Vida es un balon La Adelanto

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La vida es un balón redondo
Vladimir Dimitrijević
Traducción de Antonio Castilla Cerezo
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Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, transmitida
o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.
Título de la versión original
La vie est un ballon rond
© Vladimir Dimitrijević, 1998
Primera edición: 2005
Segunda edición: 2010
Fotografía de portada: Alberto García-Alix
Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2010
San Miguel # 36
Colonia Barrio San Lucas
Coyoacán, 04030
México D.F., México
Sexto Piso España, S. L.
c/Monte Esquinza 13, 4.º Dcha.
28010, Madrid, España
www.sextopiso.com
Traducción
Antonio Castilla Cerezo
Diseño
Estudio Joaquín Gallegos
Formación
Quinta del Agua Ediciones
ISBN 978-84-96867-25-3
Impreso en México
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In memoriam
Darko Giler (1933-1996),
para quien fue escrito este libro
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Para Georges Haldas,
hermano en combustión
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ÍNDICE
Advertencia (sin tarjeta) El Futbol-Rey Esa ilusión que era real, porque era la alegría ¿Quiénes son los héroes de las pasiones infantiles? Tocar los tachones de unas zapatillas soñadas El señor Špic Lo adquirido y lo innato La aristocracia y la nobleza de la pierna El milagro contra la parálisis La gracia del pura sangre El rey de Nápoles ¿Hay que corregir la injusticia? El consuelo de los humildes El equipo es un sueño, el equipo es una fe El pie que piensa ¿El corazón está prohibido? Acerca de la caballería El dinero Homenaje a los leones indomables El futbol total El cerrojo La inflación El más bello destino de la historia del futbol ¡Ganar contra Inglaterra! Las hormigas y los hombres Los futbolistas de plomo ¡Olé! Los suspiros Los santos del futbol Balon_Redondo.indd 11
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Los tesoreros del mito Las orejas del exilio Mi primer partido El tiempo de los gitanos Las dos vocaciones ¡Con la cabeza no, todo con la pierna! Los concursos de escupitajos Nuestras universidades El Gran Milovan Ha nacido una estrella Los cuellos blancos En las gradas y sus alrededores El misterio del guardameta Los hombres-sándwich El hundimiento Los tramposos Un brebaje de mal sabor Carné mundano Zurdo por convicción La tienda del zapatero El rito de paso Balon_Redondo.indd 12
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ADVERTENCIA (SIN TARJETA)
De vez en cuando hablo de futbol y comento los partidos con
mis amigos, que saben hasta qué punto ese juego ha sido el hilo
conductor de mi vida. Conté, durante un día entero, el contenido de este libro a François Bousquet, quien grabó y transcribió estas evocaciones hasta hacer de ellas un objeto redondo.
Agradezco a Slobodan Despot el haber amortiguado el proyectil, al igual que los pequeños charcos del césped amortiguan el
balón, al fijarlo sobre la página en blanco.
Georges Haldas, autor de una memorable Légende du
football, ha sido durante todos estos años el apasionante interlocutor con el que la política, la literatura y la religión se unían
en el Evangelio apócrifo según la Pierna.
Por lo que respecta a mi violín de Ingres, para mí que
soy algo melómano, diré que consiste en un interminable análisis combinatorio, digno de los formalistas y de los estructuralistas más retorcidos, y que tiene como ambición formar con
futbolistas y escritores el equipo ideal, que varía con el paso
del tiempo y el cambio de los humores, y cuyos criterios de
selección sólo yo entiendo. Cuestiones como la de saber si
Miloš Tsernianski le pasó bien la pelota a Günther Nordal durante las Olimpiadas de Estocolmo 1948, me dejan perplejo
durante horas enteras.
Éste es, sin duda alguna, mi breviario como hombre y como editor.
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EL FUTBOL-REY
El futbol es el rey de los deportes. ¿Por qué? En mi opinión,
porque nos pone en contacto —como la danza— con algo de
nuestro propio cuerpo que podríamos llamar la prehistoria
de nuestros movimientos. En el futbol, está prohibido —si uno
es jugador de campo, claro está— todo uso de la mano y del
brazo. En suma, de los órganos con los que, habitualmente, se
realizan todos los actos. Con los que se alcanza el mayor grado
de precisión, de rendimiento y de destreza. No se nos permite usar más que los pies y las piernas —esos ancestros subdesarrollados, de algún modo, de las manos y de los brazos.
