la stira poltica en fray gerundio (1837

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El Predicador Real Fray Alonso De Cabrera (1549?-1598) y El Poder De La Palabra:
Elocuencia y Compromiso En El Sagrado Ministerio De La Predicación
Dissertation
Presented in Partial Fulfillment of the Requirements for the Degree Doctor of Philosophy
in the Graduate School of The Ohio State University
By
Carmen María Grace, M.A.
Spanish and Portuguese
The Ohio State University
2009
Dissertation Committee:
Maureen Ahern, co-advisor
Donald R. Larson, co-advisor
Salvador García Castañeda
Copyright by
Carmen María Grace
2009
ABSTRACT
Los sermones del predicador dominico fray Alonso de Cabrera (1549?-1598)
constituyen una rica mina de los diferentes mecanismos que el predicador disponía en la
España de los siglos XVI y XVII para convertir el púlpito en el instrumento más eficaz de
control ideológico y de propaganda política que el pueblo recibía asiduamente. Esta tesis
pone en estrecho diálogo la teoría concionatoria, o arte de la predicación propia y
específica del siglo XVI, con las teorías contemporáneas de los “Performance Studies”
con el fin de vislumbrar con nitidez la relación entre el emisor del mensaje ideológico y
el receptor del mismo; es decir, medir el efecto que el predicador tenía en el público y el
impacto que provocaba su mensaje tanto espiritual como ideológicamente. El capítulo
introductorio contextualiza el estado de la predicación en España en el siglo XVI, sitúa a
fray Alonso de Cabrera dentro de la Orden de Predicadores, revisa la literatura existente
sobre el tema y resume los capítulos contenidos en la tesis. En el segundo capítulo se
expone el marco teórico y la metodología usada con el estudio de varias retóricas
influyentes del siglo XVI, y con el uso de varios conceptos de los “Performance Studies”
que tienen el fin de poner en perspectiva el “performance” cultural y social del predicador
dominico. El tercer capítulo se dedica a los sermones que corresponden al ciclo litúrgico
de la Cuaresma, donde se ofrece un análisis de la doctrina moral y de los recursos
retóricos del discurso; a la vez, explora lo que significaba ser predicador a finales del
ii
siglo XVI en el contexto socio-cultural de la época. El cuarto capítulo analiza los
sermones de Semana Santa y Adviento, donde se contrastan dos imágenes opuestas de
Cristo: el Redentor y el Dios-juez. El quinto capítulo abarca el ciclo litúrgico de la
Epifanía, donde se destaca el análisis del contexto de las guerras santas de Felipe II y,
simultáneamente, la labor pastoral del dominico con temas sobre la educación de los hijos
y el sacramento del matrimonio. El sexto capítulo integra el análisis del sermón de las
Honras Fúnebres a Felipe II, donde se examina la interrelación entre la enseñanza de los
fieles sobre la doctrina de la muerte, y el elogio del monarca fallecido a través de motivos
del discurso hagiográfico que tienen el fin de cumplir con la edificación cristiana de toda
la cristiandad.
iii
Dedicated to my beloved husband and son,
parents and sisters
iv
ACKNOWLEDGMENTS
I would like to express my sincere thanks to my dissertation advisors, Professors
Maureen Ahern and Donald Larson. Both of them have supported me, inspired me, and
shared their wealth of knowledge with sincerity and generosity. They have been
wonderful role models and teachers to me.
I am grateful to Professor Salvador García Castañeda for his friendship, his
knowledge, accessibility and encouragement all these years.
I wish to thank my husband, Henry Grace, for his support, patience, and for
always believing in me in this long process.
I also thank Mónica Fuertes-Arboix, Lucila Ortiz, Joanne Brake for their
unconditional friendship and support.
I thank my family and friends from Spain and from the Ohio State University for
supporting and believing in me.
I also wish to thank Elizabeth Davis for introducing me to the object of this study.
I am grateful to the Department of Spanish and Portuguese at the Ohio State
University for its support and consideration of my endeavors.
v
VITA
1991 …………………………………….. Licenciatura, Ancient Greek and Latin
Cultures and Languages, Universidad
Complutense de Madrid
1998-2001 ……………………………….. Lecturer, Department of Spanish and
Portuguese, The Ohio State University.
2001-Present…………………………….. Graduate Teaching Associate, Department of
Spanish and Portuguese, The Ohio State
University.
FIELDS OF STUDY
Major Field: Spanish and Portuguese.
First Field of Specialization: Middle Ages to Baroque.
Second Field of Specialization: Indigenous, Colonial and National.
vi
TABLE OF CONTENTS
Abstract……………………………………………………………………….ii
Dedication…………………………………………………………………….iii
Acknowledgments…………………………………………………………….iv
Vita…………………………………………………………………………… v
List of Tables………………………………………………………………….vi
Capítulos
1. Introducción………………………………………………………….. 1
La Iglesia española en el siglo XVI………………………………….. 8
El estado de la predicación española en el siglo XVI………………... 20
Predicadores paradigmáticos del siglo XVI en España:
San Juan de Ávila y fray Luis de Granada………………………… 25
La Orden de los Dominicos y su concepto de la predicación
en los siglos XVI y XVII……………………………………………. 27
Vida y obra del Maestro fray Alonso de Cabrera……………………. 28
Literatura existente sobre el tema……………………………………. 32
Contenido de los capítulos…………………………………………… 41
2. Marco teórico y metodología………………………………………… 43
Introducción…………………………………………………………. 43
Aproximación a una teoría de la predicación del siglo XVI………… 44
Humanismo en las retóricas eclesiásticas del siglo XVI…………….. 47
El oficio de predicar: enseñanza y reprensión……………………….. 59
La Actio: la puesta en escena del sermón……………………………. 67
Teorías contemporáneas de los “Performance Studies”……………... 71
El papel social del predicador………………………………………... 72
La predicación como un género “performativo” cultural……………. 80
vii
3. Cuaresma…………………………………………………………….. 97
Introducción…………………………………………………………. 97
La Cuaresma…………………………………………………………. 98
El trabajo espiritual del cristiano…………………………………….. 99
Las prácticas penitenciales de la Cuaresma…………………………. 105
El miércoles de ceniza: contra los “hipócritas” y falsos santos……… 112
La Transfiguración de Cristo: esperanza del cristiano……………….. 118
La virtud de la caridad: la limosna…………………………………… 121
El oficio de predicar:
el domingo de Sexagésima y el “negocio de la vida cristiana”…….... 131
El predicador: médico de almas……………………………………… 137
Una espada de doble filo: la fama y la honra del predicador………… 142
La misión del predicador ante políticos y poderosos………………… 151
Conclusión…………………………………………………………… 158
4. Semana Santa y Adviento……………………………………………. 161
Introducción…………………..……………………………………… 161
La Semana Santa……………………………………………………... 162
Sermones de la Pasión……………………………………………….. 162
El Adviento…………………………………………………………... 174
Primer Domingo de Adviento……………………………………….. 175
Segundo Domingo de Adviento……………………………………... 186
Tercer Domingo de Adviento………………………………………... 191
Sermón del Cuarto domingo de Adviento…………………………… 196
Conclusión…………………………………………………………… 203
5. Epifanía………………………………………………………………. 205
Introducción…………….……………………………………………. 205
La Epifanía…………………………………………………………… 205
Epifanía de nuestro Salvador………………………………………… 207
Domingo dentro de la Octava de la Epifanía de nuestro Salvador…... 213
Octava de la Epifanía de nuestro Salvador…………………………... 222
Domingo primero después de la Octava de la Epifanía de
nuestro Salvador………………………………………………………227
Domingos segundo, tercero y cuarto después de la Octava
de la Epifanía de nuestro Salvador…………………………………... 236
Conclusión…………………………………………………………… 244
viii
6. Sermón en las Honras Fúnebres de Felipe II………………………... 247
Introducción…………………………………………………………. 247
Contexto del sermón fúnebre en los siglos XVI y XVII…………..... 249
Publicación de los sermones fúnebres: las honras de Felipe II……… 253
Bases teóricas del sermón fúnebre…………………………………... 258
Sermón fúnebre de Alonso de Cabrera………………………………. 261
Lema del Nuevo Testamento………………………………… 262
Exordio: Salutación………………………………………….. 262
Primera Parte: doctrina………………………………………. 264
Segunda parte: elogio al monarca…………………………….276
Elogio a Carlos V……………………………………. 277
Elogio a Felipe II……………………………………. 278
Conclusión…………………………………………………………… 291
7. Conclusiones………………………………………………………… 293
Bibliografía………………………………………………………………. 301
ix
CAPÍTULO 1
INTRODUCCIÓN
Recordé al ruido, húbeme de rascar y comencéme a
desvelar; fui recapacitando todo mi sermón pieza por
pieza. Entendí que, aunque habló con religiosos,
tocaba en común a todos, desde la tiara hasta la
corona, desde el más poderoso príncipe hasta la
vileza de mi abatimiento. ¡Válgame Dios! –me puse a
pensar-, que aun a mí me toca y yo soy alguien:
¡cuenta se hace de mí! Pues ¿qué luz puedo dar o
cómo la puede haber en hombre y en oficio tan
escuro y bajo? Sí, amigo –me respondía-, a ti te toca
y contigo habla, que también eres miembro deste
cuerpo místico.
(Mateo Alemán, La vida de Guzmán de Alfarache)
Introducción
¿Qué es la predicación? ¿Cómo se predica a los demás? Jesucristo no dejó
ninguna duda al respecto: predicar es explicar los misterios de Dios ilustrándolos de la
forma más clara y entendible para que pueda ser comprendido por el entendimiento del
hombre. El objetivo principal de la predicación cristiana siempre ha sido el llevar la
palabra de Dios al mayor número de personas; a pesar de haber tenido altibajos a lo largo
de su historia, ha sabido mantenerse hasta nuestros días. Y no solamente me refiero a la
plática, más o menos larga, que el sacerdote emita a los feligreses durante la misa de los
domingos, o que paseemos por un parque y podamos escuchar mensajes cristianos contra
el aborto, sino que hoy en día, además, disponemos de medios de comunicación masivos
de los que las diferentes Iglesias cristianas se han sabido aprovechar para seguir
evangelizando y guiando la moral de los pueblos.
1
La televisión nos permite ver y escuchar a predicadores en vivo y en directo, de la
misma forma que podemos escuchar a los políticos. Simultáneamente, podemos leer las
noticias del mundo en los periódicos impresos o de internet, como también podemos
obtener información de las revistas religiosas que dejan en nuestras puertas sobre cómo
aplicar los preceptos de Dios a las cuestiones y situaciones problemáticas que se nos
presentan en el mundo en que vivimos ahora: vivir en pareja o no antes del matrimonio o
como sobrellevar los efectos del divorcio en los hijos. En definitiva, la moral que
proyecta el Nuevo Testamento sigue estando vigente hoy en día en el sentido de que aún
siguen existiendo predicadores que comuniquen a través de diferentes medios cómo
actuar en la vida según la palabra de Dios.
El epígrafe de arriba nos ilustra, en la ficción, los alcances que tuvo la religión
católica en la vida diaria de los españoles de los siglos XVI y XVII; como dice Herrero
Salgado: “en nuestro doble Siglo de Oro la religión era ocupación y preocupación, más o
menos intensamente vivida, de todos los españoles, y la predicación y los predicadores,
tema de opinión para entendidos e ignorantes, para cuerdos y necios” (Oratoria sagrada
I, 150). Por este motivo, no es ninguna contradicción que el pícaro de Mateo Alemán,
Guzmán de Alfarache, oiga misa todas las mañanas antes de empezar a robar para
sobrevivir (“ir a mariscar para poder pasar”) y que después, en la quietud de la noche,
reflexione sobre el sermón aplicando las palabras del “docto predicador” a su propia vida
y circunstancia.
Según Ricardo Sáez, el sermón se constituyó en el siglo XVI como “un vector de
primer orden en la renovación religiosa de España”; tenía el claro objetivo de cristianizar
y evangelizar el cuerpo social, funcionando como “pedagogía de masas” llevada a cabo
2
por las élites religiosas hacia un auditorio superficialmente evangelizado (49-50). La
difusión de la Reforma protestante por Europa en el siglo XVI motivó la necesidad
urgente de incrementar la función social evangelizadora del sermón con el fin de
fortalecer la fe y de reconvertir a los cristianos descarriados. La Iglesia, como institución
social más influyente, generó una ideología y una mentalidad a través de varios canales
de actuación, de entre los cuales la predicación fue el más importante. 1
Fray Alonso de Cabrera (1549?-1598) fue uno de estos doctos predicadores que
embelesaban al pueblo por su elocuencia y sabiduría. Tal es el caso, que este fraile
dominico y cordobés alcanzó una posición altamente privilegiada en la corte de Felipe II
y Felipe III, cuando fue nombrado “Predicador de su Majestad.” Su sermonario
demuestra que la actividad de Cabrera en el púlpito es uno de los ejemplos
paradigmáticos de los mensajes que producía la Iglesia postridentina en el último cuarto
del siglo XVI, cuya intención era moldear las conciencias de los fieles, tanto en lo tocante
a la devoción religiosa como a la nueva moral que se quería implantar en el pueblo.
El objetivo de esta tesis doctoral es hacer un estudio en profundidad de su
producción sermonística conservada por la calidad de su oratoria, y porque refleja el
fuerte sentido del deber que le marcaba su oficio. Su seriedad y compromiso como
sacerdote transciende el texto en dos vertientes principales: por una parte, desde la
perspectiva de su labor pastoral, cuyo cometido era enseñar al pueblo las bases
doctrinales católicas, como son los artículos de fe y los sacramentos; por otra parte, su
1
Ésta es la hipótesis principal de Fernando Negredo del Cerro en su tesis doctoral, Política e iglesia: los
predicadores reales de Felipe IV. Además del sermón, otros hechos sociales y culturales fueron el teatro,
las cartillas y los catecismos (Sáez 45).
3
afiliación, como portavoz eclesiástico, al sistema monárquico español en su calidad de
protector y defensor de la Contrarreforma en Europa. En este sentido, a través del análisis
de los mensajes de sus sermones que corresponden a las celebraciones más destacadas del
calendario litúrgico, conocidas como “tiempos fuertes” (la Cuaresma, la Semana Santa, el
Adviento y la Epifanía), junto con su oración fúnebre a Felipe II, la figura de Cabrera se
va modulando como el fruto maduro de una época etiquetada por las guerras religiosas
europeas.
De esta manera, sostengo que Fray Alonso de Cabrera fue un predicador
postridentino y contrarreformista cuya oratoria transmitía diferentes tipos de discursos
que iban de acuerdo con los preceptos de Trento y con el papel líder de España en la
Europa contrarreformista. Estos diferentes discursos respondían a diversas ideologías
concernientes a la religión y devoción, a la política, a lo socio-económico, y a lo
lingüístico y literario, lo cual demuestra su complejidad discursiva y multifacética. El
fraile dominico era capaz de transmitir estas ideologías gracias a su estricta formación
humanista, teológica y escriturística, y a su gran manejo de la elocutio en el discurso.
En relación con el contexto postridentino y desde la perspectiva del arte de
predicar del siglo XVI, una segunda hipótesis de esta tesis es que sus sermones
ejemplifican la estrecha relación que existió entre la teoría y la práctica de predicar de
este período. Por ello, me propongo estudiar varias retóricas eclesiásticas de enorme
influencia en la época, extrayendo los principales elementos que contribuyeron a la
formación de una teoría de la predicación propia del siglo XVI. A este respecto, el
análisis de sus sermones refleja el estilo particular del predicador dominico: por una
4
parte, destaca de entre sus mecanismos persuasivos el activar la imaginación del público
transformando la mera palabra en imágenes vívidas; por otra parte, sobresale su maestría
en acomodar la doctrina católica a la realidad del público presente.
La primera técnica se hacía a través de la amplificatio, un recurso retórico que
desde los tiempos clásicos se usaba para poner las materias que se decían con la palabra
delante de los ojos del que las oía; es decir, a través de procedimientos retóricos se
intentaba transformar el discurso en escenas representadas a manera del teatro. Dentro de
este recurso, florecen en la oratoria del dominico su amplio uso de la enumeración y de la
descripción de personas y cosas; su propia experiencia vital era un factor decisivo para
fabricar descripciones con imágenes elaboradas y muy expresivas, y en las que mostraba
el conocimiento que tenía de primera mano. El segundo procedimiento se basaba en que,
una vez expuesto y explicado el evangelio, Cabrera señalaba los ejemplos sociales que
repetían los vicios bíblicos o que contradecían los modelos de virtud que se estaban
exponiendo. Pero además, desde el punto de vista lingüístico, aplicaba los motivos,
metáforas y vocabulario de las Escrituras a las costumbres y pecados que el predicador
identificaba en la sociedad, lo cual no sólo era una fusión de la doctrina con la vida real,
sino que era reflejo de su fina ironía. El principio de acomodación ayudaba a que los
ejemplos sociales se proyectaran simultáneamente en el campo del entendimiento y en el
de la voluntad para que, captando de una forma más completa el mensaje evangélico, el
público sintiera el deseo de rectificar los pecados y perseverar en las virtudes que tenía.
En otras palabras, el objetivo era persuadir por todos los medios permitidos por el decoro
del púlpito. Este rasgo define, precisamente, a toda buena predicación de entonces y de
5
hoy: el modelar el evangelio y demás autoridades de las Escrituras a los propósitos y
objetivos del predicador.
Por un lado, la originalidad de esta tesis es que pone en perspectiva la actividad de
Cabrera en el púlpito con conceptos contemporáneos norteamericanos provenientes del
campo del “performance” social y cultural. Los conceptos que utilizo son principalmente
el papel social 2 del predicador, y el drama social 3 que hay en todo “performance”
cultural. Además, incluyo un análisis de unos estudios contemporáneos sobre la
predicación de la Iglesia presbiterana y africano-americana que ven en el acto de predicar
correlaciones con el teatro y el “performance.” 4
El contenido de los sermones deja vislumbrar que el papel social de Cabrera era
uno de autoridad dentro de la congregación de creyentes. Una tercera hipótesis de esta
tesis es que del texto emerge el gran manejo del fraile dominico del decoro del púlpito
tanto en el aspecto lingüístico como en la pronunciación y gesticulación, pero sin dejar de
lado el deber de señalar, con todos sus colores, los vicios de la sociedad que tenía
enfrente. A este respecto, sobresalen de los sermones sus opiniones hacia diversos
aspectos del oficio, que dicen mucho sobre los pros y contras de la actuación social del
predicador de este período en cuestión. Los sermones muestran las diferentes actitudes
que adopta sobre todo tipo de temas, tanto religiosos como civiles, lo cual nos habla de su
propia mentalidad como eclesiástico e, igualmente, de los valores y creencias de la
sociedad a la que estaba predicando.
2
Para ello utilizo las teorías de Erving Goffman, en The Presentation of the Self in Everyday Life y Frame
Analysis.
3
Este concepto es de Victor Turner, y aparece en From Ritual to Theatre: The Human Seriousness of Play.
4
Analizo los estudios de la reverenda y académica Jana Childers y del académico Herbert Sennett.
6
Desde otro punto de vista, los conceptos del “performance” cultural y
fenomenológico 5 proporcionan un método de análisis del texto que ayuda a iluminar el
ambiente creado por la plática y por la actuación del predicador en cuanto a una
experiencia vivida como un todo, tanto por la congregación como por el predicador y,
cómo el “performance” del acto en cuestión funcionaba como espejo de los valores y
axiomas que definían la sociedad a la que el mismo predicador pertenecía. Este aspecto
se puede ver bien en el capítulo cuarto, donde estudio el ambiente de devoción que
emerge de los sermones de la Semana Santa.
Concluyo que el papel del predicador se constituye en el texto con una función
social privilegiada; sus conocimientos y su elocuente predicación forjaron su papel social
dentro del contexto de la época, el cual era equivalente al del predicador africanoamericano de hoy en día, en cuanto a que su actuación en el púlpito comunicaba una
cultura particular y una religión muy específica --uso las palabras de Sennett--. Esta
religión era el catolicismo ortodoxo que tenía un nuevo enemigo en el siglo XVI, además
de los infieles y herejes tradicionales como eran los moros y los judíos: la Reforma
protestante europea.
Por otro lado, esta tesis es original también porque hace un análisis de las piezas
oratorias donde queda enmarcado el contexto contrarreformista en que se formó y vivió
Cabrera. El capítulo quinto se ocupa de la Epifanía, donde aparecen referencias directas
de las guerras santas de Felipe II, y donde aparecen varios enunciados de bulas papales
como ayuda monetaria al rey. Por último, en el capítulo sexto hago un minucioso análisis
5
Para el “performance” fenomenológico me valgo de las aportaciones de Bert States.
7
de la oración fúnebre que pronunció Cabrera en las exequias reales de Felipe II como
excelso ejemplo del concepto de la “buena muerte” para la edificación cristiana del
pueblo en el contexto contrarreformista; no tengo noticia de que este tipo de análisis se
haya hecho antes en un sermón fúnebre del período en cuestión.
Este capítulo es la introducción general de la tesis y en él se incluyen, además de
los objetivos de la tesis, el contexto de la Iglesia católica española y sus implicaciones en
la sociedad aurisecular, el estado de la predicación en el siglo XVI, una introducción del
autor, Alonso de Cabrera, una revisión de la literatura existente sobre el tema y, para
finalizar, un resumen del contenido de los capítulos de la tesis.
La Iglesia española en el siglo XVI
La Iglesia católica fue la institución que más influyó en el desarrollo de la
sociedad española en los siglos XVI y XVII. La instauración de la Inquisición en 1478
por Fernando e Isabel (1474-1516) significó la intensificación de su poder. La función de
la Inquisición consistió en combatir la herejía y la apostasía de los conversos y en
reforzar la uniformidad de la fe en los reinos unificados de Castilla, Aragón y, en 1492,
Granada. En este período, la convivencia que habían tenido las tres castas raciales que
integraban la España medieval (la cristiana, la judía y la musulmana) vio sus últimos días.
A principios del siglo XVI, se forzó a la comunidad judía a convertirse o a exiliarse,
emergiendo de este hecho el fenómeno social de los conversos; la misma suerte corrieron
los musulmanes una década después que se convirtieron en moriscos. Aunque estos
eventos significaron el triunfo de la Iglesia católica española, sin embargo, como ha
señalado Rawlings, el éxito de la empresa eclesiástica no fue tan completo ni tan
8
aceptado por todos los españoles de la época, sino que el multiculturalismo siguió
sobreviviendo en la formación de la identidad religiosa española hasta, por lo menos,
principios del siglo XVII (1-2).
Ante la corriente de antisemitismo durante la segunda mitad del siglo XV, debido
a las condiciones económicas y sociales, 6 y de desconfianza de la sociedad española por
la autenticidad de su fe, los conversos constituyeron las primeras víctimas de la
Inquisición. Las medidas fueron tan crueles que llegaron protestas a Roma desde dentro
de la misma Iglesia española; estas voces, en cambio, proponían la solución alternativa
del uso de la predicación y de la persuasión para extirpar la herejía entre los conversos.
No obstante, a principios del siglo XVI, la Inquisición estaba protegida por la corona, por
el papado y por la mayoría de la comunidad de cristianos viejos que veían en esta
institución el reforzamiento de sus valores. Según el examen de los archivos de la
Inquisición, Rawlings ha observado que el judaísmo entre los conversos era una amenaza
en potencia más que un hecho en sí; en cambio, hay evidencias de que hubo numerosas
ofensas verbales contra la fe católica y su código moral: eran las llamadas
“proposiciones” (10). De todos modos, el éxito de la Inquisición se basó en el miedo que
producía en la sociedad; por ejemplo, cuando un inquisidor llegaba a una ciudad, los
cristianos viejos tenían la obligación de confesar sus errores a cambio de una
“reconciliación,” y de denunciar cualquier sospecha de herejía. Sin embargo, en la
segunda mitad del siglo XVI, concretamente entre 1560 y 1590, este mismo delito se
perseguiría en los cristianos viejos; la razón radicaba en el empeño de que el pueblo
6
En concreto, las tensiones antisemíticas no eran debidas a la raza o religión sino por su situación
profesional y social privilegiada que les hizo escaparse de los peores efectos de la crisis en Castilla entre
1465-73 (6).
9
aprendiera los fundamentos básicos de la doctrina católica (Bennassar, España del Siglo
de Oro 167).
Con respecto a la comunidad mora, la Iglesia los veía más como infieles que
como herejes. Desde el punto de vista ideológico, esto significaba que se veía la
posibilidad de realmente persuadirles en aceptar la fe cristiana. En cambio, desde el punto
de vista político, se temía su posible alianza con el imperio otomano que iba avanzando
por el mediterráneo (Rawlings 13). Las capitulaciones en la conquista de Granada se
hicieron en términos muy generosos con el vencido; no obstante, como consecuencia del
incremento de la intransigencia religiosa de la corona, en 1499 empezaron las revueltas
de los moros del Albaicín y de las Alpujarras (15). De esta forma, tanto los moros de
Granada como los mudéjares de otros reinos de España se convirtieron en una amenaza
para la estabilidad religiosa; a partir de ahora se les llamaría a todos con el nombre de
moriscos. La Iglesia reaccionó emprendiendo conversiones masivas que produjeron
moros bautizados, pero sin instrucción cristiana; por añadidura, todas sus costumbres
culturales pasaron a ser motivo de ofensa, puesto que delataban su creencia religiosa (1617). Aunque a los sacerdotes locales se les impuso la obligación de integrarlos a la
comunidad cristiana por medio de programas parroquiales de educación, sin embargo, su
modo de vida siguió intacto a cambio del pago de impuestos a la corona. Así tenemos que
a finales del siglo XVI, los moriscos seguían estando sin evangelizar y, por tanto, seguían
siendo un problema, lo cual derivó en su expulsión en 1611 (18-23).
El surgimiento del movimiento luterano en Alemania en las primeras décadas del
siglo XVI trajo nuevas modalidades de pensamiento religioso que no pasó de largo entre
la población de los cristianos nuevos de España. Así nacieron los Iluministas o
10
Alumbrados, un pequeño grupo de élite religiosa que se extendió durante la primera
mitad del siglo XVI, y que inmediatamente fue tildado por la Inquisición de heréticos por
su desviación espiritual de la doctrina católica ortodoxa (Rawlings 27-28).
El holandés Desiderio Erasmo (1466-1536) también influyó en la vida intelectual
y religiosa española. Su corriente de humanismo cristiano abogaba por una fe más
tolerante y menos ritualística, en la que hubiera libertad intelectual, oración y meditación
interior; además, creía en la reconciliación entre tradicionalistas y reformistas. Carlos V
se sintió identificado con las ideas erasmistas porque se correspondían con la visión que
él tenía de sí mismo como emperador de la Iglesia universal. Como dice Rawlings, el
erasmismo fue un movimiento cosmopolita con un acento político, social y religioso que
respondía al clima renacentista de la primera mitad del siglo XVI (28). La influencia
erasmista se vio reflejada en España con la fundación de la Universidad de Alcalá y la
publicación de la Biblia políglota, que fueron hitos importantes tanto para el humanismo
como para la predicación española. No obstante, debido a la crítica de Erasmo sobre la
falta de devoción religiosa de los monjes, los franciscanos y los dominicos señalaron
como sospechosa su ortodoxia religiosa. Simultáneamente, debido a la aceptación de las
doctrinas de Lutero, un cierto número de príncipes alemanes firmaron una protesta que
significó la ruptura con Roma. Así es como, en la tercera década del siglo, el Santo
Imperio Romano se dividió para siempre en dos Iglesias: la protestante y la católica
(Rawlings 30-31).
Estando así las cosas y ante la partida de Carlos V a Italia, la Inquisición,
compuesta mayoritariamente de dominicos, empezó a atacar a la minoría eclesiástica e
intelectual (erasmistas, iluminados o luteranos) que estaba en contacto con el norte de
11
Europa; acusándoles de heréticos. Muchos fueron los denunciados, aunque a algunos de
ellos se les suspendieron los cargos después de un tiempo en la cárcel. Figuras como San
Juan de Ávila, cuya teología basada en la caridad y en los actos de fe le costó ser acusado
de alumbrado, y encarcelado en las prisiones de la Inquisición en 1531. Los Ejercicios
Espirituales de San Ignacio de Loyola (el primer borrador hecho en 1522) también fueron
tildados de iluministas por el dominico Melchor Cano, y el santo fue arrestado por la
Inquisición en 1526; en el ataque había un elemento racial puesto que la Sociedad de
Jesús fundada por Loyola estaba integrada por numerosos conversos. Por último, Teresa
de Ávila, de sangre judía, fue denunciada a la Inquisición en 1575 acusada de que sus
experiencias místicas y reformas religiosas extendían la superstición e influenciaba a la
comunidad de alumbrados de Sevilla (Rawlings 32-36).
Hasta la primera sesión del Concilio de Trento (1545-48), imperaba en España la
ignorancia acerca de lo que era el protestantismo. Pero, a mitad de siglo, se lanzó un
ataque frontal a las infiltraciones protestantes y se definió lo que era un luterano: aquel
que hacía afirmaciones religiosas a la ligera atacando deliberadamente a la Iglesia
católica. A este respecto, el Inquisidor General Fernando de Valdés (1547-65) tuvo gran
poder durante la transición del reinado de Carlos V (1516-1556) a Felipe II (1556-1598).
Al descubrirse, en 1558, sectores protestantes en Sevilla y Valladolid, Valdés pidió al
papado que se aprobaran leyes estrictas de censura, surgiendo así en 1559 el Index de
libros prohibidos, y el permiso de poder investigar círculos altos de la sociedad
sospechosos de herejía.
Cuando Felipe II llegó a España inauguró su reinado asistiendo a un auto de fe en
Valladolid (1559); a partir de entonces el estado se asoció directamente con la imposición
12
de una ideología estrictamente regulada por la Iglesia, que daba sentido de identidad
nacional con la extirpación de la herejía. En consecuencia, el mismo año el monarca
ordenó que volvieran todos los estudiantes que estaban en el extranjero para que no se
contaminaran con las nuevas ideas. No obstante, las verdaderas víctimas de Valdés no
eran los libros extranjeros sino los escritores espirituales españoles, cuya acción dentro de
los diferentes reinos amenazaban la estabilidad del régimen ortodoxo; concretamente, su
rivalidad intelectual y personal con el Arzobispo de Toledo, 7 el dominico Bartolomé de
Carranza (1557-59), fue el motivo real de que le arrestara en 1559, acusándole de
herejía. 8 Este hecho fue vergonzoso a los ojos de la Cristiandad y desprestigió a la
Inquisición española; sin embargo, no se podía criticar abiertamente a la institución pues
era atentar contra la reputación de la monarquía católica. El programa extirpador de
Valdés finalmente fracasó, puesto que Trento y el Papa aprobaron muchos de los libros
que él censuró. El Index de 1583 del nuevo Inquisidor General, Gaspar de Quiroga (157394), fue más condescendiente con los libros españoles, suprimiendo en muchos casos
solamente algunas líneas o párrafos que podían llevar a confusión. Todo esto indica,
según Rawlings, que el catolicismo español no era una fuerza monolítica, sino que pudo
englobar una variedad de perspectivas (37-49).
La necesidad de reforma del estado eclesiástico era un hecho a finales del siglo
XV. Los Reyes Católicos trataron de hacerse cargo del problema a través del Patronato:
acuerdos en los que se incrementaba la autoridad de la corona española sobre sus propios
7
El Arzobispo de Toledo era el puesto más alto en la jerarquía del prelado español, y era asignado por el
rey.
8
El juicio empezó en Valladolid en 1561, y terminó en Roma en 1576; el caso Carranza abrió una disputa
jurisdiccional, entre la corona y el papado, sobre quién controlaba la Iglesia española (Rawlings 46).
13
obispos restándosela al papado (Rawlings 53). No obstante, la reforma fue un largo
proceso lleno de obstáculos incluso después de las reuniones del Concilio de Trento
(1545-63).
Ante la imposibilidad de reconciliación de protestantes y católicos, la
preocupación del Concilio de Trento fue revitalizar la Iglesia de Roma con la
reafirmación de sus creencias doctrinales. El objetivo principal era fortalecer a la Iglesia
desde dentro con la creación de un programa de reforma que erradicara la corrupción y la
falta de disciplina del cuerpo profesional eclesiástico. Para ello, se reforzó la doctrina
católica tradicional: se confirmó como edición oficial de la Biblia la llamada Vulgata,
escrita en latín, como la fuente principal de la palabra de Dios, pero no la única (como
afirmaban los protestantes); de esta manera, el mensaje de Dios se transmitía también a
través de la autoridad de la predicación de la Iglesia católica y a través de la observación
de la tradición apostólica, incluyendo los sacramentos. Es decir, la fe a solas (como
mantenía Lutero) no era suficiente para alcanzar la salvación, sino que se debía
acompañar de prácticas cristianas y del arrepentimiento por el pecado. En consecuencia,
el sacrificio de la misa y su poder de liberación fue considerado en Trento como el punto
central del culto católico. Asimismo, en las reuniones se confirmó la estructura jerárquica
de la Iglesia católica presentando un programa de reforma radical a todos los niveles:
obispos, sacerdotes y órdenes religiosas (Rawlings 54-55).
Con respecto a los obispos, en primer lugar, debían residir siempre en sus
diócesis, excepto si la ausencia era oficial; tenían que guiar y predicar regularmente a su
congregación; también estaban encargados de designar a los sacerdotes y de vigilar a las
comunidades religiosas. Trento, por último, dictó que se debían eliminar los privilegios
14
aristocráticos y el nepotismo en los puestos eclesiásticos. En cuanto a los sacerdotes,
debían estar mejor preparados y disciplinados, para lo cual se abrieron seminarios; sus
deberes eran predicar cada domingo, educar cristianamente al pueblo y llevar un registro
de los bautismos, matrimonios y defunciones (55).
Los conflictos políticos y religiosos entre Felipe II y el papado fueron un
obstáculo para la reforma. Por una parte, surgió la hostilidad del clero que emitía sus
quejas al Papa; pero, por otra parte, el mismo estado español impedía su ejecución. Por
concesión papal (1523), la corona nominaba los arzobispados, y los obispos dependían
del rey para su promoción; esto les puso en una situación servil para con las presiones
fiscales y políticas de la corona. De hecho, muchas veces era Felipe II el que iba contra
los preceptos tridentinos al apuntarlos a cargos oficiales del estado que requerían residir
en lugares alejados de sus diócesis. En cualquier caso, según Rawlings, durante el reinado
de Felipe II el episcopado español llegó a ser un ejemplo supremo de la revitalización de
la Iglesia católica del occidente. Por un lado, se cambió el ámbito social de los obispos;
ahora la mayoría pertenecía a familias de la nobleza baja y mediana. Por otro lado, todos
tenían un buen perfil académico, la mitad de ellos con títulos de las mejores
universidades españolas; eran, en definitiva, hombres de letras que enseñaban y guiaban
al pueblo, y los que tenían conocimiento legal, se les destinaba a la periferia donde se
producían más litigios (como por ejemplo, inquisidores de gran experiencia) (Rawlings
56-65).
Con respecto al clero de menor rango, el sacerdocio, la reforma fue más difícil
porque, aunque los obispos locales los nominaban, sin embargo, también tenían poder de
patrocinio los capítulos catedralicios, las órdenes mendicantes, y ciertos miembros
15
aristocráticos laicos. Además, fue difícil de poner en práctica los seminarios, porque
dependía mucho de la buena voluntad de los obispos de la región; los que mejor
funcionaron fueron los de la Castilla central. La estructura parroquial estaba muy
desequilibrada, con aglomeración de gentes y sacerdotes en las ciudades y con abandono
parroquial en muchos pueblos, con lo cual, a nivel pastoral, el sacerdote ejercía poca
influencia en la vida diaria de los feligreses (71-72).
Por último, en cuanto a las reformas de las órdenes religiosas el proceso fue
también desequilibrado debido a los problemas de jurisdicción entre la corona y el
papado; pero las que mejoraron su regla fueron sobre todo los carmelitas, los trinitarios,
los mercedarios y los jesuitas. En conclusión, según Rawlings, la reforma fue
esencialmente un fenómeno urbano, pero que se vio restringido por varias razones: por
las divisiones entre patrones seculares y eclesiásticos a nivel de autoridad local; por los
intereses de estado de la corona; y por los intereses personales de los capítulos
catedralicios privilegiados y de las órdenes mendicantes poderosas, de entre ellos, los
teólogos dominicos, de gran influencia en la corona, formaron la tendencia conservadora
dentro de la Iglesia española (76).
Otro de los objetivos fundamentales del Concilio de Trento era que los católicos
de la Europa occidental estuvieran más al tanto de la doctrina y fueran más diligentes a la
hora de practicar la fe. Según esto, un buen católico era aquel que sabía las cuatro
oraciones básicas de la Iglesia y los diez mandamientos; era el que iba a misa todos los
domingos, tomaba la comunión y se confesaba por lo menos una vez al año durante la
Cuaresma; también el que observaba las festividades del calendario litúrgico; y recibía
16
los sacramentos del bautismo, el matrimonio y la extremaunción y encargaba misas para
su defunción (Rawlings 79).
La ignorancia y el analfabetismo de la población rural y la falta de pastores
dificultaron la imposición de la ortodoxia oficial en el pueblo. 9 Basado en la “tabla” del
siglo XV, que se ponía en las iglesias como instrucción básica religiosa y que se leía los
domingos de Cuaresma, Juan de Ávila auspició el catecismo en lengua vernácula como
medida catequética de masas. Por su parte, la Inquisición ayudó a reforzar la fe cristiana
en el pueblo. Su principal ofensiva, en la segunda mitad del siglo XVI, fue eliminar la
herejía menos grave: palabras negligentes acerca de la fe, blasfemias y proposiciones
erróneas; es decir, se lanzó a la corrección de las conductas y creencias de los cristianos
viejos a través de la inclusión en los interrogatorios de cuestionarios sobre sus
conocimientos doctrinales (80). El índice de estas ofensas era alto, lo cual para Rawlings
dice mucho sobre el elevado nivel de escepticismo religioso y de la idiosincrasia de la
sociedad española, que distorsionaba las verdades doctrinales en el proceso de adaptarlas
a su propia experiencia y entendimiento (83). Aunque en el siglo XVII el porcentaje de
estas acusaciones bajó, no obstante, en general los efectos de la misión de la Iglesia
fueron desiguales a causa de la fuerza de las raíces culturales y de las fronteras sociales y
geográficas que dificultaron la aplicación del programa educativo postridentino (82-84).
Trento hizo también hincapié en el respeto que el pueblo debía a los sacramentos,
pero las evidencias muestran que, excepto el bautismo junto con el momento de la
9
Para evaluar el verdadero impacto de la reforma católica hay que atender a la perspectiva del pueblo. A
este respecto, Rawlings ha tomado en cuenta como fuentes primordiales de evidencia las constituciones de
los concilios episcopales, los cuestionarios topográficos de las comunidades rurales de Castilla, y los
procesos judiciales de fe de los tribunales de la Inquisición (78). De la misma forma, William Christian ha
basado su estudio sobre las formas de la religión local en el siglo XVI, según la información obtenida en
los cuestionarios de los cronistas de Felipe II.
17
muerte, la mayoría del pueblo no los seguía. Con respecto a esto, el programa de la
Iglesia se basó principalmente en restringir la sexualidad fuera del matrimonio
prohibiendo la prostitución (en 1623), la promiscuidad del clero, y erradicando los
matrimonios clandestinos y la bigamia. Estas medidas reforzaban la doctrina católica del
sacramento del matrimonio con el fin de controlar la conducta sexual del pueblo (86-87).
A la misma vez, para contrarrestar las formas de cultura religiosa popular, que
eran mitad sagradas mitad profanas (devoción a los santos locales con peregrinajes, misas
y promesas) o seculares (las cofradías), Trento animó a que se veneraran los santos
mártires y bíblicos de valor universal, ya que éstos contenían misterios que iban dirigidos
a la salvación. De ahí que, en el periodo postridentino, se incrementaran
considerablemente las imágenes y altares de la Virgen y las escenas de la Pasión 10 ; el
culto a las reliquias; y las celebraciones oficiales y locales como muestras del ritual
católico y la piedad popular. Por ejemplo, en las celebraciones de beatificaciones y
canonizaciones no se trabajaba, y se obligaba a que el pueblo participara en las
procesiones y misas. Pero, sobre todo, el Corpus Christi es el prototipo perfecto de la
propaganda triunfante de la Contrarreforma para glorificar el Sagrado Sacramento,
mientras que los autos sacramentales se convirtieron en un instrumento oficial de
enseñanza al pueblo. Sin embargo, aunque estas reformas tuvieron éxito en la Castilla
central, la Iglesia no pudo acabar del todo con las creencias y expresiones de piedad
popular de larga tradición (89-99). Precisamente con respecto a esto, el estudio de
Christian sobre la religiosidad local de pueblos y aldeas a partir de las respuestas a los
10
Christian denomina la devoción dada a las imágenes de la Virgen y de Cristo como de divinidades
“generalistas” o “no especializadas,” que podían ayudar en los nuevos problemas que iban surgiendo, frente
a los santos de larga tradición especializados en calamidades muy concretas (21).
18
cuestionarios de los cronistas de Felipe II muestra cómo la institución de la Iglesia se
quedaba un tanto al margen cuando se trataba del contacto directo entre las comunidades
y sus santos, sobre todo, en momentos críticos de penuria (20).
El último aspecto de la Iglesia que nos ocupa está relacionado con la grave crisis
económica que experimentó, sobre todo, Castilla la Vieja entre 1580 y 1630. En este
período de malas cosechas, hambre y enfermedad aparecieron nuevas presiones fiscales
para la Iglesia en forma de bulas que tenían el propósito de financiar las guerras
extranjeras y, simultáneamente, se estableció un nuevo impuesto sobre productos de
primera necesidad llamado “millones,” en el que contribuían también el clero y la
nobleza. Ante la gran crisis económica y agraria, surgieron voces en las ciudades contra
la posición privilegiada de la Iglesia y del clero sobre la sociedad urbana: la Iglesia no
sólo acumulaba grandes riquezas, sino que se percibía que las ciudades albergaban
demasiado clero. Dentro de las voces de disensión se encontraban los arbitristas (aunque
muchos formaban parte del clero y recibían beneficios de la Iglesia) que trataban de
remediar los males del cuerpo social. En medio de las penurias, se veía como una gran
carga las comunidades religiosas mendicantes que dependían de la caridad. Según
Rawlings, había un poco de exageración en esta visión debido a que la población no
distinguía bien entre lo que era un sacerdote y un clérigo tonsurado. En cualquier caso,
como la monarquía seguía protegiendo los ingresos eclesiásticos, pues se llevaba gran
parte de ellos, la Iglesia sobrevivió las críticas de principios del siglo XVII, y además
creció económicamente en medio de la crisis; la razón hay que buscarla en el poder
espiritual, temporal e ideológico que ejercía sobre la sociedad; además, el alto porcentaje
de mortalidad hizo que los que quedaban vivos invirtieran humana y materialmente en
19
asegurarse la salvación. Éste era precisamente el mensaje contrarreformista esencial:
ganarse un sitio en el cielo con las acciones que se hacían en la tierra (119-142).
El estado de la predicación española en el siglo XVI
Para entender los cambios que se desarrollaron en la predicación cristiana de
España durante el siglo XVI, se hace necesario atender a sus orígenes y a la trayectoria
que tuvo hasta la época que nos ocupa. 11 Empecemos recordando que el pueblo judío
escuchaba la palabra de Dios todos los sábados en la sinagoga, y que además contaba con
los profetas, verdaderos predicadores, que removían las conciencias con sus amenazas de
los castigos de Dios.
Según el Nuevo Testamento, después de pasar cuarenta días en el desierto,
Jesucristo empezó a predicar la palabra de Dios en Galilea, tanto en sinagogas como en
cualquier sitio donde se pudiera reunir un grupo de gente. El modelo de Cristo creó una
teoría de la predicación cristiana, cuyos rasgos se pueden resumir así: su doctrina se
añade a la Sagrada Escritura con valor apodíctico; 12 segundo, hay varias modalidades de
predicación (proclamación del evangelio, exhortación al arrepentimiento y a la
conversión y enseñanza de la doctrina); tercero, la actitud del predicador es el celo por la
gloria de Dios y por la salvación de las almas; cuarto, la oratoria emplea dos tipos de
discursos: el directo y las parábolas (el sistema analógico de parábolas se basaba en la
11
Vamos a sintetizar aquí el bosquejo realizado por Herrero Salgado (Oratoria sagrada I, 69-119).
12
Al ser la palabra de Dios, y siguiendo la tradición judía, se acepta como verdad incondicional; en cambio,
la oratoria clásica sólo aceptaba la probabilidad.
20
experiencia cotidiana para descubrir y hacer entendible la realidad divina a un público
heterogéneo); por último, se establece la predicación como mandato divino. 13
La predicación de los Apóstoles se conoce por dos fuentes: los Hechos de los
Apóstoles y las Epístolas de San Pablo. San Pedro marcó la pauta de la predicación
apostólica: probar que el Jesucristo crucificado y resucitado era el Ungido de Dios por la
palabra sagrada de la Escritura; predicó a los judíos para que obtuvieran el perdón de
Dios a través del reconocimiento del pecado y del arrepentimiento por haberle
crucificado.
En cuanto al otro gran modelo, San Pablo, predicó en las ciudades para que la
palabra tuviera más alcance (en sinagogas, plazas y casas particulares). Una vez que
asentaba la “nueva iglesia,” dejaba a su cargo a algunos discípulos y se marchaba para
seguir evangelizando. Empleaba dos formas de discurso: el tradicional para dirigirse a los
judíos y el retórico para los gentiles. La Primera Epístola a los Corintios funciona como
una “metarretórica” de la que se pueden extraer, junto con otros textos, las notas
principales de su predicación: primero, la predicación debe basarse en la sabiduría de
Dios, no en la de los hombres; segundo, se debe predicar a Dios, no a sí mismo; tercero,
el énfasis se debe poner en el mensaje (no en el orador o en las palabras humanas) y en la
gracia de Dios, porque es la que infunde la virtud en el alma; cuarto, se debe predicar con
el ejemplo; quinto, la predicación es una obligación; y sexto, la Sagrada Escritura es su
fuente principal porque aporta todas las pruebas convincentes.
13
Cristo instituyó esta posición de la predicación en el cenáculo, después de su resurrección (Marcos, 16,
15), y en el Monte de Galilea (Mateo, 28, 19).
21
De la predicación de los Santos Padres destaca la obra de San Agustín (354-430),
por ser De doctrina christiana (426) la única preceptiva importante en un extenso lapso
de mil doscientos años. En esta obra propuso la retórica como instrumento de persuasión
en la predicación; esto no es sorprendente si tenemos en cuenta que fue maestro de
retórica antes de su conversión al cristianismo. Sin olvidar que la sabiduría y la
elocuencia se hallaban en la Sagrada Escritura, consideraba factible el uso de la retórica
con el único fin de persuadir a la virtud; y estableció como criterios básicos para la
transmisión del evangelio: la verdad y la claridad. Perfiló al orador cristiano bajo el
precepto clásico de vir bonus dicendi peritus, acentuando la cualidad de ser un varón
bueno (vir bonus), pues para San Agustín la mayor diferencia con el orador clásico es que
el cristiano debía ser más un hombre de rezo que de peroración; además, aceptaba en el
discurso los fines de enseñar, deleitar y mover (con énfasis en el mover), que coincidían
con los tres modos de decir: sencillo, templado y sublime; por último, el trabajo y la
preparación subyacía bajo el dicendi peritus, pues el orador cristiano realmente debía ser
un experto en el buen hablar. Además, en esta época apareció el término homilía, que San
Agustín hizo equivaler con el sermo latino (discurso común e informal), para designar el
tipo de predicación que se practicaba: “una exposición sencilla e informal sobre textos de
la Sagrada Escritura” (Herrero Salgado, Oratoria sagrada I, 79-90).
Una vez pasada la edad apostólica y patrística de la predicación cristiana, el
mayor problema con que se topó la Iglesia en plena Edad Media fue con el mal ejemplo
que las vidas de muchos religiosos y clérigos daban al pueblo. Esta dificultad se salvó
con el uso de la retórica que se enseñaba en las escuelas escolásticas, cuya consecuencia
fue el nacimiento del sermón temático o sermón universitario (siglo XII), que convivió
22
con la homilía hasta los albores del Renacimiento. Del siglo XII al XV aparecieron
muchos manuales (Artes praedicandi) 14 como ayuda en la construcción del sermón; se
abusó tanto de ellas que causó que la predicación cayera en un estado de agotamiento
cuando precisamente se estaba expandiendo la Reforma protestante.
El peligro de desunión religiosa en el siglo XVI hizo patente la necesidad de
reforma. En España, varias acciones impulsaron certeramente la predicación: la
fundación de la Universidad de Alcalá de Henares (1508) por el Cardenal Cisneros
(1436-1517), la reforma de las Órdenes religiosas junto con la fundación de la Compañía
de Jesús, que proporcionaron numerosos predicadores apostólicos; y, por último, las
reuniones del Concilio de Trento (1545-1563).
El espíritu reformador de la Universidad de Alcalá potenció el estudio de la
Sagrada Escritura con la publicación de la Biblia Políglota (1520) que, junto con la
creación de las cátedras de griego y hebreo, posibilitó la lectura de los textos primigenios.
En 1513 se renovaron los estudios de retórica, al ocupar la cátedra el humanista Antonio
de Nebrija, con quien se leían los textos originales de los autores clásicos y cristianos.
En el Concilio de Trento, la predicación fue sin duda el tema protagonista. Entre
sus decretos se prohibió el ejercicio del ministerio por parte de religiosos y clérigos; éste
correspondía a los obispos por su recta preparación en la doctrina católica ortodoxa. 15 El
Concilio significó el dar cauce oficial a los movimientos reformistas que ya se habían
iniciado en algunos países y en algunas órdenes religiosas, y también fue causa de que
14
Estos manuales eran misceláneas donde se encontraban instrumentos retóricos, temas y pruebas de las
Sagradas Escrituras, colecciones de exempla, datos sobre hombres, animales y el mundo, concordancias,
colecciones de sermones y artes para adoctrinar en la filosofía y el espíritu de la predicación.
15
En la práctica, sin embargo, los obispos apenas predicaban; preferían encargar los sermones a
predicadores profesionales, los cuales generalmente pertenecían a Órdenes religiosas (Smith 18-22).
23
comenzaran a aparecer por Europa retóricas eclesiásticas con vistas a la formación de los
nuevos predicadores.
La gran efectividad de la reforma del ministerio de la predicación se demostró con
el florecimiento de una oratoria sagrada que tomó vida propia y que fue evolucionando
durante los siglos XVI y XVII: desde la espontaneidad de los santos varones del siglo
XVI hasta el triunfo y, después, decadencia de los elementos decorativos del Barroco. 16
La progresiva elevación artística de la oratoria sagrada fueron marcadas por los gustos
del público correspondiéndose con las modas literarias del Siglo de Oro. Manuel Morán y
José Andrés–Gallego explican el nexo que se experimentó entre “retórica y mentalidad”
en el Barroco: “los predicadores, pastores celosos en principio (y a las veces artistas),
pero al fin y al cabo hombres de su tiempo, se limitaban a verter los viejos contenidos
reafirmados por Trento en los moldes ambientales en que ellos mismos se encontraban
inmersos” (163-200). Si bien en muchos casos la adaptación de los predicadores a su
propio tiempo trajo como consecuencia un distanciamiento de los orígenes evangélicos,
tanto en el estilo como en el decoro, sin embargo, nunca faltaron predicadores, aún en su
época decrépita, que no dieran tributo a la dignidad de su ministerio.
16
Para el caso de España sigue vigente la clasificación histórica y artística de Miguel Herrero García, que
divide en cinco etapas la predicación. La “edad heroica” comprende el reinado de Felipe II (1556-1598),
cuya característica es la espontaneidad. La “Edad de Oro,” que va desde la subida al trono de Felipe III
hasta la llegada al púlpito de fray Hortensio Paravicino (1598-1612), donde el cultivo del lenguaje
convierte el sermón en una obra artística con sello personal. La tercera etapa comprende toda la actividad
en el púlpito de fray Hortensio Félix Paravicino (1612-1633), abarcando los últimos años del reinado de
Felipe III y los primeros de Felipe IV; es una etapa de crisis debido a la crítica constante que creó su estilo
oratorio: todos los estilos coexistieron. En la cuarta etapa triunfa el Barroco, y va desde la muerte de
Paravicino hasta el final del reinado de Felipe IV (1633-1664); en ella florecen los elementos decorativos
en detrimento de la arquitectura del sermón. La última etapa significa la muerte del Barroco; es el período
de decadencia y comprende el reinado de Carlos II (1665-1700) (VII-LXXXIX).
24
Predicadores paradigmáticos del siglo XVI en España: San Juan de Ávila y fray
Luis de Granada
Cuando Herrero García dice que “los oradores sagrados del siglo XVI español son
los más conocidos y un poco más estimados” (XXVII), se está refiriendo a que, dentro de
la poca atención que los críticos literarios han prestado a la oratoria sagrada española
aurisecular, se han salvado de la indiferencia San Juan de Ávila (1499-1569) y fray Luis
de Granada (1504-1588). Efectivamente, su importancia radica en que ambos marcaron el
comienzo de una nueva espiritualidad y una nueva predicación en España que, en
realidad, se fundamentaba en la antigua: la de los primeros predicadores evangélicos.
San Juan de Ávila inició en España la tendencia anticlásica que negaba el uso de
la retórica en la arquitectura del sermón (Huerga 66). Tomó como modelo a San Pablo
con una predicación basada en el poder del Espíritu Santo, y en la sabiduría y elocuencia
de la Sagrada Escritura. El santo ayudó a la formación de otros predicadores a través de
su epistolario y de encuentros personales. Su gran discípulo, fray Luis de Granada, 17
recogió en su Vida del Maestro Juan de Ávila las características que hicieron de Ávila el
ideal de predicador evangélico. Ante todo, poseía cuatro virtudes esenciales: un ardiente
amor a Dios, el fervor y espíritu para predicar, un corazón lleno de las emociones con las
que quería inflamar a los demás, y una sincera tristeza por las caídas de sus hijos
espirituales como la alegría de su perseverancia. Por último, los medios que usaba para el
aprovechamiento de las almas eran consideradas inmejorables: la práctica de la oración,
sacar las almas del pecado y enseñarles la doctrina para evitar que volvieran a caer y, por
17
El encuentro de ambos se produjo en Sevilla en 1534.
25
último, dar remedios particulares para que alcanzaran la virtud (Herrero Salgado,
Oratoria sagrada I, 145-47).
Según Herrero Salgado, Fray Luis de Granada ingresó en el Convento de Santa
Cruz la Real de la Orden de Predicadores en 1524, 18 donde alternó la oración y el estudio
alternándolos con la predicación y el apostolado. Sus estudios de filosofía y teología
tomista los cursó en el Colegio de San Gregorio de Valladolid, el centro más prestigioso
de la Orden; también estudió la retórica de los clásicos para tener más dominio del
discurso. Después fue prior en el convento de Escalaceli, que restauró y volvió a
infundirle de su espíritu primitivo de austeridad; él mismo confesó que allí su alma se vio
tocada por el amor de Dios. Entre más o menos 1545 y 1551 fijó su residencia en Évora
(Portugal), combinando su cargo de prior y el servicio espiritual de familias nobles con la
predicación. Allí recibió un privilegio del Maestro General de la Orden de Predicadores
con un permiso especial para predicar en todos los púlpitos de España. Con la ayuda del
Cardenal-Infante D. Enrique de Portugal, creó un seminario (que luego se convirtió en
universidad) para formar al clero en su labor pastoral. En esta época, también empezó a
confeccionar sus sermones escritos, modelos para toda predicación (Oratoria sagrada II,
127-33).
La obra que más nos interesa es la Retórica Eclesiástica (1576), extenso tratado
sobre la técnica de la persuasión, en la cual siguió el plan comenzado por San Agustín al
asimilar la doctrina de los clásicos y del mismo San Agustín, y combinarla con la
18
Herrero Salgado usa como fuente principal el libro de Huerga: Fray Luis de Granada. Una vida al
servicio de la Iglesia.
26
tradición judeo-cristiana. Sus fuentes fueron los profetas, los Santos Padres, y los clásicos
como Séneca, Plutarco, Virgilio y Cicerón (Oratoria sagrada II, 141-44).
La Orden de los Dominicos y su concepto de la predicación en los siglos XVI y XVII
Los dominicos fueron conocidos desde la fundación de la Orden por sus fuertes
estudios teológicos y, a la misma vez, por el uso que hicieron de la escolástica
introducida por Santo Tomás de Aquino. 19 Con una formación sumamente estricta, su
mayor afán radicaba en monopolizar tanto la predicación como la enseñanza para
impartir un correcto uso de la doctrina; de hecho, la predicación fue la razón de ser de su
fundador Domingo de Guzmán en el siglo XIII. El estilo de vida dominica era la práctica
del silencio, de la oración, del estudio, y de la pobreza y mendicidad; pero también
tomaron como su misión principal en un mundo lleno de corrupción y herejía la
conversión de las almas a partir de la palabra y el ejemplo. Con respecto a la predicación,
los dominicos sobresalieron por el cambio de dirección hacia una vuelta a los orígenes, es
decir, hacia la predicación apostólica de pobreza evangélica 20 y, simultáneamente, por su
empeño en enseñar una doctrina alejada del error.
El fraile español que sobresale de la Orden es San Vicente Ferrer (1350-1419),
quien en una época de crisis de la Cristiandad (la Iglesia estaba dividida entre Roma y
Aviñón), salió a predicar por España y Europa llamando a la conversión y a la penitencia
19
El primer código académico para los estudiantes de la Orden fue promulgado en 1259 en el Capítulo
General de Valenciennes. Fue obra de cinco maestros de Teología: San Alberto Magno, Santo Tomás de
Aquino, Pedro de Tarantasia, Florencio de Hesdin y Bonhomme de Bretaña. Además de reglamentarse todo
lo concerniente al plan de estudios, se estableció por primera vez la enseñanza de la filosofía: la dialéctica y
la lógica se consideraron instrumentos aptos para la investigación teológica; a partir de entonces, la
filosofía completó la visión doctrinal dominica (Salgado, Oratoria sagrada II, 38-43).
20
La misma misión tuvieron los franciscanos desde la fundación de la orden religiosa por Francisco de
Asís.
27
a través de una “predicación planificada,” que tuvo una efectividad asombrosa y de forma
multitudinaria. 21
A través del estudio de ocho preceptivas de frailes dominicos de los siglos XVI y
XVII, 22 Herrero Salgado concluye que la teoría de la predicación de la Orden “trata todos
los puntos posibles de cualquier otra retórica cristiana: predicador, fines de la
predicación, materia, modos y disposición, lengua y estilo, y finalmente, representación
del sermón” (Oratoria sagrada II, 123); es decir, no se diferencia de las preceptivas de
otras órdenes. Este hecho sugiere que, en su larga tradición, la oratoria sagrada había
consolidado unos parámetros muy concretos pero que, a la vez, dejaba libertad a que cada
autor le diera su propio enfoque personal.
Vida y obra del Maestro fray Alonso de Cabrera
Aun habiendo sido un predicador de gran fama en su época, no nos han llegado
muchos datos biográficos del Maestro Cabrera. Nació en Córdoba hacia 1548-1549 y,
según los datos proporcionados por el Padre Ruano en su obra, Casa de Cabrera en
Córdoba, sabemos que su padre fue Francisco Godoy-Cabrera, servidor de Carlos V, que
estuvo en el Perú contra Pizarro, y su madre fue Doña María Manuel, hija de los
21
Cito a Herrero Salgado para configurar una imagen de San Vicente Ferrer: “[e]l venerable predicador
hacía su entrada solemne en el pueblo o ciudad de misión, al atardecer, acompañado de una muchedumbre
que rezaba en alta voz y entonaba cantos de penitencia […] Aparecía pobremente vestido con sus hábitos
de dominico montado sobre un asnillo que caminaba entre maderos para evitar que los devotos impidieran
su marcha normal” (Oratoria sagrada II, 62).
22
Del siglo XVI son: fray Juan de Segovia, fray Luis de Granada, fray Tomás de Trujillo, fray Agustín
Salucio, fray Francisco de Vitoria. Al siglo XVII pertenecen: fray Jerónimo Bautista de Lanuza, fray
Andrés Valdecebro y fray Francisco Sobrecasas.
28
Gobernadores de la Isla de San Miguel. Destaca uno de sus hermanos, fray Pedro de
Cabrera, religioso Jerónimo y Maestro de Prima en el Real Convento de El Escorial.
De los datos recopilados por varios críticos, 23 podemos decir que tomó el hábito
de la Orden de Predicadores en el Convento de San Pablo de Córdoba en 1566,
profesando el 20 de mayo de 1567. En el colegio de San Esteban de Salamanca terminó
sus estudios, donde el Maestro fray Bartolomé de Medina le encargó la corrección de
pruebas y formación de elencos y tablas de sus Comentarios a la Tercera Parte de la
Suma de Santo Tomás (1578). Un dato que refieren sus hermanos dominicos de San
Pablo en la Dedicatoria al Duque de Lerma 24 es que, siendo muy joven aún, se estrenó
como predicador en los púlpitos de la isla de La Hispaniola (actual isla de Santo
Domingo). Cuando volvió a España, leyó un curso de Artes en el Convento de San Pablo
de Córdoba y, después, desempeñó durante varios años la Cátedra de Prima de Teología
en la Universidad de Osuna.
Más tarde, su gran vocación le hizo entregarse por entero al ministerio de la
predicación recorriendo los púlpitos de importantes ciudades como Sevilla, Córdoba,
Granada, Valencia, Toledo y Madrid. Fue simultáneamente Prior de los Conventos de
Portaceli y de Reginaceli en Sevilla y, después, del convento de Santa Cruz de Granada,
donde labró la escalera principal del convento con las limosnas que recogió. De Granada
fue llamado a Madrid para predicar una Cuaresma, y tuvo tal aceptación que Felipe II le
23
Los críticos a los que me refiero con las fechas de sus obras son: Miguel Mir (1906), Alonso-Getino
(1620) y José Álvarez de Luna (1926). De entre ellos, Álvarez de Luna es el que ha añadido más datos con
el estudio de tres manuscritos ubicados en la Biblioteca Provincial de Córdoba: Índice de varones ilustres
del Real Convento de San Pablo de Córdoba Orden de Predicadores, Apuntes para biografías de
cordobeses por Luis Mª Ramírez y de las Casas-Deza, y la Historia general de Córdoba por el Dr. Andrés
Morales (1620).
24
Edición de 1601 del sermonario de la Cuaresma.
29
nombró Predicador de su Majestad en 1594. Fue también consultor del Santo Oficio y fue
encargado de predicar uno de los sermones de las Honras Fúnebres de Felipe II, el 31 de
Octubre de 1598 en Santo Domingo el Real de Madrid. Siguió siendo predicador real de
Felipe III hasta que, después de haber predicado las Honras de la Emperatriz María en las
Descalzas Reales, le sobrevino la muerte el 20 de noviembre en el Convento de Santo
Tomás de Madrid. 25 Su cuerpo fue trasladado en 1707 al Convento de San Pablo de
Córdoba.
Habiendo conocido en persona al Maestro Cabrera, Andrés Morales le dedica un
capítulo en su Historia general de Córdoba (1620), 26 donde destaca de él su “raro
ingenio y habilidad,” llegando a ser un “rarísimo predicador” que combinaba su “mucha
fecundidad y elocuencia en el decir” con una gran “propiedad y maravillosa disposición.”
Su singularidad como orador sagrado le hizo rápidamente famoso en Sevilla, primera
ciudad española donde predicó; de hecho, Morales manifiesta la “gran aceptación y
concurso de gente que seguía sus sermones provechosos para hacer a uno no solamente
cristiano sino también muy discreto” (1242). Según este testimonio, los sermones de
Cabrera eran útiles no sólo para la formación del buen cristiano sino también para su
desarrollo intelectual. Este hecho sugiere cómo la sociedad del Siglo de Oro era
consciente de cómo los predicadores tenían una función social imprescindible en una
época donde el analfabetismo era la nota común.
25
Según Martínez Escudero, el convento dominico estaba destinado a recoger los frailes enfermos de la
Orden, hoy desaparecido debido a un incendio. Pero en el momento, se señaló su sepultura en el capítulo
con un letrero particular como muestra de la gran consideración en que se le tuvo (Historia del Convento).
26
Después de destinar unos capítulos al Convento de San Pablo de Córdoba, dedica el Capítulo 11
exclusivamente a Cabrera, cuyo título es: “Del excelentísimo predicador fray Alonso de Cabrera, hijo de
este convento.”
30
La fama de Cabrera se expandió por las otras ciudades donde predicó, como
Granada, donde, según Morales, era “extrañamente estimado y respetado” por “grandes y
pequeños”; y como Madrid, donde fue “el más amado y respetado de todos” (1242). Si
bien no era Cabrera el único predicador estimado en la corte (Terrones también lo fue), sí
se sabe que tuvo un gran valimiento con el Duque de Lerma, como hace notar el mismo
Morales y sus hermanos del convento en la Dedicatoria al Duque.
El corpus conservado del Maestro consta de los dos tomos de Cuaresma de 1601,
publicados en Córdoba por Andrés Barrera y titulados Primera parte de las
Consideraciones sobre los Evangelios de Cuaresma, desde el Domingo de Septuagésima,
y todos los demás Domingos y feria, hasta el Domingo de la Octava de la Resurrección y
Segunda parte de las consideraciones sobre todos los Evangelios de la Cuaresma, desde
el Domingo cuarto, y Ferias hasta la Octava de la Resurrección. 27 Contamos con otros
dos tomos de sus sermones de Adviento, publicados en Barcelona en 1609 por Lucas
Sánchez con el título de Consideraciones sobre los Evangelios de los Domingos de
Adviento y festividades que en este tiempo caen, hasta el Domingo de Septuagésima y
Tomo segundo de las Consideraciones en los Evangelios, desde el día de la Circuncisión,
hasta el de la Purificación. 28 También conservamos el sermón de las Honras Fúnebres de
Felipe II, publicado en Madrid en 1598 y en Roma en 1612. Por último, nos ha quedado
de él una obra de literatura ascética: el Tratado de los escrúpulos, y de sus remedios,
publicado en Valencia en 1599, en Barcelona en 1606, y en Palermo en 1612.
27
Hubo tres ediciones más de estos sermones: en 1602 y 1606, en Barcelona; en 1605, en Valladolid.
Todos ellos están conservados en la BN (Biblioteca Nacional).
28
Los dos tomos se conservan en la PR (Real Biblioteca, popularmente conocida como Biblioteca de
Palacio).
31
Literatura existente sobre el tema
Hasta ahora, los únicos críticos que han estudiado a Alonso de Cabrera de una
forma algo extensa son Miguel Mir, el P. Felipe Rodríguez, el P. Luis G. Alonso-Getino
y Félix Herrero Salgado. Excepto este último, todos han escrito la introducción a sus
ediciones de los sermones del Maestro.
El estudio de Miguel Mir está incorporado en el Discurso Preliminar de las dos
ediciones de los sermones de Cabrera (1906 y 1930), y contiene 29 páginas; constituye,
por tanto, una aceptable introducción al sermonario. La importancia de su ensayo radica
en que ha sido el punto de arranque en la revalorización del estudio de la oratoria sagrada
española en general. Precisamente, uno de los objetivos del Discurso es refutar la
denigración de que fue objeto fundamentalmente por críticos extranjeros como Ticknor.
Hay también que agradecerle a Miguel Mir la recuperación del sermonario de Cabrera, al
sacar a la luz, en 1906, la publicación modernizada de casi todos los sermones de ambos
sermonarios y de la Honra Fúnebre en el Tomo I de Predicadores de los siglos XVI y
XVII, con el título de Sermones del M. Fr. Alonso de Cabrera. La segunda edición
apareció en 1930, donde se incluyeron solamente los sermones de Cuaresma.
El Discurso de Mir cuenta con una exposición sobre los orígenes de la homilía,
sobre la calidad de la oratoria sagrada en el Siglo de Oro y sobre la oratoria específica de
Alonso de Cabrera. Las características principales que resalta del Maestro son: el uso de
una retórica popular, la naturalidad con que aplica las verdades dogmáticas en la vida
cotidiana y su riqueza de vocabulario en las comparaciones. Como era propio de la Orden
de los Dominicos, Mir hace notar su gran solidez teológica y moral tomista, e identifica
como fuente de ciertos conceptos el Libro de la Oración y Meditación (1554) de Fray
32
Luis de Granada. También señala su “libertad apostólica” e incluso grandes
“atrevimientos” (xxiii) que tienen el único objetivo de defender la gloria de Dios y la
salvación de las almas. Por último, para demostrar el gran influjo que tuvo en la época la
oratoria de Cabrera, Mir señala la anécdota de que Luján de Sayavedra copió párrafos
enteros de sus sermones en Parte segunda de la vida del Pícaro Guzmán de Alfarache
(libro III, capítulo III).
La edición del P. Felipe Rodríguez titulada La predicación tradicional. Fray
Alonso de Cabrera: Las glorias de María publicadas desde el púlpito; misterios de la
Virgen Nuestra Señora (1920), contiene un prólogo de dieciséis páginas, que funciona a
manera de una explicación del significado del título elegido para la edición (“la
predicación tradicional”). El objetivo del P. Rodríguez no es hacer un estudio de la obra,
puesto que para eso –según dice- ya se contaba con el Discurso de Mir, sino proporcionar
un modelo de elocuencia dirigido a dos tipos de lectores: los predicadores y los
estudiantes de las letras españolas. En el contexto del primer cuarto del siglo XX, el P.
Rodríguez consideraba que la predicación era monótona y rígida debido a la enorme
ignorancia que se tenía sobre la elocuencia. Por este motivo, ofrece al lector seis
sermones de Cabrera como ejemplos maestros de lo que debía ser “la comunicación
íntima y familiar del predicador con el auditorio” (XIV). Esta afirmación fundamental en
toda predicación y el prólogo en sí demuestran cómo la predicación siempre ha sido
objeto de discusión y crítica; cuestiones sobre cómo debe ser la elocuencia en el púlpito,
el uso o no de la retórica clásica y la importancia de publicar sermones para imitación de
otros, los vemos repetirse a lo largo de los siglos. Y todo ello está encaminado a cumplir
con un objetivo: la conexión del predicador con el pueblo.
33
El P. Luis G. Alonso-Getino publicó Navidad y Año Nuevo: Nacimiento y Niñez
de Jesús, por el P. Maestro Fray Alonso de Cabrera (1921), donde incorpora una amplia
introducción de ochenta páginas. En ella, añade una breve biografía del predicador, para
después hacer un estudio global incorporando citas de sermones con la intención de dar
muestras de su elocuencia y riqueza de imágenes. Por otro lado, hace referencia a algunas
evaluaciones que aparecen en el Discurso de Miguel Mir y, también, en el “Prontuario de
la lengua castellana” del hermano de éste, Juan Mir, quien establece la gran superioridad
de la prosa de Cabrera con la de Cervantes. Si bien podemos tener nuestras reservas ante
tal afirmación, lo que sí es cierto es que lo que Alonso-Getino pretende es demostrar la
calidad lingüística y estilística de un fraile que dedicó su vida por entero al estudio y a la
lectura de los grandes maestros de la elocuencia.
En cualquier caso, las aserciones del P. Alonso-Getino están hechas desde el
punto de vista de un religioso, como es la de calificar a los andaluces dominicos como los
productores de la mejor poesía y de la mejor prosa: el P. Hojeda y el Maestro Cabrera
respectivamente; comenta que sus contemporáneos lo llamaban el “Cicerón español” por
su riqueza de vocabulario, sus agudezas e ironías. Por otra parte, califica como lo mejor
de su oratoria sus razonamientos, y destaca su naturalidad en convertir el monólogo en
diálogo “dando al discurso un carácter escénico y buscando que no se distrajera el
auditorio” (XXVI). Por último, añade que si bien el Maestro no dejó por escrito sus
impresiones sobre América, sí lo hizo de sus viajes; de ahí, el extenso uso de las
analogías de las cosas del mar (borrascas y marineros), al igual que de la guerra y el
ejército.
34
Félix Herrero Salgado ha publicado tres tomos sobre la predicación áurea (1996,
1998 y 2001): La oratoria sagrada en los siglos XVI y XVII es una obra general de
síntesis que, según opinión de Francis Cerdan, ha sido el mayor avance que últimamente
ha tenido el estudio de la oratoria sagrada del Siglo de Oro (Actualidad 16), de tal forma
que funciona como obra de referencia imprescindible tanto para especialistas como para
curiosos de la literatura española.
En el primer tomo, Herrero Salgado ofrece un recorrido de la predicación desde
sus orígenes hasta el Siglo de Oro. En los siglos XVI y XVII, examina los aspectos
fundamentales que componen esta disciplina: las fuentes de la predicación, la figura del
predicador y su público, la materia y los géneros de sermones, la lengua y el estilo y, por
último, la actuación en el púlpito. Toda esta información es muy útil pero, para Cerdan,
los últimos capítulos son los más valiosos porque tratan la problemática de los sermones
del siglo XVII como “género literario,” examinando la lengua y el estilo desde la
perspectiva de los ornatos de la retórica eclesiástica (Actualidad 17).
En el segundo tomo entra en detalle con el estudio de seis predicadores que
sobresalieron de dos órdenes religiosas fecundas en oradores sagrados: los dominicos y
los franciscanos. Primeramente, después de apuntar aspectos generales acerca de la
historia y la labor de la Orden de los Dominicos y de examinar las retóricas eclesiásticas
de ocho de sus frailes, hace un análisis de tres predicadores destacados: “Fray Luis de
Granada (1504-1588) (Una vida y una obra al servicio de la divina palabra),” “Fray
Alonso de Cabrera (1549?-1598) (El ideal de la predicación en el Siglo de Oro de nuestra
elocuencia)” y “Fray Jerónimo Bautista de Lanuza (1553-1624)” (sin subtítulo).
35
El capítulo dedicado a Cabrera consta de dos partes que tienen que ver con su
obra sermonística:
1. Sermón y Sermonarios. Aquí da las referencias a los sermones publicados, y cita
fragmentos de dedicatorias y prólogos de las ediciones de 1601 y 1609.
2. Análisis de la obra. Esta sección se subdivide en:
Ideas sobre la predicación, el predicador y el público.
Estructura y modos de los sermones: de la Salutación, de la Introducción y de las
Consideraciones.
La materia del sermón: la figura de Jesús y la materia social.
De la lengua: estilo y recursos retóricos. Metáfora, alegoría, comparación o símil,
ejemplo y otras figuras como la anáfora, la antítesis, la interrogación y la
exclamación.
En la segunda parte, se examina su concepto de la predicación, la materia, la
estructura de los sermones y la elocutio y el estilo del Maestro. Éstos son los puntos que
resaltan del estudio:
1. Define su predicación como “integral y cristocéntrica,” es decir, la materia abarca
todo el evangelio desde la perspectiva de la figura de Cristo.
2. Lo conecta al Barroco en cuanto al tema social, que es muy frecuente en sus
sermones y califica de dura la actitud del predicador cuando combate los pecados
de todos los estratos sociales. El vínculo de la oratoria de Cabrera con el Barroco
se debe a que la decadencia social fue la nota que caracterizó esta época
reflejándose en los mensajes del púlpito; estas señales ya comenzaron a finales del
siglo XVI, época de actuación de Cabrera.
36
3. Su estilo es natural y llano, cercano al pueblo, para cumplir con su función
didáctica y dialéctica.
