La responsabilidad social de la empresa

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La responsabilidad social de la
empresa *
LUIS GONZÁLEZ SEARA **
E
l proceso de civilización que vivimos
los humanos nos lleva a soluciones
distintas de los mismos problemas, a
veces fruto de reflexiones individualizadas, a
veces impuestas por la moda. Lo cual no
minusvalora la decisión. El sociólogo Jorge
Simmel escribió cosas muy agudas y sugestivas sobre la moda y el importante papel que
juega en la sociedad, lo cual me permite decir
a mí con toda tranquilidad que, en esta hora
de la información y la sociedad civil global,
está de moda hablar de la responsabilidad
social de la empresa y del gobierno corporativo de las sociedades. De ese gobierno corporativo, de sus reformas, códigos de conducta,
regulaciones y tendencias en el orden nacional e internacional se lleva discutido y reflexionado mucho en los últimos tiempos. Los
Códigos de buen gobierno del Informe Olivencia y del Informe Aldama han polarizado un
sin número de conferencias, debates y escritos. Ni tengo autoridad alguna para insistir
en ese debate, ni tengo nada que añadir. Sin
embargo, en un escenario más amplio, parece
obvio que, si se trata de organizar y regular
* Una primera versión de este escrito constituyó el
esquema de una conferencia pronunciada en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en el verano de
2003. Al redactarlo ahora para su publicación impresa,
he mantenido la forma propia de la Conferencia, especialmente en cuanto a las referencias bibliográficas.
** Catedrático de Sociología. UCM.
mejor el gobierno corporativo de las empresas, habrá que empezar por plantearse los
objetivos, funciones y fines de eso que se quiere regular. En este sentido, a mí me toca decir
algo más sobre la responsabilidad social de la
empresa, problema peliagudo, porque no está
nada claro qué se entiende por responsabilidad social, y tampoco hay acuerdo respecto de
lo que sea una empresa. Aquí, ni siquiera sirve de guía la historia y etimología de la palabra. En el Tesoro de la lengua castellana, de
Sebastián de Covarrubias, uno de nuestros
primeros diccionarios, publicado en 1611, no
aparecen para nada las palabras «empresa» y
«empresario». Después , la palabra «empresa» significó «emblema», «divisa» –baste
recordar las «empresas políticas», de Saavedra Fajardo– pero también empezó a significar una acción o una tarea que requiera decisión y esfuerzo para ser ejecutada. Y en este
sentido, las empresas podrán ser misioneras,
guerreras, artísticas, mercantiles. Todavía
en nuestros días, Laín Entralgo publicó un
libro con el título «La empresa de ser hombre». Si queremos aterrizar en el mundo concreto de la economía hay que empezar por el
empresario, y no por la empresa. Parece confirmado que la palabra «empresario» apareció
en francés –entrepeneur– mucho antes de que
existiera el concepto empresarial. En el siglo
XVI, en Francia se daba nombre de entrepeneur a quienes dirigían operaciones militares. Después, ya en el siglo XVIII, se empezó
a llamar así a los contratistas de bienes y ser-
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vicios para el gobierno, casi siempre a gran
escala. Y es a mediados del siglo XVIII, cuando un economista francés, Richard Cantillon,
utiliza la palabra «empresario», por primera
vez, con un sentido económico moderno. En
su Ensayo sobre la naturaleza del comercio en
general, considera al empresario como una
clase independiente, cuya esencia era la aceptación de la incertidumbre y del riesgo, que lo
convertirá en un permanente ajustador de
precios, entre los valores a los que compra
(precios ciertos), y los valores a los que vende
(precios inciertos). Así, el concepto de empresario se asocia con la persona que asume un
riesgo al emprender una actividad económica. Los fisiócratas denominaron empresario
al agricultor moderno, pero Turgot volvió a
centrar la figura del empresario como alguien
que arriesgaba capital, asimilando el concepto de empresario con el de capitalista. Juan
Bautista Say, que fue él mismo un industrial
textil, estableció una clara distinción entre el
capitalista y el empresario, enunciando una
teoría del empresario como organizador de la
producción, provisto de unas facultades y
unas destrezas nada frecuentes, muy lejos de
quienes sólo saben arriesgar su capital.
