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A PROPÓSITO DEL 8 DE MARZO
A Mariana Páez, un maravilloso ejemplo de mujer
He escrito esta crónica, a tres años de su muerte, porque no pude cargar más con
el peso de una obligación ética cuya satisfacción me reclamaban ansiosamente la
conciencia y un sinnúmero de compañeras que veneran su figura.
Por Gabriel Ángel
El conocimiento
La conocí el día de mi llegada a San Vicente. Iván Ríos me había recogido en la casa que
se conocía como la sede de las FARC y me llevaba consigo al campamento de Raúl Reyes.
Él guiaba un campero de color blanco que le habían dotado para sus movimientos, y a su
lado viajaba sentada Yurley, la muchacha con quien a la sazón compartía amores. Antes de
salir de la ciudad, Iván mencionó que tenía que recoger a Mariana, tras lo cual salió de la
avenida principal hacia el interior de un barrio. Debían ser casi las siete de la noche. Nos
detuvimos frente a una vivienda. Una mujer nos abrió la puerta y nos invitó a pasar.
Era blanca, de cabellos largos, con un rostro salpicado de graciosas pecas y una alegría
natural que parecía querer desbordársele por los ojos. Hablaba de prisa y cuando se dirigía
a Iván lo llamaba don Iván, cosa que me irritó de entrada. Me parece que ese tipo de cosas
establecen una distancia enorme con la gente, además que no tienen que ver nada con el
talante de las FARC. Me sorprendió que Iván lo admitiera. Pasamos a una pequeña sala, y
una vez allí, la mujer convidó a otra, que vino a saludarnos, a que le ayudara a servirnos la
cena.
Esta mujer era de baja estatura, de contextura más bien rolliza y con una mata
impresionante de cabello en la cabeza. Me la presentaron rápidamente, de manera que no
reparé en el nombre que me dijo. No me llamó la atención de ningún modo. En ese
momento todas mis miradas eran absorbidas por la anfitriona, todo un ejemplar femenino.
Atractiva y simpática a más no poder. Una empatía natural nos hacía hablar y reír a
carcajadas por cualquier cosa. Cuando nos dirigíamos de nuevo hacia el campero,
aproveché un instante en que pasó por mi lado llamando a Iván con el don, para decirle que
no le dijera así a ese viejo atorrante, ni que tuviera plata.
Aturdida por la sorpresa no supo qué responderme, pero su risa incontenible y su mirada
cómplice me revelaron su admiración. No volví a verla, pero aún hoy, siento un temblor al
recordarla. ¡Qué sencillez y qué belleza aquellas! Cuando el vehículo partió, a mi lado se
hallaba sentada la mujer pequeña. Sus negras pupilas eran muy brillantes y el conjunto de
su apariencia despedía un maduro aplomo. La neutralidad de sus facciones, que no
resultaban desagradables, unida a la seriedad que lucía, parecía hablar de su decisión de
mantenerme a prudente distancia. Iván volvió a presentármela y a indicarme que también
era parte del Comité Temático. En ese momento me enteré de que a eso iba yo al Caguán.
Fue una sorpresa. Nadie me dijo nada cuando me despacharon en el sur de Bolívar. Iván
captó mi alarma. Era obvio que íbamos a convertirnos en personajes públicos, del lado de la
insurgencia. Las consecuencias de ello serían irreversibles. Iván se rió de mis reparos. Se
venían cosas muy importantes para el futuro del país y de nuestra organización, cualquier
riesgo valdría la pena. Para tranquilizarme me brindó un trago de aguardiente. Me indicó
que buscara una botella que llevaba tiempos tras el espaldar de la silla. Él no quiso beber,
alegó su condición de conductor. Mariana sí, y Yurley también. Durante el recorrido
brindamos un par de veces más.
Días después, cuando empezó en serio nuestro trabajo y teníamos que trasladarnos a diario
hasta la sede de los diálogos en Los Pozos, de donde volvíamos entrada la noche, Iván nos
eligió a Mariana y a mí para que viajáramos siempre en su campero. Dos camionetas Hilux
de estacas servían para el transporte de los demás miembros de la Comisión Temática y
nuestro cuerpo de guardia. Las guiaban Byron y Fidel, del Bloque Oriental. Del Caribe
llegaron Domingo Biojó y Julián Conrado. Pedro Aldana ya estaba allí en representación del
Bloque del Magdalena Medio, de donde también me habían enviado a mí. Felipe Rincón
provenía de Urabá, del Bloque José María Córdoba. Sólo faltaba el gordo Calarcá, que
representaba la Comisión Internacional, cuya aparición tardaría varias semanas en
producirse.
Mariana provenía del Frente Antonio Nariño y por consiguiente también era cuota del
Bloque Oriental. Con una particularidad que saltaba a primera vista. Su condición de mujer.
La prensa la identificaría muy pronto como la única mujer miembro del Comité Temático de
las FARC, y la única mujer que representaba a las FARC en todo el equipo de los diálogos.
Casi de inmediato, todos, en la confianza nacida del trabajo cotidiano, la llamaríamos
jocosamente la única, cosa que la hacía reír a mandíbula batiente. Porque ese era el primer
rasgo que se destacaba en ella, una alegría incontenible, un sentido del humor excepcional
al que sólo era capaz de vencer una historia dolorosa, de contenido profundamente
humano, que lacerara su también enorme sensibilidad social, su amor por las gentes pobres
y humildes.
La amistad
Los viajes diarios en la madrugada y en la noche, sentados siempre uno al lado del otro,
nos compelían a conversar permanentemente. Muy rápido me percaté de la aguda
inteligencia de Mariana, de su avezada manera de razonar. Nada escapaba a sus maduras
reflexiones, tenía siempre una explicación lógica para todas las cosas. Iván solía poner
música a buen volumen, generalmente de contenido político y social, aunque también
gustaba de la buena salsa. Eso nos permitía a Mariana y a mí abordar cualquier tema con la
confianza de no ser escuchados. Debimos identificarnos por nuestra rebeldía natural,
porque muy pronto nos hicimos buenos amigos. Siempre teníamos a flor de labios un
delicioso tema para compartir.