4. En conclusión, es un predicador que cumple el ideal de fray Luis, donde la
elocuencia se encamina a persuadir y convencer al pueblo a diferencia del
siguiente predicador real, Fray Hortensio Paravicino (Felipe III y Felipe IV), cuyo
objetivo era sorprender y halagar.
Al ofrecer numerosos datos y referencias de obras y predicadores, el estudio de
Herrero Salgado es una importante herramienta para el estudio de la oratoria sagrada
aurisecular pero, además, su gran valor está en que abre puertas para futuras
investigaciones: los análisis de los predicadores modelo que aparecen en sus últimos
tomos pueden servir --como dice Cerdan-- como punto de partida de monografías
dedicadas a tales predicadores, como es el caso de esta tesis.
Otra publicación importante de Herrero Salgado es la Aportación bibliográfica a
la oratoria sagrada española (1971). Como indica el título, aquí aporta una amplia
bibliografía de piezas sueltas de la oratoria sagrada española (5.300 fichas). En la
introducción, destaca el papel relevante de Cabrera que, al estar a caballo entre los dos
siglos, “une a la naturalidad y sencillez una viveza de pensamiento y una riqueza de
imágenes poco comunes” (11).
Hay, además, dos artículos sobre el dominico, uno bastante breve de fray Ceferino
Anciano, “El P. Maestro Fr. Alonso de Cabrera” (1947), que tiene la intención de hacer
otra revalorización del Maestro comentando lo ya escrito por Miguel Mir, Juan Mir y
Alonso-Getino; destaca en él el uso del diálogo que convierte sus homilías en
conversaciones llanas y familiares. El otro artículo es de José Álvarez de Luna, “Fr.
37
Alonso de Cabrera” (1926), tiene mayor importancia porque es el que añade más datos
biográficos con tres manuscritos de la Biblioteca Provincial de Córdoba.
Miguel Herrero García, en su Ensayo histórico sobre la Oratoria Sagrada, hace
referencia al fenómeno de la multiplicación de preceptivas eclesiásticas durante los siglos
XVI y XVII, como consecuencia de la preocupación que se tenía por la oratoria sagrada.
Además, pone como ejemplo el caso de Cabrera que, si bien nunca escribió una
preceptiva, sin embargo, de sus homilías se podrían extraer sus ideas al respecto: “con
pasajes meramente de los Sermones se podría tejer un precioso ensayo histórico del
concepto que nuestros predicadores tuvieron del arte sagrado del púlpito” (xvii). Este
aspecto contextualiza su oratoria y demuestra, como más adelante veremos, la gran unión
que en la época postridentina existía entre la práctica y la teoría.
El artículo más reciente que ha llegado a mis manos es el del historiador Fernando
Negredo del Cerro titulado: “Levantar la doctrina hasta los cielos. El sermón como
instrumento de adoctrinamiento social” (1995). En este estudio, el autor elige varias citas
de Cabrera, tanto de sus sermones de Cuaresma como de Adviento, como “ejercicio
interpretativo” para abordar el estudio de la oratoria sagrada. Partiendo de la base de que
el sermón es un “vehículo transmisor de pautas de comportamiento,” Negredo propone
un análisis basado en tres puntos: contextualización, decodificación del texto e
interpretación del mensaje. Con su formación historiográfica, el autor aboga por ir más
allá de un estudio retórico para analizar el sermón desde la perspectiva de su función
religiosa y social.
Partiendo de la situación histórica que le tocó vivir y actuar (los inicios de la
decadencia política y económica de Castilla), Negredo nos da la imagen de un predicador
38
en conflicto con su entorno; esto se refleja en la crítica punzante que, sobre todo, dirige a
los poderosos. De su estudio, sobresalen dos conclusiones fundamentales para entender la
mentalidad de Cabrera: primero, su nostalgia en volver al orden estamental que el poder
del dinero ha ido rompiendo; segundo, la apropiación del monopolio de la crítica. En este
último aspecto, sus amonestaciones emergen como “advertencias del cielo” y, en tal
sentido, detenta la autoridad de condenar las actitudes de todos los estratos sociales. El
mensaje de Cabrera ejemplifica la hipótesis de este artículo, a saber, que los eclesiásticos
eran la “pieza clave” para que el pueblo adoptara unas actitudes mentales que de otra
forma no hubieran tenido.
Para terminar, quiero hacer referencia a dos ediciones recientes sobre la oratoria
sagrada del Siglo de Oro por ser unos estudios serios y muy bien documentados. Una es
la de Francisco Javier Fuente Fernández, Francisco Terrones del Caño. Obras completas
(2001), sobre la vida y obra del obispo de Tuy y después de León, Francisco Terrones del
Caño (1550 ó 1551-1613), predicador real de Felipe II y contemporáneo de Cabrera.
Junto con un amplio estudio, ha incorporado el texto del tratado, Arte o instrucción de
predicadores (1617), y numerosos notas aclaratorias sobre la preceptiva, la predicación y
el contexto literario de la época. También ha adjuntado los únicos tres sermones
conservados del predicador y un estudio muy valioso de cada uno basado en su estructura
y contenido.
La otra edición a la que me remito es la de Miguel Ángel Núñez Beltrán, La
oratoria sagrada en la época del barroco. Doctrina, cultura y actitud ante la vida desde
los sermones sevillanos del siglo XVII (2000), en la que, a través del análisis de 200
sermones sevillanos y de 125 del resto de España, hace un estudio sobre las mentalidades,
39
actitudes, doctrinas y comportamientos de la Sevilla del siglo XVII. El libro contiene
como apéndice tres sermones pronunciados en Sevilla a lo largo del siglo para mostrar la
evolución que fue experimentando la oratoria sagrada. Núñez ofrece al estudioso una
fuente inagotable de ideas, historia, motivos, citas, autores y títulos relacionados con la
predicación del siglo XVII.
Francis Cerdan, en “Actualidad de los estudios sobre oratoria sagrada del Siglo de
Oro,” ha hecho una revisión de los adelantos que ha habido en el campo de los estudios
de la oratoria sagrada de los siglos XVI y XVII, y donde, simultáneamente, ha animado a
que los estudiosos sigan investigando para que: “la oratoria sagrada del Siglo de Oro
sirva ya de material para un análisis en profundidad que permita llegar a conclusiones
explicativas del funcionamiento de la sociedad áurea” (30). Esta tesis quiere responder a
este llamamiento tomando el sermón como fuente inagotable de datos que encierran un
gran valor humano --como diría Herrero Salgado (Aportación 25)-- complementando así
lo que otras disciplinas aportarían a un estudio serio de una época determinada. Los
estudios auriseculares se dirigen generalmente al análisis de textos de difusión elitista,
como la poesía y la narrativa de ficción, dejando a un lado --excepto la comedia-- textos
de difusión más popular que eran los que quizás más profundamente impactaban las
mentalidades y concepciones del pueblo.
Por otro lado, quiero subrayar la importancia de la oratoria sagrada para el campo
de los estudios culturales y literarios del Siglo de Oro, en base a que la estructura textual
del género homilítico tuvo una gran difusión e influencia en otros géneros literarios de la
época (por ejemplo la literatura espiritual, los tratados de tema variado, y la novela
picaresca, como el Guzmán de Alfarache), por ser un género pensado esencialmente para
40
la enseñanza; en otras palabras, se puede decir que la estructura del sermón funcionaba en
la época como hoy en día funcionaría el libro de texto y, de la misma manera, fue
aprovechado por diferentes disciplinas.
Contenido de los capítulos
La tesis consta de siete capítulos. El primero incluye los objetivos de la tesis, una
introducción general de Cabrera, una contextualización del estado de la predicación
española en los siglos XVI y XVII y una revisión de la literatura existente sobre el tema.
En el segundo capítulo se expone el marco teórico y la metodología usada;
contiene dos partes: una aproximación a la teoría de la predicación específica del siglo
XVI con el estudio de varias de las retóricas cristianas más influyentes de la época; la
segunda parte se dedica a las teorías contemporáneas de los “Performance Studies” de la
academia norteamericana, con el fin de poner en perspectiva el “performance” social y
cultural del predicador.
El tercer capítulo se dedica a los sermones que corresponden al ciclo litúrgico de
la Cuaresma, donde se ofrece un análisis de varios sermones puntales con los que se
estudian los temas más influyentes de la doctrina moral en este ciclo litúrgico. A la vez,
desde la mirada de Alonso de Cabrera, explora lo que significaba ser predicador en la
España de finales del siglo XVI junto con el contexto socio-cultural de la época. También
el capítulo analiza las técnicas de persuasión en cuanto a los recursos retóricos del texto y
a aspectos relacionados con su representación en el púlpito.
El cuarto capítulo se dedica a los sermones de los ciclos litúrgicos de Semana
Santa y Adviento, donde se confrontan dos imágenes opuestas de la figura de Cristo: el
41
Redentor sufriente de la Semana Santa contrasta con el juez airado del Adviento que
vendrá al final de los tiempos.
El quinto capítulo abarca el ciclo litúrgico de la Epifanía con la misma
metodología de los anteriores capítulos, pero donde se destaca el análisis del contexto de
las guerras santas de Felipe II. Aquí surgen temas de gran actualidad en el siglo XVI
como la pronunciación de bulas papales desde el púlpito y la herejía. Por otra parte, en
este ciclo destaca la labor pastoral del predicador dominico con pláticas que abarcan la
educación de los hijos y el sacramento del matrimonio.
El sexto capítulo se dedica al análisis del sermón de las Honras Fúnebres de
Felipe II, pronunciado en la Iglesia de Santo Domingo el Real en Madrid, el 31 de
octubre de 1598. En un contexto en que la Iglesia funcionaba como institución
legitimizadora de la política de la Corona, el capítulo examina la interrelación existente
en el sermón entre la enseñanza doctrinal de los fieles y el elogio del monarca fallecido.
Los temas sobre la brevedad y la vanidad de la vida terrenal aparecen en la plática, junto
con el concepto del “bien morir” de la época. La imagen que se proyecta del monarca
contiene motivos del discurso hagiográfico que tienen el fin de cumplir con su
enaltecimiento final y con la edificación cristiana de toda la cristiandad.
El último y séptimo capítulo recoge las conclusiones finales de la tesis.
42
CAPÍTULO 2
MARCO TEÓRICO Y METODOLOGÍA
Desque me pongo a pensar lo que valieron los
oradores gentiles en la elocuencia, cómo eran
dueños o tiranos de los ánimos de los oyentes, y los
inclinaban a donde querían, y que tratando cosas
humanas y con palabras humanas (que respeto de las
divinas son muertas) les diesen tanta vida.
(Alonso de Cabrera, “Consideraciones del lunes
después del domingo primero de Cuaresma”)
Introducción
Los sermones de Alonso de Cabrera demuestran cómo el acto de predicar en el
siglo XVI iba acorde con una teoría del arte de la predicación compuesta por algunos de
los grandes predicadores de la época. Esta tesis examina los mecanismos persuasivos que
utiliza Cabrera en sus sermones para impactar e influenciar las conciencias de sus
oyentes. La persuasión se trata desde su aspecto textual, con el análisis de los recursos
retóricos más impactantes, y desde la “puesta en escena” del sermón, o lo que es lo
mismo, desde el punto de vista de la representación que hace el predicador en el púlpito.
En cuanto a este último aspecto, la tesis establece un diálogo teórico entre los preceptos
de las retóricas eclesiásticas más renombradas del siglo XVI y los conceptos que más han
influido en las teorías contemporáneas del “performance” social y cultural.
En base a esto, a continuación contextualizo las ideas que se tenían en la época
sobre la predicación con el fin de dar el primer paso hacia una metodología de estudio del
sermón aurisecular. A este respecto, las retóricas eclesiásticas funcionan como
43
compendios fidedignos en los que asentar nuestras bases; como señala Negredo del
Cerro, ante las limitaciones del sermón escrito como fuente para reconstruir el contexto
de cómo se desarrollaba la labor en el púlpito, los manuales para predicadores
complementan esta información al dar las directrices que definían al predicador ideal y, a
la misma vez, reprobar cierto tipo de conductas (Levantar la doctrina 59). Hay que tener
en cuenta, además, el valor humano de estos tratados porque, no solamente se componían
de preceptos a seguir, sino que muchas veces constituían testimonios de casos y
curiosidades que el autor había presenciado u oído sobre otros predicadores, y, en otras
ocasiones, el mismo autor se ponía de ejemplo sobre qué hacer o qué no hacer en el
púlpito. Estas bases teóricas se evidencian en la oratoria de Cabrera, y se refuerzan con
las ideas que él mismo expone sobre el oficio de la predicación.
Aproximación a una teoría de la predicación del siglo XVI
El hecho de que la predicación fuera uno de los temas imperantes en el Concilio
de Trento motivó que se multiplicaran tratados que teorizaban sobre este arte y, en
consecuencia, que la oratoria sagrada cambiara su rumbo para siempre. Las preceptivas
eclesiásticas publicadas durante el siglo XVI y principios del siglo XVII respondían a la
determinación de la Iglesia de establecer un cuerpo de predicadores formados dentro de
las pautas dictadas en Trento, con el doble objetivo de recuperar la fe de los cristianos
perdidos y, al mismo tiempo, fortalecer la de los que todavía permanecían fieles.
Junto con estas preceptivas, la publicación de los sermones de predicadores
reconocidos completaba y reafirmaba la labor de adiestramiento de profesionales al
ofrecer modelos específicos en los que ejercitarse, poniendo además a disposición de
44
todo aquel que supiese leer los fundamentos de la doctrina católica ortodoxa oficial. De
hecho, la estrecha relación entre la teoría dictada en las preceptivas eclesiásticas y su
puesta en práctica en el sermón demuestra la gran efectividad que tuvo Trento en la
reforma de la oratoria sagrada.
Concretamente, El Concilio de Trento decretó que el ministerio de la predicación
consistía en enseñar todo lo que era necesario para la salvación de las almas en un
lenguaje llano y simple, y sin entrar en disquisiciones teológicas que no aportaban nada al
pueblo (Smith 138). También determinó que la doctrina debía ser extraída de las
Sagradas Escrituras, de los padres de la Iglesia y de todos los comentarios y glosas
bíblicas; por último, canonizó la Vulgata como la versión oficial de la Biblia. 29
Para la Iglesia postridentina, la revelación estaba tanto en los textos escritos de las
Escrituras como en todo el legado de la tradición apostólica; por eso, para ser verdadero,
era “vital” que el predicador tuviera este conocimiento y, al mismo tiempo, para ser
efectivo debía hablar la “lengua” de sus contemporáneos lingüística y teológicamente
(Smith 153-54). Teniendo en cuenta los decretos de Trento, Fray Luis de Granada
presenta en su Retórica Eclesiástica (1576) cómo debía ser la instrucción de un orador
sagrado:
[E]l predicador debe estar instruido en toda la filosofía moral y doctrina
cristiana. Porque como él deba hablar continuamente de las virtudes y
vicios, de los mandamientos de la ley de Dios, de los sacramentos y de los
misterios de la fe cristiana que se contienen en el Símbolo, debe tener, en
cuanto le sea posible, una ciencia cabalísima de todo esto, para que así
pueda de aquello que se atribuye y conviene al asunto tomar argumentos
29
La sesión del Concilio de Trento, celebrada el 8 de abril de 1546, decretó los 73 libros de la Vulgata de
San Jerónimo (s. IV d. C.) como los libros canónicos (es decir, revelados), que se editaron como texto
oficial de la Iglesia en la Vulgata Clementina de 1592 (Fuente Fernández 208).
45
que sean conducentes para exhortar o disuadir, probar o reprobar, y
amplificar o disminuir. (Tomo I, libro II, capítulo VII, 162-63)
Además de tener un perfecto conocimiento de todas las materias bíblicas para
poder construir argumentos contundentes, la cita revela el tipo de adoctrinamiento que
exigía Trento: la doctrina moral. Ésta era una combinación de filosofía moral y doctrina
cristiana donde la materia giraba en torno a dos ejes principales: la reprensión de los
vicios y la enseñanza de las virtudes.
El franciscano fray Diego de Estella (1524-1578), en su Modo de predicar y
Modus concionandi (1576), determina más concretamente que la doctrina moral es la
explicación literal y moral de las Sagradas Escrituras. 30 Teniendo en cuenta que la
congregación estaba formada por cristianos consolidados que “aunque tienen fe, son
viciosos pecadores,” esto era todo lo que el pueblo necesitaba escuchar para su salvación.
El dominico fray Agustín Salucio (1523-1601), en sus Avisos para los
predicadores del Santo Evangelio (ca. 1601), añade un aspecto fundamental para la
predicación de esta época, a saber, que la manera de tratar la materia de vicios y virtudes
era acomodarla siempre al evangelio del día, lo cual exigía tener un gran conocimiento de
todo el evangelio y entender a la perfección todos sus argumentos (Parte I, capítulo 2,
136-37). Este concepto, en realidad, sigue vigente en toda buena predicación cristiana
como demuestro más adelante con un estudio de las bases teóricas que proponen algunos
predicadores de las Iglesias norteamericanas actuales.
30
En cambio, los otros dos sentidos de las Sagradas Escrituras, el alegórico y el anagógico, son muy útiles
para los pueblos no evangelizados; de ahí que los Santos Padres tuvieran que usarlos (Estella capítulo III,
18).
46
En definitiva, el predicador postridentino tenía que ser el predicador del pueblo;
ello suponía una gran preparación doctrinaria antes de subir al púlpito y, lo más
importante, ser capaz de explicar toda esa materia de una forma inteligible a un público
heterogéneo. Por eso, con el objetivo de que la enseñanza doctrinal fuera lo más efectiva
posible, la dispositio o construcción del sermón se adecuó en el siglo XVI al sermón
tradicional. La homilía trataba temas variados y los disponía apostillando el evangelio, es
decir, se iba explicando la materia estructurando el sermón en ciertos segmentos que
algunos predicadores llamaban “consideraciones,” y que podían variar en número.
Constaba de dos partes: el exordio, que se dividía a su vez en salutación e introducción, y
el cuerpo, que contenía las diferentes consideraciones en donde se iban tratando los
puntos doctrinales desde diversas perspectivas. Según Terrones, este tipo de sermón
aseguraba que el pueblo recibiera una instrucción completa y perfectamente entendible. 31
Humanismo en las retóricas eclesiásticas del siglo XVI
A principios del siglo XVI, la predicación experimentó un “cambio de ámbito” -en palabras de López Muñoz--, en el que se pasó del concepto escolástico medieval de
sermo al concepto renacentista de concio. Mientras que el primer término aludía a un
intercambio conversacional, el segundo hacía referencia a la alocución o discurso breve
dirigido a los fieles convocados en una asamblea. Diego Pérez de Valdivia, en De sacra
ratione concionandi (1588), definió el término de concio como un fenómeno retórico
31
Terrones clasifica el sermón según dos categorías dependiendo de la materia o contenido del sermón. La
primera categoría se compone de sermones de santo o misterio y de sermones de doctrina, mientras que la
segunda se divide en sermones de un solo tema y en sermones de tema variado; esta última es la homilía
(Tratado II, capítulo I, 177).
47
específico que tenía un método y una finalidad, y donde se destacaba la relación entre el
orador y el auditorio junto con unas estrategias de comunicación (qutd in López Muñoz
88).
Sobre estas premisas, el término “concionatorio” del siglo XVI se refiere a la
teoría y a la praxis de la predicación específicamente renacentista. A este respecto, López
Muñoz define la “teoría concionatoria” como el uso de la retórica como instrumento de
poder a través de la persuasión (41). Con esto tenemos que el arte de persuadir es el eje
por donde se mueve la predicación del siglo XVI y principios del XVII, cuyos recursos y
filosofía se conceptualizaron formando una teoría de la predicación que se llamó
“concionatoria.”
En el arte concionatorio aparece como gran protagonista la palabra; se hizo
patente el gran poder de la palabra para movilizar a las gentes a la acción. De hecho, las
nuevas ideas sobre la persuasión en el púlpito y su directa relación con el discurso
coincidieron con la corriente humanista y su amplia producción de tratados de retórica; es
más, muchos retóricos dedicaron alguna sección de su obra al tema de la predicación,
donde daban ciertos preceptos y valoraban su estado. 32 Esto demuestra la importancia
que los círculos intelectuales del Siglo de Oro daban a la oratoria sagrada y, asimismo,
revela la indiscutible conexión de las retóricas cristianas con el legado clásico. Como
32
Según Herrero Salgado y Antonio Martí, se consideran humanistas las retóricas de Luis Vives, Furió
Ceriol, el Brocense, Nebrija, Salinas, Granada y la Retórica forense. De entre ellas, no se publicaron en
España la de Vives y la de Ceriol, en cambio, la del Brocense fue la más influyente en la reforma de la
predicación. Las retóricas que tocaron el tema de la predicación fueron: la de Miguel de Salinas, Retórica
en lengua castellana (Alcalá, 1541), fue la primera escrita en castellano y donde apareció una idea que se
iría repitiendo en lo sucesivo: la necesidad del predicador de estudiar la elocución; después siguieron la de
Andrés Sampere, Methodus oratoriae; ítem et De ratione concionandi libellus (Valencia, 1568); Benito
Arias Montano, Rhetoricorum libri quattuor (1569); Huarte de San Juan, Examen de ingenios (Baeza,
1575). Pero, según Fuente Fernández, de entre todas las retóricas humanistas, la que consigue la síntesis
perfecta entre cristianismo y clasicismo es el Arte o instrucción de predicadores de FranciscoTerrones
(Fuente Fernández 86).
48
afirma Herrero Salgado, había una retórica cristiana que era diferente, pero no
independiente, de la pagana (Rhetorica ecclesiastica 274).
Así tenemos que desde el aspecto discursivo, escuchar a los predicadores
formados bajo los auspicios del Concilio de Trento significaba el estar expuesto a un
discurso fuertemente retórico; una retórica popular, eso sí. Los mismos humanistas tenían
en cuenta la aportación de la predicación para cumplir con el sueño de Antonio de
Nebrija de elevar la lengua castellana a un nivel digno del imperio español. El Maestro
Francisco de Medina así lo refiere en su prólogo a las Anotaciones (1580) de Fernando de
Herrera:
Dos linages de gentes ai en quien deviéramos poner alguna esperança: los
poetas i los predicadores, mas los unos, i también los otros (hablo de los
que tengo noticia) no acuden bastantemente a nuestra intención.
Los predicadores, que por aver en cierta manera sucedido en el oficio a los
oradores antiguos, pudieran ser de más provecho para este intento, se
alexaron d’él siguiendo dos caminos bien apartados: unos, atendiendo
religiosamente al fin de su ministerio, contentos con la severidad i
sencillez evangélica, no se embaraçaron en arrear sus sermones d’estos
deleites i galas, i así dexaron la plaça a los otros, que con más brío i
gallardía quisieron ocupalla. Los cuales, en vez de adornarse de ropas tan
modestas i graves cuanto convenían a l’autoridad de sus personas, se
vistieron de un trage galano pero indecente, sembrado de mil colores i
esmaltes pero sin el concierto i moderación que se demanda. No entran en
esta cuenta algunos insines ministros de la palabra de Dios que con
universal aprovación i utilidad la predican en aquestos reinos, los cuales,
si quisiessen, a costa de pequeño trabajo subirían al punto de la perfeción
que buscamos. (191-92)
Según la cita, Medina expone los tres estereotipos de predicadores que ya
coexistían durante la segunda mitad del siglo XVI: los que practicaban un estilo del
púlpito austero, siguiendo la sencillez de los predicadores evangélicos; los que lo
embellecían demasiado con el artificio; y, por último, los predicadores doctos e insignes
que con su cuidada elocuencia podrían haber contribuido a ésa ansiada perfección, si
49
hubieran sido un grupo más numeroso. La preocupación de Medina nos revela el dilema
que se empezaba a hacer frente en el arte de predicar acerca de cuál debía ser el estilo
correcto del púlpito; una polémica que resurgiría con más fuerza en pleno Barroco. 33
El “cambio de ámbito” que experimentó la predicación en el siglo XVI se
evidencia en la Retórica eclesiástica de fray Luis de Granada, considerada hoy en día
como una de las grandes retóricas que nos han llegado; 34 en esta inmensa obra, Granada
rescató del largo olvido escolástico el sentido ciceroniano de la palabra como facultad
prodigiosa que tenía el poder de torcer voluntades y de reinar sobre todas las cosas. 35 A la
misma vez, también recuperó el alma que Cicerón, reforzado después por Quintiliano,
infundió al arte de la peroración romana basado en el maridaje entre retórica y filosofía
(Iso 54).
Esta relación vinculaba al retórico romano a la tradición aristotélica, en la que el
orador debía estar familiarizado con las tres partes de la filosofía: la lógica, la ética y la
física. 36 Pero, además, el orador ideal ciceroniano debía poseer las virtudes propiamente
romanas de sapientia y prudentia, que estaban directamente ligadas a la vida civil. De
33
Las dos fechas clave de esta polémica son 1580, marcada por el prólogo del Maestro Medina, y 1638 por
las opiniones expuestas en varias preceptivas eclesiásticas defendiendo el estilo diferente de la “predicación
moderna” --según palabras de Juan Rodríguez de León en El predicador de las gentes de 1638-- (qtd. in
Smith 96-7).
34
Herrero Salgado pone la Retórica de Granada al lado de la de Cicerón, De oratore, la de Quintiliano, De
institutione oratoria y la de San Agustín, De doctrina christiana (Rhetorica ecclesiastica 301).
35
Esta cita famosa de Cicerón reza en latín: “Est flexanima atque omnium regina rerum oratio” (Libro II,
capítulo 44).
36
Quintiliano explica la conexión de la retórica con las tres partes de la filosofía: la lógica ayuda a conocer
las propiedades de cada término y, dentro de ella, la dialéctica da las técnicas necesarias para el arte de
disputar; la ética es la moral que se conecta con la materia de justicia y bondad, es lo que forma la filosofía
moral; y la física aporta los preceptos filosóficos de las cuestiones universales y generales (libro XXII,
capítulo II, 303-5).
50
esta forma, Cicerón había perfeccionado la famosa definición de orador atribuida a
Marco Porcio Catón el Censor, vir bonus dicendi peritus, exigiendo al orador las más
altas cualidades físicas, intelectuales y morales debido a la gran responsabilidad que tenía
al poseer un arma tan poderosa como la palabra (Herrero Salgado, Rhetorica
ecclesiastica 275). Es más, Quintiliano llegó a afirmar que realmente nadie podía llegar a
ser un orador si no era un “hombre de bien,” 37 porque detrás de la bondad y de la
sinceridad se escondían aquellas dos virtudes (la razón y la prudencia) que
proporcionaban la elocuencia.
Aunque la tradición evangélica atribuía la elocuencia de los apóstoles y de los
profetas a la inspiración del Espíritu Santo, fray Luis de Granada, no obstante, también
comprendió la gran afinidad entre el orador clásico y el orador sagrado: el objetivo de
ambos no era hablar en las escuelas de eruditos sino persuadir en público al “vulgo.”
Partiendo de la base de que el vulgo era “rudo” y “necio,” las razones no bastaban para
convencerle sino que se le tenía que “conmover con afectos y atraer blandamente con
varios modos de decir y con la elegancia de la oración” (Retórica eclesiástica Tomo I,
prólogo, 29). Aquí es donde entraba en juego la creencia clásica de que el arte podía
37
“El orador, pues, para cuya instrucción escribo, debe ser como el que Catón define: Un hombre de bien
instruido en la elocuencia. Pero la primera circunstancia que él puso, aun de su misma naturaleza, es la
mejor y la mayor; esto es, el ser un hombre de bien; no tan solamente porque si el arte de decir llega a
instruir la malicia, ninguna cosa hay más perjudicial que la elocuencia, ya en los negocios públicos y ya en
los particulares, sino porque yo mismo, que en cuanto está de mi parte me he esforzado a contribuir en
alguna cosa a la elocuencia, haría también el más grave perjuicio a la humanidad disponiendo estas armas,
no para un soldado, sino para algún ladrón […]. Porque no solamente digo que el que ha de ser orador es
necesario que sea hombre de bien, sino que no lo puede ser sino el que lo sea. Porque en la realidad no se
les ha de tener por hombres de razón a aquéllos que habiéndose propuesto el camino de la virtud y el de la
maldad, quieren más bien seguir el peor; ni por prudentes a aquéllos que no previendo el éxito de las cosas,
se exponen ellos mismos a las terribles penas que llevan consigo las leyes y que son inseparables de la mala
conciencia. Y si no solamente dicen los sabios, sino que también la gente vulgar ha creído siempre que
ningún hombre malo hay que al mismo tiempo no sea necio, cosa clara es que ningún necio podrá jamás
llegar a ser orador” (Quintiliano, libro XXII, capítulo I, 287-88).
51
ayudar a perfeccionar la naturaleza38 y de que el “perfecto predicador” debía tener
dominio completo de tres artes (“oficios”): de la invención, para probar y amplificar; de
la elocución, para hablar apropiadamente; y de la pronunciación, para acomodar la voz y
el gesto a las cosas que decía. 39 Granada reconocía que la mejor elocuencia era la
inspirada por el Espíritu Santo, pero no se engañaba cuando escuchaba a otros
predicadores: la mayoría no tenía una elocuencia natural ni recibía la gracia divina; por
eso, al ser la retórica el “arte de bien hablar,” 40 defendió su uso desde el púlpito como
herramienta de persuasión. 41
Fray Diego de Estella fue también un defensor de la retórica y coincidió con
Granada en establecer como fines de la predicación los tres grados de persuasión clásicos
38
Granada dice sobre el origen de la Retórica: “Dios, aquel soberano criador y gobernador de todas las
cosas, que todo lo dispuso en número, peso y medida, de tal suerte crió la naturaleza humana, que sembró al
mismo tiempo en nuestros ánimos las semillas de las ciencias y virtudes para que, cultivándolas, después
nosotros las perfeccionásemos, parte con el socorro divino, parte ayudados de nuestra industria y trabajo
[…] ¿qué cosa hay tan propia de la criatura racional como el discurrir, disputar y persuadir? […] Por tanto,
se ha de tener por muy verdadera la sentencia de Fabio, que dice: ‘No hay cosa perfecta, sino en donde el
arte ayuda a la naturaleza’” (Retórica eclesiástica tomo XX, libro I, capítulo I, 37).
39
Granada identifica en total cinco artes: invención, disposición, elocución, memoria y pronunciación. De
entre ellas, confiesa que escribió la obra por la necesidad que tenían los predicadores de su tiempo de la
elocución y de la pronunciación; no trata de la memoria por ser considerada algo que depende de la
naturaleza de cada uno y no del arte (Retórica eclesiástica Tomo I, prólogo, 31).
40
Granada especifica que, aunque se usa la palabra retórica para la parte de la elocuencia que contiene los
preceptos de este arte, él la toma para significar la elocuencia en sí: “aquella habilidad de explicarse con
prudencia, con claridad, con abundancia y con armonía; esto es, […] una sabiduría que habla
copiosamente” (Retórica eclesiástica Tomo I, libro II, capítulo I, 119).
41
“Si los que se dedican al estudio de la filosofía y teología aprenden primero el arte dialéctica, para que,
instruidos con sus reglas, puedan fácilmente argüir, responder a los argumentos y persuadir su intento, no
menos se debe aprender el arte de la retórica para que podamos persuadir al pueblo lo que queremos esto
es[o], no sólo decirlo de suerte que crea ser verdad lo que decimos, sino que ejecute lo que ya creyó ser
verdadero y honesto, que es lo más difícil de conseguir. Por lo que si nadie puede loablemente ejercitarse
en las disputas filosóficas y teológicas si no está diestro en el arte de disputar, así apenas sin el socorro de
la retórica podrá alguno predicar bien a no estar inspirado por el Espíritu Santo, como sucedió a los
apóstoles y profetas, o no está dotado de un ingenio muy feliz y de una natural facundia, lo que en muy
pocos se encuentra. Lo cierto es que con más elegancia y facilidad ejercerá el ministerio de la palabra el
que con diligente estudio se ayudare de esta arte. Por tanto, no sin razón debe culparse la negligencia de
muchos predicadores que suben al púlpito sin el subsidio de esta arte” (Retórica eclesiástica Tomo I, libro
I, capítulo II, 41-43).
52
de Quintiliano: enseñar, deleitar y mover (docere, delectare y movere). En cambio,
Terrones eliminó el fin de delectare para concentrarse en los otros dos, que él tradujo al
castellano como “edificar” y “aprovechar,” respectivamente (Tratado II, capítulos I-IV,
177-91). En el fin de movere era donde se justificaba la labor del predicador, puesto que
las buenas obras de los fieles eran consecuencia del aprovechamiento doctrinario del
sermón; por este motivo, era aquí donde entraban en juego los dispositivos de la
persuasión.
A este propósito, Granada desarrolló dos teorías que se complementaban entre sí:
la teoría de la amplificación (amplificatio) y la teoría de los afectos (Retórica eclesiástica
Tomo I, libro III, capítulo X, 365-87). La amplificatio es un recurso que forma parte de la
inventio porque hace razonar al entendimiento de la misma forma que la argumentación;
pero se diferencia de ésta en que, al ser su verdadero objetivo persuadir, alabando o
vituperando algo o a alguien, inyecta a la voluntad del oyente una variedad de
sentimientos hacia el objeto. De esta forma, mientras que el razonamiento de la
argumentación se vale de silogismos, la amplificación es más una especie de exposición y
enumeración; este recurso lo veremos ampliamente en la oratoria de Cabrera.
En la teoría de los afectos, Granada perfiló los mecanismos que suscitaban
emociones en los oyentes para moverlos a la acción. El término “afecto” expresa la
fuente de emociones o pasiones que se produce en la mente humana; según esto, la teoría
se basaba en la creencia aristotélica de que los afectos del auditorio se estimulaban, si se
ponían las cosas delante de sus ojos: el orador debía tener visiones en las que se
vivificaban con voces y actos todo aquello de lo que se estaba hablando. Estas “fantasías”
del orador producían que el auditorio se sintiera presente en situaciones que se contaban
53
solamente de palabra. En consecuencia, la regla esencial para estremecer a los oyentes
era que el predicador estuviera primero conmovido sinceramente, y que estos
sentimientos los transmitiera a través de una correcta pronunciación (actio) y elocución
(elocutio).
Hay una larga lista de recursos retóricos específicos que sirven para conmover los
afectos, pero aquí nos interesa más ver los cuatro modos en que Granada divide la
amplificatio: las descripciones de las cosas, las descripciones de las personas, el
razonamiento fingido y la conformación. Sobre las descripciones:
Descripción es exponer lo que sucede o ha sucedido, no sumaria y
ligeramente, sino por extenso y con todos sus colores, de modo que,
poniéndolo delante de los ojos del que lo oye o lo lee, como que la saca
fuera de sí y le lleva al teatro. Llámanla los griegos hipotiposis, porque
representa la imagen de las cosas, bien que este vocablo se acomoda
siempre que se pone algo a la vista. Este género, pues, consta
principalmente de la explicación de las circunstancias, mayormente de
aquellas que mejor representan una cosa y hacen más llena la narración;
esto es, que muestran los afectos, costumbres y genio de cada persona en
particular. Sin embargo, se ayuda más que medianamente de
comparaciones, semejantes, desemejantes, imágenes, metáforas, alegorías,
y de otras cualesquiera, figuras que ilustra un asunto, para lo cual
aprovechan grandemente los epítetos. Mas para expresar bien todo esto, no
sólo contribuyen el arte y el ingenio, sino también el haber visto por tus
ojos lo que deseas manifestar, o haberte hallado presente; y más, si lo
sufre la calidad de la materia, haberlo probado y experimentado en ti
mismo. (Retórica eclesiástica Tomo I, libro III, capítulo VI, 314-15)
Los antiguos griegos bien sabían que era más fácil persuadir con el sentido de la
vista que con el del oído. El orador podía contrarrestar esta dificultad, retóricamente, con
el buen manejo de la descripción del objeto: este recurso producía en el oyente imágenes
tan vívidas como si fueran vistas en vez de oídas: de ahí la comparación que hago en esta
tesis entre el teatro y el “performance” del predicador en el púlpito. La propia experiencia
del orador era un factor decisivo para realizar descripciones efectivas; en el caso de
54
Cabrera, las imágenes detalladas de todo lo relacionado con la navegación y los soldados,
por ejemplo, demuestran que sus experiencias personales fueron decisivas para dominar
la maestría de este recurso. No obstante, estos ejemplos no son los únicos, veremos que el
amplio uso de la descripción en muchos campos del conocimiento es una de las
características que sobresalen de su oratoria.
Con respecto al tercer modo, el razonamiento fingido (sermoncinatio) o
conversación fingida es una figura que forma parte de las descripciones de personas y es,
en opinión de Granada, la que más pertenece al oficio de predicar: “Razonamiento fingido
es cuando se atribuye el discurso a alguna persona y se expone con respeto a la dignidad
del que habla en esta forma” (343). Cabe notar que lo esencial en el uso de esta figura es
que las palabras se acomoden al decoro que se requiera en cada caso. Un tipo de
razonamiento que entra en este género es cuando, al referir un suceso, el predicador
pregunta sobre él al auditorio dando luego él mismo la respuesta; otro tipo sería el
soliloquio, donde un hombre se amonesta a sí mismo por sus pecados exhortándose
después a la virtud.
La conformación es el último modo y está muy cerca del razonamiento fingido,
pero según Granada tiene mucha más energía: “La conformación es cuando alguna
persona que no está presente se finge que lo está; y cuando una cosa muda o uniforme se
hace elocuente y formada, y se le atribuyen palabras o alguna acción que le corresponda”
(353).
Tanto el razonamiento fingido como la conformación inclinan la plática del
sermón a una especie de diálogo, en el que se acomodan los discursos a diversas personas
que el mismo predicador debe representar con el tono de voz y gesto adecuados. El
55
diálogo fingido es otra característica de la oratoria de Cabrera, donde la extraordinaria
naturalidad de su uso le da al discurso una variedad y una gracia especial.
Estella, por su parte, añadió tres medios prácticos para mover los afectos de los
oyentes. En primer lugar, el ejercicio de la oración ayudaba a predicar con “espíritu y
devoción”; de esta manera, se adquiría la “retórica celestial,” esa elocuencia sencilla y
natural que caracterizaba a los primeros predicadores evangélicos. En segundo lugar, la
retórica de los clásicos proporcionaba recursos para argumentar y probar; 42 Cristo, San
Pablo y los santos Doctores también usaron la argumentación porque “como la voluntad
no [se] aferre sino con lo que el entendimiento juzgare ser bueno, de aquí es que nunca
los oyentes se moverán, si no entendieren primero ser aquello bueno y que es bien
hacerlo” (capítulo XXVII, 138). Es decir, la voluntad es la que instiga al hombre a que
actúe para obtener lo que el entendimiento le dicta como mejor para él, y al
entendimiento se le persuade con razones bien pensadas y argumentadas; de ahí, la
necesidad de la retórica. El último medio es el uso en la plática de la segunda persona del
verbo: al dar la impresión de que el predicador se está dirigiendo a cada oyente en
particular, hace que éstos presten más atención y sientan más poderosamente la crítica de
sus costumbres (capítulo XXVII, 138-140).
Cabrera hace un uso frecuente del “tú” en sus homilías que facilita un diálogo
fingido con el auditorio; en él, el predicador anticipa los argumentos en contra que la
congregación pudiera tener para después rebatirlos él mismo. En realidad, este diálogo
retórico es un residuo de los juicios de época greco-romana, en los que los dos litigantes
42
Sobre el debate del uso o no de la retórica pagana en la predicación, teóricamente muchos predicadores
estaban en contra de su uso, pero la práctica demostraba lo contrario (Smith 89-110).
56
se refutaban mutuamente sus argumentos. Estella consideraba que para confutar y
responder a las objeciones con efectividad necesitaba el predicador de mucho ingenio,
pues “desarraigar las falsas opiniones que tiene el pueblo” (capítulo XXXV, 170) no era
una tarea fácil; se necesitaba agudeza, intuición y mucha preparación de antesala para
fabricar buenos argumentos.
Otro aspecto que se tenía que tener en cuenta para persuadir al público era el
adoptar, como Trento había decretado, un estilo natural. Granada propugnaba la
acomodación del lenguaje del predicador según el tipo de auditorio al que se dirigiera
(Retórica eclesiástica Tomo II, libro VI, capítulo XII, 511), mientras que Terrones se
encaminaba más a crear un estilo general que armonizara los dos cánones lingüísticos que
coexistían en el siglo XVI: el lenguaje culto y cortesano, y el lenguaje común y vulgar. 43
Según esto, Terrones propuso un lenguaje que evitara ciertos vicios y que tuviera una
serie de virtudes: “no a de ser curioso, poético, profano, afectado, muy compuesto y
numeroso, sino, de los vocablos del vulgo, los mejores y más propios; pero, al fin, del
vulgo, pues los a de entender el vulgo” (Tratado IV, capítulo I, 251). Asimismo,
rechazaba el uso de sinónimos, 44 de palabras indecentes (“vocablos apicarados”) o
lascivas, neologismos o vocablos de uso muy reciente o muy antiguos (252-54).
43
Para más desarrollo del tema, ver nota a pie de página de Fuente Fernández: “Terrones pretende
armonizar ambas tendencias conjugando naturalidad y selección, equilibrio entre el plano del contenido y el
formal” (Instrucción Tratado IV, capítulo I, 248).
44
Acerca de los sinónimos había unanimidad entre las retóricas eclesiásticas, pues lo que se debía dar era la
palabra más apropiada a cada cosa (propria verba, como observó Quintiliano en Instituciones, 4, 2, 36),
para que resultara un lenguaje con sustancia. Cuenta Terrones que el mismo Felipe II alababa esta virtud en
los predicadores: “Fulano no sabe más de vn vocablo para cada cosa, pero es el proprio” (252). Fuente
Fernández cita el testimonio de Gil González Dávila quien asegura que el rey se refería a Terrones.
57
Estella añadió a la cuestión del estilo algo que iba en correspondencia con el
sentido humanista del Maestro Medina: que lo que más deleitaba al auditorio era un
“buen romance” y una abundancia de vocabulario; de esta manera, según Estella, el
orador cristiano debía mantener la armonía entre no ser demasiado corto ni demasiado
“charlatán y parlero.” También previno contra los sinónimos: “[y] así advierta el
predicador que no diga muchos sinónimos enhilados, porque hay dos inconvenientes en
ello: el uno que ofende, el otro que ha de usar por fuerza de los mismos vocablos para
declarar segunda vez lo que ha había declarado, lo cual es grande defecto (Capítulo XXX,
148). Para el franciscano, el estilo se enviciaba con el uso de sinónimos porque
provocaban lentitud y redundancia en la plática, lo cual aburría y desagradaba a los
oyentes.
En suma, el estilo del púlpito en el siglo XVI exigía una elocuencia basada en un
estilo natural con el fin de que fuera entendido por el pueblo; este descenso social
lingüístico se realizaba con el auxilio del decorum retórico, el cual debía regirse por el
principio de naturalidad y claridad en el lenguaje y estilo, todo en consonancia con la
actio del predicador, en sus dos niveles de pronunciación y gesticulación (Terrones IV, I,
247 y 251). La clave era evitar la afectación y la descortesía en el lenguaje encubriendo,
conscientemente, todos los recursos retóricos que proporcionaba la elocutio. En otras
palabras, el modelo ideal de predicación se definía por la conversación sencilla, familiar
y común de todos los días y, simultáneamente, compuesta de palabras elegidas por su
decencia y propiedad.
58
El oficio de predicar: enseñanza y reprensión
Fray Luis de Granada dedicó casi enteramente el libro I de su Retórica
eclesiástica a las características del predicador y de su oficio. En el capítulo “Del oficio
de predicar y de su gran dignidad” (capítulo III, 62-65), expone la honorabilidad de sus
primeros ministros (los profetas, Cristo y los apóstoles) y el fin que desde su origen había
perseguido: la gloria de Dios y la salvación de las almas. La “utilidad y mérito” del oficio
residía además en que sus ministros no sólo practicaban la virtud y la justicia, sino que
inflamaban a otros de ellas a través de la enseñanza:
Porque siendo el principal oficio del predicador no sólo sustentar a los
buenos con el pábulo de la doctrina, sino apartar a los malos de sus
pecados y vicios, y no sólo estimular a los que ya corren, sino animar a
correr a los perezosos y dormidos, y, finalmente, no sólo conservar a los
vivos con el ministerio de la doctrina en la vida de la gracia, sino también
resucitar con el mismo ministerio a los muertos del pecado, ¿qué cosa
puede haber más ardua que este cuidado y esta empresa? (capítulo IV, 67)
El oficio consistía en proveer a los fieles la doctrina moral, la cual consistía en la
enseñanza de las virtudes y la condenación de los pecados. No obstante, la labor del
predicador no era nada fácil; Granada detectó dos obstáculos que dificultaban los dos
fines del oficio: uno tenía que ver con el receptor del mensaje y el otro con su emisor.
El primer obstáculo era el pecado original, el cual provocaba la obstrucción de los
sentidos de los hombres: “de tal suerte cierra y obstruye todos los sentidos y resquicios
por donde pueda entrarles alguna luz, que por un cierto modo recóndito y prodigioso
viendo no vean y oyendo no oigan ni entiendan” (69). 45 La fuerza el pecado era tal que
decía San Gregorio –sigue Granada- que era “mayor milagro convertir a un pecador por
45
Granada cita el evangelio de San Lucas 8, 10.
59
medio de la predicación y oración que resucitar a un muerto.” 46 La “pesada carga” del
pecado hacía del ministerio de la predicación un “grave negocio,” pues se sabía de
antemano que conseguir el fin que se proponía era más que menos imposible.
La segunda dificultad era la que tenía que ver con los propios “afectos” del orador
sagrado: la ambición de honra y gloria humana, y el temor a la ignominia. Estas pasiones
hacían que el predicador olvidara su misión buscando la satisfacción del público (capítulo
V, 73-79). El remedio que proponía Granada para luchar contra la vanagloria era la
oración: “más debe adelantar este negocio con oraciones que con sermones, más con
lágrimas que con letras, más con lamentos que con palabras, más con ejemplos de
virtudes que con las reglas de los retóricos” (71). Según esto, para cumplir con el fin de la
predicación, el ministro sagrado debía desarrollar más en su vida las virtudes que los
estudios de retórica. Como el predicador siempre estaba a la mira de todos, Estella
enfatizó que el perfil del predicador debía ser de “muy honesto y modesto” (capítulo XV,
82).
Para evitar la jactancia, Terrones, por su parte, vedaba el uso de la primera
persona en el sermón: “predicar” era “hablar con los oyentes de parte de Dios;” así, se
debía evitar el aficionar al público a la persona del predicador (Tratado II, capítulo IV,
204). Esto explica el que Terrones insistiera en que la humildad fuera la principal virtud
cristiana del ministro sagrado; 47 el problema era que dicha virtud se veía en muy pocos. 48
46
De San Gregorio Magno, Granada cita sus Diálogos (capítulo III, 17).
47
En cambio, Granada y Estella consideraban la bondad y la caridad como las principales virtudes del
predicador.
48
Esta afirmación aparece en las hojas preliminares del tratado, donde escribe una carta a su sobrino
exponiendo que la razón por la que escribió la obra fue por petición de su sobrino, que quería formarse
como predicador. Fuente Fernández señala que esto forma parte del tópico de la falsa modestia dirigido a la
60
Más al contrario, en vez de imitar a los buenos predicadores para suplir la falta de don
para predicar, 49 en el oficio siempre se estaban censurando los unos a los otros, mientras
que todos esperaban la alabanza de sus propios sermones. 50
Debido a las dificultades que estorbaban la efectividad del sermón, el tema de la
reprensión de los vicios era el que las preceptivas dieron mayor atención por ser la parte
más espinosa del oficio, pero la más beneficiosa para los fieles. Formaba parte de la
invención y constituía, en realidad, el medio más enérgico de cumplir con el fin retórico
de movere; de hecho, la reprensión se consideró como la verdadera función del orador
cristiano. 51
Con respecto a la disposición del sermón, la reprensión se incorporaba dentro de
las consideraciones morales 52 siendo, según Estella, “muy provechoso que, después de
captatio benevolentiae, de uso común al empezar una carta: el autor expresa que se ve forzado a escribir la
obra por petición de otra persona y que no espera conseguir el objetivo que le han propuesto (Hojas
preliminares 137). Efectivamente, esto se puede ver como una primera lección que Terrones da a un
público más amplio, en la que tanto maestro como discípulo son vivos ejemplos de humildad.
49
“Y, aunque es así que muchos hay que no tienen buena gracia ni don de predicar, si quisiessen humillarse
a preguntar e imitar, dexándose corregir, cubrirían mucho de la falta del natural y serían muy bien oýdos
por la gente cuerda, que no mira tanto en lo natural quanto en lo infuso y adquirido” (Terrones, Hojas
preliminares 139).
50
“Está tan introducido esto de lisongear a los predicadores, que, si no ay quien les diga nada luego allí, no
lo lleuan a paciencia” (Terrones, Hojas preliminares 138).
51
“Porque verdaderamente siento muchísimo ver a algunos tan olvidados de su obligación y empleo que
nada menos hacen que lo que, según la profesión de su oficio, deben hacer. Pues siendo el fin del
predicador ordenar cuanto dice a la salud de las almas, a corregir las costumbres, a dar reglas de virtud, al
menosprecio del mundo, al temor y amor de Dios, y a otras cosas semejantes, algunos de tal suerte andan
divagando por cosas ociosas y superfluas que los miserables oyentes, que no por otro (fin) habían acudido
allí que para sacar alguna doctrina provechosa, se vuelven del sermón totalmente secos y ayunos”
(Granada, Retórica eclesiástica Tomo I, libro II, capítulo XII, 225).
“[E]l reprender los vicios es oficio del predicador evangélico y que cela la honra de Dios y pretende la
salvación de las almas” (Estella capítulo XV, 79).
52
Para mantener mejor la atención del público durante el sermón, Terrones aconsejaba que se pronunciaran
primero las consideraciones especulativas y, a partir de la mitad del sermón, las morales. También porque
así la enseñanza se quedaba mejor en la memoria al abandonar el templo. (Tratado III, capítulo IV, 237)
61
haber dicho magistralmente la doctrina, concluya la digresión con una reprensión, dicha
con espíritu y fervor; porque de este modo, allende de ser provechoso y útil, hace que el
predicador no acabe tibiamente la digresión” (capítulo XV, 77). Entonces tenemos que,
después de explicar el punto doctrinal, se debía trasladar el vicio que ejemplificaba el
evangelio a las costumbres específicas de la congregación que le estaba escuchando. Este
método era lo que Granada llamaba “del acomodamiento o descenso a cosas
particulares”; un principio imprescindible para cumplir con los dos fines de la
predicación:
[D]espués de haber definido o probado alguna sentencia moral, descender
a las acciones singulares de virtudes o vicios, exhortando a aquéllas y
retrayendo de éstos. Porque, como antes enseñamos, éste es el blanco de
todo el sermón y al que todo lo demás debe referirse. Porque no siendo el
fin de la doctrina moral la especulación, sino la acción, la cual se versa en
obras particulares, ciertamente el que desea tratar bien esta doctrina,
cuando dijere en común sobre este punto debe acomodarlo a las acciones
en particular. (Tomo I, libro II, capítulo XII, 219-32)
Por lo tanto, el descenso a lo particular significaba mirar de cerca a la sociedad a
la que se predicaba para señalarles con el dedo las acciones viciosas, y algunas veces
virtuosas, que el sacerdote les había previamente detectado. Este procedimiento hacía que
los ejemplos sociales se proyectaran simultáneamente en el campo del entendimiento y en
el de la voluntad y así, captando mejor el mensaje evangélico, les predisponía a actuar en
la vida cotidiana como verdaderos cristianos.
El acto de reprender, no obstante, era un arma de doble filo; Estella insistía en el
buen juicio y moderación que el predicador debía tener:
[E]s menester una gran prudencia. Y en ninguna cosa tiene tanta necesidad
de discreción y cordura, como en el reprender; porque tanto aviso es
menester que tenga, que no escandalice a nadie, y sea la reprensión de
62
manera que sirva a la enmienda y edificación y corrección, y no de
indignación y escándalo. (Capítulo XV, 79)
Efectivamente, el peligro residía en que un mal uso de la amonestación podía
despertar la indignación del público en vez del temor a Dios. Para contrarrestar esto,
Estella dio una serie de pautas. La primera regla consistía en evitar el nombrar o aludir a
nadie para evitar el escándalo, excepto si el pecado era ya de dominio público. La
segunda, había que reprender siempre con modestia y caridad porque el objetivo era
frenar las ofensas a Dios, no satisfacer deseos de venganza. La tercera, no había que
encolerizarse tanto que se llegara a perder el control; además, el sermón era más
edificante si se mezclaba con la reprensión comentarios suaves para ablandar y consolar
al público. Por último, antes de tomarse la autoridad de reprender, el orador sagrado
debía ganarse fama de hombre docto y virtuoso en la comunidad a la que se predicaba
(79-84). Al mismo tiempo, estas medidas contribuían a crear el carisma personal del
orador cristiano; 53 elemento que debía cuidarse al máximo para ser digno de crédito ante
la congregación.
Acerca de la reprensión, Terrones hizo más hincapié en la fuerza que el
predicador debía mostrar en su propósito; para ello, la imagen del perro ilustraba la
misión del ministro de Dios: “ladrar y aun morder a ratos” (Tratado III, capítulo IV, 19395). Igualmente, corroboró el defecto de usar el púlpito como venganza con superiores u
otros predicadores:
Antes, los predicadores an de andar muy conformes assí en amistad, como
en la doctrina, a pesar de oyentes chismosos y zizañadores […] Si todos
anduuiéssemos a una, gran poder tendrían los predicadores y confessores
53
Las características personales formaban el ethos del orador, que Aristóteles dividió en tres: discreción
(phronesis), integridad (areté) y buena voluntad (eunoia) (Retórica Libro II, 2, 4, 9).
63
[…] podíamos compeler al pueblo adonde quisiésemos […] Porque en la
escuela de Christo lo que dize vno esso sienten y dizen todos. Y así es
razón que andemos muy conformes los predicadores y no saquemos
nuestras passiones y venganças a los púlpitos. (Tratado II, capítulo IV,
203-04)
La cita es un testimonio de que la realidad del oficio no era precisamente idílica.
Las desavenencias entre sacerdotes se hacían públicas en el púlpito, lo cual atentaba
contra la integridad de la Iglesia provocando la desintegración de su misión
evangelizadora. Con respecto a este problema, fray Agustín Salucio mostró su
preocupación identificando la reprensión como “a lo que más fácilmente se nos va la
lengua” (Parte II, capítulo 4, 155-56); y, por este motivo, consideraba la enseñanza del
evangelio la verdadera función del predicador (157). Por otro lado, también había que
tener en cuenta que la recepción del sermón difería según el auditorio. A este respecto,
Álvaro Huerga refiere que el mismo Salucio confesó “que unas veces agradaban sus
sermones y otras no,” siendo un mismo sermón aplaudido en un auditorio, mientras que
en otro fue causa de indignación (16).
Un caso especial era el auditorio compuesto de reyes. En su posición de
predicador real, Terrones opinaba que era donde el predicador debía tener más prudencia
porque “verdaderamente no an de ser reprehendidos en público ellos ni los prelados, de
manera que el pueblo eche de ver sus faltas, porque ellos se irritan, y no quedan
aprovechados, y el pueblo les pierde el respeto, y se huelga, casi por modo de vengança,
que les assienten la mano en el púlpito” (Tratado II, capítulo V, 218). De hecho, la
reprensión al rey y a los prelados estaba prohibida con graves penas en decretos de
64
concilios y otras autoridades; 54 no obstante, Terrones consideraba que si después de
varios avisos no se enmendaba el príncipe, lo correcto era reprenderle de tal forma que el
pueblo no lo entendiera, pero esto era un talento difícil de tener (Tratado II, capítulo V,
220). Según su experiencia, Terrones advirtió que cuando el rey estuviera presente era
una ofensa hacer un aparte con él durante el sermón, y menos aún a los privados, sino que
cuando fuera oportuno había que mencionar en general a los “príncipes” o “poderosos”;
también había que evitar el mirarlo directamente para no sentirse abrumado ante la
autoridad (220-21).
No sólo nuestros predicadores habían experimentado cómo el púlpito podía
convertirse en peligrosas arenas movedizas. Cristo y San Pablo marcaron el camino de lo
que en adelante se consideró la verdadera predicación cristiana, en la cual la crítica
pública mordaz y la persecución se hicieron sus sinónimos. Tanto Granada como
Estella 55 consideraban las virtudes del predicador como los sólidos pilares donde se
asentaban tanto la enseñanza del evangelio como la fuerza y la paciencia para soportar las
tentaciones y las persecuciones. Éstas últimas se consideraban --en palabras de Estella-“anejas” al oficio porque, en la tarea de salvar almas, lo que realmente se hacía era
batallar contra el demonio: eran los “enemigos envidiosos” y “murmuradores” que
siempre salían por el camino.
54
Terrones refiere a este respecto la obra de Diego de Simancas, Instituciones catholicas, editada en
Valencia en 1552, Alcalá en 1569 y Roma en 1575 (218).
55
En la Retórica eclesiástica de Granada, hay cuatro capítulos al respecto: “De la pureza y rectitud de
intención en el predicador,” “De la bondad y costumbres del predicador,” “De la caridad que debe tener el
predicador,” “Del estudio de la santa oración y meditación que ha de tener el predicador” (Tomo I, libro I,
capítulos V-VIII, 73-117). En el Modo de Estella, hay uno “De la bondad del predicador” (capítulo I, 3-10).
65
En el arduo tema de las murmuraciones del vulgo 56 contra los predicadores, los
“ignorantes o maléuolos,” que según Terrones calumniaban o por envidia o por la
ignorancia de la letra del evangelio, eran más peligrosos de lo que en un principio pudiera
parecer: cualquier asistente que sospechase de heréticas o excesivas las palabras del
predicador, podía llevar una denuncia a la Santa Inquisición. 57 La inseguridad general
que permeaba el oficio se debía al hecho de que el predicador siempre estaba en la mira
pública y, a diferencia de otras profesiones, nunca tenía asegurado el éxito de su
actuación; al contrario, cada homilía era comentada puntillosamente por el público con el
agravante del “peligro de perder la honra.” 58
Entonces tenemos que si el oficio era peligroso y, además, lograr su fin era
prácticamente imposible, cabe la pregunta de ¿para qué predicar? La respuesta de
Terrones es bien directa: “[g]rande bobería y falta de juyzio es ser predicador, sino es por
amor de Dios” (Tratado I, capítulo IV, 170). El obispo de León consideraba la vocación
como la única motivación del oficio, mientras que Granada apuntaba a la caridad como
56
Terrones usa el término despectivo de “vulgacho” (Carta de Terrones a su sobrino 140). Como señala
Fuente Fernández, expresa su rechazo a las opiniones del vulgo; nota común en los eruditos de la época. El
término “vulgo” englobaba al “conjunto de personas indoctas, independientemente de su clase social.” Para
Maravall, el término designaba a menudo “una suma de individuos indiferenciados, una masa anónima”
(Cultura del Barroco 204).
57
A este respecto, Terrones ofrece un testimonio, como calificador de la Inquisición, de la gran cantidad de
denuncias que se recibían: “Yo certifico, como calificador que e sido en la Inquisición de Granada y en el
Consejo, que, si vuiessen los inquisidores de llamar a todos los predicadores que son denunciados por
oyentes ruynes, no abría ya quien predicasse” (Tratado I, capítulo IV, 168).
58
Otra vez Terrones compara al predicador con el perro porque “es el oficio de dar siempre malas nueuas,
reñir con todos, decir a todos sus faltas sin respectar personas. Y tiene el predicador del perro que, si entran
ladrones en casa y no ladra, ahórcale su amo, y con razón; y si ladra, danle los ladrones estocadas o
apedréanle y vanse desta manera. Si reñimos a los viciosos o poderosos, apedréannos, cobramos enemigos,
no medramos y aún suelen desterrarnos. Si no reñimos, mándanos Dios ahorcar por ello” (Tratado I,
capítulo IV, 167). Fuente Fernández ha señalado que el perro es una imagen tradicional del predicador;
aparece en Gregorio Magno, Moralia in Job, 20, 6: Latratus praedicationis dederunt, y en la Rhetorica
christiana de Diego Valadés, en un dibujo que representa a los predicadores cristianos como cuatro canes
que vigilan la Iglesia (I, III, 193).
66
su pilar principal. Esta virtud provoca una “sed,” un “celo,” un “abrasado deseo” por la
gloria de Dios y por la salvación de los hombres que “obliga a buscar todos los modos de
persuadir y mover el corazón y a asestar todas las máquinas a los entendimientos de los
oyentes para infundirles el temor de Dios y moverlos al aborrecimiento del pecado y de la
mala vida” (Retórica eclesiástica Tomo I, libro I, capítulo VII, 93-107). Esta tenacidad a
la hora de predicar, aun sin esperar buenos resultados, se proyectaba en la figura del
“predicador fervoroso,” cuyo modelo era San Pablo, y ante el cual, según Granada, los
oyentes reaccionaban bien porque sabían captar el poder superior que residía en su alma
(101). 59
La Actio: la puesta en escena del sermón
“Los oyentes se mueven según aquella impresión que hacen en sus ojos y oídos el
semblante y palabras del predicador” (Retórica eclesiástica Tomo II, libro VI, capítulo I,
373). Granada bien sabía de la mucha mayor capacidad persuasiva del sermón vivo que
del escrito. 60 No era suficiente que el predicador fuera erudito, elocuente y virtuoso para
que hubiera una buena recepción, sino que debía actuar adecuadamente desde el púlpito;
eso significaba una correcta pronunciación de la voz, unos movimientos apropiados del
59
Granada cita al mismo San Pablo como principal autoridad (Filipenses, 4, 8): “En adelante pensad,
hermanos, en cuántas cosas son verdaderas, honestas, justas, santas, en cuántas son amables y de buena
fama, las cuales aprendísteis y escuchásteis y oísteis y vísteis en mí.” Es el tópico de “practica lo que
predicas” que, según ha señalado Smith, aparece en todos las artes praedicandi de todos los períodos;
incluso desde Quintiliano con su definición del orador: vir bonus dicendi peritus (93-94).
60
Granada se autoriza en San Bernardo, Epístola 66: “Suele ser más acepto el sermón vivo que el escrito, y
más eficaz la lengua que la letra, ni el dedo que escribe expresa tanto el afecto como el semblante. Porque
no tanto suelen atender los hombres a lo que dices o con qué palabras lo dices, cuanto al rostro y acción con
que lo dices” (Retórica eclesiástica Tomo II, libro VI, capítulo I, 373).
67
cuerpo y gesticulación de la cara. Estas dos modalidades de expresión constituyeron
retóricamente la parte de la actio, piedra angular del fin retórico de movere. 61
Viendo la gran necesidad de mejora que había entre los predicadores de su
tiempo, Granada dedicó su libro sexto a la actio. Esa “gracia” que tenían algunos
predicadores se debía a su buena pronunciación: era hacer que lo que se decía pareciera
de veras. El decoro del púlpito postridentino exigía una manera de hablar natural y con
los cambios de tono de una conversación normal. El método de aprendizaje consistía en
observar el modo de hablar de los hombres dotados de un ingenio elegante; la única
diferencia residía en que el predicador debía adoptar un tono de voz que se
correspondiera con las dimensiones de la iglesia y del número de asistentes.
Para mayor comprensión del tema, Granada estableció las cuatro características
que debía tener una “recta” pronunciación: debía ser correcta, clara, adornada y apta. Una
pronunciación “correcta” se basaba en la sencillez natural, 62 que daba lugar a una voz
agradable y “urbana,” y no grosera (“rústica”) o extraña. Se conseguía una pronunciación
“clara,” si se articulaban los vocablos enteros y si se hacían ciertas pausas en la oración;
así se conseguía un habla “pronta, no precipitada; moderada, no perezosa.” Una
pronunciación “adornada” se caracterizaba por la flexibilidad para poder subir y bajar el
tono de voz, por la suavidad “varonil y natural,” por la firmeza durante todo el discurso y
por la variedad. Por último, la pronunciación “apta” era aquélla que se acomodaba a la
variedad y naturaleza de los temas y la que evitaba la monotonía; aquí las emociones del
61
El tema de la actio fue abordado por primera vez en la Retórica de Aristóteles; Cicerón (De oratore) y
Quintiliano (Institutio oratoria) lo desarrollaron dividiéndolo en dos partes: pronuntiatio y actio.
62
Terrones abogaba por la voz natural de cada uno, sin fingir ni imitar a nadie (Tratado IV, capítulo IV,
265).
68
orador, fingidas o verdaderas, repercutían en el modo de pronunciar y éste, a su vez, en
los sentimientos de los oyentes. 63
De hecho, el tono monocorde era el primer vicio identificado por Granada. 64 En
cambio, Estella insistía más en la desentonación durante el sermón: “la oreja del oyente
tiene tal instinto natural que siente cuándo va fuera de tono el predicador, y se ofende
gravemente. Y si van desentonados, les falta una de las más principales partes que ha de
tener el predicador, que es el representar” (capítulo XXXII, 157-58). Desentonarse era
hablar a gritos; un tono desagradable que cansaba al público. Para contrarrestar este vicio,
Estella aconsejaba que antes de empezar la declamación, se eligiera como punto de
referencia a uno de los oyentes más apartados con vistas a adecuar el tono de voz.
Aun estando de acuerdo con Estella y Granada, Terrones, 65 no obstante, pensaba
que cada uno tenía una gracia particular a la hora de predicar: unos lo hacían bien de una
forma sosegada, mientras que a otros les iba mejor un tono más fuerte. Además a la hora
de la reprensión, se debía templar la voz según el tipo de auditorio que se tuviera: “[a]l
vulgo, a gritos y porrazos; al auditorio noble, con blandura de boz y eficacia de razones; a
los reyes, casi en falsete y con gran sumisión” (Tratado IV, capítulo IV, 270).
63
Por último, Granada propone un modo de pronunciar concreto para las tres partes del discurso: en la
exposición (exordio y narración) sosegada y variando un poco la voz; en la argumentación, más ágil, viva y
presurosa; en la amplificación, mucha variedad de tono y acción porque es cuando se pretenden conmover
los afectos (Retórica eclesiástica Tomo II, libro VI, capítulos I-V, 373-409).
64
Le siguen la desigualdad de la voz, el juntar la igualdad con la desigualdad de tonos, el pausar y
acelerarse demasiado y, por último, el pronunciar todo el sermón con acrimonia, languidez y flojedad
(Retórica eclesiástica Tomo II, libro VI, capítulo VII, 417-419).
65
Según Terrones, “el que predicasse con malas acciones de boz o de cuerpo borraría gran parte de lo que
dize, enfadaría al auditorio y lo despegaría de sí, con que le haría perder el prouecho del sermón;” también
puntualiza que “el predicar es hablar con los oyentes, y no más.” Por eso los predicadores experimentados
consideraban que no era bueno gritar porque no se predicaba a la gente que pasaba por la calle, sino a los
que estaban dentro del templo (Tratado IV, capítulo IV, 265-70).
69
Con respecto a la otra modalidad de la actio, el gesto del rostro y el movimiento
del cuerpo, el secreto estaba en acomodarlos a la pronunciación, sin salirse de su “tono
natural ni de sus señales y acostumbrados meneos” (capítulo XXXIII, 162). Había que
prestar especial atención a la cabeza, que debía estar “derecha y natural” y a la expresión
del rostro, pues el auditorio era en lo que primero se fijaba (Granada, Retórica
eclesiástica Tomo II, libro VI, capítulo VI, 413). Con respecto a las manos, Terrones
aconsejaba que los dedos permanecieran juntos para no hacer señales “feas;” excepto
cuando se hiciera el gesto típico del predicador alzando el dedo índice solo, o juntando el
pulgar con los dos dedos siguientes. 66 Salucio añadió que, al comienzo del sermón, se
debía mirar al público con “modestia y gravedad” e hizo notar la importancia de la
apariencia física del orador describiendo desde cómo debía ser la compostura del hábito
hasta los peligros que entrañaban un físico demasiado gallardo (Parte III, sección B,
capítulos 4, 6 y 8, 184-88).
En definitiva, Terrones establece que en la actuación del predicador: “las acciones
no an de ser vehementes ni descompuestas […]; ni an de ser muy tibias, sino medianas,
graues y naturales” (Tratado IV, capítulo V, 271). De esta forma, el decoro del púlpito de
la segunda mitad del siglo XVI se correspondía con el canon renacentista del punto
medio de las cosas; era la sprezzatura del perfecto cortesano de Castiglione, 67 que
evitaba en sus movimientos y manera de llevarse en sociedad todo tipo de afectación. El
modelo ex contrario del predicador era la gesticulación y pronunciación característica de
66
Las palmadas eran una acción muy común que, tanto Granada como Terrones, recomendaban hacer sólo
de vez en cuando. Por otra parte, los vicios que debían evitarse eran: dar patadas, toser, escupir o limpiarse
el sudor en medio del sermón (Terrones Tratado IV, capítulo V, 272-74).
67
Baldassare Castiglione con su Il Libro del Cortegiano (1528) teorizó sobre la estética cortesana
renacentista que marcó la pauta en toda Europa durante el siglo XVI.
70
los “comediantes” o “representantes” que, como indica Granada, se expresaban más con
el gesto que con la voz; por el contrario, un orador sagrado nunca podía sustituir palabras
por gestos sino gesticular las emociones para dar viveza a la palabra, pero siempre sin
exagerar (Retórica eclesiástica Tomo II, libro VI, capítulo VII, 425).
Teorías contemporáneas de los “Performance Studies”
Hoy en día hay un sector de predicadores contemporáneos de las diversas Iglesias
cristianas de Estados Unidos, con formación en las artes interpretativas, que están
tratando de superar las aprensiones que despierta en la comunidad cristiana la idea de
pensar en la predicación como un tipo de performance con tintes teátricos, ya que tal
asociación parece restar seriedad e integridad al sagrado ministerio. Trabajos como los de
la reverenda Jana Childers de la Iglesia presbiteriana o Herbert Sennett de la Iglesia
africano-americana que más adelante veremos, 68 utilizan las teorías de “performance”
para construir modelos teóricos de predicación que son fundamentalmente
comunicativos.
Esta tesis interviene en esta discusión para poner en perspectiva la predicación
católica en la España postridentina. Tomando como herramienta conceptos clave
provenientes de la disciplina de los “Performance Studies,” 69 esta tesis se aproxima
analíticamente a los aspectos de performance que subyacen en los sermones escritos de
68
Jana Childers (Presbyterian minister and Dean of the Seminary and Professor of Homiletics and SpeechCommunication at San Francisco Theological Seminary) publicó sobre este tema: Performing the Word.
Herbert Sennett (Associate Professor of Communication Arts at Lousiana College) tiene el artículo
“Preaching as Performance” en The Journal of Religion and Theatre.
69
“Performace” podría traducirse al español como “representación” o “interpretación,” pero voy a hacer
uso del término en inglés para implicar los conceptos y definiciones específicos de los “Performance
Studies” que inició la academia norteamericana en los años sesenta y setenta.
71
Alonso de Cabrera. En este sentido, se toma la predicación como un acto de performance
social y cultural donde se establece una relación comunicativa entre el emisor del
mensaje evangélico y el receptor del mismo; la emisión tiene una intención específica y
ésta produce un efecto en el receptor.
El uso del término “performance,” según indica Marvin Carlson (13), está en
deuda con la terminología y estrategias teóricas de las ciencias sociales, sobre todo, de la
antropología y de la sociología. Richard Schechner es el fundador de los estudios de
performance y sus investigaciones, desde el contexto del teatro, fueron de radical
importancia, junto con las del antropólogo Victor Turner y las del sociólogo Erving
Goffman, para empezar a establecer las conexiones que existían entre el teatro tradicional
--aesthetic drama o stage drama de Schechner-- y los comportamientos o rituales de la
vida cotidiana. El influjo de la metáfora de la teatralidad ha tenido tal extensión que se ha
llegado a usar en casi todos los intentos modernos de entender nuestras condiciones y
actividades, incorporándose en muchas ramificaciones de las ciencias humanas, tales
como la sociología, la antropología, la etnografía, la psicología y la lingüística (Carlson
6-7).
El papel social del predicador
Según vimos en las preceptivas del siglo XVI, se usaba la imagen del perro
ladrando y mordiendo para ejemplificar uno de los papeles que más correspondía con el
oficio de predicar: el reprender a los fieles por sus pecados. Pero, el Nuevo Testamento le
había adjudicado al predicador más funciones sociales: era el vocero de Cristo y, como
tal, tenía que guiar al rebaño como un “buen pastor” y ser, a la vez, el médico de sus
72
enfermedades espirituales proporcionándoles la medicina curativa (la doctrina).
Representar estos papeles conducía a la exteriorización, desde el púlpito, de diferentes
modelos de conducta, los cuales pueden ser vistos como parte de las operaciones que
rodeaba el acto de representar el sermón; eran, en definitiva, expresiones de performance.
En The Presentation of the Self in Everyday Life (1959), Erving Goffman utiliza
la metáfora del performance teátrico para explicar las pautas de conducta que los
individuos realizan en la sociedad, o lo que es lo mismo, para analizar las operaciones
que implican el hecho de representar un papel determinado en situaciones sociales. Como
nos recuerda Carlson, el motivo de que toda conducta social es hasta cierto punto
representada y que las diferentes relaciones sociales pueden ser vistas como “papeles,”
apareció frecuentemente en el teatro del Renacimiento y del Barroco.
La metáfora de la vida como un performance, o el mundo como teatro, cobró una
gran popularidad en la Inglaterra de mediados del siglo XVI, que pronto se extendió por
otros países europeos. Según Fischer-Lichte, esta popularidad fue resultado del
cuestionamiento que planteó el hombre renacentista sobre la relatividad de la percepción
humana, la cual marcaba una clara oposición entre apariencia y realidad (53-54). Tal fue
la expansión de la metáfora del teatro, el theatrum mundi y el theatrum vitae humanae,
que en el siglo XVII se desarrollaron dos procesos simultáneos: la teatralización de la
vida en la corte y en la religión, y el florecimiento del teatro como espectáculo. Las
fiestas de los palacios cortesanos europeos se convirtieron en exageradas expresiones de
la teatralización de la vida, donde cada miembro de la corte, incluido el rey, aparecía
como un actor con un papel que representar.
73
En España, las celebraciones del Corpus Christi y los autos de fe son ejemplos
extraordinarios del espectáculo teatralizado de la religión. Por una parte, las obras de
teatro que se escribían estaban influenciadas por la religión y empezaron a interpretar el
mundo como una línea vertical, en la que se tomaba en cuenta el cielo y el infierno. Por
otra parte, el mundo se volvió teatro, un escenario donde las representaciones de la corte
y de la religión se podían expresar como un espectáculo teatral. El teatro como símbolo
del mundo aparece en el auto sacramental de Calderón de la Barca, El gran teatro del
mundo. En él, Dios es el director, el mundo es el escenario, y las personas son los actores;
los papeles que representan son las diferentes posiciones sociales, mientras que la obra
que hay que representar es la vida. En esta concepción del mundo, los límites entre la
vida y el teatro se fundieron, de tal forma que vivir significaba representar un papel
transitorio. Es decir, la idea de los hombres representando un papel social expresaba y
subrayaba los temas barrocos de la fugacidad de la vida, de las falsas apariencias y del
desengaño del hombre (Fischer-Lichte 80-82).70
Las teorías contemporáneas se aproximan de una forma diferente a la idea de los
papeles que todos representan en la sociedad. Según Carlson, las teorías de performance
estudian las implicaciones reales, personales y sociales con el fin de dirigirlas al análisis
70
La metáfora del teatro se conecta a su vez con la idea de la vida como sueño, tema tratado por Calderón
en su obra La vida es sueño, de la cual Maravall comenta que: “el papel de cada uno en la sociedad es
sueño, ficción, teatro. […] el rey sueña que es rey, el rico sueña que es rico, el pobre que es pobre, […] Ese
‘todos sueñan lo que son’ se refiere manifiestamente a papeles sociales y afecta al que a cada uno le toca. Y
esto no es que constituya una novedad en Calderón y escritores barrocos de su tiempo […], sino que viene,
sin solución de continuidad, de la época del estamentalismo de su versión medieval. […] Tal vez el
acentuado estado crítico de la sociedad española a lo largo del siglo XVII dio lugar a que en la fase de
Calderón se incrementara, hasta inconscientemente, el empleo de la imagen del sueño” (Teatro y literatura
en la sociedad barroca 65-67).