Curiosamente, los economistas clásicos ingleses prestaron poca atención a la figura empresarial, aunque hablaban del espíritu de aventura y de la existencia de individuos proyectistas –a veces muy similares a nuestros arbitristas– que hicieron avanzar la economía.
Los clásicos preferían explicar las cosas a partir de un sistema económico que debe buscar
el equilibrio a través de la competencia en el
mercado. Sttuart Mill se preocupó en distinguir el simple manager o director de empresa,
de la figura del empresario, que agrupa en su
persona la función gerencial a la vez que asume el riesgo de la actividad económica. Pero,
en realidad, es Schumpeter quien va a dar un
impulso definitivo al papel del empresario
como elemento básico e impulsor de la economía.
Dentro de su teoría del desarrollo económico basada en la innovación, el empresario
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deja de ser el guardián del equilibrio económico que muchos propugnan, para convertirse en un destructor de ese equilibrio, que
pone en marcha nuevos mecanismos de crédito, nuevas fórmulas tecnológicas, nuevas
empresas innovadoras en las más variadas
direcciones. El empresario schumpeteriano
parte de la destrucción creadora para innovar
en todos los campos, para utilizar los recursos
creando nuevos productos y nuevos procesos
industriales que dinamicen y hagan avanzar
la economía y la sociedad. Sin una élite
empresarial activa e innovadora no hay desarrollo económico posible, cosa que, sin duda,
también habría suscrito Max Weber, responsable de haber organizado el gran debate en
torno al papel de las éticas protestantes y las
virtudes puritanas en el desarrollo del capitalismo. A partir de la valoración del papel del
empresario, como innovador y motor del cambio económico, se fueron añadiendo otras funciones y papeles, al mismo tiempo que la evolución de la economía y del pensamiento ideológico-marxismo, socialismo, economía planificada, desarrollo del sector público– obligaba
a tomar en consideración nuevas variables.
La separación entre la propiedad del capital y
la gestión de los directores alumbró igualmente una gran literatura, simbolizada en el
difundido libro de James Burham «La revolución de los managers», lo mismo que el nuevo
sistema industrial contó con el papel que Galbraith le asignó en él a la tecnoestructura. En
ese proceso, se fueron destacando y añadiendo funciones al empresario, desde la asunción
del riesgo, la incertidumbre y la planificación
e innovación, hasta las funciones de coordinación, control y supervisión de rutinas de la
empresa. En definitiva, se reconoce al empresario una función esencial para dinamizar la
actividad económica y social, y su idoneidad
para tal función se mide por su capacidad
para intuir, reconocer y dar respuesta a las
oportunidades económicas que ofrece cada
circunstancia histórica, pero también por su
capacidad para comprender el clima general
de una sociedad dada y asumir desde la
empresa las responsabilidades que las
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corrientes de opinión y la sensibilidad social
demandan.
Aquí debemos pasar del empresario a la
empresa, que es ciertamente una organización económica, pero que es, a la vez, un grupo y una institución social. Si no definimos
previamente nuestra concepción de empresa,
difícilmente podremos establecer cuáles son
sus funciones y sus responsabilidades. ¿Qué
es una empresa?. Si nos atenemos a lo que ha
venido diciendo la teoría económica, la
empresa es una unidad de producción, cuyo
objetivo es la maximización de los beneficios .
