Campo y ciudad en la España de Fin de siglo - Arbor

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ARBOR Ciencia, Pensamiento y Cultura
Vol. 189-761, mayo-junio 2013, a044 | ISSN-L: 0210-1963
doi: http://dx.doi.org/10.3989/arbor.2013.761n3012
VARIA / VARIA
CAMPO Y CIUDAD EN LA
ESPAÑA DE FIN DE SIGLO:
UNA LECTURA SIMMELIANA
DE EL ÁRBOL DE LA CIENCIA
(1911), DE PÍO BAROJA 1
THE COUNTRYSIDE AND CITY
IN SPAIN AT THE END OF
THE CENTURY: A SIMMELIAN
READING OF PIO BAROJA’S ‘EL
ÁRBOL DE LA CIENCIA’ (1911)
Francisco Fuster García
Departamento de Historia Contemporánea
Facultad de Geografía e Historia, Universidad de Valencia
[email protected]
Cómo citar este artículo/ Citation: Fuster García, F. (2013).
“Campo y ciudad en la España de fin de siglo: una lectura
simmeliana de El árbol de la ciencia (1911), de Pío Baroja”.
Arbor, 189 (761): a044. doi: http://dx.doi.org/10.3989/
arbor.2013.761n3012
Copyright: © 2013 CSIC. Este es un artículo de acceso abierto
distribuido bajo los términos de la licencia Creative Commons
Attribution-Non Commercial (by-nc) Spain 3.0.
Recibido: 27 diciembre 2012. Aceptado: 23 marzo 2013.
RESUMEN: El objetivo de este artículo es reconstruir la relación
dialéctica que existía entre el campo y la ciudad —tomando
como ejemplo el caso de Madrid— en la España finisecular a
partir de la lectura de la novela de Pío Baroja, El árbol de la ciencia (1911). Para ello, intento cómo situar al lector en el contexto
histórico del período para proceder a continuación con el análisis del punto de vista barojiano sobre la relación campo/ciudad,
tomando como caso paradigmático la trayectoria personal de
Andrés Hurtado, el protagonista autobiográfico de esta novela.
ABSTRACT: The aim of this paper is to reconstruct the dialectical relationship between the countryside and the city —taking
the case of Madrid as an example— and in turn Spain at the
end of the 19th century from the reading of Pío Baroja’s novel
El árbol de la ciencia (1911). To do this, I try to locate the reader in the historical context of the period to then proceed with
the analysis of the Barojian view of the relationship between
the countryside and the city, taking the personal trajectory of
Andrés Hurtado, the autobiographical main character of this
novel, as a paradigmatic case.
PALABRAS CLAVE: Pío Baroja; El árbol de la ciencia (1911);
Georg Simmel; campo/ciudad; España de fin de siglo.
KEYWORDS: Pío Baroja; El árbol de la ciencia (1911); Georg
Simmel; countryside/city; end-of-century Spain.
LA “VIDA MENTAL” EN EL MADRID DE FIN DE SIGLO
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Campo y ciudad en la España de fin de siglo: una lectura simmeliana de El árbol de la ciencia (1911), de Pío Baroja
De entre todos los autores que durante los primeros
años del siglo XX ofrecen su análisis del impacto causado por la “revolución urbana” en Europa, el sociólogo alemán Georg Simmel es quizá quien mejor supo
captar la importancia de esta influencia ejercida por
la gran ciudad en el individuo moderno del cambio
de siglo. Una preocupación por el fenómeno urbano
y por su trascendencia histórica que, si bien se halla
presente en varias obras de este pensador, se manifiesta de manera especial en su célebre ensayo “Las
grandes urbes y la vida mental” (Die Großstädte und
das Geistesleben, 1903), texto fundador de la sociología urbana en el que encontramos la formulación
más completa y exacta de la teoría simmeliana sobre
la vida urbana.
Lo que acomete dicho autor en el citado ensayo es
un análisis profundo –y a la vez con esa finura y sutileza característica de este pensador– de la autoridad
que impone la gran urbe sobre cada uno de sus habitantes. Desde mi punto vista, y aunque el análisis
simmeliano toma como ejemplo el caso del Berlín de
fin de siglo, las conclusiones a las que llega Simmel
en su investigación son perfectamente extrapolables a
los casos de todas las grandes metrópolis europeas de
fin de siglo. Salvando las distancias y los matices, y sin
llegar a equipararlo –ni mucho menos– con el Berlín
estudiado por Simmel, considero que el Madrid finisecular no era en absoluto una excepción a esta norma.
Y para demostrarlo, lo que me propongo en este apartado introductorio de mi texto es repasar una serie de
opiniones –referidas ya directamente a la capital de
España– que, a mi juicio, confirman de alguna forma
la validez para el caso madrileño del planteamiento simmeliano y de las consecuencias que de él se derivan.
Para Simmel, la mentalidad o psicología del individuo moderno que habita las grandes ciudades europeas se caracteriza fundamentalmente por lo que él
llama el “acrecentamiento de la vida nerviosa”, esto
es, la constante actividad mental –en contraste con la
mayor relajación y tranquilidad del mundo rural– provocada por “el rápido e ininterrumpido intercambio de
impresiones internas y externas” a que se ve sometido inevitablemente el urbanita. Esta multiplicación de
estímulos, unida a la inserción del individuo dentro de
una red de interrelaciones mucho mayor que la que se
pueda formar en el campo o en una ciudad pequeña,
hacen que la “vida anímica” del hombre urbano privilegie su carácter “intelectualista” por encima de su
sensibilidad, puesto que el elemento de racionalidad
que caracteriza a la vida económica de la ciudad es
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mucho más exigente que el del ámbito rural, donde
el ritmo de la vida fluye a una velocidad menor y más
regular. Una de las consecuencias inmediatas de este
incremento forzoso de la vida nerviosa y de la actividad intelectual del Homo urbanus es, según el análisis simmeliano, la necesaria aparición de la apatía y
la indiferencia: “quizá no haya ningún otro fenómeno
anímico que esté reservado tan incondicionadamente
a la gran ciudad como la indolencia” (Simmel, 1986a,
251). En efecto, dice Simmel, las grandes ciudades son
“auténticos parajes de la indolencia”; de una indolencia que afecta a las relaciones de sus habitantes entre
ellos y deriva a la larga en un deterioro generalizado
del valor de las relaciones que acaba perjudicando a
la propia personalidad de cada uno de los individuos
que integran la masa urbana:
En ella [en la ciudad] se encumbra en cierto modo
aquella consecuencia de la aglomeración de hombres y cosas que estimula al individuo a su más elevada prestación nerviosa; en virtud del mero crecimiento cuantitativo de las mismas condiciones, esta
consecuencia cae en su extremo contrario, a saber:
en este peculiar fenómeno adaptativo de la indolencia, en el que los nervios descubren su última posibilidad de ajustarse a los contenidos y a la forma de
vida de la gran ciudad en el hecho de negarse a reaccionar frente a ella; el automantenimiento de ciertas
naturalezas al precio de desvalorizar todo el mundo
objetivo, lo que al final desmorona inevitablemente
la propia personalidad en un sentimiento de igual
desvalorización (Simmel, 1986a, 253).
