18MAY11 - Suprema Corte de Justicia de la Nación

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CONFERENCIA MAGISTRAL QUE DICTÓ EL MINISTRO
SERGIO A. VALLS HERNÁNDEZ, DURANTE LA CEREMONIA
DE INAUGURACIÓN DEL CONGRESO NACIONAL SOBRE EL
CONSEJO DE LA JUDICATURA FEDERAL E INDEPENDENCIA,
ORGANIZADO POR LA ASOCIACIÓN NACIONAL DE
MAGISTRADOS DE CIRCUITO Y JUECES DE DISTRITO DEL
PODER JUDICIAL DE LA FEDERACIÓN.
Cholula, Puebla., a 18 de Mayo de 2011
LA RESPONSABILIDADES DE LOS JUECES
I.- TIPOS
La voz “responsabilidad” tiene varios significados en el derecho constitucional:
entendemos a la “responsabilidad” como tarea u obligación de un funcionario u
órgano público, ejemplo, cuando un ciudadano señala: “juez, debes hacer tal cosa
porque para eso te pagamos”. Usamos la palabra “responsabilidad” para identificar
al agente causante de un efecto –generalmente negativo- sobre una política pública.
Ejemplo de ellos es cuando escuchamos a algún académico dirigir el siguiente
dardo: “los jueces son responsables de la impunidad imperante en México”. El
vocablo “responsabilidad” se adhiere a la idea de asunción de consecuencias por las
acciones u omisiones en el ejercicio del poder público, por ejemplo, cuando
Alejandro Martí expresó el siguiente exhorto: “si no pueden: renuncien”.
Esta tarde voy a disertar sobre la responsabilidad de los jueces, poniendo
especial énfasis en su tercera acepción en el lenguaje constitucional, esto es, como
asunción de consecuencias por hacer bien o mal el trabajo que el pueblo nos ha
encomendado: impartir justicia. (Al final de mi exposición haré una reflexión sobre la
publicidad de las sentencias del Poder Judicial como instrumento ineludible para
exigir responsabilidad a los jueces.
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Inicio con una idea que seguramente todos aquí compartimos: uno de los
poderes más formidables del Estado es, sin duda, la potestad de privar
a una
persona de su libertad. Delegación de tan formidable poder del pueblo hacia el
juzgador debe ir acompañado necesariamente de una serie de garantías para su
recto uso pues qué mayor injusticia puede haber que condenar a un inocente a la
pérdida de su libertad, y hacerlo en la más absoluta impunidad. En dirección
contraria, el juez también puede causar gran injusticia a la víctima de un delito pero
también a su familia y a la sociedad en su conjunto si -en contra de lo que la ley
ordena- le concede la libertad al violador de la ley. Esto último abre la puerta para
que alguien que debería estar en prisión pueda volver a delinquir, a robar, a matar, a
secuestrar, a vender drogas a nuestra juventud.
Y es por ello que en el Estado democrático de derecho va a surgir el concepto
de rendición de cuentas de los jueces en tanto éstos ejercen el poder delegado por
el pueblo de juzgar y, complementariamente como si se tratase de la otra cara de
una moneda, la noción de la responsabilidad política y jurídica como asunción de
consecuencias de los jueces por faltar a sus deberes.
La concepción de la responsabilidad política de los jueces, la causa por la
cual ésta se hace exigible, y la sanción que amerita, proviene de los albores del
constitucionalismo democrático. (1) La responsabilidad política es, dicho en muy
pocas palabras, la asunción de consecuencias por las acciones y omisiones de los
deberes públicos fundamentales de un juez. (2) La causa por la cual se puede exigir
responsabilidad política a un juez es la violación grave a la Constitución y a las leyes
–particularmente de los derechos de acceso a la justicia y del debido proceso legal.
(3) La sanción que amerita es la separación del cargo público, que puede venir
acompañada también de la exclusión para ocupar otro cargo público en este u en
cualquier otro poder u órgano constitucional autónomo.
