EVALUAR EN LA UNIVERSIDAD (Aspectos conceptuales para repensar la evaluación a nivel universitario) Precisando términos. Qué entendemos por evaluar, evaluación, valoración y estimación. Antes de abordar el tema–problema de la evaluación es preciso proceder a una clarificación de términos, que por emanar de discursos correspondientes a marcos teóricos de diverso origen, son fuente de confusión e incoherencias que se trasladan al aula en las propuestas didácticas concretas. Una de las principales acepciones del término evaluar consignado en la mayoría de los diccionarios hace referencia al hecho de “conferir o adjudicar un valor” a un objeto, acción o sujeto de dicha acción. Es un término que proviene originalmente del ámbito de la Economía Política y está relacionado con un juicio de apreciación al que le sigue comúnmente otro juicio normativo que aprueba o desaprueba. Es indudable la connotación axiológica del término que justifica las vicisitudes que conlleva cuando se introduce al campo de la educación. Evaluar (aplicado al campo de la Pedagogía) significa, fundamentalmente, determinar el valor de un proceso y/o producto de un aprendizaje. Cuando se lleva adelante una actividad de evaluar en educación desencadena una serie de problemas que tienen que ver con la capacidad valorativa de los sujetos (el valor es una categoría que está íntimamente ligada a la esencia de lo humano), la tabla jerárquica de los valores adoptados, los objetivos que se propone la propia evaluación y la dimensión ético – política del proyecto evaluativo. Quiérase o no la evaluación se articula con los aspectos intencionales y teleológicos propios de todo hecho educativo; de ahí que los docentes tengan presente los objetivos o metas cuando planifican y ponen en práctica sus propuestas de trabajo con esta finalidad. Evaluar la pertinencia de proyectos educativos o simplemente propuestas didácticas tiene además de connotaciones axiológicas, repercusiones sociales de política educativa e implicancias epistemológicas y psicológicas que por su naturaleza acarrea. Podemos señalar, a título de ejemplo de las implicancias psicológicas, el desplazamiento que se produce en toda evaluación de un proceso y/o un producto al sujeto de los mismos. Al final se termina evaluando y calificando al alumno, sujeto de aprendizaje, como un sujeto-objeto. ¿Es posible evaluar sin tratar al sujeto como objeto de dicha acción? El vocablo evaluación nos remite al proceso de diseño y recogida de información sobre la cantidad-calidad de los aprendizajes de los alumnos, la pertinencia o eficacia de los programas, planes de estudio y mecanismos que los sustentan y de lo que ocurre en las instituciones educativas. Tradicionalmente el término ha incluido dos instancias perfectamente diferenciadas: el relevamiento de información con o sin procesamiento estadístico de los datos y el acto de valoración mediante el cual se emite un juicio sobre la base de la información e interpretación de la misma. Esto ha llevado a afirmar, por parte de ciertos autores (Álvarez Méndez, J. “Didáctica currículo y evaluación”) que “toda evaluación es cualitativa” pues comienza donde los números no llegan, con la interpretación y valoración de los mismos. Hablamos de valoración para referirnos al proceso mediante el cual estimamos el valor de los datos que evidencian logros y dificultades de la población evaluada para llegar a la emisión de un juicio sobre el significado de dicha información. La valoración es pues un aspecto crucial de la evaluación por lo expuesto anteriormente y porque compromete la responsabilidad del evaluador en la categorización y muchas veces selección de los sujetos evaluados. La valoración tiene por finalidad establecer hasta qué punto el alumno está adquiriendo el nivel de competencia requerido que lo habilita a seguir el proceso de aprendizaje preestablecido institucionalmente. Por lo general estos aspectos quedan documentados en actas, boletines e informes como testimonio y aval del nivel satisfactorio o no alcanzado por el estudiante. Dentro de un concepto de educación permanente o continua se ha introducido otro término proveniente de la Economía Política e incorporado en el discurso de autores provenientes de Gran Bretaña: la estimación. Este término, poco usado en nuestro medio, tiene estrecha relación con otras acepciones del vocablo valor. “Carácter de las cosas que consiste en que merecen mayor o menor estima”; “Precio a que se estima, desde el punto de vista normativo, que un objeto o un servicio deben ser pagados.” ( Lalande, A. “Vocabulario Técnico y Crítico de la Filosofía”. P: 1098) En educación el término se refiere al proceso de valoración que permite obtener evidencia sobre el desempeño de un sujeto en particular en todos los aspectos que atañen a su actuación. Su uso generalmente se restringe al quehacer docente más que al de los alumnos, puntualmente a la identificación de aspectos profesionales que pueden ser mejorados. Como ya hemos dicho toda evaluación culmina con un juicio de valor sobre la calidad de aquello que se estudia. A través de este juicio el evaluador afirma o niega su conformidad con determinada situación y lo expresa mediante una proposición. Es una instancia de apreciaciación subjetiva por más que se quieran establecer indicadores objetivos o neutros. Esta instancia involucra aspectos cognoscitivos, afectivos e intencionales y recoge el significado que tiene el término valor en las acepciones que a continuación se transcriben de un diccionario de filosofía. - A) “Subjetivamente carácter de las cosas que consiste en que son más o menos apreciadas o deseadas por un sujeto o más comúnmente, por un grupo de sujetos determinados.” - C) “(objetiva pero