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Literatura
latinoamericana:
Senderos que se
bifurcan I
Lengua y
Literatura II
4º Año
Cód. 2401-16
Jefa de Depto: Marisa Ponisio
Compilación: Marisa Ponisio y Ma. Celeste Gascón
Colaboración: Gilda Di Crosta, Virginia Savoini, Rosario Spina,
Gabriela Grapatti y Ma. Celeste Gascón
Dpto. de Idiomas
Eje: Literatura latinoamericana contemporánea (s. XX)
Unidad I: Narrativa latinoamericana
 Breve historia de la narrativa latinoamericana
 Distintas miradas sobre la narrativa latinoamericana: el juego con el lenguaje; la problemática político-social; la
transgresión de las fronteras de los géneros literarios tradicionales .
 Una introducción: William Faulkner (Estados Unidos): “Una rosa para Emily”
 Juan Rulfo (México): “Nos han dado la tierra”
 Augusto Monterroso (Guatemala): “El camaleón que finalmente no sabía de qué color ponerse” y “El mono que
quiso ser escritor satírico”
 Clarice Lispector (Brasil): “Felicidad clandestina” y “Restos del carnaval”
 Alejo Carpentier (Cuba): “Semejante a la noche”
Unidad II: Narrativa latinoamericana: un recorte local
 Julio Cortázar (Argentina): “La noche boca arriba” y “No se culpe a nadie”
 Guillermo Martínez (Argentina): Crímenes imperceptibles
“Los escritores latinoamericanos, los norteamericanos, vivimos entre la tradición
europea, a la que pertenecemos por el idioma y la civilización y la realidad americana.
Para nosotros, hispanoamericanos, la tradición original, la más nuestra, la más primordial,
es la española. Escribimos desde ella, hacia ella o contra ella; es nuestro punto de partida.
Al negarla, la continuamos; el horizonte es la tierra y la historia americana. Este es el
desafío al que nos enfrentamos diariamente y del que cada uno de nosotros no es sino el
conjunto de una manera personal.”
Octavio Paz: “América se interroga”
en: Clarín, septiembre de 1982
Breve historia de la narrativa Latinoamérica
Al igual que en el ámbito poético, las vanguardias europeas contribuyeron a renovar la
narrativa latinoamericana del siglo XX. La experimentación en el articulado del relato, los aportes
del Psicoanálisis (monólogo interior, valorización de lo onírico), la dimensión de lo real ampliada
con el quiebre del límite entre lo fantástico y la realidad, la problematización de lo lineal como
fundamento del tiempo y del espacio, la insistencia en la significación del modulado y el peso de
las palabras fueron incorporadas a la narrativa. Cada narrador latinoamericano se permitió leer
la literatura universal según sus problemas y sus proyectos literarios, los cuales se enriquecieron
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en esas búsquedas personales. Por ejemplo, Juan Rulfo1 evidentemente ha leído a William
Faulkner2, lectura que le permitió encontrar una escritura personal, inconfundible.
Los cuentistas latinoamericanos se adentraron en la palabra y cimentaron la comprensión del
hombre americano. Tomaron conciencia de la complejidad de la realidad en la que vivían,
sabían que su compromiso social y político podía conjugarse de manera especial con los textos
que escribían. Indagaron en la historia americana para comprender el presente, y convirtieron la
geografía en un espacio concreto e integrado con el hombre.
Una de las líneas del cuento contemporáneo siguió el desarrollo de un realismo vigoroso,
incisivo, que penetra el afuera y el adentro del hombre americano. En otra dirección, tomó fuerza
la concepción que priorizaba la ruptura entre realidad e irrealidad, entre pasado y presente, entre
lo animado y lo inanimado. Además, algunos escritores enriquecieron sus relatos con jergas
particulares, con lenguas indígenas, y/o con amplios registros del lenguaje coloquial. Así, se dejó
de lado el reflejo mecánico de la lengua oral y de lo dialectal, así como la transcripción más o
menos correcta de palabras en quechua o en náhuatl, para dar lugar a que las lenguas
indígenas modularan los textos, dando un tempo y un tono particular a los relatos.
Al mismo tiempo, los escritores latinoamericanos tomaron conciencia del cuento en tanto
género literario, reflexionaron en torno a él y se apropiaron de su estructura. Es por eso que
desde las primeras décadas del siglo XX el cuento moderno se afianzó y se difundió en América
Latina.
William Faulkner (EE.UU., 1897-1962)
“El novelista nunca debe sentirse satisfecho con lo que hace. Lo que se hace nunca es tan
bueno como podría ser. Siempre hay que soñar y apuntar más alto de lo que uno puede
apuntar. No preocuparse por ser mejor que sus contemporáneos o sus predecesores. Tratar
de ser mejor que uno mismo.”
William Faulkner (Entrevista, 1953)
Faulkner es uno de los novelistas estadounidenses más importantes del siglo XX, famoso por
sus novelas en las que retrata el conflicto trágico entre el viejo y el nuevo sur de su país, y
conocido por su uso de técnicas literarias innovadoras. Su influencia es notoria en la generación
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Juan Rulfo: escritor mexicano nacido en 1917.
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de escritores latinoamericanos de la segunda mitad del siglo XX, como Juan Rulfo, Gabriel
García Márquez, Juan José Saer, Julio Cortázar, entre otros, quienes lo leyeron y siguieron sus
enseñanzas.
Nació en New Albany (Mississippi) en 1897 y creció en las cercanías de Oxford. En 1915
abandonó el colegio, que detestaba, para trabajar en el banco de su abuelo. En 1924 publicó por
su cuenta El fauno de mármol, un libro de poemas poco originales. Al año siguiente viajó a
Nueva Orleans donde trabajó como periodista y conoció al escritor estadounidense Sherwood
Anderson, quien lo ayudó a encontrar un editor para su primera novela –La paga de los soldados
(1926)– y lo convenció para que escribiera acerca de la gente y de los lugares que conocía
mejor. Después de un breve viaje por Europa, comenzó a escribir su serie de novelas
ambientadas en el condado ficticio de Yoknapatawpha (inspirado en el condado de Lafayette,
Mississippi), habitándolo con sus propios antepasados, indios, negros, oscuros ermitaños
provincianos y groseros blancos pobres. En la primera de estas novelas, Sartoris (1929),
caracterizó al coronel Sartoris como su propio bisabuelo, William Cuthbert Falkner, soldado,
político, constructor ferroviario y escritor (Faulkner repuso la u que habían quitado de su
apellido). Luego le siguió El ruido y la furia, novela que confirmó su madurez como escritor. En
1929 se casó con Estelle Oldham, decidiendo establecer su casa y fijar su residencia en el
pequeño pueblo de Oxford. Gracias al éxito del libro Santuario (1931) trabajó como guionista de
Hollywood.
En 1949 recibe el Premio Nobel de Literatura. Continuó escribiendo, tanto novelas como
cuentos, hasta su muerte en Oxford, el 6 de julio de 1962. Entre sus obras principales se
encuentran Mientras yo agonizo (1930), Luz de agosto (1932), ¡Absalón, Absalón! (1936), Los
invictos (1938), Las palmeras salvajes (1939), El villorrio (1940), Intruso en el polvo (1948), Una
fábula (1954, Premio Pulitzer de 1955), La ciudad (1957), La mansión (1959) y Los rateros
(1962, también ganadora de un Premio Pulitzer).
Faulkner exige mucho a sus lectores. Para crear una atmósfera determinada, sus frases
complejas y enrevesadas se alargan durante más de una página y, jugando con el tiempo de la
narración (con saltos temporales), ensambla relatos, experimenta con múltiples narradores e
interrumpe el discurso narrativo con divagantes monólogos interiores, siguiendo la tradición
experimental de escritores europeos como James Joyce, Virginia Woolf y Marcel Proust. Una de
las principales características de Faulkner es haber creado todo un mundo imaginario, no solo
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William Faulkner: narrador y poeta norteamericano, nacido en 1897.
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en lo geográfico (invención del condado de Yoknapatawpha) sino también en lo histórico y en
la repetición de personajes de un libro a otro.
Estos Trece es un libro de relatos, publicado en septiembre de 1931, en el cual se incluye
“Una rosa para Emily”.
“Así es la obra de Faulkner: sin esquivar ninguno de los problemas de su tiempo, los aborda desde un
ángulo inesperado, y los engloba en una forma única, que se renueva en cada texto, y que, abocándose a
lo más cercano, incluye sin embargo a la humanidad entera. Los mejores libros de Faulkner nos dan esa
doble lección, que es la de toda gran literatura: fidelidad a una visión personal y exploración constante de
la forma. (…)
En la literatura americana en idioma castellano, sólo veo tres grandes escritores en quienes la
influencia de Faulkner me parece evidente: Borges, Rulfo y Onetti. (…) En Rulfo la atmósfera trágica y el
laconismo coloquial y musical de su prosa son de estirpe faulkneriana, así como lo son en Onetti la
creación de un territorio imaginario autónomo y, en algunos de sus textos mayores, la concepción de la
prosa narrativa como un instrumento poético, cuya perfección verbal es más importante que los hechos
que se cuentan (…)”.
Saer, Juan José (1999): “Faulkner”,
La narración-objeto. Buenos Aires, Seix Barral.
“En muchos comentarios y sobre todo en solapas de libros, he visto las palabras alucinante o alucinado
referidas a obras de Faulkner. Según mi diccionario, el término puede significar ceguera o engaño. (…)
Al leer y releer a Faulkner es forzoso sospechar que su mirada era distinta a la nuestra, a la del común
de los hombres, a la del común de los escritores. Detenida sobre paisajes, personas, circunstancias, veía
algo más que lo percibido por nosotros. Dejando de lado lo que escribió por astucia o compromiso (…)
aquella mirada, cuando es totalmente faulkneriana tiene, sí, algo de ceguera y engaño. Aunque jamás
recurra a lo sobrenatural, aunque parezca siempre aferrado a una realidad, nos deja la sensación de que
el hombre sólo veía de verdad un mundo propio, introducido sin esfuerzo en los mundos universales y
ajenos.
De ahí que todo lo nombrado (panoramas, gente, anécdotas) resulte creíble pero fantasmal. (…) Si los
lectores meditan podrán atribuir la misma cualidad fantasmal a los personajes más importantes de su obra
y a sus mismas peripecias.”
Onetti, Juan Carlos (1976): “Confesiones de un lector ‘de 2.00 a 2.15 p.m.’"
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Una rosa para Emily
William Faulkner
I.
Cuando murió la señorita Emily Grierson, todo nuestro pueblo fue a su funeral: los hombres por una
especie de respetuoso afecto hacia un monumento caído, las mujeres sobre todo por la curiosidad de ver
el interior de su casa, que nadie, excepto un viejo criado –mezcla de jardinero y cocinero– había visto, por
lo menos, en los últimos diez años.
Era una casa de madera, grande, más bien cuadrada, que alguna vez había sido blanca; estaba
decorada con cúpulas, agujas y balcones con volutas, según el airoso y pesado estilo de los setenta. Se
ubicaba en la que antiguamente fue nuestra mejor calle, después invadida por talleres y limpiadoras de
algodón que se inmiscuyeron e hicieron caer en el olvido incluso los apellidos más ilustres de ese
vecindario. Sólo la casa de la señorita Emily seguía alzando su obstinada y coquetona decadencia por
encima de los camiones de algodón y las bombas de gasolina –un adefesio entre adefesios. Y ahora la
señorita Emily había ido a reunirse con los que otrora portaran aquellos ilustres apellidos en el lánguido
cementerio de cedros, donde yacían entre las tumbas, ordenadas en filas y anónimas, de los soldados de
la Unión y la Confederación que cayeron en la batalla de Jefferson.
En vida, la señorita Emily había sido una tradición, una preocupación y un deber; algo así como una
obligación hereditaria que recayó sobre el pueblo desde aquel día de 1894 en que el coronel Sartoris, el
alcalde –quien creó el decreto por el cual ninguna mujer negra podría salir a la calle sin un delantal– le
condonó el pago de impuestos desde la muerte de su padre y a perpetuidad. No era que la señorita Emily
hubiera aceptado una obra de caridad. El coronel Sartoris inventó una complicada historia según la cual el
padre de ella había prestado dinero al pueblo, dinero que la comunidad, por cuestiones financieras,
prefería pagarle de esta manera. Sólo un hombre de la generación y con la mentalidad del coronel
Sartoris podría haber inventado algo así, y sólo una mujer podría haberlo creído.
Este acuerdo generó cierto descontento cuando la siguiente generación, con ideas más modernas,
llegó a la alcaldía y al Consejo. El primer día del año le enviaron por correo una notificación del pago de
impuestos. Llegó febrero y aún no había respuesta. Le escribieron un oficio para pedirle que se presentara
en la oficina del alguacil en cuanto le fuera posible. Una semana después, el alcalde mismo le escribió,
ofreciéndose a visitarla o enviarle su coche y recibió como respuesta una nota escrita en un papel de
apariencia anticuada, con caligrafía fina y fluida y tinta desvanecida, en la que la señorita Emily le decía
que ya no salía nunca. También incluía la notificación del pago de impuestos, sin comentario alguno.
Convocaron a una junta especial de concejales. Una delegación fue a buscarla y tocó la puerta por la
que ningún visitante había pasado desde que ella dejó de dar clases de pintura en porcelana ocho o diez
años antes. El viejo negro los guio hacia un oscuro vestíbulo, desde donde ascendía una escalera que se
adentraba en una oscuridad todavía más profunda. Olía a polvo y desuso –un olor a encierro, a humedad.