Con honestidad, debo admitir que salvo su vuelo mental, ninguna de sus cualidades
femeninas logró cautivarme. Como mujer, me resultaba completamente indiferente, alejada
años luz de mis preferencias. Quizás por esa causa nació en cambio una amistad tan
profunda entre nosotros. A diferencia de otros que la asediaban con propósitos más
terrenales, yo me ocupaba de sus pensamientos más elevados. No recuerdo haberle
lanzado un piropo, ni siquiera por cortesía. Antes bien, conociéndome, debí haber
aprovechado la confianza entre nosotros para bromear con ella sobre su baja estatura, sus
canas tempranas o su rolliza figura.
Pronto comenzaron nuestras confidencias. La primera que me hizo se relacionaba con el
amor que profesaba por las dos mujeres que enmarcaban su vida. Su madre, una vieja
luchadora del Partido Comunista, sufrida y perseguida desde su infancia y juventud
campesina, y su hija, una pequeña muchachita que vivía con la abuela en la ciudad. De la
primera se sentía orgullosa. Era sin duda su álter ego, su heroína y paradigma. La segunda
la preocupaba, sobre todo por su formación ideológica. Temía que terminara absorbida por
la mentalidad vacía de la sociedad de consumo. Quería que fuera cual fuera el rumbo que
tomara en la vida, estuviera orientado por el espíritu crítico de la realidad social y política.
Yo también le abrí mi alma sin prevenciones, como nunca lo había hecho con nadie. Mis
soledades, frustraciones, sueños y temores, todos mis demonios fueron abandonando su
escondrijo para tornarse en palabras que ella escuchaba con rostro conmovido y comentaba
luego con singular perspectiva. Jamás le escuché un reproche, era evidente que en todas
las situaciones buscaba las motivaciones que habían llegado a producirlas. Si algo le
resultaba difícil de aceptar, se empecinaba en auscultar su trasfondo, para, si era del caso,
aprender algo nuevo en la comprensión de las cosas. No acostumbraba condenar a priori.
Su mundo
Por ella aprendí más del mundo de los comunistas. Debo advertir que nunca milité en el
Partido ni en su Juventud. Eso me hacía diferente a los demás miembros del Comité
Temático nuestro. Y a buena parte de los cuadros de las FARC, que alguna vez pasaron
por esas militancias. Yo terminé en filas más bien por mi entusiasmo con la Unión Patriótica,
la propuesta que nació cuando los diálogos con Belisario Betancur. No quise morir
asesinado, como caían por todas partes los dirigentes y activistas del nuevo movimiento
político. Tomé la decisión tras una reveladora entrevista con Jaime Pardo Leal en la sede de
la UP en Bogotá. Busqué las filas guerrilleras para conservar la vida y proseguir mi lucha
por unas ideas.
Al menos para el puñado más decidido de los comunistas de otros tiempos, el paso a las
FARC era una especie de grado, un ascenso en su compromiso, un devenir lógico de su
actividad revolucionaria en Colombia. La mística antiimperialista del Che Guevara y Camilo
Torres enseñaba que el máximo escalón alcanzado por un ser humano era ser guerrillero.
Si a eso se añadían la persecución y el crimen, la cárcel y las torturas por parte de las
autoridades, no resultaba descabellado asumir el salto a la lucha armada como un
imperativo moral. Si algo de eso ha cambiado hoy, puede ser por el lado del temple, del
calibre ideológico de la juventud organizada. La situación de violencia oficial sigue siendo la
misma, o peor.
Por Mariana aprendí a fijarme con mayor detenimiento en las canciones de Silvio
Rodríguez, Pablo Milanés, Luis Eduardo Aute, Liuva María Hevia, Mercedes Sosa y todos
esos intérpretes clásicos de la canción protesta. Ella conocía muy bien sus historias, los
pormenores de sus vidas artísticas, las anécdotas que rodeaban la grabación de muchas de
sus canciones. Igual pasaba con la poesía revolucionaria. Amaba a Miguel Hernández y a la
épica y lírica que rondó la guerra civil española, reverenciaba a Neruda y Cesar Vallejo, al
colombiano Luis Vidales, a toda la intelectualidad rebelde de América Latina.
Se movía con propiedad en el mundo de la izquierda colombiana, siempre al día en lo
relacionado con las fidelidades y defecciones en el movimiento sindical y popular. Pese a su
antigua relación con todos ellos, mantenía muy bien instalado su polo a tierra, sin
enredarse en discusiones teóricas presuntuosas. Era evidente que su permanencia de
muchos años en la red clandestina de las FARC en Bogotá, le había permitido madurar
políticamente hasta convertirla en un cuadro. Había estudiado ingeniería de alimentos en la
universidad INNCA de Colombia y trabajado en un banco durante varios años, lo cual le
había concedido la facilidad de moverse como pez en el agua en los ambientes estudiantil y
laboral.
Cualidad que la convertía en imprescindible para la tarea de relaciones públicas que
cumplíamos en el Comité Temático. Era tan desprevenida y abierta en su conversación con
las personas que llegaban de todas partes del país a Los Pozos, en busca de las FARC,
que en menos de un minuto se ganaba el corazón de cualquiera. Creo que su principal
virtud residía en su privilegiada capacidad de escuchar, de hacer sentir a la gente que con
ella se podía hablar con plena confianza y con la seguridad de que las palabras no caerían
al vacío. Era una mujer del pueblo raso, que había crecido entre las luchas por hacerse a un
lugar y luego a un barrio decente en el corazón de Bogotá, que sabía entender al instante el
sufrimiento de los pobres, así como compartir su dolor con sincera intensidad.
Su presencia
No se destacaba por rubia o elegante, ni por tratarse de alguna morena arrolladora. No. Era
pequeñita y gruesa, con el aspecto normal de la mujer de 37 años que tenía por entonces.
Vestía a diario su uniforme verde militar, sus botas negras, su gorra de visera, sus fornituras
y portaba en la mano o colgado de su hombro un fusil liviano R 15. La exacta
representación del pueblo colombiano en armas, la Colombia popular y rebelde que sin
ostentaciones ni arrogancia se presentaba ante el poder con una sonrisa amistosa.
