Presentación de Jorge Correa Sutil en lanzamiento del libro “¿Nueva Constitución o Reforma? Nuestra Propuesta: Evolución Constitucional” “Supongo se me ha pedido presentar este libro para que dé una visión crítica del mismo. Así haré. Una cierta perplejidad recorre este texto: Si es verdad como destacan Miguel Ángel Fernández, Emilio Pfefer y Luis Alejandro Silva que esta Carta Fundamental ha establecido la primacía de la persona, la servicialidad del Estado y la protección de la libertad; si es cierto que ha favorecido un modelo exitoso de desarrollo que ha sacado a grandes masas de la pobreza, como argumenta Teodoro Ribera; si es efectivo que lo ha hecho sin imponer una camisa de fuerza neoliberal al desarrollo de políticas sociales de prisma diferente, como subraya Arturo Fermandois; si como afirma Miguel A. Fernández, ella ha alcanzado su legitimidad o si como la alaba José Francisco García, la actual Constitución “ha contribuido a que Chile sea ejemplo en el mundo de progreso y estabilidad institucional, económica y social”; si todo eso es cierto, entonces, ¿cómo es que adquiere fuerza la idea de echarla por la borda e incluso de instalar una Asamblea Constituyente para sustituirla por entero y sin miramientos ni por sus formas? ¿Por qué los constitucionalistas de derecha o cómo prefiere llamarlos José Francisco García, estos herederos de una rica tradición conservadora y liberal deben gastar talento y tinta en tratar de convencer al país que no se justifica un quiebre constitucional; qué no es bueno despreciar una Carta Fundamental que nos ha traído tantos beneficios y empezar a escribir en una página en blanco, como si no tuviéramos una tradición que valorar y de la cual extraer lecciones? ¿Por qué si la Carta Fundamental es la que muestra este libro se ha hecho siquiera necesario que Jorge Sandrock nos recuerde en su breve e ilustrado artículo que las asambleas constituyentes han sido hijas de profundas crisis, en las que no pocas veces se despreciaron las formas democráticas y republicanas por encontrarse éstas en estado de verdadera ruina? Caben distintas hipótesis para salir de esta perplejidad. Una aparece sugerida en varias páginas del libro y es que hay una sobre ideologización politizada en quienes propugnan el reemplazo total y la Asamblea Constituyente. Varios en este libro acusan a esos de fundar su crítica al margen de toda realidad, desconociendo los efectos reales que esta Carta ha impuesto al orden social, económico y político. Aunque fuera en buena parte cierta, esta hipótesis no explica por qué estos ideologizados críticos han sido tan exitosos en distorsionar el contenido y los efectos de la Constitución que nos rige. “Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos” dijo Sancho para explicar a su Señor las razones de por qué los Sarracenos habían molido a palos a los cristianos; pero en este caso 1 necesitamos de una teoría conspirativa mayor para explicar por qué estos fumadores de opio han logrado influir tan decisivamente en sectores relevantes y numerosos de la sociedad, tanto como para que la Presidenta ayer dijera que son muchos y para tener a los herederos de la rica tradición liberal y conservadora dedicados a ellos, y en actitud contestataria. Máximo Pavéz ensaya otra explicación, al poner en duda que la demanda por una Nueva Constitución y particularmente por una Asamblea Constituyente sea tan popular o intensa. Puede tener razón en que el pueblo no está intensa y masivamente movilizado para derribarla; pero una Constitución necesita y merece más que eso. Requiere de un alto prestigio, pues se les invoca como palabra final para dirimir toda disputa por el poder, sea en el ámbito de quién y cómo está llamado a ejercerlo, sea acerca de sus límites. Una Constitución necesita de prestigio, de aprecio popular y ésta no lo tiene. La última encuesta MORI nos muestra que menos de un 10% considera que debe mantenerse la actual y que es mayoritaria la opinión que favorece una Asamblea Constituyente. El problema del desprestigio constitucional no es ficticio. Una tercera salida a la paradoja contenida en este libro consistiría en negar las premisas con que varios de los autores defienden los frutos de esta Carta Fundamental. Pero no es fácil salir por allí, pues más allá de matices, estas alabanzas están en lo correcto. Puede discutirse el énfasis con que el propio García, Miguel Ángel Fernández o Pfefer subrayan la creciente vigencia de las libertades y de los derechos bajo su imperio; pero no puede negarse que, comparativamente con nuestra historia, han sido años de goce creciente de las libertades, sin suspensiones ni interrupciones. Dificulto otros 25 años en la historia de Chile en que no se haya recurrido a estados de excepción constitucional sino por desastres