CONSORCIO DEL CÍRCULO DE BELLAS ARTES BONIFACIO EN LOS CAMPOS DE BATALLA Fotografía: Javier Campano CÍRCULO DE BELLAS ARTES EXPOSICIÓN Presidente Juan Miguel Hernández León Comisarios Juan Manuel Bonet Pilar Borrás Director Juan Barja Subdirector Javier López-Roberts Coordinadora Cultural Lidija Sircelj Área de Artes Plásticas del CBA Laura Manzano Eduardo Navarro Camille Jutant Carolina Tejeiro Montaje Departamento Técnico del CBA CATÁLOGO Y DVD COMUNIDAD DE MADRID Presidenta Esperanza Aguirre Gil de Biedma Consejero de Cultura y Deportes Santiago Fisas Ayxelà Viceconsejera de Cultura y Deportes Isabel Martínez-Cubells Yraola Secretaria General Técnica Cristina Torre-Marín Comas Director General de Archivos, Museos y Bibliotecas Álvaro Ballarín Valcárcel Coordinadora de la Consejería Isabel González González Subdirectora General de Museos Pilar de Navascués Benlloch Área de Edición y Producciones Audiovisuales del CBA César Rendueles Carolina del Olmo Elena Iglesias Serna Paula Santamariña Eva Sala Carlos Prieto Gonzalo Hernández Luis Miguel García Diseño gráfico Estudio Joaquín Gallego Impresión brizzolis © Círculo de Bellas Artes, 2006 Alcalá, 42. 28014 Madrid www.circulobellasartes.com © de los textos: sus autores © Antonio Saura / Succession Antonio Saura / www.antoniosaura.org / ProLitteris 2006 © Herederos de Severo Sarduy, 2006 © Herederos de Guillermo Cabrera Infante, 2006. Créditos fotográficos: © ARTIUM de Álava. Vitoria-Gasteiz © Succession Antonio Saura / www.antoniosaura.org, VEGAP © Colección Helga de Alvear © Museo de Bellas Artes de Bilbao © Ayuntamiento de Madrid. Museo Municipal de Arte Contemporáneo © Archivo Fotográfico CAC-Museo Patio Herreriano, Valladolid © Colección Testimonio «La Caixa» © Pep Escoda © Javier Campano © Alberto García-Alix, VEGAP. Madrid, 2007 © Antonio Cortés © Eva Sala-Círculo de Bellas Artes © Víctor Gimeno © Archivo fotográfico de Bonifacio © Mercedes Iturbe © Arturo Luján © Estudio Solorzano © Jaume y Jordi Blassi ISBN-13: 978-84-86418-85-4 Dep. Legal: M-3870-2007 BONIFACIO EN LOS CAMPOS DE BATALLA Bonifacio Alfonso (1933) es uno de los miembros más destacados de una generación de creadores que transformaron la pintura española con una aproximación a las artes plásticas extremadamente intensa, asociada a una denodada batalla interior. En palabras del propio Bonifacio: «Yo vivo la sensualidad de la pintura como una ceremonia dramática. El cuadro es un objeto que te da vida o te la quita». Y en efecto, los cuadros de Bonifacio traslucen una rara energía, reflejo de una peculiar integridad artística, esto es, de la íntima copertenencia de su vida y su obra. Artista de mil caminos, ha sabido continuar una estirpe de creadores para los que el arte es sobre todo experimentación, descubrimiento de nuevos mundos, conflicto de fuerzas y razones. Bonifacio pertenece a ese género de artistas que no crean por solidaridad con una tradición culta, por divertimento o por puro sensualismo sino por una suerte de compulsión que sólo cabe entender como autenticidad. Se ha visto empujado a empuñar los pinceles a pesar de todo: a pesar de su difícil trayectoria profesional –ha combinado la pintura con mil oficios diversos–, a pesar de sus propios demonios personales, a pesar, sobre todo, de una lucha inefable y permanente contra la creación inesencial, contra el arte superfluo. Para el Círculo de Bellas Artes (CBA) constituye un auténtico privilegio tener la oportunidad de presentar esta muestra antológica de la obra de Bonifacio. Se trata de una exposición retrospectiva a cuya organización tanto sus comisarios como el personal del CBA han dedicado ingentes cantidades de ilusión, tiempo y esfuerzo. Esperamos que sirva no sólo para que el público conozca de primera mano la obra de Bonifacio, sino también como acicate para que él mismo continúe su trabajo artístico, una obra intrínsecamente no conclusa, perennemente abierta a nuevas variaciones expresivas. Juan Miguel Hernández León Presidente del Círculo de Bellas Artes Para la Comunidad de Madrid constituye un gran placer colaborar con el Círculo de Bellas Artes en la presentación de esta exposición retrospectiva de las obras de Bonifacio Alfonso, un pintor cuya importancia para nuestra región quedó de manifiesto con la concesión en 2004 del Premio de Cultura en Artes Plásticas de la Comunidad de Madrid a toda su trayectoria. En efecto, aunque generalmente se asocia su obra con los círculos artísticos conquenses de finales de los años sesenta –donde, desde luego, desarrolló una importantísima labor junto con algunos de los creadores que más contribuyeron a la renovación de la escena artística española–, lo cierto es que Bonifacio ha mantenido estrechos vínculos con la ciudad de Madrid, donde reside desde hace años. Así, resultó fundamental en la difusión de su trabajo su relación con las galerías Juana Mordó, con la que trabajó desde finales de los años sesenta hasta comienzos de los años noventa, y Antonio Machón. Esta exposición recoge obras realizadas entre 1967 y 2007: lienzos, dibujos, series de grabados y litografías que nos permiten profundizar en la producción de un artista complejo, cuya renuencia a adscribirse a ningún movimiento artístico en particular le ha permitido atravesar una gran cantidad de estilos. Por eso, esta retrospectiva no constituye sólo un imprescindible homenaje a un hombre clave en el arte español del siglo xx sino también un recordatorio de la extraordinaria evolución que ha vivido nuestro panorama creativo durante ese período. Santiago Fisas Ayxelà Consejero de Cultura y Deportes Bonifacio o el combate por la expresión JUAN MANUEL BONET «Una pintura es buena cuando en ella hay lucha. La pintura es siempre la gran aventura a vida o muerte, en la que se puede ganar o perder. La pintura no es sólo cuestión estética o arte decorativo: es algo que forma parte de la vida, es expresión, es testimonio, es permanencia, y mucho amor.» Bonifacio Cuarenta años de pintura bonifaciana, ahora revisados en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Cuarenta años, pero como Bonifacio Alfonso Gómez, Bonifacio a secas, como Alberto Sánchez fue siempre Alberto, a secas, empezó a pintar a mediados de la década del cincuenta, es más bien de medio siglo de lo que hemos de hablar, de medio siglo de pasión fija por la pintura, pero también por el dibujo, por el grabado calcográfico, por la litografía, por la serigrafía. Tantos años de combate por la expresión. Tantos años –el pintor cumple éste los 73–, errantes, el San Sebastián natal, Francia, Bilbao, Cuenca durante tanto tiempo, París, México, Madrid... Cuarenta años de vida y obra, hoy contemplados desde el Madrid más castizo, desde un amplio piso en la calle de la Cabeza, en Lavapiés, cerca de una de las primeras moradas picassianas, y cerca también de Casa Patas… Nacido en el San Sebastián de 1933, de padre vasco –que sería fusilado durante la Guerra Civil, en su condición de miliciano– y madre andaluza –oriunda de El Puerto de Santa María, y con sangre gitana–, está claro que Bonifacio tuvo unos inicios en la existencia más bien difíciles. Sucesivamente fue, según nos indican las notas biográficas incluidas en sus catálogos, y lo recogen también Ignacio Ruiz Quintano y más recientemente Rafael 12 Juan Manuel Bonet Pérez Hernando, sus principales biógrafos, las siguientes cosas: exiliado precoz, niño de la Casa de la Misericordia, botones en un hotel, pinche de cocina, aprendiz de herrero, ebanista, lavandero, mandadero, pescador de bajura, camarero en cafés frecuentados por toreros, aprendiz de torero –lo cual le permitió conocer Andalucía–, limpiabotas, pintor de brocha gorda, rotulista, batería en un conjunto de jazz –una música que le gustará por los restos– que a ratos se convertía en banda de fiestas y bodas, dibujante en diversas empresas de artes gráficas y de publicidad… Todo ello, como la clásica leyenda de un artista, pero también como una desgarradora novela social, sobre fondo de negra y luego gris posguerra. En la biografía mencionada –editada por Turner en 1992–, Ignacio Ruiz Quintano da muchos detalles novelescamente exactos. Entre ellos, detalladas noticias de la carrera del Bonifacio torero, iniciada en 1947, y truncada ocho años después por una gravísima cornada. «Yo creo –escribiría años después el protagonista de aquella historia, en una carta dada a conocer por Mercedes Iturbe, su destinataria– que en el mero hecho de ponerse frente al toro existe una proporción inquietante de locura y de insensatez.» Poco a poco, se impuso en Bonifacio su vocación de pintor. Precisamente en 1955 –el año de aquella cornada que Quico Rivas calificaría de providencial–, ganó el Primer Premio de Pintura de San Sebastián, con una obra significativamente titulada Cristo cubista. Poco después, queriendo aprender los rudimentos del oficio, se matriculó en Artes y Oficios, de donde terminaría siendo expulsado, teniendo luego que recurrir a las enseñanzas de un pintor local, discípulo de Jesús Olasagasti. También de entonces data su amistad con Eduardo Chillida, compatible, por cierto, con la que mantendría con su rival histórico, Jorge Oteiza. En 1958 tuvo lugar la primera exposición individual de Bonifacio en el Ateneo de Guipúzcoa, el primer viaje ritual, con sus amigos y ya colegas José María Ortiz y Rafael Ruiz Balerdi, a París –la mejor ventana, entonces, la ventana por antonomasia para los españoles deseosos de libertad, de cultura, de arte moderno–, las primeras amistades artísticas con pintores como el nuagiste Manuel Duque, Antonio Saura, Manuel Hernández Mompó, Modest Cuixart… En 1959 Bonifacio se instaló en Bilbao, donde, con Yvonne y las dos hijas que tuvo con ella, residiría –en un apartamento del Casco Viejo– hasta 1968. Sus cuadros, por aquel entonces, eran abstractos, de formas orgánicas, de colores suaves (verdes, rosas, grises, blancos), con el dibujo jugando ya un cierto papel. Cuadros encuadrables dentro de un hipotético informalismo vasco, al que también contribuían por aquel entonces, con esfuerzos paralelos, paisanos, colegas y amigos suyos como el citado Rafael Ruiz Balerdi, como José Luis Zumeta, como José Antonio Sistiaga o como el singularísimo Amable Arias, a todos los cuales había tratado en San Sebastián. El galerista que se ocupaba de la obra de Bonifacio, en aquellos años aurorales, era el también escritor José Luis Merino, que convirtió Grises, su sala del ensanche bilbaíno, en un espacio de referencia, conectado con otros de la península, y muy especialmente con la Galería Juana Mordó, precisamente la que de 1970 en adelante –1970 fue la fecha de la primera individual del pintor con ella, y también del viaje de aquél a Avignon para visitar la gran muestra picassiana del Palais des Papes, sobre la que Rafael Alberti escribiría un libro– tendría la exclusiva de la producción del donostiarra. Bonifacio o el combate por la expresión 13 En el decisivo año 1967, del que data el más antiguo de los cuadros incluidos en esta retrospectiva –cuadro en que se advierte una clara influencia del action painting–, Fernando Zóbel compró, tras descubrir el nombre de su autor en Grises, precisamente, dos pinturas de Bonifacio, con destino a su Museo de Arte Abstracto Español, instalado en un marco singular y fascinante, las Casas Colgadas de Cuenca, e inaugurado un año antes. Aquella compra podía haberse quedado en eso, en un hecho aislado, sin consecuencias. Sin embargo, el pintor y coleccionista iba a hacer algo más: trasplantar al autor de aquellos dos cuadros a la propia Cuenca, ciudad que se convertiría en su residencia, en la céntrica calle del Trabuco, durante nada menos que veintiocho años, de 1968, a 1996. Cuenca, donde además de con Zóbel se relacionó con José Guerrero –en cuya casa en lo alto de la calle de San Pedro residió durante un tiempo, a su llegada–, Gerardo Rueda, Gustavo Torner, Antonio Lorenzo, Eusebio Sempere, y por supuesto Antonio Saura, fue para Bonifacio un lugar perfecto para concentrarse en la pintura, al tiempo que cultivaba otras aficiones: los toros (pero ya sólo como espectador), la bebida («Cuenca es el sople todo el día»), los insectos (que observa y colecciona como si de un nuevo Fabre se tratara), la pesca de la trucha (hay que recordar una fotografía de él en un día de pesca, tomada por Cristóbal Melián)… A la pesca alude ya algún dibujo naturalista de 1976, y aludirán, más tarde, un cuadro de 1988 que se titula Pescador furtivo, y otro de 1997, y de trasunto evidentemente no conquense, sino vasco, Pescadores de angulas. Para hacerse una idea de la intensidad de la vivencia por parte de nuestro pintor de Cuenca, basta acercarse al catálogo de la amplia muestra Bonifacio en las colecciones conquenses, celebrada en 2001 en la Fundación Antonio Pérez de la vieja ciudad castellana, fundación impulsada por quien además de poeta postsurrealista del objeto encontrado, es, en relación con el tema que nos ocupa, uno de los más fieles coleccionistas del pintor. Una de las primeras consecuencias para Bonifacio de su instalación en Cuenca –a cuyos alrededores aludirá en varias ocasiones: por ejemplo en El ventano del diablo (1981)–, fue su iniciación en el mundo del grabado, a cargo de un veterano en esas lides, Antonio Lorenzo, otro de los miembros destacados del grupo de Zóbel y del Museo (luego vendrían las primeras litografías, en París, en el taller de Peter Bramsen). En este mismo catálogo hay una fotografía tomada a comienzos de los años setenta sobre el fondo de los arcos de la Plaza Mayor de Cuenca, en la que vemos a Bonifacio en compañía de Fernando Zóbel, de Antonio Saura, de Rocío Urquijo, de Ben Cabrera, y de Luis Muro, figura esta última emblemática de las generaciones más jóvenes que vivieron en directo la influencia del Museo. Esta fotografía me retrotrae exactamente al momento en que conocí al pintor cuya trayectoria ahora revisamos, cuando Bonifacio intentó, sin éxito –por algún lado debo conservar la única plancha que hice–, iniciarme en el mundo del grabado. «Hay que grabar –me decía– como se acaricia el pecho de un mujer». (Frase que a uno, entonces, tiempo de los primeros bailes en Otema y de los primeros baisers volés, todavía le sonaba, ay, a chino.) Antonio Saura fue otro de los primeros en detectar el talento de Bonifacio. Se habían conocido, como ha quedado apuntado, en el París de 1958, pero la estrechísima amistad que los unió, data de por lo menos una década después: del comienzo de la estancia conquense del donostiarra. Signo inequívoco del aprecio que le tenía el senior a 14 Juan Manuel Bonet Bonifacio es que le compró varias obras, y que algunas de ellas estaban entre las pocas que colgó en su casa de Cuenca, donde por cierto había también unos hermosos cuadritos cantábricos y grises de Gonzalo Chillida, y donde terminarían ingresando dibujos y pinturas sobre papel de un tercer donostiarra más joven, me refiero naturalmente a Javier Pagola. (En 1996, Saura incorporó obras tanto de Bonifacio como de Pagola a su fascinante muestra zaragozana Después de Goya. Una mirada subjetiva, inscrita en el programa conmemorativo del 250 aniversario del nacimiento del genial pintor. Gonzalo Chillida, obviamente, no estaba en aquella selección, pues nada hay en su obra que tenga que ver con lo negro, ni con la Quinta del Sordo. Gonzalo Chillida, pero también el venezolano Armando Reverón, y el italiano Giorgio Morandi: pasiones blancas de Antonio Saura.) De 1971 data el hermoso texto «El códice armenio», en el que el Antonio Saura escritor manifestaba su admiración por la obra de Bonifacio. Saura subraya la dimensión erótica de su pintura, lo ve como «el más cercano pariente de un Rubens calcinado». (En otro texto más tardío, de 1976, «Entre-vista», Saura intentó un diccionario bonifaciano. Interesa especialmente consultar la voz «Proliferación»: «Universo proliferante donde la necesidad de ocupar las superficies responde a la imagen del poso de residuos agitado por la mente y a la idea de captura donde el deseo forma y el azar termina por conformar».) Pese a esa cercanía con Antonio Saura, Bonifacio pintaba por aquel entonces cuadros gestuales, expresionistas abstractos, sí, pero no negros, ni negristas, sino por el contrario de dominante blanca, un blanco casi espacialista, entreverado de grises, de amarillos, de azules, de rosas carnosos. Cuadros de 1970, como La Paca, como Comparsa, como Falo, como El matasuegras, como Composición con palo. O de 1971, como Molde para un hechicero, como Pájaros, o como Pájaro desconocido, propiedad del Círculo de Bellas Artes, al que llegó dentro del rico, variopinto y en cualquier caso generoso legado de Juana Mordó. Poco a poco –y sin duda el comercio con Antonio Saura algo tuvo que ver con ello–, Bonifacio fue abandonando su pintura lírica y blanca para cargarla de mayor pasión, de mayor rabia, de mayor expresionismo, de mayor acción –un nombre emblemático a tener muy en cuenta es Willem De Kooning, el autor de las Women– y, por supuesto, de color. El citado Molde para un hechicero ya apuntaba en esa dirección. El ciclo de los Retratos, de 1973-1974, constituyó un paso muy significativo. Supuso la aparición, la emergencia en la abstracción de algo tan elemental, tan sauresco –tan michauxiano también– como es un rostro. Esa misma línea siguen cuadros de 1974 como La familia o Ritual, o de 1975 como Los ídolos, Cazadores de brujas, o Juguetes, el último de los cuales pertenece a la colección del Museo de Bellas Artes de Bilbao, donde Bonifacio expuso en 1977. Tiene razón el escritor colombiano Óscar Collazos –al que recuerdo de aquella Cuenca en la que se movía precisamente en la órbita de Saura– cuando, al preguntarse por el lugar que ocupa Bonifacio en nuestra escena, lo considera como el último pintor en incorporarse a un horizonte definido por el expresionismo abstracto, por El Paso, y también por Cobra. (Asger Jorn, uno de los más lúcidos –con Pierre Alechinsky– integrantes de aquel grupo septentrional –COpenhague, BRuselas, Amsterdam–, visitó por aquel entonces Cuenca, de la mano de Antonio Saura, amigo suyo desde la década del cincuenta; algún testimonio conjunto queda –o quedaba no hace tanto– de aquella visita en las paredes de un mesón próximo a la Plaza. Bonifacio o el combate por la expresión 15 Con los Cobra, Bonifacio comparte el interés por el arte de la calle, por una pintura espontánea, de raíz expresionista, en perpetuo autocuestionamiento, en perpetua inestabilidad.) Paralelamente a su pintura, Bonifacio realizó por aquel entonces muy importantes dibujos, algunos de ellos de carácter naturalista, alusivos a plantas, animales y, sobre todo, insectos. También grabó, obsesivamente, innumerables siluetas de estos últimos, un extraordinario conjunto que Juana Mordó editó en parte en sucesivas series que sumaban en total casi cincuenta planchas. Por aquel entonces, uno