Sus cabellos cortos y negros, pero copiosamente abundantes, conferían a su cabeza un
aspecto singular, como el de la Mafalda de Quino. De hecho alguna vez me confesó que en
su adolescencia muchos de sus amigos la apodaban así. Y recuerdo que sus canas se
esmeraban por multiplicarse con demasiada rapidez, lo cual la obligaba a estar usando tinte
negro con repetida frecuencia.
Eso la fastidiaba hasta hacerla tomar la resolución de lucir sus cabellos grises sin
complejos, cosa que al parecer no registraba bien para las cámaras, de acuerdo con la
opinión de la periodista Diana Calderón, presentadora de las audiencias públicas, quien
volvía a convencerla de teñirse el cabello y le ayudaba incluso a hacerlo. Diana sabía
realmente de eso. Recuerdo que siempre que había audiencias solía llegar entre los
primeros, con el fin de dedicarse a una larga sesión de maquillaje que la dejaba convertida
en la diva que observaba la teleaudiencia. Siempre me pareció una persona muy modesta.
Hasta un día me reclamó con algo de ofendida dignidad, por qué mi silencio sobre ella en
los boletines que escribía tras cada audiencia.
Pese a su notable profesionalismo, y a su dura exigencia para con el equipo encargado de
las trasmisiones, solía asumir con nosotros un trato tan sencillo, caluroso y humano, que
ahora me mueve preguntar por sus pensamientos como estrella de Caracol Radio. Su papel
es encabezar el caudal de opinión contra nosotros, a cambio de una paga muy superior a la
que debía recibir en un casi marginado canal oficial. No digo que ella fuera simpatizante o
amiga nuestra, pero sí creo que se la podía caracterizar por su ecuanimidad, por su forma
desapasionada de observar el conflicto interno. Alguna vez que no pudo concurrir
personalmente, admitió como su reemplazo a Javier Darío Restrepo, recomendándolo sobre
todo por la responsabilidad en sus criterios. ¿Dinero y prestancia lo cambian todo?
Marianita sabía reírse, con gracia inusitada y sin maldad, hasta para decir no, cuando algo
le resultaba inaceptable. Alguna vez me contó que haciendo un cruce por el frío páramo de
Sumapaz en compañía de varios guerrilleros, uno de ellos, bastante simpático e inteligente,
le propuso que durmieran juntos esa noche. Ella no podía ver en él nada más que a un
compañero de lucha y así se lo expresó amistosamente, pero el muchacho no se resignó y
siguió insistiéndole, empleando tales muestras de ingenio que a ella le hacían soltar
ruidosas carcajadas. Pese a la gracia que le producían, ninguna de sus argucias logró
convencerla. En cambio, de tanto verla reír, el muchacho terminó por retirarse enfurecido.
Su corazón
En alguna ocasión, en sus tiempos de conspiradora urbana, ante una de esas arremetidas
asesinas que dirigía con la policía secreta de la capital su actual director nacional Oscar
Naranjo, se vio obligada a refugiarse por dos meses en una casa de seguridad. Varios de
sus compañeros habían sido capturados y ejecutados de modo brutal por la Sijín. Las horas
que pasaba en su escondite se le figuraban eternas. En la familia que la acogió había un
muchacho de diecisiete años que no tardó en enamorarse de ella. El caso fue que aunque
ella ya rozaba los treinta, terminó enredada en un sorprendente romance con él. Obraron
siempre de modo furtivo, para evitar escándalos, pero se amaron con verdadera locura.
Cuando recibió la orden de mudarse, no tuvo otro remedio que armarse del valor que le
imponían su condición y situación. Se despidió de él, haciendo enormes esfuerzos por
vencer el mínimo asomo de su enorme pesar, sonriendo como siempre. El muchacho
careció de las fuerzas necesarias para proceder igual. En el momento de abrazarla se
desgajó en un llanto incontenible, en testimonio de su profundo dolor de adolescente por el
amor que perdía. Mariana todavía se estremecía contándome del modo como lo había visto
llorar, al mismo tiempo que le arrancaba la promesa de no olvidarlo jamás. Su triste relato, y
su mirada perdida en la distancia, me revelaban que estaba cumpliéndole el compromiso.
Entiendo que varios años después el muchacho ingresó a las FARC y murió
tempranamente. Quisiera creer que están juntos otra vez en algún lugar del universo.
Sus ideas
En cuestiones políticas no daba nunca el brazo a torcer. Estaba convencida por completo
de la justeza de la causa revolucionaria y de la lucha armada que libramos las FARC. Y
aunque con mucha cortesía discutiera el asunto con alguien, no cedía un milímetro en sus
concepciones. Recuerdo en particular su debate con las voceras de un movimiento
feminista que condujo varios centenares de mujeres a una audiencia con las FARC en la
sede de Los Pozos. Se trató de un encuentro privado, financiado por un conglomerado de
ONGs especializadas en el tema. Su consigna principal consistía en la igualdad plena de la
mujer en todos los espacios de la sociedad.
De ese modo, la tarea principal que se arrogaban consistía en concientizar a las mujeres de
todos los espacios para que se movilizaran a exigir su derecho a la mitad de los cargos. Y
su propósito concreto en este caso no era otro que motivar y propiciar el levantamiento
interno de las guerrilleras de las FARC en contra de su Secretariado masculino. Las
dirigentes femeninas exigían con sobrada energía, que se les permitiera reunirse con todas
las mujeres guerrilleras, en los distintos frentes y unidades, para promover su idea. Si
realmente las FARC éramos la organización democrática que decíamos ser, no veían
inconveniente alguno para que las admitiéramos y apoyáramos.
