paseando por paisajes de doñana de la mano de algunos de sus

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PASEANDO POR PAISAJES DE DOÑANA DE LA MANO DE
ALGUNOS DE SUS CREADORES CONTEMPORÁNEOS (*)
Juan Fco. Ojeda Rivera
Universidad Pablo de Olavide. Sevilla
(*) Publicado con el mismo título en OJEDA RIVERA, JF., GONZALEZ FARACO,
J.C. y LÓPEZ ONTIVEROS, A. (Coords.): Doñana en la cultura contemporánea.
Organismo Autónomo Parques Nacionales, Ministerio de Medio Ambiente, pp.171-205.
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Introducción
Los paisajes no son sólo unas categorías
complejas porque en ellos se
relacionen formas objetivas y percepciones subjetivas, sino porque, además, son
resultados materiales de seculares procesos de vinculación de unas comunidades
humanas con sus respectivos territorios –acumuladores o totalizadores históricos - y,
también, la consecuencia de unos procesos de transformación cultural de espacios
creativamente contemplados o percibidos –artializados-. En función de todo ello, los
paisajes se constituyen en patrimonios sociales, históricos y culturales de sus diferentes
comunidades y, como tales, se caracterizan por ser, a la vez, patrimonios materiales –
componentes y flujos-
e inmateriales –percepciones y miradas -, permanentes –
elementos y representaciones durables- y dinámicos –elementos y percepciones
cambiantes-.
La
Convención
Europea
del
Paisaje
se
esfuerza
por
hacerse
eco
institucionalmente de tales interacciones complejas al definirlo como cualquier parte
del territorio, tal como es percibida por las poblaciones, cuyo carácter resulta de la
acción de factores naturales y/o humanos y de sus interrelaciones (C.E.P., 2000, cap. I,
art.1).
Formas y percepciones, objetos y culturas, denotaciones y connotaciones
introducen un nivel de complejidad alto a la propia comprensión del paisaje, que
necesita y exige una integración de miradas para ser bien entendido.
Desde una disciplina poco encorsetada por exactitudes científicas -la Geografíase pretende ensayar aquí tal convergencia de miradas para ir acompañando con ella al
visitante interesado y curioso de este connotado y simbólico mundo de Doñana.
Caballero Bonald, que escribe ante el mismo paisaje que yo pinto –
dice Carmen Laffón mirando a Doñana desde la otra banda de Sanlúcar de
Barrameda- entiende que por aquí no se prodigan ciertamente esos ornamentos
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físicos que exhiben los paisajes catalogados de maravillosos. Hay, sin embargo,
otros factores naturales que sólo pueden ser evaluados a través de la
sensibilidad o la propia capacidad imaginativa de cada uno. Y siguiendo a mi
cómplice en la mirada, yo también lo siento como un paisaje sin adornos. Creo
que la cualidad que lo engrandece es su simplicidad, esa aparente simplicidad
de horizontales infinitas que dividen los espacios de mar y cielo y configuran la
banda del Coto. En la nitidez, en la pureza del dibujo de estas líneas es donde
radica, a mi juicio, su armonía, su vigor y su fuerza. Otras líneas de ondas y
quiebros en la playa, de corrientes en el río, conforman un entramado que
alcanza extraordinaria diversidad” (Laffón, 2000: 20)
Imagen 1.- C. Laffón. El coto desde Sanlucar. Óleo.
A partir de las anteriores premisas, este texto pretende ensayar el análisis de
algunas características definidoras del mundo y la cultura de Doñana como productos de
la experiencia y de la historia de unos hombres y – sobretodo- como referencias y
discursos culturales.
Marco básico e hipótesis de partida.
Doñana es geográfica y realmente un espacio estuarino -el encuentro de un gran
mar con un gran río- que supera con creces los límites administrativos del Parque
Nacional del que toma nombre propio. Es, asimismo, un discurso y una empresa
cultural de raíces románticas y coloniales y de tan potente significación en el actual
2
contexto urbanita, mediático y clorofílico que le permite generar y justificar una
proliferación de subvenciones, ayudas y planes, cuyo principal objetivo es precisa y
circularmente seguir reproduciendo el romántico discurso de retorno a la naturaleza que
lo autolegitima.
El proceso de producción cultural de este territorio y de sus consecuentes
paisajes responde a una larga y complicada historia, de la que se podrían establecer –
como aproximación didáctica- unas grandes fases que, enmarcadas en sus contextos y
sus paradigmas discursivos, podrían quedar resumidas así:
Antiguo Régimen e Ilustración. Carácter productivamente marginal de estas tierras y
consecuente y exclusivo valor de uso durante toda la etapa de desarrollo agrario
tradicional, en la que ni siquiera contaban para los agrimensores (Ojeda, 1987). Ello
conducía a una percepción de comunalidad y a unos usos vecinales, cuyo discurso
se enfrentaba o establecía acuerdos con el de la propiedad territorial y jurisdiccional
del señorío de Medinasidonia (Picon y Ojeda, 1993). Tras las desvinculaciones
señoriales, los ilustrados –que obsesionados con la productividad agrícola efectúan
una lectura eminentemente campiñesa de todo el territorio- plantean proyectos de
colonización agraria de las marismas, justificados y exigidos por el tópico o la
necesidad de bonificar una charca pestilente (Moral, 1991).
Romanticismo y desarrollismo. La definitiva transformación de valor de uso en alto
valor de cambio, se produce al descubrirse, en primer lugar, como espacio natural
muy biodiverso –encuentro de Atlántico y Mediterráneo, de Europa y Africa- por
parte de cazadores-naturalistas-ornitólogos viajeros y últimos románticos (Chapman
y Buck, 1910). Y, posteriormente, se descubre como territorio muy atractivo para el
turismo –playas, sol, naturaleza, religiosidad popular- (Comisión Interministerial de
Turismo, 1963) e, incluso, como muy productivo agrícolamente en función de su
gran bolsa de agua subterránea y de la posible aplicación de nuevas técnica de
agricultura precoz en arenales (F.A.O., 1971). En esta fase iniciática de su
construcción como empresa cultural, Doñana quedará paradójica, inexorable y
conflictivamente vinculada tanto al romanticismo naturalista como al desarrollismo
turístico y agricolista (Ojeda, 1987).
Situación actual. La ordenación territorial consiguiente a tales descubrimientos y
cambios de valor sigue los modelos coloniales de explotación y de poblamiento, lo
que se ha ido traduciendo, por una parte, en una transformación de naturalezas
vírgenes y agresivas a paisajes medios y, por otra, en una desmembración territorial
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en unidades paisajísticas monoproductivas de carácter agrario tradicional, forestal,
agrícolas nuevas, turísticas o protegidas en las que tienden a dominar la línea recta
típica de lo colonial –véase imagen 2-, pero entre las que irán apareciendo los
también tópicos enfrentamientos de este modelo de dependencia exterior
ocasionados por los diferentes usos y coyunturales explotaciones de sus distintos
recursos estratégicos (Villa y Ojeda, 2005).
Imagen 2. Esquema cartográfico ilustrado del mundo de Doñana.
Tanto el espacio forestal del Abalario, como la playa de Matalascañas, como las
arenas regadas del Plan Almonte-Marismas, como la explosión de la fiesta y la aldea
de El Rocío, como los propios Parques Nacional y Natural de Doñana, son
productos genuinos de dichos modelos coloniales de orden territorial y de sus
discursos culturales específicos y urbanitas que, a veces, se enfrentan - promoción
del crecimiento y desarrollo frente a conservacionismo naturalista,
identidad
andaluza frente a modernización- y, en algunos otros momentos, encuentran tópicos
conciliadores –parque natural, desarrollo sostenible o aldea global – (González
Faraco, 1997).