Si escuchamos lo que nos dice un historiador
de la empresa americana, A. D. Chandler,
una empresa es: 1) en primer lugar una entidad legal, que puede establecer acuerdos con
sus proveedores, distribuidores, empleados y
clientes; 2) en segundo lugar, una entidad
administrativa, constituida por una serie de
conocimientos, activos físicos y capital; 3)
igualmente, un instrumento para distribuir
bienes y servicios. Así considerada, difícilmente se podría definir la empresa como una
organización pensada sólo para obtener beneficios máximos. Es cierto que, hace más de un
cuarto de siglo, una persona tan preocupada
por el desarrollo de la ciencia empresarial
como Peter Drucker decía que el objetivo y la
razón de existencia de una empresa es crear
un cliente. Lo cual indicaría que una vez que
el cliente haya adquirido el bien o servicio
que desea, pagado su precio y mostrado su
satisfacción por su compra, ese propósito particular habría terminado. Pero el propio
Drucker siempre estimó que, en la empresa,
existía una responsabilidad más amplia que
la mera obtención de beneficio y, desde luego,
que la mera creación de valor para el accionista. En su jerarquía de prioridades situaba
al cliente, razón básica de la existencia de la
empresa, al que deben darse productos y servicios eficientes, al mejor precio posible y en
continua mejora. Pero, a continuación, Drucker enumeraba la necesidad de mantener
empleo bien pagado, retribuir la inversión y
cumplir con los proveedores y las obligaciones
fiscales. Todo ello enmarcado dentro de una
responsabilidad hacia los empleados, con una
gran atención a los posibles conflictos entre la
ética privada y al ética pública –aquí podría
recordarse la corrosiva frase: «los vicios privados se convierten en virtudes públicas», de
Mandeville– y en una especie de responsabilidad cívica del empresario respecto de la
comunidad, apoyando las artes, los museos,
las instituciones educativas, los deportes y
otras actividades filantrópicas. Sin embargo,
todo ello se subordina a la responsabilidad
social básica, que se la de su eficiencia. Sin
eficiencia empresarial no cabe hacer el bien
social, pues si se intenta a costa de frenar el
dinamismo innovador o eficiencia productiva,
el resultado es un coste social superior al
beneficio que se pretende, que puede acabar
en quiebra o despido máximo de los empleados y en ruina de los proveedores.
Esta circunstancia, que apunta a restringir el ámbito de la responsabilidad social de
la empresa, fue llevada a uno de sus máximos
extremos por Milton Friedman. Frente a
otros brillantes economistas, como Galbraith,
que acentúan la concepción de la empresa
como una institución social –donde se da una
interrelación entre el Estado y el sistema
industrial, del cual se derivan finalidades
sociales y responsabilidades corporativas–
frente a esa concepción, se movilizó el fundamentalismo liberal de Milton Friedman, para
recordar los textos de la Riqueza de las Naciones, de Adam Smith, relativos a la mano invisible y a que «cada individuo necesariamente
trabaja para obtener una renta anual de la
sociedad tan grande como pueda, y, generalmente no pretende promover el interés público, ni tampoco sabe cómo conseguirlo». A partir de tan noble precedente, Milton Friedman
sale al paso de las concepciones sobre la responsabilidad social de la empresa, y ya en su
libro Capitalismo y libertad se muestra contundente contra las doctrinas que sostienen
la responsabilidad social de las empresas:
«En una economía libre –escribe– hay una y
sólo una responsabilidad en los negocios:
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usar los recursos y embarcarse en actividades
destinadas a incrementar los beneficios,
siempre que uno se mantenga dentro de las
reglas del juego, es decir, en un sistema libre,
competitivo, sin engaños ni fraudes». En un
artículo posterior, Milton precisó más su punto de vista. Frente a quienes situaban la responsabilidad social más allá del servicio de
los intereses de los accionistas, Friedman
entiende que, en una economía libre, «hay
una y solamente una responsabilidad social
de la empresa: utilizar sus recursos y dedicarse a las actividades que aumentan los
beneficios». Especialmente, los directivos de
las empresas son agentes que actúan en nombre de los accionistas, y su única responsabilidad se debe a ellos, debiendo guiar la empresa hacia la obtención de beneficios. Los directivos pueden, incluso, sentir cierta responsabilidad social y utilizar su propio dinero para
cumplir ciertas obligaciones, pero no tienen
legitimidad para emplear el dinero de los
accionistas, sacrificando la rentabilidad de la
empresa en beneficio de objetivos sociales en
contra de los intereses de los accionistas.
