Tema V KANT

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KANT
M.Ángel Velasco León.
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Inmanuel Kant (1724-1804)
El contexto intelectual
Kant es un filósofo ilustrado, el último filósofo de la Ilustración, su cima y a la par su
transición hacia el idealismo. El objetivo primordial de la Ilustración era conseguir la
afirmación plena del ser humano como individuo autónomo, a través del ejercicio critico de la
razón. Este objetivo colectivo se gesta en el Renacimiento, madura a lo largo de la
modernidad y va produciendo la lenta transformación de las estructuras políticas y
económicas, junto con un cambio de mentalidades, que culminara finalmente con las
revoluciones del final del siglo XVIII (la independencia de las colonias americanas y la
Revolución Francesa, que arrastran en la caída, uno tras otro, a los «antiguos regímenes) en
toda Europa, con éxito desigual. La defensa de la autonomía individual, y, por tanto, de la
libertad política y la emancipación respecto del poder religioso, se apoya, desde el
Renacimiento, en la afirmación radical de la capacidad de la razón humana para
autodeterminarse, para decidir por sí misma. La declaración surgida de la Asamblea
Constituyente francesa proclamará como derechos naturales la libertad, la propiedad, la
seguridad y la resistencia a la opresión.
Durante este mismo período, el conocimiento científico progresa de manera
espectacular y, con él, también lo hicieron las aplicaciones tecnológicas (es la época de la
Primera Revolución Industrial en Inglaterra). Se interpretó que este avance se había
conseguido a partir de la presuposición, no exenta de conflictos, de que el objeto científico es
lo observable, lo mensurable (la sustancia extensa de Descartes), algo inerte que yace ante
nosotros como las páginas de un libro escrito con caracteres matemáticos que el científico
tiene que saber leer (como dijo Galileo). Pero la expansión de esta visión acabará por
absorber a la propia naturaleza humana (El hombre máquina, de La Mettrie).
El pensamiento moderno presenta, pues, una doble vertiente: desde Descartes,
propugna una visión mecánica del mundo (un reloj universal de infinitas ruedas), visión
indispensable para hacer posible la comprensión científica. Al mismo tiempo, afirma la
existencia en su seno de un alma libre, imprescindible para poder apoyar la defensa de la
autonomía política, moral y religiosa de cada ser humano, que escapa a las reglas del
mecanismo de relojería universal. Compleja coexistencia de dos realidades muy difíciles de
armonizar, que da lugar a la inacabable polémica sobre la sustancia, tanto entre los
racionalistas como entre los empiristas. A pesar de la larga extensión de los debates sobre la
cuestión, no parece, sin embargo, que la filosofía (la metafísica) haya progresado en
absoluto en este terreno fundamental, es decir que se haya llegado a un acuerdo entre los
diferentes filósofos.
El progreso científico ha reavivado también el interés por el método. Los racionalistas
han tenido éxito en este campo, ya que desde su concepción se puede entender muy bien
por qué la ciencia consiste en formular enunciados de carácter universal y necesario, es
decir, en construir leyes (el viejo objeto de la ciencia platónico sigue estando presente: sólo
hay ciencia de lo que es universal y necesario). Además, el fundamento último de la ciencia
(en Descartes lo hemos visto) se encuentra en principios racionales innatos, que tienen
precisamente este carácter universal y necesario por no depender de la experiencia sensible.
Pero ¿cómo nos puede informar una ciencia construida junto a la estufa, mirando hacia
adentro, sobre cómo está constituido el mundo? Por su parte, los empiristas nos ofrecen
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una explicación convincente de por qué el conocimiento científico crece y parece que se
pueda ir ampliando indefinidamente, algo difícil de entender si lo suponemos basado
únicamente en ideas o en intuiciones innatas. Sin embargo, el empirismo fracasa a la hora de
justificar la validez de las leyes universales, porque si salen de la experiencia, resulta que
esta es siempre particular (limitada) y contingente (cambiante).
La crítica de Hume (que fue empirista hasta las últimas consecuencias) resulta, en
este sentido, particularmente sangrante: la experiencia, al ser siempre del pasado, no puede
garantizar el futuro y la razón nada tiene, sino lo que ha obtenido por la experiencia. En
consecuencia, nada es definitivo ni seguro y el conocimiento científico es siempre
provisional. Esta afirmación, que hoy puede parecernos razonable y usual (nos separan de
Hume ya casi trescientos años), en su época resultaba un ataque frontal contra la razón, la
diosa fuente de luz, que era el fundamento del ansia humana por alcanzar su emancipación
definitiva, frente a la autoridad que lo sometía (autoridad de Dios y las iglesias, autoridad del
rey y los nobles).
Si no podemos afirmar que haya un mundo fuera, mas allá de la conciencia, ¿qué
clase de ciencia será la nuestra? Este, que era el gran problema del racionalismo, quedaba
resuelto en el empirismo, pero al precio de perder la garantía de que las leyes sean tal
(universales y necesarias), es decir, de carecer de fundamento racional para la ciencia. Los
científicos Newton y Clarke consideraban que los conceptos fundamentales de la física,
espacio y tiempo, por ejemplo, formaban parte de la realidad de los objetos, incluso habían
dicho que el segundo era parte de Dios mismo. Esto quería decir, según Hume, que se
habían hecho incognoscibles, porque a Dios no lo podemos conocer. Leibniz pensaba, en
cambio, que había que considerarlos como propios del sujeto, pero entonces se convertían,
como todo conocimiento subjetivo, en problemáticos.
Los objetivos del ser humano
La solución al conjunto de cuestiones que hemos enumerado implica, según Kant, dar
respuesta a las tres preguntas que, desde siempre, han preocupado a la especie humana:
¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo esperar?; es decir, el problema del
conocimiento, el problema de la libertad y el problema del sentido de la vida. Los tres se
resumen en una sala pregunta ¿qué es el hombre?
Nuevamente, como en el trasfondo de Descartes, o en el de Hume, la filosofía
entendida como antropología: el ser humano convertido en el centro de la reflexión, en el
problema. Será la Razón humana, la única que posee, la que se aplique a diferentes
campos: el conocimiento científico, el deber moral y la armonía del universo. Campos que
son tres realidades indiscutibles, aunque pertenecen a tres esferas diferentes que no se
pueden confundir: el entendimiento, la voluntad y el sentimiento. Su obra crítica trata de
satisfacer estas tres evidencias, cada una en su ámbito específico. Nos ocuparemos
especialmente de la segunda de las preguntas, del universo de la moral.