El negro los condujo a la sala, donde había pesados muebles de cuero. Cuando él abrió las persianas de
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una ventana, pudieron ver las grietas en el cuero de los muebles y al sentarse, un ligero polvillo se elevó
perezosamente alrededor de sus muslos, girando con lentas motas a la luz del único rayo de sol. En un
caballete dorado deslustrado que se encontraba frente a la chimenea, se erigía un retrato al carbón del
padre de la señorita Emily.
Se levantaron cuando ella entró –una mujer pequeña y gorda, vestida de negro, con una delgada
cadena de oro que descendía hasta su cintura y desaparecía en su cinturón. Se apoyaba en un bastón de
ébano con cabeza de oro deslustrado. Su esqueleto era pequeño y enjuto; quizás por eso lo que en otra
persona hubiera sido simple gordura, en ella era obesidad. Se veía hinchada y con el mismo color pálido
que un cuerpo sumergido por mucho tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las protuberancias
que formaban los pliegues de su cara, parecían dos pequeños carbones presionados en un bulto de masa
que se movían de una cara a otra mientras los visitantes explicaban el motivo de su visita.
Ella no los invitó a sentarse. Solamente se paró bajo el marco de la puerta y escuchó en silencio hasta
que el hombre titubeó y se detuvo. Entonces ellos pudieron escuchar el tictac del invisible reloj que
colgaba de la cadena de oro.
Su voz era seca y fría. “Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson. El coronel Sartoris me lo
explicó. Quizás alguno de ustedes pueda tener acceso a los registros de la ciudad y comprobarlo por sí
mismo.”
“Ya lo hicimos. Somos las autoridades de la ciudad, señorita Emily. ¿No recibió una notificación del
alguacil, firmada por él mismo?”
“Sí, recibí un papel –dijo la señorita Emily–. Quizás él se cree el alguacil… Yo no tengo que pagar
impuestos en Jefferson.”
“Pero, verá usted, no hay ningún registro que lo demuestre. Debemos seguir…”
“Vean al coronel Sartoris. Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson.”
“Pero, señorita Emily…”
“Vean al coronel Sartoris. (El coronel Sartoris había muerto hacía casi diez años.) Yo no tengo que
pagar impuestos en Jefferson. ¡Tobe! –el negro apareció–. Muéstrale a los caballeros dónde está la
salida.”
II.
Así que los venció, por completo, tal y como había vencido a los antepasados de esos concejales
treinta años atrás en relación con el olor. Eso fue dos años después de la muerte del padre de la señorita
Emily y poco después de que su enamorado –el que todos creíamos que la desposaría– la abandonara.
Después de la muerte de su padre ella salía muy poco; después de que su novio se fue, ya no se le veía
en la calle en lo absoluto. Algunas damas tuvieron la osadía de buscarla pero no las recibió, y la única
señal de vida en el lugar era el negro –joven entonces– que salía y entraba con la canasta del mercado.
“Como si un hombre –cualquier hombre– pudiera llevar una cocina adecuadamente”, decían las
damas. Así que no se sorprendieron cuando surgió el olor. Fue otro vínculo entre el mundo ordinario,
terrenal, y los encumbrados y poderosos Grierson.
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Una vecina se quejó con el alcalde, el juez Stevens, de ochenta años de edad.
“¿Pero qué quiere que haga al respecto, señora?”, dijo.
“Bueno, mande a alguien a decirle que lo detenga –dijo la mujer–. ¿Acaso no hay leyes?”
“Estoy seguro de que no será necesario –dijo el juez Stevens–. Probablemente sea solamente que su
negro mató una víbora o una rata en el jardín. Hablaré con él al respecto.”
Al día siguiente recibió dos quejas más, una de ellas de un hombre que le dijo con tímida
desaprobación: “De verdad debemos hacer algo al respecto, juez. Yo sería el último en molestar a la
señorita Emily, pero debemos hacer algo.” Esa noche el Consejo se reunió –tres hombres con barbas
grises y un hombre más joven, miembro de la nueva generación.
“Es simple –dijo este último–. Enviémosle un aviso para que limpie su propiedad. Le damos un plazo
para hacerlo y si no lo hace…”
“Por Dios –dijo el juez Stevens–, ¿acusaría a una dama de oler mal en su propia cara?”
Así que la noche siguiente, después de medianoche, cuatro hombres cruzaron el jardín de la señorita
Emily y se escabulleron en la casa como ladrones, husmeando a lo largo del basamento de ladrillo y los
huecos del sótano mientras uno de ellos hacía un movimiento regular con el brazo, como de sembrador,
sacando algo de un saco que colgaba de su hombro. Rompieron la puerta del sótano y espolvorearon cal
ahí y en todo el exterior de la casa. Cuando cruzaron de nuevo el jardín, una ventana que había estado
apagada estaba ahora iluminada y se podía ver a la señorita Emily sentada, con la luz detrás de ella y la
parte superior de su torso inmóvil como la de un ídolo. Se deslizaron silenciosamente a través del césped
hacia la sombra de las acacias que bordeaban la calle. Después de una semana o dos el olor
desapareció.
Eso fue cuando la gente ya había comenzado a sentir verdadera pena por ella. El pueblo recordaba
cómo la anciana Wyatt, su tía abuela, se había vuelto completamente loca y creía que los Grierson se
sentían más importantes de lo que realmente eran. Ningún joven era lo suficientemente bueno para la
señorita Emily y su familia. Habíamos pensado durante mucho tiempo en ellos como si fueran un cuadro,
la delgada figura de la señorita Emily en el fondo y la figura de su padre al frente, con la espalda vuelta
hacia ella y sujetando un látigo, ambos enmarcados por la puerta principal abierta. Así que cuando ella
cumplió treinta años y aún era soltera, no fuimos precisamente complacidos, sino vengados; incluso con la
locura de su familia, ella no hubiera rechazado todas sus oportunidades si éstas se hubieran materializado
de verdad.
Cuando su padre murió, se rumoreaba que la casa fue todo lo que le dejó, y de alguna forma, la gente
estaba contenta por ello. Finalmente podrían compadecerse de la señorita Emily. Al quedar sola y pobre,
se había humanizado. Ahora también ella sabría lo que eran la desesperación y el temor de tener un
centavo de más o de menos.
El día siguiente a la muerte de su padre, todas las damas se prepararon para ir a su casa y ofrecer sus
condolencias y ayuda, como es nuestra costumbre. La señorita Emily las encontró en la puerta, vestida
como siempre y sin señal alguna de aflicción en el rostro. Les dijo que su padre no estaba muerto. Lo hizo
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durante tres días, con todo, con los ministros y los doctores que la buscaban tratando de persuadirla para
deshacerse del cuerpo. Justo cuando iban a recurrir a la ley y la fuerza, ella tuvo una crisis y ellos
enterraron a su padre rápidamente.
Entonces no decíamos que estaba loca. Creíamos que tenía que hacer lo que hizo. Recordábamos a
todos los jóvenes que su padre había ahuyentado y sabíamos que, ahora que nada le quedaba, tendría
que aferrarse a quien la había robado, como cualquiera en su lugar lo haría.
III.
Estuvo enferma durante mucho tiempo y cuando volvimos a verla, se había cortado el cabello, lo que la
hacía parecer una niña, con un ligero parecido a esos ángeles de los vitrales de las iglesias –entre
trágicos y serenos.
El pueblo acababa de aceptar los contratos para pavimentar las aceras y las obras comenzaron en el
verano que siguió a la muerte de su padre. La compañía de construcción llegó con negros y mulas,
maquinaria y un capataz llamado Homer Barron, yanki –un hombre grande, de piel oscura, vivaz, con una
voz fuerte y ojos más claros que su rostro. Los niños lo seguían en grupos para escucharlo maldecir a los
negros y a éstos cantar al compás con que subían y bajaban los picos. Muy pronto Homer Barron conocía
ya a todo el pueblo. Siempre que se escuchaban risas en algún lugar de la plaza, él estaba en el centro
del grupo. Poco tiempo después comenzamos a verlo con la señorita Emily las tardes de domingo,
conduciendo su coche con ruedas amarillas y el par de caballos bayos de la caballeriza.
Al principio nos dio gusto que la señorita Emily estuviera interesada en alguien, porque todas las
damas decían: “Por supuesto, una Grierson no tomaría en serio a un obrero del norte”. Pero otros,
mayores, afirmaban que ni siquiera la aflicción podría hacer que una verdadera dama olvidara la noblesse
oblige –sin llamarla exactamente noblesse oblige. Solamente decían: “Pobre Emily. Su familia debería
visitarla”. Ella tenía algunos parientes en Alabama; pero años atrás su padre se había peleado con ellos
por la herencia de la anciana Wyatt, la loca, y ya no había comunicación entre las dos familias. Ni siquiera
habían enviado a alguien en su representación al funeral.
Y tan pronto como los ancianos dijeron “Pobre Emily”, los rumores comenzaron. “¿Crees que sea
cierto? –se decían entre ellos–. Por supuesto que sí. ¿Qué más podría…?” Lo decían a sus espaldas; y el
susurro de la seda y el raso detrás de las persianas cerradas bajo el sol de la tarde de domingo conforme
sonaba el rápido clop-clop-clop de los caballos: “Pobre Emily”.
Ella llevaba la frente muy en alto –incluso cuando creíamos que había caído–. Era como si demandara
más que nunca el reconocimiento de su dignidad como la última Grierson; como si ese toque de
desenfado reafirmara su impenetrabilidad. Como cuando compró el veneno para ratas, el arsénico. Eso
sucedió un año después de que comenzaran a decir “Pobre Emily”, durante la visita de sus dos primas.
“Quiero un veneno”, le dijo al farmacéutico. Entonces ya rebasaba los treinta, era aún una mujer
delgada, aunque más delgada de lo normal, con ojos negros, fríos y arrogantes, en una cara con la piel
estirada sobre las sienes y alrededor de los ojos, como uno imaginaría que debe verse la cara de un
guardafaros. “Quiero un veneno”, dijo.
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“Sí, señorita Emily. ¿De qué tipo? ¿Para ratas y cosas por el estilo? Le recomiendo…”
“Quiero el mejor que tenga. No me importa de qué tipo sea.”
El farmacéutico mencionó varios. “Matarían hasta a un elefante. Pero lo que quiere es…”
“Arsénico –dijo la señorita Emily–. ¿Ése es bueno?”
“¿Arsénico?… Sí, señora. Pero lo que usted quiere…”
“Quiero arsénico.”
El farmacéutico bajó la mirada. Ella lo miró, muy erguida, con el rostro como una bandera tirante.
“Bueno, por supuesto –dijo el farmacéutico–. Si eso es lo que desea. Pero la ley exige que diga para qué
va a usarlo”.
La señorita Emily sólo lo miró, con la cabeza inclinada hacia atrás para verlo a los ojos, hasta que él
desvió la mirada, fue por el arsénico y lo envolvió. El repartidor, un niño negro, le llevó el paquete; el
farmacéutico no volvió. Cuando ella abrió el paquete en su casa, estaba escrito sobre la caja, debajo del
símbolo de la calavera y los huesos cruzados: “Para ratas”.
IV.
Así que al día siguiente todos dijimos “Va a suicidarse”; y pensábamos que era lo mejor que podía
hacer. Cuando se le había comenzado a ver con Homer Barron, habíamos dicho “Se casará con él”.
Luego dijimos “Todavía puede convencerlo”, porque el mismo Homer había puntualizado que él no era
para casarse, le gustaba alternar con hombres y se sabía que bebía con los jóvenes en el Club de Elk.
Después dijimos “Pobre Emily” detrás de las persianas, cuando pasaban por la tarde de domingo en el
brillante coche, la señorita Emily con la frente en alto y Homer Barron con el sombrero ladeado y un puro
entre los dientes, tomando las riendas y el látigo entre sus guantes amarillos.
Luego algunas damas comenzaron a decir que era una desgracia para el pueblo y un mal ejemplo para
los jóvenes. Los hombres no querían intervenir, pero finalmente las damas forzaron al pastor de la iglesia
bautista –la familia de la señorita Emily pertenecía a la iglesia episcopal– a que hablara con ella. Él nunca
habría de decir qué pasó durante la entrevista, pero se negó a regresar. Al domingo siguiente ellos
pasaron de nuevo por las calles y el lunes la esposa del ministro les escribió a los parientes de la señorita
Emily en Alabama.
De modo que de nuevo tenía parientes bajo su techo y nosotros esperamos para ver los
acontecimientos. Al principio no sucedió nada. Luego estábamos seguros de que se casarían. Nos
enteramos de que la señorita Emily había ido con el joyero y le había pedido un juego de tocador de plata
para hombre, con las letras H.B. grabadas en cada pieza. Dos días después nos enteramos de que había
comprado un juego completo de ropa de hombre, incluyendo un camisón para dormir. Entonces dijimos
“Están casados”. De verdad estábamos contentos. Lo estábamos porque las dos primas eran aún más
Grierson de lo que la señorita Emily había sido.
De modo que no nos sorprendió que Homer Barron se fuera –las obras en las calles habían terminado
desde hacía algún tiempo. Nos desilusionó un poco que no hubiera una despedida pública, pero creíamos
que él se había ido para preparar la llegada de la señorita Emily, o para darle la oportunidad de
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deshacerse de sus primas. (Para entonces ya era una conspiración y todos éramos aliados de la señorita
Emily para ayudar a ahuyentar a las primas.) Efectivamente, después de una semana partieron. Y, como
todos esperábamos, tres días después Homer Barron volvió al pueblo. Una vecina vio al negro
recibiéndolo por la puerta de la cocina en la penumbra una noche.