En el actual paradigma clorofílico, sostenible y globalizado, esta comarca periférica
del sur de la Unión Europea –perfecta empresa cultural altamente subsidiada- busca
un nuevo modelo de integración territorial, económica y social a través de planes de
ordenación de sus territorios (P.D.T.C. y P.O.T.A.D.), de racionalizaciones en el uso
de recursos (P.O.R.N., P.R.U.G. y Planes Generales) y de planes de desarrollo
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sostenible ( I y II P.D.S.); todos ellos generosamente subvencionados, teóricamente
justificados pero difícilmente practicables (Ojeda, 1993).
Imagen 3. Ambientes y paisajes en el mundo de Doñana
Sin perder de vista todo este marco de referencias, quiere destacarse aquí el
fundamental papel que juegan y pueden seguir jugando en el futuro algunos de los
discursos culturales que definen, singularizan y publicitan a Doñana en el mundo actual.
Son cada vez más los visitantes que llegan al Parque Nacional cargados de tópicos y de
expectativas en forma de ideas, imágenes, analogías, metáforas y descripciones que han
bebido tanto en guías naturalistas y textos científicos como en reportajes fotográficos o
cinematográficos y también en obras literarias y pictóricas. Tras su visita, algunos
sufrirán una decepción y otros se sentirán plenos y con ganas de volver y todo ello en
función de momentos estacionales, destreza de los guías o estados personales de ánimo
(Wanko, 2000). Pero no hay duda alguna de que los paisajes de Doñana han adquirido
el valor añadido de las connotaciones científicas y creativas, que, además de blindarlos,
los convierten en auténticos símbolos de naturaleza protegida en un mundo cada día
más paradójico, ya que es tan agresivo y destructor como civilizado y culto.
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Intentado conjugar algunas de tales connotaciones creativas con los análisis
histórico-geográficos que yo mismo he ido efectuando a lo largo de los últimos treinta
años sobre estos territorios (Ojeda, 1985 a 2005) se parte aquí de la hipótesis de que
Doñana y sus paisajes podrían estar fundamentalmente definidos y singularizados, en la
cultura contemporánea, por las tres construcciones discursivas siguientes:
Doñana es territorio en proceso de hechura (“in fieri”).
Doñana es convergencia y crisol de paisajes al final de un estuario.
Doñana es paradigma de naturaleza institucionalizada.
Nuestro objetivo es ahora ir mostrando tales construcciones discursivas a partir
de unos paseos por el mundo de Doñana que nos permitan unos reconocimientos más
perceptivos que objetivos de ciertos paisajes fundamentales y definitorios del largo y
complejo proceso cultural de una comarca que –tras mucho tiempo de desentendimiento
con Doñana- ha terminado adoptando su nombre como una panacea.
Doñana es territorio en proceso de hechura (“in fieri”)
“Cuando el Guadalquivir cesó de excavar su estuario actual y comenzaron los
aterramientos, la antigua línea de costa empezaría a restablecerse, porque en la
lucha entre las aguas del río y las del mar, las primeras acarreando limos hacia
el exterior y las del mar arena hacia adentro, acabaría por vencer el mar,
puesto que se ha visto que no sólo consiguió reconstruir el cordón litoral, sino
invadir con las arenas lanzadas por las olas y luego arrastradas por los vientos
un área bastante importante del estuario (dunas del Coto de Doñana y de la
Algaida). Así, las mayores profundidades del estuario se encontrarían cada vez
más aguas arriba: de ahí la existencia de un lago profundo en cierta etapa del
periodo del relleno hacia el centro del estuario, o sea, a la altura de las
poblaciones de Lebrija y Las Cabezas. Este lago comenzaría siendo de agua
dulce y estaría alimentado principalmente por la corriente propia del río; luego,
al disminuir el régimen de lluvias en la comarca se convertiría en un lago de
agua salobre e incluso salada, alimentado principalmente por el mar,
dependiendo, como es natural, la salinidad de las aguas en cada momento del
caudal de agua dulce suministrado por el río.
Pero las agua de ese lago, dulces o saladas, estaban sometidas al juego de
las mareas y, por lo tanto, en esos cauces por donde dice el narrador (Avieno)
que conducía el río las aguas al campo, había de invertirse cada seis horas el
sentido de la corriente” (Gavala,1959, redic.1992: 94-95, comentario a los
versos 283-290 del poema)
Lo reciente de su génesis física es tal vez el carácter más singular de este espacio
final de la depresión bética. Según la hipótesis del geólogo J. Gavala –de la que se acaba
de presentar unos párrafos y queda representada en la imagen 3- comenzó la era
cuaternaria sumergido en el océano, cuyas playas llegaban a bañar las cercanías de la
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actual Sevilla en un protogolfo de Cádiz mucho más profundo. La posterior regresión
marina y la acumulación arenosa de flechas, como la del Asperillo, resultado de las
corrientes oceánicas generaron un lago abierto por las varias bocas de los primeros
desagües del Betis, que iría progresivamente encauzándose en su régimen estuarino y
adquiriendo su definida desembocadura final. El lago Ligustinus -tartésico y romanopudo ser el escenario de unas culturas anfibias vinculadas a esteros, lagunas y costas, al
tratamiento de los minerales llegados por cauces fluviales desde la cuenca preserrana
onubense y a la industria y el comercio de salazones y garums (Bonsor, 1922). Poco a
poco la colmatación del lago, por la acumulación de arcillas fluviales del norte y arenas
oceánicas del sur, irá dando lugar a la marisma, cuyo proceso vital de juventud y adultez
la conduce inexorablemente –aunque con algún que otro empuje reciente por las
acciones antrópicas en sus cuencas de alimentación- a su actual estado de vejez o
senescencia muy marcado. En definitiva: proceso geológicamente reciente y todavía
activo que ha ido cambiando el espacio físico del actual mundo de Doñana de golfo a
estuario, de estuario a lago, de lago a marisma viva, de marisma viva a marisma
colmatada y senescente (espacio “in fieri”, tierra en hechura)
Imagen 4. J.Gavala. Hipotética evolución del Estuario del Guadalquivir.
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Tras estas imágenes e hipótesis científicas, las analogías y metáforas literarias
sobre este espacio que se está haciendo suelen resultar brillante y efectivamente
iluminadoras de lo que se intenta explicar. Si el visitante de Doñana sube al médano de
Asperillo, por el cómodo sendero entablado de cuesta Manelli, puede detenerse –como
lo hace Octavio Zamacola protagonista de Crónica de las arenas, reciente novela de
Juan Villa- en la cota más alta de este territorio y contemplar en todas sus direcciones el
mismo paisaje que aquel contemplase a comienzos de los cuarenta, aunque ahora más
cubierto de raquíticos pinos piñoneros, plantados a voleo precisamente para evitar el
avance dunar:
“…hasta hacía poco no pasó de ser simple tierra aforada, ni siquiera había
llegado a merecerse el trabajo de ser medida por alguien; una muestra sin
duda de sabiduría de los antiguos: para qué medir una tierra aun en ebullición,
magmática, tan inútil como una vasija a medio cocer, derretida, tierra en la que
la naturaleza debía terminar su trabajo para hacerla habitable…Fue siempre
una suerte de más allá, lo que quedaba después de las columnas de Hércules, el
remate cenagoso de lo conocido por donde la tierra se reblandece igual que un
espárrago por su extremo tierno anunciando su consumación: la fin del
mundo.” (Villa, 2005: 22)
Además de aquella hechura geomorfológica originaria, los cambios climáticos
también marcan muy bien el dinamismo de Doñana a través del cíclico paso de las
estaciones, que constituye aquí una realidad tan palpable para cualquier visitante, que no
será necesaria mucha sensibilidad para captar las cuatro caras de unos paisajes
humedecidos y hospitalarios; anegados, tormentosos e intransitables; coloristas y
bulliciosos; secos, polvorientos y resquebrajados. Pero, además, la vitalidad continua
es uno de los caracteres visibles y distintivos de estos paisajes inacabados, cuyos
movimientos o procesos diarios pueden ser fácilmente personalizados: dunas que
avanzan comiendo a los pinos, veneros que brotan presintiendo el otoño, lucios que
lucen por su agua o por su sal, vetas y paciles que crecen y disminuyen en sus
dimensiones, ornitofauna que llega o se va… En fin, si un redivivo Heráclito visitase
Doñana podría exclamar satisfecho: “verdaderamente aquí todo fluye”.
