CorreccioÌ n de pruebas lowres

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JULIO
CORTÁZAR
CORRECCIÓN
DE PRUEBAS
EN ALTA
PROVENZA
© Corrección de Pruebas en Alta Provenza
Julio Cortázar
Herederos de Julio Cortázar, 1972
—
© Prólogo
Juan Villoro
—
© Fotografías
Cubierta: Pepe Fernández. Mariana A. Grisolía, heredera y albacea de la obra de Pepe Fernández.
Interiores: Julio Cortázar. Herederos de Julio Cortázar
JULIO
CORTÁZAR
CORRECCIÓN
DE PRUEBAS
EN ALTA
PROVENZA
Editor : Víctor Poll
Director creativo: Ramón Reverté
Coordinación Editorial: Mara Garbuno
Diseño editorial: Todojunto
Corrección de estilo: María Teresa González
—
© 2012 | Primera edición
RM Verlag, S.L.
c/Loreto 13-15 Local B
08029 Barcelona, España
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www.editorialrm.com
Derechos Reservados. Prohibida la reproducción total o
parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la reprografía y el tratamiento informático,
la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización escrita
del titular de los derechos.
—
ISBN 978-84-15118-26-8
Colección Perfiles (Número especial)
—
Impreso en España
por Nova Era Publications
c/ Silici, 9 - 11, Pol. Ind. Famades
08940 Cornellà de Llobregat
Barcelona
Abril de 2012
#151
Introducción
de
Juan Villoro
ROBINSON
DELIBERADO
Juan
Villoro
En 1973, el crítico peruano Julio Ortega publicó en la
editorial Tusquets una antología con la obra en proceso de
escritores hispanoamericanos y españoles. La selección
estaba animada por un sugerente voyeurismo: asomarse al
taller de la creación antes de los resultados definitivos. La
portada tenía el diseño de las carpetas con hilos que sirven
para archivar inexpugnables expedientes. El primer texto era
de Julio Cortázar y daba título al volumen: Convergencias/
Divergencias/Incidencias.
La mayoría de los colaboradores adelantaba trabajos
que poco después cristalizarían en novelas. El autor del
7—
—8
Libro de Manuel prefirió entregar un texto lateral en el que
narraba sus titubeos de novelista en el momento decisivo de
desprenderse para siempre de un original.
Corrección de pruebas remite una circunstancia
insoslayable y rara vez narrada: el trance en que el autor se
convierte en el primer “público” de su obra y trata de leerla
como si fuera otro.
¿Puede el padre de la criatura ser objetivo con lo que ha
creado? El Libro de Manuel surge de la exigencia de mezclar
la fabulación con la política. Luego de décadas de venturoso
aislamiento intelectual, Cortázar entró en contacto con la
Revolución cubana, conoció los expedientes de la represión
como miembro del Tribunal Russell y apoyó con lírico entusiasmo a los sandinistas en Nicaragua. El escritor cuya universidad fue la soledad, rompió la burbuja que lo encapsulaba
y quiso mezclar las aguas de la solidaridad y de la estética.
significado que tiene en días en que parece no haber otro remedio.
Viaja por las fragantes colinas de Provenza, pensando el
modo en que esa aventura hecha de papel y tinta se relaciona
con su tiempo. Cada quince minutos, la radio le trae noticias que
confirman sus intuiciones sobre la violencia: las Olimpiadas
de Múnich son asaltadas por el terrorismo y un grupo de militantes montoneros es asesinado en Trelew, Argentina. Con
amarga certeza, el novelista comprueba que, luego de dos años
de escritura, su libro no ha perdido actualidad.
Corrección de pruebas enfrenta al autor consigo mismo
en un periodo en que goza de amplio reconocimiento. El
puñado de lectores fieles que lo ha seguido desde los cuentos
de Bestiario se ha ampliado en la multitud de aprendices de
genios patafísicos que leyó Rayuela como una obra de autoayuda, y la crítica ha celebrado sus escenarios de umbral donde
lo cotidiano pacta de modo diáfano con lo fantástico.
Un cuento de Todos los fuegos el fuego prefiguraba ese
empeño. En “Reunión”, el Che Guevara narra en primera
persona sus fatigas en Sierra Maestra y otorga minuciosa
intimidad a un hecho que ya pertenece a la leyenda.
El Libro de Manuel llevó a Cortázar a un desafío del que
nunca estuvo muy seguro: comentar las noticiosas urgencias
del presente desde la ficción. Corrección de pruebas es la bitácora en la que revisa un texto que corre el peligro de envejecer
con los giros de la realidad.
Todo comentario político está sujeto a las contingencias que
lo explican. Cortázar acepta con franqueza la posibilidad de que
la rebeldía armada que reivindica en el Libro de Manuel pierda el
El viraje hacia el compromiso político supone un cambio
de aires y estrategias narrativas. Cortázar sabe que decepcionará a algunos de sus seguidores y asume con desparpajo la
tarea de renovar sus contenidos al tiempo que se resigna a
cierta reiteración estética. Como sus admirados solistas de
jazz, improvisa sobre un camino conocido. Es otro y el mismo.
En cierta forma, el Libro de Manuel representa su búsqueda
más personal; ahí el diario íntimo convive con desahogos
sobre las limitaciones y los anhelos de un novelista que quiere
cambiar el mundo y sólo puede cambiar la página.
La sinceridad suele ser confusa, pues sorprende a quien
la piensa. Cortázar asumió esa arriesgada condición para lle9—
gar a otros planos de la experiencia. El erotismo, la ternura,
las noticias del periódico, las predilecciones intelectuales,
la política y la inevitable violencia se funden en un discurso
múltiple, unido por el impulso liberador, tanto en las metáforas de escape (las chicas que huyen de un internado, el pingüino que vaga por las calles de París) como en el lenguaje
sincopado y ricamente coloquial, donde el narrador se llama
“el que te dije” y explora la cercanía afectiva en diálogos que
transitan del “vos” al “tú”.
La valentía de la apuesta fue superior al resultado. La celebración lírica de la rebeldía hizo del Libro de Manuel una
obra de atrevida sinceridad, donde las buenas intenciones del
autor conducen a un callejón equivocado. La ética y la estética
sufrieron con el experimento.
Al reunir los cuentos de Final del juego, Cortázar escribió que algunos de ellos le resultaban como esas prendas que
escribir: el héroe) de Cortázar es siempre el exquisito, capaz
de distinguir en la maraña de mercancías el objeto único que
en su rareza exprese la calidad espiritual del conocedor que
sabe apropiárselo. En Rayuela, ese cenáculo –ese mercado
persa– de gustadores refinados que consume anécdotas insólitas, lugares secretos, bebidas exóticas y música de jazz tiende a asimilar la iniciación mística con un viaje en el interior
de las regiones inexploradas del mercado capitalista [...] En el
Libro de Manuel ha dado un peligroso paso hacia adelante haciendo del ‘hombre nuevo’ el gustador a la vez más refinado y
más completo. Esteta, sibarita, erotómano, este hombre total
antes que vivirlo todo –como querían los románticos– debe
gustarlo todo [...] Este discurso que busca ajustar el deseo a la
lógica del valor de cambio predica, en realidad, la liberación
del deseo de consumir”.
En Corrección de pruebas, el propio Cortázar entra en
conservamos por un vago cariño; por ejemplo, la corbata de
un absurdo color vino, con motas blancas, regalada por la novia que a fin de cuentas no se casó con nosotros. El Libro de
Manuel es una prenda de ese tipo; dice mucho de los anhelos
del autor, pero no lo hace ver de la mejor manera.
En vez de sugerir espontaneidad, los recursos de collage
y el contraste de planos narrativos sirven a la artificiosa necesidad de defender la guerrilla latinoamericana desde París.
Ricardo Piglia escribió una lúcida reseña sobre la novela, “El
socialismo de los consumidores”. Ahí desmonta el compromiso social del narrador como la romantización extrema de un
individualista: “El personaje más representativo (habría que
tensión con la novela que acaba de terminar. Aunque defiende
su vigencia y la necesidad de publicarla, crea un seductor entramado de dudas que expresan la siempre vacilante relación
del autor con su público.
Ante otros libros, no había sentido la necesidad de escribir un texto paralelo. Corrección de pruebas es el asombroso
examen de conciencia de un autor que no deja de explorarse.