1.- El uso teórico de la razón (¿Qué puedo conocer?, Primer objetivo)
Se ocupa de la capacidad humana de conocer, por tanto del problema de la ciencia;
¿qué puedo saber? con garantía de verdad.
Conocedor de la física de su tiempo, de toda la obra de Newton (al que se
consideraba la cumbre insuperable del conocimiento de la naturaleza sensible), pero también
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de las demoledoras críticas de Hume, nacidas desde el interior de las propias bases de la
ciencia moderna (nada tenían que ver con críticas venidas del exterior, como las de muchos
fundamentalismos religiosos de su época). Kant acepta la ciencia física como una realidad
incuestionable, entiende el qué, pero se da cuenta de que todavía permanece sin aclarar el
cómo se construye. En consecuencia, la crítica no tiene por objeto el conocimiento de la
naturaleza, sino el de las condiciones que lo hacen posible; no se trata de descubrir las
verdades concretas (las leyes de la ciencia física), sino de determinar qué hay que entender
por verdad. La cuestión es descubrir el mecanismo del conocimiento del ser humano.
Kant trata de solucionar la cuestión con una brillante ocurrencia: si el objeto conocido
es el que genera en el sujeto que conoce el conocimiento, jamás tendremos ciencia. Porque
de lo particular no puede nacer lo universal y del conocimiento del pasado no puede nacer
una ley para el futuro. Pero ¿si le damos la vuelta al planteamiento, si imprimimos un giro
como el que dio Copérnico a la astronomía y sustituimos la tierra por el sol? Es decir, que
sea el objeto conocido el que quede generado como tal por el sujeto conocedor. Resulta que
gracias a este giro copernicano kantiano es posible la construcción de una ciencia de la
naturaleza, porque las leyes no surgen de la experiencia, sino que es con las leyes de
nuestra razón con las que ordenamos nuestra experiencia y, por tanto, son las que
constituyen el objeto conocido.
Más allá de lo que nuestras facultades racionales son capaces de organizar nada
sabemos. Por ello la naturaleza, reino regido por férreas leyes, es el reino de los
fenómenos, es decir, de cómo nosotros vemos y entendemos la naturaleza, pero no es el
reino de los noúmenos o cosas en sí, que sería la realidad en sí misma, lo cual nunca
podremos conocer. La ciencia y sus leyes son posibles porque es mi capacidad humana de
conocer la que las construye del mismo modo que ha construido la naturaleza misma a partir
de lo que permanece escondido.
De otro modo, tiene que existir algo fuera de mí (fuera del sujeto que conoce), causa
de la información que registran mis sentidos. Pero tales estímulos forzosamente han de ser
ordenados, estructurados, por mis capacidades, que son las que tenemos y no otras. Luego,
es el sujeto quien al organizar según sus capacidades la información que las cosas en sí le
mandan construye su mundo, el mundo fenoménico en el cual vive. Así, si todos fuéramos
sordos no existiría la música, ni la voz, ni el sonido en general en la naturaleza, mas no
porque no existiese, sino porque careceríamos de esa manera de organizar la información
que ahora sí poseemos.
Las leyes de la ciencia pueden ser universales y necesarias porque son construidas a
priori, es decir independientemente de la experiencia y con esas leyes organizo lo que llamo
experiencia (los fenómenos). De modo que Hume llevaba razón en que las leyes científicas
no salen de la experiencia, pero se equivocaba al creer que deben salir de ella. Las leyes
nunca podrán ser a posteriori, es decir, salidas de la experiencia sensible, porque esta
siempre es particular y contingente, como ya advirtió Hume. Pero, dando un giro copernicano
a la explicación del conocimiento, Kant nos muestra cómo éste, la ciencia y sus leyes son
posibles: porque estamos tratando de la naturaleza como conjunto de los fenómenos, nunca
de las cosas en sí o noúmenos (que permanecen desconocidos). Las leyes nacen de las
mismas facultades, ¡las facultades de la razón humana! que ordenan la experiencia, la
información que llega hasta mí, por eso son leyes y funcionan.
2.- El uso práctico de la razón (¿Qué debo hacer? Segundo objetivo)
Los intereses humanos no se agotan con el conocimiento, al contrario, el centro de
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nuestras preocupaciones es, primordialmente, la acción: ¿cómo he de comportarme? La
razón tiene una dimensión teórica, pero también una dimensión práctica: la capacidad de
determinar la voluntad y la acción moral. De esta faceta se ocupan, principalmente, la
Crítica de la razón practica y la Fundamentación de la metafísica de las costumbres.
Este segundo objetivo de la razón, el ser capaz de orientar mi conducta según criterios
morales, no consiste en determinar cuál es el ideal moral, que cada uno ya posee en su
conciencia, sino cuáles son las condiciones que hacen posible un ideal moral en general. El
cual no se presenta en la conciencia para ser conocido, como el objeto se presenta en el
intelecto cuando hacemos ciencia, sino para ser realizado; no se presenta ante el
entendimiento sino ante la voluntad. La moralidad no es un objeto, sino un hecho (“factum
moral”), y es un hecho que, como el «sentido común» (es decir, el uso de la razón) del que
hablaba Descartes, es universal. Todas las personas actúan con conciencia de la bondad o
maldad de sus acciones, independientemente de cuál sea su ideal moral,
independientemente de que estén, o no, de acuerdo sobre cuáles son buenas y cuáles
malas. En el análisis de la razón en su uso teórico se partía del conocimiento científico como
de un hecho que había que explicar; aquí se parte de la conciencia moral como de un hecho
cuyas condiciones hay que determinar.
2.1.- Los imperativos
La razón práctica no construye representaciones del mundo, sino que formula
principios de acción «prácticos», reglas generales para la voluntad, como, por ejemplo,
«cuida de tu salud». Kant los llama imperativos, porque tienen forma de mandamientos.
Estos principios generales se traducen en reglas particulares, que, en cada sujeto y en cada
circunstancia concreta, orientan la acción: «Lávate los dientes después de comer...» Kant
llama a estas reglas particulares máximas.
Pero, por más que sea práctica, la razón siempre es razón y, por tanto, el esquema
explicativo de su actividad debe ser el mismo que sirve para el uso teórico. Busquemos, por
tanto, sobre qué leyes de carácter universal y necesario, es decir, a priori, descansan los
principios prácticos de la acción.
