Significado del matrimonio gay y de sus rechazos

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Revista de Antropología Experimental
nº 6, 2006. Texto 19: 257-270.
Universidad de Jaén (España)
ISSN: 1578-4282
ISSN (cd-rom): 1695-9884
Deposito legal: J-154-2003
www.ujaen.es/huesped/rae
SIGNIFICADO DEL MATRIMONIO GAY Y DE SUS RECHAZOS.
Una aproximación antropológica.
Antón Fernández de Rota
[email protected]
Resumen: A raíz de la aprobación del matrimonio entre personas del mismo sexo hemos vivenciado una
serie de respuestas sociales y políticas, a favor y en contra, a veces manifestadas de forma
visceral. A partir de los razonamientos en contra de dicha unión el presente artículo pretende
cuestionar la validez de las teorías sobre las que se edifican éstos, repensando desde la etnografía
antropológica la distinción entre naturaleza y cultura, así como observando las nuevas
realidades de parentesco que se abren o expanden como resultado de las nuevas tecnologías
reproductivas y su consecuencia para el modelo cultural de parentesco fundamentado sobre
la copula.
Abstract: With the approval of the marriage between persons of the same sex we had experience different
social and political manifestation, in favour of it and against it, sometimes demonstrated in
a visceral form. From the reasonings in opposition to the above mentioned union the present
article tries to question the validity of the theories on which these are built, rethinking from
the anthropologic ethnography the distinction between nature and culture, as well as observing
the new realities of kinship that are opened or expand as result of the new reproductive
technologies and its consequences for the cultural model of kinship based on the coitus.
Palabras clave: Homosexualidad. Homofobia. Parentesco. Nuevas tecnologías. Cultura/naturaleza.
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Hace un año, el 30 de junio de 2005, se legalizó la unión homosexual y la adopción de
niños por esta nueva modalidad de unión contractual. Un año después, más de 1600 parejas homosexuales se habían casado. Con motivo de esta nueva ley también presenciamos
una serie de declaraciones públicas y movilizaciones sociales en oposición a esta ley, que
culminaron con una gran manifestación por las calles de Madrid. La intención del presente
artículo es entrever el significado de tales manifestaciones reactivas, de sus mensajes, de
lo que estaba en juego, así como las nuevas líneas de fuga a la mentalidad dominante en
relación con el parentesco que abre la ley aprobada hace ahora un año.
La manifestación de Madrid fue convocada en nombre de la institución familiar y matrimonial, pues los convocantes consideraban que era esto, en última instancia, lo que estaba siendo atacado. Para los convocantes (el Foro Español de la Familia, la Conferencia
Episcopal, el PP y la Falange Española, entre otros) la ley significaba un episodio más de
lo que muchos consideran que es la crisis de la institución familiar. Para entender la problemática cultural que expresaba esta manifestación debe entenderse lo que significaba para
estas personas el matrimonio. Para muchas de ellas el matrimonio tiene una definición muy
concreta: la unión ritualizada y legalmente reconocida de un hombre y una mujer unidos
para procrear, para formar una familia. De hecho, para la Iglesia Católica el acto sexual
sólo puede ser justificado en tal contexto, y únicamente con fines reproductivos, de ahí que
prohíba el uso del preservativo. El matrimonio, además, es considerado por la Iglesia una
unión indisoluble, “hasta que la muerte nos separe”; el divorcio no es permitido. La única
forma de librarse de tal vínculo sagrado es la “anulación” (el declararlo no válido) eso sí,
previo pago al eclesiástico Tribunal de La Rota.
En el momento en el que escribo este artículo, la Real Academia Española es noticia
porque está planteando la posibilidad de que sea incompatible la denominación “matrimonio” con las uniones homosexuales. La definición actual que la RAE da para el término
“matrimonio” es: “Unión de hombre y mujer concertada mediante determinados ritos o
formalidades legales.” En una segunda acepción recoge la definición del matrimonio según
la Iglesia Católica. Esta segunda acepción la incorporó el Diccionario de la RAE tras un
drástico cambio operado en la definición de matrimonio. En la edición de 1970 puede leerse
la siguiente fórmula: “Unión de hombre y mujer concertada de por vida mediante determinados ritos o formalidades legales.” De una a otra definición observamos un cambio radical,
la exclusión de su carácter necesariamente indisoluble, la supresión del “de por vida”. En
los próximos meses posiblemente veamos un cambio en la definición aún mayor.
Volvamos a las protestas contra esta ley. El eslogan bajo el cual se convocaba la manifestación decía, “Por el derecho a tener padre y madre. Por la libertad”. En las pancartas
que repartieron los organizadores entre los asistentes podía leerse: “La familia es lo que
importa”, “En defensa de la familia”, “Familia = hombre y mujer”, “Matrimonio= hombre
y mujer”. Otros manifestantes optaron por realizar ellos mismos sus propias pancartas: “No
al desmadre, queremos padre y madre”, “Nada sin Dios”, “Dios es solidaridad”, “Yo soy un
niño no un experimento”, y también, acompañado siempre de la foto de un bebé, “Quiero
un padre y una madre”, “Zapatero tuvo papá y mamá, ¿por qué yo no?”.
Por su parte, los defensores de la nueva ley no creían estar expresándose ni contra la
institución matrimonial ni contra la familiar. Para los partidarios de la ley comentada no
era esto lo que estaba en entredicho sino una cierta definición de ambas que consideraban
restrictivamente discriminatoria. Negar el derecho a casarse y a formar una familia a los
homosexuales no era para ellos defender la familia y el matrimonio, sino defender solamente una forma determinada de familia y matrimonio, sancionando el resto. Esta sanción fue
considera por los partidarios de la ley como un prejuicio homófobo. Aunque los opositores
a tal iniciativa negaban tal acusación, lo cierto es que en la arena pública no cesaron de apa-
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recer distintas manifestaciones homófobas; ya fuese desde la Conferencia Episcopal, en entrevistas a los propios manifestantes, o en la COPE a cargo del polémico Jiménez Losantos.
Frente a tales alegatos los partidarios de la nueva ley de matrimonio habían realizado movilizaciones centradas en el derecho de los contrayentes (“Por el matrimonio homosexual.
Contra la homofobia”) y en contra de lo que se suponía un violación de la separación entre
Iglesia y Estado (“Los obispos que digan misa”, podía leerse en sus pancartas).
