, cuando aspiran a verse reconocidos
en el ámbito público. El tópico tiende a atribuir a lo religioso un
aire obligadamente serio, e incluso circunspecto. Nada tendrá,
pues, de extraño que las éticas vinculadas culturalmente a una
confesión religiosa sufran los embates de quienes creen que “la
persona que toma las cosas en serio es en realidad un peligro
público potencial, ya que la seriedad parece reñida con la tolerancia”; “el tipo de persona que tiene convicciones” correría “el
peligro de aferrarse a ellas de tal modo que puede acabar siendo
un intolerante y un dogmático”.49 Se ha apuntado, por el contrario, que “quien desee defender y potenciar con todo el énfasis
imaginable la democracia liberal tal vez tendrá que tomársela en
serio y no frivolizar mucho sobre ella”; puede exponerse, si no,
a que “otros se tomen la antidemocracia en serio” y se vea expuesto a un debate en franca “inferioridad de convicciones”. Al
fin y al cabo, no se puede emprender en serio tarea alguna si no
estamos convencidos de que esa empresa vale la pena, aunque tal
convicción no tiene por qué degenerar en dogma, sino que “ha de
ser una convicción racional, que tiene razones para mantenerse
y está siempre abierta a ser racionalmente criticada”. La citada
descalificación apriorística puede resultar notablemente empobrecedora. En realidad, el convencimiento de la verdad de lo que
se propone ha de considerarse, en principio, positivo.
5. Consenso y pluralismo en una sociedad multicultural
Me propongo abordar ahora la tesis que sostiene que nos encaminamos a una sociedad multicultural, en la que cada uno tiene
que poder desarrollar plenamente su propio estilo de vida. También respecto a esta tesis surgen preguntas: ¿en qué medida podemos irnos acercando a una sociedad realmente multicultural,
donde cada cual pueda desarrollar su estilo de vida sin verse en
modo alguno obstaculizado por la imposición de convicciones
49Esto parece pensar Rorty, a juicio de A. Cortina, autora de la réplica La
ética de la sociedad civil, cit., nota 18, pp. 88, 98 y 99.
42
LAICIDAD Y LAICISMO
que proceden de una cultura ajena a la suya? ¿En qué medida
esto es posible, y con qué elementos habría que contar para que
lo fuera?
El incremento de sociedades multiculturales está llevando, entre otras cosas, a revisar uno de los elementos hasta ahora más
aceptados para configurar la ética pública: el recurso al consenso.
Se adivina ahora tras él una dimensión homogeneizante. Cuando
hablamos de consenso damos por supuesto que todos pensamos
fundamentalmente igual; o que, por lo menos, todas las personas más razonables podemos llegar a ponernos de acuerdo en lo
fundamental; pero cuando pasamos de las sociedades europeas
monoculturales de hace dos siglos a las actuales, donde ya hay
diferencias de cultura, credo, raza e idioma, no es tan fácil dar
por hecho que estamos todos de acuerdo en algo, sino que hasta
las cosas más elementales se convierten en cuestionables.
Por otra parte, hay quienes muestran el convencimiento de que
la homogeneidad de pensamiento en una sociedad sería siempre
el resultado vicioso de un uso opresivo del poder en favor de determinada concepción ética; vistas así las cosas, el pluralismo no
sería ya un mero dato sociológico, de hecho, sino un imperativo
ético obligado.
El mundo multicultural —aún incipiente, pero realmente vistoso— que emerge en Europa es reflejo de que la sociedad ha
cambiado. La cuestión es qué puede hacerse en una sociedad
así para configurar unas reglas de la convivencia democrática.
Si resulta absolutamente ineludible en la práctica la necesidad
de imponer determinadas convicciones (por ejemplo, la ablación
genital femenina habrá de ser delito), ¿cómo conseguir que cada
cual pueda desarrollar el estilo de vida propio de su cultura, de
su propio credo?
Surgen desde luego problemas que no admiten soluciones
neutras: si vamos a permitir que unos padres se nieguen a que
se hagan transfusiones de sangre a sus hijos menores de edad; si
se admitirá la poligamia, que sigue siendo real, aunque se encubra inscribiendo sólo a una de las mujeres en el registro civil; si
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
43
cabrá admitir matrimonios con menores de edad, realizados sin
su consentimiento por acuerdos interfamiliares. Son asuntos que
no cabe solventar neutralmente; hay que tomar postura y acabar
imponiendo jurídicamente valores éticos, se quiera o no.
La verdadera dificultad ante estas situaciones es de planteamiento: en la medida en que se defienda que nada es verdad ni
mentira se hace imposible todo diálogo; cada cultura se cierra
herméticamente en sí misma, porque tiene perfecto derecho a hacerlo y no tiene por qué ceder ante otra. Sólo admitiendo que algo
es verdad o mentira, y también que se puede argumentar razonablemente, cabe dar paso a un verdadero espacio intercultural, a
un verdadero diálogo que consista en buscar juntos la verdad.
Se ha dicho en Naciones Unidas que “el mundo debe aprender
todavía a convivir con la diversidad”; y enseguida se indicaba
una clave esencial para que eso sea posible: “hay una fundamental dimensión común, ya que las varias culturas no son en realidad sino modos diversos de afrontar la cuestión del significado
de la existencia personal”.50 En efecto, si no admitimos las culturas como un modo de desarrollo histórico, plural y legítimo, de
una realidad humana común, se hace imposible una convivencia
multicultural. Cada cultura se atrincherará en su posición, y la
única manera de solucionar los problemas será la receta simplista
de imponer lo que piensa la mayoría. El único modo viable de dar
paso a un diálogo razonable es partiendo del hecho de que existen verdades comunes susceptibles de argumentación.
Verdad y consenso no tienen por qué entenderse como un dilema alternativo. Resulta incluso problemático que el consenso
por sí mismo pueda oficiar de fundamento ético; es decir, que el
simple hecho de que se llegue a alcanzar un acuerdo pueda justificar cualquier decisión y satisfaga la conciencia de todos. Más
bien el consenso se apoyará —de modo más o menos transparente— en contenidos éticos previos. Así, para los convencidos de la
verdad de una propuesta ética, el consenso —basado en la mutua
50Juan Pablo II en su discurso de 5.X.1995 ante la Asamblea General sobre
Los derechos de las naciones, 9.
44
LAICIDAD Y LAICISMO
argumentación sobre unos contenidos éticos materiales, más allá
de lo meramente procedimental— cobra un añadido valor de refrendo intersubjetivo.
Sería, en efecto, disparatado intentar sustituir la verdad por
el consenso: en todo caso, respecto a la verdad, el consenso será
interesante como síntoma. Si confiamos en la verdad, en que es
alcanzable, y en la capacidad que tiene de abrirse camino, el que
un buen número de personas estén de acuerdo en algo, puede ser un
síntoma de que es verdad. Aunque también es cierto que pueden
darse circunstancias en las que la verdad esté en minoría, por
la presión de elementos culturales, o incluso de mecanismos de
propaganda. En todo caso, no se puede renunciar a intentar que la
verdad se abra paso, sustituyéndola por cualquier tipo de consenso; ni mucho menos —sería aún más equivocado— pretender un
consenso peculiar en el cual a todo aquel que esté convencido de
que lo que dice es verdad no se le debe tener en cuenta.
En suma, si se trata de debatir qué convicciones van a imponerse en la vida social y a través de qué procedimientos, cada
uno debe decir con limpieza y claridad cuáles son los valores que
defiende, y hacerlo utilizando argumentos que sean compartibles
por los demás. Hay dos actitudes que se salen de ese juego, haciendo inviable toda posibilidad de consenso útil: una es, ciertamente, la fundamentalista, que se limita a invocar el argumento
de autoridad, excluyendo toda posibilidad de diálogo con quien
no la acepte. La otra, ya señalada, es la concepción relativista
del espacio público de los que, apelando a la neutralidad procedimental y al principio de las mayorías, acaban imponiendo sus
pocas fundadas convicciones so pretexto de que en caso contrario alguien podría imponer sus convicciones absolutas.
6. La democracia constitucional rechaza el relativismo
El constitucionalismo democrático aspira, precisamente, a superar todo falso dilema que obligue a optar entre fundamentalismo y dictadura de la mayoría. Rechaza el relativismo, consciente
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
45
de su potencia autodestructiva, reconociendo que situarse de espaldas a la verdad genera graves amenazas contra la libertad o,
lo que es lo mismo, que el puro procedimiento resulta, una vez
más, insuficiente.
En efecto, como ya hemos visto, para que el ejercicio de la
libertad no acabe resultando inviable en la práctica habrá que
proceder a excluir del debate político determinados contenidos
éticos —en concreto, los derechos y libertades fundamentales—
dejándolos a salvo de condicionamiento derivados del cálculo
oportunista de intereses sociales o de razones de eficacia. Por
ejemplo, a nadie se le ocurriría debatir sobre la esclavitud y someterla a votación: tampoco sería concebible una posible iniciativa legislativa popular sobre tal cuestión.
Sería curiosísimo, no obstante, que determinadas cuestiones,
sólo por haber adquirido una dimensión polémica, recibieran
igual tratamiento que los derechos fundamentales, viéndose sustraídas también al debate democrático; y sobre todo, que esa sustracción se hiciera de un modo trucado, con una solución dada
de antemano. Porque si se afirma que en los problemas especialmente polémicos los poderes públicos deben inhibirse, para dejar
que cada cual haga lo que le parezca, se está privatizando ya la
solución, y ya vimos que decidir si algo es público o privado implica un juicio moral.
Evidentemente, de actuar así, se estaría imponiendo un juicio
moral sin debate democrático alguno: se toma partido por una
postura moral, la que entiende que los poderes públicos no deben
intervenir en una cuestión, frente a otra —la que entiende que sí
deben intervenir— que es tan legítima como la anterior.
Habrá, sin embargo, quien piense que en todo lo que ha sido
religiosamente revelado no cabría discusión alguna sin ofensa
al Creador. Estaríamos ante una concepción de la voluntad de
Dios como arbitrio absoluto e irrazonable: Dios no ordenaría llevar a cabo determinadas conductas porque sean buenas, sino que
habría que considerarlas buenas porque Dios las impone; y, al
revés: Dios no prohíbe determinadas conductas porque sean ma-
LAICIDAD Y LAICISMO
46
las, sino que son malas porque las prohíbe. Tal voluntarismo es
inaceptable.
Si, por el contrario, se contemplara a un Dios racional, el dilema se relajaría al percibir que lo que entra en juego son exigencias éticas naturalmente cognoscibles y racionalmente inteligibles. Cuando el Dios sabio acompaña al omnipotente, su potencia
se convertirá de “absoluta” en “ordenada”. Lo verdadero no es tal
porque Dios, en su voluntad omnipotente, haya querido revelarlo, sino que lo ha revelado precisamente por ser verdadero.
El recurso al derecho natural, por ejemplo, ha ofrecido la posibilidad de un conocimiento ético secularizado, sin necesidad de
partir de un planteamiento religioso. La creciente heterogeneidad
de nuestras sociedades lleva a echar de menos esos contenidos
éticos compartidos. Incluso desde planteamientos reacios a un
iusnaturalismo confeso, se postula una objetividad ética, ya que
“defender el subjetivismo moral es alistarse en las filas del politeísmo axiológico, y no en las de un sano pluralismo”. Parece
obligado admitir que “el pluralismo consiste en compartir unos
mínimos morales desde los que es posible construir juntos una
sociedad más justa”.51
Ya vimos cómo el reconocimiento de una verdad fundamental
—la dignidad humana— se convertía en prioritario hasta poder
conferir a determinados procedimientos la capacidad de condicionar en la práctica las propuestas de unos u otros contenidos.