Hay algo que no encaja. Cortázar necesita desplazarse para
recuperar la perspectiva. Aborda una camioneta Volkswagen,
en la que cocinará como un ermitaño que se relaciona con la
época a través de un manuscrito tan difícil de domar como
la cebolla que salta en el sartén. El vehículo lleva una F en el
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11—
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lomo, que en el mundo convencional significa “Francia”, pero
que la imaginación de Cortázar –atentísimo cronopio– transforma en “Fafner”, el dragón wagneriano.
El recorrido comienza en Saignon, el refugio de Provenza
donde Cortázar escribió algunos de sus mejores cuentos. En
una pequeña casa, situada en un promontorio desde donde se
dominaba una vasta sucesión de colinas y campos de lavándula, el escritor dispuso de estudio, cava, chimenea, recámara
con terraza y una tonificante piscina de agua fría. Ahí logró
que los días tuvieran una dimensión adicional que nunca alcanzaban en los cubículos de la unesco, donde se ganaba la
vida como traductor.
El 14 de julio de 1964, le escribió a su amigo Eduardo
Jonquières: “Leyendo el Indicateur Bertrand di con los anuncios de un agente de Apt, en plena Provenza (Vaucluse).
Decidimos ir hasta allá, pasando por Castellane, el increíble
texto lo inquietaba demasiado para leerlo en un solo sitio; le
exigía una atención múltiple y distinta. Algo peculiar cristalizaba en esas planas llegadas de Buenos Aires.
El autor decidió entenderse a sí mismo al modo nómada,
descentrarse, alterar su circunstancia para ahondar en la esencia de un libro fugitivo. Subió a la camioneta; comprobó su dotación de vino y latas de conserva; aceptó la invitación al viaje.
La idea del traslado es una clave de la imaginación cortazariana. No se trata de un trámite para llegar de un sitio a otro,
sino de un rito de paso. “La autopista del sur” y Los autonautas de la cosmopista subvierten las reglas del tránsito –ahí las
carreteras se vuelven zonas residenciales– y “Lugar llamado
Kindberg” e “Historias que me cuento” tratan de la insólita
intimidad que sólo encuentran las personas que, despojadas
de sí mismas, se entregan a los azares del camino. No es causal
que en la ordenación definitiva de sus cuentos, Cortázar deci-
Canon de Verdon, Forcalquier (que es bellísimo, pero ya muy
caro y de moda), y llegamos a Apt. Para nuestra maravilla, uno
de los anuncios coincidía con la realidad. Vimos el lugar, la
casa, la tierra: un bastidon en un village llamado Saignon, de
200 habitantes, en lo alto de unas rocas espléndidas, a 3 km
de Apt donde hay de todo, a 85 km de Marsella y del mar […]
Bueno, encontramos un bastidon donde ya se puede vivir
perfectamente, con 1,600 m de tierra y una vista increíblemente hermosa”.
En esa tierra prometida, sólo agitada por el viento mistral,
Cortázar escribió y corrigió sus textos hasta que las pruebas
del Libro de Manuel lo obligaron a un ejercicio diferente. El
diera que uno de los volúmenes llevara el lema de “Pasajes”.
Lejos de su refugio, sin más compañía que la radio y algún
casete de Paco Ibáñez, Cortázar se pone a prueba. No revisa el
libro: se revisa.
Una enciclopedia de temas brota en ese espacio reducido.
El conductor del dragón rojo se ocupa de la noción de identidad, el exilio, el trato con los lectores, la pasión por el box, el
componente nacionalista de la pasión deportiva, la desafiante posibilidad de verse con ojos ajenos, los recursos literarios
que pone en juego desde los tiempos de Los premios –cuando
juntó a sus personajes en un café sin saber qué pasaría
después–, la superioridad de la intuición a la argumentación
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en su proceso creativo, la relación con la Argentina y sus
diplomáticos, el sentido de pertenencia, el impacto de la historia del mundo (el asesinato en la Olimpiada de Múnich) en
lo propio (la soledad en una camioneta a punto de ser arrojada por la tormenta al Ródano).
La inquietud ante la más discutible de sus novelas (“un librito generoso y atorrante como un buen tango”) produce un
texto excepcional, Corrección de pruebas.
En El pozo, Juan Carlos Onetti mostró en forma definitiva que la obra maestra puede surgir del desecho de una historia fallida. Al interior del texto, el protagonista cuenta dos
veces una anécdota, sin interesar a nadie. Ese fracaso permite a Onetti narrar la excepcional trama del personaje que no
puede contar su historia. En forma semejante, en El sol del
membrillo, luminoso documental de Víctor Erice, el pintor
Antonio López trata de retratar un árbol. No llega a la meta,
ser los demás ante su libro, los lectores que encontrarán tan
raro el principio y “preferirían un poco más de divina proporción”. Escrito para comentar otro texto, Corrección de pruebas se desprende de su propósito inicial y adquiere entidad
autónoma. No es necesario haber leído el Libro de Manuel
para disfrutar el viaje del autor al fondo de sí mismo.
Cortázar divide la ciudad literaria entre los que “leen porque viven” y los que “viven para leer”. Lo dice con la satisfacción de quien se cuenta al fin entre los primeros, pero pasó la
mayor parte de su vida entre los segundos. Este afán vitalista
produce a un simpático héroe cultural post mayo del 68: el
autor de jeans, al que se le queman los canelones, usa melena y barba estilo George Harrison, es poco amigo de la ducha
y comanda una camioneta como discípulo de Jack Kerouac y
precursor de los detectives salvajes.
El solitario que había urdido elegantes tramas fantásticas
pero su empeño es fascinante. Ciertas obras deben su condición superior a narrar la imposibilidad de un resultado.
En otra carta a su amigo Jonquières, escribió Cortázar:
“Las obras impuras, pero cargadas de esa tremenda fuerza que tiene la impureza, fascinan más que las ‘regulares’”.
Corrección de pruebas pertenece a ese género impar. Como
Eladio Linacero, protagonista de El pozo, o como Antonio
López en El sol del membrillo, Cortázar cuestiona un texto
que se le resiste. No lo rechaza ni abjura de él, pero siente la
necesidad de compensarlo con otro texto, más audaz y libre,
donde boxea con su propia sombra.
Ayudado por el insomnio, practica un ejercicio radical:
va al encuentro de la realidad, sitio extraño que depara situaciones de peligro (por poco atropella a una señora que acaba
de comprar verduras). Según su propia confesión, la vejez lo
ha vuelto poroso. Corrección de pruebas es un espacio gozosamente híbrido, que se da el lujo de confundir la gimnasia con
la magnesia, lo sublime con la procelosa vida cotidiana, y recuerda a algún célebre precedente: Ho Chi Minh fue cronista
de box.
En 1944, Cortázar había emprendido la primera de sus
grandes traducciones literarias, Robinson Crusoe. La saga del
náufrago que recibe un segundo bautizo en la tormenta, lo
interesó por siempre. En 1977, cuatro años después de la pu-
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blicación del Libro de Manuel, Ricardo Bada le propuso que
escribiera para la Deutsche Welle un radioteatro en un acto.
El resultado fue Adiós, Robinson. Cortázar practica ahí una
revisión postcolonial de la trama de su admirado Defoe. El
náufrago no es el industrioso europeo que todo lo sabe, sino
un desubicado que no entiende el paisaje de su extravío: “Me
alegro de volver a Inglaterra, Viernes. Me alegro de irme de la
isla. No es mi isla. Creo que nunca fue mi isla, porque incluso
entonces no entendí que... Es difícil explicarlo, Viernes, digamos que no entendí lo que hacía contigo, por ejemplo”.
La isla desierta permite una puesta en blanco; se trata de
un sitio donde no todo se entiende. Para el racional Crusoe
eso representa una condena; para el imaginativo Cortázar significa una liberación.
El autor de Las armas secretas nunca desaprovechó una
buena oportunidad de perder la brújula, de extraviarse para
dar con momentos de insólita percepción. En Corrección de
pruebas se concibe como un “Robinson deliberado”, un fugitivo voluntario en la marea de la historia. Provenza se transforma en su isla y la camioneta en la nave donde prepara huevos
fritos con diversa fortuna y revisa con pasión crítica su más
reciente libro.
Un naufragio que puede ser contado es una desordenada
maravilla. Aunque haya destrozos por todas partes, lo esencial ha quedado a salvo.