A un nivel político, el problema sobre el que giraba el disenso era la definición general
del matrimonio y la familia que, por ser éste un estado aconfesional, dichas definiciones
no tendrían por qué ser necesariamente religiosas y menos aún católicas. Los opositores a
dicha ley tampoco cuestionaban, según su retórica, este carácter aconfesional del estado. Es
por esto que los criterios que utilizaron contra la ley eran de otros dos tipos: Primero, según
la dicotomía natural/contra-natura. De esta dicotomía devenían las categorías de lo moral
(lo natural) y lo inmoral (lo contra-natura), el bien y el mal, Dios y Diablo, puro e impuro,
normal y aberración. El matrimonio heterosexual era el natural, el biológicamente reproductivo, el éticamente correcto, el políticamente aprobable; el homosexual lo contrario, el
contra-natura, lo aberrante. Segundo, a partir de una determinada definición que se pretendía histórica. Según la Conferencia Episcopal y muchos otros detractores, lo que estaba a
punto de aprobarse era algo inaudito. Nunca en la historia, en ninguna sociedad, decían, se
había permitido tal tipo de uniones. El matrimonio, cristiano o no, siempre había sido entre
personas de distinto sexo; la familia siempre se había fundado sobre este tipo de unión.
De lo que se trataba era de una batalla pragmática en virtud de una condición ideológica.
La base de la argumentación de unos descansaba en la creencia de lo que es lo natural y
lo contra-natura y, por extrapolación, lo moral y lo inmoral. El lenguaje que hablaban era
el de los derechos naturales, que se utilizaba como envoltorio de racionalización política
de una más o menos declarada sanción fundamentada en lo religioso, en lo católico. Por el
contrario, quienes apoyaban el matrimonio gay lo que reivindicaban era unos derechos no
naturales, sino civiles. Su lenguaje era el de la ciudadanía y no veían nada reprobable en la
homosexualidad.
Todo lo relativo a la familia y el matrimonio, su naturaleza y la de la dicotomía naturaleza/cultura, ha sido largamente debatido en el seno de la antropología y otras ciencias
sociales. Debido a que la realidad definitoria e histórica de estas dicotomías era fundamental
para los opositores a dicha ley, en ellas me detendré intentando contestar a las preguntas,
¿qué hay de natural en el matrimonio y en la familia? ¿Qué no es cultural en la naturaleza
humana? ¿Qué es el matrimonio? ¿Qué la familia? Para ello querría traer a colación unos
pocos de los muchos ejemplos posibles y diversos de familias y matrimonios humanos que
han tenido lugar a lo largo de la historia humana. Después me centraré en la actualidad y
en cómo ciertas tecnologías están modificando y redefiniendo estas instituciones ofreciendo
distintas variables. El objetivo final es cuestionar lo que hay de natural en lo humano y su
parentesco y ofrecer una definición de tales instituciones. Se comprenderá que si de determinada definición devino una apuesta política contra el matrimonio homosexual, de otras
perspectivas que aquí se defenderán, devendrán otras distintas políticas.
I. La contingencia del matrimonio y la familia
En antropología una definición clásica de la familia fue la enunciada por George P. Murdock. Según éste, la familia sería un grupo social caracterizado por una residencia común,
por la cooperación económica y por su función reproductiva, en la cual, dos adultos de distinto sexo mantienen una relación sexual aprobada y tienen uno o más hijos. El matrimonio
sería entendido aquí como una relación institucionalizada entre dos personas de distinto
sexo y que permite tener hijos legalmente reconocidos. En palabras del propio Murdock:
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“The nuclear family is a universal human social grouping. Either as the sole
prevailing form of the family, or as the basic unit from which more complex
familial forms are compounded, it exists as a distinct and strongly functional
group in every known human society. No exceptions, at least, have come to
light in the 250 representative cultures surveyed for the present study, which
corroborates the conclusion of Lowie: ‘… the one fact stands out beyond all
others that everywhere the husband, wife, and immature children constitute a
unit apart from the remainder of the community’” (1960; 2-3).
Pero esta definición tiene un primer y evidente problema: el matrimonio ha revestido a
lo largo de la historia muy diversas formas, formas muy distintas a la que esta definición
contempla. Para Murdock lo fundamental era la existencia de esta familia nuclear, que consideraba universal, aunque fuese en el seno de una familia extensa. Pero parece difícilmente
sostenible que entre los nayar, poligínicos poliándricos, podamos hablar de familia nuclear.
Muy a pesar de Murdock, también se nos hace complicado defender la existencia de tal
forma familiar en otros ejemplos polígamos.
Dos casos de poligamia son especialmente conocidos por todo el mundo. Se trata de las
formas familiares que recogen el Corán y el Antiguo Testamento. Tal forma matrimonial
difería bastante de la actual forma católica. Según dicen estas escrituras sagradas, el patriarca podía disponer no sólo de una sino de varias esposas (el Corán dice que hasta cuatro; la
Biblia no pone límites), esposas a las que dominaban en un régimen de cuasi-propiedad.
Tanto Jehová como Alá consideraban que ésta era una forma natural, moral y legítima de
matrimonio y familia. Hoy, en nuestro país, la gran mayoría de la población considera esto
una aberración o, cuando menos, un acto reprobable. La inmensa mayoría de los cristianos también, salvo ciertas excepciones como la de la iglesia dirigida por el recientemente
encarcelado reverendo Warren Jeffs. No obstante, catalogar como aberrante el derecho del
patriarca a varias mujeres, tal y como hace hoy la Iglesia Católica, sería considerado en
aquellos contextos como una herejía, una ofensa a la ley divina de Jehová y de Alá.
Otras reglas familiares recogidas en estas escrituras podrían parecernos igual de chocantes hoy, como por ejemplo la figura del levirato, según el cual, si un hombre muere sin
haber procreado, su hermano está obligado a casarse con su mujer y darle hijos. Para tales
sociedades el hecho de que alguien que dijese que “Dios es solidaridad” no acatase esta ley
divina, natural y solidaria, no podría ser visto sino como un “hipócrita” (según el Diccionario de la RAE: “Dícese especialmente del que finge virtud o devoción”). Hablando de la
poligamia y el levirato no pretendo decir nada sobre los manifestantes, ¡ni mucho menos!,
sino tan sólo subrayar lo contingente y transitorio de lo “natural”, lo “moral”, lo “bien visto”
e, incluso, lo “divino”. Esto, lo qué es moral y es “natural”, en otros sitios como el Tíbet
o Nepal estaba asociado también a otras relaciones: matrimonios de una mujer con varios
hombres, poliandría.