Habría que añadir que el problema no se resuelve si sólo se “apela a un concepto ya aceptado de dignidad humana; porque todavía es menester contestar a la pregunta: ¿por qué los hombres
tienen una especial dignidad?”. Sólo contando con la respuesta
cabe plantear que “los derechos humanos son un tipo de exigencias —no de meras aspiraciones—, cuya satisfacción debe ser
obligada legalmente”. Para suscribirlo es preciso estar convenA., La ética de la sociedad civil, cit., nota 18, p. 49. A la hora de
buscar fundamento a dicha objetividad ética deja en suspenso si cabría caracterizarlo como “iusnaturalismo procedimental”, Ética sin moral, Madrid, Tecnos,
1990, p. 245.
51Cortina
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
47
cidos de que “el estatuto de tales ‘derechos’, aun antes de su
deseable positivación, sería efectivamente el de derechos”.52 Lo
que equivale a plantearse una pregunta, aparentemente insólita,
pero no por ello memos imprescindible: ¿son realmente jurídicos
los derechos humanos?53
52Cortina A.,
Ética sin moral, cit., nota 51, pp. 244, 249 y 250 y 251.
53No he dudado en formularla en El derecho en teoría, cit., nota 1, pp. 149 y ss.
III. TOLERANCIA, FUNDAMENTALISMO Y LAICISMO*
La celebración en 1995 del Año Internacional de la Tolerancia
ofreció una estupenda excusa para reflexionar sobre los dilemas,
tópicos y paradojas que se dan cita en un concepto aparentemente
pacífico y cristalino. Repasaremos algunas de ellas, en diálogo
con las aportaciones a que esa efemérides dio pie en España, en la
literatura académica, e incluso en las páginas de opinión de medios de especial difusión.
1. Dilemas para abrir boca
Valga como primera paradoja que, pese a que tolerancia emparienta con apertura, no rara vez las apelaciones a ella parecen
más bien acompañadas de un cierto halo de crispación o llamada
al combate. Quizá porque no es siempre clara la frontera entre la
defensa de la tolerancia y el compromiso en la lucha contra lo intolerable. No resultará por ello ocioso recordar que el discurso sobre la tolerancia se ha venido apoyando a lo largo de la historia en
cuatro dilemas, que hoy con frecuencia suelen pasar inadvertidos.
Baste citar los que se plantean entre Ilustración y autoridad o
entre progreso y tradición. Más cercano al tema de este volumen
será el que enfrenta a crítica y dogmas. Ni qué decir tiene que, para
oficiar de progresista, será preciso mostrarse crítico. La tolerancia necesitaría, pues, un ambiente de crítica constante y habitual,
lo que exige el drástico destierro de cualquier dogma indiscutible.
*En Ius divinum. Fondamentalismo religioso ed esperienza giuridica (ed.
F. d’Agostino), Torino, Giappichelli, 1998, pp. 201-215.
49
LAICIDAD Y LAICISMO
50
No deja de ser curiosa la evolución sufrida por este consolidado dilema. Inicialmente, en pleno ambiente de guerras de religión, los dogmas confesionales se reputaban socialmente dañinos
en la medida en que invitaban al enfrentamiento. Para Voltaire,
la discordia es el peor mal del género humano, y la tolerancia
su único remedio, en la medida en que aquieta las fuentes de
conflicto. Hoy, por el contrario, los dogmas —religiosos, por supuesto— llevarían con su pesadez fundamentalista a quitar alas
al pensamiento, arruinando ese dinamismo dialéctico sin el que
una sociedad pluralista no tendría sentido.
La concatenación dogmas-religión-fundamentalismo figura
entre los tópicos hoy más florecientes. Valga como ejemplo: “El
mundo moderno se puede interpretar desde la dicotomía fundamentalismo y tolerancia. A mis efectos, dogmatismo e integrismo serían sinónimos de fundamentalismo, y me refiero a ellos
circunscritos al ámbito de las religiones”.54 O este otro: “En un
principio la tolerancia, o quizá fuera mejor decir la intolerancia,
tuvo que ver con la religión y, dentro de este universo, más con
la verdad religiosa definida dogmáticamente como tal que con la
religión como vivencia”.55 Lo que se considera ahora socialmente nocivo es la temible imposición de una forzada concordia, sospechosa de provocar una esclerosis en las linfas de pensamiento
que han de alimentar la convivencia social.
A todo esto, la identificación restrictiva de dogmas y religión
puede acabar mostrándose en la práctica tan poco tolerante como
ajena a la realidad. No sólo en los atrios, sino también en los
foros y teatros, había encontrado ídolos Francis Bacon. La obsesión por el fenómeno religioso puede convertirse, paradójicamente, en una eficaz fuente de dogmatismo, en la medida en que
no se mantenga similar llamada de alerta respecto a otros ámbitos
de la convivencia social. Como consecuencia, no falta quien llegue a dictaminar que “el oscurantismo sigue campando por sus
54Peces-Barba,
1995.
G., “Fundamentalismo y tolerancia”, ABC, 30 de junio de
55Tomás y Valiente, F., “Contra ciertas formas de tolerancia”, El País, 30 de
mayo de 1995.
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
51
respetos en pleno siglo XX”; se refiere “al oscurantismo de los
dogmas, pero no tanto a los religiosos como a los sociales”. La
crítica parece haber degenerado paradójicamente en nueva idolatría: “vivimos una época de puro dogmatismo tenebroso, porque
nadie se fija en lo que se dice, sino en quién lo dice”.56
En lo dicho es fácil ya atisbar un cuarto dilema, que vincularía
tolerancia con secularización, tanto histórica como culturalmente. Lo exigible ahora es un forzoso repliegue de los esfuerzos por
hacerse presentes en el ámbito de lo público que suelen protagonizar elementos vinculables a lo confesional y religioso; especialmente si aparecen como mayoritarios. Con la imposición de
este veto a la presencia pública de lo religioso la tolerancia tiende
a identificarse con el laicismo, que —nueva paradoja— acaba cobrando rango de obligada confesión civil.
Las condiciones de creyente y ciudadano tienden a aparecer
como embarazosamente contrapuestas. Habrá quien se muestre
drástico: “tanto el creyente ciudadano como el ciudadano creyente son dos modelos a rechazar”.57 Menos mal que no faltará una
alternativa más indulgente: si se trata de dar un sentido compartido a la vida y a las decisiones sociales y evitar el totalitarismo
intolerante de los incapaces de pluralismo, “eso nos sitúa más
allá del laicismo y del confesionalismo”.58
Se tiende a descartar, por imposible, una proyección pública
de lo religioso que no incite inevitablemente al fanatismo. La
receta sería, pues, reservar las convicciones religiosas al ámbito
íntimo de lo privado y dar así paso a un espacio público neutral
respecto a cualquier concepción de lo bueno; condenadas todas,
por excesivamente comprehensivas, a provocar divisiones. Ante
el peligro de que alguien se considere obligado a imponer a los
demás sus propias convicciones, la tolerancia obligaría a invitar
a no tomárselas demasiado “en serio”.59
La ética de la sociedad civil, cit., nota 18, p. 96.
G., Ética, poder y derecho, cit., nota 4, p. 17.
58Cortina, A., Ética civil y religión, cit., nota 18, pp. 5, 10, 11, 119 y 13.
59La propuesta de R. Rorty sería arquetípica al respecto. Críticamente se
anotará: “tomarse algo en serio significa creer en ello, y la creencia es intole56Cortina, A.,
57Peces-Barba,
52
LAICIDAD Y LAICISMO
2. ¿Liberarse de la verdad?
La tozuda vinculación de tolerancia y relativismo parece arraigar en adhesiones, más emotivas que racionales, dudosamente
coherentes. Más que una identificación real con el no cognotivismo, lo que se profesa es un rechazo instintivo de lo que se considera como su inevitable alternativa: el reconocimiento de valores
absolutos. Es, pues, el temor a un absolutismo —de querencia
intolerante y previsibles resultados intolerables— lo que preside
tal juego. No faltará así quién se identifique con Kelsen —para
afirmar que “un derecho democrático sabe que no hay valores
absolutos y que, por tanto, tiene que tolerar creencias y comportamientos contradictorios”— sin que ello le impida apelar líneas
abajo a Bobbio —para suscribir entre las “buenas razones de la
tolerancia” la del “respeto al otro: creo en mi verdad, pero debo
respetar un principio moral absoluto: el respeto a los demás”—;60
de todo ello acabaría resultando que no se deben admitir valores
absolutos, pero haberlos haylos...
Asunto distinto sería abandonar el rigor kelseniano, para adentrarse por los caminos de una consciente y resignada frivolidad.61
Lo peligroso, se nos dice, sería permitir que se proyecten sobre lo
público planteamientos éticos demasiado serios y fundados —y
todos los que dejen adivinar un trasfondo religioso lo serían...—
por el latente potencial de conflictividad social derivado de su
congénito fundamentalismo.
Se ha llegado, por último, a ofrecer el pluralismo como pieza
de recambio al relativismo, invitando a entenderlo en un sentirancia potencial, es decir, inquina antidemocrática”. Barco, J. L., “La democracia vacía”, incluida como introducción a Ratzinger, J., Verdad, valores, poder,
cit., nota 48, p. 17.
60López Calera, N. M., “Derecho y tolerancia”, Jueces para la Democracia
1992 (16-17), pp. 3, 4 y 7.
61J. Ratzinger, quien detecta este planteamiento en R. Rorty, no deja de
recordar que “ni la dictadura nacionalsocialista ni la comunista consideraban
inmoral y mala en sí ninguna acción”. “La libertad, la justicia y el bien. Principios morales de las sociedades democráticas”, Verdad, valores, poder, cit., nota
48, p. 37.
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
53
do débil de problemático alcance. Para aquilatar dicha propuesta
habría que precisar si hablamos de pluralismo o de lo que se ha
dado en llamar politeísmo axiológico. Si excluimos éste, entre
relativismo y pluralismo seguiría habiendo una insalvable diferencia: “mientras el segundo es humanamente necesario, el primero es humanamente insostenible, como se echa de ver en nuestras sociedades, que sólo de palabra son relativistas”.62
“La idea de que una sociedad pluralista alojará todo tipo de valor es errónea”.63 De ahí que se nos invite a asumir un “pluralismo
de principio”, que, a la vez que subraya la necesidad imprescindible para la existencia humana de “la dimensión axiológica, como
dimensión absoluta”, reconoce “la imposibilidad —precisamente
por su carácter absoluto— de reconducirla a la univocidad lingüística y normativa, sobre un plano como el de la experiencia
humana caracterizado por su estructural relatividad”.64 Lejos de
todo relativismo, la tolerancia exige proponer la verdad y renunciar a imponerla; sin que ello exija, ni remotamente, obligarse a
negarla o a ignorarla.
Pese a todo, el recelo hacia la verdad parece equipaje obligado en algunos paladines de la tolerancia. La frase evangélica “la
verdad os hará libres” los empuja instintivamente a tocar madera. Se ha llegado incluso a afirmar, como si se pretendiera volver la oración por pasiva, que más bien “la libertad nos hace más
verdaderos”,65 lo cual —aparte de sonar bastante bien— no deja de
ser activamente una verdad, nada incompatible con la anterior.
No hay duda de que sin libertad no cabe acceso real a la verdad; meramente impuesta tendría más de postizo ortopédico que
Ética civil y religión, cit., nota 18, p. 105.
Delgado-Gal, recuerda a su vez que Los límites del pluralismo, Madrid, Papeles de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales, núm. 21,
1995, p. 30.
64D’Agostino, F., “Diritto, pluralismo e toleranza”, Filosofia del diritto,
Torino, Giappichelli, 1993, p. 172.
65Lo hizo repetidamente G. Peces-Barba en artículos de prensa como “La
tolerancia: entre la verdad y la libertad”, ABC, 27 de junio de 1994, o un año
después en Fundamentalismo y tolerancia, cit., nota 54.