Hay dos tipos fundamentales de imperativos: los hipotéticos y los categóricos. Un
imperativo es hipotético si el mandamiento que contiene se subordina a un determinado
objetivo (un fin perseguido) que va más allá del propio imperativo. Juicios hipotéticos son los
que presentan la estructura «si..., entonces...» Ejemplos «Si quieres hacer una auténtica
fabada asturiana, debes poner tales ingredientes ...» 0 también, «Si quieres tener una buena
vejez, ahorra». o «Si quieres ser un buen músico, tienes que ensayar todos los días con tu
instrumento».
Los imperativos hipotéticos pueden ser, a su vez, de dos tipos, según el objetivo que
se propongan. Este puede ser alguna cosa que dependa exclusivamente de tu deseo, y en
este caso podríamos decir que serán imperativos verdaderamente optativos, porque son
subjetivos y, en consecuencia, no valen para todos (no son universales). Siempre es posible
que encontrar personas sin ningún interés en hacer una buena fabada asturiana o en ser
músico. Pero es un hecho que todo el mundo desea tener una buena vejez, una buena vida o
ser feliz. Estos últimos imperativos son de hecho, es decir, empíricamente, válidos para
todos, luego podrían parecer los que Kant busca, pero tampoco lo son. Porque, primero, lo
que se entiende por felicidad o buena vida cambiará de unas personas a otras, y segundo,
ese objetivo de felicidad o buena vida se alcanza mediante normas (imperativos) que han de
ser empíricos. ¿De qué otro modo sabré las acciones que me acercan y las que me alejan de
mi meta, si no es por la experiencia? la cual no tiene que ser mía, puede ser de otros. En
consecuencia, al tener contenidos concretos, el fin perseguido, y al ser empíricos nunca
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serán leyes universales para mi voluntad.
Las morales, hasta ahora, han procedido mediante este tipo de imperativos
hipotéticos, que permitían acercarnos a la meta del ser humano, la cual le proporcionará la
felicidad. La armonía con el destino, o el placer tranquilo, la actividad racional, ... son nuestra
meta y nos hacen felices. Para lograrlos habrá que seguir unos imperativos adecuados a
cada una, como frenar las pasiones, moderarse en los placeres o buscar la prudencia. Estos
imperativos son fruto de la experiencia (son empíricos) del fundador de la escuela moral:
Zenón, Epicuro, Aristóteles, ... y de los continuadores de la misma. Leyendo sus obras o
escuchándolos, como en las morales salidas de una religión, sabes cómo has de actuar, es
decir, que los imperativos te vienen dados desde fuera de tu conciencia y tan sólo has de
aceptarlos. A estos se les llama heterónomos. Además, tales imperativos detallan tanto la
acción que suelen ser siempre máximas.
Las morales que así proceden son llamadas por Kant materiales: tienen un contenido,
sus imperativos son hipotéticos, heterónomos y a posteriori. En realidad son máximas.
Mediante ellas es imposible encontrar normas universales y necesarias para el ser humano.
Luego habrá que ensayar un giro copernicano similar al dado en el uso teórico de la razón.
Construyamos una moral cuyos imperativos no salgan de la experiencia, lo cual tan
sólo es posible si eliminamos el fin, o meta, perseguido por el humano para proporcionarle la
felicidad. De este modo vaciamos de contenido empírico la moral y sus normas, puesto que
no buscamos un fin particular, sino uno absolutamente general: obra por deber, sin concretar
cuál sea este. Cumplir el deber es lo que hace, o entiende que ha de hacer, cualquier
humano, tenga las creencias morales que tenga (da igual que sea judío, hedonista,
racionalista, ...) y ello no porque lo haga la mayoría (no se trata de un dato empírico) sino
porque el comportamiento humano funciona así, es decir, lo sabemos a priori. Tal imperativo
sería «Obra según una máxima que puedas querer que sirva a la vez como ley
universal.»
Este tipo de imperativo universal por ser a priori, es además autónomo (por oposición
a heterónomo), ya que te lo das tú a ti mismo, no viene de fuera (no haces lo mandado por
Dios, Epicuro, ... o Diógenes el cínico) y tendrá la siguiente forma: «Obra de manera que la
voluntad pueda considerarse a sí misma, mediante su máxima, como legisladora
universal.» La ley moral te la impones tú y, a la vez, es universal, porque todo humano que
actúa moralmente lo hace siguiendo el deber, es decir, la respuesta adecuada a cada
situación. No tendría sentido entender que debes realizar una acción y emprender justo la
contraria. Por ello cada humano es legislador de sí mismo y a la vez legislador universal.
Para Kant la acción moral siempre involucra a otros humanos, a los cuales has de
tener en cuenta para realizar tus objetivos, pero consciente de que ellos son iguales a ti, y
tienen también objetivos en su acción. Por eso no sería un trato universalmente válido
aprovecharte de otros y no querer, en cambio que se aprovechen de ti (o de tus seres
queridos), puesto que tu máxima valdría tan sólo para algunos y por ello sería particular (en
vez de ley universal). Este aspecto del imperativo queda expresado así: «Obra de tal modo
que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro,
siempre como un fin y nunca sólo como un medio.»
Una moral de esta clase ha logrado encontrar la forma de cualquier imperativo de la
voluntad, luego es universal y necesaria. Se trata de cómo hay que actuar, pero no dice qué
acciones concretas han de realizarse. Es una moral formal y no tiene, si te fijas bien, más
que un único imperativo: obra por deber, cumple con tu deber. Los tres anteriores son el
mismo formulado de distinta manera, porque es imposible (al no haber contenido, al ser la
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forma a priori con la cual la voluntad se obliga a actuar), que exista otro. Kant lo llama el
imperativo categórico, y es válido por sí mismo, no como medio para otra meta. Es,
contrapuesto con los de las morales materiales, categórico, a priori y autónomo.
El imperativo categórico no dice «si quieres ..., tienes que ...», sino «tienes que...»,
sencillamente porque es tu deber. Es una ley práctica, de la acción, que resulta valida sin
condiciones para todo ser racional. Lo que determina, pues, la moralidad de una acción no es
el contenido, sino la intención con que se lleva a cabo. Nada puede pensarse como bueno
sin restricción (siempre), si no es una buena voluntad, la que busca cumplir el deber y no otra
meta.
Imagina que eres un comerciante y que decides no engañar en el peso. Puedes haber
tomado esta decisión por diversas razones:
1.- por miedo a ser descubierto y castigado; 2.- para preservar el buen nombre de la
empresa, no perder clientela o no tener mala fama (o incluso para no perder tu propio
respeto o autoestima); 3.- porque entiendes que es tu obligación.