El ornitólogo inglés Guy Mountfort, líder de la expedición pionera de la
declaración de Doñana como Parque Nacional, expresaba así en su diario –uno de los
últimos acercamientos románticos a Doñana- la realidad del dinamismo evidente de este
mundo, en el que muerte y vida, final y principio se unen en una trama compleja de
mezcla de reinos:
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“… La noche se abatía rápidamente sobre la marisma y los árboles ahora parecían
aguafuertes negros, recortados contra el cielo. Volví caminando despacio por el silencioso
carril. Mañana volvería a Inglaterra en un avión turbo-propulsado del siglo veinte, al tumulto
de la superpoblada Londres, a las luces de neón, los teléfonos y los implacables relojes, al
ruido constante y al hedor de los humos de las gasolinas, a los periódicos, las crisis recurrentes
y las habladurías sobre las bombas de hidrógeno. Mañana mis pisadas en el carril del
Martinazo comenzarían a borrarse. En pocos días o semanas ninguna traza de nuestra
expedición sería visible. Las lluvias del invierno vendrían para llenar la agrietada marisma y
las arenas sedientas tragarían el agua profundamente, hasta el hondo subsuelo, para
defenderse del abrasador sol del verano. La mayor parte de las aves que habíamos visto
partirían y en el invierno, las multitudes aladas de las tierras del norte se derramarían por el
Coto para sustituirlas. Las dunas continuarían arrastrándose sigilosas. Avanzando desde el
oeste, uno a uno, cada grano de arena caería por el empinado frente dunar para, lentamente, ir
tapando los pinos, hasta asfixiarlos finalmente. Y aún así, antes de que cada pino muera, un
viento juguetón quizá arrastre un piñón de una piña abierta y lo haga girar en su seno hasta
acomodarlo en una hozadura de jabalí, lejos de la arena amenazante. Allí germinará y,
finalmente, brotará un pino niño, verde y vigoroso, que sustituirá a su padre y continuará el
inacabable ciclo de la vida, la muerte y la regeneración. Sobre él, las águilas avanzarán
gritando, triunfantes en su dominio de los cielos y, con el tiempo, llegarán a construir sus nidos
en sus vigorosas ramas. Bajo su sombra, un día abrasador, las perdices buscarán cobijo para
sus perdigones y por la noche el lince merodeador olfateará sus menudos rastros y los buscará
en las tinieblas. En el monte blanco, cada mañana de primavera traerá un millón de flores de
jaguarzo, que el sol marchitará al mediodía y serán reemplazadas por otro millón con el
próximo amanecer. Vendrán las estaciones y se irán, pero nuestra amada tierra salvaje, el Coto
de Doñana, dormirá en los años venideros en su soledad y su belleza, ¡quiéralo Dios!,
inmaculadas” (Mountfort, 1958 –Edic.1994: 262-263).
La misma percepción de dinamismo, vida interior escondida y tupida urdimbre
transmiten Juan F. Lacomba y José M. Caballero Bonald -reconocidos creadores
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actuales, conocedores y amantes de Doñana- que, coinciden con Mountfort, destacando
el papel paradójicamente iluminador de la noche doñanera a través de sus sugerentes
óleos y su barroca prosa poética:
Imagen 5. J.F. Lacomba. Alma de jaguarzo.
Imagen 6. J.F. Lacomba. Urdimbre nocturna.
“Sintió que la rodeaba la impregnación tenebrosa de la marisma, con sus
miasmas inyectadas en la tupida urdimbre de la humedad, más densa a medida
que la luna menguante iba esparciendo desde la algaida un fantasmagórico
cerco de pavesas y fuegos fatuos. Y en eso notó sin saberlo que de allí brotaba
como una vidriosa copia de la actividad nocturna de la fauna alojada en la
breña: un bramido agónico de gamezno alucinado por el ojo homicida del gato
cerval un grito de grulla que avisa del horrendo combate de la mangosta y el
culebrón lagunero un graznar de ánsares sorprendidos en sus dormitorios por el
husmo de la raposa un vacío rebosante de luchas y huidas y apareamientos y
hambres y hartazgos y descomposiciones…” (Caballero Bonald, 1974. Ed. 1992:
58)
Lo mineral, lo vegetal y lo animal se imbrican en estos bellos y dinámicos
paisajes marismeños y dunares, perfectamente observables desde el paseo que –frente a
la ermita rociera- bordea la Madre de las Marismas de El Rocío y también desde el
sendero de tablas situado al final de la urbanización de Matalascañas. Porque no sólo las
marismas arcillosas e impermeables producen esa sensación de miasmas y
fantamagorías propias de lo que está en gestación, sino que también las arenas han
conducido a metáforas y analogías con lo primigenio e inacabado. El ya citado escritor
Juan Villa -coautor de este texto y mirador creativo de Doñana desde Almonte, desde
donde lo primero que se observa son las arenas cuaternarias que constituyen el llamado
Abalario- está aproximándose a estos paisajes arenosos, litorales y baldíos, calimosos,
polvorientos y forestales con páginas que, aunque de reciente aparición, pasarán de
inmediato a convertirse en clásicas:
“Exceptuando el Norte, donde limita con las suaves colinas en que se asienta
Almonte, el resto está supeditado a la acción de las aguas libres…Un fondo de
saco del que no se puede escapar por tierra más que por el norte…Apenas
existen accidentes que rompan su monótona horizontalidad, si exceptuamos los
rosarios de leves depresiones de fondo salitroso en que se estanca un agua basta
e insalubre, cauces de antiguas corrientes más generosas, en las que se forman
lagunajos y charcos, guaridas de la quebradiza vida del lugar.
Las estaciones son extremas. Los vientos ardorosos y la calima del desierto
sahariano favorecidos por el anticiclón de las Azores marcan la vida de
animales y plantas en la inmensa planicie a lo largo del dilatado y riguroso
verano. Las arenas volanderas de estéril sílice avanzan desde la costa ajándolo
todo a su paso. Sólo el monte bajo, enmarañado y terco, logra sobrevivir en la
mayor parte del pobre suelo…A partir de junio, con la violenta evaporación la
llanura reverbera, erizada y seca como el esparto, donde los pájaros se
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precipitan exánimes desorientados por los espejismos y los olores agobiantes,
enloquecidos por el canto tozudo de las chicharras, y los carroñeros se
achantan en sus cubiles esperando la noche para destripar las cabras muertas
por el calor, hinchadas o reventadas ya y supurando humores hediondos por sus
vísceras al aire; sólo algún carabinero de descubierta o un arriero con su recua
flemática imprimen cierto movimiento al calimoso paisaje. Hasta que llegan las
lluvias de otoño, todo bicho viviente busca acomodo en La Rocina, Nilo de la
comarca, una pujante cinta verde atosigada por las arenas que parte el
territorio en dos. Al benéfico corredor lo nutre un arroyo del mismo nombre,
que fluye de Este a Oeste hasta desembocar en la madre de las marismas por la
Canaliega, al pie mismo de la ermita de El Rocío. El arroyo de la Rocina es el
colector principal de toda el área. De nacimiento incierto, su cabecera es una
llanura de inundación donde confluyen algaidas y arroyos menores: La
Rocineta, Don Gil, El Villar o, más adelante, El Trevejil y La Cañada. Todos
por su margen izquierda, por la derecha apenas le llega agua, las tierras
sedientas del sur suelen consumir las que azarosamente les concede el voltario
otoño.” (Villa, 2005: 21-22).