62Cortina, A.,
63A.
LAICIDAD Y LAICISMO
54
de contenido asimilado. Pero para descartar la pretendida relevancia del aserto por pasiva bastaría preguntar a quienes tal afirman si —dada la clásica sinonimia entre libertad y libre arbitrio— estarían dispuestos a admitir que la arbitrariedad nos hace
más verdaderos. Si la respuesta ofrecida —me consta personalmente— resulta negativa, se estaría reconociendo implícitamente la vinculación de la libertad con una verdad: la que marca su
frontera decisiva con la arbitrariedad, que sería una libertad no
verdadera por rechazar toda medida o norma previa.
Esta vinculación de libertad y verdad no deja de aparecer, también por pasiva, como eje de la tolerancia. En efecto, a esta virtud
se la tiende a relacionar con el error teórico y, sobre todo, con el
mal práctico. La verdad nunca sería objeto de tolerancia sino de
amor (filo-sofía); lo mismo ocurriría con el bien. La tolerancia
podrá ser, en el ámbito teórico, fruto secundario de esa prudencia
que nos recuerda la propia capacidad de errar; pero si dejáramos
de apartarnos de lo que consideramos errado o nos sintiéramos,
incluso, obligados a difundirlo, bloquearíamos todo progreso.
Que la conducta sea mala, y considerada en consecuencia rechazable, se ha convertido —guste o no— en uno de los tres
elementos clásicos de la tolerancia. Porque no a todos gusta: “la
castiza tolerancia española. La que yo detesto. Es la tolerancia
como concesión desde la verdad”, para la que “sólo se tolera lo
que es malo o falso, no la Verdad o el Bien”, lo que daría paso a
una “tolerancia antipática hecha de desdén y superioridad”.66
Pese a todo, quedará en pie como clave de la tolerancia “la desaprobación por lo tolerado”, porque “tolerar no es suspender nuestro juicio acerca de creencias y conductas”, ni falta de “poder de
obstaculizar o prohibir”, ya que “la tolerancia nunca es la resignación del impotente, sino la restricción voluntaria del poderoso”.67
Los otros dos elementos serían que quien tolera esté, por sus
competencias, en condiciones de prohibir el acto, y que renuncie
66Tomás
y Valiente, F., Contra ciertas formas de tolerancia, cit., nota 55.
67F. Savater, tras la obligada referencia a John Stuart Mill, en “La tolerancia,
institución pública y virtud privada”, Claves de Razón Práctica, 1990 (5), p. 30.
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
55
a ello tras ponderar otros valores concurrentes a los que atribuya
mayor relevancia.68 Por eso “la tolerancia, en sentido fuerte, implica permitir cosas que consideramos moralmente incorrectas”,
mientras que, si no se diera esa desaprobación, más que ante la
tolerancia nos hallaríamos ante la indiferencia.69 La tolerancia,
sin embargo, no sólo exige ese punto de referencia razonable;
implica incluso la simultánea existencia de dos, necesitados ambos de ponderación: el que empuja a considerar que la conducta
sería digna de desaprobación y el que plantea la razonabilidad de
una excepción.
3. La libertad como método de aplicación de la verdad
A la vinculación de tolerancia y verdad le ha salido, sin embargo, un ismo al que ya hemos aludido de pasada, que tiende a
provocar mala conciencia. El afán por proyectar prácticamente
sobre la vida pública la verdad ¿no nos condenaría al fundamentalismo? Esta actitud de prevención no es exclusiva de puntos de
partida escépticos o relativistas, sino que se denuncia también
desde sus antípodas: “la Iglesia tampoco cierra los ojos ante el
peligro del fanatismo o fundamentalismo de quienes, en nombre
de una ideología con pretensiones de científica o religiosa, creen
que pueden imponer a los demás hombres su concepción de la verdad y del bien”.70 La clave para evitar esa perversión de la proyección práctica de la verdad no sería renunciar a llevarla a cabo,
sino hacerlo a partir de un reconocimiento de “la transcendente
dignidad de la persona”, que lleve a utilizar “como método propio el respeto de la libertad”. Que no siempre ocurrió así es de
68E. Garzón Valdés se refiere, en efecto, como requisitos a “competencia
adecuada”, “tendencia a prohibir el acto” y “ponderación de los argumentos”.
“No pongas tus sucias manos sobre Mozart”. “Algunas consideraciones sobre
el concepto de tolerancia”, Claves de Razón Práctica, 1992 (19), p. 16.
69Páramo, J. R., Tolerancia y liberalismo, Madrid, Centro de Estudios
Constitucionales, 1993, pp. 48 y 24.
70Juan Pablo II, Centesimus annus, 46.
LAICIDAD Y LAICISMO
56
obligado reconocimiento y aporta, como “lección para el futuro”,
una invitación a argumentar con convicción: “la verdad no se
impone sino por la fuerza de la misma verdad”. Nos encontraríamos ante un “capítulo doloroso sobre el que los hijos de la Iglesia
deben volver con ánimo abierto al arrepentimiento”, al constatar
el recurso, bajo ciertos “condicionamientos culturales del momento”, a “métodos de intolerancia e incluso de violencia en el
servicio a la verdad”.71
Surge así un doble matiz de notable relevancia: el primero resalta la peculiar realidad a la que se refiere la verdad cuando se la
sitúa en un contexto práctico; el segundo apunta al peculiar modo
de conocimiento que dicha operación lleva consigo.
Hablar de prudencia en este contexto significa rechazar dos
extremos viciosos. Se descarta, por un lado, un burdo pragmatismo, que invitaría a actuar al margen de todo principio objetivo, en perfecta simetría con actitudes escépticas o relativistas en
sentido fuerte. Se excluye, por otro, un doctrinarismo ‘ideológico’, convencido de que todo principio verdadero puede aplicarse
mecánicamente sobre la realidad práctica, sin verse en absoluto
condicionado por las peculiaridades derivadas de su historicidad
o de su contingencia; no sólo se cuenta para cada caso con una
única respuesta verdadera, sino que —en forzado dilema— admitir más de una equivaldría a negar la verdad de todas suscribiendo el credo relativista.
La libertad, por el contrario, no es sólo una condición para el
acceso teórico a la verdad, sino que será siempre e inevitablemente el camino —o “método”— obligado para su proyección
práctica. La verdad práctica, sin renunciar a los principios objetivos que la hacen verdadera, es siempre una verdad por hacer, que
cobra su sentido en una circunstancia histórica y problemática
determinada. Parece obligado derivar de ello que por sí sola “ninguna doctrina del derecho natural está en condiciones de proporcionar criterios para la praxis política, o sea, sobre medios”; ya
que “sin filosofía política (y también económica), derivar conclu71Juan
Pablo II, Tertio millenio adveniente, 35.
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
57
siones práctico políticas de los principios de derecho natural se
convierte fácilmente en empresa arbitraria” .72
Es obvio que una verdad que, sin dejar de ser tal, está ‘haciéndose’ implica un peculiar modo de conocimiento, que no cabe
identificar con aplicaciones simplistas, sean de orden ‘técnico’ o
silogístico. Entre otras cosas, porque el conocimiento de la verdad práctica sólo se adquiere en la medida en que el propio sujeto
cognoscente se implica en el proceso de su realización; en dicha
“praxis” el conocer y el hacer se hacen inseparables.73
No se trata, sin duda, de asumir una teoría de la doble verdad,
ni tampoco de la doble ética (como a la que parece invitar la distinción weberiana entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad). Se trata de reconocer que las cuestiones de orden
práctico tienen un carácter peculiar, por lo que sería un error pretender resolverlas de manera mecánica, mediante la aplicación de
recetas prefabricadas. Un principio verdadero, proyectado sobre
la práctica en contextos distintos y cambiantes, es lógico que dé
lugar a una pluralidad de soluciones, ‘verdaderas’ todas ellas en
la medida en que le sean tributarias.
4. Los nuevos ídolos del foro
Esa libertad, que —por exigencias éticas— debe servirnos de
método para la plasmación práctica de la verdad, se ve hoy sin embargo entorpecida en su despliegue por el juego de algunos tópicos
arraigados, que no tienen nada que envidiar a los ídolos que denunciara Bacon. Entre ellos podría llevarse la palma el laicismo, que
tras erigirse como tal en nombre de la iconoclasia se arroga inconfesadamente prerrogativas de credo confesional. De ahí que no se
admita que quepa “diferenciar laicismo y laicidad”, esgrimiendo
para ello como parámetro adecuado que resultaría tan rechazable
72Rhonheimer, M., “Perchè una filosofia politica”, Acta Philosophica, 1992
(1/2), pp. 249 y 251.
73De ello me he ocupado en ¿Tiene razón el derecho? Entre método científico y voluntad política, 2a. ed., Madrid, Cortes Generales, 2006.
58
LAICIDAD Y LAICISMO
como “si alguien se empeñara en matizar la diferencia abismal”
entre “el liberalismo y la libertad o el socialismo y lo social”.74
Valga como réplica la necesidad de distinguir entre una “ética
laica”, que “a diferencia de la religiosa y de la laicista, no hace
ninguna referencia explícita a Dios”, y la “ética laicista”, que
“propone extirpar la religión como un paso indispensable para
la realización de los hombres”: por lo que “mal puede admitir un
pluralismo en el que quepan las éticas religiosas, ya que a su juicio deberían ser eliminadas a la corta o a la larga”.75
Justificada estaría una actitud de recelo hacia el juego de planteamientos de trasfondo religioso, si éstos pretendieran proyectarse en el ámbito de lo público esgrimiendo argumentos de autoridad, ajenos a las reglas del discurso civil. Más aún si ignoraran
la ya señalada frontera entre las exigencias éticas que cada cual
puede asumir en su intimidad —para no renunciar a su búsqueda
de un perfeccionamiento personal— y las que inevitablemente
han de acabar imponiéndose en el ámbito público, para que resulte viable una convivencia colectiva que no imposibilite —por
inhumana— aquella búsqueda.
Los clásicos de la tolerancia no dejaron de abordar estas cuestiones, asumiendo ya de modo incipiente prejuicios que tenderían a consolidarse. De Locke, por ejemplo, se ha dicho que trataba
a las iglesias como meras asociaciones privadas, como un club
inglés, entre otros muchos, destinadas a confluir en el ámbito
ecuménico del Estado, cuyo credo jurídico es el único dogma,
ante el que no cabrá tolerancia alguna. Pretendía con ello “hacer
de las creencias religiosas asunto estrictamente privado”, por lo
que acabaría por legitimar “la exclusión de los católicos, de los
musulmanes y de los ateos”, dando paso a “una tolerancia muy
selectiva” propia de “un Estado frágil que aún no es capaz de impartir la bendición urbi et orbi”.76 No en vano de él se recordará
74El ex diputado socialista V. Mayoral Cortes, “El laicismo en la sociedad
actual”, Claves de Razón Práctica, 1992 (19), p. 36.
75Cortina, A., La ética de la sociedad civil, cit., nota 18, pp. 144 y 145.
76Martínez García, J. I., “La tolerancia de Locke: una religión de Estado”,
Derechos y Libertades, 1995 (5), pp. 52-54 y 60.
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
59
su convencimiento de que “las promesas, convenios y juramentos, que son los lazos de la sociedad humana, no pueden tener
poder sobre un ateo”.77
Se considera civilmente indispensable la religión, pero ha surgido ya el intento de trazar una frontera privado-público, que no
se apoyaría en el alcance real (individual o común) de los bienes
que suscitan exigencias éticas, ni por tanto en la finalidad por
ellas perseguida, sino sólo en su denominación —eclesiástica o
estatal— de origen.