Para el caso del Madrid de fin siglo, son varios los
autores que han dejado descripciones sobre su forma
de vida que encajan perfectamente con esta teoría
simmeliana sobre la metrópolis y la vida mental de
sus habitantes. Aunque los términos empleados sean
distintos a los del vocabulario simmeliano, parece
bastante evidente que hay una coincidencia de ideas
entre el marco teórico trazado por este sociólogo alemán y las opiniones sobre Madrid de aquellos escritores y estudiosos que conocieron de primera mano la
vida en la capital.
En su clásico estudio sobre la generación del 98,
Pedro Laín dedicaba el cuarto capítulo al Madrid finisecular y a su consideración como tema literario.
En su análisis de la vida capitalina, Laín llegaba a la
conclusión de que el Madrid de fin de siglo era una
especie de mezcla o “mixtura” entre las aportaciones
más “castizas” o autóctonas y aquéllas que procedían
de ese caudal migratorio al que antes me he referido.
Sin embargo, lo que más llamaba la atención del mé-
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dico e historiador español fue “la terrible capacidad
disolvente de la vida madrileña” (Laín Entralgo, 1956,
74), en referencia a ese ritmo frenético y antinostálgico que gobierna en la gran ciudad.
Salieron los dos amigos a la calle de la Luna, y por la
de la Corredera desembocaron en la calle del Pez.
Iban silenciosos; solo a largos intervalos se cruzaban
entre ellos algunas palabras.
- ¡Si viera usted cómo me pesa Madrid! –murmuró
Silvestre, apoyándose en la pared de una casa.
- ¡Oh! ¡Y a mí!
- Yo estoy envenenado por este pueblo; necesito salir, marcharme.
- Es un pueblo deletéreo.
- Si ahora estuviésemos en el campo, ¿eh? Aunque
fuera así, sin un céntimo, ¡cuánto mejor no sería!
Encontraríamos alguna casa en donde calentarnos y
algún pajar en donde dormir. ¡Vaya usted a pedir eso
aquí sin dinero! (Baroja, 1998, 806)
En otra novela publicada un año después como La
voluntad (1902), Azorín expresa por boca del personaje de Yuste otra opinión sobre la forma de vida del
Madrid de la época que nos vuelve a recordar ese elemento nervioso y “febril” subrayado en el análisis simmeliano de la vida mental del hombre urbano:
Azorín observa:
- Es raro como estos gritos parecen lamentos, súplicas,
melopeas extrañas…
Y Yuste replica:
- Observa esto: los gritos de las grandes ciudades, de
Madrid, son rápidos, secos, sin relumbres de idealidad…
Los de provincias aún son artísticos, largos, plañideros…
tiernos, melancólicos… Y es que en las grandes ciudades
no se tiene tiempo, se quiere aprovechar el minuto, se
vive febrilmente… (Martínez Ruiz, 2008, 185-186).
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Pero la sonrisa madrileña, levemente cínica, marcadamente irónica, es ya una sonrisa a pesar de todo,
porque en Madrid es la vida más dura que en el resto
de España. Es en Madrid donde adquieren más tensión
los resortes de la lucha social y de la competencia en
el trabajo; el lugar de los mayores afanes y los mayores riesgos, donde, a causa de la mucha concurrencia,
es más grande la soledad del individuo, donde es más
ardua la empresa de salir adelante con la propia existencia y la de la prole (Machado, 1999, 287).
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En un artículo titulado “Madrid y París” (1901) y publicado en el periódico Las Noticias, el propio Baroja
decía de la capital española que era “el pueblo aniquilador por excelencia” (Baroja, 1999, 954)2. Este mismo
año, nuestro autor publica su obra Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox; en esta novela, que es en parte autobiográfica, el protagonista
mantiene un diálogo con el personaje de Avelino Diz
de la Iglesia en el que ambos hablan en los siguientes términos de la irritación y el agobio inherente a la
vida ciudadana, en contraste con la feliz añoranza de
la vida en el campo:
Varias décadas después, en plena Guerra Civil, Antonio Machado escribía una emotiva serie de artículos
sobre Madrid que fue publicada en Ayuda, un semanario editado en Valencia por el Socorro Rojo de España (S.R.I.). En uno de ellos decía Machado de la capital
que era el lugar de España donde la supervivencia resultaba más difícil:
Otra consecuencia del influjo urbano sobre el individuo es para Simmel la adopción por parte del urbanita de lo que él llama “actitud de reserva” frente a
sus semejantes; así como el habitante de la aldea o de
la pequeña ciudad se puede permitir el contacto y la
relación con cada uno de sus convecinos, el individuo
de la metrópolis se ve sometido a diario a una multiplicación de estímulos y contactos personales de tal
magnitud que cualquier planteamiento de este estilo
le provocaría una “atomización interna”, precisamente por esta incapacidad para mantener la propia unidad mental frente a tanta excitación procedente del
exterior. El mecanismo de defensa natural del urbanita es la adopción frente a la multitud urbana de una
reserva preventiva que, en ocasiones, y sumada a esa
indiferencia a la que me he referido, se transforma en
“una silenciosa aversión, una extranjería y repulsión
mutua, que en el mismo instante de un contacto más
cercano provocado de algún modo, redundaría inmediatamente en odio y lucha” (Simmel, 1986, 253). En
relación a esta segunda consecuencia, Baroja dirá que
la manera de vivir madrileña es “superficial, externa,
poco íntima y poco sincera” (Baroja, 1999, 123), empleando una serie de adjetivos que se acercan mucho
a la idea de lo expresado por Simmel en su ensayo.