de los referentes de Bonifacio era el raro grabador e ilustrador norteamericano Leonard Baskin (1922-2000), que todos le debemos a Zóbel, que gustaba mucho de sus animales, de sus búhos y demás pájaros, y también de sus insectos. La pasión por la entomología ha sido en Bonifacio una constante, como queda de manifiesto en cuadros como La mesa de los insectos (1991), el aguafuerte en torno a El bosque de los insectos (1994) o el cuadro protagonizado por Insectos y una muela (1996). Fue Zóbel una vez más, tan interesado siempre por el arte del dibujo, el editor de Cuatro orejas y rabo (1973), precioso álbum de Bonifacio que se incorporó al extenso y ejemplar catálogo de ediciones del Museo de Cuenca que la reciente muestra de esa pinacoteca sobre sus primeros cuarenta años de historia, organizada por Manuel Fontán, nos ha permitido contemplar por vez primera de forma panorámica. En aquel volumen apaisado, realizado mediante procedimientos fotomecánicos normales, pero muy inteligentemente manejados, el pintor nos propone una historia en viñetas, con la que retorna al que fuera el mundo de su adolescencia donostiarra. Para ello, se apoya en algunos de los clásicos de la tauromaquia, explícitamente citados: el antitaurino Eugenio Noel, Gregorio Corrochano, Rafael Alberti, José María de Cossío, el José Bergamín de El arte de birlibirloque, un Bergamín al que curiosamente, por pudor, no llegaría a conocer, pero con el que coincidiría en otro proyecto al que más adelante haré referencia, así como en las páginas de la revista taurina valenciana Quites y en el catálogo de la editorial Turner, un Bergamín que todavía no había escrito su libro «paulista» La música callada del toreo, cuya edición alemana Bonifacio ilustraría en 1987... Otro fantástico libro de Bonifacio, donde de un modo todavía más explícito que en Cuatro orejas y rabo juega con la división de la plancha en una especie de cómic, es Norberto el Pata y Pitín. Conversación entre Franco y Trujillo (1975), editado por Gustavo Gili Torra dentro de su gran colección «Las Estampas de la Cometa», en la que, prosiguiendo el trabajo de su padre, contó con artistas de su tiempo como Modest Cuixart, el Equipo Crónica, Lucio Fontana, Millares, August Puig o Saura. Hay una preciosa fotografía de los Blassi en la que vemos a Bonifacio trabajando sobre uno de los aguafuertes que integran ese volumen, en el taller de grabado del editor barcelonés. En esa imagen, su silueta se recorta a contraluz sobre el fondo de un recoleto jardín interior del Ensanche, un jardín como noucentista. Nada de todo esto –y menos que nada, el noucentisme– tiene que ver con este conjunto de estampas que por su estilo, y también por el pretexto histórico que la inspira, cabe emparentar, nunca hasta ahora había caído en la cuenta de ello, con el Sueño y mentira de Franco (1937), de Picasso. Culminando el ciclo de estos primeros libros de bibliofilia, el año siguiente, 1976, será el de las Sopas y manjares de Ruperto de Nola, editado en París por el prestigioso Yves Rivière, texto del gran clásico de la gastronomía española, acompañado de quince expresivos aguafuertes –de nuevo, con ecos de cómic– de Bonifacio que, como buen donostiarra, 16 Juan manuel Bonet es un gran aficionado al arte de los fogones, y por supuesto a comer (no hay que olvidar que por aquel tiempo su mujer, Flores, era quien llevaba con maestría las riendas del Mesón de las Casas Colgadas). Retrato de Torquemada (1976), propiedad de la Fundación Antonio Pérez, es un cuadro tremendamente desolado, sombrío y lúgubre. Un cuadro, por lo tanto, que hace honor a su título. Un cuadro de fulgor en la sombra española, y que nos habla del entronque, sí, de Bonifacio, con una cierta poética El Paso, y hay que recordar en ese sentido el precedente cercano de la carpeta Torquemada, que editó Juana Mordó en 1970, y que consta de seis serigrafías de Manolo Millares, acompañadas de un poema de su tocayo y paisano Manuel Padorno. A esa misma veta negra, o brava, pertenece otro gran cuadro de luz en la sombra de Bonifacio, del mismo año, Muñecos, propiedad de la Fundación Juan March, que lo conserva en el Museo de Arte Abstracto Español. Frente a aquella negrura postsauresca y postmillaresca, esplende, siempre en 1976, el azul ultramar de Signos y figuras, uno de los cuadros de Bonifacio que se conservan en ARTIUM de Vitoria, o se despliegan polícromas, luminosas, las Cabezas y signos, con rosas, naranjas, amarillos, o caminan esas figuras monstruosas tan españolas, tan valleinclanescas o solanescas, los Gigantes y cabezudos (1977)… Animales y cosas, Larvas, Triángulo azul, Azul con máscaras, Máscaras en el espacio –asimismo propiedad de la Fundación Juan March–, Serpiente verde, Lugar de danzas… Los propios títulos de varios de los cuadros pintados por Bonifacio a lo largo del año 1978 nos hablan de lo que ya anunciaban las obras de 1976 que acabo de mencionar, de lo que ahora se torna más visible todavía: una nueva claridad casi a lo Mompó, una pintura más de acción, más de ir encadenándose y enmarañándose los acontecimientos, más bailada y aérea y luminosa, más metamórfica, un ir disponiéndose, en el espacio, las cabezas, los signos, los animales, las cosas, las larvas, los triángulos, las máscaras, las serpientes, todo ello como flotando libremente en un espacio abierto, fluido, luminoso, un espacio en el que no encontramos ni sombra de la sombra de Torquemada, un espacio con colores claros, transparentes, con ecos de la naturaleza, un espacio que tiene bastante que ver, sí, con el de ciertos Cobra (por ejemplo con el del siempre maravilloso Alechinsky, otro maestro del grabado, y en términos más generales del papel), o con el de Jan Voss, o con el que años después ocupará Javier Pagola, un espacio que, si nos remontamos en el tiempo, remite al espacio inaugurado por Kandinsky en sus acuarelas fundacionales de la abstracción… El citado Bergamín, cuya pasión taurina comparte Bonifacio, fue el poeta –gran poeta secreto y hondo, de estirpe romántica, cantor del otoño y los mirlos, de la claridad desierta– elegido para otro proyecto al que he aludido más arriba: un gran libro de bibliofilia, Serán ceniza (1978), con cinco aguafuertes de Bonifacio. El volumen lo editó, en su colección «Marzales», Antonio Machón, galerista vallisoletano y hoy madrileño –durante un tiempo lo sería del pintor– al que debemos otras felices incursiones en ese campo y, concretamente, títulos de Tàpies, y de Guerrero. Pronto se iba a añadir otro título a la nómina de libros de bibliofilia firmados por Bonifacio: el volumen de serigrafías Tomilleros –así llaman en Cuenca a los voyeurs silvestres– que apareció en 1979 dentro de la colección «Antojos», de Antonio Pérez, autor de su texto. Bonifacio o el combate por la expresión 17 1980 es el año de El mirón, de El martirio de San Sebastián –cuadro este último que se conserva en el Patio Herreriano de Valladolid–, de un Paisaje casi impresionista o fauve, del ácido –como unos limones amargos– y deslumbrante Paisaje verde. De 1981 es el mencionado –y casi naturalista– Ventano del diablo. De 1982 son otros cuadros especialmente felices, como Banquete, Figura verde o Paisaje y figuras, con sus amarillos, sus rojos, sus rosas… A lo largo de los años siguientes, los espacios bonifacianos se fueron complicando, enmarañando, torturando. Su propósito fue tornándose más explícitamente neosurrealista. Se fue ensombreciendo su paleta. Todo esto se aprecia de un modo especial en cuadros de 1985 como Las siete caras, como Aquelarre nº 2 o como El cerro de los locos, en el segundo de los cuales resulta manifiesta la vecindad de aquel Bonifacio con la poética del Wifredo Lam del retorno al país natal, de Arshile Gorky –un nombre que ha sido pertinentemente evocado en este sentido por José Ayllón, el crítico de El Paso–, de Roberto Matta, tal vez de cierto André Masson. De 1986 es, siempre dentro de esta veta, el cuadro curiosamente titulado Así es mi amigo nocturno. Entre 1987 y 1992 Bonifacio vivió un periodo de grandes cambios en el que, por razones personales, pasó largas y fructíferas temporadas en México: no sólo en el D. F., sino también en muchos otros rincones del país. Pronto aquella experiencia se transmitió a su pintura, algo que queda claro en sus títulos, obviamente, pero sobre todo en la intensificación de la dimensión neosurrealista, en un cierto nocturnismo, en un cierto «monstruosismo» –véase la voz en Ismos (1931), el centón de Ramón Gómez de la Serna–, en una cierta ferocidad y magia y sexualidad exacerbadas, en dejes primitivistas, altamirenses, negristas, mayas, aztecas, toltecas –y hasta africanos: véase Tassili (1988), alusivo al arte rupestre de ese lugar del Sahara–, y lo cierto es que en algunos momentos detectamos en esta pintura huellas concretas del arte de esos pueblos prehispánicos mesoamericanos. Gracias a esa pasión mexicana surge uno de los ciclos clave de su obra, una fase formidable en la que brillan en lo oscuro –hay que insistir en que ésta es una zona principalmente nocturna– cuadros heroicos, de gran aliento: de 1987, como Mitla, como Huatusco, como Tancah, como Izamal –una de esas alegorías de resonancias mayas a las que acabo de hacer referencia– o como De Tenochtitlan a Vitoria de paso a Donosti –un título que es todo un programa, y otra obra propiedad de ARTIUM–; o de 1988, como Hechiceros, Bodegón con estatuillas, Tzompantli, Los habitantes de Manusa o Figuras sobre negro, propiedad de la Union des Banques Suisses y en el que, como su nombre indica, todo se reduce a una lucha de negros, blancos y grises; de 1989, como ese auténtico vendaval de Seres humanos disfrazados de animales, la asimismo turbulenta Lucha de seres humanos, Músico tocando instrumentos, Animales cornudos, El cerro de los locos o Una rosa en cada mesa, espacio este último verdaderamente naufragado, paroxístico, caótico, como el año anterior lo era el del Homenaje a Piranesi, el grabador setecentista de las también laberínticas Carceri que, poco sorprendentemente, se cuenta entre los contados artistas de cabecera de Bonifacio… Todavía en 1992, encontraremos, como un «adiós a todo eso», dos melancólicos Recuerdos de Bonampak. Tampoco tiene nada de extraño que entre quienes mejor han glosado esta zona de la obra de Bonifacio encontremos a un mexicano tan castizo como es el narrador –y ocasionalmente pintor: expuso, en 1980, en Juana Mordó– Fernando del Paso, que lo ve como un moderno barroco, y también como un partidario de la «beauté convulsive» bretoniana, y 18 Juan manuel Bonet que pertinentemente emparenta su arte con el de Soutine, el de Matta, el de Francis Bacon o el de Alfonso Fraile, además de encontrar que su cara «es una combinación magistral de los rostros de Agustín Lara y Manolete». El autor de Palinuro de México es un nombre más en la amplia lista de latinoamericanos fascinados por el universo plástico bonifaciano, una lista ni menor ni casual en la que convive con el propio Matta –quien ante el caos reinante en estos cuadros señaló atinadamente que era «como si en una pieza de Shakespeare todos los actores hablaran al mismo tiempo»–, con el colombiano Óscar Collazos, una de cuyas opiniones sobre el mismo ya he mencionado, y con los cubanos José Miguel Rodríguez, Guillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy, otro escritor-pintor, del que además de sus hermosas escrituras blancas, siempre recordaremos sus sonetos a Morandi y a Rothko. (Severo Sarduy, en 1987, en «Bonifacio, el destructor de simetrías»: «En esos espectros opuestos, franjas desmesuradas y huyentes, navegan esos seres, concreciones de la energía, hechos de meditación y silencio nocturno, nómadas estelares. Hechos de sur».) México, por lo demás, como pretexto de cierta pintura española del siglo xx. Además del caso de Bonifacio, recordemos que dos catalanes de distintas generaciones, Josep Guinovart y Frederic Amat, han trabajado temporadas allá. Más, obviamente, la aventura plástica de los exiliados, de cuya producción nos interesan especialmente ciertas sutiles entrevisiones de Ramón Gaya, pintor al que no le gustaban los muralistas, lo único –además de su común devoción bergaminesca– en lo que se parece a Bonifacio, que le confesaba a Ignacio Ruiz Quintano esto, genial, definitivo, recogido en la biografía editada por Turner, de obligada consulta: «Si no me gustan los techos de la Sixtina, ¿cómo me van a gustar los murales de Rivera?» En 1989, Bonifacio se instaló en el Viejo Madrid, en Lavapiés, en un amplio apartamento donde sigue, como en un puerto de aguas muertas desde el que periódicamente emprende nuevas navegaciones, y al que he hecho referencia al comienzo de estas líneas, un apartamento donde funcionaba una escuela a la que se aludía en un cuadro de título significativo: La escuela encantada (1989). El lugar, inverosímilmente abarrotado de fetiches, máscaras africanas, maquetas de barco donostiarras, juguetes populares, insectos, cajas de mariposas a lo Joseph Cornell, y otras colecciones que, como suele ocurrir, llevan el sello de quien las ha reunido, es de los que perduran en la memoria. El año 1990 resulta clave en la trayectoria de Bonifacio. Entonces surge un cuadro titulado La caza del toro: está claro que su vieja pasión sigue alimentando su imaginación, sigue aflorando en su pintura. De otra pasión, la que siente por el arte primitivo, nos hablan Máscaras africanas mirándose al espejo y el díptico Máscaras negras, cuyo eco reverbera en cuadros de 1995 como Máscara africana o la ritual Danza yoruba. Rinde tributo a dos pintores por él muy amados, en Homenaje a El Bosco y Homenaje a Miró, cuadros a los que se sumará algo después, en 1997, Van Gogh pintando los girasoles, o en 2000, El taller rojo de Matisse, un luminoso cuadro que adquirí con destino a la colección del Reina Sofía. Nocturnos, nuevamente, y sombríos, son en cambio cuadros de 1992 como Apariciones y desapariciones –casi un título de Henri Michaux: Apparitions-Disparitions–, Paisaje, o el esencial El perro y la copa, con algo del Goya negro (esa obra maestra absoluta que es el Perro ahogándose), y también un aire a ciertas visiones sombrías y de pesadilla del simbolista austriaco Alfred Kubin; o de 1995, como Noche en Pakai, Isla mujeres, Santero; o de 1996, Bonifacio o el combate por la expresión 19 como la impresionante Cabeza negra; o de 1997, como Jugadores de tenis o Taller de escultor; o de 2000, como Los escultores, con cierta atmósfera siniestra y de algún modo giacomettiana, pero más al Giacometti pintor que al escultor. Aunque acabo de mencionar cuadros de 1995 de atmósfera sombría, otros son por el contrario luminosos, así el divertido y feliz Pulpo en la mesa, o Sexo y saxo –en el que se mezclan dos de las principales pasiones del pintor– o la Fiesta taurina –otra pasión fija, otro rito– incendiadamente amarilla, o el rutilante Viajando con Marco Polo, presumiblemente por la Ruta de la Seda. Aquel año es, por lo demás, el del muy bien traído prólogo que Cabrera Infante escribe para el catálogo de una de las individuales de Bonifacio en Antonio Machón, donde invoca a su propósito el nombre imantado y grande de Henri Matisse que, como ya he indicado, algo después sería objeto de uno de sus homenajes. De 1995 en adelante, la pintura de Bonifacio se vuelve más figurativa, más anecdótica, más alusiva a lugares, a espacios concretos. Sus cuadros de la segunda mitad de los años noventa, en los que siempre parece que suceden varias cosas a la vez, y en los que no suele haber centro, están como animados por un rumor –ya en 1988 Severo Sarduy encontraba que «la pintura reciente de Bonifacio ha basculado hacia lo sonoro»–, por una música urbana: barrios, calles, plazas, gentes caminando, chimeneas, espantapájaros, Cabezas (1997) como una constelación… Cuadros de andar y ver, cuadros de la errancia y del azar, cuadros divagatorios, cuadros de la observación y la anotación al vuelo. Cuadros con «aire de la calle». Cuadros baudelairianos, por ese lado. Cuadros que también nos hacen pensar en el Edvard Munch más pre-expresionista, el Munch del sentimiento de la ciudad, de la multitud, del grito, de la soledad entre muchos. Cuadros, además, en los que la vida –una vida que, por lo general, gira en torno al mar Mediterráneo, una vida, por lo tanto, cálida: nada que ver con Noruega– es contemplada con menos ferocidad, con más humor –aunque a menudo sea un humor negro–, que a lo largo de la producción anterior. Es el caso, en 1995, de Pueblo de La Carolina; en 1996, del rojo Triana, de África o de Hipódromo; en 1997, de Atenas o de El Puerto de Santa María; en 1998, de Paseando, de Albarracín, de Mirando pinturas azules o de Paisaje de la Alcarria; en 1999, de Plaza marinera; en 2000, de Paisaje persa y de Túnez; en 2001, de Paisaje con perro, de Piscina, de Espantapájaros, de Chimenea o de Sepúlveda; en 2002, de Ramsés II o del festivo Pantano de Buendía, sin duda el Bonifacio más Jacques Tati, más Jour de fête, que hemos contemplado nunca; en 2003, de Priego, de Segóbriga o de Villar del Humo; en 2004, de De sube y baja o de Atienza… Es el caso, sobre todo, de una dilatada y fantástica serie de temática madrileña y callejera, y por lo tanto, entre castiza y mestiza, en la que se suceden una serie de cuadros verdaderamente prodigiosos y fascinantes: en 1995, Plaza Santa Ana y Máscaras en la Plaza Cascorro; en 1996, Lavapiés; en 1997, Plaza de Lavapiés, Calle de Atocha y El Retiro de noche; en 1999, Plaza Cascorro; en 2000, Parque de Lavapiés… Hay una fotografía de estos últimos años de Bonifacio que me gusta especialmente, aquella en que se le ve en primer plano, en la plaza de Jemaa el Fna, de Marrakech –la plaza sobre la que escribió Juan Goytisolo y pintó el prematuramente desaparecido Luis Claramunt–, con un mono en el hombro, un mono que hurga en su bolso. En 2000 se publicó el que hasta la fecha es el último de los libros de bibliofilia de Bonifacio: La Bella Otero, una coproducción de la editorial Raíña Lupa, de París, y del 20 Juan manuel Bonet Consorcio de Santiago de Compostela. En este volumen seis litografías en colores, desplegadas en generosas dobles páginas, coexisten con un texto de Gonzalo Torrente Ballester. Volviendo unos años atrás, y siempre a propósito de obra gráfica, hay que recordar que en 1993 Bonifacio recibió el Premio Nacional de Grabado. Igual que sucedió en otras convocatorias más recientes, y pienso especialmente en los casos del llorado Joan Hernández Pijuan, y de Enrique Brinkmann, fue un galardón archimerecido, pues ha llovido mucho desde aquellos tiempos de su aprendizaje con Antonio Lorenzo, y Bonifacio es hoy una de las personas que más tiene que decir en España cuando se coloca frente a una plancha virgen. «Tengo la suerte –le confesaba Bonifacio a Ángel Sánchez Harguindey en la exhaustiva semblanza-entrevista que le hizo en 1998– de