Ahora bien, aunque una misma acción puede generar responsabilidad política
y responsabilidad jurídica en un juzgador, debe tenerse muy claro que la
responsabilidad política de un juez es diferente a la responsabilidad jurídica. De ahí
que la autoridad ante la que se sigue el proceso, la causa, los medios de prueba, el
canon de justiciabilidad, las sanciones, sean diferentes, como también los tiempos
procesales.
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Nada supera y puede llegar a ser más ilustrativo que mirar hacia atrás para
descubrir el origen de la concepción de la “responsabilidad política” de los jueces; de
la razón de ser del juramento o protesta de cumplir la Constitución y leyes al
momento de juzgar; y de por qué el juicio político se instauró como la forma para
exigir responsabilidad a un juez por el manejo indebido del poder de juzgar.
En el siglo XIX los constituyentes buscaron afanosamente la fórmula técnica
para garantizar que efectivamente todos –gobernantes y gobernados- cumplieran la
Constitución y las leyes. Por cuanto a la forma de exigir acatamiento de los
gobernados a la Constitución y a las leyes, no fue tarea complicada pues para el
siglo XIX ya se venía imponiendo, por la fuerza, el orden jurídico imperante a los
súbditos. La cuestión teórica y práctica que presentaba un colosal desafío en
realidad radicaba en cómo garantizar el cumplimiento de los gobernantes del orden
constitucional y legal.
La primera fórmula fue la división de poderes. A partir de la división de
poderes,
se
ensayaron
varias
fórmulas
más
de
control
político
de
la
constitucionalidad antes de llegar al control judicial de constitucionalidad de las leyes
y de su aplicación por el Poder Ejecutivo y por el Poder Judicial. En su aportación a
nuestro primer congreso constituyente, por vía de Ramos Arizpe, Stephen Austin
propuso el control judicial de la constitucionalidad de las leyes y de su aplicación.
También lo hizo, más tarde, el congresista Pedro Ramírez en su voto particular en el
año de 1840 al proyecto de reforma de las Siete Leyes, donde proponía que la
Suprema Corte sustituyera al Supremo Poder Conservador como garante de la
regularidad constitucional. Y finalmente en la Constitución de Yucatán de 1840-41 y
el Acta de Reformas de 1847 que eventualmente se proyecta a la Constitución de
1857, termina por incorporar el control judicial de constitucionalidad de las leyes.
De todo ello me interesa destacar que antes de que existiese el control judicial
de los actos de todos los poderes públicos en el constitucionalismo mexicano, existía
un mecanismo de control de naturaleza política. Al combinarse ambos tipos de
control tuvieron en común el propósito de buscar la regularidad constitucional, pero
por vías diferentes.
Como es sabido, el control judicial de constitucionalidad busca la regularidad
constitucional, de tal manera que se anulan los actos inconstitucionales de los tres
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Poderes mediante un procedimiento judicial. Pero dicho control no se ocupa
mayormente de buscar y penalizar a quien infringe la Constitución y las leyes. En
cambio, el control político de constitucionalidad sí se sustenta en eso precisamente,
es decir, en identificar y sancionar mediante el juicio político al funcionario judicial
que ha quebrantado el orden constitucional gravemente, sea en forma deliberada o
por negligencia inexcusable.
El juicio político busca inhibir conductas inconstitucionales futuras –pues el
responsable no aparece más en la escena pública- pero no tiene el efecto de anular
el acto indebido que generó el juicio. El juicio político también busca inhibir la
inconstitucionalidad hacia el futuro, por vía del ejemplo, a los pares del sujeto
sancionado con la baja deshonorable de la función pública. La separación del cargo
equivale a la retirada de la confianza pública.
Actualmente el juicio político a cargo del Poder Legislativo para exigir
responsabilidad a los jueces, se combina con el régimen disciplinario que recae en el
Consejo de la Judicatura y que ha sido introducido en México en el siglo XX. El juicio
político se ha mantenido para los jueces de mayor jerarquía en la estructura del
Poder Judicial, que son aquellos que continúan siendo designados por los órganos
políticos del Gobierno nacional –el Senado y el Presidente. Los demás jueces del
Poder Judicial responden por actos indebidos ante el Consejo de la Judicatura,
institución encargada de aplicar el régimen disciplinario, y ante los tribunales
competentes cuando se trata de responsabilidades civiles y penales.