Ésa fue la última vez que vimos a Homer Barron. También a la señorita Emily, por algún tiempo. El
negro entraba y salía con la canasta del mercado, pero la puerta principal seguía cerrada. De vez en
cuando la veíamos en la ventana por un momento, como cuando la vieron los hombres que esparcieron la
cal, pero durante casi seis meses ella no se apareció en la calle. Entonces supimos que también esto era
de esperarse; como si la personalidad de su padre, que había frustrado su vida de mujer tantas veces,
hubiera sido demasiado virulenta y furiosa como para morir.
Cuando volvimos a verla, había engordado y su cabello se estaba volviendo gris. Con los años se tornó
gradualmente más gris hasta que llegó a ser de un gris acerado, entrecano parejo, y así permaneció. El
día de su muerte a los setenta y cuatro años seguía siendo el mismo brioso gris acerado, como el cabello
de un hombre activo.
A partir de entonces la puesta principal de su casa permaneció cerrada, excepto por un periodo de seis
o siete años, cuando ella tenía alrededor de cuarenta años, durante el cual dio clases de pintura en
porcelana. Acondicionó una de las habitaciones a manera de estudio en la planta baja y allí les enviaban a
las hijas y nietas de los coetáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y el mismo espíritu con
que las mandaban a la iglesia los domingos, con una moneda de veinticinco centavos para la canastilla de
la limosna. Para entonces ya le habían condonado el pago de impuestos.
Entonces la nueva generación se volvió la columna vertebral y el alma del pueblo, las alumnas de
pintura crecieron, se fueron y no enviaron a sus hijas con cajas de colores y tediosos pinceles e imágenes
recortadas de las revistas para damas a la casa de la señorita Emily. La puerta principal se cerró por
última vez detrás de la última alumna y permaneció cerrada para siempre. Cuando el pueblo tuvo correo
gratuito, únicamente la señorita Emily se negó a dejarlos poner los números metálicos sobre su puerta y a
instalar un buzón. Ella no los escuchaba.
Día tras día, mes tras mes, año tras año, vimos al negro encanecer y encorvarse, entrando y saliendo
con la canasta del mercado. Cada diciembre enviábamos a la señorita Emily una notificación para que
pagara sus impuestos, notificación que regresaría por correo una semana después, sin haber sido abierta.
De vez en cuando la veíamos en una de las ventanas de la planta baja –evidentemente, había cerrado el
piso superior de la casa– como el torso tallado de un ídolo en un nicho, sin que supiéramos si nos veía o
no. Así siguió de generación en generación –cercana, ineludible, impenetrable, impasible y perversa.
Y así murió. Se enfermó en la casa llena de polvo y de sombras, con sólo el negro senil para atenderla.
Ni siquiera nos enteramos de que estaba enferma; hacía mucho que habíamos dejado de intentar obtener
información del negro. Él no hablaba con nadie, quizás ni siquiera con ella, ya que su voz se había vuelto
áspera y oxidada, como por el desuso.
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POLITECNICO
Ella murió en una habitación de la planta baja, en una pesada cama de nogal con cortina, su cabeza
gris apoyada en una almohada amarillenta y mohosa por el tiempo y la falta de luz del sol.
V.
El negro recibió a las damas en la puerta principal, con sus cuchicheos silbantes y sus miradas furtivas
y curiosas, y luego desapareció. Atravesó la casa, salió por la parte trasera y nadie volvió a verlo.
Las dos primas vinieron en seguida. Ellas organizaron el funeral al segundo día y recibieron al pueblo
que venía a ver a la señorita Emily bajo un ramo de flores compradas, con la cara al carbón de su padre
meditando profundamente por encima del ataúd, las damas repugnantes susurrando y los muy ancianos –
algunos con sus uniformes de la Confederación recién cepillados– en el porche y el césped, hablando de
la señorita Emily como si hubiera sido contemporánea suya, creyendo que habían bailado con ella y que
quizás hasta la habían cortejado, confundiendo el tiempo y su progresión matemática, como le pasa a los
ancianos, para quienes el pasado no es un camino que se estrecha, sino un vasto campo al que el
invierno nunca toca, separado de ellos por el estrecho cuello de botella de la década más reciente.
Ya sabíamos que había una habitación en el piso de arriba que nadie había visto en cuarenta años,
cuya puerta debería forzarse. Esperaron, sin embargo, hasta que la señorita Emily estuviera
decentemente bajo tierra antes de abrirla.
La violencia al romper la puerta pareció llenar la habitación con un polvillo penetrante. Un paño
delgado como el de la tumba cubría toda la habitación que estaba adornada y amueblada como para unas
nupcias: sobre las cenefas de color rosa desvaído, sobre las luces rosas, sobre el tocador, sobre los
delicados adornos de cristal y sobre los artículos de tocador de hombre, cubiertos con plata deslustrada,
tan deslustrada que las letras estaban oscurecidas. Entre ellos estaba un cuello y una corbata, como si
alguien se los acabara de quitar; al levantarlos, dejaron sobre la superficie una pálida medialuna entre el
polvo. Sobre una silla estaba colgado el traje, cuidadosamente doblado; debajo de éste, los mudos
zapatos y los calcetines tirados a un lado.
El hombre yacía en la cama.
Durante un largo rato nos quedamos parados ahí, contemplando aquella sonrisa profunda y
descarnada. Parecía que el cuerpo había estado alguna vez en la posición de un abrazo, pero ahora el
largo sueño que sobrevive al amor, que conquista incluso los gestos del amor, le había sido infiel. Lo que
quedaba de él, podrido bajo lo que quedaba del camisón, se había vuelto inseparable de la cama en la
que yacía, y la cubierta uniforme del paciente y eterno polvo cubría el cuerpo y la almohada a su lado.
Entonces nos dimos cuenta de que en la segunda almohada estaba la marca de una cabeza. Uno de
nosotros levantó algo de ella e, inclinándonos hacia delante, con el débil e invisible polvo seco y acre en la
nariz, encontramos un largo mechón de cabello color gris acerado.
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Literatura latinoamericana: Senderos que se bifurcan I
Lengua y Literatura II
Juan Rulfo (México: 1917-1986)
“…yo no tuve esa fortuna de oír a los mayores contar historias: por ello me vi
obligado a inventarlas y creo yo que, precisamente, uno de los principios de la creación
literaria es la invención, la imaginación. Somos mentirosos; todo escritor que crea es un
mentiroso, la literatura es mentira; pero de esa mentira sale una recreación de la realidad;
recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación.”
Juan Rulfo en “El desafío de la creación”
Huérfano de padre y madre, a los 10 años fue internado junto a sus hermanos en un
orfanato de monjas josefinas francesas. Inició estudios de abogacía pero al poco tiempo
abandonó la carrera. Sin embargo, continuó asistiendo a clases y a conversaciones de bar que
le interesaban. En esa época se dedicó a escribir El hijo del desaliento, una primera novela que
no logró publicar mientras realizaba un trabajo como empleado administrativo. En la revista
literaria Pan publicó sus cuentos “Nos han dado la tierra” y “Macario”. En 1947 comenzó una
relación laboral de diez años con la empresa de llantas Goodrich Euzkadi, donde observó de
cerca la mecanización del trabajo humano y todas sus implicancias. Durante todo ese tiempo,
Rulfo siguió escribiendo, viajando, tomando fotografías de su país. En 1953 publicó El llano en
llamas, una antología de relatos breves que abarcan una gran variedad de temas. Algunos de
los relatos indagan en problemas psicológicos; otros nos hablan de las supersticiones religiosas
del pueblo mexicano y otros, directa o indirectamente, se refieren a la Revolución Mexicana y
sus consecuencias. Ingresó como becario al Centro Mexicano de Escritores. En 1955 publicó su
novela titulada Pedro Páramo. A partir de 1970, Rulfo fue galardonado con varios premios a
nivel nacional e internacional y formó parte la Academia Mexicana de la Lengua. Un año
después de su muerte, acaecida en 1986, la editorial mexicana Fondo de Cultura Económica
publicó sus Obras siguiendo las revisiones que desde 1953 el autor había hecho y que
distancian al Rulfo primitivo, el de los cuentos publicados en revistas, del de los libros, el que
buscó la expresión esencial, la palabra justa o necesaria y hundió lo demás en el silencio.
A partir de 1910 y durante treinta años México vivió la experiencia de la llamada Revolución
Mexicana, cuyos principales objetivos eran políticos, económicos y sociales ya que serviría para
que el pueblo tomara conciencia de su identidad nacional, en la cual pesan por igual elementos
indígenas y elementos españoles, fundidos en el mestizaje y la aculturación. La Revolución tuvo
como base levantamientos campesinos contra el gobierno dictatorial de turno, y aspiraba a una
serie de reformas sociales para beneficiar a los campesinos y a los obreros. Hacia 1914, la
Revolución tomó carácter armado, hasta lograr el llamado a una elección popular, etapa que
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POLITECNICO
culminó con la sanción de una reforma constitucional. Sin embargo, ambiciones políticas y
económicas, tanto personales como sectoriales, hicieron que las reformas sociales, a pesar de
quedar contenidas en la nueva Constitución, no se cumplieran. Recién en la década del 40 se
reestructuró el país con base a la Constitución de 1917, se nacionalizó la industria petrolera y se
puso en práctica la reforma agraria. A todo este proceso corresponde una literatura que va
desde la crónica defensora de la Revolución hasta la denuncia de “su fracaso”. En este marco
encontramos la narrativa de Juan Rulfo.
“Augusto Monterroso llamó zorro sabio a Juan Rulfo por su reticencia en volver a publicar
después de sus dos obras maestras. Octavio Paz afirmó que era el único de los escritores
mexicanos que había entregado no una descripción sino una imagen. En la escritura
personalísima de Rulfo con su sutil combinación de imágenes sonoras y visuales no puede dejar
de notarse la presencia del cine que en México contaba con el genio de Gabriel Figueroa. La
transposición de la manera en que el cine enseñó a percibir rostros, movimientos y paisajes,
relacionar escenas y presentar elipsis temporales puede leerse en la construcción del tiempo y
la organización de la narración tanto en Pedro Páramo como en los cuentos de El Llano en
llamas. Aunque eximio fotógrafo, Rulfo evitó en sus relatos las descripciones estáticas porque
supo aprovechar en su escritura el dinamismo de la imagen cinematográfica tanto en las
comparaciones como en la mostración de lugares o de objetos. En una escritura en que
predominan los narradores en primera persona, las pocas veces en que la tercera se hace cargo
del relato es más una mirada que un saber. La combinación de la voz del diálogo (oral) y la
interior (recuerdo propio o de las palabras de otro que repercuten en la mente), que hace
evidente la dimensión pasional y la selectividad de la memoria, es uno de los recursos preferidos
por Rulfo para la configuración de sus personajes.”
Pérez de Medina, Elena: “Los ecos de la sombra”
Nos han dado la tierra
Juan Rulfo
Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni
una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.
Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se
podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí,
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Literatura latinoamericana: Senderos que se bifurcan I
Lengua y Literatura II
hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea
ese olor de la gente como si fuera una esperanza.
Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca.
Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde.
Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y dice:
- Son como las cuatro de la tarde.
Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro. Yo los cuento: dos
adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie. Entonces me digo: "Somos cuatro". Hace rato,
como a eso de las once, éramos veintitantos, pero puñito a puñito se han ido desperdigando hasta quedar
nada más que este nudo que somos nosotros.
Faustino dice:
- Puede que llueva.
Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de nuestras
cabezas. Y pensamos: "Puede que sí".
No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de hablar. Se nos
acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí cuesta trabajo. Uno platica aquí
y las palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que
acaban con el resuello.
Aquí así son las cosas. Por eso a nadie le da por platicar.
Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la
de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y las buscamos con los ojos.
Pero no hay ninguna más. No llueve. Ahora si se mira el cielo se ve a la nube aguacera corriéndose muy
lejos, a toda prisa. El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de
los cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su sed.
- ¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh?
Hemos vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora volvemos a caminar.
Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos andado. Se me ocurre eso. De haber
llovido quizá se me ocurrieran otras cosas. Con todo, yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover
nunca sobre el llano, lo que se llama llover.
No, el llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser unos cuantos
huizaches* trespeleques* y una que otra manchita de zacate* con las hojas enroscadas; a no ser eso, no
hay nada.
Y por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie. Antes andábamos a caballo y traíamos terciada una
carabina.
Ahora no traemos ni siquiera la carabina.
Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá resulta peligroso
andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda hora con "la 30" amarrada a las correas. Pero
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los caballos son otro asunto. De venir a caballo ya hubiéramos probado el agua verde del río, y paseado
nuestros estómagos por las calles del pueblo para que se les bajara la comida. Ya lo hubiéramos hecho
de tener todos aquellos caballos que teníamos. Pero también nos quitaron los caballos junto con la
carabina.
Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a uno los ojos
al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas lagartijas salen a asomar la cabeza por encima
de sus agujeros, y luego que sienten la tatema* del sol corren a esconderse en la sombrita de una piedra.
Pero nosotros, cuando tengamos que trabajar aquí, ¿qué haremos para enfriarnos del sol, eh? Porque a
nosotros nos dieron esta costra de tepetate* para que la sembráramos.
Nos dijeron:
- Del pueblo para acá es de ustedes.
Nosotros preguntamos:
- ¿El Llano?
- Sí, el llano. Todo el Llano Grande.
Nosotros paramos la jeta para decir que el llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba junto al
río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados casuarinas y las paraneras* y la
tierra buena. No este duro pellejo de vaca que se llama Llano.
Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con nosotros. Nos puso
los papeles en la mano y nos dijo:
- No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos.
- Es que el llano, señor delegado...
- Son miles y miles de yuntas.
- Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua.
- ¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego. En cuanto allí llueva, se
levantará el maíz como si lo estiraran.
- Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se entierre en esa
como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el azadón para sembrar la semilla
y ni aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá.
- Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que atacar, no al
Gobierno que les da la tierra.
- Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro. Todo es contra el
Llano... No se puede contra lo que no se puede. Eso es lo que hemos dicho... Espérenos usted para
explicarle. Mire, vamos a comenzar por donde íbamos...
Pero él no nos quiso oír.
Así nos han dado esta tierra. Y en este comal* acalorado quieren que sembremos semillas de algo,
para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni zopilotes*. Uno los ve allá cada y
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Lengua y Literatura II
cuando, muy arriba, volando a la carrera; tratando de salir lo más pronto posible de este blanco terregal*
endurecido, donde nada se mueve y por donde uno camina como reculando.
Melitón dice:
- Esta es la tierra que nos han dado.
Faustino dice:
- ¿Qué?
Yo no digo nada. Yo pienso: "Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser el calor el que lo hace
hablar así. El calor, que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la cabeza. Y si no, ¿por qué dice
lo que dice? ¿Cuál tierra nos han dado, Melitón? Aquí no hay ni la tantita que necesitaría el viento para
jugar a los remolinos."
Melitón vuelve a decir:
- Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas.
- ¿Cuáles yeguas? -le pregunta Esteban.
Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él. Lleva puesto un gabán
que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como una gallina.
Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos dormidos y el pico
abierto como si bostezara. Yo le pregunto:
- Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste* esa gallina?
- Es la mía-dice él.
- No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh?
- No la merqué, es la gallina de mi corral.
- Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no?
- No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le diera de comer; por eso me
la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella.
- Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire.
Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice:
- Estamos llegando al derrumbadero.
Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar la barranca y él va
mero adelante. Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas y la zangolotea a cada rato, para no
golpearle la cabeza contra las piedras.
Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un atajo de
mulas lo que bajara por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos gusta. Después de venir durante once
horas pisando la dureza del Llano, nos sentimos muy a gusto envueltos en aquella cosa que brinca sobre
nosotros y sabe a tierra.
Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de chachalacas verdes.
Eso también es lo que nos gusta.
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Ahora los ladridos de los perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento que viene del pueblo
retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos.
Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras casas. Le desata las
patas para desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen detrás de unos tepemezquites*.
-¡Por aquí arriendo yo! -nos dice Esteban.
Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo.
La tierra que nos han dado está allá arriba.
Vocabulario:
*huisache: (Del náhuatl huixachi, espinoso, de huitztli, espina, e ixachi, abundante). Árbol de la familia de las Mimosáceas, de ramas
muy espinosas. Su fruto contiene tanino, con el que se prepara tinta.
* trespeleques: expresión despectiva que significa pobre, raquítico.
* zacate: (Del náhuatl zacatl). Hierba, pasto, forraje.
* tatemar: quemar.
* tepetate: nombre que recibe un horizonte del suelo endurecido, similar a las piedras y característico de las zonas volcánicas de
América. Por su alto contenido de arcilla, el tepetate absorbe grandes cantidades de agua, tiene poca fertilidad y se endurece
cuando pierde humedad.
* paraneras: llano fértil.
* comal: (Del náhuatl comalli). Disco de barro o de metal que se utiliza para cocer tortillas de maíz o para tostar granos de café o de
cacao.
* zopilotes: (Del náhuatl tzopílotl). Ave rapaz diurna que se alimenta de carroña.
* terrenal: polvareda.
* pepenaste: robaste.
* tepemezquites: árbol de 7 m de alto. Sus hojas están formadas por muchas hojitas pequeñas.
Augusto Monterroso (Guatemala: 1292-2003)
La verdad es que nadie sabe cómo debe ser un cuento. El escritor que lo
sabe es un mal cuentista, y al segundo cuento se le nota que sabe, y entonces todo
suena falso y aburrido y fullero. Hay que ser muy sabio para no dejarse tentar por el
saber y la seguridad
Augusto Monterroso
en “Unas palabras sobre el cuento”
Nacido en una familia de origen modesto, su formación inicial fue autodidacta. A los 15 años
alternaba sus visitas a la Biblioteca Nacional de Guatemala con el trabajo que tenía en una
carnicería.
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Lengua y Literatura II
Desde joven participó activamente en la vida política de su país, incluso fue miembro
fundador del diario clandestino El espectador. Hostigado y hasta preso por la dictadura militar de
turno, en 1944 abandonó Guatemala y se refugió en México. Terminada la dictadura, fue Cónsul
y Vice-Cónsul de su país en otros países latinoamericanos. Derrocado ese gobierno, Monterroso
renunció a sus cargos diplomáticos y se exilió (una vez más) en Chile. En 1956 regresó a
México; allí se incorporó a la vida cultural y publicó la mayor parte de su obra, primero en
periódicos y luego en libros de relatos breves. En la Universidad de México, donde había
estudiado Filosofía y Letras, fue Profesor, Jefe de Redacción de la Revista institucional y
coordinador de los Talleres de Cuento y Narrativa. También ejerció el oficio de traductor literario.
La singular obra de Augusto Monterroso combina el humor y la sátira para hablar del hombre
y su tiempo. Autor de lo breve, sus textos van desde una sola línea o dos, a media página, o una
a lo sumo. Se dio a conocer en 1959 con el sugestivo título de Obras completas y otros cuentos,
un conjunto de incisivas narraciones donde comienzan a notarse los rasgos fundamentales de
su narrativa: una prosa concisa, breve, aparentemente sencilla que sin embargo está llena de
referencias cultas, así como un magistral manejo de la parodia, la caricatura, y el humor. Diez
años después publicó la oveja negra y demás fábulas, libro que admiró a la crítica por el eficaz
tratamiento y renovación de un género que parecía desusado. En sus fábulas, bajo la máscara
de los animales, subyace el hombre contemporáneo con sus ambiciones y debilidades. Mediante
el humor sutil, sus páginas traspasan la realidad del hombre para descubrir la vanidad de sus
empresas. Uno de los recursos es la ironía, de la cual no solo el otro es objeto sino el propio
autor (como cuando habla de su situación de escritor en la fábula del mono). A estos dos títulos
siguió Movimiento perpetuo, obra sui géneris que contiene cuentos breves, aforismos, notas de
diario, poemas en prosa y ensayos. Laconismo, brevedad y humorismo son las notas que
caracterizan su peculiar estilo. Y su admirable capacidad para fabular se muestra en un lenguaje
sencillo y conciso.
Dueño de una escritura fragmentaria, autor programáticamente satírico, el cuentista más
breve del mundo (un famoso cuento que consta de una sola oración compuesta por siete
palabras), renovador de géneros tradicionales como la fábula, son algunos de los calificativos
con que la crítica intentó definirlo.
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“La sencillez aparente de la textualidad firmada por Monterroso enmascara un complejo saber
narrativo. Lo mismo sucede con sus textos mínimos: prolongan un haz de cuestiones,
emociones y experiencias desde una economía verbal y sintáctica depuradísima. Así es
reconocido sobre todo por tantos escritores y escritoras que aprecian y admiran, en público o en
secreto, su obra literaria. (…) En esa economía tan singular de su escritura, donde ninguna
palabra parece faltar ni sobrar, la precisión procura una belleza misteriosa. (…) En ese programa
creativo, hasta la modesta coma puede merecer una atención inédita para que su sabio empleo
permita una respiración secreta a la sintaxis. (…) La producción literaria de Monterroso está
tensionada por una pluralidad de géneros que se dislocan y reciclan en un modo híbrido de
enunciación, y por sus paradojas irónicas, en una confrontación entre lo convencional y lo
transgresor. (…) La parodia sustentada en una erudición asombrosa es una de sus estrategias
literarias más utilizada (…) Tal desvío se acompaña de la sátira (esa “trampa en la sonrisa” que
está presente en toda la obra de Monterroso), ligada a una sutil ironía que invita a cada lector a
una interrogación fraterna sobre las situaciones los personajes.”
Golvano, Fernando (2004): “Menos es más (notas sobre la poética de Monterroso)”
El Camaleón que finalmente no sabía de qué color ponerse
Augusto Monterroso
En un país muy remoto, en plena Selva, se presentó hace muchos años un tiempo malo en el que el
Camaleón, a quien le había dado por la política, entró en un estado de total desconcierto, pues los otros
animales, asesorados por la Zorra, se habían enterado de sus artimañas y empezaron a contrarrestarlas
llevando día y noche en los bolsillos juegos de diversos vidrios de colores para combatir su ambigüedad e
hipocresía, de manera que cuando él estaba morado y por cualquier circunstancia del momento
necesitaba volverse, digamos, azul, sacaban rápidamente un cristal rojo a través del cual lo veían, y para
ellos continuaba siendo el mismo Camaleón morado, aunque se condujera como Camaleón azul; y
cuando estaba rojo y por motivaciones especiales se volvía anaranjado, usaban el cristal correspondiente
y lo seguían viendo tal cual.
Esto sólo en cuanto a los colores primarios, pues el método se generalizó tanto que con el tiempo no
había ya quien no llevara consigo un equipo completo de cristales para aquellos casos en que el mañoso
se tornaba simplemente grisáceo, o verdiazul, o de cualquier color más o menos indefinido, para dar el
cual eran necesarias tres, cuatro o cinco superposiciones de cristales.
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Pero lo bueno fue que el Camaleón, considerando que todos eran de su condición, adoptó también el
sistema.
Entonces era cosa de verlos a todos en las calles sacando y alternando cristales a medida que
cambiaban de colores, según el clima político o las opiniones políticas prevalecientes ese día de la
semana o a esa hora del día o de la noche.
Como es fácil comprender, esto se convirtió en una especie de peligrosa confusión de las lenguas;
pero pronto los más listos se dieron cuenta de que aquello sería la ruina general si no se reglamentaba de
alguna manera, a menos de que todos estuvieran dispuestos a ser cegados y perdidos definitivamente por
los dioses, y restablecieron el orden.
Además de lo estatuido por el Reglamento que se redactó con ese fin, el derecho consuetudinario fijó
por su parte reglas de refinada urbanidad, según las cuales, si alguno carecía de un vidrio de determinado
color urgente para disfrazarse o para descubrir el verdadero color de alguien, podía recurrir inclusive a sus
propios enemigos para que se lo prestaran, de acuerdo con su necesidad del momento, como sucedía
entre las naciones más civilizadas.
Sólo el León que por entonces era el Presidente de la Selva se reía de unos y de otros, aunque a
veces socarronamente jugaba también un poco a lo suyo, por divertirse.
De esa época viene el dicho de que todo Camaleón es según el color del cristal con que se mira.
El mono que quiso ser escritor satírico
Augusto Monterroso
En la selva vivía una vez un Mono que quiso ser escritor satírico.
Estudió mucho, pero pronto se dio cuenta de que para ser escritor satírico le faltaba conocer a la gente
y se aplicó a visitar a todos y a ir a los cócteles y a observarlos por el rabo del ojo mientras estaban
distraídos con la copa en la mano.
Como era de veras gracioso y sus ágiles piruetas entretenían a los otros animales, en cualquier parte
era bien recibido y él perfeccionó el arte de ser mejor recibido aún.
No había quien no se encantara con su conversación y cuando llegaba era agasajado con júbilo tanto
por las Monas como por los esposos de las Monas y por los demás habitantes de la Selva, ante los
cuales, por contrarios que fueran a él en política internacional, nacional o doméstica, se mostraba
invariablemente comprensivo; siempre, claro, con el ánimo de investigar a fondo la naturaleza humana y
poder retratarla en sus sátiras.
Así llegó el momento en que entre los animales era el más experto conocedor de la naturaleza
humana, sin que se le escapara nada.
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POLITECNICO
Entonces, un día dijo voy a escribir en contra de los ladrones, y se fijó en la Urraca, y principió a
hacerlo con entusiasmo y gozaba y se reía y se encaramaba de placer a los árboles por las cosas que se
le ocurrían acerca de la Urraca; pero de repente reflexionó que entre los animales de sociedad que lo
agasajaban había muchas Urracas y especialmente una, y que se iban a ver retratadas en su sátira, por
suave que la escribiera, y desistió de hacerlo.
Después quiso escribir sobre los oportunistas, y puso el ojo en la Serpiente, quien por diferentes
medios -auxiliares en realidad de su arte adulatorio- lograba siempre conservar, o sustituir, mejorándolos,
sus cargos; pero varias Serpientes amigas suyas, y especialmente una, se sentirían aludidas, y desistió
de hacerlo.
Después deseó satirizar a los laboriosos compulsivos y se detuvo en la Abeja, que trabajaba
estúpidamente sin saber para qué ni para quién; pero por miedo de que sus amigos de este género, y
especialmente uno, se ofendieran, terminó comparándola favorablemente con la Cigarra, que egoísta no
hacía más que cantar y cantar dándoselas de poeta, y desistió de hacerlo.
Después se le ocurrió escribir contra la promiscuidad sexual y enfiló su sátira contra las Gallinas
adúlteras que andaban todo el día inquietas en busca de Gallitos; pero tantas de éstas lo habían recibido
que temió lastimarlas, y desistió de hacerlo.
Finalmente elaboró una lista completa de las debilidades y los defectos humanos y no encontró contra
quién dirigir sus baterías, pues todos estaban en los amigos que compartían su mesa y en él mismo.