que mi vecino y amigo es Antonio Gayo, que es un maestro de la litografía en piedra». Aquí mismo tenemos la prueba de que así es, de que al igual que lo ha hecho con Eduardo Arroyo o con Luis Gordillo, Gayo le ha contagiado a su vecino de escalera, sí, y amigo, la pasión por la litografía, un arte que hunde sus raíces en el Ochocientos de Goya y de Daumier, un arte muy apto para la expresión de la vida que pasa. «Yo nunca he vivido el placer de la pintura (…). Para mí la pintura es un combate», le decía Bonifacio a Hardinguey. Cenizas, hermosísimas cenizas de ese combate por la expresión, aquí, de cuarenta años y más de ese combate, en Madrid, en el Círculo de Bellas Artes, en la muy taurina calle de Alcalá. Pintar la luz, oficio de tinieblas PILAR BORRÁS Los ojos del suelo «Hay que observar continuamente todo lo que te rodea. Eso te sirve como método de trabajo para componer formas y colores. Yo concibo la pintura como una forma de conocer el mundo exterior. Los cuadros son investigación y experimento. El placer óptico es la experiencia profunda de la pintura.» bonifacio Un día Bonifacio cogió un insecto y lo colocó sobre un proyector. La ampliación de aquel cuerpo en la pared le dejó sobrecogido, sintió asombro y pánico. La cosa podría haber quedado ahí, pero la curiosidad le llevó a emprender un estudio más detallado. A medida que dibujaba fue aprendiendo nuevas formas, nuevas líneas, una insólita organización corporal, una inexplorada geografía que llegaría a transformar su pintura. Pasado cierto tiempo desde aquella primera e impactante visión, decidió probar suerte con distintos insectos –utilizando incluso un microscopio–, y esos ensayos le dejaron tan perplejo que le convencieron del interés y la novedad de realizar una serie de dibujos y grabados de todos aquellos seres del submundo. Y así lo hizo, finalmente, entre 1971 y 1972. Aprendió a dibujar de otra manera, porque los insectos que estudiaba eran «otra cosa», poseían una asombrosa morfología, rarezas inimaginables; estaban dotados de tal libertad formal que casi parecían esculturas vivientes creadas por un dios artista. El encuentro con lo maravilloso que pregonaban los surrealistas estaba ante sus ojos y su per- 22 Pilar Borrás fección resultaba aterradora. A través de los insectos Bonifacio accedió a la ensoñación surrealista en torno a lo fantástico y a la atracción por lo insólito tan presente en las primeras obras de los grandes pintores españoles de finales de los años cincuenta. Se trata de un encuentro que marcaría enteramente su obra posterior. No es ocioso recordar el surrealismo, que ha ejercido una influencia continua en la cultura española, primero en la literatura y el cine y más tarde en la pintura: baste citar a Miró, Tàpies y al grupo Dau al Set, a Saura y Millares y el grupo El Paso. Tras instalarse en Cuenca, Bonifacio compartió muchas cosas con todos ellos, como su atracción por lo desconocido, sin embargo prefirió no observar el cielo, las constelaciones y las estrellas y dirigir su mirada hacia la tierra. Los paseos que daban los surrealistas por París, o Buñuel y Lorca por Toledo, buscando el encuentro con lo extraordinario y la magia de lo inesperado, tenían el mismo sentido que las caminatas conquenses de Bonifacio por el campo o por la rivera del Moscas (así se llama el río en el que su maestro José Morante le enseñó a pescar con caña, una extraña coincidencia entre pintura y toponimia: por cierto que Bonifacio es ahora un pescador experto, y no hay que olvidar que el cebo para pescar es algunas veces una mosca). Durante veintiocho años esa afición, trabajo o placer, se repitió constantemente, y en esos paseos sentía, como dijo alguna vez, «la alegría del descubrimiento, el placer de lo inesperado». Era un pescador que acabó siendo entomólogo: en lugar de pescar truchas o barbos, al acabar la jornada volvía del Embalse del río Uña con toda una cesta colmada de bichos. La pintura tiene mucho de aventura, de búsqueda, es el comienzo de algo que no se sabe a dónde le va a llevar a uno y cuyos hallazgos sólo se pueden entender retrospectivamente. La pintura comienza con una llamada que no se sabe cuándo se va a producir ni qué es lo que la provoca. Puede ser la visión de un objeto (encontrar por el suelo un cuadrado de cartón blanco, como le pasó a un amigo artista que sintió la necesidad de recogerlo y comenzar a pintar sobre él), la alucinación producida por los colores del campo, la obra de otro artista (como decía Matisse, una obra se contesta con otra obra), una mancha en un muro, un sueño... En palabras de Bonifacio, «la pintura está por todas partes», solamente hace falta verla, chocar con ella y seguirla. Y eso es justamente lo que hizo una mañana en la que sintió el impulso de comenzar a dibujar en una libreta unas esculturas que se encontraban en la habitación cuyas paredes estaba pintando (por aquel entonces era pintor de brocha gorda). Ese cuaderno lo lanzó a la pintura, le llevó a conocer artistas y a que uno de ellos –Zóbel– le incitara a trasladarse de San Sebastián a Cuenca, donde se topó con los ojos del suelo, los insectos. Bonifacio dibujó, grabó (aprendió la técnica de Antonio Lorenzo) y estudió concienzudamente a los habitantes de ese mundo paralelo que marchan pausadamente o revolotean a nuestros pies. Sus trabajos eran una especie de sinfonía geométrica que, al mismo tiempo, propiciaban una suerte de redención artística al dar visibilidad a todos esos necrófagos comedores de residuos y recicladores de desechos: arañas, ciempiés, abejas, cucarachas, saltamontes, hormigas, avispas, moscas y mosquitos... Todos ellos elevan su posición a través del arte hasta instalarse a la altura de nuestros ojos y convertirse en nuestros «iguales», nuestros vecinos. Bonifacio, atrapado por la pintura, tuvo la suerte de «perderse» por el Moscas para descubrir un universo desbordante, extraordinario, de una libertad formal absoluta Bonifacio. Pintar la luz, oficio de tinieblas 23 y con una geometría diabólica. Él ya lo sabía: «Perderse es la mejor manera de encontrar una obra, otra realidad, otra verdad». Sus primeros dibujos eran realistas, al borde de la descripción científica. Captó las estructuras, las capas, la morfología externa, las rarezas y alteraciones y los intrincados esquemas de los insectos. Fue dominando así su constitución e infinitas variaciones con suma precisión, como si quisiera construirlos de nuevo y darles vida. Mas esa etapa realista, de absorción y aprendizaje, acabó pronto. Bonifacio no es ni un científico ni un ilustrador. Según sus propias palabras, «el paisaje profundo de la pintura me interesa mucho más que los paisajes reales». Descubrió que su mano se empezaba a «soltar» y se alejaba de la realidad. Una vez que interiorizó aquellas formas, comenzó a jugar caprichosamente con sus esquemas y estructuras para recrearlas y modificarlas, combinando las formas que constituían su morfología y generando novísimas composiciones geométricas. Sigilosamente, aquellos dibujos fueron tomando una forma vagamente humana que se fue acentuando con el paso del tiempo, hasta que surgieron nuevos seres, una especie de híbrido de humano y coleóptero. Los miserables necrófagos iniciales habían evolucionado hasta dar lugar a los «bonifacios»: mitad hombres mitad insectos. Bonifacio había creado una nueva raza de «insectos-vertebrados-homínidos», un cruce con infinitas posibilidades plásticas a través de una serie inacabable de variaciones: humanoides de piernas finísimas y alargadas y cabezas exuberantes repletas de aparatos biológicos; criaturas aladas capaces de metamorfosearse hasta el infinito, con antenas y extrañas elongaciones craneales; seres de formas rectilíneas y duras o bien cuerpos blandos que contienen formas redondeadas como huevas; larvas humanizadas con trompas; seres voladores, resultado de una increíble fusión entre mosca, pez y hombre; criaturas de conformación casi indescriptible con adherencias y protuberancias de todo tipo... Una especie de bestiario antropológico de una variedad apabullante y con una geometría biológica inenarrable. De las moléculas de pintura abstracta de principio de los años setenta, blandas formas eróticas cuya finalidad parecía ser la reproducción y el placer, pasa a finales de esa misma década a esta especie de vertebrados mecánicos, verdaderas máquinas de dominio y supervivencia, figuras saturnales que pueden matarnos, destrozarnos y engullirnos en un segundo. Bonifacio se centra en personajes que normalmente se presentan en grupo –quizás aún no se han individualizado, dominados por su poderosa ascendencia animal– llenando casi totalmente el papel o el lienzo, descubriendo su desarrollo y constitución, observando la evolución de la nueva especie, escrutando su comportamiento y estudiando atentamente las alteraciones y variaciones de esas figuras del averno. Estos hallazgos transmutan su obra, que originariamente reflejaba una cierta joie de vivre, en un tremebundo friso de personajes siniestros instalados en un escenario peligroso y amenazante. Es raro que una figura exenta ocupe el cuadro en solitario. A Bonifacio no le interesa descubrir el fantasma del personaje (no hay nada excepto vida en su interior). Por eso casi siempre muestra una multitud, una suerte de tribu desorganizada en un aparente caos espacial. Pinta la vida que habita en la especie, en la calle, en el aire, en la energía que todo lo envuelve, en la aceleración de la pintura. Son seres ancestrales que no han alcanzado el esta- 24 Pilar Borrás dio de la sociabilidad, cercanos aún a la manada y a los brutos cartesianos. Del mismo modo que Cézanne se sirvió del descubrimiento de la base geométrica de las estructuras naturales para elaborar paisajes y figuras diferentes –figuras realizadas como si fueran paisajes, quietas, rocosas, aparentemente sin sentimientos, resueltas como forma pura, como «masa» pictórica–, y Picasso utilizó el cubismo para romper los rostros en mil formas, la genialidad de Bonifacio estriba en el modo en que compone las formas humanas mediante la geometría animal para crear una nueva antropología artística plagada de distorsiones y rarezas. La presencia –directa o indirecta– del ser humano en la obra de Bonifacio impide su interpretación puramente formal. En la medida en que nos vemos reflejados, nos sentimos obligados a interpelar a esos seres que parecen ocultar algún secreto que nos afecta. Esos «bonifacios» nos impresionan por la tensión que existe entre su linaje genético y su parecido con los seres humanos: no sabemos si participan de la racionalidad y de eso que llamamos humanidad. Nos desconcierta la opacidad de sus objetivos o la imposibilidad de averiguar la finalidad de sus desplazamientos por los espacios del cuadro. Se mueven con una despreocupación y libertad que los sitúa al margen de toda responsabilidad y ética. Se trata de un universo alucinante de genuina pintura, colmado de genialidades formales y habitado por personajes delirantes. Es arte sin adjetivos, un arte ni descriptivo ni moralista ni literario, cuya aparente «no-discursividad» lo torna poderoso e impenetrable, acongojante y salvaje. Bonifacio-buen salvaje La minuciosidad «medieval» que caracteriza estas obras permite apreciar la importancia que el artista les atribuyó. De hecho, Bonifacio realizó unas extraordinarias vidrieras para la catedral de Cuenca, acompañando así a otro Bonifacio, pintor como él y éste sí auténticamente medieval. Pero, sobre todo, es un artista lento, capaz de dar infinitas vueltas a una tela o una litografía, hasta el punto de convertir el trabajo en un asunto desesperante que en ocasiones concluye con el abandono de la pieza. Bonifacio-Sísifo Sabe dar tiempo al tiempo, acceder a esa temporalidad eterna, inacabable, que precisa la obra para resultar clara, perfecta y limpia: el tiempo del amor, de la entrega. Bonifacio trabaja como aquellos monjes que iluminaban los Beatos para los que el tiempo no existía. Una vez creada esta raza, era preciso encontrarle una geografía adecuada, un escenario. En estas obras la composición tiene una gran trascendencia, el espacio no es un mero acompañamiento clásico que realza la relación fondo-figura, sino que el propio interior de la tela se convierte en una especie de ser vivo monstruoso que interfiere con los personajes y sus relaciones. Este espacio surge de los propios insectos que, con sus antenas, alas y patas que se despliegan horizontalmente, ocupan un volumen mayor que un hombre, un volumen que, además, es vertical y apolíneo. Esta característica se exacerba cuando se amplían arbitrariamente las adherencias que nacen del tronco o la cabeza y se juntan las líneas que unen las antenas con las patas o las alas. De este modo, se obtiene una figura geométrica quebrada, llena de ángulos e irregularidades, redondeles y vértices, un laberinto de líneas que da lugar a una desbordante figura casi biológica. Ese escenario Bonifacio. Pintar la luz, oficio de tinieblas 25 constituye un dédalo de rectángulos, triángulos y trapecios, una red imposible de calles sin salida, de puertas abiertas o cegadas, de muros impenetrables, de extrañas montañas y simas terroríficas. Aparece así una construcción móvil traspasada por un temblor continuo, una enigmática amenaza que procede de un trasfondo vivo y peligroso. El profundo del lienzo acaba convirtiéndose en una especie de vientre que todo lo engulle y todo lo contiene, es móvil, blando y duro, sin Norte ni Sur, irracional, aparentemente desordenado. A pesar de su origen geométrico, da lugar a un espacio psicológico donde la posibilidad y la impotencia actúan simultáneamente, dominando hasta el último centímetro del lino. En la mayoría de composiciones el fondo está cerrado, acotado, sin escapatoria, es una especie de excéntrica cárcel natural: un animal geométrico que, como todo ser vivo, necesita comer y matar. Buena parte de la fuerza y la agresividad latente en las telas de Bonifacio procede del color, que acentúa la sensación de movilidad y la terrible lucha por la supervivencia que se establece en el espacio del cuadro. Resulta difícil pensar en un pintor que conceda tanta importancia a los límites de la tela, a la acotación del espacio en el que se escenifica la gran guerra, la lucha por la vida, no el drama de la salvación individual, sino la batalla de los fuertes contra los débiles en un área natural y social donde se mueven los deseos y la química. En el principio fue la acción. Sólo hay una ley: el movimiento. Bonifacio no comienza nunca a trabajar sobre la tela en blanco. Cuando los lienzos llegan a su taller, los mancha y salpica, deja caer sobre ellos aguadas, restos de pintura o cualquier cosa que esté a mano. Los somete a una especie de exorcismo, como si les diera una «bendición» laica de bienvenida, tras este acto chamánico los deja «dormir» en el taller cierto tiempo, un día o muchos años, hasta que alguno le «llama». Entonces, Bonifacio recupera algún dibujo de los miles que tiene y, con gran precisión –es un soberbio dibujante–, lo copia en carboncillo sobre el lienzo manchado para más tarde fijar esos trazos. Es entonces cuando comienza la pintura, la gran aventura de dar vida a un abigarrado conglomerado de manchas y líneas. A medida que penetra el óleo y las aguadas, el lienzo se va a alterando. La pintura se va haciendo «sola» y Bonifacio la «deja hacer», se limita a seguir sus señales, no trabaja el lienzo en una única dirección y, así, puede suceder que un cuadro pintado en sentido vertical acabe siendo horizontal, que lo que estaba arriba termine abajo, que aparezcan personajes nuevos y desaparezcan los que ya existían. Es un momento de incertidumbre y acción. Los diferentes caminos de este trabajo multiforme se reflejan en el resultado final. Tanto los colores como los personajes y los fondos adquieren una gran aceleración y una enorme movilidad, las líneas y manchas describen trayectorias increíbles, creando en el lienzo un temblor continuo, como si todos los elementos habitaran un espacio histérico y caótico. En las telas, las figuras que en el dibujo viven en la quietud y el sosiego ingresan en un mundo de frenesí y nerviosismo, aparentemente ocupados en absurdos e imperativos trabajos. El dibujo fija, describe, tiene la capacidad de lo exacto y lo definido, una consistencia cercana a la escultura. La pincelada proporciona vida, actividad, energía, mediante manchas de color que rompen las estructuras. Aplicar pintura es insuflar vida al trazo fijo del dibujo, es dar luz, sensualidad, sexualidad, volumen y ritmo guiándose por la inteligencia 26 Pilar Borrás pasional, hasta conseguir que cada rincón de la superficie adquiera el color apropiado para que el caos primigenio se convierta en algo ordenado y perfecto. La perfección es la única posibilidad de redención para el artista y de salvación para el cuadro. La obra reclama nuestra atención y nos atrapa, contaminando nuestra mirada con sus vapores. El despliegue técnico –orden, limpieza y perfección– manifiesto en el «acabado» de los lienzos de Bonifacio es un arma para «pescarnos» que esconde algo terrible, un enigma que se refiere a nosotros, las palabras silenciosas, secretas y nunca pronunciadas de la esfinge. Bonifacio-esfinge En los últimos años, el color y las manchas han ido adquiriendo una preponderancia cada vez mayor en los lienzos, han ido enterrando cada vez a más personajes, dejando expuestas a la acción del óleo muy pocas figuras. Incluso el escenario, antes tan claramente delimitado, se ha ido convirtiendo en una pasta densa con destellos de luz, una especie de sudario chillón que lo oculta casi todo. De este modo, la mirada sólo se fija en alguna figura solitaria o en algún rostro, rotos por el color. Son cuadros más simples que antes, pero también más trágicos. Parece como si alguno de los «animales» anteriores se hubiera individualizado y comenzara a ser consciente de lo que le rodea, como si los primeros humanoides hubieran descubierto su condición en los estallidos de color, evocando las palabras de Benjamin: «En los terrenos que nos ocupan, sólo hay conocimiento a modo de relámpago». Las sucesivas capas de pintura y los restos de color sedimentados en estas obras unifican la composición, la envuelven y le proporcionan el vuelo –la ligne de vol de la que hababa René Char– que precisaba, el aire final que da vida a la burbuja creada por el artista. Una atmósfera venenosa, malsana, inhabitable para nosotros: no resistiríamos la dureza de este clima ni sus monstruosos códigos salvajes. Con este «aire» Bonifacio pone tierra de por medio entre nosotros y los habitantes de sus cuadros, nos advierte de que se trata de una región del país del arte, la imaginación y el sueño. Al distanciarnos de estos personajes por medio del bastidor y el marco nos hace el regalo de la piedad. Viéndonos tan débiles, tan superficiales