En honor a la verdad, debo reconocer que para las representantes oficiales de la multitud de
mujeres que habían llegado en buses desde los más increíbles lugares de Colombia, la
figuración de Mariana en el Caguán constituía un hecho de singular relevancia. Era una de
ellas, una mujer que ocupaba un puesto destacado en un difícil escenario de la realidad
colombiana. Así lo expresaban sin vacilación, aunque no se identificaran con su lucha y más
bien la instaran a encabezar la pelea por multiplicar la influencia femenina al interior de las
FARC. Al atardecer de ese sábado Mariana se situó en el atril, frente a todas las
delegaciones, dispuesta a atender sus requerimientos. De inmediato fue asediada por
decenas de cuestionamientos formulados por las visitantes ubicadas en el mismo salón que
usábamos para las audiencias púbicas.
Me sorprendieron gratamente su seguridad y exactitud en las respuestas. Una a una
brotaban con la precisión de un diccionario, las palabras encargadas de aclarar y explicar
todas las inquietudes. Allí expuso el por qué no podía pedirse que la mitad del Secretariado
Nacional estuviera compuesto por mujeres, empezando porque no había ninguna norma
que dijera que tenía que tratarse de hombres. Era una cuestión relacionada con la
naturaleza política y militar de la organización. Las FARC éramos un movimiento en guerra,
en combate permanente con tropas regulares entrenadas y agresivas, la dirección de las
operaciones tenía que estar en las manos más experimentadas. Había mujeres ocupando
cargos de responsabilidad en comandos de compañías, columnas y frentes, realizando la
experiencia. Sin duda que algún día podrían llegar a las instancias más altas. Pero esa no
era la pelea aquí.
La misma razón podía explicar el por qué las guerrilleras no podían tener hijos. Bombardeos
y combates no eran el espacio para mujeres en cinta o niños recién nacidos. Sencillamente,
al ingresar, las integrantes de las FARC adoptaban la decisión responsable de renunciar a
la maternidad. Con el mismo criterio se asumían aquí los casos de embarazo accidental. Si
algún derecho inalienable tenían las mujeres, era el de decidir acerca de la conveniencia de
su maternidad. Nada más inhumano que imponerles la obligación absoluta de parir. Con
desenvoltura absoluta Mariana enfrentó la mar de preguntas, prejuiciadas muchas de ellas,
siendo notoria tras cada respuesta la admiración creciente que despertaba entre aquel
público tan variado de mujeres colombianas.
Casi tres horas después, al finalizar la larga entrevista, fue objeto de vivas encendidos,
aplausos, abrazos y besos emocionados. Era evidente que había logrado conquistarlas,
pese a algunas resistencias expresadas con disimulo por las organizadoras del evento.
Quizás lo que menos pudo gustarle a estas fue la exposición de Mariana sobre la
incorrección de plantear como primera bandera de una organización popular de mujeres, el
enfrentamiento contra los hombres como causantes principales de su discriminación.
La segregación femenina era producto de un proceso histórico ligado a la división de la
sociedad en clases sociales, y estaba favorecida por los intereses de la explotación
capitalista en los tiempos modernos. Nada envilecía y degradaba tanto a la mujer, como la
sociedad de mercado que las convertía en muñecas al servicio exclusivo del consumo, que
reducía la feminidad al sexo y fomentaba la idea de la modelo plástica como paradigma
social. Los medios enseñaban que nada era más importante que una piel tersa, un trasero
cuidadosamente moldeado y unos senos redondos, borrando de la mente colectiva la
desigualdad social, la iniquidad de los detentadores del poder, el aprovechamiento
generalizado del trabajo ajeno, la miserable explotación femenina e infantil de hoy.
Las clases dominantes estaban compuestas por mujeres y hombres concertados para
exprimir a las mujeres y los hombres del pueblo trabajador. Mujeres eran la primera dama
de la nación, varias ministras, importantes funcionarias públicas y grandes propietarias de
acciones y tierras. Eso en nada favorecía la situación de la gran masa que vivía en
condiciones deplorables. Mujeres y hombres del pueblo debían unirse, organizarse y luchar.
Sólo movilizándose por romper las cadenas de la explotación y la injusticia podían
conquistar las mujeres su verdadera libertad e igualdad, no había que dejarse confundir.
Muchos discursos que pretendían favorecer sus derechos, en realidad estaban
apartándolas de los verdaderos caminos de dignificación.
Después, en privado, Mariana confesaría que se abstuvo de rebatir, por respeto a ese
sector social, la tesis esgrimida por una fogosa dirigente, acerca de cómo una de las más
urgentes conquistas que debía reclamar la mujer, era su derecho a elegir la opción sexual
que le viniera en gana. Para Mariana esa no era una bandera del movimiento de mujeres,
era la bandera del movimiento de lesbianas, respetable en sí como cualquier grupo humano
objeto de discriminación, pero que no podía tomarse la organización femenina para
catapultar sus intereses. Nunca dejaría de parecerle estrambótico que un movimiento
feminista reclamara, como derecho general, la inclinación de algunas de sus integrantes a
aborrecer a los hombres.
La realización de la mujer debía producirse como mujer, en su contradictoria y eterna
relación con los hombres, en el escenario de una desigual sociedad de clases, que debía
ser urgentemente transformada por injusta y discriminatoria. Era la síntesis de su modo de
ver las cosas, que defendía en todos los espacios.
La Comisión Temática
En aquel proceso de conversaciones, no cesaba de controvertir con los integrantes del
Comité Temático que representaban al gobierno. Veía en Mauricio Cárdenas la
materialización del espíritu de superioridad que anima la casta privilegiada de Colombia. Era
evidente que para él resultaba una afrentosa obligación tener que discutir cualquier asunto
con nosotros. La divertía el recurso permanente de Juan Ricardo Ortega a las estadísticas
sobre toda clase de temas, que siempre citaba de memoria.
En cambio, le encantaba conversar con David Manzur, un auténtico espíritu artístico, quien
por lo mismo reclamaba su independencia sin temores. Era representante en el Comité
Temático del sector del arte y la cultura y no un delegado oficial, afirmaba con dignidad.
Pertenecía al grupo cultural que orbitaba al ex Presidente Belisario Betancur, con quien lo
unían fuertes lazos de amistad. Ajeno a cualquier tipo de complicación, sin la extravagancia
de los pintores famosos, siempre pareció encantado de habernos descubierto como realidad
humana. Quizás fue el único que siempre vio en nosotros a otros compatriotas merecedores
de respeto. Solía compararnos con la música del compositor austríaco Gustav Mahler, hasta
el punto de haber obsequiado a Iván Ríos con una colección completa de sus discos.