Sólo la tercera de estas motivaciones determina una conducta verdaderamente moral,
es la única que expresa el sentido del imperativo categórico. Las otras dos son meramente
legales: coinciden con la ley, pero carecen de valor moral porque buscamos una meta, que
está fuera de la acción misma. Ahora bien, desde fuera, un observador externo, no puede
distinguirlas, porque no puede apreciar la intención con la que actuamos. En consecuencia,
únicamente uno mismo conoce el valor de sus acciones. Valor que no está en la acción
misma sino en la intención que la orienta.
2.2.- La libertad
La ley moral, a diferencia de las leyes de la naturaleza, se puede desobedecer, y
justamente ésta es su característica esencial. Desde el momento en que nos planteamos
alguna cosa como un deber, como lo que tenemos que hacer, es porque tenemos la
posibilidad efectiva de no hacerlo. No tiene ningún sentido ordenar al sol que salga o a los
árboles hacer brotar sus yemas en primavera. Es absurdo prescribir un imperativo donde se
da la necesidad natural, donde no hay alternativas posibles de conducta. Este hecho nos
hacer ver que la conciencia misma del deber revela la libertad de nuestra voluntad. Libertad
que sólo es plena cuando nuestro querer se deshace de todo condicionamiento externo o
interno y se determina a sí mismo, atendiendo únicamente a la indicación racional de lo que
se tiene que hacer, el deber.
La libertad no es fenoménica (recuerda que la naturaleza es el conjunto de los
fenómenos), no es un objeto que podamos entender desde la perspectiva de la racionalidad
científica. Al contrario, la ciencia parte de la convicción de que en la naturaleza todo está
determinado por causas. La causalidad, es una categoría del entendimiento y, por tanto, se
aplica, necesaria y universalmente, a todo aquello que es objeto de experiencia. Pero, en el
ámbito de la voluntad, nos encontramos ante un hecho único: el imperativo presupone, de
hecho, ser libre («haz lo que tienes que hacer» o «cumple con tu deber»); en la conciencia
del deber esta necesariamente implícita la libertad.
Es esta independencia de la voluntad la que reviste a la especie humana de una
dignidad única (digno significa merecedor de una consideración o trato especial) y objeto de
un respeto. El respeto nace de la admiración por la grandeza del hecho moral en la
conciencia, que convierte a los humanos en criaturas esencialmente diferentes y, en un
sentido sólo moral, superiores.
Hasta ahora siempre se había buscado el fundamento de la moralidad en la
metafísica. Kant, al haber destruido la posibilidad de la certeza metafísica (no podemos
conocer los noúmenos, tan sólo los fenómenos) instaura la independencia absoluta del
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terreno moral. Todas las morales anteriores son criticables, porque buscan su base de forma
heterónoma, en algo ajeno o más allá de la voluntad, y por tanto, transforman
inevitablemente los principios morales en imperativos hipotéticos: de esta manera, socavan
aquello que eleva la dignidad de las personas, su libertad. Si digo que la moral se tiene que
asentar sobre la felicidad, sobre el sentimiento o sobre la voluntad divina, estoy diciendo qué
es lo que he de querer, y subordino así mi razón y mi voluntad a una autoridad externa o a
los impulsos que provienen de mi yo empírico, de mi psicología (también puedo ser esclavo
de mis pasiones, cuyo origen es fenoménico). No es libre quien hace lo que le apetece, sino
quien obedece a su razón soberana.
2.3.- Los postulados de la razón práctica
Un postulado es una proposición que hay que aceptar como fundamento de un
razonamiento posterior. Para que la moralidad tenga sentido, hay que suponer que son
necesariamente verdaderos los tres postulados siguientes:
1º.- La libertad. Sin libertad no hay moralidad. Ya ha quedado explicado su carácter
de condición asociada a la conciencia del deber. El mundo moral se convierte en absurdo sin
libertad.
2º.- La existencia de Dios. Deriva de la dialéctica entre la búsqueda de la felicidad y
la del deber. En este mundo, como podemos observar, no siempre es más feliz el más digno
de serlo. Incluso suele ocurrir que la persona virtuosa raramente recibe el premio de la
felicidad que merece. Tenemos que aceptar la posibilidad de una reconciliación entre la
bondad y la felicidad supremas; podemos tener la esperanza de que quién ha merecido la
felicidad al actuar por deber la va a recibir (¡ojo! quien la ha merecido, no quien la ha
buscado, puesto que si buscamos ser felices nuestro comportamiento será heterónomo y
acabaremos esclavos de nuestros deseos o de nuestros maestros –autoridades externas-). Y
esto es lo que representa la idea de la divinidad, el único garante de la felicidad para aquellos
que la han merecido.
3º.- La inmortalidad del alma. Las personas estamos lejos de la perfección, nunca
podemos encarnar nuestros propios ideales de manera completa en este mundo. Dado que
el perfeccionamiento moral es un deber, pero parece una tarea infinita, hay que suponer que
ha de continuar indefinidamente en otra vida posterior. Dicho de otro modo, el progreso en la
conducta virtuosa no tiene porque acabar con esta vida fenoménica (como ser natural)
puesto que es un progreso del ser moral libre, es decir, del humano como ser nouménico,
como habitante del reino de los fines (no de las leyes naturales).
No se trata ahora de que, sin estos dos últimos postulados, la moralidad se convierte
en un absurdo lógico, como pasa con la negación del primero, la libertad, sino que, según
Kant, los necesitamos para no caer en la desesperación moral. A pesar de ello, no hemos de
obrar bien por la esperanza de una recompensa en la otra vida, sino por la conciencia pura
del deber. Pesa tanto su condición de prusiano como su educación pietista, sobre todo su
planteamiento moral.
3.- El uso práctico de la razón II y la esperanza I: La teoría política
No es posible entender la teoría política kantiana sin conocer antes la noción de pacto
o contrato social como base de la sociabilidad humana. Si unimos el imparable ascenso de
la burguesía en lo social y económico junto con la fragmentación de la autoridad religiosa
producida por la Reforma y las luchas entre los modernos estados-nación (muchas de ellas
luchas de religión) así como la progresiva importancia del individuo, entenderemos porqué en
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el siglo XVII ya no es posible ni explicar la sociedad remitiéndola a un origen natural
(defendido desde el viejo Aristóteles), ni explicar el poder político remitiéndolo a un origen
divino. En Inglaterra la burguesía da el paso, desde el predominio económico-social hasta el
poder político, mediante una revolución, “La Gloriosa”, que crea una monarquía
parlamentaria, con la cámara de los lores (los nobles) y la de los comunes (los burgueses).