Para enfatizar este carácter contingente mencionaré otros tres ejemplos más: el matrimonio y la familia en la Grecia Antigua, en los kibbutz israelíes y entre los Mohave californianos. En relación con la definición de Murdock, el segundo ejemplo es posible que invalide
su aseveración universalista de nuevo; el de los Mohave, lo hace sin ninguna duda. Y, por
supuesto, cualquiera de todos estos ejemplos contradice la definición naturalizada del matrimonio y la familia que esgrimían los manifestantes contra la legalización del matrimonio
gay.
a) Familia y matrimonio en la Grecia Antigua
En la Grecia Antigua, nos dice Foucault en su Historia de la Sexualidad, el matrimonio tenía lugar, y sólo podía ser, entre un hombre y una mujer. Pero este vínculo tenía que
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ser acordado entre la familia de la mujer y el que sería su marido. A su vez éste, antes de
casarse, tendría una larga vida promiscua en la que mantendría relaciones homosexuales
y heterosexuales. La homosexualidad entre hombres jóvenes y maduros estaba bien vista.
La homosexualidad ha estado permitida, incluso obligada, en muchas sociedades. Muchas
veces estaba asociada a rituales o se fomentaba entre jóvenes, como por ejemplo en la costa
sur de Nueva Guinea, ampliamente estudiada por la antropología (véase Knauft: 1996).
En el caso de la Grecia Antigua, la homosexualidad era incluso símbolo de virilidad y se
utilizaba como estrategia militar: el joven debía fornicar con su mentor bélico antes de los
combates; tal acto pensaban que fortalecía la solidaridad en el campo de batalla. Tras esta
vida promiscua, el hombre se solía casar a los treinta años y con féminas de en torno a
quince años, que se consideraban casi como niñas. El marido, que le duplicaba en edad, se
convertía también en un educador: debía educar a la mujer-niña en todas las artes (sexuales,
ilustradas, económicas) para convertirse en una mujer de verdad.
En su Economía Jenofonte describía el matrimonio como un proceso por el cual la mujer
era entrenada por el marido para poder llevar la administración de la explotación familiar,
pero también para formarla como mujer propiamente dicha: “Cuando la esposaste era una
jovencita a la que no se le había dejado, por así decirlo, ni ver ni escuchar nada”, más aún,
“¿hay alguien con la que tengas menos conversación que con tu mujer?” Aunque legalmente
“mujer”, en la práctica era más bien una niña que requería ser educada en todas las facetas,
no ya por su familia sino por un marido. Lo que para nosotros sería considerado (desde una
lente naturalizante y ahistórica) pederastía y matrimonio forzado, formas hoy perseguidas
por la ley, para esos griegos que algunos consideran el origen de la civilización occidental,
era lo natural y lo moral.
b) Matrimonio y familia entre los mohave
El caso de los Mohave es muy conocido en Antropología, pero puede resultarle chocante
a quien no esté familiarizado con los estudios antropológicos. Lo primero que llama la atención de los Mohave es que, al igual que otras sociedades, ellos tenían más de dos géneros.
No había dos sino cuatro géneros.
La primera distinción que hacían era entre hombre y mujer, atendiendo a una serie de
isomorfismos biológicos dentro de cada categoría. Pero estos hombres y estas mujeres podrían convertirse en otras cosas. Los hombres se podrían feminizar en alyha y las mujeres se
podían masculinizar convirtiéndose en hwame. La “homosexualidad” no era lo que marcada
el cambio de género. Los hombres y mujeres que copulaban con personas de su mismo género o con hwames o alyphas seguían siendo consideradas hombres o mujeres. El cambio de
género solo se operaba tras adoptar la persona una manera definida de comportamiento, una
estética, la realización de unas y no otras actividades pautadas por el género y la verificación
social del cambio a través de un ritual.
Estas personas que devenía hwame o alypha se transvestían y se comportaban como se
suponía que deberían comportarse las personas del sexo contrario, no obstante, y esto es
importante, se consideraban géneros distintos. De hecho, a las mujeres biológicas que devenían hwame, les estaba prohibido el acceso a la jefatura de la tribu o llegar a ser dirigentes
de soldados en tiempos de guerra, roles y status exclusivos del género masculino (un/a
alyha tampoco podrían acceder a estos puestos). Traduciendo a nuestros propios términos
podríamos decir que entre los mohave había cuatro sexos: hombre, mujer, mujer-hombre y
hombre-mujer; estos dos últimos géneros podríamos traducirlos por “transexuales”.
Las relaciones sexuales estaban permitidas entre cualquier variación posible de los cuatro géneros, el matrimonio también. Y no sólo el matrimonio, cualquier combinación posible de géneros podía formar un matrimonio y formar una familia teniendo hijos. Esto
era sencillo en los matrimonios de hwame pues, como informan M. Kay Martin y Barbara
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Voorthies, “las hwame pueden adoptar fácilmente la paternidad debido a que los mohave
creen que copular con una mujer embarazada puede alterar la paternidad del hijo” (1978;
92). Los hombres convertidos en alypha también podía tener hijos: para ello simulaban el
parto y la regla haciéndose cortes en sus carnes. Todo esto era para ellos lo natural. Para
tales situaciones “naturales” el eslogan de la manifestación “matrimonio = padre y madre”,
entendiendo por padre al hombre biológico y por madre a la mujer biológica, no tendría
sentido. El “padre” de un mohave podría ser un hombre o un hwame y su madre una mujer
o una alypha.
Este ejemplo podría resultar pintoresco, pero no somos nosotros menos pintorescos que
ellos. Todo depende de cuál sea la óptica desde la que se mire. Considerar que lo de ellos
no era “natural”, sino que lo natural ha de se lo nuestro y que, por tanto, lo suyo es una aberración, es algo extremadamente peligroso. Tal pose supremacista le sirvió a Balboa para
justificar lo que hizo con los chamanes homosexuales y travestidos que se encontró en América. Los consideró sodomitas, pervertidos, salvajes. Con la cruz en la mano, en nombre de
la civilización y de la moral, lanzó a los chamanes a sus perros hambrientos: los perros los
descuartizaban y desgarraban y masticaban sus músculos y órganos mientras los “salvajes”
(los no-cristianos) chillaban y se revolvían.
c) Los kibbutz
Los Kibbutz israelitas son un tipo de comunidad alternativa, socializada y con una fuerte
integración ideológica-ética, practicada al modo utopista clásico: es decir, como una prédica con el ejemplo que, proponiéndose como modelo experimental, se publicite a sí mismo
como una alternativa a otro modelo más global en el que se ubica. De alguna manera, algo
parecido a lo que en su tiempo gente como Owen o Fourier con su Falansterio quisieron
hacer.