hipotéticamente) Carácter de las cosas que consiste en que satisfacen cierto fin.” (Lalande, A. Ob. Cit. Pág: 1097, 1098) Como vemos a través del análisis semántico de los vocablos relacionados con el tema que nos ocupa, las connotaciones axiológicas permean toda la problemática de la evaluación y explican, en gran medida, las dificultades con las cuales se enfrentan los docentes cuando tienen que tomar decisiones al respecto. Lo que Gimeno Sacristán y Pérez Gómez dicen en relación a la evaluación de proyectos se puede aplicar a todo el campo de la educación. “El componente axiológico no es sólo un compañero inseparable del evaluador como investigador humano que actúa desde una plataforma de creencias y teorías, es, además, un componente inseparable del mismo objeto de su actividad. Evaluar un proyecto es aplicar una jerarquía de valores a una actividad humana donde los grupos de intereses rivalizan entre sí, tienen definiciones divergentes e interrupciones dispares de la misma situación y manifiestan diferentes y a veces contradictorias necesidades de información. Decidir qué información proporcionan a qué personas o grupos implicados de una u otra forma en la educación y en la estructura social además de una opción ética involucra al evaluador en un proceso político.” (Gimeno Sacristán, J. y Pérez Gómez, A.”La enseñanza: su teoría y su práctica.”Akal. Madrid. 1989. P: 423) La evaluación en el contexto de los paradigmas educativos. Se ha trabajado en la precisión de términos claves en el discurso sobre la evaluación, nos queda introducir, con el mismo fin, las distintas connotaciones que adquiere el concepto en el contexto de los paradigmas que sustentan los diferentes modelos didácticos. Con el objeto de simplificar el problema, sólo haremos mención a las dos grandes concepciones epistemológicas que se proyectan en el campo educativo con la denominación de paradigma positivista o empírico analítico y el paradigma interpretativo. (Se considera que el paradigma crítico si bien cuestiona fuertemente la teoría didáctica, hasta el momento, ha cambiado muy poco las prácticas educativas). El primero de ellos incide fuertemente en la evaluación denominada, por algunos autores, cuantitativa y el segundo en las propuestas de evaluación de corte cualitativo. Se desarrollará a continuación en forma sintética los principales aspectos que caracterizan a cada una de estas formas de concebir el acto de evaluar y todo lo que significa para el proceso, tanto de enseñar como de aprender. Es importante dejar en claro que ambas concepciones conviven en nuestra realidad educativa; por efecto de la rutina o distintos intereses en juego se mantienen en las aulas formas tradicionales de evaluar a sabiendas de que son posturas perimidas desde el punto de vista de la teoría educativa. El paradigma positivista y los criterios de evaluación. En el marco de la concepción epistemológica positivista podemos incluir las tendencias pedagógicas tradicionales que proponen formas de evaluar los aprendizajes que acentúan los aspectos medibles y cuantificables. Entre estas tendencias encontramos, el modelo experimental y la denominada pedagogía por objetivos. Ambas posturas tienen su raíz y justificación en una racionalidad técnica que comienza a expandirse a partir del siglo XVII con la conformación de la ciencia moderna y se consolida a mediados del siglo XX con el denominado Positivismo lógico. El modelo experimental proveniente del campo de la Psicología introduce la identificación conceptual entre medición y evaluación. Esta confusión semántica se instalará en la didáctica hasta nuestros días y será difícil de erradicar de las prácticas cotidianas en las instituciones educativas. La calificación entendida como asignación de un número o su equivalente en una nota refleja este modelo, específicamente el concepto de medición como comparación con una unidad predeterminada. Evaluar significa, para un docente instalado en este paradigma, medir el éxito de la enseñanza a través de los aspectos directamente observables del aprendizaje. Y lo observable es el producto de una actividad propuesta especialmente a los estudiantes para saber cuánto han retenido de la información proporcionada por el docente durante el período de enseñanza. La instancia de examinar el rendimiento académico del alumno está dentro de esta visión de la evaluación. El examen es la forma objetiva de conocer y cuantificar (calificar) el dominio del conocimiento que tiene el estudiante al finalizar un curso, módulo o tema curricular. La búsqueda de la objetividad en la evaluación lleva a una confianza desmedida en la validez de los datos provenientes de una cuantificación de los aprendizajes y de su procesamiento estadístico. Esta postura se puede percibir en la aplicación de tests que permiten medir y predecir los aprendizajes en áreas claves del conocimiento disciplinar. Se mide y se compara la situación inicial de aprendizaje (pretest) con las adquisiciones académicas (postest), siempre a través de las mediciones de lo producido por el sujeto de aprendizaje. El evaluado es únicamente el alumno y lo evaluado la información que posee en un momento del curso, por lo general, determinado institucionalmente. Este modelo básico, que se nutre fundamentalmente de la Psicología conductista, puede esquematizarse del modo siguiente: PRETEST …........ INSTRUCCIÓN ….............. POSTEST DIAGNÓSTICO---INCORPORACIÓN DE INFORMACIÓN --- EVALUACIÓN El aula es concebida como un laboratorio donde se controlan las variables ya determinadas y se deja fuera de consideración lo nuevo, lo no previsto, las condicionantes individuales y contextuales, aspectos que distorsionarían el procesamiento estadístico de los datos y la generalización posterior. La pedagogía por objetivos introdujo como modelo de máxima confiabilidad dentro de este paradigma las llamadas pruebas objetivas. Para todo un universo de sujetos, de un mismo nivel educativo, las mismas pruebas o ejercicios estandarizados. No se tienen en cuenta ni las diferencias individuales ni de contexto como ya señalábamos para el enfoque experimental. El modelo cuantitativo de evaluación corresponde al concepto de educación como proceso tecnológico. Los datos obtenidos de las evaluaciones adquieren más importancia para la autoridad académica que para los principales actores del proceso educativo. La planificación de pruebas e instrumentos de medición de los aprendizajes tiene una preparación previa y externa al desarrollo de los procesos instructivos. La evaluación es concebida como una técnica donde los conceptos de medición, calificación y evaluación se confunden e intercambian. El proceder del docente que se mueve en este marco teórico se caracteriza: por definir en primer lugar los objetivos en términos operativos o de especificaciones (conductas explícitas observables), por desarrollar a continuación los procesos instructivos que hipotéticamente permitirían alcanzar dichos objetivos para, finalmente, constatar el grado de congruencia o discrepancia con las conductas definidas en los objetivos. De lo que se trata es de eliminar todo elemento subjetivo o interpretativo para quedarse únicamente con los datos empíricos concretos que aseguren la objetividad, el control y la eficacia de la propuesta didáctica. Múltiples cuestionamientos a esta manera de evaluar comenzaron a escucharse a partir de los años setenta por parte de las corrientes pedagógicas que se inscriben en los nuevos paradigmas científicos: los de la denominada Nueva Epistemología, de la Escuela de Franckfurt (Escuela crítica), la Psicología cognitiva y la Epistemología Genética. Así como la Psicología conductista sustentó fuertemente el modelo cuantitativo de evaluación, las investigaciones enmarcadas en la corriente cognitiva no sólo cuestionaron la ineficacia del modelo vigente sino que aportaron, desde la investigación acerca de los procesos de aprendizaje, nuevos elementos para el replanteo de esta instancia didáctica. Una de las principales objeciones a esta postura es que el aprendizaje de un sujeto no puede reducirse sólo a su “manifestación objetiva”. De hecho el aprendizaje ocurre antes, durante y después, e incluso independientemente, del proceso de enseñanza. (Álvarez Méndez. Didáctica, currículo y evaluación. P: 128). El aprendizaje comienza antes de que el sujeto concurra a las instituciones de educación formal. Todo sujeto, integrante de un grupo de aprendizaje, llega al aula con un bagaje de conocimientos que le permite desenvolverse en la vida cotidiana y resolver eficazmente los múltiples problemas que se le presentan. Este saber, que denominamos por experiencia, constituye la base sobre la cual el sujeto construye nuevos saberes (saber escolarizado) que surgen de la interacción con el saber didactizado. La capacidad y el hecho de aprender no pueden circunscribirse a la enseñanza institucionalizada. El aprendizaje se produce durante el proceso de enseñanza, como consecuencia de la interacción señalada entre los procesos de enseñar y aprender que involucran al estudiante, al docente, a los estudiantes entre sí y a sus respectivos saberes. La evaluación tradicional tiene como objetivo sólo conocer esta etapa del aprendizaje en su manifestación individual. La simplificación, la búsqueda de precisión y el reduccionismo son sus principales manifestaciones, desconociendo que todo acto pedagógico siempre es un acto complejo, “situado” en un aquí y ahora. Para quienes ponen el acento en los aspectos formativos, el auténtico aprendizaje es el que se produce “a posteriori” del proceso de enseñanza. Aprendizaje que promueve la formación de estructuras mentales y formas de pensar que habilitan al sujeto: a reelaborar los conocimientos asimilados en función de las múltiples situaciones y problemas que la vida le plantea; a transferir conocimiento y la disponibilidad para seguir aprendiendo; a desarrollar estrategias de autogestión de sus propios procesos de aprender (activar los mecanismos metacognitivos disponibles). Todas estas competencias conducen al desarrollo autónomo del sujeto. Autonomía para conocer y para actuar que quedan fuera de consideración en un enfoque técnico de la evaluación. Una evaluación de producto, inscripta en modelos que responden a una racionalidad técnica, no es capaz de dar cuenta, en forma acabada, de todos y de ninguno de estos aprendizajes que describimos. Nos proporciona con una visión muy simplificada y pobre de lo que es aprender y de lo que es la vida del aula. El paradigma interpretativo y los criterios de evaluación. Como contrapartida a criterios que apuestan a metodologías rígidamente prescriptas, aparecen otros que se sustentan en los aportes que provienen de las nuevas ciencias como la Etnografía o nuevos enfoques producto de investigaciones sobre lo que es aprender y enseñar. Estas formas alternativas proponen una evaluación educativa centrada fundamentalmente en la descripción, interpretación y valoración de lo que acontece en el aula (espacio didáctico entendido como un complejo dinámico de interrelaciones comunicativas) y permiten dar cuenta de los cambios que suceden en los sujetos como consecuencia del proceso intencional de aprendizaje y de la eficacia del dispositivo didáctico. Tienen por finalidad discernir los hechos más significativos que ocurren en el aula durante el tiempo pedagógico establecido curricularmente. Con el objeto de definir el modelo se hará una serie