74
y entendimiento de la conducta social (35). Antes de nada veamos qué entiende Goffman
por performance:
I have been using the term “performance” to refer to all the activity of an
individual which occurs during a period marked by his continuous
presence before a particular set of observers and which has some influence
on the observers. It will be convenient to label as “front” that part of the
individual’s performance which regularly functions in a general and fixed
fashion to define the situation for those who observe the performance.
Front, then is the expressive equipment of a standard kind intentionally or
unwittingly employed by the individual during his performance.
(Presentation of the self 22)
Goffman define “performance” como la actividad que un individuo realiza ante la
presencia de unos observadores sobre los que tiene cierta influencia. En esta actividad,
surge el concepto de fachada (front) que designa el equipo expresivo empleado por el
individuo durante su performance, y cuya función es definir la situación al observador; la
fachada es pues el efecto visual que percibe el público presente.
Existen dos fachadas. Una es la fachada personal (personal front) y contiene dos
elementos: la apariencia física del individuo (appearance), que es indicador del papel
social que tiene en el momento del performance; y la actitud (manner), que informa de
cómo dirige el curso de la interacción con los demás (24). La otra fachada es el front
region, donde la noción de región se refiere a cualquier lugar que esté fijado por barreras
de percepción (106); por tanto, el front region es el espacio donde se desarrolla la acción
del performance (107). Si usamos la metáfora del teatro en el sentido de Goffman, el
front region es el escenario, es el marco (frame) 71 o, como lo llama Bert States en
71
En Frame Analysis Goffman define “marco” como aquello con lo que una persona da sentido a un
encuentro y con lo que maneja una franja de vida (strip of life) emergente; la “franja” es cualquier corte o
banda arbitraria de la corriente de actividad en curso, y Goffman la usa para referirse a cualquier conjunto
amplio de sucesos sobre los que se quiere llamar la atención como punto de partida del análisis. El análisis
del marco implica el examen de la organización de la experiencia; por eso, con referencia a la interacción
del público y del actor, para Goffman lo importante es el marco, no la interacción, porque el público
75
Performance as Metaphor, es la “región social” (social region) donde se establecen, se
esperan y se llevan a cabo unas pautas de conducta (7).
La coherencia entre las dos fachadas forma el tipo ideal de “performer;” 72 el
individuo que es capaz de estimular la atención y el interés de los observadores. Para que
el efecto dramatúrgico tenga éxito, el individuo debe tener control del front region; esto
implica ciertos cambios dependiendo de las expectativas de los diferentes auditorios
(Goffman, Presentation of the self 137). Goffman llama a esto “proceso de socialización”
(socialization process), es decir, la tendencia de los “performers” de dar una impresión
que está idealizada de diferentes maneras: “when the individual presents himself before
others, his performance will tend to incorporate and exemplify the officially accredited
values of the society, more so, in fact, than does his behavior as a whole” (35). En la
socialización, el individuo incorpora los valores sociales del auditorio escondiendo, a su
vez, las acciones que no sean consistentes con la imagen ideal que quiere dar. 73
responde indirectamente de soslayo, es decir, animando sin interceptar. En este sentido, “salirse del marco”
significaría que el “performer” hace una pausa (limpiarse el sudor o beber agua) durante el performance,
mientras que la “ruptura del marco” sería hablar y actuar de acuerdo con un repertorio diferente de los
conceptos rectores (1-23).
72
Para evitar la palabra “actor,” que puede llevar a confusión, uso la palabra en inglés “peformer” para
designar al individuo que ejecuta cualquier tipo o género de performance.
73
Goffman enumera cinco acciones: “[First] the performer may be engaged in a profitable form of activity
that is concealed from his audience and that is incompatible with the view of his activity which he hopes
they will obtain. […] Secondly, we find that errors and mistakes are often corrected before the performance
takes place, […]. In this way an impression of infallibility, so important in many presentations, is
maintained. […] Thirdly, in those interactions where the individual presents a product to others, he will
tend to show them only the end product and they will be led into judging him on the basis of something that
has been finished, polished, and packaged. […] [Fourth] we tend to conceal from our audience all evidence
of ‘dirty work,’ […] Finally, we find performers often foster the impression that they had ideal motives for
acquiring the role in which they are performing, that they have ideal qualifications for the role, […]
Reinforcing these ideal impressions there is a kind of ‘rhetoric of training,’ whereby labor unions,
universities, trade associations, and other licensing bodies require practitioners to absorb a mystical range
and period of training, in part to maintain a monopoly, but in part to foster the impression that the licensed
practitioner is someone who has been reconstituted by his learning experience and is now set apart from
other men” (Presentation of the self 43-47).
76
Por otra parte, Goffman llama impression management a los atributos que se
necesitan para representar bien a un personaje. La clave está en controlar los actos
involuntarios para no dar lugar a impresiones inapropiadas provocando que la realidad
presentada por el “performer” peligre; por ejemplo, si se percibe su nerviosismo, el
auditorio obtiene inmediatamente una imagen del hombre detrás de la máscara,
rompiéndose así la magia del momento (208-11). Por último, la disciplina dramatúrgica
(dramaturgical discipline) ayuda al individuo a desvincularse de su representación; esto
le permite sobrellevar las contingencias que aparezcan. Por tanto, un “performer” con
disciplina es aquél que recuerda su parte sin cometer gestos inadecuados, también es
aquél que tiene discreción y autocontrol para disimular y suprimir una respuesta
emocional ante el auditorio; esto implica el manejo correcto de los gestos de la cara y de
la voz (216-18). No obstante, el performance no funciona para representar las
características del “performer,” sino las de la tarea representada (77). Además, la fachada
social (social front) del “performer” tiene un lado de generalización; es decir, responde a
la institucionalización de las expectativas estereotipadas de las cuales ha salido, haciendo
que tenga un significado y una estabilidad independientemente de las tareas específicas
del performance en cuestión. Esto quiere decir que cuando un individuo realiza una
actividad ya están establecidas una serie de fachadas sociales de las que puede elegir.
En el acto de predicar, el púlpito funciona como front region, que es literalmente
un escenario elevado a la vista de todos y que, por tanto, implica un solo foco de atención
visual. Pero, además, es un “establecimiento social” (social establishment), es decir, es el
lugar donde se realiza y desarrolla el papel social del predicador con una serie de pautas
77
de conducta característica. En el siglo XVI, la fachada personal del clero secular con la
sotana y el bonete, o el clero regular con el hábito y la capilla, indicaba su papel de
predicador, mientras que su actitud durante el performance manifestaba las diferentes
modalidades que podía adoptar ese papel.
La fachada social (social front) del predicador ideal del siglo XVI fue formalizada
por el Concilio de Trento a través de las retóricas eclesiásticas, cuyos preceptos
enseñaban cómo mantener la consistencia entre el front region y el personal front. En
otras palabras, el púlpito postridentino exigía un decorum en esta región social que se
conseguía a través de la coherencia entre la apariencia, la actitud del predicador y la
naturalidad del lenguaje, y la seriedad y santidad del ministerio. Por otro lado, el
performance del orador sagrado presentaba un producto acabado a los fieles (en el que se
escondían las largas horas de trabajo en la celda), donde se daba la impresión de que se
poseían las cualificaciones necesarias para representar bien su papel. Un predicador
competente no sólo estaba dando una buena imagen de sí mismo, sino que dicha imagen
se proyectaba en una escena de un alcance mucho mayor.
Goffman llama performance team a cualquier serie de individuos que cooperan en
la escenificación de una rutina (Presentation of the Self 79). En este sentido, podemos
ver un equipo de performance en el contexto religioso católico del siglo XVI: Trento
marcó las directrices, las preceptivas expusieron todos los pasos a seguir (desde la
fabricación del sermón hasta la representación del mismo en el púlpito), los predicadores
escribían el sermón, lo declamaban y lo volvían a escribir para su impresión; por último,
las autoridades eclesiásticas decidían qué sermones o sermonarios se publicaban
78
atendiendo a sus cualidades teológicas, estilísticas y morales para una mayor difusión de
la doctrina católica.
El fenómeno de las publicaciones convertía a los sermonarios en “libros de
devoción” --en palabras de Núñez Beltrán-- con los que el público podía meditar lo que
oyeron o leer las enseñanzas que se perdieron; de esta forma, el espacio donde se
desarrollaba el papel social del predicador transcendía el púlpito y se adentraba en los
espacios privados. Más aún, la predicación era además una potente fuente de transmisión
ideológica que superaba el mensaje evangélico:
Por la función social, que los predicadores detentan, se tornan en
valedores oficiales, tanto del ámbito eclesiástico como civil, del Antiguo
Régimen, y promotores de la Contrarreforma, máxime en las vivencias de
las vicisitudes de un siglo en crisis que sacude los cimientos de la sociedad
estamental. El predicador desempeña un papel vanguardista en la defensa
ideológica de los viejos códigos para evitar un derrumbe, que se considera
“contra natura.” La incorporación del hecho religioso a los intereses del
estado configura una cultura en la que la función de los agentes religiosos,
entre los que los predicadores ocupan un lugar destacado, se hace
imprescindible en el dinamismo orgánico de la sociedad. (Núñez Beltrán
423-24)
La combinación del convento y la calle era el modo de vida de los frailes
dominicos, franciscanos, agustinos y de los jesuitas; esto les constituía en personajes
públicos de gran accesibilidad al pueblo. Su función fuertemente social les hacía
portavoces imprescindibles de dos instituciones aliadas: la Iglesia y la corona. A partir de
los juicios y criterios que Cabrera deja vislumbrar en sus sermones sobre temas seculares
y religiosos de plena actualidad en el último cuarto del siglo XVI, junto con su buen
manejo de la fachada personal y del decoro del púlpito, arguyo que el dominico se alza
como prototipo del predicador postridentino totalmente comprometido con la causa de las
dos instituciones que dirigían las mentalidades y conductas de los españoles de este
79
período. Es en este sentido que la figura del predicador dominico surge en su función
social paradigmática en la que con su performance transmitía al auditorio una cultura y
una religión católica, basadas las dos en el programa contrarreformista, que tanto la
Iglesia como el estado proyectaban como de españolas y, por tanto, distintas y separadas
de todo lo que se consideraba extranjero.
La predicación como un género “performativo” cultural
Victor Turner, en From Ritual to Theatre (1982), creó la metáfora del “drama
social” (social drama) partiendo de la forma cultural del teatro, como un modelo de
análisis para otras manifestaciones culturales. Define el drama social como “a
spontaneous unit of social process and a fact of everyone’s experience in every human
society” (68). Esta unidad dentro de todo proceso social tiene, además, una marcada
calidad agonística y una interdependencia con los diferentes géneros de performance
cultural (76).
Las características del drama social revelan su afinidad con la definición de
tragedia de Aristóteles, en cuanto a que se constituye como una imitación de una acción
completa y de cierta magnitud con un principio, un medio y un final (72); de hecho, tiene
cuatro fases distinguibles: infracción (breach), crisis (crisis), reparación (redress) y
reintegración o reconocimiento del cisma (reintegration or recognition). 74
74
Richard Schechner dibujó un diagrama con la forma de un ocho invertido para explicar cómo las fases
del drama social se programan implícitamente a partir de modelos teátricos y ficcionales. Aunque Turner
encuentra el diagrama demasiado equilibrista y cíclico; sin embargo, reconoce su valor para señalar la
relación dinámica entre el drama social y los géneros culturales expresivos (74).
80
La primera fase comienza cuando las normas sociales que sustentan la relación de
los diferentes grupos se quiebran; puede haber un acto simbólico para llamar la atención
pública de la infracción. En la segunda fase, la crisis, la gente se incorpora a una facción
pudiendo incluso haber manifestaciones de violencia. En la fase de reparación, el sistema
de gobierno pone en marcha su maquinaria para contener y disipar la crisis; sus agentes
son jueces, sacerdotes, adivinos o padres que representan la legitimidad y la conformidad
de los principios establecidos (108-109). En la última fase, el grupo que gana necesita de
performance culturales para seguir legitimando su éxito; son muy frecuentes las
ceremonias públicas que indican la reconciliación de las facciones o su separación
permanente. De esta manera, los dramas sociales generan sus “tipos simbólicos” (infieles,
mártires y héroes, entre otros), que vienen a funcionar como el elenco de un drama
narrado que se toma como paradigmático, y que sirve para asegurar la inmortalidad social
(74).
La fase de reparación es de particular interés porque es la que más influye en
generar o sustentar los géneros culturales, tanto la alta y baja cultura como la oral y la
escrita (74). Esta fase es un tiempo liminal, de transición, distinguido de la vida diaria; es
cuando se construye una interpretación para dar la apariencia de sentido y orden a los
eventos que han provocado la crisis. En los países pre-industrializados es más fácil llegar
a un consenso, puesto que esta fase depende, sobre todo, de un acuerdo popularmente
extendido sobre los valores de la sociedad. 75 Por ejemplo, Turner nos recuerda cómo era
75
“In the simpler, preindustrial societies the full sequence of stages, breach, crisis, redress, restoration of
peace through reconciliation or mutual acceptance of schism, may often run its course, since redress,
whether legal or ritual, depends upon wide, even general popular agreement about values and on meaning”
(111).
81
de aceptación general el hecho de que faltar a misa el domingo era un pecado mortal.
Esto es debido a la condición ritualística de la misa, que no distingue entre el auditorio y
el sacerdote (el “performer”): todos comparten las mismas creencias, aceptan el mismo
sistema de prácticas y las mismas acciones litúrgicas; inclusive la presencia de la
congregación funciona como afirmación de ese orden teológico. 76
Atendiendo a su etimología, 77 Turner ha definido el término performance como
“to bring something about, to consummate something, or to ‘carry out’ a play, order, or
project.” Pero, además, la característica del performance es que en ese llevar a cabo
(carrying out) siempre genera algo nuevo (79). Siendo el ritual una sincronización de
muchos géneros performativos, 78 contiene esa calidad transformativa. Como la religión
está integrada por diversos rituales, para existir como tal, tiene que ser “performada”
continuamente:
Religion, like art, lives in so far as it is performed, i.e., in so far as its
rituals are “going concerns.” […] For religion is not a cognitive system, a
set of dogmas, alone, it is meaningful experience and experienced
meaning. In ritual one lives through events, or through the alchemy of its
framings and symbolings, relives semiogenetic events, the deeds and
76
“Ritual, unlike theatre, does not distinguish between audience and performers. Instead, there is a
congregation whose leaders may be priests, party officials, or other religious or secular ritual specialists,
but all share formally and substantially the same set of beliefs and accept the same system of practices, the
same sets of rituals or liturgical actions. A congregation is there to affirm the theological or cosmological
order, explicit or implicit, which all hold in common, to actualize it periodically for themselves and
inculcate the basic tenets of that order into their younger members, often in a graded series of life-crisis
rituals” (112).
77
Según Turner, viene del inglés antiguo parfournir, que significa literalmente “to furnish completely or
thoroughly” (79).
78
El ritual es “a synchronization of many performative genres, and is often ordered by dramatic structure,
a plot, frequently involving an act of sacrifice or self-sacrifice, which energizes and gives emotional
coloring to the interdependent communicative codes which express in manifold ways the meaning inherent
in the dramatic leitmotiv. In so far as it is ‘dramatic,’ ritual contains a distanced and generalized
reduplication of the agonistic process of the social drama” (81).
82
words of prophets and saints, or if these are absent, myths and sacred
epics. (86)
De manera que la experiencia es parte integrante de la capacidad “performativa”
de la religión y la razón por la que se mantiene viva en las culturas: los participantes
fluyen con los eventos mientras que los van experimentando. Por ejemplo, en la práctica
religiosa de ir al sermón, los miembros de la congregación tienen ciertas expectativas: no
sólo confían en que van a recibir una serie de reglas para la salvación de sus almas, sino
que además esperan vivir una experiencia significativa (meaningful experience), que está
aparte de sus vidas diarias, y en la cual actúan según el conocimiento que ya poseen del
evento cultural (experienced meaning); en otras palabras, toman el papel de auditorio.
Por otro lado, según Turner, una experiencia nunca está totalmente completa hasta
que se expresa de alguna forma inteligible a los demás (14). Aquí entra en juego la
noción de performance: si una experiencia es una secuencia de eventos, ya sea un ritual,
un peregrinaje o un drama social
[s]uch an experience is incomplete, though, unless one of its “moments” is
“performance,” an act of creative retrospection in which “meaning” is
ascribed to the events and parts of experience –even if the meaning is that
“there is no meaning.” Thus experience is both “living through” and
“thinking back.” It is also “willing or wishing forward,” i.e., establishing
goals and models for future experience in which, hopefully, the errors and
perils of past experience will be avoided or eliminated. (18)
El hecho de que una experiencia sea incompleta a no ser que uno de sus
momentos se exprese en un performance, tiene que ver con la misma etimología de la
palabra: completar un proceso. A través del performance, se atribuye significado a las
partes de la experiencia porque se reviven los eventos, es decir, se viven pensando en
ellos retrospectivamente. Por tanto, el elemento de reflexión es un factor clave:
83
Since social dramas suspend normal everyday role playing, they interrupt
the flow of social life and force a group to take cognizance of its own
behavior in relation to its own values, even to question at times the value
of those values. In other words, dramas induce and contain reflexive
processes and generate cultural frames in which reflexivity can find a
legitimate place. (92)
Entonces, la peculiaridad del drama social es el inducir a la sociedad a la
reflexividad a través de cuadros culturales que contienen procesos reflexivos. Esto se
debe a que toda acción es agonística: la tragedia griega derivó del ditirambo cantado a
Dionisio, que lidiaba con su vida y mito, de la misma manera que los autos sacramentales
con la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. De hecho, la Eucaristía en la alta Edad
Media era un drama con un guión antes de que diera lugar a los autos de la Pasión (103).
Una vez que las comedias y las tragedias griegas florecieron, funcionaban como
“metacomentarios sociales” 79 de la sociedad griega del momento. Eran intensamente
reflexivas (intensively reflexive); espejos donde se reflejaba la sociedad y la cultura:
“mirrors that probed and analyzed the axioms and assumptions of the social structure,
isolated the building blocks of the culture, and sometimes used them to construct novel
edifices” (104). En base a estos orígenes, Turner afirma que el teatro es el género
“performativo” más fuerte y activo, también el más cercano a la vida y, a diferencia del
ritual, surge cuando hay una distancia entre el actor y el auditorio;80 es precisamente esta
distancia la que permite al performance funcionar como espejo de la sociedad:
79
Turner toma prestadas las palabras de Clifford Geertz.
80
Turner cita a Schechner (“From Ritual to Theater” 79): “Theater comes into existence when a separation
occurs between audience and performers. The paradigmatic theatrical situation is a group of performers
soliciting an audience who may or may not respond by attending. The audience is free to attend or stay
away-and if they stay away it is the theater that suffers, not its would-be audience. In ritual, stay-away
means rejecting the congregation-or being rejected by it, as in excommunication, ostracism, or exile”
(Turner 112).
84
Performance, then, is always doubled, the doubleness of acting as earlier
discussed – it cannot escape reflection and reflexivity. This proximity of
theatre to life, while remaining at a mirror distance from it, makes of it the
form best fitted to comment or ‘meta-comment’ on conflict, for life is
conflict, of which contest is only a species. (105) 81
La naturaleza reflexiva del teatro se asocia con su doble comportamiento en base
a que el actor encarna a “otro” (el personaje), y esa doblez es lo que le permite
distanciarse de los conflictos de la vida y actuar como un espejo. Turner llama a los
géneros “performativos” y narrativos de las culturas complejas “hall of mirrors” y “magic
mirrors” porque los problemas sociales y las crisis son reflejados con imágenes diversas
(distorsionadas, aumentadas, disminuidas) para provocar en las mentes de los que miran
diferentes pensamientos, emociones poderosas e, incluso, la voluntad de modificar sus
asuntos cotidianos (104-5).
Otros teóricos, como Bert States, se enfocan en el fenómeno en sí del
performance. El performance fenomenológico no considera una separación entre el
“performer” y el auditorio, sino que el fenómeno envuelve a todos por igual. 82 States se
centra en la actitud del “performer” hacia el arte; por este motivo, no tiene por qué haber
81
Turner cita a Schechner para el concepto de doble conducta (“Performers and Spectators” 84):
“performance behavior isn’t free and easy. Performance behavior is known and/or practiced behavior or
‘twice-behaved behavior,’ ‘restored behavior’ – either rehearsed, previously known, learned by osmosis
since childhood, revealed during the performance by masters, guides, gurus, elders, or generated by rules
that govern the outcomes as in improvisatory theatre or sports” (Turner 105). Schechner sólo aplica este
concepto al teatro; en cambio, States y Goffman ven este “twice-behaved behavior” también en la vida
cotidiana, porque, según States, un “single behaved” simplemente no existe en la experiencia humana (1819).
82
States cita al filósofo Robert P. Crease (The Play of Nature, 119) para argüir contra esta supuesta división
entre el “performer” y el auditorio: “when an experimental performance (‘enacted by the equipment’)
causes the phenomenon of, say, electrons to appear, it is present equally to the scientist (the playwrightproducer-director) who designed the performance and ‘to those who merely look on.’ So too with theatre,
ritual and other performative ceremonies (including athletic events): ‘true performance of whatever sort
absorbs players and audience in one comprehensive event, an event dominated by the appearance of a
phenomenon’” (“Performance as Metaphor” 23-24).
85
un testigo para que el fenómeno exista: el performance comienza con el deseo del
individuo de participar en las transformaciones performativas. 83 En este punto todavía no
hay diferencia entre el “performer” y el auditorio, sino un interés en las posibilidades
espectaculares del mundo:
[T]he simultaneity of producing something and responding to it in the
same behavioral act. All artistic performance is grounded in this pleasure
and performance thereafter goes its cultural way toward endless forms of
differentiation and intentionality, whereby others (now called performers)
stand apart and perform for us (called audiences) the ‘heard melodies’ of
themselves and others. (25)
Según States, la esencia del performance tiene que ver con el placer que hay entre
producir algo y responder a ello, simultáneamente, con un mismo acto de conducta. Un
ejemplo que pone States es el hecho de cantar en la ducha o el de una persona sola
tocando el piano; en estas acciones no hay diferencia entre cantar o tocar el piano y
escuchar la canción o la pieza musical y, además, no hay necesidad de ningún público
para considerarlo performance.
El punto de vista fenomenológico del performance ayuda a comprender mejor los
sentimientos que podría despertar un predicador en los feligreses con el buen manejo de
la elocutio y la actio. La emoción en ciertos momentos del sermón podía ser vivida por
igual, tanto por el emisor del mensaje como por el receptor del mismo. Hilary Smith ha
recogido, por una parte, comentarios de predicadores del siglo XVII acerca de técnicas
que se podían usar en el púlpito que tenían el propósito de arrancar las lágrimas del
público. Concretamente, los “sermones de aparato” eran aquellos en los que el predicador
utilizaba objetos, como cruces o calaveras, que funcionaban como herramientas visuales
83
“[A] theory of performance has to begin at the ontological floor where human desire to participate in
performative transformations begins” (“Performance as Metaphor” 25).
86
que complementaban de manera efectiva las palabras del predicador. Con respecto al uso
de estas medidas en el púlpito, había defensores y detractores; por ejemplo, fray Diego de
la Vega lo veía como un buen medio para despertar la devoción: “arrebata el vulgo y la
gente ye se la lleva tras sí” (qutd. in Smith 65). En cambio, Juan Bonifacio pensaba que
había que tener cuidado a la hora de usarlos, sobre todo, en sermones que eran de por sí
dramáticos como los que se pronunciaban el Viernes Santo. Por otra parte, hay
testimonios de biógrafos que describieron sobre la gran habilidad que tenían ciertos
predicadores para conmover a los fieles; por ejemplo, fray Pedro Valderrama tenía
“talento de mover y sacar lágrimas” ayudándose con “cantores famosos y músicos de
Cornetas” que les indicaba el momento de actuar con una señal. En el sermón de la
Conversión de la Magdalena, el mismo predicador interrumpía el sermón y “dando una
voz con fuerza extraordinaria” decía “parezca aquí vuestra divina Magestad” y, de
repente, aparecía la imagen de Cristo (qutd. in Smith 65-66). Tomada por sorpresa, la
congregación reaccionaba con un tremendo dramatismo (“truly dramatic”): alaridos,
gemidos y lamentaciones se oían en el templo; “mujeres perdidas” agonizaban de
remordimiento, tirándose del pelo y golpeándose el pecho “como gente de veras
convertida”; la confusión dentro del templo fue tal que el biógrafo lo describió como que
“parecía una pintura o representación del juicio final” (qutd. in Smith 66).
Además, de estas técnicas exageradas que proliferaron durante el siglo XVII,
había otras más tradicionales, como eran las imágenes de pinturas y esculturas de las
iglesias, que también ayudaban al predicador a despertar la devoción. Por último, el
predicador también podía producir fuertes reacciones emocionales por medio de la
retórica (Smith 67). Concretamente, Alonso de Cabrera muestra su gran maestría con el
87
recurso de la amplificatio: la emotividad se expresa con enumeraciones, hipérboles y
comparaciones que le auxilian en la tarea de despertar la piedad de los fieles; esto se hace
palpable sobre todo en la descripción de la pasión de Cristo y en el sufrimiento maternal
de la Virgen.
De esta forma, arguyo que la oratoria sagrada en el siglo XVI era un fenómeno
“performativo” cultural que, en muchos casos, absorbía por igual al predicador y al
auditorio y que, además, reflejaba los valores y axiomas de la sociedad. En el capítulo
cuarto, dedicado a la Semana Santa y al Adviento, planteo un análisis “performativo” del
texto que identifica, por un lado, la atmósfera creada por el sermón como experiencia
vivida como un todo y, por otro, su función como espejo de la sociedad. Propongo, ahora,
un estudio sobre las aportaciones conceptuales de dos predicadores estadounidenses,
Childers y Sennett, anteriormente citados, que pone en perspectiva la relación que hay en
toda predicación entre el emisor y el receptor del acto comunicativo.
Ya hemos visto que en la España de los siglos XVI y XVII, el arte de predicar fue
conceptualizado en la teoría “concionatoria,” la cual estaba fundamentada en el uso de la
retórica como instrumento de persuasión. Dentro de la retórica estaban las tres partes del
“arte del bien decir”: la invención, la elocución y la pronunciación. Ésta última era la que
estaba relacionada con la “representación”; pero, sin embargo, en el contexto del siglo
XVI, las reglas del decoro del púlpito veía al “comediante” o actor como el modelo ex
contrario del predicador debido al abuso de la gesticulación. Esta concepción negativa de
lo teátrico ha llegado hasta nuestros días.
La reverenda Jana Childers ha sintetizado la evolución de la relación entre la
religión y las artes interpretativas desde los años sesenta hasta los ochenta para romper
88
inhibiciones, dentro de la Iglesia norteamericana, sobre las analogías que puedan existir
entre el predicador y el actor. El movimiento del drama religioso (“religious drama
movement”) dio como resultado la fundación de la CTA (“Christians in the Theatre
Arts”), que significó la aceptación progresiva de la consanguineidad de la predicación
con el teatro, e impulsó el cambio evolutivo de la predicación a través del influjo de estas
artes. Childers sostiene que el efecto ha sido de tal magnitud que, en la década de los
noventa, poca gente ya se sorprendía al oír hablar de la predicación como un arte
(Performing the Word 10-11). Este hecho sugiere que la predicación, en el contexto
estadounidense, está empezando a ser considerada como arte en relación a las artes
interpretativas (danza, música y teatro), y a tener unas formas artísticas relacionadas con
el teatro en concreto. Así, si el arte es una forma de comunicación que revela, ilumina,
descubre experiencias, entonces el acto de “actuar,” tanto en la predicación como en el
teatro, no tiene que ver con ninguna forma de engaño. 84
Sin embargo, las conexiones que establece Childers con respecto a la predicación
y al teatro son inspiradoras debido a su condición de predicadora de la actual iglesia
presbiteriana y, a la vez, de actora y directora de teatro. De entre las similitudes que
comparten el drama y la homilía, Childers está de acuerdo con Turner en la común raíz
agonística de sus narrativas. Específicamente, si el teatro es una “imitación de la acción”
84
Childers se apoya en la definición de “arte” de M. James Young: “[Art] does not teach, it reveals… is not
about entertainment, but pleasure… not about lessons, but illumination… not about persuasion or
propaganda, but epiphanies… not about decision, but (self) discovery” (quoted in “Making Connections”
2); y en Wayne Rood: “[Art is] the completion of experience through imagination and expression to enable
unhindered communication between man and man in a world full of gulfs and walls that limit community
of experience” (quoted in “Making Connections” 2). Según estas definiciones de arte, Childers concluye
que: “If this, or something like this, is what art is and if preaching and theatre are defined in these terms,
then preaching cannot be about scolding or lecturing or even about persuasion in the Aristotelian sense of
the word. (Nobody was ever argued into the kingdom of God.) Neither can acting be –ultimately- about
deception” (“Making Connections” 2).
89
en el sentido aristotélico y toda acción es conflictiva --en palabras de Turner--, la
predicación, por su parte, interpreta textos cargados de conflicto (nacimiento, muerte y
resurrección de Cristo) y los aplica a situaciones también conflictivas: “the cosmic
struggle between life and death forms the spine of every Christian sermon; the personal
struggle with good and evil fleshes out each moment in the pulpit” (“Making
Connections” 3). Por una parte, el texto del sermón expone una explicación de los
conceptos cósmicos de la vida y la muerte, según están expuestos en las Sagradas
Escrituras, pero a éstos se añade también la lucha más personal entre el bien y el mal que
emerge una vez que el predicador sube al púlpito. Más aún, Childers sostiene que la
predicación no sólo lidia con el conflicto, sino que se refleja en él; es decir, es tan
“intesamente reflexivo” de los axiomas sociales y culturales como lo pueda ser el teatro.
Pero más interesante aún es la aplicación que hace Childers del concepto de
“doblez” (doubleness) de Turner. Según éste, el doble comportamiento del actor hace que
se distancie de los conflictos de la vida y así actúe como un espejo en que se refleja la
sociedad. Pues bien, para Childers, la “doblez” del teatro se convierte en comportamiento
“triple” o una “doble doblez.” Su argumento se basa en que la distancia del predicador se
halla en los dos lados de la ecuación:
It is as if preachers hold one large mirror up to nature and a foggy, little
pocket-sized one off at another angle, hoping for a glimpse of something
Else. When such a glimpse is possible, Encounter is enabled and the
sermon may achieve a nemetic as well as mimetic function. That is to say
that a directness or a dealing out (nemesis) or a dispensing (nemein) of
something – as well as imitation of something – is achieved when both
mirrors are co-operating. What is dispensed may not be namable. We may
categorize it as “ineffable” or “Other”. We may shorthand it as “life” as
Ralph Waldo Emerson did in his Divinity School Address of 1838. It is
the “capitol secret” of the preacher’s profession, he said, this ability to
“deal out” life. (“Making Connections” 5)
90
Entonces tenemos que esa “doble doblez” se basa en que la predicación no
funciona sólo como un espejo, sino como dos: en el espejo grande se refleja la sociedad
(el sermón y el teatro es una imitación de ella), mientras que en el espejo de bolsillo se
espera un leve reflejo de lo inefable. Cuando se reflejan ambos, el sermón ha cumplido
con sus dos funciones: la de imitar la vida (mimesis) como hace el actor de teatro, y la de
dispensar lo que se debe (nemesis), a través de la aplicación de los textos bíblicos a la
vida que rodea tanto al predicador como a la congregación, en términos que se podrían
tomar como normativos o coercitivos. Para aclarar este concepto, Childers hace una
referencia al discurso de Emerson en el Divinity School, donde dijo que el secreto capital
de la profesión de predicar era presentar la propia vida a la congregación (“deal out”).
Con esta afirmación quería decir que las propias experiencias de la vida del predicador
siempre debían permear la doctrina que comunicaba; luego, según esto, un mal sermón es
aquél que no refleja de ninguna forma la época en la que se pronunció.
Un análisis fenomenológico que aporta ideas significativas sobre las
interconexiones entre el teatro y la predicación es el de Herbert Sennett. En su estudio,
Sennett nos introduce en la predicación cristiana de la mayoría de las comunidades
actuales africano-americanas con el propósito de crear un modelo comunicativo de
performance. A partir de este modelo Sennett destaca varios rasgos que comparten la
predicación y el teatro: primero, ambos constituyen un evento que se repite asiduamente;
segundo, exigen un auditorio que tiene ciertas expectativas; tercero, se centran en un
texto definitivo; y precisan de ensayo o preparación anterior. No obstante, la propiedad
esencial que la predicación adopta del significado general de performance se basa en la
identificación del auditorio con lo que está presenciando:
91
The playwright takes a common moment from life and then exposes
hidden elements that may or may not have been in the original but are now
part of the fictionalized moment on stage. As the members of the audience
watch the action taking place, they are drawn together as one to explore
and enjoy the moment portrayed. The truthfulness in the moment allows
for the identification by the audience with that moment. If that
understanding be true, then preaching can be tied to the action of
performance. (148)
Esa identificación del auditorio con lo que el “performer” está personificando se
asienta, según Sennett, en la veracidad del momento representado. Esto se relaciona con
el concepto de la experiencia como parte de la capacidad “performativa” de la religión de
Turner y, asimismo, con el efecto de espejo que el performance produce en los
observadores. Sennett, como Childers, pretende borrar la idea generalizada de que ser
teátrico signifique fingir o engañar; es más bien al contrario porque, para que un
performance tenga éxito, tanto el actor como el predicador deben ser sinceros: el actor a
la hora de recrear la profundidad de las emociones humanas y la verdad interior, y el
predicador a la hora de expresar la verdad de Dios. No obstante, Sennett admite que
existe una lucha constante del predicador con la fina línea que separa la sinceridad
verdadera con el actuar sinceramente; sin embargo, en los casos en que el performance de
un predicador no salga demasiado airoso, no dificulta el hecho de que aun así la
congregación sigue recibiendo la palabra divina.
La verdad de Dios, sigue Sennett, se refracta primero con la interpretación que
hace el predicador del verbo de Dios; después, esta verdad se presenta a la congregación
en la forma de un sermón, el cual debe ser fiel a la tradición de la Iglesia y a las verdades
que el predicador ha descubierto en la comunidad que sirve. En este sentido, el sermón se
manifiesta como una comunicación práctica que se destina al mejoramiento de aspectos
multifacéticos en las vidas y situaciones de los miembros que integran la comunidad.
92
Para evitar posibles sensibilidades contra su argumento, Sennett añade que el uso
que hace del término “performance” para definir el modelo de predicación de los
ministros africano-americanos es en el mejor sentido de la palabra: “in the purest and
probably ‘heavenly’ sense posible” (156). Aún siendo performance, el mensaje del
predicador es siempre más transcendental y profundo que el que pueda comunicar un
actor en una representación teatral, puesto que su guión sigue fielmente los temas de la
Biblia, que es la palabra de Dios.
Dos de los puntos más interesantes de su artículo, que además ratifica la
diferencia entre el actor de teatro y el predicador son: primero, la similitud que establece
entre el predicador de la comunidad africano-americana con el político que se presenta
como candidato 85 y, segundo, la función del “predicador negro” como paradigma que
comunica a través de su performance una cultura particular y una religión específica. En
el contexto de la “Iglesia Negra” (Black Church), el ministro sagrado es un líder
espiritual que está plenamente envuelto en la vida diaria de su comunidad, la cual
reconoce su autoridad y posición dentro de ella, debido a que la iglesia es en sí una
expresión de la comunidad; es la cara espiritual en una comunidad que toma muy en serio
la religión, y que personaliza hasta tal punto a la divinidad que la incluyen en todas las
situaciones de su vida diaria:
The African American preacher has a deep responsibility to be true to his
calling and to his task of preaching faithfully to the people. He does this
because of the power of the church in the community and because of the
power of the message of the God of the church. The preacher becomes for
the community (as well as the church) a sign for all to see and hear. […]
85
“I will then discuss the preacher as a performer whose presentations have a deeper meaning than the
performance of an actor in the theatre and perhaps similar in nature to the presentations of a politician
‘running’ for office” (142).
93
The African American preacher finds his significance in the community of
faith and in the community in which he lives. Within these structures, he
knows who he is and why he is. With that confidence, he acts as he ought
and as he is guided by the word of God. (151)
El papel del predicador africano-americano dentro de su comunidad es uno de
poder e influencia con una enorme responsabilidad. El predicador se constituye como un
signo que todos miran y escuchan; es, en definitiva, un paradigma que actúa y adquiere
significado a través de la palabra de Dios. Ésta la expresa con un estilo muy particular
que es una combinación del lenguaje metafórico singular de la comunidad “negra” 86 y el
método de predicar llamado Jeremiad, 87 que proporcionó en su momento una retórica
fuertemente política a la comunidad “Negra” en su lucha contra la segregación racial; y a
través de la cual se convirtió en portavoz no sólo de las enfermedades de esta comunidad,
sino del total de la sociedad americana. 88
La función del predicador “Negro” dentro de su comunidad pone en perspectiva el
papel del predicador renacentista-barroco en la sociedad española del período. Un
predicador admirado por sus contemporáneos, como es el caso de Cabrera, era también
paradigma de la cultura y la religión de su época. Por una parte, igual que la crisis de la
86
“Signifyin(g) bécame a method of speaking that the slaves could use that the ‘masters’ would not
comprehend. In essence signifyin(g) is a way of saying one thing yet meaning another. It is the use of
modified metaphors and similes with which persons from outside the community would be unfamiliar. […]
The preacher is often a master of signifyin(g) from the pulpit for in the community he is both signifier and
signifyin(g)er. Often his messages will carry dual meanings and double innuendos” (152).
87
Este método de predicar se basa en el libro bíblico de Jeremiah: “The Jeremiad stresses the negative
results of one’s actions and then calls for a return to a ‘standard’ that is fixed by God. This type of
preaching was developed on the European continent in the 15th century and brought to America by way of
the Puritans who had adopted the Jeremiad as their major style. In America, the Jeremiad became a political
form of speaking from the pulpit and eventually became identified with American nationalism” (154).
88
“This type of preaching was further refined by Dr. Martin Luther King, Jr. In his ‘non-violent’ revolution
rhetoric. The African American preacher became a spokesman for the ills of the society as a whole, not just
the sins of the Black church community” (154).
94
lucha por la segregación racial en Estados Unidos, la creencia en un Dios transcendente
que estaba en continua presencia (Núñez Beltrán 426) se instaló en la “conciencia
colectiva” de la sociedad barroca como consecuencia de la crisis de subsistencia y del
agobio que producía la miseria de la vida; esta situación condicionaba el hecho de que los
sermones abarcaran el tema de la salvación de una forma más obsesiva que en otras
épocas. No pretendo decir que el discurso retórico entre el predicador africano-americano
y el predicador barroco fuera similar o que la situación de sus respectivas sociedades lo
fuera, puesto que en el caso americano el predicador hablaba por una minoría, mientras
que en el caso español representaba a la sociedad dominante, sino que las graves
dificultades de ambas sociedades fortalecieron el papel del predicador dentro de su
comunidad, otorgándole mayor fuerza en su discurso.
En conclusión, estos estudios contemporáneos de la predicación actual
norteamericana revelan cómo la predicación evangélica de Cristo sigue teniendo
resonancias actuales. En los siguientes capítulos de esta tesis analizo dos puntos
fundamentales de Childers y Sennett que perfilan la predicación de todos los tiempos y
que Cabrera es representativo: por una parte, la aplicación de la doctrina a la realidad del
entorno con el fin de guiar a los fieles hacia los comportamientos y actitudes que él,
como portavoz eclesiástico postridentino, creía cristianamente aceptables; por otra parte,
la insistencia en la conflictividad inherente entre el predicador y su auditorio.
De cualquier manera, hay que tener en cuenta que, como dice Negredo, el sermón
escrito de los siglos XVI y XVII sólo representa la producción de una minoría de
predicadores y que, además, una vez que se pronunciaba, era arreglado y aumentado
eruditamente antes de llevarlo a la imprenta; es decir, no era el sermón que realmente
95
escuchaba la congregación. Pero arguyo que estas limitaciones que afectan a la relación
entre el emisor y el receptor del mensaje pueden ser parcialmente salvadas a la luz de las
teorías de performance porque éstas conceptualizan el acto de comunicación social y
cultural que hay en todo performance. Como diría Goffman, desde el mismo momento en
que existe un auditorio, los mecanismos de performance empiezan automáticamente a
funcionar. Los preceptos de las retóricas eclesiásticas del siglo XVI, la aplicación de los
conceptos de las teorías de performance y el ejemplo de la predicación contemporánea
cristiana funcionan en esta tesis como herramientas de ayuda en la reconstrucción de lo
que sería la labor que rodeaba a un predicador de la talla de Alonso de Cabrera.
96
CAPÍTULO 3
CUARESMA
Somos como el esclavo que esgrime con su señor de
respeto, que cuando ha de herir vuelve la espalda. Y
como el que justa con el rey, que al tiempo del
encontrar, alza la lanza.
(Alonso de Cabrera, “Consideraciones del martes
después del domingo de Pasión”)
Introducción
En las cuatro semanas de Cuaresma, la Iglesia pedía al cristiano que mortificara
su cuerpo imitando la vida de Cristo; por lo tanto, el objetivo del sermón en este ciclo
litúrgico era convencer a los fieles de que hicieran este sacrificio por amor y temor de
Dios. Por esta razón, y siguiendo el ejemplo de los oradores clásicos, la predicación del
siglo XVI tuvo que echar mano de la “patología,” o psicología de la emoción heredada de
Aristóteles, 89 como instrumento de persuasión para mover voluntades.
Este capítulo, por una parte, analiza y estructura los temas que más definen la
Cuaresma en los sermones de Alonso de Cabrera: en primer lugar, los medios que facilita
la Iglesia para la conversión del pecador, esto es, los distintos modos de hacer penitencia;
segundo, el adoctrinamiento del pueblo en Cuaresma y su relación con el oficio de
predicar desde la perspectiva del dominico. Por otra parte, el capítulo analiza
retóricamente los mecanismos persuasivos que más definen la oratoria de Cabrera; de
89
“Y es que son los sentimientos de los que se derivan dolor y placer, como la ira, la piedad y otros por el
estilo, así como sus contrarios, los que, con sus cambios, afectan a las decisiones” (Aristóteles, Retórica
libro II, capítulo I, 141).
97
éstos sobresale, por su perfecto y constante uso, el principio de acomodación al auditorio,
a través del cual discute temas de actualidad que revelan la mentalidad del predicador y,
en un sentido más global, algunos aspectos espirituales, políticos, económicos y
culturales de la sociedad española de finales del siglo XVI. Pero antes de entrar en el
análisis introduzco brevemente qué es y qué significa la Cuaresma en el catolicismo.
La Cuaresma
El curso del año litúrgico se divide en varios tiempos sagrados, en los que la
Iglesia va formando cristianamente a los fieles, y donde las celebraciones tienen un valor
sacramental, en el sentido de que Cristo sigue continuando la obra de la redención, y los
cristianos están en contacto y comunión con Él.
El núcleo del año litúrgico es el Misterio pascual (celebración de la muerte y
resurrección de Cristo), mientras que la Cuaresma es el tiempo de preparación a la
Pascua: abarca los cuarenta días que la preceden, y es signo de la participación del
cristiano en el misterio de Cristo que hizo penitencia durante cuarenta días en el desierto
por los hombres. En este período, la Iglesia interrumpe el “tiempo ordinario” 90 para
celebrar los sacramentos del Bautismo y de la Penitencia. Esto significa que, en la
Cuaresma, se manifiesta más vigorosamente que la vida del cristiano es de una “continua
conversión”; y, es en este sentido que se le llama “tiempo fuerte” porque hay una
evangelización intensa: los catecúmenos reciben por primera vez el bautismo, y los
90
Ciclo llamado del Señor o Propio del tiempo; son 33 ó 34 semanas en el curso del año donde no se
celebran aspectos peculiares del misterio de Cristo, sino que “se evoca el mismo misterio de Cristo en su
plenitud para que, en cada celebración, especialmente en los domingos, entremos en comunión con él, vivo
y presente” (Conferencia Episcopal 58).
98
cristianos emprenden un viaje de superación evangélica; esta disposición es necesaria
para celebrar espiritualmente la resurrección de Cristo. Como la preparación cuaresmal se
fundamenta en el sacrificio de Cristo, la “conversión cuaresmal” de los fieles se debe
basar en la acción cristiana, sobre todo, en la limosna, la oración y el ayuno (Conferencia
Episcopal 75, 86-87). Así tenemos que debido a su importancia en la renovación
espiritual del creyente, la Cuaresma es “el centro de la predicación del año” --en palabras
de Herrero Salgado--, donde los temas de los sermones del siglo XVI se corresponden
con el llamamiento a la conversión cuaresmal, y donde los argumentos se dirigen a la
aplicación moral de la doctrina (Oratoria sagrada I, 309-10).
El trabajo espiritual del cristiano
El primer sermón de este ciclo, 91 “Consideraciones del domingo de
septuagésima” (Sermones 5-15), 92 funciona como una sólida introducción donde se
establece la línea de actuación en este tiempo: la oración, el ayuno, la vigilia y el
cumplimiento de los mandamientos son las prácticas que forman lo que se llama el
“trabajo espiritual” del cristiano.
El evangelio de este domingo es San Mateo, capítulo 20, 93 que cuenta la parábola
de los obreros de la viña: un amo va contratando obreros para trabajar su viña durante
todo el día. A las cinco de la tarde ve a unos hombres parados y les pregunta: “¿Por qué
razón os estáis aquí todo el día ociosos?” Ellos responden que nadie ha venido a por
91
Para el ciclo de la Cuaresma utilizo la edición de Mir de 1930.
92
Se llama así porque es el domingo séptimo antes del domingo de Pasión.
93
“Quid hic statis tota die otiosi?” (San Mateo, 20, 6). “¿Por qué estáis aquí todo el día sin hacer nada?”
(La Santa Biblia).
99
ellos; el amo les dice que vayan a trabajar su viña. Cuando se termina la jornada laboral,
les paga lo mismo que a los que estuvieron trabajando desde por la mañana. Ante la queja
de los éstos, el amo les contesta que ha pagado a todos lo convenido y que, además, es su
“hacienda” y puede ser bueno con todos.
La viña representa el reino de Dios. Así, explica Cabrera, que el evangelio ilustra
cómo la justicia de Dios sobrepasa a la de los hombres, y “cómo por la gracia de Dios, los
últimos son primeros y los primeros últimos, como también son muchos los llamados y
pocos los escogidos” (Salutación 6). 94 En este sentido, la pregunta del evangelio (“¿Por
qué razón os estáis aquí todo el día ociosos?”) es la llamada de conversión, en la que Dios
no cuenta tanto cuándo responden los hombres, sino con qué “fervor y buena voluntad”
lo hacen. En suma, sigue el predicador, el mensaje del evangelio para los fieles se traduce
en que: “[v]uestro oficio es ser jornaleros, cogidos en el baptismo para trabajar en la viña
del Señor por el jornal de la gloria” (Introducción 7). Es decir, por el bautismo se hacen
los hombres cristianos y, por tanto, su mayor ocupación y preocupación en la tierra debe
ser responder a la llamada de Dios.
A continuación, Cabrera va a probar que, además, el trabajo espiritual es muy
llevadero porque el cristiano posee los tres elementos necesarios para efectuarlo: el lugar,
la fuerza y el tiempo.
Con respecto al primer elemento, el lugar, el sacramento del bautismo sitúa al
cristiano en un sitio privilegiado; a saber, dentro de la misma viña del Señor.
Consecuentemente, si no cumple con su trabajo, Dios tiene motivos para enojarse. Esta
94
Debido a la importancia de la dispositio del sermón para los objetivos del predicador, indicaré en
paréntesis la parte del sermón que corresponde junto con la página de la edición de Mir.
100
situación la ejemplifica Cabrera con un episodio de Isaías; el Señor le mande a que
pregunte a un “mal trabajador”:
Quid tu hic? Aut quasi quis hic? (Isaías, 22): ‘¿Qué haces tú aquí? ¿O,
cómo piensas que estás aquí?’ ¡Oh, qué pregunta ésta para que cada
cristiano la haga a sí mismo! ¿Qué haces tú aquí en la viña, o como quién
piensas que estás aquí? ¿Como trabajador? ¿Como jornalero? ¿Pues por
qué no trabajas? ¿Qué haces aquí en el huerto cerrado del Señor, o como
quién estás aquí? ¿Como árbol plantado para llevar fruto de buenas obras?
Pues ¿por qué estás estéril tanto tiempo ha? […] ¿Como soldado cercado y
combatido de enemigos? […] ¿Pues cómo en el lugar de la batalla estás
ocioso? […] ¿Qué haces tú aquí en las Indias de esta vida o como quién
estás tú aquí? ¿Como mercader para granjear riquezas de merecimientos
espirituales? ¿Pues por qué estás ocioso? ¿Por qué no contratas y solicitas
los negocios de tu salvación para volver rico a aquella dulce España,
donde para siempre has de vivir? ¿Qué haces tú aquí en la Iglesia, que es
casa de Dios, o como quién estás aquí? ¿Como criado y doméstico de Dios
y como hijo querido suyo?, ¿Pues por qué no sirves a Dios? ¿Por qué le
ofendes tan gravemente? (Consideración cuarta 12)
Con el deíctico gramatical “aquí” (“hic”), se señala el lugar del cristiano y,
simultáneamente, el hecho de que hay jornaleros que no cumplen con su trabajo; por eso,
Cabrera, siguiendo el ejemplo de Isaías, exhorta a su público a que reflexionen si ellos
mismos son este tipo de jornalero. Esta alusión a la conciencia individual de los feligreses
era muy común en la predicación, y estaba regida por los valores morales de la doctrina
católica: la relación con el Padre eterno orientaba la conducta, siendo el temor a Él lo que
fundamentaba mayormente las actitudes del pueblo (Núñez Beltrán 340).
Después, el predicador desciende a lo particular, 95 adaptando la especulación
doctrinal a los oficios terrenales más corrientes de la sociedad (“trabajador,” “jornalero,”
“soldado,” “mercader,” “criado,” “doméstico,” “hijo”). Todo esto se expresa con una
95
Este principio lo vimos en la introducción de la tesis (Granada, Retórica eclesiástica Tomo I, libro II,
capítulo XII, 219).
101
serie de preguntas retóricas, que le dan al discurso energía y viveza, 96 y que tienen el
objetivo de recriminar al auditorio el tipo de relación que tienen con Dios. El campo
semántico que más se amplifica es el que tiene que ver con la riqueza terrenal
(“mercader,” “negocios,” “contratos,” “volver rico,” “Indias”) con el fin de establecer el
paralelo con su contrario, la riqueza espiritual; es decir, el mensaje evangélico consiste en
mostrar al cristiano la obligación contraída en el bautismo: trabajar para su
enriquecimiento espiritual. Así, con el propósito de que esta idea sea entendible, el
predicador ha usado en el discurso vocabulario del campo de lo comercial. En la
aplicación doctrinal a la vida mercantil propia del siglo XVI y XVII, podemos ver el
concepto de “doble doblez” de Childers en cuanto a que el sermón refleja tanto el camino
a la salvación como la realidad que vive la sociedad, esto es, la crisis económica y el
ansia, debido a la carestía, de obtener riquezas materiales. Precisamente, las analogías y
comparaciones sobre navegación, mercancías y las referencias a las Indias son una nota
particular en la predicación de Cabrera, debido a su experiencia trasatlántica y a sus
estancias en Sevilla, la capital comercial española más importante del siglo XVI.
Con respecto al segundo elemento, la fuerza del cristiano, Cabrera se muestra más
parco en su plática y no deja lugar a excusas. Recurre a una palabra del evangelio, statis
(“estáis en pie”), sobre la que fundamenta su razonamiento: si se tienen fuerzas para
asistir a misa de pie, entonces también se tienen para hacer penitencia: “[e]cháis achaques
que sois flacos y de pocas fuerzas para los trabajos de la penitencia; yo lo admito. Y así
teniendo atención a vuestra flaqueza, os pido trabajo fácil, servicio ligero y muy puesto
96
Según Granada, la repetición de interrogantes pertenece a los recursos de la elocutio que dan “mayor
fuerza y acrimonia a la oración” (Retórica eclesiástica Tomo II, libro V, capítulo XIV, 225).
102
de razón” (Consideración quinta 12). Y más adelante: “[h]arto razonable petición es ésta:
que sirvas a Dios con las mismas fuerzas, con el mismo estudio y diligencia que servías
al pecado” (Consideración quinta 12). La franqueza e ironía de Cabrera, cuando apunta
las costumbres pecaminosas de la sociedad, es una de las características más notorias de
su oratoria; con esta figura retórica hace muestras de su autoridad como líder espiritual,
pero con un sentido totalmente práctico de la vida. 97 De esta manera continúa la
reprensión anteriormente comenzada:
Si hay fuerzas para andar toda la noche rondando la calle de la otra,
hágalas para oír misa hincado de rodillas y para levantarse temprano a oír
sermón. Si hubo dineros para gastos superfluos en las vanidades del
mundo, para libreas y juegos de caña, que los haya también para hacer
limosna a los pobres, por Dios. Tuviste lengua para jurar el santo nombre
de Dios en vano y para desdorar la fama de tu prójimo; tenla ahora para
dar gracias a Dios y para glorificar su nombre y para restituir la honra que
quitaste. Los ojos que miraban cosas vanas, estén ahora cerrados para ellas
y abiertos para mirar las obras de Dios. Los oídos que oían murmuraciones
y pláticas deshonestas, oigan el sermón y los buenos consejos. Los pies y
manos que obraron el daño del prójimo, ocúpense ahora en obras de
misericordia. Finalmente, la carne que ilícitamente se regaló con comidas
y bebidas y con torpes deleites, sienta ahora el trabajo del ayuno, de la
mortificación, disciplina y penitencia, lo que bastase su posibilidad. Esto
cosa hacedera es; no nos piden cosa imposible, sino muy moderada. Quid
hic statis tota die otiosi? (Consideración quinta 12-13)
El tono es acusatorio, mientras que el mecanismo de admonición que elige es
denunciar el vicio social proponiendo al lado el cambio cristiano. Se destacan los dos
sentidos humanos, con sus respectivos órganos, que más repercusión tienen en la
predicación: la vista, y los ojos; el oído, y las orejas. El predicador sabe que de la
estimulación de estos sentidos va a depender la auténtica conversión del pecador.
97
El predicador construye en el discurso su ethos, o carisma; es decir, las características personales con las
que se presenta un orador a su auditorio para ser digno de crédito: discreción (phronesis), integridad (areté)
y buena voluntad (eunoia) (Aristóteles, Retórica, Libro II, 2, 4, 9).
103
El tiempo es el último elemento que el hombre necesita para ser jornalero: “tota
die,” “[h]ace día claro y sereno.” El evangelio trae la verdad a la humanidad y, como la
verdad alumbra el entendimiento, el evangelio es luz; por eso se le llama “sol de justicia,”
porque trae la salvación eterna a los mortales. Como el “hemisferio de la Iglesia” emite
rayos de doctrina y gracia, el cristiano vive de día, que es el tiempo cuando se renuevan
las fuerzas para trabajar. En contraposición está la noche; tiempo en que “buscan las
fieras su comida, salen de sus cuevas” (Consideración sexta 13). La noche es un tiempo
de temor y oscuridad donde el hombre se siente debilitado y más propenso a pecar porque
va andando a ciegas. Análogamente, argumenta Cabrera, en las naciones con ignorancia
de la doctrina católica “discurren las bestias de las selvas, los leones y dragones
infernales; bramando, buscan las almas que Dios desampara para hacer presa en ellas.
Allí son las carnicerías y matanzas de almas que para siempre padecen” (Consideración
sexta 13). Al encontrarse el hombre con menos fuerzas para resistir a las fieras infernales,
la noche significa el tiempo de su muerte espiritual, y esto se extiende a naciones enteras.
La descripción de estas dos imágenes contrapuestas, el día y la noche, pretende
suscitar las emociones del público: 98 la noche oscura produce temor y sensación de
soledad, mientras que la claridad del día provoca bienestar y seguridad. Estos
sentimientos persuaden al cristiano a seguir la luz de la doctrina católica y,
consecuentemente, emprender el trabajo espiritual que la Iglesia promueve en Cuaresma;
es en este sentido que el sermón proclama que el único “negocio” del hombre debe ser la
salvación.
98
La descripción es parte de la amplificatio (Granada, Retórica eclesiástica Tomo II, libro III, capítulo VI,
314-15).
104
Las prácticas penitenciales de la Cuaresma
En el sermón “Consideraciones del domingo de la quincuagésima” (Sermones 2533), Cabrera concretiza el fin que persigue la Iglesia en época de Cuaresma, y, sobre
todo, por qué el cristiano debe hacer penitencia. La misión del predicador se vuelve ardua
de una manera especial porque tiene que hacer atractivo algo sumamente penoso para el
cuerpo: la mortificación.
El evangelio es San Lucas, capítulo 18, del que va a tratar dos puntos: que yendo
Jesús camino a Jerusalén les habla a los apóstoles de su pasión y ellos no le entienden; y
que durante el camino hace el milagro de dar vista a un ciego que estaba pidiendo
limosna a la entrada de Jericó. 99 La conexión entre estas dos materias es el punto de mira
del sermón: “son menester ojos nuevos y vista de cielo para ver y entender lo que Dios
hizo por los hombres, en morir por ellos” (Salutación 25). Dicho de otro modo, los
apóstoles ejemplifican cómo el intelecto del hombre no llega a entender los misterios de
Dios (como sacrificar a su Hijo en la cruz), mientras que el milagro del ciego ilustra
cómo la ceguera del hombre puede ser remediada por Cristo.
Para ejemplificar la necesidad de hacer penitencia, Cabrera narra la maravilla que
hizo el profeta Eliseo de tirar un palo en el agua, para que atrajese a la superficie el hierro
que se le había caído a uno de los religiosos de su compañía. Así, razona el predicador
99
“Asumpsit Jesus duodecim discípulos suos et ait illis: Ecce ascendimus Jerosolyman, et consummabuntur
omnia quae scripta sunt per Prophetas de Filio hominis” (Lucas, 18, 31). Es el tercer anuncio de la pasión:
“Llevó aparte a los doce y les dijo: ‘Mirad, vamos a Jerusalén y se va a cumplir todo lo que escribieron los
profetas sobre el hijo del hombre” (La Santa Biblia).
La segunda materia es “El ciego de Jericó” (versículos 35-43): “Cuando se acercaba a Jericó, había un
ciego sentado al lado del camino pidiendo limosna. Al oír pasar a la gente, preguntó qué era aquello. Y le
dijeron: ‘Es que pasa Jesús de Nazaret’. Entonces gritó: ‘¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí! Jesús
se detuvo y mandó que se lo trajeran. Cuando se acercó, le preguntó: ‘¿Qué quieres que te haga?’ Y él le
contestó: ‘Señor, que vea’. Jesús le dijo: ‘¡Ve! Tu fe te ha salvado’. Y al instante recobró la vista y lo siguió
dando gracias a Dios. Todo el pueblo, al ver esto, alababa a Dios” (La Santa Biblia).
105
que la misma maravilla es la que ejerce la cruz a los pecadores que están hundidos en
“aguas embalsadas y estancadas y cenagosas de los deleites del mundo” (Introducción
26). Dicho esto, enumera las prácticas de penitencia que exige la Iglesia:
Esta Cuaresma toda se ha de gastar en obras de penitencia y de
satisfacción penosas, ayunos, disciplinas, vigilias, hambres,
mortificaciones temporales, paciencia, sufrimiento, silencio y tales otras
cosas, pónesenos como por báculo que llevemos en la mano para no
desmayar, esta cruz del Señor, en que estribemos los que como romeros
caminamos a la celestial Jerusalem. (Introducción 26)
El propósito de la Cuaresma es que el cristiano reconozca el sacrificio de Cristo y
que le corresponda con un simulacro de su penoso peregrinaje; de ahí que el apoyo
(“báculo”) del cristiano para no desfallecer sea la visión de la cruz. El hecho de que el
cristiano se transforme en un verdadero penitente manifiesta que ha entendido el misterio
de Dios.
Establecidas ya las diferentes penitencias que se pide al cristiano en Cuaresma,
ahora es el momento de instigar las voluntades de los oyentes. Cabrera comienza su
táctica persuasiva con la narración de un exemplum 100 del dominico valenciano San
Vicente Ferrer (1350-1419); el ejemplo narra ilustrativamente un grave castigo por el
100
Fray Luis de Granada sitúa el exemplum dentro de “las figuras de sentencias que tienen mayor fuerza y
acrimonia” de la elocución y lo define como: “una proposición de algún hecho o dicho pasado, con nombre
de autor cierto.” Se usa porque “[h]ace más adornada la materia cuando no se toma sino por causa de
dignidad. Hácela más perceptible cuando lo que es oscuro lo vuelve claro. Más probable, cuando la hace
más verosímil. Pónela ante los ojos cuando expresa con tal perspicuidad todas las cosas que casi pueda
tocarse con la mano lo dicho. Pero sobre todo mueven los ánimos las cosas antiguas, esclarecidas, las de
nuestra patria o casa; esto es, cada una a su nación, cada una a su linaje; o las muy inferiores, como las
mujeres, los niños, esclavos, bárbaros” (Retórica eclesiástica Tomo II, libro V, capítulo XIV, 243).
Hilary Smith añade que el exemplum es una narración ilustrativa que pertenece a los llamados “símiles
homilíticos” (los otros son la comparación y el concepto predicable) de la predicación popular. Se
componía de una historia, una moraleja y la aplicación de ésta. Debido a su forma narrativa, podía incluir
fábulas de animales, cuentos orientales (como en el Libro de los Gatos o El Conde Lucanor), mitos,
sucesos históricos, figuras históricas, episodios de las vidas de santos e incluso las propias experiencias del
predicador (70-75).
106
pecado de gula: unos muchachos, que se fueron a una gran ciudad con el propósito de
robar, vieron allí a otro joven empalado en un cerro; alguien les contó que era el hijo del
Corregidor de la ciudad, que había sido castigado porque su criado robó fruta al vecino
quebrantando las leyes impuestas por el padre.
Como dice Smith, el ejemplo es una figura retórica que recuenta un símbolo
tradicional en un idioma “moderno”; la tarea del predicador es acomodar la narración a
los prejuicios y creencias que él mismo comparte con la sociedad. En este caso concreto,
Cabrera inmiscuye en la narración un comentario actualizado que tiene el fin de efectuar
una breve crítica social; así dice: “[t]rabajar es de mal gusto para quien ha vivido a la
rufianesca y en barraganería, porque les parece que las manos enseñadas a esgrimir y
manejar espada y broquel no conviene que traten la mancera o el azadón” (Consideración
primera 27). Este comentario alude irónicamente a los hidalgos que pululaban por las
ciudades españolas de la época y que, respaldados en su concepto de honra, pasaban el
tiempo haciendo de todo menos trabajar. Identificando los ideales improductivos de la
nobleza baja de España con los ladrones del ejemplo, Cabrera evidencia su posición al
respecto y es, a la vez, una muestra de cómo un buen sermón siempre busca un nexo con
la realidad de la sociedad que lo escucha y de cómo los recursos que utiliza en la
persuasión se dirigen a ilustrar o poner las cosas delante de los ojos del auditorio.
Con respecto a la persuasión, San Vicente Ferrer era famoso por sus
multitudinarias conversiones a la penitencia. 101 Por tanto, al usar uno de sus ejemplos,
101
Fray Luis de Granada decía de él: “De esta manera el apóstol valenciano San Vicente Ferrer redujo a
verdadera penitencia una multitud de personas casi infinita, porque en sus sermones frecuentísima y
vehementísima excitaba este miedo del divino juicio y de las penas eternas” (Retórica eclesiástica
Tomo I, libro III, capítulo XI, 379).
107
Cabrera se estaba asegurando el éxito de la empresa; así añade: “¿Qué debieron de sentir
los que iban con tan mal intento? Volvámonos, que no es lugar para nuestros propósitos.
¿Habéis entendido la parábola? De cuantos castigos jamás Dios ha hecho, ninguno hay
que así muestre su justicia rigurosa como el que vemos ejecutado en Jesucristo”
(Consideración primera 27). Para despertar el miedo al auditorio, el predicador les
pregunta retóricamente qué sentirían los ladrones al conocer la suerte del hijo del
Corregidor, pues si así castigaba a su propio hijo que no había robado, qué haría con
ellos. Finalmente termina refiriendo la moraleja con una clara interpretación doctrinal: la
extrema severidad del Corregidor se corresponde con el castigo que Dios perpetró en
Jesucristo.
Seguidamente, con el propósito de acentuar más la injusta dureza de la pena,
Cabrera elabora un perfil de Cristo ponderando sus infinitas cualidades:
La mejor vida que nadie vivió, ni es posible que viva: la más digna de
conservar que el sol verá jamás; la más hermosa persona y de mejor
condición; el cuerpo más lindo y más bien acomplexionado que hubo en el
mundo; obra sacada por la mano de Dios a solas para que en ella se viera
la grandeza de su primor. ¿Qué diré de su honra y de su estima que con
tanta razón todos cuantos le conocían (sacando algunos pocos a quien la
envidia cegaba) hacían dél más que de ningún príncipe de cuantos
nacieron, siguiéndole, y amándole, y adorándole, pospuesto todo lo demás
que les podía estorbar? ¿Qué del oficio de predicador, del Profeta que
alumbraba las cegueras, sanaba las enfermedades, restituía las vidas de
almas y cuerpos, encaminaba al cielo las almas, consolaba en la tierra los
cuerpos; esa luz del mundo, amparo de los afligidos, camino de los
errados, desengaño de los perdidos, alegría de los tristes? ¿Y qué no? Bien
infinito para destruición universal de nuestros males. (Consideración
segunda 28)
Siguiendo la teoría de los afectos de Granada (Retórica eclesiástica Tomo I, libro
III, capítulo XI, 375), la descripción de Jesús que atiende a su vida, su persona, su honra
y su oficio se encamina a despertar el amor de los hombres, de tal forma que el
108
predicador llega a cuestionar, retóricamente, el juicio de Dios en el hecho de sacrificar
cruelmente a su inocente Hijo. 102
El engranaje persuasivo se completa con la prueba del destino irrevocable de
Cristo y de la descripción de su mortificación:
Su cuerpo, que él dice que es pan y comida, pongámosle en un palo,
pasado con cinco heridas principales y todo el cuerpo llagado, azotado de
pies a cabeza, escupido, aheleado, burlado y escarnecido. Y sabe vuestra
santidad, vuestra bondad, vuestra inocencia, vuestra limpieza más que
celestial y pregunta: ¿Qué es la causa de tan rigoroso castigo? ¿Qué
hecistes, inocentísimo cordero? ¿Qué fue la causa de tales tormentos? ¿Por
cuáles homicidios, sacrilegios, blasfemias sois tan inhumanamente
castigado? (Consideración tercera 29)
En la descripción se añade la enumeración como otra forma de amplificar el
argumento. La intención es que el público imagine su sufrimiento para provocar la más
profunda compasión (Granada, Retórica eclesiástica Tomo I, libro III, capítulo 11, 383;
Aristóteles libro II, capítulo 8, 171). La descripción se complementa con una serie de
preguntas retóricas para contrastar su absoluta inocencia con la dureza del castigo. La
sucesión de preguntas retóricas junto con la variedad de la entonación y el gesto 103
ayudaban al predicador a comunicar incertidumbre e indignación ante este hecho
inusitado.
102
“¿En qué entrañas cupo con un golpe de furor derrocar en un punto bienes tan dignos de ser conservados
eternamente? Será entregado. ¿Quién le entregó? ¿Quién tuvo ánimo para tal crueldad? ¿A quién le bastó la
cólera para inhumanidad y fiereza tan extraña? Dígalo su Apóstol, que yo no osara: Qui propio Filio suo
non pepercit; sed pro nobis omnibus tradidit illum (Roma., 3) ¿Quién tal creyera? ¿Qué padre hubo que
tuviese ánimo para de su voluntad quitar la vida a un buen hijo a quien la había dado?” (Consideración
segunda 28).
103
Granada anota cómo la figura de la interrogación admite una pronunciación muy diversa, dependiendo
de los afectos que se quisieran provocar; no obstante, en la mayoría de los casos una sucesión de
interrogantes se debía hacer con un mismo tono de voz (Retórica eclesiástica Tomo II, libro VI, capítulo
IX, 451).
109
Estas selecciones demuestran cómo, a través de la elocutio, el predicador
patentizaba su propia emoción con el propósito de despertar la devoción en el público
asistente. 104 Por esta misma razón, el predicador emite una llamada de reflexión que
concluye con todo lo dicho: “¿Cómo no temo pecar, pues veo en vos tal ejemplo de
justicia, pues veo que la sombra del pecado así es en vos castigada?” (Consideración
tercera 29). La “sombra del pecado” es la humanidad de Cristo que, aunque era “árbol
fresquísimo,” se parecía exteriormente a la carne pecadora y, por eso, se perpetró en ella
el castigo. Por consiguiente, el predicador hace reflexionar a los fieles sobre qué no hará
Dios a los “troncones podridos y secos, llenos de mil carcomas”; es decir, a la carne
realmente sujeta al pecado.
Finalmente, la táctica persuasiva de la consideración se cierra con un ruego del
predicador a los oyentes: “[e]nfrenemos, pues, estos días nuestras malas concupiscencias
con temor del castigo, pues no podemos sospechar que dejará sin castigo la culpa quien
así castiga la sombra della” (Consideración tercera 29). Este recurso retórico, llamado
obsecración, se debía hacer una vez que el asunto estaba probado con argumentos y
amplificado; por consiguiente, el predicador rogaba por el cambio de costumbres una vez
que los fieles ya estaban sintiendo la piedad con el fin de hacer más efectiva la
obsecración (Granada, Retórica eclesiástica Tomo I, libro III, capítulo XII, 393).
En la última consideración del sermón, Cabrera cierra la cadena de preguntas
figuradas, que incitaban a la reflexión, dando la definitiva clave doctrinal: “[m]as porque
el darnos Dios a su Hijo no procedió de desamor para con Él, sino de infinito amor que
104
La regla era que cuanto más sincera y mayor fuera la emoción del orador, mayor contagio
experimentarían los oyentes (Granada, Retórica eclesiástica Tomo I, libro III, capítulo X, 367).
110
tuvo a nosotros, pone el Señor luego el glorioso remate de sus trabajos: Et tertia die
resurget” (Consideración cuarta 29). Esto quiere decir que los misterios de Dios no se
basan en la crueldad hacia el Hijo sino en el amor hacia los hombres. Con esta
afirmación, el predicador rompe el suspenso que cuestionaba el juicio de Dios para
estimular en el auditorio un amor recíproco al Padre, y para esperanzar los trabajos del
cristiano en este tiempo litúrgico: igual que Cristo resucitó al tercer día de su muerte, la
recompensa del penitente cuaresmal será la resurrección de la carne.
Habiendo demostrado por qué el cristiano debe hacer penitencia en Cuaresma y
los beneficios que se pueden esperar de Dios, Cabrera termina de pulir el mensaje
evangélico descendiendo a lo particular con una reprensión a la sociedad:
Los hombres que ahora se usan son tan delicados, tan sensibles, tan
quejumbrosos, que con cualquier ajecito gritan como niños: el aire que
pasa les ofende, cualquier trabajuelo los desbarata. ¿Azotes para la carne?
Eso allá para los frailes; cilicios, los ermitaños, los cartujos. No vale esta
gente dos ardites para ir al cielo. Y aun a fe que para el infierno son muy
delicados. Regnum caelorum vim patitur et violenti rapiunt illud (Mat.,
11): ‘El reino de los cielos se ha de entrar por fuerza’: no es para gallinas y
afeminados: hombres robustos y valientes son los que le asaltan y le
conquistan por violencia que hacen a sí mismos, al mundo, carne y
demonio. ¿Quién son esos? No fueron de otra especie que nosotros”
(Consideración cuarta 31-32)
En esta selección la meta del predicador es tocar la fibra más íntima de los
varones turbando sus ánimos con la vergüenza: 105 los hombres de hoy no tienen fuerza
para entrar en el reino de Dios. Esto se expresa, primero, con una enumeración
(“delicados,” “sensibles,” “quejumbrosos”), donde se les califica despectivamente de
105
Aristóteles define el afecto de la vergüenza como un cierto sufrimiento y perturbación respecto a
defectos presentes, pasados o venideros que parecen conducir al descrédito de la persona. Es por eso que
nos avergonzamos con las cosas que están a la vista o son manifiestas, sobre todo ante personas discretas y
sinceras, porque, al no tener los mismos defectos, cabe de esperar que no sean indulgentes con quienes los
tienen (Libro II, capítulo 6, 161-66). De la misma manera, podemos ver en Cabrera la confianza que
depositaba en su ethos con el hecho de atacar el honor de los varones.
111
niños que se quejan por cualquier trabajo. Pero, en seguida, sube de tono interpretando el
evangelio de San Mateo con expresiones coloquiales y populares: el cielo no está hecho
para “gallinas y afeminados.” Todo discurso de Cuaresma conlleva un énfasis en lo
corporal en tanto en cuanto es un ciclo en el que el cristiano se convierte en penitente, y
cuya tarea es la mortificación de su propia carne (“le conquistan por violencia que hacen
a sí mismos”). Así la persuasión del predicador se expresa con vocabulario procedente de
este campo semántico: el primero que sufrió la mortificación corporal fue Cristo, y
después le siguieron los mártires que murieron por Él. Por esta razón, Cabrera incluye en
esta selección la figura del mártir en contraposición al cristiano caracterizado de
“delicado” para los trabajos espirituales. En cambio, al mártir se le equipara con el
prototipo de guerrero medieval (“hombres robustos y valientes,” “asaltan” y “conquistan
por violencia”). El modelo medieval todavía estaba cercano a la mentalidad de la
sociedad de la segunda mitad del siglo XVI; a través de él se quiere motivar a los
hombres a emprender la batalla espiritual. A la misma vez, hay que añadir que en este
discurso guerrero, se trasluce el sentimiento de nostalgia de Cabrera por la progresiva
pérdida de los valores nobiliarios medievales que se iba produciendo en la sociedad
durante el siglo XVI (Negredo, “Levantar la doctrina” 60); este cambio de mentalidad y
de costumbres en la sociedad los veremos en otros ejemplos de una forma más
amplificada.
El miércoles de ceniza: contra los “hipócritas” y falsos santos
Con el sermón “Consideraciones del miércoles de la ceniza” (Sermones 33-43),
entramos de lleno en la Cuaresma. Esta homilía cubre dos aspectos: primero, la manera
112
en que se deben entender “los medios humanos y divinos” que proporciona la Iglesia para
cumplir la penitencia; y, segundo, el modo en que se deben realizar.