La responsabilidad de los jueces se genera por la violación del deber público
concreto que la Constitución le encomienda. ¿Cuál es este deber? Desde luego
juzgar. El juez debe juzgar con imparcialidad al imputado y con respeto a las
garantías a que tiene derecho. Pero también el juez al juzgar no debe perder de
vista los derechos de la víctima y de la sociedad en su conjunto. Es decir, el juez
debe ser capaz no sólo de respetar él mismo y hacer respetar las garantías en
materia penal del imputado, sino también proveer justicia en su caso concreto a la
víctima de un delito y por esta vía proveer a la sociedad de seguridad en cuanto al
goce de los derechos de sus integrantes; esto es, de que no habrá en la calle un
homicida impune, o un secuestrador, o un violador o un ladrón.
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Ahora bien, para juzgar con imparcialidad a los presuntos delincuentes los
juzgadores deben ser independientes de las partes, y para lograr esta
independencia se les dota de un conjunto de garantías establecidas expresamente
en la Constitución y en tratados internacionales. Entre este elenco de garantías se
cuenta la inmunidad procesal penal y la irresponsabilidad penal y civil por el ejercicio
de la función jurisdiccional. Ello quiere decir en términos muy simples que por regla
general las partes de un juicio –las víctimas de los delitos o los delincuentes
condenados- no pueden demandar en lo personal a los jueces, esto es, no pueden
iniciar un juicio contra el juez de su causa para fincarle responsabilidades de tipo
penal, civil o administrativo por la función que un juez descargó como representante
del Estado. Ello en tanto que la imparcialidad de un juez se vería comprometida si
éste temiera las represalias de una de las partes.
Y ese muro protector del juez frente a las partes que proveen en conjunto la
inmunidad procesal penal y la irresponsabilidad jurídica (penal y civil) también se
eleva frente al Poder Ejecutivo -que tiene la potestad de acusar en nuestro derecho
penal- pues también contra éste funcionario debe el juez gozar de independencia.
La independencia de los jueces es un valor elevado a dogma en el Estado
democrático de derecho como precondición para el descargo de la función
jurisdiccional. Pero ¿acaso debe la sociedad blindar absolutamente a los jueces bajo
el argumento de que a mayor inmunidad institucional se genera mayor
independencia? ¿o puede darse el caso que a mayor inmunidad pueda abrirse la
puerta para el abuso del poder de los jueces para dejar en libertad a criminales que
–según las leyes de la sociedad- merecen estar en prisión? Este par de preguntas
nos permiten identificar que existe una tensión entre independencia de los jueces de
una parte y la responsabilidad de los jueces de la otra -entendida ésta como
asunción de consecuencias por sus actos- y también nos permiten entender que la
inmunidad procesal penal de los jueces así como la irresponsabilidad jurídica que
gozan, no puede ser total. Todo juez debe responder ante el pueblo por su actuación
sea porque falta a su deber por dejarse tentar por la corrupción, o porque
simplemente es un juez incompetente, incapaz de entender que al dejar en libertad a
una persona que ha delinquido está conculcando el derecho de acceso a la justicia
de la víctima, de su familia y de la sociedad en su conjunto.
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Está claro que tanto un juez corrupto como uno incompetente daña a la
sociedad. Y aunque nuestro sentido de justicia nos empuje a ver con mayor rigor al
corrupto que al incompetente, en ambos casos se ha incumplido el deber de brindar
seguridad a la sociedad, lo que dispara el mecanismo contenido en la protesta que
deben públicamente presentar los jueces de cumplir sus deberes y si no, “que la
Nación se los demande”. ¿Es esta protesta pronunciada por los jueces mera poesía
constitucional? No, no lo es. Según la jerarquía del juez de que se trate, una de las
vías para que la Nación demande el incumplimiento del deber a un juzgador es el
juicio político. Además de ésta responsabilidad se puede acumular otro tipo de
responsabilidades de tipo penal, civil y disciplinarias propias y exclusivas para los
jueces de más alto rango en el Poder Judicial de la Federación.