Para Friedman, la responsabilidad social no
está en el ámbito de la empresa, sino en todos
los estamentos sociales, empezando por la
Administración. Son esos estamentos y grupos quienes delimitan el campo de juego del
mercado y sus reglas, siendo obligación de la
empresa respetar esas normas que una sociedad libre y democrática se ha dado a sí misma. Si la empresa logra ser competitiva, se
obtendrán beneficios, después de pagar todos
los costes e impuestos, y los accionistas decidirán cuál es el destino de los beneficios. Esta
doctrina de M. Friedman fue mantenida por
muchos otros hasta nuestros días, cifrando la
ética empresarial en el cumplimiento de la
ley y las reglas del juego, siendo el sector
público quien debe encargarse de proteger,
tanto la competencia y la libertad de empresa, como los derechos de los trabajadores y de
los consumidores, la práctica de los derechos
humanos y la protección del medio ambiente.
Otras corrientes de pensamiento, por el
contrario, han mantenido y mantienen que la
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función social de la empresa no se termina en
la creación de valor para los accionistas y en
el cumplimiento de las leyes. La empresa tiene una cierta obligación moral de promover
con su conducta unos valores éticos superiores y contribuir a mejorar las condiciones de
vida, incluso más allá de lo que establece la
ley. Estas doctrinas suelen estar vinculadas a
la concepción de la empresa como una institución social que desenvuelve su actividad en
relación con otras instituciones, como el mercado y el Estado, que tuvo ya en Estados Unidos un precedente temprano en las ideas de
Thorstein Veblen, continuadas hasta nuestros días por una cierta escuela crítica, en la
que se hallan economistas como Galbraith,
Roger Commons o Clarence Ayres. Este análisis institucional parte de una concepción de
la economía, que va más allá de la clásica
definición que dio Lionel Robbins, en los años
treinta: una ciencia que estudia la asignación
de recursos escasos y de uso alternativo a
fines múltiples y de distinta jerarquía. En
cuyo concepto no aparecen para nada instituciones tan decisivas como el Estado y el propio mercado, que han sido considerados muy
relevantes por autores liberales tan significativos como Hayek o Buchanan. El mercado y
el Estado son instituciones determinantes de
la actividad empresarial –con resultados muy
negativos para la productividad y la libertad,
cuando alguno de ellos falla– pero la propia
institución de la empresa –que no se identifica, sin más, con el mercado, como algunos
suponen– requiere una organización compleja, donde la figura del empresario resulta
fundamental, pero también lo es el papel de
los ejecutivos no propietarios, que en la mayoría de las grandes empresas cotizadas ejercen
un poder difícilmente controlado por los
accionistas. Lo cual plantea nuevos problemas a la hora de analizar la responsabilidad
social.
En la realidad actual resulta anacrónico
seguir viendo la empresa desde la perspectiva del accionista propietario. Como advierte
Rafael Termes, en un ensayo sobre la empre-
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sa mercantil y sus responsabilidades, atribuir la propiedad de la empresa a los accionistas es técnicamente erróneo. Los accionistas son los propietarios del capital, en el
supuesto de que se trate de una empresa
representada por acciones. Pero una empresa
–dice– es más que su capital. Es una comunidad de personas que, aportando unos capital
y otros trabajo, bajo el impulso de un empresario, se proponen un objetivo común, que
consiste en prestar un servicio a los individuos y a la sociedad, y generar rentas para
todos los que participan en ella, es decir, los
accionistas, los trabajadores y los directivos.