El miércoles de ceniza es oficialmente el primer día de este ciclo litúrgico, es
decir, es cuando los cristianos inician el tiempo establecido para la purificación del
espíritu con la imposición de la ceniza en la frente. Este signo penitencial simboliza la
condición del pecador, y es una forma de comunicar exteriormente su culpa ante el Señor
y su voluntad interior de conversión. Así pues, con la señal de la ceniza comienza
propiamente el camino de la conversión, que culminará con la celebración del sacramento
de la Penitencia unos días antes de la Pascua (Conferencia Episcopal 79). La Cuaresma
culmina en el sacramento de la Penitencia porque a través de él el sacerdote perdona los
pecados en nombre de Dios (Beltrán 264).
Aunque la ceniza es en este sentido una “señal de tristeza,” sin embargo, Cabrera
puntualiza cómo el evangelio de San Mateo, capítulo 6, 106 enseña al cristiano que haga la
penitencia con alegría, y “no con tristezas fingidas y apariencias de santidad afectada,
como los hipócritas acostumbran” (Salutación 33). Los penitentes tristes buscan que los
demás vean su religiosidad, en vez de mortificarse con el objetivo de honrar a Dios. Pero
la Cuaresma es un tiempo sagrado en la vida espiritual del cristiano y, por esa misma
razón, debe ser alegre; así se expresa el predicador:
Habemos llegado a la Cuaresma, que es el tiempo de la cosecha de las
buenas obras; es el mes de las almas preñadas, en que han de parir a luz
hijos de bendición; todo el año dura la preñez de los buenos propósitos, de
ser bueno y hacer penitencia, de restituir, dejar el mal trato (Introducción
35).
106
Cum jejunatis nolite fieri sicut hypocritae tristes (Mateo, 6, 16). “Cuando ayunéis, no estéis tristes como
los hipócritas” (La Santa Biblia).
113
Y un poco más adelante:
[H]oy; más mañana, de aquí a un mes, ¡la Cuaresma! Ya estamos en la
Cuaresma, tiempo de fecundidad, de abundancia; ha de haber muchos
hijos de buenas obras, como granos en un montón de trigo: limosna,
oración, cilicio, mala cama, disciplinas, velar, oír misa, sermón, andar
estaciones, visitar hospitales, confesar, comulgar; buena sustancia, montón
de merecimientos; y para que lo sea, vaya cercado de azucenas, adornado
de buenas circunstancias de tiempo. Harto acomodado es el de la
Cuaresma. Ecce nunc tempus acceptabile (2 Cor., 6). Siempre lo es de
hacer bien, pero la Cuaresma con más particularidad y oportunidad de
lugar: que escondamos nuestras obras de los ojos de los hombres, en
cuanto nos fuere posible. Pater tuus qui videt in abscondito; del fin: que
nuestra intención se enderece a solo Dios y no a complacer a los hombres.
Todo esto comprende el Evangelio que dice así: Cum jejunatis, nolite fieri
sicut hypocritae tristes. (Introducción 35)
La exaltación del ministro sagrado es palpable porque ahora es el tiempo propicio
en que los cristianos colman su vida de obras (“Ecce nunc tempus acceptabile”). El
predicador enfatiza de nuevo el aspecto corporal con la analogía de las prácticas
cristianas y la fertilidad del penitente; en esta similitud subyace implícitamente la
doctrina de la mortificación del cuerpo de Cristo. Así, cuando Cabrera dice que “las
almas preñadas” ahora paren “muchos hijos de buenas obras” está ilustrando
metafóricamente cómo durante todo el año los fieles están cultivando su espiritualidad
(“todo el año dura la preñez de los buenos propósitos, de ser bueno”) y mejorando sus
hábitos diarios (“hacer penitencia, de restituir, dejar el mal trato”) a través del remedio
salvífico que proporciona Cristo en la vida de los fieles. Por consiguiente, en Cuaresma,
al ser el tiempo dedicado exclusivamente a la penitencia, todos esos buenos deseos y
prácticas cristianas culminan en una verdadera y profunda conversión (“han de parir a luz
hijos de bendición”). Después de la preparación espiritual cuaresmal, el cristiano está
dispuesto para celebrar la Pascua.
114
En el vigor que se le da a lo corporal retóricamente se conecta la mortificación de
Cristo, punto doctrinal fundamental de la Cuaresma, con el sacramento de la Eucaristía
que se celebra en la Pascua. Este sacramento fue instituido por Cristo en la Cena del
Jueves Santo, que la Iglesia solemniza en la Semana Santa (segunda parte de la
Cuaresma), y simboliza la “continua actualización salvadora” de Cristo –en palabras de
Beltrán-- con la ingestión de su cuerpo y su sangre representado en el pan y en el vino
que repartió a los apóstoles. En la doctrina de la Transubstanciación, el sacerdote sirve de
mediación en la transformación de la materia (el pan y el vino se transforman en el
cuerpo y sangre de Cristo), y la da a los fieles para que participen de esta comunión con
Dios. Este sacramento es un ejemplo del Dios escondido, y donde la fe guía a los sentidos
de los fieles para que no se engañen: Cristo se convierte a través del sacramento en
abogado defensor del cristiano, siendo la Eucaristía “pasaporte para el cielo.” Por último,
la Eucaristía es fuente de los demás sacramentos porque en él está verdaderamente la
fuente de gracia del mismo Dios; por tanto, al dar fortaleza y virtud al cristiano, tiene
como efecto la espiritualización del hombre, la dominación de la carne, la victoria contra
las tentaciones y la permanencia en la oración y la penitencia (Beltrán 266-70). De estos
frutos espirituales que dominan las inclinaciones de la carne explican que en la cita
anterior Cabrera usara vocabulario de guerra comparando a los mártires con guerreros
medievales, en contraposición con los cristianos débiles que caracterizan, según el
predicador, la sociedad de finales del siglo XVI.
Finalmente, la analogía de la fertilidad se continúa en la misma cita con la
referencia al trigo y a las azucenas. Esta metáfora alude a un comentario anterior de los
115
Cantares, 107 donde el vientre de la Esposa es la voluntad y, por tanto, “principio de todos
los actos,” mientras que los granos de trigo son sus hijos espirituales: los “méritos,” los
“servicios” y los “sacrificios” que se hacen por amor a Dios (Introducción 34). Así
tenemos que el trigo es el trabajo espiritual (la sustancia) y las azucenas son las
intenciones del fin (los accidentes); éstos deben dirigirse solamente a Dios, razón por la
cual se deben efectuar con alegría.
Siguiendo la discusión doctrinal anterior y en estrecha relación con el cuerpo, el
ayuno se erige en el catolicismo como una práctica totalmente necesaria para la
salvación. Cabrera cita a San Agustín para definir el término teológicamente: “[p]or
ayuno se entiende aquí toda obra penal que aflige nuestra carne, cualquier aspereza con
que se maceran los penitentes.” El predicador aclara que la Iglesia estableció el ayuno
sólo en lo que concierne a la comida (Consideración primera 35). Cristo lo instituyó
(“Cum jejunatis”), explica Cabrera, porque es un medio en que el hombre puede estar en
aquella armonía primigenia que disfrutó con Dios antes del pecado original: 108 en el
estado de inocencia (la abstinencia), el cuerpo se rinde al alma, el apetito a la razón y la
razón a Dios; es en estos términos que el ayuno funciona como “medicina común de
todas las dolencias,” esto es, como “antídoto” del pecado. Pero el ayuno ya ha
adoctrinado que debe hacerse con semblante alegre: “no queráis, no afectéis haceros
tristes” (Consideración segunda 38). Con respecto a esta falta, el predicador define dos
107
Venter tuus sicut acervus tritici vallatus liliis (Cantar 7): “Tu vientre es como un montón de trigo
cercado todo de azucenas” (Introducción 34).
108
“La tierra de nuestra sensualidad después del pecado incurrió aquella maldición: spinas et tribulos
germinabit tibi (Génesis, 3). De suyo brota espinas y abrojos de malos deseos y desordenados afectos, y así
conviene romperla y escardarla con el ayuno y mortificación de la penitencia, para que dé frutos de vida
eterna” (Consideración primera 35).
116
tipos de “hipócritas” que se fingen devotos: los que hacen la penitencia para mostrarlo al
mundo (“buena sustancia y mal accidente”); y los que aparentan santidad sin tenerla
(“mala sustancia con lustre de algún buen accidente, imágenes de virtud, pero sin vida
para todo lo bueno”). Cabrera compara a estos últimos con las pinturas de santos: “[u]n
pintor pinta un santo con una disciplina en la mano y la otra extendida a dar limosna al
pobre, pero no hay vida ni espíritu: así hay muchos cristianos sin vida, estatuas
insensibles que no tienen más que el lustre y color de los cristianos” (Consideración
cuarta 40). Éstos son los falsos santos; imágenes estáticas que cumplen con los ritos de la
Iglesia sin sentimiento ni sufrimiento de culpa; es decir, no proyectan la espiritualidad en
sus vidas diarias. Aún así, el peor tipo que existe en la sociedad española, según Cabrera,
es el disoluto y el escandaloso que ya no disimula ni siquiera “el parecer bueno:”
Los eclesiásticos, profanos; los ricos, avarientos; los viejos, verdes; los
mancebos, furiosos; los muchachos, exentos; las mujeres, desvergonzadas
y libertadísimas, que ellas convidan y se vienen a coger a la iglesia; todos
tan atrevidos y descarados que peccatum suum sicut Sodoma
praedicaverunt (Isaías, 3). No le esconden, públicamente se peca; no se
tiene por infamia; gran perdición que se tiene por desvalida la que no tiene
galán que le sirva. (Consideración cuarta 41)
El predicador compara a la sociedad aurisecular con la bíblica Sodoma, en cuanto
a que los pecados ya no se toman por tales y, por tanto, se hacen públicamente: son los
“árboles secos infructíferos” que no tienen ni sustancia ni accidente, ni trigo ni azucenas.
Esta cita es un ejemplo de la “sátira contra estados” que se usaba frecuentemente en la
predicación (Smith 119); es una técnica de reprensión marcada por el público
117
heterogéneo que asistía al sermón. La sátira de estados servía como vehículo de ataque
con el fin de que el aprendizaje moral cubriera cada miembro del cuerpo social. 109
Aunque en esta cita se vislumbra una crítica a la relajación de costumbres
generalizada de la sociedad de su tiempo, Cabrera termina el sermón con un semblante
optimista por las posibilidades tan fehacientes de conversión. Por este motivo, hace una
referencia al episodio del hijo pródigo, pues ejemplifica la alegría del Señor cuando los
cristianos sienten el fervor en la Cuaresma: “[f]iesta es para el cielo la conversión de un
pecador.” 110 Y ya para redondear el mensaje de la Iglesia en Cuaresma, Cabrera apunta
que ésta quiere que los cristianos celebren la Cuaresma con alegría pero también con
tristeza porque, si la penitencia es el medio para conseguir la misericordia de Dios, no
cabe duda de que la conversión exige el dolor de la culpa por haberle ofendido. 111
La Transfiguración de Cristo: esperanza del cristiano
El evangelio del sermón “Consideraciones del domingo segundo de Cuaresma”
(Sermones 143-52) confirma el mensaje de alegría del ciclo litúrgico: Jesús lleva a sus
tres discípulos favoritos (San Pedro, Santiago y San Juan) a un monte alto y apartado, el
monte Tabor, para que sean testigos de la glorificación de su cuerpo mortal. Cristo les
109
En cuanto al ataque a las mujeres de este párrafo, hay que decir que, si bien no eran populares entre los
predicadores (Smith 124), sin embargo, cuando Cabrera las criticaba era normalmente dentro de la sátira
contra estados; es decir, no se ve en él una actitud particularmente misógina, sino que hay incluso
momentos en que las defiende con respecto al hombre.
110
“Gaudium erit in caelo super uno peccatore paenitentiam agente” (Lucas, 15, 7). “Os digo que habrá
más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan
arrepentirse” (La Santa Biblia).
111
“Si ha prendido en tu corazón la llama de la contrición, llora y duélete de tu culpa y juntamente alégrate
dese dolor; gózate que te han dado espacio de penitencia y porque has alcanzado misericordia”
(Consideración quinta 41).
118
permite ver esta visión como una muestra leve de su gloria divina para que los discípulos
le conocieran como Hijo de Dios. Durante la transfiguración aparecen Moisés y Elías,
cada uno a un lado de Cristo, para dar testimonio de esta verdad, mientras que la voz del
Padre dice: “Este es mi Hijo amado, en el cual yo me agradé: oídlo y obedecedlo” 112
(Salutación 143).
La transfiguración de Cristo, explica Cabrera, revela la promesa hecha a los
cristianos si siguen el camino de la penitencia (Introducción 146), de tal forma que
cuanto mayor sea el esfuerzo y la pena física, mayor será la glorificación espiritual del
alma. La conversación de Cristo con Moisés y Elías es la prueba de este precepto: durante
la transfiguración hablaban alegremente de la futura muerte corporal de Cristo porque,
desde el punto de vista teológico, “no hay cosa más alta ni más ilustre que padecer
injurias y penas por la gloria de su Padre” (Consideración cuarta 151). Es en este punto
donde se apoya la esperanza del galardón, y lo que explica por qué el “ojo de Dios” ve las
cosas de una manera diferente al hombre. Para dar testimonio de esta verdad, los
apóstoles fueron sus testigos, y es lo mismo que el predicador va a transmitir a su
auditorio a través de la descripción del evento.
Primero, Cabrera acentúa cómo la transfiguración se produjo después de un
momento intenso de oración, por lo cual, ésta última también queda eregida como otra
práctica cuaresmal. Segundo, el cuerpo de Cristo tomó una hermosura inefable. Al no
tener palabras para describir la belleza de Cristo transfigurado, el predicador sólo puede
detallar el efecto que debió producir en sus discípulos: “si las lindezas de todas las
criaturas, así de la tierra como del cielo, se juntaran en uno, no llegaran a sola esta
112
“oildo y obedeceldo,” errata de la edición.
119
belleza, ni deleitaran en tanto grado los ojos y ánimos de los que la miraban” 113
(Consideración tercera 149). El poder de una bella imagen en la mente humana, junto con
la incapacidad de describirla por el orador sagrado produce la creación de una atmósfera
mística que suscita más elevadamente las emociones del público:
Como si una imagen perfectísima estuviese pintada en un pergamino, con
ricas iluminaciones de oro y azul y otros vivos colores, y el pintor tuviese
arrollado el pergamino, y por mucha honra le descogiese un poco y os
mostrase los pies y lejos inferiores de la imagen, dejando cubierto el
rostro; así vos, Señor mío, desdoblaste el cielo de vuestra gloria como
pergamino, mostrando los pies de la imagen, que es la gloria del cuerpo. Y
si éste es tan acabado y maravilloso, ¿qué será la parte superior? Qui tegis
aquis superiora ejus? Con el abismo de vuestra divinidad cubris, Señor, la
porción superior de vuestra alma. (Consideración tercera 150)
El pasaje integra dos recursos que despiertan los afectos: una comparación y,
seguidamente, un apóstrofe dirigido a Dios (Granada, Retórica eclesiástica Tomo I, libro
III, 387) en donde explica la comparación; ésta se basa en que Dios expuso a la vista una
pequeña parte de su gloria corporal (no la del alma que es más inmensa), como si un
pintor desenrollara la parte inferior de su pergamino mostrando sólo los pies de una
hermosa figura.
En definitiva, el testimonio de la Transfiguración prueba el gran amor que Cristo
sintió por los hombres; el predicador va a explicar por qué:
Deja suma gloria y escoge sumo dolor y afrenta. ¿Quién oyendo esto no se
enamora de tal amador? ¿Quién no castiga su carne y la priva de sus
regalos y pasatiempos por amor de Cristo, pues él por el nuestro privó la
suya de tanta gloria? ¿Quién no aborrece sumamente el pecado, que con
tanta costa de la humanidad de Cristo se hubo de reparar? Aprendamos de
aquí a perder algo de nuestro derecho. Si os pidiere la carne paseos,
113
Aquí se ve otra vez el paralelismo con el neoplatonismo y sus ideas sobre el amor. El libro III de El
cortesano de Baldassare Castiglione está impregnado de la doctrina de Marsilio Ficino sobre el origen y la
naturaleza del amor: “los ojos hacen mucho al caso y son grandes solicitadores; son los diligentes y fieles
mensajeros que a cada paso llevan fuertes mensajes de parte del corazón y muchas veces muestran con
mayor fuerza las pasiones del alma, que no hace la lengua ni las cartas ni otros recaudos” (430).
120
salidas, conversaciones, negadle eso. David sediento se quita de la boca el
jarro de agua que apetecía y lo sacrifica al Señor. Quitaos vos el bocado
que mejor os sabe y dádselo a Cristo en el pobre. Procurar padecer algo
por él, en retorno de tan gran merced. 114 (Consideración tercera 150)
La Transfiguración testificó que Cristo era Dios. Esto quiere decir que dejó la
gloria del cielo y se encarnó en hombre para sufrir la pasión y muerte en la cruz por
amor. En consecuencia, el argumento del predicador se basa en que esta deuda debe
incitar al enamoramiento de Cristo, porque por esta fuente de amor, el cristiano adquiere
la voluntad de castigar su carne practicando las penitencias aquí contenidas: el sacrificio,
la oración, el ayuno y la limosna constituyen la prueba de amor del cristiano. Vemos aquí
otra vez el elemento corporal en base a dos ideas que se corresponden: la Transfiguración
prefigura la resurrección de Cristo y de todos los hombres, y para que éstos la consigan,
deben primero mortificar su carne, de la misma forma que Cristo lo hizo en la pasión.
La virtud de la caridad: la limosna
Según la doctrina católica, la práctica del ayuno, si no va acompañada de la
caridad, no es suficiente para ser un buen cristiano. De las tres virtudes teologales, 115 la
caridad es la más valiosa porque a través de ella se adquiere el hábito de obrar de acuerdo
con el mandamiento de amor, amando a Dios y al prójimo como a uno mismo. En la
acción del cristiano, la virtud de la caridad se traduce en dar limosna al necesitado.
La caridad y la esperanza son las virtudes que conforman el tema principal en las
“Consideraciones del domingo cuarto de Cuaresma” (Sermones 274-283). El evangelio
114
“mreced,” errata de la edición.
115
Las virtudes teologales son infusas por Dios en el alma y vivifican todas las virtudes morales del
cristiano; y son la fe, la esperanza y la caridad (Catecismo romano 396).
121
de este sermón trata de la multiplicación de los cinco panes y los dos peces en el
desierto. 116 La asignación de este evangelio por parte de la Iglesia, explica el predicador,
tiene la intención de reconfortar a los “penitentes afligidos” --estamos en el cuarto
domingo de Cuaresma--, puesto que este milagro revela una muestra de los regalos
divinos que manda el Señor a los que le siguen.
De esta forma, como el evangelio de este domingo tiene que ver con la
satisfacción del hambre en el desierto, se contrasta la visión de los hombres “mundanos,”
que ven el ayuno como un desierto, con la de los “virtuosos,” que ven el desierto en el
mundo. Estos últimos materializan en los actos de penitencia el dolor por haber ofendido
a Dios; son los modelos a seguir en Cuaresma. En relación con este campo semántico, el
dominico usa la terminología del sentido del gusto para instruir a los fieles en los
sentimientos que deberían experimentar en esta época: la contrición de los pecados es el
pan que alimenta al penitente, y el “pan blanco y regalado” es la delicia inefable que
gozan las almas perfectas en la contemplación de Dios. 117
El episodio de la salida de los hijos de Israel de Egipto del Antiguo Testamento
también prueba que la esperanza en Dios es el camino seguro del cristiano: Dios calmó el
hambre de su pueblo en el desierto con el maná que cayó del cielo. Este milagro testifica,
116
“Abiit Jesus trans mare Galileae, quod est Tiberiadis, et sequebatur eum multitudo magna, quia
videbant signa quae faciebat super his qui infirmabantur” (Juan, 6). “Después Jesús pasó al otro lado del
lago de Galilea (o Tiberíades). La gente lo seguía, porque veían los prodigios que hacía con los enfermos”
(La Santa Biblia).
117
“Si supieses a qué sabe la confesión de los pecados bien hecha, las culpas bien lloradas, las lágrimas con
dolor vertidas, los suspiros arrancados del pecho, con el sentimiento entrañable de haber ofendido a tan
buen padre y Dios! Y si este pan mantiene al alma y consuela a los que comen el del dolor de la penitencia,
¿qué hará el pan blanco y regalado, las delicias del espíritu de que gozan los perfectos? ¿La dulzura de la
contemplación, las lágrimas de amor, los júbilos y gozos que se pueden gustar, pero no decir?”
(Introducción 275).
122
dice Cabrera, la condición “inmutable” de Dios (no puede morir ni faltar) y su
superioridad a todo lo existente. 118
En el lado opuesto se sitúa la vida mundanal, donde reina la variabilidad; de ahí
que no se pueda confiar en las riquezas terrenales. Esta idea queda plasmada en la imagen
del “barco lleno y barco vacío” (Consideración primera 276), la cual ilustra cómo un
barco que se ha llenado de mercancías pueda llegar vacío al destino. De la misma
manera, no se puede confiar en los hombres; de hecho, los reyes se representan en las
Escrituras como “bordones de caña quebrados;” 119 esta imagen los describe como débiles
para sustentar a los demás, porque su poder es sólo terrenal. En contraste, Dios se alza
como el báculo firme que siente amor de padre, posee la verdad absoluta y es
todopoderoso; por tanto, el hombre puede confiar en sus promesas (Consideración
primera 277). 120
La explicación de que Dios se constituya como proveedor del hombre se basa en
que es fuente de toda caridad. Los ojos de Cristo transmiten este amor, que se describen
en las Escrituras como unos “ojos hermosos,” “rasgados, claros y serenos,” y “piadosos;”
en ellos se refleja el perfecto entendimiento de Cristo sobre las penurias del mundo. 121
118
El maná era uno de los dos símbolos con el que los predicadores explicaban el sacramento de la
Eucaristía (el otro símbolo era la leche materna), la diferencia radicaba en que el sacramento proporciona
vida eterna (Beltrán 268).
119
“Ecce confidis super baculum arundineum confractum istum” (Isaías, 36).
120
Cabrera recurre a tres autoridades para este adoctrinamiento: San Bernardo, San Pablo y las Escrituras.
121
“Oculi tui sicut piscinae in Esebon, quae sunt in porta filiae multitudinis.” (Cant., 7) “Tus ojos son
como dos estanques de agua que están en la ciudad de Hesebon, junto a la puerta que llaman de muchas
hijas.” De donde “estanques,” según explica Cabrera, es una metáfora para ilustrar unos ojos rasgados,
claros y serenos; “Hesebon” quiere decir en latín intelligere, es decir, un pensamiento que es rápido en
entender; y las “hijas” son muchos pensamientos que se dan prisa para ayudar al menesteroso
(Consideración segunda 277).
123
Por este motivo, Dios siempre está detrás de los necesitados, 122 y con una sola mirada
puede subsanar las carencias más ocultas del mundo: “jamás tiene Dios cerrados los ojos
para lo que es remediaros; porque dado caso que los cerrase, con las pestañas vería. Y lo
que os queremos enseñar aquí es que no esperéis a que el pobre os abra los ojos, ni a que
os quiebre la cabeza a voces” (Consideración segunda 278).
En suma, la enseñanza de este día combina las virtudes de la esperanza y la
caridad: con respecto a la primera virtud, la doctrina manda que hay que confiar en Dios
para las propias necesidades, y no en otros hombres o en los bienes terrenales; con
respecto a la segunda virtud, el cristiano debe imitar a Cristo dando limosna sin ser ni
siquiera rogado. La “perfecta limosna” es la que se hace con rapidez: “quien da presto, da
dos veces. Si entendiésedes qué hay en el pobre, vos habíades de buscar a los pobres que
no los pobres a vos” (Consideración segunda 278). La limosna se alza como una práctica
totalmente obligatoria en el cristianismo, hasta el punto que el cristianismo debe buscar al
pobre para socorrerle; el no entender esta doctrina hace caer en el pecado, puesto que
debajo del pobre está escondido Dios. 123
Para perfeccionar sus argumentos y convencer totalmente al auditorio, Cabrera
vincula la doctrina de la caridad con una polémica que estaba ocurriendo en España
durante el siglo XVI: el debate sobre la pobreza. La referencia en el sermón a un tema
122
Cabrera recurre a dos autoridades: “Dígalo David: Beatus qui intelligit super egenum et pauperem
(Salmo 40): ‘Dichoso aquel que entiende sobre el pobre y necesitado.’ San Pedro Crisólogo dice:
‘Bienaventurado el que de mil leguas entiende de las necesidades de los pobres, y que debajo de aquellos
andrajos entiende que está Dios” (Consideración segunda 277).
123
Aquí Cabrera hace una sátira de estados en la que, en boca del predicador, cada miembro social pone
una excusa para no dar limosna: “El mercader, porque no quiebre. El señor: no pierda la autoridad y
decencia de mi estado. El caballero, no desdiga de mi honra. El rey, no me falte para la guerra. El labrador,
no mueran de hambre mis hijos. El clérigo, no me falte para la vejez. La mujer: no me falte el vestido y la
comida. ¡Oh qué de pecados ha ocasionado la necesidad!” (Consideración tercera 279).
124
controvertido nos ofrece una perspectiva del contexto histórico-cultural en que se
pronunció el sermón, constituyéndose en testimonio de cómo una parte del clero entendía
la actualidad que le rodeaba y, simultáneamente, la creatividad con que la acrisolaba a la
teología moral que predicaba. Así pues, después de aludir otra vez al evangelio en latín,
sigue una última explicación del tema:
Sea la postre de nuestro sermón una traza para aumentar la hacienda, un
arbitrio. Ahora todos se desvelan en sacar arbitrios para sacar dineros.
Cinco panes repartidos entre cinco mil y más personas, comen todos y se
hartan y sobran doce canastas de pedazos. Quiere decir, que repartiendo
los bienes con los pobres se multiplican. Fértil es, dice San Agustín (Ser.
15 De verbis Domini in monte) el campo de los pobres y fructifica mucho
y presto para los que siembran en él. Faecundus est ager pauperum; cito
reddit donantibus fructum. Es aquel pedazo de tierra que sembró Isaac, de
que cogió ciento por uno. No han inventado los mercaderes más
inteligentes trato más cierto para ganar. No hay censo perpetuo ni juro más
saneado y seguro y bien pagado que la limosna. Es este arbitrio de
arbitrios. (Consideración séptima 282)
La doctrina evangélica ha sido argumentada, ejemplificada y amplificada desde
diversos ángulos durante las consideraciones anteriores; al final del sermón, 124 el
predicador revela la significación moral del milagro de Cristo de una forma directa y
contundente: la limosna multiplica con creces la riqueza tanto material como espiritual
del que la practica; éste es el mensaje doctrinal del domingo cuarto de Cuaresma. Ahora
bien, por muy claro que esta afirmación quede, el predicador va más allá fabricando una
metáfora adaptada a los nuevos tiempos: la limosna es, en términos económicos y
políticos, un “arbitrio.”
En el siglo XVI, el oficio de los arbitristas estaba compuesto por la clase de los
letrados (muchos eran a su vez religiosos y teólogos); su función era la confección de
124
Recordemos que las preceptivas dictaban que en las últimas consideraciones del sermón debía aplicarse
la doctrina moral (Terrones Tratado III, capítulo IV, 237).
125
proyectos para la mejora cívica en diferentes aspectos sociales y económicos. 125 Este
sermón evidencia cómo este tipo de tratados calaron en la intelectualidad del momento,
ya fuera literatura, discusiones cortesanas o pláticas religiosas (Cruz 63). Desde el punto
de vista del dominico, los letrados formulaban arbitrios como una manera más de “sacar
dineros” y de “aumentar la hacienda.” Luego, la asociación de ideas entre arbitrio y
limosna se establece en base a la noción de que el arbitrio intenta aumentar la riqueza en
el contexto cívico, mientras que la limosna lo hace en el espiritual. Debido a que Dios ha
impuesto la limosna, ésta se constituye como el arbitrio más perfecto (“arbitrio de
arbitrios”), y esta idea se complementa con un léxico mercantilista (es el “trato” más
rentable), y un léxico cívico y económico (es el “censo perpetuo” o “juro” más seguro).
En este juego de inversiones, Cabrera se ha apropiado del discurso económico-político
como arma de ataque contra la mentalidad mercantilista. La alusión al “desvelo” que
todos padecen por “sacar arbitrios,” es decir, “dineros,” es una ironía que tiene el fin de
arremeter contra los proyectos de reforma social que potenciaban el desarrollo económico
nacional, dando de lado, según la mentalidad más ortodoxa, a los preceptos de la
tradición católica. Una vez más tenemos aquí cómo el discurso del predicador funciona
como espejo en el que se reflejan los valores y axiomas que realmente mueven a la
sociedad. A través del discurso anclado en lo económico, el predicador se desdobla en un
performance en el que el auditorio, al sentirse identificado con el momento representado,
les podía producir sensaciones poderosas e incluso el deseo de cambiar la voluntad.
125
Aunque estos letrados concebían los arbitrios para afirmar su poder como letrados políticos, no obstante,
algunos de ellos tuvieron ideas muy avanzadas y fecundas. Desgraciadamente, sus proyectos no pudieron
llevarse a cabo a partir de 1598, debido a la consolidación de una mentalidad netamente aristocrática con la
subida al poder del Duque de Lerma, valido de Felipe III (Bennassar, España del Siglo de Oro 41-57; Cruz
62-73).
126
Hay que tener en cuenta que la práctica de la limosna que la Iglesia sostenía en el
siglo XVI afirmaba el esquema social del cuerpo místico civil, que se fundamentaba en la
interpretación medieval de las Sagradas Escrituras y de los padres de la Iglesia. Así decía
la Primera Epístola de San Pablo a los Corintios (12, 12-31):
Del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y
todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, forman un cuerpo, así
también Cristo. Porque todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres,
fuimos bautizados en un solo Espíritu. Porque el cuerpo no es un
miembro, sino muchos. […] Pero Dios ha dispuesto cada uno de los
miembros del cuerpo como ha querido. Y si todos fueran un solo
miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Hay muchos miembros, pero un solo
cuerpo. […] los miembros aparentemente más débiles son los más
necesarios; y a los que parecen menos dignos, los rodeamos de mayor
cuidado; a los que consideramos menos presentables los tratamos con
mayor recato, lo cual no es necesario hacer con los miembros más
presentables. Y es que Dios hizo el cuerpo dando mayor honor a lo menos
noble, para evitar divisiones en el cuerpo y para que todos los miembros se
preocupen unos de otros. Así, si un miembro sufre, con él sufren todos los
miembros; si un miembro recibe una atención especial, todos los
miembros se alegran. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada
uno por su parte es miembro de ese cuerpo. Y así Dios ha puesto en la
Iglesia en primer lugar a los apóstoles; en segundo lugar, a los profetas; en
tercero, a los maestros; luego, los que tienen el poder de hacer milagros;
después los que tienen el don de curar, de asistir a los necesitados, de
gobernar, de hablar lenguas extrañas. (La Santa Biblia)
En las palabras de San Pablo se integran dos concepciones teológicas: una es el
cuerpo y los miembros, y la otra es el cuerpo místico de Cristo. Según ellas, el bautismo
unía a todos los cristianos en un solo espíritu y los hacía miembros de un mismo cuerpo,
cuya cabeza era Cristo. En consecuencia, de la misma manera que la cabeza ordena
mover todas las partes del cuerpo, así Cristo difunde la virtud y la gracia a los
127
justificados 126 haciéndoles aptos para todos los deberes de la piedad cristiana (Catecismo
romano 397). De esta manera, enseña Cabrera estos conceptos teológicos:
Todos somos de un dueño y de un señor, y que todos somos miembros de
un cuerpo; entre los cuales ha de haber tan estrecha amistad, que nunca el
uno tenga necesidad, que no sea socorrida del otro. Pues cuando el rico
hace limosna al pobre, vuelve por la honra de Dios, haciéndose
instrumento de su providencia para sustentar al pobre, y por eso le honra.
Pero cuando no le hace bien, y lo deja sin remedio cuanto es de su parte,
deshonra a Dios, pues con su obra da a entender que Dios no tiene
providencia, ni socorre al pobre. (Consideración séptima 282)
Por un lado, el predicador está postulando la concepción tradicional de la teología
medieval sobre la “estrecha amistad” que debe haber entre los miembros del cuerpo
místico. Éste se correspondía con el cuerpo civil: en el primero, Cristo es la cabeza y el
corazón; en el segundo, es el rey, mientras los tres órdenes sociales (los que rezan, los
que combaten y los que trabajan) son el cuerpo y los miembros (Bennassar, España del
Siglo de Oro 41).
Por otro lado, cuando Cabrera afirma que la limosna hace del rico “instrumento”
de la providencia de Dios está visualizando la ética medieval sobre la pobreza que estaba
justificada en muchos episodios del Nuevo Testamento. 127 Según ella, el pobre estaba
más cerca de Dios porque poseía las riquezas espirituales. Consecuentemente, la pobreza
se veía como una gracia divina necesaria para la salvación de todos los hombres, debido a
que, a través de la práctica de la caridad, el rico podía salvarse a pesar del riesgo
126
El concepto bíblico de la “justificación” en el N.T. tiene mayormente el sentido de “acción por la que
Dios aplica al hombre su justicia en cuanto a fuerza salvadora y liberadora” (“Índice Analítico” en La Santa
Biblia). Una de las referencias bíblicas de la “justificación” es la de San Pablo, I Cor. 6, 11: “Eso erais
antes algunos; pero habéis sido lavados, consagrados y justificados en el nombre de nuestro Señor
Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios.”
127
Cuando Cristo dio las siete bienaventuranzas, la primera de ellas era: “Dichosos los pobres, porque
vuestro es el reino de Dios” (Lucas, 6, 20b); y el primero de los cuatro ¡Ay de vosotros!: “Pero ¡ay de
vosotros, los ricos, porque ya tenéis vuestra consolación!” (Lucas, 6, 24).
128
espiritual que entrañaba su condición privilegiada en la tierra (Bennassar, España del
Siglo de Oro 203). A partir de la analogía de la casa de un caballero, el sermón
ejemplifica la relación entre el rico y el pobre: el mayordomo (el rico) se encarga de
repartir a los criados (los pobres) la ración que les corresponde; si el mayordomo no
cumple con su obligación, está ofendiendo al señor de la casa. De igual modo, si el rico
no socorre al pobre, “deshonra” a Dios (Consideración séptima 283).
Aunque los escritores políticos creían en el cuerpo místico, sin embargo, algunos
de ellos también ofrecieron en sus arbitrios unas reformas que, según Bennassar,
marcaron un cambio de perspectiva sobre el problema de los pobres. Concretamente, en
1598, el plan del bachiller Cristóbal Pérez de Herrera propuso una solución global al
pauperismo con una clara filiación mercantilista. El proyecto permitía mendigar a los
físicamente incapaces dándoles certificados, mientras que los pobres “capaces” tenían
que trabajar obligatoriamente; este planteamiento burgués se contraponía a la mentalidad
medieval del pobre (211-218). Efectivamente, como dice Cruz, la solución de Pérez de
Herrera no tenía precedentes y era demasiado avanzada al ser el primero que planteó un
programa centralizado de albergues para ayuda al necesitado y de eliminación de los
pobres falsos como una necesidad, no solamente espiritual y moral, sino política y
económica (63).
Si bien el proyecto de Pérez de Herrera hubiera funcionado para reducir el
número de mendigos y, a la vez, aumentar la población activa, no obstante para Bennasar,
su lado negativo era que en realidad con los mendigos capaces se estaba suministrando
mano de obra bastante barata a los empresarios. Por otra parte, Bennassar nos recuerda
que, en el siglo XVI y XVII, la pobreza y la mendicidad no se correspondían
129
necesariamente con la falta de trabajo, como tampoco a un estado determinado de la
sociedad, sino que muchas veces suponía una elección personal (como por ejemplo los
frailes de las órdenes mendicantes); esto era precisamente lo que apoyaba la Iglesia
medieval (209). De todas formas, una propuesta como la de Pérez de Herrera conservaba
la libertad física de los pobres incapaces; en consecuencia, no iba realmente contra los
preceptos eclesiásticos puesto que no entorpecía el ejercicio de la caridad.
Cabrera deja clara su postura tradicionalista, 128 que iba en correlación con la
orden mendicante a la que pertenecía. Prueba de ello es la obra del dominico Domingo de
Soto, Deliberación sobre la causa de los pobres (1545), donde defendía la dialéctica
medieval entre el rico y el pobre como respuesta a la ordenanza de 1540 que proscribía la
mendicidad en las calles. Soto defendía que los pobres se dejaran ver públicamente como
recordatorio visual a la sociedad de que había que dar limosna (Cruz 47). En el frente
contrario estaba el benedictino fray Juan de Robles, que en el mismo año publicaba De la
ordenación que se ha instaurado en las limosnas para socorrer a los verdaderos pobres
en algunas ciudades de España, defendiendo la construcción de hospitales para eliminar
el vagabundeo por las calles (Bennassar, España del Siglo de Oro 206-211; Cruz 47-54).
En definitiva, la línea de pensamiento que sigue Cabrera en este debate es la que
triunfa en España con la muerte de Felipe II y con la llegada del duque de Lerma al
poder. La asistencia a los pobres siguió dependiendo, sobre todo, de la caridad privada,
128
Es pertinente mencionar la amistad que tuvieron Cabrera y el valido de Felipe III. De hecho, la edición
del sermonario de la Cuaresma (1601) fuera dedicada al duque de Lerma, y de que el prior del convento de
San Pablo se la ofreciera en nombre del ya difunto Cabrera: “Después, que en su opinión por tan pequeño
se estimó como el gusano, y en virtud fue tan grande: este Convento de S. Pablo de Cordoua ofrece a V.
Excelencia, en su nombre estos sus trabajos, para que ellos uiuan; pues del estamos ciertos no les diera otro
dueño sacándolos a luz, pues la de V. Excelencia tenia el tan por suya como el predicaua, y nosotros
sabemos” (Hojas preliminares).
130
según lo demuestran los inventarios sobre la multitud de donaciones, legados y
fundaciones de que queda constancia (Bennassar, España del Siglo de Oro 215). Según
Cruz, el fracaso final del proyecto de Pérez de Herrera se debió al legado absolutista y
católico de Felipe II que permaneció fuerte en la reforma estatal, y documentó la
incapacidad del estado de resolver la pobreza a través de medidas únicamente seculares.
El reinado de Felipe III aseguró que ni la Iglesia ni el estado lucharan otra vez por dar
soluciones racionales o pragmáticas al asunto de la pobreza. Así, el número de pobres
siguió creciendo durante el siglo XVII, pero por la reacción de la sociedad dominante
contra los herejes, conversos, moriscos y gitanos, el papel sacralizado del pobre como
chivo expiatorio pasó a ser la figura demoniaca de un paria social (73-74).
El oficio de predicar: el domingo de Sexagésima y el “negocio de la vida cristiana”
El domingo de Sexagésima está incluido en el tomo de la Cuaresma (Sermones
15-25) y pertenece al tiempo ordinario del año litúrgico; se llama así por ser el domingo
sexto antes del domingo de Pasión. Al domingo de Sexagésima 129 correspondía el
evangelio de San Lucas, capítulo ocho, cuyo tema trataba el oficio de la predicación
ejemplificado con la parábola del sembrador. Ese domingo también se leía la Epístola de
San Pablo, el modelo más perfecto de predicador evangélico, que narraba las
129
La liturgia que seguía la misa se contenía en el Misal Romano: “The liturgical book of the Roman rite is
the Missale Romanum. It contains the formulas and rites for celebration of the Mass together with the text
of the Ordinary (portion said at every Mass) and the Proper (portion that changes with each feast) of the
feasts throughout the year. It also contains the Masses for special occasions, prayers for the preparation
before and thanksgiving after Mass, and various blessings. The missal began to take its present form under
a law of 802 and its form was almost set as we now have it (except for the addition of new feasts, etc.) with
the official publication ordered by Pope Pius V in 1570” (Catholic Encyclopedia 392).
131
persecuciones que sufrió (2, Cor., 11, 19-33 y 12, 1-9). 130 Estas lecturas favorecían que, a
la hora del sermón, los predicadores interpolaran sus propias ideas con respecto al oficio.
En la salutación, Cabrera ofrece un significado conciso del evangelio131
identificando los tres elementos que componen la parábola de la sementera: “el
sembrador es Dios y la semilla su palabra, y la tierra que la recibe nuestros corazones”
(Introducción 15). La parábola simboliza cómo la palabra del evangelio es el eslabón que
une a Dios con los hombres en la tarea de la salvación; fue legada por Cristo a su Iglesia
para que, en su ausencia, fuera muestra de su poder divino.
El evangelio, sigue el predicador, es el legado que siguió San Pablo, y de él dijo:
“[n]o me avergüenzo ni embarazo de predicar el Evangelio, porque es virtud de Dios para
salud de todo creyente.” 132 Cabrera explica las palabras del apóstol definiendo el término
“creyente” como el que “vive conforme a lo que el Evangelio enseña,” mientras que el
evangelio “encierra todo lo que Dios es;” motivo por el que provee de salud al creyente.
Las Escrituras usan diferentes metáforas para detallar qué es el evangelio, según
los distintos efectos que causa en el pecador. 133 De entre ellos, el evangelio de este
130
Cuando Diego de Estella habla de la necesidad de la bondad del predicador para afrontar las malas
lenguas y las persecuciones pone como ejemplo a San Pablo, calificándole como del “mayor predicador” y
del “más perseguido,” y menciona el domingo de Sexagésima porque “trata del oficio de la predicación” y
de la Epístola de San Pablo (capítulo I, 8).
131
“Exiit qui seminat seminare semen suum” (San Lucas, 8). “Salió el sembrador a sembrar su semilla” (La
Santa Biblia).
132
“Non erubesco Evangelium; virtus enim Dei est in salutem omni credenti” (Romanos, 1).
133
“Luz se llama porque quita las horribles tinieblas de ignorancia. Pan, por ser sustento de la vida del
alma. Vino, porque remedia las melancolías que la ponzoña del pecado causa. Medicina, porque lo son sus
consejos, para obedeciéndolos sanar de la culpa. Fuego porque enciende y porque inflama con santos
deseos. Almádana, porque los más duros pedernales de los más empedernidos corazones quebranta.
Cuchillo, que divide con la viveza de sus filos las coyunturas de las más ocultas intenciones, y que taja y
corta y nos aparta de lo perjudicial. Finalmente, es semilla de donde nace todo nuestro bien” (Introducción
16).
132
domingo usa el término “semilla,” y su fruto es la salvación. La misión del predicador de
sembrar esta semilla en los corazones de los fieles no es una tarea fácil:
Pero ofrécese aquí una duda. ¿Qué es la causa, siendo eso verdad como lo
es, que en tanta abundancia de predicación como hay, hallemos tanto
defecto de esas cosas, que la palabra de Dios puede y suele causar? ¿Cómo
hay tan grandes erradas siendo luz? ¿Cómo, siendo medicina, tantos
enfermos? ¿Cómo, siendo pan, tan rabiosa hambre? ¿Cómo tanta falta de
espiritual alegría, siendo vino? ¿Cómo tanto hielo en tanto fuego? ¿Cómo
tan endurecidas y obstinadas almas, si hay martillo para quebrantarlas?
¿Cómo tanta maleza de espina, habiendo cuchillo con qué talarlas? Y si
hay semilla tan buena, ¿por qué tan estéril y pobre cosecha? (Introducción
16)
La sucesión de preguntas retóricas expresan la contradicción: siendo el evangelio
tan omnipotente como Dios, 134 y habiendo tantos ministros que lo prediquen, por qué no
se ve mayor perfección cristiana entre los fieles. La incertidumbre se soluciona a partir de
una regla filosófica: “[p]ara cualquiera obra que se haya de hacer es menester quien la
haga y en que se haga”; y también: “facultad en quien la ha de hacer y disposición en
aquello de que o en que se ha de hacer.” En otras palabras, para producir cualquier tipo
de obra, se necesita a alguien capacitado que la pueda realizar, pero también cierta
disposición o aptitud en lo que se hace la obra:
En este negocio de la vida cristiana, siendo ambas cosas menester: quien
sepa enseñar y quien esté dispuesto para deprender, creo, sin haceros
injuria, que las más veces por vuestra parte queda. Por ruines que nosotros
seamos, al fin estudiamos, madrugamos, nos confesamos, decimos misa.
En ella, y antes de ella, suplicamos a nuestro Señor Dios que sea con
nosotros y nos dé palabras en su alabanza y vuestra utilidad; pedimos
bendición y dánnosla para subir aquí. Ruégoos que me digáis, de cuantos
estáis presentes, ¿qué habéis hecho de esto para venir aquí de modo que
vais aprovechados? ¿Habéis madrugado a orar? Yo me contentaría con
que me oyésedes despiertos y sin enfado. No os espantéis, pues si no
134
Anteriormente, Cabrera había citado dos lugares de las Escrituras que dan la cualidad de omnipotencia
al evangelio: “Omnipotens sermo tuus Domine” (Sabiduría, 1), y “Sermo illlius potestate plenus est”
(Eclesiastés, 8, 4).
133
lleváis provecho; que aunque Dios no está atado a las leyes que puso en
naturaleza, las más veces obra según ellas. Esto nos significa en el
presente Evangelio. Porque estos días (que presto comienzan) ha de haber
más frecuencia que la ordinaria en oír la palabra de Dios. (Introducción
16)
La selección explica el significado del evangelio en su aplicación a la predicación,
oficio concebido para el interés de los fieles, en términos otra vez económicos para la
identificación del auditorio con lo que el predicador está representando. El término
“negocio” fue ampliamente usado en el siglo XVI, y lo podemos encontrar
frecuentemente en tanto en Granada como en Cabrera. Covarrubias lo define como “[l]a
ocupación de cosa particular, que obliga al hombre a poner en ella alguna solicitud”
(826). Consecuentemente, la frase “El negocio de la vida cristiana” se refiere a la
ocupación propia de los cristianos; ésta se compone de dos partes interesadas que tienen
sus respectivas responsabilidades: el predicador docto (“quien sepa enseñar”), y el
cristiano que aprenda la doctrina (“quien esté dispuesto a deprender”). De esta manera, la
idea de la selección se basa en que, si aún así no se ven obras cristianas en los fieles, es
principalmente por culpa de ellos (“las más veces por vuestra parte queda”) debido a que
no escuchan las palabras del sermón. En cambio, a pesar de los defectos de los
predicadores (“[p]or ruines que nosotros seamos”), sin embargo, cumplen con su parte
del contrato preparándose intelectual y espiritualmente para subir al púlpito (“estudiamos,
madrugamos, nos confesamos, decimos misa”). Además muestran en ello su humildad
(“suplicamos a nuestro Señor Dios”) para cumplir con el doble fin de su oficio: honrar a
Dios y salvar almas con su doctrina (“nos dé palabras en su alabanza y vuestra utilidad”).
Ante esta situación, Cabrera no esconde su frustración: “[y] porque es gran
trabajo ser un hombre frustrado del fin que pretende, aunque sea pequeño, como si tiráis
134
una piedra a un pájaro y no le dais, os queda doliendo el brazo, y si acertáis, os queda un
contento, el brazo dulce. Así, el fin del predicador es traer almas a Dios, y ser su
pregonero que las llame” (Introducción 16-17). Sus palabras nos recuerdan las quejas de
Terrones en su preceptiva, y cómo el único acicate que puede tener el predicador para
cumplir su oficio reside en la verdadera vocación. La vocación del predicador evangélico
viene significada en la parábola cuando Cristo dijo que de las cuatro partes que se
sembraron, una fructificó supliendo las otras tres. A este respecto considera Cabrera que
“es tan bueno eso poco, que vale tanto y más que lo mucho” (Introducción 17); es decir,
con un sólo fiel que escuche con fervor el evangelio es suficiente para compensar el
esfuerzo del predicador.
En relación al problema de los sentidos dormidos del auditorio, primero Cabrera
trae a colación la actitud de Cristo al terminar de contar la parábola: 135 “[l]legando el
Señor a este lugar comenzó a dar voces: ‘Quien tiene orejas para oír, oiga’: Qui habet
aures audiendi, audiat” (Lucas, 8, 8). Ante el grito de Cristo, Cabrera recuerda al
auditorio su propio precepto del decoro: “[d]icho estaba de Cristo: Non clamabu, nec
audietur vox eius foris (Isaías, 42). ‘No será vocinglero, no dará gritos, ni se oirá su voz
acá fuera’” (Consideración primera 17). Luego, explica el predicador, la reacción
inesperada de Cristo dando gritos se explica por el deseo que tenía de “nuestro
provecho.”
135
Éste es un resumen de la parábola siguiendo la narración de Cabrera: el sembrador salió a sembrar y, al
ir sembrando, las semillas cayeron en cuatro partes diferentes. Una parte del grano cayó a lo largo del
camino; lo pisotearon y las aves lo comieron. Otra parte cayó sobre rocas; brotó, pero luego se secó por
falta de humedad. Otra cayó entre espinos que, al crecer, la ahogaron. Y la última parte cayó en tierra
buena; creció y se centuplicó (Consideración primera 17).
135
Este mismo deseo es el que siente el predicador cuando se encara con los pecados
de la sociedad: “[h]ay cosas tan perdidas en el mundo, que si predicáis contra ellas, es
fuerza decirlas a voces y tomando el cielo con las manos; porque si las dejáis flojamente,
es dar una tácita licencia para que se hagan: es decir que no son tan malas como son”
(Consideración primera 17). De la misma manera, queda justificada y autorizada en
Cristo el tono de voz elevado y represivo del predicador cuando lucha contra la falta de
atención de su auditorio: “[q]ue el uno se duerme, otro habla, otro piensa en su negocio,
otro mira lo que le da gusto, otro repara en el estilo y consonancia de las palabras, sin que
le entre la sentencia de ellas en el corazón; otros peores burlan de ellas y calumnian a
quien las predica. ¿Quién no dará gritos viendo tal perdición?” (Consideración primera
18). La cita marca cómo el predicador ha pasado del contenido del evangelio a la
aplicación del mismo a lo particular de su auditorio (Granada, Retórica eclesiástica
Tomo I, libro II, capítulo XII, 219-32).
Finalmente, relacionado con la palabra del evangelio, toma una importancia
especial en el cristianismo el oído por ser el órgano por donde entra la fe. La fe es la
virtud teologal que lleva a la salvación; “oír” en las Escrituras, explica Cabrera, es
sinónimo de “obedecer.” 136 De ahí el sentido de la parábola, que Cristo explicó solamente
a los que le escuchaban (sus discípulos): “Semen est verbum Dei. Compárase a la semilla.
Porque todo cuanto en la planta o yerba hay, está en virtud en la semilla; así todo cuanto
bien y perfección en un alma se produce, todo estaba en la virtud de la palabra de Dios”
136
“Populus quem non cognovi, servivit mihi, in auditu auris obedivit mihi (Salmo 17): ‘El pueblo que no
se contaba entre mis vasallos, me vino a servir. En oyendo mi voz, obedeció mi mandato.’” También “Educ
foras populum caecum et oculos habentem; surdum et aures ei sunt (Isaías, 43): ‘Echa fuera de mi casa a
este pueblo que es ciego y con ojos, sordo y que tiene orejas’” (Consideración segunda 18).
136
(Consideración segunda 18). La comparación se basa en que igual que la semilla contiene
condensadas todas las características que la planta tendrá cuando florezca (el color, el
fruto o la corteza), de igual manera en el evangelio se ocultan todas las virtudes
cristianas:
La palabra de Dios es la que se ha de oír, y la obediencia de esa es la fe
que salva; y esa fe nos viene por la predicación; y para que haya
predicadores es menester que sean enviados, prediquen y predicando sean
creídos, y creyendo la palabra de Dios invoquemos su nombre, y por esa
invocación nos salvemos. (Consideración segunda 19)
La afirmación, proveniente de San Pablo, determina el oficio de predicar como el
único medio disponible del cristiano para alcanzar la salvación. El argumento que expone
Cabrera se basa en que los predicadores son los enviados de Dios para transmitir su
verbo; el verbo es necesario para la fe; y así, creyendo y obedeciendo la ley de Dios, se
consigue la salvación. Es aquí donde cobra sentido el “negocio de la vida cristiana,” en el
que los fieles no sólo cumplen como cristianos asistiendo al sermón, sino que deben
esforzarse en escuchar las enseñanzas del evangelio porque en caso de no hacerlo,
entonces es deber del ministro de Dios usar diferentes medios para despertarles los
sentidos.
El predicador: médico de almas.
La analogía entre el médico y el predicador aparecía frecuentemente en los
sermones 137 y en las obras doctrinales: 138 el primero curaba las enfermedades del cuerpo,
137
Esto explica que la profesión de los médicos no fuera criticada en los sermones, mientras que era
fuertemente satirizada en otros géneros literarios (Smith 120).
138
Por ejemplo, Granada toca el tema en su Retórica eclesiástica (Tomo II. Libro VI, capítulos XI-XII).
137
y el segundo remediaba las del alma. El mismo Cabrera señala que la identificación del
predicador con el médico vino con Cristo, al traer con su evangelio la ley de gracia contra
la ley antigua y severa del Antiguo Testamento. Éste es el tema que aparece en el sermón
“Consideraciones del viernes después del domingo primero de Cuaresma” (Sermones
124-133). El evangelio es San Juan, capítulo 5, 139 que cuenta cómo Cristo sanó a un
tullido en la piscina de Bezatá, ejemplo de la función de Cristo como médico
(Introducción 124).
El sentido moral de la piscina es que a ella acudía una gran diversidad de
enfermos (ciegos, cojos, paralíticos); éstos representan a los pecadores que con sus
lágrimas, por haber ofendido a Dios, la llenan de agua. Cristo llega, y mezclando su
sangre con el agua de la piscina, cura los diferentes padecimientos.
El alma en pecado, sigue Cabrera, está en una piscina clara pero con “lodo” en el
fondo; esto simboliza la “falsa paz del pecador” que pronto se ve removida por el brazo
de Dios. Aquí radica la función de predicadores y confesores:
También es ángel de Dios el predicador, el confesor, a quien incumbe
revolver la pócima, y representar al pecador el peligro de su mal estado y
las causas que tiene para temer y dolerse, y sacar con la vara de sus
reprensiones y persuasiones agua de lágrimas del peñasco del corazón
duro. ¡Ah, qué poquitos hay que hagan esto; que sepan y que quieran
detenerse y trabajar en inducir al penitente a dolor de sus culpas! Ángel es
sin duda el que esto hace y cumple como debe con su oficio.
(Consideración tercera 130)
La selección es una justificación del oficio y los medios que usa (la reprensión, la
persuasión y la representación de las cosas) para advertir al pecador de las enfermedades
espirituales que padece, y darles la cura: la medicina que sana la sed de las cosas
139
“Erat dies festus judaeorum, et ascendit Jesus Hierosolymam” (San Juan, 5). “Después de esto, los
judíos celebraban una fiesta, y Jesús fue a Jerusalén” (La Santa Biblia).
138
terrenales (ambición, avaricia y lujuria) es la penitencia, que se compone de la mezcla de
la tristeza del pecador (lágrimas) y del sacrificio de Cristo en la cruz (sangre).
En el sermón “Consideraciones del viernes después del domingo tercero de
cuaresma” (Sermones 255-65), se trata también este tema, pero con un matiz más crítico
hacia la efectividad de la medicina en manos de los médicos del alma. El evangelio es el
de San Juan, capítulo 4, 140 que cuenta el episodio de Cristo y la samaritana: ella está en la
fuente de Jacob, y Jesús le pide de beber. La fuente contiene el agua de la gracia que
remedia las miserias espirituales de los hombres; pero para recibirla, los hombres deben
reconocer sus culpas y sentir dolor al confesarlas.
Debido a la desdichada condición humana, sigue Cabrera, las almas siempre están
rabiando de sed, para lo cual, tanto el predicador como el confesor hacen accesibles las
aguas curativas a través de la exégesis de la doctrina cristiana:
Dar de beber al ganado, y volverle a la pastura. La doctrina es el agua
(como luego veremos); el agua sola no sustenta, pero sin ella el pasto no
podría tomarse. Muy bueno es oír la doctrina con el cuidado que aquí se
hace; pero deberíamos beber para comer. Beba el entendimiento para que
coma la voluntad. Deprender para obrar, oír sermones para hacer algo de
lo que se nos predica. (Consideración primera 257)
La primera frase (“Dar de beber al ganado, y volverle a la pastura”) repite el
consejo que Jacob dio a unos pastores. Cabrera lo recoge para enseñar que el acto de
“beber” es escuchar el sermón y entender su doctrina, mientras que “comer” (o pastar el
ganado) significa obrar según los preceptos doctrinales aprendidos. En esta ocasión, el
dominico aprovecha la ocasión para establecer sus propias ideas sobre la realidad de la
predicación:
140
“Venit Jesus incivitatem Samariae quae dicitur Sichar” (San Juan, 4). “Llegó una mujer de Samaría a
sacar agua, Jesús le dijo” (La Santa Biblia).
139
¿Pero beber para dormir? Uso era de Mesopotamia, no de la tierra de
promisión. Dicen que el agua ad pedem lecti mors. No sé cómo se
entiende si es aforismo. Lo que digo es que alabo la frecuencia de los
sermones, y desalabo la negligencia en obrarlos. Habían tiranizado la
doctrina los letrados cuando llegó Cristo a la tierra. Eso es os putei grandi
lapide claudebatur “Está cerrado el pozo con una gran losa.” Habíase
alzado con la llave de la ciencia, que ni de ellos entraban ni dejaban entrar
a otros. Cuando se juntaban en sus solemnidades se abría para todos el
pozo, dando doctrinas comunes a todo el pueblo; pero son sermones de
poco provecho hablar a bulto, porque la buena filosofía moral tanto es
mejor cuanto más en particular aplicada. Si un médico se sube en su
cátedra y dice: Para tal enfermedad presta tal yerba, y la sangría se ha de
hacer en tal ocasión, y la purga tomarse de esta y de aquella manera, este
tal no es médico, sino doctor; enseña, mas no cura. El médico, en cuanto
médico, es el que os dice: Vos tenéis fiebre pestilente que se va a modorra,
venga luego el barbero y rompa la vena; a vos se os hace una apostema en
el pulmón, y de aquí a pocas horas sentiréis un dolor de costado rabioso,
cumple salirle al encuentro. De esta manera curaba San Pablo: Publice et
per domos: “Públicamente y por las casas; en común y en particular.” Per
triennium nocte et die non cessavi cum lacrimis monens unumquemque
vestrum: “Bien sabéis que por tres años continuos no cesé de noche y de
día de amonestar con lágrimas a cada uno de vosotros.” Este sí era
médico. Más provechosa doctrina es la que en el confesionario, conforme
a lo que de vos entiende el prudente confesor, se os aplica, que en común
se predica en el púlpito. Huid de confesores idiotas, perros mudos que no
pueden ladrar, y buscad virtuosos y letrados. (Consideración primera 25758)
En la selección, Cabrera denuncia los sermones que abortan el proyecto
evangelizador de la Iglesia por no seguir el modelo de predicación de Cristo. Antes de su
llegada, los sermones de los fariseos (“letrados”) ofrecían doctrinas comunes a todo el
pueblo; hablaban “a bulto” sin ninguna aplicación de la filosofía moral. En cambio, Jesús
revolucionó el oficio predicando tanto en espacios públicos como privados. Estos últimos
propiciaban una predicación más personalizada, íntima y, consecuentemente, de más
provecho. Su mejor continuador fue San Pablo (“Este sí era médico”), que “curaba”
reprendiendo a los pecadores en sus hogares con pesadumbre verdadera (“amonestar con
lágrimas”). El “buen médico,” por tanto, no es un “doctor” de la Iglesia que especula
140
sobre la doctrina, sino el que remedia las dolencias de los enfermos a su cargo con
medicamentos específicos. En otras palabras, el predicador debía siempre seguir el
principio de acomodación al auditorio después de haber argumentado la doctrina, que es
lo mismo que decir que sin reprensión, no se cambiaba la voluntad de los fieles.
En este sentido, Cabrera valora la labor social del confesor “prudente” como la
más importante en el adoctrinamiento, porque el espacio privado del confesionario
permitía cumplir con su misión como en los primeros tiempos evangélicos. Por el
contrario, la dificultad del predicador al ejercitar su oficio era que, en el espacio abierto
del púlpito, se tenía que enfrentar a una muchedumbre heterogénea. Para este problema,
la retórica ofrecía ciertas herramientas que, bien manejadas por el orador, creaban la
impresión de una predicación privada. A este respecto, veamos la siguiente reprensión a
las damas:
¿[P]ara qué se engalanan las viudas, y se afeitan y curan el rostro las
honestas que no se han de casar? ¿Qué pretenden sacar con esos
instrumentos? Y vos, mujer honrada, ¿para qué tantos gastos en galas, que
ya vuestra edad manda guardar las que os dieron en dote para vuestras
nueras? ¿Para qué enrubiáis canas tan a deshora? ¿Para qué rizos y copetes
tan desvergonzados? Quiérelo mi marido. Eso es sobre todo hacernos
necios: estáis el mes entero que no sabéis ni aun hablar bien a buenas con
vuestro marido, ¿y queréis que yo crea que os componéis por su
beneplácito? Cuanto más, que no lo hagáis tan ciego y de mal
entendimiento que no vea que está ya duro el alcacel para zampoñas. No
va por este camino Cristo, si no descúbrele quién es, ya que ella no quiere
conocer su culpa. Bien dices que no tienes marido; cinco has tenido, y el
que ahora tienes no es tuyo. (Consideración quinta 263)
El extracto empieza con una serie de preguntas retóricas que objetan la vanidad y
el despilfarro de las mujeres en el tocador. En seguida, el predicador cambia la persona
del verbo para dar la sensación de que se dirige a una mujer en particular (“Y vos, mujer
honrada”); el propósito es pasar de la generalización a lo concreto para hacer más
141
impactante el discurso a cada una de las oyentes. Redondea el efecto de una conversación
privada con la dama introduciendo una respuesta fingida a las preguntas del predicador
(“Quiérelo mi marido”). La reacción de Cabrera durante el diálogo 141 es de incredulidad
sobre las verdaderas motivaciones de la mujer, por lo cual termina con una acusación
directa que cuestiona su moralidad (“Bien dices que no tienes marido; cinco has tenido, y
el que ahora tienes no es tuyo”). Al diálogo fingido se le añade también una serie de
preguntas retóricas para, despertando la vergüenza, 142 instar al público femenino a un
cambio de costumbres (Granada, Retórica eclesiástica Tomo II, libro V, capítulo XIV,
225). 143
Una espada de doble filo: la fama y la honra del predicador
La buena fama del orador sagrado constituía una parte integral dentro del
mecanismo persuasivo del sermón por varias razones: primero, incrementaba
considerablemente la asistencia al templo; 144 segundo, favorecía su buena predisposición
y devoción; y, por último, daba la autoridad necesaria al orador sagrado para reprender
141
Recordemos que en el diálogo fingido el predicador anticipaba los argumentos en contra que el auditorio
pudiera tener para poder rebatirlos después.
142
Aristóteles define el afecto de la vergüenza como un cierto sufrimiento y perturbación respecto a
defectos presentes, pasados o venideros que parecen conducir al descrédito de la persona; es por eso que
nos avergonzamos con las cosas que están a la vista o son manifiestas, sobre todo ante personas discretas y
sinceras, porque, al no tener los mismos defectos, cabe de esperar que no sean indulgentes con quienes los
tienen ( Retórica libro II, capítulo 6, 161-66).
143
La figura de la interrogación admitía una pronunciación muy diversa, dependiendo de los afectos que se
quisieran provocar; no obstante, en la mayoría de los casos una sucesión de interrogantes se debía hacer
con un mismo tono de voz (Granada, Retórica eclesiástica Tomo II, libro VI, capítulo IX, 451).
144
Smith ha recogido diversos testimonios sobre la masificación de las iglesias cuando predicaban ciertos
predicadores. Un ejemplo es el de fray Agustín Salucio que, cuando ejercía el oficio en la catedral de
Sevilla entre 1580 y 1581, hay pruebas de que la iglesia se llenaba a horas muy tempranas de la madrugada
(6-10).
142
con efectividad. Concretamente, Cabrera consideraba que la fama y la honra del
predicador eran instrumentos eficaces de evangelización; Cristo era ejemplo de ello.
En el sermón “Consideraciones del lunes después del domingo tercero de
Cuaresma” (Sermones 217-25), el evangelio es San Lucas, capítulo 4, 145 y refiere las
quejas de los nazarenos porque Cristo no hace milagros en su tierra natal. Jesucristo a su
vez se enfada con ellos, porque hasta que no le vieron entrar por las puertas de la ciudad
no se acordaron de Él; en cambio debido a su fama, los paganos de Cafarnao siempre le
creyeron sin verle.
Entonces, para explicar la doctrina de este evangelio, el predicador clasifica por
orden de menor a mayor importancia los tres medios que llevan a la conversión de la fe:
los milagros, la doctrina y los ejemplos. Los milagros que se ven son “firmas de Dios”
que ratifican la verdad de la fe. Pero, la doctrina que se oye tiene más fuerza porque es
“la espada de dos filos,” “el fuego abrasador,” “la almádana” y “el grano” 146 ; es decir, la
palabra es la “sustancia” que lleva a la conversión, mientras que los milagros constituyen
los “accidentes.” Sin embargo, los “ejemplos” tienen mayor poder aún porque son “el
testimonio de las obras” de Cristo, que “mueven” más que las palabras (Consideración
primera 219). La pureza de Jesucristo era la que verdaderamente daba autoridad a su
145
“Quamta audivimus facta in Capharnaum, fac et hic in patria tua” (San Lucas, 4). “De cuantas
maravillas habemos oído que has obrado en Cafarnaum, no sería mucho hicieses algunas aquí en tu tierra”
(Salutación 215).
146
“la espada de dos filos, cortadora, que penetra los corazones; fuego abrasador que inflama las almas y
derrite los bronces; almádana que desmenuza las piedras; es el grano que, sembrado en la tierra del corazón
del humano […] da fruto de ciento por uno, y preserva de pecar […]” (Consideración primera 219).
143
doctrina 147 porque, como dice Cabrera, “ninguna cosa hay de tanta autoridad para la
doctrina como la pureza de la vida de quien la predica” (Consideración primera 219).
De esta manera, la fama intachable se constituye como “la mejor medicina” de los
enfermos, puesto que un hombre virtuoso es “un evangelio vivo” que con su vida va
predicando a los demás (Consideración primera 220). Por esta razón, es también
obligación del ministro de Dios dar muestras de su virtud a las gentes:
Quiere 148 dar autoridad a sus ministros y predicadores evangélicos, para
que se hagan respetar y reverenciar, y advertirlos también que miren
mucho no pierdan el buen nombre y reputación en el pueblo, no tanto por
su particular, como por el bien común, porque en desdorándose sus
personas, luego lo viene a pagar la doctrina; y parece en el poco fruto que
los sermones hacen. (Consideración tercera 223)
Cristo y su Iglesia quieren que los predicadores conserven su reputación, no por
vanagloria, sino porque repercute en la curación espiritual de los fieles. Es en este sentido
que Cabrera apoya la defensa del honor del predicador:
¿Pensáis que hacemos nuestro negocio cuando queremos que nos honréis
y nos pesa porque nos murmuráis y sacáis a plaza nuestros defectos? Que
no es interés ni codicia de vanagloria, sino propter necessitatem, por la
necesidad que vos tenéis de nuestra buena reputación para la salud de
vuestras almas; porque del predicador acreditado se toma mejor el
consejo, y se recibe la reprenhensión, y hacen impresión sus palabras y
avisos; del que no lo es luego os reís y decís: Medice, cura te ipsum, y por
no querer ser curado de él, os quedáis con vuestra enfermedad.
(Consideración tercera 223)
En la sociedad aurisecular, el grado de honor era el principio que inspiraba todas
las manifestaciones de la vida humana de cada estamento social (Maravall, Poder, honor
y élites 25). La Iglesia se manifestaba en contra de este concepto humano, que no se regía
147
“[L]a potestad de la doctrina de Cristo principalmente se mostraba, quantum ad virtutem rectitudinis,
quam in sua converstione monstrabat sine peccato vivendo: ‘En la rectitud y limpieza con que entre las
gentes conversaba, viviendo sin pecado’” (Consideración primera 219).
148
Herrero Salgado apunta que el sujeto del verbo es “la Santa Iglesia” (Oratoria Sagrada II, 195). Pero mi
opinión es que el sujeto también podría ser “Dios.”
144
según la caridad de Cristo. La honra del ministro sagrado, por el contrario, respondía al
servicio que hacía a su comunidad. En este sentido, la buena fama del predicador era un
medio de salvación para los demás porque acreditaba la palabra de Dios con su vida y
persona. Por este motivo, Cabrera avisa a la congregación que Dios vigila muy
estrechamente la honra de sus ministros:
Nolite tangere Christos meos et in Prophetis meis nolite malignari: 149 ‘No
me toquéis a mis Cristos, a mis ungidos, a mis sacerdotes, que quien a
ellos les toca en el pelo de la ropa, me lastima a mí en las luces de mis
ojos’. Y no maliciéis, ni malsinéis a mis profetas; no calumniéis la vida de
mis predicadores, que ofendéis a mi autoridad, y a mi palabra que ellos
predican. Aun decirles sus faltas naturales (en que no merecen ni
desmerecen) no quiere sufrir. (Consideración tercera 223)
Según la selección, el Señor toma como suyos los agravios que las gentes
prodigan a los ministros de su palabra. La vulnerabilidad del orador sagrado ante la
sociedad favorecía su identificación con el pueblo de Israel, los profetas y, también, los
mártires (“mis Cristos”); todos formaban el grupo de los “ungidos” con el óleo santo del
Señor que constantemente se veía amenazado por el poderoso. Por este motivo, con el
respaldo de Dios, Cabrera manda un mensaje de condenación a los calumniadores de
predicadores:
Señor, pues los que ahora a vuestros siervos les llaman hombres del
diablo; los que pregonan sus faltas, no las naturales, sino las morales, y
aun no las que tienen, sino las que pueden tener, o las que ellos imaginan
es posible que tengan; los que no por falta de seso, sino por sobra de
pasión, y por vengarse del agravio que no les hicieron, infaman a vuestros
Cristos, y los desautorizan y desacreditan, […] habrá para ellos fuego del
infierno, y fieras infernales que les den su merecido castigo. Que el mismo
Dios es y no precia menos, sino más, a sus ministros que dispensan la
sangre de su Hijo. (Consideración tercera 224)
149
Salmo 105,15: “Guardaos de tocar a mis ungidos, no hagáis mal alguno a mis profetas.” El salmo
resume la historia desde Abrahán hasta la entrada en Canaán bajo la ayuda y la conducción del Señor (La
Santa Biblia).
145
Con el ánimo de despertar el temor, la selección empieza con un apóstrofe
dirigido a Dios; 150 en él se describe a los murmuradores que difaman por venganza, al
tomar la reprensión del predicador como un agravio personal. La difamación, según
Cabrera, es falta de control de las pasiones, lo cual les lleva a la condenación eterna pues
su ceguera no les deja aprovechar la utilidad moral del sermón.
Hay, además, otro tipo de difamadores: son los que critican los defectos morales
que creen ver en los predicadores. Este tipo de murmuración también es un “atrevimiento
sacrílego,” en base a que no es la función del pueblo denunciar a los ministros sagrados
(“no es vuestro oficio”), sino de los prelados. 151
En suma, las habladurías y difamaciones hacen que el oficio de predicar sea
gravoso, cuya situación tiene su paralelo en la vida de Jesús. Así lo expresa el sermón
“Consideraciones del martes después del domingo de Pasión” (Sermones 353-63), cuyo
evangelio es San Juan, capítulo 7, 152 que trata de cuando Cristo, ya perseguido, evitaba ir
a Judea porque todavía no había llegado el tiempo de morir.
Jesús explicaba a sus parientes por qué no iba con ellos a Judea: “[a] mí me
quieren mal, porque doy testimonio que sus obras son malas” (Salutación 354). Ante
150
El uso del apóstrofe era muy efectivo para conmover cualquier tipo de afecto porque debía pronunciarse
con un “ánimo deseoso” (Granada Retórica eclesiástica Tomo I, libro III, capítulo XII, 387; Tomo II, libro
VI, capítulo IX, 447). Terrones aconsejaba que sólo se usara cuando fueran exclamaciones expresadas por
cosas muy graves (Tratado IV, capítulo III, 260).
151
“No tenéis vos que andar escudriñando la vida del eclesiástico, aunque sea para mejorarle; no es vuestro
oficio ni tiene necesidad de vuestra ayuda y sustentación. Córrese un hombre de que nadie le ponga la
mano a su hijo; a cargo de su padre está el castigarle. Visitadores tienen y superiores a quien toca ese
cuidado; velen ellos en la guarda de sus súbditos, y dormid vos; porque si lo contrario hiciereis, castigaros
ha Dios super temeritate: ‘Por ese atrevimiento sacrílego’” (Consideración tercera, 224).
152
“Ambulabat Jesus in Galilaeam; non enim volebat in Judaeam ambulare, quia quaerebant eum judaei
interficere” (San Juan, 7). “Después de esto Jesús andaba por Galilea y evitaba andar por Judea, porque los
judíos intentaban matarlo” (La Santa Biblia).
146
estas palabras, el predicador dominico se siente identificado: “¡Oh oficio cansado el del
predicador! que si como debe se hace, ha de ser aborrecido del mundo, porque está
obligado a dar testimonio que sus obras son malas; y si calla y no lo hace, será aborrecido
y castigado de Dios. No hay medio en esto” (Consideración cuarta 360). La exclamación
es una queja que transmite el desengaño de su profesión, en base a la idea de que si
desempeña bien su oficio, despierta el odio de los hombres, pero si no lo hace, está
expuesto a la ira del Señor. Esta queja hace eco a la de Terrones cuando comparaba el
predicador con el perro que, si ladraba a los ladrones, éstos le herían y, si no ladraba, era
el amo el que lo hacía (Tratado I, capítulo IV, 167).
A pesar de estos obstáculos, en boca de Dios se reafirma el deber de todo ministro
sagrado, porque de “vida tan cansada” obtendrá en su momento la recompensa eterna:
Si separaveris praetiosum a vili, quasi os meum eris. 153 Mira que eres mi
boca y yo hablo por ti, y las palabras que has de hablar han de ser en orden
de apartar lo precioso de lo vil, el vino del borujo, el oro de la escoria, los
pecados del alma que yo crié. Convertentur ipsi ad te est tu non
converteris ad eos: ‘Ellos se han de hacer a tus mañas y no tú a las suyas’.
Ellos se han de rendir a tus correcciones y no tú a sus amenazas.
(Consideración cuarta, 360)
El evangelio es un elemento que fusiona la boca del predicador con la del Señor.
En consecuencia, Dios le encomienda que use la herramienta que le ha dado: la “espada
de dos filos,” el “cuchillo” que divide lo malo de lo bueno. Por esta regla de tres, no
queda otra que los ministros que disimulan los delitos del pueblo recibirán la maldición
153
Jeremías 15, 19: “Si vuelves, yo te haré volver y continuarás a mi servicio; y si separas lo precioso de lo
vil, serás como mi boca. Ellos volverán a ti, no tú a ellos.” Es la respuesta del Señor a los lamentos de
Jeremías por sus perseguidores (La Santa Biblia).