Locke será el gran teórico y defensor de la nueva situación, inspirándose en la idea del
Contrato de Hobbes: el humano es un individuo plenamente libre en un estado natural,
puede hacer cuanto le plazca y le dejen los otros, puesto que también están en su misma
situación. De modo que el más fuerte, o el más astuto, se sale con la suya mientras otro no
se la arrebate, dado que no hay leyes, ni autoridad, ni, por tanto, árbitro a quien acudir. Los
conflictos y peligros de este estado de naturaleza son tales que es preciso buscar una salida:
un pacto o contrato entre los humanos, mediante el cual se renuncia a la libertad total y al
uso de la violencia, en favor del poder político (el rey y las cámaras parlamentarias), a
cambio de seguridad y protección de mis derechos (entre los que destaca el derecho a la
propiedad). Surge así el la sociedad civil y su gobierno (el poder político y el judicial).
En Francia, Montesquieu establece la clásica división del poder en tres añadiendo a
los anteriores el legislativo como independiente, y Rousseau sienta las bases del sufragio
universal y la concepción de la democracia, porque el humano ya no puede vivir sino
mediante tal contrato social. Es decir, sólo en sociedad podrá desarrollar plenamente sus
buenas cualidades naturales, los derechos propios de todo humano, puesto que la vida
salvaje se ha hecho imposible, y sólo buscando el bien común (no el bien de la mayoría
mediante pactos) a través de la sociedad el hombre recupera su libertad y salvaguarda sus
derechos naturales.
3.1.- Del contrato a la moral
Kant conocía las teorías contractualistas, pero fue tras caer en sus manos El contrato
social y el Emilio de Rousseau cuando dijo que se le habían descubierto los secretos del ser
humano y su necesaria convivencia. Así, planteará su proyecto político como un contrato
basado necesariamente en su capacidad de acción moral.
Kant trata de configurar un proyecto de convivencia, un proyecto político, en el que se
salvaguarde en lo posible la dignidad de las personas y la felicidad que han de disfrutar en
consecuencia. Ahora, puesto que el ser humano posee dignidad en la medida en que cumple
con su deber, esto es, en la medida en que respeta las leyes morales (leyes de la razón en
su uso práctico), la comunidad política se regirá por las leyes de la razón, y no por la
autoridad, el miedo o la costumbre. La comunidad humana será, por tanto, una comunidad
racional:
- El trato es el modo de relacionarse las personas libres, porque propone algo a alguien
sobre quien no se tiene autoridad. Según Kant, si preguntamos a alguien ¿hacemos un trato?
es porque no podemos mandar sobre esa persona; si este fuera el caso, no haría falta pactar
con ella; además, no sería libre, sino que estaría sometida. Cabe concluir que el trato es un
acuerdo entre personas libres.
- Por otro lado, dado que somos libres en la medida en que somos racionales, esto es, en la
medida en que nos atenemos a leyes morales, la comunidad humana habrá de ser una
comunidad de ciudadanos libres.
- ¿Cómo se constituye esta comunidad racional de ciudadanos libres? Un acuerdo entre
personas libres no es más que un trato. Si nos relacionamos a través de un trato pactado, lo
que tenemos es un contrato. Es del contrato entre seres libres y racionales de donde surge
la comunidad política. Por este contrato, los seres libres y racionales asumen comportarse
recíprocamente, no solo como medios, sino también como fines en sí mismos.
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Kant fundamenta la teoría política en la moral: entramos en contrato por imperativo
moral, dado que el Estado es el espacio donde los humanos se realizan plenamente. Los
humanos tenemos una «insociable sociabilidad» (nos dice en la obra Idea de una historia
universal en sentido cosmopolita): por una parte, tendemos a asociamos porque nos
necesitamos; por otra, tendemos a aislamos, a querer vivir como si estuviéramos solos. El
contrato social no es ninguna realidad histórica, sino un concepto normativo, que cumple una
función regulativa para la sociedad. El contrato vincula a todo legislador, que está obligado a
crear leyes como si éstas hubieran podido surgir de la voluntad de un pueblo. La constitución
a la que dé lugar tiene que promover la máxima libertad humana de acuerdo con las leyes
que hagan que la libertad de cada uno sea compatible con la de los otros y no una
constitución que promueva la máxima felicidad, porque ésta vendrá por sí misma. El
imperativo categórico del derecho tendría esta fórmula: «actúa exteriormente de tal manera
que el libre uso de tu albedrío pueda coexistir con la libertad de todos, conforme a una ley
universal».
3.2.- de la moral a la historia: el progreso
La esperanza supone que ocurrirá lo que esperamos. Remite su cumplimiento al
futuro, al tiempo por venir. Pero ese futuro no es solamente el de la vida más allá de la
muerte, es también el del hombre en la tierra, el del hombre que vive necesariamente en
sociedad, por lo que el futuro es futuro compartido, pertenece a la comunidad humana en su
devenir histórico. En este caminar de la comunidad humana hacia el futuro estamos
animados por la misma esperanza: reconciliar deber y felicidad.
El hombre es un ser capaz de fijarse fines, y éstos son de dos tipos: de habilidad y de
moralidad. La consecución de los primeros provoca el aumento de las desigualdades. La
consecución de los segundos en colectividad (es decir, en sociedad, entendida como
comunidad moral) permite la realización del hombre. Así, a diferencia de Rousseau, para
Kant el ideal no está al principio de la historia (en el estado de naturaleza), sino al final, y
esto es lo que permite el progreso de la historia humana. A diferencia de la naturaleza,
donde todo está regido por leyes y no cabe progreso alguno.
3.2.1.- El estado
En la historia, las comunidades políticas se configuran como estados. ¿Cuál será la
forma de estado de una comunidad de seres libres y racionales? Kant responde que la
república, pues esta es la única forma de gobierno que garantiza la racionalidad de las leyes
y previene su arbitrariedad (en la que caerían si fueran hechas por la voluntad de un
soberano) mediante una constitución. Los fines que ha de perseguir esta república son los
siguientes:
- Reconocer en sus miembros libertad legal, de pensamiento y de expresión, e
igualdad civil, igualdad ante la ley.