Ahora bien, la primera responsabilidad, la responsabilidad política, se genera
por el quebranto grave a los muy abstractos valores y principios de la Constitución
como lo es la justicia. Pero ¿cómo bajamos a la tierra esta afirmación de un
“quebranto grave a los muy abstractos valores y principios de la Constitución, como
es la justicia”. La respuesta la presenta una acción indebida fáctica de un juez que
se traduce en una fractura tan evidente de la confianza pública, que casi puede
decirse que el repudio social se puede tocar, palpar. Y puede darse el caso que
esta fractura de la confianza pública se haya dado sin que el juez haya violado un
precepto de una ley en el caso concreto que causa la irritación popular. Puede haber
responsabilidad política sin que exista al mismo tiempo responsabilidad jurídica del
juez por haber violado un precepto de una ley concreta. La vara para medir una y
otra es diferente.
La cita a un reputado profesor de derecho puede aclarar este punto tan
complejo. En un estudio de derecho comparado sobre la forma en que se exige
responsabilidad a los jueces por sus actos, el destacado jurista italiano Mauro
Cappelletti señalaba la diferencia entre el proceso de juicio político y el
procedimiento
judicial
y
disciplinario.
Cappelletti
valoró
concretamente
el
impeachment estadounidense que ha servido de inspiración al juicio político
mexicano, y señaló que en el juicio político “La rendición de cuentas de los jueces
(cuestionados) se descarga ante un órgano político...por medio de procesos
esencialmente políticos –es decir, no procedimientos jurisdiccionales- …y lo más
emblemático es que la rendición de cuentas del juez se tiene que hacer no –o no
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principalmente- por violaciones de leyes, sino por conductas de los jueces que son
valoradas (negativamente) con criterios políticos”. Los juicios políticos, explica
Cappelletti, son infrecuentes porque pueden minar seriamente la independencia del
Poder Judicial como cuerpo. Pero no por infrecuentes –advierte- dejan de tener un
enorme efecto admonitorio sobre la conducta de los jueces que presencian la forma
en que uno de sus pares es retirado con deshonor del servicio público por incumplir
su deber. Son sólo los casos más groseros los que atraen la mira de este formidable
cañón político, pues habitualmente la corrupción o negligencia inexcusable de los
jueces se exige por la vía de la responsabilidad jurídica –que también trae aparejada
la inhabilitación del juez cuestionado.
II.- RAZONES PARA ESTABLECER VÍAS DIFERENCIADAS DE EXIGENCIA DE
RESPONSABILIDADES A LOS JUECES DEL PODER JUDICIAL DEPENDIENDO
DE SU JERARQUÍA.
En el nivel más alto de la jerarquía del Poder Judicial la responsabilidad
política sobre los jueces la aplica el Poder Legislativo por dos razones. En primer
término por ser los jueces superiores los que crean derecho –jurisprudencia- que es
obligatoria para los jueces inferiores. Pero en tanto la interpretación judicial de las
leyes abre la posibilidad que por esta vía se pueda llegar a subvertir el mandamiento
de las leyes aprobadas por los representantes populares electos, nota esencial de la
democracia representativa, es necesario tener remedios para reaccionar y retornar
las cosas a la normalidad democrática en caso de necesidad. No debe olvidarse que
el efecto sobre la democracia representativa de la intervención de los jueces fue una
preocupación de tal magnitud en nuestro derecho patrio, que nos llevó desde el siglo
antepasado a otorgar sólo efectos entre las partes al juicio de garantías individuales.
Ahora bien, en segundo término son los legisladores los que aplican la justicia
política a los Ministros -y Magistrados en el ámbito de los estados- porque en el
escalón más alto de la jerarquía burocrática judicial ya no hay posibilidad de
enmendar errores judiciales al aplicar el derecho, ni siquiera por medio del juicio
político, pues dicho juicio no tiene tal capacidad de rectificación para un caso
concreto sobre el que ha recaído una sentencia por cuestionable que ésta sea. Sólo
así se puede preservar la “cosa juzgada” como uno de los elementos estructurales
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del orden público. Lo único que se consigue con el juicio político es que esos jueces
concretos no vuelvan a tener la oportunidad de causar daños mayores en el futuro,
pero no altera una cosa ya juzgada.