147
eterna. 154 Estando así las cosas, en la parte del sermón en la que se desciende a lo
particular, el escenario que presenta Cabrera no es muy halagador:
Nunca el mundo ha estado peor que agora: más cudicioso, más
deshonesto, más loco y altivo; nunca los señores más absolutos y aun
disolutos; los caballeros, más cobardes y sin honra; nunca los ricos más
crueles, avaros; los mercaderes, más tramposos; los clérigos, más
perdidos; los frailes, más derramados; las mujeres, más libres y
desvergonzadas; los hijos, más desobedientes; los padres, más remisos; los
amos, más insufribles; los criados, más infieles; los hombres todos, más
impacientes y enemigos que les toquen ni aun les amaguen con la
reprehensión. Y los predicadores vivimos en sana paz, estimados,
queridos, regalados, ofrendados; nadie nos quiere mal, todos nos ponen
sobre la cabeza. No hacemos el deber, no damos herida ni sacamos sangre.
Somos como el esclavo que esgrime con su señor de respeto, que cuando
ha de herir vuelve la espalda. Y como el que justa con el rey, que al
tiempo del encontrar, alza la lanza. Y vos, confesor, que estáis muy
contento con vuestros hijos e hijas, en que entra la ramera honrada, y el
escribano ladrón y el mercaderazo rico logrero. Todos hallan quien los
absuelva y tienen sus padres de penitencia: Canes muti non valentes
latrare (Isaí., 56). 155 Que con un pedazo de pan, sin que quiera, les dan un
tapaboca que les hacen callar. No dice non volentes, sino non valentes.
Que no pueden ladrar contra los vicios. Que les podrán decir los de abajo:
Qui praedicas non furandum, furaris (Rom., 2). 156 Predicáis contra la
vanidad, y sois un vanillo; contra la gula, y coméis carne y cenáis en
Cuaresma; contra el juego, y sois un tahúr. Callad y callemos, y tengamos
la fiesta en paz. Este es el caso. Que, pues el mundo no nos aborrece ni
persigue, que somos todos unos, cortados a una tisera, hechos a su talle y
condición. Que si fuéramos de Cristo, guerreáramos al mundo, y él nos
tratara como le trató a él. (Consideración cuarta 361)
La selección es una extensa “sátira contra estados” (Smith 118-29), que va
haciendo un repaso de los pecados típicos que definen a cada miembro social; cada uno
154
“Pero los que por no incurrir en el odio del mundo y excusar sus maldiciones disimulan con sus delitos,
sepan que los ha de comprehender la eterna maldición: Maledictus qui prohibet gladium suum a sanguine.
La espada de la palabra de Dios en la mano, ¿y no cortáis y herís, y sacáis sangre? Maldito sois”
(Consideración cuarta 360).
155
Isaías, 56, 10: “Nuestros guardianes están todos ciegos, no comprenden nada; son todos perros mudos,
que no saben ladrar; siempre tumbados, sólo dormir les gusta” (“Contra los malos pastores,” La Santa
Biblia).
156
Romanos, 2, 21: “Tú, que predicas que no hay que robar, ¿por qué robas?” Ésta es una de las
inculpaciones de San Pablo a los judíos que quebrantan la ley (La Santa Biblia).
148
de ellos ensucia y enferma el cuerpo místico de la Iglesia. Se comienza por lo general a
través de una hipérbole 157 (“Nunca el mundo ha estado peor que agora”) para describir un
mundo de confusión y desorden donde reina el pecado. La amplificación retórica de las
enfermedades del mundo, y la visión pesimista del dominico responden al topos de
decadencia y declive que se ha usado en la predicación desde los tiempos de San
Pablo. 158 No obstante, la hipérbole responde también al estilo ascético, 159 en que se
enfatiza más negativamente que en el Medievo el odio hacia el mundo; es decir, se parte
de la idea de que el mundo es más enemigo ahora que nunca del hombre (Gilman 94).
Después, el predicador pasa de la abstracción a lo particular: señores, caballeros,
ricos, mercaderes, clérigos, frailes, mujeres, hijos, padres y criados; todos son el blanco
de su diana. En la sátira también están incluidos aquellos predicadores y confesores que
callan los vicios, describiéndose su vida cómoda con una enumeración (“vivimos en sana
paz, estimados, queridos, regalados, ofrendados; nadie nos quiere mal, todos nos ponen
sobre la cabeza”). Este tipo de existencia contrasta con la de los verdaderos predicadores
evangélicos con Cristo y San Pablo a la cabeza. Los enviados de Dios han sufrido una
transformación que los ha hecho “esclavos” del mundo, que no se atreven a medir sus
fuerzas con él, ni desenvainar la espada (“no damos herida ni sacamos sangre”) por
157
La hipérbole es un tropo que sirve a la amplificatio (Granada, Retórica eclesiástica Tomo I, libro III,
capítulo V, 297).
158
Como refiere Smith, este tipo de quejas en los sermones no son un barómetro fiable para ver el clima
espiritual de la sociedad (7-8). Por otra parte, la declaración de esta protesta se relaciona, en un contexto
literario más amplio, con el topos clásico de la Edad de oro del hombre, en el que cualquier tiempo pasado
fue mejor.
159
Gilman define ascetismo como la literatura de extensa circulación, y concebida con el fin de imbuir al
lector de la ideología contrarreformista (86-87).
149
miedo a las calumnias y, también, por el pecado de la vanagloria. 160 El hecho de incluirse
Cabrera en la invectiva cumple con la norma de no utilizar el púlpito como vehículo de
venganza entre predicadores (Terrones Tratado II, capítulo IV, 203-04; Salucio Parte II,
capítulo 4, 157) y, además, da muestras de la modestia que debía tener el perfil de un
buen predicador (Estella Capítulo XV, 82; Terrones Tratado II, capítulo IV, 204):
Por eso los justos no hacen caso sino de los ojos de Dios, que no pueden
engañarse. No digo que habemos de escandalizar a los hombres, ni que les
habemos de dar buen ejemplo, sino que haciendo esto no pretendamos con
nuestras buenas obras complacerles y granjear sus alabanzas, sino que la
intención vaya derecha solo a Dios. (Consideración quinta 362)
Esta cita funciona como precepto de instrucción de predicadores, en la que se
dicta que la corrección del pueblo y el buen ejemplo se deben destinar, no al halago
personal del predicador con respecto a su público, sino a la honra de Dios. Este
comentario es significativo y repetitivo en la predicación desde los tiempos de San
Agustín, cuando empezaron haber testimonios y censuras contra las muestras de
vanagloria de los predicadores (Fuente Fernández 138). El miedo a la calumnia es el que
hace pecar al predicador, y es un vicio tan arraigada a la “condición del vulgo” 161 que
nadie puede evitarlo; por eso, la lucha del predicador contra la “malicia” del pueblo y
contra sus opiniones “erradas” debe apoyarse, no en la hipocresía, sino en la virtud de la
paciencia (Consideración sexta 362).
La murmuración del pueblo entraba dentro de una problemática más amplia que la
doctrina moral debía corregir. A este propósito, Diego Estella decía que, aunque las
160
La referencia a los dos vicios que impiden funcionar bien a un predicador, el miedo y la codicia, se
repite en diversas ocasiones en la Cuaresma como también en el Adviento y la Epifanía.
161
El pecado de la murmuración, aunque transciende a todas las clases sociales, sin embargo es una
característica que tradicionalmente se ha aplicado a la clase baja de los labradores. Por otra parte, el tópico
del vulgo envidioso aparece a menudo en prólogos de sermonarios y en la literatura secular (Smith 127).
150
malas lenguas eran pecado, debido a la ignorancia general de la sociedad no se tomaba
por tal ni lo castigaba la justicia seglar; por este motivo, debía reprenderse desde el
púlpito, a menudo, y muy duramente (Capítulo XXIV, 124-27). En conclusión, la
insistencia de los maestros de la predicación en la condenación de esta falta es un
ejemplo más de cómo la Iglesia regía los comportamientos humanos basados en los
valores morales de la doctrina católica, y donde el temor a Dios era la clave del éxito
evangelizador.
La misión del predicador asfixiada: los políticos y poderosos
Además de las calumnias del pueblo, había un peligro mayor en el oficio: los
políticos y los poderosos formaban el estado de la sociedad que más dificultaba el buen
funcionamiento evangelizador y social de la predicación. En un sentido más global, la
tendencia cada vez más secularizante de la política renacentista era vista por la Iglesia
como un peligro que podía tambalear los fundamentos de la España contrarreformista.
En el sermón “Consideraciones del viernes después del domingo segundo de
Cuaresma” (Sermones 186-96), el evangelio sobre la parábola de los viñadores
homicidas 162 ilustra la desheredad del pueblo judío a consecuencia de su codicia de
poder. La parábola cuenta cómo un hacendado arrendó su viña a unos viñadores y,
cuando mandó a sus criados a cobrar su parte, los mataron sin pagar lo que debían.
162
“Homo erat pater familias qui plantavit vineam” (Mateo, 21). “Un hacendado plantó una viña” (La
Santa Biblia). La parábola cuenta cómo un hacendado arrendó su viña a unos viñadores y, cuando mandó a
sus criados a cobrar su parte, los mataron sin pagar lo que debían. Siendo Dios el hacendado y los judíos
los viñadores, la enseñanza de la parábola es que Dios como castigo les quitará la viña y se la dará a otros
que paguen sus frutos.
151
Siendo Dios el hacendado y los judíos los viñadores, la enseñanza de la parábola es que
Dios como castigo les quitará la viña y se la dará a otros que paguen sus frutos.
Este episodio favorecía en el sermón la invectiva contra los poderosos; así se
expresa Cabrera:
Contra el grande, el rico, el prelado, no hay quien ose descoser la boca.
¿Qué ha de aprovechar? ¿Hase de gobernar el reino por vuestro dicho?
Echaros han de la tierra, y aun del mundo, si fuere menester. Ver el mal
que hacen, tocar en lo que santifican y canonizan, aunque sea idolatría,
injusticia y maldad, es sacrilegio. Allá a los pobres y gente llana decid las
verdades, que no hay peligro; daros han de comer y honraros han porque
les enseñéis. ¡Oh hacienda de Dios, y en qué manos andas! ¡Señor, enviad
a quien le duela! (Consideración cuarta 191)
La acusación responsabiliza a los poderosos, tanto civiles como eclesiásticos, de
las deficiencias pastorales de los predicadores, que no cumplen con su oficio por temor a
las consecuencias (“[e]charos han de la tierra, y aun del mundo”). Ahora, apunta Cabrera,
no se pueden señalar los vicios de la sociedad (“no hay quien ose descoser la boca”), y no
hay aprovechamiento doctrinal (“¿[q]ué ha de aprovechar?”). Frente al grupo de los
“grandes,” se perfila al pueblo llano como una entidad que respeta la autoridad del
predicador y que agradece sus enseñanzas. Ante estos graves problemas, Cabrera
describe descorazonado la vida del predicador:
La sal, salando se deshace, y la vela alumbrando se consume; así el oficio
del ministro de Dios es gastar su vida por la salud de las almas: Ego autem
libentissime impendam et superimpendam ipse pro animabus vestris. “Yo
(dice San Pablo) de bonísima gana os daré hasta la sangre de mis venas, y
me gastaré y desharé por el bien de vuestras almas.” Para esto nos envía
Dios: para que estudiando, predicando, confesando, aconsejando, quitando
del sueño y de la comida y descanso, nos gastemos en beneficio vuestro,
hasta acabar en esta demanda la vida, pues a su hijo amado para sólo esto
le envió […]. Su doctrina, sus milagros, su vida, su muerte, sus méritos y
satisfacciones, todo para ti […]. Encarnó, padeció, murió, fue sepultado,
resucitó, subió a los cielos: todo fue hacer nuestro negocio. (Consideración
quinta 193)
152
El significado existencial de los predicadores se condensa en el verbo “gastarse,”
término que aporta una connotación negativa a todas sus actividades, pues no se obtienen
buenos resultados. De aquí se deduce que los tormentos que Cristo padeció por los
hombres fueron inútiles también; y eso es lo que más atormenta al dominico. Es más, la
codicia de los fariseos, por la cual persiguieron y crucificaron a Cristo, tiene su reflejo en
la realidad política que pinta el predicador de sus tiempos:
Y pregunto yo, si hay quien me responda ahora: ¿qué tan lejos andan (en
estos desventurados siglos) de este parecer los políticos formales y
virtuales, declarados o paliados? Es una tan abominable secta ésta, en que
finalmente han venido a descabezar todas las que se apartan del legítimo
camino viejo y hollado, tan vergonzosa y tan sucia, que aun los mismos
que la profesan no osan declararse. (Consideración sexta 194)
Los términos “político” y “político maquiavelista” son usados indistintamente
para denominar al grupo de escritores y consejeros políticos que acogen, aunque no lo
admitan, el pensamiento de Nicolás Maquiavelo apartándose del pensamiento tradicional
que ligaba a la Iglesia y al estado. Éstos forman una “abominable secta,” peor que
cualquiera de las que produjo la Reforma protestante, porque disimulan su condición de
ateístas: “[t]odas las herejías han parado con políticos; todos los políticos son ateístas,
hombres sin Dios, que ni le creen ni le adoran” (Consideración sexta 195). La imputación
de ateísmo en el pensamiento de Maquiavelo viene motivada por la separación que hizo
entre la esfera política y la moral y religiosa en el gobierno del estado, en base a la cual el
príncipe sólo debía tener en cuenta en sus decisiones las consideraciones de orden
político. La difusión de sus ideas y la censura de las mismas produjeron que, a finales del
siglo XVI, surgiera una polémica en España iniciada por parte de los detractores del
maquiavelismo.
153
En 1595, apareció la obra del jesuita P. Rivadeneyra (Tratado de la religión y
virtudes que debe tener un Príncipe christiano para gobernar y conservar sus Estados
contra lo que Nicolás Maquiavelo y los políticos de este tiempo enseñan) donde, al igual
que Cabrera, acusaba a todos los políticos de maquiavelistas. El prototipo de político
criticado por estos frailes se puede ver en la figura de Fadrique Furió Ceriol, consejero de
Felipe II, cuyas ideas de la ciencia política se basaba en la yuxtaposición en el príncipe de
la persona política y la persona moral (Maravall, “Maquiavelo” 58). Esta dicotomía en la
persona del príncipe era también inadmisible para el jesuita Jerónimo Gracián, que
publicó en Bruselas, en 1611, Diez lamentaciones del miserable estado de los Ateistas de
nuestro tiempo. En esta obra seguía de cerca a Rivadeneyra; llamaba “ateístas políticos” a
todos aquellos que se guiaban por la “razón de Estado.” 163 El concepto de “razón de
Estado” definía la política del momento 164 y consistía en una conducta política que
tomaba al estado como ley suprema, rechazando consideraciones morales que se
interpusieran en las decisiones (Maravall, “Maquiavelo” 59). La homilía de Cabrera nos
ofrece un testimonio de la popularización del concepto y es, simultáneamente, un ejemplo
de cómo el predicador aprovecha el sermón para dirigir al pueblo hacia una ideología
concreta:
Políticos formales son los que fundan la razón del Estado en poca
conciencia, y atrevida y descaradamente ponen esta pésima manera de
gobernar contra la ley de Dios, diciendo que unas cosas son lícitas por
163
El término no se encuentra en Maquiavelo, sino que aparece por primera vez en monseñor Della Casa,
que lo aplica a la política de Carlos V. Pero al recoger este autor a su vez el saber político de Maquiavelo,
se produce una identificación entre este concepto y el maquiavelismo (Maravall, “Maquiavelo” 60).
164
Según Maravall, era un término que por unos años estuvo en boca de todos, aunque fuera las más de las
veces para negarlo. De hecho, un rasgo de la cultura barroca es que el hablar de política se convirtió en
entretenimiento común, algo que en el siglo anterior estaba reservado a las personas distinguidas (Cultura
barroca 102).
154
razón de estado y otras por conciencia, siendo esto la cosa más bestial que
puede haber; porque el que aparta de la conciencia la jurisdicción
universal que tiene de todo lo que sucede entre los hombres, así en cosas
públicas como en particulares, claramente muestra que ni tiene alma ni
Dios, porque hasta las bestias tienen instinto natural que las inclina a cosas
provechosas y las aparta de las dañosas. […] Políticos paliados llamo yo a
los que en el hecho (ya que no lo dicen) antefieren las leyes del gobierno
humano a las divinas, y que no llevan por presupuesto que todas las leyes
humanas han de ser para que las divinas mejor se guarden, y que
disimular, consentir, darse por desentendidos del quebrantamiento de las
leyes de Dios, porque las humanas sean guardadas, es lo mismo que decir:
venid y matémosle, y será nuestra la heredad. (Consideración sexta 195)
Según este fragmento, los “políticos formales” son los que gobiernan
públicamente en función del concepto de “razón de Estado,” mientras que los “políticos
paliados” son aquellos que lo hacen disimuladamente. Para nuestro predicador, ambos
quebrantan la ley de Dios por ambición, de la misma manera que lo hicieron los fariseos
bíblicos (“venid y matémosle, y será nuestra la heredad”).
Por un lado, la polémica del maquiavelismo hizo frente al proceso de
secularización que la política española fue experimentando durante el siglo XVI. Los
escritores y consejeros políticos se convirtieron en una amenaza patente para el sistema
de absolutismo monárquico-señorial de este período. 165 Siendo la definición de hereje
aquella persona cuyo estilo de vida y forma de pensar no coincidía con la mentalidad
dominante, todos aquellos que fueran “amigos de novedades” --en palabras de Núñez
Beltrán--, se consideraron herejes. Lo nuevo era sinónimo de falsedad, puesto que la
165
Si bien en la primera mitad del siglo XVI se difundieron por España las obras de Maquiavelo, sin
embargo, en 1559, fueron condenadas e incluidas en el Índice de libros prohibidos. No obstante, su
influencia no desapareció del todo en España lo cual, según Maravall, provocó tres tendencias a la hora de
escribir sobre política: en primer lugar, los que lo negaban totalmente desde una posición tradicional,
abogando por un moralismo político basado en la teología de Santo Tomás; en segundo lugar, los que lo
aceptaban disimuladamente junto con los llamados tacitistas; y, por último, los que trataban de asimilar la
novedad de su doctrina articulándola explícitamente, eso sí, en el sistema de la moral cristiana (Maravall,
“Maquiavelo” 39-72).
155
tradición contenida en la Iglesia era lo que se tenía por verdad. Por tanto, la difusión de
las doctrinas extranjeras amenazaba con la desestabilización de todo el engranaje
religioso, político y social montado por la Iglesia y el estado (Núñez Beltrán 352-54).
Por otro lado, recordemos el carácter autoritario y confesional de la monarquía de
los Habsburgo, cuyo sistema se fundamentaba en la tarea sagrada del rey: defender la fe y
administrar justicia (Fernández Álvarez 303). El concepto de justicia también contenía un
matiz religioso; era una virtud cardinal que debían poseer los gobernantes. Justicia era dar
a cada uno lo que su condición merecía, y esto se aplicaba tanto a Dios como al prójimo
(Núñez Beltrán 349); era, en definitiva, un concepto que simbolizaba el triunfo del
creyente sobre los enemigos de la fe: el mundo, el demonio y la carne 166 (Núñez Beltrán
429). Además, en una sociedad de estamentos como la española de este período, el rey
era el vértice más alto de la pirámide social, es decir, el más insigne de los grandes
señores, lo cual quería decir que, políticamente, debía defender los intereses del sistema
señorial.
Todo este contexto nos revela que, en la condenación maquiavélica, se descubre
una lucha en la cual la aristocracia se resiste a dejar entrar en la élite del poder a otro
estamento, los letrados, que estaba intentando hacerse paso y que, de hecho, llegaron a
tomar control de todo el aparato burocrático de Felipe II. Desde finales del siglo XVI, la
presión de la Iglesia, de la monarquía y de la aristocracia creó un descontento general que
causó discrepancias y protestas públicas contra el sistema político y contra la religión
católica. La propagación del ateísmo en España significaba, pues, una disidencia tanto
166
Santo Tomás de Aquino fue quien estableció estas tres fuentes del pecado (Gilman 95).
156
religiosa como política y social; producto, en definitiva, del descontento general
(Maravall, Cultura del barroco 106-07).
En suma, teniendo en cuenta que el sermón de Cabrera debió haber sido
pronunciado durante el último cuarto del siglo XVI, su ataque contra los políticos se
enmarca dentro de las respuestas que la Iglesia dio contra la disconformidad general que
empezaba a darse en Madrid por aquellas fechas. La labor pastoral de la Iglesia debía
consolidar los resultados obtenidos por el Santo Oficio contra los herejes. De ahí que la
contribución del dominico era la de, sin propagar sus doctrinas, avisar y persuadir a la
comunidad católica del peligro “abominable” que amenazaba la integridad religiosa de
España. Por este mismo motivo, al final del sermón, Cabrera expresa explícitamente su
deseo de no seguir hablando sobre los ateos y dedicarse a “nosotros” (Consideración
séptima 195-96). Los católicos representan la tierra fértil donde es posible implantar la
semilla de la predicación; no sin esfuerzo, puesto que como él mismo dice: “[b]onico
anda el mundo estos años, entre católicos y herejes repartido.” Así, con una ironía,
nuestro predicador nos da su visión pesimista sobre el estado espiritual del mundo
compuesto por aquéllos que siguen una fe equivocada, y por los católicos que creen en la
verdadera pero que, sin embargo, en la vida cotidiana no practican las buenas obras.
Cabrera, pues, pinta en sus sermones un mundo que necesita más que nunca de la
actuación y “desgaste” personal de los ministros de la predicación, aun sabiendo cómo la
virtud de la palabra divina es ineficaz en oídos soberbios y codiciosos.
157
Conclusión
El cristianismo siempre ha tenido un enemigo: la carne, porque el demonio
siempre ha dominado el mundo a través de ella. La Cuaresma significa la batalla campal
del cristiano contra el mundo, el demonio y la carne. La Iglesia adiestra al fiel durante
este tiempo proporcionándole las armas que aportan fortaleza y protección en las batallas
diarias que pelea el justo; éstas son las prácticas penitenciales, y la cruz de Cristo es la
imagen de alivio y consuelo a los esforzados.
En Cuaresma, todo se transforma en carne macerada; de ahí, que la oratoria de
Cabrera en este tiempo litúrgico conforme una retórica salpicada de numerosas
referencias e imágenes que tienen un claro énfasis en lo corporal. Concretamente, la
carne del penitente es por donde gira la doctrina cuaresmal en base a su mortificación con
el fin de hacer un simulacro de la muerte de Cristo.
En consecuencia, el deseo de mortificación del cuerpo es el eje por donde gira la
persuasión del discurso, que se cumple poniendo la materia ante los ojos de los fieles: es
la visión de la cruz la que el predicador tiene que estampar en las mentes de quienes le
escuchan como alivio y como recordatorio de la justicia divina. Esta técnica persuasiva
inyecta miedo en el público por el castigo eterno, activando a su vez el oído para que, a
través de la fe, reciba el evangelio en sus corazones.
Por otro lado, los sermones de Cabrera evidencian cómo el miedo que proyecta el
púlpito no es solamente parte de un proyecto doctrinal, sino que también contiene un
elemento social y político. A este respecto, hay una identificación del enemigo tradicional
del cristiano, la carne, con el enemigo de la España contrarreformista: el hereje. Todos
los grupos marginados de la sociedad española del siglo XVI que se apartaban de la
158
mentalidad marcada por la Iglesia y el estado, entraban dentro de la definición de hereje.
De ahí que la incipiente burguesía, compuesta de conversos, y cuyas ocupaciones estaban
asociadas a lo mercantil y a las letras, fuera objeto de sospecha por los cristianos viejos.
Esta concepción es la que subyace bajo la apropiación discursiva del léxico y estilo del
mundo de la mercadería y de la ciencia política. En este sentido, la estrategia discursiva
de Cabrera es aventajar al enemigo, a través de un juego de inversiones, inyectando la
ideología contrarreformista en el área devocional, social y política de España.
La predicación de Cabrera en la Cuaresma evidencia su papel dentro de la
sociedad que, como portavoz eclesiástico, cumple la misión de difundir el evangelio, pero
también de dirigir los comportamientos y conductas del pueblo en base a una moral
nueva que el Concilio de Trento había definido. Su mentalidad conservadora y nostálgica
de los valores medievales y nobiliarios se deja ver en las opiniones y ejemplos que elige
para ilustrar los preceptos doctrinarios. A esta respecto, influyen en él su formación de
dominico, orden religiosa conservadora y cercana al poder monárquico y, cómo no, el
pertenecer a una familia ilustre de cristianos viejos de Córdoba. Estas características, su
elocuencia y saber estar en el púlpito le granjearon poderosos amigos en la corte como
eran el mismo rey Felipe II y el duque de Lerma, valido de Felipe III.
Estos contactos, que beneficiaban sin duda su carrera eclesiástica, no
menoscabaron, como demuestra su predicación, su alto sentido del deber para cumplir
con el apostolado. Su genuina devoción se demuestra constantemente y llega a su cumbre
cuando habla del Redentor. El cuerpo de Cristo es un elemento central en el cristianismo
debido a que su mortificación hizo posible la redención del hombre, la cual quedó
sacralizada en la Eucaristía. La figura y el cuerpo de Cristo es un tema central que inunda
159
el siguiente capítulo de esta tesis: su belleza divina, su cuerpo macerado y su poder como
Dios juez aparecen de una forma elaborada y sublime en la Semana Santa y el Adviento,
respectivamente, hasta tal punto que, al no haber apenas reprensión, el público que está
presenciando la apoteosis del predicador queda prácticamente eclipsado.
160
CAPÍTULO 4
SEMANA SANTA Y ADVIENTO
Canto vuestras dos venidas para despertar dos
afectos: temor y amor en las almas; y habiendo esto,
invocabimus nomen tuum. Invocare est intus vocare,
llamar a Dios, no acá fuera con la boca, sino allá
dentro en el corazón; convidarle con la posada para
que venga a morar en ella.
(Alonso de Cabrera, Sermón primero del Primer
Domingo de Adviento)
Introducción
Este capítulo engloba dos ciclos litúrgicos con estructura e intención diferente a la
Cuaresma y, por eso mismo, su análisis sigue una organización distinta también. Aunque
la Semana Santa es la segunda parte del ciclo cuaresmal, comparte en esta tesis un
capítulo con el Adviento porque ambos se enfocan en la figura de Cristo más que en la
reprensión o en la crítica de costumbres. De las diferencias en cómo se representa a
Cristo, por qué y cómo afecta a los fieles es de lo que trata este capítulo.
En la Semana Santa, Jesucristo completó con su muerte la obra de redención de su
primera venida por obediencia al Padre y por amor de los hombres y, con su resurrección,
triunfó como Hijo de Dios. En cambio, el Adviento celebra la segunda venida de Cristo a
la tierra, pero esta vez con la intención de juzgar a los hombres; así, se representa la
figura del Dios juez implacable y airado con los pecadores. Por tanto, los mecanismos
persuasivos del predicador tienen una intención y enfoque diferentes en cada uno de estos
161
ciclos: en el primero, el énfasis se dirige a despertar el amor, mientras que en el segundo,
el temor.
La Semana Santa
Los sermones de la Semana Santa abarcan los pasos que recorrió Jesús desde que
empezó a ser perseguido por la justicia hasta su muerte y resurrección. Son diecisiete
sermones que van desde el Domingo de Pasión hasta el Domingo de la octava de la
Pascua de Resurrección.
Esta sección del capítulo examina el significado del misterio de la Pasión de
Cristo en la vida del cristiano, y cómo Alonso de Cabrera lo expresa a través, sobre todo,
de la descripción física del Redentor. Los últimos momentos de su vida son revividos con
la representación de un Jesucristo tan humanizado que --en palabras de Cabrera-- “se
entrega a la muerte.” En el texto resalta y fluye la corporeidad de Cristo al igual que la
voz descarnada y profundamente emotiva del predicador. En este sentido, los sermones
de la Semana Santa del dominico constituyen el ejemplo más sublime y completo que
encuadra a la predicación en un acto de “performance” cultural, y donde la emisión
comunicativa del mensaje evangélico es cuando más clara y eficientemente produce un
efecto determinado en el receptor: la devoción.
Sermones de la Pasión
Los sermones de la pasión, muerte y resurrección 167 contienen misterios que
abarcan cuatros artículos de fe de la doctrina católica: Creer en Jesucristo, único Hijo de
167
Para la Semana Santa utilizo la edición de Mir de 1930.
162
Dios, Señor nuestro, fue concebido del Espíritu Santo, y nació de María Virgen,
verdaderamente murió por nosotros y fue puesto en sepultura, descendió a los infiernos y
resucitó al tercer día. De entre ellos, el artículo más importante de la fe cristiana es la
resurrección de Cristo, porque es donde mostró ser el Hijo de Dios y Dios inmortal.
El segundo artículo de fe es creer en Jesucristo como único Hijo de Dios y como
Señor nuestro. Esto implica, según explica fray Luis de Granada, creer en que la venida
de Cristo a la tierra fue para la redención de los hombres. 168 Jesucristo actuó como
medianero entre un Dios airado y unos hombres culpables: con su naturaleza divina tenía
poder infinito para perdonar los pecados, mientras que con su cuerpo humano podía pagar
la deuda que los hombres tenían contraída con el Padre.
Según Granada, la humanidad de Cristo es la vía que nos conduce a Dios, porque
nuestro entendimiento “no se acomoda a contemplar las cosas espirituales sino envueltas
en figuras corporales”; es decir, Dios quiso “hacerse hombre y vestirse de carne humana”
para que “lo contemplásemos vestido de carne,” y así a través de lo “corporal y visible,
nos levantó al conocimiento de las cosas espirituales” (Granada, Discurso de la
Encarnación 180).
Siguiendo la línea de pensamiento de la teología dominica, Cabrera nos acerca a
la figura física de Cristo con el fin de que podamos llegar a captar un reflejo de su
naturaleza divina. La descripción de su belleza excepcional responde a esta idea, y
aparece en tres contextos específicos que marcan el final de su vida en la tierra y el
168
“Llegándose el cumplimiento del tiempo, el cumplimiento digo del tiempo de hacer misericordia, envió
Dios su Hijo unigénito a este mundo para que recibiendo verdadera humanidad el mismo que era Dios,
obrase la redempción de todos los hombres” (Granada, Compendio de doctrina cristiana 81).
163
cumplimiento de su misión: la diferencia de su cuerpo antes y después de la pasión y,
después, el de la resurrección. Cuando la Virgen andaba buscando a su Hijo, sin saber
aún que su cuerpo ya había sufrido muchas maceraciones, funciona como un ejemplo del
primer caso:
Dilectus meus candibus et rubicundus, electus ex millibus: “Blanco es y
colorado como el envés de la rosa, escogido entre millares.” Su cabeza es
de oro fino, su cabellera como hojas de palma poblada: toda negra como la
pluma del cuervo, y sin cana alguna; sus ojos como palomas lavadas con
leche; sus mejillas como eras de flores; sus labios como lirios y azucenas
que destilan de sí mirra escogida; sus manos volteadas, que se mueven con
más facilidad que si fueran de gonces de oro sembradas de piedras
preciosas, de jacintos; su vientre de marfil con mil esmaltes de zafiros; las
piernas blancas y fuertes como columnas de alabastro que están fundadas
sobre basas de oro; su gentileza y buen parecer es como el monte Líbano;
dispuesto y escogido como los cedros entre la madera; su garganta y habla
suavísima; todo es amable, todo deseable; no tiene cosa que no lleve el
corazón tras sí. (“Viernes Santo,” Consideración decimosexta 473-74) 169
En esta selección, el predicador traduce y amplifica del latín el Cantar 5 del
Cantar de los Cantares, a cuyas imágenes metafóricas acudirá en más ocasiones, con el
fin de describir la lindeza del cuerpo en el que se ejecutaron gravísimos tormentos. Ya
vimos que la descripción de personas era uno de los recursos retóricos que ayudaban a
despertar las emociones del público, porque se ponía delante de los ojos lo que se estaba
hablando; es decir, la descripción construía en la imaginación una escena, y ésta producía
un sentimiento determinado que, en este caso, es el enamoramiento de Cristo. 170
El otro ejemplo de la belleza de Cristo es su figura resucitada que, cuando salió
del sepulcro y fue andando por las calles, maravillaba al que lo veía. El predicador
169
En este capítulo, la referencia del título de los sermones de la Semana Santa se citará de forma reducida
para evitar la repetición del vocablo “Consideraciones.”
170
“Descripción es exponer lo que sucede o ha sucedido, no sumaria y ligeramente, sino por extenso y con
todos sus colores, de modo que, poniéndolo delante de los ojos del que lo oye o lo lee, como que la saca
fuera de sí y le lleva al teatro” (Granada, Retórica eclesiástica Tomo I, libro III, capítulo VI, 314-15).
164
expresa esta visión usando, sobre todo, las metáforas del Cantar 5, tras las cuales
concluye: “viéndole tan acabado y perfecto, le dicen: No hay más que desear; a todo
deseo habéis llenado y satisfecho. Totus desiderabilis” (“Domingo de Resurrección,”
Consideración segunda 492). Su admirable apariencia es la expresión externa de su alma
inocente, llena de amor, que incita al deseo de mirarle y seguirle, y que le hace a Él
mismo desear fervientemente morir por los hombres. Cabrera utiliza la escena de la
última cena de Cristo con sus discípulos para explicar la magnitud de este sentimiento:
Pero ahora contempla su pasión como señal de su amor incomprensible,
como cumplimiento de sus deseos. Y como estos eran tan encendidos de
padecer por los hombres, no pudo haber para Él día más alegre, ni pudo
ser fiesta más regocijada para su amor que el día en que tuvo oportunidad
para padecer. De este amor nacía aquel deseo impaciente, que significó a
sus discípulos el día de la cena: Desiderio desideravi hoc pascha
manducare vobiscum antequam patiar. ¡Oh, qué deseado tenía comer con
vosotros esta pascua! Con deseo he deseado. No se puede entender la
grandeza de este deseo, así como ni de la caridad de donde procedía.
(“Domingo de Ramos,” Consideración segunda 407)
La última cena significó la despedida de Cristo de sus discípulos y de la tierra,
pero esa misma noche instituyó el Sacramento de la Eucaristía que aseguraba su
permanencia entre los cristianos. Durante esa cena, aunque la pasión estaba muy
próxima, sin embargo, el Redentor la contemplaba en su imaginación como el
cumplimiento de todos sus deseos. Así, después de sus palabras dulces y amorosas
encomendó a sus discípulos el mandamiento de amor: que se amaran los unos a los otros
como él les había amado.
La retórica del deseo en las Escrituras (Desiderio desideravi, “con deseo he
deseado”) se sustenta en el sentimiento del amor, cuya fuente es la caridad. Esta virtud se
expresa en perfectísimo grado en la persona de Jesucristo que, como “prueba de amor por
el amado,” muere después de tormentos equiparables a los del infierno, constituyéndose
165
así en el primer mártir del cristianismo. Como Cabrera nos adoctrina, “Dios primero amó
con obras para que los hombres le amaran” (“Sábado después del Domingo de Pasión,”
Consideración cuarta 401); en correspondencia de ese amor y como agradecimiento por
la redención, la obligación de los cristianos es también obrar siguiendo el modelo de
Jesucristo (“Miércoles después del Domingo de Pasión,” Consideración sexta 371).
Ya en el huerto de Getsemaní, después de la alegría de la última cena y momentos
antes de que le prendieran los centuriones, Cristo se retira a un sitio más apartado con sus
tres discípulos preferidos. Estando allí con ellos, sigue narrando el predicador,
“[c]omenzó a entristecerse, demudarse y tener pavor” (“Viernes Santo,” Consideración
segunda 456). La profundidad de su tristeza, explica Cabrera, se debió a dos motivos. Por
una parte, con su naturaleza divina vio “nuestros innumerables y gravísimos pecados,
nuestra obstinada malicia y bestial ingratitud” (“Viernes Santo,” Consideración segunda
457). Por otra parte, percibió también “la representación de todos sus tormentos, afrentas,
dolores y muerte que había de padecer, los cuales perfectísimamente aprehendió con su
imaginación nobilísima, como si los tuviera presentes.” Esta visión hizo impacto en su
naturaleza humana hasta hacerle “agonizar y sentir mortal angustia con la imagen de la
muerte” (“Viernes Santo,” Consideración segunda 458).
Aristóteles, refiere Cabrera, conceptuó la muerte como “omnia terribilium
terribilisimum: De las cosas terribles que hay en la naturaleza, la más terrible; de las
desabridas, la más desabrida, la más amarga” (“Jueves de la Cena,” Consideración
segunda 442). En la pasión del huerto, el conflicto entre su alma y su cuerpo fue de tal
magnitud que sudó sangre mientras le pedía a Dios que apartara de Él ese cáliz; no
obstante, comenta el predicador, a pesar de la flaqueza sensitiva de su carne, la caridad le
166
dio fuerzas para rendir su voluntad a la del Padre (“Viernes Santo,” Consideración cuarta
459).
Esta escena enseña al cristiano que la imitación de Cristo, en su humildad y
caridad, se consigue a través de la penitencia por ser el único camino que conduce al
remedio de la culpa y al perdón de Dios. Un modelo más cercano al cristiano es el de San
Pedro que, al mirarlo Cristo después de haberlo negado tres veces, empezó a llorar
“amargamente.” La penitencia de San Pedro continuó hasta el resto de su vida cada vez
que cantaba el gallo; el gallo, aclara Cabrera, representa al predicador que “con sus voces
pretende despertar a los pecadores dormidos del sueño de la culpa, que duermen en la
noche de la ignorancia” (“Martes después del Domingo de Ramos. Negación de San
Pedro,” Consideración cuarta 425).
Después de revivir este primer paso de la pasión, el predicador irrumpe con una
explosión de emotividad, mientras recapacita sobre la misma escena:
¡Oh, Redentor mío! ¿Qué afición es esa tan grande? ¿Qué mal de muerte
tan terrible que causa estos trasudores sangrientos? ¡Oh, manso cordero!
¿Y cómo en la entrada de vuestra pasión se trasluce su doloroso fin y
salida? Porque si tanto espanta la sombra, ¿qué hará la verdad? Si sólo
pintada basta a causar la muerte, ¿qué hará en efecto padecida? ¡Oh, amor,
fuego de alquitrán que ardes en las aguas de nuestros pecados, que cuanto
en mayor número se representan tanto con mayor fuerza te enciendes!
¡Oh, caridad excesiva! ¡Oh, sangre deseosa de verterte por nuestro
remedio, pues no sufres la tardanza de los verdugos, y les ganas por la
mano, siendo por amor primero que por violencia vertida! ¡Oh, Salvador
mío, y cuán costoso es mi rescate! (“Viernes Santo,” Consideración cuarta
459)
La selección expresa que la sangre que sudó el cuerpo de Cristo era sólo una
sombra de lo que después padecería. La emoción que despierta en el predicador la
caridad divina se extiende por toda una “consideración” del sermón del Viernes Santo; es
expresada por medio de admiraciones y preguntas retóricas, junto con exhortaciones
167
diversas y verbos en imperativo. Estos recursos retóricos eran impactantes si se
pronunciaban adecuadamente y en unísono con la gesticulación de la cara y los
movimientos del cuerpo. La actio del predicador pretendía impresionar visualmente a los
fieles con el objetivo de despertarles la devoción (Orozco 143). Una vez reblandecidos
los corazones por medio de los efectos de la actio, Cabrera concluye la consideración
formulando la verdadera razón por la que se están reviviendo los sufrimientos de Cristo;
teniendo esto en mente, se dirige al auditorio en los siguientes términos:
[P]ecadores, si no os acabáis de persuadir que habéis sido los matadores
de Cristo, venid a este huerto y miradle cuál está tendido en el suelo,
pegado su rostro con la tierra, desamparado del Padre, cercado de tristezas
de muerte, afligido con nuestros pecados, espantado de sus tormentos, su
cuerpo destemplado, todos sus miembros hechos fuentes de sangre, y
mirad que de todo eso son causa vuestros pecados; porque ahora no le
azotan los verdugos, no le coronan los soldados, no son los clavos ni las
espinas los que ahora le hacen salir la sangre, sino tus pecados. […] venga
la voluntad indómita a esta dolorosa estación, y sacrificadla aquí al Señor;
enseñadla a rendirse a la voluntad de Dios, a imitación de Cristo, y lavaos
con agua de lágrimas; porque si en este paso no os compadecéis del Señor,
y si cuando Él suda sangre de todo su cuerpo vos no vertéis lágrimas de
vuestros ojos, pensad que tenéis corazón de piedra y que se os ha de
imputar la sangre de Cristo. (“Viernes Santo,” Consideración cuarta 460)
La selección en un buen ejemplo de cómo Cabrera nos invita a contemplar la
escena en calidad de ejecutores de estos tormentos; aquí los verdugos somos nosotros, en
otras “consideraciones” serán los soldados romanos. Se pasa en el discurso de la segunda
persona del plural al “tú” para dar la impresión de que se está hablando a cada oyente
individualmente (Estella capítulo XXVII, 138-40) y, así, hacerles sentir más fuertemente
en sus conciencias la culpabilidad. La intención era actuar sobre la imaginación del
público; igual que Cabrera explicaba cómo Cristo veía en su mente imágenes horrendas
sobre los pecados de los hombres y sobre sus propios tormentos, así el predicador usa el
recurso retórico de la descripción y su propia representación y pronunciación (actio) para
168
que el público, sintiendo profundamente la culpa, se imaginara los tormentos del infierno
(Granada, Retórica eclesiástica Tomo I, libro III, capítulo X, 365-87; capítulo VI, 31415).
Pero, además, hay que tener en cuenta que la arquitectura de las iglesias barrocas
y su decoración “rica y movida” de figuras, alegorías y escenas ayudaban al ministro
sagrado a dar la impresión de irrealidad (Orozco 123-43). Así, cuando Cabrera dice al
público “venid” y “miradle,” es más que probable que además de elevar la voz con una
entonación emotiva, moviera sus brazos, cuerpo y cabeza hacia representaciones
pictóricas, iconográficas y escultóricas que habría dentro de la iglesia o convento,
señalando con el dedo las diferentes narraciones visuales de los pasos de la Pasión que
representaban. No cabe duda de que estas obras artísticas eran herramientas
imprescindibles para que la predicación fuera efectiva, tanto para hacer más claro el
mensaje evangélico (campo del entendimiento), como para despertar la devoción de los
fieles (campo de la voluntad).
Después de que el ministro sagrado ha sacado a flor de piel sentimientos de
compasión y amor y, simultáneamente, de remordimiento por la culpa, entramos en la
descripción física del Jesucristo torturado. Cabrera va recorriendo todos los pasos de la
pasión, describiendo las diferentes afrentas y torturas que fueron cometiendo los
centuriones en el cuerpo del Redentor. Así llegamos al punto culminante de la narración,
cuando Pilatos muestra la figura del Hijo a la multitud coronado de espinas y vestido con
el manto de rey sobre su cuerpo macerado. Cabrera aclara que, la razón por la que Pilatos
lo mandara azotar tan cruelmente, y de que después lo mostrara al pueblo, fue con la
esperanza fallida de que despertara la compasión. Al igual que Pilatos, pero con una
169
profunda y sincera conmoción, el predicador muestra el cuerpo desfigurado de Cristo a su
público exhortándoles a contemplar la escena:
Venid acá, almas cristianas, a ver este maravilloso espectáculo, y mirad
con atención esta figura que saca el que es resplandor de la gloria del
Padre y espejo de su hermosura. Mirad cuán avergonzado estaría allí en
medio de tanta gente, con su vestidura de escarnio, con sus manos atadas,
con su corona de espinas, con su caña en la mano, con el cuerpo todo
quebrantado y herido de los azotes y todo encogido, afeado y
ensangrentado. Mirad cuál estaría aquel divino rostro hinchado con los
golpes, afeado con las salivas, rasguñado con las espinas, arroyado con la
sangre, por unas partes reciente y fresca, por otras fea y denegrida. Y
como el santo Cordero tenía las manos atadas, no podía con ellas limpiar
los hilos de la sangre que por los ojos corrían; y así estaban aquellas dos
lumbreras del cielo eclipsadas y casi ciegas y hechas un pedazo de carne.
Finalmente, tal es su figura, que no parece hombre, sino un retablo de
dolores, pintado por mano de aquellos crueles pintores y de aquel mal
juez, a fin de que abogase por él ante sus enemigos esta tan dolorosa
figura, tanto que, porque no pensasen era otro, o algún leproso, fue
menester avisarles: Ecce homo. (“Viernes Santo,” Consideración
decimocuarta 471)
El “retablo de dolores” pintado por el predicador muestra con marcado realismo la
desfiguración y deshumanización de Cristo en el paso antes de su crucifixión. La
insensibilidad de Pilatos contrasta con este nuevo pintor: el predicador fervoroso, lleno de
amor de Cristo que, con enumeraciones y metáforas cruentas, retrata vívidamente la
tortura en el cuerpo “afeado” del Redentor. La deformidad de Cristo es extrema, pues
“para restituir al hombre en la dignidad perdida, vino a perder la figura de hombre,” y
funciona como un espejo que refleja con precisión la monstruosidad del pecado.
Una vez crucificado, la culpabilidad del hombre resonó en las pocas palabras que
pronunció Cristo mientras expiraba: “Pater, dimitte illis, quia nesciunt quid faciunt:
‘Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen’” (“Viernes Santo,” Consideración
decimoctava 476). Estas palabras, dice el predicador, hicieron temblar todo el poder del
infierno al saber la infinita caridad de donde salían; esta voz debe ser para el cristiano,
170
adoctrina Cabrera, “música” divina que ahuyenta al demonio y anima a amar a Dios y al
prójimo como a uno mismo.
La segunda voz que salió de su boca, sigue el predicador, demostró su “inefable
misericordia” pues perdonó al “buen ladrón” que tenía a su derecha, y le prometió el
Paraíso, lo cual es incentivo que “alienta nuestra esperanza.” Con la tercera voz, “Mulier,
ecce filius tuus: ‘Mujer, ves ahí a tu hijo’. Y al discípulo: Ves ahí a tu madre”
(Consideración decimoctava 477), Jesús convirtió a la Virgen en madre de todos los
hombres.
La cuarta voz fue una “piadosa queja:” “¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me
desamparaste? Este fue el más triste canto y la más dolorosa voz que se oyó jamás en
todas las generaciones, y la que más deben sentir nuestras almas” (Consideración
decimonovena 477). Estas amargas palabras significaron su desconsuelo y soledad
“bebiendo el cáliz de su pasión;” en estas palabras, instruye Cabrera, se debe fijar el
cristiano cuando le pesen las tribulaciones, y deben ser el detonante que encienda más el
amor al Salvador.
Después de dirigirse con un grito a la muchedumbre que le contemplaba pueblo:
“Sitio, ‘Sed tengo,’” y beber el vinagre que le dieron, dijo por fin: “Consummatum est.
Ya los dolores están en su punto; los tormentos que a poco a poco han ido creciendo, ya
han llegado a colmo; ya están en lo sumo. Con esto queda cumplida la obediencia al
Padre y acabada la obra de la redención.” Así entregando su alma al Padre pronunció sus
últimas palabras: “Pater, in manus tuas commendo spiritum meum. ‘Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu’” (Consideración decimonovena 477-78).
171
Herrero Salgado dice que la humanidad de Cristo es un misterio de amor
(Oratoria sagrada II, 210), y el tratamiento que hace Cabrera del tema alimenta, como
Santa Teresa, “la imaginación para la meditación, el sentimiento y la contemplación
compasiva presentando a Cristo en su doliente y dolorosa Humanidad” (Oratoria
sagrada II, 209). El realismo cruento de las descripciones físicas como resultado de las
torturas contrasta con las imágenes hermosas de las metáforas que describen la hermosura
del cuerpo divino tan delicado como el más noble de los señores nobles. La imaginación
despierta de Cristo, viendo sus futuras torturas, se equiparan con la que se quiere
despertar en el público con la visión de los tormentos del infierno. No hay crítica social,
sino acusación de muerte perpetrada en una víctima inocente; en este sentido, el objetivo
a cumplir en el sermón era nutrir en el fiel el amor a Cristo, pero empañado por un fuerte
sentimiento de culpa.
Ya vimos en el capítulo segundo de esta tesis, el concepto de “drama social” de
Victor Turner (74) y cómo, en las manifestaciones culturales de una sociedad, se generan
“tipos simbólicos” que vienen a funcionar como el elenco de un drama narrado que se
toma como paradigmático, y que sirve para asegurar la inmortalidad social.
En el caso del drama de la Pasión, los sermones de Cabrera presentan a Cristo
como el prototipo del mártir enamorado que por amor mutilan su cuerpo hasta lo
indecible, y a los hombres, es decir, a nosotros, como los espectadores cómplices que
adquieren en el reparto el papel del verdugo. Aparecen en la representación otros tipos
simbólicos que son modelos de conversión, penitencia y caridad: San Pedro nos da la
pauta de la penitencia; la Magdalena, la enamorada de Cristo; la Madre amantísima,
mártir entre los mártires; y el buen ladrón, al estar al lado de Cristo en la cruz “se derrite
172
su corazón” y pasa de criminal a convertirse en el primer hombre que entra en el Paraíso
con el Señor. 171
La interpretación de la muerte y resurrección de Jesús estaba enmarcada dentro de
los valores de la sociedad católica de la España del siglo XVI. Por tanto, era plenamente
aceptada por el público presente como por todo aquel que accediera a estos sermones
escritos.
Si recordamos las palabras de Turner sobre el performance cultural, la experiencia
es parte integrante de la capacidad “performativa” de la religión y la razón por la que se
mantiene viva en las culturas; en otras palabras, los participantes fluyen con los eventos
mientras que los van experimentando, según el conocimiento que ya poseen del evento
cultural tomando instintivamente el papel de auditorio. Ésta ya dijimos que era la
propiedad esencial que la predicación adoptaba del significado general de performance:
la identificación del receptor con lo que está presenciando (Sennet 148). Esta
identificación se asienta en la veracidad del momento representado, motivo por el cual el
acto de “performance” actúa como un espejo donde se reflejan los observadores: a través
del performance, se atribuye significado a las partes de la experiencia porque se reviven
los eventos, al pensar en ellos retrospectivamente, produciendo que la sociedad reflexione
sobre sí misma con pensamientos y emociones poderosas. De la misma forma que la
visión que tuvo Cristo sobre sus torturas produjo la penitencia de su cuerpo, y la visión
que tuvo de todos los vicios de los hombres, la tristeza de su espíritu, el predicador
171
Se dedica un sermón a cada una de estas figuras bíblicas: Consideraciones del martes después del
domingo de Ramos. De la negación de San Pedro (Sermones 418-29); Consideraciones del jueves después
del domingo de Pasión. De la conversión de la Magdalena. A las públicas pecadoras (Sermones 374-82);
Consideraciones de la soledad y llanto de la Sacratísima Virgen María nuestra señora (Sermones 479-88);
Consideraciones del miércoles después del domingo de Ramos. De la conversión del buen Ladrón
(Sermones 429-38).
173
pretende que cuando cante el gallo --con todos sus recursos retóricos y sabiduría de las
Escrituras-- despertemos todos los hombres de nuestro letargo con las visiones del
infierno, seamos saetados por el amor divino y, por eso mismo, nos arrepintamos con
sollozos de nuestros pecados.
El Adviento
En el tiempo de Adviento, la Iglesia pretende que los fieles tomen conciencia del
paso del tiempo y de su condición mortal con el fin de alentar la esperanza de la venida
del Señor. Es el tiempo litúrgico cuando se celebran las dos venidas de Cristo: una ya
ocurrió, cuando el Verbo se encarnó para empezar la obra de la redención, y la otra, al
final de los tiempos, para acabarla. Además, en este tiempo se celebra la presencia
continua de Jesucristo en su Iglesia para operar día a día la salvación de los fieles y del
mundo. Así tenemos que en el Adviento sobresale la “expectante alegría” del creyente en
ver cumplida la obra de la redención (Conferencia Episcopal 24); pero, al mismo tiempo,
como veremos en las homilías de Alonso de Cabrera, el objetivo del predicador también
era despertar un terrorífico temor al juicio final porque, al fin y al cabo, todos somos
pecadores.
En la oratoria sagrada del siglo XVI, la liturgia de la misa establecía el tipo de
sermón que el orador sagrado debía predicar y, al mismo tiempo, debía construir la
homilía a partir de un tema también dado: el evangelio del día (Salgado, Oratoria
sagrada I, 307). En el sermonario del padre dominico publicado en 1609, el Adviento
aparece dividido en cuatro domingos que integran cada uno diferentes sermones del
mismo evangelio. En el primer domingo, aparecen cuatro sermones que se dedican a la
174
segunda venida de Cristo; el segundo domingo integra otros cuatro sermones, en los que
se empieza a celebrar la primera venida de Cristo a través del perfil de su precursor, San
Juan Bautista; en el tercer domingo, hay tres sermones y, en el cuarto, uno; todos estos
últimos dedicados a la primera venida. El Adviento, pues, hace un total de doce sermones
entre los que están intercalados varios sermones de santos que cumplían con las
festividades dedicadas a ellos en ciertos días específicos del año. 172
Primer Domingo de Adviento
El hecho de que la Iglesia hiciera repetir el mismo evangelio durante sucesivos
domingos debió de conformar un método efectivo para modelar conciencias y reafirmar
los mensajes proyectados desde el púlpito. En cualquier caso, la reiteración marcaba la
gran importancia que tenía la preparación del cristiano para recibir a Dios en sus dos
venidas.
El mismo Cabrera advierte que la segunda venida de Jesucristo es un tema que
aparece repetido en las Escrituras con “lecciones” variadas, debido a la “infinidad y
extrañeza de las cosas que en este juicio han de pasar, y la necesidad de fijarlas en la
memoria” (“Sermón tercero,” Introducción 493). Con esto tenemos que, tanto los profetas
como Cristo y sus discípulos, trataron de este día de forma insistente con la intención de
que los hombres atemorizados se prepararan. Por esta razón al principio del año, continúa
Cabrera, la Iglesia católica quiere dar a conocer en qué consistirá el juicio final, y qué
172
Para el ciclo litúrgico del Adviento utilizo la edición de Mir de 1906; y por ser los sermones de santos
un tipo de oración diferente, no se incluyeron en esta edición (que es la que contiene el resto del sermonario
de Cabrera), con el propósito incumplido de publicarlos en otro tomo junto con los de otros grandes
predicadores de la época.
175
señales le precederán por constituir “el más poderoso remedio” que se le puede aplicar al
pecador (Introducción 495). 173
El principio de la filosofía moral, “lo que es último en la ejecución es primero en
la intención” (“Sermón primero,” Introducción 473) asiste a Cabrera para explicar por
qué la enseñanza doctrinal del cristiano debe empezar por el último suceso de la obra de
la redención, y no por el principio (el nacimiento de Cristo). El ejemplo para ilustrarlo es
la preparación de un viaje: si un individuo quiere viajar, primero hace todos los
preparativos y después ejecuta el viaje en sí. De la misma manera, de los dos
advenimientos de Cristo se debe tratar primero del último, el justiciero, por ser el final de
la obra de la redención. 174
En este estado de cosas, el deber del cristiano al principio del año litúrgico es
prepararse espiritualmente para la segunda venida a través de un medio: el temor. La
imagen de limpiar la casa sirve para ilustrar el proceso que debe seguir el corazón del
cristiano: el temor limpia la casa, la confesión barre los pecados y el amor la adorna para
recibir a su huésped. 175 En otras palabras, el corazón debe limpiarse de pecados para
después llenarlo con amor de Dios; ésta será la firmeza que sustente al justo en medio de
la confusión del juicio final.
173
Para la Conferencia Episcopal Española actual, no importa establecer cuál es el principio del Año
litúrgico: bien podría empezar en la Pascua y terminar en el Adviento, bien al revés (24).
174
“Queréis vos ir a Sevilla, y para esto os aprestáis, buscáis dinero, alquiláis mula, proveéis la alforja y
hacéis vuestras jornadas. Lo último que conseguís es llegar a Sevilla; mas lo primero que proponéis es ir
allá, y por este fin hacéis todo lo demás. El juicio final en que se ha de dar premio consumado a los buenos
y castigo a los malos es lo último, el fin y remate de la redención. Esta es la clave y cerradera con que echa
Dios el sello a todas sus maravillas; y así quiere que aunque en la ejecución es la última, en la intención y
propósito sea primera, y que della se dé principio a la narración desas maravillas” (Introducción 473).
175
“Después de que el temor rae y limpia la casa, y la confesión la barre y escombra, y el amor la adorna
con la tapicería de todas las virtudes que trae su compañía, viene bien llamar dentro al Esposo y convidarle
con la Esposa al lecho florido del corazón limpio” (Introducción 473).
176
San Lucas, capítulo 21, es el evangelio de este primer Domingo de Adviento, el
cual refiere las señales premonitorias que aparecerán en el cielo antes del juicio final;176
pero, siguiendo el mismo principio filosófico, Cabrera abre la representación de estos
hechos, no con las señales en sí, sino con la imagen de Cristo en su segunda venida:
Vio San Juan en espíritu un ángel fuerte que descendía del cielo vestido de
una nube; el rostro como el sol de medio día, en la cabeza traía por
diadema el arco del cielo, los pies eran dos columnas de fuego, y tenía en
su mano un libro abierto; su voz era terrible, como bramido de león. Puso
el pie derecho en la mar y el izquierdo en la tierra, y tendiendo la mano
hacia el cielo, como quien la pone en vara de justicia, juró por vida del que
vive en los siglos de los siglos quia tempus non erit amplius. Este ángel
milagroso es Cristo nuestro Redentor; ángel del gran consejo, ha de bajar
personalmente del cielo el día del juicio. (“Sermón primero,” Introducción
474)
La visión de San Juan evangelista (Apocalipsis, 10) nos muestra a un Cristo con
el cuerpo glorificado (“vestido de una nube”), y con un arco en la cabeza que representa,
explica el predicador, la misericordia y paz que trajo en su primera venida. En contraste,
sus pies, como dos columnas de fuego, figuran el poder y rigor que le caracterizará en
esta segunda venida. El libro abierto simboliza la sabiduría eterna que se expresa en el
oficio de juez que desempeñará, y el bramido de su voz señala la sentencia de
condenación que pronunciará contra los pecadores.
Cabrera hace referencia a otra visión de San Juan (Apocalipsis, 14) (“Sermón
primero,” Consideración tercera 479), donde se reitera la manifestación de la humanidad
de Cristo como juez; esta vez, la hoz que portará en su mano simbolizará el “juicio
soberano,” mientras que la corona de oro, su “eterna sabiduría.” En las dos visiones, la
176
“Erunt signa in sole et luna et stellis” (San Lucas, 21, 25). “Habrá señales en el sol, en la luna y en los
astros” (La Santa Biblia).
177
figura del Dios juez está representada como la de un hombre lleno de ira; pero un hombre
que es Dios: cólera espantosa que producirá una vista terrible para los pecadores. 177
Una vez que el predicador ha inyectado las primeras dosis de temor con la
descripción de estas dos visiones, es hora de enfrentar a los fieles con otro enemigo: el
tiempo. Éste aporta un matiz inquietante a la vida del hombre, pues toda ella significa el
tiempo para “negociar” la salvación; en el día del juicio final, el tiempo habrá terminado.
Las Sagradas Escrituras insisten en la proximidad del fin:
[E]stando los que ahora vivimos tantos años más cerca de la ejecución
della y del tiempo en que se ha de cumplir, del cual dijo entonces San
Juan: Filioli, novissima hora est? El mundo ya está bloqueado y con la
candela en la mano; no le queda más de una hora de vida; ¿cómo nosotros
no la pensamos, no la tememos? No hallo yo otra razón desto sino que de
los que ahora vivimos, muy poquitos se han de salvar. (“Sermón tercero,”
Introducción 494)
Decíamos que el eje principal del Adviento era la toma de conciencia del paso del
tiempo en función de la condición mortal de los hombres. La “hora de vida” que le queda
al mundo señala la inminencia de la acción, que es cada más fuerte porque el tiempo no
para de correr; partiendo de la base de que el temor cura al pecador, el no sentir temor
cuando se escuchan estas cosas es síntoma, diagnostica el predicador, de la ya
condenación del individuo.
El efecto de proximidad se potencia con la reiteración de las profecías de las
señales (Ezequiel, 32), que se van repitiendo a lo largo de los cuatro sermones:
Cuando quisiere acabar contigo y acabarte, cubriré de luto los cielos y
haré que se escurezcan sobre ti las estrellas; cubriré el sol con una nube y
la luna no resplandecerá con su luz; y a todas las lumbreras del cielo haré
que se entristezcan y lloren sobre ti; y enviaré tinieblas sobre toda tu tierra.
(“Sermón tercero,” Consideración primera 496)
177
Cabrera compara este tipo de ira a la del hombre flemático que tarda en enfadarse pero que, cuando lo
hace, es terrible y difícil de que se vaya (“Sermón primero,” Consideración cuarta 480).
178
La oscuridad de los astros es el aviso de la llegada de la justicia de Dios; pero,
inmediatamente después, se sucederán las señales de su enojo:
Así estará el aire lleno de relámpagos, torbellinos y cometas encendidos.
La tierra estará llena de aberturas y temblores espantosos, los cuales se
creen que serán tan grandes que bastarán para derribar, no sólo las casas
fuertes y las torres soberbias, mas aun hasta los montes y peñas arrancarán
y trastornarán de sus lugares. La mar, sobre todos los elementos se
embravecerá, y serán tan altas sus olas y tan furiosas, que parecerá han de
cubrir toda la tierra. […] Dice el señor que se verán entonces las gentes en
grande aprieto, y que andarán los hombres secos y ahilados de muerte por
el temor grande de las cosas que han de sobrevenir al mundo.
(“Sermón tercero,” Consideración primera 496)
Ante la naturaleza embravecida, los hombres andarán atónitos, confusos y
desorientados buscando un lugar seguro para cobijarse, y tan temerosos que se olvidarán
de todas las ocupaciones y preocupaciones terrenales que les hacían pecar.
La reiteración descriptiva de las señales es el recurso que pone las cosas delante
de los ojos del público una y otra vez para despertar el temor (Granada, Retórica
eclesiástica Tomo I, libro III, capítulo VI, 314-15); esta técnica se complementa con el
reconocimiento expreso y repetitivo, por parte del orador sagrado, de su incapacidad en
transmitir apropiadamente la grandeza de este temor. Numerosas interrogaciones como
“¿qué tales estarán? ¿qué sentirán? ¿qué miedos, asombros, espantos y pavores?”
(“Sermón tercero,” Consideración tercera 501), se van sucediendo en la plática, y tienen
la función de expresar la incertidumbre sobre la magnitud del temor que sentirán los
pecadores en el día del juicio final.
En este estado de cosas, sólo un “testigo de vista y de experiencia,” como un
condenado al infierno, podría ser el predicador adecuado para comunicar mejor la
“vehemencia y energía del sentimiento de terror” (“Sermón tercero,” Salutación 492).
179
Pero lo que sí puede transmitir el dominico, como conocedor de los contenidos y
significados de las Escrituras, es lo que sienten los profetas ante las visiones del juicio y
del semblante de Cristo, y, además, de lo que esto produce en el mismo predicador:
“[p]ero no me maravillo yo tanto desta petición, ni que teman éstos contra quien en toda
la ira; lo que me saca de juicio y me hace perder pie es otra demanda, que con grandes
afectos y deseos que se concediese pidió el inocentísimo Job” (“Sermón tercero,”
Consideración tercera 501). Así, Cabrera reconoce no extrañarse tanto de cómo las
profecías describen la confusión y ruegos que los pecadores harán a los “montes” y
“peñascos” para que los escondan de la ira de Dios, sino de cómo un justo como Job se
siente ante la venida de Cristo juez, y de lo que le pide cuando llegue ese día:
Tengo, Señor, tanto temor al hierro de aquella lanza, véoos con los ojos de
la fe venir tan furioso y airado, que no tengo ánimo para miraros; y no me
contento con estar guardado debajo las peñas y montes, sino que tendré
por gran beneficio que me amparéis en el infierno y me depositéis allí
hasta que pase vuestro furor; y dejo a vuestro arbitrio señalar el tiempo
que tengo de estar allá, sólo que en algún tiempo os acordéis de librarme y
no vea yo espectáculo de tanto horror. No sé lo que sentís destas palabras.
A mí espelúzanme el cabello y hácenme temblar de tal furor. (“Sermón
tercero,” Consideración tercera 501)
La fe son los ojos por los que Job vio el furor de Dios como juez, de tal forma que
si en los sermones de la Pasión los tormentos de Cristo se equiparaban con los del
infierno, en el día del juicio final, esta visión terrorífica hace desear a un inocente
esconderse en el mismo infierno, hasta que Cristo termine su labor de juez. Ante la
petición de Job, el mismo predicador reacciona aterrorizado, para después apelar al
público a que reflexione sobre esto mismo: “[f]altan palabras del todo para encarecer esto
como es razón. Cada uno lo piense para sí.” Por un lado, Cabrera admite las limitaciones
de la lengua para expresar un temor inefable, y ésto junto con el propio ánimo del
180
ministro sagrado es lo que conforma el mecanismo persuasivo más usado en el tiempo de
Adviento. Por otro lado, si recordamos que los predicadores hacían a menudo alusiones a
la conciencia individual de los fieles para regir su comportamiento humano (Núñez
Beltrán 340), éste es un ejemplo de cómo Cabrera predisponía a su congragación a
reflexionar, en este caso, sobre las profecías del juicio final y de la ira de Dios. Para esto
ayudaba no sólo la invitación a la reflexión, sino el acto de “performance” funcionando
como un espejo en que la sociedad se viera reflejada e identificada como aquellos
pecadores confusos y perdidos en medio de la ira de Dios que el ministro está
reiterativamente describiendo. El objetivo final era crearles tal ansiedad por los sucesos
venideros que les despertara el deseo de prepararse cristianamente para la llegada.
La crítica social aparece en los dos últimos sermones de este primer bloque. El
oficio de Dios como juez invita a la comparación con los jueces terrenales y su diferente
forma de ejercer la justicia. Así tenemos que mientras los jueces del mundo se dejan
fácilmente seducir por el dinero, el juez celestial vendrá con “peto fuerte a fuerza de
arcabuz;” en la coraza que traerá Jesucristo, será tan resistente que no atravesarán la
nobleza, la dignidad, la riqueza, ruegos o favores con que los ricos y nobles compran a
menudo la justicia: “[a]cá los ricos afrentan y matan a los pobres, y después, a trueque de
cuatro reales, se libran. Pero allí no hay librarse nadie por dinero, aunque sean excesivos
los dones” (“Sermón tercero,” Consideración segunda 498). La crítica a la justicia
terrenal no parece ser exagerada, según las fuentes de que disponemos. El aparato estatal
de Felipe II endureció las normas jurídicas de los poderosos (aunque con Felipe III se
relajaron otra vez); sin embargo, en la práctica muchas veces dichas leyes no se
aplicaban.
181
Según ha señalado Domínguez Ortiz, hasta comienzos del siglo XVIII, en toda
Europa la justicia era parcial con nobles y ricos. Además de seguir teniendo privilegios
legales sobre “procedimientos y penas,” muchas veces la autoridad hacía caso omiso de
sus abusos y crímenes. Es más, cuando se llegaba el caso de ajusticiar a un noble, esto
producía un escándalo general. En cambio, “la sociedad admitía sin extrañeza que un
caballero que mataba a un hombre común se agenciase el perdón de la familia por dinero,
y después de permanecer algún tiempo oculto o ausente, volviera a la vida de relación,
como si nada hubiese sucedido” (Sociedad española 282-83).
Esta “moral especial para privilegiados” --en palabras del historiador-- chocaba
frontalmente con la moral cristiana; ésta es la razón por la que en los sermones la
amoralidad de los jueces era una crítica obligada. Pero, aún más importante en este
tiempo litúrgico, era la necesidad de construir la escena del juicio final ilustrando con
precisión en qué se basaría la sentencia de Dios. Esto lo cumple Cabrera a través de dos
evangelios que precisan los dos momentos que se quieren destacar.
Se empieza la escena con el evangelio de San Mateo, capítulo 7: “‘[m]uchos me
dirán en aquel día: Señor, Señor’. En este ser doble se significa la certeza de la fe con que
creyeron. Cristianos eran. ¿Y qué más? Aguardad, que tiemblo de pensarlo.” En el juicio,
todos los cristianos llamarán al Señor pensando que su fe les ha salvado; sin embargo, el
suspense domina la actuación del predicador porque algo terrible ocurrirá que le hace
temblar de temor: “[a]partaos de mí los que obráis la maldad, los que tenéis las obras tan
diferentes de vuestra fe” (“Sermón tercero,” Consideración segunda 499). Jesús
responderá a esta llamada negando a aquéllos cristianos que no obraron en sus vidas
182
como tales; esta magnitud tendrá la justicia del Señor, y el miedo del predicador expresa
quiere dar a entender que muchos de los allí presentes se encontrarán en este grupo.
El evangelio de San Mateo, capítulo 25, refiere el momento en que Cristo
pronunciará la sentencia definitiva: dividiendo en dos grupos a los hombres, comenzará
por los del lado derecho, los que se salvan --para hacer sufrir más a los demás, aclara el
predicador--, y terminará por el izquierdo, los condenados. La escena que se recrea pone
de relieve la misericordia, o falta de ella, que ha tenido el hombre durante su vida:
“[v]enid, benditos de mi Padre; […] porque tuve hambre, y me distes de comer; tuve sed,
y me distes de beber; era peregrino, y me hospedastes; andaba desnudo, y me vestistes;
estuve enfermo, y me visitastes; preso, y fuiste a verme.” Lo mismo se dirá a los
condenados, pero en el sentido contrario. 178
Los evangelios miden el juicio final a través del comportamiento que el hombre
tuvo con el prójimo; esto se debe a que la caridad es el fundamento de toda la doctrina del
cristianismo. Este fundamento doctrinal se refleja también en el papel destacado que
Cabrera le daba a la práctica de la limosna en los sermones del ciclo de la Cuaresma, que
respondía a la mentalidad medieval de la dialéctica entre el rico y el pobre para la
salvación de ambos.
De hecho, por un lado, el último sermón desarrolla más ampliamente la crítica a la
falta de caridad: son los codiciosos, los glotones, los perversos y los libertinos. Los
codiciosos estrechan sus propiedades, y los glotones son las “vacas gordas,” “las vacas
gruesas:” los que ahora son “muy gordos y muy repapilados, y de nada cuidan más que
178
“Me vistes con hambre y no me distes de comer; vístesme sediento, y no me distes de beber; desnudo, y
no me vestistes; enfermo, y no me curastes; encarcelado, y no me visitastes” (“Sermón tercero,”
Consideración cuarta 502).
183
de su buena pasadía y tratamiento y la buena vez y buen bocado” (“Sermón cuarto,”
Consideración segunda 506).
Por otro lado, la perversidad reina en el gobierno y en la administración de
justicia; son los “inicuos ministros” y “príncipes inicuos y magistrados que siempre
andan en los palacios y cortes o tribunales solicitando y negociando cargos de que ellos
medren y hagan que las rentas reales crezcan, o comisiones en que ellos y sus amos sean
aprovechados” (“Sermón cuarto,” Consideración segunda 507). En éstos, la codicia de
dinero y poder les hace robar aprovechándose de los demás.
Por último, los libertinos de “vida holgada” que “siempre andan sedientos de
placeres ilícitos: ya de juegos, ya de cazas, ya de fiestas, ya de conversaciones; ya desea
ésta, ya apetece la otra, ya gusta de otra… Jurada os la tiene Dios, vacas gordas, que han
de venir días en que os lleven a garrochadas al matadero” (“Sermón cuarto,”
Consideración segunda 507). En definitiva, las referencias con connotación negativa a las
aficiones, actividades y conductas características del modo de vida del poderoso y del
privilegiado testimonian, a través del ojo de un predicador atento a sus tiempos, la
relajación de costumbres que se estaba produciendo en la sociedad a finales del siglo
XVI.
A este respecto, según Domínguez Ortiz, mientras en el siglo XVI todavía podía
verse restos del “carácter indómito y bravío de la nobleza” medieval, en el siglo XVII se
vio una transformación creciente de sus costumbres. El cambio radicó en que la sociedad
fue tomando gustos más cortesanos debido a tres razones fundamentales: la emigración
de la nobleza a las ciudades, la paulatina desaparición de los nobles más arrojados y
aventureros por las continuas guerras que se producían en ambos mundos y, finalmente,
184
por la integración forzosa a un mundo de valores que ya no se regía por el dinamismo
individual (Sociedad española 282).
Además, la vida de la sociedad en las ciudades grandes se vio marcada, en
general, por lo que Maravall ha llamado “la ley de ostentación ciudadana:” mientras que
en el medio rural todos se conocían, en las ciudades, los nobles y ricos tenían que hacer
ostentación de la posesión de sus bienes materiales y de sus criados para ser reconocidos
como tales. El fenómeno del anonimato hizo que las costumbres, en sus más diversos
aspectos, se fueran degenerando a lo largo del siglo XVII (Cultura del barroco 250, 262).
Frente a la progresiva pérdida de los valores nobiliarios medievales de la
sociedad, la caridad cristiana seguía abogando por estos valores dando esperanza al
desvalido y al desposeído. Por eso, el predicador insiste en afirmar que, en el juicio final,
los de “vida holgada” estarán confundidos y aterrados, mientras que las lágrimas
derramadas debido a situaciones sociales tristes (la viudez, la orfandad, la deshonra, la
pobreza, la muerte) serán sustituidas por el gozo.
En conclusión, en el Primer Domingo de Adviento se enfatiza, por una parte, la
falta de tiempo; de ahí que se oigan las voces del predicador insistentemente gritando:
“[c]omprad el tiempo, no dejéis pasar la oportunidad de hacer bien, de ayunar, rezar,
perdonar la injuria; aprovechad el tiempo, que nos la tiene juradas dueño. Cum accepero
tempus; cuando no haya redención, Ego justitias judicabo” (“Sermón primero,”
Introducción 475). Aprovechar el tiempo es vivir haciendo obras cristianas, defender la
justicia de Dios y evitar las aficiones terrenales que va adquiridas por la sociedad.
Por otra parte, este Domingo se cierra con una petición a Dios que subraya la
poderosa influencia que la vista produce en los hombres: “Dios nos dé a sentir nunc lo
185
que tunc, entonces sentiremos. Videbunt. Ahora oímos porque la fe entra por el oído; pero
entonces veremos. Cuánto más poderosamente mueva la vista que el oído, la experiencia
nos lo muestra” (“Sermón cuarto,” Consideración tercera 508). En el juego de palabras
del evangelio, el nunc es el “ahora,” y el tunc el “entonces,” es decir, el futuro; como
ahora los fieles sólo tienen la fe (que entra por el oído), lo que hace el predicador es
motivarles la imaginación para que vean con la mente los horrores del juicio y, así, darles
la oportunidad de prepararse espiritualmente para ese día.
Segundo Domingo de Adviento.
Los cuatro sermones de este segundo Domingo de Adviento se dedican al
evangelio de San Mateo, capítulo 11, que trata de cuando San Juan Bautista mandó a sus
discípulos a preguntarle a Cristo si Él era el Mesías. En su respuesta, Cristo da testimonio
de sí mismo con obras y milagros y, de San Juan, con palabras muy encarecidas. 179 Lo
primero que hay que notar es que este bloque de sermones desarrollan un tema iniciado
en el primer Domingo: lo amigo que es Dios de las obras, y lo enemigo de las palabras.
Las obras cristianas se realizan a partir de la virtud de la caridad, que es el tema
reiterativo ahora, y dicho tema se relacionará con dos circunstancias que rodeaban a la
predicación de la época: la murmuración contra los predicadores y, al mismo tiempo, la
afición del público hacia algunos de ellos.