Ahí estamos, pues, devueltos a funciones arcaicas, impedidos
para hacer lo que nos sería normal o natural. Forzados a vérnoslas de nuevo con un recuerdo animal enterrado en alguna
parte de sí mismo.
Las extrañas limitaciones de nuestro poder no se terminan ahí. Dos de los veintidós jugadores, y sólo ellos, están arbitrariamente autorizados para utilizar sus manos, y por
extensión su cuerpo entero. Pero esa liberación generosa tiene
su precio: serán penalizados. No tendrán el derecho de ejercer su privilegio más que en un territorio limitado. Los otros
veinte jugadores, también pueden, a su vez, utilizar las manos,
pero sólo fuera del terreno de juego, durante los saques de
banda. Una especie de equilibrio sutil y perverso reparte así
las trabas, penaliza o restablece el equilibrio según los humores de una justicia singular. Se puede estar fuera de juego, así
como se puede uno recuperar por un tiro libre —noción muy
caballeresca— de aquellos tiros que lo son bastante menos.
Pero lo más sorprendente es el fin último de todo esto. De
nuevo, un territorio: un rectángulo. Acaso de tres dimensio-
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nes, ya que la altura tiene su importancia, aunque puede ser
dejada de lado. Para señalar la línea de meta, los escolares utilizan sus mochilas, amontonan guijarros o clavan palos. Es
preciso que la pelota salga de un espacio bien delimitado y
se coloque en otro, más pequeño y aún mejor circunscrito. Lo
que es capital es el acto de traspasar la línea fatídica. Usted
puede ser un virtuoso, tener sobre su adversario todas las ventajas del estilo o de la estrategia, pero si su balón no cruza
la línea, no gana. Las reglas de este juego hacen todo lo posible por sumergirnos nuevamente en el universo de los hombres anteriores a la mano liberada, donde el rendimiento es
fundamental.
En cierto modo, este juego funciona como el ajedrez.
También allí, las reinas y los alfiles, las torres y los caballos
pueden hacernos regresar a una olvidada Edad Media, pero lo
único que cuenta en definitiva es la muerte del rey, el mate. Y
el mate, en el futbol, se llama gol. Todo lo demás es alarde,
exactamente como en el mundo animal, exuberancia, espectáculo. Como los ballets, con sus vestidos de plumas, los
pájaros, los juegos de colores de los peces exóticos o los movimientos sabiamente ondulados de los reptiles.
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ESA ILUSIÓN QUE ERA REAL,
PORQUE ERA LA ALEGRÍA
Este juego puede practicarse no importa con quién, no importa
cómo, no importa dónde.
Tomemos, por ejemplo, el cine. Miremos la película: es
una sucesión de imágenes cuyas líneas son casi idénticas, y que
no obstante difieren muy ligeramente. Es una sucesión de rectángulos estáticos, sin movimiento, muertos. Pero en cuanto la
velocidad se adueña de esas cintas, hace aparecer algo que se
parece a la vida, a la acción. De la misma forma, si se gira rápidamente un abanico multicolor, acabamos por ver un círculo
blanco. Nuestros sentidos tienen, pues, cesuras, las cuales nos
proporcionan las ilusiones concretas que se nos aparecen como la realidad.
Recuerdo este hecho porque mi primer contacto con este
juego mágico estuvo ligado a los objetos más heteróclitos: una
lata de conservas, unos guijarros, unos pedazos de yeso (en las
ruinas de la posguerra esto nunca faltaba), unos trozos de madera. Por no hablar de la felicidad de encontrar las medias, los
calcetines, los puños de camisa —materiales raros, ya que
los objetos de tela se utilizaban hasta desgastarlos completamente— que se rellenaban de aserrín o de harapos: ¡Y ése era
el balón que rebotaba sobre nuestras cabezas!