En varias ocasiones llegó a concluir que nosotros éramos la encarnación del suplicio de san
Sebastián que tantas veces había pintado en su vida. Un día me manifestó que le hubiera
gustado conocer la selva, al fin y al cabo trataba con nosotros en una sede amplia y bonita
ubicada en la parte alta de un caserío, lo cual no le daba una idea completa de cómo
éramos. Con Mariana y algún otro temático del gobierno, caminamos unos trescientos
metros atrás de Los Pozos, hasta la orilla de un extenso corte de montaña que se
prolongaba a la distancia. Ingresamos unos diez metros en ella, para que el pintor pudiera
sentirse bajo la espesa capa de árboles y matorrales. Después regresamos a las oficinas,
escuchándolo hablar con satisfacción por lo que había visto. Sin ofender a Manzur, a quien
quisimos de veras, creo que eso retrata la visión de mucha gente en Colombia sobre la
realidad del país y nosotros.
Cómo gozaba Mariana con todo eso. Ella era el alma de nuestra actividad, la hormiga
incansable que jamás se cansaba de trabajar para que las cosas nos salieran bien. Se
echaba en sus hombros la carga de preparar las audiencias públicas, lo cual implicaba
hacer y recibir centenares de llamadas telefónicas y correos electrónicos de todo el país.
Elaboraba las listas de los asistentes y hasta se hacía amiga de todos ellos. Por eso,
cuando llegaban los buses repletos de pasajeros provenientes de distintos departamentos,
era usual que al bajar de los vehículos lo primero que preguntaran era si podían saludar a la
compañera Mariana Páez. No era necesario buscarla, estaba allí, estrechándoles la mano,
abrazándolos, ayudándolos a acomodarse y solucionando sus problemas más urgentes.
Cambio de frente
Pero el Caguán pasó, como termina todo lo que algún día empieza. Lo supimos desde que
renunció Víctor G. Ricardo para irse a Londres.
Algo había cambiado en el espíritu inicial que motivó los diálogos. El nuevo comisionado,
Camilo Gómez, despedía un humor distinto desde su sola mirada. Algunos de nosotros
comentamos que su llegada significaba mucho más que un relevo normal en la dirección
oficial de los diálogos de paz. Los hechos nos darían la razón, en adelante todo fue
complicándose. Sólo sería cuestión de tiempo, la espera del pretexto más conveniente para
una ruptura. Antes de finalizar el año 2001 buena parte del equipo del Comité Temático ya
habíamos sido ubicados en responsabilidades distintas, a la espera de lo que pudiera
ocurrir. Las conversaciones agonizaban. Mariana salió para la emisora del Bloque Oriental.
Otros partimos a desempeñar tareas en lugares diferentes.
Casi un año después, de marcha por las cumbres de la cordillera oriental, permanecí
algunos días en La Voz de la Resistencia, la emisora en cuya dirección trabajaba Mariana.
En la vida guerrillera uno está acostumbrado a pasar por condiciones duras, es lo habitual
durante largas temporadas. Allí sí que las vivían. La temperatura era supremamente baja, y
al frío que calaba los huesos se agregaban la lluvia y la espesa niebla que la mayor parte
del día y la noche lo cubrían todo. El piso del campamento estaba enfangado por completo
y para caminar de un lugar a otro las botas se hundían hasta la mitad en el barro. Pero
impresionaba el calor humano de ese equipo. Lo integraba una compañía, la mitad
dedicada a la labor periodística, y la otra a la seguridad. Mariana hacía parte de la primera.
Debía levantarse antes de las cuatro a escuchar las noticias por la radio, elaborar la propia
presentación del noticiero y trabajar en la escritura de los editoriales y la construcción de los
diferentes programas que se descolgaban a partir de las cinco, hora en que comenzaban
las transmisiones. En realidad se trataba de una labor de conjunto que cumplían un puñado
de guerrilleros. Trabajaban con varias plantas grandes, capaces de suministrar la energía
requerida. La subida de la gasolina hasta esa escarpada montaña era toda una hazaña que
cumplían otros muchachos a diario desde varias horas de camino con los timbos de cinco
galones atados a la espalda. Así tenía que llegar todo arriba, desde la comida a los cedés,
pasando por una hoja de papel o un lapicero. Y en la clandestinidad absoluta.
Sin duda que el espíritu indoblegable de trabajo que poseía Mariana ayudaba enormemente
al mantenimiento de la moral de los combatientes asignados a esa misión. En tales
situaciones, hasta la más leve queja puede llegar a convertirse en un problema. Los
mandos tienen que asumir una actitud ejemplar, aparecer siempre como los más optimistas.
Eso no puede fingirse, el tamaño de las dificultades no tardaría en conducir al
derrumbamiento. En medio de la más de una docena de cafés que se tomaban en el estudio
al día, siempre sonaba entusiasta la risa de Mariana, incorporando a las duras rutinas una
valiosa dosis de alegría. Ni siquiera la presencia cercana de la tropa rompía ese estado de
ánimo.
Lo vi con mis propios ojos. A los dos días de nuestra llegada se produjo la información
acerca de los movimientos de una patrulla enemiga hacia el sector donde nos
encontrábamos. De inmediato la unidad se transformó en una especie de hormiguero en
febril actividad. Tuvimos que recogerlo todo y mudarnos a otro filo más alto y distante,
trasladando la carga a cuestas por entre la helada maraña. Ese día se canceló la
programación en curso. Al día siguiente, desde el nuevo lugar, con casi todo improvisado
sobre la marcha, volvían a estar al aire. Al tiempo que se creaban las condiciones para
situarse con alguna comodidad allí, una guerrilla lista para entrar en combate salía al
encuentro del Ejército. Si éste pretendía llegar hasta la emisora, tendría que lograrlo a un
precio elevado. Así quedó la situación cuando partimos.
Con verdadero pesar para Mariana, para quien nuestra visita había significado una
inyección inesperada de grata compañía y dulces recuerdos. En adelante siempre la vi así,
por breves períodos en los que por casualidad nuestras actividades resultaban coincidentes.