En el verano de 1972, Julio Cortázar llevó una singular bitácora de a bordo. El saldo de su travesía fue una breve obra
maestra. La meta más significativa no iba a ser el libro corre—16
gido, sino las reflexiones laterales, el taller secreto que lo
sustentaba, el modo de vida que permite una lectura singular.
A continuación, un escritor se pone a prueba en la turbulencia de sus páginas, y llega a la otra orilla.
CORRECCIÓN
DE PRUEBAS
EN ALTA
PROVENZA
Julio
Cortázar
Corrección de pruebas en Alta Provenza: doble sentido
inmediato e inquietante de la expresión, porque si es un hecho
que esta mañana recibí en Saignon las pruebas de galera del
Libro de Manuel y voy a corregirlas lejos de mi casa, solo en un
dragón perdido en las colinas o a orillas del mar (del dragón
se hablará después), al mismo tiempo hay el segundo sentido
que saca sus patitas insidiosas para mostrarme el otro lado
de la tarea: corregir un libro es también enfrentarlo como
prueba, verificar si de veras es prueba de cualquier cosa,
vida trabajo ideas conducta errores gustos esperanzas
fracasos enmohecimientos rebabas sin hablar de lo concreto
hic et nunc, o sea
19—
lenguaje temas escritura idioma perspectivas incidencias
desinencias divergencias convergencias necesidad gratuidad
narcisismo compromiso destino
y así meterse el 4 de septiembre de 1972 en un auto e irse
solo a cualquier rincón provenzal para medir de más cerca
lo ya hecho y lo que queda por hacer; corrección de pruebas,
como se ve, bastante más allá de acentos, gazapos, erratas y
tachaduras.
De alguna manera esto será el diario de una rutina de escritor, pero también quisiera ser otra cosa, una confrontación
de lo que ocurre mientras se trabaja y que en mi caso es hoy
muy diferente que en otros tiempos. La música, por ejemplo,
me hubiera incitado al menor comentario. Y así, cada tanto
dejo de trabajar y me voy por las calles, entro en un bar, miro
lo que ocurre en la ciudad, dialogo con el viejo que me vende
salchichas para almorzar porque el dragón, ya es tiempo de
presentarlo, es una especie de casa rodante o caracol que mis
obstinadas predilecciones wagnerianas han definido como
dragón, un Volkswagen rojo en el que hay un tanque de agua,
un asiento que se convierte en cama, y al que he sumado la
radio, la máquina de escribir, libros, vino tinto, latas de sopa y
vasos de papel, pantalón de baño por si se da, una lámpara de
butano y un calentador gracias al cual una lata de conservas
se convierte en almuerzo o cena mientras se escucha a Vivaldi
o se escriben estas carillas. Lo del dragón viene de una antigua necesidad; casi nunca he aceptado el nombre de las cosas
y creo que se refleja en mis libros, no veo por qué hay que tolerar invariablemente lo que nos viene de fuera, y así a los seres
y los boletines de radio, hace años me hubiera sido imposible
concentrarme sin estar en una especie de gabinete (aunque
sólo fuera mental, producto voluntario de la abstracción en
pleno café o en una casa rumorosa de domesticidad); contra
lo previsible, la vejez y la historia me vuelven más poroso, me
reclaman algo como una ósmosis con lo circundante. Elijo,
por supuesto: nadie va a un estadio para corregir las pruebas
de un libro, pero mi elección no es ya la penumbra del escritorio sino este auto en el parking de Avignon o de Vaison-laRomaine, una radio que me da noticias cada cuarto de hora y
un fondo de música no siempre intolerable; casi en seguida va
a verse la incidencia de estas cosas en algo que años atrás no
que amé y que amo les fui poniendo nombres que nacían a su
modo de un encuentro, de un contacto de claves secretas, y
entonces mujeres fueron flores, fueron pájaros, fueron animalitos del bosque, y hubo amigos con nombres que incluso
cambiaban después de cumplido un ciclo, el oso podía volverse mono, como alguien de ojos claros fue una nube y después
una gacela y una noche se volvió mandrágora, pero para volver al dragón diré que hace dos años lo vi llegar por primera
vez subiendo la rue Cambronne en París, lo traían fresquito
de un garage y cuando me enfrentó le vi la gran cara roja, los
ojos bajos y encendidos, un aire entre retobado y entrador,
fue un simple click mental y ya era el dragón y no solamente
ad libitum
ídem
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21—
un dragón cualquiera sino Fafner, el guardián del tesoro de los
nibelungos, que según la leyenda y Wagner habrá sido tonto y
perverso, pero que siempre me inspiró una simpatía secreta
aunque más no fuera por estar condenado a morir a manos de
Sigfrido y esas cosas yo no se las perdono a los héroes, como
hace 30 años no le perdoné a Teseo que matara al Minotauro.
Sólo ahora ligo las dos cosas, aquella tarde estaba demasiado
preocupado con los problemas que iba a plantearme el dragón en materia de palanca de velocidades, alto y ancho muy
superiores a mi ex Renault, pero me parece claro que obedecí
al mismo impulso de defender a los que el orden estatuido define como monstruos y extermina apenas puede. En dos o tres
horas me hice amigo del dragón, le dije claramente que para
mí cesaba de llamarse Volkswagen, y la poesía como siempre
se mostró puntual porque cuando fui al garage donde tenían
que instalar la placa definitiva y además la inicial del país en
no era fácil a esa hora y con ese tiempo. Me acordé de haber
acampado ya a orillas del Ródano, en una plataforma solitaria
a pocos kilómetros de la ciudad, una especie de embarcadero
donde jamás nadie parece embarcarse y menos desembarcar.
Llovía cada vez más tupido y en la radio hablaban sobre todo
de los récords batidos esa tarde en los juegos olímpicos de
Munich; me consolé de las cosas con vino y tabaco, me acordé
que tenía una minicassette con canciones de Jacques Brel y
de Paco Ibáñez, y trabajé hasta medianoche como si estuviera en el faro del fin del mundo, sintiendo poco a poco que mi
nuevo contacto con el libro me estaba haciendo entrar en esta
dimensión curiosa donde todo se mezclaba en una confusa
diversidad. Por eso creo poder afirmar que de alguna manera
empecé a escribir simultáneamente estas páginas, puesto que
tomé notas para hacerlo apenas terminara con las galeras y
sin salirme del tiempo del libro, de su último contacto conmi-
que vivo, me bastó ver al mecánico pegándole una gran F en la
cola para confirmar la verdad; desde luego que a un mecánico
francés no se le puede decir que esa letra no significa Francia
sino Fafner, pero el dragón lo supo y de vuelta me demostró
su alegría subiéndose parcialmente a la acera con particular
espanto de una señora cargada de hortalizas.
Tiempo de escritura: no se trata de mentir por razones estéticas y pretender que esto nace paralelamente con la corrección de pruebas del Libro de Manuel, pero a la vez sería bueno
entenderse porque la intención de escribirlo nació apenas me
puse a trabajar el lunes por la noche, bajo un aguacero que me
obligó a buscar el primer lugar tranquilo en Avignon, lo que
go antes de convertirse en un hecho irrenunciable y con tapas.
Y así el extrañamiento sigue tan presente como en esas horas
en que todo volvía a darse, cada escena del libro y cada gesto
de sus habitantes, pero ahora de otro modo, de la palabra ya
impresa al ojo del lector, de criaturas tan mías a este irónico
y despiadado corrector de pruebas, y sentir de golpe eso que
otros llamarían diferencia estructural, un tal Gómez que ya
no se mueve en París sino que sale de estas columnas de papel a
orillas del Ródano (se va a empapar si se descuida), una mujer
que me está mirando de una manera diferente desde la página, como sorprendida de verme en la caverna de Fafner y no
en el departamento de la rue de l’Ouest.