Dentro de la polémica antropológica sobre si la familia era o no era universal, Melford
Spiro estudió mediante trabajo de campo una de las aldeas kibbutz. Spiro en un primer momento concluyó que los kibbutz rompían con la definición que Murdock había dado para
definir la familia. En el Kibbutz toda la producción estaba socializada, el cuidado de los
niños también. Había personas que se dedicaban a la labor agraria (normalmente hombres)
y otras a las actividades de “servicios”, tales como la lavandería o los cuidados de los niños
(normalmente mujeres). Todos los beneficios repercutían en la comunidad y se gestionaban
colectivamente. Todos trabajaban para todos según el principio de “cada cual según sus
capacidades, a cada cual según sus necesidades”.
Llegados a una cierta edad las relaciones sexuales estaban permitidas y podían tener
lugar tanto en las habitaciones de las mujeres como la de los hombres, como cualquier otro
lugar que se considerase oportuno. Los hombres y mujeres podían emparejarse si querían
y estaban enamorados. En tal caso se trasladaban a una estancia mayor y el kibbutz los
consideraba una pareja formal y estable. El kibbutz no los casaba, aunque si querían podían casarse por lo civil, fuera del Kibbutz. Podían tener hijos, pero estos no vivían con
ellos sino que vivían en distintas “casas de infancia”, organizadas por edades, donde los
cuidaban las “niñeras” y “enfermeras”. Todos los niños eran considerados hijos de todos, e
indistintamente los llamaban “nuestros niños”. Spiro concluía que todas las funciones que
Murdock considera definitorias de la familia eran desarrolladas por la comunidad, por el
Kibbutz. En estas pequeñas sociedades la familia dejaba de existir, pero esto era así, decía
Spiro, precisamente porque el propio Kibbutz se convertía en una familia. Sus miembros se
llamaban a sí mismos “hermanos”: “sus vínculos son vínculos de parentesco, sin el vínculo
biológico del parentesco” (1974: 65). De hecho, la metáfora del Kibbutz como familia era
una representación tan real que los miembros tendían a practicar la exogamia aunque ninguna norma la obligase.
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Unos años más tarde Spiro consideró oportuno matizar las observaciones propias que
había realizado. Enfatizó el papel que los padres biológicos jugaban dentro del Kibbutz. En
su ensayo primero ya había señalado la importancia que estos tenían para el niño a un nivel
emocional. Con los hijos propios se tenía una especial atención y con ellos se pasaba mucho
más tiempo. Los niños pasaban horas al día en la habitación paterna. A ésta los propios niños la llamaban “mi habitación” y a sus padres biológicos y no a otros los llamaban “padre”
y “madre”. De esta manera matizaba el carácter comunal enfatizando el papel de la relación
padres-hijos y concluía que, si bien no respondía a la definición de familia propuesta por
Murdock, podría interpretarse que en el Kibbutz existía una suerte de familia, muy distinta
a la típica familia nuclear que prevalecía en Israel fuera del movimiento Kibbutz.
El ejemplo del Kibbutz nos muestra, de nuevo, lo relativo de la familia y del significado del matrimonio. La familia se convierte en una comunidad (kibbutz); el matrimonio ni
siquiera es exigido para la procreación, mucho menos la crianza. La antropología ha estudiado ampliamente numerosos casos de muy diversas formas de familia extensa, y muchos
casos donde se nombra a distintas y varias personas bajo el mismo nombre de padre. Los
viajeros, los misioneros, los historiadores y los antropólogos registraron muy diversos tipos
distintos a nuestra familia nuclear. Estas visiones abren más nuestras perspectivas de lo que
es y puede ser la familia; alternativas que vuelven a escapar del modelo que defendían como
natural los manifestantes en contra de la nueva ley.
***
Vemos a través de estos ejemplos seleccionados que el matrimonio no tiene por qué ser
la unión entre un hombre y una mujer (ni siquiera el matrimonio cristiano según sus escrituras sagradas tiene porqué serlo). Evidentemente, la Conferencia Episcopal se equivocaba
cuando decía que jamás en la historia de la humanidad hubo sociedades que legitimasen el
matrimonio homosexual. Vemos que lo “natural” no es más que accidental o contingente.
Vemos que hay muy diversos tipos de matrimonio, muchos y muy diversos tipos de familia.
En efecto, estudiando la extrema diversidad de modelos de la familia para los antropólogos fue imposible seguir sosteniendo la definición etnocéntrica que Murdock nos daba.
Kathleen Gough, después de estudiar muy diferentes formas familiares, y especialmente
tras prestar atención a la atípica forma de los nayar, ofreció una definición mucho más amplia. La colonización inglesa de la India hizo de los nayar una sociedad fundamentalmente
guerrera, lo que obligaba a los hombres-guerreros a pasar largos periodos fuera de casa.
Ahora sabemos que motivados por esta nueva realidad colonial, desde finales del XVIII y
a lo largo del siglo XIX, los nayar transmutaron sus relaciones sociales. A la mujer se le
permitió tener muchos maridos, a los maridos diversas esposas. Las mujeres, que poseían
sus casas, cuando estaban con uno de sus maridos dejaban una señal en la puerta para que
el resto de los maridos supiesen que esa noche no podrían dormir con ella. Según Gough,
no obstante, existía un cierto tipo de matrimonio entre ellos. La ceremonia que iniciaba a la
mujer en tanto que mujer adulta, se trataba de una forma de “matrimonio de grupo” que la
permitía casarse con cualquier varón de cierto segmento social. Kathleen Gough concluyó,
pues, que la definición debería ampliarse y abrirse de la siguiente manera:
“El matrimonio es la relación establecida entre una mujer y una o más personas,
que asegura que el hijo nacido de la mujer en circunstancias que no están
prohibidas por las reglas de la relación, obtengan los plenos derechos del status
por nacimiento que sean comunes a los miembros normales de su sociedad o
de su estrato social” (1974; 105).