de precisiones sobre la base de una confrontación teórico – práctica con el que caracterizamos en primer lugar. A diferencia del modelo anterior, el paradigma interpretativo se enmarca en un planteo sistémico y procesal del “acto educativo” tal como ha quedado definido en el módulo I cuando reflexionábamos sobre el aula. La preocupación del evaluador está centrada en el proceso de aprendizaje y no sólo en el producto del mismo. Lo producido por el estudiante en una “prueba” de evaluación pasa a ser un elemento más a tener en cuenta en la valoración final. Se trata de describir qué acontece antes (evaluación diagnóstica), durante (evaluación de proceso propiamente dicha o formativa) y al final del proceso de enseñar y aprender. El después está permanentemente en la conciencia del docente evaluador, en la preocupación de cómo el sujeto y grupo de aprendizaje desarrollan capacidades para seguir aprendiendo con autonomía. Para atender el amplio espectro de factores, previstos y no previstos, el docente planifica y evalúa en un todo orgánico, flexible y dinámico las actividades curriculares. Algunos autores, en esta línea, señalan la importancia de las actividades de evaluación como parte del propio proceso de aprendizaje. Por ejemplo, una propuesta para evaluar cómo utiliza el estudiante los aprendizajes en situaciones nuevas constituye, a la vez, una actividad para aprender en la medida que involucra creativamente al sujeto en la búsqueda de una solución; ser capaz de detectar el error y corregirlo es un indicador para la evaluación y una excelente estrategia de aprendizaje. Una actividad planteada con fines evaluadores encierra un potencial para el aprendizaje siempre y cuando sea un desafío para la reflexión y creatividad del alumno. En toda valoración habrá que atender, al mismo tiempo, qué sabe el estudiante de un contenido curricular (dominio de la información) y cómo la utiliza en relación a la situación planteada (dominio de procedimientos y estrategias de resolución). Se corrige una propuesta de evaluación no sólo para recoger el resultado en una planilla sino que, a partir de los errores o aciertos de los estudiantes, se trabaja en ellos para precisar o profundizar conceptualmente el contenido de la enseñanza. El error no sólo se contabiliza para el puntaje de la prueba sino que constituye un indicador de cómo se va desarrollando el proceso de construcción del conocimiento por parte del alumno; en la percepción de dicho error radica el valor potencial que el profesor deberá capitalizar en beneficio del propio aprendizaje. Aprender a partir de los errores pasa a ser un principio didáctico básico. El tratamiento que el profesor da a los errores cometidos por los estudiantes visualiza su postura epistemológica y sus concepciones acerca de la enseñanza y del aprendizaje. Otro aspecto a señalar tiene que ver con la objetividad del acto de evaluar tan buscado por las corrientes que responden al paradigma positivista. Hoy sabemos que esta pretendida objetividad ya no tiene sustento teórico. Ni en las ciencias denominadas “duras” y menos aún en las Ciencias de la educación puede sostenerse el principio de objetividad tal como se concebía a mediados del siglo XX. El conocimiento científico como cualquier otro tipo de conocimiento, es una construcción humana y como tal no puede librarse de la subjetividad que le es propia. El componente subjetivo es consustancial al hombre, se proyecta en todas sus obras y en las valoraciones de la sociedad que integra. Los valores, prejuicios e ideologías del evaluador, tanto como las variables del contexto cultural, social e institucional en el cual se mueve, deben ser aceptadas y tenidas en cuenta como condicionantes naturales de la evaluación y no como factores distorsionantes (“interferencias en el mensaje”) que hay que detectar y erradicar. En este modelo interpretativo de evaluación las denominadas tradicionalmente “disfunciones” del proceso evaluador pasan a integrarse como variables situacionales en un todo contextual. La evaluación cualitativa permite interpretar los hechos que están fuertemente marcados por la subjetividad, las ideologías y el contexto socio – económico y cultural. De ahí que se rechacen, por carecer de valor, la implementación de pruebas iguales para todos en todos los contextos. Las denominadas pruebas objetivas, propuesta paradigmática de la Pedagogía por objetivos, reciben un fuerte cuestionamiento desde esta postura evaluativa al afirmar que no existe un evaluador ni evaluación neutral, sí un docente profesional capaz de emitir un juicio fundado. La objetividad pasa a ser una categoría que se reconstruye sobre nuevas bases teóricas, no queda excluida del discurso científico tal como pareciera deducirse de las afirmaciones anteriores. El reconocimiento de que no existe una evaluación que no maneje valores implícitos no debe llevar a la falta de credibilidad en condiciones mínimas de objetividad. Aceptar que el componente subjetivo es inevitable no significa que subjetividad sea equivalente a arbitrariedad. Aceptar que no existe un evaluador neutral no significa descalificar al docente que emite un juicio de valoración. Significa que el rol del evaluador se ha redefinido en función de un nuevo modelo didáctico que contempla las condiciones de la evaluación y avala el juicio experto del docente sobre otros supuestos epistemológicos, psicológicos y éticos. “…el esfuerzo concertado entre las partes, tanto del componente valorativo como del sujeto propiamente dicho, en el que diferentes y representativas posiciones de valor, de ideología, de opinión y de intereses están presentes, se erige como garante de la más clara objetividad.” (Álvarez Méndez, J. Op. Cit. P: 135) Estamos