La retrato en mi mente marchando en medio de las selvas del Yarí en tiempos del Plan
Patriota. Caminaba con su maleta a la espalda y su fusil en guardia, bañada en sudor,
venciendo las dificultades del camino con persistencia incansable, haciéndome pensar que
resultaba en verdad superior a mí, que avanzaba con gran esfuerzo, agotado al extremo y
ansioso por descansar a la menor oportunidad. Por puro coraje me negaba a aceptar su
ofrecimiento de ayudarme con el fusil.
Ay, amores
Por fidelidad a su imagen, no puedo negarme a hablar acerca de nuestros accidentados
amores. A veces pienso que nunca acabaron, aunque tal vez esa idea no sea más que un
iluso consuelo contra verdades aplastantes. Lo que sí me atrevo a afirmar es que mi
relación con ella corroboró aquello de que los amores contrahechos, imposibles, son los
más profundos. Para comenzar debo decir que formalmente jamás existieron, ni ella ni yo
los reconocimos nunca en público. Y aquellos que por cercanos a nosotros terminaron
enterándose, de algún modo afectaron o fueron afectados por su existencia, como si la sola
noticia de ellos condujera a las más escabrosas consecuencias.
Durante aquellos primeros tiempos del Caguán, cuando nuestra amistad se fue convirtiendo
en entrañable, una noche la encontré severamente deprimida. Siempre me acercaba a su
caleta a conversar un buen rato con ella antes de retirarme a dormir a la mía. Me confió que
había recibido una noticia dolorosa. Alguien, que no supe identificar con exactitud, había
conversado ese día en Los Pozos con ella sobre sus antiguas actividades clandestinas en
Bogotá. Y le había revelado algo desconcertante y terrible. Esa noche me enteré de que
durante sus tareas de guerrillera urbana, había entablado un romance intenso con un
compañero de luchas a quien llamaba El Flaco. Lo había amado con toda su alma, como a
nadie jamás. Hasta la mañana en que salió de su casa para no regresar nunca más.
No hubo poder capaz de descubrir qué había pasado con él. La conclusión a la que llegó la
Dirección de la red fue la más obvia. Debían haberlo capturado y desaparecido, como
acostumbraban hacerlo Ejército y Policía. Aquello la destrozó por completo. Quizás qué
cruel final había aguardado a su Flaco. En todo caso habían transcurrido ya varios años de
eso. En el fondo de su corazón lo había convertido en un héroe. Y hasta se inspiraba en él
en los momentos difíciles. La persona con quien habló ese día, que venía de Bogotá y
conocía con propiedad gran parte de las actividades de las FARC en la ciudad, le había
asegurado, de manera convincente e incontrastable, que el Flaco no había sido muerto,
sino que se había desertado de la organización. Los había traicionado.
Pude percatarme de lo mucho que aquello la afectaba. Se le derrumbaba una certeza que
había convertido en un mito para su vida. Aparte de que todavía lo amaba y sufría por su
ausencia. Por alguien que obra así sólo puede sentirse desprecio, y tener que dar tan
repentino giro a sus sentimientos la atormentaba. Se sentía burlada y ridícula. Yo no
encontraba qué decirle, aunque procuré mostrarme lo más comprensivo y solidario. No
haberla lastimado aún más con mis palabras, como quizás hubiera procedido otra persona,
debió despertar en ella un afecto mayor hacia mí.
A los pocos días casi sucede el caso inverso, aun cuando mi experiencia no alcanzaba la
dimensión de la suya. Una linda guerrillera con quien había iniciado amores a pocos días de
mi llegada, me dio de repente una inesperada patada que me dejó parpadeando y
preguntándome en qué diablos podía haberme equivocado. Hasta ese momento no me
había percatado yo de la dimensión de mi enamoramiento, pero una vez despedido sin
ninguna causa aparente, mi corazón lloraba en secreto por la pérdida. Aparte de que mi
amor propio se consideraba pisoteado. Por fortuna contaba con la amistad de Mariana para
desahogar mi despecho. Uno de esos momentos en los que nada resulta mejor que una
buena amiga.
Tras confiarle con fidelidad mi trauma, permanecimos conversando hasta tarde,
acompañados por una media de aguardiente Néctar que le extraje a Fidel de la caja
obsequiada por Andrés González, el gobernador de Cundinamarca que del lado del
gobierno integraba el Comité Temático. Cada quien procura hacer sus amistades. Una
noche de fiesta, este político liberal y neoliberal de tercera vía, interpretó el Mejoral, una de
sus canciones favoritas, en coro con Lucas Iguarán, el cantautor fariano, los dos
acompañados por la orquesta Los Rebeldes, del Bloque Sur de las FARC. Eran los buenos
tiempos de integración entre los voceros oficiales y nosotros. Algunos comentaristas le
dieron duro por eso cuando la prensa se enteró del caso. Pero Andrés González, como
siempre, supo defenderse bien y ganar de nuevo.
El asunto fue que esa noche me fui a dormir a mi caleta más tarde de lo acostumbrado,
después de fundirme con Mariana en un inesperado beso, que se transformó de inmediato
en un incendio, que sólo fuimos capaces de apagar con el esfuerzo unánime de nuestros
cuerpos desnudos. Bastante desconcertados tras aquel combate imprevisto, concluimos
que no podíamos echar a perder nuestra amistad por las mezquindades que más temprano
que tarde todo amor impone y reclama. No íbamos a prometernos que aquello no se
repetiría, una tontería además puesto que a ambos nos había encantado. Pero sí sellamos
el pacto de no dejar que esos encuentros, turbaran en un ápice el tranquilo discurrir de
nuestras inclinaciones y destinos. Cada uno seguiría haciendo lo que quisiera.
No seríamos nunca novios, tampoco amantes, simplemente amigos íntimos, una categoría
que se nos presentó novedosa y que nos permitiría seguir siendo libres. Al sellar ese trato
ignorábamos que el amor no se conforma nunca en sus límites, los rompe y avanza o
retrocede y se muere, sin resignarse a parecer una fórmula aritmética exacta y razonable.