naturales; en que haya regido tanto la libertad de expresión, o en que se haya recurrido menos al derecho penal para zanjar los debates políticos. Tiene razón Pfefer al sostener que han sido 25 años en los que el poder ha estado sometido al derecho, sin grandes estallidos sociales, ni amenazas de intervención militar. Uno puede debatir con Teodoro Ribera acerca de la relación causa a efecto tan cercana que él presenta entre esta Constitución y el desarrollo económico alcanzado, pero lo que no puede negarse es que bajo el imperio de la Carta del 80, el país ha progresado y la pobreza disminuido como nunca antes en la historia, sin que la Constitución haya impedido tampoco, como subraya Fermandois, las principales políticas correctoras de énfasis neo liberales impulsadas por gobiernos de centro izquierda. ¿Cómo explicarse que estemos en riesgo de tirar por la borda una Carta Constitucional que por 25 años ha cumplido exitosamente sus misiones más esenciales de regular eficazmente la competencia por y el ejercicio mismo del poder; el disfrute de las libertades y la expansión creciente de beneficios económicos, incluso garantizados como derechos económicos? 2 Mientras no respondamos esto, nos será difícil comprender dónde radica la fuerza de quienes buscan sustituir enteramente el orden; difícilmente sabremos cómo y dónde enfrentarlos exitosamente y cómo y en qué es necesario ceder para que el esfuerzo constitucional se haga cargo de la tradición y sea evolutivo. Comparto con Uds. el deseo de una evolución constitucional y no de un quiebre. Aunque el resultado sea una nueva constitución, la empresa será un fracaso si no se hace, como propone este libro, a partir de un diagnóstico sereno y certero de los aciertos y defectos de la Carta que nos ha regido estos 25 años. Incluso si llegamos a escribir una nueva constitución y lo hacemos en una página que carezca de pies forzados, no debemos hacerlo sin una reflexión acerca de nuestra tradición constitucional pasada y reciente. La Constitución no es un texto libre en que, desde la emocionalidad, se nos llame a dibujar el país que queremos, sino un conjunto de normas acerca del poder político que sean aptas, eficaces y perdurables para mejorar el país que tenemos, y eso requiere de un certero diagnóstico y de una igualmente aguda reflexión histórica, como la que éste libro propone y en la que hace muy valiosos aportes. Soy un convencido que no habrá un buen orden constitucional para Chile si la derecha no está presente y gravita en ese esfuerzo y hasta aquí, hasta este libro, pero también incluso en partes en este libro, la sigo viendo más reactiva y defensiva que propositiva, aún confundida con la fuerza de los críticos de la Carta, pero sin terminar de acertar donde radica su fuerza. Permítaseme la licencia de decir dónde creo yo radica la fuerza de los partidarios de la tabla rasa y de la Asamblea Constituyente. Déjenme dar dos imágenes burdas y gruesas, impropias de un debate académico, pero por su propia brutalidad espero me permitan mostrar mi punto: La primera: en este texto, en cada uno de sus artículos, se habla de la Constitución de 1980 como si, concebida por la Comisión Ortúzar hubiese comenzado a regir en 1989. Ninguno de los autores se hizo cargo de esa parte de su historia, como si no hubiera regido durante los primeros 9 años de su vigencia.¿Cuánto de la mala prensa de la Constitución de 1980 se deberá a que tantas veces se le invocó para excluir, relegar exiliar, descalificar y encarcelar a quienes éramos disidentes? No es mi afán sacar cadáveres del clóset y menos quiero enrostrar culpas a la hora de presentar un libro en el que una nueva generación de constitucionalistas de centro derecha escribe artículos fuertemente propositivos. Sólo trato de explicarme una paradoja, convencido de que no explicársela bien nos resta posibilidades del debate que merecemos y necesitamos. Pero el problema de hoy no es la Carta de 1980 que rigió hasta 1989. Está demasiado lejana en el tiempo y cambiada en sus normas para 3 adjudicarle a la Constitución original la falta de aprecio popular que ésta presenta hoy. Nuestro problema no son los fantasmas del pasado, pero sí aquellos fantasmas de la Carta original que perviven en la que aún rige. Pienso que eso es lo que tiene a mal traer el prestigio de este texto. La Constitución del 80 tiene poco aprecio porque en ella pervive una arquitectura que, temerosa de la soberanía popular, incurre en un cierto desprecio de la igualdad política y es improbable que la ciudadanía aprecie unas reglas que la desprecian. Eso es lo que me parece este libro se resiste a reconocer, dando explicaciones, en algunos de sus artículos que, por ser contra intuitivas, difícilmente llegarán a triunfar en el debate público. Mientras más se