- Proporcionar felicidad a sus miembros en la medida en que cumplan la ley. Hemos
afirmado, en los postulados de la razón, que la felicidad escapa a la competencia del ser
humano, que la reconciliación entre el deber y la felicidad es cosa que solo Dios puede
garantizar. Sí, en efecto, pero esa afirmación se refiere a la reconciliación en sentido positivo,
no en sentido negativo: los seres humanos no pueden garantizar la felicidad a quien cumpla
con la ley, pero sí la infelicidad, por medio del castigo, a quien la incumpla. De este modo, la
esperanza humana justifica el régimen penitenciario, régimen que ha de estar, no al servicio
de la venganza, sino al de la persuasión. Se trata de persuadir a los individuos de moral
vacilante para que cumplan la ley, aunque sea a su pesar y aunque, de este modo, actúen
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legalmente y no moralmente, pues no se puede obligar a ser moral (recuerda que sin libertad
la moral carece de sentido).
Este es el proyecto político que se deriva de la esperanza del hombre. La historia es el
largo camino hacia su consecución. Ahora adquiere sentido lo que afirmamos sobre el
mundo como lugar de reconciliación de deber y felicidad, como lugar de cumplimiento,
limitado, pero cumplimiento al fin, de nuestra esperanza: humanizar el mundo, es decir,
hacerlo libremente racional. (Observa, nuevamente, el contraste entre el mundo de los
fenómenos, el natural, y el mundo de los seres en sí, el humano).
3.2.2.- La paz perpetua
Kant ve en la guerra el gran mal político y el principal obstáculo de la moralidad. Luego
la consecución de la paz es el sentido último de todo el progreso y la historia. Resulta
optimista, como buen ilustrado, respecto a la posibilidad de lograrla, porque hay una secreta
intención de la Naturaleza (¡ojo! con mayúscula, no se trata del reino de los fenómenos, sino
de una fuerza cósmica que genera y orienta el mundo entero, el natural –fenómenos- y el
humano –noúmenos o cosas en sí-. Algo así como el plan de Dios. Idea clave para los
desarrollos posteriores del romanticismo y con ellos de la idea de evolución de los seres
naturales).
Los antagonismos entre los hombres, su «insociable sociabilidad», acaban dando
lugar a la sociedad y su orden. Una vez creada la sociedad, los choques se trasladan a los
estados, dando lugar a las guerras. Pero «todas las guerras son otros tantos intentos (no en
la intención de los hombres, pero sí en la de la Naturaleza) de procurar nuevas relaciones
entre los estados ... y formar nuevos cuerpos.» Ese nuevo cuerpo internacional es una
Federación de Estados Libres, único modo de garantizar el respeto recíproco y lograr, con él,
una paz perpetua. Porque los conflictos se resolverán de acuerdo a una legislación racional
internacional en lugar de mediante la guerra.
El ser humano no es un simple ser viviente regido por las leyes de la naturaleza, sino
que es miembro de un mundo inteligible organizado de acuerdo con leyes morales. Por eso,
la perspectiva de la acción humana es la perspectiva del ciudadano del mundo, la
perspectiva cosmopolita. Al mismo tiempo, es una perspectiva histórica, un camino donde los
hombres llevarán a cabo el destino de cada hombre en colectividad.
Por último, no puede olvidarse que para conseguir que los hombres sean capaces de
guiarse por estos imperativos, se necesita la ilustración: mediante la educación y la libertad.
Mas, ¿qué es la Ilustración?
KANT: Respuesta a la pregunta ¿qué es la ilustración?
La ilustración es la salida del hombre de su culpable minoría de edad. La minoría
de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento, sin la guía de
otro.
Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside
en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor para servirse por sí
mismo de él sin la guía de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio
entendimiento! He aquí el lema de la ilustración.
La pereza y la cobardía son las causas de que una gran parte de los hombres
permanezca, gustosamente, en minoría de edad a lo largo de la vida, a pesar de que hace ya
tiempo la naturaleza los liberó de dirección ajena (naturaliter majorennes) : y por eso es tan
fácil para otros erigirse en sus tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro
M.Ángel Velasco León.
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que piensa por mí, un director espiritual que reemplaza mi conciencia moral, un médico que
me prescribe la dieta, etc., entonces no necesito esforzarme. Si puedo pagar, no tengo
necesidad de pensar: otro asumirá por mi tan fastidiosa tarea. Aquellos tutores que tan
bondadosamente han tomado sobre sí la tarea de supervisión se encargan ya de que el paso
hacia la mayoría de edad, además de ser difícil, sea considerado peligroso para la mayoría
de los hombres (y entre ellos todo el bello sexo). Después de haber entontecido a sus
animales domésticos, y procurar cuidadosamente que estas pacíficas criaturas no puedan
atreverse a dar un paso sin las andaderas en que han sido encerrados, les muestran el
peligro que les amenaza si intentan caminar solos. Lo cierto es que este peligro no es tan
grande, pues ellos aprenderían a caminar solos después de unas cuantas caídas: sin
embargo, un ejemplo de tal naturaleza les asusta y, por lo general, les hace desistir de todo
intento.
Por tanto, es difícil para todo individuo lograr salir de esa minoría de edad, casi
convertida ya en naturaleza suya. Incluso le ha tomado afición y se siente realmente incapaz
de valerse de su propio entendimiento, porque nunca se le ha dejado hacer dicho ensayo.
Principios y formulas, instrumentos mecánicos de uso racional -o más bien abuso- de sus
dotes naturales, son los grilletes de una permanente minoría de edad. Quien se desprendiera
de ellos apenas daría un salto inseguro para salvar la más pequeña zanja, porque no está
habituado a tales movimientos libres. Por eso, pocos son los que, por esfuerzo del propio
espíritu, han conseguido salir de esa minoría de edad y proseguir, sin embargo, con paso
seguro.
Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí mismo, algo que es casi
inevitable si se le deja en libertad. Ciertamente, siempre se encontrarán algunos hombres
que piensen por sí mismos, incluso entre los establecidos tutores de la gran masa, los
cuales, después de haberse autoliberado del yugo de la minoría de edad, difundirán a su
alrededor el espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación de todo
hombre a pensar por sí mismo. Pero aquí se ha de señalar algo especial: aquel público que
anteriormente había sido sometido a este yugo por ellos obliga más tarde, a los propios
tutores a someterse al mismo yugo; y esto es algo que sucede cuando el público es incitado
a ello por algunos de sus tutores incapaces de cualquier Ilustración. Por eso es tan
perjudicial inculcar prejuicios, pues al final terminan vengándose de sus mismos
predecesores y autores. De ahí que el público pueda alcanzar sólo lentamente la Ilustración.