En ese momento renunció a ser escritor satírico y le empezó a dar por la Mística y el Amor y esas
cosas; pero a raíz de eso, ya se sabe cómo es la gente, todos dijeron que se había vuelto loco y ya no lo
recibieron tan bien ni con tanto gusto.
Clarice Lispector (Ucrania 1920-Brasil 1977)
“Escribo muy simple y muy desnudo. Por eso hiere.”
C.L
Clarice Lispector es considerada una de las escritoras brasileñas más importantes del siglo
XX. Nació accidentalmente en Ucrania, en 1920, cuando su familia de origen judío se
encontraba emigrando hacia América a raíz de la guerra civil y la revolución bolchevique. Tal vez
por eso, por el destierro, por no guardar recuerdo alguno, ella nunca se consideró de esa tierra,
sino que se identificaba como brasilera, de hecho escribió toda su obra en portugués.
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Literatura latinoamericana: Senderos que se bifurcan I
Lengua y Literatura II
La familia se instaló en Maceió para más tarde trasladarse a Recife. Desde la infancia y la
adolescencia su vocación fue la literatura (aunque estudió Derecho, carrera que nunca ejerció).
A los 23 años publicó su primera novela, Cerca del corazón salvaje, la cual fue muy bien recibida
por la crítica. Casi todas sus obras se ubican en los ambientes y ciudades brasileñas,
especialmente en Río de Janeiro, aunque ya de adulta Clarice también vivió mucho tiempo en el
extranjero a raíz del trabajo de su marido que era un diplomático brasilero.
Murió en 1977, cuando estaba por cumplir 57 años. Dejó tras de sí una importante obra que
actualmente es objeto de numerosos estudios y hasta de culto por muchos seguidores.
Ni bien publicó su primera obra (escrita cuando tenía diecisiete años) la crítica intentó asimilar
su estilo al de James Joyce3. Pero fue la propia Clarice quien le aseguró a su amigo Lúcio
Cardoso que nunca había leído al escritor irlandés, ni a otros importantes autores con quienes la
habían identificado. Ella misma definía su estilo como un “no-estilo”.
También se le adjudicó la influencia de Virginia Woolf 4, aunque a Clarice no le agradaba
esa comparación. Sin embargo, el parangón entre estas autoras presenta interesantes
contrapuntos, como lo señalan los estudios críticos sobre sus obras:
“Ambas [Woolf y Lispector] son autoras que exploran y escriben desde la identidad femenina,
mostrando la complejidad psicológica, la profunda sensibilidad y la finísima percepción de la
circunstancia que posee “el segundo sexo” del que habló Simone de Beauvoir. Hay en ellas, sin
embargo, matices distintos y experiencias artísticas y vitales diversas que, probablemente, quiso
subrayar nuestra escritora. Así, el feminismo militante de la Woolf tiene en Clarice una expresión
más objetiva y ponderada, en la línea del actual post feminismo. Lo importante es comprobar
que su obra es cada vez más reconocida a nivel mundial, al extremo de colocarla en sintonía
con la de Virginia Woolf.”
Cossio Woodward, Miguel (2008): “Prólogo”
en Lispector, Clarise: Cuentos Reunidos. Madrid: Editorial Siruela
3
4
James Joyce: escritor irlandés, reconocido mundialmente como uno de los más importantes e influyentes del siglo XX debido a
su maestría en el uso del lenguaje y en el desarrollo de nuevas formas literarias.
Virginia Woolf: novelista, cuentista, ensayista, escritora de cartas, editora y feminista inglesa, considerada una de las más
destacadas figuras del modernismo literario del siglo XX.
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El tono y la temática que circulan en la obra de Lispector son de carácter intimista y con una
fuerte carga feminista.
“La obra toda de Clarice es de una admirable unidad y coherencia, desde lo primero que
publicó hasta lo que se ha editado póstumamente. El texto, de cualquier género, es siempre
para ella pre-texto y pretexto que le permite indagar en el proteico universo de las sensaciones.
Su literatura es antesala y motivo de encuentro consigo misma y con la alteridad; es imagen y
posibilidad de diálogo con el enigma recóndito del otro extraño e inaccesible, y quizás, con el
misterio sin nombre que se ignora e intuye. En todo cuanto escribió está la misma angustia
existencial, similar búsqueda de la identidad femenina y, más adentro, de su condición de ser
humano. En sus cuentos hay, ciertamente, el vuelo ensayístico, la fulguración poética, el golpe
chato de la realidad cotidiana, la historia interrumpida que podría continuar, como la vida, más
allá de la anécdota. Pero estas son igualmente las marcas profundas de sus novelas, que se
detienen en la visión sorprendida de un momento o una situación aparentemente sencilla, donde
se desencadenan en tropel las voces de una fuga infinita. Son asimismo el trasfondo de sus
crónicas, libremente inscritas en el canon periodístico, que dejan flotando una interrogación no
dicha sobre un algo escondido, apenas entrevisto, detrás de lo circunstancial. Son, en uno y en
otro caso, signos y manifestaciones no solo de un estilo, de una voluntad artística, sino
fundamentalmente y por encima de todo, de un único impulso creativo, de una pasión, de una
vida que se cuenta y encuentra”.
Cossio Woodward, Miguel (2008): “Prólogo”
en Lispector, Clarice: Cuentos Reunidos. Madrid: Editorial Siruela
Felicidad clandestina
Clarice Lispector
Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto
enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del
pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña
devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
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Lengua y Literatura II
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un
librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un
paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era
pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas,
de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me
daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le
interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó
que tenía Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con
él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella
me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba
lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en
una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña
y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza
había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera
extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el
día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me
caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y
diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante.
Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día
siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a
repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía:
Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo
presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis
ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente,
su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la
puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de
palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta
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que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese
libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado
descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija
desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces
cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija:
-Vas a prestar ahora mismo ese libro.
Y a mí:
-Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?
Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una
persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no
dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que
sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto
tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el
sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a
pasear por la casa, lo postergué mas aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había
guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa
cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si
yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina
delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en
un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.
Restos del Carnaval
Clarice Lispector
No, no del último carnaval. Pero éste, no sé por qué, me transportó a mi infancia y a los miércoles de
ceniza en las calles muertas donde revoloteaban despojos de serpentinas y confeti. Una que otra beata,
con la cabeza cubierta por un velo, iba a la iglesia, atravesando la calle tan extremadamente vacía que
sigue al carnaval. Hasta que llegase el próximo año. Y cuando se acercaba la fiesta, ¿cómo explicar la
agitación íntima que me invadía? Como si al fin el mundo, de retoño que era, se abriese en gran rosa
escarlata. Como si las calles y las plazas de Recife explicasen al fin para qué las habían construido. Como
si voces humanas cantasen finalmente la capacidad de placer que se mantenía secreta en mí. El carnaval
era mío, mío.
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Lengua y Literatura II
En la realidad, sin embargo, yo poco participaba. Nunca había ido a un baile infantil, nunca me habían
disfrazado. En compensación me dejaban quedar hasta las once de la noche en la puerta, al pie de la
escalera del departamento de dos pisos, donde vivíamos, mirando ávidamente cómo se divertían los
demás. Dos cosas preciosas conseguía yo entonces, y las economizaba con avaricia para que me
durasen los tres días: un atomizador de perfume, y una bolsa de confeti. Ah, se está poniendo difícil
escribir. Porque siento cómo se me va a ensombrecer el corazón al constatar que, aun incorporándome
tan poco a la alegría, tan sedienta estaba yo que en un abrir y cerrar de ojos me transformaba en una niña
feliz.
¿Y las máscaras? Tenía miedo, pero era un miedo vital y necesario porque coincidía con la sospecha
más profunda de que también el rostro humano era una especie de máscara. Si un enmascarado hablaba
conmigo en la puerta al pie de la escalera, de pronto yo entraba en contacto indispensable con mi mundo
interior, que no estaba hecho sólo de duendes y príncipes encantados, sino de personas con su propio
misterio. Hasta el susto que me daban los enmascarados era, pues, esencial para mí.
No me disfrazaban: en medio de las preocupaciones por la enfermedad de mi madre, a nadie en la
casa se le pasaba por la cabeza el carnaval de la pequeña. Pero yo le pedía a una de mis hermanas que
me rizara esos cabellos lacios que tanto disgusto me causaban, y al menos durante tres días al año podía
jactarme de tener cabellos rizados. En esos tres días, además, mi hermana complacía mi intenso sueño
de ser muchacha -yo apenas podía con las ganas de salir de una infancia vulnerable- y me pintaba la
boca con pintalabios muy fuerte pasándome el colorete también por las mejillas. Entonces me sentía
bonita y femenina, escapaba de la niñez.
Pero hubo un carnaval diferente a los otros. Tan milagroso que yo no lograba creer que me fuese dado
tanto; yo, que ya había aprendido a pedir poco. Ocurrió que la madre de una amiga mía había resuelto
disfrazar a la hija, y en el figurín el nombre del disfraz era Rosa. Por lo tanto, había comprado hojas y
hojas de papel crepé de color rosa, con las cuales, supongo, pretendía imitar los pétalos de una flor.
Boquiabierta, yo veía cómo el disfraz iba cobrando forma y creándose poco a poco. Aunque el papel crepé
no se pareciese ni de lejos a los pétalos, yo pensaba seriamente que era uno de los disfraces más bonitos
que había visto jamás.
Fue entonces cuando, por simple casualidad, sucedió lo inesperado: sobró papel crepé, y mucho. Y la
mamá de mi amiga -respondiendo tal vez a mi muda llamada, a mi muda envidia desesperada, o por pura
bondad, ya que sobraba papel- decidió hacer para mí también un disfraz de rosa con el material sobrante.
Aquel carnaval, pues, yo iba a conseguir por primera vez en la vida lo que siempre había querido: iba a
ser otra aunque no yo misma.
Ya los preparativos me atontaban de felicidad. Nunca me había sentido tan ocupada: minuciosamente
calculábamos todo con mi amiga, debajo del disfraz nos pondríamos un fondo de manera que, si llovía y el
disfraz llegaba a derretirse, por lo menos quedaríamos vestidas hasta cierto punto. (Ante la sola idea de
que una lluvia repentina nos dejase, con nuestros pudores femeninos de ocho años, con el fondo en plena
calle, nos moríamos de vergüenza; pero no: ¡Dios iba a ayudarnos! ¡No llovería!) En cuanto a que mi
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disfraz sólo existiera gracias a las sobras de otro, tragué con algún dolor mi orgullo, que siempre había
sido feroz, y acepté humildemente lo que el destino me daba de limosna.
¿Pero por qué justamente aquel carnaval, el único de disfraz, tuvo que ser melancólico? El domingo
me pusieron los tubos en el pelo por la mañana temprano para que en la tarde los rizos estuvieran firmes.
Pero tal era la ansiedad que los minutos no pasaban. ¡Al fin, al fin! Dieron las tres de la tarde: con
cuidado, para no rasgar el papel, me vestí de rosa.
Muchas cosas peores que me pasaron ya las he perdonado. Ésta, sin embargo, no puedo entenderla
ni siquiera hoy: ¿es irracional el juego de dados de un destino? Es despiadado. Cuando ya estaba vestida
de papel crepé todo armado, todavía con los tubos puestos y sin pintalabios ni colorete, de pronto la salud
de mi madre empeoró mucho, en casa se produjo un alboroto repentino y me mandaron en seguida a
comprar una medicina a la farmacia. Yo fui corriendo vestida de rosa -pero el rostro no llevaba aún la
máscara de muchacha que debía cubrir la expuesta vida infantil-, fui corriendo, corriendo, perpleja,
atónita, ente serpentinas, confeti y gritos de carnaval. La alegría de los otros me sorprendía.
Cuando horas después en casa se calmó la atmósfera, mi hermana me pintó y me peinó. Pero algo
había muerto en mí. Y, como en las historias que había leído, donde las hadas encantaban y
desencantaban a las personas, a mí me habían desencantado: ya no era una rosa, había vuelto a ser una
simple niña. Bajé la calle; de pie allí no era ya una flor sino un pensativo payaso de labios encarnados. A
veces, en mi hambre de sentir el éxtasis, empezaba a ponerme alegre, pero con remordimiento me
acordaba del grave estado de mi madre y volvía a morirme.
Sólo horas después llegó la salvación. Y si me apresuré a aferrarme a ella fue por lo mucho que
necesitaba salvarme. Un chico de doce años, que para mí ya era un muchacho, ese chico muy guapo se
paró frente a mí y con una mezcla de cariño, grosería, broma y sensualidad me cubrió el pelo, ya lacio, de
confeti: por un instante permanecimos enfrentados, sonriendo, sin hablar. Y entonces yo, mujercita de
ocho años, consideré durante el resto de la noche que al fin alguien me había reconocido; era, sí, una
rosa.
Alejo Carpentier (Cuba: 1904-1980)
“[…] Lo real-maravilloso se encuentra a cada paso en las vidas de hombres que
inscribieron fechas en la historia del Continente […] Y es que, por la virginidad del
paisaje, por la formación, por la ontología, por la presencia fáustica del indio y del
negro, por la revelación que constituyó su reciente descubrimiento, por los fecundos
mestizajes que propició, América está muy lejos de haber agotado su caudal de
mitologías.”
