Presidios novohispanos*

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Presidios novohispanos*
Los procesos históricos correspondientes al periodo virreinal novohispano han adquirido
una cierta relevancia en las últimas décadas. Las historias, muchas de ellas a escala
regional, se han plasmado en publicaciones periódicas —como es el caso notable de la
revista Estudios de Cultura ovohispana, que edita la UNAM—, artículos, monografías,
comunicaciones, etc., muchos de ellos producidos en los centros de investigación de las
diferentes universidades, principalmente públicas, del país.
En la amplia gama de investigaciones se destacan los procesos de integración y
conformación de los territorios del norte, cuya conquista resultó de un proceso largo y muy
difícil, iniciado en la tercera década del siglo XVI, prolongándose con diferente intensidad
casi hasta finales del siglo XIX, hasta Allende la frontera del río Bravo, muy diferente a lo
ocurrido en el ámbito mesoamericano, agrícola y sedentario, cuyo ciclo militar se cerraría a
mediados de los años treinta del siglo XVI.
La obra que ahora reseñamos, si bien abarca el ámbito virreinal, se concentra más en los
procesos de conquista y colonización de los nortes novohispanos a través de una institución
hasta ahora poco conocida, pero con grandes evocaciones legendarias: el presidio, mismo
que proliferó en los puntos de avanzada hispana hacia el septentrión americano y que, de
alguna manera, fueron la base de las actividades mineras, agropecuarias, misionales y de
asentamientos humanos propiamente dichos. Su autor, el arquitecto Luis Arnal Simón,
presenta una muy documentada exposición que, sin duda, abre caminos a la investigación
de esas, un tanto alejadas para los estudiosos del centro y sur de México, regiones de
frontera.
Además de la Introducción, el libro se compone de nueve capítulos, las conclusiones
finales, un apéndice documental y la bibliografía. La Introducción cumple su función
exponiendo las principales líneas de investigación y las tesis que se han de desarrollar a lo
largo del trabajo. Llama la atención que no se presente de manera explícita una hipótesis,
no obstante, una atenta lectura hace que el mismo análisis del presidio, como base del
poblamiento, sea en sí un fenómeno digno de estudio que el autor esclarece y cuya función
demuestra en los capítulos subsiguientes.
En el primer capítulo “Desarrollo del concepto de tenencia de la tierra en España y en
México”, el autor analiza con cierto detalle las instituciones territoriales que se implantan
como consecuencia de la conquista. Uno de los méritos de este capítulo es el de señalar los
orígenes de ciertas instituciones en la política territorial española, en especial la derivada
del proceso de reconquista sobre los pueblos musulmanes, particularmente las
encomiendas, derivadas de las behetrías surgidas en los territorios que habían sido
dominados por los árabes; la continuidad de estas instituciones siguió en América, aunque
con las diferencias que las condiciones imponían en este continente. El autor, con base en
los trabajos de Chevalier, analiza el origen de las propiedades y los ranchos en Nueva
España dando un enfoque jurídico a sus planteamientos, señalando, desde el inicio, el
contraste entre los pueblos de cultura tolteca en Mesoamérica con respecto a los nómadas,
recolectores y cazadores chichimecas del norte árido del país, cuya descripción realiza en el
segundo capítulo “El territorio ocupado, las diversas tribus en el norte, costumbres y
alzamientos”, una diferenciación aún poco profundizada en los estudios historiográficos
dominantes, al menos hasta hace unos 25 años.
El tercer capítulo lleva por título “El pensamiento sobre los indios en el siglo XVI, los
presidios de congregación, influencia de las órdenes: franciscanos, agustinos y jesuitas en
las fundaciones”. El tema de la expansión hispana hacia el norte se hace en el marco de una
digresión sobre los ideales renacentistas que inspiraron la conquista y colonización de
América. Asimismo, el autor alude a la polémica sobre la guerra justa sostenida por juristas
y frailes españoles. La segunda parte constituye una prolija descripción de la proliferación
de lo que el autor denomina presidio-congregación, institución promovida por las órdenes
religiosas regulares. Esta parte tiene un alto valor informativo por cuanto describe la acción
misional de los franciscanos regionalizando sus actividades en cinco zonas; la de los
agustinos en cuatro y la de los jesuitas en otras cuatro, que abarcaban en su conjunto un
amplio territorio al norte del paralelo 20 de latitud norte.
