RETOS DEL EJERCICIO DE LA PSICOLOGÍA Gloria María Berrío

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RETOS DEL EJERCICIO DE LA PSICOLOGÍA1
Gloria María Berrío Acosta2
Septiembre de 2013
El cambio que el mundo ha vivido en las últimas décadas ha involucrado a toda la sociedad.
Su ritmo vertiginoso ha incluido a los psicólogos, profesionales conocedores de la conducta
humana que como sujetos receptores de los mismos son, a su vez, agentes catalizadores
para aquellos que esperan que a partir de este saber disciplinar se les brinde la ayuda que
requieren para enfrentarse a la novedad e incertidumbre que trae consigo este devenir.
Adicional a los cambios en el mundo y en las costumbres, los psicólogos nos encontramos
con nuevas normas que rigen el quehacer profesional. Por ello, esta presentación busca
plantear el panorama de nuevos retos desde dos perspectivas complementarias: la
deontológica y la bioética, especialmente resaltadas en la Ley que rige el ejercicio de la
psicología en Colombia. Ambas perspectivas están aunadas al notable trabajo internacional
sobre estos temas y al crecimiento de la reflexión ética aplicada específicamente a la
psicología, cada vez más desligada de la herencia y la perspectiva médica.
Los cambios nos llevan la delantera y los psicólogos estamos llamados a estar
atentos a ellos y al impacto que tienen en la conducta, las emociones y los estilos
cognoscitivos de las personas que son objeto de nuestro quehacer profesional. Han
cambiado las actitudes, las formas de nacer, de morir, de relacionarse, de recrearse, de
enfrentar los problemas, de valorar la calidad de vida y de conducir la propia vida. En un
mundo posmoderno caracterizado por el materialismo, el individualismo, “la racionalidad
calculadora” (Mitchell, 1997, p. 51), y una cultura personalizada hecha prácticamente a la
medida que privilegia la sensibilidad individual y el abandono de creencias y prácticas
tradicionales, el ser humano se enfrenta a una vida con pocas certidumbres, muchas dudas y
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Texto correspondiente a la versión ampliada de la conferencia presentada en el III Congreso de Psicología
Colpsic – Ascofapsi, Bogotá, septiembre 6 de 2013.
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Psicóloga, Mg. en Bioética. Magistrada Tribunal Nacional Deontológico de Psicología. Coordinadora del
Énfasis en Psicología de la Salud de la Maestría en Psicología, Universidad El Bosque, Bogotá. Correo:
[email protected]
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frustraciones, profundos cuestionamientos “sobre la autoridad (“¿Quién dice?”), sobre la
identidad (“¿Quién soy?”)” (Mitchell, 1997, p. 44), y sobre el sentido (¿Para qué?).
Incertidumbres con pocas respuestas y continuos retos que lo impelen a poner empeño para
afrontar la cotidianidad y sus acelerados cambios, con frecuencia a través de la búsqueda de
nuevas espiritualidades con enfoques religiosos ecuménicos que integran al laico y al ateo.
Los retos fortalecen el razonamiento, motivan la acción y enriquecen la autoestima.
Retar viene del latín re-putare que significa considerar, estimar, pensar, evaluar. Es un
vocablo que tuvo origen en la agricultura, donde se refería a la acción reflexiva de ser
selectivo y cuidadoso a la hora de, por ejemplo, podar un árbol. El prefijo re indica
reiteración. La Real Academia de la Lengua Española define la palabra ‘reto’ como un
“Objetivo o empeño difícil de llevar a cabo, y que constituye por ello un estímulo y un
desafío para quien lo afronta” (RAE, 2013). Tanto su etimología, como la definición,
incluyen aspectos de especial consideración para los profesionales de la psicología. El reto
como estímulo se plantea al gremio desde el 6 de septiembre de 2006, cuando nos
enfrentamos a un reto particular: la Ley 1090 que trae inmerso un detallado Código
Deontológico. El reto como desafío se da cuando dicha ley nos establece el imperativo de
conocer su contenido e incorporarlo al actuar, como un ejercicio reflexivo y prescriptivo,
cuya ordenanza reiterativa se constituye en un puente entre lo ideal y lo real.