ante una propuesta de evaluación que reclama otro punto de vista, el de la coparticipación de todos los involucrados en el proceso de enseñar y aprender. Abrir al análisis y al control de lo que se hace y cómo se hace para aprender, con miradas que focalizan los procesos desde diferentes ángulos, obliga al docente a replantear el rol tradicional desempeñado en la evaluación. El poder institucional detentado en la práctica evaluativa se democratiza ya que deberá implementarse una especie de proceso de “triangulación “para asegurar una objetividad y valoración justa acerca de la singularidad de los procesos de aprendizaje (que incluyen los de enseñanza), su evolución, progresos y dificultades. Además del docente evaluador, el sujeto y grupo de aprendizaje tienen su espacio de participación a través de las formas denominadas autoevaluación y evaluación compartida. A fin de disponer de la mayor información posible que permita una descripción más completa del aprendizaje se apela a todas las fuentes involucradas: la proveniente del sujeto evaluado muchas veces ampliado al grupo (autoevaluación), la del docente evaluador y la institucional (director y/o inspector). Mientras las dos primeras fuentes proporcionan datos a la interna de los procesos del aula la última lo hace desde fuera, generalmente a través de un informe que globaliza datos y describe externamente los hechos. La instancia final que culmina en un juicio de evaluación intenta nuclear todos los puntos de vista que se exponen, se confrontan y se analizan entre las partes implicadas. Es deseable que dicho juicio sea el resultado de una negociación entre los distintos puntos de vista sobre el mismo fenómeno. Se trata de captar el “acto educativo” en su singularidad, complejidad y diversidad a fin de tener elementos que permitan la retroalimentación del plan didáctico sobre bases más firmes y próximas a la realidad. Esta manera de evaluar introduce en el campo de la docencia una “objetividad concertada” donde la figura del docente, su planificación, su desempeño, no quedan por fuera del proceso evaluador; pasan a ser aspectos evaluados y autoevaluados en una totalidad estructurada donde los procesos de enseñar y aprender se condicionan y retroalimentan. Otro aspecto a señalar es el relacionado con el tipo de información recogida que habilita la valoración de los procesos. Tradicionalmente, como ya lo hemos descrito, se implementaban pruebas especialmente para evaluar un contenido determinado; una evaluación de carácter cualitativo se alimenta tanto de propuestas elaboradas específicamente con esta finalidad como de toda información que permite realizar un seguimiento de los aprendizajes, detectar avances y obstáculos en dicho proceso. Por otro lado la evaluación no se limita a los contenidos curriculares y procedimientos de apropiación de los mismos, se abre a los contextos socio-culturales y familiares que delimitan y condicionan lo que aprenden los estudiantes. En este enfoque adquiere mayor importancia los efectos a largo plazo (formativos) que los resultados inmediatos; como consecuencia se pone el acento en: el desarrollo de los procesos de pensamiento (metacognitivos), la capacidad de análisis e interpretación y fundamentalmente la capacidad para investigar, comprender y resolver problemas. Una evaluación que contemple a la vez el nivel conceptual alcanzado por el alumno, el dominio de estrategias para la investigación y la adquisición de actitudes y valores personales con propuestas integradoras e integradas al aprendizaje, descartando la sumatoria de pruebas específicas para cada aspecto del contenido enseñado. Como vemos, la racionalidad técnica ha sido sustituida por una racionalidad práctica que conlleva propuestas más justas y formativas que permite adecuar los instrumentos utilizados a los problemas presentados en el aula. Entendemos por racionalidad práctica la reflexión que considera a la “práctica” y a la “teoría” como un todo interdependiente; la “teoría” educativa no es un cuerpo de conocimiento que se genera en un vacío práctico, como tampoco la enseñanza es una actividad mecánica sin involucramiento teórico. En todo acto educativo nos enfrentamos siempre a una empresa de orden práctico con una teoría conductora explícita o subyacente en la conciencia reflexiva de los respectivos docentes. En esta concepción la metodología de evaluación se abre a la multiplicidad de técnicas, siempre y cuando estas sean capaces de arrojar luz sobre los hechos investigados. Su valor radica en la mayor o menor “capacidad de dar cuenta de”. Aparece una validez condicionada por los problemas que se quieren conocer y no como aplicación de una teoría predeterminada que fija de antemano el método, con desconocimiento de los hechos y de su propio contexto. En la evaluación cualitativa ningún instrumento por tradicional que sea queda excluido, todos tienen un valor potencial que se concreta en la medida que dan cuenta del sentido y significado de los aprendizajes desde una previa reconceptualización teórica. Finalmente queremos destacar las connotaciones de orden teórico–ideológico que subyace en esta forma alternativa de evaluar. Es notorio el carácter emancipador de la propuesta cuyas raíces podemos rastrear en el pensamiento de Habermas y de los teóricos críticos que proyectaron su pensamiento al campo educativo. El pensamiento crítico que nutre la evaluación cualitativa se evidencia en el fuerte cuestionamiento a la función reproductora que cumplen las instituciones educativas y en la afirmación de la posibilidad de alternativas liberadoras para el sujeto. Se evidencia también en los planteos que tratan de recuperar al sujeto como centro del aprendizaje: al sujeto que aprende