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23—
—24
Me desconcierta un poco ese desajuste, lo que en francés
llaman bellamente dépaysement, de sobra sé que ya estoy fuera de Manuel, de todo lo que giró en torno a Manuel, que han
pasado dos años desde que empecé el libro y en esos dos años
hubo guerras, triunfos, hospitales (incluso para mí y dos veces), y que en los últimos meses corrí una especie de carrera
contra el reloj porque la regla del juego envejecía prodigiosamente el libro y era al revés de los buenos vinos, si no lo terminaba se iba a agriar, sólo serviría para lectores literarios, gentes que todavía creyeran en valores perennes con exclusión
de la violenta circunstancia cotidiana. Por todo eso tuve que
autoescupirme del libro sin esperar más y bien que se nota,
pero las cosas tienen su precio y mejor Manuel feo y vivo que
Manuel hermoso y muerto, aparte de que no soy yo el que decidirá estas cosas en el último análisis. Madre querida, qué manera de llover, nadie se enojará si hablo en presente puesto
más aborrecible que el agua para un dragón, si por lo menos
fuera un incendio, che; imposible distinguir nada por las ventanillas, las luces de Avignon o una patrulla de salvamento, a
este auto se lo traga la corriente, ríete de Shelley, y es precisamente lo que hago aunque no de Shelley sino de mí mismo
como única defensa posible, pensar que tengo miedo a orillas
de un río inofensivo (espero) y de una lluvia cualquiera, instalado con todos los recursos de la tecnología alemana (“el
señor Volkswagen cuida mucho los detalles”, me dijo una vez
un mecánico para mi duradero regocijo), la ridiculez de tener
miedo cuando se piensa en quienes esta misma noche estarán
vivaqueando en cualquiera de los Camiris de nuestros países,
con la muerte pegada al cuchillo de cada minuto, de cada traición, de cada alimaña. No soy más oquista que otros, si me burlo de mí mismo es porque también esto es Manuel, una manera de reconocer decentemente lo que no siempre se reconoce
que ya he explicado que esto nació simultáneamente con la
corrección de pruebas (ha pasado exactamente una semana y
estoy otra vez en las colinas y en Fafner, viendo a las ocho de
la mañana las ruinas de Les Baux y aguantándome un mistral
de las polainas); si esto dura toda la noche el Ródano se va a
desbordar y yo me ahogo en la panza del dragón, va a ser una
noticia de policía padre, sorprendido por la tormenta perece a
pesar de los esfuerzos de los testigos del drama (otra que testigos a esta hora y con el pluviómetro hasta el bonete), todo
el sentido del humor disponible amontonándose para defenderme de algo que cada vez se parece más al pavor, las cuatro
de la mañana y Fafner pésima arca de Noé, eso es seguro, nada
a la hora de enrostrarles a los demás sus prescindencias y sus
cobardías sin primero haber probado que no se tiene la viga
en el propio. Por lo demás esa noche había trabajado duro en
mi burbuja Fafner desamparada en el diluvio, y una cosa estaba clara, la tremenda confusión del principio del libro, esa
imposibilidad que sigo teniendo de armar una novela hasta
que ella misma lo decida, y a veces le cuesta. Sé que es una
imposibilidad, pero conozco también sus causas profundas,
la negación de lo literario como proyecto humanista, arquitectónico, la necesidad de una apertura previa, esa libertad
que reclama todo lo que voy a hacer y, para eso, ninguna idea
clara, ningún esquema formal: ser intercesor o médium,
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dejar que un chileno aparezca como si fuera a convertirse en
un personaje estable del elenco y verlo desaparecer (más bien
no verlo, descubrir en algún momento que ya no está ahí, que
abrió la puerta y se mandó mudar), a la vez que algún otro va
metiendo los codos para instalarse, como Óscar por ejemplo.
Me sobra insomnio para acordarme de los tiempos de Los premios, cómo fui dejando que la gente llegara al café, que por así
decirlo se me presentaran con los “encantado” de práctica,
sin tener la menor idea de lo que les iba a ocurrir, y después
Rayuela saliendo poco a poco de una especie de caos en el que
el capítulo del tablón fue precedido por otro que en ese momento era para mí el inicio del relato y que suprimí en la relectura final porque ya no tenía razón de ser, como una clave
de bóveda que se retira al completar el arco; o todavía peor, 62
o el tanteo en plena oscuridad, ahí sí que llevó un rato conseguir que los niños se pusieran en fila, todavía me lo reprochan
interna por una ruta que nunca había sido la mía, cuenta una
historia que pretende reflejar también nuestra historia de esta
misma mañana, busca lo mejor posible esa convergencia a la
que se alude en la introducción. Cuando lo empecé hubiera
querido un lenguaje mucho más inventivo, algo así como lo
que paródicamente asoma en los neofonemas de Lonstein, sus
boex, fortrán y mesín, sus tanteos mánticos a base de siglas;
puesto que lo narrado proponía algunas exploraciones externas e internas que cada vez creo más imprescindibles en una
teoría y una praxis revolucionarias siempre amenazadas de estatismo en sus diversas acepciones, no quería vedarme ninguna provocación en la escritura y por consiguiente en la lectura.
Pero de entrada me di cuenta de que, paradójicamente, si éste
era un libro de nuestro hoy y aquí, es decir de lo inmediato, no
tenía sentido mediatizarlo en el plano de la experimentación
y la escritura; el contacto más profundo se vería trabado pre-
en diversos departamentos hispánicos de otras tantas universidades donde por lo visto los autores de tesis preferirían un
poco más de divina proporción. Lo otro que vi muy bien esa
noche, a falta de paisaje aviñonés, fue el retorno a los climas, a
las maneras de otros libros míos, signo probable de cansancio,
de estar al término del camino y mirar hacia atrás con los sus
ojos tan fuertemientre llorando, y esto que hace unos años me
hubiera parecido inaceptable, no por exigencia orgullosa de
originalidad sino porque me sentía capaz de inventar nuevos
rumbos sin apoyarme en los ya recorridos, lo sentí esa noche
como un derecho bien ganado de volver a viejas casas, a antiguos jardines de lenguaje. A su modo el Libro de Manuel se
cisamente por los medios puestos en práctica para establecerlo. Incorporar nuevos códigos expresivos (los estructuralistas
pondrán aquí el vocabulario preciso) supone un tiempo más
o menos largo por parte de los lectores, cosa que en este caso
malograría la intención de inmediatez del libro, única razón de
su escritura.
Y así, por uno de esos curiosos funcionamientos del mundo
de la comunicación, comprendí que sólo escribiendo “horizontalmente” podría transmitir sin demasiada pérdida los movimientos verticales de sentido, las interrogaciones de frontera.
En los tiempos de Rayuela yo no tenía el menor apuro porque
vivía al margen de lo histórico y sólo me interesaba una onto-
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logía, una búsqueda antropológica sin tiempo; por eso nada
me vedó ir hasta mi propio límite en materia de escritura,
puesto que el lapso entre ella y su camino en los lectores no
tenía ninguna importancia. Manuel no puede esperar, desgraciadamente, y en este adverbio se descarga mi tristeza y mi
resignación, el precio que debo pagar por algo que apunta a
otras cosas que en el pasado; pero la alegría de pagarlo está
también aquí, en el presente de estas páginas, y hoy me basta
y me sobra.
En fin, ya que me acuerdo de ese viraje al empezar Manuel,
pienso también que tuve miedo y me interrogué en ese nivel
que toca una ética, una conducta. Entonces qué, les vas a dar
un plato cocinado, vas a escribir para lectores previstos, vas a
caer en la trampa de la “realidad” contra la que no hace mucho
te levantaste como polenta descuidada. Tuve que luchar contra una sospecha de facilidad (la peor que jamás podría tener
cionaria, sin pretención de definir a un hombre nuevo del que
tan poco se sabe, dejando apenas caer algunos sueños, algunas
esperanzas en su camino futuro. Y como me resultaba vertiginoso y confuso, un galopar por tierras desconocidas, caballito
argentino del idioma metiéndose en parajes poco cartografiados, entonces me busqué luces de ranchos amigos, ombúes
que rompieran un horizonte tan incierto, me volví sin miedo
a cosas viejas y por eso en Manuel hay algo de Rayuela, hay
los bichos danzando alrededor del farol de 62, hay el que te
dije que a su manera es un poco mi paredro, hay paseos por
las galerías de París y vidrieras con muñecas, hay el absurdo
deliberado de peludos y pingüinos que después de tantos años
enlaza con la lotería de Los premios, hay gente que habla y vive
como otras gentes ya hablaron y vivieron a través de mí como
yo a través de ellas. Las consecuencias exteriores de todo esto
son divertidamente previsibles: tantos que le reprocharon a
en mí mismo), hasta que el mero escribir, seguir adelante, me
fue dando razón y paz. Vi bien claro que Manuel vendría en
argentino, en mi argentino que estará pasado de moda pero
que todavía sirve para jugarse el pellejo cuando llega la ocasión, y que su lectura no reclamaría ningún código, ninguna
grilla, ninguna semiótica especial; pero a la vez y entonces,
dentro de ese ómnibus lingüístico accesible a cualquier pasajero de cualquier esquina, entonces sí apretar el fierro y acelerar a fondo, entonces sí hablar de tanta cosa que habría que
vivir de otra manera (no forzosamente la de Manuel, que es
una de las muchas posibles), buscando arrimos y tanteos, asomos a una visión más abierta dentro de la perspectiva revolu-
cada nuevo libro que se saliera de la huella precedente, le reprocharán a Manuel que vuelva por ahí a viejas veredas. Pero
Manuel sabrá encontrar a sus amigos entre los que leen porque viven y no entre los que viven porque leen.