y volubles, al mostrarnos esa geografía tan dura, nos susurra al oído que todo eso puede ser una «broma pictórica», una tremebunda e irónica metáfora artística. Resulta sorprendente en este país de pintura su abigarramiento, su impenetrabilidad, su «rareza», su silencio, su actividad, su falta de códigos, de normas, de leyes, su seriedad cómica, su aparente ilógica... Pero no olvidemos que lo irracional, bárbaro y salvaje, al margen de los códigos aprendidos, también es humano. En el mundo de Bonifacio –construido con una arquitectura especial, llena de trampas y caminos engañosos, edificios imposibles con ventanas opacas y calles tenebrosas–, se escenifica nuestra condición. Todo es un trompe-l’oeil monstruoso que nos engaña y nos confunde para que embarranquemos en cualquier esquina del cuadro. Cada línea es un camino por el que se pueden «perder» irremediablemente las figuras que lo recorren. Esos personajes activos pero impasibles, cómicos a la vez que terribles, de una seriedad delirante, duros como las piedras preciosas y de una fragilidad extrema, resuenan en nosotros, tienen un aura («cruce de espacio y tiempo, la aparición de una lejanía» escribió Benjamin) que nos une a ellos íntimamente. Bonifacio. Pintar la luz, oficio de tinieblas 27 De las tinieblas «Esos escenarios sin la gente serían desiertos, no serían nada. ¿Qué se ha hecho con el mundo para que los que lo pintamos lo expresemos así? La imagen me sobrecoge. Si la expresión del cuerpo humano es ésta, ¿qué se ha hecho del mundo para que lo representemos así?» bonifacio Entró en el pantano de la pintura, inundado por la libertad, la imaginación y el sueño. Se trata de un territorio peculiar, anegado de una materia ambigua, en perpetuo crecimiento y cambio, una corporalidad física equívoca, sin cualidades ni sexo definido, una tierra baja ilimitada donde todo puede suceder, sin clima ni temperatura estable, quemada por los rayos y empapada de sol, con caminos inescrutables y señales ininteligibles. Esta tierra forma un cuerpo misterioso, a la vez luminoso y extraño, tenebroso y opaco, cubierto por el polvo de recuerdos extinguidos y de verdades, al borde de la desaparición. En ella todo es visible y a la vez oculto. Es silenciosa pero aúlla. Vive en la eternidad pero está hecha de tiempo, parece creada para nosotros pero está habitada por fieras y monstruos. Sin embargo esa tierra es nuestra tierra, casi olvidada, casi perdida, incógnita, pero nuestra. Nuestra casa, nuestro hogar, el locus de nuestros padres y antepasados, la morada cerrada de nuestra memoria, el santa sanctorum que guarda el tesoro de las imágenes que nos constituyen y el espejo mágico en el que podemos mirarnos para saber quién somos. Este universo se ha construido por medio de elementos como la intuición, el instinto, los deseos, las reacciones químicas y los movimientos nerviosos y apasionados de las manos. Está fabricado con los metales de la sinrazón y el capricho de las apariciones, con líquidos venenosos y humores malignos, con manchas voladoras y destilaciones asesinas. Hay racionalidad en él, pero su lógica es irracional; posee orden, pero nos es desconocido; resulta limpio, pero está hecho de mugre; es limitado, pero a la vez inabarcable; es recogido, pero vive en la intemperie; es concreto y etéreo como las alucinaciones; es redondo, perfecto y acabado, pero está hecho de retales. En él habita la belleza, pero es la belleza de un cadáver; la riqueza, pero sobrevive en la extrema necesidad. Es un mundo fabuloso, pero de una humildad enfermiza; es seductor, pero agresivo como una bestia; es majestuoso, pero esconde la penuria del harapo; se expresa a veces con el esplendor de la geometría, pero es tan arbitrario como dislocado y salvaje. En Bonifacio la pintura es una aparición, pero esa presencia fantasmagórica, a veces majestuosa y turbadora, de un poder de seducción casi diabólico, nos conduce directamente al terreno de las preguntas. Citando de nuevo a Benjamin, debemos «roturar terrenos en los que hasta ahora sólo crece la locura. Penetrar con la razón para no caer en el horror que seduce desde lo hondo de la selva primitiva». Resulta curioso que un cuerpo físico, como al fin y al cabo es un lienzo, nos obligue a trascenderlo, a rebasar su nivel fenoménico y escrutar lo que esconde para saber si se trata de un alimento comestible o venenoso. 28 Pilar Borrás ¿Qué estoy viendo, qué estoy deglutiendo, una hostia sagrada o una pócima de Belcebú? ¿Qué es esto que está frente a mí, alquitrán o comida (como le plantearon a Picasso sus amigos ante Las señoritas de Avignon)? ¿Es bueno o malo lo que me estoy metiendo en el cuerpo? ¿Esta pintura es buena o mala? Las dos últimas preguntas se mueven en un terreno ambiguo, a caballo entre la estética y la ética. De los colores (tan bonitos), hemos pasado a las cuestiones (tan feas). La pintura es siempre «muchas pinturas», a veces puede ser banal e inocua pero otras, como en el caso que nos ocupa, nos desazona y atrapa de tal manera que nos obliga a plantearnos este tipo de interrogantes. El propio pintor se sobrecoge al contemplar lo que ha salido de sus manos, una obra que tiene que ver con el bien y con el mal, lo bueno y lo malo, lo bien pintado y lo mal pintado. Sin embargo, el artista no se plantea este tipo de cuestiones mientras pinta, se limita a seguir el rastro de su presa, los trazos de la imagen. Las preguntas surgen al terminar la cacería. ¿Qué es esto? ¿Por qué me sobrecoge este cuerpo? ¿Por qué siendo tan bello, resulta tan horrible? ¿Por qué estos personajes son tan monstruosos? El pintor no pinta, la pintura lo hace a través de él. El artista está sometido a la dictadura de sus obsesiones. Preguntas metafísicas, preguntas éticas. Bonifacio nos habla del bien y del mal con la geometría y las manchas, el corazón de su arte son preguntas humanas porque humana, demasiado humana, es su industria: hace humanos. Su arte es «figurativo», porque hace figuras, ídolos que nos representan, y en los que nos miramos como en un espejo. Un hombre que hace hombres, como decían de Gauguin los indígenas. Bonifacio afirma: «Nunca he vivido el placer de la pintura, ni la considero un divertimento. Es una ceremonia dramática. El cuadro es un objeto que te da la vida o te la quita». Tormento y éxtasis. Pintar es un juego diabólico, una partida de cartas con la muerte y la vida, con la fiera que vive en las entrañas del laberinto que somos y que quiere manifestarse. Pintar es poner en limpio los aullidos y designios del Minotauro al que nos enfrentamos para seguir viviendo o jugando. ¿Cómo lograr la exactitud del penoso mandato al que está abocado el artista? ¿Cómo conseguir la perfección del mundo del monstruo para evitar su cólera y nuestro aniquilamiento? Tenemos una guía, un laberíntico «rastro del caracol», en palabras de Bonifacio: la historia de la pintura o de las artes. Todo vale, porque todo está presente; Grecia y Oriente, África y la Edad Media, Jeronimus Bosch y Picasso. Cualquier ayuda es bienvenida. Y Bonifacio la ha aprovechado con clarividencia y consecuencia: «Los artistas somos los únicos que no somos hijos de puta, porque todos tenemos padre y madre». No se imita, no se copia, se coge o se saquea (de la casa paterna) lo que sea y a quien sea. No se trata de ninguna broma. Te juegas la vida: o lo consigues o toda tu vida serás literalmente un desgraciado (sin gracia), un pelele, un mal pintor, una piltrafa artística, un muerto en vida que ha visto el paraíso y no ha logrado realizarlo. El verdadero artista no busca ganar dinero sino ganar vida, su vida. La pintura que en todos los pintores comienza como aspiración y divertimento, cuando te elige se convierte en pasión y condena. Para un artista, ganarse la vida es lograr soñar, visualizar y mostrar a los demás la imposición de la fiera: el propio mundo, el mundo personal, interior y más profundo del artista, que por arte de birlibirloque se convierte en mundo externo y general. Hay que dar con lo nuevo, con la primicia. Para ello sólo se puede perseguir lo inalcanzable, la aparición de lo inescrutable. El verdadero artista es un vagabundo del ser. Un loco. En la vida y en la obra de Bonifacio podemos visualizar la valentía de la empresa a la Bonifacio. Pintar la luz, oficio de tinieblas 29 que se ha consagrado. En sus trabajos podemos seguir la larga marcha que va desde un comienzo «abstracto» repleto de luz y de un placentero erotismo panteísta, hasta su consumación en las tinieblas de una figuración encerrada en cuerpos y estructuras «monstruosas», donde la primigenia alegría de vivir se ha convertido en un angustioso drama que escenifica la comedia humana. No fue exactamente una decisión propia: la pintura le concedió su regalo, se le apareció. Una dádiva que Bonifacio ha recogido con delicadeza y constancia y que nos muestra para educarnos: «Si la gente entrara de verdad en las propiedades de la pintura, el mundo sería distinto, irías por la calle y la gente se miraría de otra manera». De hecho, su casa-taller es una antigua escuela, y en el espacio que pinta se quedó colgado en la pared, como recuerdo, el letrero «Aula 6». Bonifacio-pedagogo La primicia cosechada no está destinada a nosotros sino a los dioses, al Saturno que puede devorarnos, al otro mundo de cuya gracia todo provino. Bonifacio tiene bien controlado su ego porque ha comprendido que comparte ese botín fabuloso con las musas. En distintas ocasiones ha comentado cómo al retomar los pinceles tras dejar la pintura durante un tiempo sentía que no sabía nada, que había olvidado cómo pintar, como si tuviera que comenzar de cero. Es uno de los elegidos de los dioses que, como es sabido, cargan con los trabajos más duros. El pathos de la vida del artista «inspirado» está marcado por dos imperativos: la agonía de realizar la obra y la generosidad de compartir con los demás las riquezas obtenidas. Bonifacio ha cumplido con creces ambos mandatos. De tanto labrar y abonar su campo de pintura, ha conquistado una obra en la que está presente un proyecto de paideia: lleva implícita una educación ética, salvaje o bárbara, si se quiere, pero ética al fin y al cabo, pues pretende cambiarnos y hacernos mejores. El arte de Bonifacio es un reflejo de la vida, de nuestra vida: es una lucha de contrarios que condensa en el pequeño espacio del lienzo un sinfín de contradicciones. Su pintura es sencilla y compleja, evidente y enigmática, bella y terrorífica, libre y cerrada, quieta y móvil, clara y tenebrosa, inocente y perversa, verdadera y falsa, dulce como un amanecer y horrible como la muerte. De ahí la ambigua y extraña constitución formal de sus personajes, son humanos como nosotros, pero nosotros también somos o podemos ser inhumanos, bestiales, monstruosos, asesinos instalados en la absoluta libertad e irracionalidad del animal. Si pudiéramos pintar de una vez todos los espacios por los que ha transcurrido nuestra vida, ¿no serían como los fondos del escenario de Bonifacio: abiertos y carcelarios, chirriantes y elegantes, finitos e infinitos, reconocibles y absurdos, iluminados y oscuros, reconfortantes y peligrosos? ¿Acaso nuestra atmósfera no es como sus lienzos: sana y venenosa, limpia y mortal al mismo tiempo? ¿Acaso no son sus colores los de nuestro mundo: melosos y agrios, acogedores y atormentados, felices y dolorosos a la vez? Éste es el genuino realismo pictórico, un profundo reflejo de la realidad que no se debe confundir con las habituales construcciones de cartón-piedra que crean la ilusión de parecerse a lo que ven nuestros ojos, a las apariencias falsas que tranquilizan nuestra ignorancia y nuestro bolsillo. Bonifacio ha tenido que alejarse mucho de la realidad para poder expresarla, se ha adentrado por caminos azarosos y extraños para descifrarla. La vida es, como dice Bonifacio de la pintura, «ni bella, ni fea, un problema, investigación y experimentos». La vida es enigmática y extraordinaria y, al igual que la pintura, lo único que no debe ser es aburrida: a veces 30 Pilar Borrás Bonifacio se entretenía haciendo dos equipos de fútbol, uno de españoles, con los pintores más sosos y aburridos de su época y otro, con los artistas más alegres y divertidos, todos ellos extranjeros, menos él, media punta y Picasso, delantero centro, al que le pasaba el balón para que lo metiera en la portería; radiaba imaginariamente el partido, plagado de anécdotas y chascarrillos de la sociedad artística. La vida de Bonifacio ha sido delirante y bohemia, repleta de aventuras en las que se ha dejado la piel: «Ya que hay que morir, no nos vamos a morir sanos, tenemos que llegar al final de la vida hechos polvo», dijo un día haciendo suyas las palabras de su amigo Camarón de la Isla. Su vida está abocada al arte, y su arte es un homenaje a la vida. Cuando habla, gesticula, come o se mueve, lo hace de una manera diferente a la del resto de la gente, es todo un «personaje» que vive a su aire, con otro tempo. Así como la física necesita de la metafísica, la realidad necesita que el arte exprese toda su ambigüedad y poderío. La pintura es un arte que encierra la totalidad en una pequeña superficie y, así, nos proporciona una imagen global, atemporal e instantánea de la realidad. Bonifacio da cuenta de esta complejidad fusionando diferentes estructuras visuales, retuerce las formas naturales hasta obtener una transpintura que nos proyecta a un trasmundo tan poderoso y explícito que resulta cercano. La realidad no se deja apresar en la descripción, hay que rebasarla, trascenderla, para descifrar sus secretos. Es un problema que muchos grandes pintores percibieron en siglos anteriores. Velázquez, sin ir más lejos, lo plantea en Las meninas, pero no se atreve a mostrar en toda su crudeza la putrefacción que esconde su obra, tan sólo muestra indicios que debemos descifrar (como pintor se sitúa arrogantemente por encima de los personajes, sin compartir nada con ellos) y, así, acaba trucando el cuadro, imponiéndole un velo de lejanía para que el espectador no perciba el vacío de las figuras y el desastre de su tiempo. Goya fue más valiente y no dudó en sacar a pasear los terribles fantasmas que nos dominan y corroen, «los bajos del iceberg», las dimensiones invisibles de la realidad que nos hacen ser lo que somos. Los Caprichos y las Pinturas Negras son el pistoletazo de salida de la gran marcha hacia la conquista de «lo real» en pintura. Después vendrán Picasso, Munch, los expresionistas alemanes, Dadá y los surrealistas y, en el campo literario, Joyce, Musil, Beckett y Kafka, con el que Bonifacio tiene tanto en común. En el siglo xx, después de un lento y prolongado crecimiento, la pintura se ha hecho adulta y sabia, ha alcanzado la madurez (un recorrido pendiente en el caso de la fotografía, el cine o el vídeo) y se ha diseminado en infinidad de tendencias e ismos. Bonifacio ha visitado muchos de ellos (resuenan en su obra el expresionismo, el surrealismo, el informalismo, Picasso, los Cobra, así como Tassili, los Beatos o Bosch), pero no se ha quedado a vivir en ninguno, sino que ha tratado de erigir su propia morada tomando prestadas tan sólo algunas herramientas. No obstante, todas estas influencias resultaron fundamentales en la gestación de una obra única e inconfundible. Ya en sus primeros grabados, de 1971, los bichos incorporan a sus cuerpos extrañas formas humanas que remiten al «galo moribundo», al «loco» y al «San Antonio» de Bosch, «al caminante» de Rembrant, a alguna exuberante «gracia» de Rubens o a una «bañista» de Picasso. Personajes que pertenecen ya a la historia de la pintura, auténticas epifanías, que necesitaban que alguien diera con ellos y los rescatara para presentarse ante nosotros con toda la ambigüedad y esplendor del ser humano. Esta pintura de la luz proviene Bonifacio. Pintar la luz, oficio de tinieblas 31 de las tinieblas, surge de los bajos fondos de la humanidad, de nuestras cavernas interiores en las que al fin ha penetrado la luz para, sin afeites ni perfumes, mostrarnos un mundo en el que hemos reconocido el cadáver que también somos, nuestros despojos y miserias, la devastación de la irracionalidad y de la libertad absoluta, el sin-sentido de nuestros quehaceres y destinos, el silencio total que nos rodea y la labilidad de nuestra constitución. Esos «híbridos» que nos desprecian e ignoran desde sus cuadros están en continua actividad, son seres movidos por la mecánica y el deseo, por la química y la voluntad, que luchan enconadamente por la supervivencia en un espacio engañoso y equívoco, repleto de arquitecturas incomprensibles y de objetos y estructuras absurdas. Sobreviven como pueden en un hábitat inhabitable. Estos lienzos están envueltos en un terror que proviene del salvajismo de los personajes y de la insondabilidad de la geografía del territorio. La atmósfera de ese mundo parece compuesta de un gas radioactivo que haya provocado las mutaciones físicas de los humanos. Una raza de víboras (Isaías) en un universo maldito. Un infierno en el que ha desaparecido lo sagrado y las antiguas palabras de consuelo, piedad, esperanza y redención y, en el que el lenguaje se ha hecho mudo y se ha convertido en aullido. Un mundo alucinado repleto de formas, paisajes y figuras de una mitología inexplorada. Un universo misterioso y bárbaro dominado por fuerzas incomprensibles e inefables y donde los cantos litúrgicos son innecesarios, porque no hay nada que alabar ni nadie a quién rezar para salvarse. Un día, Bonifacio bajó al círculo más tenebroso y escondido de nuestra naturaleza y con su sufrimiento iluminó toda la impotencia, miseria y terror que habitan en nuestra alma. Sin «apaños ni trucos pictóricos», para no esconder nada, pintó lo más doloroso de nuestra condición, la inmensa animalidad, labilidad y soledad del hombre. Tras la nietzscheana muerte de Dios, nuestra única posibilidad pasa por reconocer que nuestra casa está en ruinas y es preciso comenzar a escombrar. Para vivir dignamente, urge poner orden en este caos y aceptar que estamos enfermos de tantas falsas ilusiones, asumir que sólo nos queda jugar y bailar inocentemente por encima de nuestros peores miedos. Ahora bien, sabemos que, sin reglas, el juego es imposible. Las pautas son claras y se deben respetar. Si jugamos, debemos hacerlo como los niños, absolutamente en serio, dedicándonos a ello con toda la intensidad de la que seamos capaces, saltando y riendo de alegría y abrazando a nuestros amigos tanto si ganamos como si perdemos. Bonifacio ha jugado con la vida hasta convertirla en arte, la ha amado tanto que la ha querido salvar cuando estaba más enferma, ha limpiado sus heridas, le ha dicho la verdad para sanarla, le ha contado chistes para que sonriera y ha puesto orden en su hacienda. De tantos años de conversaciones y cuidados, nos queda su cuaderno de bitácora, su obra, páginas y páginas de sueños y pintura llenas de verdad, limpieza, orden, ironía y amor, que finaliza con la frase «ahora que ya no soy un bicho sé que es mejor vivir de humano». BONIFACIO EN LOS CAMPOS DE BATALLA Sin título, 1967 Óleo sobre lienzo. 