sigan defendiendo esos rasgos de la Constitución del 80 que son incompatibles con la democracia, menos probable será un acuerdo por una reforma evolutiva que rescate un pasado que tiene mucho de positivo. Algo queda en esta Constitución que sigue respondiendo al modelo original del 80 cocinada en el caldo de los temores a la soberanía popular incoados a fines de los 60 y comienzos de los 70. Esa es la Constitución que explica la paradoja que yo quisiera invitar a este grupo a abordar más decididamente para definir si quiere defender su pervivencia o si va a abandonarla. Porque si va a abandonar esos rasgos, no sería sabio hacerlo ni a destiempo ni a regañadientes, como creo se abandonó el artículo 8°, en 1989, los Senadores designados el 2005 o el binominal 10 años después. La defensa de instituciones incompatibles con la democracia, amén de inútil como estrategia, ha deteriorado la imagen de la derecha en el debate constitucional y de la propia Carta Fundamental, abonando el terreno para que resulte plausible la tesis de su abrupto reemplazo. La segunda imagen algo burda y pendenciera de la que me valdré para explicar mi punto es de que, siendo cierto lo que dice José Francisco García de que este grupo reúne lo mejor de las tradiciones conservadoras y liberales que tanto han aportado a la construcción de la República; ello silencia una tercera tradición, la que debe ser rescatada o repudiada. Me refiero a esa tradición del temor a la democracia, que pobló la esencia de la Constitución y que aún pervive en algunas de sus cláusulas. Mi hipótesis es que esta Constitución, con fundamento razonable y no por pura maquinación ideológica, es aún percibida como la Carta que necesitó y aún sirve a una derecha que, temiéndole a la democracia, se animó a re inaugurar las elecciones, tomando eso sí todas las precauciones imaginables para evitar el riesgo marxista y el regreso de la Unidad Popular, con la que había quedado traumada ella y buena parte del país. En la Constitución habita esta tercera tradición:las normas transitorias, su artículo 8°, el Consejo de Seguridad Nacional, los 4 Senadores designados, quedan como fantasmas, pero un par están vivos. El Presidente Lagos, un maestro en ritos republicanos, intentó exorcizarla, ahuyentándole esos fantasmas al abrazarse con ella, él el primer presidente socialista después de Salvador Allende. El esfuerzo no fue suficiente. Pienso que no lo fue por muchas razones, algunas pertenecen al género de las maldiciones bíblicas; pero otras son más abordables. Entre las últimas está que la Constitución aún no termina de apreciar la democracia, ni nos trata en el terreno político, como iguales. Instaura una democracia representativa, con pocos espacios para participación directa, un tópico que el libro apenas aborda; una constitución que centraliza el poder en exceso, un tema que este libro trata, haciendo singulares aportes; pero sobre todo y ante todo, una Constitución que sigue desconfiando de la gente en dos aspectos para mí inexplicables: en el orden público económico y en las supra mayorías. Sobre la primera de estas cuestiones escriben Arturo Fermandois y Teodoro Ribera y lo hacen para defender ese orden. Ambos lo justifican históricamente como una reacción razonable a los peligros del colectivismo a los que reaccionó la Carta original de 1980. Esa, siendo una buena explicación histórica no es hoy una razón justificante, cuando el peligro colectivista desapareció. Ya no sirve para justificar esa carga ideológica construida en torno al concepto de subsidiariedad, que una parte del país repudia y esa sobre abundancia de garantías de la propiedad. (En esto destaco que Pfefer se muestra dispuesto a renunciar algunas). La discusión de hoy ya no es entre los partidarios de la libertad y los colectivistas que quieren oprimirla; la de hoy es entre liberales y social demócratas. Los que invocan la Constitución en ese legítimo debate político les dicen a los otros que sus opiniones no valen porque la Constitución los desprecia o porque son moralmente peligrosos. ¿Cómo quieren que esos aprecien una Constitución que se invoca para clausurar sus voces? Es posible que Ribera tenga razón y que para seguir sacando gente de la pobreza sea necesario que Chile se mantenga e incluso escale en el ranking de los países donde resulta más fácil hacer negocios. Pero esa no es un objetivo constitucional; no es una materia en la que debamos tirarnos los derechos por la cabeza.Ya somos mayores de edad y tenemos derecho a equivocarnos en ese terreno. Hace pocos días David Cameron preparaba el ambiente electoral que lo enfrenta a los laboristas afirmando que los electores estaban llamados a “elegir entre una economía que crece, que genera empleo y recorta los impuestos para 30 millones de