y al sujeto que enseña en una dinámica donde los roles se intercambian en forma permanente. Se busca, fundamentalmente, recuperar el protagonismo de los principales actores del proceso que se construye día a día en las aulas: el profesor y los alumnos. Recuperar también la profesionalidad del docente en el ejercicio responsable de todas sus funciones, funciones que tradicionalmente le habían convertido en un mero trasmisor–reproductor cultural. Se trata, al fin, de reconocer la autonomía en el ejercicio profesional que implica, a la vez, asumir todas las responsabilidades por la toma de decisiones. Particularmente proponemos un criterio de evaluación que ayude al docente a tomar decisiones fundadas sobre cómo facilitar los aprendizajes de sus alumnos teniendo en cuenta el conocimiento de la situación. Si concebimos al aprendizaje como un proceso de cambio conceptual, de actitudes y de adquisición de las herramientas del pensamiento, evaluar en un contexto de cambio implica: describir y comprender el estado de una situación de aprendizaje en un momento determinado, apreciar los cambios y la dirección que toman, comprender las razones de dichos cambios y los obstáculos que se presentan, valorar en qué medida vamos en dirección a los objetivos propuestos. El informe de evaluación, culminación del proceso, debe proporcionar los elementos necesarios para intervenir corrigiendo las disfunciones del proceso o reafirmando la línea de trabajo didáctico. Tomamos del artículo “Modelos contemporáneos de evaluación” de A. I. Pérez Gómez la definición que se adecua mejor a la orientación que pretendemos dar. “La evaluación centrada en los procesos de enseñanza y de aprendizaje intenta capturar la singularidad de las situaciones concretas, las características particulares que definen una situación y que pueden considerarse responsables del curso de los acontecimientos y de los productos de la vida del aula. Los estudios sobre procesos han de registrar los sucesos en su evolución, en su estado de progreso, observar las situaciones e indagar los juicios, interpretaciones y perspectivas de los participantes. La búsqueda de significados y procesos supone la traslación desde las generalizaciones estadísticas al análisis e interpretación de lo singular e irrepetible.” (Gimeno Sacristán, J. y Pérez Gómez, A. La enseñanza: su teoría y su práctica. P: 429430). La evaluación en el contexto social. Como se ha visto la evaluación educativa se nos presenta hoy como uno de los campos de mayor problematicidad de la enseñanza. Las controversias se suscitan a nivel de los actores pedagógicos (estudiantes – docentes), de las instituciones comprometidas con la educación y de la propia sociedad que ve afectado uno de los principales mecanismos de control de los aprendizajes que consolidan la cultura que la define e identifica. Cada sociedad crea sus propios dispositivos de regulación y control sobre lo que se transmite, y no se transmite (conocimientos, valores, actitudes, procederes, etc), sobre lo que debiera transmitirse y cómo hacerlo a las generaciones más jóvenes. La evaluación de los aprendizajes que se lleva a cabo en las aulas de las instituciones de educación formal tiene fundamentalmente esa función. Cabe preguntarnos si ésta es la única finalidad que cumple o debiera cumplir la evaluación en el proceso educativo. De la misma manera que el profesor evalúa los aprendizajes de sus alumnos el director se ve obligado a evaluar el proyecto o plan que orienta las diversas actividades que se llevan a cabo en la institución que está bajo su responsabilidad. La evaluación institucional es una instancia reclamada por la comunidad que quiere y debe saber qué uso se hace de los recursos que destina a la educación. Por razones obvias aquí nos ocuparemos únicamente de la evaluación que realizan los docentes en el aula. Estos controles son más fuertes en los niveles de la educación formal básica. Y es allí donde se instala, con más fuerza, la discusión acerca de la pertinencia de las diferentes formas de evaluar. Es que detrás de cada propuesta de evaluación subyace un marco teórico que tiene que ver con un modelo didáctico que, a la vez, se sustenta en una concepción del aprendizaje, del conocimiento y del papel que juega la educación tanto en el desarrollo de la persona como en la constitución de la sociedad. El centro de la discusión pasa por la parte más visible de los procesos evaluativos, la calificación del estudiante. Está claro, para la mayoría de los docentes, que este aspecto constituye sólo la parte visible del iceberg por debajo del cual se mueven intereses que responden a concepciones científicas e ideológicas que hacen al ejercicio del poder que ostentan las instituciones educativas y el docente como mediador cultural. No hay duda en relación a que evaluar no es, ni debiera ser, lo mismo que calificar (adjudicar puntos o notas). El término calificar arrastra el significado económico de evaluar en el sentido de que a determinados actos o productos le corresponde un valor calculado en comparación con una unidad predeterminada. Estas diferencias han quedado explicitadas a partir del análisis teórico del acto educativo en un contexto más amplio, el de los modelos didácticos que articulan en forma más o menos coherente con los grandes paradigmas educativos. En la práctica el asunto no es tan claro como en la teoría; los docentes terminan siempre evaluando-calificando a sus alumnos con una nota o puntaje que queda plasmado en un boletín o acta de examen que se ha elaborado con fines administrativos únicamente. Ningún docente que se desempeñe en el ámbito de la educación formal puede eludir esta responsabilidad administrativa que responde a una lógica