La visión de la escalera mística que tuvo Jacob entre sueños ilustra cómo ha de
vivir el cristiano y cómo ha de probar su fe:
179
“Cum audisset Joannes in vinculis opera Christi: mittens duos de discipulis suis, ait illi: Tu es qui
venturus est, an alium expectamus?” (San Mateo, 11, 2-3). “Juan, que oyó en la cárcel las obras de Cristo,
envió a sus discípulos a preguntarle: ‘¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?’ (La Santa
Biblia).
186
[A]ndaban ángeles en continuo movimiento, unos subiendo y otros
descendiendo. Porque en la vida cristiana, que es escala por donde se sube
al cielo, siempre los justos obran y se mueven, ya subiendo a lo alto por
contemplación, ya descendiendo a lo bajo por la compasión de sus
prójimos para socorrerlos. (“Sermón primero,” Consideración tercera 517)
Según esto, para que la fe del cristiano no esté muerta ni sea ociosa, su vida debe
componerse de dos vertientes: la contemplativa, que va dirigida hacia Dios, y la activa,
destinada al prójimo en forma de obras. La vida activa del justo en cualquier oficio que
ejerza es siempre regida por el cumplimiento del deber y por su inmovilidad ante las
manipulaciones del “mundo.”
El ejemplo de cómo actúa el justo en su máximo exponente lo ofrece el evangelio
en la figura de San Juan Bautista; su oficio en la tierra era actuar de precursor de Jesús, y
esto lo hizo de la forma más perfecta. Desde la cárcel mandó a sus discípulos a preguntar
a Cristo si era Él el Mesías; pero la verdadera intención de esta mensajería era que el
Redentor proporcionara salud espiritual a sus discípulos. La creciente fama de Jesucristo
y su nuevo modo de enseñanza había eclipsado a su precursor, motivo por el cual sus
discípulos habían empezado a sentir “envidia, soberbia y celo indiscreto” (“Sermón
primero,” Introducción 511), enfermedades que les impedía conocer a Cristo, el auténtico
médico divino.
Los discípulos de San Juan representan el mundo y sus enfermedades, y Cristo,
cabeza del cuerpo místico, las sufre como suyas: “[s]on pecados de mis hijos, y de hijos
muy amados, y así los tengo por míos. Son enfermedades de mis miembros, y yo que soy
la cabeza tengo de sufrir la cura. El amor los hace propios, y como por tales estoy
obligado a pagar por ellos” (“Sermón primero,” Introducción 510). La unión mística de
187
Cristo con los hombres se basa en su inefable amor por ellos, sentimiento que motivó su
primera venida al mundo con el objetivo de realizar todas las obras de la redención.
En este evangelio en concreto, para corresponder al Bautista y sin decir de palabra
que era Él el verdadero Mesías, operó milagros en presencia de los discípulos como
testimonio de quién era. Al marcharse éstos, pronunció un sermón laudatorio a las gentes
en honor a San Juan. De la misma manera, la Iglesia manda, asegura Cabrera, que se
dediquen estos sermones de Adviento a “loar las cadenas de San Juan” y a enseñar a sus
ministros que deben “destetar” a sus discípulos y “ahijarlos a Cristo,” que es el verdadero
maestro.
La poca crítica social que contiene el segundo Domingo de Adviento está toda en
relación al contexto de la predicación: la afición de los fieles a ciertos sacerdotes. Cabrera
empieza a tratar el tema diferenciando la afición con el amor. La afición es una “pasión
ciega” que produce confusión en la congregación: “[p]orque hay gentes que vienen a no
creer en Cristo, sino predicado por Fulano. Y a no confesar ni comulgar sino por mano de
Fulano. De aquí nace la disensión: mejor es éste que el otro; y de ahí vienen a decir mal
de todos por defender a unos, y a no aprovecharse de ninguno” (“Sermón segundo,”
Consideración tercera 525). Esta alusión pretende explicar las causas que conducen a la
herejía desde el mismo centro del catolicismo popular: el ambiente parroquial. La pasión
en los corazones de las gentes produce tanto la afición como la antipatía hacia los
predicadores y confesores, y esto es nido de confusión y discrepancias dentro de la
religión católica.
Más aún, asegura el dominico que: “[e]ste ha sido el intento y la tema de los
herejes: allegar a sí discípulos, quitándoselos a cuyos son. Como aquella mujer dormilona
188
que desque mató durmiendo a su propio hijo, hurtó el ajeno del lado de la madre que
dormía” (“Sermón segundo,” Consideración tercera 525). Según Cabrera, producir la
disensión entre los católicos es el objetivo de los herejes, que es lo mismo que decir que
son ladrones de fieles. En este aspecto es donde los católicos deben estar alerta para no
dar ocasión a “semejantes hurtos” espirituales; por su parte, la misión de los predicadores
es prevenirles insistentemente porque son, como dice Cabrera: “criados de Jesucristo,
dispensadores de su palabra y sacramentos; y así, no habéis de atender tanto a las
personas cuanto a lo que representan, y toda la afición ponerla en Cristo y en su
Evangelio” (“Sermón segundo,” Consideración tercera 525). En otras palabras, esta
advertencia se basa en que no se atienda a las características personales de los
predicadores, sino que los miren como a ministros de Dios y, como tales, que entiendan
que sus palabras son infalibles puesto que provienen del evangelio. Por tanto, ninguna
pasión hacia el predicador debe cegar al cristiano:
El mundo, llana cosa es que está enfermo de locura y frenesí, pues tanto se
indigna contra los santos que son médicos de Dios para curarle; la
medicina de la reprehensión tiene por trato de enemigo, y así se vuelve
contra el médico. Pero el justo no se altera ni turba por eso, ni deja de
hacer su oficio y compadecerse del enfermo. (“Sermón primero,”
Consideración primera 513)
Los médicos de Dios son sus ministros que dan la medicina al pueblo (la doctrina
junto con la reprensión de las costumbres), pero ésta se vuelve contra ellos porque el
mundo está enfermo. La caridad del predicador es la virtud que neutraliza “las opiniones
del vulgo,” 180 y le da fortaleza para no caer en el miedo al “qué dirán,” ni tampoco en el
180
Ya vimos que ésta era la principal virtud que, según Granada y Estella, debía poseer el predicador. El
obispo Terrones, en cambio, optaba más por la humildad.
189
vicio de la codicia (“Sermón segundo,” Introducción 520). 181 El modelo de predicador y
de justo lo ofrecen Cristo y San Juan; ambos murieron en manos de verdugos por decir la
verdad:
El mundo al revés. Que los tiranos, los malditos, los detestables en los ojos
de Dios (que estos son locos, pues los coge la muerte en sus maldades y
desvaríos y se condenan), que éstos anden a caballo y estén entronizados y
tengan el mando y el palo para hollar a los buenos; y los ricos de gracia,
los que han de ser príncipes y mayorazgos del cielo, estén avasallados,
abatidos, aherrojados y presos! Quasi per errorem: “Parece error”. Que el
malo procure empecer al bueno, no me espanta; pero que salga con ello y
lo consienta Dios o lo permita, ¿qué diremos a esto? Digo que no es error,
sino admirable dispensación de la divina sabiduría que San Juan esté preso
y que Herodes reine. (“Sermón segundo,” Consideración primera 521)
El mundo es una de las fuentes del pecado; es un lugar donde reinan los tiranos y
los justos son castigados; es por esta razón que el mundo es enemigo del hombre. En los
sermones barrocos, esta dualidad se expresaba con un amplio uso del recurso de la
antítesis con el fin de subrayar las imperfecciones de la vida mortal del hombre sin Dios
(Smith 135). En consecuencia, al mencionar el “mundo al revés,” un tema propio de la
sátira del siglo XVII, 182 el predicador se muestra agudamente consciente de la diferencia
entre las cosas como son y cómo deberían ser (Smith 130). Esto se conecta con el tema
del desengaño barroco y con el estilo ascético, descrito por Stephen Gilman como el
estilo propiamente barroco (qtd. in Smith 135); este estilo es el producto de la tensión
resultante de dos actitudes que se cruzan en la literatura ascética: la dualidad trágica del
contraste entre lo que se percibe vitalmente y lo que se concibe lógicamente (Gilman 88).
181
Ya tratamos en el anterior capítulo que éstas eran las dos grandes dificultades del oficio de predicar.
182
En la sátira lo que cuenta es la intención del interlocutor o escritor; ésta se puede manifestar de diversas
formas (ingenio, ridículo, ironía, sarcasmo, cinismo, lo sardónico y la invectiva), y retiene mucho de su
carácter público y oral; pero para que funcione, el público tiene que compartir o conocer algo de los ideales
que yacen bajo la sátira (Smith 129-130).
190
Entonces, el objetivo de Cabrera es mostrar al público la maldad del mundo, a
través de verdades absolutas y dogmáticas, enfatizando cómo es y cómo debería ser con
el fin de que sean conscientes de ello. Es decir, no pretende una reforma social sino que
apela al intelecto de los fieles para que lo reconozcan (Gilman 95-96); de ahí que les
amoneste diciendo: “[a]bre los ojos, alma pecadora. […] Si los amigos de Dios, asados,
desollados, escarpiados, aserrados; los enemigos (que son el terrero adonde asesta las
saetas todas de su indignación), ¿cómo lo pasarán?” (“Sermón segundo,” Consideración
primera 522). Tras la apelación al auditorio, Cabrera emite el principio ascético de que la
condenación del individuo se produce precisamente por el rechazo del reconocimiento de
la maldad de la tierra (Gilman 97); esto lo hace con una enumeración de los sufrimientos
de los justos en la tierra y con un “¿cómo lo pasarán?” los malos, como alusión al juicio
final y a sus futuros sufrimientos.
Tercer Domingo de Adviento.
El tercer Domingo de Adviento contiene tres sermones que consideran el
evangelio de San Juan, capítulo 1. En este evangelio, se siguen discutiendo las figuras de
San Juan Bautista y de Cristo: San Juan da testimonio de sí mismo de una manera muy
humilde, y de Cristo, como del “esperado.” 183 La doctrina moral de estos tres sermones
se enfoca en la virtud de la humildad frente a la soberbia que caracteriza al hombre, y el
objetivo de este bloque de sermones es responder a la pregunta del evangelio sobre quién
es San Juan, cuya respuesta es: el mayor de todos los santos.
183
“Misserunt judaei ab Hierosolymis sacerdotes et levitas ad Johannem, ut interrogarent eum: tu quis
es?” (San Juan, 1, 19-20). “Los judíos de Jerusalén enviaron sacerdotes y levitas a preguntar a Juan: ‘Tú,
¿quién eres?’” (La Santa Biblia).
191
El peligro de caer en la soberbia reside en que el hombre se pare a contemplar sus
propias virtudes (“Sermón primero,” Introducción 547-48). Las figuras de las Sagradas
Escrituras que representan este pecado son Nabucodonosor, rey de Babilonia, y Lucifer,
el ángel que había sido un “retrato de Dios perfectísimo.” Frente a ellos aparece San Juan
Bautista, retrato de Dios hombre, pero de humildes sentimientos; su impecable sumisión
es lo que le ganó ocupar la silla al lado del Padre; la misma donde una vez se sentó
Lucifer (“Sermón segundo,” Consideración sexta 561).
La tentación, explica el dominico, es vista como un estímulo que prueba la
santidad de las personas: es como un huracán capaz de derribar “los más altos cedros del
monte Líbano” y “los navíos más esforzados y cargados de más preciosas mercaderías.”
Las metáforas aleccionan cómo hasta los más santos y más cercanos a Cristo fueron
derribados de una forma u otra por la tentación. 184 Pues bien, de entre ellos San Juan fue
el único que no cayó; la razón: no padecía en ningún grado de soberbia.
Partiendo de la base de que Dios manda la tentación para probar al hombre, sigue
el predicador diciendo que la intensidad de ésta es equivalente a las fuerzas del individuo.
Por esta misma regla de tres, la tentación de San Juan fue la mayor conocida; mayor que
incluso la del mismo Cristo debido a que: “le convidan con reino temporal y espiritual”
(“Sermón primero,” Consideración segunda 550). Los judíos, creyendo que era el Mesías
profetizado, le ofrecieron que fuera su rey y su Dios. La causa de esta confusión radicó en
la “grandeza” e “incomprensibilidad” de sus orígenes: desde su nacimiento de padres
184
La tentación es mancha “que ha caído en los brocados de tres altos;” es “polilla que ha hecho daño en
los refinos, que no ha dejado roso ni velloso, alto ni bajo, cielo, tierra, hombres, ángeles, sabios, Adán y
Eva, santos, los apóstoles sagrados; en todos, más o menos, hizo mella este golpe de ambición y soberbia”
(“Sermón primero,” Consideración segunda 449).
192
ancianos hasta su infancia y juventud gastadas en la soledad del desierto (“Sermón
segundo,” Consideración cuarta 559).
Pero lo más admirable a ojos del predicador (“lo que espanta”) es que, todavía sin
salir del desierto, la fama de su santidad se difundiera por los pueblos y aldeas, de tal
forma que atraía a los hombres “como presos y arrebatados” (“Sermón segundo,”
Consideración primera 556-57). El olor que despedía su alma como efecto de los largos
años de penitencia y de la contemplación de la divinidad justifica esta maravilla: “[l]a
subida de un alma que aspira a la perfección, y de las bajezas de la tierra se levanta a las
alturas del cielo, proponiendo subidas y yendo como por escalones de virtud en virtud,
hasta ver a Dios en Sión” (“Sermón segundo,” Introducción 555). San Juan es el alma
olorosa que deja a los ángeles admirados 185 porque, despegándose de la “pesadumbre”
del cuerpo mortal, sube como humo despidiendo olor a mirra, incienso y otros polvos
aromáticos. La mirra simboliza la mortificación, el incienso la oración y los polvos
aromáticos las virtudes; éstas hacen que la fe se materialice en obras (“Sermón segundo,”
Introducción 555).
Entonces, ante la pregunta del evangelio de quién es San Juan, el predicador
contesta que es un “santo general;” es el más santo de los santos porque posee todas las
virtudes juntas. Pero, además, debido a que nunca contempló sus propias virtudes, se
convierte en “el más vivo retrato de Dios” (“Sermón segundo,” Consideración sexta 561).
185
Cabrera cita a Salomón para puntualizar cómo los ángeles perciben y se admiran del alma que va
subiendo en perfección preguntándose: “¿Quién es ésta que sube del desierto, como varilla de humo que se
exhala del pebete confeccionado de mirra y encienso y de todos los polvos aromáticos?” (“Sermón
segundo,” Introducción 555).
193
La prueba de su santidad y humildad la demostró en la respuesta que dio a los
judíos: “Ego vox clamantis in deserto: ‘Yo soy voz.’” Cabrera interpreta estas palabras
como: “yo soy nada, soy un poco de aire que ligeramente pasa; pero mi oficio es dar
noticia del Verbo eterno que permanece para siempre y avisaros que os dispongáis para
recebirle.” Luego, en su respuesta, sigue el predicador, no sólo demuestra su tremenda
humildad sino la verdad que pregona: la voz que clama en el desierto es el pregonero de
Cristo; su precursor; su primer apóstol (“Sermón primero,” Consideración sexta 553-54).
En el último sermón del bloque la crítica social se centra en la vanagloria que
reina en el mundo como consecuencia del pecado de soberbia. La vanidad humana es
vista como muestra de las artimañas del demonio para aventajar a Dios con los mismos
medios que Él creó. El predicador pasa lista a los casos más comunes que se ven en la
sociedad: el rico que usa la riqueza con avaricia y, en lugar de dar limosna, la gasta en
“vanas superfluidades” y comprando la “honra de la doncella y la honestidad de la
casada”; la belleza de la mujer que “con artificios y engaños” la mejora para ser amada
por los hombres, y no para conocer la belleza de su alma; el inteligente y cultivado que
funde su “locura o vanidad” en ello; el de “buena casta” que es altivo y osado, en vez de
imitar las “virtudes de sus mayores”; y el sacerdote o prelado que con la “gracia, virtud y
santidad” que Dios le dio, se vuelve “fariseo” y “soberbio” (“Sermón tercero,”
Consideración primera 565). En definitiva, esta sátira contra estados demuestra que las
virtudes que Dios ha infundido en los hombres, por instigación del demonio, se vuelven
contra Él; de ahí el aviso del predicador:
Cristianos, cuando el mundo os ofreciere honras y dignidades; cuando
llamare a la puerta de vuestro corazón algún apetito de vanagloria; cuando
de algún bien que en vos haya os dieren los hombres el parabién y la
gloria, o el demonio os persuadiere que vos os la toméis, de quitar su
194
honra a Dios, huid las humanas alabanzas, negados como San Juan: No
soy yo ese. (“Sermón tercero,” Consideración segunda 567)
En el pasaje se exhorta a los cristianos que reconozcan como vanidades las
alabanzas del mundo, y que imiten el ejemplo de San Juan rechazándolas como artimañas
del demonio. El llamamiento, en base a la enseñanza de este evangelio, se basa en el
conocimiento de uno mismo:
Conoced vuestra pobreza y que la nada, de sí no tiene bien alguno, y si lo
hay en vos, que es de Dios y no vuestro; y así la gloria a Él se le debe, y
no a vos. De aquí aprenderéis a no despreciar vuestros prójimos, aunque
en muchas cosas les excedáis, pues ese exceso no es vuestro, sino de Dios;
y como os dio a vos esos dones, se los pudiera dar al otro, y no sabéis si os
los quitará a vos para dárselos, pues no os aprovecháis dellos como es
razón. (“Sermón tercero,” Consideración tercera 568)
En la selección, el predicador parte del principio ascético de que el conocimiento
de sí mismo implica la victoria de uno mismo (Gilman 95); en este sentido, si el hombre
no es nada, no puede vanagloriarse de sí mismo. Así sigue exhortando Cabrera:
¡Oh honra, oh dignidad! dictados, imperios, reinados, pontificados, letras,
linajes, riquezas, valor, hermosura de hombre, ¿sobre qué ciudad estáis
armados? Sobre un nada, sobre nada. Cosa maravillosa es la ciudad de
Venecia, porque está edificada sobre agua, y mucho más lo fuera si
estuviera edificada en el aire. ¡Pero la nada, mundano, sobre qué edificas
torres de viento, en qué fundas tus locuras, mandos atrevidos y vanidades,
sobre la nada!” (“Sermón tercero,” Consideración tercera 568)
En la selección destaca el estilo ascético de Cabrera expresado con cierto léxico y
varias metáforas que reflejan la naturaleza inmaterial de la existencia del hombre (Gilman
93): hombre “mundano” elude al hombre enemigo de Dios, de ahí que sus vanidades se
llamen “tus locuras”; la ciudad de Venencia edificada sobre agua representa la efímera
base en la que se asienta la firmeza de la vida del hombre; y “torres de viento” aporta la
misma imagen de fugacidad de lo terrenal. En resumen, las dos selecciones evidencian
195
cómo la conciencia individual que se incitaba estaba totalmente filtrada por la doctrina
católica, y que ésta se basaba en la relación que cada uno tenía con el Padre (Núñez
Beltrán 340): la doctrina moral enseñaba que todo lo que es vano es inútil, y que la
vanidad es sinónimo de mentira, por lo cual el cristiano debía reconciliarse con Dios
devolviéndole lo que era suyo: la honra.
Sermón del Cuarto domingo de Adviento.
El último sermón del Adviento contiene el evangelio de San Lucas, capítulo 3,
que refiere el “tiempo,” en el que San Juan estaba predicando y bautizando para disponer
los ánimos al recibimiento del Mesías; este tiempo fue cuando el pueblo judío estaba
dividido y subyugado al imperio romano. El hecho de que el evangelista estableciera la
época histórica precisa prueba, explica Cabrera, la profecía de Daniel (capítulo 7) que
establecía “el tiempo señalado por Dios para la venida de su Hijo al mundo” y para la
manifestación de su reinado. Según la profecía, el reinado de Cristo sería el quinto y
último, después del de los romanos. 186 Entonces, la edificación del cristiano ante el
misterio de la primera venida de Cristo radica, según el dominico, en saber por qué vino
Cristo cuando el pueblo judío estaba tiranizado y oprimido, en vez de en tiempos de
prosperidad como cuando reinaban David y Salomón: “¿Sabéis por qué? Porque esa era
186
“[D]ice que en visión imaginaria vio salir del mar cuatro grandes y fieras bestias. La primera, cruel
como leona; la segunda, feroz como oso; la tercera, brava como un pardo, y la cuarta, que a éstas seguía, no
la compara con algún animal conocido como a las otras, porque era la más fiera y desemejada […]. Tras
esto vio a un venerabilísimo anciano, sentado en un trono real, todo de fuego, ante quien estaban en pie y
destocados millares y millares de ángeles, y diez veces cien mil millares le servían y hacían estado. Y luego
vio venir un personaje de gran autoridad, el cual no era ángel sino hombre; y llegó hasta donde estaba el
anciano de días, y se igualó con él, y dióle el anciano potestad, honra y reino eterno” (Introducción 571).
196
la mejor disposición que podía tener para recebir a Dios y hacer penitencia”
(Introducción 571).
Cabrera compara al hombre con un caballo para explicar este misterio: dócil
cuando está flaco y cansado; rebelde cuando está bien proveído. 187 El primer caso
representa la situación en que se encontraba el pueblo judío cuando San Juan salió del
desierto a predicar; por tanto, era el momento adecuado para que su mensaje fuera
escuchado. El segundo caso, el caballo rebelde, anticipa un tema que más adelante
desarrollará en la crítica social: la relajación de costumbres de la sociedad.
Así tenemos que el tiempo elegido por Dios para atraer al pueblo judío a la
predicación de Cristo y de su precursor San Juan estaba regido por la tristeza y la
angustia. Las tribulaciones constituyen el medio persuasivo más eficaz para que los
hombres desconfíen del mundo y vuelvan sus ojos al Señor como sanador de todas sus
llagas; las penas son, en definitiva, llamadas del Padre a la conversión. Y ésta era la
misión de San Juan: preparar a los judíos para recibir al médico de sus enfermedades
espirituales.
Otro ejemplo de llamada a la conversión, que trae el predicador a colación, fue
con el pueblo de Moisés. Después de que adoraran el becerro de oro, Moisés lo hizo
polvo y, mezclándolo con agua, se lo dio a beber. La intención en este acto fue doble:
demostrarles la poca firmeza que tiene un ídolo y, al mismo tiempo, reprender su vana
confianza. Esta situación tiene su correspondencia con los tiempos de Cabrera:
187
“Un caballo holgado, gordo y que está de verde, llegaos a echarle la silla y tirará dos pares de coces y
arrojará la silla acullá; pero si está flaco y cansado, los ijares cubiertos de la espuela, un niño lo enfrena y
ensilla, y le lleva donde quiere. Así el hombre holgado, descansado y lleno de riquezas y regalos, no sufre a
Dios en la silla de su corazón, ni el freno de su ley; tira coces al predicador, que es el criado que le quiere
enfrenar” (Consideración primera 573).
197
Y siendo esto así, no sé yo cuándo los hombres tuvieron más razón de
hacerlo que en nuestros miserables y calamitosos tiempos; cuando estamos
aterrados con trabajos, afligidos con desventuras, deshechos con
calamidades; cuando el mundo nos muestra tan mal rostro, la tierra nos
niega tantos años ha los frutos, el cielo los temporales. ¿Qué diremos de
tantas guerras, hambres, pestilencias, enfermedades, pobrezas, muertes,
dolores, imposiciones, sacaliñas? ¿Qué hay en el mundo que no nos ponga
acíbar en sus pechos? ¡Cuántas veces os ha quebrantado Dios el ídolo de
oro que levantastes en vuestro corazón, y os lo ha dado de beber; ordenado
que en aquellas mismas cosas en que hicistes vuestra voluntad contra la
suya halléis el castigo de vuestro atrevimiento, convirtiendo vuestras
fiestas en llanto, vuestros placeres en tristezas y burlando todos vuestros
designios y esperanzas! ¡No hay cosa que no nos dé voces que dejemos el
mundo y sirvamos a Dios! El mismo mundo nos echa de sí y no nos
quiere; Dios nos azota y nos llama; el cielo, la tierra, la muerte y la vida
nos avisa. ¿Cómo estamos formados? ¿Cómo nos habemos hecho
insensibles? ¿Cómo no nos duelen tantas llagas? ¿Cómo no somos buenos
con tantas heridas?” (Consideración primera 574-75)
La correlación entre el caso bíblico y la España contemporánea al predicador es
un claro ejemplo de la mentalidad providencialista de la época, que basaba los devenires
históricos del mundo en la presencia dirigista de Dios. En un mundo que no ofrece
seguridad (desgracias de las vidas individuales de los hombres y de la colectividad y
desastres naturales), Dios juega un papel activo en la protección de los fieles; es decir, en
los que tienen fe en Él. Si el sufrimiento “está inmerso en la misma condición humana” -en palabras de Núñez Beltrán--, la predicación cristiana ofrece una respuesta, en cuanto a
que el dolor “se vincula a la salvación:” purifica y “otorga merecimientos” (Núñez
Beltrán 289). En otras palabras, el predicador inducía a la congregación a interpretar las
adversidades, tanto del país como las individuales, como castigos de Dios que corregían
los pecados; por tanto, tenían un sentido transcendental. Es en este sentido en el que Dios
aparece como juez, y la penitencia como la única satisfacción que aplaca su ira contra el
hombre.
198
No obstante, a pesar de la explicación providencialista, en este fragmento resalta
la angustia del predicador expresada con la enumeración de las catástrofes que estaba
experimentado España en los más diversos aspectos: malas cosechas, epidemias, guerras,
tributos, pobrezas. Es así que, por una parte, la cita muestra cómo la doctrina católica
fundamentaba la relación del cristiano con Dios a través del temor al castigo; pero, por
otra parte, evidencia cómo, a finales del siglo XVI, los predicadores, y por extensión la
sociedad en general, tenían conciencia del inicio de la decadencia de España (Maravall,
Cultura del Barroco 55-128).
La doctrina moral culpaba de la crisis a las enfermedades de los miembros del
cuerpo místico; éstas apartaban al pueblo cristiano de Dios, que se quedaba desprotegido
ante los vaivenes del mundo. En estos términos se dirige el predicador a su público en el
momento de la reprensión:
San Juan, lleno del Espíritu Santo, tiene necesidad de castigar su carne; y
tú, vacío dese espíritu y puesto entre mil ocasiones, ¿te prometes
seguridad, regalando la tuya? ¿Qué puede responder aquí el glotón, el
negligente, el mundano, cuando se le pone delante un hombre noble,
delicado, vestido de la ropa que aquí se nos dice, un solo costal de
asperísima jerga, y le servía de camisa y jubón, de sayo, de capa, de cama
y frezada para abrigarse en invierno y verano, sin tener ni aun otra de la
mesma estofa para remudarla? ¿Qué puede nuestra fingida delicadeza
responder aquí? ¿Qué dice nuestra gula desque mira aquella mesa en ese
suelo de tales manjares abastada? Es para perder el juicio, si lo
tuviésemos, pararnos a hacer esta consideración. (Consideración tercera
576)
La selección potencia la inseguridad del cristiano ante Dios confrontando su
“fingida delicadeza” con la recia penitencia en el noble cuerpo del Bautista. Para que el
auditorio se avergüence más de sus costumbres, el predicador pone ante sus ojos la
imagen penitente de San Juan en el momento de salir del desierto a predicar:
199
Abrid un poco los ojos y tendedlos por aquellos despoblados de las riberas
del Jordán, y ved los yermos, que no caben de gentes de todas suertes, que
como a caza andan por aquellos matorrales esperando cuándo ha de salir el
predicador que van a oír, y a cabo de poco, entrando el día, veis bajar por
aquel ribazo hacia la ribera un extrañísimo personaje compuesto de huesos
y nervios solos, que estaban ligados con una piel. Todo viene quemado y
denegrido de los calores y los fríos, tantos años lastados. ¡Mirad aquellos
ojos hundidos, y aquella barba mal compuesta y aquel cabello largo, que
no se había jamás cortado! ¡Vedle venir con un semblante grave y
arrimarse a algún tronco de fresno, o a algún tuero de olmo de los que
habría en aquellos campos, para sustentar aquel cuerpo tan adelgazado del
ayuno continuo, que apenas le podían los pies sustentar, y allí puesto,
volver por todas partes la vista a tantas almas como estaban allí esperando
con sumo silencio, y sacar la mano y tenderla hacia todos, con una voz que
penetraba las almas, aunque flaca y sacada por fuerza de puro espíritu, de
aquel pecho tan fatigado. Paenitentiam agite: “Haced penitencia.” Este es
el fundamento de todo el sermón, porque es la penitencia de toda la vida.
(Consideración tercera 576)
Esta selección es un buen ejemplo del dominio de Cabrera de la amplificatio,
describiendo hasta el más mínimo detalle el aspecto físico del Bautista junto con la
reconstrucción de la escena. Al físico de San Juan se le corresponde la voz enflaquecida
por la penitencia pero, sin embargo, penetrante en el corazón: “¡Haced penitencia!” Sus
pocas y densas palabras hacían una “acordadísima música,” suave a Dios. El estilo
ascético, o barroco, marca el discurso al abrirse con la apelación “Abrid un poco los
ojos,” para que le público tome conciencia de lo que va a presenciar. La aparición de este
personaje tan “extrañísimo,” personificación de la penitencia misma, sólo podía producir
el “sumo silencio” de un público, ya predispuesto a escucharle por su fama de santidad.
La amplificación de la escena se encamina a producir el mismo efecto en el auditorio
expectante del dominico en un acto de performance en el que los espectadores se ven a sí
mismos en un espejo, cuyo reflejo es el pueblo judío extasiado con la presencia del santo;
en otras palabras, la experiencia de performance del público de Cabrera se basa en la
200
apropiación del papel de auditorio del Bautista que irremediablemente les va a llevar a la
conversión:
Hizo su predicación un extraño efecto, porque dado que lo que enseñaba
fuese tan dificultoso, ayudaba tanto la vida a la palabra, la comida, el
vestido, que caen rendidos a su doctrina. Hablan, naturalmente, los
hombres bien de lo que aman, de lo que bien saben, de lo que estiman.
[…] ¡Con qué afecto, Baptista glorioso, hablábades vos de la virtud, del
amor de Dios, de la penitencia, del desprecio del mundo, de la
mortificación! Eran vuestras palabras, no palabras, sino centellas de metal
encendido, llamas de vivo fuego; no relámpagos, sino rayos del cielo
fulminados. Decíades lo que sabíades, lo que amábades, lo que teníades de
costumbre vieja deprendido; no lo que habíades decorado, sino
experimentado. Esta es la causa del poco efecto que hacen nuestros
sermones. ¿Es ésa sola? No, que también es por culpa de los oyentes; no
quiero que nos la carguéis toda a los predicadores. Hermano, si no vieres
hecha la palabra de Dios sobre toda la persona del predicador, como fue
hecha sobre San Juan; si sus obras y vida no predican ni conforman con
las palabras, mírale a la boca, que a ti para tu salvación bástate hallar allí
la palabra de Dios. (Consideración tercera 577)
Este “divino Orfeo” iba convirtiendo a las gentes con su sola aparición, pues el
tema de sus sermones se fundamentaba a la perfección con la vista de su cuerpo
penitente. Se subraya inclusive en el discurso el performance fervoroso del Bautista con
verbos que indican la experiencia de su devoción religiosa (“Decíades lo que sabíades, lo
que amábades, lo que teníades de costumbre vieja deprendido; no lo que habíades
decorado, sino experimentado”). Esta capacidad “performativa” de la religión --en
palabras de Turner—se basa en la práctica, en la costumbre, en el hábito; en definitiva, en
la experiencia de la penitencia y de la oración con Dios. Manifiestamente, la predicación
de San Juan produce un “extraño efecto” en las gentes; su doctrina se basa enteramente
en la virtud, en el amor de Dios, en la penitencia, en el desprecio del mundo (porque es el
enemigo) y en la mortificación; sus austeras palabras no son palabras sino fuego
201
abrasador que viene del cielo (“centellas de metal encendido, llamas de vivo fuego,”
“rayos del cielo fulminados”).
La efectividad del Bautista da pie a reflexionar sobre el tema del poco fruto que
tiene la predicación en la época de Cabrera: en parte por la poca devoción de los
predicadores, en parte por la de los fieles. La solución que da el dominico a su público la
repite una vez más con un “mírale a la boca,” puesto que, aunque los ministros no sean
perfectos, hay que poner el oído atento a lo que dicen porque es palabra de Dios que
salva.
En definitiva, ante las tristezas mundanales que atormentan al hombre, se
instituye la penitencia como remedio de las enfermedades espirituales causantes de los
sufrimientos por haber ofendido a Dios. La penitencia es el puente que lleva al reino de
los cielos; por tanto, la doctrina católica convierte el pesimismo barroco ante las
desgracias del mundo en un tema de esperanza para el creyente.
El último mensaje de Adviento, al final de este sermón, resume las prácticas que
preparan al cristiano para recibir al Redentor: el Sacramento de la Penitencia para que
venga Dios (el ejemplo está en San Juan); el Sacramento de la Eucaristía para que se
aposente en el corazón; la oración para que permanezca siempre en él; y la limosna para
banquetearlo como al más honrado huésped.
Aunque los temas en que más se han insistido en tiempo de Adviento han sido la
penitencia y la limosna y, en segundo lugar, la oración (cuyo ejemplo estaba en la
soledad de San Juan en el desierto); sin embargo, es de notar cómo Cabrera al final del
Adviento añade también la Eucaristía. La Iglesia aprovechaba cualquier oportunidad para
hacer recordar la necesidad de la práctica del Sacramento para la renovación de la fe y
202
para la devoción de los fieles. Esto respondía a la defensa de España de este Sacramento
ante las luchas doctrinales que estaban ocurriendo en Europa en esos momentos (Herrero
Salgado, Oratoria sagrada I, 317). De esta manera, Cabrera invita a los fieles a que
escuchen e imiten a San Juan y, por extensión, a todos los predicadores, lo cual nos lleva
al epígrafe de este capítulo: invocar a Dios, no con palabras, sino con el corazón porque
es la manera de que venga a morar en nuestra posada.
Conclusión
En la culminación de la obra de la redención de la primera venida de Cristo,
hemos podido presenciar, a través del detallismo de la narración, los pasos de la Pasión
de Cristo en su aspecto doctrinal pero, simultáneamente, en el teatral y celebrativo a la
manera de una procesión de Semana Santa profundamente devocional. La cruz es un
símbolo que grita al cristiano sin descanso que haga penitencia y que tenga esperanza en
la recompensa; en este sentido, la imagen de la cruz funciona como báculo en las
tribulaciones.
En el Adviento, las visiones de las profecías actúan como medicina del pecador;
la falta de tiempo del hombre para hacer obras cristianas se soluciona en las homilías con
la repetición de las señales que anticipan y anuncian la sentencia del juicio final. El
tiempo es el enemigo del hombre porque corre veloz, y el mundo también porque es el
lugar lleno de calamidades que obstaculizan la realización de las buenas obras.
El punto de unión de ambos ciclos litúrgicos gira sobre varios elementos
doctrinarios. Primero, se trata la figura de Jesucristo como las dos caras de la misma
moneda; sus dos imágenes son contrarias y complementarias: la redención del hombre y
203
su sentencia final; ambas imágenes tienen el mismo efecto: son penosas para el pecador y
esperanzadoras para el buen cristiano. Segundo, discursivamente, la Semana Santa
subraya la corporeidad de Cristo en su primera venida, contrastando su belleza, reflejo
del alma divina, con la fealdad producida por los pecados ajenos; en el Adviento, Cristo
se transforma en un terrible Dios juez, y surge también la figura del Bautista, como
precursor de Cristo, tan espiritualizado que su cuerpo no es cuerpo sino la pura expresión
de la penitencia y de la contemplación. Tercero, debido a la importancia para la salvación
del hombre de estas dos venidas, la actuación y discurso del predicador destaca más que
nunca en su calidad “performativa” que funciona como un espejo donde el auditorio se
refleja y se siente identificado en su papel de diferente maneras: en la Semana Santa,
debido a sus pecados, es el verdugo de Cristo; en el juicio final, es el pecador confuso y
aterrorizado; por último, ante la figura del Bautista, es el pecador convertido que escucha
el sermón con conmoción en el corazón.
La exaltación religiosa de la Semana Santa y el Adviento va a menguar en el
siguiente ciclo litúrgico. La Epifanía destaca por su practicidad, donde el performance del
predicador va a ser menos sublimado devocionalmente, y donde va a tomar más el papel
de representante destacado de la Iglesia, que asiste en la imposición de una nueva moral
al pueblo y que apoya la política del estado con plena firmeza.
204
CAPÍTULO 5
EPIFANÍA
Guarte, guarte, cristiano; camina por donde hasta
agora sabes que tus abuelos y tus rebisabuelos
caminaron, mil y quinientos años ha. ¿Dónde buscas
ahora sendas por do no anduvo sino quien sabes que
se despeñó? No digo que creas porque creyeron tus
abuelos, que eso es lo que los moros hacen, sino que
no te apartes de lo que ellos siguieron, por seguir lo
que no sé quién inventó.
(Alonso de Cabrera, “Sermón del Domingo Segundo
después de la Octava de la Epifanía”)
Introducción
Este capítulo se dedica a los sermones del ciclo litúrgico de la Epifanía del Señor,
y en ellos destacan, además de la enseñanza doctrinal, temas de gran actualidad en el
siglo XVI como las controvertidas bulas papales, la limosna, la extirpación de la herejía,
las guerras de religión de Felipe II, la educación de los hijos, el sacramento del bautismo
y del matrimonio. La condensación de estos temas en este ciclo litúrgico hace de él un
magnífico ejemplo de cómo el sermón contribuía de una manera rigurosa a implantar al
pueblo la nueva moral católica que se modeló en las reuniones del Concilio de Trento y,
asimismo, evidencia la alianza entre la Iglesia y el estado español.
La Epifanía
La Epifanía es el tiempo de Navidad, y celebra los primeros misterios salvadores
de la vida del Señor. Estos misterios son el anuncio y el comienzo de la redención de los
205
hombres que culmina en el Misterio Pascual. En otras palabras, se celebra el nacimiento
de Jesús porque se hizo hombre para morir y resucitar por la salvación de los hombres.
En consecuencia, la liturgia de la Navidad y de la Epifanía conmemora la alabanza y la
acción de gracias al Señor, que se manifiesta como el Salvador uniéndose a la humildad
de la carne; a través de la encarnación de Cristo, se produce un intercambio en que los
hombres se hacen partícipes también de su naturaleza divina, al proyectar el Padre la luz
sobre los hombres con un nuevo resplandor.
Todo en Navidad hace referencia a la manifestación del Verbo de Dios: los
Magos, la revelación del anciano Simeón, la persecución de Herodes, la sabiduría del
Niño Jesús entre los doctores y su crecimiento en santidad y gracia. Y se concluye con
los grandes signos que inauguran el ministerio público del Mesías: el bautismo de Jesús y
las bodas de Caná. La Navidad es el misterio de los desposorios de Dios con la
humanidad porque a través de la humanidad de Cristo, Dios se une a los hombres dando
así auténtico sentido a la vida humana e iluminándola con la luz de la verdad, de la paz y
del amor de Dios (Conferencia Episcopal 42).
La Epifanía aparece en el sermonario de Cabrera con una estructura similar al
ciclo de Adviento en cuanto a que se repite el evangelio durante varios sermones; sin
embargo, no es tan equilibrada y, a diferencia de la otra, estos sermones están marcados
en gran medida por el contexto histórico y social en que se pronunciaron. Este ciclo
litúrgico hace un total de trece sermones en la edición de Mir de 1906, 188 donde faltan
unas pocas homilías, como en el Adviento, de festividades particulares que aparecen en la
primera edición de 1609.
188
Ésta es la edición que voy a utilizar para las citas.
206
Epifanía de nuestro Salvador
Los dos sermones sobre el evangelio de San Mateo, capítulo 2, trata de la venida
de los tres Reyes Magos a Belén para adorar al nuevo rey nacido. 189 La adoración de los
Reyes simboliza el triunfo del nacimiento de Jesús porque a la humildad del pesebre se
rindió “todo lo alto, rico y sabio y poderoso del mundo” (“Sermón primero,”
Consideración segunda 582); por tanto, este acto significa el triunfo de la fe cristiana. A
este respecto, Cabrera elabora una imagen, la de la aurora, para ilustrar qué es la fe en el
cristianismo:
Mas la aurora o crepúsculo de la mañana es término de la noche y
principio del día; la linde que divide el reino de la luz del de las tinieblas;
y así, como medio, participa de los extremos: que ni es bien de día, ni bien
de noche, aunque siempre va creciendo y mejorándose hasta llegar a la
perfecta claridad del medio día. Así la Iglesia militante, ni goza de clara
visión, ni padece tiniebla de engaño o error, sino tiene resplandor de fe,
que es luz templada que alumbra la noche, pero no del todo excluye la
oscuridad. (Sermón primero, Introducción 580)
Como la aurora, que trae los primeros rayos del sol cuando todavía no son
intensos y contienen aún algo de oscuridad, así, cuando el hombre no tiene la visión de
Dios, la fe le da un reflejo de Él. En este sentido, la doctrina del evangelio, al ser la
palabra de Dios, trae los primeros rayos de la verdad, y es la razón por la que “la Iglesia
militante” no contenga error. El resplandor de la fe es como el “guión de la Iglesia” y, por
tanto, la que alumbra el entendimiento de las verdades inefables que la mente del hombre
189
“Cum natus esset Jesus in Bethleem Judae” (San Mateo, 2). “Jesús nació en Belén de Judea” (La Santa
Biblia).
207
no puede comprender por sí mismo. 190 El gran problema de la fe es que “[n]o vemos lo
que creemos”; por eso, la fe:
De noche alumbra las tinieblas de nuestra ignorancia y nos libra de
falsedades y errores; pero de día es nube, porque es lumbre templada con
alguna oscuridad; da certidumbre infalible de las verdades católicas, pero
no evidencia. Los artículos que la fe propone, créense en esta vida
firmemente, pero no se ven, y por eso es la fe nube en el día. Con esta
lumbre ha de andar el cristiano. (“Sermón segundo,” Consideración
primera 589-90)
El cristiano anda el camino de la salvación con la luz tenue que proporciona la fe;
sin ella, el hombre está totalmente a oscuras: “no anda, sino tropieza y cae y no sabe a
dónde va” (“Sermón segundo,” Consideración primera 589). Las obras cristianas avivan
la luz de la fe porque sin ellas el cristiano queda “flaco y cobarde como los demás
hombres” cayendo constantemente en la tentación: “¡Oh tiempos peligrosos y
desdichados donde falta esta fe viva y obradora, que apenas hay quien la tenga! No hay
obras en los más de los cristianos” (“Sermón segundo,” Consideración primera 590). La
fe muerta; la fe sin obras de los españoles va a ser la queja insistente en este ciclo
litúrgico.
En el evangelio, los fariseos representan la necedad en cuanto a que interpretaron
erróneamente las Escrituras enseñando al pueblo que vendría un salvador rico y
poderoso; además, a pesar de tener todas las pruebas de que Cristo era el Mesías,
siguieron sin cambiar de opinión. En contraste, surgen las figuras de los Reyes Magos
como dechados de fe viva y verdadera; salieron de su tierra por voluntad propia, cuando
190
“Que la fe, que es el guión de la Iglesia, columna y firmamento de verdad, es luz que alumbra la noche
de nuestra ignorancia, dando noticia certísima, infalible, de las verdades sobrenaturales y divinas, que
ninguna agudeza de entendimiento criado puede por sí alcanzar; mas porque no hace evidencia della, se
dice tener algo de oscuridad” (“Sermón primero,” Introducción 580).
208
la claridad de la gloria de Dios se descubrió en la estrella que apareció en el cielo:
“Vidimus enim stellam.” Una vez que llegaron al pesebre, “otro mayor resplandor, que es
el de la fe, ilustró sus corazones y les enseñó la dignidad del niño recién nacido”
(“Sermón segundo,” Consideración primera 589). Dicho de otro modo, los Reyes Magos
no se dejaron guiar por las “vanas apariencias,” sino que se postraron ante los “rayos de
claridad con que daba voces a la vista de lo que el oído por fe alcanzaba” (“Sermón
primero,” Consideración cuarta 583). Esta doctrina significa que los Reyes, viendo la
majestad y el resplandor de la verdad, sintieron más profundamente la fe y, a pesar de la
humildad del pesebre, su deseo fue adorar al niño Jesús.
Por otro lado, los Magos de Oriente, como reyes, eran ricos y trajeron regalos a
Jesús: oro por ser rey, incienso por ser Dios eterno y mirra por ser Sumo Sacerdote. La
enseñanza del cristiano con respecto a este hecho es, dicta Cabrera, que hay que ser
generosos con Dios porque Él devuelve con creces las ofrendas: cuando regresaron a sus
reinos los Magos, llevaron con ellos mismos acrecentadas las tres virtudes teologales de
la fe, la esperanza y la caridad (“Sermón segundo,” Salutación 587). De la misma
manera, el cristiano debe ofrecer a Dios devoción (simbolizada en el oro), oración (en el
incienso) y penitencia (en la mirra).
Los tres Reyes eran, por último, sabios, y esto se demuestra en el hecho de que
buscaban a Dios. Cabrera instruye que la sabiduría, como el más alto grado de
conocimiento, se debe obtener con el ejercicio de las facultades intelectuales. Pero,
declara el predicador, esta práctica humana parece no cultivarse demasiado en sus
tiempos; así se dirige al auditorio:
Suplícoos no os preciéis tanto de caballeros como de discretos y sabios,
porque es muy villana la hidalguía que no tiene más fineza que la de la
209
sangre. Procurad ennobleceros con sabiduría, buenas letras, lección de
buenos libros; que hay gentes de tan bajos pensamientos y tan rateras
pláticas, que si no es de la renta del cortijo, o de la yegua baya o potro
tordillo, o de los temporales, no saben hablar. Otros linajudos,
memoriosos, que todo se les va en deslindar abolorios; pero nada de
erudición de filosofía moral, de historia siquiera humana, que de las
divinas algunos lo tienen por demasiado despuntar, y que están un canto
de real de ser herejes. Pues yo os digo que no es buen remedio para no ser
hereje ser necio, porque la herejía es la necedad más atestada. (“Sermón
primero,” Consideración segunda 582-83)
Esta cita testimonia la clara conciencia del predicador de que la cultura española
de finales de siglo estaba marcada por una sociedad que deseaba ser ignorante para
parecer noble. Esta moda se forjó debido a los cambios sociales que se habían
experimentado durante los siglos XV y XVI. En esta época, la Inquisición había surgido
como la institución que perseguía y probaba a los españoles de casta judía, con el fin de
que el resto de la sociedad no se contaminara de una cultura que se consideraba impura.
La consecuencia fue que la pureza de sangre cristiana era lo que determinaba el linaje
noble de las personas. De esta suerte que los labriegos analfabetos, la genuina profesión
de cristianos viejos, se constituyeron como el estado social menos sospechoso de
impureza de sangre. Esta situación motivó que los oficios que habían sido propios de la
casta judía, y posteriormente de los conversos, se fueran abandonando. Toda tarea que
implicara un conocimiento técnico o intelectual perjudicaba a la buena fama y “opinión”
del sujeto y, por tanto, se le excluía de la clase dominante. El temor de los cristianos a
darse a las ocupaciones tradicionales del hispano-hebreo afectó profundamente a la
cultura produciendo lo que Américo Castro ha llamado “la rustificación de la sociedad
española” (186). De tal forma que, como vemos en la denuncia del predicador, este
fenómeno cultural era ya muy evidente a finales del siglo XVI, y estaba empezando a ser
objeto de crítica por parte de la clase más culta, como lo demuestra este sermón. En
210
opinión del dominico, el estudio es la fuente del verdadero ennoblecimiento: “las buenas
letras” hacen al hombre “discreto y sabio.”
Además, ya vimos cómo la honra humana y la honra divina no concordaban en la
moral que proyectaba la Iglesia. A este respecto, podemos decir que la doctrina cristiana
coincidía con la corriente de pensamiento que polemizaba sobre el linaje y las ideas de
honra generalizadas de la sociedad y que, en cambio, valoraba a la persona por sí misma
y no según sus antepasados; 191 de ahí la referencia despectiva, en el sermón, de
“linajudos” a los hidalgos que comúnmente basaban su honra en el linaje nobiliario de su
familia.
Y sin negar que esto fuera así, sin embargo, hay en este sermón otro asunto
implícito que tiene que ver con la responsabilidad de un predicador con respecto a su
congregación en esta época específica. Me refiero a la inculcación desde el púlpito de los
nuevos dogmas que se propusieron en Trento con el claro objetivo de forjar una nueva
moral en el pueblo.
Entre 1560 y 1590, los cristianos viejos constituyeron la presa preferida de la
Inquisición. El objetivo del Santo Oficio era la enseñanza de estos nuevos dogmas a las
masas; prueba de ello es que los principales delitos que se juzgaban en este período eran
las “proposiciones” erróneas, escandalosas o deshonestas, las blasfemias y la pretensión
de la superioridad del matrimonio sobre el estado eclesiástico (Bennassar, España del
Siglo de Oro 167). 192
191
Frente a la literatura imperialista, surgió un tipo de literatura que criticaba la hidalguía y la honra.
Américo Castro nombra obras como La Celestina, El Lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache; y
escritores como Santa Teresa de Jesús, Cervantes, Gracián y Quevedo.
192
Según Bennasar, los otros delitos eran la bigamia, la solicitación, el bestialismo y la sodomía (167).
211
Estas tres décadas coincidieron con la formación de Cabrera y con su actuación en
el púlpito. De ahí que la demanda que exige el predicador a la sociedad se encamine a
que adquieran una sabiduría “dirigida” por el sistema --en el sentido de Maravall--, con la
lectura de los libros permitidos por la Inquisición (“buenos libros”). En estos tiempos
contrarreformistas, los eclesiásticos veían a los ignorantes como “villanos,” porque se
consideraba que la falta de conocimiento era precisamente lo que derivaba en herejía,
pues ésta admitía las “proposiciones erróneas.”
La función de la Iglesia contrarreformista era educar y evangelizar al pueblo en
los principios básicos de la doctrina católica. A este respecto, el catecismo aseguraba la
memorización de los artículos de fe, mientras que la predicación los explicaba e ilustraba
para la total comprensión del pueblo. Por su parte, la confesión permitía verificar si los
dogmas eran comprendidos y la moral practicada (Bennassar, España del Siglo de Oro
165). Así se explica que Cabrera, en este sermón, proponga la confesión como el único
medio para evitar que el cristiano no mienta, perjure, hurte ni fornique como un pagano;
es decir, para que no actúe como hombre sin fe: “[c]onfesaos y poneos bien con Dios, y
triunfaréis de vuestros enemigos y venceréis las tentaciones” (“Sermón segundo,”
Consideración primera 590).
Por último, Bennassar ha señalado cómo a partir de 1590 los delitos de los
cristianos viejos eran cada vez más escasos. Esto no quiere decir que no se cometieran
transgresiones, sino que la Iglesia había ganado ya la partida. En 1585, se había
eliminado totalmente la ignorancia en las formulaciones esenciales de la fe, incluso en las
zonas campesinas; y entre 1600 y 1650 la práctica religiosa era unánime. Las respuestas a
los interrogatorios seguidos por la Inquisición demuestran que los españoles de todas las
212
clases sociales estaban sinceramente interesados en las cuestiones de la salvación, de la
gracia y del libre albedrío (Bennassar, España del Siglo de Oro 168-69).
Domingo dentro de la Octava de la Epifanía de nuestro Salvador
Los tres sermones de este domingo contienen el evangelio de San Lucas, capítulo
2, que trata de cuando San José y la Virgen María llevaron a Jesús al templo cuando tenía
doce años de edad; allí se quedó solo durante tres días mostrando su sabiduría a los
doctores curtidos en el estudio de la ley judía. 193
Por una parte, el tema del evangelio le da pie al predicador a hacer una plática
sobre la crianza de los hijos, en el que su intención es puramente instructiva como parte
del programa pastoral postridentino. Por otra parte, en este Domingo se empiezan a emitir
anuncios de bulas papales que continuarán en diversos sermones del ciclo litúrgico; el
propósito de estos anuncios era que los fieles ayudaran monetariamente a las guerras
santas del monarca a cambio de indulgencias. Veremos cómo estos anuncios revelan un
aspecto más de la alianza entre la institución eclesiástica y la monárquica en un momento
histórico en que España se constituía como la primera potencia político-religiosa europea.
Sobre el tema de la educación de los hijos, las acciones de la Virgen en el
evangelio enseñan dos preceptos que el predicador reconoce venir muy “a propósito de
tan gran auditorio” (“Sermón primero,” Consideración primera 596). En esta afirmación
se ve la preocupación pastoral de Cabrera de llegar a todos y de contribuir a la instrucción
del pueblo. Entonces, las pautas que alecciona la madre de Jesús son: “la primera, que no
193
“Jesus proficiebat sapientia et aetate et gratia apud Deum et homines” (San Lucas, 2, 52). “Jesús crecía
en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres” (La Santa Biblia).
213
los pierdan de vista los padres ni los desvíen de sí; la segunda, que los lleven consigo al
templo, que les enseñen en primer lugar a encomendarse a Dios y a servirle, y que se
aficionen a las cosas divinas” (“Sermón primero,” Consideración segunda 597). Estas dos
reglas son importantes porque contrarrestan la naturaleza de los jóvenes que actúan y se
comportan como “caballos desbocados,” rigiéndose más por el sentido que por la razón.
La obligación de los padres se basa en “domar sus furiosos ímpetus,” siendo la ley de
Dios el “freno” más eficaz. ¿Se cumple esto entre los cristianos? Según el predicador, no:
Los pobres ni cuidan de sus hijos, ni los doctrinan, ni saben si vienen a la
Iglesia. Por ahí andan matando perros, jugando y descalabrándose,
mientras misa y sermón. Los ricos, cuando mucho, dan a sus hijos un ayo,
malo o bueno, y con esto se tienen por descargados; las hijas encerradas en
casa, en poder de esclavas, el día de fiesta, sin oír palabra de Dios ni
oficios divinos, y para los toros y juegos de cañas les alquilan ventana.
(“Sermón primero,” Consideración segunda 598)
Según la perspectiva de Cabrera, las diferencias sociales entre pobres y ricos no
marcan una verdadera distinción de cuidados educativos con respecto a los jóvenes; si los
primeros no tienen tiempo para los hijos porque tienen que trabajar, los segundos,
tampoco los vigilan y pecan de ser demasiado permisivos con ellos:
Pero es mayor el mal, que apenas ha amanecido en el muchacho el uso de
razón, y ya comienzan los catedráticos de pestilencia, que son sus padres,
a leerle lecciones de infierno. Mira por ti, no te dejes hollar de nadie; no te
juntes con quien sea menos que tú; sabe responder cuando te dijeren
alguna palabra: quien te la hiciere te la ha de pagar. ¿Qué diremos de la
madre, que a una niña de cinco años la enrubia y enriza y le pone
guirlandillas y garzotas? ¡Que maman en la leche de la vanidad! ¿Qué del
padre que enseña a jugar y a jurar a su hijo?- No hago tal, antes le digo
que sea virtuoso, y que no jure ni juegue. - ¿Qué aprovecha, si le enseñas
lo contrario con acto más eficaz, que es el ejemplo? Si tú eres tahur,
jurador, maldiciente, ¿qué tal será tu hijo, que te tiene por dechado? ¿De
qué sirve que la madre diga a su hija que sea honesta y recogida, si ella es
liviana y andariega? […] Enseñadles a vuestros hijos la virtud en vuestras
costumbres, y aprenderla han mejor que del pico de la lengua. (“Sermón
primero,” Consideración segunda 598-99)
214
Cabrera identifica en esta selección el mayor problema de la crianza de los hijos
es la falta de correspondencia entre las acciones de los padres y las enseñanzas que dan a
los hijos; con esto tenemos que, a ojos del predicador, el mal ejemplo de los progenitores
obstaculiza la educación cristiana. A continuación, Cabrera propone un tipo de educación
que revela intransigencia y dureza, pero que está amparado en las Sagradas Escrituras:
[L]os muchachos curva illos. Dobladlos desde la niñez, castigadlos,
azotadlos, no os duela quebrarles las varas en las espaldas. Qui parcit
virgae, odit filium suum (Prov., 13). No dice que no hayáis duelo del hijo,
sino que no hayáis mancilla de la vara. Dadle hasta que salten las astillas,
que esto es ser benigno y amoroso padre. Lo contrario es ser verdugo y
enviar el hijo al infierno. (Sermón primero, Consideración segunda,
599) 194
Amparado en el Proverbio 13, que defiende la corrección con vara, Cabrera
perfila al padre amoroso como aquél que usa la disciplina severa; la dureza se toma como
el único medio que libra a los hijos de la condenación eterna. Además, el objetivo del
padre cristiano debe ser que “la virtud se haga costumbre y la costumbre se convierta en
naturaleza” (“Sermón tercero,” Consideración primera 612). Para conseguir esto, la
responsabilidad de los padres es acompañar a los hijos a oír misa y sermón, porque “más
seguros están en presencia de Dios en el templo, que no allá en los rincones de casa, en
compañía de esclavos y sirvientes, donde no pueden aprender sino resabios y siniestros
de gente baja” (“Sermón tercero,” Consideración primera 612). La educación cristiana de
la época, como parte fundamental de la pastoral, se basaba en los diferentes textos de las
Sagradas Escrituras, en el Catecismo Romano (que se publicó después del Concilio de
194
El Proverbio 13, 24, dice: “El que no usa la vara odia a su hijo, pero el que le ama le prodiga la
corrección” (La Santa Biblia).
215
Trento), 195 y en la práctica de la confesión. 196 La labor pastoral de Cabrera muestra el
nexo entre la religiosidad y la vida diaria de los cristianos de finales del siglo XVI: por un
lado, aboga por un método riguroso que corrija el pecado desde sus más inocentes inicios
y, por otra, el peligro de que los jóvenes se queden bajo la tutela de los criados de la casa
es un ejemplo de la concepción del orden social que se pretende inculcar desde el púlpito.
La difusión de ideas que el púlpito produce se relaciona con la creación de una
mentalidad, donde confluyen lo religioso y lo terrenal. Domínguez Ortiz ha llamado a
este fenómeno el “ambiente de sacralización” en la vida cotidiana del español de los
siglos XVI y XVII. Este ambiente fue resultado de la “potestad temporal” de la Iglesia
sobre los laicos; por ejemplo, el derecho del párroco de multar a quien no asistía a la misa
dominical hizo que el acto de pecar se hiciera en este tipo de sociedad sinónimo de
delinquir. Por añadidura, los mismos obispos ejercían un derecho de inspección sobre la
enseñanza examinando a los maestros e interviniendo en los textos de clase (Antiguo
Régimen 222).
Si bien hoy en día nos puede sorprender la enorme influencia del clero en la vida
secular de este período, Domínguez Ortiz nos recuerda que sus miembros estaban
integrados en los demás grupos sociales, y vivían profundamente en su comunidad;
además, tanto eclesiásticos como laicos compartían una educación común, lo cual les
195
Aunque, debido a un fallo teológico, el Catecismo Romano de 1566 (Roma) tardó en ver una edición
oficial en lengua castellana (1782); sin embargo, Felipe II fue un ferviente partidario y lo consideró como
un instrumento apto para la aplicación del Concilio y para hacer frente a la herejía protestante en Europa
(Rodríguez, Catecismo Romano 68).
196
Humanistas como Juan Luis Vives se interesaron en el tema educativo (Lingua latinae exercitatio, eran
unos Diálogos sobre la educación dedicados al futuro monarca Felipe II, y De institutione feminae
Christianae, era un tratado de la educación femenina); y escritores religiosos, como Fray Luis de León
basaron sus escritos sobre el mismo tema en la doctrina moral cristiana (La perfecta casada, obra dedicada
a su sobrina con motivo de su casamiento).
216
ponía “en el mismo plano de ideas, sentimientos y preocupaciones que el resto de sus
compatriotas” (Clases privilegiadas 383). En otras palabras, los diferentes estados
sociales compartían las ideas proyectadas desde el púlpito, y veían con toda naturalidad la
intromisión de los eclesiásticos en todos sus asuntos, desde los cívicos hasta los más
íntimos, como veremos en otro bloque de sermones donde Cabrera acomete el tema del
matrimonio. En suma, las homilías de Cabrera son ejemplo de la labor pastoral del
predicador del siglo XVI como uno de los medios en que la institución eclesiástica
actuaba de forma rápida y espontánea en la sociedad mediante la enseñanza y el
adoctrinamiento. 197
Ya entrando en la segunda materia de este Domingo, el anuncio de las bulas,
empecemos explicando cómo Cabrera había inaugurado este bloque de sermones, porque
el inicio lo conectará después con este tema. En el Salmo 77, refiere Cabrera, el rey
David canta la metáfora del “monte grueso” y “cuajado” de Dios (“Sermón primero,”
Introducción 594). El monte se metaforiza, a su vez, en el vientre de la tierra preñado de
todo lo bueno que ésta produce. El “monte de Dios” es Cristo, rebosante de bienes que se
expresan en su doctrina y en el que destacan dos cerros: la gracia y la sabiduría. La gracia
se simboliza en la sangre de la circuncisión de Jesús a los ocho días de vida, señal del
sacrificio que iba a hacer por los hombres; y la sabiduría la mostró a los 12 años, como
un “relámpago” dentro del silencio en que se mantuvo durante los 30 años previos a su
197
Otros medios eran las pláticas privadas y las catequéticas que desempeñaba el párroco. La pastoral del
siglo XVIII es el tema de la tesis doctoral de Fernández Cordero: Pastoral y Apostolado de la palabra en el
siglo XVIII: La reforma de la predicación en su dimensión práctica. En ella cita el artículo López-Cordón,
donde se identifica el púlpito como “el único vehículo eficaz de comunicación social con anterioridad a la
difusión de la prensa” (qtd. in XI-XIII). También hace referencia a Teófanes Égido (“La religiosidad
colectiva de los vallisoletanos” y “el regalismo”) sobre la ausencia de una frontera clara entre lo religioso y
lo temporal que afectaba a “todas las manifestaciones de la existencia” (qtd. in XII).
217
predicación. Estos dos cerros son la fuente de toda salud y remedio para el hombre; la
doctrina que emana de ellos es tanto “manjar sólido” para las almas perfectas como
“leche” para los principiantes.
En esta línea de pensamiento es donde se introduce, al final del sermón, la
petición de limosnas como ayuda a las guerras santas del rey. Aquí es donde entran en
juego las bulas papales. 198 La Iglesia católica, anuncia su ministro, ofrenda “hoy” un
“convite” a los fieles: “[o]fréceles los tesoros inestimables de los méritos y sangre de
Cristo, aplicados por el sumo pontífice, por vía de indulgencia y satisfacción; danos la
sangre de Cristo hecha leche, por medios muy fáciles para vivos y para muertos”
(“Sermón primero,” Consideración quinta 602). Partiendo de la base de que el sacrificio
de Cristo por los hombres es el único camino que da gracia para acceder al cielo, la
Iglesia transforma su sangre en “leche” para que pueda ser digerida con facilidad tanto
por los vivos como por las almas del purgatorio. Dicho de otro modo, comprando las
indulgencias papales, el cristiano podía ser eximido de las penas debidas a Dios por los
pecados en la vida, antes y después de su muerte.
El Catecismo, la doctrina del Cuerpo Místico de la Iglesia y el dogma del
Purgatorio instituían el fin espiritual de las bulas. En el Catecismo, se dictaba que el
pecado producía la culpa y la pena; la confesión era el único medio para quitar la culpa,
mientras que la penitencia borraba la pena. De esta manera, según diversas situaciones
que podían presentarse, el Papa podía otorgar el perdón por la culpa y quitar la pena con
198
Definición de bula, según la Real Academia Española: “Documento pontificio relativo a materia de fe o
de interés general, concesión de gracias o privilegios o asuntos judiciales o administrativos, expedido por la
cancillería apostólica y autorizado por el sello de su nombre u otro parecido estampado por tinta roja”
(332).
218
las bulas, mientras que el cristiano cumplía penitencia con el hecho de comprarlas. En la
doctrina del Cuerpo Místico de Cristo, había una simbiosis espiritual entre la cabeza, que
era Cristo, y sus miembros vivos, que eran los fieles; por tanto, cualquier acción
individual repercutía en todo el cuerpo social. Por último, en el dogma del Purgatorio se
decretaba que los hombres tenían que sufrir tormentos, después de muertos, por causa de
la pena.
Pero, en la emisión de bulas también residía el fin económico; éste fue creciendo
con motivo de las guerras de la Contrarreforma contra los herejes, de tal forma que en el
siglo XVI se terminó tendiendo más al dinero que al reclutamiento de voluntarios,
llegándose a promulgar bulas tres veces al año (Benito Rodríguez 21-33; Goñi 502).
En este sermón, Cabrera anuncia tres bulas: la de Cruzada, la de Composición y la
de Difuntos. La Bula de Cruzada 199 concedía indulgencias a los que iban a la guerra
contra los infieles o ayudaban a los gastos con limosnas. 200 La Bula de Composición la
daba el comisario general de Cruzada a los que poseían bienes ajenos sin constar quién
era el dueño de ellos. 201 La Bula de Difuntos era de indulgencia plenaria y libraba a las
almas del purgatorio. 202
199
La Bula de Cruzada fue una concesión hecha a los protagonistas de la guerra santa en la Península
Ibérica, y fue transformada en Cruzada por la bula de Alejandro II en 1064, en la cual se aprobó la lucha
contra los sarracenos concediendo la indulgencia plenaria a todos los que participaron en ella (Benito
Rodríguez 35).
200
“Tres bulas se os dan: una de cruzada; ésta no es bula de por fuerza, no hay para qué encarecerla:
absolución a culpa y a pena una vez en la vida y otra en la muerte” (“Sermón primero,” Consideración
quinta 602).
201
“La segunda bula es de composición: ésta, a quien la ha menester, demasiada honra le hacen, que de
bienes mal habidos, inciertos, cuyo dueño no se sabe, por dos reales se componen en cinco mil maravedís,
y así, tomando más bulas, hasta cien mil; si fuese más cantidad han de acudir al reverendísimo Comisario
general, y vales esta composición con que no se haya mal ganado este dinero, con esperanza de tomar esta
bula, porque habiendo esta fraude, toda se ha de aplicar a la santa Cruzada” (“Sermón primero,”
Consideración quinta 602-03).
219
A partir de la concesión, en 1482, de la Bula de la Cruzada por el Papa Sixto IV
con el propósito de ayudar a los Reyes Católicos en la reconquista de Granada, ésta,
según Benito Rodríguez, “se convirtió en un medio extraordinario del que los monarcas
españoles no sabrían prescindir” (21). Pero, como apunta Domínguez Ortiz, fue Felipe II
el que organizó de una manera sistemática la explotación económica de la Iglesia,
haciendo de la Bula de la Cruzada un “ingreso regular y copioso, que se extendió a
Indias” (Antiguo Régimen 226). Hay que tener en cuenta que en los últimos años del
reinado del emperador Carlos V la situación financiera era insostenible y que los tesoros
de las Indias estaban embargados. Consecuentemente, debido a que Felipe II inauguró su
reinado en 1557 con una quiebra estatal, una de sus metas primordiales fue el
“robustecimiento” de la Hacienda Real. La política con los Papas fue fundamental en este
sentido, de los cuales consiguió la regularización de la Bula de la Cruzada junto con la
obligación del Clero de contribuir económicamente a través del Subsidio eclesiástico y
del Excusado (Domínguez Ortiz, Antiguo Régimen 296-99). 203
La necesidad de dinero del rey para la guerra contra los infieles se hace palpable
en estos sermones, de tal forma que obliga al ministro sagrado a modelar los temas del
evangelio dado por la liturgia para cumplir con esta obligación:
Mas porque la santa Cruzada no da lugar a proseguir esta historia acerca
del tema (que es la respuesta que dio Cristo a su madre: ¿Para qué me
buscábades? ¿No sabíades que me conviene estar en los negocios de mi
padre?), trataré dos cosas: que bien se pagan el Padre y el Hijo: el Padre en
202
“La tercera bula es para difuntos: si tenéis allá alguno que os duela, no seáis tan escaso que no le
apliquéis esta indulgencia plenaria con que le saquéis del purgatorio, si acaso está detenido en ellas”
(“Sermón primero,” Consideración quinta 603).
203
El “Subsidio,” otorgado por Pío IV, era una contribución anual, y el “Excusado,” de Pío V, era el
producto del diezmo de la finca más rica de cada parroquia (Domínguez Ortiz, Antiguo Régimen 226).
220
amar al Hijo y a todo lo que le toca; el Hijo en obedecer al Padre y hacer
sus negocios, que son los de nuestra salud. (“Sermón segundo,”
Introducción 603-04)
Así tenemos que Cabrera prescinde expresamente de desarrollar ciertas partes del
evangelio y, en cambio, decide tratar mejor las que se puedan vincular con la cruzada.
Por tanto, prosigue Cabrera, el hecho de quedarse Jesús en el templo por tres días
demuestra el mutuo entendimiento y amor entre Padre e Hijo: Jesús siempre anteponía
los asuntos que el Padre le había encomendado (el remedio salvífico de los hombres) a
todo lo demás.
Entonces, la conexión que establece Cabrera entre el evangelio y la predicación
de la cruzada radica en la comparación, por boca de David, 204 de las acciones de Cristo
en la tierra con las de un “grueso ejército.” El rey bíblico “nos pinta la amorosa vista con
que el Padre eterno mira a su Hijo” como también los “bienes” que resultan a los
hombres: los fieles forman este ejército en un “campo lucidísimo,” que es la Iglesia; su
capitán es Cristo que obedece a un rey, Dios; y los “despojos” de la guerra son los
“méritos infinitos” de Cristo que se reparten entre los fieles. Es en este sentido, como
afirma el predicador, que Dios justifica al pecador por los méritos de Cristo, esto es, ama
al pecador a través de Cristo: la sangre mezclada con el agua del costado de Cristo “lavó
las almas de las manchas de sus culpas.” Éstas son las “arcas” de donde “saca la Iglesia
cada día riquezas a manos llenas, sin temor de jamás agotarlas.”
Éste era el origen de las bulas y aquí radicaba el valor de las indulgencias. El
vocabulario y las imágenes de las Sagradas Escrituras iban bien con la mentalidad y la
situación histórica en que se pronunció y escribió este sermón: las guerras religiosas. Este
204
Salmo 67: “Rey de los ejércitos, del amado del amado y a la hermosura de la casa repartir los despojos”
(“Sermón segundo,” Consideración primera 604).
221
contexto lo veremos con más detalle en otro bloque de sermones de la Epifanía, donde el
predicador acometerá de una forma más específica y concreta el apoyo que el rey necesita
de sus súbditos.
Octava de la Epifanía de nuestro Salvador
El evangelio de estos dos sermones es San Mateo, capítulo 3, que vuelve a las
figuras de San Juan Bautista y de Jesucristo, pero esta vez para centrarse en el misterio
del sacramento del bautismo: San Juan preparó a los hombres para recibir el bautismo y
hacer penitencia; y Cristo, al ser bautizado por San Juan, limpió las aguas infectas de
pecadores del Jordán e instituyó el sacramento después de que Él mismo bautizó a San
Juan. 205
En el Salmo 131, David canta la revelación de Dios sobre la Encarnación de su
Hijo como promesa hecha a su estirpe: “[a]llí (esto es, en Sión o en el alcázar y real
palacio de David), allí, dice Dios, le haré brotar y nacer el cuerno a David, una candela
tengo aparejada a mi Cristo” (“Sermón primero,” Introducción 619). El “cuerno” de
David es Cristo y tiene varios significados: es “símbolo de alteza espiritual,” “señal de
fortaleza,” “reino firme y durable” y “abundancia”; es, finalmente, la “cornucopia de
todos los bienes” de la que los mortales participan.
Este “secreto” fue revelado a los hombres por San Juan: “su oficio fue manifestar
a Dios abscondido y disfrazado con el traje de pobre y apariencias de pecador” (“Sermón
primero,” Introducción 619). De tal forma que el encuentro de los dos en el Jordán es el
“paso de más devoción en el evangelio,” puesto que simbolizó el casamiento de la Iglesia
205
“Tunc venit Jesus a Galilaea in Jordanem ad Joannem, ut baptizaretur ab eo” (San Mateo, 3, 13).
“Entonces Jesús fue de Galilea al Jordán para que Juan le bautizara” (La Santa Biblia).
222
con el Esposo después de una larga ausencia (“Sermón primero,” Consideración segunda
622). De esta manera, el primer bautismo sacramental fue el de San Juan, que contenía en
sí tres bautismos: el exterior con el agua; el interior del Espíritu Santo, que justifica al
pecador; y el del martirio, que es la sangre de los mártires en testimonio de esta verdad
(“Sermón primero,” Consideración tercera 624).
El predicador insiste en que Cristo con su muerte dio vida a los hombres: su
sangre fue el bálsamo que curó las heridas; el agua de su costado lavó las mancillas; con
su poder divino, en definitiva, dio la libertad al hombre. Esta doctrina viene simbolizada
por un episodio del Antiguo Testamento: por mandato de Dios, Moisés puso a la entrada
del tabernáculo agua y espejos para que, antes de hacer su oficio, los sacerdotes viesen en
los espejos las mancillas de sus rostros y, con el agua, se las lavasen. De la misma forma
Cristo, al principio de su predicación y a “la puerta de la Iglesia,” puso delante de los
fieles agua y espejos. El espejo del cristiano es la vida y las obras del Redentor, mientras
que el lavatorio de las manchas es el bautismo sacramental (“Sermón segundo,”
Salutación 627). Por añadidura, la salud que proporciona el bautismo es “eterna” y
“general”; es decir, es “universal” para “todos estados, naciones y suertes de gentes”;
“todos tienen igual derecho si obedecen” (“Sermón segundo,” Introducción 628); y un
poco de agua es el medio de que se vale Dios para comunicar esta salud. Entonces, sigue
instruyendo el predicador, en el misterio del bautismo, los cristianos imitan a Cristo en su
muerte y sepultura; por esa razón, se echa en la ceremonia tres veces agua, por los días
que estuvo muerto en el sepulcro. Además, de la misma forma que Cristo era la estatua
del pecador, es decir, no era pecador sino que tenía la carne del pecador, igual los
hombres mueren en estatua a través del bautismo (“Sermón segundo,” Introducción 629).
223
Según estas enseñanzas doctrinales, Cabrera educaba sobre este sacramento desde
una perspectiva salvífica, al explicar sus efectos y propiedades saludables. 206 En cuanto a
su aplicación moral, las acciones de Cristo en el Jordán enseñan que, primero, igual que
Cristo escogió al mejor ministro para ser bautizado, es deber del cristiano buscar al mejor
sacerdote para la salud de su alma:
[A]gora que falta la simplicidad y sobra la codicia, y la malicia anda más
aguda y delicada que nunca, están los tribunales llenos de hombres y los
templos vacíos. Los hombres de ingenio, de letras, de sustancia,
empleados en averiguar calumnias y marañas de pleitistas, y los de poco
momento se retiran a las iglesias para curas de almas. Algunos hay
buenos, pero son pocos; y por eso digo que es menester buscarlos.