En México al igual que en los Estados de derecho consolidados, se ha
entendido que es absolutamente necesario para la consecución de la paz social que
todo litigio entre dos individuos de la sociedad tenga un final cierto, que se consigue
estableciendo la verdad legal. Y ello aun cuando en ocasiones la verdad legal no
satisfaga en todos los casos el sentido de justicia de la sociedad. Es un costo a
pagar, un costo calculado: piénsese en las consecuencias del escenario contrario:
optar por mantener abierto permanentemente la posibilidad de juicios simplemente
anula el Derecho como vía de resolución de conflictos y como instrumento idóneo
para mantener el orden y la paz en una sociedad. Es así que la cosa juzgada ha
llegado a significar que la decisión del juez es final.
Además de ello el segundo gran problema de cuestionar la cosa juzgada es
que es a través de la “cosa juzgada” que se ha construido la independencia de los
jueces frente al Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo en nuestro sistema de
separación de poderes, y en los que se han erigido de manera similar en nuestro
continente y en otras regiones del mundo. Fracturar la cosa juzgada, la decisión final
de los jueces, conduce a la fractura de la independencia judicial. Este dejaría de ser
un auténtico poder del Estado. Así ha sido entendido hasta ahora.
En
otros
países
con
esquemas
constitucionales
de
exigencia
de
responsabilidad política sobre los jueces similares al nuestro, pero donde los
legisladores tienen una larga carrera parlamentaria -no sólo de años sino, incluso, de
décadas en tanto que la reelección de los legisladores está permitida- se cuenta con
un alto nivel de especialización de las comisiones jurisdiccionales encargadas de
valorar la integridad y capacidad de los jueces. Y aún así, por ejemplo en los
Estados Unidos, la frecuencia del juicio político sobre los jueces se reduce a un
puñado de casos en su historia.
Por los graves riesgos que entraña la erosión de la “res judicata” se ha tenido
que buscar en aquél país y en el nuestro, medios menos agresivos que el del juicio
político, con menos efectos colaterales que lamentar sobre la independencia del
Poder Judicial en el esquema de la separación de poderes. Y una primera vía ha
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sido distinguir la responsabilidad política y la responsabilidad jurídica. Esta última se
proyecta en el ámbito penal, civil y disciplinario. La responsabilidad jurídica se
genera por una fractura a un precepto legal, lo que la distingue de la responsabilidad
política, que puede fincarse aún sin que haya habido una fractura a una disposición
legal. Y la aplican jueces con criterios jurídicos y no políticos, y en ella se ha hecho
intervenir un órgano de reciente factura en el derecho constitucional comparado, el
Consejo de la Judicatura.
Se podrá decir: ¿pero acaso los jueces no se protegen a sí mismos y evitan
que uno de los suyos sea juzgado por corrupción o negligencia judicial? Sin duda el
cargo puede tener base, y precisamente por eso en México se optó porque en la
integración del Consejo de la Judicatura éste órgano encargado de sancionar a los
jueces por su inadecuado desempeño no estuviese dominada por los jueces sino
que tuviera una ventana al Poder Legislativo y otra al Ejecutivo a través de los
miembros que éstos nombran.
Después de dos décadas de funcionamiento del Consejo de la Judicatura en
el ámbito federal, y en la gran mayoría de los estados, debemos valorar sus
resultados en cuanto a su idoneidad para aplicar el régimen disciplinario de los
jueces. Quizá sea tiempo de introducir cambios en la forma de su integración o, por
el contrario, de mantenerlo como ésta. Pero no es sólo el diseño institucional el que
determina su desempeño, sino también la calidad de sus integrantes.
III.- RESPONSABILIDAD DEL MINISTERIO PÚBLICO
Pero también debemos evaluar la forma en que se exige responsabilidad a los
agentes del ministerio público, que aun cuando la institución se ubica dentro de la
esfera del Poder Ejecutivo desempeña funciones materialmente jurisdiccionales. En
nuestro país la evaluación de dichos agentes sigue siendo intraorgánica mientras
que en otros es competencia de un consejo del ministerio público, equivalente
funcional del consejo de la judicatura.