tecnocrática aunque no la comparta. Aún no se tiene conciencia del grado de afectación discriminatoria y efectos sociales que origina la calificación de los alumnos en las instituciones educativas formales. Sí se sabe por experiencia en qué medida afecta, positiva o negativamente, a la formación de la personalidad de los educandos. No es fácil para los educadores escapar a los constreñimientos a que están sometidos en el ejercicio de una profesión que constituye un engranaje clave en la reproducción de saberes, comportamientos, valores y formas de pensar la realidad. La búsqueda de coherencia entre una concepción actualizada acerca de la evaluación de un proceso educativo basado en el desarrollo de competencias, por ejemplo, y no en la mera retención de información, ha embretado al profesor que ve estrellar sus modelos didácticos innovadores contra una exigencia institucional que refleja un sistema educativo de carácter jerárquico cuya norma, por lo general, es tomar decisiones desde “arriba” y desde “fuera”. Con todo, no hay que olvidar que junto al “poder oficial” existe un poder en potencia (contrapoder), muchas veces desconocido o no explorado: el detentado por los docentes con capacidad de cambio y el de los propios destinatarios, los alumnos. ¿Cómo acortar la distancia entre una evaluación comprometida con el aprendizaje y la exigencia institucional de calificar? Indudablemente éste es uno de los mayores desafíos que deben enfrentar los docentes hoy. Cuestión que quedó planteada en líneas generales cuando analizamos la evaluación en el contexto de los paradigmas educativos. La evaluación en el contexto del aula. Por otro lado, evaluar es una actividad que le compete directamente al profesor en relación al grupo-clase que tiene a su cargo. Está en él saber articular las demandas institucionales con sus propias concepciones acerca de la función que debe cumplir la evaluación en todo el proceso de apropiación–construcción del conocimiento disciplinar. Esta es una instancia que forma parte de un continuo de acciones que comienza con la planificación de la propuesta didáctica seguida por la ejecución de la misma. Alcanza con señalar que sin una evaluación diagnóstica adecuada se está comprometiendo seriamente la viabilidad del proyecto o plan de trabajo, y sin un seguimiento y monitoreo del proceso de aprendizaje apoyado en una evaluación continua se está comprometiendo el desarrollo de la propuesta didáctica. Todas estas acciones que son de responsabilidad del docente se presentan imbricadas de tal manera que las decisiones tomadas para una de ellas afecta a todas las demás. Esta reacción en cadena obliga al profesor a optar por un modelo didáctico que oriente todo su accionar pedagógico si no quiere introducir incoherencias nefastas en el proceso de aprendizaje de los estudiantes. Tradicionalmente la evaluación era considerada una actividad final independiente de las otras; hoy no se discute, por lo menos desde el punto de vista teórico, su integración en el proceso de planificación y puesta en práctica de la propuesta. La evaluación forma parte de un único proceso de enseñar y aprender. Sólo se justifica su separación por motivos metodológicos; se aísla para facilitar su comprensión y análisis pero deberá ser reintegrada al todo del cual forma parte si no se quiere distorsionar la visión de la realidad del proceso educativo. El planteo de una serie de preguntas- guía permitirá abordar la problemática que nos ocupa en forma ordenada y acercar algunas orientaciones didácticas que pueden ayudar al estudiante de la Opción cuando tenga que decidir acerca de la pertinencia o no de una propuesta evaluativa. ¿Qué es evaluar?, ¿para qué evaluar?, ¿qué evaluar?, ¿cuándo evaluar? Y ¿cómo hacerlo? Son preguntas que se cargan con distintos significados según el paradigma o marco teórico dentro del cual se inscribe la propuesta de evaluación. La primera interrogante nos remite al desarrollo del concepto de evaluación que hemos bosquejado al comienzo del módulo. La siguiente a la finalidad de esta instancia educativa, el qué evaluar nos lleva al análisis de los aspectos del aprendizaje que son evaluables y que se desean evaluar. En qué momento del proceso educativo se implementará el dispositivo de evaluación y cuál será la propuesta didáctica que permitirá conocer los aprendizajes logrados por el grupoclase en general y por cada uno de sus integrantes en particular corresponde a las dos últimas preguntas. ¿Para qué evaluar? El sentido de la evaluación debe ser planteado en el marco de la organización general que hace el docente de su curso, sea curricular o no. Si es curricular deberá atender las directivas que emanan del programa, de la institución, de las condicionantes particulares del alumnado y su contexto. Si se trata de una propuesta de trabajo en educación no formal deberá atender especialmente las demandas del grupo destinatario, recursos humanos y económicos fundamentalmente. El para qué evaluar encuentra su justificación en la necesidad de conocer en qué medida nos aproximamos a los objetivos que nos proponemos y/o qué capacidad de respuesta se alcanza a través de la ejecución de un proyecto a los problemas educativos planteados en el mismo. Nos permite darnos cuenta en qué medida estamos en el camino de las intencionalidades preestablecidas para el curso, para la unidad didáctica, para una lección en particular o para un proyecto. Toda actividad de evaluación debe servirnos para informarnos sobre qué han aprendido nuestros estudiantes de lo que pretendimos enseñarles, cuánto y cómo se ha modificado la situación inicial de aprendizaje y, como consecuencia, qué ajustes habrán de introducirse en el plan o en su implementación para