95 x 113 cm Colección del artista 35 La Paca, 1970 36 Óleo sobre lienzo. 46 x 38 cm Colección Helga de Alvear, Madrid Comparsa, 1970 Óleo sobre lienzo. 80 x 80 cm Colección Helga de Alvear, Madrid 37 Matasuegras, 1970 38 Óleo sobre lienzo. 50 x 50 cm Cortesía Galería Rafael Pérez Hernando, Madrid Molde para un hechicero, 1971 Óleo sobre lienzo. 170 x 130 cm Colección particular 39 Pájaro desconocido, 1971 40 Óleo sobre lienzo. 93 x 74,5 cms Colección del Círculo de Bellas Artes. Legado de Juana Mordó Sin título, 1971 Dibujo a lápiz. 25,5 x 17 cm Colección del artista 41 Sin título, 1971 42 Dibujo a lápiz. 23 x 16 cm Colección del artista Sin título, 1972 Dibujo a lápiz. 25,4 x 17,6 cm Colección del artista 43 Sin título, 1972 44 Dibujo a lápiz. 25,7 x 17,7 cm Colección del artista Sin título, 1972 Dibujo a lápiz. 17,7 x 25,7 cm Colección del artista 45 Sin título, 1972 46 Dibujo a lápiz. 25,7 x 17,7 cm Colección del artista El discurso, 1972 Dibujo a lápiz. 25,7 x 17,7 cm Colección del artista 47 Insectos, 1971 48 Grabado en plancha de zinc. Papel Guarro. 21 x 16 cm (mancha 8,5 x 6,5 cm) Editor, estampador y colección: Bonifacio Insectos, 1971 Grabado en plancha de zinc. Papel Guarro. 13,5 x 19 cm (mancha 5,5 x 10,5 cm) Editor, estampador y colección: Bonifacio 49 Insectos, 1972 50 Grabado en plancha de cobre. Papel hecho a mano (Santos). 25,5 x 9,5 cm (mancha 6,5 x 7,5 cm) Editor, estampador y colección: Bonifacio Insectos, 1972 Grabado en plancha de cobre. Papel Guarro. 30,5 x 40 cm (mancha 10,5 x 13 cm) Editora: Juana Mordó. Estampadores: Bonifacio y Pancho Ortuño Colección del artista 51 Insectos, 1972 52 Grabado en plancha de cobre. Papel Guarro. 29,3 x 38 cm (mancha 14,5 x 19 cm) Editora: Juana Mordó. Estampadores: Bonifacio y Pancho Ortuño Colección del artista Insectos, 1972 Grabado en plancha de cobre. Papel Rives. 21 x 16 cm (mancha 5,5 x 7 cm) Editora: Juana Mordó. Estampadores: Bonifacio y Pancho Ortuño Colección del artista Insectos, 1972 Grabado en plancha de cobre. Papel Rives. 29,5 x 20 cm (mancha 9,30 x 10 cm) Editora: Juana Mordó. Estampadores: Bonifacio y Pancho Ortuño Colección del artista 53 Insectos, 1972 54 Grabado en plancha de cobre. Papel Rives. 29,5 x 20 cm (mancha 9,3 x 10 cm) Editora: Juana Mordó. Estampadores: Bonifacio y Pancho Ortuño Colección del artista Insectos, 1972 Grabado en plancha de cobre. Papel Rives. 29,5 x 20 cm (mancha 9,5 x 10 cm) Editora: Juana Mordó. Estampadores: Bonifacio y Pancho Ortuño Colección del artista 55 Insectos, 1972 56 Grabado en plancha de cobre. Papel Rives. 30 x 20 cm (mancha 8,5 x 11 cm) Editora: Juana Mordó. Estampadores: Bonifacio y Pancho Ortuño Colección del artista Insectos, 1972 Grabado en plancha de cobre. Papel Archés. 60 x 40 cm (mancha 29,5 x 14,5 cm) Editora: Juana Mordó. Estampadores: Bonifacio y Pancho Ortuño Colección del artista 57 Insectos, 1972 58 Grabado en plancha de cobre. Papel Guarro. 29 x 30 cm (mancha 10, 5 x 12 cm) Editora: Juana Mordó. Estampadores: Bonifacio y Pancho Ortuño Colección del artista Insectos, 1972 Grabado en plancha de cobre. Papel Guarro. 30,5 x 40 cm (mancha 10,5 x 13 cm) Editora: Juana Mordó. Estampadores: Bonifacio y Pancho Ortuño Colección del artista 59 Insectos, 1972 60 Grabado en plancha de cobre. Papel Rives. 21 x 15,5 cm (mancha 6,5 x 9 cm) Editora: Juana Mordó. Estampadores: Bonifacio y Pancho Ortuño Colección del artista Miércoles, 1973 Dibujo a lápiz y tinta sepia. 15,9 x 23,7 cm Colección del artista 61 Dibujo, 1973 62 Tinta y gouache. 24,7 x 17,2 cm Colección del artista Sin título, 1973 Gouache. 24,7 x 17,2 cm Colección del artista 63 Sin título, 1972 64 Dibujo a lápiz. 18,5 x 25,9 cm Colección del artista Cuatro orejas y rabo, 1972 Dibujo preparatorio, lápiz y tinta china. 30 x 40 cm Colección del artista 65 Cuatro orejas y rabo, 1972 66 Dibujo preparatorio, lápiz y tinta china. 30 x 40 cm Colección del artista Cuatro orejas y rabo, 1972 Dibujo preparatorio, lápiz y tinta china. 30 x 40 cm Colección del artista 67 Cuatro orejas y rabo, 1972 68 Dibujo preparatorio, lápiz y tinta china. 30 x 40 cm Colección del artista Cuatro orejas y rabo, 1972 Dibujo preparatorio, lápiz y tinta china. 30 x 40 cm Colección del artista 69 Cuatro orejas y rabo, 1972 70 Dibujo preparatorio, lápiz y tinta china. 30 x 40 cm Colección del artista La familia, 1974 Óleo sobre lienzo. 60 x 60 cm Cortesía Galería Rafael Pérez Hernando, Madrid 71 Juguetes, 1975 72 Óleo sobre lienzo. 161,5 x 130 cm Museo de Bellas Artes de Bilbao Norberto el Pata y Pitín, 1975 Páginas 73-77. Serie de 5 aguafuertes y aguatintas sobre plancha de cobre para libro de artista. Papel Guarro. 70 x 54 cm (mancha: 36,2 x 49,2 cm) Texto: Bonifacio. Editor: Gustavo Gilli. Estampador: Albert Coscolla (Barcelona) Colección del artista 73 74 75 76 77 Signos y figuras, 1972-1976 78 Óleo sobre lienzo. 162 x 116 cm ARTIUM de Álava. Vitoria-Gasteiz Cabezas y signos, 1976 Óleo sobre lienzo. 162 x 130 cm Colección particular 79 Máscaras en el espacio, 1976 80 Óleo sobre lienzo. 170 x 130 cm Colección de la Fundación Juan March Muñecos, 1976 Óleo sobre lienzo. 114 x 88 cm Colección de la Fundación Juan March 81 Retrato de Torquemada, 1976 82 Óleo sobre lienzo. 143 x 100 cm Fundación Antonio Pérez. Diputación Provincial de Cuenca Sin título, 1975 Dibujo a tinta china. 25,5 x 17,8 cm Colección del artista 83 Sin título, 1975 84 Dibujo a tinta china. 17,8 x 25,5 cm Colección del artista Sin título, 1975 Dibujo a tinta china. 17,8 x 25,5 cm Colección del artista 85 Sin título, 1976 86 Dibujo a tinta china. 25,5 x 18 cm Colección del artista Sin título, 1976 Dibujo a lápiz y gouache. 21,5 x 14,6 cm Colección del artista 87 Sin título, 1976 88 Dibujo a lápiz graso. 25 x 18 cm Colección del artista Sin título, 1976 Dibujo a lápiz graso. 25 x 17,9 cm Colección del artista 89 Sin titulo, 1976 90 Dibujo a lápiz graso. 25 x 17,9 cm Colección del artista Sin título, 1976 Gouache sobre papel. 54,5 x 45 cm Cortesía Galería Rafael Pérez Hernando, Madrid 91 Sopas y manjares, 1976 92 Páginas 92-106. Serie de 15 aguafuertes y aguatintas sobre plancha de cobre para libro. Realizadas en Cuenca 54,5 x 45 cm (mancha 34,5 x 29 cm) Texto: Ruperto de Nola. Papel Rives. Editor: Yves Rivière. Estampador: Vincent-Moreau (París) Colección del artista 93 94 95 96 97 98 99 100 101 102 103 104 105 106 Gigantes y cabezudos, 1977 Óleo sobre lienzo. 87 x 67 cm Colección particular 107 Triángulo azul, 1978 108 Óleo sobre lienzo. 170 x 130 cm Colección BBVA Serán cenizas, 1978 Páginas 109-113. Serie de 5 aguafuertes y aguatintas sobre plancha de cobre para libro. Papel Vélin-D´Arches 54 x 40 cm (mancha 34 x 29 cm) Texto: Sonetos de José Bergamín. Editor: Galería Carmen Durango (Valladolid) Colección del artista 109 110 111 112 113 Mam, 1978 114 Aguafuerte. Papel Arches. 76 x 52,3 cm (mancha 63,5 x 44 cm) Museo de Bellas Artes de Bilbao Sin título, 1979 Dibujo a lápiz, gouache, aguada, cera y collage sobre papel. 70 x 100 cm Colección Ruth Pérez Segovia 115 Sin título, 1979 116 Dibujo a lápiz, carboncillo, gouache, aguada y ceras. 70 x 100 cm Colección Jimena Pérez Segovia Sin título, 1977-1980 Conjunto de doce dibujos pegados sobre cartulina, lápiz, rotulador y calcamonías sobre papel. 65,5 x 63 cm Cortesía Galería Rafael Pérez Hernando, Madrid 117 El martirio de San Sebastián, 1978-1980 118 Óleo sobre lienzo. 130 x 170 cm Colección de Arte Contemporáneo del Museo Patio Herreriano de Valladolid Tomilleros, 1979 Páginas 119-130. Serie de 12 serigrafías a ocho colores. Papel Guarro. 32 x 22,5 cm Texto: Antonio Pérez. Colección Antojos. Editor: Antonio Pérez (Cuenca) Estampador: Talleres de artes gráficas Gasaló (Valencia) Colección Helga de Alvear, Madrid 119 120 121 122 123 124 125 126 127 128 129 130 Paisaje, 1979-1980 Óleo sobre lienzo. 110 x 90 cm Cortesía Galería Rafael Pérez Hernando, Madrid 131 Paisaje verde, 1980 132 Óleo sobre lienzo 99 x 149 cm Colección particular Paisaje y figuras, 1980-1981 Óleo sobre lienzo. 108 x 148 cm Colección del artista 133 Sin título, 1980 134 Dibujo a lápiz y aguada sobre papel. 55,5 x 28,5 cm Cortesía Galería Rafael Pérez Hernando, Madrid Paisaje y figuras, 1981-1982 Óleo sobre lienzo. 127 x 179 cm Colección particular 135 Sin título, 1981 136 Lápiz y tinta sobre papel. 42,3 x 61,4 cm Cortesía Galería Rafael Pérez Hernando, Madrid Sin título, 1981 Lápiz y tinta china sobre papel. 42,3 x 61,4 cm Cortesía Galería Rafael Pérez Hernando, Madrid 137 Sin título, 1981 138 Dibujo a lápiz sobre papel. 69,8 x 49,8 cm Cortesía Galería Rafael Pérez Hernando, Madrid Sin título, 1982 Óleo sobre lienzo. 46 x 38 cm Colección particular 139 Sin título, 1982 140 Lápiz y ceras de colores sobre papel. 32,5 x 42,5 cm Cortesía Galería Rafael Pérez Hernando, Madrid Sin título, 1982 Lápiz y aguada sobre papel. 24,4 x 34,4 cm Cortesía Galería Rafael Pérez Hernando, Madrid 141 Sin título, 1982 142 Aguafuerte y aguatinta en plancha de zinc. 48 x 63 cm (mancha 30 x 39 cm) Colección del artista Sin título, 1982 Aguatinta en plancha zinc. Papel Guarro. 52,5 x 70 cm (mancha 31,5 x 49 cm) Colección particular 143 Sin título, 1983 144 Dibujo a tinta china. 62 x 80 cm Cortesía Galería Helga de Alvear, Madrid Sin título, 1985 Óleo, técnica mixta sobre tabla. 30 x 40 cm Colección particular 145 Las siete caras, 1985 146 Óleo sobre lienzo. 73 x 100 cm Colección particular El cerro de los locos, 1985 Óleo sobre lienzo. 160 x 200 cm Cortesía Galería Juan Manuel Lumbreras 147 Aquelarre nº 2, 1985 148 Óleo sobre lienzo. 80 x 120 cm Colección particular Sin título, 1985 Óleo sobre lienzo. 80 x 120 cm Colección particular 149 Sin título, 1985 150 Óleo sobre lienzo. 46 x 55 cm Colección particular De Tenochtitlan a Vitoria pasando por Donosti, 1987 Óleo sobre lienzo. 125,5 x 200,5 cm ARTIUM de Álava. Vitoria-Gasteiz 151 Mitla, 1987 152 Óleo sobre lienzo. 130 x 170 cm Colección particular Tancah, 1987 Óleo sobre lienzo. 114 x 157 cm Cortesía Galería Helga de Alvear, Madrid 153 Izamal, 1987 154 Óleo sobre lienzo. 130 x 170 cm Colección particular Sin título, 1988 Óleo sobre lienzo. 195 x 130 cm Colección particular 155 Figuras sobre negro, 1988 156 Óleo sobre lienzo. 163 x 210 cm Colección particular Hechiceros, 1988 Óleo sobre lienzo. 81 x 60 cm Colección particular 157 Habitantes de Manusa, 1988 158 Óleo sobre lienzo. 81 x 100 cm Colección particular Un perro llamado Cheese, 1988 Óleo sobre lienzo. 114 x 146 cm Colección particular 159 La fiesta de Melise, 1989 160 Óleo sobre lienzo. 180 x 220 cm Colección particular Una rosa en cada mesa, 1989 Óleo sobre lienzo. 161 x 191 cm Colección particular 161 Máscaras negras, 1990 162 Díptico. Óleo sobre lienzo. 130 x 194 cm Colección particular 163 Acércate al oído y te diré quién eres, 1990 164 Óleo sobre lienzo. 164 x 200 cm Museo Municipal de Arte Contemporáneo de Madrid Sin título, 1991 Óleo sobre lienzo. 130 x 162 cm Colección particular 165 Sin título, 1991 166 Óleo sobre lienzo. 24 x 33 cm Colección particular Sin título, 1992 Óleo sobre lienzo. 24 x 35 cm Colección particular 167 Paisaje, 1992 168 Óleo sobre lienzo. 81 x 110 cm Colección particular El perro y la copa, 1992 Óleo sobre lienzo. 130 x 196 cm Colección particular 169 Sin título [Premio Nacional de Grabado], 1993 170 Aguada, aguatinta y pintura seca en plancha de cobre. 57 x 85 cm Estampador: Benveniste Colección del artista Noche negra en Pakai, 1989-1995 Óleo sobre lienzo. 118 x 200 cm Colección José Manuel Ciria 171 El bosque de los insectos, 1994 172 Aguafuerte y punta seca. Papel Arches. 47,4 x 56,9 cm (mancha 25 x 34,7 cm) Museo de Bellas Artes de Bilbao Pulpo en la mesa, 1995 Óleo sobre lienzo. 133 x 165 cm Colección Testimonio «La Caixa» 173 Isla Mujeres, 1995 174 Óleo sobre lienzo. 81 x 100 cm Colección particular Paisaje, 1995 Óleo sobre lienzo. 64 x 80 cm Colección particular 175 Cabezas, 1995 176 Óleo sobre lienzo. 65 x 81 cm Colección del artista Pueblo de La Carolina, 1995 Óleo sobre lienzo. 140 x 60 cm Colección del artista 177 Sin título, 1996 178 Óleo sobre lienzo. 164 x 300 cm Colección particular Cabeza negra, 1996 Óleo sobre lienzo. 97 x 130 cm Colección del artista 179 Pescadores de angulas, 1997 180 Óleo sobre lienzo. 130 x 195 cm Colección particular Van Gogh pintando los girasoles, 1997 Óleo sobre lienzo. 114 x 146 cm Colección Falbala 181 Albarracín, 1998 182 Óleo sobre lienzo. 130 x 195 cm Colección Fernández-Luna Plaza Cascorro, 1999 Óleo sobre lienzo. 85 x 100 cm Colección Familia Merino-Guereñu 183 Plaza marinera, 1999 184 Óleo sobre lienzo. 130 x 195 cm Galería Luis Burgos. Arte del siglo XX Túnez, 2000 Óleo sobre lienzo. 114 x 140 cm Colección particular 185 Ramsés II, 2000 186 Óleo sobre lienzo. 160 x 191 cm Colección del artista La Bella Otero, 2000 Páginas 187-192. Serie de 6 litografías sobre papel para libro. 50 x 65 cm Texto: Gonzalo Torrente Ballester. Editor: Raíña Lupa y Consorcio Santiago. Estampador: Antonio Gayo (Madrid) Colección del artista 187 188 189 190 191 192 Parque de Lavapiés, 2001 Óleo sobre lienzo. 60 x 81 cm Colección del artista 193 Paisaje con perro, 2001 194 Óleo sobre lienzo. 46 x 55 cm Colección particular Señora con peineta, 2001 Óleo sobre lienzo. 46 x 55 cm Colección particular 195 Chimenea y cabeza azul, 2001 196 Óleo sobre lienzo. 54 x 65 cm Galería Luis Burgos. Arte del siglo XX El pantano de Buendía, 2002 Óleo sobre lienzo. 60 x 73 cm Colección particular 197 La Suite Avanti Vaporini, 2002 198 Litografia. Papel Super Alfa. 26 x 45 cm (mancha 11 x 26,5 cm) Editor, estampador y colección: Antonio Gayo La Suite Avanti Vaporini, 2002 Litografía. Papel Super Alfa. 37 x 48 cm (mancha 20,2 x 26,3 cm) Editor, estampador y colección: Antonio Gayo 199 La Suite Avanti Vaporini, 2002 200 Litografía. 50 x 49,5 cm (mancha 20,2 x 31,8 cm) Editor, estampador y colección: Antonio Gayo Cazadores, 2003 Óleo sobre lienzo. 60 x 73 cm Colección particular 201 La Suite Avanti Vaporini, 2005 202 Litografía. 43 x 49,5 cm (mancha 20,4 x 31,5 cm) Editor, estampador y colección: Antonio Gayo La Suite Avanti Vaporini, 2005 Litografía, prueba de artista con muestra de color. Papel Arches. 24 x 54 cm (mancha 13,4 x 42 cm) Editor, estampador y colección: Antonio Gayo 203 La Suite Avanti Vaporini, 2006 204 Litografía, prueba de artista con muestra de color. 50 x 62 cm (mancha 27 x 32,5 cm) Editor, estampador y colección: Antonio Gayo La Suite Avanti Vaporini, 2006 Litografía, prueba de artista con muestra de color. Papel Super Alfa. 50 x 62 cm (mancha 32 x 42 cm) Editor, estampador y colección: Antonio Gayo 205 La Suite Avanti Vaporini, 2006 206 Litografía. 50 x 62,5 cm (mancha 37,8 x 48,2 cm) Editor, estampador y colección: Antonio Gayo La Suite Avanti Vaporini, 2006 Litografía. 37,5 x 56 cm (mancha 18 x 29 cm) Editor, estampador y colección: Antonio Gayo 207 ANTOLOGÍA DE TEXTOS ANTONIO SAURA ROBERTO MATTA SEVERO SARDUY FERNANDO DEL PASO GUILLERMO CABRERA INFANTE ÁNGEL S. HARGUINDEY Fotografía: Alberto García-Alix El códice armenio ANTONIO SAURA En los «Consejos a un pintor» de un códice armenio de 1489, que se encuentra en la Biblioteca Nacional de París, se dan diversas frases esclarecedoras. Después de explicar brevemente la forma de preparar las planchas, se afirma que a continuación «deben pintarse con el color que desees», para luego «pintar las figuras con el color que desees», manejando bien el pincel como sabes hacerlo. Y termina el primer capítulo, de los diez muy breves de que consta la obra, con la frase «y lo lograrás si Dios quiere». Los consejos del códice armenio me parecen justos, precisamente porque en las únicas lecciones posibles son los elementales consejos técnicos al alcance de todos. La pintura de Bonifacio Alfonso responde, como la de otros pintores de su tribu, al problema de lograr un cuadro, como si de una captura milagrosa se tratase. Un milagro difícilmente definible, pero sometido al imperativo del todopoderoso deseo y construyéndose dinámicamente. Una pintura por encima de las cómodas definiciones del buen y del mal gusto, una pintura donde –al contrario de las modas– se perciben claramente los trazos del esfuerzo. Una pintura, en suma, hecha como la vida misma. Es en este punto milagroso donde coinciden la inteligencia en estado alerta y la aceptación de lo imprevisto, donde surgen afirmativamente los fantasmas deseados, no como el reflejo de una especial sensibilidad al medio ambiente, sino tras un examen de conciencia, o simplemente dejando aparecer el poderoso trasfondo de las personales obsesiones, o ambas cosas a la vez. Y basta contemplar someramente la evolución del pintor para percatarse de que esta dictadura de la imagen ha estado siempre presente en su obra. Las obras de Bonifacio de 1960 constituyen el «ejercicio espiritual» necesario a fin de que las aparecidas madejas del deseo acaben por concentrarse. Su obra se concreta precisamente en el mundo del deseo, en el erotismo traspasado 212 Antonio Saura por lo imaginario. La pintura que Bonifacio realizó en los últimos años lo convirtió en el más cercano pariente de un Rubens calcinado. En espejos de cal y ceniza, surcados por fuegos de San Telmo, formas lluviosas se debatían en los espacios vacíos. El húmedo y contrario ser desplegaba en altares sus formas hinchadas y plenas, convulsionándose lentamente, como en un sueño. La ambigüedad de los elementos, la sabiduría del tratamiento contrastando con la contorsión, hacía de esta pintura uno de los pocos ejemplos válidos de erotismo pictórico actual. Existió confusión entre quienes supusieron que la evanescencia y ambigüedad de las formas reflejaban inexistencia de imagen, o primacía del aspecto bidimensional y abstracto de la obra, y asimismo que se considerara pintura exquisita y refinada aquella que se reflejaba simplemente en la ausencia de color. Equívocos con los cuales, indudablemente, el pintor jugó lúcidamente, pues demostrando «saber hacer», despreció asimismo el indefinible «buen gusto», y a demostrar más bien ternura y calidad, supo hacer una obra de afirmación obscena y lograr su aceptación. Y, sin embargo, esta pintura al mismo tiempo abstracta y concretadora de imágenes obsesivas, acabó rompiéndose cuando este mundo transparente se tomó repetitivo. La reciente metamorfosis de la pintura de Bonifacio –una vez inundados los espacios habitados con las vulvas, senos y nalgas de la suprema belleza– demuestra la autenticidad de un pintor preocupado que es capaz de sacrificar una obra atractiva y dar sin traicionarse un salto hacia nuevos caminos donde el milagro y el desastre atisban por igual. A la hembra blanda y fascinante suceden los sátiros duros, los cardos seminales, el mundo del esperpento y la aparición tumultuosa del gran teatro, la convulsión de las pantallas reflectoras y el campo de batalla donde se debaten los conflictos. La parada no ha hecho más que comenzar, y a Bonifacio no le resta más que el difícil hacer de manejar bien el pincel, como sabe hacerlo, siguiendo los consejos del códice armenio. Septiembre de 1971 Bonifacio por la puerta grande ROBERTO MATTA Toda forma es la historia de la dificultad y de la necesidad de una especie. La forma no se explica, se hace. Si el universo es único, hay una red que enlaza los fenómenos, que, a su vez, están enlazados como los elementos que constituyen el cuerpo de un hombre. Quien siente su propio cuerpo, siente el mundo, la discordia de su armonía. El mundo, el universo, es sano, armónico-desordenado, donde incluso la enfermedad puede tener solución. Sobre el modelo armónico del mundo, cada uno de nosotros es geografía, astronomía de un mundo propio: quizá ilusorio, quizá pragmático, o quizá acribillado de mentiras. Aprender a sentir la armonía del universo es construir una arquitectura y una geografía de nuestro «mundo» personal, del cual depende nuestra personalidad, a la manera de un segundo rostro para presentar a la sociedad, a la vida social con la cual cada uno ve a los demás y es visto por ellos, unidos todos por lazos comunes. Viendo y siendo visto, todo el mundo puede desarrollar en sí mismo la propia persona, que se manifiesta en la personalidad. Así pues, el arte no es para ser explicado, sino para ser hecho, para hacer en cada uno de nosotros a la propia persona humana que después crea y construye una visión débil, culpable o creativa de la realidad. Por esta razón, hay que crear un mundo que resulte útil. Cada suceso (experiencia) es un terremoto en nuestra propia geografía, cambia la topología del paisaje, del mensaje íntimo. Tu cuerpo es un ojo o una mano que lleva a cabo tu vida mental. 