Sólo la libertad creativa puede permitir el atrevimiento de llegar a poner cuerpo
a tales fantasmagorías y, por ello no nos parece casual la coincidencia de Jorge
Camacho -surrealista cubano, francés y almonteño, coautor de este texto- con
J.F.Lacomba –enamorado como aquél de aquellos paisajes- en dicho atrevimiento
pictórico al referirse a las apariciones o epifanías de Doñana:
Imagen 7. J.Camacho. L’aparition. Óleo
Imagen 8. J.F.Lacomba. Epifanía. Óleo
Unas epifanías que están relacionadas, científica e hipotéticamente, con los
fenómenos microclimáticos que dan lugar aquí a madrugadores rocíos -el encuentro de
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unos atemperantes aires océanicos elevados por el farallón de Asperillo con un albedo
arenoso y una fría marisma genera una diaria inversión térmica nocturna-. Pero debe
comprenderse que estas apariciones y epifanías creativas de Doñana están vinculadas
sobre todo a la magia y el simbolismo de lo primigenio y a la atracción imantadora de
estas fronteras de lo real, popularmente celebradas y encarnadas por aquí en la imagen
de la Virgen rociera, cuya aparición queda recogida seguidamente en la leyenda popular
transcrita a un lenguaje barroco en un libro de reglas de la Hermandad de Almonte,
fechado a mediados del XVIII:
“Entrando el siglo XV de la Encarnación del Verbo Eterno, un hombre que, o
apacentaba ganado o había salido a cazar, hallándose en el término de la Villa
de Almonte, en el sitio llamado La Rocina, cuyas incultas malezas le hacían
impracticable a humanas plantas y sólo accesible a las aves y silvestres fieras,
advirtió en la vehemencia del ladrido de los perros, que se ocultaba en aquella
selva alguna cosa que les movía a aquellas expresiones de su natural instinto.
Penetró, aunque a costa de no pocos trabajos, y, en medio de las espinas, halló
la imagen de aquel sagrado Lirio intacto de las espinas del pecado, vio entre las
zarzas el simulacro de aquella Zarza Mística ilesa en medio de los ardores del
original delito; miró una imagen de la Reina de los Ángeles de estatura natural,
colocada sobre el tronco de un árbol. Era de talla y su belleza peregrina.
Vestíase de una túnica de lino entre blanco y verde, y era su portentosa
hermosura atractivo aún para la imaginación más libertina”. (Leyenda de la
aparición de la Virgen del Rocío, Texto tomado de las reglas de la Hermandad
Matriz de Ntra. Sra. del Rocío de Almonte, 1758)
Esta leyenda queda creativamente recogida en la pintura naïf de Diego Luis
Ramirez, expuesta en una pequeña choza-museo que -iniciando el sendero de la Rocinaha dedicado al Rocío el propio Parque Nacional, destacando una vinculación
fundamental que los dirigentes del propio espacio natural protegido, imbuidos del lineal
clorofilismo ornitológico reinante, tardaron en asimilar y ahora admiten y celebran sin
reservas:
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Imagen 9. D.L.Ramirez. Diana de la aparición. Óleo en madera
El conocido literato sanluqueño J.M. Caballero Bonald –autor de Ágata, ojo de
gato, epopeya contemporánea de las marismas de Doñana- se apunta también a la
búsqueda de raíces divinas, nobles y ancestrales en una apasionada crónica periodística
sobre la fiesta de El Rocío, intentando dejar claro que lo sacro, lo ancestral y lo culto se
mezclan en este espacio en hechura y, a la vez, híbrido y mágico:
“Esta Virgen del Rocío viene a ser como una visión cristiana de la diosa de la
fecundidad, la Astarté fenicia -la Afrodita griega-, cuyo culto está documentado
en Tartesos. Como también lo están la paloma y el toro, la Blanca Paloma y los
toros robados por Hércules a Geryon -primer nombre conocido de un rey
tartésico-, según muy arcaicas fuentes semíticas" (Caballero Bonald, “Los pasos
perdidos de Tartesos”. Revista El Mundo, 18/08/1996).
Doñana es convergencia y crisol de paisajes al final de un estuario.
A diferencia de los ríos mediterráneos –generadores en sus desembocaduras de
fértiles deltas, en función de la escasa potencia de un mar casi cerrado y sin mareas
importantes-, los ríos atlánticos se enfrentan al desembocar con un mar potente y
abierto que juega con ellos invadiéndolos y dejándose invadir según los momentos de
marea y dando lugar con ese juego a las rías o marismas, cuyo carácter estuarino,
dinámico y cambiante las hacen menos fértiles, más frágiles, más diversificadas
paisajísticamente y mucho más difíciles de gestionar que aquellos deltas.
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Cualquier científico que investigue fenómenos naturales llega pronto a la
evidencia de que la naturaleza suele resistirse a cumplir las lineales leyes de la física
newtoniana o de las matemáticas euclidianas. En las marismas y litorales de Doñana tal
evidencia puede contemplarse con facilidad:
El río Guadalquivir no corre siempre hacia el océano, sino que, desde la altura de
Sevilla, se convierte en ría o estuario y habrá momentos que corra hacia el mar y
otros que lo haga hacia la sierra –la fuerza de las mareas atlánticas contradicen aquí
cotidiana y tozudamente a la ley de la gravedad-, pero, además, sus aguas irán
cambiando sustancial e inexorablemente de saladas a salobres y de tales a dulces en
función del continuo proceso mareal.
En tal enfrentamiento marino-fluvial, cada contendiente ha ido dejando sus huellas –
arenas marinas y arcillas fluviales- y las fronteras de lucha son cambiantes y
variables –golfo abierto, lago interior, estuario, marisma senescente y dunas
consolidadas o móviles-.
Es difícil gestionar tan compleja realidad con los instrumentos simples y lineales
del paradigma cartesiano, que todavía siguen siendo los habituales para muchos
científicos. Así, el reconocido ecólogo Ramón Margalef comentaba hace años -en
Málaga, en su intervención inaugural de un congreso sobre Medio Ambiente y
Economía- que los asuntos de la naturaleza están más cerca de la casa de poetas que de
la casa de los científicos. El viejo y sabio ecólogo reconocía que unas buenas metáforas
pueden llegar a resaltar el carácter contradictorio y dialéctico de muchos procesos
naturales de manera no sólo más brillante sino también más rigurosa que muchas
fórmulas y disquisiciones.
Por aquellas mismas fechas, Francisco J. Cruz, joven poeta ciego, visitó Doñana
y, tras escuchar nuestras explicaciones sobre el caminar de las dunas móviles tragándose
a los pinos, sentir cómo los granos de arena empujados por el mar golpeaban su rostro
y tocar las acículas de algunas copas casi enterradas, escribió este sorprendente, rítmico
y dialéctico poema, que tituló Maneras dunáticas:
I
Avanza, ¿avanzan?, sin rostro.