Pero en mi opinión, la mejor descripción del contraste sufrido por el español de fin de siglo que emigraba –o viajaba circunstancialmente– del campo o de
una ciudad de dimensión menor –Salamanca, en este
caso concreto– a la capital del Estado nos la da Miguel de Unamuno en un texto no muy conocido, pese
a tener un título tan descriptivo como el de “Ciudad y
campo (de mis impresiones de Madrid)”. Se trata de
un breve ensayo escrito en 1902 (un año antes que el
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Campo y ciudad en la España de fin de siglo: una lectura simmeliana de El árbol de la ciencia (1911), de Pío Baroja
de Simmel, que es de 1903) en el que el filósofo y escritor español realiza un análisis extraordinariamente
sutil del impacto psicológico que provoca en sus habitantes la dinámica urbana del Madrid finisecular. Este
retrato lo traza Unamuno con una precisión admirable
y unas descripciones en las que encontramos ideas
que –expresadas con otro vocabulario– comparten
puntos en común con la teoría simmeliana sobre la
vida del individuo urbano que he tomado como marco, en una nueva coincidencia que avala la validez del
análisis simmeliano para el caso de Madrid. La cita es
algo larga, pero creo que no tiene desperdicio:
Suelo experimentar en Madrid un cansancio especial al que llamaré cansancio de la corte. Cuando en
esta tranquila ciudad de Salamanca salgo de paseo,
carretera de Zamora adelante, se me cansan las
piernas, seguramente, pero descansa y se refresca
mi sistema nervioso. El camino está franco y despejado, no encuentro en él detención alguna, nada me
distrae, mi paso es igual, sin que haya de menester
variarlo, y mi vista reposa en la contemplación, ya
de la lejana y ahora nevada sierra, que parece un
esmalte del cielo, ya en la vasta llanura de la Armuña, en que se tienden algunos pueblecillos, ya, a mi
regreso, en la vista de la ciudad, dominada por las altas torres de su Catedral y su Clerecía. Luego a casa,
me siento a trabajar, y a la vez que mis piernas descansan, actívase mi cerebro refrescado por el paseo.
Pero si en Madrid bajo por la calle de Alcalá y paseo de Recoletos “sobre las viejas losas que se han
sacado de las canteras para preparar a los pies del
hombre una superficie seca y estéril” (Obermann,
carta IX) o recorro calles, he de variar constantemente de marcha; una pareja que está en la acera
constantemente charlando y me obliga a ladearla, el
transeúnte de delante que va más despacio que yo,
un coche que se me cruza cuando voy a atravesar
una calle, este que me saluda, aquél que me llama
la atención, el otro que parece mirarme como a una
persona conocida, a cada momento rostros nuevos,
conocidos y desconocidos, todo ello exige pequeñas
adaptaciones, que convierte mi marcha en un acto
mucho menos automático. Cada una de estas ligeras
e insignificantes variaciones parece no tener importancia; pero la serie de ellas es como una descarga
continua que acaba por llevarme a cierto estado de
fatiga sobreexcitante, casi de irritabilidad.
[…] Yo no sé si eso que llaman neurastenia será una
enfermedad especialmente ciudadana, pero si no lo
es, merecería serlo. Lo que sí creo que pueda afirmarse es que las grandes ciudades produzcan lo que
podemos llamar cerebralismo.
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[…] Y en las ciudades me parece que la serie de las
excitaciones sensoriales, que las variadas excitantes
que por los sentidos nos entran, menudea tanto y
es tan compleja, que apenas nos deja lugar a reponernos de ella lo debido. Es lo que se dice cuando se
afirma que en las ciudades se vive demasiado deprisa (Unamuno, 2007, 445-446).
Todos estos testimonios nos informan del cambio
que supuso para el estilo de vida de las sociedades
europeas la aparición de las grandes capitales y, en
general, el auge de la urbe como espacio de acogida
para esos contingentes de población que emigran del
campo a la ciudad en busca de mayores posibilidades.
La consolidación de la ciudad en la Europa de principios del siglo XX irá acompañada de un cambio en la
“vida mental” del individuo, que pasa a caracterizarse
por ese “cerebralismo” del que habla Unamuno para
Madrid y por eso que Simmel llama actitud blasé: la
indolencia e indiferencia frente a tanto estímulo externo, frente a una multitud que amenaza con ahogar la personalidad propia. Sin embargo, es evidente
que este cambio en la forma de vida de la España finisecular no se realiza de forma tajante ni radical; al
contrario, durante estos primeros años del siglo se
produce la convivencia entre un país que todavía es
mayoritariamente rural y unos núcleos urbanos que
poco a poco van ganando terreno. Esta coexistencia
entre dos mundos, entre dos estilos de vida, provoca irremisiblemente un contraste, un choque en la
mentalidad del individuo que transita de uno al otro.
Y este es justamente el caso del personaje de Andrés
Hurtado en El árbol de la ciencia (1911), que pasa de
vivir en la metrópolis que es el Madrid de fin de siglo
a vivir en un pueblo como Alcolea del Campo. De las
impresiones del protagonista de la novela durante sus
años en Madrid y durante los meses que pasó en ese
imaginario pueblo de la Mancha inventado por Baroja
quiero ocuparme ahora.