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Pero tal definición, como vimos en el caso de los mohave es completamente insuficiente.
Las legalizaciones del matrimonio y la familia gay nos aportan un nuevo ejemplo, uno más,
de la insuficiencia incluso de esta amplia definición. El matrimonio no tiene por qué ser una
“relación establecida entre mujer y una o más personas”, también puede ser entre varios
hombres sin mujeres, incluso entre varias personas ni-hombre ni-mujer.
Los manifestantes lo que habrían hecho sería naturalizar su propia versión de lo que es
y debería ser, prescindiendo de la historia, y pretendían imponérsela al resto. Ahora bien,
¿por qué creían que lo suyo era lo natural? La respuesta debemos buscarla en lo que, como
señaló David Schneider, es en esta concepción cultural el elemento central sobre la que se
construye el parentesco y se naturaliza el mismo: el elemento reproductivo a través de la
cópula. Piensan que si el hombre produce semen y la mujer tiene ovarios y las dos cosas
juntas crean vida, entonces lo natural debe ser la unión legal de ambas partes. Tal argumento
es triste y pobre. Dejemos al lado el hecho de que el ser humano se casa con otras personas
no sólo para procrear y que, evidentemente, la función de la copula tampoco es exclusivamente reproducirse. Al margen de esto y de los problemas teóricos que supone prescindir de
estas obviedades, tal concepción puritana-reproductiva nos debería llevar a otras preguntas
en torno a lo contra-natura: ¿Son las personas estériles contra-natura? ¿Son naturales pero
al no poder procrear “naturalmente” no deben tener derecho a casarse o a adoptar? ¿No
es la adopción de niños contra-natura? ¿No serían las familias que creasen los estériles
contra-natura? Tal vez no necesariamente. Lo que consideran realmente contra-natura es la
homosexualidad, por mucho que el elemento reproductivo “natural” sea la razón justificante
(una razón que en su aplicación no se puede librar de la contradictio in terminis). Detrás de
estas tesis considero que no hay otra cosa sino un prejuicio contra cierta tendencia sexual:
el homosexual debe dar asco a cierta gente. El catolicismo hegemónico, y otras muchas
ramas del cristianismo, defienden que el sexo debe realizarse tan sólo para la reproducción.
La fornicación y la lascivia, incluso el placer, siguen siendo consideradas pecado por la
hegemonía eclesiástica. Para ellos la pureza guarda relación con la renuncia de la “carne”.
Tal pureza es símbolo de superioridad moral, de virtud, de honestidad, y por eso aún hoy es
exigida a los cleros. Este es el doble lazo, secular y eclesiástico, de la castración cristiana.
Los prejuicios homófobos, y no otra cosa, son los que llevaron a convocar una manifestación para pedir que a cierto grupo social se les negase el derecho a casarse y a formar una
familia, y esto, cínicamente, en nombre de la libertad y en nombre de los niños, los “más
indefensos”, que, por otra parte, carecen de voz y voto en este asunto. Esto último es especialmente importante pues los argumentos definitivos guardan relación con los pequeños.
Resumamos las conclusiones de los opositores: (1) Los homosexuales no deben casarse
porque su matrimonio es contra-natura (“matrimonio = padre y madre”) y (2) los homosexuales no deben tener derecho a formar familias con hijos (“No al desmadre, queremos
padre y madre”). Detengámonos ahora en esta segunda proposición. La razón para esta
prohibición tiene dos formas de aproximación: (a) La abiertamente homófoba; los homosexuales son sátiros, pervertidos, desviados, locos, etc. De ellos hay que proteger a los
niños. (b) No deben tenerlos por el bien de los propios niños, no porque los homosexuales
sean “malos” sino porque proyectaran la discriminación que padecen en los propios niños,
que serán discriminados como hoy lo son sus padres. Discriminados, por cierto, por la propia gente que defiende este tipo de argumentaciones e ideologías. En virtud a esta última
aproximación se argumentará entonces que la discriminación mayor que pueden sufrir los
“niños indefensos” será por parte de sus propios compañeros (el arquetipo de la inocente
infancia es ahora otro: “el niño cruel”). Pero, tal argumento es tremendamente peligroso y
cínico: a los negros, gitanos y moros también se los discrimina. ¿Deberíamos prohibirles
tener hijos? ¿Deberíamos hacer escuelas especiales para ellos? ¿Deberíamos instaurar el
apartheid para que no discriminen en el bus al negro?
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Tal argumento no hace sino culpabilizar a las víctimas por la injusticia que sufren. Es
precisamente en virtud de tal injusticia el que quieren arrogarse el “derecho” a prohibirles
derechos sociales fundamentales (reforzando la discriminación que dicen lamentar). Es evidente que de tal manera el problema no tendría fácil solución.
Ahora bien, volvamos sobre la crítica a la concepción naturalizada de los que se creían
en derecho a prohibir el matrimonio a otros en virtud a la objeción de lo contra-natura. Para
ello volveré a intentar criticar lo natural como criterio de construcción de lo moral y como
fundamento de legitimidad política. Pero esta vez no será necesario ir a sociedades lejanas.
II. El parentesco: ¿Cultural o artificial?
Los seres humanos nos aproximamos a la realidad que sentimos a partir y a través de
nuestra propia subjetividad, a través de interpretaciones, especialmente de metáforas. Nuestro lenguaje del parentesco nos da buenas muestras de ello: del matrimonio se habla como
de unaº “unidad carnal” (los cónyuges unidos en una misma carne); de los que son familiares se dice que son “de la misma sangre”; de los que somos parientes cercanos decimos ser
primos “carnales”. Tales metáforas son lo que Ricoeur llamaría metáforas muertas: metáforas que han sido hasta tal punto naturalizadas que cuando las decimos ya ni siquiera pensamos en lo que simbolizan los referentes poetizados o el nexo de campos semánticos que
une la metáfora. En otros tiempos se pensaba que la gente compartía según estratos sociales
una misma sustancia sanguínea: los reyes medievales tenían distinta sangre, o eso pensaban,
y tal líquido no debía ser contaminado. Nosotros damos por sentado que no es una misma
sangre lo que compartimos. Creemos que lo que es real, debajo de la metáfora, es que compartimos unos mismos genes, pero los propios genes y todo el lenguaje de la genética no
son sino otra nueva forma de aproximación poética a la realidad; unas aproximación que
empero ha resultado ser muy práctica para conseguir ciertos fines que se persiguen. Aún
así, del mismo modo que un día encontramos en la medicina moderna una explicación más
práctica que la que daba la medicina de los cuatro humores, y nos reímos entonces de que
alguien pudiese pensar que las enfermedades eran la consecuencia de una mala combinación de agua, tierra, fuego y éter, o, sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra, los futuros
humanos se reirán de nosotros por haber tomado los genes por verdades objetivas en lugar
de recursos poéticos. Lo mismo ocurrirá con nuestras nociones de matrimonio y familia que
algunos piensan “naturales”, incluso con la visión biologicista que la mayoría de nuestros
conciudadanos tienen de qué es el padre y qué la madre. En esto último vivenciamos hoy,
ya desde hace algún tiempo, la aparición de unas nuevas línea de fuga de estos conceptos;
una cierta ruptura en la concepción naturalizante del parentesco. Una línea de fuga a través
de nuevas tecnologías que, como veremos, profundizan el significado del matrimonio homosexual recientemente legalizado.