A. Carpentier
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Lengua y Literatura II
Existen muchas lagunas y contradicciones sobre la vida de este narrador, poeta, periodista y
ensayista cubano. No obstante se tiene la certeza de que este autor inició su profesión en
simultáneo con la musicología y que entre los años 1924 y 1928 se desempeñó como fundador y
director de la revista Carteles, en la que publicaba paralelamente artículos de música y de
literatura.
Su obra fue prolífica y se destacó en varios géneros literarios: novela, relato, ensayo y
testimonios.
En 1928 fue encarcelado por motivos políticos bajo la dictadura de Machado, y logró salir del
país con un pasaporte falso. En prisión escribió la primera versión de la novela: Ecué-Yamba-O
(1933), novela negrista y algunos cuentos en francés y en castellano. En 1944 con Viaje a la
semilla comenzó a afirmar su prestigio. En Caracas se dedicó al periodismo radiofónico y se
desempeñó como profesor universitario y columnista en diarios y revistas, mientras realizaba
una interesante difusión de la música contemporánea. De 1946 es su ensayo La música en
Cuba, en el que realiza una exhaustiva investigación sobre los orígenes e influencias de la
música de su país.
De regreso a Cuba de un viaje a Haití, publicó uno de sus trabajos literarios más
emblemáticos: El reino de este mundo (1949), con rigurosa documentación histórica, (como
serán en adelante la mayor parte de sus obras), en el que Carpentier narró un episodio del
surgimiento de la república negra de Haití. Precisamente en el prólogo de esta novela, el autor
expuso la tesis que definía "lo real maravilloso". Su definitiva consagración internacional vino en
1953 con la novela Los pasos perdidos. Más tarde publica El acoso (1956), donde los episodios
se suceden en coincidencia con los cuarenta y seis minutos que dura la interpretación de
la Sinfonía Heroica de Beethoven.
Le siguió el volumen Guerra del tiempo (1958), donde el autor reunió tres relatos entre los
que se encuentra Semejante a la noche que suponían otras tantas variaciones sobre el tiempo
en una ambientación pretérita. Fueron tres breves incursiones de Carpentier en el mundo de lo
fantástico. En 1962 regresó a la novela histórica con El siglo de las luces. Tras la Revolución
castrista, ocupó varios cargos oficiales hasta que en 1966 fue nombrado embajador en París,
donde permaneció hasta sus últimos días. En la década del ‘70 publicó sus novelas Concierto
barroco, El recurso del método, La consagración de la primavera y El arpa y la sombra. Además
recibió el Premio Cervantes.
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POLITECNICO
Es necesario tener en cuenta que como integrante de una generación, Carpentier crea
algunos lineamientos teórico-críticos en cuanto a la novela latinoamericana. Uno de los rasgos
característicos de esta generación de escritores cubanos, es la búsqueda de las propias raíces
indígenas y africanas en una escritura latinoamericanista (lo que la diferencia de sus
antecesores modernistas).
Un denominador común en el trabajo de escritura de los escritores latinoamericanos, fue la
complejización, no sólo del marco narrativo, sino también de la voz (o voces) del narrador. Entre
las técnicas más frecuentes es posible observar la descomposición de la lógica lineal del relato
dado a partir de cortes en la cronología de la acción y de la multiplicación y simultaneidad de los
espacios de la misma. En cuanto a los personajes, se atenúa la presencia del héroe y se los
caracteriza de múltiples formas. Estos y otros factores favorecieron a un mayor dinamismo en la
relación narrador-lector.
“Como comprueba Carpentier, la originalidad del cosmos latinoamericano -universo inédito,
no sólo porque no se le haya sabido ver, sino porque tampoco existe nada que se le asemejeexige expresarse en formas y contenidos que le sean afines. (…)
Despojándose de todo cuanto no fuera compatible con aquel nuevo mundo (palabras ahora
cargadas para él de verdadero sentido), Carpentier penetra no solo en la profundidad de sus
selvas y ríos, en su aspecto físico natural exterior, sino también en el «alma» que durante
milenios alimenta y agita ese prodigio de la naturaleza. Así, llega a reclamar para América un
«lugar dentro de la universal unidad de los mitos», porque «América alimenta y conserva los
mitos con los prestigios de su virginidad, con las proporciones de su paisaje, con su perenne
revelación de formas».
(…) Carpentier, repara en la capacidad del mito -del mito auténtico que se interna en lo
profundo de los pueblos- para expresar, en determinadas circunstancias, aspectos de la
realidad.”
Cruz-Luis, Adolfo: “De la raíz al fruto”
en: Recopilación de textos sobre Alejo Carpentier (1977)
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Semejante a la noche
Alejo Carpentier
Y caminaba, semejante a la noche.
Ilíada: Canto I
I
El mar empezaba a verdecer entre los promontorios todavía en sombras, cuando la caracola del vigía
anunció las cincuenta naves negras que nos enviaba el Rey Agamenón. Al oír la señal, los que esperaban
desde hacía tantos días sobre las boñigas de las eras, empezaron a bajar el trigo hacia la playa donde ya
preparábamos los rodillos que servirían para subir las embarcaciones hasta las murallas de la fortaleza.
Cuando las quillas tocaron la arena, hubo algunas riñas con los timoneles, pues tanto se había dicho a los
micenianos que carecíamos de toda inteligencia para las faenas marítimas, que trataron de alejarnos con
sus pértigas. Además, la playa se había llenado de niños que se metían entre las piernas de los soldados,
entorpecían las maniobras, y se trepaban a las bordas para robar nueces de bajo los banquillos de los
remeros. Las olas claras del alba se rompían entre gritos, insultos y agarradas a puñetazos, sin que los
notables pudieran pronunciar sus palabras de bienvenida, en medio de la baraúnda. Como yo había
esperado algo más solemne, más festivo, de nuestro encuentro con los que venían a buscarnos para la
guerra, me retiré, algo decepcionado, hacia la higuera en cuya rama gruesa gustaba de montarme,
apretando un poco las rodillas sobre la madera, porque tenía un no sé qué de flancos de mujer.
A medida que las naves eran sacadas del agua, al pie de las montañas que ya veían el sol, se iba
atenuando en mí la mala impresión primera, debida, sin duda, al desvelo de la noche de espera, y también
al haber bebido demasiado, el día anterior, con los jóvenes de tierras adentro, recién llegados a esta
costa, que habrían de embarcar con nosotros, un poco después del próximo amanecer. Al observar las
filas de cargadores de jarras, de odres negros, de cestas, que ya se movían hacia las naves, crecía en mí,
con un calor de orgullo, la conciencia de la superioridad del guerrero. Aquel aceite, aquel vino resinado,
aquel trigo sobre todo, con el cual se cocerían, bajo ceniza, las galletas de las noches en que dormiríamos
al amparo de las proas mojadas, en el misterio de alguna ensenada desconocida, camino de la Magna
Cita de Naves, aquellos granos que habían sido echados con ayuda de mi pala, eran cargados ahora para
mí, sin que yo tuviese que fatigar estos largos músculos que tengo, estos brazos hechos al manejo de la
pica de fresno, en tareas buenas para los que sólo sabían de oler la tierra; hombres, porque la miraban
por sobre el sudor de sus bestias, aunque vivieran encorvados encima de ella, en el hábito de deshierbar
y arrancar y rascar, como los que sobre la tierra pacían. Ellos nunca pasarían bajo aquellas nubes que
siempre ensombrecían, en esta hora, los verdes de las lejanas islas de donde traían el silfión de acre
perfume. Ellos nunca conocerían la ciudad de anchas calles de los troyanos, que ahora íbamos a cercar,
atacar y asolar. Durante días y días nos habían hablado, los mensajeros del Rey de Micenas, de la
insolencia de Príamo, de la miseria que amenazaba a nuestro pueblo por la arrogancia de sus súbditos,
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POLITECNICO
que hacían mofa de nuestras viriles costumbres; trémulos de ira, supimos de los retos lanzados por los de
Ilios a nosotros, acaienos de largas cabelleras, cuya valentía no es igualada por la de pueblo alguno. Y
fueron clamores de furia, puños alzados, juramentos hechos con las palmas en alto, escudos arrojados a
las paredes, cuando supimos del rapto de Elena de Esparta. A gritos nos contaban los emisarios de su
maravillosa belleza, de su porte y de su adorable andar, detallando las crueldades a que era sometida en
su abyecto cautiverio, mientras los odres derramaban el vino en los cascos. Aquella misma tarde, cuando
la indignación bullía en el pueblo, se nos anunció el despacho de las cincuenta naves. El fuego se
encendió entonces en las fundiciones de los bronceros, mientras las viejas traían leña del monte. Y ahora,
transcurridos los días, yo contemplaba las embarcaciones alineadas a mis pies, con sus quillas potentes,
sus mástiles al descanso entre las bordas como la virilidad entre los muslos del varón, y me sentía un
poco dueño de esas maderas que un portentoso ensamblaje, cuyas artes ignoraban los de acá,
transformaba en corceles de corrientes, capaces de llevarnos a donde desplegábase en acta de
grandezas el máximo acontecimiento de todos los tiempos. Y me tocaría a mí, hijo de talabartero, nieto de
un castrador de toros, la suerte de ir al lugar en que nacían las gestas cuyo relumbre nos alcanzaba por
los relatos de los marinos; me tocaría a mí, la honra de contemplar las murallas de Troya, de obedecer a
los jefes insignes, y de dar mi ímpetu y mi fuerza a la obra del rescate de Elena de Esparta —másculo
empeño, suprema victoria de una guerra que nos daría, por siempre, prosperidad, dicha y orgullo. Aspiré
hondamente la brisa que bajaba por la ladera de los olivares, y pensé que sería hermoso morir en tan
justiciera lucha, por la causa misma de la Razón. La idea de ser traspasado por una lanza enemiga me
hizo pensar, sin embargo, en el dolor de mi madre, y en el dolor, más hondo tal vez, de quien tuviera que
recibir la noticia con los ojos secos por ser el jefe de la casa. Bajé lentamente hacia el pueblo, siguiendo la
senda de los pastores. Tres cabritos retozaban en el olor del tomillo. En la playa, seguía embarcándose el
trigo.
II
Con bordoneos de vihuela y repiques de tejoltas, festejábase, en todas partes, la próxima partida de
las naves. Los marinos de La Gallarda andaban ya en zarambeques de negras horras, alternando el baile
con coplas de sobado, como aquella de la Moza del Retoño, en que las manos tentaban el objeto de la
rima dejado en puntos por las voces. Seguía el trasiego del vino, el aceite y el trigo, con ayuda de los
criados indios del Veedor, impacientes por regresar a sus lejanas tierras. Camino del puerto, el que iba a
ser nuestro capellán arreaba dos bestias que cargaban con los fuelles y flautas de un órgano de palo.
Cuando me tropezaba con gente de la armada, eran abrazos ruidosos, de muchos aspavientos, con risas
y alardes para sacar las mujeres a sus ventanas. Éramos como hombres de distinta raza, forjados para
culminar empresas que nunca conocerían el panadero ni el cardador de ovejas, y tampoco el mercader
que andaba pregonando camisas de Holanda, ornadas de caireles de monjas, en patios de comadres. En
medio de la plaza, con los cobres al sol, los seis trompetas del Adelantado se habían concertado en folías,
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en tanto que los tambores borgoñeses atronaban los parches, y bramaba, como queriendo morder, un
sacabuche con fauces de tarasca.
Mi padre estaba, en su tienda oliendo a pellejos y cordobanes, hincando la lezna en un ación con el
desgano de quien tiene puesta la mente en espera. Al verme, me tomó en brazos con serena tristeza,
recordando tal vez la horrible muerte de Cristobalillo, compañero de mis travesuras juveniles, que había
sido traspasado por las flechas de los indios de la Boca del Drago. Pero él sabía que era locura de todos,
en aquellos días, embarcar para las Indias, aunque ya dijeran muchos hombres cuerdos que aquello era
engaño común de muchos y remedio particular de pocos. Algo alabó de los bienes de la artesanía, del
honor—tan honor como el que se logra en riesgosas empresas—de llevar el estandarte de los talabarteros
en la procesión del Corpus; ponderó la olla segura, el arca repleta, la vejez apacible. Pero, habiendo
advertido tal vez que la fiesta crecía en la ciudad y que mi ánimo no estaba para cuerdas razones, me
llevó suavemente hacia la puerta de la habitación de mi madre. Aquél era el momento que más temía, y
tuve que contener mis lágrimas ante el llanto de aquella a la que sólo habíamos advertido de mi partida
cuando todos me sabían ya asentado en los libros de la Casa de la Contratación. Agradecí las promesas
hechas a la Virgen de los Mareantes por mi pronto regreso, prometiendo cuanto quiso que prometiera, en
cuanto a no tener comercio deshonesto con las mujeres de aquellas tierras, que el Diablo tenía en
desnudez mentidamente edénica para mayor confusión y extravío de cristianos incautos, cuando no
maleados por la vista de tanta carne al desgaire. Luego, sabiendo que era inútil rogar a quien sueña ya
con lo que hay detrás de los horizontes, mi madre empezó a preguntarme, con voz dolorida, por la
seguridad de las naves y la pericia de los pilotos. Yo exageré la solidez y marinería de La Gallarda,
afirmando que su práctico era veterano de Indias, compañero de Nuño García. Y, para distraerla de sus
dudas, le hablé de los portentos de aquel mundo nuevo, donde la Uña de la Gran Bestia y la Piedra Bezar
curaban todos los males, y existía, en tierra de Omeguas, una ciudad toda hecha de oro, que un buen
caminador tardaba una noche y dos días en atravesar, a la que llegaríamos, sin duda, a menos de que
halláramos nuestra fortuna en comarcas aún ignoradas, cunas de ricos pueblos por sojuzgar. Moviendo
suavemente la cabeza, mi madre habló entonces de las mentiras y jactancias de los indianos, de
amazonas y antropófagos, de las tormentas de las Bermudas, y de las lanzas enherboladas que dejaban
como estatua al que hincaban. Viendo que a discursos de buen augurio ella oponía verdades de mala
sombra, le hablé de altos propósitos, haciéndole ver la miseria de tantos pobres idólatras,
desconocedores del signo de la cruz. Eran millones de almas, las que ganaríamos a nuestra santa
religión, cumpliendo con el mandato de Cristo a los Apóstoles. Éramos soldados de Dios, a la vez que
soldados del Rey, y por aquellos indios bautizados y encomendados, librados de sus bárbaras
supersticiones por nuestra obra, conocería nuestra nación el premio de una grandeza inquebrantable, que
nos daría felicidad, riquezas, y poderío sobre todos los reinos de la Europa. Aplacada por mis palabras, mi
madre me colgó un escapulario del cuello y me dio varios ungüentos contra las mordeduras de alimañas
ponzoñosas, haciéndome prometer, además, que siempre me pondría, para dormir, unos escarpines de
lana que ella misma hubiera tejido. Y como entonces repicaron las campanas de la catedral, fue a buscar
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el chal bordado que sólo usaba en las grandes oportunidades. Camino del templo, observé que a pesar de
todo, mis padres estaban como acrecidos de orgullo por tener un hijo alistado en la armada del
Adelantado. Saludaban mucho y con más demostraciones que de costumbre. Y es que siempre es grato
tener un mozo de pelo en pecho, que sale a combatir por una causa grande y justa. Miré hacia el puerto.