EL MADRID DE ANDRÉS HURTADO
La primera reacción de Andrés Hurtado ante el Madrid finisecular de El árbol de la ciencia la encontramos en el segundo capítulo de la primera parte de la
novela, cuando Baroja describe las primeras sensaciones del protagonista como estudiante de medicina
y la impresión de ciudad apática y estancada que le
suscita Madrid:
En esta época era todavía Madrid una de las pocas
ciudades que conservaba espíritu romántico.
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Otras ciudades españolas se habían dado cuenta de
la necesidad de transformarse y de cambiar; Madrid
seguía inmóvil, sin curiosidad y sin deseo de cambio
(Baroja, 1998, 377).
A través de los distintos personajes de la obra, Baroja nos introduce en los diferentes ambientes de la ciudad: la pobreza de la familia Minglanilla, el personaje
de Villasús como encarnación de la bohemia finisecular más degradada o la Venancia como personificación
de una aristocracia en declive y venida a menos ante
el empuje de la nueva burguesía; prostitutas, mendigos, prestamistas de poca monta y todo tipo de personajes fracasados y marginales que circulan por esos
bajos fondos donde transcurren algunos pasajes de la
novela.
Como no podía ser de otra forma, el novelista vasco
también nos deja una impresión del protagonista sobre esa vida mental de Madrid, sobre ese nerviosismo
del individuo moderno en la gran ciudad estudiado
por Simmel. Ese “cerebralismo” que según Unamuno
provocaba la vida del Madrid finisecular en sus habitantes también es sufrido por un Andrés Hurtado que,
en conversación con su amigo Montaner, se queja de
lo agobiante y pesada que resulta cualquier cosa en
el contexto de la gran ciudad, donde todo es efímero
y precario:
- Es triste todo eso. Siempre en este Madrid la misma interinidad, la misma angustia hecha crónica, la
misma vida sin vida, todo igual.
- Sí; esto es un pantano –murmuró Montaner.
- Más que un pantano es un campo de ceniza (Baroja, 1998, 528).
Esta “vida sin vida” es la que experimenta el personaje principal de El árbol de la ciencia a lo largo de
toda la novela, con la excepción de un momento concreto. Este episodio sorprendente e inusual, tratándose de un individuo acostumbrado a esa interinidad de
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la vida urbana y a esa anomia y desorientación vital
que le caracteriza, sucede cuando el protagonista de
la novela empieza disfrutar de la vida en matrimonio
con Lulú y de la independencia de vivir en su nuevo
hogar, en medio de una inopinada harmonía. De hecho, es tanta la extrañeza que hallan en este reducto
en medio de la ciudad, que Hurtado compara su situación con la de la vida rural, alejada de esa civilización
insufrible:
Andrés estaba cada vez más encantado de su mujer,
de su vida y de su casa. Ahora le asombraba cómo
no había notado antes aquellas condiciones de arreglo, de orden y de economía de Lulú.
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Francisco Fuster García
Todos los pueblos tienen, sin duda, una serie de
fórmulas prácticas para la vida, consecuencia de la
raza, de la historia, del ambiente físico y moral. Tales
fórmulas, tal especial manera de ver, constituye un
pragmatismo útil, simplificador, sintetizador. El pragmatismo nacional cumple su misión cuando deja
paso libre a la realidad; pero si se cierra este paso,
entonces la normalidad de un pueblo se altera, la
atmósfera se enrarece, las ideas y los hechos toman
perspectivas falsas. En un ambiente de ficciones, residuo del pragmatismo viejo y sin renovación, vivía
el Madrid de hace años.
Cada vez trabajaba más a gusto. Aquel cuarto grande le daba la impresión de no estar en una casa con
vecinos y gente fastidiosa, sino en el campo, en algún sitio lejano (Baroja, 1998, 557).
Es tal el asombro experimentado por el personaje ante una situación de paz a la que está tan poco
acostumbrado, que incluso duda y recela ante lo que
parece un espejismo: no es posible que a un hombre
tan desdichado como él y en un ambiente tan infernal
como ese Madrid de la “interinidad”, descubra que la
vida no es obligatoriamente esa desgracia ininterrumpida. Tristemente, el curso de los hechos confirmará
los peores presagios de Andrés Hurtado y esta etapa
de tranquilidad será solamente eso: un oasis de paz
en medio de una vida de sufrimiento constante, dominada por la neurastenia y culminada voluntariamente
con ese suicidio tan comprensible.
Como vemos, el Madrid de Andrés Hurtado es, en
muchos aspectos, muy parecido a esas grandes capitales de la Europa finisecular. Hurtado es ese hombre
moderno que vive este nerviosismo de la vida mental
urbana, con la diferencia de que, en su caso, a este se
unen otros factores que le complican sobremanera la
existencia. Y quizá lo más triste es que la situación que
encuentra en el campo durante esa breve estancia de
unos meses en el pueblo rural de Alcolea del Campo,
no es –ni mucho menos– mejor que la que ya había
experimentado en Madrid. Como voy a tratar de explicar, el ambiente de Alcolea será distinto al de la ciudad, pero igual de asfixiante para él –si no más– que
aquel otro que había dejado atrás. Este contraste entre ambas experiencias es el que nos ilustra la visión
que Baroja tenía de esta dialéctica entre el campo y la
ciudad española de fin de siglo, y de sus respectivos
estilos de vida.
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ALCOLEA DEL CAMPO: MICROCOSMOS DE LA
ESPAÑA RURAL
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Campo y ciudad en la España de fin de siglo: una lectura simmeliana de El árbol de la ciencia (1911), de Pío Baroja
El auge de una ciudad como Madrid no nos debe
hacer perder de vista una realidad insoslayable: a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, España es
un país mayoritariamente rural. De hecho, y como se
puede leer en un manual de historia de España muy
reciente, algunos historiadores consideran que uno
de los fenómenos que más llaman la atención de la España finisecular es que, en comparación con el marco
general europeo de entresiglos, el proceso de urbanización es tardío y limitado a los núcleos de Madrid
y Barcelona, que apenas superan el medio millón de
habitantes al acabar la centuria, y a un muy reducido
grupo de ciudades que llegaba a los cien mil; el resto
de población –un 80 por ciento– vivía en localidades
que no superaban los 10.000 habitantes (Casanova;
Gil Andrés, 2009, 20).
