Primeros capítulos - Bilenio Publicaciones

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Introducción
Año 1.312, Puerto de La Rochelle, Francia.
La luna llena se reflejaba en el Océano Atlántico. Esa
noche el mar estaba en calma absoluta, como si quisiera
convertirse en cómplice de la huida. Los muelles de
madera crujían cuando los cabos que ataban a las cinco
pequeñas naves se tensaban. Si no fuera porque en ese
momento todas las antorchas del muelle y de los barcos
estaban apagadas, la escena podría haber sido descrita
como normal por un testigo.
Junto a cada barco había un grupo de personas
esperando la orden para subir a bordo. Muy cerca de allí,
los cinco capitanes formaban un pequeño coro ante un
hombre de barba blanca que no dejaba de mirar a su
alrededor, como si tuviera miedo de ser descubierto. De
su túnica blanca sacó cinco perga-minos perfectamente
enrollados, cerrados con una cinta roja y lacrados con
cera del mismo color sobre la que se dibujaba un extraño
sello. Uno a uno fue entregándolos a los cinco capitanes
que esperaban ansiosos conocer su destino y su carga. Sin
hacer comentarios, los rudos marineros se arrodillaron
frente al hombre vestido de blanco y le besaron su anillo.
Cuando se levantaron, antes de dirigirse a sus barcos,
fueron cogiendo uno de los cinco sacos que se encontra-
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ban apilados en un pequeño rincón del muelle.
Todos los pasajeros subieron a bordo del barco más
cercano y quedaron a la espera de que el capitán se uniera
a la expedición, junto al pergamino que señalaría su
rumbo y el extraño saco que contenía uno de los mayores
misterios que había conocido la humanidad.
La primera de las naves zarpó hacia mar abierto. A las
pocas millas de la costa su capitán abrió el perga-mino
con gran respeto, como si lo que allí se encontrara fuera
algo más que un simple papel con un mapa dibujado.
Tripulantes y pasajeros aguardaban en silencio mientras
el capitán observaba la carta náutica que tenía en sus
manos. La cerró enrollándola y se dirigió al resto de
hombres y mujeres expectantes que llenaban el barco.
–Caballeros, nuestro destino son las columnas de
Hércules. Suelten las velas. Se acabó nuestra era. Ahora
sólo seremos sombras en la oscuridad, hasta que llegue de
nuevo el momento en que la humanidad esté preparada
para comprender nuestros secretos.
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Un nuevo mes de agosto
Mientras miraba por la ventana, sentada en la parte
trasera del coche de su padre, Esther repasó
mentalmente lo que iba a suponer el mes de agosto de
ese año. Se vio a sí misma sentada en la casa de su tío, en
el barrio de Vegueta, contemplando a los pequeños
peces que nadan sin rumbo fijo en la antigua fuente del
patio. Con un poco de suerte podría ir algún día a la Playa
de Las Canteras a pasear comiéndose un helado junto a
su tío, que como siempre, iría ensimismado en sus
pensamientos. El resto del día le esperaba, en su
imaginación, el aburrimiento, el aburrimiento y como
no, el aburrimiento.
Esther pensaba que ya, con sus catorce años recién
cumplidos, podía quedarse sola en casa, mientras sus
padres hacían un viaje de placer en busca, como decía
siempre su madre “de su espacio vital”. Hacía ya tres
años que no veía a su tío Antonio, el raro de la familia
como le gustaba llamarlo a su padre. El calificativo de
raro venía a cuento de sus extrañas opiniones sobre la
existencia de extraterrestres que vivían camuflados entre
nosotros o sobre los contactos que mantuvieron los
guanches, antiguos habitantes de las islas, con los
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secretos milenarios de los faraones de Egipto.