trabajadores o pueden elegir el caos económico de Ed Miliband, con 3.700 euros de impuestos más para cada familia, y así poder pagar la asistencia social y el gasto incontrolado, mientras sube la deuda y perdemos puestos de trabajo”. Ese es el debate político inglés. El que gane gobernará, lleva a cabo su programa y responderá, hasta que el electorado se canse y lo cambie. A nadie se le ocurre que esos debates de política económica puedan resolverse 5 invocando el lenguaje constitucional de los derechos en un tribunal de justicia. A nadie se le ocurre que el pueblo deba ser constitucionalmente protegido de tomar el camino errado. En Chile se nos ocurre eso, la derecha viene defendiéndose hace años de la social democracia; disfrazándola de colectivismo capaz de ahogar los derechos esenciales.Ahora la izquierda se apronta a excluir a los neo liberales con las mismas armas constitucionales, en nombre de la igualdad y de los derechos económico sociales. Si el debate acerca del modelo es entre liberales y social demócratas, como creo lo es, entonces saquémoslo de la arena constitucional y de sus cerrojos y dejémoselo a la política, para no seguir degradándola; para no decirle a una parte del país que aún no llegan a la mayoría de edad para adquirir carta de ciudadanos plenos; que este país, por constitución, pertenece más a unos que a otros. El desprecio es una ofensa muy grave entre seres iguales. Es difícil que sea apreciada una Constitución que desprecia. Es posible que Arturo Fermandois tenga razón y que buena parte de estos esfuerzos por invocar la constitución en defensa del neo liberalismo económico no hayan tenido éxito. Pero si tiene razón, ¿para qué insistimos en mantener como constitucional y en invocar con tanta frecuencia en el debate político un orden público económico que carece de dientes? Si Fermandois tiene razón al decir que los casos en los que el TC ha traído a colación el principio de subsidiariedad para declarar inconstitucional una ley, su invocación ha sido sobre abundante porque ya se había arribado al mismo resultado con derechos clásicos como la libertad de expresión, entonces ¿para que insistir en recargar una Carta de un concepto ideológico como ese que no suscita consenso? El segundo enclave no democrático que aún persiste es el de las leyes supra mayoritarias. Sobre ellas escribe Sergio Verdugo. Subraya y con razón que las democracias no son una mera fórmula de mayorías y que éstas deben de tener límites. Nos agrega además las inconsistencias en que caen los críticos de esas leyes y nos hace ver que las mayorías parlamentarias no son idénticas a las ciudadanas. Todo eso es cierto, pero nada de eso justifica que en Chile un debate sobre el régimen previsional en las Fuerzas Armadas, los sistemas de nombramientos en Investigaciones, las funciones de los consejos económico sociales provinciales, la forma que debe asumir la participación de la comunidad en las decisiones municipales, la manera de regular la administración transitoria de una nueva comuna que se crea, incluida la manera de traspasar sus funcionarios y otras análogas se resuelvan a favor de la mantención del orden, aunque la mayoría parlamentaria esté por cambiarlas. La democracia ciertamente tiene ciertas pre condiciones. Son las que aseguran la competencia política y la autonomía de la persona. Esas pre condiciones deben estar en una Constitución, son la Constitución, la 6 primera configura su parte orgánica, la segunda la dogmática; conforman estatutos que no pueden estar disponibles a la mayoría, pues sin ellas la regla de la mayoría se hace ilegítima. Puedo aceptar incluso con M. A. Fernández que esas reglas tienen inevitablemente una carga ideológica, no son neutras. Sin embargo, de ahí en más, más allá de esas pocas y acotadas pre condiciones, que han de reflejar el mínimo ideológico liberal en que concordamos, las democracias no se defienden de las mayorías. Más allá de ese mínimo, las supra mayorías no son democráticas, le dicen a la gente que fue a votar que no importa que su voluntad de cambio haya alcanzado mayoría electoral porque hay quienes tienen un privilegio, hay quienes valen más que él y esos son los partidarios del orden. “Nuestro pacto constitucional” no es tan extenso como para cubrir las reglas contenidas en las muchas leyes orgánico constitucionales, ni puede, por más esfuerzos que se hagan, ser presentado como el fruto de años de consenso. ¿Cómo se quiere que una Constitución que trata así a la gente sea apreciada por la gente? Llego ya al final de mis palabras sin haber presentado buena parte de este libro. Debí hacerlo, porque en verdad el libro lo merece. Hay en él diagnósticos notables y aportes precisos y sustentados en prácticamente todos los capítulos relevantes de una Constitución. Valoro