El trigo seguía entrando en las naves.
III
Yo la llamaba mi prometida, aunque nadie supiera aún de nuestros amores. Cuando vi a su padre
cerca de las naves, pensé que estaría sola, y seguí aquel muelle triste, batido por el viento, salpicado de
agua verde, abarandado de cadenas y argollas verdecidas por el salitre, que conducía a la última casa de
ventanas verdes, siempre cerradas. Apenas hice sonar la aldaba vestida de verdín, se abrió la puerta y,
con una ráfaga de viento que traía garúa de olas, entré en la estancia donde ya ardían las lámparas, a
causa de la bruma. Mi prometida se sentó a mi lado, en un hondo butacón de brocado antiguo, y recostó
la cabeza sobre mi hombro con tan resignada tristeza que no me atreví a interrogar sus ojos que yo
amaba, porque siempre parecían contemplar cosas invisibles con aire asombrado. Ahora, los extraños
objetos que llenaban la sala cobraban un significado nuevo para mí. Algo parecía ligarme al astrolabio, la
brújula y la Rosa de los Vientos; algo, también, al pez-sierra que colgaba de las vigas del techo, y a las
cartas de Mercator y Ortellius que se abrían a los lados de la chimenea, revueltos con mapas celestiales
habitados por Osas, Canes y Sagitarios. La voz de mi prometida se alzó sobre el silbido del viento que se
colaba por debajo de las puertas, preguntando por el estado de los preparativos. Aliviado por la posibilidad
de hablar de algo ajeno a nosotros mismos, le conté de los sulpicianos y recoletos que embarcarían con
nosotros, alabando la piedad de los gentiles hombres y cultivadores escogidos por quien hubiera tomado
posesión de las tierras lejanas en nombre del Rey de Francia. Le dije cuanto sabía del gigantesco río
Colbert, todo orlado de árboles centenarios de los que colgaban como musgos plateados, cuyas aguas
rojas corrían majestuosamente bajo un cielo blanco de garzas. Llevábamos víveres para seis meses. El
trigo llenaba los sollados de La Bella y La Amable. Íbamos a cumplir una gran tarea civilizadora en
aquellos inmensos territorios selváticos, que se extendían desde el ardiente Golfo de México hasta las
regiones de Chicagúa, enseñando nuevas artes a las naciones que en ellos residían. Cuando yo creía a
mi prometida más atenta a lo que le narraba, la vi erguirse ante mí con sorprendente energía, afirmando
que nada glorioso había en la empresa que estaba haciendo repicar, desde el alba, todas las campanas
de la ciudad. La noche anterior, con los ojos ardidos por el llanto, había querido saber algo de ese mundo
de allende el mar, hacia el cual marcharía yo ahora, y, tomando los ensayos de Montaigne, en el capítulo
que trata de los carruajes, había leído cuanto a América se refería. Así se había enterado de la perfidia de
los españoles, de cómo, con el caballo y las lombardas, se habían hecho pasar por dioses. Encendida de
virginal indignación, mi prometida me señalaba el párrafo en que el bordelés escéptico afirmaba que "nos
habíamos valido de la ignorancia e inexperiencia de los indios, para atraerlos a la traición, lujuria, avaricia
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Lengua y Literatura II
y crueldades, propias de nuestras costumbres". Cegada por tan pérfida lectura, la joven que
piadosamente lucía una cruz de oro en el escote, aprobaba a quien impíamente afirmara que los salvajes
del Nuevo Mundo no tenían por qué trocar su religión por la nuestra, puesto que se habían servido muy
útilmente de la suya durante largo tiempo. Yo comprendía que, en esos errores, no debía ver más que el
despecho de la doncella enamorada, dotada de muy ciertos encantos, ante el hombre que le impone una
larga espera, sin otro motivo que la azarosa pretensión de hacer rápida fortuna en una empresa muy
pregonada. Pero, aun comprendiendo esa verdad, me sentía profundamente herido por el desdén a mi
valentía, la falta de consideración por una aventura que daría relumbre a mi apellido, lográndose, tal vez,
que la noticia de alguna hazaña mía, la pacificación de alguna comarca, me valiera algún título otorgado
por el Rey aunque para ello hubieran de perecer, por mi mano, algunos indios más o menos. Nada grande
se hacía sin lucha, y en cuanto a nuestra santa fe, la letra con sangre entraba. Pero ahora eran celos los
que se traslucían en el feo cuadro que ella me trazaba de la isla de Santo Domingo, en la que haríamos
escala, y que mi prometida, con expresiones adorablemente impropias, calificaba de "paraíso de mujeres
malditas". Era evidente que, a pesar de su pureza, sabía de qué clase eran las mujeres que solían
embarcar para el Cabo Francés, en muelle cercano, bajo la vigilancia de los corchetes, entre risotadas y
palabrotas de los marineros; alguien—una criada tal vez—podía haberle dicho que la salud del hombre no
se aviene con ciertas abstinencias y vislumbraba, en un misterioso mundo de desnudeces edénicas, de
calores enervantes, peligros mayores que los ofrecidos por inundaciones, tormentas, y mordeduras de los
dragones de agua que pululan en los ríos de América. Al fin empecé a irritarme ante una terca discusión
que venía a sustituirse, en tales momentos, a la tierna despedida que yo hubiera apetecido. Comencé a
renegar de la pusilanimidad de las mujeres, de su incapacidad de heroísmo, de sus filosofías de pañales y
costureros, cuando sonaron fuertes aldabonazos, anunciando el intempestivo regreso del padre. Salté por
una ventana trasera sin que nadie, en el mercado, se percatara de mi escapada, pues los transeúntes, los
pescaderos, los borrachos—ya numerosos en esta hora de la tarde— se habían aglomerado en torno a
una mesa sobre la que a gritos hablaba alguien que en el instante tomé por un pregonero del Elixir de
Orvieto, pero que resultó ser un ermitaño que clamaba por la liberación de los Santos Lugares. Me encogí
de hombros y seguí mi camino. Tiempo atrás había estado a punto de alistarme en la cruzada predicada
por Fulco de Neuilly. En buena hora una fiebre maligna—curada, gracias a Dios y a los ungüentos de mi
santa madre— me tuvo en cama, tiritando, el día de la partida: aquella empresa había terminado, como
todos saben, en guerra de cristianos contra cristianos. Las cruzadas estaban desacreditadas. Además, yo
tenía otras cosas en qué pensar.
El viento se había aplacado. Todavía enojado por la tonta disputa con mi prometida, me fui hacia el
puerto, para ver los navíos. Estaban todos arrimados a los muelles, lado a lado, con las escotillas abiertas,
recibiendo millares de sacos de harina de trigo entre sus bordas pintadas de arlequín. Los regimientos de
infantería subían lentamente por las pasarelas, en medio de los gritos de los estibadores, los silbatos de
los contramaestres, las señales que rasgaban la bruma, promoviendo rotaciones de grúas. Sobre las
cubiertas se amontonaban trastos informes, mecánicas amenazadoras, envueltas en telas impermeables.
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POLITECNICO
Un ala de aluminio giraba lentamente, a veces, por encima de una borda, antes de hundirse en la
obscuridad de un sollado. Los caballos de los generales, colgados de cinchas, viajaban por sobre los
techos de los almacenes, como corceles wagnerianos. Yo contemplaba los últimos preparativos desde lo
alto de una pasarela de hierro, cuando, de pronto, tuve la angustiosa sensación de que faltaban pocas
horas—apenas trece— para que yo también tuviese que acercarme a aquellos buques, cargando con mis
armas. Entonces pensé en la mujer; en los días de abstinencia que me esperaban; en la tristeza de morir
sin haber dado mi placer, una vez más, al calor de otro cuerpo. Impaciente por llegar, enojado aún por no
haber recibido un beso, siquiera, de mi prometida, me encaminé a grandes pasos hacia el hotel de las
bailarinas. Christopher, muy borracho, se había encerrado ya con la suya. Mi amiga se me abrazó riendo y
llorando, afirmando que estaba orgullosa de mí, que lucía más guapo con el uniforme, y que una
cartomántica le había asegurado que nada me ocurriría en el Gran Desembarco. Varias veces me llamó
héroe, como si tuviese una conciencia del duro contraste que este halago establecía con las frases
injustas de mi prometida. Salí a la azotea. Las luces se encendían ya en la ciudad, precisando en puntos
luminosos la gigantesca geometría de los edificios. Abajo, en las calles, era un confuso hormigueo de
cabezas y sombreros.
No era posible, desde este alto piso, distinguir a las mujeres de los hombres en la neblina del
atardecer. Y era, sin embargo, por la permanencia de ese pulular de seres desconocidos, que me
encaminaría hacia las naves, poco después del alba. Yo surcaría el Océano tempestuoso de estos mares,
arribaría a una orilla lejana bajo el acero y el fuego, para defender los Principios de los de mi raza. Por
última vez, una espada había sido arrojada sobre los mapas de Occidente. Pero ahora acabaríamos para
siempre con la nueva Orden Teutónica, y entraríamos, victoriosos, en el tan esperado futuro del hombre
reconciliado con el hombre. Mi amiga puso una mano trémula en mi cabeza, adivinando, tal vez, la
magnanimidad de mi pensamiento. Estaba desnuda bajo los vuelos de su peinador entreabierto.
IV
Cuando regresé a mi casa, con los pasos inseguros de quien ha pretendido burlar con el vino la fatiga
del cuerpo ahíto de holgarse sobre otro cuerpo, faltaban pocas horas para el alba. Tenía hambre y sueño,
y estaba desasosegado, al propio tiempo, por las angustias de la partida próxima. Dispuse mis armas y
correajes sobre un escabel y me dejé caer en el lecho. Noté entonces, con sobresalto, que alguien estaba
acostado bajo la gruesa manta de lana, y ya iba a echar mano al cuchillo cuando me vi preso entre brazos
encendidos de fiebre, que buscaban mi cuello como brazos de náufrago, mientras unas piernas
indeciblemente suaves se trepaban a las mías. Mudo de asombro quedé al ver que la que de tal manera
se había deslizado en el lecho era mi prometida. Entre sollozos me contó su fuga nocturna, la carrera
temerosa de ladridos, el paso furtivo por la huerta de mi padre, hasta alcanzar la ventana, y las
impaciencias y los miedos de la espera. Después de la tonta disputa de la tarde, había pensado en los
peligros y sufrimientos que me aguardaban, sintiendo esa impotencia de enderezar el destino azaroso del
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guerrero que se traduce, en tantas mujeres, por la entrega de sí mismas, como si ese sacrificio de la
virginidad, tan guardada y custodiada, en el momento mismo de la partida, sin esperanzas de placer,
dando el desgarre propio para el goce ajeno, tuviese un propiciatorio poder de ablación ritual. El contacto
de un cuerpo puro, jamás palpado por manos de amante, tiene un frescor único y peculiar dentro de sus
crispaciones, una torpeza que sin embargo acierta, un candor que intuye, se amolda y encuentra, por
obscuro mandato, las actitudes que más estrechamente machiembran los miembros. Bajo el abrazo de mi
prometida, cuyo tímido vellón parecía endurecerse sobre uno de mis muslos, crecía mi enojo por haber
extenuado mi carne en trabazones de harto tiempo conocidas, con la absurda pretensión de hallar la
quietud de días futuros en los excesos presentes. Y ahora que se me ofrecía el más codiciable
consentimiento, me hallaba casi insensible bajo el cuerpo estremecido que se impacientaba. No diré que
mi juventud no fuera capaz de enardecerse una vez más aquella noche, ante la incitación de tan deleitosa
novedad. Pero la idea de que era una virgen la que así se me entregaba, y que la carne intacta y cerrada
exigiría un lento y sostenido empeño por mi parte, se me impuso con el temor al acto fallido. Eché a mi
prometida a un lado, besándola dulcemente en los hombros, y empecé a hablarle, con sinceridad en
falsete, de lo inhábil que sería malograr júbilos nupciales en la premura de una partida; de su vergüenza al
resultar empreñada; de la tristeza de los niños que crecen sin un padre que les enseñe a sacar la miel
verde de los troncos huecos, y a buscar pulpos debajo de las piedras. Ella me escuchaba, con sus
grandes ojos claros encendidos en la noche, y yo advertía que, irritada por un despecho sacado de los
trasmundos del instinto, despreciaba al varón que, en semejante oportunidad, invocara la razón y la
cordura, en vez de roturarla, y dejarla sobre el lecho, sangrante como un trofeo de caza, de pechos
mordidos, sucia de zumos, pero hecha mujer en la derrota. En aquel momento bramaron las reses que
iban a ser sacrificadas en la playa y sonaron las caracolas de los vigías. Mi prometida, con el desprecio
pintado en el rostro, se levantó bruscamente, sin dejarse tocar, ocultando ahora, menos con gesto de
pudor que con ademán de quien recupera algo que estuviera a punto de malbaratar, lo que de súbito
estaba encendiendo mi codicia. Antes de que pudiera alcanzarla, saltó por la ventana. La vi alejarse a
todo correr por entre los olivos, y comprendí en aquel instante que más fácil me sería entrar sin un
rasguño en la ciudad de Troya, que recuperar a la Persona perdida.