214 Roberto Matta Esta gráfica es una geografía de mi mundo, donde mi personalidad lleva el timón y podrá servirte de mapa náutico de tu andadura. Reanimar la realidad de la naturaleza en la naturaleza humana. Si el mono ha llegado a ser hombre, el hombre llegará a ser gracia: cuadrúpedo, seres acuáticos, árbol químico de la angelidad indígena. Sistema musical de las relaciones sorprendentes de un nuevo humanismo. P. S. Hasta nuestros días, el hecho más trágico es la muerte. Yo considero mucho más significativo el nacimiento. En el momento de nacer, él o ella reciben el golpe, la huella, el sello de todos los dones de la vida, que culminan en el orgasmo. Esto perdura siempre (¿astrología?). Me complace imaginar a Hamlet en su «Ser o no ser», no con un cráneo en la mano, sino con la mano en un huevo. Bonifacio el destructor de simetrías SEVERO SARDUY Presos entre dos láminas de cristal finísimo, los personajes pacientemente escogidos por el Escrutador van a revelar las verdaderas simetrías de sus cuerpos, las leyes que los arman, el color secreto que los irriga, las fuerzas que los imantan y sostienen con su sorda intensidad. Antes proliferaban libres, deambulaban insomnes por los tortuosos callejones castellanos, pululaban, hormigueaban, espejeaban, volando en tornasoladas espirales ante la luz. Eran, sobre todo, insectos: mariposas cubiertas de ocelos hipnotizantes, alas estriadas, o rugosas, o metálicas, o atravesadas por vetas ferruginosas, oxidadas, líticas. Eran también hombrecillos atareados, de un puntual funcionamiento, eficaces y chillones como marionetas de hojalata; larvas, muñecos de toda estofa, atrapados en el zinc o el cobre. Eran, finalmente, torquemadas, títeres, parpadeantes semáforos, máscaras azulosas, falos erectos, ánimas. Ahora, atrapados entre los cristales, se han fijado en un hieratismo que no exhibe más que la perfección de su simetría, en una majestad indiferente o icónica. Una presión del Brujo –los cristales entre el pulgar y el índice de ambas manos– y los cuerpos prensados primero se desarticulan, se van desuniendo, desagregando; luego son fragmentos dispersos, órganos aún latientes sin conexión ni funciones, texturas ciliadas o fibrosas, antenas, élitros. Finalmente –una presión más, todo se disuelve, se resume en su ceniza, que es su verdad: colores extraños, únicos sin definición ni posible nombre, líneas interrumpidas o vacilantes, como trazadas en el temblor nocturno o la premura febril de los conjurados, siluetas fugaces, cuerpos astrales o desencarnados. No queda entre los cristales más que un garabato furioso, una caligrafía borrosa o voluntariamente ilegible, próxima a la escri- 216 Severo Sarduy tura de hierba que practicaban los antiguos letrados del Imperio, o a la traza estallada que dejaban en las telas, lanzados con violencia, los bonetes humedecidos en tinta negra. Quedan también, no los colores, sino sus depósitos saturados, la concentración de sus adjetivos, como la borra del café o la «madre» del vino: una exacerbación del color, una decantación –a veces se trata, al contrario, de una hipertrofia, casi de una parodia– de su energía. Ahora los cristales pueden despegarse, abrirse. Las dos láminas se oponen y completan como el blanco y el negro, el positivo y el negativo de los personajes primitivos, reducidos –o resumidos ahora– a sus espectros, a sus residuos violáceos o incandescentes, o al contrario, devueltos a sus estados iniciales de germinación subterránea, antes de la vida manifiesta y visible, al rumor incesante de sus larvas. Así, a partir de su prisma, de su lente manchado, Bonifacio pinta lo real, la realidad entera, más allá o más acá de lo inmediato visible, en esa frontera fluctuante en que la figura deshecha va a desaparecer, a confundirse con la densidad del aire, con la rugosa luz mortecina, o al contrario, en la frontera opuesta, cuando aún no ha tenido acceso a su dibujo definitivo, a su entidad, a la consistencia de sus bordes. En esos espectros opuestos, franjas desmesuradas y huyentes, navegan esos seres, concreciones de la energía, hechos de meditación y silencio nocturno, nómadas estelares. Hechos de sur. Octubre de 1987 Barocchus Bonifacius FERNANDO DEL PASO Bien hizo el modernismo cuando se propuso liberar a la pintura de sus connotaciones literarias. Mal hubiera hecho de haber intentado evitar que tanto los escritores como los propios pintores hiciéramos literatura sobre las artes plásticas con la vana ilusión de crear un diálogo entre los colores y las sílabas, las formas y las palabras, los párrafos y las perspectivas: digo vana porque parecería que, a igual distancia siempre una de otra, la literatura y la pintura son dos líneas paralelas que se juntan en el infinito. La tentación, o mejor las tentaciones –en plural, como las de San Antonio–, que provocan hablar y escribir sobre pintura podrían justificarse –a pesar de que Arikha nos recuerda que hace tiempo ya que la escritura figurativa pasó de ser una imagen a ser un signo– en el hecho de que toda escritura es una caligrafía. En otras palabras, una serie, una letanía de dibujos. Así se nos revelan, con dibujos, los signos de un lenguaje extranjero escritos en un alfabeto distinto al nuestro: recién llegado a Inglaterra hace veinte años, los letreros pintados en árabe que abundaban en muros y fachadas me hicieron pensar que Joan Miró andaba suelto por las calles de Londres. Esta teoría, esbozada –el verbo no podría ser más adecuado– por el dibujante mexicano Felipe Ehrenberg, nos ofrece, sin embargo, nada más que un punto de partida: queda, entre el arranque y la meta un vacío que, en mi opinión y en mi caso muy particular, yo podría llenar con un deseo ardiente. Es decir, con envidia. Pero con envidia de la buena, de la que en el idioma francés pasó a significar simplemente «tener ganas» de algo y que, por esa su bondad, no es como podría pensarse nada más una envidia verde –en todo caso verde veronés–, sino también envidia color magenta, envidia tierra de Siena y azul cadmio, envidia, en fin, de todos los colores del mundo y algunos del Paraíso. 218 Fernando del Paso Para mi consuelo, es sabido que esta envidia –deseo en llamas que me da de pintar cuando veo pintura o pienso en ella, cuando hablo o escribo sobre pintura–, considerada como un impulso, como un élan casi vital de expresarse en otro medio, se da también con frecuencia, en sentido contrario: el escritor aspira al espacio porque desearía escribir libros que, como un cuadro o una escultura, no comenzaran ni terminaran en ningún lado. El pintor aspira a conquistar el tiempo para que sus cuadros, como los libros y la música, tengan una duración, un comienzo, un fin. En ambos casos, ayudados por su talento, han logrado su propósito, entre los escritores, Poe, Víctor Hugo y Günter Grass, por ejemplo, y entre los pintores –no sólo en el ensayo y la teoría– también en la poesía, Kandinsky, Leonora Carrington, Dalí, Mondrian, Picabia, Mathieu. Es posible, sin embargo, que en este deseo recíproco de ser y hacer lo que hace y es el otro, los escritores gocemos de una pequeña ventaja, pues, si bien pintores y dibujantes continúan inspirándose en obras literarias, parecen condenados a alejarse de concreciones –admitamos esta palabra como el contrario de abstracciones– por demás peligrosas: no se puede ilustrar una rosa cuando se habla de la rosa, porque el arte de ilustrar libros, que encarnó Doré en su época dorada, según nos dicen, pasó a la historia. El pintor metido en esas tareas se queda, pues, en el mundo de la alusión, que se parece al de la ilusión como un espejo a otro. En cambio, nosotros, los escritores, no importa que no podamos pintar como Uccello o como Dubuffet, como Leonardo o como Masson: siempre nos queda el recurso de llenarnos la boca y los dedos de adjetivos y sumergirnos en sus telas y aceites, empapar nuestros ojos con sus luces y beber sus sombras y sus témperas para traducir entonces nuestras sensaciones, y caligrafiarlas. Es decir, nos queda el recurso de escribir sobre su obra. Extraña palabra ésta, sobre: como si intentáramos escribir encima de sus lienzos, como si fuéramos a llenar de graffitti un cuadro de Tàpies para hacerlo más tapia. Mejor emplear la palabra acerca, porque de eso se trata, de acercar a la pintura por medio de la palabra. ¿Aunque nos quedemos siempre a la misma distancia? Acercarme al mundo de Bonifacio ha significado para mí una aventura casi dolorosa. Aunque nunca he escrito sobre Turner o sobre Albers –es decir, acerca de–, pienso que el día en que lo haga, lo haré con un estilo luminoso y tranquilo. Y que cuando escriba sobre Tamayo, lo haré, sin duda, con una prosa muy mexicana, llena de colorido y de frescura, como sus sandías. Algo así sobrevivirá de las buenas intenciones de perpetrar, para perpetuar, un paralelismo fulgurante y elocuente. Con Bonifacio, el problema es muy distinto. La pintura de Bonifacio, como la de Bacon, o la de Soutine, o la de Fraile, no me permite echar mano de la diafanidad y de la línea recta para acercarme a su retorcida, voluptuosa, bárbara realidad –o irrealidad–, que me recuerda lo que Pierre Mabille dijo, hace no menos de treinta años, de un pintor cuyo espíritu encuentro afín con estos cuatro pintores: «Para Matta, el momento de la inspiración proviene del choque de dos palabras, que se combinan para producir una explosión». ¿Acaso no es ésta la definición del encuentro surrealista por excelencia del sustantivo y el adjetivo cuyo enlace se traduce en una tercera entidad, hasta entonces insospechada, inimaginada e inimaginable que no es otra cosa que la sustancia misma de la belleza convulsiva? 01 02 03 01 Foto de boda de los padres. 02 Con José María Ortiz y Rafael Ruiz Balerdi. París, 1958. 03 Con José María Botella (bailaor flamenco) y José María Rekondo (matador de toros). San Sebastián, 1952. 04 Con su mujer y sus hijas, 1961. 05 Con sus hijas Ivonne y Cristina, 1959. 04 05 06 06 07 Dos lubinas recién pescadas en San Sebastián, 1960. Con Salvador Tavora, 1961. 07 Barocchus Bonifacius 221 No es que Bacon se parezca a Soutine o Soutine a Fraile o Fraile a Bonifacio o los cuatro a Matta o ninguno o que los cinco sean surrealistas o ninguno: lo que los une, para mi gusto –y para mi angustia– es esa pasión, esa desenfrenada búsqueda diaria –y por fortuna hallazgo cotidiano– de la belleza convulsiva, de la belleza trágica que en la pintura como en el lenguaje escrito produce los más perturbadores, desoladores, magníficos y, claro, los más exquisitos de todos los cadáveres exquisitos. Exquisitos porque están vivos. Exquisitos porque se antojan comestibles. Exquisitos por el resplandor de sus sombríos ropajes carnales: apogeo de delicias ambiguas que se confunden, se funden, con el barroco. ¿Barroco Bonifacio? Sí, barroco Bonifacio. Que el lector o el visitador de galerías no busquen, por favor, en las enciclopedias y diccionarios el significado de barroco: nada tan pobre como las definiciones allí dadas, nada tan carente de volutas, pompa e imaginación. Que acudan mejor, que tengan en la cabecera y la cabeza los libros que parece mentira ya son antiguos y merecerían ser más conocidos, de Eugenio d’Ors (1935) y Claude Roy (1963) sobre el arte barroco para aprender primero, y no olvidar después, que esta forma es una constante histórica que viene desde más lejos que Vivaldi y Góngora, la transverberación de Santa Teresa de Bernini, el Triunfo de la Iglesia Católica de Rubens o la ventana del monasterio de Tomar y va –viene, hacia nuestros años noventa con rumbo al siglo xxi– más lejos también que el Cartero Cheval, Gaudí, Alejo Carpentier o Lezama Lima. Constante histórica no sólo en las artes plásticas o la arquitectura –en cuyo caso podemos hablar de un barroco camboyano y de un barroco mesoamericano precolombino, entre otros muchos–, sino también en la literatura y la música como en los ejemplos citados, o en los campos del pensamiento y la teoría, de la acción, más inopinados, como las matemáticas, la física o la teología. La cocina también, por supuesto y la gastronomía. Y el mismo Eugenio d’Ors, autor de una hermosísima frase, «nuestra barbarie profunda o la garantía de nuestra civilización común», nos señala –lo cual nos viene como anillo al dedo– que también es barroca una actividad humana que conjuga, como ninguna, el arte y la barbarie: la tauromaquia. La cual, además, produce algunos toreros barrocos por excelencia como, en los tiempos de D’Ors, Pepe-Hillo y Costillares. No debe, por tanto, asombrar mucho que Bonifacio, antes de lanzarse a los cuadros, se lanzó al ruedo. Permítaseme hacer una cita de algo que escribí, hace tiempo, sobre pintores y toreros: «Para lidiar con la vida hay que lidiar con la muerte. El torero lo hace con un lienzo, el pintor con otro». Entonces no conocía yo la pintura de Bonifacio. Hoy me alegra saber que este hombre –cuya cara, para colmo, es una combinación magistral de los rostros de Agustín Lara y Manolete– se cansó de buscar la muerte y se puso a pintar, para buscar la vida. O quizá no, quizá siguió buscando la muerte, jugándose esta vez no tanto el pellejo como el alma. Por supuesto, el alma, cuando se desgarra, sangra. La prueba está allí, en cada una de las telas de Bonifacio, donde la sangre no derramada en las arenas quedó plasmada en arabescos brutales, en sombras que son más sombras mientras más brillan, a su lado, transparentes ríos de verdes alucinantes, amarillos inefables, rojos ácidos y grises y ocres 222 Fernando del Paso cocinados en el infierno a fuego lento, y en figuras que con sus contornos enloquecidos confirman el triunfo del que podría definirse como el más libertino y liberado de todos los barrocos, pues si obedece a las leyes no escritas de la naturaleza es porque éstas le imponen la asimetría absoluta –las estructuras atómicas y los cristales de nieve mienten: la naturaleza, cuando se desata, se vuelve nubes, selva, cáncer–, y es así como una multitud de monstruos proteicos e histéricos por excelencia, enfermos y contagiados de sí mismos y en estado permanente de composición y descomposición, montan en escena sus danzas macabras en cada lienzo: qué universo tan patéticamente hermoso, qué mundo, el de Bonifacio, de tormentos tan dulces, de batallas que renacen entre las cenizas de los tiempos en todo su sombrío esplendor, de feroces encuentros entre la realidad y el sueño, entre el hombre y la bestia –como en el toreo, claro está–. Y, sobre todo, qué de angustias inasibles, qué alegrías de carnaval tan vagas y agobiantes, con tanto afán y terquedad transformadas en materia. Cuánta sangre, sí, volcada, que se afianza a las telas con todo su espesor y, sin embargo, acaba por diluirse en fugas incontroladas a la velocidad del relámpago, como para recordarnos –nos dice también D’Ors– que el barroco quiere gravitar y huir al mismo tiempo. Este estiramiento me remite, de manera inevitable, primero, a un gran poeta español, Juan Ramón Jiménez, quien afirmaba que el hombre que tiene los pies en la tierra y la cabeza en el cielo padece, sin duda, de un corazón dolorosamente distendido. Qué gran misterio, sí, que los hombres bondadosos como Bonifacio, capaces de matar a un toro, pero incapaces de matar una mosca, produzcan implacablemente tal profusión de pesadillas, tal cantidad de trasgos y embelecos. Lo que también me remite, en segundo lugar, decía, no sólo a la citada frase de Goya sobre los monstruos que nacen del sueño de la razón, sino a la siniestra España inquisitorial y sacrílega, beltenebrosa, telúrica, coleccionista de reliquias anatómicas de todos los santos, falsos y verdaderos, que se murieron a medias: Bonifacio no escapa a esta maldición. La diferencia es que sus personajes, reliquias de sí mismos, aunque no necesariamente fragmentarias, ni tienen huesos ni su carne es carne de momia: son de caucho, son elásticos y gelatinosos, resbaladizos como el aliento de la salamandra. París, julio de 1991 El arte (en parte) de Bonifacio GUILLERMO CABRERA INFANTE La exhaustiva retrospectiva cautiva de Henri Matisse en la Hayward Gallery de Londres, escondida en un edificio que está entre el bunker y el quai dirán, la visité después de ver al lado, en el Film Theatre, She Done Him Wrong, en que una Mae West fornida invitaba a un Cary Grant bisoño a bailar el vals de la vida. Luego en esa tarde cálida de septiembre de hace casi treinta años cruzamos Miriam Gómez y yo el puente de Waterloo, inmortalizado en una película que era casi obscena de cómo explotaba los sentimientos femeninos. (No hay nada que gane tanto a una mujer como ver a otra mujer perdida). Mae West con su farsa de frases frescas sobre su sexo era más honesta haciendo de mujer mantenida que Vivien Leigh llevada por la mala. Pero revenons a nos Matisses. El catálogo de la exposición recogía la revelación del pintor, ya viejo, cuando se recordaba a sí mismo como un joven enfermo de apenas veinte años. Fue convaleciendo en su cama que recibió de su madre una caja de pintura que fue su caja de Pandora: nunca había pintado antes. Lo que mejor recordaba el viejo Matisse de cuando el joven Matisse comenzó a pintar era que, por primera vez en su vida, «era libre, solitario y silencioso». Matisse permaneció distante de la pintura moderna durante años y ni siquiera conocía a los impresionistas. Es más, cuando su maestro, el romántico Gustave Moreau, le recomendó que le siguiera los pasos (cortos) a su tocayo Toulouse-Lautrec, Matisse se fue al Moulin de la Galette (una especie de café al ajenjo), cuartel general de Lautrec y Renoir, que ya había pintado su famoso cuadro del mismo nombre. Pero todo lo que aprendió Matisse en le Moulin fue a silbar «La farandole», tonada de moda. Matisse seguía silbando «La farandole» muchos años más tarde sin aprender nunca su letra, pero pudo formular un programa estético. «Estos colores», dijo hablando de la paleta impresionista, «continúan independientes de los objetos que sirven y representan. 