Adicionalmente, el Código Deontológico nos plantea un nuevo conocimiento al adentrarnos
en el concepto de la bioética poco conocido en la jerga cotidiana del psicólogo. La bioética
nos abre un nuevo camino de exploración, reflexión y argumentación de nuevos conceptos
a través de debates pluralistas, incluyentes y abiertos a las nuevas demandas culturales.
El Código Deontológico se adentra en la ética del deber, que, sin desconocerlos
radicalmente, muchas veces se encuentra alejada de los problemas del mundo real que
enfrenta el psicólogo, pero matiza el deber ser con principios bioéticos que trascienden la
norma e invitan al cuestionamiento continuo, al crecimiento personal, e insertos en lo que
implica un reto de acuerdo con su definición, a ser reflexivos y cuidadosos a la hora de
actuar.
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Plantear estos dos retos actuales para el psicólogo: el normativo, dado por el Código
Deontológico, y el ético, visto no a partir de la ética tradicional de la relación del hombre
con el hombre, sino de la forma de vivir la vida (bioética); es decir, desde la relación del
hombre con sus congéneres y, además, con el amplio entorno que hace posible su
existencia, su libertad y su felicidad, exige incluir en la responsabilidad profesional una
permanente actitud reflexiva sobre los conocimientos científicos y teóricos actualizados que
respaldan la actuación, y sobre los principios y estándares éticos implicados en la decisión a
tomar.
El reto deontológico
Antes del Título VII que corresponde al Código Deontológico y Bioético para el ejercicio
de la profesión de psicología, la Ley 1090 de 2006 en su artículo 2 presenta los principios
que hacen parte de las disposiciones generales que rigen a los psicólogos. Seis de los diez
numerales cumplen criterios de estándares profesionales; los otros cuatro corresponden
realmente a principios morales (1-2, 5 y 6), y son retomados posteriormente en el artículo
13 al inicio del Código.
La APA (2002) refiere en el prólogo que a diferencia de los principios, los estándares
corresponden a las normas de conducta que deben tener en cuenta los psicólogos en las
diversas áreas profesionales al resolver conflictos éticos con los que se encuentran en las
diferentes situaciones profesionales. Cuando estos estándares, que de hecho no son
exhaustivos, no son suficientes, los psicólogos deben retomar reflexivamente los principios
éticos que le ayudarán a tomar una decisión responsable basada en el respeto por los
derechos humanos. Los principios deben ser fundamentos últimos e indiscutibles, máximas
morales, y los estándares son las consecuencias prácticas de los principios, sosteniendo la
sentencia legal contra principa negantem, non est disputandum (Amaya, 2013).
El desconocimiento de los principios de responsabilidad (asimilable a la Justicia),
competencia (asimilable a la no Maleficencia), confidencialidad (aspecto central de la
Autonomía) y bienestar del usuario (asimilable a la Beneficencia) han proporcionado hasta
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el momento la apertura de más del 85% de los expedientes en los Tribunales
Deontológicos. Conocer la norma ayuda a cumplirla y aleja a los profesionales de la
posibilidad de verse implicados en una sanción disciplinaria, pero el temor a la sanción no
es un verdadero reto, el desafío está en trascender la ley, ir más allá, asumir una postura o
un actuar autónomo claro, por convicción, cuya acción firme esté acorde con los principios
morales universales, y sea respetuosa de los acuerdos compartidos. De esta forma el
psicólogo logra, como bien lo indica la norma (artículo 13 de la Ley 1090 de 2006),
enaltecer la profesión con actuaciones conscientes e intencionales, propias de la dignidad
profesional que nos atañe, que además sean acciones visibles que a todas luces hablen de
una práctica transformadora tanto para quien la ofrece como para quien la recibe.