Voltaire, a su vez, considera preferible para el hombre ser
“presa de todas las supersticiones posibles, con tal de que no sean
fuente de delitos, que vivir sin religión”, dado que “tiene siempre
necesidad de un freno”; pero recelará también de la presencia
pública de lo religioso.78
Resulta menos explicable —prejuicios aparte— que hoy se
reproduzcan actitudes similares. La memoria histórica puede,
sin duda, justificar iniciales recelos, pero no parece legítimo
convertirlos de modo apriorístico en rígidos anatemas. No parece pecar de irenista quien apunta que “Locke, modelo a un
tiempo de religiosidad y antidogmatismo, supo ver con lucidez
que la religión era un peligro para la paz y el orden público”; la
receta laicista le parecerá coherente: conviene separar las funciones de la religión y de la política: aquélla es un asunto privado, de convicciones personales, mientras que la política es
pública.79 Se aventurará en consecuencia que el creyente entra
con dificultad en el mercado de la opinión: “necesita la fe para
77Ortiz-Ibarz, J. M., Qué leyes obedecemos? Así pensó John Locke, ibidem,
pp. 70 y 71. Tampoco V. Camps deja de anotar este rechazo de la increencia:
para Locke, “el ateo no era fiable”, Virtudes públicas, 2a. ed., Madrid, Espasa,
1990, p. 87.
78Al respecto el estudio de Ocáriz, F., Voltaire. Tratado sobre la tolerancia,
Madrid, Emesa, 1979, p. 60. Para A. Cortina si Voltaire no concibe “un Dios
implicado en el mundo y en la historia”, es porque “para una razón llevada de
un iluminismo extremo, que Dios se haga hombre es incomprensible, por humillante”. “Un mundo que termina”, ABC, 21 de noviembre de 1994.
79Camps, V., Virtudes públicas, cit., nota 77, p. 82.
LAICIDAD Y LAICISMO
60
ser él, y en cierto modo antepone lógicamente la cuestión de la
fe a su condición de agente racional”, lo que le convertiría en
“un agente social muy complicado”. 80
Tan interesante dictamen podría invitar a ponerse en guardia
respecto a previsibles argumentos de autoridad, o ante presumibles displicencias a la hora de rebatir los argumentos en juego.
Menos legítimo sería que llevara a bloquear de entrada todo posible diálogo, o incluso a trucarlo, descalificando cualquier argumento que el creyente pudiera utilizar, tratándolo de antemano
como irracional por su simple conexión próxima o remota con
instancias religiosas.
Tal actitud resultaría por lo demás especialmente inadecuada
a la hora de tratar a los católicos, dado que la misma doctrina
que profesan aspira a asumir unas exigencias éticas cognoscibles
sin necesidad de revelación sobrenatural, abiertas por definición
a la argumentación racional. Tal actitud es muy distinta a la de
confesiones religiosas que, por vincular la ética a una ley divinopositiva a la que sólo cabría acceder por la fe, tienden inevitablemente a hacer de la conversión personal indispensable condición
de entendimiento, con lo que hacen por demás superflua toda
argumentación. Es precisamente en este ámbito argumentativo
donde unas y otras deberán ser puestas a prueba.
Problema colateral es el de la importancia que se reconozca
a la autonomía moral a la hora de forjar la propia personalidad.
Hay quienes llegan a considerar que “no son autónomos los sujetos que obedecen órdenes o son leales a determinada causa”.81
Por más que dicho criterio resulte discutible, podría si acaso justificar muy respetables valoraciones personales sobre la calidad
moral de dichas actitudes, e incluso llevar decididamente a no
compartirlas. A lo que no autorizaría en buena lógica es a descalificar, sin mayor discurso, argumentos que —sea cual sea la
actitud personal en que se sustenten— se aportan al debate púLos límites del pluralismo, cit., nota 63, pp. 44 y 45.
de ello acta Páramo, J. R., Tolerancia y liberalismo, cit., nota 69,
80Delgado-Gal, A.,
81Levanta
p. 79.
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
61
blico. De lo contrario, se daría inevitablemente paso a un proceso inquisitorial, después del cual sólo aquellos cuya intimidad
moral resulte favorablemente evaluada estarían en condiciones
de ser reconocidos como ciudadanos. Se estaría así mezclando
indebidamente el ámbito de la intimidad y el del debate público,
incurriendo en flagrante intolerancia.
Si las propuestas aportadas al debate social no se contrastan
por su consistencia argumental, sino que —en nombre de la neutralidad de lo público— se utilizan como filtro discriminador un
supuesto origen religioso, habríamos legitimado un curioso sistema neutralizador. No cabe ignorar que estaría entrando en juego
un descalificador argumento de autoridad, ya que “la obsesión
por las denominaciones de origen supone que en un juicio importa menos lo que se dice que quien lo dice”.82 Resultarían vetadas —no en nombre de la libertad religiosa, sino de la necesidad
de liberarse de la religión, como se dijo con envidiable sinceridad—83 las aportaciones de los creyentes de cualquier confesión;
o quizá únicamente las de los creyentes en la mayoritaria, por ser
a fin de cuentas la única públicamente relevante.
Nos veríamos, a la vez, obligados a adentrarnos en la conciencia de los ciudadanos creyentes (¿habrá realmente algún ciudadano del que quepa afirmar que no ‘cree’ en algo?), para exigirles
que en todo lo que tenga pública trascendencia se limiten a elegir
entre propuestas libres de toda sospecha, homologadas por los ‘neutrólogos’ de turno. Esto equivaldría a conferir rango jurídico-constitucional —en contra de la letra de la propia Constitución, en el
caso español—84 a un entendimiento de lo religioso como mero
82Innerarity, D., “La tolerancia y sus equívocos amigos”, El País, 14 de
junio de 1995.
83K. Marx, al quejarse, como síntoma del carácter truncadamente “ideológico” de los derechos humanos burgueses, de que “el hombre no se liberó de
la religión” sino que “obtuvo la libertad de religión” “Zur Judenfrage”, MarxEngels Werke, Berlín, Dietz, 1969, t. I, p. 369.
84El artículo 16 prevé, al margen de todo confesionalismo, relaciones de
cooperación entre el Estado y las confesiones socialmente relevantes, aceptadas de mal grado desde el laicismo; cfr. Prieto Sanchís, L., quien por aquel
62
LAICIDAD Y LAICISMO
postizo para uso doméstico y no como dimensión antropológica
radical. Tal disyuntiva reviste, sea cual sea la solución que se le
ofrezca, una inevitable dimensión “confesional”.
Se ignora llamativamente que quien no cree que la verdad
exista difícilmente tendrá motivo alguno para buscarla e intentar
llevarla a la práctica. De ser coherentes, los que así razonan se
verían abocados a la parálisis intelectual y a la atrofia ética, lo
cual afortunadamente no suele ser el caso. Por lo demás, se excluye así de manera maniquea la obvia posibilidad de que, sin renunciar a la búsqueda y profundización en la verdad, haya quienes intenten que sus exigencias lleguen a encontrar proyección
pública, enriqueciendo la vida democrática, a través precisamente de una argumentación rigurosa y tolerante, siempre atenta al
razonamiento ajeno.
Parece más razonable que demos paso a un generoso ámbito
de tolerancia civil, sin argumentos de autoridad, pero también sin
soterrados anatemas contra quienes buscan la verdad (convencidos de que existe) y se esfuerzan por proyectarla en la convivencia social, intentando hacerla más humana. De lo contrario, ante
tantos problemas públicos que exigen respuestas éticas, nos veríamos abocados a una intolerante paradoja: sólo podrían intervenir
en el debate los convencidos de que lo que proponen no es verdad.
5. La frontera de lo intolerable
Pocos negarán, a estas alturas, que resulta inconcebible imaginar a la tolerancia disociada de la libertad. No vendrá mal, por
tanto, insistir en que no menos imaginable sería una tolerancia
desvinculada de la verdad. Ya vimos que dos de sus ingredientes
resultan ininteligibles sin referencia a unos criterios objetivos: el
entonces entendía que ello podría “condenar al ostracismo a todas las demás.
Lo cual no sólo puede reputarse discriminatorio, sino que representa también
un virus que esclerotiza el desarrollo de la conciencia crítica y, por tanto, la
participación consciente en la vida política”. “Igualdad y minorías”, Derechos
y Libertades, 1995 (5), pp. 127, 136 y 150.
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
63
previo carácter reprochable o erróneo de la conducta u opinión a
tolerar, y el principio ético que lleva, sin embargo, a no rechazar
tal conducta u opinión personal. Entrará ahora en escena un tercer elemento, estrechamente vinculado a los anteriores.
Los más dispares autores coinciden sintomáticamente a la hora
de suscribir que la tolerancia no puede nunca ser indiscriminada:
no cabe tolerar lo intolerable. No resulta nada complicado esbozar una antología: “El problema de crear una verdadera cultura
de la tolerancia es fijar los límites de lo tolerable”.85 “La tolerancia empieza a ser una debilidad cuando el hombre comienza
a tolerar cosas intolerables, cuando empieza a tolerar el mal”.86
“Un simple sentido común nos dice que no todo puede ser tolerado. Por ejemplo, no se puede tolerar que una determinada religión
sacrifique niños a sus dioses”.87 “Unas políticas sin escrúpulos
para invocar razones étnicas —o históricas— de dominación: eso
debiera ser lo intolerable. Mientras no le pongamos límites a la tolerancia, mientras transijamos con todo lo que no nos afecta personalmente, será difícil erradicar actitudes que sólo en teoría son
anacrónicas”.88 “Lo que no puede tolerarse es que no se respete a
las personas. Lo que no puede tolerarse es que se tomen decisiones que les afectan sin tenerlas significativamente en cuenta. Y
esta ‘intolerancia’, a mi entender, es irrenunciable”.89
Ello implica un tercer punto de referencia objetivo: junto al
que fundamentaba el inicial rechazo y el que justificaba que
—aun teniendo competencia para hacerlo— no se lo llevara a
cabo, surge el que establece esa frontera más allá de la cual la
tolerancia perdería todo sentido.
85Navarro Valls, R., “1995, año de la tolerancia”, El Mundo, 31 de diciembre de 1994, a propósito del proyecto de Declaración sobre la Tolerancia elaborado por encargo de la UNESCO.
86Havel, V., ABC Cultural, 5 de mayo de 1995.
87López Calera, N. M., Derecho y tolerancia, cit., nota 60, p. 4.
88Camps, V., “La tolerancia posmoderna”, ABC Cultural, 30 de junio de
1995.
89Cortina, A., La ética de la sociedad civil, cit., nota 18, p. 99.
LAICIDAD Y LAICISMO
64
El relativismo fuerte, propio de las éticas no cognotivistas, se
ve de nuevo obligadamente descartado, si se suscribe una neta
distinción entre tolerancia e indiferencia, convencidos de que “el
problema fundamental es determinar los límites de lo intolerable,
pues la tolerancia no puede confundirse ni con la simple indiferencia ante lo que ocurre a nuestro alrededor ni con la indulgencia cómplice con crímenes y desafueros”.90 Lo mismo ocurrirá
con las ya aludidas invitaciones a tomarse con blanda frivolidad
todo lo relativo a los valores a implantar en la convivencia social,
dentro de un artificial dilema que no concebiría término medio
entre pensamiento ‘débil’ y fundamentalismo.
Si nada fuera verdad ni mentira no tendría sentido tolerar un error
(convertido en imposible por definición) ni cabría desaprobar nada
(¿con qué fundamento?), que mereciera luego ser tolerado superfluamente (porque nada sería intolerable). Precisamente porque
existe la verdad, y se reconoce que unas proposiciones teóricas —o
unas actitudes prácticas— se le acercan más y otras menos, tendrá sentido hablar de lo tolerable, y de lo en todo caso intolerable.