224 Guillermo Cabrera Infante Sin embargo tienen el poder de afectar los sentimientos». Era obvio que el gran colorista Matisse hablaba de sus propios colores. Pero bien podía estar hablando de Bonifacio y su gama cromática –que es más sinfonía de colores que una «Farandole» con acento en olé. No sé si Bonifacio recibió una caja de pintura o de chocolates cuando tenía veinte años y empezó a pintar. No creo siquiera que Matisse influyó en su arte. Pero sí ha seguido el ejemplo de Matisse como un modus vivendi y ha sido, en efecto, libre, solitario y quedo. Dice Paul Bowles que Malraux (mentirosos ambos) le dijo que no se dejara convertir en un monumento, porque la gente escupiría a su pedestal. «Mira a Picasso», dijo Malraux –y los dos se volvieron a mirar a Picasso pero no lo vieron. Hay una foto de Bonifacio (bien peinado, bien afeitado) vestido con camisa de leñador canadiense, el sempiterno pitillo en la mano que se vuelve eterno porque no quemará más allá al lado de una figura negra, una escultura probablemente de un Benín imaginario. En la foto se le ve más benigno que Bonifacio, con algo de un Humphrey Bogart pintor (como en Ambas Mrs Carroll, en que Bogart es un artista que mata siempre lo que más ama, sus esposas, para poder pintar su retrato como un post mortem para decir: mens insana, corpore pulcro) surgido de las sombras en Madrid. Pero Bonifacio más que mirar desafía a la cámara. No es un duro de película, es un duro de pelar. Esa foto no es su monumento. Es el retrato del artista cuando mayor. Hay que hacer notar que Bonifacio, en la foto y en la vida, tiene una cara toda ojos, como las de otros artistas españoles. Picasso por ejemplo, Almodóvar probablemente. Son los ojos de la gorgona que devora todo lo visible. Pero Bonifacio no lo convierte en piedra sino en pintura. Bonifacio, no un monumento sino una fortaleza al sur de Córcega, sirve de comparación. Los nativos dicen que era el lar de los lestrigones que destruyeron las numerosas naves de Ulises menos una. «Había aquí gigantes en otro tiempo», dicen los vecinos de Bonifacio. Otros aseguran que los lestrigones enormes vivieron «por estos pagos». (Loco citato). Bonifacio dio su nombre al estrecho que queda entre Córcega y Cerdeña. ¿Qué hay en un nombre? Todo. Todos estos bonifacios son los antepasados de Bonifacio. Vivían en la macchia italiana, que los franceses, ahora intrusos en la isla, llamaron maquis, la guarida para unos de bandidos, para otros de patriotas. Nuestro Bonifacio siempre ha sido del maquis: de Cuenca, de Madrid. No se dejen engañar por el nombre de Bonifacio, que quiere decir buena cara. Debajo de ese exterior duro se esconde un interior aun más duro, maduro. Bonifacio, hay que decirlo, no soporta a los idiotas ni a los intrusos ni a los críticos de arte de ninguna parte. De ahí viene su cara de pocos amigos a pesar de que tiene muchos más de lo que parece. Hay algo en Bonifacio que recuerda al arte flamenco –y no me refiero a Brueghel ni a Van Eyck. Me refiero al arte de los gitanos. Será porque la medianoche que lo conocí estaba rodeado de los cantaores más estetas del mundo jondo y era en extremo diferentes, deferentes. Bonifacio, como Picasso en las noches de las damiselas encantadoras de Aviñón, tenía entonces, para envidia de Andrés Eloy Blanco, de compañía a un ángel negro. Recuerden el verso Blanco hecho canción «Pintor de santos de alcoba / píntame angelitos negros». Casi que el poeta venezolano pensaba en Bonifacio: «Pintor nacido en mi tierra / con el pincel extranjero». Santos de alcoba, ángeles negros: hay ahí toda una imaginería que Bonifacio si no acoge por lo menos admite. Pienso en sus vitraux de la catedral de Cuenca, donde sus 08 08 09 10 11 En Marrakech. Con Pepe Meneses. Rinaldo Paluzzi, Helga de Alvear y Juana Mordó con Bonifacio en Madrid. Luis Muro, Antonio Saura, Fernando Zóbel, Ben Cabrera, Rocío Urquijo y Bonifacio en la Plaza Mayor de Cuenca. 09 10 11 12 12 13 14 Con Antonio Saura en Cuenca. Con Mari Carmen Flores preparando un grabado en su taller de Cuenca. Pescando en el río Moscas. 13 14 El arte (en parte) de Bonifacio 227 ventanas dominan toda la iglesia como un Dominus illuminatio, Dios iluminado. Esos cristales de colores de sus ventanas son capaces de transmitir un sentimiento religioso a un autor ateo. Para quien ha visitado Chartres y Notre Dame y Burgos, los vitrales de Bonifacio son una irrupción del barroco actual en un gótico que no es nuestro contemporáneo. Bronco, cujeado, correoso Bonifacio es áspero pero sentimental cuando recuerda sus días de sol en la plaza de toros: fue torero. Antes había sido de casi todo: albañil, pintor de brocha gorda, cocinero y, ¡sorpresa!, batería de un conjunto de jazz. Como torero, que es el único menester que cambiaría por el oficio de pintor, participó en veinticinco novilladas con picadores –y una cornada mala que le hizo cambiar el estoque por el pincel, el traje de luces por un gabán y el capote por un lienzo que no pintara la sangre. Bonifacio, arquetipo del artista, recuerda a Gulley Jimson, el más grande artista inglés de la historia –del cine–. Jimson es el héroe –o antihéroe– de la novela de Joyce Carey The Horse’s Mouth, que quiere decir «De la boca del caballo». Lo que en español, idioma de escribanos, se dice, «Lo sé de buena tinta». En este caso de buena pintura. El pintor, un genio que anda suelto, se llama Gulley, que quiere decir un cuchillo enorme, un estoque. Moribundo, muriéndose, quisiera reírse de la vida si la camisa de fuerza no le apretara tanto. Es esta muerte que le da sentido: sabemos dónde va siempre a dar el río de la vida. Pero el pintor de la película, el mismo Jimson, al final navega Támesis abajo en su casa flotante haciendo gestos con los brazos como si se ahogara sin ahogarse: va cuadrando el espacio disponible desde la línea de flotación, midiendo cada casco, buscando la inmensa, inexistente pared donde es posible la cuarta dimensión del arte. Al final está el inmenso mar, que no es el morir sino para pintar un infinito fresco sobre el horizonte: viajar hacia ese lienzo que queda más allá de los colores de cualquier paleta. Nada de nel blu dipinto di blu sino volar por sobre el arcoiris sabiendo que es sólo una ilusión óptica, ir a donde todos los colores son un espectro de la luz. Éste es el retrato del artista maduro. Éste es el autorretrato de Bonifacio. No soy un experto en pintura. Ni siquiera soy un crítico de arte amateur, mucho menos un técnico. Pero puedo recordar la frase del general Heiz Guderian dicha a un ingeniero especializado en la estructura del tanque: «Todos los técnicos son mentirosos». El general probó al mando de su tanque que la práctica es la madre de toda invención. (Teoría quiere decir también procesión religiosa). Pero traigo aquí la frase feliz de Guderian porque el mismo Bonifacio ha dicho: «Para mí la pintura es un combate». Un tanque es un carro de combate. Algunos técnicos son más mentirosos que otros. El problema es que los griegos, que lo inventaron, llamaban al arte tehkné –y también a la técnica. O el timo de las etimologías. Fernando Savater, que es un filósofo que es un esteta, declaró que nunca ha soportado a los críticos de pintura que quitan el marco del arte a los cuadros para colgar su propia pedantería profesional. (La aliteración es mía, la alteración de Savater). Al hablar de Bonifacio y su parte en el arte quiero que me consideren todo menos un perito, nombre que a menudo (por culpa de mi dislexia: ¿se escribe así?) confundo con perico, loro que según el diccionario «vive en los campos cultivados en los que causa perjuicios». Para añadir: «se domestica con facilidad». Es decir, son lo contrario de un escritor que habla de pintura: su seguro servidor aún a riesgo de recibir la patada del pintor Apeles: «Zapatero a tus zapatos». Viendo la pintura de Bonifacio que, como los pintores del Renacimiento, firma sólo con su nombre, viéndola en ilustraciones –que es como me gusta a mí ver la pintura: visible 15 16 Miguel Logroño, Bonifacio, Miguel Galanda y Antonio Gayo. Pintando con grisalla las vidrieras de la catedral de Cuenca. 15 16 El arte (en parte) de Bonifacio 229 sin tener que ir a los museos, que son el cementerio de los elefantes de colores– es decir, la pintura hecha libro, se puede percatar el lector del arte extraordinario de quien, al revés de los pintores que ha conocido, lo mata la modestia. Para Bonifacio el arte es más equivocación que vocación: hubiera querido más ser torero y la culminación de su arte de matar hubiera sido dar el paseo en traje de luces en la Maestranza no en Ventas –y luego entrar a matar. Bonifacio pinta ahora tras un burladero tenue para transparentar al toro y dar la espalda a la afición en las gradas de sombra. Pero no todo es vigilia la del ojo del pintor a medianoche. También es sueños –y, como ilustra Goya, no pocas pesadillas. Afortunadamente su arte no es arte abstracto, que es arte para arquitectos, como el del mondo Mondrian lirondo. No es tampoco una pintura desnuda sino cubierta por un manto de colores. Los azules de Bonifacio son como los azules de Siena traídos a Madrid y ciertos verdes de verdad ya estaban aquí con Goya. Otros colores son mezclas de rojo, naranja y tierras, como en su «Fiesta taurina», pintado este año, mostrando que fue de veras torero. Bonifacio es un artista inter pares y más de un pintor (Saura, José Miguel Rodríguez) ha elogiado su arte. Aunque sé que él aprecia más el elogio de un matador porque sabe que más cornás da el arte. Para Leonardo la pintura era una cosa mental, para otros pintores es una cosa sentimental. Renoir está entre los últimos,Van Gogh y Gauguin entre los primeros. Pero sobre todo ahí está, ahí estará Cezanne, que es padre y abuelo de la pintura moderna que expresa lo mental. Para Bonifacio la pintura es el desarreglo de un solo sentido, el de la visión que abarca lo que vemos y lo que se ve y hace del mundo la imagen del mundo. Conocí a Bonifacio hombre antes que al Bonifacio pintor. Bohemio de llegar tarde y de irse aún más tarde, no habló en esa ocasión de pintura pero venía acompañado de una obra de arte, que ya llamó Baudelaire «la Venus noire». Venía Venus y Bonifacio la llamaba por su nombre. También era Bonifacio crítico de ese otro arte español, el flamenco y se rodeaba de cantaores de puro jondo. Pero los pintores son sordos –o les falta una oreja. Bonifacio además de buen pintor tenía (y tiene) fama de chef como en chef d’oeuvre. Se dice que era un cocinero extraordinario aún antes de ser pintor. Como dijo Goya: «Los sueños de la sazón dan dispepsia», Gauguin, por ejemplo, no se podía comer lo que cocinaba Van Gogh, que era capaz de comerlo todo. Nunca comí la comida de Bonifacio pero esa noche comprobé que era un bohemio al estado puro y cuando nos fuimos Miriam Gómez y yo, ya tarde, tarde aún para Madrid, todavía Bonifacio se quedaba y se veía que lo pasaba de lo mejor. Aunque él al buen tiempo siempre pone mala cara. Muchas veces en mi vida aspiré a la vida bohemia, pero siempre vino a interrumpirme el trabajo y una vez conseguí un trabajo feliz: ser sereno. Me unía a Bonifacio que él también había ejercido todos los oficios. Los artistas son los únicos capaces de ser bohemios sin aspirar a gobernar –un país, el mundo–. Podría haber escrito la biografía de Bonifacio en vez de estas notas desafinadas. Algo más sobre este artista que es un personaje en busca de un autor. Pero tengo muy poco que añadir después del exhaustivo, excelente texto de Ignacio Ruiz Quintano, en su monografía bonifacia publicada por Ediciones Turner en 1992. Aunque hay mucho que ver todavía del arte pictórico de Bonifacio y ustedes pueden añadir el matiz de Matisse de la libertad por el color y el silencio del lienzo y el orden del espacio en una época en que el ruido y la confusión, como dijo Shakespeare, han «hecho su obra maestra». Londres, octubre de 1995 Buena pesca en el Júcar. La pintura también deja cicatrices Entrevista con Bonifacio ÁNGEL S. HARGUINDEY Esta entrevista se hizo a lo largo del verano del 98. En realidad se hizo a lo largo de una vida porque hay respuestas de Bonifacio que necesitaron de toda una vida para poder resumirlas y ofrecerlas. La forma fue sencilla y aparentemente tramposa: le propuse al artista que escribiera una serie de notas sobre la pintura, el arte, el proceso de creación, etcétera, tras lo cual incluiría una serie de preguntas que dieron cierto orden a las respuestas. Le sugerí también que, al menos en esta ocasión sus reflexiones se centraran más en la pintura que en las mujeres o en los toros, sus temas favoritos, y en los que, los dos, caímos con frecuencia en otras circunstanciales colaboraciones informativas para placer mutuo y desesperación de otros. Y así lo hizo. Naturalmente no pueden faltar algunas referencias taurinas o mujeriegas porque sin ellas la entrevista no sería con Bonifacio sino con un zombi o con su clon virtual, pero, ciertamente, el arte y su oficio es el tema predominante. La trampa aparente es la de que al dejar al oponente que hable o escriba de la forma que quiera podría parecer que la entrevista perdería agresividad o lucidez –en el hipotético caso de que las tuviera– . No es cierto. Lo que se buscaba en estas líneas era que el protagonista mostrara sus ideas sobre la pintura, lo que cumplió con insólita disciplina. El resto es vanidad o pedantería profesional. Es evidente que para Bonifacio el arte y la vida son inseparables. Tan evidente que ya es un tópico y como todos los tópicos cierto. Cuando hace años hablábamos de las vidrieras que hizo para la catedral de Cuenca le animé a que escribiera un artículo sobre los problemas que le habían causado el utilizar unas nuevas técnicas, sobre el insólito espacio al que iban destinadas las obras, sobre su relación con la Iglesia. Aquellos tres folios que escribió y que se publicaron en Babelia explicaban todo lo necesario e indispensable para conocer al donostiarra, incluida su referencia a que «la 232 Ángel S. Harguindey catedral de Cuenca es como una de esas mujeres que no son muy guapas pero que las tienes cariño». En esta ocasión recurre a Picasso para explicar que «la pintura es como la mujer: hace de uno lo que quiere». Cualquiera que conozca personalmente a Bonifacio sabe que la mujer es lo que justifica su propia existencia, que sin ella su vida no tendría sentido y que por lo tanto ese maravilloso combate con el lienzo, o con la vida, sería absurdo, es decir, no sería. La mujer es tan importante para él que es capaz de inventarse, o recordar, una frase de Picasso para darle una innecesaria patina de respetabilidad. En todo caso aquí encontrará el lector algunas reflexiones de Bonifacio, libres por innecesarias de las inicialmente previstas preguntas, en torno a la pintura, al proceso creativo, a los viajes interiores, a la forma y el color, en suma, a todo aquello que le anima y estimula para el combate cotidiano en un campo de batalla que puede adoptar indistintamente la forma de un ruedo, de un lienzo o de unas faldas, y en el que sólo se sobrevive con arte y valor. «La verdad es que siempre me preguntan cuándo decidí hacerme pintor y nunca lo decidí. Desde muy pequeño siempre estaba haciendo cosas. Con ocho años mi madre me metió en un colegio interno para huérfanos de la guerra. No era buen estudiante. Los números y esas cosas no me entraban pero el dibujo me gustaba mucho; siempre dibujaba por todos los sitios. Cuando había que salir a la pizarra a dibujar la maestra no lo dudaba y me llamaba a mí. Me acuerdo que un año nos mandaron a todos los chavales del colegio hacer un Nacimiento de escayola y con los objetos que encontráramos por las calles del pueblo. El colegio estaba en Vidania, a treinta kilómetros de San Sebastián, Guipúzcoa, en plena montaña. Así que el Nacimiento lo hicimos con botes, ramas de árboles, todo lo que encontrábamos lo recogíamos para hacer las figuras. Yo me daba cuenta de que cada vez había menos compañeros conmigo hasta que me quedé solo haciendo el Nacimiento. Creo que la profesora notó que me lo pasaba muy bien haciendo estas cosas y me dejó con el Nacimiento en vez de estudiar.» «Pienso que lo de hacerme pintor lo decidieron los demás. Cuando estaba en la Marina, en el servicio militar, tuve una novia que me convenció de que tenía talento. Más tarde, cuando dejé la Marina, entré a trabajar en el taller de pintura industrial de José Garmendia. En cierta ocasión pintando las paredes del Hotel Londres, en San Sebastián, me fijé en unas copias de esculturas griegas que decoraban los pasillos y me puse a dibujarlas pues siempre llevaba un cuaderno de apuntes en el bolsillo. Un día, cuando estaba haciendo uno de esos dibujos de las esculturas, no me di cuenta de que el patrón me estaba observando. Terminado el dibujo me llamó. Pensé que me despediría del trabajo pero me dijo que se lo mostrara. Lo miró con atención y al rato me citó en el taller al acabar la jornada de trabajo. Me llevé una gran sorpresa al decirme lo mismo que mi maestra y mi novia: que tenía mano o talento para el dibujo.» «Seguí los consejos de estas personas y entré en la Escuela de Artes y Oficios de San Sebastián. No duré mucho tiempo al no seguir las normas del profesor de dibujar las figuras de escayola a su tamaño, centrándolas en el papel a un centímetro de la parte de arriba y de abajo. Hice unas cuantas al carboncillo y difumino, como se solía hacer en la época, pero luego me aburría y las hacía a mi aire. Dibujaba un pie, una cabeza, una mano, total que me dijeron que si seguía de esa manera que no volviera. Y no volví. Lo curioso es que 17 18 19 20 21 17 18 19 20 21 22 23 24 25 En su estudio de Madrid. En casa de Eduardo Chillida (San Sebastián). Pintando en su estudio de Cuenca. En casa de Alberto Gironella en Valle de Bravo (México). Con Alberto Portera. Con Javier Mugarza en su estudio de Madrid. Con Henri Deschanet seleccionando vidrios. Con Jorge Oteiza. Con Roberto Matta. 