En las siguientes páginas quiero centrarme en la
vivencia del protagonista de la novela en Alcolea del
Campo, el pueblo creado por Baroja como un microcosmos de ese campo español de finales del siglo XIX
y principios del siglo XX. Alcolea es un pueblo concreto con unas coordenadas espacio-temporales propias
y unas características específicas, pero Alcolea es también una sinécdoque, una metonimia geográfica de la
España rural definida y descrita por Baroja a partir de
una creación ficcional en la que, sin embargo, se dan
todos aquellos rasgos que sirven al novelista para reconstruir el estilo de vida rural y nos sirven a los lectores para dar un salto en el tiempo y, a partir de un
ejemplo concreto y localizado, conocer la España rural
de la mano de Andrés Hurtado.
Lo primero que hace Baroja al iniciar la quinta parte de El árbol de la ciencia es describir escuetamente
el pueblo al que acaba de llegar el protagonista de la
novela después de obtener una plaza como médico:
Era este un pueblo del centro de España, colocado
en esa zona intermedia donde acaba Castilla y comienza Andalucía. Era villa de importancia, de ocho
a diez mil habitantes; para llegar a ella había que tomar la línea de Córdoba, detenerse en una estación
de la Mancha y seguir a Alcolea en coche (Baroja,
1998, 483).
Aunque pueda parecer una descripción aséptica, se
percibe la intencionalidad de Baroja en un par de detalles. Primero, cuando sitúa el pueblo en un lugar concreto y simbólico: pudiéndolo localizar en cualquier
lugar de la geografía española, el novelista no busca
la periferia o lo excéntrico; al contrario, al situarlo en
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el “centro de España” le otorga voluntariamente una
representatividad y ese valor de metonimia al que
ya he aludido. Lo llama Alcolea del Campo como lo
podría llamar de cualquier otra forma; lo importante
no es el nombre, sino el hecho de ser un pueblo del
centro del país, una especie de encrucijada o lugar de
paso donde se concentran todas las características
que comparten los pueblos españoles de la época. En
segundo lugar, me parece interesante el dato de afirmar que estamos ante una “villa de importancia”, lo
cual no deja de ser una contradicción en los términos:
la villa no suele ser por definición algo importante, y
menos en comparación con Madrid. Lo que desde mi
punto de vista nos quiere transmitir Baroja con este
dato de los miles de habitantes de Alcolea es que no
estamos ante una aldea insignificante o un pueblucho
de mala muerte; en realidad, se trata de un pueblo
grande que no llega a ciudad, pero que no por ello
carece de interés.
Unas páginas más adelante encontramos un par de
descripciones del clima y el paisaje del nuevo hábitat
de Andrés Hurtado, hechas siempre por ese narrador con focalización interna que emplea Baroja para
transmitirnos la percepción de protagonista. Ya en el
primer día de Hurtado en el pueblo, en pleno verano
y a media mañana, esta es la reflexión que le sugiere
un ambiente que ya solamente por el clima –sin haber
entrado en contacto apenas con la gente del pueblo–
empieza a revelarse asfixiante y nada halagüeño: “Hacía un calor horrible; todo el campo parecía quemado,
calcinado; el cielo, plomizo, con reflejos de cobre, iluminaba los polvorientos viñedos, y el sol se ponía tras
de un velo espeso de calina, a través del cual quedaba
convertido en un disco blanquecino y sin brillo (Baroja, 1998, 486)”.
Uno de los primeros aspectos de la vida cotidiana
de Alcolea que empiezan a irritar a Hurtado es el de
sus hábitos alimenticios. Lo primero que hace al llegar
a la fonda del pueblo en la que se hospeda es cambiar
una dieta que, hasta su llegada, consistía básicamente
en carne sazonada con especias picantes. Como nos
dice el narrador, “con aquel régimen de carne y con
el calor, Andrés estaba constantemente excitado” (Baroja, 1998, 491). Poco a poco, los hábitos y las costumbres de Alcolea le van resultando cada vez más
insufribles; es tal su incompatibilidad que, al pedir a
la patrona de la fonda una serie de cambios en esa
rutina a la que no se logra aclimatar, esta concluye de
la siguiente forma refiriéndose a la sensación que le
produce el nuevo médico del pueblo y huésped eventual suyo: “Con estas advertencias, la nueva patrona
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Otro de los aspectos que más critica el protagonista
de El árbol de la ciencia de Alcolea del Campo es algo
que también Baroja señaló de la España rural de su
tiempo: la absoluta falta del más mínimo sentido social. Ese sentimiento de comunidad que Émile Durkheim consideraba esencial para el buen funcionamiento
de cualquier sociedad, no se encuentra por ningún
lugar en Alcolea, la cual cosa tiene como consecuencia la nula capacidad del colectivo para organizarse y
reaccionar ante una adversidad coyuntural como fue
la crisis de la viticultura que sufrió España a partir de
los años noventa, cuando la plaga de la filoxera pasó
de afectar Francia a perjudicar a España:
El pueblo no tenía el menor sentido social; las familias se metían en sus casas, como los trogloditas en
su cueva. No había solidaridad; nadie sabía ni podía
utilizar la fuerza de la asociación. Los hombres iban
al trabajo y a veces al casino. Las mujeres no salían
más que los domingos a misa.
Por falta de instinto colectivo, el pueblo se había
arruinado. En la época del tratado de los vinos con
Francia, todo el mundo, sin consultarse los unos a los
otros, comenzó a cambiar el cultivo de sus campos,
dejando el trigo y los cereales y poniendo viñedos;
pronto el río de vino de Alcolea se convirtió en río de
oro. En ese momento de prosperidad, el pueblo se
agrandó, se limpiaron las calles, se pusieron aceras,
se instaló la luz eléctrica…; luego vino la terminación
del tratado, y como nadie sentía la responsabilidad
de representar al pueblo, a nadie se le ocurrió decir:
“Cambiemos el cultivo; volvamos a nuestra vida antigua; empleemos la riqueza producida por el vino
en transformar la tierra para las necesidades de
hoy”. Nada.