Quizá mediante una revolución sea posible derrocar el despotismo, pero nunca se consigue
la verdadera reforma del modo de pensar, sino que tanto los nuevos como los viejos
prejuicios servirán de riendas para la mayor parte de la masa carente de pensamiento.
Pero para esta Ilustración únicamente se requiere libertad, y, por cierto, la menos
perjudicial entre todas las que llevan ese nombre, a saber, la libertad de hacer siempre y en
todo lugar uso público de la propia razón. Mas escucho exclamar por doquier: ¡No razonéis!
El oficial dice: ¡No razones, adiéstrate! El funcionario de hacienda: ¡No razones, paga! El
sacerdote: ¡No razones, ten fe! (Sólo un único señor en el mundo dice razonad todo lo que
queráis, pero obedeced.) Por todas partes encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿qué
limitación impide la Ilustración? Y, por el contrario, ¿cuál la fomenta?. Mi respuesta es la
siguiente: el uso público de la razón debe ser siempre libre; sólo este uso puede traer
Ilustración entre los hombres. En cambio, el uso privado de la misma debe ser a menudo
estrechamente limitado, sin que ello obstaculice, especialmente, el progreso de la Ilustración.
Entiendo por uso público de la propia razón aquél que alguien hace de ella en cuanto
docto ante el gran público del mundo de los lectores. Llamo uso privado de la misma a la
utilización que le es permitido hacer de un determinado puesto civil o función pública. Ahora
bien, en algunos asuntos que transcurren en favor del interés público se necesita cierto
M.Ángel Velasco León.
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mecanismo, léase unanimidad artificial en virtud del cual algunos miembros del estado tiene
que comportarse pasivamente, para que el gobierno los guíe hacia fines públicos o, al
menos, que impida la destrucción de estos fines. En tal caso, no está permitido razonar, sino
que se tienen que obedecer, en tanto que esta parte de la máquina es considerada como
miembro de la totalidad de un Estado o, incluso, de la sociedad cosmopolita y, al mismo
tiempo, en calidad de docto que, mediante escritos, se dirige a un público usando
verdaderamente su entendimiento, puede razonar, por supuesto, sin que por ello se vean
afectados los asuntos en los que es utilizado, en parte, como miembro pasivo. Así, por
ejemplo, sería muy perturbador si un oficial que recibe una orden de sus superiores quisiere
argumentar en voz alta durante el servicio acerca de la pertinencia o utilidad de la orden; él
tiene que obedecer. Sin embargo, no se le puede prohibir con justicia hacer observaciones,
en cuanto docto, acerca de los defectos del servicio militar y exponerlos ante el juicio de su
público. El ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son asignados;
incluso una mínima crítica a tal carga, en el momento en que debe pagarla, puede ser
castigada como escándalo (pues podría dar ocasión de desacatos generalizados). Por el
contrario, él mismo no actuará en contra del deber de un ciudadano si, como docto,
manifiesta públicamente su pensamiento contra la inconveniencia o injusticia de tales
impuestos. Del mismo modo, un sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a
su comunidad según el símbolo de la iglesia a la que sirve, puesto que ha sido admitido en
ella bajo esa condición. Pero, como docto, tiene plena libertad e, incluso, el deber de
comunicar al público sus bienintencionados pensamientos, cuidadosamente examinados,
acerca de los defectos de ese símbolo, así como hacer propuestas para el mejoramiento de
las instituciones de la religión y de la iglesia. Tampoco aquí hay nada que pudiera ser un
cargo de conciencia, pues lo que enseña la virtud de su puesto como encargado de los
asuntos de la iglesia lo presenta como algo que no puede enseñar según prescripciones y en
nombre de otro. Dirá: nuestra iglesia enseña esto o aquello, éstas son las razones
fundamentales de las que se vale. En tal caso, extraerá toda la utilidad práctica para su
comunidad de principios que él mismo no aceptará con plena convicción; a cuya exposición,
del mismo modo, puede comprometerse, pues no es imposible que en ellos se encuentre
escondida alguna verdad que, al menos, en todos los casos no se halle nada contradictorio
con la religión íntima. Si él creyera encontrar esto último en la verdad, no podría en
conciencia ejercer su cargo; tendría que renunciar. Así pues, el uso que un predicador hace
de su razón ante su comunidad es meramente privado, puesto que esta comunidad, por
amplia que sea, siempre es una reunión familiar. Y con respecto a la misma él, como
sacerdote, no es libre, ni tampoco le está permitido serlo, puesto que ejecuta un encargo
ajeno. En cambio, como docto que habla mediante escritos al público propiamente dicho, es
decir, al mundo; el sacerdote, en el uso público de su razón, gozaría de una libertad ilimitada
para servirse de ella y para hablar en nombre propio. En efecto, pretender que los tutores del
pueblo (en asuntos espirituales) sean otra vez menores de edad constituye un despropósito
que desemboca en la eternización de insensateces.
Pero, ¿no debería estar autorizada una sociedad de sacerdotes, por ejemplo, un
sínodo de la iglesia o una honorable classis (como la llaman los holandeses) a
comprometerse bajo juramento entre sí a un cierto símbolo inmutable para llevar a cabo una
interminable y suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, a través de estos, sobre el
pueblo, eternizándola de este modo? Afirmo que esto es absolutamente imposible. Un
contrato semejante, que excluiría para siempre toda ulterior Ilustración del genero humano,
es, sin más, nulo y sin efecto, aunque fuera confirmado por el poder supremo, el congreso y
los más solemnes tratados de paz. Una época no puede obligarse ni juramentarse para
colocar a la siguiente en una situación tal que le sea imposible ampliar sus conocimientos
M.Ángel Velasco León.
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(sobre todo los muy urgentes), depurarlos de errores y, en general, avanzar en la Ilustración.