Mill convirtió en clásica frontera de lo tolerable el daño a tercero. Todo ejercicio, teórico o práctico, de la libertad debía ser
permitido, salvo que lesionara bienes de terceros. Esto lleva al rechazo de todo paternalismo; de toda actitud que llevara a prohibir
a alguien, por su propio bien, determinadas conductas u opiniones. Queda, no obstante, implícitamente abierto un doble interrogante: qué entendemos por bienes o derechos y a quién cabe
considerar como tercero. A la hora de darle respuesta, toda una
antropología entrará en juego.
El planteamiento individualista —eje de la tradición anglosajona y colonizador hoy de todo el ámbito occidental— tiende
a considerar los derechos, no como expresión de la sociabilidad
natural y de la paridad ontológica de los hombres,91 sino como
F., La tolerancia, institución pública y virtud privada, cit., nota
67, pp. 30 y 31.
91Al respecto nuestros trabajos incluidos en Derechos humanos y metodología jurídica, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1989, pp. 127-168,
y, en concreto, las referencias a Sergio Cotta en p. 155.
90Savater,
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
65
esferas de acción blindadas a la injerencia de los otros y muy
especialmente del Estado, tercero por excelencia. Por otra parte,
la visión atomística de la sociedad, como mero mecanismo de
sincronización de aislados individuos independientes, sin otras
mutuas obligaciones que las derivadas de pactos expresos, llevará fácilmente a negar al otro la condición de tercero.
Cualquier intento ajeno de defender un bien jurídico, más allá
de los propios derechos individuales, se rechazará como intolerable imposición. Quien se empeña en que yo libere a mi esclavo
o deje nacer al feto no defendería ninguno de sus derechos individuales, sino que pretendería imponerme agresivamente una
convicción personal limitando abusivamente mi libertad. En realidad, los derechos que esgrime “tienen por función neutralizar
preferencias externas, o sea, preferencias acerca de cómo deben
vivir los demás”.92 A falta de sociabilidad natural, nada hay que
faculte a convertirse en tercero habilitado para defender los derechos de aquellos que no los hayan visto contractualmente reconocidos. Cualquier bien jurídico no reconocido como derecho no
merecerá respeto obligado; quien se empeñe en que se imponga
jurídicamente se verá rechazado por intolerante.
Las implicaciones éticas de todo intento de delimitación del
ámbito de lo jurídico nos llevarán a recordar, en un doble sentido,
la existencia de una delimitación moral del derecho.
En un primer sentido, surge la necesidad de deslindar el ámbito de lo jurídico —que ha de aspirar, modestamente, a garantizar
una pacífica convivencia, especialmente atento a que la sociedad
no quede bajo mínimos— respecto a la moral —que, más ambiciosa, nos invita a buscar máximos de felicidad o perfección.
Resucita así la alusión a lo privado y lo público, a la hora de
decidir qué dimensiones de la conducta humana deberán o no ser
objeto de control jurídico. El individualismo, como hemos visto,
tenderá a “privatizar” bienes jurídicos básicos —como la vida
del no nacido o el derecho universal a disponer de bienes sufi92Lo detecta en el planteamiento de R. Dworkin, Páramo, J. R., Tolerancia
y liberalismo, cit., nota 69, p. 85.
66
LAICIDAD Y LAICISMO
cientes para el propio sustento...— dejando al altruismo moral su
posible respeto. El totalitarismo convertirá a la persona en mera
materia prima de lo público, negándole el derecho a excluir del
control jurídico aspectos tan íntimos como las creencias religiosas o la vida familiar.
Surge así un segundo sentido de la delimitación moral del derecho. No se trata sólo de que haya que huir de una simplista
identificación entre lo moral y lo jurídico, sino de que todo intento de trazar el límite entre ambos —estableciendo qué ingredientes morales han de verse protegidos por el derecho y cuáles no— se apoyará inevitablemente en un juicio ético. No será
—paradójicamente— posible, sin adentrarse en la moral, delimitar moral y derecho.
6. Tolerantes de verdad
Llegada la hora de concluir, todo invita a poner en cuestión
forzados encadenamientos de dilemas que emparejarían, por una
parte, relativismo axiológico, neutralidad de lo público y laicismo —que se identificarían indisolublemente con la actitud tolerante—, inevitablemente enfrentados, sin posible término medio,
a objetividad axiológica, traslado de convicciones a lo público y
fundamentalismo religioso.
El balance sería bien diverso: el relativismo ético, si se toma
en serio, resulta incompatible con la tolerancia; la delimitación
de lo públicamente relevante nunca es neutral; el laicismo, que
arrincona a la plural mayoría creyente, se convierte paradójicamente en confesional y fundamentalista. Sólo criterios axiológicos objetivos, por problemática que resulte su captación práctica,
permiten fijar la triple frontera (recusable, tolerable, intolerable)
que la tolerancia lleva consigo. El obligado traslado de convicciones a lo público —sin el que el derecho resulta ininteligible—
ha de estar abierto a todo el que se preste a argumentarlas razonadamente. Cada cual debe aportar sus propias convicciones, sin
que nadie pueda arrogarse legitimación alguna para dar paso a
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
67
prácticas inquisitoriales; sea para hacer posible la imposición al
modo integrista de determinadas convicciones religiosas, sea para
excluirlas amparándose en una truncada neutralidad laicista.
Tolerancia y verdad acaban reconciliándose, a la vez que su
centro de gravedad se desplaza del ámbito gnoseológico de la
teoría del conocimiento al ámbito práctico de las actitudes éticas
y políticas. Ser tolerantes no es desembarazarse de la verdad y el
bien, para poder así ignorar plácidamente el error y el mal. Ser
tolerantes es ser capaz de ver en el otro siempre a una persona,
portadora de intangible dignidad, sea cual sea el juicio que sus
opiniones o sus conductas merezcan.
Sólo desde ese punto de partida cabrá ser tolerante con la persona a la que consideramos errada, sin sentirnos por ello obligados a propalar el error —si se encontrara en minoría— para restablecer forzados equilibrios. Sólo así cabrá ser tolerante con el
que actúa mal, sin vernos inevitablemente obligados a despenalizar indiscriminadamente conductas convirtiéndolas en derechos.
No es de extrañar, por ello, que la tolerancia se convierta —retóricas aparte— en flor exótica. En sociedades progresivamente
interculturales, de poco servirán las invocaciones al pluralismo si
faltan puntos de apoyo para superar el miedo a la diferencia, ya
que a la hora de la verdad, “las sociedades pluralistas, tolerantes,
de Occidente, nos proponen una muy concreta forma de vida”.93
Descubrir, tras la inmediatez del otro y del diferente, la paridad
ontológica de la persona, exige trascender lo físicamente aparente (raza, sexo, cultura...), y no parece estar el ambiente para metafísicas y trascendencias; pero hacia ellas habrá que orientarse,
si se quiere ser tolerantes de verdad.
93A. Delgado-Gal, escéptico sobre la posible existencia de una “naturaleza
humana”, entiende que “el multiculturalismo se concilia mal con la estructura
democrática, que el pluralismo de los valores es una forma de cultura, y que
esta forma de cultura tiene a su vez sus límites”, Los límites del pluralismo, cit.,
nota 63, pp. 49, 5, 13 y 20.
IV. ÉTICA CIVIL Y TOLERANCIA*
Quizá conviniera ante todo recordar algunos tópicos que se manejan con frecuencia al abordar este problema; para facilitar su
análisis los plantearé como dilemas excluyentes. Aludiré a cinco
de ellos, para ver en qué medida la tolerancia nos obligaría a optar
por uno u otro de los polos de esas diversas tensiones.
El primero de los tópicos nos invita a contraponer ética pública y ética privada; las convicciones que cada cual asuma en su
intimidad, en el recinto de lo que a veces se llama “privacidad”,
y lo que cabría considerar de curso social en el ámbito de lo público.
El segundo tópico plantearía como dilema el reconocimiento
de una objetividad ética —habría contenidos éticos objetivos—
y la necesidad de asumir, como punto de partida inexcusable, el
relativismo: admitir que, en cuanto a contenidos éticos se refiere,
nada es verdad ni mentira.
El tercero nos llevaría a oponer un ámbito de lo público o de
lo político presidido por principios éticos, mientras que en el otro
extremo encontraríamos la afirmación de que la razón de Estado
tiene una lógica propia que eximiría a sus actividades de dicho
control.
El cuarto tópico invitaría a contraponer una ética material o de
contenidos a una ética meramente procedimental.
Como último dilema a manejar, podríamos aludir al enfrentamiento entre la confesionalidad, que proyectaría sobre lo público los
*Apertura Jornadas Universitarias del Pirineo, El Grado (Huesca), 25 de
julio de 1995 (inédito).
69
70
LAICIDAD Y LAICISMO
dictados de una determinada jerarquía religiosa, y el laicismo, que
considera que dicho ámbito debe mantenerse absolutamente cerrado a cualquier propuesta a la que quepa atribuir origen religioso.
Jugando con estos cinco tópicos nos encontraríamos en condiciones de identificar el concepto de tolerancia del que deberíamos partir a la hora de diseñar nuestra convivencia civil.
Hoy mismo, mientras viajaba hacia acá, he leído algunos de
los múltiples artículos de prensa publicados con motivo del Año
de la Tolerancia. Uno de ellos arrancaba de la contraposición inevitable entre tolerancia y fundamentalismo; un nuevo tópico de
actualidad. Ante cualquier tópico, parece aconsejable levantar
—primero— acta de su existencia, para analizar —luego— si,
además de tópicos, son también verdad.
Sutilmente se nos invita, una y otra vez, a entender que la tolerancia obliga a asumir una serie de respuestas dentro de estos
cinco dilemas de los que hemos arrancado. En el aludido en segundo lugar, la tolerancia exigiría diferenciar netamente la ética
privada de la pública, prohibiendo cualquier traslado de convicciones éticas personales a este ámbito: no cabría imponer esas
convicciones personales a los demás sin incurrir en una intolerancia fundamentalista.
La tolerancia exigiría también partir de un planteamiento relativista, según el cual no hay nada que sea verdad ni mentira en el
ámbito de la ética, como no lo habría en el del arte o, en general,
en el de las emociones, los gustos o los sentimientos. Todos ellos
tendrían más que ver con la voluntad, con lo que uno quiere o
desea, que con realidades que podamos conocer.
En tercer lugar —punto quizá más discutible, aunque creo que
enlaza lógicamente con los anteriores y posteriores— la tolerancia nos llevaría a optar por la razón de Estado —plasmada en
una serie de exigencias técnicas de la lógica peculiar de lo político— más que por el intento puritano y rigorista de preservar unos
principios éticos, considerados tan sólidos y serios como para
resultar innegociables y capaces de condicionar toda actividad en
el ámbito de la cosa pública.
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
71
En cuarto lugar, una actitud tolerante obligaría a que en el ámbito de lo público se sostuviera una ética meramente procedimental, sin pretender que determinados contenidos deban condicionar
su regulación. Habría que limitarse a fijar unos procedimientos
que nos permitan entendernos a unos y otros.
Exigencia de la tolerancia sería, por último, el laicismo. El
alma del fundamentalismo radicaría precisamente en el intento,
indebido, de trasladar elementos religiosos del ámbito de lo íntimo al de lo público, lo que llevaría consigo unas inevitables
secuelas de intolerancia, dogmatismo, integrismo etcétera, claramente escenificados hoy día en el ámbito internacional.
La tolerancia, por tanto, exigiría optar por estas cinco posibilidades, descartando las otras. Fundamentalista sería, por ejemplo,
empeñarse en imponer las propias convicciones privadas a los
demás en el ámbito de lo público; o empeñarse en defender la
existencia de una ética objetiva, como si hubiera cosas que objetivamente en el ámbito ético fueran verdad, y por ende racionalmente cognoscibles, por la vía de una posible racionalidad práctica. Lo mismo ocurriría cuando se postula una ética de contenidos
y no meramente procedimental, o, por último, si se pretende que
convicciones personales de raíz religiosa puedan tener reflejo en
el ámbito de lo público.