La última vez que tuvo que quedarse con su tío tenía
once años, por lo que los libros y los misterios que
encerraba su casa no significaron nada para ella. Quizás,
pensó mientras una sonrisa le iluminaba la cara, podría
haber algo interesante para una niña de su edad en la
vieja casona familiar. Todo sería cuestión de ser positiva
e intentar disfrutar de ese mes lo mejor posible.
El barrio de Vegueta era la zona más antigua de la
ciudad de Las Palmas de Gran Canaria. Su nacimiento
como lugar habitado provenía del inicio mismo de la
conquista, cuando llegaron los primeros europeos.
Quinientos años después de su fundación, se había
convertido en una zona transitada principalmente por
abogados y juristas, debido a que muy cerca se
concentraban todas las dependencias relacionadas con
esta profesión. Por esa razón en el mes de agosto, inhábil
para este colectivo, sus calles lucían completamente
vacías. De vez en cuando algún turista recorría el barrio
armado con su cámara de fotos, recreándose en los
históricos edificios de la zona, los cuales,
lamentablemente, ya habían perdido su encanto para los
más de quinientos mil habitantes que tenía la ciudad de
Las Palmas de Gran Canaria.
Aparentemente el barrio tenía poco que ofrecer a
una joven de 14 años como Esther, acostumbrada a
lugares con más vida y con más jóvenes de su edad.
En ese mismo instante su madre estaría dejando a su
hermano Samuel en casa de la tía Emilia. Ésta vivía casi
junto a la arena de la Playa de Melenara, en Telde. Esther
podría haber elegido quedarse con ella, pasando las
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tardes tumbada en la arena, leyendo o escuchando
música, pero la sola idea de tener a su tía todo el día
pendiente de lo que hacía y, lo que era peor, dándole
consejos, le ponía los pelos de punta. Su tía Emilia era de
esas personas que creen que lo saben todo y que piensan
que están capacitadas para dar consejos, aunque su vida
haya transcurrido entre cuatro paredes y sin nada
destacado que contar.
La voz de su padre, Sergio Tabares, la sacó de sus
pensamientos cuando dijo en voz alta, mirando hacia ella
a través del espejo retrovisor:
–Ya hemos llegado, recoge tus cosas y no te dejes
nada atrás.
–No te preocupes –dijo Esther mirándolo también a
él a través del espejo–, lo llevo todo en una sola maleta.
Su tío, al verla, la agarró por los hombros y mientras
la contemplaba exclamó:
–¡Ya estás hecha una mujer!
Sin esperar respuesta cogió la maleta y la puso en el
escalón de entrada a la vieja casa familiar.
Rápidamente su padre la besó en la frente y le dijo,
picándole un ojo:
–Vigila a tu tío, no sea que decida viajar a Saturno o a
otro planeta lejano.
Sin más se subió al coche. Parecía que salía huyendo,
después de desembarazarse de un explosivo o de algo
peor. Esther esperó a que el coche de su padre se
perdiera por las estrechas calles del barrio antes de entrar
en la casa tras su tío Antonio Tabares.
La casa se encontraba al principio de la calle de Los
Balcones. Cuando Esther giró para dirigirse hacia ella, le
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pareció que de repente, había viajado al pasado. A sus
pies aparecía la calzada adoquinada, multitud de casas a
ambos lados construidas con la arquitectura típica de los
siglos XVI al XVIII y al fondo, como controlando que
no se moviera ni el viento, la fuente de la Plaza del Pilar
Nuevo. La niña atravesó la puerta despacio, traspasó el
pequeño zaguán y se detuvo en el centro del luminoso
patio. De repente sintió un golpe seco a sus pies. De un
salto giró hacia atrás, mientras levantaba la vista por si
seguían cayendo cosas.
–No te asustes, sólo es una pelota de baloncesto –le
dijo rápidamente su tío intentando tranquilizarla–.
Justo en ese momento se oyeron unos golpes en la
puerta. A pesar de que la casa tenía luz eléctrica desde
hacía muchos años, su tío no había querido colocar un
timbre. Decía que ese ruido estridente rompía el silencio
que necesitaba para leer.