Atónitos pinos esperan / (ni asombro, ni alarma)/
la ciega insistencia del viento/que arrea a las masas/
de seres de cuerpos cambiantes/ y misma constancia.
Los pinos se quedan adentro/de formas en marcha/
y, al cabo de un tiempo invisible,/ las cruces señalan/
la eterna quietud de los pinos/ (son palos de nada)/
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y al dócil rebaño que empuja /con manos fantasmas.
Lo tierno y terrible en la arena/ se mezclan y agrandan/
el cuerpo infalible y sonámbulo/ de obedientes masas/
que el viento, como nadie, lleva/ guardando distancia/
entre unas y otras, sin fin,/ del todo a la nada.
II
¿Y si son los pinos,/ en verdad, los que avanzan hacia/
montañas de arena,/ apoyados en sus raíces?
Andan cuando nadie los mira,/ tal vez, renqueantes/
por viejos y enormes. Van/ enfilando el bosque,/
sin prisas y absortos, buscando/ entrar hasta el fondo/
de las inabarcables dunas/ y aguardar allí/
a que el tiempo insomne los deje/ sin ramas ni rostro.
¿Y si son los pinos/ los que, por propia voluntad,/
cansados deciden/ enterrarse para perder/ la vida, sin más,/
porque piensan que ya no tienen/ que decirnos nada?
Puede que los pinos/ anden cuando nadie los ve,/
por no despertar/ la sospecha de que los hombres/
ya no son los únicos/ seres que se mueven erguidos/ al pisar la tierra. (Cruz, 1998)
Pero la propia contradicción entre el mismo emplazamiento de Doñana al final
de un estuario –donde todo termina cayendo- y su alto reconocimiento como espacio
protegido de fama mundial, está siendo cada día más evidente. De tal forma que
catástrofes –como la del Guadiamar- tienden a convertirse en sucesos no tan raros por
estos territorios no sólo situados al final de un embudo sino, sobretodo, organizados
según un orden colonial clásico (Ojeda, 1999): Allí, en el fondo del saco, donde
confluyen muchos elementos naturales usados, explotados, contaminados y ya
desechados por las comunidades y las empresas serranas, campiñesas y ribereñas –
aguas, arenas, arcillas, vientos y humores- se encuentra hoy Doñana, convertido más en
crisol y reto para el mantenimiento de bellos, armoniosos y atractivos paisajes medios civilizados y cultos- que en muestra o escaparate de naturaleza virgen y salvaje,
imposible desde hace siglos por estas latitudes.
Nunca Más
Nunca más laboren las sombras su pócima de muerte,
nunca las manos viertan en el brocal del hades
oscuridad y frío.
Ni las palas se muevan, ni la pólvora estalle
para rasgar la espalda del ángel de la tierra.
Nunca más los martillos, los bíceps, la metralla,
nunca más el comercio, la inteligencia, el fuego
edifiquen la copa de licores funestos
15
ni la alce el destino sobre el llano inocente.
Nunca más, Guadiamar, ciegue el plomo tu espejo
con un lodo alevoso cargado de metales.
Naciste para el roce del ala, para copiar la nube
y el mecer de los frutos, para los ojos calmos
que aguardan la cosecha. Naciste por las aguas
que la luna argentea y entibiecen los soles,
para entregar tu pecho húmedo a la marisma.
Nunca más la ironía de ofrecer al destino
consumar su tristeza. Que no pasen los vientos
sin que los hombres celen el sueño de Doñana,
que el plomo no circule debajo de los árboles
asesinando el agua, que el zinc y las escorias
no taladren el jugo de lo aún no nacido.
Nunca más el metal de la muerte se precipite oscuro
sobre un manto de vida, ni los toros erráticos
crucen la noche insomnes sobre la negra yerba,
ni las criaturas breves salgan del paraíso.
Sólo el tiempo los cambie, sólo el vivir los cure
Hasta que el mar se ofrezca cantando a recogerlos.
(Drago. Ante la catástrofe del Guadiamar, 26.04.1998)
Doñana fue también convergente por sus caminos. El camino tradicional del
señorío de Medinasidonia-Guzmanes que relacionaba a Sanlucar de Barrameda con
Niebla se cruzaba en El Rocío y en Almonte con los que unían a Moguer –puerto
océano- con la capital sevillana, lo que explica y justifica los emplazamientos de aquella
aldea y del núcleo poblacional principal de Doñana. El llamado camino de la mar
transitaba desde las playas de Arenas Gordas a Triana y soportaba a diario el discurrir
de los arrieros almonteños con sus recuas, conduciendo hasta las costanillas del célebre
barrio hispalense el pescado y la carne de caza de aquellas playas y cotos.
Los caminos a Doñana, al Rocío, al Mar siguen conteniendo para muchos
habitantes del Condado, del Aljarafe, de la Marisma, de las Campiñas, de Huelva y de
Sevilla sus paisajes del alma, del disfrute y de la creatividad: caminos iniciáticos en el
reconocimiento de los singulares ecosistemas arenosos
numerosos
ecotonos
de
un
espacio
de
fronteras
y marismeños y de los
edáficas,
hidrológicas
y
geomorfológicas.
Caminar hacia la playa y conocer el mar fue, hasta hace pocos años, una de las
experiencias vivenciales más identitarias de los jóvenes del Condado o el Aljarafe.
A lomos de animales, en carros, en camiones o en tractores, muchos de los que ya
superamos los cuarenta años hemos tenido la suerte de haber ido, con familiares y
amigos, alguna vez o en repetidas ocasiones a las playas de Arenas Gordas
16
(Mazagón, El Loro, Las Atarazanas, La Higuerita o Matalascañas) y algunos han
sabido describir con maestría aquella hermosa experiencia paisajística:
“Todos los años, desde los albores de mi infancia hasta los de la adolescencia,
cada verano partíamos de mi Rociana natal sobre la carrocería descubierta de
un camión al alba, y atravesando primero el pueblo dormido, más tarde las
viñas salpicadas de olivos y frutales, nos encauzábamos por el camino más
hermoso y cargado de símbolos de mi tierra. Cada vez que cruzábamos el
puentecillo de un arroyo miraba con apasionada curiosidad el discurrir de su
corriente debilitada por blancos arenales y entregada al castigo de los soles
más largos. Pinares, alcornocales, aves, marañas de jara y zarza, caseríos,
liebres y lagunas nos envolvían entre perfumes silvestres y cantos lejanos, hasta
que el mar nos hacía llegar su mensaje salino de una brisa” (Drago, 1999: 9091)
“Cuando vais hacia el Sur, desde las lomas de las cinco Algaidas, el camino de
la derecha sortea arroyos que, en otros tiempos, cubrió el lentisco en
impenetrable monte desbrozado por boyeros de andar errante y fugitivo. Junto a
los antiguos abrevaderos de ganado, no más de cinco leguas de distancia,
desembocan, tributarios de la Rocina, un sinfín de zubias que alimentan, desde
el Puente de la Ortigas a la maleza reinante del Acebrón, las balsas líquidas que
nutren los ejarbes del invierno…” (Ramírez Almanza, 1999: 54).