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El pueblo aceptó la ruina con resignación (Baroja,
1998, 498).
A esta falta de “sentido social” se une la terrible
presión que ejerce sobre el pueblo una moral católica represiva y, todo junto, se traduce en una triste
sensación de incultura que, en el plano político, tiene
la perversa consecuencia de alterar el orden racional
de lo que debería ser un buen gobierno. Una vez más,
Baroja emplea el caso de Alcolea como microcosmos
de ese todo que es la España rural de fin de siglo; los
vicios y la corrupción política de Alcolea son, otra vez,
un síntoma de lo que acontece a nivel general en el
país durante el período de la Restauración:
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Francisco Fuster García
creyó que su huésped, si no estaba loco, no le faltaba
mucho” (Baroja, 1998, 492). Esa imagen, la de un loco
extravagante, es la que le sugiere al habitante común
de Alcolea su nuevo vecino; la impresión de un extranjero que no se adapta a unos hábitos preestablecidos
y que se atreve a cuestionar la dieta y las costumbres
seculares más arraigadas. Y es que, efectivamente,
Hurtado lo intenta todo, pero la situación le supera
y llega a una conclusión sobre los usos y las prácticas del pueblo que no puede ser más lapidaria: “Las
costumbres de Alcolea eran españolas puras, es decir,
de un absurdo completo” (Baroja, 1998, 498). En este
caso es el propio Baroja quien, a través del narrador, se
encarga de extrapolar la situación particular de Alcolea
al marco general del conjunto del país, verificando así la
teoría que he expuesto sobre la función de este pueblo
como metonimia de la España rural de fin de siglo.
[…] cada ciudadano de Alcolea se sentía tan separado del vecino como de un extranjero. No tenían
una cultura común (no la tenían de ninguna clase);
no participaban de admiraciones comunes; solo el
hábito, la rutina, les unía; en el fondo, todos eran
extraños a todos.
Muchas veces a Hurtado le parecía Alcolea una ciudad en estado de sitio. El sitiador era la moral, la
moral católica. Allí no había nada que no estuviera
almacenado y recogido: las mujeres en sus casas, el
dinero en las carpetas, el vino en las tinajas.
Andrés se preguntaba: “¿Qué hacen estas mujeres?
¿En qué piensan? ¿Cómo pasan las horas de sus
días?”. Difícil era averiguarlo.
Con aquel régimen de guardarlo todo, Alcolea gozaba de un orden admirable; solo un cementerio bien
cuidado podía sobrepasar tal perfección.
Esta perfección se conseguía haciendo que el más
inepto fuera el que gobernara. El cedazo iba separando el grano de la paja, pero luego se recogía la
paja y se desperdiciaba el grano. Algún burlón hubiera dicho que este aprovechamiento de la paja
entre españoles no era raro. Por aquella selección a
la inversa, resultaba que los más aptos allí eran precisamente los más ineptos (Baroja, 1998, 499).
Cuando su situación en el pueblo se torna insostenible, Hurtado decide dimitir de su puesto de médico
sustituto y marcharse de Alcolea, no sin antes sincerarse con Dorotea, a quien confesa los motivos de
su marcha y con quien termina consumado un amor
que, como todo en aquel contexto de miseria y doble
moral, yacía también reprimido en su interior. Así, de
forma algo abrupta, pero totalmente comprensible,
acaba la experiencia de Andrés Hurtado en Alcolea del
Campo y finaliza también esta incursión de Baroja en
la España rural de fin de siglo.
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EL CAMPO Y LA CIUDAD: LAS DOS ESPAÑAS DE
ANDRÉS HURTADO
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Campo y ciudad en la España de fin de siglo: una lectura simmeliana de El árbol de la ciencia (1911), de Pío Baroja
El análisis de la influencia del ambiente de Madrid
y de Alcolea del Campo en el estilo de vida y la personalidad de Andrés Hurtado me lleva a una primera
conclusión clara: por unos motivos o por otros, en las
dos Españas –la rural y la urbana– se muestra incómodo; ni en el ámbito de una gran capital europea
en desarrollo como era el Madrid de 1900, ni en el
de un tranquilo pueblo de la España rural de fin de
siglo encuentra su sitio el protagonista de El árbol de
la ciencia.
En su ensayo “La ampliación de los grupos y la formación de la individualidad” (Die Erweiterung der
Gruppe und die Ausbildung der Individualität, 1908),
Georg Simmel exponía una interesante teoría sociológica que se ajusta bastante bien a lo que, desde mi
punto de vista, le sucede al personaje creado por Baroja. Argumentaba Simmel que en un círculo social
estrecho, como creo que puede ser el pueblo de Alcolea según lo describe Baroja, la libertad de la que
goza el individuo es por lo general menor, de forma
que es más fácil distinguirse del resto de miembros
que integran ese grupo y que sí que son homogéneos
entre ellos; algo parecido a esto es lo que le sucede
a Hurtado cuando pasa de vivir en Madrid a hacerlo
en Alcolea del Campo. En mi opinión, Hurtado representa el elemento refinado y heterodoxo que procede
del exterior –en este caso de la ciudad– y se introduce
en un ambiente cerrado y ortodoxo, rompiendo con
ese simple hecho su equilibro natural y, hasta ese momento, incuestionable. Baroja introduce hábilmente
este contraste a través de la reacciones del elemento subversivo que es el protagonista de su novela y
del elemento subvertido que es la mentalidad tradicional del pueblo. En un pasaje que ya he citado, el
personaje de Dorotea dice de Hurtado que sus ideas
“revolucionarias” le parecen “absurdas”. Frente a esta
postura, está la opuesta, la del propio Andrés Hurtado. Cuando entra en contacto con el otro médico del
pueblo, este le cuenta su gran afición a los toros. Para
un espíritu sutil y urbanita como el de Hurtado, esta
inclinación de su homólogo por el espectáculo de las
corridas ya es suficiente dato para catalogarlo tajantemente: “Esta afición bastó a Andrés para considerarle como un bruto” (Baroja, 1998, 494). El choque de
mentalidades es evidente.