A esta altura de la tormenta poco me importa que me
traten de narcisista; a lo mejor tienen razón y entonces debería importarme todavía menos, porque cada uno es como
es y nadie es mejor que el otro, según afirmó siempre mi tía.
Hablo aquí de mí porque entiendo que esta experiencia que
procuro pasar corto, como en el fútbol, tiene un sentido
extrapolable. No es fácil mentar ese sentido porque entonces
a más de narcisista te tratan de piyado, pero de nuevo mi tía y
29—
avanti bersaglieri. En dos palabras (mentira, ya van tres): se
me da que ningún escritor de veras puede ya montar un sistema
propio y agazaparse en él. Se acabó el escritor araña, el escritor cangrejo ermitaño, el señor que frente al caos exterior
reivindica un humanismo decimonónico, loable en su tiempo,
pero pulverizado por los detergentes del vigésimo. Entonces,
descubrir en diafragma propio que los nobles reductos huelen cada vez más a rancio, y que eso al fin y al cabo no es una
catástrofe ni una derogación, comprender que escribir es hoy
en día otra cosa que arrancar desde una especie de estatuto
del intelectual, y que a la vez exige ser más escritor que nunca
(porque aquí te veo venir, amiguito demagogo, contentísimo
de lo que crees un triunfo de tanto compromiso vociferado
por grupos, manifiestos y congresos, y aprobado por mayorías
que reemplazan el talento por el número); irse a la montaña sin ser precisamente Zaratustra, a corregir unas pruebas
sica barroca o pop o quechua –de todo hay en las ondas francesas, me crea–, los boletines sobre los juegos olímpicos donde Mark Spitz, pibe, para qué te cuento. Cosas así le pasan a
cualquiera que trabaja aunque nadie va a pretender que un
novelista incorpore a cada párrafo, además de su tema, lo que
le está sucediendo alrededor; a menos que –y aquí entro yo
de nuevo, usted perdone y disculpe– eso que está sucediendo
sea también materia y concomitancia del tema, convergencia misteriosa de acaecimientos y resonancias que suceden
al tema y lo acompañan como esos perros o esos gatos que a
veces se nos apilan en un paseo, nos siguen un rato con aire
de gran adhesión y camaradería, para largarnos en cualquier
esquina cuando se les acaba el inexplicable motivo por el cual
nos habían adoptado.
de galera poco importantes, un librito generoso y atorrante
como un buen tango, y decirse que a lo mejor no está mal contar lo que pasa, cómo el solitario de los años cincuenta comprende cada día mejor que escribir o corregir lo escrito no es
solamente viajar de adentro para afuera sino que las afueras
están ahí, como lo estaban para morder cada día en la ración
de avance del Libro de Manuel, y ahora se siguen dando en la
gente que viene a espiar a Fafner porque desde luego Fafner
no es todavía un espectáculo frecuente en las provincias francesas, un auto de donde sale un ruido de máquina de escribir
y un blues de Jimmy Rushing sin hablar de la puzza de unos
canelones que se me quemaron; la gente asomándose, la mú-
dra, a mitad de la subida a Saint-Rémy a Les Baux, y por una
de las ventanillas de Fafner veo un paisaje absolutamente
Paolo Uccelo, sus decorados de piedra que son puro cartón,
de donde la industria sacaría alguna vez eso que justamente
se llama cartón piedra, y entre esas plataformas angulosas,
blanquísimas contra un fondo de vegetación mediterránea
achaparrada y reseca, hay acostada sobre una meseta apenas
para helicópteros una cosa verde y peluda que a la distancia es
exactamente un dragón de Uccello, ese reptil entre mamboretá y tomadura de pelo que San Jorge mata sin el menor mérito
en el cuadrito que guardan en el Museo Jacquemart-André
de París. Me acuerdo de un cuento de Pieyre de Mandiargues
—30
Ahora me acuerdo de todo eso entre solitarios circos de pie-
31—
—32
en que el protagonista, distraído en un alto del camino, ve
de pronto en la hierba reproducirse a escala microscópica el
combate de Tancredo y Clorinda; nada sería más natural que
en este momento asomara un San Jorge lanza en ristre para
repetir en el justo decorado y para el justo observador la pintura de Uccello. Ah, pero no ocurrirá porque Fafner y yo velamos por los dragones calumniados, sabemos que ningún hagiógrafo, por más sectario que fuera (es una antigua vocación
dentro y fuera de las religiones), se atreve a escribir que el dragón le había faltado a la princesa de Trebizonda, solamente la
tenía atadita a un árbol, parece, y seguro que le traía un menú
completo tres veces por día y la desataba de a ratos para que
la princesa se diera una vuelta detrás de los árboles a fin de rezar sus oraciones. Es cierto que en el cuadro de Carpaccio, por
ejemplo, el dragón es bastante horrible y que el suelo está lleno de huesos, de tendones, una cabeza descarnada y un tronco
Gatica declarando que a ese negro de porquería lo iba a hacer
moco (versión morigerada ad usum peyerreyis), con lo cual el
tal negro se limitó a dejarlo venir y duérmase mi niño, duérmase mi bien, 40 segundos del primer round y a otra cosa, yo
ya estaré viejo y lacrimoso pero cuando Firpo y Justo Suárez
eran otros tiempos, dragoncito.
Si me da por el box aquí se va a hablar de todo menos de
Manuel, pero como diría el que te dije también hablar del box
es hablar de Manuel, claro que depende. Por ejemplo, hace
poco la radio francesa transmitiendo el combate de Monzón
y Bouttier, el chauvinismo basado como casi siempre en la
ignorancia y en un complejo de inferioridad echándose aire
a plena toalla, con lo cual esa noche teníamos a Bouttier que
es bello, culto y con una nena de cuatro años, más otra que le
anunciaron al final del combate porque como esperaba un varón eso podía minar su moral, y por el otro lado Monzón que
de lección de anatomía, pero lo mismo la princesa sigue indemne, los muertos son puro decorado para tenerla quietita,
en definitiva San Jorge hubiera debido informarse antes de
meterle lanza al dragón que en la mayoría de esos cuadros tiene una cara marcadamente sorprendida, como diciendo pero
qué carajo es esto, uno la tiene ahí como una palomita y mire
lo que pasa. De acuerdo, velaremos toda la tarde, no sea cosa;
en cuanto a vos, Fafner, me temo que Sigfrido te madrugó de
puro confiado, acordate de lo que le pasó a nuestro Gatica
cuando Perón lo mandó a sacarle el campeonato del mundo a
Ike Williams, pelea que jamás se sabrá cómo pudo concertarse como no fuera a golpes de dólares y embajadas, y la víspera
sube al ring lanzando una mirada circular de desprecio al público francés (sic), que espera la iniciación del combate con
un rostro inexpresivo y brutal de mestizo (soc), y que luego
de haber vencido por abandono demuestra de todos modos
que por sus venas corre la sangre indomable de los incas (sac),
todo eso sin olvidar que cada golpe de Bouttier es una prueba
de su talento y su valor mientras que los ataques del campeón
mundial no hacen más que poner de relieve su furia homicida. (Me acuerdo de haber leído en una antología cubana un
artículo sobre la famosa pelea en que Battling Siki liquidó a
Georges Carpentier, mostrando que las reacciones de la época
nacían del más puro y transparente racismo; lo más curioso
33—
de ese artículo me pareció su autor, un tal Ho Chi Minh que en
los años veinte se ganaba la vida como periodista en París…)
A todo esto amanecía en Avignon y Fafner no se había caído
al Ródano, por lo cual me lavé la cara, armé un rotundo nescafé y antes de volver a galeras, remero afanoso, me planteé
por enésima vez el problema del tuteo y del voseo que ya la
noche anterior me había jorobado mientras trabajaba. No
puedo saber cómo le sonará a usted un diálogo del Libro de
Manuel, yo mismo suelo reaccionar de diferente manera según las circunstancias. Sé que me fue imposible hacer hablar
de vos a Francine, que es francesa, mientras que a Ludmilla le
sale facilito porque habla en español y nadie la está traduciendo como a Francine. Parece trivial y sin embargo hay en esto
un problema en el que nadie se siente cómodo. El que te dije,
en tanto que argentino, hubiera podido hacer hablar de vos a
Francine, pero comprendió que entonces Francine hubiera
dicho otras cosas, frases bien traducidas en apariencia, pero
con una especie de descolocación psicológica, una desnaturalización de la índole de Francine; cuestión de oreja, dirá alguno, e incluso cuestión de ojo puesto que todo lector escucha
con la mirada. Aquí en París, donde paso del vos al tú cinco
veces diarias, siento perceptiblemente la diferencia de carga
que entrañan los dos tratos, y sobre todo la intransferibilidad
de ciertas vivencias, su color, su sentido último. Me alegra que
Ludmilla use el vos porque ella está de mi lado más vital, quiero decir que su palabra no solamente comunica sino que toca,
dibuja, huele, es parte ya de esa relación amorosa que Andrés
—34
no alcanzará nunca con Francine, vista como del otro lado de
los gemelos, distanciada por una incomunicación que empieza ya, sin que ellos lo sepan demasiado, al nivel de la óptica del
idioma; y por eso tiene razón el que te dije cuando hace hablar
de tú a Francine, pero la verdad es que no siempre resultó fácil a la hora de los diálogos apretados, de la última noche de
Francine y Andrés en el hotel de Montmartre.