Cuando bajé hacia las naves, acompañado de mis padres, mi orgullo de guerrero había sido
desplazado en mi ánimo por una intolerable sensación de hastío, de vacío interior, de descontento de mí
mismo. Y cuando los timoneles hubieron alejado las naves de la playa con sus fuertes pértigas, y se
enderezaron los mástiles entre las filas de remeros, supe que habían terminado las horas de alardes, de
excesos, de regalos, que preceden las partidas de soldados hacia los campos de batalla. Había pasado el
tiempo de las guirnaldas, las coronas de laurel, el vino en cada casa, la envidia de los canijos, y el favor
de las mujeres. Ahora, serían las dianas, el lodo, el pan llovido, la arrogancia de los jefes, la sangre
derramada por error, la gangrena que huele a almíbares infectos. No estaba tan seguro ya de que mi valor
acrecería la grandeza y la dicha de los acaienos de largas cabelleras. Un soldado viejo que iba a la guerra
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por oficio, sin más entusiasmo que el trasquilador de ovejas que camina hacia el establo, andaba
contando ya, a quien quisiera escucharlo, que Elena de Esparta vivía muy gustosa en Troya, y que
cuando se refocilaba en el lecho de Paris sus estertores de gozo encendían las mejillas de las vírgenes
que moraban en el palacio de Príamo. Se decía que toda la historia del doloroso cautiverio de la hija de
Leda, ofendida y humillada por los troyanos, era mera propaganda de guerra, alentada por Agamenón,
con el asentimiento de Menelao. En realidad, detrás de la empresa que se escudaba con tan elevados
propósitos, había muchos negocios que en nada beneficiarían a los combatientes de poco más o menos.
Se trataba sobre todo —afirmaba el viejo soldado—de vender más alfarería, más telas, más vasos con
escenas de carreras de carros, y de abrirse nuevos caminos hacia las gentes asiáticas, amantes de
trueques, acabándose de una vez con la competencia troyana. La nave, demasiado cargada de harina y
de hombres, bogaba despacio. Contemplé largamente las casas de mi pueblo, a las que el sol daba de
frente. Tenía ganas de llorar. Me quité el casco y oculté mis ojos tras de las crines enhiestas de la cimera
que tanto trabajo me hubiera costado redondear—a semejanza de las cimeras magníficas de quienes
podían encargar sus equipos de guerra a los artesanos de gran estilo, y que, por cierto, viajaban en la
nave más velera y de mayor eslora.
Julio Cortázar (Argentina: 1914-2014)
“[…] Yo vi siempre el mundo de una manera distinta, sentí
siempre, que entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y
separadas, hay intersticios por los cuales, para mí al menos, pasaba, se
colaba, un elemento que no podía explicarse con leyes, que no podía
explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia
razonante.”
J. Cortázar: “El sentimiento de lo fantástico”
Escritor, traductor e intelectual argentino nacido en Bélgica y nacionalizado francés, Julio
Cortázar regresó de Europa junto a su familia cuando tenía cuatro años y pasó el resto de su
infancia y adolescencia en Argentina. Se formó como maestro normal y frecuentó la Facultad de
Filosofía y Letras en la Universidad Nacional de Buenos Aires, aunque nunca se graduó. Trabajó
en escuelas secundarias de la provincia de Buenos Aires como Profesor en Letras y en 1944 se
mudó a la ciudad de Mendoza donde dictó cursos de literatura francesa en la Universidad de
Cuyo. Dos años después regresó a Buenos Aires y colaboró con la revista Sur, publicando sus
primeras obras bajo un seudónimo y
trabajó también en la cámara del libro. Entre sus
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traducciones se destaca la de los cuentos completos de Edgar Allan Poe, quien es considerado
el máximo exponente del cuento moderno.
En 1951 publicó Bestiario, una colección de ocho relatos que le valieron cierto reconocimiento
en el ambiente local. Poco después, disconforme con el gobierno de Perón, decidió trasladarse
a París, ciudad donde (salvo esporádicos viajes por Europa y América Latina) residió el resto de
su vida. En 1963, después de la Revolución Cubana, visitó La Habana invitado por la Casa de
las Américas para ser jurado en un concurso y desde ese entonces los temas políticos se fueron
metiendo en su literatura y en su propia vida. Ese mismo año publicó Rayuela, novela de
escritura lúdica que sería su mayor éxito editorial, que le valdría el reconocimiento como
integrante del boom latinoamericano, y que aún hoy despierta fanatismo entre los lectores.
Cortázar buscó una renovación del lenguaje literario; de hecho su obra fue muy importante
para jerarquizar el habla rioplatense de los años 40 y 50 otorgándole un estatuto literario.
Asimismo, experimentó con nuevas dimensiones para la estructura novelesca; así, por ejemplo,
Rayuela admite ser leída salteando capítulos como quien salta casilleros de una rayuela. Su
escritura se rebeló con creatividad contra los cánones de la lógica y la razón, posibilitando
nuevos caminos hacia el encuentro del hombre moderno consigo mismo e intentando afirmar la
esencia misma del hombre: su búsqueda del ser. Es por eso que la fantasía de su narrativa tiene
un alcance metafísico, social y político. No obstante eso, gran parte de sus textos son
considerados dentro de la literatura fantástica, ya que logró crear un universo propio e
inquietante en el que la materia fantástica se evidencia indisociable de la realidad.
“Cortázar era un escritor realista y fantástico al mismo tiempo. El mundo que inventó tiene de
inconfundible precisamente ser esa extraña simbiosis. Cortázar detectaba lo insólito en lo sólito*,
lo absurdo en lo lógico, la excepción en la regla y lo prodigioso en lo banal. Nadie dignificó tan
literariamente lo previsible, lo convencional y lo pedestre* de la vida humana. La verdadera
revolución de Cortázar está en sus cuentos. Más discreta pero más profunda y permanente,
porque soliviantó a la naturaleza misma de la ficción, a esa entraña indisociable de forma-fondo,
medio-fin, arte-técnica que ella se vuelve en los creadores más logrados. En sus cuentos,
Cortázar no experimentó: encontró, descubrió, creó algo imperecedero”.
Mario Vargas Llosa (escritor peruano),
en: Contratapa Cuentos Completos I.
Vocabulario:
*sólito: Acostumbrado; que se suele hacer ordinariamente.
*pedestre: Cotidiano, llano, vulgar, inculto.
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“Para Cortázar, la realidad era mítica en este sentido: estaba también en el otro rostro de las
cosas, el mínimo más allá de los sentidos, la ubicación invisible sólo porque no supimos alargar
la mano a tiempo para tocar la presencia que contiene. Por eso eran tan largos los ojos de
Cortázar: miraban la realidad paralela, a la vuelta de la esquina; el vasto universo latente y sus
pacientes tesoros, la contigüidad de los seres, la inminencia de las formas que esperan ser
convocadas por una palabra, un trazo de pincel, una melodía tarareada, un sueño. El afuera y el
adentro. Toda esta realidad en vísperas de manifestarse era la realidad revolucionaria de
Cortázar. Sus posturas políticas y su arte poético se configuraban en una convicción, y ésta es
que la imaginación, el arte, la forma estética, son revolucionarias, destruyen las convenciones
muertas, nos enseñan a mirar, pensar o sentir de nuevo. Cortázar era un surrealista en su
intento tenaz de mantener unidas lo que él llamaba “La revolución de afuera y la revolución de
adentro. (…) Cortázar vivió un conflicto al que pocos escaparon en nuestro tiempo: el conflicto
entre el afuera y el adentro de todas las realidades”.
Carlos Fuentes, escritor mejicano, “Recuerdo de Cortázar”,
en: Suplemento Cultura del diario La Nación de Argentina.
La noche boca arriba
Julio Cortázar
Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde, y se apuró a salir a la calle y sacar la
motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que
eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos
edificios del centro, y él —porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre— montó en la
máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los
pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle
Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga,
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bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras,
apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo sobre la derecha como
correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su
involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se
lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie
y la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue
como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la
moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar
la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo
alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su
derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la
garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del
accidente no tenía más que rasguños en las piernas. «Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar
la máquina de costado…» Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien
con guardapolvo dándole a beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de
barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo
tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio
sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba
sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un
accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía
muy estropeada. «Natural», dijo él. «Como que me la ligué encima…» Los dos se rieron, y el vigilante le
dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo
llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros,
cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a
hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían
cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera
sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el
pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le
acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaron la cabeza, sintió que lo pasaban
de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la
mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
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Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a
pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no
volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que
se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a
caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de
no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara
contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. «Huele a guerra»,
pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido
inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños
abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos,
probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo
teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal
que escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el
miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón
de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de
la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su
lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada horrible del olor que más
temía, y saltó desesperado hacia adelante.
—Se va a caer de la cama —dijo el enfermo de al lado—. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de
sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado,
colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero
no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando
despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados
los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna
pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con
alcohol la cara anterior del muslo y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un
frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al
brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un
estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez
ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle
es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más
precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente
en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los
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ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no le iba a ser difícil dormirse. Un
poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor
del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o
confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de
copas de árboles era menos negro que el resto. «La calzada», pensó. «Me salí de la calzada.» Sus pies
se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le
azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se
agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez.
Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió
como el escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas
los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la
dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban
hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía
insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si
conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las
ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en los muchos prisioneros que ya habrían
hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes
dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro
lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte,
vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el
primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo
rodeaban las luces, los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo
atrapó desde atrás.
—Es la fiebre —dijo el de la cama de al lado—. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno.
Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara
violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces
un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin… Pero no quería seguir pensando en
la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que
tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de
noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los
armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como
un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba
a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un
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hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado
del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que
ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco
él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el
pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo
alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con
todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al
médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan
blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las
malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el
olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil
abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió
las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y
húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto
con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo
del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo
habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que
gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a
venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que
ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía
las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo
interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por
zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el
dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó
antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le
acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno
de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como bronce; se sintió
alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los
portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo
tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba,
a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en
vez del techo nacieran las estrellas y se alzara frente él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería
el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de
estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él
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no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro
de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba.
Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de
agua tenía algo de burbuja, de imagen translúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó,
buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados.
Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero
gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a
amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada… Le costaba
mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana
esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez
negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba
gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los
acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían
verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo
raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la
escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas
columnas de humo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén
de los pies del sacrificado que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una
última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría,
porque otra vez estaba inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía la muerte, y
cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de
piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse,
que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un
sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas
que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la
mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado
con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las
hogueras.
No se culpe a nadie
Julio Cortázar
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El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero
ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es
tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien
con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un
tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo
delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero
le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera
del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para
adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la
mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él
la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra
manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha
pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta
todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse, siente que la mano
avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida.
Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que
mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el
cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir
como un calor en la cara, aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara
siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas, por más que tira nada sale afuera
y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que
reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el
cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente, pero aunque tira con todas sus
fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos, aunque en cambio parecería que la cabeza
está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la
boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras
la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por
suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire, al frío de afuera, por lo menos ya hay una
afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en
el cuello del pulóver, por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara,
sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar
seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso, respirando a fondo y dejando escapar el aire
poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que
traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del
pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento
se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas
tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los
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agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de
ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la
puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque
esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación, es como un anuncio de
que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del
pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia
abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el
pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la
camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y
querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver
debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahí arrollado y tenso como si él tuviera los hombros
demasiado anchos para ese pulóver, lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha
metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de
las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la
cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la
manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire
aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente
se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el
pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de
gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de
baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables
tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha
podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el
cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo
renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y
tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa
gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un
dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio,
entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso
con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y
zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izquierda
fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que
en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano
se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que
renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y
la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y
hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar
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que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque
su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, aunque su mano izquierda le duela cada
vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece,
contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver
arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano
derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas, en vez de pellizcarle el muslo como
lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su
voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano
izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos,
absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fría, esa delicia es el
aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y
diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco
agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve
las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus
ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su
mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia
arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a
otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire
fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.
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Literatura latinoamericana: Senderos que se bifurcan I
Lengua y Literatura II
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