La empresa es una aventura que corren juntos todos los que la constituyen y el resultado
afectará, positiva o negativamente, a cada
uno, pero también al bien común de la sociedad. Por tanto, la principal responsabilidad
de la empresa ante los accionistas y ante la
sociedad es la de conciliar el objetivo de generar beneficios, y, a través de ellos, riqueza y
empleo, con el estricto cumplimiento de las
leyes, sin incurrir en fraude, competencia
desleal, corrupción o engaño. A partir de esta
primera responsabilidad, la empresa es también una institución social que mantiene
relaciones e interdependencias mutuas con el
resto de la sociedad, de modo que las actividades de la empresa repercuten ampliamente
sobre la sociedad, y las condiciones de la
sociedad determinan en buena medida la
capacidad de la empresa para prosperar y
generar beneficios. Ocurre también que la
sociedad otorga a la empresa ciertos privilegios, como el de poder actuar en un mercado
solvente y obtener beneficios, de modo que,
como contraprestación, las empresas deben
devolver a la sociedad parte de los beneficios
que obtienen de ella, de modo que su responsabilidad va más allá de cumplir las obligaciones tributarias, generar empleo, y no estafar o engañar a los clientes y consumidores en
general. Todo ello ha ido extendiendo la idea
de una responsabilidad social de la empresa,
más allá de los intereses estrictamente económicos, para actuar y tomar en consideración una serie de obligaciones hacia otros gru-
pos o sectores, ya se trate de la educación, el
medio ambiente o el mecenazgo. Hace años
–al menos desde los 70– se viene tratando de
dar forma a esta nueva responsabilidad, un
tanto difusa y confusa, que lo mismo puede
derivar en acciones que cubren aspectos
importantes de las demandas sociales urgentes, que degenerar en meras operaciones de
imagen, cuando no de maquillaje de actuaciones incorrectas o reprobables. Hubo un
momento en que varias empresas trataron de
dar cuenta a la sociedad de sus actuaciones
en el ámbito de la responsabilidad, mediante
la publicación de los llamados balances sociales. En España, ya en 1978 el INI dio a conocer un balance social para informar de esa
faceta del holding público. En los mismos
años apareció también el Balace Social del
Banco de Bilbao, que tuvo notable repercusión en el mundo empresarial español. Varias
Cajas de Ahorro se sumaron a esa senda de la
responsabilidad social, dada su función tradicional benéfico-social. Luego, los Balances
Sociales cayeron en desuso. Ahora vuelve una
acción más intensa en el ámbito de la responsabilidad social corporativa, a través de los
códigos de conducta, como fue en su día el
Cadbury, y después, en España, el Código de
Olivencia y el del informe Aldama. Aquí aparecen en danza una serie de campos abiertos
a la responsabilidad social, desde el medio
ambiente, la formación y la difusión de tecnología, hasta los derechos de los trabajadores,
la discriminación, la protección de los consumidores o los derechos humanos. Y los códigos pueden ser elaborados por empresas concretas, organizaciones nacionales, como la del
informe Aldama, o internacionales, como el
Libro Verde de la UE, las «Líneas directrices»
de la OCDE o el Pacto Global de la ONU.
Todo ello puede resultar muy loable, si la responsabilidad social se entiende como lo hace
El Libro Verde de la Comisión Europea: «la
integración voluntaria, por parte de las
empresas, de las preocupaciones sociales y
medioambientales en sus operaciones comerciales y en sus relaciones con diferentes interlocutores». Lo que resultaría nefasto es lo que
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algunos reglamentadores de lo ajeno andan
proponiendo: convertir a la empresa en una
especie de institución controlada y regulada
por los poderes públicos, en la que unos directivos formados en los principios del progreso
–básicamente managers y empresarios sin
capital– se dedicarían a distribuir la riqueza
entre los distintos grupos implicados en la
organización, incluidos los sindicatos y las
fundaciones de los partido, colaborando también con los Municipios y el propio Estado en
los problemas sociales, y todo ello con el dinero de los propietarios y accionistas.
Como algunas de esas experiencias ya son
conocidas, se les podría contraponer el criterio que se mantiene en dos números de la
Revista de Estudios Económicos, dedicados al
papel de la empresa y del gobierno corporativo: «Los principios sobre los que se asiente la
responsabilidad social de las empresas deben
ser la voluntariedad, la no discriminación, el
respeto a la diversidad de situaciones y características de cada empresa y la autorregulación». Es necesario precaverse contra el celo
de los reguladores que se empeñan, contra
viento y marea, en llevar sus ideas al Boletín
Oficial, incluso después de sonoros fracasos.