La lluvia había lavado el aire, un sol así de grande no parecía cierto después de la noche diluviana; decidí festejarlo
yéndome a trabajar a las Dentelles de Montmirail, que alguna
viejita giganta del pleistoceno bordó para la mesita de luz del
horizonte en sus siglos de ocio. Encontré un refugio solitario
antes de Malaucène y encendí el calentador del café y la radio,
dos maneras de ponerse en órbita y evitar la tentación de trepar a los peñascos en vez de trabajar; entonces una canción de
Serge Reggiani se cortó en dos y France-Inter anunció lo que
acababa de ocurrir en Munich. Escuché, claro, con esa primera sorpresa de la inteligencia domesticada para la cual nada
puede suceder en los juegos olímpicos que no sea garrochas,
jabalinas y otras turbulencias deportivas; en el primer momento no asocié lo ocurrido con mis preocupaciones literarias
y sólo por la tarde, mientras las noticias se sucedían inciertas y todavía esperanzadas, un diálogo de Marcos y Óscar me
despertó a la coincidencia de las operaciones: aquí en Fafner
había gente que reclamaría la liberación de presos políticos
latinoamericanos a cambio del Vip, mientras la radio francesa pasaba cada cinco minutos de Frank Sinatra a Munich, de
35—
Juliette Greco a los fedayin, de Canonball Adderley a los
rehenes israelís.
A la espera de lo que pudiera ocurrir el galeote remó duro,
por la tarde vio juntarse nubes ominosas sobre las Dentelles
y se dijo que era bueno buscar un refugio más ciudadano para
acampar, puesto que algo del susto del diluvio rodaniano
le andaba todavía por el estómago. En la ruta de Vaison-laRomaine empezó a tronar y a llover, llegué justo para localizar
un terreno al pie de la ciudad vieja, sabiendo que si esperaba
un minuto más Fafner empezaría a hacer de las suyas porque
este dragón se pone ciego y tonto bajo el agua, no ve nada y
tiende a aposentarse en lugares de donde lo sacarán carpiendo los gendarmes porque en Francia, señora, la ley es la ley y
a ver sus papeles (en los que siempre hay una falla, una fecha
vencida o aunque más no sea la sospechosísima circunstancia
de que el dueño del auto nació en Bélgica, se declara argentino
mío con tanta amistad y ganas de que saliera bien desde el vamos, por lo cual es el momento de darles las gracias a Antonio
y a Scanga, los dos tipógrafos de la imprenta porteña de Lucho
Torres Agüero que se turnaron en la composición, sin hablar
de Lucho que me escribió a Saignon para decirme que todo
el mundo estaba haciendo lo más posible por Manuel, y de su
hermano Leo que a pesar de ser otro de los malditos, relapsos,
apátridas y traidores “exilados” argentinos en París, me agregaba una postdata de cronopio desde Buenos Aires. La verdad
es que si no fuera por las razones “lineares” que he explicado
al comienzo, hubiera pedido que se dejaran esas indicaciones
de las galeras que cada tanto informan del cambio de linotipistas, TERMINA ANTONIO / SIGUE SCANGA, esa presencia humana a la distancia, ese contacto de los que están haciendo un libro con su remoto autor.
y tiene una carta de residencia francesa, sin hablar de la melena, la barba y los blue-jeans, te la debo con estos exilados).
Como llover llovió, dándome tiempo para recibir una vez
más al pingüino turquesa en Orly y asistir a la lenta desagregación de Andrés. La radio no tenía demasiado que decir, los periodistas franceses apostados en la ciudad olímpica miraban
con prismáticos las ventanas de la casa del secuestro, se barajaban nombres, Septiembre Negro, la llegada de Willy Brandt,
los contactos con Sadat, las reacciones en Tel Aviv y en el mundo árabe, negociaciones confusas, tiradores voluntarios de la
policía. De cuando en cuando descansaba de las galeras, no
porque estuvieran mal pues creo que jamás se imprimió algo
Pero esta vez no podía, demasiada meresunda hay ya en
Manuel para complicarle todavía más el capte a los lectores;
y así, a la espera de noticias de Munich, las galeras seguían
fondeadas en aguas profundas que sacudían a Fafner por todos lados con enorme cólera de este dragón nada proclive a
humedecerse; mejor esperar un respiro pensando en otras
cosas, lo del exilio por ejemplo, el minucioso montaje de una
prensa pretendidamente progresista (lo de revolucionario
nos quedaría grande a ella y a mí) que hace un par de años padeció de un conmovedor ataque de patriotismo al enterarse
por unas líneas del Nouvel Observateur de París que acababan de darme la nacionalidad francesa (era un error pero no
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37—
importa, ya me la darán uno de estos días), razón por la cual
diarios como La Gaceta de Tucumán me tratan de escritor
franco-argentino, cosa que me devuelve proustianamente a
la farmacia Franco-Inglesa donde tantas veces en mi juventud fui a comprar geniol so pretexto de una morochita que al
final nunca quiso tomarse la pastilla conmigo, malísima. Por
supuesto nadie parece recordar que un argentino conserva su
nacionalidad aunque por razones prácticas –muy prácticas,
como lo saben bien mis amigos de aquí después de mayo de
1968– pida la ciudadanía francesa; es tanto más fácil ahogarse
de indignación frente a algo que visto desde la más elemental perspectiva socialista es de una ridiculez absoluta, lo que
no impide que numerosos revolucionarios de tintero sigan
optando por la banderita y olviden que a mi manera, desde
lejos, fregándome en pareceres y directivas, he sido y soy tan
argentino como los aullantes escandalizados por mi presunto
doble pasaporte. Me niego, con no poca bronca de los que quisieran llevarme a su terreno más bien barroso, a polémicas
que no sirven para nada, pero un solo caso puede servir para
liquidar tanto veinticinco de mayo de whiskería nacionalista. A los que como la señora Silvina Bullrich (La Nación, of
course, 2-7-72) ironizan sobre la presencia de mis libros en la
muestra del Festival de Niza y se preguntan si se deberá a la
aureola (sic) de haber nacido en Bélgica y de haberme hecho
ciudadano francés (dale nomás), condiciones que no les son
dadas a todos los argentinos (resic), no me queda más remedio que decirles que ni siquiera el resentimiento los provee
de inteligencia, porque sólo lectores con el nivel mental de
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una gallina podrán creer que un origen belga y un pasaporte
francés tengan algo que ver con los productos de la literatura,
máxime cuando la que según parece organizó ese envío era la
embajada argentina, que si algo no me tiene es cariño y por
razones obvias en la medida en que ella y yo llevamos 21 años,
con Perón, después de Perón y así sucesivamente, sin tener
el más mínimo contacto, y ya se sabe que el cariño no nace
del puro vacío aunque los trovadores hayan tratado de convencernos de que sí. Claro que debía ser el segundo diluvio en
Vaison-la-Romaine que me empujaba a la bronca (la electricidad y esas cosas), pero de golpe escampó, vi la ciudad vieja
en lo alto con todas sus luces y me largué a dar una vuelta, a
comprar unas latas para la cena, y al final me dejé tentar por
una pizzería fragante y con manteles rojos, que son los que
más les gustan a los cronopios, y cuando volví a Fafner eran
las diez de la noche y France-Inter desde Munich señalaba los
movimientos de la policía en torno a la casa del secuestro, sin
que pudiera saberse si iba a dar el asalto o si se llegaría a un
acuerdo después de diez horas de negociaciones. Por todo
esto no me pareció demasiado insólito volver a mis pruebas
y releer, a lo largo de un diálogo muy poco serio, los preparativos para el secuestro del Vip; claro que como en mi taller parecería que los clavos se remachan siempre por partida doble,
en la siguiente tanda de noticias me llegó la del secuestro del
director de la Philips en Buenos Aires; más que nunca, mientras trabajaba en las pruebas, me ganó una penosa sensación
de distancia porque Marcos y Heredia y Susana ya estaban
fuera de mí, eran esa letra impresa irrevocable, cuánto hubiera
39—
dado por entrar otra vez en el departamento de Patricio y darles
las noticias, Munich y Buenos Aires, verles una vez más las caras, sentirlos pegados a este día como durante tantos meses los
sentí próximos a mi lectura cotidiana de los diarios que les iba
pasando para que la pobre Susana les tradujera a esos franceses
cerrados que ni siquiera eran capaces de ser argentinos.