Por otro lado, la masiva y anual peregrinación rociera puede producir impactos en
los ecosistemas atravesados, pero también crea y consagra, sin duda, unos paisajes y
unos lugares simbólicos e identitarios que festonean sus caminos: Gelo, el pinar de
la Juliana, el vado del Quema, la dehesa de Villamanrique, la raya real, la casa del
bichero, el charco del cura, el palacio del rey o el puente del Ajolí son nombres de
parajes y paisajes que suenan a carretas y a bueyes, a sesteos y paradas, a salves y
rezos de los peregrinos del mundo sevillano. Del mismo modo, Bodegones, el
Sacristán, el camino de Moguer o la Rocina se relacionan con los onubenses y otros
parajes y apelativos marismeños y más nuclearmente doñaneros – Malandar, la
Plancha, el cerro del Trigo, el Palacio o la Canaliega- se vinculan a los caminantes
gaditanos.
Me gusta salir de Sevilla
y meterme en las arenas
que se me mojen los botos
cuando cruzo el río Quema.
Yo me pongo mi sombrero
me cuelgo mi medalla
y me gusta tragar el polvo
que va dejando la raya.
(Sevillana rociera del coro de Hermandad
de Sevilla- El Salvador.1999).
17
"Una sociedad urbanizada que se extiende sin parar y una tecnología que cada
día arrasa un trozo de la realidad conocida, forman el crescendo que va un
poco por delante de la explosión rociera. Ese mundo en constante cambio que
cada día controlamos menos viene a resultar la contracara de ese atracón de
polvo y vida al aire libre que es el camino. La Blanca Paloma no es una Virgen
milagrera ante la cual los cojos tiren sus muletas y los ciegos se deslumbren con
un chispazo de luz: tal vez su principal milagro esté, simplemente, en su
llamada, que nos permite internarnos por el túnel del tiempo en el silencio y la
grandiosidad del Parque Natural de Doñana. Por eso los ecologistas no se
atreven a quejarse de que un millón de rocieros invada el Coto: el hombre tiene
derecho a compartir por unos pocos días esa vida perdida que se reserva todo el
año a las especies protegidas" (Eichelbaum, periodista holandés, “Regreso al
presente”. El País, 15 mayo1989)
Caminos que conducen a los arenales cuaternarios que fueron antiguos baldíos,
después conocieron los procesos experimentales agrícolas y forestales y hoy -en aras del
paradigma clorofílico y de su adalid Doñana- vuelven a convertirse en baldíos que
esperan futuros sostenibles y armoniosos.
Parece que están claras las razones que nos condujeron a elegir este tópico del
discurso contemporáneo que considera a Doñana como producto de la dialéctica
convergencia en el fondo de un embudo de elementos físicos y actividades humanas, de
realidades, percepciones y sentimientos, en definitiva de caminos y paisajes entendidos
en su profunda complejidad. Pero, no obstante, Juan Ramón Jiménez, Paco Broca y
Adolfo Piche nos confirman lo dicho a través de su prosa poética y de sus aguadas y
pasteles:
“Veníamos los dos, cargados, de los montes: Platero, de almoraduj; yo de lirios
amarillos. Caía la tarde de abril. Todo lo que el Poniente había sido cristal de
oro, era luego cristal de plata, una alegoría, lisa y luminosa, de azucenas de
cristal. Después, el vasto cielo fue cual un zafiro transparente, trocado en
esmeraldas. Yo volvía triste… Ya en la cuesta, la torre del pueblo, coronada de
refulgentes azulejos, cobraba, en el levantamiento de la hora pura, un aspecto
monumental…” (Jiménez, 1914).
18
Imagen 10. P. Broca. Arrozal III. Aguada
Imagen 11. A. Piche. La Rocina. Pastel
Pasear por las veras o ecotonos de la comarca de Doñana o del propio Parque
Nacional puede conducir al visitante interesado a descubrir esta realidad
paisajísticamente convergente que significa Doñana: El sendero de la Dehesa de la
Puebla del Río, en el mismo borde de la marisma arrocera y dentro del Parque Natural;
el paseo por el Rocío con sus acebuches centenarios, sus plazas irregulares, sus casas
comunales y su extraordinaria madre de las marismas; los senderos de la Rocina, el
Acebrón o el Acebuche ofrecidos por el propio Parque Nacional se convierten en visitas
obligadas de reconocimiento de paisajes en los que la mezcla y la confluencia de
componentes distintos -mediterráneos y atlánticos; salados, salobres y dulces; arcillas,
arenas y areniscas; árboles, arbustos y matorrales; humedales y secarrales- constituyen
la más preciada
singularidad de este dinámico fondo de embudo, cuya fragilidad
convierte a estos paisajes de Doñana y a su conservación en crisoles de un sistema
económico basado en un crecimiento sin límites, lo que se contradice, a su vez, con
unos planteamientos de protección ambiental, aceptados asimismo como discurso
políticamente correcto.
Doñana es paradigma de naturaleza institucionalizada.
Precisamente la preocupación por superar aquellas contradicciones entre una
economía liberal de mercado que propugna crecimiento indefinido y un discurso
19
político de protección de una naturaleza finita es la razón de ser del ambientalismo,
como ideología configurada en el último tercio del siglo XX.
Como yo mismo he podido demostrar (Ojeda, 1999) tal ambientalismo funcionó,
en sus primeros momentos –precisamente cuando Doñana es declarado Parque
Nacional- como conciencia crítica del sistema económico, poniendo en evidencia sus
importantes contradicciones al usar intensivamente recursos que requieren un largo
plazo para su reproducción, al terminar con los stocks de naturaleza que representan los
recursos no renovables y al basar el crecimiento de sus áreas más industrializadas en la
utilización de recursos de otras áreas o en las transferencias a las mismas de actividades
peligrosas y contaminantes.
Pero paulatinamente aquel ambientalismo radical y crítico, de los años sesenta y
primeros setenta, se fue convirtiendo en bandera de todas y cada una de las opciones
políticas de los países más desarrollados, perdiendo su potencia crítica y
transformándose de denunciante en justificador ideológico del capitalismo avanzado.
Así, el ambientalismo -que ya a mediados de los setenta se había convertido en una
conquista irrenunciable de la cultura occidental- fue necesariamente girando hacia un
tono menos crítico y profético y más conciliador y clorofílico, adoptando dos principios
básicos como ideología justificadora: la separación radical entre hombre y naturaleza y
el entendimiento del teórico climax como situación real óptima de cualquier ecosistema.
Enmarcada en el contexto de la contemporaneidad occidental y en sus
paradigmas liberal o socialdemócrata, esta ideología clorofílica necesita dar respuestas a
los retos ambientales que generan las contradicciones entre crecimiento económico
ilimitado y recursos naturales finitos, pero sin poner en entredicho las premisas y
creencias básicas de tales paradigmas: Posibilidades de un conocimiento científico
objetivo y de una planificación y gestión de la realidad y el cambio social; capacidad
humana de observar externamente el mundo y de crear sucesivas técnicas de dominio
del mismo; consideración de la economía como una esfera real y autónoma basada en el
mercado y en las doctrinas del individualismo y utilitarismo y, por lo tanto, medición de
la calidad de vida a través de indicadores de productos materiales. Tal dificultosa
justificación de desequilibrios e incompatibilidades se irá traduciendo en unas
consecuencias, entre las que aquí –por su directa relación con el objetivo específico del
epígrafe sobre Doñana como paradigma de institucionalización de la naturaleza - cabe
destacar:
20
La transformación de la naturaleza -categoría omnipresente, trascendental, poética,
sublime e íntima- en el medio ambiente -categoría concretizada en unos lugares,
institucionalizable, técnica, domesticable y vendible-. Las expresiones oficiales y
empaquetadas de tal transformación son los parques.