Desplegada esta tipología inicial, propondría por mi parte cinco afirmaciones que me parecen inseparables de la tolerancia,
para someter a contraste si ella nos exigiría realmente optar por
estas otras cinco posibilidades y no por las contrarias. Estas cinco
afirmaciones serían las siguientes:
1o. La tolerancia es el alma o el fundamento del sistema democrático.
2o. Sólo partiendo de una frontera de lo intolerable tiene sentido la tolerancia, lo que sugiere que no es lo mismo la tolerancia
que el todo vale.
3o. Si lo anterior es cierto, parece claro que resulta imprescindible contar con una ética con relevancia pública. Al fijar deter-
72
LAICIDAD Y LAICISMO
minadas conductas consideradas intolerables, estamos ya aportando una serie de elementos éticos a los que reconocemos dicha
relevancia.
4o. En el ámbito público resultarían imprescindibles exigencias éticas que van más allá de lo jurídico, y de su capacidad de
garantizar con sanciones la frontera entre lo tolerable y lo intolerable. Para que la convivencia social resulte realmente tolerable hace falta que, además de las exigencias jurídicas, jueguen
también otros elementos éticos y se vean reconocidos en la vida
social.
5o. Afirmaría, por último, que las convicciones personales son
un imprescindible alimento de la ética civil en una sociedad pluralista.
Repasaré, pues estas cinco afirmaciones, para ver en qué medida serían compatibles con la solución propuesta a los dilemas
iniciales.
Que la tolerancia es el alma o fundamento del sistema democrático es algo que nadie parece poner en duda. En la Modernidad, que tanto tiene que ver con la tolerancia, surgen dos planteamientos claramente contradictorios.
Por una parte, la opción por desvincular a la política de la ética. Se pretende superar la pretensión clásica de enmarcar todos
los saberes prácticos dentro de la ética, que llevaba a que, en
Aristóteles, ética y política llegaran prácticamente a identificarse. No sólo la política, también la economía y otros saberes prácticos, tendrían una lógica o racionalidad peculiar, por lo que no
tendría sentido intentar proyectar sobre esos campos unos principios éticos previos. Tal actitud llevaría a un falta de racionalidad
política, económica, etcétera, con la consiguiente ineficiencia o
perturbación...
Frente a esta opción, tópicamente ejemplificada en Maquiavelo, encontramos los modelos iusnaturalistas de la modernidad,
convencidos de que unos principios racionales expresivos de la
naturaleza del hombre deberían articular todo lo relativo a la con-
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
73
vivencia social. Se proyecta un derecho natural more geometrico,
que desde esos principios fundamentales va derivando lógicamente toda una gama de consecuencias, hasta tejer un mapa de
conclusiones prácticas sobre el deseable diseño de la conducta
social. Baste recordar los planteamientos contractualistas, que
parten de unos derechos inalienables de la persona como fundamento de las normas capaces de limitar legítimamente la libertad.
En ambos casos juega un modelo iusnaturalista de fondo, apoyado en exigencias éticas vinculadas a la propia naturaleza humana,
llamadas a presidir el ámbito de lo político. Se trata de una constatación muy elemental, que tiende a olvidarse.
Fue la segunda opción, y no la primera, la que sirvió de fundamento al sistema democrático moderno. Nuestra democracia es
un producto iusnaturalista; sea cual sea su modelo: el contractualista anglosajón o el racionalista del continente. Por el contrario,
el planteamiento maquiavélico de la razón de Estado no ha desembocado en ninguna innegociable democracia, sino que tiende
a considerar las formas de gobierno como factores aleatorios. Lo
importante era educar a un príncipe eficaz. Es fácil adivinar la
nula afinidad entre tolerancia y razón de Estado, en la medida
en que ésta tiende a excluir la existencia de una frontera de lo
intolerable.
Hablar de tolerancia democrática significa, por el contrario,
reconocer que hay actitudes, tomas de postura y conductas sociales que, por considerarse intolerables, nunca cabría legitimar.
Hacerlo en nombre de una razón de Estado supondría declarar
un estado de excepción, para salirse de la democracia aunque sea
por una temporada. Los estados de excepción, como es sabido,
están condicionados en las Constituciones democráticas por requisitos muy tasados: exigencia de una declaración formal y fijación expresa de un plazo; no cabe, pues, situarse al margen de la
ética democrática de manera inconfesada ni indefinida.
La razón de Estado enlaza, más fácilmente que con la democracia, con un relativismo opuesto a ella. Resulta más lógico defender la razón de Estado cuando se asume que ningún principio
74
LAICIDAD Y LAICISMO
ético es verdadero ni falso, dando paso a una lógica o una racionalidad política ajena a dichos fundamentos. La tolerancia, por
el contrario, se apoya en unos principios éticos condicionantes
de la convivencia social, incompatibles con una razón de Estado
inconfesada e indefinida.
No vendrá mal otra constatación elemental. El relativista tiende a afirmar que la primera exigencia (si no la única...) de la democracia deriva del principio de las mayorías; pero la tolerancia
nos recuerda que eso no es cierto. La primera exigencia de la
democracia será, por el contrario, la defensa de unos derechos
fundamentales, capaces —por definición— de hacerse valer contra la mayoría; contra la minoría suele resultar menos necesario...
La defensa de los derechos humanos se diseña contra la mayoría. El artículo 53.2 de la Constitución española, por ejemplo,
no excluyendo la posibilidad de que ambas Cámaras legislativas
—Congreso y Senado— decidan unánimemente negar el contenido esencial de un derecho fundamental, dictamina que el resultado ha de considerarse nulo.
Salvo que suscribamos una fe en la armonía pre-establecida
—según la cual todo el mundo sería todo lo bueno que quiere
ser...— sólo partiendo de una frontera de lo intolerable tiene sentido la tolerancia. La tolerancia no puede significar que todo vale;
porque si todo vale la convivencia resultaría intolerable; esto ya
lo decía alguien tan poco piadoso como Thomas Hobbes. O trazamos para nuestra conducta unos límites que no cabe rebasar o
nos comeremos unos a otros: el hombre acabaría siendo un lobo
para el hombre. Si no demarcamos jurídicamente el territorio, y
dejamos que cada cual afirme su territorialidad, la convivencia se
haría imposible.
De nuevo se hacen difícilmente compatibles la tolerancia y el
relativismo, que nos sugiere que todo puede valer. Un relativismo menos vulnerable se acogería a planteamientos historicistas:
en cada momento histórico habría en efecto conductas que habría que considerar intolerables. La esclavitud en su época habría
sido legítima, como en otro momento exterminar a los judíos, o
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
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abandonar a su suerte a los bosnios, o cualquier otro atropello de
los derechos humanos. Si eso es la tolerancia... Más bien sería
indiferencia, e incluso una desaprensiva actitud insolidaria. Por
el contrario, tolerancia no es sinónimo de insolidaridad; se la escenifica más bien como un diálogo entre personajes interesados
en relacionarse con otros.
La tolerancia es, pues, incompatible con el relativismo, lo que
desmentiría el segundo de nuestros tópicos iniciales. La tolerancia lo que exige es proponer la verdad, renunciando a imponerla.
Ahí radica la falacia del dilema inicial, según el cual o no hay
verdad —relativismo— o, si la hay, la verdad acabaría necesariamente siendo impuesta: fundamentalismo. La fórmula tolerante
no renuncia a proponer la verdad, aunque sí a imponerla en la
medida (veremos cuál...) en que ello sea posible.
Una cosa es renunciar a imponer la verdad y otra, bien distinta,
negar su existencia. Si negamos la verdad, todo pierde sentido.
Karl Popper, el teórico de la sociedad abierta, es un claro convencido de la existencia de la verdad. Una sociedad abierta a la
verdad la busca, consciente de que su capacidad de captarla es
siempre limitada, por lo que siempre hay algo que aprender del
otro. Nos acercaremos más a la verdad en la medida en que intentemos argumentarla para convencer al otro. Quien convence
al otro, renunciando a vencerlo con una imposición, se convence
a sí mismo, al consolidar lo que ha captado de la verdad. Esto
no significa que la verdad sea un conjunto de proposiciones arbitrarias que cada cual plantea a su antojo, para luego —entre
todos— guisar un jugoso gazpacho. Proponer la verdad es, pues,
renunciar a imponerla, pero nunca negarla como impone el relativismo.
Sin verdad no hay tolerancia. La tolerancia es un modo de buscar la verdad, nunca su sustitutivo. Lo que excluye es el planteamiento presuntuoso del que se considera propietario de la verdad.
Es preciso abrirse a la verdad, mantenerse receptivo, porque nunca llegaremos a adueñarnos de ella como para poder despacharla
a nuestros vecinos de manera expeditiva.
76
LAICIDAD Y LAICISMO
Veíamos que hace falta una frontera de lo intolerable para que
la tolerancia pueda jugar; porque, si no, al final se impondrá el
más fuerte. Hay autores, sin embargo, que descalifican la tolerancia por considerarla expresión de la ética de los débiles; sólo
quien sabe que va a perder pedirá que se le tolere. Cuando, por
el contrario, se considera imprescindible marcar un ámbito de lo
intolerable se necesitan unos elementos éticos con relevancia pública. No basta con una exhortación moral, más o menos piadosa.
En todos los países existe un código penal, que no es sino el
núcleo duro de la ética pública de una sociedad; la protección de
sus más relevantes valores éticos. Un código penal no se entiende
sin unos valores éticos a los que se reconozca tanta importancia
para la convivencia social como para justificar que se pueda incluso privar al hombre de la libertad; y en algunos sitios hasta
de la vida, si queremos ponernos trágicos... De ahí que entre en
juego el principio llamado de mínima intervención penal, que invita a reducir en lo posible las conductas a las que se adjudica ese
tipo de sanción, para recurrir a sanciones más ligeras —de tipo
administrativo, por ejemplo— útiles para corregir desviaciones
sin llegar a la privación de libertad.
En el contenido de cualquier código penal se detectan valores
éticos a los que se concede tanta importancia como para incluirlos dentro de ese ámbito de mínima intervención. Si se quiere
saber cuál es la ética que una sociedad hace suya, basta con examinar su código penal; qué sanción prevé para la cooperación o
inducción al suicidio, que es como se refleja en el código penal
español a la eutanasia, o qué sanción se prevé para quien atente
contra una especie animal protegida —delito ecológico—; será
muy fácil derivar de ello conclusiones.
Reconocida la existencia de este código ético con proyección
penal, habrá que preguntarse qué relación podría guardar con esa
ética procedimental, que algunos consideran la única admisible
en el ámbito de lo público. Ética procedimental podría significar
dos cosas distintas. Podría tratarse de una ética sin contenidos definidos, basada en simples esquemas procedimentales; pero para
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
77
eso está el derecho procesal, como su nombre indica. El derecho
penal, más que con infracciones procedimentales, tiene que ver
con desafueros de particular calado. Problema distinto es que con
ética procedimental no estemos aludiendo a una ética sin contenidos determinados, sino a cómo se fundamentan sus contenidos.
En vez de una fundamentación de corte ontológico-metafísico, se
nos propondría —postkantianamente— una de orden meramente
procedimental. Es lo que nos proponen Rawls, Habermas o Apel...
En todos estos autores se nos habla de contenidos, y no de que
lo público pueda regularse con meras recetas procesales. Para
que la convivencia sea posible es preciso, desgraciadamente, recurrir al derecho penal. No sé de ningún país que lo haya abolido,
por el momento...