En el cuarto capítulo, “Las conquistas militares y el control del territorio. El presidio
militar. Causas y orígenes”, Arnal describe los procesos de expansión militar propiamente
dichos, distinguiendo dos periodos, de 1521 a 1550 y de este año a 1615. En el primero se
destaca la labor de conocimiento y exploración de los territorios, incrementándose en el
segundo la dinámica militar y colonizadora que concluiría, al menos en esta fase de Guerra
Chichimeca con la fundación de Santa Fe, en 1609,más tarde capital de Nuevo México. El
autor pone un énfasis muy especial en la labor del capitán Miguel Caldera, conocedor de la
cultura nativa por haber sido él mismo hijo de madre guachichil, quien a partir de los años
ochenta del siglo XVI inició una labor diplomática a través del convencimiento, regalos y
atracción mediante estímulos materiales a los jefes tribales, que desgastados por un
conflicto cada vez más costoso, decidieron asentarse, llevando la frontera nómada hacia el
norte, aunque otros territorios, como el actual Tamaulipas, no fueron integrados sino hasta
finales del siglo XVIII, periodo que sale del marco cronológicos del libro comentado.
El quinto capítulo “El presidio en los centros minero y de posta” constituye un muy
interesante análisis sobre aspectos muy particulares de la expansión del presidio. Aquí se
ofrecen algunas reflexiones en relación al crecimiento de los latifundios como limitantes a
desarrollo urbano, cuestión sobre la que volveremos al final de esta reseña.
Entre los capítulos sexto y noveno existen ciertas disonancias de continuidad formal. El
sexto está dedicado al tema “Programa arquitectónico de los presidios”, muy relacionado
con el capítulo octavo “Antecedentes urbano-arquitectónicos del presidio”, mientras que el
capítulo séptimo toca el tema “El presidio en la integración territorial” cuyo seguimiento y
profundización se expone en el capítulo noveno “El presidio como instrumento de
ocupación y control del territorio”, cuyos planteamientos se exponen de manera sucinta en
las Conclusiones, mismas que reiteran la función militar, social, política y económica de los
presidios y la forma en que los grandes latifundios los absorbieron y limitaron como
agentes activos de un proceso de desarrollo económico y territorial, tesis que constituye, a
nuestro juicio, la parte medular del planteamiento del autor y, sin duda, la aportación más
interesante, si del conocimiento geográfico histórico se trata.
Al respecto, nos gustaría comentar tres aspectos que se derivan de esta lectura. El primero
se refiere a cierta concepción que de la guerra pudieron tener los chichimecas; el segundo,
al rol que la traza de poblamiento jugó en la conformación de la sociedad norteña, y el
tercero, el que atañe a las haciendas como inhibidoras del papel que los presidios tuvieron
en las conformaciones territoriales.
Con respecto al problema de la concepción que de la guerra tenían esos pueblos nómadas
de cazadores y recolectores, ya hemos señalado en otras publicaciones esta posibilidad. El
antecedente de lo que luego fue la “guerra florida” en Mesoamérica –puesta en práctica por
los aztecas, a final de cuentas, de origen chichimeca–, que las “naciones” indígenas del
norte siguieron practicando sin que los españoles —incluyendo a todos los pueblos
hispanizados que colonizaron estas regiones como lo fueron los tlaxcaltecas, purépechas,
etc.—, entendiesen bien a bien de qué se trataba. No queremos desdeñar la reacción ante los
abusos y tropelías hispanas que como invasores cometieron sobre los habitantes
primigenios de esas regiones, lo que sí parece claro es que la guerra funcionaba como una
actividad de reproducción social, cultural y económica que implicaba la adquisición de
tecnología y prisioneros, así como animales de tiro y ganado mayor. La presencia hispana
pudo haber representando un elemento más de guerra para los chichimecas por lo que estos
continuaron tal práctica, si de las regiones estudiadas por Arnal se trata, hasta principios del
siglo XVI. El siguiente párrafo de este autor nos puede dar un indicio de lo aquí expuesto:
…en 1592 se rebelaron los indios acaxees y xiximes de la sierra de San Andrés, a los
cuales se les unieron los zacatecos y los tepehuanes, quienes atacaron el pueblo de Nueva
Tlaxcala (pueblo de indios que se había formado a un lado del campo minero de
Chalchihuites), el cual los mismos chichimecas habían pedido se formase. En esta revuelta
mataron a algunos tlaxcaltecas, les robaron las mujeres y los bienes; esto provocó que otros
grupos chichimecas pacificados ya, como los guachichiles, se indignaran e incluso
amenazaran con ir en contra de los levantados. Caldera los pacificó con su método, aunque
poco después hubo otro alzamiento entre Acaponeta y San Andrés, que incluso puso en
guardia a la Audiencia de Guadalajara. También a base de regalos y de mantas, de comida
y de ropa, se logró apaciguarlos, esta vez utilizando el presidio formado en Colotlán como
centro de almacenamiento y de distribución. (pp. 167-168, cursivas nuestras).