El colectivo social tiene de los psicólogos la representación de que se trata de un
profesional con actuación deseable, de ser un modelo de conocimiento y dominio que nos
hace capaces de ser receptores confidentes de los temores, los anhelos, las dichas y las
desdichas de aquéllos que se atreven a confiar en nosotros con la esperanza de ser
orientados, acompañados, o simplemente de ser escuchados. Esta condición está vinculada
desde tiempo atrás, no sólo al ejercicio de la labor profesional clínica, sino a la postura
misma de recibir información: el que escucha para ayudar, orientar o acompañar, se hace
depositario de una responsabilidad superior. Por ello, principios como la responsabilidad y
la competencia, ambos íntimamente ligados, son centrales en nuestra profesión de servicio.
Las siguientes son las consideraciones de la deontología sobre estos dos principios:
El principio de responsabilidad comprende el conjunto de acciones necesarias
derivadas de un rol, relación o disciplina, que le permite al profesional, en este caso, asumir
de forma voluntaria la tarea de regular la conducta y las actividades derivadas de su
ejercicio. Incluye la competencia profesional que asigna calidad a la atención que presta a
los usuarios, el respaldo teórico y científico actualizado, el mantenimiento de la pertinencia
y uso racional de las técnicas y de la tecnología con base en el autocontrol, y la generación
y empleo de guías y protocolos de atención validados.
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Son tres los componentes establecidos en el principio de responsabilidad en la Ley
1090 de 2006: la obligación de mantener estándares altos de la profesión, aceptar la
responsabilidad de los actos previendo cuidadosamente las consecuencias de las acciones
profesionales, y asegurar que los servicios sean usados de manera correcta. Cada uno de
ellos tiene elementos propios o consideraciones derivadas y, aunque no son excluyentes,
con fines didácticos serán tratados a continuación de manera separada.
El primer componente se refiere a los altos estándares de la profesión y tiene
amplios referentes dentro de la Ley 1090 de 2006. Basta con leer detenidamente, por
ejemplo, los artículos 10, 11, 16, 17, 20, 23, 24, 38, 42, 47 y 50. Estos artículos señalan que
se puede faltar a la responsabilidad profesional cuando se omite o se retarda el
cumplimiento de las actividades profesionales, se revela el secreto profesional sin la
autorización previa del interesado y dentro de los límites de esa autorización, igualmente,
cuando se atrae de forma desleal al cliente de otro colega, no se tiene el cuidado necesario
en la interpretación y presentación de resultados diagnósticos obtenidos a partir de la
aplicación de pruebas debidamente validadas y estandarizadas, se discrimina a las personas
en la prestación de los servicios profesionales, no se trabaja en el marco de la máxima
imparcialidad, y cuando se incumplen las normas vigentes relacionadas con la prestación
servicios en las áreas de salud, trabajo, educación, justicia, o las que correspondan, según el
área de desempeño profesional, entre otros. Este componente es transversal al ejercicio
mismo de la profesión.
El segundo componente habla de asumir la responsabilidad por los actos previendo
cuidadosamente las consecuencias de las acciones profesionales. Una ilustración más
precisa sobre este tema se encuentra en los artículos 19, 25 y 36 de la Ley 1090 alusivos a
la exigencia de hacer uso apropiado del material psicotécnico, evitar las rotulaciones y
diagnósticos definitivos, utilizar debidamente el consentimiento informado, tener particular
reserva con la información confidencial, registrar en la historia clínica, la ficha técnica, el
archivo personal y demás acervos documentales (formatos de entrevista, observadores,
planillas, etc.); tener presente siempre las implicaciones de las estrategias de evaluación y
los procedimientos de intervención que se utilicen; no encubrir con su titulación actividades
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vanas y engañosas, y no prestar su nombre ni su firma para que otros lleven a cabo
actividades profesionales en su nombre.
El tercer componente del principio de responsabilidad indica que los psicólogos se
deben asegurar de que sus servicios sean usados de manera correcta, tal y como se señala
en los artículos 21, 26, 29, 31, 33 y 49. Su llamado es a rechazar la prestación de los
servicios profesionales cuando haya sospecha o certeza de que pueden ser mal utilizados o
utilizados en contra de los intereses legítimos de las personas, grupos, instituciones o
comunidades; tomar las medidas necesarias para que los receptores de los informes
psicológicos entiendan y actúen en consecuencia de la confidencialidad que los cobija
también a ellos; contar con el consentimiento informado para la presencia de terceras
personas durante el acto profesional, y rehusar la prestación de sus servicios para actos
contrarios a la moral y a la honestidad profesional.