Sería un crimen contra la naturaleza humana, cuyo destino primordial consiste, justamente,
en ese progresar. Por tanto, la posteridad está plenamente autorizada para rechazar aquellos
acuerdos, aceptados de forma incompetente y ultrajante. La piedra de toque de todo lo que
puede decidirse como ley para un pueblo reside en la siguiente pregunta: ¿podría un pueblo
imponerse a sí mismo semejante ley? Esto sería posible si tuviese la esperanza de alcanzar,
en corto y determinado tiempo, una ley mejor para introducir un nuevo orden, que, al mismo
tiempo, dejara libre a todo ciudadano, especialmente a los sacerdotes, para, en cuanto
doctos, hacer observaciones públicamente, es decir, por escrito, acerca de las deficiencias
de dicho orden. Mientras tanto, el orden establecido tiene que perdurar, hasta que la
comprensión de la cualidad de estos asuntos se hubiese extendido y confirmado
públicamente, de modo que mediante un acuerdo logrado por votos (aunque no de todos) se
pudiese elevar al trono unas propuestas para proteger aquellas comunidades que se han
unido para una reforma religiosa, conforme a los conceptos propios de una comprensión más
ilustrada, sin impedir que los que quieran permanecer fieles a la antigua lo hagan así. Pero
es absolutamente ilícito ponerse de acuerdo sobre una constitución religiosa inconmovible,
que públicamente no debería ser puesta en duda por nadie, ni tan siquiera por el plazo de
duración de una vida humana, ya que con ello se destruiría un período en la marcha de la
humanidad hacia su mejoramiento y, con ello, lo haría estéril y nocivo. En lo que concierne a
su propia persona, un hombre puede eludir la Ilustración, pero sólo por un cierto tiempo en
aquellas materias que está obligado a saber, pues renunciar a ella, aunque sea en pro de su
persona, y con mayor razón todavía para la posteridad, significa violar y pisotear los
sagrados derechos de la humanidad. Pero, si a un pueblo no le está permitido decidir por y
para sí mismo, menos aún lo podrá hacer un monarca en nombre de aquél, pues su
autoridad legisladora descansa, precisamente, en que reúne la voluntad de todo el pueblo en
la suya propia. Si no pretende otra cosa que no sea que toda real o presunta mejora sea
compatible con el orden ciudadano, no podrá menos que permitir a sus súbditos que actúen
por sí mismos en lo que consideran necesario para la salvación de sus almas. Esto no le
concierne al monarca; sí, en cambio, el evitar que unos y otros se entorpezcan violentamente
en el trabajo para su promoción y destino según todas su capacidades. El monarca agravia
su propia majestad si se mezcla en estas cosas, en tanto que somete a su inspección
gubernamental los escritos con que los súbditos intentan poner en claro sus opiniones, a no
ser que lo hiciera convencido de que su opinión es superior, en todo caso se expone al
reproche Caesar non est supra Grammaticos, o bien que rebaje su poder supremo hasta el
punto de que ampare dentro de su Estado el despotismo espiritual de algunos tiranos contra
el resto de los súbitos.
Si nos preguntamos si vivimos ahora en una época ilustrada, la respuesta es no,
pero sí en una época de Ilustración. Todavía falta mucho para que los hombres, tal como
están las cosas, considerados en su conjunto, puedan ser capaces o estén en situación de
servirse bien y con seguridad de su propio entendimiento sin la guía de otro en materia de
religión. Sin embargo, es ahora cuando se les ha abierto el espacio para trabajar libremente
en este empeño, y percibimos inequívocas señales de que disminuyen continuamente los
obstáculos para una Ilustración general, o para la salida de la autoculpable minoría de edad.
Desde este punto de vista, nuestra época es el tiempo de la Ilustración o el siglo de Federico.
Un príncipe que no encuentra indigno de sí mismo declarar que considera como un deber no
prescribir nada a los hombres en materia de religión, sino que les deja en ello plena libertad y
que incluso rechaza el pretencioso nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado y merece
que el mundo y la posteridad lo ensalcen con agradecimientos. Por lo menos, fue el primero
que desde el gobierno sacó al género humano de la minoría de edad, dejando a cada uno la
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libertad de servirse de su propia razón en todas las cuestiones de conciencia moral. Bajo el
gobierno del príncipe, dignísimos clérigos -sin perjuicios de sus deberes ministerialespueden someter al examen del mundo, en su calidad de doctos, libre y públicamente,
aquellos juicios y opiniones que en ciertos puntos se desvían del símbolo aceptado; con
mucha mayor razón esto lo pueden llevar a cabo los que no están limitados por algún deber
profesional. Este espíritu de libertad se expande también exteriormente, incluso allí donde
debe luchar contra obstáculos externos de un gobierno que equivoca su misión. Este ejemplo
nos aclara cómo, en régimen de libertad, no hay que temer lo más mínimo por la tranquilidad
pública y la unidad del Estado. Los hombres salen gradualmente del estado de rusticidad por
su propio trabajo, siempre que no se intente mantenerlos, adrede y de modo artificial, en esa
condición.
He situado el punto central de la Ilustración, a saber, la salida del hombre de su
culpable minoría de edad, preferentemente, en cuestiones religiosas, porque en lo que atañe
a las artes y las ciencias nuestros dominadores no tienen ningún interés en ejercer de tutores
sobre sus súbditos. Además, la minoría de edad en cuestiones religiosas es, entre todas,
la más perjudicial y humillante. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece
esta libertad va todavía más lejos y comprende que, incluso en lo que se refiere a su
legislación, no es peligroso permitir que sus súbditos hagan uso público de su propia razón y
expongan públicamente al mundo sus pensamientos sobre una mejor concepción de aquella,
aunque contenga una franca crítica de la existente. También en esto disponemos de un
brillante ejemplo, pues ningún monarca se anticipo al que nosotros honramos.
Pero sólo quien por ilustrado no teme a las sombras y, al mismo tiempo, dispone de
numeroso y disciplinado ejército, que garantiza a los ciudadanos una tranquilidad pública,
puede decir lo que ningún Estado libre se atreve a decir: ¡Razonad todo lo que queráis y
sobre lo que queráis, pero obedeced! Se muestra aquí un extraño e inesperado curso de las
cosas humanas, pues sucede que, si lo consideramos con detenimiento y en general,
entonces todo en él es paradójico. Un mayor grado de libertad ciudadana parece ser
ventajosa para la libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija barreras
infranqueables. En cambio, un grado menor de libertad le procura el ámbito necesario para
desarrollarse con arreglo a todas sus facultades. Una vez que la naturaleza, bajo esta dura
cáscara, ha desarrollado la semilla que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación y
vocación al libre pensar; este hecho repercute gradualmente sobre el sentir del pueblo (con
lo cual éste se va haciendo cada vez más capaz de la libertad de actuar) y, finalmente, hasta
llegar a invadir a los principios del gobierno, que encuentra ya posible tratar al hombre, que
es algo más que una máquina, conforme a su dignidad.
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