A tal medio ambiente se le otorga un fuerte protagonismo en el discurso político
correcto, pero un periférico papel real en el modelo de desarrollo económico, en
cuyo núcleo fundamental
de crecimiento y expansión no tiene cabida porque
supondría un freno demasiado potente. En función de ello, lo ambiental se coloca en
los márgenes de tal modelo: Por delante, como espacios naturales protegidos
emplazados en comarcas periféricas para las que se orquestan eufemísticos
desarrollos sostenibles y, por detrás, como gran y metafórica escoba que barre la
contaminación necesaria e inexorablemente ocasionada por el propio crecimiento.
Tales saltos mortales argumentales, como paradojas ideológicas, se traducen en una
cínica y progresiva introducción del “tópico matiz o barniz ambiental” en cualquier
tipo de planificación.
En este marco paradigmático -coetáneo y vinculado a la fase de despegue en el
crecimiento económico de algunos países y regiones periféricos de Europa Occidentaldebe quedar encuadrada la consolidación oficial de Doñana como una de
las
representaciones más conspicuas del medio ambiente en España y, consecuentemente,
como una isla de naturaleza institucionalizada.
La evolución del discurso naturalístico sobre Doñana -a través de textos e
imágenes mitificadores y románticos o ecológicos y científicos- puede ser una elocuente
y significativa guía de lo que se está planteando:
1. Doñana como naturaleza romántica y mitificada
“…desde la desembocadura del río, los bosques de pino piñonero se extienden
sin solución de continuidad, legua tras legua, colinas y valles realzados por su
follaje verde oscuro, mientras el sotobosque revela la gran riqueza de plantas
aromáticas, todas iluminadas por los rayos solares que las motean
intermitentemente. Al oeste, fuera del límite del pinar se extienden extensas
zonas de desierto sahariano, con millas de resplandecientes eriales de arenas
desprovistas de cualquier vestigio de vegetación: la exaltación de una
desolación magnifiscente, el esplendor de la esterilidad” (Chapman y Buck,
1910. ed. de 1989: 39).
21
De nuevo, Jorge Camacho convierte -con su ojo surrealista y apoyado en sus
románticas fotografías en blanco y negro- un objeto encontrado en las dunas de Doñana
en una creación artística. Las ramas más altas de los pinos que fueron comidos por
miles de granos de sílice, surgen ahora en el dorso de una duna móvil tras su andar
pausado y secular, convirtiéndose en testigos mudos de un proceso impenitente que las
ha ido trasmutando de vegetal en mineral: Son las románticas cruces de Doñana
Imágenes 12 y 13. Jorge Camacho. Cruces de Doñana. Fotos
Esta naturaleza primigenia y salvaje determina también la vida de sus escasos
habitantes, observados románticamente, a su vez, como seres especiales -comparables a
los míticos indios piel roja- por los grandes divulgadores de Doñana en el mundo
anglosajón de finales del XIX y comienzos del XX:
“La escasa población de Doñana incluye unos cuantos vaqueros que vigilan el
ganado vacuno y los caballos que vagan en estado semisalvaje por la zona de
monte bajo y en la marisma abierta. Los carboneros nómadas se agazapan en
los bosques… entre tanto, la recogida de piñas ofrece un modo de vida precario
a unos cuantos piñoneros. Finalmente, se encuentran los guardas, de ojos
perspicaces, vestidos de cuero y tan bronceados por el sol que su piel adquiere
el tono de los indios piel-roja” (Chapman y Buck, 1910. Ed.1989: 41)
Tal consideración se extiende entre la propia intelectualidad española de la
primera mitad del siglo XX, sirviendo como muestra de ello este roussoniano informe
sobre los niños de Doñana de Luis Bello, uno de los grandes y comprometidos
periodistas y pedagogos de la Institución Libre de Enseñanza:
“Después de andar tanto por España y de penetrar un poco -tal es mi intenciónen el alma del pueblo, todo podría ocurrírseme menos compadecer a los niños
del coto de Oñana porque en su mundo encantado –de cuento de niños- no hay
22
escuelas. Son felices. Se crían sanos. Saben lo que deben saber. Para ser como
sus abuelos no necesitan más. (…) Porque el coto podrá ser dominio del duque
de Tarifa; pero quien lo disfruta y lo posee es el hijo del campesino. Para no
variar nunca el orden preestablecido, lo mejor es que siga en libertad,
aprendiendo el lenguaje de los pájaros y las alimañas. ¡Tierra singular,
paradisíaca, primitiva, imposible sobre cualquier otro rincón de Europa!“.
(Bello, 1928, ed.1998: 267)
Imagen 14. Ignacio Aguilar. Marismas de El Rocío. Acuarela
2.- Doñana como naturaleza singular reconocida objetiva y científicamente.
En cualquier caso, la vía romántica no era precisamente la más operativa para
conducir a la consideración oficial de Doñana como Parque Nacional. La naturaleza y el
paisaje románticos por excelencia y, consecuentemente a proteger, según el
23
romanticismo más castizo, era vertical, escénico, sublime, viril –como declamaría, en
1916, el marqués de Villaviciosa de Asturias en su ardorosa defensa senatorial de la
declaración de Covadonga y Ordessa como primeros parques Nacionales Españoles
(Gómez Mendoza, 1992)-. Mientras que Doñana, horizontal y de encharcadizas
marismas, seguía siendo por entonces una “charca pestilente que había que bonificar”
(Moral, 1991).
Imagen 15. A.Piche. La horizontal marisma de Doñana. Pastel.
No obstante, el reconocimiento objetivo y probado científicamente de Doñana
como espacio de grandes y singulares valores naturales se inicia precisamente –como en
el capítulo segundo de este libro demuestra y desarrolla magistralmente el profesor
López Ontiveros- desde la admiración romántica de su flora y su fauna a través de los
ya citados viajeros- cazadores-naturalistas anglosajones Abel Chapman y Walter J.
Bucck, que, vinculados a los dueños del coto Doñana –burgueses vinateros jerezanos- y
arrendatarios de la cacería de aquellos parajes durante años -a través de la Asociación de
Los Escriturarios- llegaron a conocerlos a un profundo nivel de detalle, lo que les
permitió compararlos –sobretodo en su avifauna- con los más célebres cotos del mundo
también conocidos y descritos por ellos. Ellos supieron transmitir en dos libros de viaje,
escritos y publicados en inglés, en la charnela del siglo XIX al XX (Wild Spain, 1899 y
Unexplored Spain, 1910) tanto la admiración romántica, a que se aludía en párrafos
anteriores, como pioneras hipótesis y certeros planteamientos científicos sobre el valor
objetivo y singular de Doñana como ecotono o espacio de lucha y encuentro de un gran
río con un océano y de dos continentes:
“El Guadalquivir drena las distantes montañas de Sierra Morena y colmata
doscientas millas de llanura, arrastrando en su cauce un flujo dorado cargado
de cieno amarillento…De él proceden los depósitos ininterrumpidos de
sedimentos que hay en la plataforma marina; pero esta fuerza exterior se opone
enérgicamente a tal intromisión en su área, por lo que se sigue una inevitable
batalla de los elementos. El río había dominado antes hasta el punto de haber
arrebatado al mar muchos cientos de millas cuadradas de llanura aluvial,
conocidas como marismas; pero, en la época actual, el mar parece haber
triunfado al interponer una vasta barrera de arena a todo lo largo del frente de
batalla. El resultado ha sido el siguiente: Adosado a la parte más meridional de
Europa, se encuentra un pedazo singularmente exótico de desierto africano”
(Chapman y Buck, 1910 –edición de 1989: 38-39).