Por su parte, la competencia profesional (artículos 2, 35 y 36) obliga a tomar
precauciones para proteger el bienestar de los usuarios al reconocer las limitaciones de las
técnicas así como los límites del conocimiento disciplinar y de las habilidades profesionales
particulares. Es por ello que un psicólogo puede incurrir en falta a este principio cuando
presta sus servicios y utiliza técnicas para las cuales no se encuentra suficientemente
cualificado, hace uso inapropiado del material psicotécnico, hace evaluaciones a personas o
situaciones que no correspondan a su campo aplicado de conocimiento, y emite conceptos
profesionales sobre dominios respecto de los cuales no tiene conocimiento fundado.
Igualmente, cuando no remite a un profesional cualificado o no excusa la atención de
cualquier caso que desborde su campo de competencia (Manual Deontológico y Bioético,
2012).
Los principios y estándares de las conductas señaladas en los acuerdos sociales de
los profesionales de psicología no se limitan a lo exigido legalmente, sino que trascienden
la norma puesto que de los profesionales de la psicología se espera lo moralmente loable.
Esta tarea demanda la suficiente prudencia y discernimiento para no sacrificar a la persona
en el altar de la rigidez legalista, ni sacrificar la ética en el altar de la flexibilidad. Requiere
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un esfuerzo racional permanente que garantice la adaptación de la norma a la riqueza y
variedad cultural de los individuos, sin una laxitud que anule la exigencia.
El reto bioético
Asumir la responsabilidad de las consecuencias de los actos es propio de las personas
adultas, y con mayor razón, si estas consecuencias se derivan del ejercicio de una profesión.
La Ley 1090 de 2006 es, en el amplio marco internacional de Códigos Deontológicos de
Psicología, la única que además de referirse a la ética de la profesión, deontología, hace
referencia a la bioética como imperativo reflexivo de un saber interdisciplinario y pluralista
que permite e invita a posturas y acciones trans-disciplinarias, como parte del eje central
del actuar de los profesionales.
La ciencia y la academia abren nuevos saberes, nuevos rumbos, nuevos horizontes y
nuevas perspectivas de pensamiento (Molina, 2011). Al igual que la ciencia y la academia,
la bioética nos acerca a un nuevo lenguaje, nuevos conceptos y nuevas metodologías para
analizar el mundo y para tomar decisiones.
La bioética fue precedida por una amplia historia de reflexión, no sólo para brindar
respuestas a lo teórico, sino, y más profundamente, para abordar los desafíos a los que se
enfrenta y está abocada la humanidad y la biosfera, frente a las consecuencias de los
desarrollos tecno-científicos. Por otra parte, la generación de documentos que responden a
estos desafíos, tales como el manual de ética médica de Thomas Percibal (1803), el código
de Nuremberg (1947) que respondió a los abusos de los médicos Nazi en los campos de
concentración, el Comité de Legos de Seattle (1962) organizado para la selección de los
usuarios de la diálisis con la fístula de Scribner, la creación del National Commission for
the Protection of Human Subjects of Biomedical and Behavioral Research (1974), entre
otros. Surge al inicio de la década de los 70 del siglo XX, y se plantea como un
“movimiento de ideas” (Molina, 2011, p. 112) que lucha por retomar los lineamientos
dados por los principios y los valores éticos clásicos, repensarlos, actualizarlos y aunarlos a
los desarrollos científicos y a los nuevos planteamientos derivados de una vida moderna
dinámica y cuestionadora que debilitó la tradición y con ello las seguridades interiores.