Si esto sucede en un grupo social reducido, cuando
se amplía el círculo –argumenta Simmel– sucede justamente lo contrario: la libertad individual es mayor,
pero la peculiaridad que representa el individuo de-
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ARBOR Vol. 189-761, mayo-junio 2013, a044. ISSN-L: 0210-1963
crece proporcionalmente. Como explica Simmel, un
grupo social extenso, como pueda ser el Madrid de
fin de siglo en el que vive el protagonista de la novela,
permite una mayor libertad de movimientos, justamente por el hecho de que este círculo no se “ocupa” tanto de sus elementos y también exige menos de
cada uno de ellos:
[…] el grupo amplio concede mayor espacio a las
manifestaciones extremadas y a los abusos del individualismo, al aislamiento del misántropo, a las formas de vida barrocas y arbitrarias, al egoísmo redomado, esto es solo la consecuencia de que el grupo
amplio tiene menos exigencias, se ocupa menos del
individuo, y por eso pone menos obstáculos al pleno
desarrollo de todos los instintos, incluso de los más
perversos (Simmel, 1986b, 759-760).
Aceptando que la naturaleza anímica y psicológica
del individuo urbano es diferente a la del que se desenvuelve en el medio rural, podemos convenir con Simmel que, efectivamente, y como vemos que le sucede al protagonista de El árbol de la ciencia, el estilo de
vida urbano se caracteriza por esa actitud de reserva y
distanciamiento frente al entorno, como la que adopta Andrés Hurtado en Madrid, exacerbando su individualidad y no estableciendo lazos afectivos fuertes
con nadie: ni familiares, ni compañeros de estudios,
ni amigos; la única que consigue romper esa barrera
es Lulú. Según la teoría simmeliana, el individuo que
vive en la ciudad “se crea un órgano de defensa frente
al desarraigo con el que le amenazan las corrientes
y discrepancias de su medio ambiente externo”; este
mecanismo de defensa es para este sociólogo alemán
“como un preservativo de la vida subjetiva frente a
la violencia de la gran ciudad” (Simmel, 1986a, 248).
Para Simmel, la multitud urbana y la actitud de reserva que adopta el individuo frente a ella hace que
sea justamente allí en la gran urbe donde el grado de
libertad alcanzado sea mayor que el que se podría lograr en el medio rural o en las ciudades más pequeñas. Sin embargo, esa relación del individuo frente a la
multitud amenazadora también provoca que se corra
el peligro de que esta libertad pueda derivar en la soledad y el sentimiento de desarraigo que caracteriza al
hombre moderno:
[…] el urbanita es “libre” en contraposición con las
pequeñeces y prejuicios que comprimen al habitante de la pequeña ciudad. Pues la reserva e indiferencias recíprocas, las condiciones vitales espirituales de los círculos más grandes, no son sentidas en
su efecto sobre la independencia del individuo en
ningún caso más fuertemente que en la densísima
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Esta teoría general de Simmel es justamente la que
Baroja nos demuestra de forma más empírica a través
del ejemplo de Andrés Hurtado y de su existencia en
una ciudad en la que, pese a la multitud que le rodea,
se siente en muchos momentos solo y desorientado.
El problema del protagonista de esta novela de
Baroja es que su malestar no desaparece cuando se
traslada al pueblo y cambia su estilo de vida; al contrario, al desarraigo que siente en la ciudad se une la
impotencia ante una sociedad que le parece inculta
y, en muchos aspectos, irracional, incivilizada. Mientras vive en Alcolea, Hurtado “solo siente malestar y
repulsa, y su distanciamiento de la sociedad –donde
irónicamente trabaja como médico– se muestra por
el aire que adquiere de «extranjero» y por la animosidad creciente de los otros respecto a él” (Martínez
Palacio, 1972, 151). El cambio de la ciudad al campo
no le resulta beneficioso en ningún aspecto y lo que
hubiera podido ser una experiencia enriquecedora se
convierte en un infierno cotidiano de enfrentamientos e incomprensión por parte de sus convecinos. En
cierto modo, Hurtado es un ejemplo del individuo que
no es del todo feliz en la ciudad pero que, en cambio,
relativiza esa disconformidad cuando se aleja de su
hábitat natural y se topa con otros estilos de vida que,
al resultarle todavía más extraños, le hacen “reconciliarse” con ese mal menor que es la vida urbana.
En La decadencia de Occidente (1918 y 1922) hay
un capítulo titulado “El alma de la ciudad” en el que
Oswald Spengler teoriza sobre el cambio que ha supuesto para el individuo moderno este paso de la vida
rural a la vida urbana en las grandes ciudades que se
forman durante el período del cambio de siglo y primeras décadas del siglo XX. Analizando el estilo de
vida urbano y sus diferencias con respecto al modo
de vida en el campo, Spengler llega a una conclusión
que se ajusta muy bien a lo que creo que le sucede
al protagonista de nuestra novela. Defiende este filósofo alemán que el individuo moderno que vive en
la ciudad hace de ella su patria y le entrega, por así
decirlo, su libertad, de forma que cuando este mismo
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individuo se aleja de ella y se traslada al medio rural,
se siente inevitablemente como un extranjero, como
un extraño fuera de lugar:
Quien cae en las redes de la belleza pecadora de
este último prodigio de la historia no recobra nunca más su libertad. Los pueblos primitivos pueden
desprenderse del suelo y emigrar a remotos países.
El nómada intelectual no puedo hacerlo ya. La patria
para él es la ciudad. En la aldea más próxima siéntese como en el extranjero. Prefiere morir sobre el
asfalto de las calles a regresar al campo. Y no lo liberta ni siquiera el asco de esa magnificencia, el hastío
de tanta luz y tanto color, el taedium vitae que se
apodera al fin de muchos. El hombre de la gran urbe
lleva eternamente consigo la ciudad; la lleva cuando
sale al mar; la lleva cuando sube a la montaña. Ha
perdido el campo en su interior y ya no puede encontrarlo fuera (Spengler, 1966, 125-126).