Si algo podemos tener claro en todo este complejo y engorroso asunto es que el parentesco es de todo menos natural. El parentesco muchas veces se basa en hechos “naturales”
concretos: el parto, por ejemplo. Pero nada hay en el parto que diga perentoriamente que de
él deba devenir una relación parental de tipo madre-padre-hijo. Tal relación es una definición creada culturalmente. De hecho, la figura de la madre y el padre desde hace siglos ha
escapado en ciertos casos a la noción biologicista: tal es el caso de la adopción. La adopción
nos hace distinguir entre dos tipos distintos de paternidades: la “biológica” (quien tiene
físicamente el hijo) y la “social” (quien es reconocido como padre/madre mediante el ritual
y el registro público de la adopción). La práctica del vientre de alquiler –el ventrem locare
romano– sería otra forma de paternidad ajena a lo biológico. Ambas figuras, que rompen
con la mater-paternidad biológica, vienen ya de lejos.
En otras sociedades podríamos encontrar ejemplos mucho más complejos. Entre ciertos
grupos mozambiqueños se entiende que la madre es quién da a luz pero la paternidad no está
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tan clara. Según ellos, el esperma es tanto semilla como alimento del hijo en gestación. Una
mujer embarazada debe copular continuamente. Su marido tiene la obligación de proveerle
del semen necesario para el alimento del niño. Si el marido no cumple con su obligación la
mujer puede y debe recurrir sexualmente a otros hombres, si es que no quiere que su hijo
muera. Todos los hombres que con ella copulan serán considerados padres.
En nuestras realidades cotidianas podemos encontrar otros ejemplos que contradicen
por completo y de forma igualmente radical nuestras propias concepciones biologicistas
tradicionales. La inseminación artificial y la fecundación in vitro, son esas nuevas líneas de
fuga a las que me refería y que minan los fundamentos del modelo parental fundado sobre
la cópula reproductiva. En palabras de Joan Bestard, en estas realidades “el parentesco ha
dejado de tener un referente natural (la cópula sexual) para disolverse en la manipulación
técnico-cultural (la fecundación in vitro) (...) Nuestro presente ve cómo el mundo natural
de la reproducción es invadido por los sistemas abstractos de la ingeniería genética, que
hablan de una naturaleza que se transmite en términos de códigos.” (1998: 2002). Paradójicamente, estas propias codificaciones genéticas, metafóricas como hemos dicho, poéticas
como todo, rompen desde la propia biología la propia concepción tradicional biologicista
del parentesco.
La procreación “artificial” supone el fin de la necesidad del sexo para la reproducción.
Convierte el pan en vino: los estériles devienen fértiles. Pero, más aún, la inseminación
artificial y la fecundación in vitro separan la reproducción de las propias categorías de
la reproducción heterosexual. La reproducción ya no es una cuestión exclusiva de heterosexuales. De tal manera se le ofrece a las parejas homosexuales una nueva forma de producir hijos sin necesidad de recurrir a la cópula heterosexual. Así se establece una nueva
opción para la creación de la familia de padres homosexuales, además de la adopción y el
ventrem locare. Esta nueva realidad cuestiona de una forma radical ya no sólo la comentada
pancarta “Matrimonio (o familia) = hombre y mujer”, sino incluso la concepción naturalista
de qué es una madre, qué un padre, el mismo hecho natural de la reproducción. Posibilitada
por la técnica, aparece una nueva forma igual de natural (en cuanto que sucede en el seno
del ser y no del no-ser) que las anteriores.
Esta no es una cuestión baladí. Debemos tener en cuenta que la mayoría de los detractores de la ley del matrimonio gay lo hacían en virtud de unos principios cristianos. Y el
razonamiento último que articula la concepción de lo natural según el cristianismo es una
concepción teológica de la historia, tomada de la relectura de Aristóteles, que sostenía que
todo lo que es tiene un sentido y un fin; toda función se adecua a una finalidad premeditada.
Darwin, imagen invertida de la teología cristina, sostendría que es la función (la necesidad)
la que crea el órgano. Posteriormente, el determinismo cristiano-darwiniano sería fuertemente criticado subrayando la aleatoriedad, el devenir y la no-linealidad, un mundo cortado
por mutaciones drásticas y grandes extinciones que cambian de súbito el panorama. Pero
sigamos con el paradigma cristiano de cara realizar una crítica interna a él.