De Munich avisaban que los fedayin iban a salir de un momento a otro con los rehenes, rumbo a un aeródromo; parecía
como si las negociaciones hubieran concluido y que el final
de la historia fuera a ocurrir en otro país. Mejor dormir, entonces, Vaison estaba oscura y callada, tender la cama, fumar
otro cigarrillo consultando el cielo, invocando a Pachamama
para que me diera mucho sol el miércoles; creo que soñé con
trenes, pero como casi no hago otra cosa a lo mejor estoy mezclando recuerdos, su barajita taimada.
Uno de los episodios más terribles de Les chants de
un gato trepado a la ventana. La mañana del miércoles habría
de multiplicar ese sentimiento de culpa que muchos encontrarían absurdo puesto que los de la vigilia bastan y sobran
para tener jaquecas, hipo, fobias, y asma; apenas despierto, la
radio me trajo la noticia de los dieciocho muertos de Munich,
la increíblemente torpe carnicería cumplida por un dispositivo policial que razones de todo género permitían imaginar
como uno de los paradigmas del género.
Si el paisaje es un estado de ánimo, se comprenderá que
me fui inmediatamente de Vaison-la-Romaine y que busqué
un rincón en las colinas donde trabajar amargamente solo; lo
encontré en un bosque de pinos, entre Malaucène y una aldea
llamada Baudin, y como las galeras hablaban en ese momento de otra cosa que de la Joda y del Vip, me hizo bien encontrarme de nuevo con Andrés y Francine en ese restaurante de
Montmartre donde Andrés dice una especie de poema. Sólo
Maldoror es el de la lucha contra el sueño; aunque soy un gran
dormilón no he podido acabar jamás con la mala conciencia
que me viene de esas horas (¡un tercio de la vida!) en que nos
replegamos a la nada, en que las cosas siguen ocurriendo en
torno de nosotros como esa noche ocurrieron en Munich, y no
porque yo desde mi dragón en el mediodía francés tuviera la
menor posibilidad de incidir en ellas, sino por algo que abarca desde abajo la condición humana, la responsabilidad por
darle un nombre. Dormir es derogar todo testimonio, toda
compañía, ese estar ahí que nos define cuando hemos asumido nuestra vida lo mejor posible. Como dar vuelta a un espejo,
cerrarle la puerta a un amigo, no ver el hambre en los ojos de
los demás descubren nuestras obsesiones más secretas, pero
un escritor que se relee críticamente puede alguna vez ser
también los demás; a mí me ocurre poco porque la inteligencia no es mi fuerte y los sistemas de relaciones que otros verifican inmediatamente, a mí se me dan sin saberlo; tienen que
venir los críticos (no siempre profesionales) para mostrarme
la recurrencia de ciertos temas en mis libros, el doble o el incesto, sin hablar de las chicas norteamericanas o danesas que
producen tesis donde se muestra el camino que ha podido hacer en mí un texto de René Crevel o una máquina de William
Hazlitt. Pero esto asoma aquí con demasiada claridad como
para no ver, impreso y definitivo, que el poema de Andrés
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41—
remite nuevamente a la ciudad, a la vieja sumersión nocturna en hoteles llenos de pasillos y piezas corridas, en vagones
de trenes donde interminablemente se busca a alguien que ya
se habrá bajado o que no subirá nunca, pasajero terrible de
la ausencia.
A la espera de más noticias de Munich, tomándome un
trago para despejarme los ojos donde el alfabeto bailaba un
jerk con ayuda de esa música idiota de la radio que me ayuda a
trabajar en estos tiempos, volví al sentimiento de la mala conciencia (dormirse mientras fuera suceden cosas que me tocan
de cerca, cortarme solo en un dragón rojo mientras hay tanto
que hacer, la lista es larga), y me pregunté la razón de Fafner,
de estar en un bosque lejos de todo amigo como atmósfera
más propicia para la corrección de las pruebas. Esa noche,
mientras volvía a Saignon, hice un alto en casa de Claude y
Gibbsy Tarnaud y les hablé de esas cosas tan poco explicables.
libertad de llevar su casa a cuestas por el mundo. Pero si en
todo eso había mucho de cierto, quedaba el poso de la soledad
voluntaria, de irme cada vez más de mi casa para no ver a nadie
conocido, sentir con una mezcla de placer y de calambre que
nadie sabía dónde estaba en ese momento, Robinson deliberado, autonáufrago en bosques y orillas de río. Para alguien que
desde hace años ha asumido la necesidad y el deber de acercarse al prójimo no solamente desde la palabra sino insertándose en situaciones concretas que requieren otras formas de
acción (aludo a Cuba, claro, pero hay otras geografías y otras
historias que no es la hora de nombrar), este fafnerismo estival parece una recurrencia de tiempos estetizantes, la minuciosa organización de una vida de gabinete. Si algo puede
rescatarme de una sospecha de recaída es, quizá, lo que estoy
escribiendo; pero tampoco seré yo el que zanje la cuestión a la
hora de los balances por cesación de negocio.
Quizá, les dije, las exiguas dimensiones de mi casa-caracol,
esos asientos que se vuelven cama mientras un lavabo para la
higiene matinal y nocturna sirve a la vez de fregadero a la hora
de los platos sucios, me ovillan en mí mismo, en un retorno
nostálgico al útero materno; a eso podría agregarse la evidencia de la fiaca, tener la comodidad de un mínimo de comodidades al alcance de la mano, en Fafner se enciende la radio y el
calentador y la luz sin moverse del asiento, los platos y vasos
son de papel y se tiran, la comida es una lata que se calienta,
la ducha y el shampoo quedan para la vuelta. Claude y Gibbsy
veían sobre todo una razón estética, la búsqueda de paisajes
diferentes, de incitaciones dentro de corrientes opuestas, la
Back to the galleys, then, porque he llegado a un pasaje
que me hace gracia: la historia de los dólares falsos. Si muchas
veces la lectura matinal de los diarios me cortó el hipo al advertir hasta qué punto un telegrama se integraba con eso que
seguía desovillándose en mi máquina de escribir, la noticia de
los dólares batió todas las marcas y tuve que hacérselo decir a
Gómez y a Patricio, igualmente estupefactos y divertidos. Lo
que ellos no podían saber es que al comienzo yo había esperado
que la historia con mayúscula (digamos, su versión periodística que está lejos de abarcarla, pero es lo único que podemos
aprehender contemporáneamente) golpeara seco y duro en
la conducta de esa gente, y que me decepcionaba comprobar
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lo contrario, las noticias llegando como meros armónicos,
paráfrasis u ondas concéntricas de lo que estaba ocurriendo
en torno a la Joda. Y justamente entonces, después de haber
inventado los dólares falsos y el viejo Collins y la agarrada
a patadas en la rue de Savoie, Le Monde se descuelga con la
noticia que reproduje facsimilarmente: dólares falsos, rue
de Savoie (en Lyon y no en París, pero de todos modos, che).