Esta preparación era todo un rito. La tela, los calcetines,
el aserrín de madera o el polvo del carbón que se retiraba de
los sótanos... El objeto redondo así fabricado era todo un lujo.
Temíamos a la lluvia, a los charcos y a la nieve porque, como el
cargamento de esponjas sobre la espalda del asno, el balón
aumentaba de peso con ellos, convirtiéndose en algo parecido
a una hojuela espesa y dejando las marcas de su paso: primero
marcas grises de carbón, luego hematomas rojos y redondos.
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Mucho después de que éstos desaparecieran, conservábamos
por todo el cuerpo unos tenaces reflejos condicionados.
Pese a esto, jugamos con aquellos objetos en todas las estaciones del año durante días enteros. Lo que contaba, por encima de todo, era que ese balón improvisado diera vueltas, que
girase deprisa para convertirse en un balón real. El guardameta se hería al atraparlo y los supervivientes de la época guardan aún cicatrices jeroglíficas en sus pantorrillas y en todo
el cuerpo.
Pero esos rebotes sin lógica al contacto del terreno o de
nuestros zapatos, azarosos e imprevisibles, preparaban los reflejos ante cada cambio de dirección, y la flexibilidad de los tobillos frente a todas las técnicas. Los jugadores de aquellos
tiempos eran notablemente hábiles y estaban ciertamente menos expuestos a las lesiones; eran más resistentes. Además,
aquellos jugadores no estaban hinchados de condición física
como los de hoy, por un «atiborramiento» que a veces eleva
el placer embriagando con el juego y que predispone a los accidentes. Actualmente, son como balones que uno no se atreve
a rozar con la punta de un alfiler.
Los futbolistas de aquella generación no tomaron sus clases sobre céspedes lisos ni sobre terrenos reglamentarios. En
los suelos sobre los que jugaban, todo era posible, y el bote
más desconcertante era natural y esperado. Los nórdicos son
muy equilibrados porque han corrido sobre la nieve y el hielo,
los sudamericanos y los africanos llevarán por siempre grabada
en sus tendones la arena, ese elemento que fatiga sobre todo
a los pies desnudos (de donde viene su aparente negligencia,
pues al verlos se tiene la impresión de que se desplazan sentados), o la irregularidad de los matorrales que confiere esa
impresión de estar participando en una danza tribal. Estamos aún a la espera, en la comunidad mundial del futbol, de
la llegada de los chinos, los japoneses, los mongoles, de ver a
los esquimales y a los aborígenes de Australia, que aportarán
acaso nuevos desplantes a los cánones de lo «futbolísticamente correcto».
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¿QUIÉNES SON LOS HÉROES DE LAS
PASIONES INFANTILES?
¿Cuáles son los puestos clave? Los niños no se equivocan. Miradles correr para rodear a su equipo tras el partido: asaltan al
guardameta y al delantero centro. Porque este último es como
una adición de todos los rebotes imaginables, está siempre al
acecho y se comporta durante todo el partido como el que acaba de perder su boleto justo antes de la salida del tren o del
avión. Estos cazadores de goles son extraños. Miradles a los
ojos. Sus pupilas bailan arriba, abajo, a la derecha, a la izquierda, se mueven en direcciones oblicuas. Y así todo el tiempo.
Una sola idea en la cabeza, como en los poetas o en los grandes
novelistas. Insensatez, sí, pero insensatez grandiosa, divina.
Eso es el delantero centro, aquel que, más allá de la mitad del
campo, encuentra soluciones inesperadas, rápidas, fulgurantes. Movimientos que son como los ojos prodigiosos de movilidad y de inteligencia de Johann Cruyff.
Acuérdense de Gerd Müller, de Hugo Sánchez, de Stojković, de Schillaci, de Stoichkov, de Paolo Rossi, de sus miradas predadoras. Y de don Diego también, aunque quizá por
otros motivos.
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TOCAR LOS TACHONES DE UNAS
ZAPATILLAS SOÑADAS
Cuando toqué por primera vez —tenía doce años— un verdadero balón de futbol, me hallaba en presencia de un objeto sagrado. Cuando calcé por primera vez unas zapatillas de futbol tuve
la impresión, al levantarme, de tener diez centímetros más.
