Marzo, 2005 #3 EN TORNO AL CENTENARIO por Salustiano Fernández III (Lecturas varias -continuación-) Iba diciendo que la novela del ingenioso hidalgo, en aquel comienzo del siglo XX, fue leída en España como símbolo de superación del pesimismo histórico. En sus peripecias cobraba sentido heroico la despeñada aventura de un pueblo «lleno de viento y sol» (y moscas), pero con la despensa vacía. Así se construyó el quijotismo del tercer centenario: viendo en ese libro divertido y cruel la “intrahistoria” hispánica, nuestro modo de ser a la vez únicos y universales. Don Quijote fue leído entonces no como una ficción de entretenimiento, sátira, burla o diversión, sino como el destilado existencial de lo ibérico. En fin, en la extraña figura del Caballero llegamos a ver como en cifra nuestra manera, parafraseando a Heidegger, de “ser en el mundo”. Eso fue el noventayochismo: un acrisolado esfuerzo verbal, hecho por las mejores cabezas patrias, para iluminar con cohetería brillante la experiencia de un tétrico duelo, cuyo luto aún habría de prolongarse, pero ya en obligado mutismo, hasta el último cuarto del siglo XX, es decir, hasta la muerte del último espadón africano. Las luces de aquel tercer centenario, fuegos fatuos de una España descompuesta, brillaron con variados matices sobre el cielo del racionalismo europeo. Éste, subido a la ola del progreso material, sólo veía en don Quijote a un mentor para su voluntad deseosa de encarar cualquier «temeridad exorbitante». La industriosa Europa, a la que renovadas certezas científicas hacían concebir la historia como el despliegue inexorable de la razón, ideó extrañas fantasías de futuro en sus ratos libres, en sus ociosos week-end, mientras leía de modo romántico al ingenioso Caballero de los Leones. Podríamos decir enloqueció identificándose si no con sus hechos, sí con su esforzado espíritu y su «voluntad de aventura». En él vio representada la fuerza de una voluntad tenaz que quiere cambiar el mundo, sin pararse en consideraciones sobre obstáculos ajenos ni deficiencias propias. «Dulcinea» se convirtió para la romantizada Europa en un imperativo moral y, aún más, en una posibilidad técnica. Susan Buck-Moors ha escrito: «El mito de la omnipotencia humana, la creencia de que el artificio humano puede dominar a la naturaleza y recrear el mundo a su imagen, son elementos centrales de la ideología de la dominación moderna». Walter Benjamin ha calificado esa fantasía como “infantil”. Y yo creo que es la misma que sostuvo con absoluta seriedad y convicción el moderno quijotismo, el que tomando impulso en el agitado romanticismo alemán llega a espesarse en torno a la celebración en España del tercer centenario, paseándose por el continente como símbolo de una voluntad indomable. Sin embargo, la burla de lo heroico y caballeresco, la inútil generosidad del valiente, el amor mundano como ciega e incluso tonta ilusión, la decrepitud de lo noble, la resistencia del mundo ante los deseos humanos, todas aquellas ideas desengañadas que tuvieron su parte necesaria en el origen del Quijote cervantino se vieron aupadas a un primer plano sólo diez años después de celebrarse aquel tercer centenario. Benjamin escribió por entonces: «La cotización de la experiencia ha bajado y precisamente en una generación que de 1914 a 1918 ha tenido una de las experiencias más atroces de la historia universal… Entonces se pudo constatar que las gentes volvían mudas del campo de batalla… Una generación que había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos, se encontró indefensa en un paisaje en el que todo menos las nubes había cambiado, y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de explosiones y corrientes destructoras, estaba el mínimo, quebradizo, cuerpo humano». En aquellos años, Europa despertó de lo que había creído un sueño de progreso y descubrió de repente como una pesadilla. Pero incluso en aquellos momentos recordó para darse ánimos que también don Quijote, en su primera salida, se encontró un mundo trastocado a fuerza de encantamientos y que su flaca figura apenas se defendía tras una celada de cartón. En 1920, sólo dos años después de acabada la terriblemente moderna Primera Guerra Mundial, León Felipe aún alcanzaba a ver al Caballero de La Mancha entre el humo levantado por las toneladas de bombas, y así escribía en sus Versos y oraciones del caminante: I. E. S. León Felipe – Benavente Por la manchega llanura se vuelve a ver la figura de don Quijote pasar… Acto seguido le pedía al caballero: …hazme un sitio en tu montura y llévame a tu lugar. Y terminaba el poema: Ponme a la grupa contigo, caballero del honor, ponme a la grupa contigo y llévame a ser contigo pastor. El poeta, cansado de guerreras aventuras, ya sólo deseaba la de ir a ser pastor, como Don Quijote al final de su vida. Pero hubieron de llegar otras guerras infames para que, en 1938, el mismo León Felipe declarase el fin del Quijote-Voluntad-y-Esfuerzo, llegando a llamarle el «poeta prometeico», o dicho con otras palabras, un eterno fracaso, y escribiera desde su estrenado exilio mexicano: «Ya no hay locos, amigos, ya no hay locos. Se murió aquel manchego, aquel estrafalario fantasma del desierto y… ni en España hay locos. Todo el mundo está cuerdo, terrible, monstruosamente cuerdo». Poco después, aún habría de mostrarse sobre el escenario europeo la monstruosa cordura del nacional-socialismo, una mezcla fatal de racionalismo tecnológico, mitología arcaizante y simbología futurista. El Caballero-Voluntad echaría el resto en pleno corazón del siglo XX. Años más tarde, en 1951, con nuestro país aislado, puesto contra la pared y de espaldas al mundo, el portugués Miguel Torga recorría España y anotaba en su diario que el Quijote es «la mayor marca geodésica de que tenemos memoria». Y seguía diciendo: «No conozco ningún otro libro tan nítidamente plantado. Sólo la Biblia comienza con una localización así. Pero la Palabra del Génesis es Tierra en Don Quijote. Tierra de Castilla la Nueva, seca, calcinada, en la que las patas de Rocinante todavía hoy siguen levantando polvo». Para terminar la entrada del diario con este largo párrafo que transcribo: «Cuando pensamos en el telón de fondo de las grandes creaciones de la humanidad, no es precisamente su color local lo que nos convence. Aunque tengan referencias concretas, lo cierto es que encajarían en cualquier paisaje. Pero Cervantes, temiendo tal vez que ese gran duelo del espíritu que iban a tener que librar el hidalgo y su escudero pudiese transformarse en un desafío demasiado abstracto, se tomó el cuidado de señalar debidamente en el mapa del mundo el campo exacto en que los personajes tendrían que moverse. Y, por los siglos de los siglos, otros peregrinos como yo, vendrán a encuadrar en la desolación de esos horizontes interminables el perfil de aquel flaco soñador. Naciendo en un suelo inhóspito y rasgando con la punta el satén del cielo vacío, su lanza se entiende mejor. Es una especie de azucena de hierro y de palo, alucinada entre la maldad de los hombres y la indiferencia de Dios». “Nuestro” Quijote había vuelto a casa..., pero del vecino. Había de ser una sensibilidad hermana la que encontrara la lanza del “flaco soñador” plantada, y con bien echadas raíces, en el surco reseco de Castilla. Allí había estado siempre hendiendo un cielo tan azul como vacío. Y allí empezaría a filmarla sólo cuatro años después de las palabras de Torga el genial Orson Welles, observando con ojo maestro la Tierra de don Quijote, ese “suelo inhóspito” que registraba en su diario el médico transmontano. (continuará) Orson Welles Pág. 1