Sin decir nada, Antonio cogió la pelota y se acercó a
la puerta, que continuaba abierta. Simplemente alargó la
mano con la pelota en ella y dijo en voz alta:
– Está aquí.
Esther miró de reojo y pudo ver a tres jóvenes, dos
chicas y un chico, que tendrían una edad similar a la suya.
–Gracias Antonio –dijo el chico mientras cogía la
pelota–.
Todos salieron corriendo hacia la casa de al lado,
mientras reían y se miraban entre ellos.
Antonio acompañó a Esther a la que iba a ser su
habitación sin comentar nada del incidente. El cuarto se
encontraba en el piso de arriba, junto a la escalera de
piedra de cantería que unía las dos plantas de la vieja casa.
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La habitación era grande, con muebles antiguos y una
gran ventana por donde entraba la luz del sol.
Esther recordaba que la habitación no había
cambiado nada desde la primera vez que la vio, cuando
aún no tenía tres años de edad.
De repente se dio cuenta de que había algo nuevo
que desentonaba en el entorno y que nunca antes había
visto allí. En uno de los rincones había colocada una
mesa moderna con un ordenador, un monitor plano y
una impresora. A la niña se le iluminó la cara mientras
caminaba hacia ella con paso lento. Pensó “solo falta que
tenga internet”, a la vez que sonreía al ver en un extremo
de la mesa un módem WIFI.
Su tío la observó. Parecía que le había leído el
pensamiento y mirándola con ternura le dijo:
–Voy a proponerte un trato. Puedes usar el ordenador siempre que quieras pero con una condición.
Necesito que me ayudes una o dos horas al día buscando
información en internet sobre mis investi-gaciones.
Sin pensarlo dos veces Esther estiró la mano hacia
Antonio. Su tío chocó su mano con la de ella, se sentó en
un lado de la cama y le dijo:
–Trato hecho.
Entonces, con voz muy baja, empezó a hablar con
cara de solemnidad.
–Quiero que sepas que muchas personas piensan
que estoy loco por las cosas que digo y que pienso. A mí
me consuela saber que en la historia han habido miles de
personas de las que en su momento se pensó que eran
sólo unos locos, pero de los que hoy en día se cree que
eran grandes sabios a los que la humanidad les debe
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mucho. Te pido que me ayudes porque sin duda he
encontrado algo que puede cambiar los libros de historia
que se han escrito sobre nuestras islas. No te pido que me
creas, sino que investigues conmigo. Ya soy viejo y los
años no perdonan. Si quieres, incluso, te puedo pagar
por tu trabajo. No te preocupes, si no quieres ayudarme
no me importará, de igual forma podrás usar este
ordenador y hacer, con mi ayuda, todo lo que quieras
para que pases lo mejor posible este mes de agosto.
Cuando terminó de hablar Esther no sabía qué hacer.
Por un lado tenía ganas de decir que no, ya había
estudiado bastante todo el año durante el curso escolar,
pero por otro lado sintió pena por su tío. Era cierto que
en las reuniones familiares en las que él no estaba se
hacían chistes sobre sus opiniones y teorías. Quizás,
pensó, Antonio era su alma gemela en la familia. En clase
también se reían de ella porque prefería leer libros o
escuchar música en vez de correr detrás de un balón,
maquillarse o coquetear con chicos.
De repente, sin saber cómo ni por qué exclamó en
voz alta y con una decisión de la que ni ella misma se
sentía capaz:
–¡Acepto!
Nunca supo cómo le había salido de tan adentro
aceptar el compromiso que le pedía su tío sin más.
Igualmente nunca llegaría a comprender muchos de los
misterios e incógnitas que Antonio Tabares no sólo le
iba a contar sino que también le iba a demostrar que
existían y que ella iba a poder ver con sus propios ojos.
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