muy especialmente las propuestas que hacen Marcelo Villagrán, José Francisco García, Constanza Hube, Víctor Manuel Avilés, Luz Bulnes y Sebastián Zárate en la parte orgánica de la Constitución, mayoritariamente en lo relativo a las formas de Estado y de Gobierno; esa “sala de máquinas” de nuestras democracias, como la ha llamado recientemente Gargarella. Hay en esos artículos propuestas muy valiosas acerca de cómo distribuir mejor el poder y acercarlo a la gente, materias en las que el programa de la Nueva Mayoría es elocuentemente silencioso y en las que ciertamente los herederos de la tradición liberal y conservadora pueden poner una agenda democrática y popularmente atractiva. También debí presentar este libro anunciando las muy precisas y fundadas propuestas de Ángela Vivanco y de José Manuel Díaz de Valdés para el Capítulo sobre Bases de la Institucionalidad y así haber puesto en duda si una Carta llamada a regular el poder y a constreñirlo en aspectos muy específicos, como yo la concibo, necesita siquiera explicitar esos grandes principios que luego sirven y deleitan a juristas para expandir su poder retórico e imponer su voluntad a las mayorías, ejerciendo un poder que me parece propio del constituyente. Me habría sido posible una complaciente presentación del artículo de Sebastián Soto sobre los derechos económico sociales, cuyo contenido comparto fuertemente o haber debatido con Julio Alvear su muy interesante propuesta doctrinaria acerca de cómo concebir esos mismos derechos. 7 Una presentación de este libro no debiera haber dejado pasar las propuestas más técnicas de Emilio Pfefer y de Rodrigo Delaveau para mejorar el funcionamiento del Tribunal Constitucional y de las garantías constitucionales. Me he tentado por presentar una postura más confrontacional y política con una de las tesis que recorre este libro y si he resbalado por esta pendiente es porque me parece un privilegio poder hablarle a este grupo de constitucionalistas que tienen posición tan relevante en el debate constitucional y político chileno, potencialidad que creo disminuida por la maraña de una paradoja y de una encrucijada que no termina de resolverse bien. Me he tentado de servirme de esta oportunidad para decir que ni las supra mayorías extendidas más allá de lo que es propiamente constitucional, ni los intentos por excluir las propuestas de los social demócratas por secretaría constitucional son parte de la mejor tradición conservadora o liberal. No escondo que mi deseo es verlos explícita y abiertamente renunciados. Esta renuncia no es ni será fácil. Es serio el problema de la inclusión y de la igualdad política en un país económica y socialmente desigual y de poca movilidad relevante. Me parece que ese contraste estuvo entre las causas del quiebre del 73. No pudimos combinar entoncesun sistema electoral y político inclusivo, con una sociedad desigual y con poca movilidad relevante, pues la política inclusiva y masiva presionó por cambios sociales hasta un grado insoportable. Chile tuvo una democracia estable pero no una democracia inclusiva y cuando la tuvo, ésta no resistió la presión. Piénsese que en la elección de 1958 votó un tercio de la población adulta, cifra que saltó abruptamente a un 70% quince años después. El sistema electoral universal y libre que trajeron las reformas electorales acarreó demandas por cambios sociales que fueron insoportables para una sociedad en exceso desigual y con poca movilidad. La igualdad política demandó generar igualdad económica y social en grados insoportables. Esa misma sociedad, así caracterizada, pudo retomar su democracia con sufragio universal e inicialmente con alta participación, pero a condición de limitar el juego democrático y el poder de la política de los modos en que lo hizo la Carta inicial del 80 y que aún subsisten parcialmente. Si lo anterior hace algún sentido, el desafío constitucional consiste en saber cómo deshacerse de aquello que limita la democracia por modos incompatibles con ella, manteniendo el sufragio universal y sin sucumbir en el intento. La salida ya no puede estar en la reducción del sufragio universal, ni tampoco en la mantención de esas cortapisas que limitan la política al punto de desprestigiarla como poco relevante. Parece llegada la 8 hora de superar las herencias constitucionales de esos traumas que inspiraron la Carta de 1980; pues la conciencia de igualdad arriesga hundirla entera con sus lastres de desconfianza y sus innegables logros. Los mecanismos desconfiados deben ceder; pero es necesaria, más que nunca, una arquitectura del poder que desconcentrando los conflictos, nos impida tropezar con la misma piedra. Muchas gracias y suerte a este libro que tiene la virtud de hacer más racional el debate constitucional que nos cruza”. 9