(“Sermón segundo,” Consideración segunda 632)
San Pablo decía, refiere Cabrera, que los “hombres de letras y de valor” no debían
ocuparse de cosas de tan poca importancia como los pleitos y “negocios temporales”; 207 y
así ocurría en la Iglesia primitiva cuando los templos estaban llenos y los tribunales
vacíos. En cambio, el panorama que describe Cabrera de sus tiempos es el contrario: la
codicia y la malicia hace que muchos hombres preparados se dediquen a litigios
judiciales, mientras que los no muy avisados (“los de poco momento”) son los que toman
el oficio de “curas de almas”; 208 es decir, los párrocos de las iglesias. Éstos son los
“ciegos y cojos” que impedían la entrada del rey David en Jerusalén; son los “sacerdotes
206
Fernández Cordero analiza en su tesis doctoral la perspectiva negativa y de temor religioso que enseñaba
la pastoral del sacramento del bautismo en el siglo XVIII. Entre las dificultades que había para transmitir al
pueblo su significado teológico más profundo, hace notar el carácter esporádico del tema en la predicación
ordinaria, de tal forma que no podía contrarrestar el mensaje más dramático de la catequesis básica: la
absoluta necesidad del bautismo (453-76).
207
Corintios, I, 6.
208
Según la Real Academia Española, el cura de almas es el “cargo que tiene el párroco de cuidar, instruir y
administrar los sacramentos a sus feligreses.” Como segunda acepción es la “responsabilidad que tiene el
sacerdote respecto de los fieles que han sido confiados a su ministerio” (627).
224
ignorantes” que no deberían ser admitidos en los templos porque “ni ellos entran en el
cielo ni dejan entrar a otros” (“Sermón segundo,” Consideración segunda 632).
Dijimos en su momento que el objetivo de la institución eclesiástica era la de
difundir la doctrina cristiana lo más extensamente posible, y que la buena catequesis del
pueblo y la administración de los sacramentos eran fundamentales para completar su
programa evangélico. En este sentido, Cabrera, como ministro eclesiástico, se esfuerza en
hacer cumplir esta prerrogativa tridentina. En base a esto, y debido a las deficiencias de
las parroquias en la instrucción y administración del sacramento, destaca en estos
sermones la intención pastoral del dominico al hacer una predicación catequética
doctrinal dentro del sermón ordinario. 209 Esto explica que Cabrera no dramatice sobre la
necesidad de recibir el sacramento inyectando temor religioso en el auditorio, sino que
simplemente adoctrine sobre qué es el bautismo y por qué lo instituyó Cristo. Por otro
lado, si en otros sermones la censura a los prelados es directa, aquí aparece de una
manera implícita pues, al fin y al cabo, eran los responsables de la admisión de
sacerdotes. 210 La solución que propone Cabrera ante esta penosa situación es la
responsabilidad del fiel en buscar para sí mismo un buen cura de alma, puesto que de ello
dependía su salvación.
209
Fernández Cordero enfoca la tipología de sermones según la intención pastoral. Así tenemos que la
predicación ordinaria sería el sermón, y podría contener diversos rasgos según la finalidad concreta; la
predicación catequética, llamada “doctrinas,” tenía la finalidad pastoral de la enseñanza de la doctrina; y la
predicación particular, las “pláticas,” eran sermones dirigidos a un grupo específico (LIX-LXII).
210
Caro Baroja menciona las quejas abundantes de seglares y frailes sobre el exceso de “gente de iglesia”;
se creía que ésta era la causa de que proliferaran los abusos (183). Por otro lado, Fernández Cordero trata
de las constantes denuncias acerca del “abandono y desidia” de los curas de almas, lo cual suponía una
resistencia a Trento dentro de la misma Iglesia (XVII).
225
La segunda enseñanza que debe aprender el cristiano a partir de las acciones de
Cristo es que, igual que Él fue al Jordán, que estaba lleno de pecadores, el fiel es el que
tiene que ir a la iglesia a honrar a Dios:
Veis aquí lo que usa agora en el mundo; que aun para daros salud del alma
queréis que el profeta de Dios y aun el Señor del profeta salga a vos y
vaya donde estáis. Que muy bien parece el caballero y la señora, y la
viuda, y el muy honrado, cuando no está legítimamente impedido, venir a
la iglesia a oír misa y sermón, y no desdeñarse de comulgar en compañía
de los pobres. ¿Por qué habéis de tener por caso de menos valer de tener al
lado a aquellos a quien Dios tiene por dignos de sentar a su mesa? Y no es
mucho que toquen vuestra ropa, pues comen la carne de Cristo, ni queráis
se os dé a vos solo el cuerpo que fue por todos crucificado. Cristo viene en
compañía de pecadores a recebir el baptismo de su criado. (“Sermón
segundo,” Consideración segunda 632)
Cabrera denuncia en la selección, con su aguda ironía, la costumbre de las
familias privilegiadas de llamar al sacerdote a las casas para no tener que mezclarse con
los pobres a la hora de comulgar en la misa. 211 Este hábito contradecía la “estrecha
amistad” que debían tener todos los miembros del cuerpo místico de la Iglesia, y evitaba
el que los ricos dieran limosnas al experimentar con su vista las necesidades de los
pobres. Por el contrario, San Juan y Cristo surgen en este evangelio como modelos de
humildad, único camino para obtener las demás virtudes; de ahí que Jesús la llamara
“toda justicia.” Él la mostró a los hombres en tres momentos principalmente: en “la
cátedra del pesebre,” en “el púlpito del Jordán” (porque predicaba con sus obras), y en “el
trono de la cruz” (porque allí triunfó su reino) (“Sermón segundo,” Consideración quinta
634).
211
Esta forma de actuar, en cambio, estaba respaldada por las leyes promulgadas a mediados del siglo XVI
sobre los pobres, que animaban a la sociedad a que se distanciara de ellos de una forma emocional, racional
y física (Cruz 45).
226
Domingo primero después de la Octava de la Epifanía de nuestro Salvador
Tenemos aquí un caso parecido al bloque anterior: lo integran dos sermones sobre
el episodio del evangelio de las bodas de Caná (San Juan, capítulo 2), 212 que da pie al
predicador a tratar el sacramento del matrimonio con el fin de afianzar la catequesis del
pueblo.
En el evangelio, Jesús y la Virgen van a una boda acompañados de los discípulos,
durante la cual falta el vino. La Virgen avisa a su Hijo, y Él lo remedia transformando el
agua en vino. Éste fue el primer milagro de Jesucristo, y lo hizo, explica el predicador,
para que creyeran en Él sus discípulos y, también, por ser una petición de su Madre.
La presencia de Cristo en unas bodas parecía romper con la imagen del Mesías
únicamente dedicado a la obra de la redención; 213 pero este episodio de su vida sirvió,
interpreta Cabrera, para “tapar la boca de algunos herejes, que, como San Pablo profetizó,
habían de prohibir este santo estado” (“Sermón segundo,” Introducción 650). Debido a
los ataques de los protestantes contra el matrimonio católico, durante el siglo XVI, este
episodio bíblico cobró importancia en la predicación. Simultáneamente, el delito de la
sexualidad fuera del matrimonio oficial se transformó en un pecado más grave, hasta el
punto que la Iglesia y la Inquisición empezaron a tomar cartas en el asunto de una manera
judicial (Bennassar, Inquisición española 271-94).
El Concilio de Trento estableció el matrimonio como sacramento, y proclamó el
derecho de la Iglesia de fijar sus reglas. Bennassar interpreta este hecho como
212
“Nuptiae factae sunt in Cana Galilaea, et erat mater Jesu ibi” (San Juan, 2). “Tres días después hubo
una boda en Caná de Galilea, en la que estaba la madre de Jesús” (La Santa Biblia).
213
Fernández Cordero advierte la necesidad de los predicadores de justificar la asistencia de Jesús a las
bodas, puesto que chocaba con la imagen de un Jesús apartado de la profanidad del mundo (498).
227
consecuencia del proceso de “clericalización” de la sociedad, que había comenzado ya en
el medievo: “el control eclesiástico se hace omnipresente, no sólo en el plano de los
principios sino también en el de la ejecución material de la ceremonia” (Bennassar,
Inquisición española 273). En este estado de cosas, el Catecismo Romano introdujo las
regulaciones del Concilio: la interpretación eclesiástica del estado del matrimonio fue la
que se transmitió a la sociedad a través de la catequesis y de la predicación regular, y su
principal objetivo fue modelar la conducta conyugal desde un punto de vista más moral
que espiritual. Ésta es la mentalidad que yace en Cabrera cuando explica que la presencia
de Cristo en las bodas era importante porque fue una manera de elevar el estado de
matrimonio instituido por Dios desde los primeros padres.
Conjuntamente, había un problema intrínseco, desde el punto de vista eclesiástico,
en este estado. Fernández Cordero ha señalado que las explicaciones de la presencia de
Cristo en las bodas de Caná desde los Santos Padres ya daban indicios de la visión
negativa que se tenía del matrimonio. La razón la refiere el mismo Cabrera: “no hace lo
que debe quien no lo estima por estado santo y santificado. En otros estados de la Iglesia
no es muy dificultoso dar a entender a los que les toman la santidad que requieren,
porque la traen escrita en la frente” (“Sermón segundo,” Introducción 650). Los mismos
hábitos de los sacerdotes y monjas rebelaban la santidad de su estado; en cambio, el
matrimonio, a pesar de ser el estado más antiguo y extendido, no era el mejor. La
doctrina de San Pablo marcaba la pauta de esta idea, cuando proclamó la virginidad como
el estado de mayor virtud:
[E]n el estado del matrimonio, y más en los días que vivimos, donde
resfriada la caridad tanto ha crecido la concupiscencia, muchísima
dificultad hay de persuadir a los hombres prácticamente que es estado
santo que pide santidad en los que le reciben. Bien creen que es uno de los
228
siete sacramentos, pero que en particular ni ellos ni ellas piensan que es
menester estar en gracia para tomar el estado que toman, y que así pecan
mortalmente y hacen un gravísimo sacrilegio casándose, si no están en
gracia, como si comulgasen. (“Sermón segundo,” Introducción 651)
Cabrera llama la atención a la práctica de prescindir de la confesión antes de
contraer nupcias. Esto era inadmisible porque, como puntualiza el predicador, el
matrimonio como estado era indisoluble y, como sacramento, otorgaba santidad
(“Sermón segundo,” Introducción 650); esto es, daba gracia a los contrayentes como a
hijos de Dios. Consecuentemente, el no ponerse a bien con el Padre era sacrilegio de
igual manera que lo era el comulgar sin confesarse. Además, aunque uno de los fines
cristianos del matrimonio era el remedio de la concupiscencia, los esposos debían tener
en cuenta otros fines: la compañía mutua y la procreación de hijos educados en el
cristianismo (Fernández Cordero 503). Esto se ejemplificaba en la predicación (y de
hecho aparece en este sermón) con el relato de la historia de Tobías y Sara, que pasaron
las tres primeras noches de boda rezando antes de consumar el matrimonio. Por el
contrario, el “vulgo de los cristianos,” como los llama Cabrera, se casan como los
caballos o los toros: “para sólo cumplimiento de sus apetitos” (“Sermón segundo,”
Introducción 650). En otras palabras, el estado de matrimonio mal entendido llevaba
inherente el peligro de condenación.
Cabrera no se detiene mucho en los ritos del matrimonio --según Férnandez
Cordero era lo común en la predicación--; sólo recuerda al público de la necesidad de
cumplir con las “amonestaciones,” o publicidad de los desposorios, por ser uno de los
229
preceptos del Concilio que más afectaba al orden social. 214 En relación a este precepto
tridentino emerge, en el sermón, la consecuente reprobación de los matrimonios
clandestinos:
Nunca queréis vosotras, que deseáis ser engañadas y forzadas siempre
(como si esto excusase vuestra culpa) entender esta doctrina; ni bastan
para escarmentaros los astrosos y desastrosos sucesos que de casamientos
hechos por rincones y por zaquizamíes, como los de gatos, vemos cada
día. Por maravilla sucede, sino a cabo de mil años, casamientos
clandestinos tener sino tristes y desventuradas salidas. (“Sermón
segundo,” Consideración primera 652)
El predicador está aludiendo a los supuestos “raptos” que sufrían algunas mujeres
por parte de sus amantes, al sacarlas en secreto de sus casas para casarse
clandestinamente y que, por no cumplirse posteriormente las promesas, terminaba
muchas veces el caso en los tribunales. Esta situación vergonzosa hace que el predicador
haga un comentario irónico sobre las motivaciones de las mujeres burladas: “[p]ues ya las
que por pleitos piensan sacar sus maridos, ¿qué vida entienden hacer con ellos, que traen
al matrimonio como a la galera o al remo? Ni aun por esclavo querría quien me hubiese
de servir por fuerza” (“Sermón segundo,” Consideración primera 652).
Además de un problema de control religioso, los matrimonios clandestinos tenían
implicaciones sociales como eran las poligamias. Esto afectaba a las familias, motivo por
el cual exigían controlar los desposorios de sus hijos (Bennassar, Inquisición española
272). Para solventar este problema, los preceptos del Concilio dictaron que los
desposados pasaran de ser ministros de su propio matrimonio a ser meros “receptores”
del mismo (Fernández Cordero 514).
214
“[E]l santo Concilio así lo quiere, que intervenga aquí ministro, como en los demás sacramentos, y dos
testigos por lo menos, con que se pueda probar, anulando todos los contratos que sin esta solemnidad y
publicidad se hicieren” (“Sermón segundo,” Consideración primera 652).
230
Las celebraciones de las bodas también son un tema que interesa al predicador: el
asistir Cristo a las de Caná fue un ejemplo vivo de la buena compañía que debe haber en
las festividades. El carácter profano que percibían los eclesiásticos en las bodas, junto
con el despilfarro desmedido, fue causa de una fuerte crítica. 215 Con esto se demostraba
la falta de temor de Dios y, además, era un mal ejemplo a la recién casada. Éste es,
precisamente, un punto que le importa desarrollar al dominico por sus implicaciones
morales: la educación de la bien casada.
A este respecto, Cabrera advierte que la costumbre de dar madrinas de boda a las
novias venía del papel educador de estas señoras, las cuales debían: “enseñarlas aquellas
cosas que para ser bien casadas les cumple saber.” Las cualidades de las buenas madrinas
son ser “honestas,” “ancianas,” “cuerdas” y “templadas en el beber”; estas características
eran requisitos que proporcionaban una correcta educación a las doncellas:
Y mostrar a las más mozas prudencia, que se moderen, que se reporten,
que no hagan excesos, que amen a sus maridos, quieran bien a sus hijos;
sean prudentes en su hablar, castas en su vivir, templadas en su conversar,
caseras, amigas de su casa, hacendosas, bien condicionadas, sujetas a sus
maridos, porque el Evangelio de Dios no sea blasfemado. Estas son las
costumbres de las recién casadas cristianas. (“Sermón segundo,”
Consideración segunda 653)
El comportamiento de la Virgen en las bodas de Caná cumple con las
características aquí expuestas. Al mismo tiempo, la teología de San Pablo y Cristo deja
sin lugar a dudas las responsabilidades que ambos cónyuges se debían: “amor que el
marido tenga a la mujer como a parte suya, y temor y reverencia que la mujer tenga como
a su todo” (“Sermón primero,” Consideración segunda 642). El amor total del hombre a
215
“Pero ha podido el demonio en introducir en los casamientos las disoluciones que pasan, de los
deshonestos juegos, las torpes y viles representaciones (y aun en mi conciencia que se nos han colado las
misas nuevas y aun no están muy libres las profesiones y velos de monjas), que se tiene por gran indecencia
hallarse un hombre grave y religioso en una boda” (“Sermón segundo,” Consideración segunda 652).
231
la mujer, y la sumisión también total de ésta al hombre responden a la interpretación del
significado simbólico del matrimonio de Cristo con su Iglesia (inscrita en Corintios I, 2,)
con el lema “igual que Cristo amó a su iglesia:”
Porque el marido es cabeza de su mujer, como Cristo lo es de la Iglesia.
¿En qué está esa semejanza? En que Cristo es Salvador de su cuerpo
místico, que es la Iglesia. Ipse est salvator corporis ejus. Y así el marido
es salvador de su mujer, amparándola, aconsejándola, sustentándola,
enseñándola, aconsejándola. (“Sermón segundo,” Consideración tercera
653)
La responsabilidad del marido, como cabeza de la mujer, es el de protector y
sustentador de sus necesidades, al igual que Cristo lo hace por su Iglesia. La mujer, como
representación de la Iglesia, debe responder con las siguientes obligaciones:
Súbditas, rendidas, no en esto o en lo otro, sino in omnibus. En todo y por
todo; en todas sus acciones, salidas, visitas, pláticas, gastos, limosnas,
penitencias, oraciones, nada ha de hacer ni intentar contra la voluntad de
sus maridos, como ellos no se aparten de la de Dios; en todo lo que no
fuere pecado han de obedecer. Como el cuerpo no menea pie ni mano sin
el gobierno de la cabeza, de quien se deriva a los miembros la virtud
motiva, así la mujer, sin orden de su marido, que es su cabeza, no se ha de
menear, sino ajustarse a su gusto y tenerle por arancel de su vida. En pago
desta obediencia que se manda a las mujeres, se pone ley de amor a los
maridos. (“Sermón segundo,” Consideración tercera 654)
En la doctrina del cuerpo místico aplicada al estado de matrimonio, la mujer era el
miembro del marido y, por tanto, era su obligación obedecerle en todo lo que no fuera
contra la ley de Dios. A cambio de ello, era ley que el marido amara a la mujer. Este
amor no era romántico, sino que estaba basado en la amistad sin ningún tipo de interés.
Es decir, para el matrimonio cristiano no debía contar la dote ni la belleza de la mujer; en
cambio, se instaba a que se buscaran las virtudes cristianas a la hora de elegir desposada,
en base a la idea de que la mujer era la columna firme en que se apoyaban las buenas
costumbres del matrimonio.
232
En resumidas cuentas, desde la perspectiva eclesiástica, la aplicación del sentido
simbólico del matrimonio de Cristo con su Iglesia al terrenal es lo que dio dignidad a este
estado, puesto que representaba una realidad sobrenatural. No obstante, al mismo tiempo,
afectó tremendamente al modelo matrimonial que se fomentó desde el púlpito, basado en
la total desigualdad (Fernández Cordero 502). Sin embargo, no podemos olvidar que
dicha desigualdad era amortiguada, desde el púlpito, con el modelo de caridad paulina: el
hombre estaba por encima de la mujer, pero también sus obligaciones eran superiores.
Concretamente, según expone Cabrera, el hombre tenía el compromiso de honrar
a la mujer con obras y palabras. Es aquí donde empieza una instrucción de consejos
prácticos que modelan las actitudes de ambos esposos en pro de una moralidad. Así, por
ejemplo, dice: “¿Sabes tú que le das enojo a tu mujer jugando? Estás obligado a no jugar;
por la ocasión que das a su flaqueza de ofender a Dios. -Ese es mi contentamiento, y
recibo en eso gusto.- Obligado estás a crucificar tu gusto y tu contento por el amor que
debes a tu mujer” (“Sermón primero,” Consideración segunda 643). Otro ejemplo es que,
conociendo la naturaleza de las mujeres, el marido evite discusiones demasiado
acaloradas; así les advierte:
Sus armas de la peor son la lengua, y cuando más arde su ira no sube de
palabras. Esas son sus armas ofensivas, y con otras ni saben ni pueden
empecer. Si eres hombre tú, ríete de sus palabras, no hagas caso dellas,
déjala decir, que no te quiebra el brazo ni te lastima más de lo que tú te
quisieres sentir dello o dar por ofendido. Toma tu capa y vete por ahí un
rato, hasta que hierva aquella ira, que en un hervor se acaba y no hay más;
y de aquí a media hora la hallarás mansa y apacible, y para que haga sin
repugnancia lo que tú mandares. (“Sermón primero,” Consideración
tercera 645)
La buena armonía de la casa dependía del hombre por ser la cabeza y por tener la
capacidad de mando, de tal forma que, en esta sociedad, la venganza sólo podía existir
233
entre hombres. De hecho, cuando el predicador acomete el tema de los maridos que
maltratan a sus mujeres no puede esconder su enojo e indignación:
¿Qué ejemplo das a tu familia? ¿Qué respeto quieres que le tengan tus
criados o tus esclavos, viéndola tratada peor que los tratas a ellos? ¿Qué
ejemplos das a tus hijos? ¿Cómo quieres que obedezcan a quien delante
dellos desprecias, honren a quien afrentas, amen a quien aborreces, teman
a quien tú tan sin respeto tratas? ¿Cuál puede andar tu casa y tu familia
cuando hay tales barajas y tan públicas entre los quicios della? ¡Qué de
chismes! ¡Qué de parcialidades! ¡Qué de testimonios, siguiendo los más
un partido y los otros el contrario! ¿Cómo te puedes sentar a la mesa con
quien has traído por la ceniza? ¿Qué piensas que dice de ti quien tal sabe?
Y sábelo toda la vecindad. Ten mala vergüenza de ti y de tu poquedad, que
a ti haces la afrenta y a ti te deshonestas y deshonras, si lo entiendes bien.
Dios por su misericordia te dé a entender el mal que haces, y a tu mujer
paciencia para que no se pierda. (“Sermón primero,” Consideración
segunda 644)
En la visión del predicador, el maltratador va contra la ley de Cristo, pues sus
acciones son síntoma de falta de caridad y menoscabo del buen ejemplo que es obligado a
dar a todos los miembros de la familia (tanto a los hijos como al servicio). Por añadidura,
su comportamiento lleva al escándalo en el vecindario y a la murmuración, poniendo
inclusive en peligro la salvación de su mujer, al ser tarea difícil el cumplir con un mal
marido. En definitiva, un sujeto así pierde el crédito frente a la institución eclesiástica, 216
tal es el caso que, al exaltarse durante la reprensión, el predicador dominico pide
disculpas en la siguiente Consideración:
Y a este propósito decíamos de la maldad que cometen contra Dios y su
Iglesia y contra la buena policía y costumbres de hombres honrados quien
pone las manos en su mujer. Y aunque a mí no me iba nada, ni hablaba en
particular con alguno, todavía la gravedad del caso me hizo enojar, y dije
216
“Por cierto que quiero decir aquí una cosa que pasa en mí: que ninguna de cuantas un hombre casado
puede hacer es bastante para que pierda su crédito conmigo, y creo que con cualquier hombre de pro, que
saber que dice malas palabras o hace con obras ruin tratamiento a su mujer. Paréceme que formo dél un
concepto el más vil, o del hombre más vil y más abatido y apocado y sucio, que de cuantas cosas se me
pueden decir. Y que había de haber leyes en la República donde a los tales castigasen con penas gravísimas
y afrentosísimas” (“Sermón primero,” Consideración segunda 644).
234
algunas palabras quizás más ásperas de lo que fuera razón. Agora, sin
pasión, y sin cólera y enojo, volviendo a lo que tratábamos, digo que es
grandísima vileza y poquedad que un casado ponga las manos en su mujer,
y cosa por la cual los demás que honestamente tratan aquel estado, parece
que estaban obligados a tenerlos como por descomulgados de su
conversación. (“Sermón primero,” Consideración tercera 644)
La “gravedad del caso” produce la exasperación del orador sagrado, y sus
disculpas al auditorio masculino son reveladoras con respecto al terreno de la actio. En
este sentido, el pedir perdón funciona como un testimonio que ilumina cómo durante la
reprensión, el predicador subía el tono de voz y cambiaba el modo de entonación
(expresada en el sermón escrito con exclamaciones e interrogaciones), y todo esto junto
con los movimientos del cuerpo y la gesticulación de la cara. Además, el hecho de repetir
la misma denuncia con un tono diferente en la siguiente Consideración, dice mucho sobre
el decoro del orador, pero sin perder la fuerza y autoridad que exigía Trento en la
imposición de la nueva moral.
Por otra parte, éste es un caso único de reprensión en todo su sermonario, pues se
invierte el orden en que aparece la crítica social. El primer sermón es el que profundiza
en los consejos prácticos de ambos cónyuges, y es cuando aparece la reprensión a los
malos maridos, mientras que el segundo sermón se dedica más al simbolismo de Cristo
con su Iglesia y a las prerrogativas del Concilio. Ya al principio del primer sermón había
anticipado unas disculpas diciendo que no pretendía ofender a nadie, sino “aprovechar y
enseñar y corregir a todos en común.” Cabrera sabía que tenía que acometer un asunto
extremadamente grave, y que muchas personas asistentes podrían sentirse aludidas, pero
la urgencia social y la moral del pueblo marcaban las pautas de su predicación.
235
Domingos segundo, tercero y cuarto después de la Octava de la Epifanía de nuestro
Salvador
En estos últimos domingos de la Epifanía, los evangelios y las imágenes se
explican en función del tema primordial de estos cinco sermones: la herejía y la Bula de
la Cruzada.
El evangelio del Domingo segundo, San Mateo, capítulo 8, 217 donde Cristo cura a
un leproso, sirve para introducir el tema de la herejía. El predicador va describiendo con
gran detalle los síntomas de la enfermedad, y cómo va pudriendo la carne y los órganos
internos hasta constituir una horrenda vista para los demás:
Piérdese primero el color y la buena tez del rostro con aquel color
aplomado por unas partes y descolorido de amarillo, y por otras quemado
de encendido en un color de sangre corrompida: hínchase el rostro,
cómense los ojos, las orejas y narices, púdrense interiormente los huesos y
hay en todos ellos dolores; corrómpense los miembros interiores, como el
pulmón y el hígado y las entrañas, y de ahí vienen a oler pestilencial;
mente en anhélito, y a ser cosa insufrible ver a un hombre antes podrido
que enterrado, comido en vida y no entregado a la sepultura. (“Domingo
segundo,” Consideración primera 659)
La lepra es tan contagiosa, sigue el predicador, que “las buenas policías mandan
apartar a los tales enfermos en casas fuera de las ciudades y poblados.” La descripción
física de una enfermedad tan repugnante ilustra y sirve de contexto para introducir los
síntomas, características y efectos que producen los pecados en el cuerpo social. Así
tenemos que el “leproso espiritual,” o pecador católico, es aquel en el que sus diferentes
partes del cuerpo están tan enfermas que sólo funcionan para hacer el mal y que nunca
217
“Cum descendisset Jesu de monte, secutae sunt eum turbae multae, et ecce leprosus, veniens, adorabat
eum dicens: Domine, si vis, potes me mundare” (San Mateo, 8). “Cuando bajó del monte, lo siguieron las
multitudes. En esto se le acercó un leproso, se puso de rodillas ante él y le dijo: ‘Señor, si quieres puedes
limpiarme’” (La Santa Biblia).
236
aprovecha el sermón. 218 Pero hay aún una lepra espiritual peor, la “lepra pestilencial”;
ésta es la herejía de la que están infectadas sin remedio “Inglaterra,” “Berbería,”
“Alemania” y “África.” Cristo, aclara el predicador, tiene el poder de sanación, pero la
“soberbia, aquel no querer adorar a Cristo y arrojarse a sus pies, ni a sus vicarios que él
en la tierra tiene, es la causa potísima de su perdición” (“Domingo segundo,”
Consideración segunda 660).
Por este motivo, asegura Cabrera, a un hereje se le reconoce en seguida: es aquel
que “desvergonzadamente es en sus culpas incorregible”; “aquel no pasar por lo que
pasan los otros, aquel sacar novedades a las plazas, nuevas doctrinas, opiniones de su
propio celebro, nunca por nadie hasta ellos inventadas” (“Domingo segundo,”
Consideración tercera 661). La falta de caridad es lo que les hace soberbios, y lo que les
hace perder la fe poniéndoles un “color diverso” 219 en la tez, diferente al que se halla en
la Iglesia. Ésta es la señal que debe poner en guardia al cristiano verdadero para no
contagiarse: “hombres por una parte muy santos y por otra muy sensuales”; hombres de
“carne desigualada.” Este desequilibrio espiritual, con respecto a la fe, avisa al cristiano
del peligro, ante el cual dicta la Iglesia que no deben juzgar, sino temer y denunciar
(“Domingo segundo,” Consideración cuarta 662).
218
“Nunca se me abren los ojos, sino para ver lo vedado; ni están patentes mis orejas, sino para que entre
por ellas la muerte y el saber los malos ajenos; mi boca no se abre, ni mi lengua se menea de buena gana
sino para mentir. Y yo que en un salmo sin atención mal dicho, me duermo y escupo cien veces y bostezo
otras tantas, me estoy mintiendo y devaneando una noche entera sin pegar los ojos; yo que una misa sola
que oiga se me hace más larga que la cuaresma y no veo la hora de oír el ita missa est para botar a huir; y
una hora de sermón se me hace un año de tormento, y estoy murmurando del prójimo, del predicador
vocinglero que no sabe acabar desque sube allí; […] para cosa buena no hallo en mí habilidad, y desto ando
afligido y en gran manera abatido, como un leproso, que de verse tal y que todos huyen dél, anda
afrentado” (“Domingo segundo,” Consideración primera 660).
219
Referencia a Levítico, 13: “Homo in cujus cute ortus fuerit diversus color.”
237
Habiendo puesto el predicador en alerta roja a la congregación con descripciones
que producen asco y temor por el contagio, el siguiente paso es contrarrestar esas
sensaciones desagradables con la seguridad que ofrece Dios.
El Domingo tercero trata del versículo 23 del mismo capítulo de San Mateo, 220 en
el que se narra el milagro de Cristo calmando una tempestad, mientras estaba en una nave
con sus discípulos. Este episodio sirve para introducir una metáfora de la navegación de
la “Iglesia universal.” La imagen representa la confianza que el fiel debe depositar en
Dios ante los peligros temporales de la vida. Aunque no puede naufragar esta nave,
porque Cristo es su capitán y prometió no ausentarse hasta el fin del mundo, sin embargo,
las tormentas le arrebatan “grandes pedazos.” Estas pérdidas son las “obras muertas” de
los cristianos que fallecen en la fe, y que se apartan de la obediencia de la “Iglesia
Romana”; así sigue Cabrera: “[h]asta ahora, por la misericordia de Dios, en España no
hay naufragio; pero no dejamos de correr bravísimas tormentas” (“Domingo tercero,”
Consideración tercera 671).
La vida en alta mar es una vida peligrosa, de la misma manera que la vida de la
Iglesia católica navegando por el mundo. Concretamente, la queja del predicador se
refiere a que, si bien es verdad que en España no se niega la obediencia al Papa, no
obstante, no se siguen los sacramentos, ni se guardan bien las fiestas de los santos y,
cuando llegan las bulas, se evidencia más que nunca la avaricia de los católicos y la poca
devoción que hay para ganar indulgencias.221 Cada año, según explica Cabrera, la Iglesia
220
“Ascendente Jesu in naviculam, secuti sunt eum discipuli ejus” (San Mateo, 8, 23). “Jesús subió a una
barca acompañado de sus discípulos” (La Santa Biblia).
221
“No burlamos de las indulgencias ni negamos (como los herejes) la potestad que el Papa tiene para
concederlas, dispensando tesoros de la sangre de Cristo; pero cuando viene la Bula la recibimos como si
nos pidiesen algún pecho y servicio ordinario, o los corridos de algún tributo, porque como avaros nos
238
convida al pan de Cristo crucificado y, a cambio, pide al fiel su disposición, oración,
confesión y limosna para “la guerra contra los infieles.” La limosna es de sólo dos reales;
un precio considerado bajo por el predicador, pero suficiente para las necesidades del rey:
Considerad que entre los príncipes cristianos sólo el nuestro hace la causa
de Dios; los demás cada cual la propia suya. No tiene la Iglesia en lo
temporal otro arrimo, columna fuerte en que estribe, estribo que la apoye,
muro que la defienda, sino el rey catolicísimo. Él sustenta la fe, ampara la
religión, mantiene la justicia, conserva la paz; él pelea las batallas del
Señor, no por codicia de reinos ni señoríos, sino por oponerse a la furia de
los infieles y herejes y defender y ensalzar nuestra santa fe; todo cuelga de
su cuidado y providencia. Ha de hacer rostro a toda la morisma, ha de
acudir con socorros a Hungría, Bohemia, para lo de Alemania, sustentar la
guerra en Flandes, resistir a Inglaterra, componer lo de Francia. ¿Para qué,
pues que no nos toca? Para que no hagan un rey hereje que acabe de
destruir la fe de aquel reino, y con ella peligre la del nuestro, que está
vecino, que es mal contagioso la herejía: serpit ut cancer, y estando tan
cerca, podría inficionar la parte sana. Tan pías y justificadas son las
guerras para que se contribuye esta limosna. No lo come, ni lo juega, ni lo
gasta mal gastado; el gasto de su casa reformadísimo, casi de un señor
particular, no como de tan gran príncipe y monarca como su majestad es.
(“Domingo tercero,” Consideración cuarta 672)
El razonamiento de Cabrera sobre por qué los españoles deberían pagar la bula
demuestra la urgencia económica del rey; pero, también, explica por qué la bula debía ser
predicada por “varones de crédito y virtud” (Goñi 570). 222 El método pedagógico de
Cabrera se basa en, primero, explicar una situación o problema ilustrándolo con una
descripción detallada (como en este caso la enfermedad de la lepra); y, una vez puesta
esta imagen en la mente del público, lo enlaza con el verdadero tema de la homilía en
duele sacar esa menudencia que nos piden de limosna; y como indevotos no queremos hacer oración para
ganar las indulgencias; y como gente de poca fe y bajos pensamientos no atendemos al provecho de las
almas, que es de más importancia que todos los haberes del mundo” (“Domingo tercero,” Consideración
tercera 671).
222
Ante la mala fama y poca efectividad de los predicadores de bulas, Juan de Ávila propuso que las debían
predicar ministros elegidos por el obispo. Los abusos de los llamados “buleros” o “echacuervos” que, por
recibir una cuota (“cota”), se esforzaban hasta lo indecible por expender el mayor número posible de bulas
(516).
239
cuestión: por ejemplo, la herejía. El último paso, como culminación de todo lo dicho, es
la conquista del objetivo final, que en este caso es dar una limosna al rey. Para ello, forma
en su discurso la imagen de un príncipe católico defensor de la paz y la justicia, cuyo
objetivo es evitar el peligro de contagio. El mecanismo persuasivo subyacente se basa en
hacer sentir al público que los problemas del rey son los de España y, por tanto, los suyos
propios, como los miembros del cuerpo místico no contaminado.
Esta imagen católica del rey respondía a una “concepción teológica de la política”
--en palabras de Negredo--, basada en la idea de que el monarca era católico, porque si
no, no era rey. Bajo el discurso de los reyes de España como elegidos de Dios para
emprender grandes tareas como la reconquista y, después, “la difusión y defensa armada
del catolicismo” por todo el mundo, trajo como una de sus consecuencias, según
Negredo, “la obligación de emplear recursos y vidas en defensa de la voluntad divina.”
Es decir, la defensa de la fe era una de las labores de gobierno de los reyes, y así era
como se predicaba desde el púlpito, pero, para Negredo, este discurso no era más que
“una estupenda pantalla para legitimar una práctica política determinada” (La palabra de
Dios al servicio del Rey 303-04), como la del caso que nos ocupa: las guerras del rey en
el exterior.
La Bula de la Cruzada se había convertido, en la segunda mitad del siglo XVI, en
un asunto controvertido que enfrentaba a la Iglesia con el gobierno. Los predicadores
atacaban la bula, y los obispos 223 se quejaban al Papa de que contradecía los preceptos
223
La queja de los obispos se relaciona también con cómo vieron de menoscabo su poder temporal con una
primera desamortización de sus bienes por Felipe II, que fue justificada por la lucha contra los infieles. No
obstante, al contrario del papado, como no tenían ambiciones políticas, su sumisión al rey seguía siendo
absoluta (Domínguez Ortiz, Antiguo Régimen 226-27).
240
del Concilio de Trento. 224 Mientras tanto Felipe II intentaba reformarla negociando
nuevas concesiones con los diferentes Papas que se fueron sucediendo a través de los
años. 225 Debido a los constantes apuros de la Hacienda española, la Cruzada era la
entrada más segura de dinero de la Corona, y de ahí el interés del monarca de mantenerla
a toda costa.
En cualquier caso, Cabrera se muestra defensor de la Bula, y da una imagen del
rey fidedigna en cuanto a su genuino interés en la lucha contra los herejes. Por un lado,
como indica Domínguez Ortiz, la sinceridad espiritual de los reyes españoles en la
defensa de la fe era compartida por su pueblo, y no un producto de la presión estatal y
social (Antiguo Régimen 229); en el fondo, el pueblo no estaba en contra de la Bula sino
de los abusos del sistema administrativo (Goñi 517). Por otro lado, la presentación que
hace Cabrera del “rey catolicísimo” no está alejada de la realidad europea: el dinero que
entraba en Roma venía mayormente de España (Domínguez Ortiz, Antiguo Régimen
227). Esto explicaba que, aunque a los Papas no les gustaba la hegemonía española en
Italia, realmente no les interesaba romper las relaciones con el monarca español y, por
tanto, nunca llegó a cancelarse la Bula.
A este contexto tenemos que añadir que, mientras los diferentes países
mencionados en el sermón gastaban sus “energías” --en palabras de Domínguez Ortiz-en luchas internas, España contribuía a la Contrarreforma de dos maneras: con la
“sublimación y depuración religiosa” dentro del país, y con la lucha contra la disidencia
224
Había varias gracias de la bula que se indicaban contrarias al Concilio: “altar portátil, exención de los
ministros de la Cruzada, indulto de carnes y lacticinios, facultad de elegir confesor, dispensas
matrimoniales, etc.” (Goñi 568-569).
225
Estos problemas aparecieron de 1566 a 1571, cuando estuvo suspendida la Bula con Paulo IV, Pío IV,
San Pío V. Fue Gregorio XIII el que le dio su forma definitiva en 1573 (Goñi 508; Benito 46).
241
fuera de sus fronteras (Antiguo Régimen 237). No obstante, esta actitud positivamente
religiosa fue lo que perjudicó la política del monarca, puesto que la intolerancia religiosa
y la conservación de los dominios territoriales que había heredado de su padre no iban
realmente con los intereses españoles, sino con los de la dinastía de los Austrias. En este
sentido, Domínguez Ortiz defiende la idea de que si no se hubiera seguido tan a rajatabla
los decretos del Concilio de Trento y se hubiera concedido la libertad religiosa a los
territorios bajo el dominio español, se habría acortado la Guerra de los Ochenta Años con
Holanda y la de los Treinta Años con Inglaterra y, con ello, la hacienda del rey no habría
sufrido tanto menoscabo (Antiguo Régimen 292, 229).
Ya hemos dicho que la imagen que proyecta Cabrera sobre la política de Felipe II
en el exterior no era de intransigencia religiosa, sino de protector de España contra el
cáncer contagioso de la herejía, que, como él mismo ilustra, se iba deslizando de pueblo
en pueblo como una serpiente (“serpit ut cáncer”). Este peligro había llegado ya hasta
Francia, país vecino, que estaba paralizado por sus luchas religiosas internas, y de las que
llegaban “chispazos” a la frontera de los Pirineos (Domínguez Ortiz, Antiguo Régimen
300). En este sentido, aunque Cabrera representa a España como “la parte sana” del
cuerpo místico, sin embargo, estaba rodeada de peligros inminentes. Esta urgencia se
revela muy patentemente en este sermón, y es la causa que motiva la reprensión del
público: el malgasto en lujos superfluos, y la “poca fe” y avaricia que demuestran cuando
llegan las bulas (“Domingo tercero,” Consideración cuarta 672).
La visión de una “vida de guerra” sin tregua del cristiano se justifica en el
Domingo cuarto con la parábola de la sementera del evangelio de San Mateo, capítulo
242
13. 226 En la sementera de trigo se echa cizaña, y ambas crecen juntamente hasta el día de
la siega. El sentido moral de la parábola es que el buen sembrador es Cristo, su buena
semilla es “la fe, la gracia y la doctrina evangélica” y la sementera es su Iglesia (“Sermón
segundo,” Consideración primera 680). Pero el demonio echa la cizaña en el campo que
es la “ciencia humana” llena de error y opiniones diferentes, esto es, la herejía (“Sermón
primero,” Consideración primera 674, Consideración segunda 675).
Según la mentalidad dominante de la época, la diversidad de ideas atentaba contra
la uniformidad de la Iglesia y del estado. Por este motivo, el predicador acomete contra
los prelados y pastores, responsables de la vigilancia del ganado, porque sus descuidos
causan que entre el enemigo en medio del trigo: “herejías, bandos, enemistades,
disensiones” (“Sermón segundo,” Consideración segunda 681). Los pastores, además,
deben ser píos para compadecerse de las “llagas” de los fieles, y su obligación es
favorecer las “buenas apariencias” para que el pueblo no se escandalice:
Porque está a cargo del prelado proveer no haya escándalos, que es mayor
mal que sufrir el pecado oculto. No arranquéis la cizaña, que parece
mucho al trigo; que se escandalizaría el trigo. No desfavorezcáis las
buenas apariencias, que será ocasión de que perezcan muchas buenas
existencias. (“Sermón primero,” Consideración cuarta 677)
La imagen de la siembra con cizaña (el hereje) y trigo (el católico) mezclados
ilustra el deseo de retratar una España uniformemente católica; es decir, Cabrera censura
el que los prelados no eviten que se hagan públicas las disensiones y las críticas al
gobierno y a la Iglesia católica. Estas advertencias nos hablan del control ideológico que
ejercían la Iglesia y el estado dentro de las fronteras españolas para parar la circulación e
226
“Simile est regnum caelorum homini qui seminavit bonum semen in agro suo” (San Mateo, 13, 24). “El
reino de Dios es semejante a un hombre que sembró buena semilla en un campo” (La Santa Biblia).
243
influencia de las nuevas doctrinas religiosas. España ya había experimentado cómo la
herejía era causa de revoluciones y de pérdida de territorios; por este motivo, igual que
los pecados públicos de la sociedad, se percibía a los príncipes y repúblicas herejes como
objetos del castigo de Dios (Caro Baroja 165). Los sermones de este bloque demuestran,
en definitiva, el fanatismo ideológico que dominaba España como producto del miedo de
un peligro que se considera muy cercano, y que atentaba contra la unidad religiosa, social
y política del país.
Conclusión
Si en la Cuaresma y en el Adviento destacaban como enemigos del cristiano la
carne y el tiempo, respectivamente, la herejía es el que toma la vanguardia en el ciclo
litúrgico de la Epifanía. En la doctrina del cuerpo místico de la Iglesia, la herejía
significaba la mayor y peor enfermedad que podían contraer los miembros porque
suponía la desmembración de todo el cuerpo. Los sermones evidencian que la unión de
las dos instituciones más poderosas de la España de este período, la Iglesia y el estado,
formó un brazo poderoso que cortaba de forma tajante el contagio de esta plaga dentro y
fuera de la Península. Si bien sus instrumentos de combate podían llegar a ser coercitivos,
como la actuación del Santo Oficio dentro de España o las huestes del monarca fuera de
las fronteras, los sermones de Cabrera demuestran que había otros medios más
pedagógicos en la institución eclesiástica que podían modelar con efectividad la
mentalidad del pueblo con la aplicación de una nueva moral. De esta forma, dentro del
programa educativo de Cabrera, la herejía, además de ser una lepra pestilencial, viene a
simbolizar la necedad más detestable. En este sentido, se puede decir que hay una
244
correspondencia en la mentalidad del dominico entre enfermedad espiritual y enfermedad
intelectual. Entonces, la visión que transmite Cabrera de España es que, como miembro
místico del cristianismo no estaba infectada, sin embargo, existían dos peligros de
contagio inminentes: la proximidad del enemigo y la ignorancia de la sociedad. En esta
idea se justificaba la actuación de Felipe II en el extranjero y del Santo Oficio dentro de
las fronteras: extirpar la herejía. No obstante, Cabrera comprendía que para atajar el mal
de raíz de la sociedad era necesario inculcarle hábitos de “buenas” letras.
Por otro lado, la pedagogía de Cabrera se basaba también en la caridad de Cristo y
de San Pablo. Para el dominico, éste era el pilar donde se debía asentar toda la vida del
cristiano. A este respecto, Cabrera acomete, como parte de su labor pastoral, las
situaciones sociales más comunes: la interacción de las diferentes clases en ciertos puntos
de encuentro social como la misa, las relaciones de los esposos y las de padres e hijos.
Sus enseñanzas se dirigen a la buena amistad entre los miembros del cuerpo místico,
tanto dentro de la intimidad del hogar como en los espacios exteriores de interacción
social. En este sentido, toma un papel relevante el guardar las apariencias, mientras que el
escándalo se constituye como perturbador del orden social a ojos del aparato del poder.
Los temas que se han tratado en la Epifanía funcionan como una buena
contextualización del siguiente capítulo: la oración fúnebre a Felipe II. En su afán de
perpetuar la memoria del monarca, Cabrera confecciona la parte laudatoria del sermón
como una recapitulación de los momentos más significativos de su reinado junto con una
interpretación eclesiástica del significado de su política interior y exterior para la España
católica de 1598. En este sermón, se evidenciará más claramente que nunca la función del
245
púlpito a finales del siglo XVI de transmitir una ideología profundamente cimentada en el
catolicismo ortodoxo y, en este caso particular, de la legitimación política de Felipe II.
246
CAPÍTULO 6
SERMÓN EN LAS HONRAS FÚNEBRES DE FELIPE II
Pasa, pues, la figura del mundo, la imagen de los
reinos y señoríos. ¡Qué grave, qué autorizada, qué
temida ha sido la figura del gran Filipo segundo, y
primero rey de las Españas! Pero ya pasó, ya con la
muerte ha desaparecido. Melior est canis vivus,
quam leo mortuus: “Mejor es un perro vivo que un
león muerto.”
(Alonso de Cabrera, Sermón fúnebre a Felipe II)
Introducción
El rey Felipe II fallecía el 13 de septiembre de 1598 en el monasterio de San
Lorenzo de El Escorial. Allí mismo tuvieron lugar las exequias el día 16, y fue enterrado
en el panteón real entre su padre, Carlos V, y su última mujer, la reina Doña Ana. Las
honras fúnebres oficiales se celebraron en San Jerónimo el Real de Madrid, los días 18 y
19 del mismo mes. Siguiendo las normas del ritual romano, el segundo día hubo tres
misas; la última, la de requiem, era el acto central de las exequias a la cual asistió el
nuevo monarca, Felipe III (Fuente Fernández 296).
Después de la misa principal, Francisco Terrones del Caño fue el encargado de
pronunciar el sermón oficial. En la apertura del mismo, expuso la tarea que iba a
emprender recordando el origen greco-latino de los sermones panegíricos de la tradición
patrística, y el valor edificante que la Iglesia católica había conferido a este tipo de
247
sermones: alabar al muerto, pero siempre teniendo en cuenta el aprovechamiento
doctrinal de los presentes al sermón. 227
La inauguración de la oración fúnebre de Terrones nos sirve de base para poner de
relieve la larga tradición de los elementos que estructuraban estos sermones. Por otra
parte, el epígrafe nos proporciona además un ejemplo de cómo, posteriormente, la
doctrina de la oratoria fúnebre se combinó con motivos barrocos (como el tema del
desengaño) creando un concepto de la muerte bajo el cual yacía la ideología
contrarreformista.
En ocasión de la defunción de Felipe II, este capítulo estudia en qué consistía el
concepto de la “buena muerte,” y cómo el perfil que se construyó del monarca fue una
respuesta decisiva a la lucha de la Iglesia católica contra la Reforma protestante. De esta
manera, los intereses políticos y religiosos confluyeron de tal forma que el rey, y con él
España, se alzaron como estandarte del catolicismo más férreo en Europa. En este
contexto, el sermón fúnebre de Alonso de Cabrera se alza como paradigmático de una
época, la postridentina, y producto de unas circunstancias específicas, las honras
costeadas por la Villa de Madrid en la muerte de un monarca considerado, popularmente,
como de muy católico y español.
227
“Los romanos, entre sus leyes, mandauan que con música de instrumentos y vozes se cantassen las
hazañas de los muertos para exemplo de los viuos. Deuiéronlo de tomar de Homero que introduze a su
Achiles cantando con su vihuela las hazañas de los caualleros antiguos muertos para animarse y
disponerse a hazer él otras tales quando entraua en la batalla. En la Yglesia Católica han sido vsados por
los mayores santos della sermones en las honras de los varones illustres, alabando los muertos y
enseñando los viuos. Siguiendo esta costumbre se me manda a mí que predique oy” (Terrones 358-59).
248
Contexto del sermón fúnebre en los siglos XVI y XVII
Ya desde el siglo IV, la primitiva Iglesia cristiana había incorporado los sermones
panegíricos en sus prácticas religiosas. En ellos, la tradición patrística había establecido
dos partes fundamentales: en la primera parte, se reflexionaba sobre la doctrina católica
de la muerte y sobre la vida del muerto, y, en la segunda, se hacía el encomio del difunto.
El sermón que más influyó en el siglo XVI fue la oración fúnebre de San Ambrosio en las
honras del emperador Teodosio. El tema giraba en torno a lo penoso de la muerte del
difunto, pero con una doble consolación: la esperanza de salvación del rey por haber
tenido una vida virtuosa, y el remedio que dejaba al seguir viviendo sus virtudes en el
nuevo rey (Cerdan, Oración fúnebre 93). 228
Con la llegada de la Casa de Borgoña del emperador Carlos V a España, las
honras fúnebres cobraron un valor especial que duró durante toda la dinastía de los
Austrias; dentro de ellas, el sermón funeral se constituyó como un hecho de enorme
transcendencia. Los actos públicos que se organizaban por la muerte de personas ilustres
se hacían por primera vez con toda pompa y boato, del tal forma que llegaron a
conformarse como prácticas culturales propiamente peninsulares la solemnidad de los
actos de la Casa de Borgoña con la tradición patrística del sermón. A pesar de los intentos
de Felipe II de imponer la más estricta austeridad en las honras fúnebres del Escorial, ya
no se pudo separar la oración fúnebre de la ostentación de las honras públicas (Cerdan,
Oración fúnebre 80-83). 229
228
La segunda razón para la consolación estaba inspirada en las instrucciones educativas del Eclesiástico o
Sirácida (30, 4-6): “Si muere su padre, como si no hubiese muerto, pues deja tras de sí un hijo que se le
parece” (La Santa Biblia).
229
Aun así, Andrés Soria ha señalado que las honras que Felipe II dedicó a su padre Carlos V en El
Escorial fueron mucho más austeras que las que le dedicó en Bruselas, su tierra natal (466-68).
249
Según Herrero Salgado, en las exequias reales confluían tres aspectos: el social, el
ornamental y el litúrgico (Oratoria sagrada I, 336). Pero Fuente Fernández concretiza la
experiencia socio-cultural que emanaba de unas honras públicas de tal calibre:
Las exequias, en el caso de la realeza, se convirtieron en una realidad
multidimensional en la que el duelo se imponía desde arriba con el
objetivo de difundir la imagen del rey y del estado. Se parte de la
concepción humanista del triunfo sobre la muerte y de que ésta no es otra
cosa que el tránsito hacia la gloria, la fama o la inmortalidad
imperecedera. En consecuencia, se glorifica la figura del rey, paradigma
de valores y virtudes, se exalta la monarquía como defensora de la
cristiandad y se legitima el sistema dinástico sustentándolo en el origen
divino. (Fuente Fernández 290)
El concepto humanista del triunfo sobre la muerte se ajustaba bien con la doctrina
católica en base a la idea de que el rey difunto era ejemplo de virtud cristiana y, por tanto,
las honras transmitían la certeza de su salvación eterna. También se reflejaba en la
integridad del sucesor, que se constituía en digno heredero del padre y de la corona. Este
punto era el colofón de la edificación espiritual de los oyentes, y de la exaltación y
legitimación de la monarquía y el sistema dinástico que la tradición patrística había
impuesto en el sermón. La imagen glorificada del rey se expresaba tanto en el discurso
del orador sagrado como en la fastuosidad de la arquitectura efímera que los mejores
artistas de la época construían en el altar mayor donde se celebraban las exequias
públicas.
El concepto de la muerte que la Iglesia forjó, influyó notablemente en la
mentalidad colectiva de los siglos XVI y XVII. Fue el producto de un proceso de control
de la muerte que la Iglesia estaba ejerciendo ya desde la Baja Edad Media, pero que se
250
vio acelerado debido al peligro protestante, de tal manera que muerte cristiana y
Contrarreforma se constituyeron en términos indisociables (Martínez Gil 95).
El producto de esta mentalidad fue que tanto la vida como la muerte
experimentaron una alta influencia de lo clerical. Partiendo de la base de que el pecado
original trajo la muerte al hombre, las enfermedades del cuerpo eran síntomas de los
continuos pecados que contaminaban el alma. Desde el punto de vista cristiano, la vida
era entendida como preparación a una buena muerte, y ésta la hacían accesible los
sacerdotes. De esta forma, ante una grave enfermedad, se le daba mayor importancia a la
curación espiritual del enfermo que a la curación física; era aquí donde el sacerdote
emergía como especialista del “bien morir”: guiaba al moribundo en la agonía, y le
administraba la confesión y la comunión. Además, en esta época se depositó una total
confianza en el poder sanador de las reliquias, en la intercesión de los santos y en el
propósito de enmienda del enfermo. Si el cristiano cumplía con todos los requisitos
marcados por el sacerdote, se le perdonaba el pecado; no obstante, seguía siendo la
voluntad de Dios el que sanara o falleciera. El desenlace era bueno en cualquier caso
porque, si el hombre pecador moría, dejaba de ofender a Dios, y si era un justo, ya había
pasado parte del purgatorio (Martínez Gil 108-17). Por otro lado, “la buena muerte”
estaba en relación con las posibilidades que el individuo tenía de salvación. Según esto,
se consideraba ideal morir en la cama de forma natural, y con plena conciencia para
poder dejar bien atados todos los asuntos en este mundo y preparar el alma antes de
partir. La buena muerte era señal de que se había tenido una buena vida, y ambas
confirmaban la salvación del individuo (Martínez Gil 163-64).
251
Esta concepción fue la piedra angular del discurso sobre la muerte en el
Renacimiento y el Barroco. En este período tuvieron una gran difusión los Ars moriendi,
una literatura doctrinal que venía de la Baja Edad Media y que prestaba atención al
momento individual de la muerte, del que dependía en buena parte la salvación. En el arte
del bien morir, la muerte era considerada un rito de paso en el que el devoto necesitaba
un aprendizaje para poder triunfar (Martínez Gil 32-33).
La influencia del Concilio de Trento fue decisiva para la evolución de la
espiritualidad católica en torno a la muerte, y para que el control de la Iglesia llegara a su
cima en el siglo XVI. Por ejemplo, se dogmatizaron los sacramentos de la Eucaristía y la
Extremaunción con los cuales la Iglesia garantizaba la salvación del individuo y, una vez
que estaba muerto, su estancia en el purgatorio dependía de las misas que se pagaran por
su alma. También se adoptaron hábitos que subrayaban este carácter sacerdotal de la
muerte como la mortaja del cadáver, basado en el modelo eclesiástico, o como la
costumbre de tener los cementerios dentro de la iglesia. Simultáneamente, con el claro
objetivo de confrontar al mundo protestante, Trento autorizó la colaboración de la
monarquía y el poder religioso, de modo que los intereses de ambos llegaron a
confundirse fácilmente. La mejor prueba de ello es la muerte de los reyes. En las
celebraciones de las honras fúnebres se ensalzaban el orden político y el religioso
(Martínez Gil 637-39): túmulos de arquitectura efímera con los emblemas de la
monarquía se depositaban en el altar, mientras que el sermón era el centro de la misa de
requiem. Inmediatamente después, se publicaba todo lo concerniente a las honras
fúnebres y a las circunstancias que rodearon la muerte del rey.
252
Publicación de los sermones fúnebres: las honras de Felipe II
Los sermones de circunstancias tenían una gran importancia en esta época; eran
sermones de encargo por parte de Reyes, Cabildos de las ciudades o Congregaciones
Religiosas, entre otros, en ocasiones diversas y donde se exaltaba a un sujeto ilustre por
diversas razones. Generalmente, los patrocinadores de las exequias o de las fiestas
costeaban además la edición de este tipo de sermones; esto explica su predominio y
conservación sobre otras homilías (Herrero Salgado, Aportación 5).
Hay que añadir a esto que los sermones fúnebres daban prestigio al predicador;
además, debido a la cuna ilustre del difunto y del auditorio selecto, permitían que fueran
marcadamente literarios. Por estas razones, se imprimían sueltos o en colecciones que
tenían una clara intención pedagógica. A este respecto Martínez Gil añade:
La predicación se negaba a contentarse con el brillo efímero del
púlpito; pretendía también guiar la íntima meditación del lector
culto. Qué mejor forma que meditar sobre la muerte que
considerando la muerte del otro, y en la mayoría de los casos una
muerte ejemplar. Los sermones fúnebres daban lugar a la
declaración repetitiva de los tópicos sobre la muerte tomada en
abstracto, pero a la vez se descendía a lo concreto de un nombre
propio, de un tiempo preciso y de una muerte determinada. La
Iglesia alentaba la publicación de sermones; los profesionales de la
palabra dominical encontraban en ellos inspiración para su propio
discurso, y los lectores devotos los alternaban con la literatura
hagiográfica. (Martínez Gil 71)
La publicación de sermones fúnebres ayudaba a la meditación de la doctrina
católica sobre la muerte. En ellos, se elogiaban las virtudes y actos más significativos de
la vida del difunto, y se detallaba la forma de morir de una manera edificante, no
turbadora. Por consiguiente, la oración fúnebre se constituyó en un vehículo eficiente, a
manos de la Contrarreforma, para el “afianzamiento y la remodelación de la mentalidad
religiosa” (Martínez Gil 69). En resumidas cuentas, basándose en el material que ofrecían
253
la literatura de los Ars moriendi, el objetivo era dar una imagen de la muerte como una
experiencia positiva.
Así tenemos que el sermón funerario impreso se erige como una fuente que revela
las actitudes sobre la muerte en el contexto social donde se ha producido, pero con el
paliativo del seguimiento de patrones establecidos por la larga tradición. Como ha dicho
Martínez Gil, el contenido de estos sermones estaba totalmente planificado, y se diluía en
medio del artificio del lenguaje (71). De esta manera, es difícil para el estudioso
distinguir la realidad que había rodeado la vida y muerte del difunto de la finalidad
específica del predicador (como inducir al temor, a la emoción o a la edificación).
Un buen ejemplo de la transcendencia de las honras fúnebres y de sus sermones es
el libro de Juan Íñiguez de Lequerica, Sermones Funerales en las honras del Rey nuestro
Señor don Felipe Segundo con el que se predicò en las de la serenissima D. Catalina
Duquessa de Saboya, publicado en Madrid en 1599 y 1601. 230 El impresor madrileño
recopiló catorce sermones pronunciados en diferentes días en las exequias del rey
difunto, que se celebraron en diversas ciudades, conventos y universidades de toda
España. En el prólogo al lector, Lequerica explica las razones que le animaron a tan
trabajosa y costosa tarea, y por qué no incluyó todos los sermones que pudo conseguir:
[P]or sacarlos presto a luz, para que los romancistas los pudiessen leer
antes que se quitasen el luto, y los predicadores pudiessen aprouechar
dellos para otros sermones de difuntos: pues tienen dotrina general, tanta y
tan buena, que no aura sermonario de difuntos de tanto prouecho. […]
Doy por muy bien empleado el trabajo y hazienda que en esta impression
he gastado, por la gloria que dello se le ha de seguir a Dios nuestro señor,
en cuyo acatamiento es preciosa la muerte de los justos, qual fue la de
230
El libro se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid, con signatura R/29663 para la edición de
1599, y 2/57997 para los dos ejemplares de 1601. La Biblioteca de Palacio de Madrid tiene dos ejemplares
de la edición de 1601 con las signaturas VIII/15623 y VIII/66.
254
nuestro Rey difunto, y por el servicio que hago al vivo, en dexar impressas
las alabanças y virtudes de su Padre, para exemplo de los siglos venideros;
y finalmente por el bien comun de toda la Republica, y consuelo de los
vassallos, que gozaron de tal Rey y señor tantos años. (f.2v)
El acontecimiento había sido de resonancia nacional e internacional: la muerte del
rey católico por antonomasia. La urgencia de publicar esta colección respondía a los
intereses tanto eclesiásticos como estatales: por parte de la Iglesia, se hacía más extensivo
el acceso de la doctrina católica de la muerte, y se ofrecía el material ortodoxo oficial de
futuros sermones contrarreformistas; por parte del estado, quedaba estampada la
legitimación monárquica con la alabanza del rey difunto y con la dedicación de la edición
al sucesor.
De hecho, la imagen de la monarquía de los Austrias como defensora de la
cristiandad se legitimó con la inclusión de la relación del Consistorio de Ferrara del Papa
Clemente VIII en el prólogo, donde el Papa se condolía de la muerte del monarca
español. El discurso versaba sobre las virtudes de Felipe II como rey prudente, sabio y
amigo de hacer la justicia, paciente ante las adversidades, obediente con la Santa Sede, de
la “continua batalla” de su vida con los enemigos de la Fe y, por último, expresaba su
esperanza de que estuviera en el cielo, y su alegría por el nuevo rey que se igualaba en
virtudes al padre. El escrito del Papa muestra cómo cualquier tipo de texto funeral se
alimentaba de la fórmula heredada de la tradición patrística.
Por otro lado, Lequerica también incluyó en el prólogo la relación del túmulo y de
las dos jornadas de las honras públicas celebradas en San Jerónimo el Real. Las
relaciones eran unas descripciones detalladas que tenían el propósito de revivificar la
solemnidad del momento para mantenerlo en la memoria de la colectividad. La escena
descrita daba paso al sermón de Francisco Terrones, predicador elegido en el testamento
255
de Felipe II, motivo que decidió su prioridad en el orden en que se aparecieron los
sermones de la colección.
El sermón de Alonso Cabrera se colocó en segundo lugar, y aunque el impresor
no especifica por qué, es evidente que había poderosas razones para ocupar este puesto:
primero, la Villa de Madrid era la patrocinadora que con “gran costa y aparato” celebró la
memoria del rey en el monasterio de Santo Domingo el Real, el cual estaba ligado a la
familia real desde su fundación; segundo, porque Cabrera, como Terrones, era Predicador
de su Magestad, privilegio que se añadió al título del sermón de ambos.
Andrés Soria ha calificado esta colección de antológica por la calidad de los
predicadores que la forman (455). 231 También se refiere a ella como a una “colección
nacional de piezas oratorias funerales” porque fueron pronunciadas no sólo en la corte,
sino por toda España. 232 Entre los predicadores hay Obispos, canónigos, religiosos de
diversas órdenes y maestros de universidades; todos ellos constituyen “el exponente del
púlpito español a finales del siglo XVI,” y de tres de ellos se hicieron ediciones
modernas: Terrones, Cabrera y Salucio (456). La importancia de la colección radica, por
otra parte, en que representa el modo como se entendía en el paso de un siglo al otro en
España las honras fúnebres solemnes, en el que “el tono de la celebración verbal de un
gran difunto en la medida española, bastante mesurada, modesta y aun diríamos
‘provinciana’ en comparación con otros estilos vecinos y coetáneos” (Soria 456-57).
231
Los predicadores son, según aparecen en la edición: el Doctor Aguilar de Terrones (Francisco Terrones
del Caño), el Maestro fray Alonso de Cabrera, el padre fray Agustín Dávila, el padre fray Lorenzo de
Ayala, el Doctor Luis Montesinos, el padre fray Agustín Salucio, el padre fray Hernando de Santiago, el
padre fray Juan López Salmerón, el Maestro don Manuel Sarmiento, el Doctor Martín de Castro, el doctor
Francisco Dávila. Con los añadidos: el Obispo de Jaén y el Doctor Francisco Sobrino.
232
Las otras ciudades son por orden de aparición: Valladolid, Alcalá de Henares, Barcelona, Córdoba,
Málaga, Logroño, Salamanca, Granada, Belmonte y Baeza.
256
Por último, Soria destaca el “clamor unánime de sincera condolencia” que refleja la
colección. La valoración artística de cada sermón es diferente, 233 pero el crítico no ve una
distinción tajante entre los sermones de la corte y los de la periferia: todos tienen una
gran parte de panegíricos, aunque la longitud del elogio varía, y tratan el tema de forma
diferente. Como ejemplo que podemos añadir a esto es que Terrones prescinde de la parte
doctrinal de la muerte y construye el sermón sobre las virtudes de Felipe II como rey; en
cambio, Salucio lo retrata tanto en sus virtudes como en algunos defectos propios de un
monarca. Con respecto a las variaciones entre las oraciones, hay que tener en cuenta que
las circunstancias que rodeaban el sermón alteraban su proceso:
El carácter “oficial” de la pieza oratoria, inserta en la función religiosa de
las exequias, motiva que la calidad del auditorio influya sobre el
predicador que no puede, como en cualquier otro género de sermón,
desarrollarlo atendiendo sólo a su fin peculiar, sino que se ve constreñido
por la exaltación ineludible (la honra del difunto), a más de tener, en
muchos casos que aludir al sitio, los circunstantes, etc. Estas dificultades,
inherentes a esta clase de oraciones son acicates para que el orador las
sortee con gallardía. (Soria 457)
Además, las circunstancias del sermón también condicionaban el tono que
empleaba el predicador: no era lo mismo predicar en la corte que en provincias, ni el
sermón de un obispo en su iglesia que el del maestro en la universidad (Soria 457).
Fuente Fernández añade a esto que las diferencias fundamentales de los sermones de la
233
Evaluación de la crítica: Francis Cerdan considera los sermones de Terrones, Cabrera y Salucio como
los mejores de la recopilación (Sermones cortesanos 20). Álvaro Huerga, no duda en poner la oración de
Cabrera como la mejor, seguida quizás de la de Salucio “por su laconismo, por su recia argumentación
teológica, por su erudición y, sobre todo, por el retrato de las virtudes y defectos de Felipe II” (22). Miguel
Mir coincide con Huerga en evaluar la de Cabrera como la mejor de la colección, además de ser una de las
mejores piezas del dominico (XXXI). Andrés Soria comenta que el sermón del doctor Francisco de Ávila,
predicado en Belmonte (Ávila) es uno de los mejores por su estructura y modo de tratar los argumentos
(476); en cambio, el de fray Juan López Salmerón, en Logroño, es el sermón típico que se pronuncia ante
un “auditorio no muy exigente en una ciudad de poco relieve” porque en el momento del elogio hace una
“ensalada de circunstancias”( algo reprobado por las preceptivas), al hacer una “excursión geográficohistórica” de la genealogía del rey difunto (475); por último, destacan las “novedades” del joven predicador
sevillano fray Hernando de Santiago, y es de gran utilidad su sermón para compararlo con el que pronunció
también Sevilla por Felipe III (474).
257
colección son el desarrollo y tratamiento de los temas, el estilo y la organización del
contenido (296). En cualquier caso, los predicadores que componen esta antología son
representativos de la oratoria sagrada de la época. Son “la generación del Rey” porque
casi todos (excepto Salucio que nació en 1523) crecieron, se formaron y predicaron
durante el reinado de Felipe II (1556-1598).
Se ha llamado al reinado de Felipe II “Segundo Renacimiento” porque fue una
época de esplendor de las letras, de signo religioso, que fueron marcadas por el
aislamiento de España con Europa. El decreto de 1559 prohibió a los españoles estudiar
en el extranjero, lo cual significó un alejamiento del espíritu erasmista que España había
vivido en la primera mitad del siglo. Esta generación de predicadores se formó en
universidades españolas y en el seno de sus órdenes religiosas respectivas. Su formación
junto con las experiencias que vivieron en sus carreras repercutieron en las alabanzas al
monarca: por ejemplo, su celo por la religión y la justicia como una de sus virtudes
personales más sobresalientes. En estas alabanzas, los predicadores estaban aludiendo a
las provisiones de cargos y dignidades que gozaron en el dinamismo contrarreformista
del rey (Soria 458-459).
Bases teóricas del sermón fúnebre
Basándose en las retóricas de Aristóteles y Cicerón, fray Luis de Granada divide
la oratoria en tres tipos: judicial, deliberativo y demostrativo. En el género demostrativo
se alababa o vituperaba a personas, cosas o hechos (Retórica eclesiástica Tomo II, libro
IV, capítulo I, 13). La oración fúnebre pertenecía a este género, la llamada laudatione et
vituperatione. El orador cristiano, como laudatio funebris, debía seguir los tres fines
retóricos tradicionales: docere, delectare y movere. El énfasis en los fines evolucionó en
258
la predicación funeraria; en términos generales, se acentuó más la enseñanza durante el
reinado de Felipe II mientras que, según fue avanzando el nuevo siglo, se fue
privilegiando a los otros dos, sobre todo, al fin de deleitar (Cerdan, Oración fúnebre 84).
De todas maneras, en todas las retóricas cristianas de los siglos XVI y XVII se
hallaban las dos direcciones que debía seguir el sermón funeral: lo didáctico y lo
parenético. En la primera parte, se edificaba al cristiano con temas sobre la universalidad
de la muerte y el “desengaño” del hombre ante su condición mortal. En este sentido,
Cerdan advierte que se predicaba tanto la miseria del hombre pecador, apartado de Dios,
como la esperanza del hombre virtuoso, que es salvado por la gracia divina. Esta idea
servía de transición hacia la parte laudatoria del difunto (la laudatio funebris), en la que
exaltando sus virtudes, se le presentaba como modelo edificante ante los demás mortales.
El elogio se fundamentaba en tres puntos principales: los orígenes del muerto, su vida
ejemplar con hechos y modos de ser, y su muerte ejemplar, con la consecuente pena y
consuelo (Cerdan, Oración fúnebre 85-86).
La clasificación que nos ofrece Francisco Terrones en su Instrucción es más
iluminadora que la de Granada porque está más exclusivamente pensada para la oratoria
cristiana. Recordemos que Terrones tenía en cuenta dos categorías a la hora de clasificar
los sermones en general: la primera categoría era de santo o de misterio y de doctrina; la
segunda, de un solo tema o de tema variado como la homilía (Tratado II, Capítulo I, 177).
Según esta clasificación, las oraciones funerales eran sermones de doctrina y, a la vez, de
tema único. Teniendo en cuenta su propia experiencia, el obispo de León opinaba que los
sermones de tema único eran los más difíciles de confeccionar, debido a que todo se
259
debía adecuar al tema elegido y, por esta razón, no todos los predicadores los tomaban a
su cargo (Tratado II, Capítulo I, 179).
Debido a que la oración fúnebre pertenecía a los sermones de doctrina, fray Diego
Estella aconsejaba que se dedicara poco tiempo en loar al muerto, excepto si pertenecía a
la familia real; pero, aun en este caso, advertía “prudencia” para que no se descuidara la
instrucción del pueblo (capítulo XXXIX, 183).
Por último, un aspecto significativo de la oración funeral era su afinidad con el
género de las hagiografías. Núñez Beltrán nos recuerda la multiplicación de este tipo de
relatos en el siglo XVI como consecuencia de las reuniones del Concilio de Trento. En
clara oposición a la Reforma, Trento legitimó el culto a los santos en la tradición católica.
Con esto se cumplían dos finalidades: primero, sus vidas ejemplificaban el ideal de
perfección dentro de la ortodoxia contrarreformista; segundo, los santos tenían un claro
papel de intercesores, al ser los eslabones intermedios entre los mortales y la infinidad
divina. Más que los acontecimientos de la vida, el ejemplo del santo era lo que interesaba
que apareciera tanto en las hagiografías como en los sermones funerales, porque era lo
que enseñaba por sí mismo. En este sentido, tanto los santos como los difuntos, que se
tenían por justos, se convertían en el púlpito en modelos simbólicos de conducta (Núñez
Beltrán 379-82). 234 En este sentido, Núñez Beltrán no considera a las oraciones funerales
234
Teniendo en cuenta las Vidas de Santos y los sermones de santos y de difuntos de los siglos XVI y
XVII, Núñez Beltrán propone el siguiente esquema hagiográfico:
1. Ímpetu de la gracia.
2. Proceso de perfeccionamiento.
2.1. La existencia como catarsis.
2.1.1. Cultivo de virtudes cristianas.
21.2. Vida ascética.
2.2.
Presencia del tentador.
3. Apoteosis.
3.1.
Milagros.
260
como hagiografías sino que percibe su “carácter hagiográfico,” en base a que el difunto
se presenta como modelo a la piedad popular. Los predicadores usaban técnicas de las
hagiografías pero, a diferencia de ellas, nunca perdían de vista la finalidad salvífica
(422):
Los sermones fúnebres, son todos una reflexión sobre la vida desde la
perspectiva de una muerte concreta. No se presentan, por ende, como
consideraciones asépticas sino como meditaciones reales que exigen la
plasmación en la existencia personal de las pautas de conducta que se
indican. Explotan para ello la figura de cada difunto ponderando,
exagerando e incluso inventando acontecimientos de su vida con la
finalidad, tantas veces repetida, de canalizar el comportamiento. (389)
Al dictar los sermones funerales pautas de conducta específicas, la hipérbole era
un recurso retórico que se usaba para canalizar el comportamiento del pueblo en esta
época. Pero, también hay que tener en cuenta que la exageración era un elemento
intrínseco en el género desde época romana, 235 y que las circunstancias, como hemos
visto antes, eran las que mandaban: los encargos de las oraciones venían de la familia del
difunto o de una institución vinculada a él; conjuntamente, el predicador se sentía
responsable de la memoria del fallecido (Herrero Salgado, Oratoria sagrada I, 333).
Sermón fúnebre de Alonso de Cabrera
Anteriormente hemos dicho que el sermón de Cabrera está colocado en segunda
posición (folios 25-56 v.), en las ediciones de Lequerica de 1599 y 1601. Su título reza
así: Sermon que predico el Maestro Fray Alonso de Cabrera, Predicador de su
3.2.
Visiones beatíficas.
4. Beatitud de la muerte.
5. Exaltación y portentos post mortem.
235
La laudatio funebris tenía un carácter individual y una finalidad celebrativa, por lo que no se vacilaba en
exagerar o falsear la verdad (Cerdan, Oración fúnebre 81).
261
Magestad, a las honras de nvestro señor el serenissimo y Catolico Rey Filipo, Segundo,
que esta en el Cielo: que hizo la villa de Madrid en santo Domingo el Real, vltimo de
Octubre de 1598. Además se imprimió otra edición en Roma, en 1599. 236
La edición que vamos a usar en el análisis es la de Mir de 1906, Sermones, que va
de la página 692 a la 709. El análisis seguirá la estructura del sermón fúnebre: la parte
doctrinal y el elogio del monarca. Haremos algunas subdivisiones para agilizar la lectura;
después de identificar el lema o tema por donde gira el sermón, la primera subdivisión es
la Salutación del Exordio, cuyo final viene marcado por el “Ave María.”
Lema del Nuevo Testamento: “Regi saeculorum, inmortali, invisibili, soli Deo honor et
gloria in saecula saeculorum” (I, Timoteo, 17). “Al rey de los siglos inmortales,
invisible, a solo Dios, la honra y gloria en los siglos de los siglos.”
Exordio: Salutación
Cabrera empieza el sermón discurriendo sobre la inexorabilidad de la muerte, y
acreditando sus rasgos a autoridades clásicas; así perfila la muerte:
No se dobla, ni aplaca, ni perdona, ni se apiada; no hace diferencia de
personas; a todos allana sin respeto, grandes y pequeños, así al rey como
al pastor. Pallida mors quo pulsat pedeae pauperum tabernas, regumque
turres: “La muerte amarilla, que pone a los hombres amarillos, igualmente
se entra por los buhíos de los pobres y por los alcázares de los reyes.”
Nadie, pues honra a la muerte, pues ella a nadie hace honra. (693)
236
Esta edición se encuentra en la Biblioteca Nacional con la signatura VE 157-57. Título: Sermón que
predico el Maestro Fray Alonso de Cabrera, Predicador de su Magestad del Orden de Predicadores. A las
honras de nvestro señor el Serenissimo, y Catolico Rey Filippo Segundo, que estè en el Cielo: que hizo la
Villa de Madrid en S. Domingo el Real vltimo de Otubre 1598.