Aunque después aprendiéramos que un amor desinteresado y ajeno al egoísmo puede
escarbar más profundo en el alma que cualquier otro, también descubriríamos que suele
terminar cobrando un precio mucho más alto a quienes osan intentarlo.
Vivíamos como si nadie lo supiera, comportándonos sin embargo de un modo tan particular,
que todo el mundo lo adivinaba y juraba. De algún modo la galería retrocedía incrédula
cuando ella o yo lo negábamos. De igual manera que parecía escarbar con sus pies en el
piso, cuando inconformes por verme en brazos de otra mujer que no disimulaba su pasión
por mí, observaban a Mariana tratarla con sincero y especial cariño.
Añoranzas
Cumplíamos con nuestro trabajo de manera más que eficiente. Yo me iba especializando en
la escritura de documentos, ponencias, artículos para internet que alguna prensa a veces
publicaba del modo impreso, boletines informativos sobre las audiencias, colaboraciones
para la revista Resistencia. Una época fructífera que comenzaba con reuniones matinales,
correspondencia por internet y llamadas telefónicas, y luego continuaba con entrevistas con
gentes llegadas de todo el país, reuniones de organización política y desplazamientos a San
Vicente o a diversos campamentos guerrilleros con variados fines. Tras las audiencias
públicas, apenas la gente de la televisión recogía sus equipos y se marchaba al aeropuerto,
se daba comienzo a la fiesta, a la rumba del pueblo y la guerrilla.
Nunca preparamos eso. Pero bastó que sucediera una vez, para tornarse en una verdadera
práctica cultural. Comenzó tras la audiencia pública con el sector de las negritudes.
Comunidades negras del Pacífico y el Atlántico, de los andes y los llanos, de los más
ignorados rincones extrajeron de sus equipajes sus instrumentos de percusión y viento, y se
encargaron de iniciar una celebración espontánea y explosiva que en pocos minutos se
convirtió en un carnaval de alegría. Hasta cuando los buses que habían traído al público,
comenzaron su regreso a los lugares de origen, a eso de las dos de la noche, el escenario
de las audiencias se transformó en una locura colectiva de danzas. En adelante sucedía
siempre, como si la noticia de aquel primer festejo hubiera llegado a todas partes y
prometido repetirse cada vez.
A los de la comisión temática, encargados del asunto de las audiencias, aquello nos
significaba una oportunidad envidiable de relacionarnos y entrar en confianza con
cantidades de gente. Algunos serían policías o servicios de inteligencia militar, no lo
descartábamos, aunque lo entendíamos como algo inevitable. Lo cierto era que cuando los
participantes partían de regreso, ellos y nosotros experimentábamos un vacío en el alma, en
aquellas horas se habían creado verdaderos lazos de afecto que estoy seguro muchos
mantienen vivos aún. Creo que esa es la verdadera razón por la cual el Estado colombiano
ha prohibido estúpidamente que no puede haber zonas de despeje en caso de diálogos. Del
mismo modo que ese descubrimiento mutuo y la aproximación que se daba entre la masa
popular y las FARC, tenía que alarmar al Establecimiento y precipitarlo a una ruptura antes
que aquello creciera.
El propósito de este material me impide extenderme en situaciones e historias que además
de curiosas resultaban atestadas de sentimiento. Personajes extraordinarios que merecen
la constancia escrita de sus acciones y palabras, anécdotas aleccionadoras y experiencias
repletas de humanidad que dejaron una huella imborrable en nuestras almas. Las largas y
aleccionadoras conversaciones con Simón Trinidad, a quien Mariana siempre trató con
enorme efusividad, la alegría desbordante de su Lucero y la esplendorosa belleza de esa
niña que alguna vez tuvieron los dos y que perecería años después, al lado de su madre, en
un brutal bombardeo. La penetrante inteligencia de Sara, la belleza y la dulzura de mi
inolvidable Tania, la disposición infinita de Brigitte, la ternura y el calor humano de la negra
Maritza.
Muy a mi pesar, la guerra terminó por alejar a Mariana de mis movimientos, aunque no
pasara igual con mi corazón. Había que seguir adelante con la vida. Otra mujer, la Negra,
vendría a colmar los espacios que ella se opuso a reclamar como de su dominio exclusivo.
Cada vez la vi menos. De remate, cuando por casualidad coincidíamos en algún lugar, las
alarmas de mi sagaz compañera, encendidas al rojo, me impedían acercarme a ella como
soñaba. Quizás ya no como amantes, que nunca oficialmente habíamos sido, sino como
amigos sinceros, como un par de hermanos que nunca dejarían de quererse. Aquellos
encuentros me resultaban tormentosos. Sobre todo porque Mariana los interpretaba como
un portazo en el rostro, una imperdonable ingratitud de mi parte, un gesto de cobardía
impensable en mí antes.
El adiós
Todavía me seguirían torturando esas ideas si no fuera por nuestro último encuentro.
Muchos meses atrás había llegado a mis manos un sobre que me sorprendió al abrirlo.
Contenía una carta de Mariana que comenzaba con esta frase escalofriante: Quemé tus
cartas… En adelante se despachaba con los reclamos y reproches que jamás me hizo en
persona, confirmando todo lo que yo temía que pensara de mí. Aunque me sentí muy mal,
tuve el noble gesto de reconocer que me merecía quizás todo eso y más. Un poco después
de la mitad del 2007, en un desplazamiento que hacía por las vegas del río Guayabero con
destino al Papamene, tuve que quedarme a pasar la noche en la compañía móvil de
combate que comandaba Liliana. Mi sorpresa fue grande cuando me tropecé con Mariana.
Estaba en la rancha, a la espera de que hirviera un café que esperaba tomarse. Siempre
fue una fanática del tinto, lo tomaba amargo y muy cargado, cosa que nunca pude hacer yo.
Nos saludamos y hablamos como si nunca hubiera sucedido nada. Pese a ello podía sentir
que una sombra se interponía entre nosotros.