Es inútil decir que no eran nuevos, ni de mi talla. Aquellos
zapatos pertenecían al club. Era visible que habían corrido
mucho. Se rellenaban con papel periódico para llenar el vacío. Y si eran demasiado estrechos, se les serraban los dientes.
Pero se sentía el balón de otra manera, con más precisión. A
veces sucedía que una zapatilla demasiado ancha salía disparada en mitad de una volea. También ocurría de vez en cuando
que el par no era un tal par, sino unos falsos gemelos, lo que
suscitaba cómicos efectos de cojera. Los primeros pasos eran
inciertos como los de las jovencitas que se prueban por vez
primera los zapatos de tacón de su madre. Uno se sentía inseguro sobre el suelo, dudaba; como los potros y los becerros,
que en cuanto nacen se ponen de pie. Estoy, por todos esos
gestos de conmovedora inocencia, eternamente agradecido a
Dios, que a través de ellos nos inspira algo de buen juicio.
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EL SEÑOR ŠPIC
Cuando yo era adolescente, vivía un entrenador que era un verdadero mago. De origen húngaro, había jugado en los equipos
de Europa Central en los años treinta. Era un descubridor de
talentos. Yo nunca había visto el estadio sin su cara de marmota y su cuerpo rechoncho. Entrenaba al primer equipo del
Partizán de Belgrado, pero también prodigaba sus consejos a
los pequeños mientras les veía jugar sobre los terrenos anexos
o en la pradera.
No importa en qué campo, no importa en qué patio de
escuela, sin poder resistirse a la llamada del balón, se detenía
el célebre Zlatko Čajkovski. Bastaba con que el balón rebotase en algún sitio para que Zlatko despuntara, dios del estadio
en medio de la chiquillería. ¿Cabía alguna duda de la gloria que
retumbaba sobre nuestras pobres cabezas tras semejantes
momentos?
El camarada Špic, el entrenador, era también un apasionado. Nos llevaba cada domingo por la mañana a ver los partidos
de esos a los que llamaba los «fuera de serie». Nos comentaba los movimientos y, sobre todo a nosotros, los atacantes,
los errores potenciales o visibles que los defensores cometían
durante el partido. Sí, incluso los más grandes jugadores, aunque menos a menudo que los demás, cometen equivocaciones.
Es entonces cuando el delantero centro de ojos enloquecidos
marca un gol hundiendo la moral del adversario. A partir de
ese momento, el portero y la defensa pierden su sangre fría
y tienen la impresión de que el peligro ya no se encuentra
en el adversario, sino en sus propias filas. Una situación de
desinformación que ciertamente no desagradaría a Vladimir
Volkoff.
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Para completar la instrucción de sus cazadores, Špic concibió una especie de hangares construidos con planchas de
hierro onduladas, de quince metros de largo por siete de ancho, en los que el jugador pasaba una hora enviando el balón a
todas las posiciones, provocando así los rebotes más inesperados. Todo descanso o triquiñuela era castigado y el jugador
descartado.
Pero el señor Špic, quien, como la mayor parte de los adultos de la época, prefería no ser tratado con demasiada confianza, nos enseñó también que no hay que subestimar al adversario
y que la posición de un equipo no era más incómoda sobre el
terreno de juego que la del otro. Hablando un día con un campeón de ajedrez, Boris Spasskj, le oí la misma declaración. Le
pregunté si tenía un compañero de entrenamiento. «No tengo
necesidad, me respondió, juego contra mí mismo». Como me
había explicado que era preciso desconfiar siempre de las debilidades del juego de uno mismo, le pregunté cómo le era
posible jugar en los dos lados a la vez. «Fácil, me dijo, me preocupo por los dos bandos». Procure saber exactamente dónde
se encuentra la zona que más teme el adversario y que le da
dolores de cabeza en su propio juego: he ahí el secreto. ¿Me
atreveré a decir que, de Gógol a Dostoyevski y hasta Mijaíl Bulgákov, la gran literatura rusa no ha tenido más que un único
tema: el hombre y su doble?
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