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Señalar que las investigaciones sobre los delitos y su imputación a una
persona concreta suelen estar deficientemente integradas, no puede servir de eterna
coartada para esconder errores propios de los funcionarios del Poder Judicial. Pero
tampoco podemos cerrar los ojos ante un señalamiento que han venido haciendo los
jueces federales y de los estados desde hace varios años: la deficiente integración
de las averiguaciones previas en la que sustentan sus casos.
No podemos hacer generalizaciones que dañan la reputación del alto nivel
profesional con que efectivamente se desempeñan en nuestro país cientos de
agentes del ministerio público. Pero también es lícito preguntarnos qué porcentaje
no cumple con dichos niveles de calidad, y en su caso como podemos evitar que
integren este cuerpo de funcionarios personas que no tienen aptitudes profesionales
o éticas para ejercer el poder de acusar del Estado mexicano.
La respuesta la empezamos a conocer cuando conocemos cómo ingresan al
servicio público quienes prestan sus servicios como agentes del ministerio público
federal y de los estados. Los contrastes son enormes. Si bien ya se han puesto
ciertos requisitos en las leyes federales y de algunos de los estados sobre aplicación
de exámenes de aptitud técnico jurídica para ingresar al servicio público, los
mecanismos para asegurar la objetividad de tales exámenes de ingreso, por ser
intraorgánico, han sido cuestionados desde la academia y por organizaciones no
gubernamentales. También han apuntado la idea –que comparto- que tales
exámenes de selectividad
podrían incrementar significativamente su grado de
fiabilidad si se delegaran en un Consejo del Ministerio Público, como un órgano que
tendría funciones equivalentes al Consejo de la Judicatura encargado de la
valoración del ingreso de los jueces bajo cada vez más estrictas mediciones de
aptitudes por medio de exámenes públicos de oposición. Este órgano, en el que se
podría integrar la sociedad civil –las víctimas de los delitos, a través de sus
asociaciones- sería el encargado de la disciplina de los agentes del Ministerio
Público y de la Policía Científica.
La lógica es simple. Como los agentes del ministerio público o fiscales
realizan una actividad que es materialmente jurisdiccional, es decir, equivalente a la
de un juez, como es valorar ciertas pruebas y acusar a alguien de un delito y, en
general, conducir todo el procedimiento de acusación hasta su última fase, los
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agentes del ministerio público deben tener el mismo conocimiento sobre garantías
procesales y en general de las leyes penales que los que tienen los jueces –lo que
incluye el conocimiento de la jurisprudencia. Es por ello que los aspirantes a ocupar
plazas como agentes del ministerio público y a jueces de lo penal deberían presentar
el mismo examen riguroso. Una vez que los aspirantes hayan pasado el examen,
cada individuo podría decidir qué camino seguir: si optar para juez en materia penal,
o para agente del ministerio público –en el entendido que también se dignificaría los
salarios de los agentes del MP y en general sus condiciones de trabajo. Una vez que
se ha hecho la elección, el Estado le debería proporcionar un prolongado e intenso
adiestramiento en su campo de especialización.
-------IV.- ORALIDAD Y PUBLICIDAD DE LAS RESOLUCIONES JUDICIALES Y
RESPONSABILIDAD DE LOS JUECES
¿Deben los procesos judiciales penales ser públicos en el México del siglo
XXI al igual que las resoluciones que generan? ¿Juega la publicidad de las
sentencias en contra de los jueces, o por el contrario milita a su favor?
Las
preguntas son pertinentes porque se externan resistencias en los poderes judiciales
de algunos estados de nuestra República federal, bajo el argumento de que tal
exposición pública referida a la materia penal es contraria a la “tradición” jurídica
mexicana.
Al respecto cabe preguntarse quienes forjaron esa “tradición” jurídica en
nuestro país –que efectivamente existe-, y de dónde tomaron inspiración sus
forjadores. Y yo me lo pregunto porque para mí resulta altamente probable que, por
ejemplo, para el ex presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Benito
Juárez García, diputado constituyente en 1847 (Acta de Reformas), así como para la
generación de juristas liberales que redactaron la Constitución de 1857, la
respuesta sobre si los juicios penales deben ser públicos, y publicadas sus
resoluciones –lo que incluye hechos y argumentos de derecho y no sólo la
sentencia- hubiese sido contundentemente afirmativa, no me cabe duda.