Después del baño, convidé a la Negra a ir a su caleta para conversar con ella. Aunque con
ella presente no era posible que Mariana y yo abordáramos cualquier tema relacionado
directamente con nosotros, era al menos un desesperado recurso para poder visitarla,
dialogar con ella, enterarme de su vida y sus pesares. Después de todo con la Negra se
conocían de muchos años atrás y también podían departir largamente. Así sucedió en
efecto. Las condiciones de orden público eran sumamente difíciles. Había mucho Ejército a
los alrededores y la aviación ya se había convertido en un peligro real.
Por eso casi no prendimos luces durante aquellas tres horas. Tuve sin embargo ocasión de
conocer lo que quería. Tenía varios meses de estar en esa unidad, contribuyendo en la
parte ideológica, política y cultural. Gozaba de notable respeto y la querían mucho. Liliana
se esmeraba por ayudarla a sentirse bien, y, en efecto, estaba bastante reconfortada.
Tras despedirnos, en el momento de apagar las luces para salir fuera de la carpa de su
casa, al pasar por su lado, estiré la mano y la posé sobre su cabeza. No duraría más de un
par de segundos, pero me sentí como un padre que acabara de reconciliarse con su hija
querida. Un hálito cálido y grato que pasó de su cabellera a mi brazo recorrió todo mi
cuerpo. Le deseamos buenas noches y partimos a nuestro dormitorio. Le dejé mi crónica
impresa sobre la guerra en Cundinamarca, que leyó esa noche bajo la linterna con pasión
absorbente.
En la mañana siguiente tuvimos que alistar todo para partir. En cierto momento en que la
Negra se ocupó en algo, me deslicé hasta donde se hallaba Mariana para despedirme a
solas de ella. Se hallaba en compañía de otra muchacha, así que no tuve otro remedio que
ensayar un tono formal de despedida. Ella miró un segundo a la otra muchacha, como
pidiéndole que nos dejara a solas. Luego se volvió y me hizo un elogio por la crónica.
Estaba sinceramente conmovida. Como antes, volvió a aprobar emocionada un escrito mío.
Enseguida murmuró en tono dificultoso que quería decirme algo. Al animarla a continuar,
procedió a pedirme disculpas por la carta que me había escrito. Noté su aprieto por hallar
argumentos que la justificaran. La interrumpí, respondiéndole que no se preocupara por
nada, yo no tenía idea de qué carta me hablaba, nunca la había recibido. Su sonrisa de
felicidad fue enorme y linda. Como siempre, lo comprendió todo. Nos dimos un fuerte
abrazo, un doble beso en las mejillas y nos deseamos suerte. Salí de allí con el corazón en
la mano.
Meses después volví a encontrarme con Liliana y por ella me enteré de que Mariana había
recibido la orden de presentarse al Estado Mayor del Bloque, de donde había sido
despachada para el Frente Antonio Nariño de nuevo. Me comentó que le había dolido
mucho partir de su unidad, que se había despedido llorando y muy triste. Quizás presintió
su trágico final.
Su unidad fue asaltada en el páramo, de camino a las goteras de Bogotá, y prácticamente
aniquilada. Sucedió hace ya tres años. El hecho fue noticia nacional. Y enorgulleció hasta el
extremo a sus autores. Nanita recibió un tiro de gracia en su cabeza. Por algunos
sobrevivientes conocimos cómo el Ejército fusiló un alto número de guerrilleros que capturó
vencidos. Esa es la guerra. Y la causa de que se produzca más guerra.
Mariana pereció marchando hacia la capital del país. Educando a una muchachada nueva
que se sumaba a la lucha. Me la imagino empuñando su fusil cuando sonaron los primeros
tiros. Según me dijeron, el ataque comenzó precisamente por el área donde se hallaban
ella y los nuevos. Ninguno de los nuestros puede contar lo que ocurrió realmente. Entiendo
que en medio de la confusión nadie supo qué pasó con ella. Es probable que la hubieran
capturado viva y ejecutado después. La forma como se produjo la noticia induce a pensar
eso. Había ido a parar allá por una suma de extrañas casualidades. Su partida nos dejó un
gigantesco vacío político, intelectual y moral. También en el alma, particularmente a mí.
Mi homenaje
Pronto tendrá lugar la celebración del Día Internacional de la Mujer. Veremos a las
presentadoras de la televisión recibiendo los ramos de flores que les regalan sus
compañeros, y oiremos las aclamaciones afectuosas que los locutores de la radio harán a
sus compañeras. Se realizarán diversos actos y homenajes a la mujer por ser el más bello
objeto de la creación.
Pero no fue esa la intención con la que fue instaurada esta fecha. La conmemoración se
estableció para rendir culto a la mujer trabajadora y revolucionaria, a la mujer que da la vida
por la causa de la justicia y en contra de la explotación. Como murieron aquellas obreras de
New York cuya memoria se recuerda. Oímos por la radio, la noticia de la muerte de la negra
Yesenia, comandante del ELN en el sur de Bolívar. Por heroínas como ella, como Mariana
Páez y Lucero Palmera, está consagrado ese reconocimiento a la mujer en todo el mundo.
He escrito esta crónica porque no pude cargar más con el peso de una obligación ética cuya
satisfacción me reclamaban ansiosamente la conciencia y un sinnúmero de compañeras
que veneran la figura de Mariana. Si la he contagiado demasiado con un enfoque personal,
ha sido sólo porque mis entrañas se niegan a referir de manera fría e imparcial, el recuerdo
y el sentido de humanidad que significó la saga de Mariana desde su infancia hasta su
caída en combate.
No faltará quienes digan que con su muerte se demuestra una vez más la inutilidad de
nuestra lucha y la naturaleza eterna del sistema y el régimen vigentes. Esas personas no
entienden nada, nacen, crecen y mueren sin haberse estremecido jamás por el llanto
hambriento de millones de niños en el mundo. Otros sí lo sufrimos, hasta el punto de que se
nos va la vida luchando por extinguirlo. Mariana es un ejemplo maravilloso de eso.
Rindo por ello este homenaje personal a su memoria. Hasta la victoria siempre, Nana.
Montañas de Colombia, 1 de febrero de 2012.
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