mejorar la propuesta de enseñanza. Resumiendo podemos señalar que la evaluación constituye un instrumento para: - comprobar hasta qué punto se han cumplido las expectativas del docente, - revisar en forma permanente la propuesta de trabajo didáctico (autoevaluación), - reconocer los errores del estudiante y promover su toma de conciencia y - reafirmar al docente como profesional de la enseñanza. Cómo evaluar y cuándo. Partimos del presupuesto de que si no existe un método infalible para enseñar tampoco existe un único método o técnica para evaluar. Dentro de la concepción de enseñanza que sustentamos está la aceptación de un pluralismo metodológico aplicable a todo el proceso de enseñanza y aprendizaje, por lo tanto extensivo a la evaluación. La justificación de los instrumentos de evaluación viene por la adecuación o no a los fenómenos o problemas que pretende describir, comprender y valorar. Veamos algunas puntualizaciones generales sobre la función de los instrumentos de evaluación para pasar luego a su descripción y uso. Todo instrumento de evaluación seleccionado adquiere una condicionalidad que debemos manejar a conciencia. ¿Qué quiero saber de mis alumnos con esta propuesta de evaluación?, ¿cuánto han retenido de la información trabajada en el aula?, ¿la capacidad de transferencia del conocimiento a otras situaciones?, ¿la forma cómo relacionan los conocimientos de la disciplina con los de otras que integran el currículo?, ¿las dificultades en el manejo de determinados conceptos que considero claves para la adquisición de otros?, ¿para saber quiénes están en condiciones de ser promovidos?, ¿para comprobar la pertinencia de una metodología didáctica?, ¿para motivar?, etc., etc. La intencionalidad y la complejidad de variables intervinientes están siempre condicionando las opciones por determinada metodología evaluativa. De ahí que quepa, como ya lo expresamos, una apertura triangulada a diversos instrumentos siempre y cuando se resignifique su uso a la luz del mismo modelo didáctico. Cada profesor desarrolla su quehacer cotidiano en el marco de determinadas concepciones acerca de lo que entiende es el aprender y el enseñar, en función de lo cual optará por determinada forma de evaluar; si esto no ocurre se introduce en las prácticas rupturas e incoherencias conceptuales que sin duda afectarán al proceso de aprendizaje de los estudiantes. No se puede enseñar de determinada manera y evaluar de otra, los resultados nos aportarían datos poco reales, útiles y de validez comprometida. Una evaluación sustentada en un paradigma positivista no puede ser igual a otra inscripta al amparo de concepciones crítico-constructivistas, las finalidades que se persiguen, las formas de relacionamiento, el clima de la clase y la actitud del docente ante sus alumnos son totalmente distintas y fácilmente perceptibles en la instancia de la evaluación. Al aislamiento y control riguroso de una prueba individual efectuada por el alumno se contraponen actividades más abiertas con material de consulta e incluso actividades para realizar en grupo. Estos son aspectos que no sólo atañen a cuestiones de orden técnico – metodológico sino que tienen ver con concepciones antropológicas, axiológicas e incluso una actitud ante la vida o manera particular de verla. A continuación enumeraremos algunos criterios generales orientadores de una propuesta de evaluación de corte cualitativo. Centrar la propuesta en actividades que obliguen al estudiante a contrastar varias fuentes de información y tomar decisiones personales fundadas. Proponer actividades complementarias de resolución individual y otras que impliquen trabajo grupal de carácter investigativo. Pensar en trabajos que estimulen el pensamiento divergente evitando la mera reproducción de contenidos expuestos en clase por el docente. Problematizar situaciones o contenidos temáticos para provocar procesos reflexivos o explicitación de procedimientos o estrategias personales de resolución. Plantear cuestiones disciplinares que lleven al estudiante a descubrir relaciones con otras áreas del conocimiento. Describir situaciones o principios generales para que el estudiante los ejemplifique o contextualice. Proponer una serie de ejemplos o conceptos particulares para que el estudiante infiera algún enunciado general. En la corrección prestar atención al proceso de resolución de una situación, al cómo lo resuelve, tanto como al resultado de la misma. Toda propuesta secuenciada de evaluación debe considerar importante el momento de socialización de la valoración devolviendo los resultados (corrección) al grupo-clase y a cada uno de sus integrantes ya que la misma no está al margen sino que forma parte del proceso de aprendizaje y como tal debe ser manejada. Como podemos observar, los criterios de evaluación son similares a los que propusimos en los procedimientos de enseñanza, aspecto válido por razones de coherencia teórica. Siempre de lo que se trata es de promover la creatividad, la reflexión, el desarrollo de formas de pensar y hacer autónomas. Bibliografía. - Alvarez Méndez, J. “Didáctica, currículo y evaluación”. Miño Dávila editores. 2000. Astolfi, J. P. “Aprender en la escuela”. Dolmen. Santiago de Chile. 1997. Cassany, D. “Reparar la escritura” Graó. Barcelona. 1996. Coll, C. “Psicología y currículum”. Paidós. México. 1991. Gimeno Sacristán, J. y Pérez Gómez, A. “La enseñanza: su teoría y su práctica”. Akal. Madrid. 1989. Pansza, M. y Pérez, E. Y Morán, P. “Didáctica, fundamentación y operatividad.” Gernika. México. 1987. Vázquez Fuente, A. “En busca de la enseñanza perdida.” Paidós. México. 1999. (Seleccionado de Bertoni, E. Ficha Nº V de apoyo a la Práctica Docente. Publicaciones Universitarias FHCE, 2001)