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Sobre los cimientos del desarrollo industrial, capitalista y tecnológico surgió un ser
humano más calculador, desconfiado y racional, más cosmopolita pero aislado en medio de
grandes urbes de extraños multiétnicos y multiculturales que cuestionan los antiguos
métodos del orden social y los sustituyen por principios privados, la autodisciplina y el
autocontrol. Éste es el ser humano que acude a los psicólogos. Un ser humano inmerso, al
decir de Lipovesky (2011), en una cultura psi que se rige por la seducción del mercado, del
placer, del facilismo, del deseo de sentir, de analizarse y de liberarse de roles y ataduras.
Los psicólogos como personas somos igualmente partícipes de estas características, y
tenerlas claras nos ayudarán a entendernos y a entender a nuestro usuario.
Según Mitchell (1997), “los lazos tradicionales de la familia, el linaje y la
comunidad, rotos por la nueva movilidad y la inexistencia de una regulación convencional
sólo fueron sustituidos por la pérdida de dirección y la sensación de soledad de cada
individuo” (p. 60). El ideal del modernismo desencanta y da paso a una vida “sin
imperativos categóricos, la vida kit modulada en función de las motivaciones individuales,
la vida flexible en la era de las combinaciones…” (Lipovesky, 2011, p. 19).
Este ser humano, la creciente deshumanización y el deterioro de la calidad de vida,
inquietan al padre de la bioética, Van Rensselaer Potter, bioquímico norteamericano, quien
hace al mundo un llamado perentorio a tender un “puente entre la ética clásica y las
ciencias de la vida. Vida en su significado más amplio” (Molina, 2011, p. 111). Éste es un
puente interdisciplinario, pluralista, abierto a los debates que da paso a principios y a
soluciones por consenso, desconocedor de verdades absolutas, categóricas o universales; es
un puente entre la biología y la ciencia, entre lo humano y lo científico, que clama por la
prudencia, la tolerancia y el respeto de las diferencias en el pensar y en el actuar. La
bioética nos invita a la autotransformación del ser humano a través de acciones
responsables de orden político sociales y tecnocientíficas (Hottois, 2011), y “a evidenciar
siempre las semejanzas y no las diferencias, a fortalecer lo que nos une y no lo que nos
separa, a asegurar los derechos de las personas y muy especialmente a cuidar de nosotros
mismos” (Molina, 2011, p. 116).
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La bioética norteamericana se basa en cuatro principios tradicionales de la ética
médica reinterpretados por Beauchamp y Childress (1999): No maleficencia, Beneficencia,
Autonomía y Justicia. Escobar-Triana (2011) considera que estos principios están
“incrustados en la moralidad común universal y son presupuestos en la formulación de
políticas públicas e institucionales” (p. 132). A su vez, la bioética de la corriente europea
considera los principios de Dignidad, Integridad, Vulnerabilidad y Autonomía como
referentes para la toma de decisiones. La dignidad y la vulnerabilidad constituyen el
fundamento de la autonomía (Velásquez-Fandiño, 2012), y abren el camino para hacer
explícito el principio de la dignidad humana.
La dignidad humana, “la dignidad intrínseca… de la familia humana” (Naciones
Unidas, 1948) como concepto central de la Declaración Universal de Derechos Humanos,
de la Constitución Nacional de nuestro país, de la Ley 1090 de 2006 y, más recientemente,
de la Ley 1374 (2010), se refiere a aquella cualidad que le reconoce al ser humano de
manera connatural el estatus de ser merecedor de estimación y honores. Sin embargo, el
respeto de esa dignidad trasciende cualquier norma legal y es vinculante para los psicólogos
en todo el territorio nacional.
El respeto por la dignidad humana forma parte de la visión de integridad que hace
respetable y confiable al profesional de la psicología. La integridad nos obliga a aunar
todos los principios éticos para seguirlos en las acciones y decisiones propias del amplio
contexto profesional, así como a ser claros, estructurados y coherentes en nuestras posturas
personales de valores y principios. Los comportamientos, actitudes y juicios éticos están
permanentemente en juego en el quehacer del psicólogo, no se separan del saber científico.
Esto lo resalta con claridad el Código Británico de Ética y Conducta para los Psicólogos
(British Psychological Society, 2009).