En este párrafo vemos como los grupos se involucran, a pesar de estar asentados. La
indignación no necesariamente partiría de una valoración moral, sino de una actitud lógica.
Van a la guerra porque es parte de una actividad cultural profundamente enraizada,
hipótesis que, sin duda, habría de investigar. En este sentido, el trabajo de Arnal daría una
pista sobre el carácter de la guerra como juego ritual y no sólo como un acto de agresión
con fines de dominio estrictamente territorial y económico, como seguramente la concebían
los sectores hispanos.
Un segundo elemento de investigación se refiere al carácter de los asentamientos. El autor
estudia el presidio, y lo hace muy bien, dejando la puerta abierta a la investigación de su
transformación en pueblo, villa o ciudad. En estos casos, habría que rescatar el concepto de
damero en el patrón urbano impuesto por los españoles en México. En otras publicaciones
hemos lanzado la hipótesis de que la planta ortogonal renacentista, o sea el cuadrado tipo
damero, se impuso sobre otra planta cuadrangular, el Altepetl mesoamericano. Un cuadrado
sobre otro cuadrado en pueblos sedentarios pudo haber coadyuvado a un mestizaje cultural
cuyos elementos siguen codificados en la organización espacial. ¿Qué ocurrió ahí en donde
no había ni agricultores sedentarios ni planos del tipo Altepetl, como al parecer fue el caso
de la Gran Chichimeca? Los indios sometidos, al haber perdido su concepto nómada de
poblamiento territorial, con todas las implicaciones que esto tenía, y una vez
sedentarizados, perdieron los referentes espaciales de sus viejas concepciones,
desapareciendo el recuerdo de las culturas nativas, por lo que de estas no sabemos casi
nada. Estamos de acuerdo con el autor, en el momento que [en el siglo XVI] faltaron los
cronistas, militares y religiosos que dejasen fe de esas antiguas concepciones del mundo y
de la vida que por desconocidas se dan por inexistentes, condenando a estos pueblos a una
categoría de primitivismo y barbarie. La siguiente cita puede dar una pista al respecto:
Finalmente, en 1602, la zona de San Andrés estuvo expuesta a otro ataque, pero esta vez de
los indios asentados, ya cómodamente en sus pueblos, no hicieron caso del llamado de
guerra y el levantamiento no prosperó (Loc. cit.)
Indios, pues, “asentados” lo que equivalía a “aculturados”, sujetos a la civilización hispanomestiza que finalmente fue la base de la nacionalidad mexicana.
El tercer elemento lo constituye la idea de la hacienda como inhibidora de un desarrollo
urbano autónomo y más creativo. Aquí entramos a una especie de falso problema. ¿Qué
pudo haber ocurrido si los acontecimientos hubiesen tomado otro desarrollo? Jamás lo
sabremos. Lo que sí parece claro es que el proyecto hispano era precisamente el de
expandir, junto con la minería, una extensión territorial agropecuaria de tipo más bien rural.
No conocemos documentación que nos hable de proyectos alternativos, salvo quizá la
expuesta por las visiones utópicas de los misioneros, por lo que esta conclusión del autor,
sin duda válida a posteriori, no necesariamente lo puede ser a priori: la evolución urbana
que más tarde se ha desarrollado en el norte, en las condiciones concretas del México
actual, da fe de ello.
El presidio en México en el siglo XVI es una obra escrita en un lenguaje claro y accesible.
En su composición, los datos e ideas están sustentados no sólo por documentos, parte de los
cuales se reproducen en el apéndice, sino en mapas y planos cuyo valor testimonial es
convincente. El rescate histórico y las aportaciones son indudables, aunque no del todo
estemos de acuerdo con la manera de formular ciertos procesos, como lo es el adjetivo
“precapitalista” o “feudal” de ciertas instituciones, lo que nos remite, por otra parte, a los
enjundiosos debates de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Esto no obsta para
recomendar, muy ampliamente, la lectura de este libro como uno de los eventos
historiográficos claves en la comprensión de la conformación territorial, especialmente, del
norte mexicano.
JRGM
OTAS
* Arnal Simón, Luis. El presidio en México en el siglo XVI. (1995). México, Facultad de
Arquitectura-UNAM. 322 pp. (Mapas, planos, dibujos). Rústica 28 x 21.5 cm.
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