Wildeano como siempre he sido, poco podía costarme imaginar un búmerang imprevisto, una repercusión de Manuel en
la realidad francesa; los bien plantados me dirán una vez más
que esa patafísica no corre a la hora de los hornos, y yo los dejo
decir porque si alguna cosa sé es que nunca encenderemos los
verdaderos hornos sin echarle al fuego el deslumbrante kerosene de la paradoja y del absurdo.
Me acuerdo que los huevos fritos me salieron más bien
apelmazados pero que la cebolla era como uno de esos mo-
horror frente a la escalada de la violencia en el mundo y sobre
todo en la ciudad olímpica of all places. Poco se sabía lo que
realmente había ocurrido, y poco sabemos hoy aunque el mosaico ya esté bastante bien armado para el que sepa ver; pero
eso no importaba frente a la rápida, la astuta, la eficacísima
puesta en marcha del condicionamiento de la masa colgada de
receptores y diarios.
Inútil repetir la jerga conocida, todos habrán escuchado
y leído conmigo; pero cómo no vomitar frente a los que lloraban sobre el micrófono por un atentado que interrumpía
brutalmente “la tregua, la paz de los juegos olímpicos en esos
días en que los pueblos olvidan sus diferencias y sus querellas”, textual, viejito. ¿Tregua, olvido de querellas? Hay que ser
miserable para articular una frase parecida, hay que ser cínico
para volcar sin el menor retaceo la culpa del terrorismo y su
sangre en los grupos y los comandos que lo llevan a cabo; pero
mentos del piano de Schumann en que la música se pone a saltar, hay un continuo brinco del sonido que fabrica la melodía
como si una langosta espasmódica (todas son así) le indicara
al músico los lugares más absurdos del pentagrama para fijar
las notas, era una cebolla frita llena de altos y de bajos, partes
dulces y partes saladas y sobre todo muchísimas partes picantes gracias a un chorro mal repartido de tabasco. Claro que la
tregua no podía durar, a las cuatro de la tarde la transmisión
directa desde Munich, la sustitución de los hechos desnudos
por el encofrado retórico del sistema. Gobernantes, presidentes, reyes y reinas, y sobre todo primeros ministros, turnándose para decir en variados idiomas la consternación y el
la máquina funciona bien, rápidamente se aprietan las teclas
de la sensibilidad epidérmica, y entonces el genocidio cotidiano, Vietnam o Biafra, los ahorcados de Turquía y los fusilados
de Irán, los 20 años de miseria y de vergüenza de los refugiados de Palestina, la exterminación sistemática en Guatemala,
todo eso pasa a un plano nebuloso porque además el hombre
es un animal que se cansa, que necesita cambiar de canal
informativo; y los psicólogos del sistema han puesto a punto la diversión –en la doble, terrible acepción de la palabra– y
cuentan con el conformismo, los bienestares pequeñoburgueses y obreros y campesinos (estoy escribiendo en Europa) que
se repliegan asustados al menor temblor del piso, sin hablar
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de la línea reformista que también se aprovecha de ese afincarse en la aurea mediocritas para condenar toda violencia.
¿Pero a quién le gusta la violencia por sí misma? ¿Le gustaba
a Trotski, le gustaba al Che? Sólo los nazis (que constituyen
para mí una especie de categoría mental fuera de todo periodo histórico y de toda localización nacional, desde los asirios
hasta los SS) hallan en la violencia una especie de rescate de la
debilidad; y si todo esto es primario y elemental, no me lo callo
a esta hora en que France-Inter continúa explicando por boca
de embajadores y ministros que sólo una acción concertada
de los estados podrá poner coto al terrorismo; de una manera
mucho más honda y más justa que yo lo dijo en su día la mujer
de Mario Alves de Souza Vieira, torturado a muerte por los gorilas brasileños, en la carta que Heredia le dio a Susana para el
álbum de Manuel, y ahora que precisamente corrijo esa página
me saltan a la cara las palabras que nadie recordará esta noche
Así, desde un balcón sobre las tumbas, desde una lenta angustia infiltrándose más y más en el sentimiento de maravillas
con que siempre vi llegar los mensajeros de lo extraño, las señales de un mundo otro, me ha tocado de nuevo vivir un juego
de coincidencias que sólo los hipócritas encontrarán casuales,
corregir las pruebas de un libro donde a cada página venían a
pegarse, falenas monstruosas, las noticias que lo confirmaban
y lo justificaban. Cuando volví esa noche a Saignon, todas las
inquietudes en el plano literario, que por escrúpulo profesional me habían asediado a lo largo de la escritura, cedían lugar a un sentimiento de conformidad, de acatamiento. Sé que
nunca bajé la guardia mientras escribía el Libro de Manuel,
y que las falencias y las torpezas no derivan de lo que ahí inventé sino de mis defectos de escritor. Cocodrilos diversos lamentarán una temática que para esos saurios es un retroceso
lamentable en alguien que, mientras escribía ficciones puras,
en los noticieros de France-Inter: “Es necesario darse cuenta de que la violencia-hambre, la violencia-miseria, la violencia-opresión, la violencia-subdesarrollo, la violencia-tortura,
conducen a la violencia-secuestro, a la violencia-terrorismo, a
la violencia-guerrilla; y que es muy importante comprender
quién pone en práctica la violencia: si son los que provocan
la miseria o los que luchan contra ella…” En esta amargura y
esta náusea me alegra haber encontrado esa carta, habérsela
dado a Heredia para que también Manuel pueda leerla algún
día. Y también por eso, antes de devolver las galeras corregidas a Buenos Aires, agregué una postdata a la nota preliminar
donde una sola palabra bastaba para resumir el resto: Trelew.
les daba una de sus ansiadas cuotas intelectuales cotidianas;
esto ni siquiera será nuevo, porque no he olvidado algunas
críticas argentinas de Todos los fuegos el fuego para quienes
los relatos eran impecables salvo, claro está, “Reunión”. En
cuanto al contingente que se alzará contra el tratamiento literario del tema de este libro, entendiendo que incluso en una
novela las cosas no pudieron ocurrir jamás de esa manera, los
devuelvo a las noticias que sigo escuchando por la radio y leyendo en los diarios, la masacre en el aeródromo de Munich.
Sé que el asalto al chalet de Verrières y la liberación del Vip
son de un absurdo total; me gustaría que alguien me explicara
mejor lo que sucedió en Munich esa noche, y cómo sucedió.
—46
47—
Ahora se dice que hasta Moshe Dayán estaba entre los policías
alemanes. Vamos, viejo. ~
– Saignon, 14 de septiembre de 1972
—48
Corrección de Pruebas en Alta Provenza de Julio Cortázar,
terminó de imprimirse en el mes de abril de 2012 en los
talleres de Nova Era, en Barcelona, España. Para
su composición se utilizó la familia tipográfica
Chronicle diseñada por Jonathan Hoefler
y Tobias Frere-Jones. El tiro fue de
dos mil ejemplares en papel Olin
Recycled Cream de 120 gr/m2.
♦♦♦
Abril de 2012.
“Corrección de pruebas es
el asombroso examen de
conciencia de un autor que
no deja de explorarse”
Verano de 1972, Julio Cortázar recibe en Saignon, las pruebas de galera del Libro de
Manuel y decide corregirlas lejos de su casa. Durante unos días abandona la ciudad
francesa y a bordo de Fafner, su querida camioneta Volkswagen, recorre la
Provenza con la única compañía de unas latas de conserva, vino tinto y una
máquina de escribir.
El resultado de esta travesía singular es esta breve obra maestra, donde la meta más
significativa no será el libro corregido, sino las reflexiones laterales, el taller secreto
que lo sustentaba, el modo de vida que permite una vida excepcional.
ISBN 978-84-15118-26-8
9 788415 118268
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