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Esta sugerencia hipotética que presento se apoya en el hecho de que esa
generación de juristas de la que formó parte también el ex presidente de la Suprema
Corte y constituyente de 1857 Ignacio L. Vallarta, una vez que en el Congreso
determinaron por ley que las resoluciones judiciales debían ser publicadas íntegras
(hechos, derecho, sentencia). Con este fin crearon el Semanario Judicial de la
Federación. Cabe destacar que ellos entendían que era una exigencia del
liberalismo hacer públicos las actuaciones de los jueces pero también las
actuaciones de los fiscales de la época –los actuales agentes del MP- que entonces
formaban parte del Poder Judicial y no del Poder Ejecutivo.
La publicidad de las resoluciones judiciales era tenida por los liberales de
1857 como un control ciudadano sobre quienes ejercían poder público en nombre
del pueblo, y como garantía de uniformidad de la aplicación judicial de la ley, pues
¿cómo se podría asegurar un individuo que la ley se aplicaba igual al vecino, en
casos exactamente iguales, si no se podía conocer qué había resuelto el juez en
todos los casos que conocía?.
El control de los ciudadanos sobre las actuaciones de los jueces por vía de la
publicidad de sus resoluciones fue expresamente introducido como tal en el siglo
XIX. El juicio por jurado popular, por ejemplo, un procedimiento que intercalaba
fases orales y escritas dirigidas por el juez, era concebido como un control sobre los
jueces y los agentes del MP. Tal institución anglosajona entra al derecho mexicano
en la Constitución de Yucatán de 1841, redactada entre otros por Manuel
Crescencio Rejón, a quien se atribuye la paternidad del amparo en México. Luego
esta nueva institución procesal se elevaría a la Constitución federal de 1857. Pero la
oralidad y participación del pueblo en partes del proceso y la publicidad de las
resoluciones judiciales no tuvo éxito en el México del siglo XIX; triunfó la tradición
judicial forjada en el modelo de impartición de justicia del absolutismo español y
francés de la época.
Es hasta hoy que nuevamente –con otro nombre- se avanza en ese proceso
penal con fases orales dirigida por el juez, y que exige la publicidad de las
resoluciones judiciales ante el pueblo a su conclusión. Pero no dejan de haber voces
muy autorizadas contrarias a su introducción. Señalan que ello fractura la “tradición”
jurídica mexicana. Sin embargo, habría que preguntarse como ya lo hice antes ¿de
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qué tradición jurídica estamos hablando? Encuentro difícil pensar que quienes
introdujeron el juicio por jurado popular en México y el amparo –la generación de
1857- fuesen contrarios a la idea de la oralidad y de la publicidad de las resoluciones
judiciales. ¿Acaso quienes configuraron el amparo en México, el juicio por jurado
popular y el Semanario Judicial de la Federación no deben ser tenidos como
autorizados forjadores de la tradición jurídica mexicana?
La “tradición” mexicana de la que se sigue hablando en nuestros estados fue
tomada de la española ciertamente. Pero la del siglo XIX, no de la España
democrática post 1978. Actualmente en España cuentan con un proceso penal con
fases orales dirigidas por el juzgador. Y en cuanto a la publicidad de las sentencias
(hechos, derecho y sentencia), los españoles han venido promoviendo su publicidad
en todas las materias –no solamente en la penal- por su consecuencia democrática,
pero también por exigencia jurídica de la Unión Europea. En otras palabras, existe
una nueva tradición jurídica en España, que en mi opinión se acerca mucho a la que
quisieron introducir en México los liberales de la generación de 1857.
Concluyo mi exposición señalando que la publicidad de las sentencias milita a
favor de los jueces, pues constituye un punto objetivo para evaluar lo que cada uno
de nosotros hace como juzgador. Con ello se puede inhibir la acusación ligera, la
calumnia incluso que se endereza con vagas generalizaciones, lo que daña la
reputación de la gran mayoría de los jueces competentes y probos del Poder Judicial
de la Federación de los Estados Unidos Mexicanos.
Muchas gracias!
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