El proceder ético se adquiere, se aprende, es una costumbre que forja el carácter e
identifica a la persona. Como lo expresa Adela Cortina (2003), “la ética desde sus orígenes
se ha gestado como un saber que se propone ofrecer orientaciones para la acción de modo
que… tomemos acciones justas y buenas. Y Justamente recibe el nombre de ética porque
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tomar tales decisiones exige cultivar la predisposición a tomarlas hasta que se conviertan en
hábito, incluso en costumbre” (p. 18).
Las implicaciones éticas de la actuación profesional son inseparables de los
flexibles recursos técnicos, el conocimiento teórico y las destrezas profesionales. Se espera
mucho de nosotros. Se confía en los psicólogos. El usuario nos considera poseedores de un
conocimiento y unas herramientas profesionales que pondremos a su servicio para brindarle
la asesoría, orientación o ayuda que requiere. Tiene sus esperanzas puestas en nuestra
profesión y en cada uno de nosotros como sus representantes.
La esperanza se basa en la confianza, y la confianza está cimentada en la seguridad.
El usuario considera que está seguro con el psicólogo, que su estructura de valores es tan
sólida que lo hace un profesional especialmente responsable y discreto; por ello se siente
seguro al depositar en él sus mayores temores, incertidumbres y recónditos pensamientos.
Un comportamiento que no responda a estas expectativas es un comportamiento no ético y
puede lesionar los intereses no solamente del usuario sino también del profesional al ir
perdiendo credibilidad y respeto, y arrastrando en esta caída el buen nombre de la
profesión. Son muchos más que los intereses del usuario los que están en juego.
La responsabilidad del psicólogo se relaciona directamente con el principio de
beneficencia y, por consiguiente, con el análisis de las consecuencias del proceder. La
beneficencia se refiere a la acción moral de obrar para lograr un bien, un bienestar, para los
demás. Este principio obliga a hacer el mayor bien posible, procurar el mayor beneficio
posible, emplear la mejor alternativa posible, limitar al máximo los riesgos o perjuicios,
prevenir posibles males o daños y remover el mal o daño. Se actúa en contra de este
principio cuando no se tienen en cuenta las consecuencias negativas que pueden derivarse
de las actividades profesionales, no se realiza un cuidadoso análisis de los dobles efectos,
buenos y malos, de las acciones profesionales, en el ejercicio individual o como parte de un
equipo de trabajo.
Pero la responsabilidad del psicólogo también tiene otro matiz, el que le aporta el
principio de No Maleficencia. Este principio, por su parte, nos invita a no hacer mal o daño
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ya sea por imprudencia, por impericia o por negligencia. La incompetencia profesional es
una forma de maleficencia. Se es incompetente cuando se ejerce un campo de la profesión
sin contar con la preparación académica y la actualización sistemática de conocimientos y
destrezas que garanticen un ejercicio idóneo. Este desempeño estará caracterizado por
vacíos conceptuales, fallas metodológicas serias y falta del criterio científico que se
requieren para una práctica profesional rigurosa, válida y confiable.
La reflexión ética no se refiere exclusivamente al campo profesional. Es cierto que
la reflexión ética robustece la reflexión deontológica, pero no es menos cierto que todo
dilema ético profesional tiene de base un dilema ético personal. Enfrentar dilemas éticos
será siempre un desafío renovador porque el hombre está siempre en cambio, en constante
perfectibilidad, así como lo está el conocimiento científico. Ni lo ético ni lo científico están
terminados. El rostro de la ética y de la ciencia es el rostro del hombre, porque es el hombre
el que produce para el hombre. La ciencia avanza y tiene sentido en la medida en que se
inserta en la comunidad y se fija a sus valores morales, o los modifica.
REFERENCIAS
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Code of Conduct. American Psychologist, 57 (12), 1060-1063
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Lipovesky, G. (2011). La era del vacío. Barcelona: Editorial Anagrama
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Velásquez-Fandiño, L. (2012). La relación médico-paciente: una aproximación al problema
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