A la hora de fijar un criterio de demarcación de los elementos
éticos que han de considerarse vinculantes en lo público, hasta el
punto de exigir la sanción penal, es inevitable realizar juicios de
valor sobre sus contenidos. No cabía, por ejemplo, una respuesta meramente procedimental cuando el Tribunal Constitucional
español se preguntó en 1985 si la vida del no nacido debía o no
estar protegida penalmente. El alcance ético-material de la respuesta se hizo inevitable. Es siempre obligado abordar juicios
sobre contenidos al decidir si algo es o no exigible penalmente
para garantizar una convivencia humana. No cabe, como consecuencia, adoptar actitudes neutrales ante las cuestiones que afectan al ámbito de lo intolerable, al traspasarse la frontera entre una
convivencia humana y otra no merecedora de tal nombre. Esto
es precisamente lo que pretende todo código penal: trazar una
frontera entre una sociedad donde es posible una convivencia humana y otra que se situaría bajo mínimos por tolerar lo inhumano. Para evitar esta segunda posibilidad, no duda en privar de la
libertad, si necesario fuera.
Ante estas cuestiones no cabe neutralidad, porque la inhibición
no es neutral. A veces, desde una óptica individualista, se llega
a afirmar que no tenemos más obligaciones que aquellas que hemos consentido. Lo dice la misma sentencia del Tribunal Cons-
78
LAICIDAD Y LAICISMO
titucional español de 1985, cuando habla del supuesto del aborto
en caso de violación. La mujer no ha consentido y, por tanto, no
se le podría obligar a asumir al hijo. Curiosa afirmación. No es
verdad que sólo tengamos otras obligaciones jurídicas —no hablo de las morales...— que las derivadas de un contrato; salvo
que ‘privaticemos’ toda nuestra existencia, desligándonos insolidariamente de los demás. Según el propio ordenamiento jurídico
español, si cuando alguien se desangra en una cuneta se pasa de
largo, no se está renunciando a ejercer un virtuoso altruismo, sino
que se incurre en un delito de denegación de auxilio. No cabe
alegar que uno no es agente de seguros, o que —siéndolo— no
lo es de la empresa con la que la víctima había suscrito su póliza.
Por el mero hecho de tratarse de un ser humano en grave peligro
estamos obligados a ayudarle, aunque no hayamos consentido ni
deseado asumir tal obligación.
Existen, pues, obligaciones jurídicas que derivan del mero hecho de ser humanos; así como somos titulares de determinados
derechos por el mero hecho de ser humanos. Lo que estaría en
juego no es tanto la dignidad de la víctima, sino nuestra propia
dignidad, que nos exige reaccionar porque lo reconocemos como
un igual. El planteamiento individualista es falaz, porque la inhibición no puede ser neutral ante determinadas situaciones. Quien
pasara de largo estaría infringiendo estrictas exigencia de justicia; por más que autores individualistas anglosajones evoquen la
parábola del buen samaritano, al estimar que no habría sino una
obligación puramente moral.
Hay, por tanto, contenidos éticos que exigen siempre respeto;
y de ellos, precisamente, deriva la obligación de respetar los procedimientos. Por eso las normas procesales se convierten en derechos fundamentales. No olvidemos que la mayoría de los recursos
de amparo en el derecho español buscan cobijo en el artículo
24 de su Constitución, cuya dimensión procesal no rebasaría
aparentemente lo formal. Tales procedimientos se convierten en
fundamentales en la medida en que garantizan la protección de
contenidos éticos de peculiar relevancia; no los sustituyen, sino
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
79
que están a su servicio. Habrá, pues, que defender contenidos éticos, sin perjuicio de respetar normas procedimentales, a la hora
de explicitarlos en su dimensión histórica y práctica, siempre
cuestionable. Las exigencias éticas habrán de ser llevadas a la
práctica, respetando unos procedimientos, por supuesto, pero sin
ningún escamoteo sustitutivo. Cuarta consecuencia, por tanto: la
incompatibilidad entre tolerancia y ética procedimental, si por
tal se entendiera una ética que intentara prescindir de contenidos,
siempre polémicos, para refugiarse en procedimientos asépticos.
Hemos, sin embargo, de ir aún más allá: en el ámbito público resultan imprescindibles exigencias éticas que van más allá
de lo jurídico, por más que los españoles no estén habituados
a reconocerlo, sobre todo cuando asumen responsabilidades de
gobierno. Me refiero a las polémicas responsabilidades políticas,
que no tienen mucho que ver con el código penal, sino que están
concebidas para que la frontera de la mala gestión política no se
sitúe tan baja como para obligar a aquél a entrar en escena. Mientras que en el ámbito del derecho penal —al jugar el principio de
presunción de inocencia— todo ciudadano privado es inocente
hasta que alguien pruebe lo contrario, en el ámbito político todo
hombre público se ve sometido al principio de convalidación de
la confianza. Se verá, en consecuencia, obligado a ganarse día a
día la confianza de sus representados, disipando de inmediato la
mínima duda que sobre ella pueda cernirse. En tal caso será él
quien tenga que probar persuasivamente que continúa siendo de
fiar; si no lo logra, aun siendo inocente, habrá de irse a casa, donde tampoco se encontrará tan mal...
Al fin y al cabo, el propio Tribunal Constitucional español da
por sentado que los hombres públicos apenas tienen menos protegida su intimidad, al menos cuando entra en conflicto con el
derecho ciudadano a dar y recibir información sobre asuntos de
interés general. En la conducta de los hombres públicos casi nada
dejará de revestir tal carácter. Afirmaciones que, referidas a un
ciudadano privado, carecerían de interés, y por tanto implicarían
una intromisión inconstitucional, serán procedentes si se refieren
80
LAICIDAD Y LAICISMO
a un hombre público.94 De un hombre público cabe decirlo prácticamente todo; se pueden sacar a relucir todos sus trapos, para que
el público pueda juzgar si los considera suficientemente limpios.
Tal juicio dependerá del código (no penal, sino de ética pública
metajurídica) que cada sociedad establece sobre qué conductas
deben generar responsabilidades políticas.
Hemos entrado de lleno bajo el principio de máxima intervención pública. Es obvio, pues, que sólo con el derecho penal no
conseguiremos un ambiente social tolerable. Cuando en un país
—quizá España...— a un político sólo se le puede exigir que no
se convierta en criminal convicto, acaban floreciendo políticos
criminales amparados en una abusiva presunción de inocencia.
Sin duda, o al político se le exige algo más o acabará muy por
debajo de tan precario límite; entiéndase como un fácil pronóstico...
De ahí mi acuerdo con un socialista de pro, si bien de talante
‘crítico’, cuando afirmaba que la tolerancia no sirve como núcleo
de una tarea educativa, aunque deba encontrarse entre sus ingredientes ineliminables; se debe educar para la tolerancia, pero “al
fin y al cabo, se es realmente tolerante, no desde el vacío moral
e ideológico, sino sólo desde la fortaleza que proporciona una
verdadera identidad”.95 Educar sólo sobre la tolerancia supondría educar en torno al vacío. Hay que educar en torno a unas
convicciones, y también en torno al imprescindible respeto a los
procedimientos a la hora de proponerlas en el ámbito de público.
Resulta pues incompatible la tolerancia con esa propuesta que
traza un abismo entre lo público y lo privado, a la que se refería
el primero de los tópicos que hemos analizado.
94De ello me he acabado ocupando cuando, ya sin escaño parlamentario,
para más de uno he dejado de serlo: “De la protección de la intimidad al poder
de control sobre los datos personales. Exigencias jurídico-naturales e historicidad en la jurisprudencia constitucional”, discurso de recepción, sesión del 18
de noviembre de 2008, Madrid, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 2008, pp. 104-108.
95Sotelo, I., “El Estado y la educación”, El País, 11 de julio de 1991.
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
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A la hora de la verdad, buena parte de la responsabilidad política consistirá en la necesidad del hombre público de someter
a control la coherencia existente entre sus libres convicciones
privadas y su actividad pública; si no la demuestra, difícilmente
se le considerará de fiar. El mundo anglosajón no deja de ofrecer
frecuentes —y, para un español, exagerados— ejemplos al respecto. La incoherencia con las propias convicciones no parece
el modo más razonable de conquistar la pública confianza. En
un sistema pluralista el hombre público podrá profesar lo que le
parezca, pero se esperará de él que actúe en consecuencia, si no
quiere defraudar la confianza de quien previó que sería coherente
con sus convicciones. La gente sensata no deposita su confianza
en quien, al asegurar que es neutral, se convierte más bien en
imprevisible. Más que tranquilizarse al saber que está en manos
de alguien que no es nada, le animará a ser algo, a comportarse
tolerantemente, y a granjearse así su confianza.
En un sistema democrático, las convicciones —también las
religiosas...— son un decisivo alimento de la ética civil de una
sociedad pluralista. Por ello hay que andarse con ojo ante las inconfesadas guerras de religión que con tanta facilidad se suelen
plantear entre los latinos. Es cierto que en el sistema constitucional español —a diferencia de lo que formalmente ocurre en
otros del contexto europeo— no caben planteamientos propios
de un Estado confesional. Queda, pues, excluido que un ciudadano pueda acudir a argumentos de autoridad —que sólo tendrían
relevancia en el ámbito de su comunidad religiosa— para dirimir
debates de alcance público. Asunto distinto, y sin duda legítimo,
es que nutra con ellos sus convicciones, sin ahorrarse recurrir a
otros argumentos, de curso social, para que los demás compartan
como modelo de conducta pública lo que le parece exigible. Quien
quiera podrá reconocer una autoridad religiosa, y asumir sus planteamientos, pues está en su derecho —fundamental, por cierto—,
pero tendrá que recurrir a un arsenal argumental compartible; lo
que no podría es endosar a sus vecinos por decreto una actitud
de la que ellos, por suerte o por desgracia, no son partícipes.
82
LAICIDAD Y LAICISMO
No cabe imponer las propias convicciones a los demás, recurriendo a meros argumentos de autoridad, en una sociedad pluralista; pero no cabe tampoco montar un juicio de intenciones
basado en el establecimiento inquisitorial de ‘denominaciones de
origen’ rechazables, mediante la apelación a argumentaciones del
tipo de: no acepto su propuesta, porque si está formulando ese
modelo de conducta es, en el fondo, porque se lo ha aconsejado
el cura... Vaya usted a saber cuál es, en el fondo, la raíz de los
argumentos de cada cual; nadie argumenta desde cero. En una
sociedad tolerante no cabe investigar el fondo de nadie; simplemente se dialoga y se argumenta. Sustituir la laboriosa argumentación por la expeditiva descalificación apoyada en juicios de intenciones es intolerancia inquisitorial. Resucitar, en homenaje a
la tolerancia, métodos tan justamente denostados, no parece muy
imaginativo.
Más de uno, al hacerlo, confiere —quizá inconscientemente—
rango confesional al laicismo, lo que no deja de resultar meritorio. Cuando se pretende expulsar de lo público toda opinión sospechosa de connivencia con lo religioso, obligándola a recluirse
en la más devota catacumba, se nos está empujando hacia un
inconfesado Estado confesional. Se obliga al hombre público a
comportarse como si fuera laicista, que no es sino una opción
religiosa determinada empeñada en expulsar de lo público a toda
otra. Lo democrático es argumentar, partiendo cada cual de sus
convicciones y buscando argumentos compartibles, que puedan
llevar al acuerdo con otros. Así se enriquece el juego democrático, y no imponiendo sin debate ese paradójico fundamentalismo
en que acaba derivando el laicismo, en su intento de prohibir que
pueda decirse en público algo que resultara sospechoso de la más
remota genealogía de orden religioso.
En resumen, la tolerancia se nos ha mostrado emparentada
precisamente con los polos excluidos en los dilemas que inicialmente detectábamos, y no en sus privilegiadas parejas.