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Francisco Fuster García
muchedumbre de la gran ciudad, puesto que la cercanía y la estrechez corporal hacen tanto más visible
la distancia espiritual; evidentemente, el no sentirse en determinadas circunstancias en ninguna otra
parte tan solo y abandonado como precisamente
entre la muchedumbre urbanita es solo el reverso
de aquella libertad. Pues aquí, como en ningún otro
lugar, no es en modo alguno necesario que la libertad del hombre se refleje en su sentimiento vital de
bienestar (Simmel, 1986a, 256).
La llegada de Andrés Hurtado a Alcolea es un caso
evidente de este sentimiento de extrañeza que siente
el hombre que ya ha interiorizado lo urbano, pero es
también un ejemplo del rechazo por parte del mundo
rural a un elemento procedente de fuera.
Según Spengler, la irrupción de la gran urbe moderna como forma de vida supone la superación de una
fase de la historia dominada por la tradición y el pragmatismo del individuo rural, y la inauguración de una
etapa que trae consigo una nueva cultura: la cultura
científica. Obviamente, argumenta el filósofo alemán,
todas estas invenciones, ya sean políticas, económicas, intelectuales o artísticas, son acogidas por el
hombre rural “con desconfianza y vacilación”, esto es,
con la misma actitud con la que hemos visto que Andrés Hurtado es recibido en Alcolea.
En la introducción a su estudio clásico sobre la imagen del campo y de la ciudad en la literatura inglesa, el historiador Raymond Williams afirmaba que “el
contraste entre el campo y la ciudad, como dos estilos
fundamentalmente distintos de vida, se remonta a la
época clásica” (Williams, 2001, 25). Lo que aquí he
tratado de argumentar es la concepción que Baroja
tenía de esta dicotomía clásica y su expresión a través
de una novela como El árbol de la ciencia. Al hacerlo,
mi objetivo ha sido demostrar que existe una relación
dialéctica entre campo y ciudad que me permite hablar de una identidad urbana y una identidad rural en
el contexto de esas dos Españas que conviven durante
el cambio de siglo.
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NOTAS
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Campo y ciudad en la España de fin de siglo: una lectura simmeliana de El árbol de la ciencia (1911), de Pío Baroja
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1 Una primera versión de este trabajo fue
discutida el 25 de febrero de 2011 en el
Instituto de Filosofía del CCHS del CSIC,
en el marco de una sesión del Seminario
“Memoria Cultural e Identidades Fronterizas: entre la construcción narrativa
y el giro icónico”, que dirige José María
González García. Por eso, quisiera dar
las gracias tanto al profesor González
García, por la invitación que me hizo
para participar en su seminario, como a
los miembros de su grupo de investigación (especialmente a Fernando Bayón
e Irene Martínez Sahuquillo) y al resto
de investigadores del CSIC (especialmente a Juan Pimentel y Leoncio LópezOcón) que asistieron a la presentación
de mi ponencia y al enriquecedor debate que la siguió.
2 A partir de este momento, siempre que
cite a Pío Baroja lo haré siguiendo la edición de sus Obras Completas (OC) dirigida por José-Carlos Mainer y publicada
en dieciséis volúmenes por el Círculo
de Lectores y la editorial Galaxia Gutenberg entre 1997 y 1999.
Baroja, Pío (1998 [1902]). Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre
Paradox. OC, Vol. VI. Barcelona: Galaxia
Gutenberg-Círculo de Lectores.
Machado, Antonio (1999 [1936]). “La sonrisa madrileña”. En Antología comentada,
Vol. II. Prosa, Edición de Francisco Caudet. Madrid: Ediciones de la Torre.
II, Traducción de José Pérez Bances. Madrid: Revista de Occidente, pp. 741-808.
Baroja, Pío (1998 [1911]). El árbol de la
ciencia. OC, Vol. VIII. Barcelona: Galaxia
Gutenberg-Círculo de Lectores.
Martínez Palacio, Javier (1972). “Personaje,
tiempo y espacio en Baroja”. En VV.AA.,
Barojiana. Madrid: Taurus, pp. 143-153.
Baroja, Pío (1999 [1901]). Madrid y Paris.
OC, Vol. XVI. Barcelona: Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores.
Martínez Ruíz, José (“Azorín”) (2008
[1902]). La voluntad. Edición de María
Martínez del Portal. Madrid: Cátedra.
Baroja, Pío (1999 [1904]). “Familias trepadoras”. En El tablado de Arlequín, OC,
Vol. XIII. Barcelona: Galaxia GutenbergCírculo de Lectores.
Simmel, Georg (1986 [1903]). “Las grandes
urbes y la vida del espíritu”. En El individuo y la libertad. Ensayos de crítica
de la cultura, Traducción y prólogo de
Salvador Mas. Barcelona: Ediciones Península, pp. 247-261.
BIBLIOGRAFÍA
Casanova, Julián y Gil Andrés, Carlos (2009).
Historia de España en el siglo XX. Barcelona, Ariel.
Laín Entralgo, Pedro (1956). La generación
del noventa y ocho. Madrid: Espasa
Calpe.
Simmel, Georg (1986 [1908]). “La ampliación de grupos y la formación de la
individualidad”. En Sociología. Estudio
sobre las formas de socialización, Vol.
ARBOR Vol. 189-761, mayo-junio 2013, a044. ISSN-L: 0210-1963
Spengler, Oswald (1966 [1922]). La decadencia de Occidente: bosquejo de una
morfología de la historia universal, Vol.
II, Traducción de Manuel G. Morente.
Madrid: Espasa-Calpe.
Unamuno, Miguel de (2007 [1902]). “Ciudad y campo (de mis impresiones de
Madrid)”. En Obras Completas, Edición
de Ricardo Senabre, Vol. VIII. Madrid:
Fundación José Antonio de Castro, pp.
443-457.
Williams, Raymond (2001 [1973]). El campo
y la ciudad, Prólogo de Beatriz Sarlo y
traducción de Alcira Bixio. Buenos Aires:
Paidós.
doi: http://dx.doi.org/10.3989/arbor.2013.761n3012
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