El paradigma teleológico cristiano se desprende de y a su vez se legitima en la idea de
que el orden del universo ha sido construido por una inteligencia arquitectónica, Dios. Según esta visión todo lo que es tiene una razón divina para ser: es como Dios ha querido y
dispuesto que sea, y el ser humano no debe contravenir tal designio divino. En virtud de este
principio innumerables creaciones humanas han sido a lo largo de la historia perseguidas
bajo la reprobación de lo contra-natura, como, por ejemplo, cuando el ser humano intentó
volar: si Dios hubiese querido que el hombre volase le hubiera dado alas. Era por tanto natural que los primeros intentos del hombre desembocaran en catástrofes: los accidentes eran
queridos por Dios, tales experimentaciones debían de ser prohibidas. Por la misma razón
ciertos grupos cristianos se oponen hoy a la donación de sangre o de óvulos. Pero lo cierto
es que las iglesias han tenido que acabar por reconocer que la “naturaleza” humana es cambiante: todos los grupos cristianos han acabado por reconocer la “moralidad” de los molinos
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de agua, aunque al hombre Dios no le haya equipado con engranajes, palas, velas, aspas o
poleas. Casi todos (con la excepción de ciertos grupos como los Amish) han aceptado que
no hay nada inmoral en que el hombre vuele en avión o alumbre sus espacios con electricidad. Todos aceptan que no hay nada inmoral en que el hombre cocine con fuego, en que hay
ciertas invenciones sobre lo “natural” que no tienen porque ser contrarias con el designio
divino, que no toda creación humana debe ser contra-natura o moralmente reprobable. Según el argumento teleológico de lo natural el hombre tiene un saliente que se inserta en la
concavidad de la mujer para hacer factible la reproducción y esta es la única forma querida
por Dios. Pero, dejando al margen las cuestiones relativas al sexo, el placer y el deseo, las
nuevas tecnologías ofrecen incluso una nueva alternativa a la procreación. ¿Y por qué han
de ser estas reinvenciones de la naturaleza (naturales en cuanto a que son en el ser) algo
inmoral o contra-natura? Si el cambio introducido por el ser humano en el ser no pudiese
contravenir lo “original”, los católicos, teniendo su “original” en el Antiguo Testamento, y
en tanto que palabra revelada por su dios, deberían tener por natural la poligamia y el levirato. No estoy aquí defendiendo una postura del tipo “todo vale”; muy por el contrario, lo
que defiendo es que el argumento de que algo es “contra-natura”, nada vale.
Hemos visto lo erróneo de las afirmaciones históricas de los organizadores de las movilizaciones y los manifestantes: existen muchos otros tipos de matrimonio –entre mujeres,
entre hombres, entre alypha, entre hwame, entre transexuales, entre un hombre y varias mujeres, entre una mujer y varios hombres, etc.–. Pero, con este nuevo ejemplo de pluralidad
de la procreación a través de las nuevas tecnologías podemos ver cuestionado algo más.
En muchas sociedades la figura del padre no estaba nada clara y para precisar la paternidad
más que a razones biológicas se acudían a razones contractuales, a razones de voluntad o
ley. Con estas nuevas prácticas tecnológicas no es sólo la figura del padre sino también de la
madre biológica la que se cuestiona. En la adopción cabía distinguir entre madre natural y
madre social, pero ahora ni siquiera eso: las nociones se diluyen y nos remiten por completo
al reino del deseo. ¿Quién es el padre en el caso de la donación de esperma? ¿Quién es la
madre en el caso de la donación de óvulo? ¿Lo es quien dona y transmite sus genes? ¿Lo es
quién da o lo es quien recibe? ¿Lo es quien educa? ¿Lo es quien engendra? ¿Es el padre el
que se masturba y eyacula su esperma en un tubo o lo es el que desea tener un hijo con la
mujer a la que le inyectan el semen tomado de un banco? ¿Natural o cultural? Atendiendo
a la legalidad y al reconocimiento social, atendiendo a la parentela “real” (social), Bestard
concluye:
“Es ascendiente real quien da su consentimiento, quien manifiesta su voluntad
de serlo. Una mujer que ha recibido un óvulo es madre porque quiere tener
un/a hijo/a por sí misma. Si una mujer recibe esperma de un donante, su marido
[y no el donante, no el que crea la vida y transmite los genes] se convertirá en
padre porque da su consentimiento” (1998; 205).
De esta manera solo el deseo de tener hijos se mantiene como “natural”, en el caso de
quien desea tenerlos. Es ese propio deseo, ritualizado, publicitado, legalizado y registrado,
el deseo y no otra cosa, no algo biológico, lo que define la mater-paternidad real, es decir,
social, es decir, la culturalmente codificada como tal. En el caso de la madre/padre adoptiva
es también su deseo y su consentimiento y voluntad legalizada lo que convierte a uno en
madre/padre. Como en el caso de la conversión de los hwame y alipha, la conversión en
padre o madre se da realmente por una convención social, ritualizada en el parto o en la entrega en adopción. Es la aceptación socio-cultural legalizada la que opera tal transmutación,
no la biología. En el caso de los actuales ventrem locare, a la madre que presta su vientre
a otra mujer se le llama madre de sustitución precisamente por esta razón, porque el deseo
reconocido (en-poderado) opera esta sustitución de la madre biológica por la madre social,
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que se transforma en madre real. En el caso de la inseminación artificial este problema se
diluye en la invisibilidad del proceso: quien dona a un banco de esperma o de óvulos no
hace sino “tirar al montón”; los beneficiarios de ese banco no hacen sino “tomar del montón”. La relación biológica queda por completo despersonalizada y, en cambio, la relación
de producción deseante de vida es la única que persiste encarnada, personalizada.
Con esto lo que comienza a entrar en crisis no es la familia sino el orden simbólico del
parentesco, la propia definición de las categorías y de los efectos de verdad que de estas
definiciones (de estas producciones culturales) se deriva. De la misma manera, con el matrimonio homosexual no es la familia lo que entra en crisis: ésta se refuerza, pues lo que
se pide es que más gente pueda acceder a tal institución. Se pide más familia, se pide más
matrimonio. Como en el caso de la reproducción “artificial”, lo que entra en crisis con la ley
del matrimonio homosexual es una determinada forma de entender la paternidad ligada al
acto de cópula heterosexual y la propia heterosexualidad como criterio sancionador. Estas
metáforas son las que se ven ahora con más fuerza cuestionadas, no la familia en cuanto tal,
ni el matrimonio en sí.
III. Ambigüedad, frontera, peligro
Como hemos visto y confirmamos hoy en nuestro día a día, la ley no pone en peligro ni el
matrimonio, ni la familia. No puso en peligro nada, salvo el monopolio que sobre la definición de estas instituciones detentaban ciertos discursos y poderes. Lo que estaba en peligro
era precisamente ese monopolio, un monopolio, no obstante, que ya estaba desquebrajándose por las prácticas comentadas de la adopción, el vientre de alquiler, la inseminación
artificial y la reproducción in vitro. Que rompen la visión biologicista ligada a la cópula; que
ya antes permitían crear familias extra-matrimoniales de padres homosexuales.
El matrimonio homosexual era y es temido por los sectores católicos y derechistas que
se manifestaron. Era y es perseguido por cuestiones de asco y homofobia, pero también,
porque suponía un peligro para sus dogmas: el peligro de la ambigüedad, el peligro de implosionar los contenidos cuestionando desde dentro de lo que se pretende transformar sus
propias fronteras y, por tanto, su propia definición e idiosincrasia.