Pero, igualmente, hay que estar alerta ante
directivos y ejecutivos, agresivos e imaginativos, que se lanzan a prácticas aventureras y
osadas que hacen quebrar a las empresas, o
que imaginan ingenierías financieras de
resultados funestos, procurando cubrir, con
un velo de mecenazgo o de solidaridad social,
lo que es un fraude a la colectividad. Debe
quedar claro que las decisiones de ayuda o
mecenazgo sólo son positivas vinculadas a la
voluntariedad de la empresa, y los recursos
dedicados a ese aspecto requieren la autorización del Consejo, y, en su caso, el acuerdo
de la Junta de accionistas. Es obvio que la
doctrina se orienta en la dirección de una
práctica responsable de las empresas, más
allá de lo que fueron sus funciones tradicionales, pero ha de hacerse en el sentido que
indica la Revista de Estudios Económicos.
Las incertidumbres de la sociedad postindus-
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trial y los riesgos múltiples, naturales y fabricados, que pesan sobre nuestra época obligan
a un esfuerzo vigoroso en pro de la solidaridad y de la asunción responsable de medidas
que alivien el sentimiento de inseguridad
presente. Pero hay que hacer igualmente hincapié en que nada puede sustituir a la responsabilidad individual, corolario necesario
de la libertad.
Hay que acostumbrarse a entender las
relaciones entre la libertad y la responsabilidad en su dimensión recíproca. Lo mismo
ocurre con la necesaria reciprocidad de los
derechos y deberes. Todo derecho de uno
implica un deber para otro, y viceversa. Si la
sociedad apoya socialmente la expansión de
las libertades y capacidades de los individuos, ello es un argumento esencial en favor
de la responsabilidad individual. No cabe
endosársela de nuevo a la sociedad, a la
empresa o al Estado paternalista del bienestar, sobre el que se vuelca tal cúmulo de funciones, obligaciones y prestaciones, que
Niklas Luhmann pudo decir que se trata de
un «Estado desbordado por la política». Es
decir: por la política de atender al mismo
tiempo a las inacabables demandas, a veces
contradictorias, de la indispensable clientela
electoral.
El hecho de que el Estado de bienestar se
vea al borde de la quiebra, por los costes
astronómicos de las funciones y prestaciones
que asume, no justifica que trate de extender
a otros actores sociales responsabilidades que
no le incumben, al margen del altruismo y la
solidaridad voluntaria que quieran prestar. Y
hay que hacerlo saber así a quienes no asumen sus responsabilidades, en una continua
migración de la culpa y de la responsabilidad
personal hacia los paraísos compensatorios
de la providencia estatal, dispuestos a
saquear las arcas públicas y privadas para su
conveniencia insolidaria. Es necesario dejar
claro que no se puede exigir a nadie, coactivamente o por decreto, ir más allá del cumplimiento eficaz y honesto de sus obligaciones,
como pueden ser las de un empresario indivi-
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dual o las de una empresa institucional. Los
mecenazgos libres y las contribuciones voluntarias que puedan hacerse, en solitario o en
colaboración con instituciones no lucrativas
del Tercer Sector, o con el mismo Estado, pertenecen al ámbito de la solidaridad, del
altruismo e incluso de la perfección de un
determinado orden social. Pero deben ser
entendidos desde esa perspectiva responsable, voluntaria y libre. Una cosa es la ética de
la responsabilidad y otra, muy distinta la
imposición leninista del voluntariado.
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RESUMEN: Se exponen las concepciones imperantes en nuestra época sobre la responsabilidad social de la
empresa: 1) la de quienes consideran que la responsabilidad se circunscribe a utilizar los
recursos y realizar las actividades encaminadas a incrementar los beneficios, respetando las
reglas de juego de un sistema libre, competitivo, sin engaños ni fraudes; 2) la de quienes estiman que la responsabilidad social de la empresa ha de ir más allá de esas funciones básicas,
considerándola como una institución social, que comprende una comunidad de personas que
aportan capital, trabajo y dirección gerencial, que, aparte del beneficio para todos ellos, debe
contribuir a mejorar las condiciones de vida del conjunto de la sociedad, de una forma altruista y voluntaria. El mecenazgo libre y la ayuda voluntaria pertenecen al ámbito de la solidaridad y no al de la imposición coactiva y se inscriben en una concepción moderna de la ética de
la responsabilidad.
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