Verdaderos voceros de Doñana en el contexto romántico y en la cultura
anglosajona, estos autores deben ser considerados como los precursores directos de las
24
expediciones ornitológicas de los años 50, algunos de cuyos diarios siguieron su misma
estela y, consecuentemente, del nacimiento del World Widlife Found (W.W.F.), de la
compra de terrenos de Doñana con aportaciones internacionales (1963) y de su cesión al
gobierno español con la condición de que fuese gestionado por la Reserva Biológica de
Doñana (1965), que tras medio siglo de vida y de investigación en el Parque, bajo los
auspicios del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, se constituye en la
institución que promociona, tutela, publica y reproduce el discurso científico sobre estos
ricos y cada día más conocidos y reconocidos ecosistemas con sus biocenosis y biotopos
correspondientes, con sus relaciones y flujos de materia y energía, con sus procesos
etológicos y con sus vinculaciones con el resto de los espacios protegidos del mundo.
“La historia de las expediciones al Coto de Doñana es un recordatorio de que
aunque en Gran Bretaña hemos ya perdido o destruido mucho de nuestro
patrimonio natural, afortunadamente existen en Europa todavía algunos, muy
pocos, despoblados donde la naturaleza reina incuestionada en todo su
esplendor. Durante nuestras vidas, dos guerras mundiales y una atroz guerra
civil se han desencadenado alrededor del Coto de Doñana sin que nada, salvo
un distante eco, perturbase su profunda paz. La invasión sarracena del siglo
octavo, que primero devastó y posteriormente enriqueció a toda España, no dejó
aquí vestigio alguno, salvo unas pocas torres almenara que hoy se desmoronan
y que son morada de halcones y grajillas. Incluso el antiguo Palacio, dormido
durante siglos y hoy acurrucado tras su susurrante pantalla de grandes
eucaliptos, parece tan integrado en la belleza natural del escenario que cuesta
creer que no haya siempre estado allí.” (Mounfort, 1958)
Imagen 16. C. Laffón. La Jara. Eucalipto. Óleo
“…Al estar localizada en la zona bisagra entre África y Europa, esta región ha
podido disponer de una gran cantidad de especies para construir su actual
25
riqueza y, además, no ha sufrido los desastrosos empobrecimientos causados
por las sucesivas glaciaciones, ni por un aislamiento geográfico o climático. De
una manera excepcional, esta región también ha disfrutado de cuidados y
vigilancia por muchas generaciones, que la han protegido de la destrucción que
la moderna explotación económica ha generalizado en toda Europa. Por todas
estas razones, constituye un monumento natural de excepcional importancia e
interés científico, por cuya preservación de perturbaciones y desarrollo, los
actuales propietarios y la misma España son un ejemplo para el mundo”
(Nicholson, ecólogo de la expedición al coto de Doñana de 1957. Textos
extraídos de Mountfort, 1958. Ed. 1994: 8-9 y 279-280)
Del discurso científico sobre Doñana y de sus hitos y avances ya trata Miguel
Delibes de Castro –afamado biólogo y director, durante años, de la citada Reserva
Biológica de Doñana- en otro capítulo de este texto, con lo que podemos ahorrarnos su
desarrollo. Pero considero importante terminar subrayando el lugar que en tal
construcción compleja, culta y contemporánea han jugado los artistas plásticos, entre los
que aquí se han ido citando a algunos. La original tesis doctoral de la pintora y
profesora Regla Alonso Miura –coautora asimismo de este libro-, dirigida por un
ecólogo y un geógrafo sobre percepción morfológica y análisis plástico de paisajes y
vegetación de Doñana, quizás constituya el más elaborado exponente académico de las
muchas y fructíferas experiencias creativas en el Parque Nacional. Con una
representación de duna y corral en carbón y gouache, en la que Regla consigue aunar
magistralmente el vacío y la plenitud y con unas frases de su propia declaración
introductoria
como
doctoranda
se
cierra
este
paseo
por
los
paisajes
contemporáneamente construidos y connotados de Doñana.
Imagen 17 R. Alonso. Duna y corral. Carbón y Gouache.
26
“En el difícil diálogo establecido entre las representaciones conceptuales y las
representaciones plásticas, se ha llegado a variadas conclusiones y a un
enriquecimiento de ambas partes. Para el artista es interesante comprobar, por
ejemplo, que las tonalidades grisáceas –percepción artística- de la hojas del
Halimium halimifolium, cambiantes a lo largo del año, que él ha relacionado
directamente con la lluvia y la sequía, se deben a los pelillos en forma de
pequeños cráteres estrellados de la epidermis foliar que, al cambiar su
disposición, condicionan el color y la reflexión de la luz. Para el ecólogo es
sorprendente comprobar cómo el artista reconoce estos cambios cromáticos de
la planta y los relaciona con las mutaciones atmosféricas, desconociendo las
cadenas causales que los unen. Este ejemplo nos indica también que la
alteración de la imagen con una intencionalidad puramente artística, es
antagónica con la transposición de una información exacta, con lo que
volvemos al punto de partida sobre la intencionalidad como hilo conductor de la
obra. Amparados en esta intencionalidad, los científicos naturalistas han
desarrollado una larga serie de reduccionismos: La vía analítica, de la que se
sirven preferentemente, implica una serie de parcelaciones y reducciones que
intentan aprehender ciertos aspectos del mundo natural que por su complejidad
e interrelación necesitarían criterios más complejos en su lectura. El artista
también emplea parcelaciones y reducciones, pero, en principio, el
27
reduccionismo practicado por el artista mantiene los caracteres fundamentales
de expresión, estructura, forma, movimiento y relación. Sin embargo, con
frecuencia lo que criticamos en la visión científica es extrapolable a la visión
artística. Es absurdo acumular detalles parciales en una imagen; la rica
complejidad del paisaje, sus principales aspectos de crecimiento, cambio o
relación no pueden expresarse con la acumulación de datos parciales de sus
elementos. El criterio a seguir es buscar los caracteres más relevantes y recrear
su expresión, su ritmo y su color hasta que resulten tan bellos como en la misma
naturaleza” (Alonso, 1988: 15-16)
El argumento central de un luminoso libro de Edgar Morín -unas realidades
complejas analizadas, diagnosticadas y gestionadas por unas mentes simples tienden a
convertirse en unas realidades complicadas (Morin, 2000)- se convierte en síntesis
clave de estas reflexiones con las que hemos pretendido añadir a Doñana –espacio
natural reconocido y celebrado mundialmente- el valor de su potencia cultural,
recordando que está emplazado en una de las tradicionales y civilizatorias puertas de
entrada en la Península Ibérica que, a su vez, es fondo de saco de la depresión del
Guadalquivir. No puede olvidarse que la naturaleza que hoy buscamos la mayoría de los
habitantes del planeta –que ya somos urbanitas- no es la salvaje, peligrosa o molesta,
sino el apacible y armónico “paisaje medio”:
“…el deseo de retorno a la naturaleza depende del deseo de huida de la
naturaleza…como la naturaleza a la que uno anhela retornar es sobre todo un
objeto de deseo más que un ‘ahí fuera’ indeterminado al que uno está
infelizmente condenado, tiene que haber sido delineada culturalmente y dotada
de valor. Hacia lo que deseamos escapar no es ‘la naturaleza’, sino un concepto
idealizado de la misma, y ese concepto necesariamente tiene que ser un
producto de la experiencia y de la historia del hombre: su cultura. Aunque
suene paradójico, el ‘retorno a la naturaleza’, constituye una empresa cultural,
un intento encubierto del deseo de ‘huida de la naturaleza’” (Tuan, 2003: 41)
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