Al final, lo tolerante de verdad es tener convicciones personales y ser capaz de proyectarlas de una manera razonable sobre lo
público, sin privar a los demás de sus ventajas.
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
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Ejercer la tolerancia es buscar, en su dimensión práctica e histórica, las exigencias objetivas de la ética e intentar argumentarlas de cara a los demás; es conseguir que así la política y la vida
pública estén sometidas a principios éticos y no a la razón ‘de
Estado’ del primer vivales que se suba al escenario.
Ser tolerante sería saber argumentar una ética de contenidos,
en vez de confiar en no se sabe qué procedimientos, como si nos
fueran a arreglar nuestros más graves problemas sin necesidad de
polémicos debates.
La tolerancia nos llevará, por último, en el ámbito de lo público, a abominar de todo confesionalismo, o sea, de todo intento de
imponer argumentos de autoridad, incluido —por supuesto— el
argumento de autoridad laicista, según el cual no bastaría con
tener razón, sino que haría falta también no dejar la más ligera
sospecha de previo contacto con la esfera de lo religioso.
V. LAICISMO Y RELATIVISMO*
Mientras que la laicidad implica un punto de encuentro, en el que
los esfuerzos racionales pueden confluir a la hora de captar de
exigencias éticas y jurídicas objetivas, el relativismo condena inevitablemente a suscribir un planteamiento laicista incapaz de establecer diálogo alguno.
Me anima a ocuparme del relativismo, como punto de arranque
del tratamiento del laicismo, un dato adicional. Se ha producido
el fallecimiento del más honesto y consecuente defensor del relativismo. Me lleva a abordar su doctrina su envidiable capacidad
para llevar hasta el final, sin disimulos, las implicaciones de su
punto de partida. Entre nosotros abundan, por el contrario, relativistas bienpensantes. Se acogen a un incoherente doble lenguaje
para defender los derechos humanos, llamándolos fundamentales
a la vez que les niegan todo fundamento objetivo; se consideran
propietarios del tratamiento de tales derechos en la Constitución,
que les reconoce (artículo 53) un “contenido esencial”, aunque
para ellos tenga que serlo sólo relativamente.
Para Rorty, “una sociedad liberal ideal es una sociedad que
no tiene otro propósito que la libertad”; es decir, “hacerles a los
poetas y los revolucionarios la vida más fácil, mientras ve que
ellos les hacen la vida más difícil a los demás sólo por medio
de palabras, y no por medio de hechos” .96 No resulta fácil poner
peros a la libertad o a la poesía, ni siquiera a la revolución, si lo
que se nos propone es sustituir la violencia de los hechos por el
arrullo de las palabras.
*Dios en la vida pública. La propuesta cristiana, Madrid, CEU Ediciones,
2008, t. I, pp. 77-81.
96Rorty, R., Contingencia, ironía y solidaridad, cit., nota 47, p. 79.
85
LAICIDAD Y LAICISMO
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Su batalla sin cuartel tuvo en el punto de mira un triple objetivo: lo natural, lo verdadero y lo racional. Entre nosotros, no
faltan fervorosos negadores de lo natural y de lo verdadero, pero
no renuncian a presumir coquetamente de racionales. ¿Cuántos,
y con qué coste, se atreven aún a remitirse a una naturaleza humana, capaz de fundamentar derechos o legitimar instituciones?
¿Quién no se apunta a la fobia a la verdad, sin ahorrarse pontificar que es la libertad la que nos hace verdaderos? Menuda revolución... Lo que sí llama la atención es ejercer la gallardía necesaria para, coherentemente, tomarse la razón también a beneficio
de inventario.
De descreídos que ridiculizan cualquier alusión a lo natural
no estamos mal servidos; pero luego cantan a unos derechos humanos capaces de controlar el ejercicio del poder, sin que les importe mucho hacerlos levitar al negarles fundamento metafísico.
De alérgicos a la verdad tampoco andamos mal; pero si la niegan
será en nombre de una razón que han tenido a bien inventarse y
sin la que nada tendría para ellos sentido. Rorty se permite el lujo
de no ser bienpensante. No es de los que practica la dictadura del
relativismo, imponiéndola dogmáticamente a los demás; hay que
reconocer que siempre tuvo el buen gusto de comenzar por imponérsela a sí mismo. Revolucionario, sin duda...
Es consciente de que con ello va a tambalearse todo el andamiaje democrático, pero tampoco esto le arredra. Quien esté dispuesto a liberarse, “gradual pero firmemente, de la teología y de
la metafísica; de la tentación de buscar una huida del tiempo y
del azar”, único modo de “reemplazar la verdad por la libertad”,97
habrá a cambio de reconocer que “la metafísica está inserta en
la retórica de las sociedades liberales modernas”. Lo que no le
parecería de recibo es prescindir de ella y seguir manejando sus
frutos como si fueran algo más que retórica. Nos anima a reconocer, sin espantos, que “la democracia está ahora en condiciones
de desprenderse de los andamios utilizados en su construcción”.
Ya habría llegado la hora de confesar que “la distinción entre lo
97Ibidem,
p. 15.
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
87
racional y lo irracional es menos útil de lo que pareció alguna
vez”. Aunque calificara a su pensamiento de irónico, no se presta
a apoyar la convivencia social en una razón sin verdad. “El léxico
del racionalismo ilustrado, si bien fue esencial en los comienzos
de la democracia liberal, se ha convertido en un obstáculo para
la preservación y el progreso de las sociedades democráticas”.98
Quien quiera pues democracia que deje a la razón en paz. Por el
contrario, cuando Benedicto XVI anime a convertir el plus de
verdad fruto de la fe en punto de apoyo para una razón en crisis,
Habermas no dudará en mostrarse de acuerdo.
Algo tan actual como la sustitución, como punto de referencia ético, de una naturaleza racionalmente cognoscible por el
mero sentimiento se produce en Rorty sin tapujos ni remilgos. Si
contra algo invita a luchar es contra el “sentido común”; contra
ese afán de tantos de tratar las “cosas importantes” con arreglo a
unos principios a los que “ellos y los que les rodean están acostumbrados”. Asumamos de veras que no hay ninguna exigencia
ética que desborde lo subjetivo, ni que pueda ser racionalmente
captada. El desafío consiste en atreverse a considerar lo “objetivo” o lo “cognitivo” como meros “títulos honoríficos”.99 El utilitarismo de Bentham resucita así: lo éticamente decisivo no será
ya preguntar al otro si “crees o deseas aquello en lo que creemos
y deseamos”, sino interesarnos lisa y llanamente sobre si “estás
sufriendo”. Sería ya hora de distinguir entre las únicas preocupaciones de relevancia pública, que se reducirían a “las cuestiones
acerca del dolor”, y asuntos meramente privados, como el debate
sobre cuál sea el “objeto de la vida humana”.100
El único modo de liberarse de la verdad es, para Rorty, liberarse a la vez de la razón y de sus obsesiones; de ese curioso afán
por “llegar a un acuerdo”, por “encontrar la máxima cantidad de
terreno que se tiene en común”, que es fruto típico del irresistible
empeño por vincular razón cognoscitiva y deber ético. La ética
98Ibidem,
pp. 63, 67, 68, 100 y 212.
pp. 92 y 304.
100Rorty, R., Contingencia, ironía y solidaridad, cit., nota. 47, p. 217.
99 Ibidem,
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LAICIDAD Y LAICISMO
clásica lo intentó buscándolo en un ser, “fuera de nosotros”, o
bien en nuestras propias mentes, “dentro de nosotros”, o, de la
mano de la filosofía analítica, “en el lenguaje” como “esquema
universal para todo posible contenido”. Y todo ese ajetreo por
el inconfesado temor a que “insinuar que no existe este terreno
común parece que es poner en peligro la racionalidad”.101 Rorty considera suficiente conformarse con aspirar a ser personas
“unidas por la urbanidad más que por un objetivo común”; empeñadas no tanto en inventar “otra forma de conocer”, como en
intentar dar paso a “otra forma de arreglárselas”.102
Demasiado coherente con el relativismo como para que no llegue a producir vértigo. Su impagable aportación es dejar en evidencia a los que se engalanan suscribiendo esos mismos puntos
de partida, pero se muestran incapaces de asumir coherentemente
las consecuencias. Para Rorty, liberados de la verdad, “los asesinos y violadores serbios no consideran que vulneren los derechos humanos; porque ellos no hacen esas cosas a otros seres
humanos sino a musulmanes”. No ha olvidado tampoco que el
propio Jefferson “fue capaz tanto de poseer esclavos cuanto de
pensar que todos los seres humanos estaban investidos por su
creador de ciertos derechos inalienables”. Al fin y al cabo, unos
y otros “usan la expresión hombres para referirse a gente como
nosotros”.103 Si no contamos con verdad objetiva alguna que pueda llevarnos a percibir justamente la realidad, ¿para qué condenarnos a un hipócrita doble lenguaje...?
Habría llegado la hora de admitir que “la emergencia de la cultura de los derechos humanos no parece deber nada al incremento
del conocimiento moral y en cambio lo debe todo a la lectura de
historias tristes y sentimentales”. Habría llegado la hora de “superar la idea de que el sentimiento es una fuerza muy débil y de
101Ibidem,
pp. 288 y 289.
R., La filosofía y el espejo de la naturaleza, Madrid, Cátedra, 1983,
pp. 290, 321 y 322.
103Rorty, R., “Derechos humanos, racionalidad y sentimentalidad”, De los
derechos humanos. Las conferencias Oxford Amnesty de 1993, Madrid, Trotta,
1998, pp. 117 y 118.
102Rorty,
LAS RAÍCES DEL PROBLEMA
89
que se requiere algo más fuerte. La idea de que la razón es más
fuerte que el sentimiento”.104 Si sólo estamos en condiciones de
digerir un pensamiento débil, seamos lo suficientemente sensatos
para intentar al menos arraigar sentimientos fuertes. Los bienpensantes no suelen, sin embargo, conformarse con compartir la
fe de Rorty en la poesía como instrumento de convivencia.
Si queremos jugar a liberarnos de la verdad, juguemos; pero
tengamos la honestidad intelectual de depositar cuidadosamente
a la razón en el museo. Programa ya tenemos; nos lo brindó el
propio Rorty: “concebir como fin de una sociedad justa y libre
el dejar que sus ciudadanos sean tan privatistas, irracionalistas y
esteticistas como deseen, en la medida en que lo hagan durante el
tiempo que les pertenece, sin causar perjuicio a los demás y sin
utilizar recursos que necesiten los menos favorecidos”.105
El problema será, una vez aparcada la verdad, cómo determinar quiénes son “los demás”, o cómo identificar a “los menos
favorecidos”. Todo parece quedar remitido a un nuevo sentido
común meramente sentimental, en el que habrá que ver qué sitio
acaba quedando para el extranjero, para el aún no nacido o para
el enfermo terminal. De poco sirve dar por sentado que “todos tenemos la insoslayable obligación de hacer decrecer la crueldad”,
si a continuación la honestidad intelectual obliga a reconocer que
“es difícil imaginar la formulación de una ética semejante sin alguna doctrina acerca de la naturaleza del hombre”;106 pero esto es
precisamente lo que se trataba de desterrar...
Rorty, consecuente hasta el final, renunciará incluso a convertir el relativismo en un absoluto inconfesado: Para él, “decir que
debiéramos excluir la idea de que la verdad está ahí afuera esperando ser descubierta no es decir que hemos descubierto que, ahí
afuera, no hay una verdad”.107
104Rorty, R., Derechos humanos, racionalidad y sentimentalidad, cit., nota
103, pp. 125 y 132.
105Rorty, R., Contingencia, ironía y solidaridad, cit., nota 47, p. 16.
106Ibidem, p. 106.
107Ibidem, p. 28.
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