22 23 24 25 La pintura también deja cicatrices 235 yo pensaba que lo de que no volviera me lo iba a decir el patrón del taller de pintura donde trabajaba y resulta que me lo dijo el profesor de Dibujo de Artes y Oficios.» «Nunca he vivido el placer de la pintura ni la considero, como dicen muchos pintores, un divertimento. Para mí es un combate, un conflicto importante. Yo vivo la sensualidad de la pintura de otra forma. Es como una ceremonia dramática. El cuadro es un objeto que te da vida o te la quita y, al igual que los toros, deja huellas. La pintura también deja cicatrices. Creo que en pintura el gusto al deleite es algo peligroso. Yo no creo en esos pintores que van felices y exitosos por la vida. En el fondo pintar es pasear por lo equívoco, por lo oscuro, para encontrar otras posibilidades. Más que el éxito del momento lo que a la larga importa es la resonancia de la obra. El artista debe desaparecer detrás de la obra. Cuando se habla más del pintor que de la pintura es que algo no funciona.» «Para mí la educación de la vista es muy importante. Hay que observar continuamente todo lo que te rodea. Esto me sirve como método de trabajo para componer formas y colores. Yo concibo la pintura como una forma de conocer el mundo exterior y de conocer las relaciones entre las formas y los colores, unas relaciones que no se pueden explicar nada más que a través del lenguaje de la pintura.» «El sentimiento en un cuadro se da cuando se pueden ver de un golpe los diferentes elementos que lo componen, cuando se puede obtener una claridad visual equivalente a la que opera en el ojo cuando concentramos nuestra visión en un punto determinado, con lo que lo percibimos de una manera más clara que al resto de los objetos que lo rodean. Nuestros ojos perciben continuamente una realidad amplia. La clave de la pintura, o su problema, consiste en reducir esa amplitud a un solo momento visual, siendo esto la condición de la unidad del cuadro. Creo que la pintura tiene una finalidad, o tiene que alcanzarla: el conocimiento del mundo exterior a través de la visión.» «Nunca he tenido un sistema fijo para nada, y para pintar, menos. Muchas veces tengo en la cabeza una idea para una pintura pero estoy haciendo otra. Esa idea la voy retrasando y llega un momento que la veo más clara: es cuando me meto a pintar. El resultado es que la idea que tenía en la cabeza se parece al cuadro como un huevo a una castaña. Lo perfecto sería que se estableciera un circuito entre la idea, el brazo, la mano y la tela, pero no es así. Recuerdo una frase de Picasso que lo resume estupendamente: “La pintura es como la mujer. Hace de uno lo que quiere”. Yo nunca he tenido una teoría fija. En el día cambio de idea unas cuantas veces, como en la pintura. Pinto y borro, borro y pinto. Tengo un cuadro que lo habré pintado unas quince veces. Me hubiera gustado ponerle las fechas al darlo por terminado. Bueno, es una forma de hablar porque creo que los cuadros no se terminan, se abandonan. En otras ocasiones al borrar una tela resulta que te paras a la mitad y ves un cuadro que está casi resuelto, y en un par de horas solucionas el laberinto. En resumidas cuentas eso es la pintura: un gran laberinto.» «Muchas veces veo en algunos cuadros figuras que me gustaría convertir en pequeñas esculturas en barro. Esta idea me persigue desde hace años. Me gusta cambiar de medios o fórmulas de trabajo. Creo que es un ejercicio que va muy bien para no amanerarte y por este motivo suelo trabajar grabados o aguafuertes. Tengo la suerte de que mi vecino y amigo es Antonio Gayo, que es un maestro de la litografía en piedra. Creo que en España hay muy pocos talleres que trabajan la litografía tradicional sobre piedra. Hace 236 Ángel S. Harguindey años también hice bastantes collages y últimamente me rondaba por la cabeza el volver a hacerlos, y ahora estoy trabajando en ello, pegando papeles y dibujos.» «Nuestra generación se ha pasado media vida hablando del fin del milenio y ahora que estamos en el fin, nos sorprendemos. Estamos acabando un siglo, estamos acabando un milenio y muchos creen que estamos acabando la modernidad cuando en realidad donde estamos es en la Edad Media. Coge la prensa de hoy y todo es Edad Media: guerras religiosas en Europa, la peste y el hambre en África, guerras que no se terminan nunca en Latinoamérica, cógela por donde quieras. Mira, todavía están con lo de si se acepta o no a las parejas homosexuales. ¿Que aún hoy se tengan que plantear si una pareja es oficial o no es oficial? De verdad, vivimos en una especie de retablo de la Edad Media.» «Para mí empezar un cuadro es una aventura que no sé hasta dónde me conducirá. Si lo supiera por adelantado ya no sería una aventura. Creo que la obra de arte es cautivadora precisamente por su carácter de aventura, de combate entre el pintor y los materiales que utiliza, y por no saber nunca de antemano hacia dónde conduce esa aventura. La pintura es una actitud de vida y tendría que lanzarme a un psicoanálisis profundo para saber de dónde me vienen todas estas cosas. No lo he hecho porque me gusta convivir con mis fantasmas. Existe una especie de intranquilidad y de sensibilidad que intentas manifestar a través de algo tan tonto y maravilloso como es untar de pintura un papel y empezar una aventura que te lleva a inventar mundos y hacerlos visibles a los demás. La experiencia profunda de la pintura es el placer óptico. Más allá de esto se puede entrar en un análisis racional pero siempre será a posteriori.» «Todo son sensaciones contradictorias porque creo que el hecho creativo surge de una contradicción. Desde la razón no me explico cómo se puede pintar un cuadro. Pintar y borrar. Me he dejado seducir, me he dejado arrastrar. Es uno de los sinos de la aventura artística. Todavía soy de los que comulgan con la idea de que la pintura es una forma de conocimiento. Yo creo que no se puede crear una obra sin una experiencia vital interior que la respalde. Lo que llamamos calidad de una obra es su condición enigmática. Ahora siento que las cosas están fluyendo y que la estrategia es hacia dentro. Todo esto es una consecuencia, es un efecto no una causa. Y creo que esto ha sido un poco el drama que hemos vivido en los ochenta, en toda la pintura de los años ochenta. Y en estos momentos de finales de los noventa sigue pasando. Creo que en el mundo artístico hay un cierto olor a naftalina porque se ha olvidado uno de los ritos más bonitos que tuvo el arte del siglo xx: la libertad creativa. Se ha vuelto a una manera de hacer que a mi personalmente no me ha estimulado nada, aunque, evidentemente, sí ha facilitado un mercado a una serie de decoradores y decoradoras. Pero lo dramático es que se habla de pintores y no de obras. La mirada no es limpia. No puedes mirar cara a cara a la pintura porque siempre te encontraras al pintor en medio.» «Si la gente entrara de verdad en las propiedades de la música, de la poesía, de la pintura, el mundo sería más rico; irías por la calle y la gente se miraría de otra forma, sería distinta. Creo que en alguna manera la pintura es el rastro del caracol, la baba que deja tras de sí el caracol.» La pintura también deja cicatrices 237 «Me he dado cuenta de que mi obra y mi personaje crean confusión y que, en alguna medida, en el panorama español se me ha dado de comer aparte. Pienso que la pintura tiene un quehacer lentísimo y no puedes acelerarte, sobre todo no puedes dejar que te aceleren. No quiero decir que esté en lo cierto en todas estas consideraciones. Reconozco que he cometido cantidad de errores, afortunadamente, y los seguiré cometiendo aunque intento arreglarlos.» «Me doy cuenta que a pesar de mis obsesiones sigo con la puñetera fidelidad a mí mismo. ¿Y cuál es el eje de esa fidelidad? La posibilidad. ¿Y cuál es el drama de esa fidelidad? La impotencia. La imprudencia nunca es un drama. ¿Qué se ha hecho con el mundo para que los que lo pintamos lo expresemos así? La imagen me sobrecoge. No puedo pasar por delante de un De Kooning, de un Picasso o de un Miró sin estremecerme. ¿Es nuestra última aventura? ¿Acaso la influencia del arte africano nos remite a un proceso de génesis o de síntesis a finales del siglo xx, o un regreso a no se sabe qué? ¿Si la expresión del cuerpo humano a finales de este siglo es ésta, qué se ha hecho del mundo para que lo representemos así?» «Cuando una obra es buena y está viva no es una obra de arte del pasado. El arte africano, azteca, egipcio o griego no es del pasado, de la misma forma que las pinturas de Altamira o de Tassili puede ser que hoy en día estén más vivas que nunca. El arte no evoluciona por sí mismo. Son las personas las que cambian y con ellas las formas de expresión. Mucha gente me pregunta qué significa tal o cual cuadro. Yo le doy al cuadro la forma y el color que le corresponden al significado. Me gusta conservar en mis cuadros la alegría del descubrimiento, el placer de lo inesperado. Mis telas tienen que ser una fuente de interés y en ese caso, ¿para qué contar lo que hago si todo el que quiera puede verlo?» «La gente siempre suele hablar de la belleza pero ¿qué es lo bello? En pintura hay que hablar de problemas. Los cuadros no son otra cosa que investigación y experimentos. Yo nunca me pongo a pintar una “obra de arte”. Todos mis cuadros son investigaciones, problemas, dudas, inseguridades, y en esta búsqueda hay un desarrollo lógico y una incertidumbre. En cuanto te detienes vuelves a empezar otra vez desde el principio. Puedes dejar de lado un cuadro y pensar que no lo vas a tocar más pero nunca podrás pensar que es definitivo.» «La mejor manera de encontrar imágenes, de encontrar una obra, es perdiéndose. Perderte es la mejor manera de encontrar otra realidad, otra verdad, otro paisaje, un paisaje profundo de la pintura que me interesa mucho más que los paisajes reales. De todas maneras todos esos escenarios sin la gente serían desiertos, no serían nada. También es verdad que la memoria y la edad hacen que me cueste más perderme porque tengo más referencias que son difíciles de olvidar. El concepto de viaje ha cambiado. Puedes viajar de muchas maneras pero el viaje romántico se ha perdido. Ahora el que me interesa es el viaje profundo a la pintura, una larga travesía en la que me siento un profano. Digerir la obra es un proceso lento. Siempre he estado metido en patochadas que acababan a las ocho de la mañana, o a las once de la mañana. Ahora estoy más tiempo en el taller, trabajando. Es mi viaje actual.» Noviembre de 1998 BONIFACIO San Sebastián, 1933 Fotografía: Pep Escoda EXPOSICIONES 1958 1959 1960 1964 1966 1967 1968 1970 1971 1974 1975 1976 1977 1978 1979 • Ateneo de Guipúzcoa, San Sebastián • Ateneo de Guipúzcoa, San Sebastián • Galería Aranaz Darras, San Sebastián • Galería Aranaz Darras, San Sebastián • Galería Grises, Bilbao • Galería Grises, Bilbao • Galería Mainel, Bilbao • Galería Libros, Zaragoza • Galería Seiquer, Madrid • Galería Juana Mordó, Madrid • Galería Mikeldi, Bilbao • Salas Municipales, Durango, Vizcaya • Galería 12, Barcelona • Galería Carmen Durango, Valladolid • Galería Dach, Bilbao • Galería Val i 30, Valencia • Galería Mikeldi, Bilbao • Galería Prisma, Zaragoza • Galería Monjo, Andorra • Galería Egam, Madrid • Galería El Pez, San Sebastián • Galería Juana Mordó, Madrid • Galería Picasso, Almería • Galería Dach, Bilbao • Museo de Bellas Artes, Álava • Galerie Le Dérive, París • Galería Jamete, Cuenca • Galleri Schiang, Odense (Dinamarca) • Museo de Bellas Artes, Bilbao • Galería Mikeldi, Bilbao • Galleri Riis, Trondheim (Noruega) • Arte Galleri, Oslo • Gallery Flint, Arthus (Dinamarca) • Galería Antonio Machón, Valladolid • Galería de la Mota, Madrid • Galería Juana de Aizpuru, Sevilla • Galleri Schiang, Odense (Dinamarca) • Caja de Ahorros de Navarra, Pamplona • Caja de Ahorros de Navarra, Estella • Caja de Ahorros de Navarra, Tudela • Galería Troques, Santiago de Compostela 1980 1981 1983 1984 1985 1986 1987 1988 1989 1990 1991 1992 1993 • Musée Bonnat, Bayona • Galería Leyendecker, Tenerife • Galería El Mirador, Cuenca • Galería 11, Alicante • Galería Juana Mordó, Madrid • Galería Carmen Benedet, Oviedo • Galería Jamete, Cuenca • Galerie Lacy, Orleáns (Francia) • Galería Tórculo, Madrid • Sala Alta, Cuenca • Museo de Bellas Artes, Bilbao • La Colchonería, San Sebastián • Rocca di Francesco di Giorgio Matini Sassocorvaro, Urbino (Italia) • Caja de Ahorros de San Sebastián • Galería 16, San Sebastián • Galería Windsor-Kulturgintza, Bilbao • «Spuren und Zeichen», Tuchfabrik Trier, Trêver (Alemania) • Sala Alta, Cuenca • Galería Juana Mordó, Madrid • Galería Granero, Cuenca • Galería Palau, Valencia • Exposición de dibujos taurinos, Escuela de Bellas Artes, Cuenca • Galerie Manus Presse, Stuttgart • Museo de Bellas Artes, Álava • Museo de San Telmo, San Sebastián • Galería Windsor-Kulturgintza, Bilbao • Galería Juana Mordó, Madrid • Galería Arte Xerea, Valencia • Galería Altxerri, San Sebastián • Sala Alta, Cuenca • Galería Percha, San Sebastián • Galería Tórculo, Madrid • 15 ilustraciones para el libro Apuntes Cervantinos, Festival Internacional Cervantino, Guanajuato (México) • Galería F&J, Bilbao • Galería Dieciséis, San Sebastián • Galería Juana Mordó, Madrid 240 1995 1998 2000 2001 2002 2004 2005 2006 Bonifacio • Galería Van Art, Madrid • Iglesia de las Verónicas, Murcia • Primer Premio Nacional de Grabado, Madrid • Galería Percha, San Sebastián • Galería Antonio Machón, Madrid • Galería Pilares, Cuenca • Galería Antonio Machón, Madrid • Galería Lourdes Carcedo, Burgos • Galería Pilares, Cuenca • Sala García Castañón, Pamplona • Fundación Antonio Pérez, Cuenca • Galería Antonio Machón, Madrid • Galería Juan Manuel Lumbreras, Bilbao • Galería Luis Burgos Arte del Siglo xx, Madrid • Galería Juan Manuel Lumbreras, Bilbao • Galería El Ducado, Santander • Galería Pedro Torres, Logroño • Galería Ob-Art, Barcelona • Castello de Porto-Venere (Italia) • Galleria Menhir, La Spezia (Italia) • Galería Luis Burgos Arte del Siglo xx, Madrid EDICIONES ORIGINALES • Insectos, 24 grabados, 50 ejemplares, Madrid, ed. Galería Juana Mordó, 1972 • Insectos, 10 grabados, 50 ejemplares, Madrid, ed. Galería Juana Mordó, 1972 • Insectos, 14 grabados, 50 ejemplares, Madrid, ed. Galería Juana Mordó, 1972 • Sorginas, 5 serigrafías, 75 ejemplares, Madrid, ed. Galería Juana Mordó, 1972 • Sorginas, 2 serigrafías, 75 ejemplares, Madrid, ed. Galería Juana Mordó, 1972 • Norberto el Pata y Pitín, 5 grabados, 70 carpetas, Madrid, Gustavo Gili, Barcelona, 1975 • Sopas y manjares. Texto de Ruperto de Nola, 70 carpetas, París, ed. Yves Rivière, 1976 • 2 litografías, 150 ejemplares, París, ed. Gallery Riis, Trondheim, la Dèrive, 1978 • Tomilleros, 115 ejemplares numerados del 1 al 115, Cuenca, ed. Antonio Pérez, colección Antojos, 1979 • Serán ceniza, 75 ejemplares, colección Marzales, Valladolid, Galería Carmen Durango, 1980 • 1 litografía, 50 ejemplares, Madrid, ed. Juana Mordó, 1980 • 1 serigrafía, 300 ejemplares, ed. A.E.P. de Grupo, 1981 • 20 aguafuertes, 23 ejemplares, ed. Bonifacio Alfonso, 1982 • 2 litografías, 75 ejemplares, San Sebastián, Arteleku • La música callada del toreo, 1.000 ejemplares, Stuttgart, ed. Magnus Presse, 1987 • 5 series de litografías, 75 ejemplares numerados del 1 al 75, Madrid, Taller de Don Herbert, 1987 • 4 series de litografías, de 75 ejemplares numerados del 1 al 75, París, ed. Yves Rivière, 1987 • 6 litografías, 75 ejemplares, París, ed. Yves Rivière, 1988 • 75 aguafuertes, 75 ejemplares, Madrid, ed. Colegio de Médicos, 1990 • 7 Pintores Homenaje a García Lorca, 100 carpetas, ed. Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha • 2 aguafuertes, 75 ejemplares, Cuenca, ed. Ramón Herráiz, 1993 • 3 grabados, 75 ejemplares, Madrid, ed. V. Galán, 1993 • 4 litografías, 50 ejemplares, Madrid, ed. Antonio Gayo, 1993 • Carpeta con 4 grabados, 75 ejemplares, Valencia, ed. Galería Xerea, 1993 • 4 grabados, 75 ejemplares, ed. Galería Pilares, Cuenca, 1994 • 4 litografías, 50 ejemplares, Madrid, ed. Antonio Gayo, 1994 • 3 grabados, 75 ejemplares, Madrid, ed. V. Galán, 1994 • 1 aguafuerte, 75 ejemplares, Bilbao, ed. EVE, 1994 • 2 aguafuertes, 75 ejemplares, Madrid, ed. Antonio Machón, 1994 • La Bella Otero, 6 litografías. Textos de Torrente Ballester, Madrid, ed. Raíña Lupa y Consorcio de Santiago, 2000 Currículum Vitae MUSEOS Y COLECCIONES PÚBLICAS • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • Museo de Arte Abstracto Español, Cuenca Silkeborg Museum, Dinamarca British Museum, Londres Museo Taurino, Madrid Donación Asger Jorn, París ARTIUM de Álava, Vitoria-Gasteiz Museo Popular de Arte Contemporáneo, Villafamés, Castellón Museo de Bellas Artes, Bilbao Museo de Cuenca Biblioteca Nacional, Madrid Galleri Schiang, Odense (Dinamarca) Colección de Arte del Siglo xx, Alicante Museo Internacional de la Resistencia Salvador Allende Museo de Arte Moderno, Managua Stedelijk Museum, Ámsterdam Museo del Pueblo, Tenerife Centro Atlántico de Arte Moderno, Las Palmas de Gran Canaria Museo de San Telmo, San Sebastián Diputación de Guipúzcoa, San Sebastián Caja de Ahorros Provincial de Guipúzcoa, San Sebastián Ateneo de Bilbao Asociación Canaria de Amigos del Arte Contemporáneo, Santa Cruz de Tenerife Construcciones La Naval, Bilbao • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • Compañía Nacional de Oxígeno, Bilbao Citybank, Madrid Banco Hipotecario, Madrid Arteleku, San Sebastián Museo de Arte Contemporáneo, Córdoba (Argentina) Colegio de Arquitectos, Cuenca Museo de Arte Contemporáneo, Ciudad Real Caja de Ahorros de Cuenca Banco de Vitoria, Madrid Complejo de la Moncloa, Madrid Colección Telo-Fundesco, Madrid Ayuntamiento de Cuenca Museo Municipal de Arte Contemporáneo, Madrid Fundación Banco Bilbao Vizcaya Argentaria, Madrid Ministerio de Trabajo, Madrid Unión de Bancos Suizos, Madrid Real Calcografía Nacional, Madrid Fundació Pilar i Joan Miró, Palma de Mallorca Colección Testimonio «La Caixa», Barcelona Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid Colección Arte Contemporáneo - Museo Patio Herreriano, Valladolid Fundación Antonio Pérez, Cuenca Castello di Porto Venere, Porto Venere (Italia) 241 ÍNDICE BONIFACIO O EL COMBATE POR LA EXPRESIÓN JUAN MANUEL BONET 11 PINTAR LA LUZ, OFICIO DE TINIEBLAS PILAR BORRÁS 21 BONIFACIO. EN LOS CAMPOS DE BATALLA OBRA 33 ANTOLOGÍA DE TEXTOS EL CÓDICE ARMENIO ANTONIO SAURA 211 BONIFACIO POR LA PUERTA GRANDE ROBERTO MATTA 213 BONIFACIO EL DESTRUCTOR DE SIMETRÍAS SEVERO SARDUY 215 BAROCCHUS BONIFACIUS FERNANDO DEL PASO 217 EL ARTE (EN PARTE) DE BONIFACIO GUILLERMO CABRERA INFANTE 223 LA PINTURA TAMBIÉN DEJA CICATRICES ENTREVISTA CON BONIFACIO ÁNGEL S. HARGUINDEY BONIFACIO CURRÍCULUM VITAE 231 239 En el taller del editor Gustavo Gili, realizando Norberto el Pata y Pitín. Barcelona, 1975. Fotografía: Jaume y Jordi Blassi