262
Ya desde el principio, se relaciona el concepto de la muerte con el tema del
desengaño, en cuanto al ineludible destino mortal del hombre. 237 La mentalidad barroca
coincidía con la doctrina católica en base a la idea de que la muerte era una entidad que
igualaba a todos los hombres sin detenerse en condiciones sociales o riquezas; era en este
sentido que, desde el Medievo, la Iglesia proporcionaba una vía de consolación a los
desposeídos. 238 Es así que, siguiendo la tradición medieval de la “Danza de la Muerte”
(Soria 472), Cabrera hace un muy reducido desfile de estados (“grandes y pequeños,” el
“rey” y el “pastor”) que a ninguno la muerte perdona.
En la imagen de la muerte, se destaca una observación colorista a partir de unos
versos de Horacio (Oda I, 4), donde hay una intensificación del pallida mors del poeta
latino al traducir el predicador pálida por “amarilla.” Para Soria, esta nota de color inunda
de “agria desesperanza” toda la meditación de la muerte del dominico (472); no obstante,
tenemos que considerar que la angustia de Cabrera es más que nada retórica, en cuanto a
que responde al estilo ascético-barroco, en el que se intensifica el brillo del color (Gilman
93). En la mentalidad católica ortodoxa, la idea de la muerte no está basada en un
problema existencial, sino en la justicia divina contra la estirpe de Adán; en este sentido,
la presencia de la muerte en el mundo testimonia la “verdad de Dios,” que según el
dominico se basa en “su severidad y justicia,” “su providencia y poder.”
237
El tema fue cultivado por pintores, entre los que destacan Juan de Valdés Leal (Finis gloriae mundi), y
como señala Martínez Gil, Sánchez Camargo (La carta del cartujo y La muerte) y Antonio de Pereda
(Vanitas); y también escritores filosóficos de la talla de Quevedo y ascéticos como Granada (De la oración
y Breve memorial y guía de lo que debe hacer un cristiano) (339-42).
238
Para Martínez Gil, en la práctica, era una igualdad ilusoria porque la mentalidad de la época tenía un
“estilo peculiar” de entender la muerte, en el que se fusionaba el valor nobiliario con el eclesiástico: las
carencias espirituales del individuo se suplían con un “ceremonialismo externo” que envolvía la muerte del
ilustre; en otras palabras, según el historiador, también se podía comprar la salvación (638).
263
Por tanto, la doctrina cristiana dulcificaba la amargura que traía al hombre la
mortalidad; teniendo en cuenta esto, Cabrera explica la finalidad de su sermón: “en este
día en que celebramos las exequias de nuestro señor el rey, que está en el cielo, gran
monarca de los cristianos, debemos ofrecer sacrificio de alabanza y humilde
reconocimiento, no a la muerte, que no es suyo este trofeo, sino a aquel muy poderoso y
terrible Señor” (693). El mensaje cristiano se encamina a identificar como único remedio
ante la muerte el honrar a Dios con humildad; es en este punto donde Cabrera relaciona
su oración fúnebre al lema elegido (“Al rey de los siglos inmortales, invisible, a solo
Dios, la honra y gloria en los siglos de los siglos. Amén”), y es lo que va a ir probando
con sus diferentes argumentos a lo largo de la parte doctrinal del sermón.
Cabrera termina la Salutación explicando las tres premisas que va a tratar, y que
conectan el lema con el elogio al monarca: “la eminencia del Rey del cielo sobre todos
los de la tierra, que señaladamente se manifiesta en esta muerte; la obligación que de ahí
nos resulta de honrarle y servirle más que a ellos; cuán bien cumplió con esta obligación
nuestro señor el rey” (693-94).
Primera Parte: doctrina
El tema del desengaño, ya iniciado en la Salutación, incita a hablar de otros
tópicos relacionados que, siguiendo el estilo ascético, fray Luis de Granada había también
yuxtapuesto conceptualmente en su Guía de pecadores (Gilman 94): la vanidad del
mundo y el Ubi sunt.
264
Unas frases del Salmo 38 sirven de arranque: “[c]ierto que todo hombre viviente
es toda vanidad; sin duda el hombre pasa como una imagen y en vano se turba.” 239
Cabrera explica que el sentido de la primera frase se basa en que la vanidad del hombre
es síntoma de su miseria humana, contrapuesta a las perfecciones divinas, y que
precisamente el sermón va a tratar estos dos extremos: “la mutabilidad del hombre y la
eternidad de Dios.” Según esto, el hombre es todo vanidad porque es corpóreo, y la vida
es definida por las Escrituras con imágenes como “humo,” “vaporcillo,” “aire,” “chifle”
(silbido), “flor,” “sombra.” Con respecto al tiempo en que transcurre la vida, los años que
pasan se metaforizan con la imagen de las “telas de araña:” los años son tan inútiles y tan
delicados que con un soplo se rompen; es más, son tan fugitivos que pasan con la
velocidad de la palabra y del pensamiento.
La segunda frase de la cita hace referencia a cómo la vida del hombre es tan sólo
una imagen de la realidad, que Cabrera sigue desarrollando con expresiones como: “vida
imaginaria,” “sombra de verdad,” “pura imaginación,” “sueño de la fantasía.” De esta
suerte afirma:
Es la tierra el teatro en que se representan las farsas humanas; permanece
firme, ésta se queda como la casa de las comedias; pasa una generación y
viene otra, como diferentes compañías de representantes. ¿Qué es ver un
personaje de rey en una comedia? ¡Qué acompañado, qué servido, qué
aderezado! Acabada la farsa es un hombre bajo de por ahí. (694)
Los temas barrocos de la vida como un sueño y del mundo como teatro, en el que
Dios les ha dado a los hombres un papel que representar que termina con la muerte,
aparecen aquí como conceptos ya contenidos en San Pablo, cuando el apóstol dijo que el
239
“Verumtamen universa vanitas omnis homo vivens; verumtamen in imagine pertransit homo, sed et
frustra conturbatur” (694).
265
mundo estaba para acabar. 240 Cabrera interpreta con total libertad las palabras paulinas
con un “[p]asa la comedia del mundo;” y lo une al tema, atribuido a Salomón, 241 de cómo
pasan las generaciones una tras otra. El predicador usa motivos literarios, consciente de
que su público los conocía, para ilustrar la existencia vana y efímera del hombre. El
cambio de sentido que adopta Cabrera, refundiendo las citas bíblicas con temas barrocos,
tenía el claro objetivo de cumplir con un propósito: invitar al público a la meditación de
su propia mortalidad en términos que conocían y que, además, estaban de moda; pero al
autorizarse en el evangelio eclipsaba el vínculo con los conceptos seculares, cumpliendo
así con su labor pastoral. Esta libertad de interpretación bíblica era una constante en la
predicación, y estaba marcada por la intención específica que tenía el predicador.
Más adelante Cabrera seguirá desarrollando el motivo de la sucesión de
generaciones en la vida, añadiendo dos conocidas comparaciones que ilustran con claras
imágenes el paso del tiempo: los árboles que cada año pierden sus hojas viejas para que
salgan las nuevas, y la de Jorge Manrique de los ríos que descargan sus aguas en el mar
(695).
La metáfora de la vida como teatro y del paso del tiempo se enlaza con el tema
clásico del Ubi sunt, que Cabrera fundamenta una vez más en su sabiduría escriturística:
Ubi sunt principes gentium? Preguntaba Baruc: “¿Dónde están los
príncipes de las gentes” que se enseñoreaban de las bestias de la tierra y
lidiaban con las aves del aire en sus cazas de monterías? ¿Los que sin fin
atesoraban oro y plata y fabricaban suntuosos edificios? Exterminati sunt:
240
“Praeterit figura hujus mundi” (San Pablo, I Corintios, 7, 31). “Este mundo que contemplamos está para
acabar” (La Santa Biblia).
241
“Generatio praeterit, generatio advenit, terra autem in aeternum stat” (Eclesiastés, o Qohélet, 1, 4).
“Una generación pasa y otra generación viene, y la tierra subsiste siempre” (La Santa Biblia).
266
“Acabados son” y a los infiernos descendieron, y otros se levantaron en su
lugar. (694) 242
Todo pasa; el mundo pasa: los reinos y señoríos no son reales, y el ejemplo está
en la figura del gran Felipe II, cuya imagen ya ha sido desvanecida por la muerte. 243 Y es
que la vida, insiste el predicador con otra metáfora, es “un juego de ajedrez que,
entabladas las piezas, tiene cada uno su lugar y preeminencia: el rey, la dama, el arfil;
pero acabado el juego y echadas en la bolsa, y revueltas como caen; el rey, que es más
pesado, abajo, el peón arriba, no hay diferencia ni respeto” (695).
De esta manera, llegamos a la conclusión del sentido del salmo que estaba siendo
comentado: “si todo hombre viviente es, no sólo vano, sino toda vanidad; si su vida es
imagen, sombra, figura de comedia, hoja de árbol, río y juego de ajedrez, bien infiere el
profeta: Sed et frustra conturbatur: ‘En vano se turba’ y congoja sin por qué ni para qué
por las cosas desta vida” (695). Así pues, después de resumir las imágenes metafóricas
contenidas en su discurso, el predicador concluye que, ante la inexorabilidad de la
muerte, es inútil acongojarse: el cristiano debe someterse con humildad a la justicia
divina, pues no existe otra salida. Esta enseñanza doctrinal, que tiene que ver con la
actitud del cristiano hacia la vida y la muerte, está impregnada del estoicismo de la época
como otro elemento que constituía el estilo ascético contrarreformista (Gilman 91-92).
La vida entendida como comedia ya se encontraba en Séneca y Epicteto (Martínez
Gil 337; Bataillon 800), el Barroco no hizo más que apropiarse e insistir en un motivo
242
Libro de Baruc, 3, 16 y 19.
243
“Pasa, pues, la figura del mundo, la imagen de los reinos y señoríos. ¡Qué grave, qué autorizada, qué
temida ha sido la figura del gran Filipo segundo, y primero rey de las Españas! Pero ya pasó, ya con muerte
ha desaparecido. Melior est canis vivus, quam leo mortuus: ‘Mejor es un perro vivo que un león muerto’
(695).
267
antiquísimo. De la misma manera, los predicadores de finales del siglo XVI usaron estos
temas como imágenes didácticas que ayudaban a ilustrar la doctrina católica. De hecho,
nunca antes había estado relacionada con tanta claridad la expresión cristiana de la vida y
la muerte con la vida humana como teatro, porque este concepto era una advertencia que
hablaba por sí sola: era un aviso de la muerte, el memento mori (Gilman 83). La doctrina
del memento mori consideraba la presencia de la muerte como estímulo constante
superpuesto en toda la existencia del hombre; los predicadores la usaban como
persuasión, advertencia y aviso para dirigir los comportamientos humanos (Beltrán 321).
De esta manera, la vanidad de la vida se convirtió en leitmotiv en la literatura y en
el arte; escritores y predicadores ascéticos como Granada y Cabrera meditaban en sus
escritos y sermones sobre las sepulturas de los príncipes que, ante la cuestión de cuál era
el fin de la gloria del mundo, la única respuesta factible la sentenciaba el Eclesiástico con
su dogma: Vanitas vanitatum, omnia vanitas (vanidad de vanidades, todo es vanidad)
(Martínez Gil 330-59). De la misma forma y con su dominio de la amplificatio, nuestro
predicador no escatima en decorar esta verdad absoluta con adjetivos que califiquen,
desde todos los ángulos posibles, la acumulación de vanidades de los mortales:
Hombre: empréstito de la vida, deuda cierta de la muerte, animal
indómito, malicia que por sí es maestra, traiciones que de gana se
practican, artizado para maleficios, hábil para hacer agravios, compuesto
para el avaricia, brío infinito, gloria de sí pregonera, braveza que presto se
amansa, soberbia que sin dificultad se derriba, osadía que fácilmente se
ata, cieno de arrogancia lleno, arena revoltosa, polvo altivo, ceniza
hinchada, árbol a la muerte inclinado, heno seco, hierba agostada, fábrica
que ligeramente se desgobierna, que hoy os amenaza y mañana parte de
esta vida; hoy abunda en riquezas, mañana le cubren en la sepultura; hoy
le coronan por rey, mañana le entierran; hoy resplandece con púrpura,
mañana le sacan en hombros; hoy le estiman por gran tesoro, mañana le
arrojan en las bóvedas de los muertos; hoy con lisonjeros, mañana con
gusanos; hoy le guardan archeros, mañana le endechan todos. (695)
268
La enumeración empieza a describir a la humanidad en general para después pasar
al caso concreto de los reyes; el blanco de su ataque es el abuso de poder, intrínseco al
estado real, pero que se esfuma tan pronto como llega la muerte. La crítica se funda en el
concepto del Contemptus mundi o menosprecio del mundo de Tomás de Kempis, que se
basaba en la idea de que, para vivir bien, había que tener siempre presente la hora de la
muerte. 244 Además, la naturaleza vanidosa del hombre hace que éste sea “albergue de
todo dolor,” y que el único remedio para sus “enfermedades amontonadas” sea Dios. Para
esclarecer esta doctrina, Cabrera compara la mortalidad del hombre con las aguas de un
río de fuerte corriente y, a la divinidad, con un árbol grande de hondas raíces, en medio
del río, que grita a los hombres que se agarren a sus ramas.
La larga meditación sobre la muerte ha servido como introducción al primer punto
que quería tratar Cabrera: la eminencia del Rey eterno sobre todos los reyes del mundo.
Los dominios de Felipe II sirven de cotejo para enmarcar la infinita grandeza de Dios
que, no sólo es dueño del vasto imperio del monarca español sino de todos los cielos, de
la tierra y de los infiernos; 245 y, además, de todos los tiempos. 246 En contraste, el tiempo
del hombre es brevísimo: “[a]sí el rey hoy es y mañana se muere” 247 porque “[c]omo
pasa la mañana, se acabó el rey de Israel.” 248 Una bella descripción de la madrugada
ilustra las sentencias de las Escrituras:
244
Fray Luis de Granada tradujo al español su obra (Martínez Gil 342).
245
San Pablo (Filipenses, 2); San Juan (Apocalipsis, 19).
246
Apocalipsis, 10.
247
Eclesiástico, 10.
248
Oseas, 11.
269
¡Qué alegre es en el verano la madrugada! ¡Qué linda amanece el alba, qué
arrebolada, qué dorada! ¡Cómo deleita con su frescor! Los enfermos
respiran, las aves cantan, los hombres se alegran, las hierbas reviven, todo
el mundo se remoza y renueva. De ahí a tres horas que comienza a picar el
sol, ¡qué calma, qué bochorno, cómo fatiga el ardor! Todo calla, sino la
chicharra con su ronca voz. Así pasa el rey de Israel. Cuando el alba ríe,
¡cómo deleitan los príncipes del reino! Rey nuevo, privados nuevos,
esperanzas nuevas, músicas, fiestas, bodas, galas, bravezas; esto por la
mañana. Y a medio día, enfermedades, dolores, muerte, lágrimas,
melancolías, llantos. ¡Oh reino transitorio, gloria momentánea, honras
fugitivas! ¿Quién os apetece? ¿Quién de vosotras se fía? Quo mihi
fortunas, si non conceditur uti! Dijo el otro: “¿Para qué quiero buena
fortuna si no puedo echar un clavo a la rueda? ¿Para qué riquezas? ¿Para
qué señoríos, si no me dan tiempo de gozarlos? ¡Qué mudanza tan
lastimera hace la muerte de un rey! (696)
El rápido transcurso de las horas ilustra la fugacidad de un reinado: el nuevo rey
con su gobierno recién estrenado reaviva las esperanzas de todos como el frescor de la
madrugada estival; pero, muy pronto, al mediodía, la fatiga del calor representa la venida
de las enfermedades y tristezas y, finalmente, la muerte del rey. El tema del desengaño se
autoriza también con una reflexión de Horacio (“Quo mihi fortunas, si non conceditur
uti!”), 249 sobre la inutilidad de las riquezas, y que el predicador aplica a la muerte de un
rey.
La visión de Job (capítulo, 29) de su propia sepultura en la soledad del basurero a
las afueras de la ciudad funciona como el retrato ejemplarizante que ilustra el valor
absoluto contrarreformista (Gilman 86): esta visión es un “espejo de príncipes,” que
ilustra a la perfección el “desengaño para los que tan olvidados viven del morir.” El
espejo actúa como elemento dimensional propio del estilo barroco, en cuyo reflejo se
pone de manifiesto el reconocimiento del desengaño de los reyes y, por extensión, de
todo hombre perdido en la vanidad.
249
Epístolas, 5.
270
El desengaño ascético se complementa con Orígenes, que adoctrina sobre el
“antes” y el “ahora” de un rey: donde antes había gloria y riquezas, ahora está “vestido de
una crudelísima llaga y della ceñido como un cinto apretado, está sentado en abundancia
de materias.” La ilustración se va encrudeciendo: “ahora es comido de muchedumbre de
gusanos roedores, sentado en el muladar, como en trono competente para tal plaga.
Estiércol sobre estiércol y podre sobre podre” (696). La materia toma dimensión, y el olor
y la visión de lo putrefacto se acentúan para endurecer con precisión la negatividad del
mundo. El “espejo de príncipes” es, concluye el dominico, doctrina que acredita el lema
del sermón: “[s]irvamos, como nos aconseja el apóstol, al Rey de los siglos; Rey que no
pasa con los siglos, sino permanece eternamente” (696).
Ya le queda probar a Cabrera la naturaleza de Dios como único ser inmortal en
esencia (I, Timoteo, 6), a diferencia de los ángeles y almas que la reciben de Dios; y su
bondad (San Marcos, 10, 18), que también la reciben de Él los ángeles y los santos. La
inmortalidad de Dios se conecta con su inmutabilidad (Malaquías, 3, 6); ésta contiene dos
ideas que son precisamente las que le hace ser Dios: no hay cambio en todo lo que es
Dios (“no puede haber mudanza en sus perfecciones”), pues “todo lo que es fue y será
perpetuamente,” como tampoco hay cambio de lugar pues está en todos sitios (697). 250
En cambio, el predicador contrasta la mísera condición del hombre en base a su
continuo movimiento: “[n]unca permanece en un ser:”251 cambia en el cuerpo, en la edad,
en la salud, en la disposición, en el lugar y en el morir; es, además, la criatura que más
250
“Caelum et terram ego impleo: ‘Yo lleno los cielos y la tierra.’ Y no cabe en el cielo: “Caeli caelorum te
capere non possunt” (Jeremías, 23, 24, 3; Reyes, 18).
251
“Nunquam in eodem statu permanent” (Job, 14).
271
enfermedades padece (“calenturas, dolores de cabeza, de costado, de piedra, de hijada, de
gota”), y el que tiene muertes súbitas por cualquier cosa (“[d]e pena y de alegría, de beber
un jarro de agua, de un pelo que se atravesó, de un grano de una pasa, otros se caen de su
estado”). Otro aspecto negativo del hombre es el lado sentimental de la vida, en cuanto a
que la muerte deja tristes a seres queridos; sobre todo, el rey, porque “todo el reino hace
su sentimiento, como se ha visto que aun hasta los cielos le hacen, porque no es del todo
vano esto de los cometas o eclipses en el fallecimiento de los príncipes.” Por último, la
mayor de las “mudanzas” del hombre y que lo diferencia más que en otra cosa de las
demás criaturas es el pecado, enfermedad que afecta al alma.
Para cerrar el punto doctrinal, Cabrera resume el famoso “sermón” de Salomón
sobre la vanidad del mundo (“Vanitas vanitatum et omnia vanitas”), en el que “reinos,
riquezas, deleites, letras, fortaleza, edificios, todo se acaba, todo pasa y está sujeto a
corrupción.” La conclusión de Salomón, “[t]eme a Dios y guarda sus mandamientos,
porque con esto es todo hombre” (698), prueba el segundo punto del sermón de Cabrera:
“[s]i el hombre quiere mudar estado y librarse de la servidumbre de corrupción a que está
sujeto; si quiere pasar de la vanidad y continua mudanza a un ser firme y en su manera
invariable como el de Dios, a quien es propio el ser, tema a Dios y guarde sus
mandamientos.” El temor a Dios obliga a honrarle guardando sus mandamientos, y esto
es fuente de gracia que transforma al hombre en un “ser estable y permanente,” porque
Dios es a su vez firme con los que le temen (698). 252
252
“Firmamentum est Dominus timentibus eum (Salmo 24). ‘Firme es el Señor a los que le temen.’”
272
Éste es, precisamente, el argumento central del cristianismo: la equivocación de
los hombres en depositar su confianza en otros hombres, en vez de en Dios. En base a
dicho precepto, en estos términos se dirige el predicador al “hombre altivo”:
Pues si sirves al rey porque es más que tú, ¿por qué no sirves a Dios, que
es más que tú, y que el rey y que todo lo criado infinitamente? ¿En qué te
hace ventaja el rey? ¿En la dignidad y en el poder? Esos son bienes de
fortuna, cosa postiza y superádita 253 al hombre. Puedes saber más que él;
ser más discreto, más gentil hombre, más valiente, más virtuoso; y con
todo, te honras de ser criado del rey. Hónrate más de ser siervo de aquel
Rey soberano, incomprehensible, que te hace infinitas ventajas. (698)
Este fragmento es muy significativo porque alude al tipo de auditorio que asistió a
las honras fúnebres de la Villa de Madrid: personas ilustres y doctas de la corte, en más o
menos medida cercanas al rey, a las que el predicador amonesta con un tono suave, si lo
comparamos con las reprensiones a los poderosos que vimos en el ciclo de la Cuaresma.
La acomodación a lo particular fluye en este sermón fácilmente con los tópicos forzosos
que se tienen que tratar en una oración funeral; es decir, la realidad del público presente
ayudaba a Cabrera a desarrollar la plática ligando la doctrina de la eminencia de Dios con
el significado de la muerte del hombre y, como paradigmática, la muerte del rey.
Desde el punto de vista semántico, el público condicionaba el vocabulario
cortesano aquí empleado; al seguir el predicador probando la gloria de Dios, aparecen
frases como: “la grandeza de su casa y corte,” “[s]ervir a Dios, es reinar” o “los
sumilleres de corps que tocan y tratan y guardan el cuerpo de Dios.” Los sumilleres de
corps eran los jefes de palacio que tenían el cuidado de la Cámara Real; éstos son, como
dice Cabrera, “los muy privados” al rey: “[c]uando uno es muy privado, suelen decir:
Fulano es el rey; puede lo que quiere. Pues los santos son reyes, porque son muy privados
253
Errata de la edición de 1906, que dice “superáddita.”
273
de su rey” (698-99). La insinuación es clara, no necesita muchos comentarios, al igual
que la forma de persuadir: Cabrera sabe lo que apetecen los allí presentes. Por este
motivo, después de hablar de la invisibilidad de Dios y de los bienes eternos que da,
continúa con el mismo tema, pero ya con un tono más severo:
Pues no es lástima entre cristianos, que pueda 254 tanto el sentido con los
hombres sensuales que al rey visible, aunque temporal, le sirven con tanto
amor y puntualidad, y con tan solícito cuidado, y con tanta fatiga y trabajo,
hasta perder la salud y vida, y lo desean, y negocian y compran, y se
mueren por ello 255 ? Pues y a la privanza ¡cómo la envidian, cómo la
apetecen 256 ! ¿Qué halla ahí? ¿Qué merced te puede hacer? ¿De una
encomienda? ¿De un título? ¿De un estado? Otros hay que ni aún eso
pretenden. Sólo aquel favor. ¿Qué son esos? Jurillos de por vida tan al
quitar. (698)
La crítica no se dirige tanto hacia los privados, sino hacia los pretendientes de
cargos y otras dignidades, como los “jurillos” (“pensioncillas”), que pululaban por la
corte y cuya mala fama era de dominio público. Es más, la voz del predicador arremete
contra las falsas esperanzas de los que venían a Madrid en busca de honras mundanas:
“[o]id un desengaño que os da, hombres, un profeta y rey: ‘[n]o pongáis vuestra
confianza en los príncipes, que al fin son hombres como vosotros, que no tienen salud’”
(699). 257 Cabrera elabora aún más la apelación dirigida al público para que se dé cuenta
de lo poco que ofrece el mundo:
Cuando muere un rey, hay general muerte de esperanzas. ¡Qué de deseos
frustrados! ¿Qué de pensamientos desvanecidos! ¡Qué de telas cortadas a
medio tejer! ¡Qué de torres de viento fabricadas en la fantasía en un punto
derrocadas! ¡Cuán de otra suerte el justo, de quien está dicho: Justus meus
254
Errata de la edición de 1906, que dice “puedan.”
255
Errata de la edición de 1906, que dice “ellos.”
256
Errata de la edición de 1906, que dice “apetece.”
257
“Nolite confidere in principibus, in filiis hominum, in quibus non est salus (Salmo 145).”
274
ex fide vivit (Hebr., 10); “Mi justo no vive por el sentido, sino por la fe!”
(699)
La ironía del predicador supura el texto; se confronta la vaciedad de los
pretendientes y sus vanas esperanzas, que mueren con el rey, con las estables y
verdaderas que mueven a los justos. La dualidad ascética que contrasta lo que se percibe
vitalmente, el medrar en la corte, con lo que se concibe lógicamente (Gilman 88), el no
confiar en los hombres, prueba el segundo punto doctrinal sobre la total necesidad del
cristiano de honrar al Rey eterno, si se quiere participar en su naturaleza estable y
permanente. El impedimento que conlleva la invisibilidad de Dios se supera con la fe,
cuya definición es, siguiendo a Hebreos, 11: 258 “una luz que nos descubre aquellos bienes
eternos en que es bien colocar nuestras esperanzas. Son unos antojos de lejos que
alcanzan a ver aquel Rey invisible” (699). La fe, en suma, nos persuade a que deseemos
servir a Dios.
El último punto de la discusión doctrinal funciona como una buena transición a la
segunda parte del sermón:
El poder que con eminencia está en los reyes es sin duda derivado del de
Dios y por El comunicado, y así quien resiste al rey y se le rebela, resiste a
Dios quebrantando el orden que El tiene puesto: que los vasallos
obedezcan al rey, que tiene las veces de Dios. Y este orden durará
mientras durare el mundo, hasta que Cristo venga en forma visible, y con
toda su majestad, a tomar la plenaria potestad de su reino todo y la total
administración. (699)
Autorizándose en San Pedro 259 y en San Pablo, 260 Cabrera ratifica la creencia de
la época sobre el origen divino del poder del rey. Esto significaba, no sólo que era
258
La fe es “el estribo de la esperanza; es una cierta persuasión de las cosas que no se ven, ni entran por el
sentido” (699).
259
“Deum timete, regem honorifícate; ‘Temed a Dios, honrad al rey?’”
275
obligación del cristiano respetar el papel que Dios les había dado a los reyes en la
“comedia de la vida,” sino que además les hacía sus “virreyes” en la tierra; en
consecuencia, la rebeldía contra el rey se transformaba en desobediencia a Dios. La
Iglesia legitimaba el poder monárquico con este dogma, proyectando la figura glorificada
del rey a través de su medio más eficaz, el púlpito.
Segunda parte: elogio al monarca
Cabrera empieza refiriéndose a Felipe II como a uno de los más señalados
vicarios de Dios en la tierra que, por la “gracia,” ya está en estado de inmortalidad. Dicho
de otro modo, el rey difunto encierra en sí toda la doctrina que anteriormente ha
desarrollado el predicador erigiéndose como imagen ejemplificante del pueblo.
A continuación sigue con la tradicional y obligada falsa modestia del orador ante
la difícil tarea encomendada, 261 para después exponer lo que se propone hacer: como
desconfía de su elocuencia para hacer un “retrato digno de nuestro rey,” va a recurrir a la
elocuencia de la Sagrada Escritura comparando a Felipe II con Salomón, pero “con un
plus ultra, diciendo: Ecce plus quam Salomon.” Esta frase tomada del evangelio de San
Mateo, 21, 42, la va a adecuar a sus propósitos: marcar las virtudes aventajadas del rey
español sobre el rey bíblico.
260
“Non est autem potestas nisi a Deo, itaque qui resistit potestati Dei ordinationi resistit” (Romanos, 13).
“No hay autoridad que no venga de Dios; y los que hay han sido puestos por Dios” (La Santa Biblia).
261
“Atrevimiento será y no pequeño querer yo con mi rudeza querer escurecer el resplandor de sus reales
partes y heroicas virtudes” (700).
276
Sin embargo, antes, y siguiendo como modelo a Plutarco en los paralelos que hizo
entre varones ilustres, Cabrera va a elogiar al padre del rey difunto, el emperador Carlos
V, comparándolo al rey David, padre de Salomón.
Elogio a Carlos V
El fundamento de la comparación entre el emperador Carlos V y el rey David se
basa en tres puntos que les caracteriza como reyes: el ser ambos guerreros, religiosos y
magnánimos.
Empieza el cotejo de los dos reyes en sus habilidades belicosas de las
innumerables batallas que pelearon, y en cómo ambos subyugaron a los enemigos bajo su
poder. 262 Como el elogio va dirigido a Carlos V, lógicamente se desarrollan más sus
características que las de David. En los datos que aporta, el predicador habría echado
mano de las biografías del emperador e historias populares con el propósito de llegar a su
público en la evocación de sus batallas y hechos, posiblemente, conocidos por la
mayoría. 263
Lo anecdótico se hace muy evidente cuando argumenta la religiosidad del
emperador. Cabrera no sólo refiere datos precisos de su oposición a los dogmas heréticos
de Lutero en Alemania (firmó un escrito en Worms cuando tenía veintiún años), sino que
262
“Desta suerte el invictísimo emperador, famoso en armas, glorioso en victorias, gran capitán, poderoso
guerrero, terror del mundo, hizo retirar al Turco en Viena, que traía quinientos mil caballos; ganó a Túnez;
prendió al francés en Pavía; desbarató la liga de Alemania y redujo el imperio a su obediencia” (700).
263
Esta literatura divulgativa fue muy popular en los siglos XVI y XVII y, aunque eran libros escritos con
poco cuidado y con valor nulo para la ciencia histórica, aún así ofrecían datos, fechas y anécdotas de
fuentes primarias. Soria indica que los predicadores no dudaban en acudir a este tipo de literatura porque,
realmente, buscaban la originalidad por otros derroteros; al mismo tiempo, los autores de estas historias
recurrían a los sermones impresos copiando incluso párrafos enteros (481).
277
cita un fragmento del escrito. 264 También, demuestra su gran devoción religiosa trayendo
a colación un testimonio que describía cómo en una procesión acompañó el Santísimo
Sacramento. 265
Por último, ambos reyes demostraron su magnanimidad con el hecho de renunciar
de su reino en vida. Carlos V se recogió en un monasterio para tener una vida
contemplativa, lo cual significó un triunfo rotundo contra el mundo y sus pompas. Por
esta “hazaña,” refiere el predicador, merece la gloria inmortal, pues menospreció “el
mayor estado de cuantos a la sazón había en el mundo.” Esto también le hace digno,
sigue, de la divisa que tomó cuando se alzó como emperador: “las dos columnas de
Hércules, con la letra Plus ultra; pues conquistó nuevas tierras y pasó con el señorío y
con las hazañas delante de donde hasta allí otros habían llegado” (701). El padre del rey
fallecido se presenta, pues, como modelo victorioso contra el peor enemigo del hombre:
el mundo.
Elogio a Felipe II.
Las virtudes que acercan a la figura de Felipe II con la de Salomón son siete:
sabiduría, justicia, paz, magnificencia, la construcción de un templo, fe y paciencia. En
todas ellas va a aplicar el lema de “Ecce plusquam Salomon hic.”
264
“Por tanto digo: que mi deliberada voluntad es de poner a riesgo todos mis reinos y señoríos, mi
imperio, mi cuerpo y mi sangre, mi salud, y todo cuanto yo y mis amigos tenemos en esta vida, hasta
estorbar que no pase adelante una cosa que tan malos principios ha tenido, etc.” (700).
265
“En Augusta, el año de 1530, haciéndose la procesión del Santísimo Sacramento, la más solemne y
sumptuosa que jamás se había visto en Alemania, para confusión de los herejes, que no quisieron hallarse
en ella, y para edificación de los católicos, el emperador acompañó al divinísimo Cuerpo de nuestro
Redentor, yendo detrás en cuerpo y sin gorra, ni sombra alguna, aunque hacía terrible calor y un sol que
ardía, y llevó en las manos un cirio de cera blanca” (700).
278
Empieza diciendo que la fama de Salomón ha sido, sobre todo, la de gran sabio;
en esta misma virtud fue admirable Felipe II: “juntamente abarcaba y comprehendía los
negocios más arduos de estado, de guerra, de gobierno, y atendía a otros muy domésticos
y muy particulares” (701). La sabiduría se conecta con su gran capacidad y dedicación al
trabajo: “[m]ás saben de eso los que más le trataban. ¿Qué era ver su asistencia en los
papeles, su inmenso trabajo cuando pudo, sus repuestas discretísimas, sus advertencias,
sus enmiendas o adiciones a lo muy limado, su recato y sendas extraordinarias para no ser
engañado?” (701).
Inspirado en David, 266 Cabrera identifica la diligencia en el trabajo como la
manera en que se santificó el camino de su vida, de tal forma que nunca hizo una
injusticia a propósito, a no ser que fuera engañado. El eximir al rey de toda
responsabilidad en los aspectos negativos del gobierno es un rasgo propio de los
sermones de la corte; tanto Cabrera como Terrones proyectan una imagen idílica del
Felipe II echando la culpa de todos los errores a sus consejeros.
La justicia es la segunda virtud, y el predicador recuerda la anécdota de Salomón
cuando mandó dividir en dos al niño que reclamaban dos mujeres. Cuando le toca el
turno a Felipe II, el predicador expresa su fascinación con enumeraciones y admiraciones
mientras va recontando ejemplos concretos: “no sé quién en esto le haya igualado. Tan
incorrupto, tan entero, tan libre, tan igual, tan sin adherencia a ninguna de las partes; pero
justo en fiel para la justicia.” También: “[n]o se ha visto tal propensión, inclinación,
impulso, vehemencia, ímpetu a hacer justicia, que me parece se sacara un ojo y se cortara
266
Salmo 76: “Deus in sancto via tua.”
279
un brazo si la justicia lo pidiera” (701). 267 Cabrera menciona como ejemplos de
administración de justicia el “quitar y dar estados” sin escándalos, y refiere el hecho de
cómo los ministros han sido más que nunca “reverenciados,” “obedecidos” y
“reformados.” No es de extrañar el énfasis que da a este aspecto por la afiliación de
Cabrera a la Corona como predicador real; este puesto significó “medrar” como miembro
eclesiástico y recibir un salario de la Capilla Real. 268
Un aspecto significativo que se destaca, y que va en consonancia con la
predicación del dominico, es la justicia recibida por los pobres bajo Felipe II: “[l]os
vasallos injustamente oprimidos de los señores, los pobres de los ricos, los desvalidos de
los poderosos, aquí hallaban amparo, a este sagrado se acogían, como a otro Job que
decía: Contedebam mollas iniqui et de dentibus illuis auferebam praedam; ‘Quebrábale
las muelas al malo, y de los dientes le sacaba la presa’” 269 (701). Recordemos que el
concepto de justicia tenía un matiz religioso; era dar a cada uno lo que su condición
merecía (Núñez Beltrán 349) como parte de la tarea sagrada del rey (Fernández Álvarez
303). Bajo la tarea del rey había una concepción teológica de la política en cuanto a que
la justicia que repartía estaba cargada de valores morales que debían ajustarse a los
mandatos de la Iglesia (Negredo, La palabra de Dios al servicio del rey 303).
El fruto de la justicia es la paz, que es la tercera virtud del monarca: “¡Qué
felicidad ha sido la de este siglo dorado, en que habemos gozado de tanta paz por el
267
Soria ha anotado que entre las virtudes personales del rey, la justicia es la que destacan, casi por
unanimidad, los predicadores que aparecen en la colección de Lequerica. Precisamente, hace referencia a la
primera frase de Cabrera aquí citada porque resume, para él, el juicio de todos (477).
268
Este mismo rasgo compartía Terrones (Fuente Fernández 357).
269
Job, 29.
280
gobierno de nuestro pacífico Salomón.” El “siglo dorado” es una alusión al renacimiento
que tuvieron las letras durante el reinado de Felipe II; así prosigue Cabrera:
Esto ha gozado España y Italia en los días de nuestro rey. Y porque el ocio
de la paz es madre de las letras, nunca ha habido en España tantos y tan
grandes letrados, teólogos y juristas y de todas facultades; nunca las artes
más floridas; nunca tanto libro sacado a la luz, y nunca los hombres doctos
y eminentes han sido tan favorecidos y premiados; y sobre todo, nunca las
religiones tan reformadas en este reino, ni en tanto punto de observancia
como lo han estado y están por el patrocinio y providencia de nuestro rey,
que no se puede decir la puntualidad con que a esto acudía. (702)
Soria recoge en su estudio la afirmación de Cabrera como muestra del espíritu
letrado que se respira en los sermones de la edición de Lequerica (459). De hecho, gran
parte del auditorio que estaba presente en las honras celebradas por toda España, eran
muy probablemente personas doctas que esperaban de los sermones, no la novedad que
unos años más tarde sería la norma, sino la “perfección de lengua” como el Maestro
Medina se refería en su prólogo de las Anotaciones de Fernando de Herrera (478). Este
ambiente letrado se desarrolló en unísono con la actividad postridentina de España, y ésta
es la conexión a la que alude Cabrera al afirmar el gran apoyo que Felipe II dio a ambos
campos: las letras y la religión.
La cuarta cualidad es la munificencia. Si Salomón tenía “anchura de corazón” 270
para edificar grandes obras, con respecto a Felipe II dice Cabrera:
¡Qué corazón tan grandioso fue el de su majestad! ¡Qué espacioso, qué
extendido! Más que las riberas del mar, para dar y gastar y hacer obras
grandes y excelentes. Nadie en España ha tenido tanta majestad y
esplendor de casa y corte, y ostentación de grandeza como su majestad
tuvo cuando convino. Nadie ha hecho gastos más suntuosos en edificios,
alcázares, bosques, jardines, aguas. Ninguno ha hecho tantas y tan
270
“Dedit Deus Salomoni latitudinem cordis quasi arenam quae est in littore maris. ‘Que le dio Dios
anchura de corazón, como la arena que está en las extendidas playas del mar y sus costas prolongadas’” (3,
Reyes, 4).
281
magníficas mercedes. Y mírese bien, ¡qué de casas, qué de vínculos, qué
de estados nuevos, qué de aumentos a los antiguos y a hombres militares!
(702)
La generosidad del rey despunta en diversos campos: la edificación regia, la
creación de nuevos estados sociales y el incremento de la paga de los tercios. Pero lo que
más valora Cabrera es la limosna, práctica cristiana tan afín a la labor pastoral del
dominico:
[N]o tienen cuento las que ha hecho gruesísimas a todo género de pobres,
conventos, hospitales, doncellas, niños y otras obras pías. En conclusión,
digo en este punto, que fue uno de los más notables y señalados príncipes,
si no fue el más notable que ha habido en el mundo, y en quien más cosas
concurrieron para hacerle célebre y famoso. (702)
A partir de ahora el discurso empieza a modelar la figura del monarca en términos
piadosos: primero enfatiza su actividad caritativa y, después, en el momento de alabar su
genealogía (lugar obligado de toda oración fúnebre), subraya los ocho santos canonizados
de su linaje. Cabrera incluye a San Fernando en la genealogía de Felipe II, pero éste no
sería canonizado hasta 1671 (Soria 459). El rey santo fue en pleno barroco
constantemente identificado en el púlpito con la Monarquía de los Habsburgo; era un
recurso de los predicadores para exaltar los valores monárquicos a través de la amistad de
Dios con la dinastía (Negredo, La palabra de Dios al servicio del rey 305). La referencia
de Cabrera demuestra que los predicadores del siglo XVI anticipaban esta asociación
mucho antes de que fuera canonizado para cumplir con el mismo objetivo. Por otra parte,
su magnificencia se refleja también en la gran extensión de sus territorios, 271 y en su
larga vida y gobierno. 272
271
“El mayor señorío que se sabe; ciñendo con ambas Indias la longitud del mundo, y acá en Europa, señor
de los Estados Bajos y de lo mejor de Italia, y sobre todo señor de todas las Españas, que es de gran
excelencia de nuestro rey haber ajuntado a esta corona el reino de Portugal” (702).
282
El Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, llamado hiperbólicamente como el
octavo milagro del mundo, 273 representa otra similitud con Salomón en la construcción
de un templo magnífico. Además de la “gran determinación, maravillosa constancia, rara
felicidad” que mostró el rey en el largo proceso de edificación, Cabrera exalta el hecho de
que el rey no construyera una casa de campo para “vanos pasatiempos,” sino un
monasterio donde los monjes están dedicados día y noche a la actividad devocional. 274
Por otro lado, pondera las obras de arte que contiene el recinto y, sobre todo, la gran
cantidad de “sagradas reliquias.” Esta colección es de tal envergadura que es suficiente,
según Cabrera, para “inmortalizar su fama” por ser “tan santa y provechosa”; como ahora
veremos, ésta no será la única referencia a las reliquias del rey.
En la sexta semejanza, la fe, es donde Felipe II más supera a Salomón. Mientras
éste profanó en la vejez la gloria de Dios por su afición a las mujeres idólatras, el rey
español siempre fue firme en la fe:
[G]ran continencia, libros santos, gran moderación, por no decir pobreza,
en ropa, mesa, cama y en todo el trato de su real persona y casa; siempre
devoto a Dios y a sus santos; muy venerador de las sagradas reliquias. Y
en esta enfermedad, desde que le dio, todos los días le llevaban reliquias
de diversos santos en quien tenía devoción, las cuales adoraba y besaba
con grandísima reverencia. (703)
272
“Con eso, tan larga vida que ha más de cuatrocientos años que ningún rey en Castilla llegó a sus días, y
cuarenta y dos años de reinado absoluto y sin tutorías, cosa que ninguno en estos reinos ha alcanzado, y
muy pocos de los del mundo” (702).
273
En los mismos términos se refiere Terrones. La construcción del monasterio se inició el 23 de abril de
1563, y terminó el 13 de septiembre de 1584. Siguió el ejemplo de su padre en Yuste, poniendo ambos sus
aposentos al lado de la iglesia. Ambas proyectos siguieron el modelo del Templo de Jerusalén de Salomón.
El llamarlo el octavo milagro se refiere a la catalogación de época helenística de las siete maravillas del
universo (Fuente Fernández 369).
274
“donde se cantan día y noche las divinas alabanzas; donde tanto coro, tanto culto divino, tanta oración,
tanta limosna, silencio, estudio, letras; tanta observancia de los padres religiosísimos que viven en aquella
soledad” (703).
283
Ya vimos el culto tan especial que tuvieron las reliquias en este periodo, sobre
todo, en el momento de la muerte. Así pues, la cita anticipa rasgos de la “buena muerte,”
como son sus hábitos, la vejez y la enfermedad, que en su momento puntualizará con
cada detalle el predicador. Los pormenores de la enfermedad y de los últimos días del
monarca fueron detallados por fray Diego de Yepes, prior del Escorial, confesor del rey y
uno de sus ejecutores testamentarios, en una relación accesible a los predicadores. 275
Siguen referencias otras obras piadosas del rey como las canonizaciones que hizo,
las misas solemnes a las que asistió, la oración mental y vocal que practicó cuatro horas
al día y, por supuesto, la guerra que ejerció contra los herejes:
¡Oh más que Salomón nuestro católico rey; infrangible diamante en la fe;
muralla inexpugnable de la cristiana religión; gran celador de la honra de
Dios; enemigo capital de todos los herejes y que con todas sus fuerzas los
persiguió en sus reinos y en los extraños, sin haber arrostrado jamás a
tener por amigos a los que no lo son de Dios, ni admitir por vasallos a los
que no son hijos de la Iglesia; y sobre eso, les ha hecho guerra implacable,
en cuya persecución, aunque se han gastado sus inmensos tesoros y
consumido su riquísimo patrimonio real. (703)
La explosión emotiva del dominico dibuja, a través de la enumeración, el celo
religioso del “católico rey” que incluso gastó grandes cantidades de su patrimonio real en
defensa de la cristiandad. El discurso contrarreformista del predicador pone en boca del
rey la esencia de su política exterior e interior: “vaya todo y no se diga que ni por una
hora permití libertad de conciencia a mis vasallos!” (703). Los rasgos de intransigencia
religiosa son vistos por Cabrera, como fraile postridentino, como un rasgo positivo en la
275
Relación de algunas particularidades que pasaron en los vecinos días de la enfermedad de que murió
Nuestro Católico Rey Don Felipe II. Mancini Giancarlo ha localizado dos copias del manuscrito de la obra
de Yepes en la Biblioteca Nacional (Nº 1504), en el volumen Historia de España de Blancas, fols. 56-59,
con letra del siglo XVII; y en el manuscrito 10951 (fols.1-19) de fines del siglo XVIII. Hay otra edición
recogida y compuesta por Diego Ruyz de Ledesma, en Milán, 1607. También existe una versión francesa,
publicada en Amberes, 1599 (140).
284
política del rey pues demostró su gran celo religioso extirpando la herejía por doquier. En
este sentido, Felipe II sobresale en Europa como príncipe católico por antonomasia, 276
que nunca sucumbió por temor a una rebelión a la “razón de estado de los paganos
políticos.” Así lo demuestran todas sus famosas batallas (Lepanto, Malta, Hungría,
Francia, Inglaterra), mientras que sus derrotas son vistas como las pruebas que Dios hace
a sus amigos.
La última virtud que retrata al rey es la paciencia en las adversidades. En esta
cualidad no hay comparación con Salomón porque la Escritura no dice nada al respecto,
motivo por el cual Cabrera duda de la salvación del rey bíblico. Ya hemos visto que las
desdichas son pruebas de Dios (Senéca), al igual que las tentaciones (Eclesiástico, 34); a
este respecto, Felipe II siempre mostró una “admirable constancia, igualdad de ánimo, un
mismo semblante a la próspera y adversa fortuna.” Esta virtud se perfeccionó con sus
dolores de gota, enfermedad que le impidió ponerse de pie durante dos años y medio.
Recuerda el predicador la “lección de desengaño de reyes” de la visión de Job, y añade:
¡Oh qué lección ha sido la de estos días para todos los mortales; ver un
monarca tan grande, tantos días y semanas acabando, lastando, penando,
agonizando, manando materia por tantas bocas como se abrían en su
cuerpo, en aquel cuerpo tan limpio, tan aseado, tan estimado! Que era
verle en tanta calamidad, con igual paciencia que Job y con menos fuerzas,
pues Job la tenía para mandarse y curarse, limpiando la podre con un
tiesto; pero nuestro segundo Job, tendido en su camilla cincuenta y tres
días, cosido de espaldas y crucificado, sin ser posible volverse de ningún
lado, ni hacerse la cama en todo este tiempo; penetrado todo su cuerpo de
agudos dolores, y tan sentido, que no le podía tocar la sábana sin
lastimarse mucho; y que no abriese la boca para quejarse, ni se haya
enojado, ni dicho palabra desabrida, ni alta, sino que con grandísima
benignidad consolaba a todos, compadeciéndose de lo que por él
trabajaban. (705)
276
“¿Qué rey ni príncipe en esta era ha peleado las batallas del Señor y defendido la causa común de la
Religión y de la Iglesia, sino solo nuestro rey?” (704).
285
Los datos que proporciona Cabrera sobre las prácticas médicas de la época (como
las sangrías), los días de la enfermedad y la actitud paciente del enfermo los tenía en la
relación de Yepes, lo que el dominico hace magníficamente es amplificar retóricamente
este contenido con el objetivo de despertar más emotivamente la compasión y admiración
por el rey sufriente. El tono en la descripción de la agonía es muy diferente al de la
primera parte del sermón cuando generalizaba acerca de los preceptos doctrinarios sobre
la muerte de los reyes. La voz del predicador brota profundamente condolida ante el caso
concreto del sufrimiento de Felipe II, e introduce en el discurso ciertas pinceladas
hagiográficas, como son la descripción de su gran paciencia y términos como
“crucificado.” A este respecto, hay que tener en cuenta que el mismo Yepes manifestó en
el prólogo de su relación la importancia que le dio, no tanto a la crónica de sucesos, sino
a la finalidad edificante de los últimos momentos del rey para defensa de la fe católica, y
como ejemplo para todos los cristianos del bien morir (Mancini Giancarlo 140). Así, lo
que Cabrera aportó al discurso contrarreformista de la relación de Yepes fue su
elocuencia para expresar el sentimiento religioso y la admiración personal a la figura de
Felipe II.
Continúa Cabrera desarrollando el tema diciendo que, según Séneca y San
Gregorio, de la virtud de la paciencia nace la perfección, de lo cual el monarca español
hizo buena muestra de esta cualidad durante la agonía, al reprimir sus sentimientos
humanos para alabar a Dios:
Cuando le hubieron de abrir la rodilla por una gran colección que allí se
hizo, fue realmente despedirse de la vida y ponerse a pasar un martirio de
dolorosa cura. ¿Con qué se previno? Mandó a su confesor que en voz alta
le leyese la pasión del Señor por San Mateo, y reparase en la oración del
huerto por aquellas palabras: “Padre, no se haga mi voluntad, sino la
286
tuya.” No se oyó de su boca otra palabra en aquel acto, y acabado el
sacrificio, mandó dar gracias a Dios, y todos los circundantes de rodillas,
dijeron: “Amén.” Y él quedó con gran sosiego. (706)
Aparece en escena el confesor del rey, fray Diego de Yepes, en medio de su labor
como “especialista del bien morir:” está colocado al lado del moribundo leyéndole relatos
piadosos. La “rara perfección” del rey se manifiesta en la devoción con que escuchaba la
pasión de Cristo, y en el sosiego que le producía.
Por fin llegamos al momento culminante de la narración con la descripción de la
“buena muerte” del rey. Cuando el confesor le dijo que se moría, Felipe II, “lejos de
turbarse ni entristecerse,” mostró su conformidad con la voluntad de Dios dándole las
gracias al sacerdote y repitiendo las palabras de Cristo en su pasión, de tal forma que
“vino a desear morirse.” Su confesor le vio con tanta resignación que se atrevió a decirle
que “deseaba se muriese desta enfermedad” (707). El monarca expresó su agradecimiento
y empezó a dar diversas instrucciones del casamiento de sus hijos o de, incluso, cómo
amortajarlo: “los dolores eran recios y para entretenerse y divertirse trataba de su muerte
por no perderla de vista.” Esta actitud indica su preocupación por tener memoria de la
muerte, lo cual, según la literatura del bien morir, era el acicate para cumplir, con clara
conciencia, con todo lo necesario para la salvación.
Antes de comenzar la narración del último momento del monarca, Cabrera
recuerda al público, inspirado en la Sagrada Escritura, 277 la concepción doctrinaria de la
buena muerte: “[n]o prediquéis a alguno por dichoso y bienaventurado en vida, hasta ver
que la haya fenecido con buena muerte. Déjale que pase toda la carrera, que al fin se
277
“Ante mortem ne laudes hominem quemquam, quoniam in filiis suis agnoscitur vir. ‘No alabes a ningún
hombre antes de su muerte, porque en sus hijos se conoce el hombre de valor’” (Eclesiástico, 11).
287
alcanza la gloria.” Si la buena muerte era señal de la salvación del individuo, también era
un síntoma de una buena vida. En el caso de Felipe II: “¿Qué muerte, veamos, tuvo
nuestro rey? ¿Qué muerte? La que se debía a su muy buena vida. Muerte que cuando toda
su vida hubiera sido perdida y desbaratada, bastara a honestarla esta buena muerte, que
un bel morir tutta la vita onora” 278 (706).
De esta manera, el predicador va narrando paso por paso los últimos instantes del
monarca para probar su buena muerte y, por tanto, su salvación. En primer lugar, el rey se
somete a la Iglesia haciendo todo lo que decía su confesor; su buena disposición es
tildada de “prodigio,” término hagiográfico que connota la manifestación de la gracia
divina.
Se sigue detallando cuántas veces comulgó y cuántas confesó según se iba
acercando el momento. Doce días antes de la muerte recibió la unción, para la cual
“como era tan aseado se hizo cortar las uñas y lavar las manos, por la reverencia del
Sacramento; recibióle con extraña devoción, habiéndose confesado primero.” Quiso que
su hijo estuviera presente en la Extremaunción como lección cristiana y de buen
gobierno; así en boca del rey, dice el predicador:
Hijo, he querido que os halléis presente a este acto, para que veáis en qué
para el mundo y también las monarquías. Encargóle muy de veras mirase
por la religión y defensa de la santa fe católica y por la guarda de la
justicia; y más, que procurase gobernar y vivir de manera que cuando
llegase a aquel punto se hallase con seguridad de conciencia. (707)
Las palabras que dirige al heredero ilustran el Eclesiástico, antes citado por el
predicador, sobre cómo en los hijos se conoce el hombre de valor.
278
La frase en italiano es señal del auditorio ilustre que presenció este sermón.
288
En los últimos días, el rey pasaba las noches cantando salmos y relatos edificantes
para vencer, como aconsejaba la Escritura, 279 la melancolía de la oscuridad; también,
servía como alimento que nutría su esperanza. De esta suerte que sus últimas palabras
fueron: “[m]uero como católico en la fe y obediencia de la Iglesia Católica Romana.” La
declaración de fe antes de expirar se simbolizó en el crucifijo de su padre y en la vela con
la imagen de Montserrat que tenía cogidos firmemente con las manos durante seis horas:
En la última llamarada de la vida, volviendo de un recio paroxismo, o
rapto, o éxtasis que tuvo dos horas antes que expirase, abrió los ojos con
gran viveza, y poniéndolos en el crucifijo con que murió su padre, se le
tomó de la mano al que le tenía, y con grandísima devoción le besó
muchas veces. (708)
Los allí presentes, sigue Cabrera, al ver “aquel súbito y extraordinario hervor de
espíritu” pensaron que debía ser un “regalo” del Señor: “¿Qué era esto, sino que estaba en
su pecho aquella fuente de agua viva que bulle y da saltos a la vida eterna? Así se fue
poco a poco acabando con grande paz y quietud, hasta rendir sin violencia el alma en las
manos del Padre” (708). La escena del momento de expirar, vívidamente pintada, es
ejemplo de la muerte que todo cristiano desea (“¡Oh muerte muy para ser envidiada!”). El
sosiego y la quietud eran síntomas de la salvación del alma (Martínez Gil 620); de ahí la
insistencia del predicador en este aspecto junto con otros detalles: el vocabulario
hagiográfico no pasa desapercibido (“rapto,” “éxtasis”), ni tampoco los signos de la cruz
y la vela; todo construye la imagen de un santo en directa comunicación con Dios en el
momento de la muerte.
279
“Qui dedit carmina in nocte” (Job, 35). Los relatos que menciona Cabrera son: la conversión de la
Magdalena, la conversión del buen ladrón y el hijo pródigo.
289
Desde los biógrafos medievales, era costumbre completar las vidas de los reyes
con un buen morir: primero, porque era una obligación de la realeza para la edificación
de sus súbditos y, segundo, porque era uno de los actos que marcaría una buena o mala
memoria de ellos. Los reyes eran, además, un modelo más cercano a imitar que los
santos. La evolución de estos relatos fue de tal dimensión que cada vez se introdujeron
más detalles llegando a publicarse libros enteros sobre el tema, que sirvieron de material
para sermones fúnebres. El de Antonio Cervera de la Torre fue paradigmático y fue el
que constituyó a Felipe II en “emblema de buena muerte.” 280
Por último, Cabrera termina la escena de la muerte del rey con un tono de júbilo
al calificar esta defunción como “muerte preciosa,” “de justo, de santo y amigo de Dios,”
en la que el mismo Padre eterno
ordenó fuese ejemplo a toda la cristiandad la muerte de un rey tan
poderoso y afamado. Puédese poner por norma dechado de bien morir, y
para confusión de todos los herejes y paganos. Tengo para mí que si vieran
esta muerte, como no estuvieran emperrados como demonios, bastara a
ablandarlos y convertirlos. Vean que sola la Iglesia Católica Romana se
puede morir tan cristianamente. (708)
Las observaciones de Cabrera apuntan a la actualidad del momento; no sólo
santifica la figura del rey, sino que el sermón sirve de afianzamiento religioso ortodoxo.
Este hecho produce un giro de significado cuando Cabrera asegura que “[q]uedamos
confiadísimos y piadosamente certísimos que se salvó y con grandes ventajas.” Aquí, el
predicador no sólo está siguiendo las fórmulas heredadas de la tradición patrística, sino
que está reafirmando la fe católica en un contexto específico con miras internacionales: el
280
El título del libro es Testimonio auténtico y verdadero de las cosas notables que pasaron en la dichosa
muerte del Rey N.S. Don Felipe II, Madrid, 1600 (qutd in Martínez Gil 618). Hay otra edición de 1599 que
se conserva en la Biblioteca Valenciana, Signatura: XVI/579.
290
ambiente contrarreformista en que se pronunció el sermón, en el cual el monarca
fallecido fue su más grande e incondicional defensor.
Lo que queda del sermón es el obligado elogio al nuevo rey para “consuelo deste
reino y de toda la cristiandad.” La alabanza es mucho más breve que la de Terrones y
menos hiperbólica, pero, aún así, le atribuye las virtudes heredadas del padre: “sabio, y
amigo de sabios y experimentados consejeros”; además de “religioso, católico, temeroso
de Dios; vida inculpable, limpieza de costumbres, irreprenhensible, raro ejemplo a todos
los siglos de obediencia y respeto a su padre” (709). El elogio de Felipe III, no es sólo
una lisonja obligada al nuevo rey, sino que su función va más allá: es el fundamento y
prueba de la buena vida y muerte del rey difunto.
Conclusión
Si no hay duda de que Cabrera construye una imagen idealizada y santificada del
rey, no obstante, como dice Soria, los predicadores de la colección de Lequerica son
sobrios al hablar de sus virtudes, y no se exceden en la narración de la salvación del
difunto (otros predicadores menores sí lo harían); es decir, no tejen una leyenda piadosa
ni traspasan los límites del buen sentido, sino que lo que pretenden con sus oraciones
funerales es darle gloria al rey, como vasallos cristianos, con el fin de que quedara en la
memoria del pueblo. Por otro lado, es significativo el valor que este crítico otorga a los
retratos del rey de esta colección como materia de la Historiografía popular porque, entre
“comparaciones tópicas y ponderaciones exageradas,” todos pintan la figura del monarca
que responde con fidelidad a la verdad popular del Rey Prudente (477-78).
291
La oración fúnebre de Cabrera, puesta en perspectiva con las de Terrones y
Salucio, se caracteriza por poseer un tono más profundamente devocional. Su devoción
tiene varias dimensiones: la que se dirige al Padre eterno, como fervoroso predicador
(prueba de ello es el lema del sermón), y la que se dirige al rey, como súbdito suyo; pero,
también, destaca la devoción del fraile dominico en la defensa de la fe dentro del
contexto contrarreformista. Se asemeja a Terrones en su sincera y dolida condolencia por
la muerte de Felipe II, como predicadores reales elegidos por el monarca. Las referencias
directas que incluye Terrones sobre su influencia en la familia real, en Cabrera están
implícitas. Y, aunque no cae en las exageraciones de Terrones en su elogio de ambos
reyes (el padre y el hijo), sin embargo, el retrato que dibuja de Felipe II está totalmente
embellecido a diferencia de la visión mucho más imparcial y parca de Salucio.
En definitiva, en el sermón de Cabrera los motivos tradicionales del concepto de
la muerte y del bien morir se funden a la perfección con la función edificante del sermón,
con los temas preferidos literarios y artísticos de finales de siglo que apuntan ya al
barroco, y con las circunstancias que rodearon esta muerte particular. La expresión
lingüística y su prosa de corte clasicista, junto con el dominio de los recursos retóricos de
la amplificatio, hacen que el texto tenga una cuidada elocuencia que sugiere la
majestuosidad del tan estimado predicador real en el momento en que representó y
pronunció esta oración.
292
CAPÍTULO 7
CONCLUSIONES
Aplicado està este discurso (Christiano Lector) pues
te hallas en las manos con el fructo suaue y
prouechoso de un Arbol de los más crecidos y
vistosos, que muchos años hase han plantado en el
Iardin de la Iglesia. Bien conocida es esta verdad, de
quien conocio al Padre Maestro Cabrera que esta en
gloria, cuya lengua y dezir se tubo por tan eloquente
y suaue; quanto su Doctrina por sana y medicinal,
para todos generos de gentes.
(Prólogo al lector pío y cristiano, Consideraciones
sobre los Evangelios de Cuaresma, Convento de San
Pablo de Córdoba)
La gran expansión que tuvo la antigua metáfora del teatro durante el siglo XVII
impulsó a la sociedad a que adquiriera un cambio de actitud hacia la vida. De ahí que uno
de los entretenimientos preferidos de todas las clases sociales fuera el espectáculo del
teatro en sí y que, por eso mismo, las fiestas cortesanas y las celebraciones religiosas se
concibieran y celebraran con pleno sentido de lo teatral. Por otro lado, se hacía palpable
la retroalimentación existente entre el teatro y la religión: ambas interpretaban el mundo
en una línea vertical incorporando a la realidad que rodeaba a los hombres las otras dos
dimensiones del pensamiento religioso, el cielo y el infierno.
En las festividades que conmemoraba la Iglesia todo el pueblo participaba; de
entre ellas destacaron por su sensacionalismo el Corpus Christi, los autos de fe y los autos
sacramentales. Rawlings nos recordó cómo el Corpus Christi era el mejor ejemplo de la
293
propaganda triunfante de la Contrarreforma, mientras que los autos sacramentales se
convirtieron en un instrumento oficial de enseñanza al pueblo.
Emilio Orozco ha llamado a los autos sacramentales “sermones en verso” en los
que se combinaban el acto semilitúrgico con la fiesta y el regocijo que proporcionaban
todas las artes mezcladas. Calderón, como Granada y Cabrera, sabía que los ojos
percibían muchos más que los oídos y se les podía impresionar con enorme facilidad; en
el teatro es donde encontró el mejor medio para comunicar la doctrina cristiana. De esta
manera, en el siglo XVII el auto sacramental se convirtió en drama y espectáculo del
misterio de Cristo y del pensamiento teológico. El objetivo era conmover al público, algo
que iba en consonancia con las tendencias barrocas del arte: hacer lo invisible, visible
pero, además, dándole plena sensación de vida (157-59).
Según Orozco, el que el teatro como espectáculo floreciera en el siglo XVII en
tales dimensiones multiplicándose los locales por las ciudades, fue más que nada un
fenómeno social. Debido a que el teatro no exaltaba la realidad sino el mundo del sueño,
el público se entusiasmaba con este mundo de apariencias que representaba el goce de la
ficción teatral. El apasionamiento de la gente estimulaba la proliferación rápida de obras
de teatro, lo cual evidenciaba el fenómeno como algo más social que literario (237-39).
En cuanto al aspecto metafísico del barroco, sus expresiones artísticas incitaban
insistentemente al público a que gozaran del placer; pero se hacía consciente de que el
goce debía ser apresurado, porque la realidad insinuante se quebraba con el recuerdo
moralizador de la vanidad del mundo y la fugacidad de la vida. En este sentido, el arte
teatral, dice Orozco, era el símbolo de la vida en su concepción ascético-cristiana: el
espectador sabía que lo que contemplaba en el teatro era una ficción, pero aún así se
294
conmovía y emocionaba ante el drama; esto producía un desdoble en el espectador en el
mismo momento en que aceptaba el goce de la apariencia teatral. Simultáneamente, esta
experiencia le hacía pensar en lo efímero de la realidad concreta y tangible que seducía
sus sentidos, puesto que estaba destinada a desaparecer de la misma manera que lo hacía
un decorado de teatro (239-43). Precisamente, el auto sacramental de Calderón, El gran
teatro del mundo, da una “decisiva lección sobre el sentido cristiano de la vida: que
gocemos de este mundo con la conciencia de que no somos para este mundo” (Orozco
243). En esta concepción ascético-cristiana es donde encontramos la conexión del teatro
con la predicación barroca, y con el performance que produce la religión.
El performance de todo predicador es una acción que envuelve a los observadores
en una experiencia religiosa. La representación del predicador proyecta unos mensajes en
los que los espectadores se ven reflejados como en un espejo; esta identificación del
auditorio con lo que está presenciando es el punto de unión entre el predicador y el
espectador, y se revela como una experiencia llena de significados.
El orador sagrado de finales del siglo XVI y principios del XVII exteriorizaba un
comportamiento en el púlpito que le definían en su papel social de ministro de la palabra
de Dios, que debía responder a los decretos del Concilio de Trento. A la misma vez, el
predicador emitía un modelo de conducta que los fieles debían aplicar a su vida cotidiana,
y esto se llevaba a cabo a través de la reprensión de comportamientos y rituales de la
sociedad que contradecían este modelo, junto con el énfasis de aquéllos que afirmaban el
arquetipo ejemplar.
A lo largo de todo el sermonario de Fray Alonso de Cabrera, hemos podido
comprobar cómo el performance que subyace en el texto iba construyendo estos dos
295
papeles sociales, el del predicador y el del cristiano, ambos enmarcados en el contexto
contrarreformista español. En la Cuaresma, Cabrera exhortaba al cristiano a que se
convirtiera en penitente. Para ello, el performance del predicador giraba en torno a poner
de manifiesto la cruz ante el público, para que esta visión sirviera de recordatorio
infalible de cuál era la acción que el cristiano debía representar: el simulacro de la muerte
de Cristo. Esta acción se operaba (o “performaba,” si se me permite el anglicismo) con
las prácticas cuaresmales principales: la penitencia, la oración y la limosna. Pero, además,
las acciones del penitente tenían que ir acompañadas de una actitud alegre, puesto que
con la redención se le había dado la oportunidad de corresponder “performativamente”
con Cristo: si Jesucristo realizó a la perfección su acto de performance por amor a los
hombres, éstos debían corresponderle de la misma forma.
La Semana Santa y el Adviento han sido los ciclos litúrgicos donde el aspecto
teatral y celebrativo encuentran su mejor exponente, de tal forma que el discurso, sin
dejar de lado el aspecto doctrinal, deja traslucir más que nunca cómo la religión era una
experiencia vivida por todos los que asistían o leían el sermón. En los sermones de la
Pasión de Cristo, Cabrera orquestó un auténtico paso de Semana Santa lleno de color, de
devoción, de sufrimiento y de amor; todos presenciamos y andamos este paso tomando el
papel ya de verdugo ya de pecador arrepentido. Asimismo en el Adviento, el predicador
nos sumergió en un cuadro del Juicio Final donde nos encontramos turbados y
desorientados, pero, al fin y al cabo, convertidos, al sentir la espiritualidad del modelo
más perfeccionado del cristianismo: San Juan Bautista.
Por el contrario, a pesar de que en la Epifanía el predicador nos expuso a la
dulzura del niño Jesús, ya nacido para cumplir con su misión en la tierra; sin embargo, el
296
aspecto devocional de las homilías menguó considerablemente en aras de la urgencia
social marcada por el contexto político y religioso del país. La labor social de Cabrera se
destacó al tratar en sus pláticas diversos comportamientos sociales que influían en el
orden social y familiar. El dominico canalizó las conductas de la sociedad a través de los
sacramentos que propugnó Trento: el bautismo y el matrimonio. A la vez, los
sacramentos se conectaron con la educación de los hijos, basada en las Escrituras, y todos
juntos formaron un compendio de educación cristiana que se fundamentaba en la nueva
moral postridentina.
Desde otro punto de vista, en la Epifanía, se modeló el papel del cristiano con una
actitud que indicaba expresamente su adhesión al sistema, cuyos valores se
fundamentaban en la alianza incondicional de la Iglesia y el estado. Este pacto se
simbolizó en las bulas papales: tradicionalmente habían sido un medio de salvación del
cristiano, pero en el siglo XVI se convirtieron, además, en un medio económico
imprescindible de la corona. Esto explica que Cabrera las tildara de limosna para el rey;
en aras de la religión, la acción del cristiano debía dirigirse a la ayuda del rey.
Por otra parte, las dos instituciones más influyentes de España entendían que el
orden social se garantizaba con la educación del pueblo; la nueva moral se basaba en la
corrección severa. En este sentido, si Cabrera propugnaba una educación dura hacia los
hijos, de la misma manera debían ser reformados los grupos sociales que desafiaban la
mentalidad dogmática; de esto se encargaba la Inquisición. La herejía era el enemigo de
la Iglesia, del estado y de los cristianos viejos, grupo social dominante, razón por la que
había que extirparla desde sus mismas raíces. Con respecto a esto, Cabrera hace eco en
sus homilías a la función reguladora del Santo Oficio, en el momento en que su presa
297
preferida era el cristiano viejo ignorante de los artículos de fe. La diferencia entre el
predicador y la Inquisición estaba en los medios: si el Santo Oficio hacía interrogatorios,
castigaba y multaba las proposiciones erróneas, el dominico proponía la educación
intelectual como garante contra la falsedad; una educación filtrada, no obstante, por la
censura inquisitorial.
Los rasgos que hemos visto en el sermonario que vinculan a la Iglesia con el
estado se ejemplifican en su máximo exponente en el sermón fúnebre a Felipe II. Carlos
V había apostado por la ortodoxia católica, y en esto le siguió muy de cerca su hijo; desde
entonces, la dinastía de los Habsburgo siempre defendería los dogmas de la Eucaristía y
de la Inmaculada, los cuales quedarían identificados con los ideales del catolicismo
español. Después de la política de terror que efectuó el Inquisidor General Fernando de
Valdés en la transición de reinados de los dos monarcas, la comunión de intereses
eclesiásticos y monárquicos se selló con la inauguración del reinado de Felipe II
asistiendo en 1559 al auto de fe de Valladolid. Con este acto oficial, el estado se asoció
con la imposición de una ideología, que estaba siendo sistematizada por la Iglesia, y que
se tomó como fundamento de la identidad nacional. La actuación conjunta de la Iglesia y
el estado consistió en acallar las voces disidentes que amenazaban con desestabilizar el
régimen autoritario en estado simbiótico con el catolicismo ortodoxo. Esta mentalidad es
la que proyectó Cabrera, de una manera muy concreta y explícita en la Epifanía y en la
oración fúnebre.
La misión del púlpito era la de presentar la Monarquía a los súbditos como una
entidad imperecedera, de tal forma que la religión tomó la categoría de dogma político -en palabras de Negredo--. Así pues, la memoria del rey quedó estampada en la oración
298
que pronunció Cabrera, y el sello que la cerró fue el de la Contrarreforma. Si en la
Epifanía se estableció el papel del cristiano como el de uno subyugado al sistema, en el
sermón fúnebre el cristiano es expuesto al ejemplo sacado de la realeza. Aunque el
monarca era una figura secular, el discurso fúnebre de la época se encargó de
transformarlo en un modelo edificante; este discurso era una combinación de las
convenciones establecidas de la tradición patrística junto con los planteamientos
contrarreformistas de la segunda mitad del siglo XVI. La ideología de este sermón marco
la actitud a seguir del cristiano: honrar a Dios y honrar al rey por ser su vicario en la
tierra. Esta concepción teológica de la política --en palabras de Negredo-- marcó el
mecanismo persuasivo del predicador, el discurso hagiográfico, y el papel que tanto el
predicador como el público cumplen en esta ocasión: el de súbditos cristianos.
El estudio del sermonario de Cabrera ilustra el acto de performance que constituía
su predicación con la conexión de temas, las preocupaciones sociales urgentes y los
preceptos doctrinarios absolutos que se van repitiendo e integrando en los diferentes
ciclos litúrgicos. La justificación de la política exterior e interior del rey se complementa
con las referencias que surgen en la Epifanía y en la oración fúnebre; la devoción hacia
Cristo y hacia la Monarquía se hace palpable en la Semana Santa, en el Adviento, en la
Epifanía y en la oración fúnebre; su mentalidad dominica, conservadora, moralizante y
caritativa, toma un relieve especial en la Cuaresma. En suma, con cada ciclo litúrgico se
insiste y se perfila la actitud del cristiano como hombre de acción dentro del sistema
establecido.
El prólogo de la edición de 1601 del convento de San Pablo, inscrito en el
epígrafe, resume los puntos centrales donde giraron la vida y el oficio de fray Alonso de
299
Cabrera: fue ejemplo de vida virtuosa (“esta en gloria”); de orador elocuente con un
lenguaje pulido y agradable al oído con el que movía voluntades (“cuya lengua y dezir se
tubo por tan eloquente y suaue”); poseyó un método de enseñanza efectiva transmitiendo
una doctrina sólida y ortodoxa con la que alimentaba el entendimiento (“sana y
medicinal”). Además, su rígida formación dominica supo aprovecharla en su constante
labor pastoral y social convirtiéndose en un activo agente de la Iglesia (“Arbol de los más
crecidos y vistosos”); emitía mensajes doctrinales universales con la ayuda de técnicas
retóricas como el principio de acomodación, del decoro y de la “sátira contra estados”
para cubrir desde el púlpito las necesidades espirituales de un público heterogéneo (“para
todos géneros de gentes”).
En el mismo prólogo, la metáfora del árbol frondoso hace referencia al “Arbol de
la vida” del Génesis que daba vida eterna; con esta metáfora se ilustraba el impacto de los
maestros y predicadores evangélicos en la curación de las almas con hojas medicinales de
la doctrina evangélica. También el prólogo menciona la comparación del predicador con
el perro con respecto a su “lengua que es para curar;” los perros “guardan el ganado de la
Iglesia” y son “buenos ladradores,” no tanto porque ahuyenten a los lobos (aunque
también tengan que hacerlo en ciertos momentos), sino por tener “buenas lenguas,
blandas y suaues.”
Estas características se repiten y complementan en las censuras y aprobaciones
adjuntas a las ediciones de la obra de Cabrera de principios del siglo XVII. En la carta
que Alonso de Cabrera escribió a Doña María Ponce y de Milán, incluida en el tratado
que le escribió sobre los escrúpulos y sus remedios, fechada el 15 de marzo de 1597, hace
referencia a la falta de tiempo que tenía debido a sus obligaciones en el convento de
300
Santa Cruz el Real de Granada, donde tenía el cargo de Prior, y a las del púlpito porque
estaban en época de Cuaresma. Esta declaración sobre las labores del fraile demuestran el
compromiso del dominico contraído con la institución a la que pertenecía, la Iglesia,
como miembro eclesiástico destacado y como perro que guarda el rebaño del pueblo
cristiano.
Para concluir, todos estos testimonios ilustran la importancia de la lengua
castellana a finales del siglo XVI. El cultivo del lenguaje se encaminaba al de un
vocabulario apropiado y casto que se expresaba en un estilo fácil y natural. El buen uso
del lenguaje era agradable a los oídos, lo cual tenía una relación directa con el
adoctrinamiento cristiano, y con la persuasión de la palabra. Recordemos la sentencia de
Cicerón sobre la palabra como reina que tuerce voluntades; pero, en España durante el
reinado de Felipe II, el florecimiento de la palabra estuvo marcado por la religión en su
labor evangelizadora y pedagógica. Así podemos decir que los cuatro tomos donde quedó
estampada la predicación de Alonso de Cabrera respondían a la “perfección de lengua”
que los humanistas españoles ansiaban; y éstos sabían muy bien cómo los predicadores
doctos podían hacer esta contribución a la lengua. En definitiva, estos cuatro tomos
representaron uno de esos “buenos libros” que influyeron a considerar este período
histórico como el siglo dorado de las letras de España bajo el sello indiscutible de la
Contrarreforma.
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