Para la Iglesia Católica la familia sigue siendo un pilar fundamental de su edificio teórico. El matrimonio homosexual desafía las fronteras de sus categorías, vela los dogmas, abre
vías de transmutación de las instituciones y los valores, amenaza con construir otro orden
distinto desde el propio orden a transformar, desde el matrimonio, desde la familia. Pero no
para acabar con el matrimonio ni con la familia, sino para redefinirla de una manera que no
les gusta a los monopolizadores y que es antitética a la interpretación actual que hacen de
su dogma.
El mayor enemigo de la Iglesia no es el ateo: contra él se puede predicar con facilidad
porque resulta un individuo exógeno, completamente extraño. El mayor enemigo tampoco
es el cura que fornica: al fin y al cabo pecadores somos todos y Dios nos ama por ello. Lo
más que puede hacer el cura que rompe su voto es ensuciar la imagen de la Iglesia, pero
la imagen es lavable. El mayor enemigo de la Iglesia Católica es, por el contrario, el cura
que quiere seguir siéndolo fornicando, incluso casándose, porque esa es una figura ambigua, porque es endógeno pero disidente, porque está con un pie en lo sacro y el otro en lo
herético, porque se sitúa en el margen y es desde allí desde donde se puede romper más
fácilmente las fronteras. En el Siglo XVI su mayor enemigo no era ni el ateo, ni el hereje,
ni la bruja. Todos ellos ardían muy bien en la hoguera. La iglesia se purgaba a sí misma a
través de la figura del chivo expiatorio. Aunque todos estos eran enemigos –incluso temidos– su mayor enemigo era otro: cierta figura ambigua sita en el margen, los protestantes.
Ellos pusieron en tela de juicio la autoridad de Roma, del mismo modo que la autoridad de
Lutero la pusieron en duda otras figuras que habitaban en las fronteras, entre dos mundos,
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figuras mucho más oscuras y perversas, los anabaptistas, que apoyaban la reforma, pero
otra reforma distinta, una “reforma” del cristianismo completamente revolucionaria. Una
revolución que en nombre de Cristo rechazaba cualquier obispo y cualquier iglesia. Y de
la misma manera, hoy, uno de los grandes y temidos enemigos son los “maricones” que se
quieren casar, precisamente porque se quieren casar en matrimonio, porque ellos desde el
margen dotan de un nuevo sentido a una institución principal para el poder de la Iglesia y la
cosmovisión que la sustenta, independientemente de que el matrimonio al que aspiran sea
al civil –el día que reivindiquen el eclesiástico y este se pretenda extender hacia adentro, el
furor será mucho mayor. ¡Imagínense que curas “maricones” piden ser reconocidos como
tales y casados por la Iglesia!–.
Como hemos visto, el significado real de la manifestación no era aquel que decía defender la familia, pues esta no estaba puesta en entredicho, sino la defensa de un cierto orden
simbólico y cultural en torno al parentesco: la defensa del monopolio de cierta familia. El
autoritarismo homófobo que expresaba la manifestación tenía por único objetivo defender
tal orden, salvarlo del cáncer sodomita de los impuros.
IV. Anotación sobre los disidentes de los disidentes
Por motivos de brevedad me he visto obligado a presentar hasta aquí la problemática
en torno a esta ley de una forma dicotómica, los del “sí” contra los del “no”. Sin embargo,
esto no es ni lo que ocurrió entonces ni lo que ocurre ahora en la realidad social. Existen
muy diversas posturas en ambos bandos y, más aún, existen más bandos que estos dos.
Hecha esta matización me gustaría señalar la existencia de un tercer bloque, especialmente
significativo dentro del movimiento gay. Este es el que se posiciona al mismo tiempo contra la homofobia y contra el matrimonio en tanto que institución, ya sea por lo civil ya sea
por lo religioso. Representantes de esta tendencia sería, por ejemplo, la gente del colectivo
Maribolheras Precarias de A Coruña, organizadores de la manifestación del Día del Orgullo
Gay 2006 que tuvo lugar a dicha ciudad. Su alternativa se sitúa fuera de las instituciones
matrimoniales y, por tanto, carecen del carácter fronterizo –en relación a la Iglesia– que comentaba anteriormente. Por esa razón su existencia tal vez sea subjetivizada por los detractores del matrimonio y la Iglesia como menos peligrosa para ellos mismos y la integridad
de sus dogmas dentro de sus propias organizaciones. No obstante, su carácter transformador
social, que busca la implosión de multiplicidades y la deconstrucción de las subjetividades
normalizadas más que el desplazamiento de los propios límites de estas normalizaciones,
tal vez sea más agudo y punzante. La “liberación del deseo”, como gustan de calificar a su
proyecto político, puede ser también más profunda.
Para finalizar este artículo me gustaría traer aquí su voz, y con ella ilustrar un poco más
la polifonía socio-cultural. La cita con la que termino nos sitúa ante una nueva cara del problema; una problemática que no debería ser ignorada. Se trata de un rechazo al matrimonio
gay diametralmente distinto al primer rechazo aquí criticado. En una entrevista al periódico
Diagonal, cuando escribo todavía no publicada, valoraban así la ley del matrimonio homosexual:
Nos parece importante toda reforma jurídica destinada a combatir la opresión
o la discriminación. Pero hay que tener cuidado con la política de derechos.
En este sentido, desconfiamos de la igualdad que nos ofrecen por indeseable
e irreal. Indeseable porque no estamos dispuestas a que nos homologuen,
a que digan cómo tenemos que vivir. Gais, lesbianas, trans o queer hemos
desarrollado otras formas de relación, de ligoteo, de afecto, de autocuidado,
alternativas a la familia nuclear hetereosexual con casita, coche, perro y demás.
Y no queremos renunciar a ellas. E irreal porque toda esta igualdad jurídica está
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limitada por una heterosexualidad omnipresente en todos los aspectos de la
vida social. La heterosexualidad no es una mera opción sexual, sino que sigue
funcionando como un auténtico regimen político. Nosotras hemos denunciado
la iniciativa sobre matrimonio en este sentido. Hemos criticado el papanatismo
generalizado en torno a este tema y apostado por la abolición de la institución
matrimonial. También para los heterosexuales.
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